Temario Estética - Tema I
Temario Estética - Tema I
Temario Estética - Tema I
Los temas que aborda la estética han estado presentes desde los inicios de la reflexión filosófica. Sin
embargo, suele tomarse la publicación en 1750 de la obra de Baumgarten, Aesthetica, como referencia de
fundacional de la estética como disciplina diferenciada. La estética adquirió un gran desarrollo a partir del
siglo XVIII y XIX con las aportaciones de Hume, Kant, Hegel, Schopenhauer, entre muchos otros: Pero fue
sobre todo en el siglo XX cuando se multiplicaron los estudios sobre esta materia y su campo de estudio se
amplió a muchas áreas: ya no sólo hablamos de estética de las artes (estética de la música, por ejemplo) sino
también de estética de la publicidad o estética del diseño industrial.
Durante mucho tiempo se consideró que la estética era, ante todo, una reflexión en torno a la belleza.
De este modo, la estética se definió en ocasiones, de un modo muy general, como aquella rama de la
filosofía cuyo objeto de estudio es básicamente las cuestiones situadas en torno a la belleza. Pero lo cierto es
que ahora su ámbito de estudio se ha ampliado mucho, aunque la reflexión sobre la belleza y sobre el arte (la
estética como «teoría del arte» o «filosofía del arte») siguen ocupando un lugar central.
Una de las circunstancias que propició el gran desarrollo de la estética en el pasado siglo XX se debe
a que, durante ese siglo, el arte –que es uno de los principales objetos de la reflexión estética– adquirió un
carácter muy conceptual, lo cual dio pie para que la estética profundizase en sus reflexiones sobre la
intencionalidad y el significado de las obras artísticas concretas y de la actividad artística en general. Pues
como afirma Adorno en su Teoría estética: «Ha llegado a ser evidente que nada en el arte es evidente».
A principios del siglo XX el movimiento dadaísta desempeñó un papel determinante en la crítica del
concepto de arte que había perdurado hasta ese momento y ensanchó el horizonte de la actividad artística
con experiencias inéditas hasta ese momento. Con sus obras, los dadaístas trataban de reflexionar y
polemizar sobre la naturaleza del arte y sobre sus límites: ¿Qué es arte y qué no lo es? ¿Cuáles son los
criterios que lo definen?
La corriente dadaísta destacó por su talante crítico e innovador. El espíritu subversivo e irreverente
de los dadaístas está presente en sus críticas:
- a la sacralización del arte como una actividad superior (una consideración del arte que está presente
desde el Renacimiento hasta el romanticismo).
- al antiguo prejuicio de la nobleza de los materiales a emplear en la actividad artística que distinguía
entre materiales que merecían o no recibir un tratamiento artístico.
- y a la mercantilización del arte.
Además, podemos apreciar otras características como su voluntad de renovar y ensanchar el concepto
de arte al anteponer la creatividad a la perfección técnica, y al primar la importancia de la idea o concepto a
trasmitir. Estos principios que estarían en la base del arte conceptual. Por otra parte, abrieron el arte a la
participación del espectador, estableciendo de este modo las bases de futuras manifestaciones artísticas
como las performances, los happenings,etc.
Para llevar a cabo esta revolución en el ámbito de las artes y realizar sus críticas a la concepción
tradicional del arte, potenciaron en sus obras los elementos irracionales absurdos; y el uso del humor y de la
ironía como herramientas críticas.
Así pues, desde inicios del siglo XX somos más conscientes que el término «arte» es un concepto
complejo y cambiante, pues los objetos que abarca son múltiples y muy diferenciados, y las posibilidades de
integrarlos todos en una definición común se alejan cada vez más a medida que las nuevas actitudes
artísticas y las nuevas tecnologías voltean su concepto. ¿Qué objetos comprende el término «arte»? ¿Qué
requisitos tiene que cumplir un objeto para que se le considere dentro del campo de la creación artística?
Estas preguntas no tienen, ni mucho menos, una sola respuesta, así que tendremos que apelar, para resolver
el problema, al análisis de los distintos términos que de alguna manera se vinculan a la expresión artística.
En este primer apartado vamos a ir viendo cómo al arte se le han ido otorgando, a lo largo de los
siglos, una serie de predicados (los llamados predicados del arte), en una búsqueda de definirlo, pero no se
ha llegado a una conclusión única, pues ninguno de esos puede aplicarse a la totalidad de las obras artísticas.
En los siguientes subapartados (de 1.1 a 1.7) iremos viendo estos predicados del arte (diferentes formas de
entender el arte); y podremos comprobar como algunos han considerado que para que un objeto pueda ser
llamado artístico tiene que ser producto de una expresión personal, otros hablan de belleza, otros reclaman el
factor sorpresa, todavía hay quien desentierra el tópico de la mímesis... pero ninguno de estos atributos cubre
la realidad del amplísimo concepto de arte.
Durante siglos, han sido muchos los teóricos que han intentado responder a la cuestión de qué es el
arte, y han elaborado unas posibles respuestas. Sin embargo no se ha podido llegar a alcanzar a acuerdos
globales. Esta cuestión está claramente expuesta por Tatarkiewicz, quien en su libro Historia de seis ideas,
nos habla de la diversidad de predicados que durante siglos se le han ido otorgando al arte. Desde luego
habla de cómo el arte se ha unido al concepto de belleza, también de la relación entre arte y realidad, pero
igualmente de otros conceptos más modernos como arte como construcción de cosas. También alude al arte
como productor de la experiencia estética, y del arte como forma de expresión individual. Y desde luego,
tenemos que fijarnos en aquella postura que ve el arte como aquello que nos provoca o nos conmueve, esto
es, que tan sólo parece admitir el arte de vanguardia. A todas estas cuestiones nos referiremos a
continuación, para concluir la imposibilidad de una unívoca definición de arte.
Por último, al referirnos al término «arte» tenemos que hacer una necesaria precisión: cuando
hablamos de este concepto, lo solemos hacer desde el punto de vista de la cultura occidental en la cual nos
hallamos inmersos; las notas que siguen a continuación pecan entonces, como ocurre en la mayoría de
sectores culturales, de cierto sesgo etnocentrista: el que nos impone la visión propia de nuestra cultura.
Algunos de los términos que explicaremos no tendrían sentido en lugares y comunidades alejadas
radicalmente de nosotros.
Muy probablemente, si hiciéramos una pregunta general acerca de lo que es el arte, dos ideas se
expondrían de forma inmediata: una de ellas lo relacionaría con la belleza (como veremos, esta idea debe ser
rechazada en cuanto excluyente: hay obras de arte feas); otro planteamiento muy común lo definiría en
relación con aquellos objetos que son producto de la autoexpresión del individuo. Muchos se decantan por
observar el arte como expresión del artista, de sus sentimientos. Esta idea parte del Romanticismo y de su
interés por el individuo, por el Yo personal. Para los románticos una obra de arte era más auténtica cuanto
más arraigada estaba en la experiencia personal, para ellos debía haber una continuidad entre la vida del
artista y su obra.
Los psicólogos del arte, filósofos como el mencionado Croce y artistas/teóricos como Kandinsky
también entienden el arte como autoexpresión. Cada obra sería, para ellos, expresar un sentimiento y
comunicarlo (de un modo relevante, claro).
La concepción del arte como autoexpresión plantea una serie de interrogantes: ¿Es cierto que todo el
arte está hecho a partir de un sentimiento? Un sentimiento es lo que se siente, entonces, ¿Todo artista tiene
que sentir para hacer su obra? ¿Puede una persona que no haya sentido, por ejemplo, el dolor, expresarlo?;
¿Se puede conocer intelectualmente algo; y luego expresar lo que se conoce?
1/ Aquí ya surgirían las primeras dudas, pues, tanto un artista que conozca personalmente el dolor
como aquél que no lo conozca podría transmitir a través de sus obras el sentimiento, pero en el segundo caso
cabría dudar si se trata de autoexpresión en sentido estricto que postulaban los artistas románticos.
2/ Además, hay que tener presente la existencia de creadores que renuncian voluntariamente a
mostrar ninguna emoción autoexpresiva en sus obras, que lo que pretenden es jugar con las formas, no
pretenden mostrar su propio yo. Ejemplo de esto podría ser el constructivismo en artes plásticas.
En definitiva, como veremos a continuación, hay muchas obras artísticas que parten de la
autoexpresión, pero debemos evitar cualquier reduccionismo (del tipo todo arte es autoexpresión), pues
resulta obvio que no toda manifestación artística es auto expresiva.
Podemos citar, en Literatura, a un sinnúmero de autores que expresan sus sentimientos personales a
través de la literatura. Casos como el de Alfonsina Storni (1892-1939), que el día antes de suicidarse
adentrándose en el mar, (una grave enfermedad, entonces incurable, le hizo tomar esta decisión) deja versos
como los siguientes, tan significativos:
O podríamos recurrir igualmente a autores como Jaime Gil de Biedma (1929-1990), poeta que vive
sus experiencias de cara al lector (poesía de la experiencia). Los magníficos poemas de este escritor nos van
desembarcando en su vida. Son emociones y vivencias llevadas al papel. Conocemos a través suyo, por
ejemplo, la mirada de un niño en una guerra (la guerra civil española) que él pudo eludir, al abandonar
Barcelona para refugiarse en Castilla, unos años que él recuerda así:
Fueron, posiblemente,
los años más felices de mi vida,
y no es extraño, puesto que a fin de cuentas
no tenía los diez.
El mismo poeta, en «Contra Jaime Gil de Biedma», nos ofrece un poderoso ejemplo de lo que una
persona puede sentir al enfrentarse al paso de los años; este poema está muy en la línea de otros poemas del
mismo autor, pudiendo extrapolarse sus propias experiencias personales.
Otro autor cuya poesía está profunda y dramáticamente entrelazada con su experiencia personal es la
del poeta Leopoldo María Panero (1948-2014); quien inicia uno de sus poemarios con la siguiente
descripción autobiográfica
O podemos citar a Cesar Vallejo (1892-1938), poeta testigo de primera mano de unos tiempos
difíciles en Perú, donde conoció la explotación de los más pobres. En el caso de César Vallejo se produce
una síntesis entre la experiencia y autoexpresión personal y la autoexpresión colectiva, pues Vallejo no sólo
se identifica con todo un colectivo (el de los pobres y desheredados de la tierra) sino que presta su propia
voz para que se expresen. Se cuestiona la figura divina.
Yo nací un día
que Dios estuvo enfermo,
gravemente.
Y también
Si la literatura parece un medio idóneo de expresión de los sentimientos, dado su carácter discursivo,
en Pintura y artes plásticas en general también podemos hallar muchos ejemplos de artistas que han
elaborado su obra basándose en el concepto de autoexpresión. Naturalmente, algunos de los principales
exponentes de esta concepción del arte los encontramos en la corriente expresionista. Edvar Much (1863-
1944), precursor por excelencia del movimiento expresionista con obras como «El grito», «Celos», «La
danza de la vida»; sentía cada una de sus obras como un medio para expresar sus miedos, su angustia, o
simplemente un momento o una situación a la que no sabe dar salida simplemente con palabras.
Otro de los casos más conocidos y significativos sería el de la pintora mejicana Frida Kahlo (1907-
1954), que, a pesar de ser incluida en el movimiento surrealista, tiene sin embargo una innegable y fortísima
expresividad, puesto que se «desnuda» ante los espectadores de su obra, transmitiéndoles toda su angustia,
causada tanto por el enfermizo amor que profesaba hacia el también pintor Diego Rivera como por su
imposibilidad de tener hijos, a raíz de un accidente que tuvo en su etapa adolescente. La naturaleza auto
expresiva de su obra artística queda corroborada por sus propias palabras: «Pensaron que yo era surrealista,
pero no lo fui. Nunca pinté mis sueños, sólo pinté mi propia realidad».
La artista cubana Ana Mendieta (1948-1985), que hace de su cuerpo un manifiesto continuo de sus
propios miedos y convicciones, también podría ser podría un ejemplo de arte como autoexpresión. La
vocación experimental y vanguardias de Ana Mendieta introduce en su obra nuevas formas de expresión
artística (performance, acciones, body art) en las que se entremezclan la expresión individual y la denuncia
social.
Por su parte, Claude Cahun (1894-1954), va más allá del arte como autoexpresión hasta el punto de
utilizar la práctica artística no sólo en un medio de autoexpresión sino, sobre todo, como una herramienta
para la creación de su propia e inclasificable personalidad. Esta fotógrafa francesa, vinculada al surrealismo,
permaneció en el olvido durante muchas décadas hasta que en los años noventa fue redescubierta y
reivindicada por el movimiento queer como una precursora del cuestionamiento del binarismo de géneros
varón-mujer. Suya es la frase: «¿Masculino? ¿femenino? Depende de la situación. El neutro es el único
género que me sienta bien»
Existen, obviamente, muchísimos más artistas que trabajan en esta dirección, en ocasiones aportando
visiones muy diferentes entre sí, que, sin embargo, tienen el común denominador del deseo de transmisión
de una experiencia personal.
Hasta ahora hemos estado hablando de expresión desde un punto de vista individual, expresar lo que
el artista siente como ser con unas vivencias exclusivas, pero también podemos hablar del arte como
autoexpresión cuando los autores se hacen portavoces del sentimiento de la comunidad; estaríamos
hablando, pues, del arte como vehículo de expresión colectiva. Suele darse en épocas de fuerte conflicto
social. Podemos encontrar, en Literatura, poetas, como Bertolt Brecht (poeta y dramaturgo) o Gabriel
Celaya, que gustan de hablar de una manera muy directa del compromiso que cada artista tiene que tener
frente a la sociedad. No es difícil que en épocas de represión social y política, o en periodos bélicos, surjan
poemas como los del chileno Pablo Neruda en Incitación al nixonicidio y alabanza de la revolución chilena,
donde acaba diciendo en la presentación: «Y ahora firmes, que voy a disparar», haciéndonos partícipes de
unos versos comprometidos muy distintos a otros suyos personalmente autoexpresivos.
En este mismo sentido, otro poeta: Gabriel Celaya, concluye cuál debiera ser la misión de la poesía
en unos tiempos como los que él vivió, unos tiempos de postguerra donde muchos querían dejar de lado lo
que acababa de ocurrir, pero en el que muchos otros querían dejar vivo el recuerdo y exigían compromiso
del artista:
El tipo de autoexpresión colectiva es muy evidente en lo que se refiere a las canciones: No hay que
olvidar, desde luego, el papel que éstas jugaron en la guerra civil española. Ya en años posteriores autores
como Lluis Llach o Raimon, en España, o Violeta Parra y Víctor Jara, en Latinoamérica, entre otros, han
elaborado múltiples trabajos bajo este tipo de perspectiva. Como es evidente, este tipo de canciones se dará
antes en unos determinados sistemas políticos en los que sea preciso reivindicar otras formas de vida. Así, si
las circunstancias políticas cambian, los autores pueden muy bien cambiar el tipo de mensaje. Antes de
morir en un estadio chileno tras el golpe de estado de Pinochet; Jara había dejado canciones como ésta:
En pintura existe una denuncia social en obras como la de Käthe Kollwitz (1867- 1945), también
perteneciente a esa corriente expresionista (dentro de la vertiente del realismo crítico) que encontró a
principios de siglo un campo abonado para sus experiencias, dada la especial situación que se vivía en la
Europa del momento. No sería la vida interior lo que tendría que pintar el artista, sino la vida de todos, de la
colectividad, sobre todo en un momento como el que se vivía entonces, apenas finalizada la primera guerra
mundial. Sus obras nos muestran obreros y obreras en lucha, madres desesperadas por no poder alimentar a
sus hijos. Todo el dolor le sirve para lanzar un mensaje, un grito, en el que la artista se convierte en portavoz
de un colectivo de voces desesperadas. Otros artistas, como Otto Dix, también expresionista, con obras
como «Comida en la alambrada», «El vendedor de cerillas», «los siete pecados capitales», etc., nos muestra
su grado de repulsa ante la sociedad y su compromiso. En contra de otro sector de los expresionistas que
buscaban únicamente mostrar su mundo interior, él se dedica también a poner de manifiesto los problemas y
la miseria ajenas, si bien hay que decir que en Dix —si atendemos a su vida personal— no parece haber una
sinceridad total de posicionamientos.
En general las obras de las artistas feministas –tanto las históricas que iniciaron sus trabajos a finales
de los años sesenta, como las que iniciaron su andadura en la década de los 90- representan magníficos
ejemplos en los que se entremezclan el arte como expresión colectiva y el arte como crítica/denuncia social.
También podemos comprobar en los trabajos esta síntesis de arte como expresión colectiva y
crítica/denuncia social en las creaciones de la española Yolanda Domínguez, de la surafricana Zahele
Muholi, de la isrelí Dina Goldstein, de la iraní Shadi Ghadirian; y, en general, de las artistas feministas.
Todos los ejemplos que hemos visto hasta el momento buscan la autoexpresividad, pero esto no
quiere decir que el autoexpresivo sea el único arte posible. De hecho, la expresión es sólo el objetivo de
algunas escuelas artísticas. En un plano opuesto, podríamos encontrar ejemplos de arte donde no prima la
auto-expresión, donde los autores buscan ante todo una forma que les agrade. Un claro ejemplo lo
encontramos en el Parnasianismo, que surgió como reacción al Romanticismo, un movimiento que los
parnasianos consideran demasiado pegados al yo personal y a la subjetividad. Como consecuencia, los
parnasianos buscan una conciencia despersonalizada, dejan al margen los sentimientos de la experiencia
biográfica cotidiana y buscan temas bellos y exóticos, rememorando preferentemente a los clásicos griegos y
el lejano Oriente. El parnasianismo, movimiento ligado al simbolismo (Baudelaire, Verlaine) y al
decadentismo (Oscar Wilde) buscaba, ante todo, la belleza de la forma; y fueron ellos quienes el lema:
«el arte por el arte».
Entre los parnasianos, además de Leconte de Lisle (1818-1894), encontramos a Pierre Louys (1875-
1925). El nos habla del último epitafio de Bilitis, la mujer inventada por el autor para dirigir la belleza de su
creación. Dice:
Bajo las negras hojas de los laureles, bajo la flor amorosa de los rosales, yazgo yo, que supe trenzar el
verso al verso y hacer florecer el beso.
Crecí sobre la tierra de las Ninfas. Viví en la isla de las amigas. En la isla de Chipre he muerto. Por
ello mi nombre es ilustre y mi estela está ungida de aceite.
No me llores tú, que te detienes ante ella. Me han hecho bellos funerales. Las plañideras se han
desgarrado las mejillas. Me han colocado en la tumba mis espejos y collares.
Y ahora, sobra impalpable, me paseo sobre las pálidas praderas de asfódelos y el recuerdo de mi vida
terrestre es la alegría de mi vida subterránea.
El Parnasianismo francés tuvo gran eco en Latinoamérica. En su célebre poema a Margarita Debayle,
podemos comprobar cómo Rubén Darío se regocija en la musicalidad y en la forma.
En el ámbito de las artes plásticas, el parnasianismo tiene su correlato en los pintores simbolistas.
Entre sus representantes más destacados encontramos a Gustave Moreau (autor de célebres cuadros sobre
Salomé, uno de los arquetipos de la seducción fatal), Gustav Klimt, Odilón Redón, Fernand Khnopf, Jean
Delville. Los mundos recreados por los simbolistas se caracterizan por una belleza enigmática y seductora
que ha tenido una gran influencia posterior, en la pintura surrealista, en la psicodelia y en la estética del
cómic.
Posteriormente, en pintura, escultura y arquitectura, hallamos otros movimientos que ya se alejan por
completo del arte como autoexpresión. Tratan el objeto artístico como recurso para crear juegos de espacios,
formas y colores. Este es el caso del Constructivismo (Tatlin, Rochenko,Gabo y Pevsner, El Lissitzky,
Popova y Stefanova)) y del Neoplasticismo, también llamado De Stijl (Piet Mondrian, Van Doesburg, Gerrit
Thomas Rietveld), nacidos en la segunda década del siglo XX. Las características principales de su forma de
entender el arte son:
- Los constructivistas y neoplasticistas son contrarios a todo aspecto subjetivo dentro del arte:
impulsividad, espontaneidad, revelación de sí mismo. El arte debe seguir principios racionales y universales
en lugar de impulsos subjetivos.
- La obra de arte es «universal», provocará respuestas parecidas en todos los seres humanos con un
apropiado nivel de desarrollo. No se debe pretender revelar la psicología individual del artista, sino los
aspectos universales de la naturaleza humana.
Pero, además de constructivistas y neoplasticistas, muchos otros artistas y grupos de artistas han
pintado o esculpido no para transmitir un sentimiento personal, sino para plasmar algo del mundo que les
rodea, o simplemente disfrutar de las formas. En realidad, la mayoría de obras artísticas, a lo largo de la
historia, no pueden situarse bajo el plano exclusivo de la autoexpresión.
En ocasiones se ha definido el objeto artístico como aquel que produce una experiencia estética.
Ahora bien, ¿Qué es contemplar algo estéticamente? ¿En qué se distingue la contemplación estética de las
demás?
La experiencia estética se define por el "abandono" del receptor ante la obra, por la pérdida de la
conciencia de sí, por ese instante en que se sumerge en el objeto propuesto y olvida la realidad ajena a la
propia obra. Abandono de los sentidos ante las formas.
Para que se desencadene la experiencia estética hay que mantener frente al objeto una actitud
estética. Esta actitud es:
- Contrapuesta a la forma práctica de mirar el mundo (el objeto no tiene que ser mirado según la
función que podamos obtener de él). La contemplación estética es un fin en sí misma, no un medio para
obtener otro fin. Tal como afirmaba Kant, es preciso un desinterés hacia el objeto, un desprendimiento.
- Contrapuesta a una actitud cognoscitiva analítica y relacional. La actitud estética es una forma de
contemplar el mundo diferente de la pura actitud cognoscitiva. Schopenhauer distinguió con acierto una
forma de conocimiento científico-práctica que busca relacionar los fenómenos (¿por qué? ¿para qué?
¿cómo?); y el conocimiento estético que se caracteriza por contemplar el objeto en sí mismo (el qué), por un
tipo de mirada integral, no analítica. La capacidad analítica puede incrementar la experiencia estética; pero
cuando se convierte en prioridad, suele ahogarla. La experiencia estética es una forma de conocimiento
intuitiva, no es un conocimiento analítico. A este respecto resulta pertinente plantearse si los conocimientos
teóricos del crítico de cine le aumentan o le dificultan su fruición estética; o si su deleite es mayor cuando
asiste a la proyección de una película como crítico o como simple espectador; o si puede convertirse en
«simple espectador».
Así pues, la experiencia estética resulta difícil de definir, e incluso su existencia está sujeta a
polémica. Algunos niegan la existencia de una actitud estética diferenciada de las demás reduciéndola a una
forma de contemplar con cuidadosa atención.
Por otra parte, volviendo a la definición del objeto artístico como aquel que proporciona una
experiencia estética, ésta presenta dos cuestiones problemáticas. En primer lugar, nos podemos encontrar
que ante una misma obra de arte haya personas que disfruten de una experiencia estética y otras no: Y en
segundo lugar, que hay objetos de contemplación (como puede ser un atardecer o una obra de ingeniería)
que dan lugar a una experiencia estética pero no son obras de arte.
Otro de los intentos de aproximarse a lo que es el arte sería el que lo relaciona con su grado de
aproximación a la realidad. Se trata de la definición del arte como «mímesis» de la realidad. Desde esta
concepción el arte más adecuado (o incluso el único arte) sería aquél que reflejara mejor la realidad.
La cuestión de la mímesis encuentra una larga tradición en la historia de la Estética. Platón la denigra
en las artes por considerarlas una copia de las cosas materiales. Desde la perspectiva de su teoría de las
ideas, el artista realiza copias de otras copias (las cosas materiales). El artista, para él, es un imitador de la
idea o forma pura, pero un imitador que se aleja más de esa idea que, por ejemplo, un artesano, que imitaría
«de primera mano» esa idea, mientras que el artista imita no la idea sino las realizaciones concretas que de
esa idea ha hecho previamente el artesano, o la naturaleza. Dice en La República que el imitador «no tiene
un conocimiento profundo de las cosas que imita, con lo cual convierte su arte imitativo, no en algo serio,
sino más bien en algo infantil». Esta condena platónica del arte imitativo ha influido de modo definitivo en
la historia del arte, y en las etapas que podemos calificar de neoplatónicas el arte se ha vuelto
preferentemente simbólico.
Aristóteles se iba a separar de esta concepción platónica. El arte no es sólo copia, y en todo caso esta
copia no es nociva, puesto que la mímesis es algo innato en los seres humanos. Dice en La Poética: «Ya
desde niños es connatural a los hombres el reproducir imitativamente; y en esto se diferencia de los demás
animales, en que es mucho más imitador el hombre que todos ellos, y hace sus primeros pasos en el
aprendizaje mediante imitación; y en que todos se complacen en las reproducciones imitativas»
La influencia de las teorías de estos dos filósofos ha sido definitiva en la relación de arte con la
realidad. En la Alta Edad Media (siglos V-X), bajo la influencia del platonismo imperante, se abandona la
idea de mímesis como copia exacta de las cosas materiales. Muy al contrario, se dice: si el arte es imitar,
imitemos entonces el mundo invisible, que es más perfecto que el visible y, además, eterno. Y aun cuando el
arte consista en imitar tan sólo el mundo visible, busquemos en él, en ese caso, las huellas de la belleza
eterna. No es de extrañar que con tales planteamientos se considere más adecuado el arte simbólico que el
que representa de forma directa la realidad. Lo eterno no se ve y tiene que ser expresado mediante símbolos.
Nos hallamos, en realidad, ante una concepción neoplatónica del arte: la belleza visible no es más
que un reflejo de la invisible, las cosas bellas que pueda realizar el artista no son más que derivaciones de la
belleza única, que no debemos admirar en las obras de arte, sino más allá de ellas. En este sentido, San
Agustín afirmará que la belleza sensible que ofrece el arte no es más que una imagen de la invisible. Lo
bello de las obras de arte lo son en relación al más allá. Lo que hace, al fin y al cabo, es sustituir las ideas
impersonales del platonismo por el Dios personal del Cristianismo.
Frente a estas posturas, que se prolongan a lo largo de la mayor parte de la etapa medieval, se alzan
en la Baja Edad Media (siglos XI-XIV) pensadores como Santo Tomás (s. XIII), quien mantiene el concepto
de mímesis propio del aristotelismo. Dice: «Dios se alegra de todas las cosas porque todas y cada una están
en armonía con su esencia». Dios ha hecho todas las cosas y se regocija con ellas. El que se copien
directamente no es malo, porque en ellas mismas Dios se reconoce. La idea de lo divino está en ellas. Su
teoría devendrá, al fin y al cabo, en una justificación teológica del naturalismo artístico.
A partir de las dos concepciones contrapuestas a las que hemos hecho referencia, observamos, en la
praxis artística, dos etapas, simbolizadas en el arte románico (s. XI-XIII) y en el gótico (s. XIII-XV).
Mientras que en el románico se huirá del naturalismo artístico (pensemos en las justificaciones
agustinianas), en el gótico se observa una vuelta a la naturaleza que culminará en el Renacimiento.
Así, vemos que en el románico todos los elementos artísticos forman parte de un ideal de integración:
pintura y escultura estarán en función de la arquitectura, templo de Dios, buscando imitar no la naturaleza,
sino la idea de Dios (por ello la mayor parte de la pintura será al fresco, integrada en el templo, en los
muros, y es muy destacable la escultura no exenta). Por su parte, en el gótico, conocen un gran desarrollo la
escultura exenta y la pintura sobre tabla, se va rompiendo la unidad al mismo tiempo que se humaniza la
representación (ya no nos encontramos con tantas «arbitrariedades» en las figuras), se van renovando los
recursos técnicos: movimientos, proporciones, etc. Hay sin embargo todavía en él un equilibrio inestable
entre la afirmación y negación de las tendencias mundanas.
John Hospers en su obra Significado y verdad en el arte distingue dos formas de entender el arte
como mímesis: a/ como una copia plenamente objetiva de la realidad; o b/ como una re-creación de la
misma.
La primera acepción vendría a significar que una obra (cualquier representación audiovisual, en nuestro
caso) es una buena copia de la realidad si relata con exactitud los hechos, o dicho de otro modo, es verdadera
si se compone sólo de afirmaciones verdaderas. Esta posición fue la que en el siglo XIX mantuvieron el
realismo y el naturalismo respecto a la novela. El término realismo comenzó a utilizarse en arte a partir de la
exposición de la obra del pintor Gustave Courbet en 1855. Los retratos de la vida cotidiana, junto a la
precisión casi ginecológica de algunos de los desnudos femeninos que realizó posteriormente Courbet
escandalizaron a parte de la sociedad de su época. Courbet vinculó en su obra realismo y compromiso
político, hasta el punto de que punto de que Proudhon lo consideraba «un pintor revolucionario».
Por su parte, Emilio Zola (1840-1902) enunció sus tesis naturalistas –que pretendían ser un realismo
riguroso– en La novela experimental:
Y, por supuesto, el realismo también ha estado presente en la historia del cine desde sus inicios
(recordemos las primeras escenas grabadas de salidas de las fábricas) a la actualidad.
Desde el punto de vista teórico, el primer error que subyace en las tesis realistas/naturalistas –y que
conviene evitar– consiste en confundir nuestra percepción de las cosas con la realidad en sí misma.
Recordemos que, según la teoría del conocimiento kantiana, nos resulta imposible alcanzar el conocimiento
de las cosas en sí mismas, debiendo conformarnos con su representación fenoménica (el fenómeno) que está
condicionada por las formas de nuestra sensibilidad y los conceptos (categorías) que estructuran nuestro
conocimiento.
El segundo error consitiría – como Henry James y los psicólogos funcionalistas nos advierten– en no
tener en cuenta que los factores subjetivos (experiencia pasada, motivos, intereses, valores, cultura)
condicionan nuestra percepción de la realidad tanto a nivel de selección como de interpretación de los datos.
Desde el momento en el que el/la creador/a debe seleccionar unos materiales y prescindir de otros, resulta
inevitable establecer alguna preferencia (subjetiva).
Al parecer, firmes defensores del realismo como Emile Zola (en la novela) y Gustave Courbet (en la
pintura), no pudieron mantenerse fieles al «realismo puro» en la realización de sus obras. El realismo, como
sugiere Hospers (1980: 197) no puede evitar la manipulación del material, constituyéndose también en un
principio de selección o en una manera de aproximarse al mismo.
Precisamente por las razones que acabamos de exponer, muchos teóricos, separándose de los
postulados del realismo, consideran que la finalidad del arte no es la transcripción exacta de los hechos. En
palabras de Hospers: «Las funciones del arte y de la historia son totalmente distintas. Las verdades históricas
pueden darse en obras de arte, y con frecuencia se dan, pero esto no las convierte en arte» (1980: 199).
En las representaciones artísticas, más que de mimesis de la realidad, entendida como verdad
respecto de los hechos concretos, cabría mejor hablar de lo que Hospers denomina «verdad-respecto-a-la-
vida» (1980: 210). Una concepción que ya estaba en la mente de Aristóteles cuando afirmó en su Poética,
(1988:1451b) que la «poesía es más elevada y filosófica que la historia» porque muestra lo universal,
mientras la historia se ciñe a lo particular.
«El poeta [también podríamos decir cualquier artista] ha de extraer el material de una masa ruda de
hechos legendarios o históricos [o de la cotidianidad]: librarlo de lo accidental, de lo trivial, de lo
poco importante; purificarlo en una palabra, de la escoria que aparece con la realidad empírica [...]
En consecuencia, la verdad de la poesía [o del arte en general] es esencialmente distinta a la verdad
de los hechos. Las cosas están fuera y más allá del margen de nuestra experiencia, que nunca han
sucedido y que nunca sucederán, pueden ser más ciertas, poéticamente hablando, más profundamente
ciertas que esos sucesos diarios de los que podemos hablar con confianza.
[…] El mundo de lo posible que la poesía [y la creatividad audiovisual] crea es más inteligible que el
mundo de la experiencia. El poeta [el creador audiovisual, el cineasta] presenta hechos permanentes
y eternos, libres de los elementos sin razón que perturba nuestra comprensión de los hechos reales y
de la conducta humana» (Butcher: Aristotle’s Theory of Potry Fine Art, págs. 170 y 184. Cit. en
Hospers, 1980: 212, 213).
Los grandes personajes de la literatura y del cine (Hamlet. Otelo, etc.) resultan más significativos o
representativos, «verdaderos» respecto a la vida y a la naturaleza humana que la mayoría de los personajes
históricos. Dentro de esta línea argumentativa (el arte como «verdad respecto a la vida» antes que como
copia exacta de hechos concretos) podríamos considerar tan realista (aunque de distinto modo) a Kafka
como Balzac, pongamos por ejemplo. El primero vería el mundo como ese entramado donde los personajes
que en él se mueven (nosotros) nos vemos atrapados por lo absurdo e incomprensible de situaciones como
las que se producen en El proceso, o La Metamorfosis. Balzac, sin embargo, nos lo presentaría de una forma
más nítida; lo vería como algo perfectamente comprensible, donde se delimitan muy bien los papeles de
culpables y víctimas.
En el ámbito de la producción audiovisual, la «mímesis», como copia exacta de los hechos, sólo
sería interesante –en el hipotético caso de que fuese posible lograrla– para los noticiarios o documentales,
pero no sería una condición ineludible para el resto de los productos, como el cine. Es más, la mayoría de los
documentales, desde los históricos, como Tierra sin pan de Buñuel (1930), a los modernas aportaciones del
cine experimental –como el de José Luís Guerín (por ejemplo, En construcción, de 2001) se mueven más en
la órbita de la «verdad respecto a la vida», que en la del realismo estricto de la «verdad respecto de los
hechos»
El cine, al igual que las demás artes visuales, más que una mímesis exacta de la realidad social, sería
un reflejo distorsionado. Ahora bien, como sigue subrayando Gubern, se trata de un reflejo mediatizado por
aquellos que intervienen en su realización y producción.
«Se ha escrito muchas veces que el cine –al que Balázs caracterizó como el
«primer arte burgués»– es un espejo de la sociedad que lo produce, siendo la vieja teoría del arte
entendido como reflejo; pero debe añadirse inmediatamente que si la pantalla del cine es un espejo
(su tecnología fotográfica y reproductora refleja inevitablemente lo que está ante la cámara), es en
todos los casos un espejo distorsionador e interesado. Y es distorsionador porque quienes están
detrás de la cámara son sujetos con ideas y convicciones, como las tienen también quienes financian
las películas y ejercen a la postre su censura económica sobre ellas. Por eso, más que un espejo
pasivo de la realidad, las películas suelen ser un espejo de la ideología de quienes las producen, de
quienes toman decisiones acerca de cómo se debe interpretar y representar el mundo que se abre ante
las cámaras, el mundo de los burgueses y el mundo de los obreros, sus dependencias e interrelaciones
mutuas» (Gubern, 2005: 138).
La caracterización del arte como «mímesis» de la realidad resulta problemática por las razones
anotadas anteriormente; pero, además, a nadie escapa que no todas las artes pueden imitar (copiar) con igual
de facilidad. Las artes plásticas y literatura pueden imitar con relativa facilidad: las primeras con medios
sensoriales, la segunda con simbólicos. Pero ¿y la música?
La música sólo puede imitar aspectos de la vida mediante sonidos. Pero los sonidos de la vida
cotidiana difícilmente pueden traducirse a una escala musical. En la naturaleza no solemos encontrar
melodías (cualidad de los sonidos, basada en la sucesión lineal y coherente de las notas que los componen y
no en la reunión de ellas, por lo cual resultan musicales -M. Moliner-) o armonías (arte de formar y enlazar
los acordes -M. Moliner-) en el sentido en que entendemos estas palabras musicalmente. Un tercer factor de
la música, el ritmo (adaptación de las divisiones de que es susceptible un movimiento, una acción, una
sucesión de sonidos, etc., a intervalos regulares de tiempo -M. Moliner-), sí se da en la naturaleza (la lluvia
al golpear, las ráfagas de viento...). Pero en la música el ritmo se da siempre asociado con la melodía y
armonía. Así, las sucesiones rítmicas que hemos citado no podemos considerarlas música, sino ruido (una
sucesión irregular de vibraciones sonoras). A lo largo de la historia de la música se han efectuado diversos
experimentos para romper esos tres factores de la música: melodía, armonía y ritmo. Entre ellos se destacan
los del Futurismo y los curiosos experimentos de Russolo a través de los «Intonarumori» (entonaruidos).
Podemos establecer, con Hospers (1980: 108-132), tres tipos en la relación mímesis-música:
A. Música pura o abstracta: cuando en ella no existe un referente, nada tomado de la realidad. Esta
música puede provocar en nosotros estados de ánimo, emociones, pero difícilmente tenderemos a
identificarla con nada. Los compositores que trabajan la música pura raramente pondrán un nombre alusivo
a la realidad en sus composiciones: serán sinfonías o cuartetos para violín, por ejemplo, pero no se referirán
a objetos, personas o situaciones. Haydn podría ser uno de sus prototipos.
B. Música representativa: puede evocar en los oyentes la impresión de una situación específica o un
objeto. Se suele ayudar, para provocar este efecto, explicitando el título. Aunque podríamos decir que en ella
se imitan los sonidos de la naturaleza, esto no es exacto, pues sólo se aproximan a ellos en cierto grado. Así,
con «El mar» de Debussy o «La consagración de la primavera» de, sólo mediante el título podemos
aproximarnos a lo que la obra pretende evocar. Las notas, mezcladas de una u otra forma, nos sirven para
aproximarnos a ciertas imágenes, por diversas asociaciones conscientes o inconscientes. El porqué de esto es
un fenómeno de naturaleza psicológica.
Lo que tenemos claro es que ninguna pieza musical es buena por el simple hecho de que se parezca
al original; es más, muchos melómanos prefieren desconocer lo que pretendía evocar el autor al efectuar su
composición, pues simplemente buscan un placer estético que no admite contaminaciones.
La música es la más abstracta de las artes. Además, la representación es música es algo
absolutamente subjetivo. Mientras una pieza puede sugerir en mí alguna idea, bien puede sugerir la contraria
a otro oyente y para otra persona puede no tener significado alguno.
Por otra parte, podemos distinguir, y esto es importante, entre dos tipos de representación: una que
imita la naturaleza y otra que lo que pretende evocar son estados de ánimo, pero esto ya sería introducirse en
otro problema, el de la expresión.
Por lo que respecta a las artes plásticas, el problema, aparentemente, se presenta más sencillo. Hay
una inicial separación entre arte figurativo y arte abstracto. Pero vayamos al significado de la palabra
«abstraer»: El diccionario de la RAE define este término como: «Separar por medio de una operación
intelectual las cualidades de un objeto para considerarlas aisladamente o para considerar el mismo objeto en
su pura esencia o noción».
- En la terminología del arte contemporáneo el término abstraer / abstracción tendrá (para Osborne)
dos significados diferentes:
a) uno, la abstracción semántica, se relaciona con el significado usual del la palabra: un artista se fija
en algo de la realidad (una parte) y la refleja. Se efectuará un arte representativo, pero, según este sentido,
igualmente abstracto; pues supondría una especificación incompleta de la realidad. En cierto modo, toda
obra plástica supone una abstracción, en el sentido de que se toma la realidad de una determinada forma,
pero nunca lo reflejado será como la realidad a la que se alude.
b) otro, la abstracción no icónica, supone una novedad, pues la pintura no refleja nada de la realidad
en absoluto; será el llamado arte no representacional, no figurativo, no objetivo, no icónico. En la pura
abstracción no-icónica podríamos afirmar que una obra tiene su propia forma y sentido, pero no tiene ningún
referente fuera de ella misma (diferencia entre sentido y referencia)
Entre los diferentes motivos o finalidades para utilizar a la abstracción, podemos destacar:
1. Intentar comunicar un mensaje: los detalles que el autor considera irrelevante para este fin los
olvida. Ej.: dibujos de ingenieros, arquitectos, señales de carreteras, publicidad, caricatura, arte «orientado»
(pintura mural mejicana, realismo socialista, etc.). Se trataría pues de una abstracción parcial y selectiva que
busca concentrar la atención en algunos detalles de la masa de información sensorial con que somos
bombardeados y poner orden en ellos por medio de asociaciones de relevancia.
2. Para realzar una propiedad formal: se da en los artistas interesados en la composición, estructura
pictórica, etc. Adaptan el contenido representaciones a las cualidades formales y expresivas. Este tipo de
abstracción es característico en la abstracción no icónica (el expresionismo abstracto, por ejemplo)
Uno de los tópicos más difundidos en lo que respecta al arte es que éste es productor de belleza. Pero
el problema viene a la hora de definir qué es la belleza, pues podemos partir de una teoría subjetivista (lo
bello es lo que me gusta) u objetivista (lo bello es lo que guarda unas determinadas relaciones de armonía
que hace que el objeto que las posea nos parezca hermoso).
Por otra parte, ni partiendo de la teoría subjetivista ni de la objetivista podríamos decir que el arte se
asimila a lo bello, ya que, en el primer caso, existirán obras que a unos les gusten y a otros no, mientras que,
en el segundo, es evidente que no todo el arte guarda unas determinadas relaciones de armonía. La disputa
podría resumirse en una pregunta: Cuando decimos que una cosa es bella, ¿le estamos confiriendo una
cualidad que ésta posee en sí o que nosotros le atribuimos?
Dado que la cuestión de la belleza la desarrollaremos dentro de las categorías estéticas, dejamos aquí
únicamente estas notas.
Construir es crear. Como podemos leer en el libro Breviario de diseño industrial: «La palabra arte
procede del latín ars que, a su vez, hereda su significado del término griego τέχνη (téjne). Durante la
Antigüedad y la Edad Media se agrupó por un lado a las artes liberales –gramática, retórica, lógica,
aritmética, geometría, astronomía y música– a las que Platón denominó propedéuticas debido a que, además
de tener una función utilitaria, servían como auxiliares o preparatorias para la filosofía, considerada el saber
más elevado (episteme); y por otro, a las artes vulgares o mecánicas, vinculadas de modo más directo con las
necesidades materiales de supervivencia. El listado de estas últimas suele variar según los diversos autores,
pero recogía actividades tan diversas como la arquitectura, la agricultura, la medicina, el transporte, la
navegación, el comercio, el arte militar, o el de hacer vestidos. Así pues, bajo el denominador común del
término ars –un conocimiento reglado con una finalidad práctica– se reunían por igual disciplinas que hoy
consideraríamos técnicas, oficios y ciencias. También resulta llamativo que en el conjunto de ambas
clasificaciones sólo encontremos dos de las actividades que más adelante serían incluidas en las bellas artes:
la música y la arquitectura. Fue a partir del Renacimiento cuando se separaron los oficios y las ciencias del
campo general de las artes, al tiempo que se incluyeron en el mismo a la poesía, la pintura y, más tarde, a la
escultura. En el siglo XVI, las artes que tienen en común el dibujo –pintura, arquitectura y escultura– se
agruparon bajo la denominación de arti del disegno; y los maestros de estas disciplinas reivindicaron para su
tarea la consideración de actividad intelectual de la que ya gozaban otras artes como la música, la poesía y el
teatro. El uso del término bellas artes, que finalmente unificaría a unas y otras, no se generalizó hasta el siglo
XVIII. En este siglo, bajo la influencia del idealismo kantiano, las bellas artes adquirieron los atributos de
autonomía –la obra de arte es un fin en sí misma– y de desinterés utilitario. Unos atributos que en la práctica
han venido funcionando como condiciones sine qua non en la concepción moderna de obra de arte; y que
son el fundamento de la separación entre bellas artes y artes aplicadas o decorativas» (Marín y Torrent,
2016).
En ocasiones no resulta sencillo diferenciar entre las actividades y obras propias del arte, de la
artesanía y del diseño industrial. Hay quien dice que la finalidad del arte estaría centrada en la forma pura,
independiente de toda función de toda función que no fuese la propiamente estética (contemplativa). En
cambio el diseño (ya sea gráfico o industrial) nunca puede olvidar la función para la cual es creado el objeto.
Intentemos, sin embargo, de diferenciar lo que son objetos industriales, objetos artesanos y objetos
artísticos. Los primeros se distinguen, además de sus características de uso y practicidad, por el factor de
seriación. La labor del diseñador acaba sobre el papel, la realización final se lleva a cabo por otras personas
y siempre ayudadas de medios mecánicos. Las piezas deben ser proyectadas para ser susceptibles de ser
multiplicadas, sin variaciones, por las máquinas. Las eventuales diferencias serán errores en el proceso de
fabricación. Las características del diseño industrial serían pues la funcionalidad, la seriación y la
estandarización. No obstante, algunos diseñadores, explotando el deseo de diferenciación del consumidor,
provocan la irrupción de encarecidas series limitadas de objetos «de firma», que adquieren casi el cariz de
obra de arte, pero que en ningún momento podrían equipararse a ellas.
La artesanía, por su parte, conserva el sello de lo «hecho a mano» (aunque puede ayudarse de
determinadas máquinas). En esto se separa del diseño y se acerca al arte. Pero su fuerte componente de
tradición, la repetición con que se programan sus objetos, le alejan igualmente del campo del arte, definido
por la creación de objetos únicos. La seriación, aquí, es distinta de la del diseño. Es cierto que los objetos
artesanos se suelen hacer en series, pero en la diferencia entre unos y otros estará su encanto. Por otra parte,
el objeto artesano tendrá también, en muchas ocasiones, una función de uso.
El objeto artístico, a su vez, no parte del principio de seriación. Se proyecta y resuelve como único.
La mano humana es su instrumento principal y nunca busca la función, aunque ésta pueda existir. Otra de
sus características, sobre todo a partir de la estética kantiana del siglo XVIII, es la noción de desinterés, las
las obras de arte son una finalidad en sí, pura forma para la contemplación; una concepción que entraría en
contradicción con el arte comprometido con la denuncia social, por ejemplo.
Así pues, como ocurre a menudo en la vida, la realidad diaria no siempre encaja en claridad tajante
de las divisiones conceptuales. De este modo en algunas creaciones actuales es difícil delimitar si son arte o
son diseño. De hecho, en la actualidad existe un ámbito del diseño denominado explícitamente desing-art.
Pero ¿esto es arte? Es una pregunta recurrente en el mundo del arte, y con estas palabras Cynthia
Freeland titula uno de sus libros. Y es que el arte ha integrado una serie de argumentos que hacen peligrar su
estabilidad conceptual. Uno de ellos es considerar la obra como vehículo de provocación. La autora nos
advierte de cómo determinado arte ha elegido la táctica de choque, con obras que hablan a través de
excrementos, animales muertos o sexo más que explícito.
Cuando, en los años iniciales del siglo XX, los dadaístas provocaban al espectador a través de
manchas de tintas bautizadas con el nombre de la santísima virgen, o cuando, a finales de este mismo siglo,
la artista francesa Orlan se operaba el rostro para parecerse a algunos mitos de la pintura, se buscaba (y
desde luego se conseguía) provocar al espectador. El inicio de los movimientos artísticos de vanguardia a
principios del siglo XX añadió al arte una nueva cualidad: la de impactar, sorprender o alterar al espectador.
Ante la dificultad de acuerdos para calificar el arte, esta nueva dimensión pareció tener una proyección de
futuro. Pero, por una parte, incluso la provocación más dura ha logrado ser asumida por los distintos
sistemas democráticos, que aliándose con el provocador lo han vencido, o al menos, conducido a un lugar
donde no moleste. Claro que de vez en cuando nos encontramos que al menos en apariencia el arte todavía
puede asustar.
La obra de Santiago Sierra es un caso de actividad artística que vehicula una postura ideológica y se
convierte en una denuncia social que puede ser considerada una provocación para y por determinados
sectores sociales es. Así, por ejemplo, en la Bienal de Venecia de 2003, Sierra realizó una experiencia
singular: no dejó entrar a nadie en el pabellón si no era con el carné de identidad español. Con esta
prohibición aludía a la dificultad que tienen los inmigrantes para cruzar la frontera. La síntesis de crítica
social y de provocación está presente en la mayoría de sus creaciones.
A partir del siglo XX la provocación ha sido uno de los ingredientes esenciales del arte de
vanguardia, que buscaría provocar un choque o impacto que sorprendiese al espectador. Ese choque bien
podría producirse ante unas formas deliberadamente «fáciles», o ante otras de más calado que
desencadenasen un proceso de reflexión sobre nuestras vidas y sobre algunos aspectos del mundo que
habitamos. Desde los dadaístas hasta los realistas sociales o las experimentaciones en torno al happening,
performance, etc, defenderían este nuevo predicado del arte. No se pretende expresar sino causar una
impresión al espectador, recurriendo para ello a diversos medios, entre ellos a la provocación.
Como hemos dicho, una característica muy importante de la vanguardia fue su carácter provocador.
A principio del siglo XX, los citados dadaístas rompieran todas las convenciones, expusieran como obras de
arte objetos encontrados o prefabricados; los futuristas hicieron representaciones teatrales sin argumento y a
veces incluso con el telón bajado. Más tarde los artistas del «povera» trabajaron con materiales no
convencionales, de desecho en muchas ocasiones; por su parte, los llamados artistas «de la tierra» (art land)
hicieron montajes efímeros, rayas en los suelos que borraría el viento; los artistas del body-art utilizaron el
cuerpo como herramienta o soporte artístico... todo ello fuesalterando tradiciones y motivos,
sorprendiéndonos, alterándonos o haciéndonos reflexionaren definitiva: provocándonos.
Por otra parte, nuevos procedimientos técnicos, como pueden ser el vídeo, o las tecnologías digitales,
se ponen en muchas ocasiones al servicio de ese principio reflexivo y sorprendente al que aludíamos en el
título de este apartado.
Y es que en el siglo XX se produjo una serie de cambios que renovaron la concepción que hasta
entonces se había tenido del arte y, como consecuencia de ello, ensancharon su ámbito de actuación. Por lo
que respecta a la relación entre arte y provocación, podemos afirmar que en el siglo XX se produjeron estos
cambios:
- Mientras en el pasado la función de la tradición resultaba fundamental para el arte, a partir de las
vanguardias la búsqueda de la novedad resultará uno de los principales objetivos de la creatividad artística.
Pero tampoco todo el arte, ni siquiera todo el del siglo XX y el de inicios del XXI obedece a estos
principios, con lo cual de nuevo nos hallamos sin argumentos para llegar a un acuerdo único acerca de lo
que es el arte.
Como hemos podido ir viendo a través de las páginas que anteceden, el arte, como algunos otros
términos, parece resistirse a ser definido. Desde luego, podemos decir de él muchas cosas, podemos
acoplarle múltiples predicados, pero ninguno de ellos cubre la totalidad de su amplísimo espectro. Por otra
parte, e incidiendo en lo mismo, la diferente manera de comprender el arte en las distintas culturas, haría
todavía más problemático su encasillamiento en una definición. Así, podríamos decir que: «Frente a la
universalidad antropológica de la dimensión estética, "el arte" aparece por consiguiente como una forma
específica de institucionalización de lo estético, característica de nuestra tradición cultural, y que [...]
experimenta sucesivas y profundas modificaciones en el decurso histórico de dicha tradición». (J. Jiménez).
En cualquier caso hemos podido ver que el arte tiene funciones diferentes:
Aunque
No obstante, a pesar de todas las dificultades; y aunque los objetos que comprende el arte puedan no
tener rasgos comunes, y puedan cambiar con el discurrir del tiempo, lo que sí es cierto es que poseerán un
«aire de familia» (Wittgenstein). Tal vez, las únicas características comunes a todos los objetos artísticos
radiquen en que son:
En definitiva, el arte es un concepto abierto. Como en tantas otras cuestiones, quizá debamos llegar
a una convención que nos permita saber de qué estamos hablando, pero sabiendo, siempre, que no debemos
esperar una definición única y concluyente y que, además, posiblemente con el tiempo, se irán añadiendo
nuevos predicados que contribuyan todavía más a su diversificación y a la imposibilidad de alcanzar una
definición concluyente.
La complejidad del término «arte» llevó a Dino Formaggio, a afirmar que quizá el arte solo sea, al fin
y al cabo, «todo lo que los seres humanos llaman arte». Esta última afirmación extremadamente relativista y
convencionalista. Pero quizá más rotunda todavía sea la afirmación de algunos artistas contemporáneos:
«Arte es todo lo que los artistas llamamos arte», con ello se lleva al arte a una dimensión solipsista. Si fuese
así, ya no tendríamos nada que decir los espectadores, ni los críticos, ni los historiadores del arte. El arte
sería una cuestión que sólo atañería a los artistas… que se quedarían solos con sus obras.