Filosofía Del Arte

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Filosofía del arte y estética

Introducción

La estética y la filosofía del arte se confunden a menudo; buena señal de que


colindan, por más que, a su vez, tengan diferencias significativas. La filosofía
del arte tiene una historia más larga que la estética. De hecho, aunque la
estética sea hoy una disciplina consagrada, no remonta a períodos anteriores
al siglo XVIII, mientras que ya en Platón, Aristóteles, Plotino, los pensadores
escolásticos o Leibniz se da una reflexión sobre lo bello en su relación con la
naturaleza, con las actividades humanas y con la naturaleza divina.
A decir verdad, si nos atuviéramos estrictamente a los términos, la filosofía del
arte debiera dejar de lado los fenómenos que escapan propiamente al arte, se
trate de los que afectan a la naturaleza, a la belleza humana, a la del universo,
o a la belleza de los sentimientos y de los conocimientos. Versaría sobre el arte
en todas sus dimensiones, noción ya suficientemente amplia y confusa, puesto
que el término se utiliza en numerosos sentidos y cubre el significado tanto del
gran arte como de las artes populares o de masas o de prácticas que son a la
vez religiosas, mágicas o rituales. En realidad, la filosofía no se ha privado a sí
misma de desbordar el dominio del arte. Ya desde sus comienzos, y durante
mucho tiempo, cuando se trataba de lo bello, no estaba en juego el arte, sino la
belleza de las cosas, de la naturaleza, de las conductas y de los seres
humanos –en particular de los cuerpos–. Por tanto, la pareja conceptual a
ejercitar sería, en realidad, “filosofía de lo bello y estética”.
El concepto de estética corrige en un cierto sentido esta dificultad en la medida
en que la estética tiene, de entrada, un campo amplio: trata de la experiencia
sensible vinculada a lo bello y al arte –como indica etimológicamente el término
“estética”– y no toma en consideración sólo el arte respecto a su existencia y a
sus modos de operación sobre la sensibilidad, sino también la experiencia
estética en general; lo que le lleva a la consideración de formas de la
sensibilidad no necesariamente vinculadas al arte.
Así pues, la primera precaución es de no utilizar sin atención suficiente un
término por el otro ni, en ningún caso, ceder a una ilusión de intemporalidad:
los conceptos de cada una de estas disciplinas llevan la marca de sus
condiciones de nacimiento y de elaboración. La filosofía del arte,
probablemente, tendría esta especificidad de responder a la generalidad de la
estética con un añadido mayor de generalidad, puesto que mientras ésta se
concentra en la experiencia del arte, aquella amplia la consideración al lugar
que ocupa el arte en la vida humana y a su alcance metafísico y existencial.
Hay que añadir a esto que la actividad intelectual, incluida la filosófica, se ha
profesionalizado. La estética se ha constituido a partir de los últimos años del
siglo XIX como una disciplina universitaria autónoma, con sus problemáticas y
sus categorías propias. En esta situación ha dejado de lado, por demasiado
especulativas y arriesgadas, las interrogaciones filosóficas generales que
suscita la existencia de una actividad humana como el arte. Es por este motivo
que seguramente existe hoy un lugar para una filosofía del arte renovada, así
como para una estética ampliada.

La estética: origen y significación

Para empezar, el propio término de “estética” merece ciertas aclaraciones. Fue


Baumgarten quien lo puso en circulación en 1735, en su texto Meditationes
Philosophicae de nonnullis ad poema pertinentibus. Allí, Baumgarten distinguía
entre los noeta, es decir, las cosas pensadas, que han de ser conocidas por
una facultad superior y manifiestan una lógica, y las aisthèta, las cosas
sentidas, objetos de una ciencia (épistemè) estética (aisthètika). En el párrafo 1
de su Estética de 1750–1758, define la estética como “la teoría de las artes
liberales, una gnoseología inferior, un arte de pensar lo bello, una ciencia del
conocimiento sensitivo”.
Esta innovación terminológica corona una evolución que se remonta a Leibniz.
En sus Nouveaux Essais sur l’entendement humain (1704), donde responde al
filósofo empirista inglés Locke, Leibniz retoma la distinción lockiana entre
nuestras ideas de cualidades primarias, que representan las propiedades de
las cosas, y nuestras ideas de cualidades secundarias, que son, únicamente, el
efecto que tienen en nosotros unas ciertas cualidades desconocidas de las
cosas. Que no conozcamos la causa de estas ideas no cambia en nada el
hecho de que tengan para nosotros una cara afectiva y sensible que nos
informe, aunque sea confusamente, sobre la realidad. Leibniz entrevé a partir
de esto una nueva zona de conocimiento, que no será la del conocimiento claro
y distinto aportado por las ideas de las cualidades primeras, sino un
conocimiento claro (sabemos bien qué ideas tenemos y qué es lo que nos
provocan), pero no distinto (no sabemos a qué corresponden en tanto que
ideas). Esto crea el lugar para un conocimiento confuso, que es el que tenemos
de los colores, los olores, los sabores y también es el que nos facilitan los
pintores y los artistas: reconocemos la cosa sin poder decir en qué consisten
sus diferencias ni sus propiedades. A través de estas ideas claras y distintas, el
espíritu entra en estados alógicos, estéticos y sensibles. Este es, precisamente,
el dominio que Baumgarten designa como “gnoseología inferior”, que es el que
nosotros designamos como perteneciente a la estética.
Así, desde inicios del siglo XVIII se abre un dominio de lo experimentado, de lo
sensible y del sentimiento que nos hace conocer ciertas cosas sin que las
conozcamos en el sentido cognitivo estricto. El desarrollo de estudios y
reflexiones sobre estos sentimientos dará lugar al nacimiento de la estética
propiamente dicha, que acontecerá en las teorías del gusto, desde la del Padre
Bouhours hasta la de Hume, pasando por el abat Du Bos, Shaftesbury,
Voltaire, Montesquieu, Hutcheson, Burke, etc.
La aparición de la estética en términos de su definición intelectual debe ser
puesta en relación con procedimientos de definición del arte y de las
instituciones que se ocupan de su existencia, es decir, con una economía y un
mundo del arte particulares, puesto que los conceptos toman vida en un
“mundo del arte”. Éste está configurado por espectadores y por un público que
aprecian las obras de arte en el seno de instituciones como los Salones, las
salas de ópera o de concierto y, un poco más tarde, hacia el fin del siglo XVII,
los museos.
Esto explica que las categorías principales de la estética giren entorno de la
naturaleza de las obras de arte, de sus propiedades y de sus efectos, de su
valorización y, más tarde, cuando, en el siglo XX, la definición de arte se
convierta en algo menos seguro, de su identificación, dejando de lado la
reflexión sobre la producción del arte. Ésta, que fue en un primer momento
exclusivo del medio profesional de los artistas a través de las teorías de la
creación artística, se dejó en manos de los antropólogos y de los historiadores
del arte. Dicho de otro modo, la estética tiende, desde su nacimiento, a dejar de
lado la dimensión del hacer, que designamos también como la poética del arte,
y también, al mismo tiempo, una gran parte de su significación en tanto que
actividad humana. Cuando nos detenemos un poco en esta cuestión, no
podemos dejar de sorprendernos por la exorbitante primacía que la estética
otorga a la “obra de arte”, como si sólo existieran las obras maestras y el arte
del museo.

Los conceptos fundamentales de la estética

En el cerco de las temáticas que se plantean y de los objetos que consideran,


la estética, a lo largo de tres siglos de existencia, ha abordado y cubierto con
éxito un registro impresionante de cuestiones, que afectan a la representación,
a la expresión, a la forma, a la noción de obra de arte y a los juicios de
evaluación.
Las contribuciones al respecto son de naturaleza diferente según vengan de la
tradición hermenéutica o del acercamiento conceptual–analítico.
Las contribuciones de inspiración hermenéutica privilegian, tal como lo sugiere
su nombre, la interpretación de la situación estética en sus dos dimensiones de
experiencia de creación y de experiencia de recepción. ¿Qué pasa con la
significación de las obras de arte cuando las consideramos como un elemento
clave de la existencia humana y de su relación con el ser? De eso se preocupa
la estética hermenéutica, que se concentra por tanto en la aprehensión de las
intenciones de los artistas y el trabajo de interpretación de los espectadores,
por encima de nociones como la de expresión o la de forma. Hace de la obra
de arte un elemento clave de la manifestación del ser humano y de su
humanidad. Ingarden, Dewey, Collingut, Heidegger, Adorno, Pareyson,
Focillon, Dufrenne, Lyotard o Derrida, son los nombres que hacen de faro de
este acercamiento.
Las aportaciones del pensamiento analítico son de naturaleza diferente. La
filosofía analítica se preocupa poco de la metafísica, y trata de elucidar el
funcionamiento de los conceptos tanto del punto de vista lógico como del punto
de vista de su uso: tendremos por tanto que ocuparnos a investigaciones más
circunscritas. Sin entrar en el detalle de los análisis, podemos pasar revista a
las cuestiones mayores.

La representación

Desde la Antigüedad, una problemática domina la filosofía en general y la


filosofía del arte en particular; se trata de la problemática de la imitación.
Concierne en primer lugar a las imágenes pintadas, grabadas, esculpidas, pero
también a las imitaciones de acciones en el teatro e incluso las relaciones entre
el lenguaje y las cosas o los sentimientos, puesto que éstas fueron concebidas
inicialmente como relaciones de imitación (mimesis). Primero en la época
moderna y después en la contemporánea, tras la invención y la difusión de la
fotografía y luego del cine, y con las oleadas desencadenantes de las
tecnologías de la imagen (televisión, vídeo, imagen numérica), la problemática
todavía toma más actualidad, incluso si la propia superabundancia de
imágenes las hace banales y tiende al embotamiento de la capacidad de
reflexión.
Se trata, por tanto, de dar cuenta de los mecanismos de la representación, de
explicar como las imágenes representan algo y nos reenvían a su referencia o
a su denotación. Una primera tarea consiste en evaluar la dimensión de las
definiciones tradicionales del arte como imitación, puesto que, desde Platón
hasta las teorías de las bellas artes del siglo XVIII, el arte fue definido por la
imitación. Así pues, se identificará los dominios de verdadera pertinencia de la
noción (por ejemplo, la pintura concebida como imagen exacta de algo o
incluso científica, lo que vale para una gran porción de la historia de este arte,
específicamente del siglo XV al XIX, pero está lejos de valer para toda la
pintura), pero también sus límites y los ámbitos en los que hablar de imagen no
tiene ningún sentido, por ejemplo para la arquitectura, las artes decorativas, la
poesía, sin mencionar la música o las artes visuales modernas abstractas.
A continuación, convendrá explicar de qué manera las artes figurativas figuran,
de qué manera las imágenes muestran lo que muestran; de interrogarse sobre
los “lenguajes del arte” y los modos de simbolización, debiendo escoger entre
las opciones convencionalistas (Goodman, Gombrich) o de las opciones
naturalistas (Schier, Lopes).
En referencia al ámbito más contemporáneo, se tratará de interrogarse sobre el
flujo de las imágenes, sobre las imágenes fabricadas, inventadas y virtuales.
En todo caso, queda claro que, hoy en día, una consideración del arte en
términos únicamente o principalmente de representación ya no tiene vigencia.
Las artes simbolizan de diversas maneras y, de entre estas maneras, y sólo
para ciertas artes, está la imagen.

La expresión

La noción de expresión siempre ha estado en el epicentro de las teorías del


arte. Ya desde Aristóteles cuando explica el placer (y el interés social) de la
tragedia por la purificación de las pasiones (catharsis), tema que permanecerá
en primer plano durante toda la época clásica. En la reflexión sobre el arte, la
expresión tomará un lugar todavía más importante a partir del romanticismo.
Esto conlleva una concepción nueva de la obra de arte como expresión
personal del artista o espejo del espíritu de la época, que, de ninguna manera,
era la preocupación principal cuando se trataba, en primer lugar, de imitar la
naturaleza. También conlleva la experiencia, por parte del espectador o
destinatario de la obra, de encontrar en ella sentimientos respecto a los cuales
tiene simpatía o resonancia. En esto reencontramos la catarsis, pero bajo una
forma inédita, puesto que ahora se trata de disfrutar de las emociones y no sólo
de purificarlas. En nombre de la expresión, una obra expresa su tiempo; en
nombre de la expresión, el artista romántico o “expresionista” nos descubre sus
tormentos o sus sueños. El espectador, por su parte, considera una música
triste, un poema “emotivo”, un cuadro “alegre”.
Probablemente, una de las cuestiones más difíciles sea saber qué entender por
la noción de expresión, es decir, cómo los sentimientos, las creencias o las
cosas vividas pueden ser transferidas a un objeto y cómo a este objeto pueden
serle atribuidas tonalidades expresivas, incluso cuando no se han dispuesto
voluntariamente.
Las teorías de la expresión se dirigen a uno o a otro de los aspectos siguientes.
Las teorías filosóficas (Shopenhauer, Dewey, Tolstoï, Collinwood), que beben
casi todas de la fuente de Hegel, se concentran en la expresividad humana, en
la relación entre la interioridad y sus manifestaciones exteriores por los gestos
(danza), palabras (canto y poesía cantada), signos o conjuntos de signos
(literatura escrita, pintura) en los que se ve una forma de comunicación
específicamente emotiva. Los acercamientos analíticos (Goodman, Wollheim)
se cuestionan sobre la manera cómo los símbolos pueden ser aprehendidos
como expresivos y dan, así, una tonalidad emocional a la experiencia estética.
De este modo, la teoría de los lenguajes del arte de Goodman trata de explicar
en qué consiste la atribución de propiedades expresivas al objeto. El carácter
metafórico o figurado de la expresión es, ciertamente, bastante general, pero
no hay que olvidar preguntarse por el carácter literal de ciertas propiedades
expresivas: los gritos de terror de una cantante de ópera en las escenas de
locura o de furia, una tempestad grandiosa en el cine o en la pintura, una
invasión de monstruos, incluso en el cine, no son metafóricamente vectores de
temor y de angustia, sino que lo son literalmente.
Como en el caso de la representación, también conviene preguntarse si es
verdad que todo arte es expresivo y que si no estaremos bajo un influjo
excesivo del romanticismo. Numerosas producciones artísticas manifiestan
ritualidad, y la reproducción concentrada y atenta a motivos convencionales:
para atenernos a un ejemplo, un mandala oriental pintado no requiere ninguna
expresividad por parte de su autor, y el espectador es invitado al recogimiento y
a generar el vacío en él y no en disponer un acuerdo emocional con algún
sentimiento.

La forma

La noción de forma también participa de estos conceptos centrales a la


reflexión sobre el arte. Comporta, al menos, tres ideas bastante distintas.
En el platonismo se da una asimilación directa de la belleza a la forma,
entendida ésta de modo matemático (las relaciones entre los números),
musicales (las relaciones entre los tonos) y cósmica (las relaciones entre las
revoluciones celestes) o incluso, en el ascenso hacia el Bien supremo en tanto
que divino (Plotino). Esta comprensión está en el origen de todas las
consideraciones de la belleza como orden, armonía, simetría, que después se
encuentra en las concepciones sobre la armonía interna de los cuadros (Ucello
o Piero Della Francesca), la construcción de bellas arquitecturas (Vitrubio,
Palladio, la Bauhaus), la organización de la composición musical (Bach), etc.
Desde la Antigüedad, otra idea de forma se ha preservado desde la idea
aristotélica de que una obra de arte, concretamente una tragedia o un poema
épico, es un todo en el que se da una unidad casi viviente de la forma; que la
obra de arte es una unidad análoga a la de lo vivo, y que la ausencia de esta
unidad es un defecto insalvable. Desde esta perspectiva, la forma no es aquello
que organiza los elementos en una estructura ordenada, sino la totalidad de la
estructura misma. Kant sistematizará esta idea a través del análisis conjunto de
la obra de arte y de lo viviente en su Crítica de la facultad de juzgar (1790).
Queda, todavía, una tercera idea diferente de la forma: la que consiste en ver
en la obra de arte un conjunto de elementos específicos que operan
independientemente respecto a su propia referencia a un significado o respecto
a una referencia que constituiría su contenido. Este es el formalismo
propiamente dicho.
Estas tres concepciones de la forma son muy diferentes, pero no están,
necesariamente, demasiado separadas. Así, es posible que una obra de arte
reúna las tres: la unidad de un ser autónomo, la organización interna de
elementos en armonía y las características puramente formales como objeto,
independientemente del contenido de significación, de la representación o de la
expresión. La Capilla del Rosario en Vence, decorada por Matisse a partir de
1947, responde, para un aficionado al arte no creyente, a estas tres
características: es una entidad y su decoración constituye una armonía
puramente formal de manera independiente a su significación religiosa.
De hecho, estas tres visiones de la forma son siempre más o menos presentes,
aunque lo estén en grados diversos, en la creencia que las obras de arte tienen
una autonomía y una vida propias (característica 2), que su efectividad
concierne a su estructura (característica 1) y que las propiedades formales
cuentan más que el significado, la referencia o el contenido (característica 3).
Sin embargo, una doble dificultad debe ser solventada. La primera es
simplemente parcial: consiste en resaltar que ciertas obras de arte juegan la
carta de lo informe sobre todos los registros identificados: son inacabadas,
caóticas y no necesariamente sólo formales (éste sería el caso de la música de
John Cage o del Ulises de Joyce). Umberto Eco a se ha ocupado de esta
cuestión de la obra abierta (1962).
La segunda es más dudosa, puesto que es más fundamental: consiste a hacer
resaltar que los usos del vocabulario de la forma son vagos y que ésta ha
revertido históricamente aspectos extraordinariamente diferentes. Es así que
reencontramos la crítica bergsoniana de la noción de orden: una forma es,
siempre, una forma en función de cierto paradigma de armonía, de la unidad o
de la ausencia de contenido, y las diferencias históricas y culturales son, a este
respecto, considerables. Así, una estructura armoniosa para Poussin no lo es
para Picasso y, sin embargo, las Demoiselles d’Avignon tienen una
construcción formal muy remarcable. Lo que parece insignificante para
nosotros (una Marilyn de Warhol) no lo es para un fan de Marilyn y, en
contraste, consideramos sólo de manera formal y simplemente pictural la
inexpresividad de los personajes de las pinturas de Piero Della Francesca
porque ya no conocemos los principios de la piedad del siglo XV.
Estas reservas, por más que importantes, no justifican que renunciemos a la
noción de forma, puesto que ésta mantiene un lugar importante en nuestras
evaluaciones, en el placer estético y en la identificación de las obras y su grado
de novedad o de fuerza.

La definición de las obras de arte

La estética se ha preguntado insistentemente por la definición de la obra de


arte y por las condiciones mediante las cuales atribuimos a una cosa la
característica de serlo.
Desde el punto de vista de la definición de los objetos, desde Gilson hasta
Goodman, las investigaciones de tipo ontológico han sido numerosas y
poderosas. Se han dedicado a las condiciones de identificación de los objetos
artísticos, de sus modos de existencia material y temporal, de su autenticidad o
de su naturaleza de copia o reproducción, de su relación al material, etc. En
este contexto, si bien subsisten sin ánimo de desaparecer las habituales
divisiones entre los platónicos –partidarios de las formas universales
abstractas– y los nominalistas –partidarios de la existencia individual estricta–,
hay que decir que sin embargo han estado bien definidos los diferentes
elementos que intervienen en ello, comprendidos los contextos y los
procedimientos que deben intervenir en la definición de los objetos artísticos.
Se ha llegado a distinguir (Goodman) entre la obra original y la que
corresponde a un “tipo” susceptible de ejecuciones o ejemplificaciones
diferentes (un fragmento de música para interpretar, un grabado que será
reproducido, el pase de una película de cine). Se ha llegado a identificar
(Dickie, Danto) las condiciones sociológicas que son indispensables para que
una obra sea admitida como tal en un “mundo del arte” en función de las
normas en vigor en este mundo. Se ha llegado a estudiar los géneros (Todorov,
Genette, Schaeffer) a partir de los cuales podemos identificar un objeto como
una novela, una epopeya, una sinfonía concertante, un tango, una naturaleza
muerta… Ello permite evitar el escollo de la interrogación sobre la cualidad
(una naturaleza muerta mediocre continua siendo una naturaleza muerta y, por
tanto, una obra de arte de un cierto tipo, al igual que pasa con un tango popular
o un tango “clásico” de Astor Piazzola).
Un gran problema consiste, sin embargo, en el hecho de que hemos de tratar,
sea en la época contemporánea sea en otras culturas, con un arte sin obras de
arte, es decir, con un arte a base de actitudes, posturas, conceptos, a base de
una poesía del instante y del hacer. Esto es claramente así en el caso de la
danza (a pesar de la existencia de la notación, rechazada sin embargo por
ciertos coreógrafos), de la música (a pesar de la existencia –no universal– de
partituras), de las formas de vida artísticas como el dandismo, en las que
aquello que constituye la “obra” es el comportamiento global de la persona. Es
todavía más cierto en el caso de ciertas prácticas modernas como la
performance, el arte conceptual, la instalación temporal, o las prácticas rituales
primitivas próximas a la religión; sería verdad también en el caso del arte floral
de Japón.

La evaluación

Otra preocupación primordial de la estética ha sido la evaluación, esto es, lo


que se designa todavía como juicios de gusto o de belleza. Esta cuestión ha
estado a la vez bien y mal tratada.
De entrada, podríamos decir que ha estado bien tratada por defecto: si la
evaluación es esencial a la identificación de alguna cosa como “siendo arte”,
esta evaluación juega, sin embargo, un papel bastante limitado en la
investigación estética en ella misma. Como dice Goodman, la cuestión del valor
de las obras tiene poco interés desde el momento en que calibramos que la
mayor parte de lo que llamamos arte es arte aunque sea mediocre en sentido
de perteneciente a la calidad media, mala, muy mala o ordinaria; lo importante
es que la valoremos y que esto dé placer, incluso si es equivocadamente. En
resumen, la evaluación sólo es una pequeña parte de los fenómenos a tener en
cuenta. El arte es algo valorado –aspecto que resulta esencial a su concepto–,
pero la justificación del valor no tiene tanta importancia como se piensa. De
hecho, ya es de por sí algo positivo precisamente el hecho de que se pueda
llegar a relativizar la importancia de una cuestión. Una lectura atenta de
muchos de los textos dedicados a estética revela que el valor de las obras es
poco atendido, sea porque se de por supuesto sea porque no se le otorgue
demasiada importancia.
Contrariamente, la evaluación es tratada de modo claramente insuficiente
cuando se la considera desde el punto de vista de la manera cómo la llevamos
efectivamente a término efectivamente, según cómo aportamos juicios
estéticos y cómo los expresamos; con algunas excepciones ésta es una
cuestión normalmente poco o mal atendida. Se ha disociado excesivamente de
estos juicios de la manera de formularlos y de aducirlos. Así, los juicios sobre la
belleza han recibido una atención considerable, por más que, la mayoría
resultan pobres y repetitivos. Decimos “Es bello”, o algo así, pero es
ciertamente difícil ir más allá. Y eso teniendo en cuenta que existen muchas y
ricas informaciones sobre las prácticas concretas de evaluación en los textos
de los críticos, de los historiadores o de los artistas, tantos como en el caso del
lenguaje ordinario. Aportamos nuestras evaluaciones de modo muy complejo y
muy diferenciado según los ámbitos que se estén considerando, según los
objetos, las formas artísticas y según los públicos. La investigación estética ha
estado insuficientemente atenta hasta hace poco a estos juegos complejos de
la evaluación, que, sin embargo, revelan que la máxima “para gustos los
colores” tiene poca justificación, que hay normas precisas del juicio estético,
pero que éstas requieren mil matices; son complicadas y variables en función
de los ámbitos.

Éxito y límites de la estética


Con este éxito relativo pero real respecto a conceptos como los de significado,
representación, expresión, forma, así como en materia de ontología de la obra
de arte, y con un éxito más limitado en lo que respecta a la evaluación, la
estética ha conseguido, en gran parte, cumplir con su tarea. Su saldo global es
más bien satisfactorio cuando se la limita a las artes visuales y a las artes del
museo. Es cierto que hay fracasos y abandonos, pero hay que atribuirlos a las
limitaciones del campo de referencia y a los tipos de objetos que se toman en
consideración.
Hay que ejercer una primera crítica respecto a referencia casi exclusiva a las
artes plásticas y al arte de los museos, que ha desequilibrado
considerablemente la investigación a favor de ciertos rasgos de la obra de arte
enfatizando en contrapartida –véase convirtiendo en fetiche– ciertos problemas
ontológicos, como el de la unidad de las obras o el de la forma considerada
desde una perspectiva formalista.
Un acercamiento a partir de la música, de la danza y de las prácticas artísticas
en general hubiera dado lugar a resultados sensiblemente diferentes y, en todo
caso, mejor cohesionados. En efecto, una obra musical sólo es única en un
cierto sentido, y existe exclusivamente a través de las interpretaciones, que la
hacen variar de modo. La ópera en músicos como Haendel, Rossini, Donizetti
hace intervenir prácticas de collage, de reutilización, de repetición y de
condiciones de desciframiento, de ejecución, de puesta en escena y de
interpretación, que obligan a cuestionarse por aspectos como la unicidad del
objeto y su autenticidad en términos completamente distintos, que dan una
lucidez diferente a las experiencias de la recepción. Sin duda, un acercamiento
a partir de las artes de la performance hubiera dejado a los filósofos de la
estética menos desarmados ante las artes de masas, el cine y los
comportamientos artísticos en general.
Por otra parte, por más extraño que parezca, la noción de experiencia estética
ha sido el ángulo ciego de la estética, que ha procedido como si esta idea fuera
de suyo. Se ha convertido en la base de la reflexión sin considerarla objeto de
problematización más que bajo la forma de consideraciones superficiales sobre
“la actitud estética”. Por tomar ejemplos muy alejados en el tiempo, tanto Kant
como Greenberg o Danto casi no dicen nada de esta experiencia excepto que
se trata de un placer sui generis, que es “el placer estético” y que se diferencia
del placer intelectual, del sensual o del placer de satisfacción moral. En lo que
se refiere a los filósofos que proceden en atención a las cualidades estéticas,
se dedican a enumerar las más de las veces predicados corrientes bastante
pobres (bello, excelente, lamentable, aterrador, repulsivo, sublime, cómico,
lírico; romántico, clásico, etc.), que les cuesta reagrupar en categorías
convincentes y que, de todos modos, no significan demasiado fuera de los
contextos de uso.
De hecho, la estética tiene los mismos límites que sus objetos de referencia.
Está a disgusto no sólo en referencia a las artes no visuales de performance y
de interpretación, sino también en referencia a las artes designadas como
“menores” –arte popular, artes decorativas–, a las artes primitivas –que todavía
se designan como “otras” o incluso, ahora, como “primeras”–, al arte de masas
y al cine, a la canción de autor, a la música techno, etc.
Teniendo esto en cuenta, podríamos imaginar poder completar la estética
gracias a modificar sus referencias más recurrentes. Es lo que hacen filósofos
como Meter Kivi cuando parte de la música, Kendall Walton con la fotografía,
Noël Carroll con el cine y las artes de masas. Todos ellos retoman las
categorías de la estética desde la perspectiva de una ontología de lo múltiple y
de la ejemplificación, y amplían el concepto de la experiencia estética para
incluir rasgos nuevos.

Un contexto fundamentalmente nuevo

Tenemos sin embargo el sentimiento de que esta ampliación y esta nueva


consolidación está algo forzada, puesto que, precisamente, las condiciones en
las cuales la estética pudo nacer y desarrollarse han desaparecido.
Hay siempre algo de irrisorio en el hecho de oponer meros hechos empíricos a
razonamientos abstractos elaborados, bien formados, elevados y complicados;
uno se siente un poco incómodo, e incluso algo vulgar, descendiendo a este
punto de trivialidad. Pero hay también algo igualmente irrisorio en constatar
hasta qué punto los filósofos pueden estar ciegos respecto a los hechos que, si
los tuvieran en cuenta, convertirían su reflexión en algo sin objeto, o debilitaría
su pertinencia. Al igual que no podemos razonar de la misma manera respecto
al objeto técnico cuando consideramos una barrena, una sonda marina o un
sonar, un sextante, un teléfono móvil, un Ipod o un GPS, igualmente no
podemos razonar del mismo modo cuando el conjunto de los dispositivos que
hicieron posible la estética ha cambiado hasta el punto de hacernos pasar a
otro régimen artístico.
¿Cuáles son estas condiciones nuevas que reclaman un acercamiento
innovador?
Me limitaré a señalarlas a grandes rasgos, sin proponer ningún orden causal o
de preeminencia.

1)El museo, en la forma según la cual fue la referencia de la estética y de la


historia del arte, ya no existe. La institución museística se ha dispersado y se
ha difuminado. El museo de las obras maestras ha desaparecido o, mejor
dicho, en realidad los museos están pletóricos de obras maestras. Las
catedrales de la creación se han multiplicado hasta tal punto que ya no pueden
pretender alojar los tesoros únicos del arte. El museo se mantiene como un
lugar de culto, pero lo hace en el mismo sentido en el que las catedrales
también lo son: el recuerdo de lo antiguo atrae a muchedumbres de turistas, y
ya no a creyentes. En un mismo momento, el museo se ha racionalizado e
industrializado: el templo se ha convertido en una fábrica para procesar los
flujos de visitantes que viven allí experiencias estéticas o artísticas que ya no
son individuales ni sublimes, sino calibradas y formateadas, concretamente por
la mediación cultural, la información y la comunicación destinada a públicos
segmentados. El museo es, también, una fábrica de acontecimientos y una
tienda de recuerdos. Tiende a convertirse en una especie de centro comercial
cultural donde se prodigan los eventos y las ofertas artísticas, pero también el
ocio y el consumo culturales. Podríamos hablar de « wallmartización » del
museo o de su entrada en el mundo del consumo–diversión.
2)La producción artística se ha industrializado y profesionalizado, incluyendo lo
que concierne al arte de élite. Hay una producción industrial de obras de arte.
Un “gran artista”, sea en las artes tradicionalmente reconocidas sea en la
música techno, es hoy alguien que produce para un mercado mundial de
acontecimientos y públicos con la ayuda de asistentes y gestores: es un
empresario y un mediador, cuyo arte consiste más bien en la puesta en escena
de una práctica artística que en las obras. Las bienales, las grandes
exposiciones, los grandes conciertos y los festivales son la ocasión de esta
puesta en escena. En el caso de que haya algo así como “obras”, éstas son
masivas, realizadas industrialmente o colectivamente, y necesitan un sistema
de producción tanto técnico como comercial y financiero. Por ejemplo, en el
terreno de la escultura, las obras–performances de Chisto y Jeanne–Calude en
sitios gigantescos, o las enormes esculturas de Richard Serra, son ejemplares
respecto a esta nueva situación. Incluso teniendo en cuenta que Bernini,
Rubens o Tintoretto tuvieron verdaderos centros de estudios y talleres de
producción, los artistas contemporáneos han pasado a una escala
incomparablemente superior.

3)El arte conoce la misma globalización que los demás sectores activos. Las
bienales, trienales, documentas, los festivales, los encuentros, las exposiciones
itinerantes, los seminarios y los simposios de artistas, son los lugares de
encuentro y de cruce de objetos y artistas en un universo donde se confrontan
constantemente lo local y lo global, y donde se encuentran culturas y
tradiciones. Los grandes museos abren sucursales o antenas. Esto comenzó
con la política de expansión y de deslocalización del museo Guggenheim en los
años noventa, continua y se amplia con los proyectos de diáspora del Louvre,
del Centro Pompidou o de la política de exposición “global” (global
enlightenment) del Museo Británico. Los museos se han convertido en
“marcas”, al igual que las producciones de la industria del lujo, y estas marcas
obedecen a la lógica de la globalización. Esto significa también que existen
tensiones sobre el mercado de las “materias primas culturales”, como lo hay
para el mercado de los metales, del petróleo o de las divisas. Una de las
consecuencias importantes, más allá de esta entrada en un mercado
mundializado, es que la significación de las producciones artísticas baila
entorno a estos encuentros y asociaciones, y que se vuelve, en gran parte,
independiente de las intenciones de los autores: la recepción, con sus
condiciones variables, define una significación también variable, y no al revés.
Se ha pasado de un mundo en el que los significados se suponían estar
determinados o al menos gestionados por los artistas, y en el que a los
espectadores se les pedía un esfuerzo para descifrarlas, a un mundo en el que
flotan en un alto grado de apropiaciones, desvíos, desubicaciones y
reinscripciones.

4)Hay una producción industrial todavía más considerable en el dominio de las


artes llamadas “menores” o “populares” y en el de la cultura en general: música
popular, canción de autor, vestidos, diseño y entorno, moda, cine y televisión,
videojuegos. Sea cual sea el juicio que pronunciemos sobre esta producción,
ahí está y ya consiguió alterar el orden del arte. No sólo ha naufragado el
sistema tradicional de las Bellas Artes, sino que también se han alterado las
jerarquías entre las artes y su propio el interior. ¿Quién tiene prioridad hoy, el
cine o la arquitectura? ¿La pintura o la fotografía? ¿Un bailarín o un DJ? ¿La
alta literatura o el best-seller bien fabricado? ¿La poesía elaborada o la canción
popular? ¿El Bill Viola artista o el Hill Viola decorador en Tristán e Isolda? ¿La
Nan Goldin artista o la Nan Goldin fotógrafa haciendo publicidad en la red
ferroviaria de Francia?

5)Se ha desarrollado y se desarrolla una estetización general de la vida, de los


comportamientos. Aunque no sepamos cómo definir la belleza, sí sabemos que
es un valor superior, tal vez incluso el valor por excelencia de nuestro tiempo.
Así, tenemos que ser bellos en todos los ámbitos de la existencia: bellos en el
cuerpo, bellos en la apariencia, bellos en la alimentación, bellos en los vestidos,
en nuestros sentimientos y emociones (es decir, ser correctos política y
moralmente) y debemos embellecer nuestro entorno. Si preguntamos a alguien
que no pertenezca a la minoría utraminoritaria de los especialistas del arte:
“¿Qué quiere decir estética?, no hablará de arte, sino de productos de belleza,
de cocina, de maquillaje y de cirugía, que llevan también este nombre. De
algún modo, el elemento estético se ha separado del arte para invadir la vida.
El dandismo se ha convertido en una trivialidad democrática: la vida debe ser
vivida, vista y juzgada estéticamente.

6)A la par de esta globalización, industrialización y estetización, se da una


explosión del turismo y de la turistificación del mundo. El turismo no es sólo la
primera industria del mundo: se trata también de una manera de estar en el
mundo, de una actitud existencial que tiene mucho en común con la actitud
estética: el desinterés, la búsqueda de la novedad y de lo distinto, de la
frescura y de la liberación de la mirada, la apertura a nuevas experiencias y
sensibilidades, por más que todo esto se traduce, finalmente, en visitas
gregarias de monumentos restaurados, en la compra de souvenirs “auténticos”
made in China y en el consumo industrial de la cultura.

Todas estas cuestiones definen una nueva situación que no tiene mucho que
ver con la que vio nacer a la estética y la filosofía del arte los lindes entre el
XVIII y el XIX. La recepción de las obras por parte del público se ha convertido
en la difusión de las mismas entre públicos múltiples y segmentados, es decir,
plurales. Las obras de arte han sido reemplazadas por máquinas de producir
experiencias del arte, se trate de la máquina museo, de la máquina de los
medios de difusión, de la producción industrial de la belleza ambiental, o de la
actividad de producción de artistas que son, a la vez, empresarios. En cuanto a
los criterios de evaluación, estos prorrumpen y son emitidos según los
diferentes “públicos” que, democráticamente, reclaman su parte en el juicio de
gusto. En resumen, la estética, que tuvo su anclaje en objetos e instituciones,
en un cierto mundo del arte en el que había obras, críticas, aficionados,
espacios bien limitados, una rareza organizada, procedimientos de admisión y
de validación definidas, ha perdido más que su suelo firme: ha perdido su
territorio.
La consecuencia es que importantes inflexiones deben ser aportadas al
discurso estético y que ciertas cuestiones deben ser revisitadas.
Las inflexiones comportan tres puntos: la ontología de los dispositivos de
producción, la naturaleza de la experiencia estética, los qualia estéticos. Las
nuevas interrogaciones derivan en la poética y en la belleza.

Las inflexiones

Tal como anticipó Walter Benjamín y como lo explicitó Noël Carroll, quien ha
sido puesto en relevancia en Francia por Roger Pouivet, de ahora en adelante
habrá que tener en cuenta la masificación del arte y admitir, en consecuencia,
correctivos importantes para la ontología del arte.
Los productos artísticos (prefiero esta expresión a la de “obra de arte de
masas”, que todavía arrastra la antigua ontología de la unicidad) tienen que ser
considerados desde instancias múltiples. Son indisociables de las máquinas y
de los dispositivos de producción (se trate de medios de comunicación de
masas o, en el caso de un tipo de caso particular aparentemente inscrito en el
mundo de lo poco frecuente y de la autenticidad, los componentes de una
instalación en un centro artístico). Son accesibles de manera inmediata a
públicos indeterminados (con su “lanzamiento”, un cierto aire de moda se
destina a todo el mundo). A diferencia de Carroll y de Pouivet, considero que
no hace falta endurecer estas condiciones de definición ni continuar separando
de manera estanca “artes de masas” y “artes de élite”: en las épocas romántica
y moderna la distinción neta entre las dos todavía resultaba pertinente, puesto
que, precisamente, se trataba de la época de la estética de la distinción. Sin
embargo, si en estas épocas la estética hubiera procedido, tal como sugerí
antes, a partir de la música y de la ópera, de la literatura impresa o del arte
decorativo y ornamental, no se hubiera valorado tanto la particularidad, la
autenticidad, el contenido del sentido ni, finalmente, aquellos fetiches que son
las obras de arte con su coronación como obras maestras.
En resumen, hay que llevar a término una transposición ontológica que haga de
la unicidad un caso particular y un caso límite de las instancias múltiples y que
insista por principio en la producción del arte y de sus condiciones
contextuales.
En lo que concierne a la experiencia estética, el reajuste a hacer es
considerable y tendría que ver, si se produjera, con una revolución conceptual.
Se trata, en efecto, de ver en la experiencia estética, antes que nada, una
noción a elucidar y no un punto de partida evidente e incuestionable por sí
mismo. Decir que se trata de una noción a elucidar tiene un sentido preciso:
hay que proceder a investigaciones descriptivas, históricas y también
transculturales, para establecer cuáles son las variedades de la experiencia
estética según los objetos que producen la experiencia en cuestión: un animal
bello para la vista, el paisaje, una persona joven, vieja o madura, un objeto o un
espectáculo natural, vegetal o mineral, un objeto tecnológico, una obra de arte,
una experiencia esencial de un tipo o de otro. De nuevo en estos casos, los
materiales a nuestra disposición son innombrables: descripciones literarias,
textos de crítica de arte, de filósofos, declaraciones de artistas; maneras de
hablar populares y ordinarias, teniendo en cuenta la diversidad de las culturas,
aunque sea sólo a dos de ellas: el lenguaje de la crítica de arte africana,
estudiado por James Farris Thomson, o las sutiles conceptualizaciones de la
experiencia estética en Japón, a través de conceptos como sabi (la belleza de
lo antiguo), wabi (la belleza de la transcendencia y de la pureza), aware (la
aprehensión empática de la belleza fugitiva de la naturaleza), yugen (la mezcla
de la belleza corporal de la superficie y la belleza espiritual profunda), etc. Ya
en el seno del siglo XIX europeo se pueden discernir elementos y componentes
de la experiencia estética muy diferentes, según se lea atentamente a
Baudelaire, a Gautier, a Kierkegaard, a Schelling, a Schopenhauer o a
Huysmans. Uno se dará cuenta en este caso de que en la idea de experiencia
estética converge una familia de experiencias a la vez parecidas y diferentes en
ciertos aspectos. Por ejemplo, Baudelaire acerca esta experiencia a la del vino,
de la droga, del perfume y del viaje, mientras que la línea romántica pura y dura
la acerca a la experiencia religiosa y, a veces, a la experiencia sexual (Don
Juan). Igualmente, la descripción plotiniana de la contemplación del uno se
retoma fielmente en numerosas definiciones de la experiencia de la belleza.
Añadiré que un respeto real de la diversidad que comporta la noción evitaría
distinguir demasiado entre los efectos estéticos de las artes de élite y las artes
de masas: la Muerte de Sandanapalos de Delacroix tiene tanto un valor erótico
como un valor formal, mientras que la Madonna del parto de Piero Della
Francesca tiene tanto un efecto tranquilizador –gracias a su recogimiento,
como –tal como lo ha mostrado Michael Baxandall–, una incitación de las
aptitudes más lúdicas del cálculo mental. Algunos cómics o algunas piezas de
música de trance requieren paralelamente sentimientos mezclados y revueltos.
A la luz de este estudio de la experiencia estética, una tercera inflexión de la
investigación estética debería afectar a los qualia estéticos.
Los filósofos de inspiración analítica han substituido el término cualidades
segundas de la filosofía clásica por el de qualia. Habría que preguntarse qué
son efectivamente los qualia estéticos, si se trata de simples qualia o se trata
de un tipo particular de qualia, y, sobretodo, con qué se relacionan y a qué se
refieren; en definitiva, qué experiencias los suscitan y cómo lo hacen. Estas
cualidades estéticas vividas pueden, efectivamente, relacionarse con objetos
muy diversos e incluso pueden no relacionarse con ningún objeto, en tanto que
es la totalidad de lo vivido lo que tiene un color estético. Desde esta
perspectiva, sería interesante comprobar si no se puede reinterpretar en
términos de qualia la distinción kantiana entre belleza adherente y belleza libre.
Apunto esto de manera sólo programática.
Estas nuevas inflexiones ya cambiarían muy sensiblemente la estética, en tanto
que servirían para ampliar su campo, reinterpretando ciertas nociones
consagradas y poniendo fin a la más extraña de las cegueras, la de ubicar la
experiencia estética en el centro de una disciplina que no se ocupa, sin
embargo, de nada externo a ella misma.

Por un retorno de la filosofía del arte y de la filosofía de la belleza


Ahora habría que preguntarse si no hay que ir mucho más lejos suscitando de
nuevo algunas de las cuestiones tradicionales de la filosofía del arte menos
atenidas por la estética.
Ésta, preocupándose únicamente por el elemento de sensibilidad y de
recepción, ha tenido tendencia a abandonar las interrogaciones de fondo sobre
el arte, sobre las prácticas humanas en éste ámbito, sobre las funciones que
cumplen, sobre las gestiones de producción, sean elitistas o populares,
profesionales o de aficionado, pautadas o desviadas, individuales o colectivas.
Hay varios dominios de investigación cruciales que deben ser revisitados,
puesto que el arte no sólo tiene funciones estéticas.
Así, hay también funciones cognitivas, educativas, identitarias, extáticas,
mágicas, políticas. Hay también un papel de medio de comunicación colectiva y
de afirmación comunitaria.
El arte como producción, como poesía, como práctica, escapa también en gran
medida a las constricciones de la problemática estética. Así, hoy en día, en
numerosos países, hay grupos de artistas que defienden la exclusión del “todo
estético” en provecho de disposiciones conceptuales, cognitivas,
comunicativas, o en nombre de los valores de la “Poiética”, esto es, de la
acción. Después de todo, una de las características más importantes del arte
es que no sirve para nada y que no tiene una función evidente ni inmediata, y
no está claro porqué deberíamos querer cueste lo que cueste conservar una
función única que fuera la función estética. Ante la invasión de una estética
difusa, ante la estatización generalizada de las sociedades contemporáneas, se
pide optar por defender con lucidez un arte que no tenga nada que ver con la
estética, que se burle del placer, de la recepción y de la sensiblidad, para
reencontrar su simple naturaleza del hacer, valorándose en tanto que tal y por
él mismo, esto es, valorando su naturaleza de actividad con finalidad pero sin
fin.
Podemos interrogarnos sobre la significación estética del rap; es ciertamente
interesante –y probablemente todavía lo sea más cuando es practicado por
amateurs– en tanto que producción verbal con una función expresiva e
identitario–reivindicativa. Podemos interrogarnos sobre la estética de la música
techno como arte de masas, pero es más interesante tratar de comprender
porqué hoy en día muchos artistas plásticos, conocidos o no conocidos, son
también DJs que producen House music en medios profesionales o en círculos
de amigos. Podemos interesarnos por la estética del best-seller pero es al
menos tan interesante interrogarse sobre la proliferación de blogs y de puestas
en escena de uno mismo en la red.
Hay otra cuestión que debería repensarse, la de la belleza.
Si una noción ha resultado frecuente en la filosofía desde que se ocupa del arte
e incluso antes, es la de la belleza. Esta idea, por más oscura que sea, debe
interesarnos al menos en referencia a tres aspectos.
Por una parte, concentra en torno a ella todo aquello de lo que el arte y la
experiencia estética son portadores como promesa. Importa poco que la
belleza sea tan difícil o incluso imposible de definir; a pesar de ello, está en el
corazón de la experiencia del arte como un fin absoluto y, a la vez,
inalcanzable.
Por más elaborado y variado que sea el vocabulario japonés de la experiencia
estética, siempre se refiere a una experiencia de la belleza, sea en los rasgos
de la edad (sabi), en los del espíritu (wabi), en los del sentimiento de la
fragilidad de la naturaleza (aware) o en la relación entre lo más superficial y la
interioridad (yugen). Podríamos realizar las mismas observaciones respecto a
las categorías estéticas occidentales: lo bonito, lo sublime, lo excitante, lo
deseable, lo feo e incluso lo horrible participan también de la belleza cuando los
valoramos estéticamente. Es por ello que, si bien no conseguimos
desembarazarnos de la belleza, tampoco nos podemos deshacernos de su
carácter indefinible.
La noción de belleza es interesante en segundo lugar porque, justamente,
puede ser explicada de tantas y variadas maneras: por la proporción, el ritmo,
la medida, la función, el bien, la moralidad, lo espiritual. Lo que al filósofo le
parece engendrar una anfibología infernal es, de hecho, el corazón mismo de la
noción y de su funcionamiento.
Finalmente, la belleza no tiene que ver sólo con el arte, sino también con la
naturaleza y las especies naturales, con el cuerpo humano, con la virtud y con
las buenas acciones: así, esta noción establece el puente entre el dominio
estrictamente estético–artístico y el dominio del ser en general. Los filósofos y
los teólogos de la época medieval se interrogaban por saber si lo Bello forma
parte de los transcendentales o no; es muy posible que hoy en día esta
cuestión mantenga su pertinencia.
Por esta cuestión, al igual que hoy nos hace falta captar la experiencia estética
en su compleja variedad, del mismo modo debemos redescubrir todo lo que en
el arte no revela la estética, al igual que debemos reconsiderar la cuestión de la
belleza, en lo propio y lo figurado, tanto como cuestión metafísica como
realidad en el corazón del arte.
Siempre se puede afirmar que el arte del siglo XX ya no fue un arte de la
belleza; pero afirmaciones como ésta sólo son posibles si se excluye del
mundo del arte la moda, el diseño, la fotografía y casi la totalidad del cine. Pues
vaya “bella” victoria de la reflexión, si la ganó pagando el precio del
empobrecimiento del campo del objeto…
En resumen, la estética no debe ser redimensionada drásticamente para tomar
en cuenta el nuevo régimen del arte globalizado, industrializado, abandonado a
los imperativos del turismo y del acontecimiento cultural. No sólo debe tomar en
cuenta también una gamma extensa de fenómenos estéticos la mayoría de los
cuales se están produciendo fuera del mundo del arte. A la vez, debe
sumergirse en una filosofía del arte más ambiciosa, más ansiosa de
producciones, de prácticas y de funciones, y, sobretodo, sobre el enigma de la
belleza y de su devenir.
Estas proposiciones podrían ser acogidas como sugerencias de consolidación
o de salvación de la estética o, al contrario, como la conclusión que se deriva
de la constatación de su fin y de la necesidad de una renovación de la filosofía
del arte. Lo esencial es que, tanto en un caso como en otro, entendamos que
con el cambio de régimen del arte debemos cambiar también nuestros
paradigmas de aprehensión.

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