Muerte Bajo El Arco
Muerte Bajo El Arco
Muerte Bajo El Arco
Franz Moerl repasó con parsimoniosa lentitud la gran estantería; sorprendidamente, sus ojos
brillaron satisfechos, extendió la mano y extrajo dos volúmenes de aquella larga hilera. Sin
duda eran más de quinientos los libros reunidos en aquella biblioteca, miles de páginas con un
objetivo común, el estudio de lo oculto, el acercamiento a las misteriosas fuerzas que pueblan
éste mundo, el acceso a los más innombrables horrores a los que se pueda ver sometido el ser
humano. Veinte años de constante búsqueda, de averiguaciones, de días enteros en antiguas
bibliotecas los habían reunido; aquellos volúmenes eran tan sólo una escueta representación
de los miles que Franz tenía almacenados en su mansión de Jana. Los de su apartamento eran
quizá los más selectos de cuantos poseía y constituían el alimento de su inquisitivo espíritu,
¿cuántas horas habría leído la introducción de «Los ocho anillos», de Cagliostro?; ¿en cuántas
ocasiones se había sumergido en los oscuros parajes de «Camino al Más Allá», del demente
tibetano Mara, el tentador?; ¿y cuántas habían sido las horas perdidas en incomprensibles
reflexiones acerca de tal o cual afirmación hecha por Masters en su «Crónica de lo Oculto»?
***
«Crónica de lo Oculto», leyó nuevamente Franz Moerl en el lomo de uno de los dos libros que
sostenía en sus manos. Después, sus dedos recorrieron suavemente, deleitándose en sus
curvas, en sus márgenes, en la tipografía ahuecada en sus letras, el otro volumen, «Chantellier
de l'horreur e l'casualitè», de August Chaix. Despejó la acristalada superficie de la mesa de
todo objeto accesorio, permitiendo, únicamente, la permanencia de un grueso paquete de
formas similares a un cofre o pequeño arconcillo. Franz, influido por un severo carácter
germano, intentaba esconderse a sí mismo la inquietud que lo carcomía desde que aquel
paquete fue depositado en sus manos. Su inclinación hacia cualquier tema prohibida u oculto
se debía precisamente a la firme severidad de sus padres. Había crecido en un ambiente de
total aislamiento respecto a otros niños y la única salida a su forzada introversión la
constituían aquellos libros que describían mundos desconocidos repletos de horribles criaturas
sumergidas en el caos y que, sin embargo, poseían férreos estamentos, los Grandes Dioses, los
Subterráneos, los seres del Claroscuro...
Se había integrado en aquellos mundos; su imaginación viajaba por ellos aunque su cuerpo no
lo delatara. Al morir sus padres, tan sólo le quedaron los libros como refugio y, a pesar de su
aparente humildad, se sentía superior a cuantos le rodeaban; creíase partícipe de un
conocimiento al que pocos seres humanos podían acceder y su única relación con el exterior se
cifraba en las misivas intercambiadas con otros iniciados y las breves conversaciones
mantenidas con los libreros a los que compraba los volúmenes que fueran de su interés.
***
Franz Moerl pasó rápidamente las páginas de «Crónica de lo Oculto» hasta encontrar el
pasaje que buscaba y lo leyó con énfasis:
«Al morir el brujo, maldijo a todos aquellos que se apropiaran de cualquiera de sus
espeluznantes volúmenes. La maldición no fue desoída por sus ejecutores que a la mañana
siguiente reunieron las pertenencias del difunto, haciendo con ellas una gran pira purificadora.
En aquella hoguera ardieron inapreciables volúmenes, algunos únicos y de los que sólo nos
han quedado incompletas referencias. Hay quien asegura que entre ellos se hallaba el
«Necronomicon», de Abdul Alfharez, en su segunda traducción al latín por el monje templario
Magnus.
«Tan sólo un libro de los que habían pertenecido al brujo sobrevivió a la quema, se trataba
del «Omnius sacramentii», de autor desconocido y del que nadie posee copia alguna. Al
parecer alterna en sus páginas el latín con signos criptográficos de carácter cuneiforme. Un
monje lo salvó ignorando su auténtica naturaleza. Dos semanas más tarde moría súbitamente
y de forma inexplicable cuando realizaba su cotidiano paseo por el monasterio. El paradero del
misterioso volumen es desconocido, aunque se asegura que todos sus propietarios han muerto
en extrañas e inexplicables circunstancias cumpliénndose así la maldición del brujo».
Una leve sonrisa marcó los labios de Franz Moerl. Por fin había llegado el momento que tanto
esperaba, hasta entonces todo había sido un juego a solas con su férreo carácter.
En su mente ya se habían reunido todos los datos que podían engrandecer aún más la
contemplación de su preciada adquisición. Rasgó con un cortaplumas el envoltorio y ante su
vista apareció un libro de gran tamaño cubierto por tapas metálicas fuertemente cerradas con
dos broches de plata. No pudo evitar pensar en el librero que se lo vendiera; el desdichado,
tan sólo reparó en el aspecto exterior del volumen; en vez de un libro vendió una joya,
ignorando que el contenido de aquella valía cien veces más de lo que él ingenuamente había
exigido.
Tras complicadas operaciones y diversas manipulaciones, las gruesas tapas del volumen se
abrieron ante la inquieta mirada de su actual propietario que pudo leer en la cubierta de
rústica : «Omnius sacramentii». Cuando se disponía a descifrar los caracteres que servían de
introducción a la obra, sus manos tropezaron con un amarillento pergamino. Allí, en un latín
imperfecto y vulgar, pudo leer la siguiente misiva:
«Monseñor: En el mes de octubre del presente año y ante las acusaciones de numerosos
vecinos del lugar, las autoridades eclesiásticas que se hallan bajo mi jurisdicción arrestaron a
Elías Asarath bajo la acusación de brujería. Pese a la reticencia mostrada por el acusado, la
posterior investigación concluyó que aquel mantenía pactos con seres infernales, por lo que
fue condenado a la hoguera. Repetidamente se le dio la oportunidad de arrepentirse de sus
culpas con el misericordioso fin de que (tras las llamas purificadoras) su alma pudiera ascender
al reino de los justos. Su férrea negativa no hizo más que demostrar la absoluta putrefacción
de su alma, sus últimas palabras fueron una maldición, 'yo os maldigo por siempre –dijo–, todo
aquel que se apropie de mis pequeños templos del saber oculto morirá bajo el arco'. La
irreverente maldición no hizo efecto alguno en nuestras almas educadas en el temor a Dios, no
obstante, al amanecer, nos presentamos en la que había sido mansión del brujo en busca de
todo aquello que delatase la presencia del señor del mal. Pronto reunimos gran cantidad de
repulsivos volúmenes que señalaban claramente la relación que el brujo mantenía con las
potencias demoníacas. Aquellos horribles libros constituían sin duda lo que él había llamado
'pequeños templos del saber oculto', más no encontramos nada que pudiera revelarnos el
significado de las últimas palabras de su maldición. Sacamos de aquel lugar todas las
pertenencias del brujo; la que fuera su casa ahora pertenece a Jonathan Leiber, hombre de
buena fe y probada cristiandad, quién denunciara la satánica naturaleza de Elías Asarath, e
hicimos con ellas una gran hoguera. Todos los malignos textos ardieron excepto uno. Yo lo
tomé creyendo que se trataba de un cofre, pues sus tapas eran de metal grabado y poseía dos
cierres de plata, lo que confería a todo el volumen el aspecto de una joya. Cuando me percaté
de verdadera naturaleza del objeto por mí rescatado, pensé en entregarlo al fuego. Lo intenté
en tres ocasiones y atónito fui testigo de su incombustibilidad. Presintiendo en tal extraño
suceso la intervención de fuerzas malignas, pido a su ilustrísima consejo y ayuda.
Abate de Neinhart.
En el año de 1776.
***
Habían pasado diez días desde que Franz Moerl adquiriera el «Omnius sacramentii»; en
aquellos diez días apenas había leído algunas frases del volumen, pues todo su ser se hallaba
inmerso en el único objetivo de averiguar cual había sido el fin de todos aquellos que algún día
poseyeron el libro que ahora obraba en su poder. Visitó el monasterio en que muriera abate y
allí le indicaron el lugar exacto en que la muerte le sobrevino: bajo los arcos del claustro.
Preguntó también acerca de la suerte que corrió el volumen, pero nadie supo contestarle: en
los archivos no aparecía referencia alguna al «Omnius sacramentii».
Todo se desarrollaba con normalidad hasta que de pronto todas las personas cercanas al
lugar fueron sacudidas por un horrible alarido procedente del campanario. En el mismo
momento pudieron distinguir algo que cayó sobre la plaza circular en que se hallaba la iglesia.
Era la cabeza del conde. En el campanario encontraron el cuerpo del que aún manaba la
sangre. En vano buscaron una explicación razonable al singular suceso, pero no encontraron
nada ni a nadie. Sin embargo, la cabeza había sido limpiamente separada del cuerpo y las
facciones del muerto revelaban, en una mueca disforme, un horror imposible de imaginar.
Franz no pudo averiguar nada más, pero sí fue partícipe de un detalle que le sobrecogió: las
paredes del campanario formaban arcos en sus cuatro puntos cardinales.
Tampoco en ésta ocasión pudo saber que había sido del «Omnius sacramentii», pero era
obvio que no podían ser más de tres los posteriores poseedores, hasta que él mismo lo
adquirió. Repasando los archivos necrológicos, descubrió que diez años antes había fallecido
un tal Eisner Grossemberg en las ruinas de un templo pagano. Causa de la defunción:
desconocida. Dos años más tarde otro vecino del lugar perdió la vida mientras paseaba en una
noche de noviembre por el barrio antiguo de la ciudad; el informe policial señalaba que había
sido asesinado por persona o personas desconocida. En ambos casos la muerte les sobrevino
bajo la figura de un arco. Otra persona había muerto en circunstancias misteriosas apenas un
mes y medio antes. Aquel hombre debió ser el último poseedor del libro –pensó Franz– sin
darse cuenta de que paulatinamente se había convencido de la realidad de la maldición, así
que decidió visitar de nuevo al librero que le vendió el volumen que tan profundas raíces había
echado en su existencia, para requerir de él la información que anhelaba.
***
–El motivo de mi visita es otro –se excusó Franz–. Vengo a hablarle del libro que me vendió
hace dos semanas. Bueno, más que del libro, quisiera saber algo de su anterior propietario.
–Verá– se excusó el usurero–, no suelo hablar con mis clientes acerca de la procedencia de
mis volúmenes. Claro que siendo usted... Añadió aferrando el billete que le tendía su
interlocutor.
–En efecto...
–Joseph Liebenz era su nombre según creo. Falleció hace un mes, ¿es así?...
–Verá, ya conoce usted mi gran tolerancia para con mis clientes. Joseph Liebenz, que en paz
descanse, era uno de ellos. Él, sentía un gran interés por los mismos temas a los que usted
inclina sus apetencias. No era hombre de mucho dinero, pero poseía una gran biblioteca que
cuidaba con esmero, se diría que para él era lo único que importaba. Por ésta razón, contrajo
elevadas deudas que difícilmente podía pagar. Yo mismo le fié en varias ocasiones, aunque de
antemano sabía que era improbable que recibiera el dinero que me adeudaba.
–No comprendo qué relación guarda la situación económica de ese hombre con el libro.
–Es muy sencillo. Cuando él murió, me acerqué a la que había sido su casa por ver su me
podía satisfacer la deuda por algún familiar. ¿No cree usted que me hallaba en mi derecho? El
pobre hombre, sin embargo, no tenía pariente alguno, pero me fue permitida la entrada a sus
alojamientos. La biblioteca estaba cerrada bajo llave y, según supe después, todos sus libros
los legó en su testamento a un amigo, el único que tenía. Tan sólo encontré sobre su mesa de
estudio el volumen que usted adquirió, la verdad es que no pensé que fuera un libro, más bien
pensé ...
–Pensó -interrumpió Franz Moerl- que era un cofrecillo repleto de joyas, y no se le ocurrió
otra idea que la de apropiarse de él para satisfacer, de este modo, la deuda que había quedado
pendiente.
–Yo no lo diría así, pero la idea es la misma. Cuando descubrí que no era lo que yo esperaba,
decidí devolverlo...
–Pero finalmente decidió venderlo por ver si así sacaba algún dinero, y, naturalmente, me lo
vendió a mí casi en secreto, pues no convenía que el amigo se enterara de que usted se había
apropiado de algo que, según legítimo testamento, le pertenecía a él.
–La verdad es que ese pobre diablo ya no necesita ningún libro, ha perdido la razón y está
internado en espera del juicio, pues es el principal sospechoso.
Franz salió satisfecho de la tienda. Había averiguado todo cuanto deseaba saber, tenía en su
poder la dirección en que podía encontrar al que fuera amigo de Joseph Liebenz y estaba
ansioso por conocer los detalles de la muerte del segundo por boca del primero.
***
–Yo estuve con él la noche en que murió, incluso fui testigo de su horrible muerte -masculló
Heinrich Briendfast-; habíamos pasado la tarde en unas ruinas cercanas. Anochecía.
Regresábamos a nuestras casas siguiendo el cauce seco del río. Aquella noche Joseph estaba
muy animado-algo raro en él- y entre bromas y risas habíamos recorrido ya buen trecho del
camino, por lo que me extrañó la extraña actitud que adoptó de repente.
–No –contesté, pues todo a nuestro alrededor era silencio–, no he oído nada.
–¿Nada? –dijo agarrándome crispadamente del brazo–. He ahí lo extraño. No se oye nada, ni
el viento ni el lamento de los grillos... ¿No te resulta extraño?
–Es cierto –contesté reparando en el absoluto silencio que nos envolvía–, pero no creo que
haya razón para atemorizarse.
Caminamos otro trecho atentos al menor ruido, pero solo se percibía el rumor de nuestros
propios pasos sobre el verdoso limo de las márgenes del inexistente riachuelo cuando,
súbitamente, exclamó:
–¡Alguien nos vigila! He visto una sombra tras nosotros y ese extraño gorgojeo..., ¿no lo oyes?
El no prestó atención a mis palabras y, tras mirar absorto a su alrededor, me pidió que
acelerara el paso. Así lo hice, pues en verdad me sentía inquieto; además, no crea que estoy
loco, he de confesar que sentí algo frío que rozaba mi espalda. Imbuidos de un inexplicable
terror corrimos despavoridos. Estábamos solos en aquel lugar, pero ya quedaba poco para
llegar al pueblo... (Heinrich tragó saliva y continuó): y entonces, sobre los arcos del puente,
apareció una sombra más oscura que la noche y se abalanzó sobre mi amigo. Al borde de la
locura contemplé el vano intento de mi compañero por librarse del mortal abrazo de aquel ser.
No pudo. Sus últimas palabras fueron: «la maldición, la maldición...» La sombra desapareció en
la noche y mi amigo cayó al suelo con el cuello partido. Al tocar sus manos las encontré
heladas. Estaba muerto. Lo demás ya lo sabe; la policía no dio crédito a mis explicaciones y me
calificó de loco. Aunque me hayan encerrado en este lugar , yo sé que aquello sucedió. Mis
noches ya no son noches, me es imposible conciliar el sueno después de haber visto aquello y
espero la muerte como salvación.
***
«Los arcos del puente», «los arcos del puente», se repitió Franz mientras regresaba a su
mansión. Pero al atravesar las calles del pueblo su atención fue desviada violentamente de
tales pensamientos para sumergirse en otros más terribles. Por todas partes reinaba un gran
alboroto y cuando supo la causa del mismo su rostro empalideció. Klaus, el librero, había
muerto de un infarto en la puerta de su tienda. Y aquella puerta, aquella puerta, formaba un
arco en su cúspide.
Atenazado por el miedo corrió a refugiarse en su casa. Una vez a salvo, con las puertas y
ventanas cerradas a cal y canto, se planteo fríamente la situación en que se encontraba. Él era
ahora poseedor del libro; si la maldición era cierta, de nada le serviría desprenderse de el, pues
el librero también lo había hecho y no por eso se salvo de la muerte. Finalmente, en la
seguridad de su hogar, la tranquilidad volvió a su mente. Todo habían sido meras casualidades
del destino -se dijo intentando convencerse-, y si no era así, le bastaba con evitar hallarse bajo
la figura de un arco, tendría que estar alerta en todo momento, mas tampoco seria un gran
problema teniendo en cuenta que lo que estaba en juego era su vida. Miro a su alrededor y
comprobó satisfecho que las puertas y ventanas eran rectangulares y que el techo se extendía
liso y uniforme sobre su cabeza. No había nada que temer. Abrió de nuevo el volumen
decidido a enfrascarse en sus paginas, pues hasta aquel momento no había tenido ocasión de
hacerlo.
Al leer determinado fragmento que describía las fuerzas ocultas que pueblan el mundo, no
pudo evitar que un escalofrío recorriera su cuerpo; queriendo atribuirlo al frío, avivo las brasas
de la chimenea...
Franz Moerl apenas tuvo tiempo para contemplar sobre si la forma arqueada de la
chimenea... días después, su cuerpo descompuesto, fue encontrada bajo aquel arco
sembrando de incógnitas su espantosa muerte.