Literatura, Filosofia y Desilusion

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LITERATURA, FILOSOFÍA Y DESILUSIÓN

José Castillo Farreras


Con la colaboración de Guadalupe Castillo Martínez

Introducción

Ernst Fischer, filósofo del arte, autor del libro La Necesidad del Arte, empieza
su excelente obra con una cita de Jean Cocteau que no sólo pone a reflexionar
al lector, sino que por su sencillez y primor, lo llena de júbilo. Dice así:

La poesía es indispensable, pero me gustaría saber para qué. Con


esta encantadora paradoja –-señala el filósofo-- Jean Cocteau
resumió la necesidad del arte y, a la vez, su dudosa función en el
mundo burgués contemporáneo . 1

La observación de Cocteau es de aquellas que engarzan razón y sentimiento,


enunciación y emotividad, en una misma idea, y nos dejan admirados. Hay
muchas de ellas en la literatura -quizás no tan agudas ni graciosas-, que no
aparecen siquiera en los repertorios de frases célebres, no sólo por ser
inclasificables, sino porque son como chispazos deslumbrantes que por sí
solos constituyen una fuente de reflexión, cautivadora y abundante, y no
meramente “frases” interesantes o bonitas. Se parecen a ciertas
exclamaciones históricas como el ¡Eureka! de Arquímedes o el grito
desesperado de Juan Huss en la hoguera, O Sancta simplicitas! , al ver a la

1
Ernst Fischer, La Necesidad del Arte, Ediciones Península, Libros de Bolsillo, Barcelona, l978, p. 5
bendita anciana protegida por él, poniendo ramitas verdes al fuego que lo
quemaba vivo. Son minúsculas e intensas porciones de historia.

Pero, ¿qué reminiscencias revivirá un profesor de filosofía cuando se entera


de que un poeta notable dice que la poesía, y con la poesía el arte, es
indispensable, pero ignora saber para qué, al remitirse a su propia disciplina,
la Filosofía, que a menudo se le evade cuando un muchacho en el bachillerato
le pregunta en clase “Y eso para qué sirve”, refiriéndose casi a un tema
cualquiera? EL titubeo y la confusión conturban el ánimo pues a veces la
inutilidad, cierta aunque sólo momentánea, de algunas cuestiones teóricas no
admiten esa pregunta estrictamente pragmática. ¿Para qué le sirve saber al
hijo de un chofer o de un médico o de un carpintero, lo qué es una
“abstracción” o un “pseudoconcepto”? El estado de nuestra alma en tales
situaciones es paralelo, me parece, al de aquellos sencillos familiares que
nunca formularon pregunta alguna, pero que podía adivinarse en sus miradas
de extrañeza cuando advertían nuestro entusiasmo al ver por la TV el descenso
de Armstrong a la Luna, recordando tal vez que apenas el año anterior (l968)
nos parecían despreciables, por mentirosos y manipuladores de la noticia,
quienes ahora comentaban la proeza. Y, ciertamente, ¿por qué entonces los
mismos tendrían que decir mentira y ahora no? Todo tiene una respuesta, tal
vez no siempre eficaz, pero de pronto se manifiesta la perplejidad y el
asombro ante tales preguntas que, tal vez, ni siquiera constituyan problemas.

Aumenta mi confusión.

Mi perplejidad sube de tono. Como lector asiduo que soy de literatura, admiro
profundamente a Dostoievsky y he leído desde muy joven una buena parte de
su obra, enorme y extraordinaria. Soy profesor de Etica y he encontrado en
varios manuales una frase del gran escritor que me conmueve y me convoca a
meditar, frase conocidísima: “Si Dios no existiera todo estaría permitido”. Mi
culpa ha estado en que, amando a Dostoievsky, no la ubicaba con precisión en
ninguno de sus libros, o tal vez y de memoria, en varios al propio tiempo, pero
así se me presentaba fuera de contexto, casi sin poder utilizarla. Por otro lado,
tampoco los manuales que recuerdo, de los que había tomado directamente la
frase, hacen la referencia exacta, con todos sus datos. Sabía la fuente en
general -la obra de Dostoievsky-, pero la frase se me hizo patente (y
deslumbrante) en textos filosóficos en especial de Etica que no hacían la cita
con precisión, con los datos bibliográficos, sólo la transcribían. ¿Cómo
utilizar con pulcritud esa síntesis recóndita, y para mí perturbadora, de
filosofía en la literatura? ¿Cómo saber que Stravioguin de Los poseídos o
Raskolnikov de Crimen y castigo eran los autores de ese enunciado
condicional espléndido, pues la idea está en ellos, y en otros personajes,
aunque su ubicación puntual la desconocía?

Y ¿cómo evitar la fácil interpretación de que los tipos (los personajes) eran
ateos y en su ateísmo está el móvil para citar la frase?, ¿o de que fueran
creyentes, a quienes también servía? Además, ¿cómo conciliar el dicho del
personaje (el que fuera) con lo que el propio escritor expresa de sí mismo:
“...Si alguien me hubiera probado que Cristo está fuera de la verdad, y si
estuviera realmente probado que la verdad está fuera de Cristo, hubiera
preferido estar con Cristo antes que con la verdad”? ¿Cómo es esto, si en su
religión Dios es Cristo y Cristo es Dios, y ambos son la Verdad? Pero también
y a pesar de estas lúcidas y febriles palabras, el escritor inventa, según él
mismo, “al ateo perfecto”, lo cual proclama en una carta a su hermano Miguel:
“¡He creado al ateo más grande y perfecto: Iván Karamazov!” (Diario de un
escritor).

A veces nos queda la sensación de que la filosofía y la literatura, cierta


filosofía y cierta literatura, se parecen a esos “chismes” de que habla Jean
Baudrillard en El sistema de los objetos2 cuando se filtran en nuestras clases;
chismes, literaturas y filosofías que para el alumno tal vez no sirvan para nada
o sirvan para todo al propio tiempo, sin que sepamos, de pronto, hasta los
mismos profesores, como Cocteau, especificar “para qué”.

Este ensayo es un intento de mostrar algunos contactos y aislamientos entre


las dos disciplinas y de redescubrir en mi condición de profesor de Filosofía,
para qué puede servir la Literatura, o más particularmente, para qué podría
servirme a mí, en mis clases, como profesor de Filosofía. Por supuesto, se
tratará sólo de un avance, de una pequeñísima introducción al tema que tal vez
pudiera aprovechar alguien más. No se espere demasiado.

¿Escritor o filósofo? Otra confusión.

No pretendo discurrir aquí sobre los filósofos que escribieron novelas ni de los
novelistas que hacen o hicieron Filosofía. Abordaré un asunto lateral.
Recuerdo vivamente que al maestro Don Eduardo García Máynez, aun siendo,
y tal vez por serlo, el Director del Centro de Estudios Filosóficos de la
UNAM, algunos de los antiguos investigadores parecían no concederle que
fuese filósofo; le decían “licenciado”, en un tiempo en que, los licenciados lo
eran sólo en Derecho. Por sobre sus doctorados Honoris Causa de
universidades importantes, García Máynez, con su enorme talento y su mente
predispuesta a la Filosofía, no dejó de ser “el licenciado”, hasta que emergió
una nueva generación que lo puso en el destacado lugar que hoy ocupa y
merece. (El joven investigador Raymundo Morado no deja de encomiar su
obra). Ni siquiera se le otorgaba el título de “jurista”, pues en el habla
cotidiana el nombre de pila de una persona no puede ser substituido por el de
jurista, como se sustituye el de Calixto Pérez por el de “Ingeniero” Pérez o el
de Pedro García por el de “Arquitecto” García.

Sin dejar ellos, en el fondo, según creí siempre, de admirarlo, pues su tarea
filosófica y filosófico-jurídica estaba a la vista, me parece que el
reconocimiento explícito de algunos filósofos-filósofos llegó tarde. Hoy son
múltiples los investigadores que admiten su gran valía en el campo de la
Lógica contemporánea, aunque primero y tiempo atrás lo hicieran los
alemanes. García Máynez destaca mundialmente como jurista y como filósofo
y debe señalarse que se trata de un filósofo que también tradujo obras
literarias, como lo hizo nada menos que con Rainer María Rilke.

Si situaciones de esta índole se presentan entre quienes siendo juristas se


dedican con seriedad, penetración y decoro a la filosofía, a pesar de la
tradición mexicana de “Las dos nobles hermanas” a que aludió alguna vez
Antonio Caso refiriéndose al Derecho y a la Filosofía, más a menudo sucede,
me parece, cuando se entrecruzan la filosofía y la literatura, a pesar de los
rigurosos estudios de temas literarios de parte de pensadores de primera línea,
como Martín Heidegger sobre Hölderling y otros, o del magistral tratamiento
de temas en ambos vehículos (filosóficos y literarios) que hicieran Albert

2
Traducción de Francisco González Arámburo, Siglo XXI editores, l978, p.136.
Camus o Jean-Paul Sartre, y, claro, de la utilización de recursos literarios de
muchos de ellos, así como de reflexiones filosóficas de los escritores. Pero es
el caso que al gran pensador español, José Ortega y Gasset, tal vez por
escribir con elegancia y con asombrosa corrección y sencillez, muchos no le
concedieron más que el título de “ensayista “ y no de filósofo ni menos de
escritor. El caso es bastante conocido.

Dice Borges en su libro póstumo, Arte Poética3:

Recuerdo haber leído, hace una treintena de años, las obras de


Martín Buber, que me parecían poemas maravillosos. Luego,
cuando fui a Buenos Aires, leí un libro de un amigo mío, Dujovne, y
descubrí en sus páginas, para mi asombro, que Martín Buber era un
filósofo y que toda su filosofía estaba contenida en los libros que yo
había leído como poesía

Declaración contundente del autor de la Historia Universal de la Infamia que


no requiere de comentario, sólo que entonces sí hay comunicación entre la
Literatura y la Filosofía, al grado de que uno de los grandes puede
confundirlas. A menudo, lo mismo sucede con los trabajos del propio
Borges.

Enunciados estéticos y enunciados cognoscitivos.

Quizás el origen de estas confusiones y rechazos -cuando no son más que una
grosera envidia, o ignorancia, o simple gratuidad-, procede del hecho de que

3
Arte Poética. Editorial Crítica, 200l, Barcelona, España, p. 48
los enunciados lógicos y epistemológicos (científicos, informativos) son
verdaderos o falsos y, claro, no lo son sus referentes, ni podrían serlo. “Esta
mesa es rectangular” es un enunciado verdadero o falso. Si la mesa es
rectangular será verdadero y si no lo es será falso. Es cuestión de verla. Pero
la cosa llamada “mesa”, rectangular o no-rectangular, no es ni verdadera ni
falsa, simplemente es. En cambio un enunciado axiológico (artístico, literario,
valorativo), por ejemplo: “Este poema es hermoso”, aun cuando se exprese
como cualquier proposición lógica (como sería el caso de “Este poema es un
soneto”), es sin duda distinto, pues lo hermoso o no-hermoso del poema no es
un dato empírico objetivo y sólo puede “confirmarse” subjetivamente.

Lo propio sucede al utilizarse figuras de dicción en el lenguaje literario, en


especial al utilizarse con frecuencia. Si los lenguajes científico y científico-
filosófico utilizaran ( y, sin duda, las utilizan) tales figuras lo harían
excepcionalmente y con suma cautela, especialmente el lenguaje científico. En
el lenguaje literario la “intención lingüística”, defendida por H. G. Grice, así
como todo tipo de intencionalidad, como la insinuación mordaz, la cortesía, la
sátira, la admonición, etcétera, tienen cabida sin obstáculos. En el lenguaje
propiamente filosófico o científico no es así. Un médico en una intervención
quirúrgica no dice a su ayudante “¿Tiene usted un bisturí?”, al estar
operando, como cuando se pide un cigarro (“¿Tiene usted un cigarro?”) y
naturalmente que quedan fuera de ese lenguaje expresiones del tipo de “Con
que flojeando, ¿no?” o “Así nunca terminará usted, María”, como también
cualquier clase de reticencias: “...No sabe usted con quién se está poniendo”, o
“Tiene un no sé qué que me hace daño”, etcétera.
Tal vez algún filósofo considere que el lenguaje científico o filosófico-
científico remite siempre a “hechos”, y que el literario, como no se utiliza
para ser verificado en los hechos ni se atiene a ellos, entonces no hay punto
de contacto entre ambos. Pero no es así, o no lo es enteramente, existe un
puente que es innegable. Lo que es falso lógicamente puede ser verdadero en
literatura, y a la inversa; pero la “forma” utilizada en ciertas expresiones es a
menudo útil y la misma en ambos lenguajes. Justamente, el puente es la
“forma”. Véanse estos ejemplos: “El actual Virrey de Dinamarca es zapatero”,
es una proposición enunciativa, cuya forma es propia de la lógica y de las
ciencias, pero que utiliza un sujeto inexistente ya que no hay virrey en
Dinamarca y, por eso mismo, no puede ser verdadera. Pero si se dijera en una
pieza oratoria “El actual propietario absoluto de Cuba usa barbas”, aunque el
sujeto asimismo sea inexistente, pues Cuba no tiene un actual propietario
absoluto, y, en Lógica, también es una proposición incompleta, ni verdadera
ni falsa, se le toma palabra por palabra como una metáfora, como un símil,
que adquiere valor de verdad para un público numeroso de anticastristas, así
fueran científicos o filósofos. Sucede que cuando se confeccionan absurdos
lógicos, lógicamente son eso, absurdos, proposiciones sin sentido; pero
subjetivamente -si conviene-, el absurdo se hace a un lado, se le ignora, y se
toma como la expresión de una verdad. La metáfora se asume como metáfora,
pero se le asigna un valor descriptivo, explicativo, como si fuera un
enunciado lógico.

Existen términos o grupos de términos que gramaticalmente son correctos y


que pudieran tal vez utilizarse en la ficción, pero que no tienen referente,
como, por ejemplo, “aluminio de madera ” o “esperanza circular”. La Lógica
los considera como pseudoconceptos y, en este caso conceptos imposibles,
pues se conforman con notas significativas que no pueden coexistir. Esto
sucede con “El actual propietario absoluto de Cuba”, sujeto no imposible,
aunque inexistente que, no obstante, resulta altamente evocador para los
anticastristas del mundo, especialmente porque se le atribuye un predicado
inconfundible y cierto: “usa barbas” a un sujeto que, si bien no existe, así se le
percibe. Si el predicado fuera otro ya no tendría los mismos efectos, porque
para algunos “El actual propietario absoluto de Cuba” pudiera mencionar a
los Estados Unidos, como en su tiempo se consideró a la Unión Soviética. (v.
vgr., “El actual propietario absoluto de Cuba se encuentra a unas cuantas
millas”). La desesperanza se manifiesta cuando se cae en la cuenta de que
se trata sólo de una metáfora sin correlato, como suelen ser las metáforas si se
analiza el significado de sus componentes. Y lo mismo, por otra parte,
sucedería si lo inexistente, y sólo metafórico, fuera en un juicio el predicado.
En la proposición “S es P”, al suprimirle el sujeto dada su condición de
inexistente quedaría sólo “es P” y si lo inexistente fuera el predicado el
resultado sería sólo “S es” , lo cual no significa nada, ni científica ni
lógicamente. Podría ser también que ni el sujeto ni el predicado tuvieran
correlato objetivo. Entonces nada quedaría, ni “S” ni “P”; “S es P” sería por
entero, lógicamente, un no-juicio. Quedaría un conjunto de términos, tal vez
cada uno con sentido, que al unirse no dan como resultado más que un
sonido, una simple emisión de voz (flatus vocis); un concepto (o un juicio)
imposible. Ejemplo: “Esa ventana presuntuosa es sólo un vidrio de plástico”
o bien, mejor, “Canimaxto tago es acamoña torálica”. Fuera de la Lógica,
empero, esto podría ser lo que Alfonso Reyes llamó jitanjáfora4 y otros
glosolalia, o algo parecido, es decir, una figura retórica, como las
invenciones, los juegos de palabras o quizás simples gritos como los de las

4
Véase la voz Jitanjáfora en el Diccionario de Retórica y Poética de Helena Beristáin.
llamadas “porras” con las que ruidosamente se anima o apoya a alguien, a un
conjunto musical, a un equipo deportivo, etc. (“Goya, goya, cachún, cachún,
ra ra... ).

Para evitar atribuciones a entidades que no existen, Bertrand Russell propone


su teoría de las “descripciones definidas”, la que, mediante un análisis lógico,
permite establecer la existencia o inexistencia de algo, antes de asignarle nada.
Sin embargo, en algunos campos, en la oratoria y en la diatriba políticas, por
ejemplo, en el panegírico o elogio, en el periodismo y en la novela, no cuenta
dicho análisis, porque la eficacia emocional o evocativa de una proposición -
-que científica y lógicamente no es verdadera ni falsa, porque no es siquiera
proposición- suele ser sorprendente. La ilogicidad penetra impunemente no
sólo en el corazón de los hombres, sino en los géneros literarios, abierta o
clandestinamente, sin hacer ruido y sin motivo aparente, del mismo modo que
surgen aquellas situaciones como la de no querer dar un título bien ganado a
un intelectual del que por alguna razón se tienen celos.

Lenguaje poético y lenguaje científico y/o filosófico

Se ha dicho que el lenguaje poético es, esencialmente, evocativo y emotivo,


en tanto que los lenguajes científico y filosófico son informativos y
enunciativos, y también especulativo el filosófico. Pero esta distinción debe
ser revisada. Ya Urban, lingüista y filósofo, afirmaba que el lenguaje poético
es también informativo, si bien lo que informa o la forma de hacerlo es
diferente de como lo hacen los otros.
Tendencias recientes consideran al lenguaje poético más rico que el lenguaje
científico, aunque este último cuenta con la precisión unisignificativa,
propia de las ciencias, lo que le da carácter y exactitud. Esto vale para el
lenguaje filosófico, si es que se quiere entender a la Filosofía como ciencia, y
en general para cualquier lenguaje técnico5. El lenguaje poético, en cambio,
puede ser, como lo es, extraordinariamente plurisignificativo; es, utilizando
términos de Humberto Eco, una obra abierta a la interpretación. Eve Gil,
ensayista y narradora dice muy bien: “Un solo texto de Borges contiene una
infinita gama de posibilidades interpretativas, crisol del que cada uno de sus
estudiosos captura, no sin titubeos, algún trazo geométrico diverso”6. La
filosofía, cualquier filosofía, por su parte, aspira a parecerse más en esto a la
ciencia que a la poesía, si bien algunos pensadores no desdeñan sus recursos,
deliberadamente o quizá sin poder evitarlo.

“La naturaleza no da saltos” (Natura non facit saltus), dice Leibniz en sus
Nuevos Ensayos (IV,l6), y lo dice en una brillante metáfora evidentemente
más eficaz que cualquier explicación. Esta metáfora revela que el lenguaje de
las ciencias no desdeña al lenguaje literario, pues a veces en ellas las palabras
se usan indeliberadamente en sentido figurado y este sentido es metafórico y,
como tal, literario. Pero el bromista o el insensible que no reconoce que esto
sea metáfora, interviene burlón: “Claro que no, la naturaleza no da saltos; da
saltos el deportista con la garrocha o en los clavados, da saltos el saltamontes,
dan saltos los caballos”, y no nota siquiera que en dar o no dar saltos también
hay metáfora

5
Dice Ortega y Gasset : “El lenguaje técnico es una forma extrema de lenguaje en que la palabra expresa un
máximo de idea y un mínimo de emoción.” El Espectador, I, “Teoría del improperio”, Aguilar, Biblioteca
Nueva, Madrid, l950, p. 141.
6
Arena, Suplemento Dominical de Excelsior, Año 3, Tomo 3, No. 1l7, 29 de abril de 200l, p. 4.
Pero lo propio sucede con los carentes de sensibilidad artística ante algunas
bellas metáforas en el lugar que sí convienen sin objeciones, en la poesía. Un
profesor de Química decía ante la lectura de un poema de López Velarde que
en uno de sus versos dice: “Tus ojos inusitados de sulfato de cobre...” que,
ciertamente, esos ojos pueden ser inusitados, pero de sulfato de cobre, nunca.
Lo que no advirtió el químico es que tampoco existen ojos “inusitados”. O
aquel que pese a la hermosura de la espléndida metáfora de Carlos Pellicer,
“El agua de los cántaros sabe a pájaros”, preguntó a qué sabían los pájaros y,
por supuesto, deshizo el encanto de la poesía.

Lenguaje, metáfora y filosofía

A algunos parecerá extraño, pero hay filósofos de nuestro tiempo que


aseguran que un modo de expresión de la Filosofía es la metáfora. En sus
Ensayos V7, Miguel de Unamuno, filósofo y novelista del siglo XX, no sólo
la juzga como una de las maneras de “discurrir” “más naturales y
espontáneas” y también “uno de los más filosóficos modos de discusión”, sino
que asegura que “Los que se creen más libres de ellas, andan entre sus mallas
enredados”. Y en gran medida es cierto, pues el lenguaje mismo que
hablamos cotidianamente sin ser poetas está involuntariamente repleto de
metáforas, lleno de términos que no se usan en su sentido recto, sino como
símiles, mutaciones de sentido, comparaciones, etcétera. Y, como diría
Lugones -según atestigua Borges-, “en una expresión que es desde luego una
metáfora”, “toda palabra es una metáfora muerta”. De ser así, ¿cómo eludirla,
cómo franquearla?
De tiempo atrás, por lo contrario, los pensadores de inclinación aristotélica
siguieron la tendencia del no uso de metáforas, pues consideraron, con su
maestro (que fue el primero que, con claridad, definió la metáfora como el
traslado del significado de una palabra a otra distinta), consideraron, digo, que
“todo lo que se dice mediante metáfora es obscuro”8 (v. Ferrater Mora). Para
el lenguaje filosófico (y el científico) si se desea evitar la ambigüedad y los
equívocos -estimaron-, la metáfora debe suprimirse; a diferencia de Platón
que no tuvo empacho en utilizarla profusamente, al grado de utilizar la
literatura como vehículo de la reflexión filosófica (Giorgio Colli, El
nacimiento de la filosofía).
La metáfora posiblemente no enuncia, no describe, ni informa, pero sí sugiere,
y con ello bastaría para utilizarla, además de que, como dice Urban, su
defensor, la metáfora describe características de la realidad que sólo ella puede
mostrar9. Y, en efecto, tenemos que conceder que no hay mejor manera de
describir la situación que mencionan ciertas metáforas, sino a través de ellas
mismas. Véanse: “El Príncipe se topó con un glacial recibimiento”, o bien
“Ningún filósofo dibujó con pinceles tan torpes las más claras ideas”.

El uso de la metáfora, “instrumento fundamental imprescindible”, según otro


filósofo, José Ortega y Gasset, debe considerarse especialmente y asumir que
el mal uso no invalida su uso. Lo que debe evitarse es su interpretación literal,
pues hacerlo supone que no se ha entendido siquiera lo que es una metáfora,
y se da al traste con alguna pretendida información. Y el hecho innegable es
que existen, efectivamente, seres con una casi total incapacidad de

7
Miguel de Unamuno, Ensayos V , l9l7, p. 44-45.
8
Véase Ferrater Mora. Diccionario de Filosofía.
entenderla. Quien creyera literalmente que el estudiante “se tropieza” con las
matemáticas o que alguien puede pasar por el “abismo de mis tristezas” (A.
Nervo) o que, en fin, como decía un laboratorista de mi escuela, el ácido
sulfúrico “se come todo”, no está entendiendo nada. Lo propio sucede cuando
algún profesor enseña, y sus alumnos toman lo que dice, en su sentido recto,
que la hipótesis darwiniana del origen de las especies es una “deslumbrante”
teoría científica que pretende ser “embodegada “ por el gobierno de los
Estados Unidos, o que realmente “nuestras vidas son los ríos que van a dar a
la mar, que es el morir” (Jorge Manrique).

Una de las metáforas más bellas, citada a menudo por Borges, con paternidad
del filósofo chino Chuang Tzu, nos hace pensar si su autor es en verdad un
filósofo que habla como poeta o un poeta que filosofa. Es la siguiente: “Soñó
que era una mariposa y, al despertar, no sabía si era un hombre que había
soñado ser una mariposa o una mariposa que ahora soñaba ser un hombre”. El
comentario que hace Borges habría que leerlo; no sabe uno si calificarlo como
reflexión poética o como una delicadeza filosófica. “Creo que esta metáfora es
la más delicada -dice Borges-. Primero, porque empieza con un sueño, y,
luego, cuando Chuang Tzu despierta, su vida sigue teniendo algo de sueño. Y,
segundo, porque , con una especie de casi milagrosa felicidad, el filósofo ha
elegido al animal adecuado. Si hubiera dicho ´Chuang Tzu soñó que era un
‘tigre’ sería insustancial. Una mariposa tiene algo de delicado y evanescente.
Si fuéramos sueños, para sugerirlo fielmente necesitaríamos una mariposa y
no un tigre. Si Chuang Tzu hubiera soñado que era un mecanógrafo, no

9
Idem. Voz Metáfora
hubiera acertado en absoluto. O una ballena: tampoco sería un acierto. Creo
que eligió exactamente la palabra precisa para lo que se proponía decir.”10.

Claridad en la Literatura y oscuridad en la Filosofía

Una idea corriente es la de que la literatura es clara y la filosofía oscura.


Circula desde hace mucho tiempo y se da no sólo entre el común de la gente.
En su crónica “Invitación a la claridad” (París, enero, l928), el poeta peruano
César Vallejo escribe sobre una opinión corriente en aquel tiempo, la de
que Paul Vallery “no es claro”. Nos informa que se decía que Vallery “no era
poeta, según comentarios de la época, sino un filósofo y que, como tal, tenía
en cierto modo la obligación de ser obscuro...”, y concluye que “Sólo los
grandes pensamientos son obscuros”11.
En un pasaje de La vida inútil de Pito Pérez, la conocida novela de José
Rubén Romero, el protagonista dice: “La gente cree que sólo son sabios
aquellos a quienes no entiende” (cito de memoria). Pero lo que dice Pito Pérez
continúa siendo “cierto” para muchos. En el plantel donde enseño había un
profesor que decía las cosas más indescifrables y a quien, por ello, se le
estimaba y respetaba, aunque no se le entendiera. Era uno de esos sabios.

Pero también supe lo que alguna ocasión escribió en Proceso, la revista


mexicana de análisis político, el Nobel de Literatura, Gabriel García
Márquez, respecto de El Paraíso Perdido, de Milton. Fue uno de esos libros
que no pudo leer de joven por más que lo intentó, prometiéndose hacer el

10
Op. cit., p. 47-48.
11
César Vallejo, Crónicas II, l927-l938, UNAM, l985, p. 232-3.
último de sus intentos en el baño. No pudo, lo cual es otro aspecto de la
cuestión: un premio Nobel que en su juventud no logra entender uno de los
clásicos ingleses. Pudiera ser que esta versión mía sea falsa pues cito de
memoria lo que ocurrió hace tiempo, pero no es remoto que así pudo suceder.
Por lo contrario, casi cualquiera (supongo, en una nada atrevida hipótesis)
puede enfrentar los libros de José Ortega y Gasset con éxito, de principio a fin,
pues él dijo y lo probó en sus obras, que “La claridad es la cortesía del
filósofo”. Naturalmente que habría que preguntarle a Wittgenstein acerca de lo
que en el prólogo del Tractatus, y al final, declara textualmente: “Todo
aquello que puede ser dicho, puede decirse con claridad; y de lo que no se
puede hablar, mejor es callarse”. 12 Pero si Wittgenstein dice esto, aun cuando
no sea aplicable, en lo general , a sus propios textos (si no se maneja el mismo
código lingüístico, pues ahí está el quid de la claridad y la oscuridad), sí creo
que debe ser una guía para la cátedra. El profesor que no se da a entender con
sus alumnos, cuando sus alumnos son atentos y estudiosos, no tiene nada qué
hacer en el aula; “lo mejor para él es callarse”.

Ilusión y desilusión

Si una función de la literatura fuera introducir al lector en la ficción, en la


invención o en la recreación del autor y luego en las ilusiones que viven sus
personajes, ilusiones que, como en la gran novela de Flaubert, Madame
Bovary, la protagonista “vive” como si se tratara de realidades (que es lo que
se ha llamado bovarismo); la filosofía práctica, la Ética, tiene, al revés, según

12
Ludwig Wittgenstein, Tractatus lógico-philosophicus. “Introducción” de Bertrand Russell. Trad. De
Enrique Tierno Galván, Revista de Occidente, Madrid, l957.
creo como profesor, la función básica de liberar al individuo, de salvarlo de
este tipo de alienación y, en una palabra que adquiere nuevo significado, de
des-ilusionarlo, es decir, de arrancarlo, de sacarlo de la irrealidad en la que se
encuentra... La des-ilusión es así una función básica de la Ética en la escuela.

También y de modo especial la Lógica hace esto, des-ilusiona, suprime las


ilusiones, independientemente de sus contactos y fusiones con la literatura.
No importa que la des-ilusión sea frustrante y propiciadora aparente de
insensibilidad, como en el siguiente relato sucedido en el aula: “El maestro de
Literatura les dejó como tarea que escribieran sobre el color de la alegría. Los
muchachos dieron rienda suelta a sus juveniles fantasías y construyeron
símiles de acuerdo con sus gustos y temperamento. Es café, como el
chocolate, dijo un gordito; es entre amarilla y blanca, como el amanecer, dijo
otro; es del color de la miel, como los ojos de mi madre, dijo un tercero; hasta
que alguien, uno seducido por la Lógica, un verdadero aguafiestas, rompió el
encanto, al asegurar que la alegría no tiene color y que afirmar lo contrario
supone construir una Contradictio in terminis o un falso enunciado”.

Por otro lado, el lector de novelas debe ponerse en guardia y utilizar el escudo
de la Lógica. No vaya a imitar al protagonista, como sucede en el teatro con
algunos actores que incurren en la llamada “falacia existencial”, al adoptar
patológicamente el papel de su personaje en la cotidianidad de su propia
existencia. El lector de novelas puramente sentimental, puede incurrir en el
robo y el asesinato, como sucedió con algunos jóvenes que en su tiempo
leyeron Crimen y Castigo y luego, desde la cárcel, pidieron al escritor que al
menos él los absolviera; o en el suicidio, como el numeroso grupo de
enamorados que se quitaron la vida después de leer el Werther.
La razón y el sentimiento pueden muy bien, sensatamente, sin
distanciamientos, tomarse de la mano y caminar, sin caer en aberraciones, sin
suicidios ni robos. Caminar amorosamente, como “Las dos nobles hermanas”
de que hablara don Antonio Caso, o como “Hermana y hermano” (“cogidos de
la mano”), en el poema de Enrique González Martínez o en la narración de
Rainer María Rilke.

FIN ...

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