Quinn, Seabury - Marca de Nacimiento PDF

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Marca de nacimiento

(Seabury Quinn)

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Edición: 1972, Nova Dell (Editorial Novaro) Recopilación “Cuentos Macabros”


Traducción: Agustín Contin
Edición digital: Centurión, 2004

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LAS COMPRAS de última hora en Liberty’s me habían llevado más tiempo


del que había pensado, y el compartimiento de seis asientos al que había sido
asignado, en el rápido de Treves, estaba casi completamente lleno cuando terminé
de hacer verificar mis documentos en la cabina del servicio de inspección militar de
la Gare de l’Est, y me dirigí hacia los andenes. Reconocí a tres de las cuatro
personas que habían llegado antes que yo: Amberson, que era un antiguo teniente
de la policía de Nueva York y había sido destinado al Servicio de Inteligencia;
Weinberg, del Cuerpo Médico, asignado, como yo, a trabajar en el hospital de la
base de Treves, y Fontenoy apKern, un oficial de infantería que iba a cumplir sus
deberes en la oficina de administración militar de la antigua ciudad amurallada.
No conocía al cuarto hombre y, sin que hubiera ninguna razón para ello, sentí
desagrado por él, con la repentina espontaneidad de una reacción química. El doble
galón que tenía en los puños de su guerrera indicaba que se trataba de un capitán,
y en el punto en que el cuello de piel de mapache de su corta guerrera estaba
echado hacia atrás, vi varios rifles cruzados, sobre el cuello de su camisa. Su
uniforme estaba bien cortado y era caro..., de confección inglesa, supuse.
Su cabello rubio estaba cortado correctamente, y sus manos blancas, largas y
finas, manicuradas cuidadosamente. Parecía más un petimetre que un soldado;
algún dandy del este, con una misión, lejos de las balas, que iba del secretariado
de París al cuartel general de Coblenza; sin embargo, en el ejército, todos van a
donde los envían y hacen el trabajo que les ordenan. No fue simplemente el
resentimiento de un veterano que ya ha derramado su sangre hacia un soldado
petimetre lo que produjo mi desagrado instintivo y rápido. Fue su enorme
arrogancia. Bien delineado, como la imagen de una moneda, su perfil se reflejaba
contra la ventana, con pómulos elevados, ojos duros y mentón agudo.
Aquel rostro, prusiano como el de un oberleutnant (teniente) del cuerpo de
Guardias de Élite, hubiera parecido más en su lugar con el color gris de los
uniformes que con el uniforme de combate, de color oliva, de nuestro ejército.
El desconocido levantó la mirada rápidamente cuando llegué y pude ver
momentáneamente una boca ligeramente desdeñosa y ojos altaneros, fríos y de
expresión dura. Luego, volvió a sumirse en su lectura de la edición parisina del
London Daily Mail.
Los saludos eran de rigor.
—¡Hola! —dijo Amberson, barriéndome con la rápida mirada suspicaz que es
característica de los policías profesionales.
—Pensábamos que habías desertado —sonrió Weinberg—. No te culparía si lo
hubieras hecho. La gripe está desencadenándose en Treves, nos espera un enorme
trabajo a los pobres miembros del Cuerpo Médico.
—¡Hola, amigo! —me saludó apKern—. ¿Mataron ya a todos en París y van a
buscar a unos cuantos en Alemania?

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El rubio capitán de infantería no nos prestó atención, ni a mí ni a los demás.
Tropecé en un conjunto diverso de pies, coloqué el maletín en la red situada
encima de mi asiento y me dejé caer sobre los duros cojines. El lugar frente a mi
estaba desocupado; pero una tarjeta blanca indicaba que había sido reservado.
—Me pregunto quién va a venir —dijo apKern—. Compadezco al pobre tipo que
va a tener que ver sus rostros horribles desde aquí hasta Treves. ¡Santo cielo,
cuando desperté en Catigny y los vi observándome, creí que me encontraba todavía
bajo los efectos del éter y que era víctima de una pesadilla! Si hubiera podido
hablar, le hubiera pedido a la enfermera que me diera una nueva dosis de
anestesia...
—¡Vaya! —lo interrumpió Weinberg—. De todos modos, ¿quién podría decir
cuándo estás consciente o anestesiado... Si hubiera estado presente, te hubiera
operado en el momento en que te presentaste...
Los insultos amistosos que estaba a punto de proferir se detuvieron en su boca y
una palidez intensa borró toda otra expresión de su rostro, al tiempo que miraba
por encima de apKern, hacia la puerta del compartimiento.
Seguida por un maletero de los ferrocarriles, una mujer se encontraba en la
entrada. Sentí que el corazón me daba un salto cuando la vi.
Mentalmente, comenté:
“¡No es posible que exista una criatura parecida!”
Era muy joven, de no más de veintitrés a veinticuatro años de edad, y tan
adorable que le cortaba a uno la respiración. Una cruz roja resaltaba sobre su gorra
de campaña, y bajo su chamarra oscura y pesada, con el amplio cuello de piel,
aparecían unas medias blancas y el uniforme blanco, bien cortado y bien ajustado
del Red Cross Motor Corps (Cuerpo Motorizado de la Cruz Roja). Tres galones de
servicio, en la manga izquierda, demostraban que no era importación posterior al
armisticio, y su alta absoluta de timidez demostraba su costumbre de tratar con
soldados. Parecía más un muchacho afeminado que una mujer joven, cuando
avanzó tranquilamente entre los pies calzados con botas y se dejó caer
cansadamente en el asiento que se encontraba frente a mí. Vi que sus ojos eran
dorados, de un color café pálido, que era casi anaranjado y que armonizaba, a la
perfección, con su cabello cobrizo, sus mejillas lisas y blancas y sus labios delgados
y rojos.
Cuando se quitó la gorra y mostró su cabello, pude ver que lo tenía cortado casi
como el de un hombre y que estaba lleno de rizos.
Dirigí la mirada hacia apKern, que estaba sentado dos asientos más allá de ella.
El oficial debió leer la malicia en mis ojos, porque dijo casi instantáneamente:
—¿Ven esto?
Dio una palmada en la caja que tenía sobre las rodillas.
—Aquí dentro hay un montón de papeles importantes, una lista de agentes
enemigos sospechosos y cosas parecidas, que llevo a Treves. “Capitán apKern”, me
dijo el general, “tengo varios documentos confidenciales que enviar a Alemania.
Son tan secretos que no puedo confiárselos a un mensajero ordinario. Sólo un
hombre de gran sagacidad, de valor indomable y una inteligencia superior a la
normal, puede llevar estos papeles, capitán. Va a ir usted a Treves, ¿no es así?”
“Por supuesto, general”, le dije. “Ya estoy harto de visitar los cafés de París. Deseo
ir a alguna parte donde haya posibilidades de acción, de modo que voy destinado a
la Policía Militar de Treves. Me sentiré feliz prestándole un servicio, al llevar
conmigo sus papeles, y no debe tener miedo de nada. Están conmigo tan seguros
como si...”
—Como si los publicara en el New York Times —completó la frase Amberson, en
tono sarcástico.
Miré al otro lado del estrecho espacio. Se había unido a la carcajada que siguió a
la frase de Amberson, burlándose de apKern. Tenía los labios abiertos como una
flor, y en sus ojos anaranjados se reflejaba una sonrisa.
“¡Es adorable!”, me susurré. “¡Perfecta!”

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Observé la línea larga y suave que iba de su cintura a la rodilla, de la rodilla a los
tobillos, y su pecho bien dibujado y pequeño, así como sus manos finas y sus pies.
“¡Es verdaderamente perfecta!”, me dije.

El guardia había hecho sonar su absurda trompeta de estaño y salimos de la


estación, dejando atrás el andén lleno de oficiales franceses, vestidos con
chamarras de piel o largas capas de color azul celeste, como pájaros de brillante
plumaje, entre los uniformes sombríos del ejército británico y el nuestro, pasando
junto a las luces parpadeantes que marcaban los límites de la estación, hasta
internarnos en la oscuridad nebulosa de la noche.
El tren tenía un vagón restaurante y la muchacha se dirigió a él, seguida, al cabo
de un momento, por apKern, Weinberg y Amberson. Yo había comido tarde, en el
Café de la Paix, y no tenía hambre. De modo que me recosté en el asiento, con un
ejemplar del Bystander.
Nuestro vagón era alemán, tomado por los aliados, y un letrero redactado con
teutónica arrogancia me desafiaba desde el lado más alejado del compartimiento,
con la información de que indiscreciones tales como fumar o caerse por la
ventanilla, estaban estrictamente verboten (prohibidas), bajo pena de fuertes
multas. Sonreí al verlo. Era un soldado estadounidense en camino hacia un
territorio conquistado. En aquellos momentos, sus oficiales me saludarían al
caminar por la calle, sus ciudadanos civiles se amontonarían en la calzada para
dejarme espacio libre en las aceras. Sus letreros no significaban nada para mí. Por
consiguiente, abrí un paquete de Fátimas.
—¿Fuma? —dije, ofreciendo la cajetilla a mi silencioso compañero.
—No —respondió brevemente, sin levantar la mirada del periódico que estaba
leyendo.
Con una irritación cada vez mayor, me di cuenta de que no había añadido a su
rechazo la palabra “gracias”.
Al cabo de un momento, nuestros compañeros regresaron del restaurante,
entendiéndose entre ellos muy bien, y me presentaron debidamente a la señorita
Fedocia Watrous, de Filadelfia. Impulsado por una cortesía normal, me incliné para
atraer la mirada del capitán de infantería, tratando de presentarlo. Durante un
instante me miró, por encima de su periódico, y sentí casi un escalofrío por el
desafío helado de sus ojos color de ágata. ¡Al diablo! Todos nosotros, excepto
Amberson, que era mayor, éramos sus iguales en graduación. ¿A dónde quería
llegar, tratándonos como un montón de maleteros del ferrocarril? ¡Que siga leyendo
su mugroso London Daily Mail y se vaya al infierno!
Los relatos del frente, del servicio en las líneas de comunicaciones y en los
hospitales de las bases de París, Brest y Saint Nazaire, hicieron que el tiempo nos
pareciera más corto, hasta que pasamos Epernay y el aire fue haciéndose más frío
y mordiente, mientras que la niebla se congelaba, formando una llovizna que se
dispersaba como arena arrojada contra la ventanilla y se resbalaba por el cristal
como el reflujo de una ola. La sujeción de la ventana se soltó en alguna forma, y
una corriente de aire helado, que traía consigo agua, me alcanzó directamente.
Después de varios esfuerzos infructuosos para ajustar la ventana, levanté el cuello
de mi chamarra hasta las orejas y me deslicé hacia abajo, hasta reposar en el
extremo de mi columna vertebral, tratando de olvidar mi incomodidad por medio
del sueño.
La conversación había llegado a los monosílabos. Incluso apKern parecía haberse
olvidado de las bromas, y Amberson se levantó torpemente de su asiento.
—Los veré mañana..., espero —murmuró, accionando la cuerda de cuero que
hacía funcionar la luz del compartimiento.
Durante un momento, el foco brilló con una incandescencia que iba apagándose.
Luego, quedamos sumidos en una oscuridad total.
¿Fue una consecuencia de mis nervios cansados el hecho de que conservara la
imagen de la luz en mi retina, en la oscuridad? Me lo estaba preguntando. En

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alguna forma parecía que conforme la noche ocultaba la ventanilla y nos envolvía la
oscuridad, los ojos de la muchacha sentada frente a mi brillaban con una especie de
luminosidad nebulosa y sulfurosa, como los de un gato, en medio de la oscuridad.
La impresión duró sólo un momento. O bien ella había bajado los párpados o mis
ojos se habían acostumbrado a la falta de luz, y observaba, sin poder ver, una
sombra tan impenetrable como la de una cortina de terciopelo. Los recuerdos
afluían a mi mente, suave, pero insistentemente, como un gato que solicitara ser
admitido a una habitación. El rostro de la señorita Watrous me era sumamente
familiar y, en alguna forma, lo relacionaba con algo desagradable.
Traté de hacer encajar las piezas del rompecabezas mental, reuniendo palabras
clave y jugueteando con mis pensamientos. La cuestión de su extraña familiaridad,
el pensamiento persistente de “la he visto en alguna parte”, estaba más allá del
alcance de mis recuerdos, y me era difícil situar los hechos en una perspectiva
apropiada. Se llamaba Fedocia Watrous. ¿Despertaban esas sílabas alguno de mis
recuerdos? No.
Inténtalo de nuevo. Ese rostro, ovalado, pálido y dulce, casi demasiado perfecto
en su simetría, los labios, rojos y delgados de aquella boca sensual, los ojos
anaranjados brillantes, y el cabello tan rojo como las, hojas de un abedul en otoño,
procedía de Filadelfia. ¡Ya lo tengo!
El triunfo resentido al recordar hizo que me enderezara en el asiento,
chasqueando casi los dedos por la felicidad.
No en forma lejana, sino con toda claridad, como si se tratara de una película
proyectada en una pantalla, vi la escena en el Fairmount Park. Estaba en el último
año de mi internado y con poco dinero, como siempre; había ido al zoológico a
pasar la tarde.
Junto a la jaula de los monos se encontraban entretenidos un joven y una
muchacha. A través de los párpados entrecerrados podía verlos perfectamente, con
los ojos de mis recuerdos. El joven llevaba pantalón de ciclista, enrollado por
encima de sus tobillos, mostrando calcetines de color brillante, un suéter de cuello
en V, y la F que mostraba que era un atleta del Friend’s School. La muchacha
llevaba puesto un traje Peter Thompson, sin sombrero, y su cabeza era diminuta y
orgullosa, encendida con cabello cobrizo, peinado tan suavemente como un
crisantemo sobre su tallo. Tenían una bolsa de dulces y habían arrojado unos
cuantos a los pequeños monos rhesus que se colgaban de las barras de la jaula.
Uno de los ávidos simios aferró un fragmento de dulce con la mano; luego, todavía
no contento, tomó otro con su pie en forma de mano, saltó hasta una posición más
elevada y comenzó a comer, mordisqueando primeramente el pedazo que tenía en
la mano y, luego, el fragmento sujeto en su pie prensil.
—¡Mira! —exclamó el joven, dándole un codazo suave a su compañera—. ¡Mira
ese glotón que se lleva alimentos a la boca con las manos y los pies! ¡Apuesto a
que tú no podrías hacerlo!
La inocente observación tuvo un efecto enorme. La joven pareció perder
repentinamente todas sus fuerzas y se apoyó pesadamente contra la barandilla
colocada ante las jaulas. Su rostro estaba retorcido, en una agonía infinita, sus
cejas se llenaron de sudor y sus mejillas estaban blancas, con una palidez que
parecía ir más allá, hasta adquirir casi una tonalidad verdosa. Y desde la máscara
torturada de rasgos descompuestos, sus ojos parecían pedir compasión.
Corrí para ofrecerle mi ayuda; pero me sonrió, rechazando mi humilde ayuda.
—Es... un ligero... malestar —dijo, con una voz que daba la impresión de que,
para exteriorizarla, necesitaba reunir todas las fuerzas que le quedaban—. Pronto
me sentiré bien.
Luego, con la ayuda del asustado joven, la llevamos hasta el carrito de
desplazamiento de ruedas rojas, y los dos se alejaron.
Eso había sido en 1910..., hacía nueve años. Yo fui un espectador apenas
observado..., un testigo del breve drama de la jovencita..., ella había sido la
estrella de la corta tragedia. No era extraño que no reconociera en el oficial médico
uniformado al joven interno que la había ayudado.

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¿Había, me pregunté, recostándome en los cojines duros e incómodos de
nuestro vagón alemán; había alguna relación entre la referencia hecha por el joven
a la incapacidad de la joven para llevarse los alimentos a la boca con el pie y su
colapso, o había sido víctima de un ligero desvanecimiento? De ser así, parecería
ser que se trataba de una afección cardiaca; no obstante, la joven que dormía
pacíficamente frente a mí parecía gozar de la mejor salud. Además, debió pasar un
rígido examen médico antes de que la dejaran embarcarse hacia ultramar.
Haciéndome preguntas al respecto, lleno de confusión, vi pasar velozmente las
luces de la estación de Châlons, y observé la oscuridad que se cernía una vez más
sobre la ventanilla; luego me dormí, con frío e incomodidad.
Recobré el conocimiento lentamente. La ventanilla había descendido todavía más
en su marco y una lluvia fuerte, mezclada con nieve, me golpeaba el rostro. Sentía
los pies y las piernas rígidos, como con reumatismo, y la cabeza me dolía
fuertemente.
—¡Malditos sean estos vagones alemanes! —maldije despreciativamente, al
levantarme para hacer que la ventanilla volviera a cerrarse—. Si vuelvo a encontrar
un vagón de este tipo nuevamente...
Mis furiosas protestas desaparecieron de mis labios. La oscuridad de la noche
había cedido su lugar a una penumbra grisácea, y bajo aquella iluminación incierta
pude reconocer las formas de mis compañeros de viaje..., y había algo
horriblemente extraño en ellos. apKern estaba tirado en su asiento, como si hubiera
sido un hombre de paja al que le hubieran arrancado la cabeza rellena; Amberson
estaba tendido, con los pies extendidos hacia el pasillo; los hombros de Weinberg
se inclinaban hacia adelante, sus manos colgaban junto a sus rodillas y oscilaban
fláccidamente, como cuerdas, según los movimientos del tren. La muchacha
instalada frente a mí estaba tendida sobre sus cojines, con la cabeza vuelta en un
ángulo muy poco natural. Así pues, los observé atentamente y vi que el
desconocido no se encontraba presente.
¡Sí, allí estaba! Estaba tendido en el suelo, a los pies de apKern, con un brazo
doblado bajo él, las piernas extendidas, como si hubiera tratado de levantarse, se
hubiera sentido demasiado cansado y se hubiera dejado caer hacia atrás. Pero por
los ángulos de sus piernas fláccidas, la rigidez de las caderas, las rodillas y los
tobillos, comprendí lo que ningún doctor tiene necesidad de ver dos veces para
saber. Estaba muerto.
¿Los demás? Accioné la cuerdecita de cuero que hacía funcionar la luz, y cuando
el débil foco proyectó su leve iluminación, los observé atentamente. ¿Muertos? No,
sus colores eran demasiado vivos. ¡Tenían las mejillas cubiertas de rubor..., de un
rubor demasiado intenso! Lo comprendí todo en un instante. ¡Increíble! ¡Era la
única persona de aquel atestado compartimiento que no había sufrido intoxicación
carbónica!
Rompí de un puñetazo el cristal de la ventanilla, abrí de par en par la puerta y
cuando el aire fresco barrió el compartimiento, me incliné a examinar a la señorita
Watrous. Tenía el pulso muy débil, pero todavía perceptible, lo mismo que
Weinberg, Amberson y apKern. El desconocido estaba muerto y el aire puro serviría
para revivir a los demás. Mi primera tarea era la de encontrar al interventor para
señalarle el accidente.
—Busque a quien esté a cargo de este mugroso ferrocarril —le dije a un soldado
que encontré en el pasillo del vagón siguiente—. Ha habido en el otro vagón un
accidente..., cuatro oficiales y una mujer de la Cruz Roja han sido víctimas del
gas...
—¿Víctimas del gas? —repitió, sin dar crédito a sus oídos—. ¿Quiere decir el
capitán que...?
—El capitán quiere decir precisamente lo que ha dicho —lo interrumpí—. Vaya a
buscar al interventor en seguida. ¡Dése prisa!
—Sí, señor.

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Me saludó y partió como el proverbial rayo, regresando a los pocos instantes con
un joven cuyas dobles barras indicaban que se trataba de un capitán, y con la R en
el hombro, que indicaba que había sido asignado al Servicio de Ferrocarriles.
No era el momento apropiado para ceremonias. Desde el punto de vista técnico,
supongo que el Cuerpo Médico superaba en categoría al Servicio de Ferrocarriles;
pero le hice el saludo.
—¿Gas? —repitió, como lo había hecho el cabo, cuando terminé mi explicación.
—Si no nos encontramos ante un caso de envenenamiento con monóxido de
carbono, con un muerto..., es que nunca he ido en una ambulancia —le respondí
brevemente—. No sé qué fue lo que pasó…
—¿Cómo es posible que usted mismo no haya sido víctima de ello? —me
interrumpió suspicazmente.
—Estaba sentado junto a la ventanilla y se abrió en el curso de la noche. El aire
me daba directamente en el rostro. Eso justifica también el hecho de que la joven
no haya sido más afectada. Estaba de cara a la parte posterior del tren, de
espaldas al sentido de la marcha, de modo que no gozó del efecto completo de la
ventilación; pero su caso parece ser el menos grave. El mayor Amberson, que era
el más alejado de la ventanilla parece haber sido el más afectado; pero todos
estaban inconscientes.
Habíamos llegado ya al compartimiento cuando concluí:
—Ayúdeme con este pobre tipo —le pedí, tomando por los hombros el cuerpo del
desconocido muerto—. Si disponen de algún compartimiento vacío, podremos
meter en él al pobre tipo.
—Hay uno al fondo del pasillo —me informó—. Los pasajeros desembarcaron en
Châlons, cuando detuvimos el tren; y lo tomamos a cargo.
—Doy gracias al cielo por eso —respondí—. Si estuvieran todavía a cargo los
franceses, pasaríamos un mal rato tratando de darles explicaciones... ¡Ah!
El asombro hizo que me fuera imposible contener la exclamación.
—¿Qué ocurre, señor?
—Esto —respondí.
Alargué la mano, entre los pies, de apKern, y la saqué con un pequeño cilindro
metálico. El objeto tenía quince o veinte centímetros de longitud, con un diámetro
de unos, cinco centímetros, y era de latón o cobre, como los extinguidores de
incendios que se llevan en los automóviles, los camiones, y los autobuses en los
Estados Unidos, y estaba dotado de una válvula y un pulsador en uno de los
extremos.
—¿A qué huele?
—A nada. Eso es lo malo...
—¿Qué quiere usted decir?
—Este cilindro estaba lleno con CO (monóxido de carbono), que es un gas
incoloro e inodoro, casi tan mortal como el fosgeno. Estaba contenido en este
recipiente, a presión, y anoche, mientras dormíamos, alguien accionó el pulsador,
dejó escapar el gas y...
—¡De ningún modo! —me interrumpió, meneando la cabeza—. Nadie sería tan
idiota para eso. Lo afectaría también a él...
—¿De veras? —le pregunté sarcásticamente—. ¿Eso es lo que piensa?
Al darle vuelta al cadáver del desconocido, con el fin de poderlo coger mejor por
los brazos, había descubierto algo que estaba tirado en el suelo. Una máscara de
gas pequeña, compacta; pero perfecta.
—¡Bueno..., estoy estupefacto! —declaró, al ver el hallazgo que levantaba en las
manos—. Pero, ¿cómo es posible que sea el único que haya muerto por causa del
gas, cuando estaba completamente preparado?
—Eso es lo que tendremos que averiguar o lo que determinará una junta —de
encuesta —repliqué—. Ayúdeme a llevarlo a ese compartimiento vacío; luego nos
ocuparemos de darles los primeros auxilios a todos los demás...
—¿Qué está ocurriendo? —inquirió Weinberg, sentándose bruscamente, como un
hombre recién salido de una negra pesadilla—. ¿Qué están haciendo?

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—¿Cómo te sientes? —le pregunté, a mi vez.
—Muy mal, puesto que lo preguntas. Me duele la cabeza endemoniadamente;
pero...
Se inclinó y tocó el cadáver del hombre tendido en el suelo; luego se enderezó,
con un gemido, llevándose las manos a las sienes.
—¿Qué ocurre? ¿Está muerto ese tipo o...
—Fuera de combate —le aseguré—. Está absolutamente muerto, y el resto de
nosotros estuvimos a punto de unirnos a él. Examínalos un poco, ¿quieres? Regreso
en seguida.
El aire puro y copiosos tragos de coñac, seguidos de café negro y más coñac,
habían hecho revivir a las víctimas del gas para cuando regresé. Amberson estaba
todavía demasiado débil para levantarse y apKern se quejaba de mareos y visión
nebulosa; pero Weinberg, resistente y duro como una roca, no parecía estar en
muy malas condiciones. Debido a que su asiento se encontraba junto a la
ventanilla, la señorita Watrous parecía estar menos afectada que el resto. Al cabo
de media hora, prodigaba sus cuidados a Amberson y a apKern, que parecían gozar
con ello.

—Mira esto, Carmichael —dijo —Weinberg, al inclinarnos sobre el cadáver,


mientras Amberson examinaba sus documentos—. Este no es un caso de
envenenamiento con CO.
—Si no es, no he usado nunca un pulmotor en un caso de suicidio en South Philly
—declaré—. Todo indica que...
—¡Que tu abuelo usaba sombrero para asistir a la escuela dominical! —me
interrumpió—. Observa esto, profesor.
Obediente, me incliné y miré lo que me estaba señalando.
—¡Vaya! Que me...
Y Weinberg me sonrió, arrugando la nariz y echando hacia atrás los labios, hasta
que todos sus dientes aparecieron al mismo tiempo.
—Ya lo ves —me dijo—. Ahora, espero que me digas qué opinas de eso.
—¡Por supuesto, el hombre fue estrangulado! —exclamé.
No era posible dudar de ello. Sobre la garganta del cadáver había cinco manchas
rojas y muy claras, una de casi siete centímetros, casi cuadrada, mientras que las
otras cuatro se extendían en líneas casi paralelas en torno al cuello.
—¿Qué opinas de eso? —insistió.
Meneé la cabeza.
—Es quizá la magulladura dejada por alguna especie de garrote —me aventuré a
decir—. Tiene el cuello roto y el hueso hioides fracturado; debe haber sido ejercida
una presión enorme, y con gran rapidez. Eso es un argumento en contra de un
ataque con las manos desnudas. Además, ninguna mano humana es
suficientemente grande como para poder rodearle enteramente el cuello; debe
tener un cuello de dieciséis pulgadas, e incluso, si hubiera alguna mano tan grande,
no tiene ninguna marca de pulgar.
Asintió tristemente, con mucha preocupación.
—Es cierto. ¿Y sabes lo que me recuerda?
—En absoluto.
—Algo que vi cuando atendía el servicio de ambulancias en el hospital Bellevue.
El circo estaba en el parque y uno de sus empleados tuvo dificultades con uno de
los grandes simios, que lo estranguló.
—¿Y qué? —inquirí, enarcando las cejas—. ¿Cuál es la relación?
—Aquí. Esas marcas lívidas en la garganta de este tipo y las que tenía el
empleado que llevamos en aquella ocasión al depósito de cadáveres, son
exactamente iguales. Charlie Norris nos hizo descender a todos al depósito cuando
llevó a cabo la autopsia del empleado del circo, y nos mostró las marcas
características de la mano de un simio, en comparación con las de un hombre.
Indicó de manera particular cómo los hombres tomamos las cosas, utilizando el

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dedo pulgar como pivote, mientras que los grandes monos, con excepción del
chimpancé, no usan el pulgar, sino sólo los dedos. Mira esto... —me dijo, señalando
la gran marca lívida—. Ésta debe ser la marca dejada por el apoyo de la mano y
éstos... —indicaba las líneas largas y circulares en torno al cuello del cadáver—...
deben ser los dedos. Exactamente así aparecían las marcas dejadas sobre el cuello
de aquel pobre tipo del depósito de cadáveres de Bellevue.
—¡Ni lo pienses siquiera!—le grité, sacudiéndolo casi, lleno de irritación—. Hay
veces en las que los fenómenos observados no constituyen pruebas. Ya parece
suficientemente fantástico el encontrar en el vagón un cilindro de monóxido de
carbono concentrado, con todos ustedes y la señorita Watrous casi muertos,
envenenados con CO; pero no puedo aceptar el que un gorila o un orangután haya
asesinado al pretendido asesino, antes de que tuviera siquiera la oportunidad de
ponerse la máscara de gas... Poe no se imaginó nunca nada tan salvaje.
—Muy bien. Piensa lo que quieras —gruñó—; pero...
Un gruñido de Amberson hizo que apartáramos nuestra atención del cadáver.
—Miren esto, amigos —nos ordenó, tendiéndonos los documentos que había
tomado del bolsillo interior de la camisa del muerto—. ¿Han visto alguna vez
papeles más perfectos?
El primer documento era un pase de la G-2, declarando que el portador podía
circular por donde quisiera, al interior de nuestras líneas, de paisano o en uniforme;
no podría ser retenido por ninguna causa; todos los oficiales de los ferrocarriles
tenían el deber de concederle todas las preferencias. Un trabajo del Servicio de
Inteligencia.
El siguiente papel lo identificaba como el capitán Albert Parker Tuckerman, de
infantería, sin destino, con permiso especial para visitar la región parisina. El
siguiente contenía órdenes de desplazamiento para Brest, Saint Nazaire, Treves y
Coblenza..., cada uno de ellos extendido a un nombre diferente. En último lugar,
pero no por ello menos importante, una lista completa del personal de servicio en
las oficinas de la administración militar, de los oficiales de enlace del Servicio Militar
de Inteligencia, y órdenes de movimientos de tropas y concentraciones en la zona
alemana de ocupación.
Weinberg apretó los labios y dejó escapar un silbido admirativo.
—Parece que ha descubierto usted a un pez gordo, señor. ¿Quién era? ¿Tiene
usted alguna idea al respecto?
—Ninguna —respondió Amberson, meneando la cabeza—. Pero estoy seguro de
que el G-2 se verá muy contento al ver su fotografía. Se trata de un agente alemán
que creaba confusión entre nuestras disposiciones; no me extrañaría que estuviera
aquí...
Señaló con el dedo al cuerpo inmóvil que reposaba sobre el asiento del tren.
—Por una vez le estoy agradecido al bocazas de apKern. Cuando comenzó a
jactarse de que llevaba papeles confidenciales, todos comprendimos que era para
impresionar a la señorita Watrous; pero este pájaro se tragó la patraña. Debía
estar viajando con ese cilindro de monóxido de carbono y la máscara de gas, listo
para toda clase de emergencias. Quizá eso resuelva el misterio de ciertas
desapariciones de documentos de nuestras oficinas. De todos modos, está claro
que, en cuanto nos dormimos, abrió su maletín, sacó el cilindro en cuestión y se
disponía a apoderarse de los papeles de apKern cuando respiró parte de su propio
gas y se fue al otro barrio.
—Pero no fue así como murió... —comenzó a decir Weinberg.
—Cálmate, amigo —lo conminé, al tiempo que le daba en los tobillos un golpe
muy poco amistoso con mis botas de campo—. Deja que la junta de investigación
determine cómo murió. No trates de defender esa cuestión relativa al gorila.
¿Quieres que te metan al manicomio, antes de que tengas siquiera la oportunidad
de beber una copa en Treves?
Weinberg encendió un cigarrillo y le dio una profunda chupada.

8
—No sé cómo murió el tipo ese —admitió finalmente—. Quizá se despertó
apKern y lo mató de aburrimiento con su charla. Sin embargo, hay algo sumamente
misterioso, de todos modos.
¿Qué quieres decir? —le preguntó Amberson.
—¡Oh, no es nada! No podría tener ninguna influencia sobre el caso.
—Todo tiene importancia en un caso como este —respondió el mayor, con la
suficiencia del policía profesional—. ¿De qué se trata?
—Bueno, cuando fui a prestarle los primeros auxilios a la señorita Watrous, me
di cuenta de que su polaina izquierda estaba suelta, así como también su zapato.
—Bueno. Creo que, en efecto, eso no tiene nada que ver con este caso.
Comprendo perfectamente cómo debió sentirse la pobre muchacha —apreció
Amberson—. Cuando ingresé al servicio, me sentía muy incómodo con las polainas.
Incluso ahora, duermo mejor cuando puedo desabrocharlas y soltarme los zapatos.

La vida era agradable e incluso alegre, en Treves. Había mucha gripe, pero
después de los servicios prestados por los hospitales de base y campaña, con sus
líneas interminables de emergencias de cirugía, consideramos las visitas y los
cuidados de rutina a los pacientes casi como si se tratara de unas vacaciones. Mis
habitaciones en Blumenstrasse eran cómodas, ya que una enorme estufa de
porcelana vencía la fría humedad ambiente, y la enorme cama de caoba recamada
estaba equipada con un doble colchón de plumas. En los periodos libres, entre las
guardias, recorrí la ciudad, visitando la Porta Nigra, el gran portón fortificado, más
allá del cual se ha desarrollado la vida de la ciudad de Treves desde los tiempos de
los romanos, la basílica de ladrillos y el enorme anfiteatro donde Constantino
acababa con los cautivos o los dejaba libres, para que fueran devorados por fieras
salvajes, para regocijo del populacho.
Por las tardes había muchas diversiones, desde bailes y cenas hasta la ópera,
donde gruesos tenores alemanes daban serenatas a las sopranos germánicas
igualmente gordas, con un entusiasmo que desafiaba a los años y la gordura.
Fedocia Watrous era la favorita en todas partes, sirviendo té en el club de los
oficiales, cenando en el cuartel general o sirviendo pastelillos y café a los hombres.
La mitad de los oficiales jóvenes estaban locamente enamorados de ella; pero fue
apKern quien mejor supo expresar su decepción:
—Créeme, Carmichael —me dijo—. ¡Esa mujer no es humana! Lo detiene a uno
antes de que tenga la menor oportunidad de propasarse. Es..., es como una monja.
Ya entiendes..., simplemente una entidad espiritual, con el cuerpo ya enterrado y
viviendo sólo con su alma, envuelta en un hábito religioso. Nadie se enamora de
una monja, más que de un fantasma; pero... —hizo un gesto de futilidad mientras
alargaba la mano hacia la botella de coñac, para llenarse el vaso—... ¡Ahí está! Me
enamoraría perdidamente de ella si me diera la oportunidad, o incluso si actuara
como si se diera cuenta de que estoy cerca.
Comprendí perfectamente lo que quería decir. Tenía una característica extraña —
o un reflejo condicionado, inconscientemente— de abstraerse del mundo real, a
veces, olvidándose, por completo, de todo cuanto la rodeaba. Su capacidad para
abstraerse del mundo que la rodeaba, sin darse cuenta aparentemente de nada, ni
siquiera de la existencia de la persona con quien estaba conversando, era algo
extraordinariamente desconcertante para los jóvenes con intenciones
matrimoniales; y también un rasgo apasionante para un doctor con ciertas
inclinaciones hacia la psicología y la psiquiatría.
Entonces, se desencadenó la epidemia de influenza de 1919. Las ambulancias
circulaban sin cesar, con sus cargas de enfermos; los hospitales estaban atestados
de nuevos casos, hasta que pusimos camas en los pasillos y los desvanes, y todavía
necesitábamos espacio para los nuevos pacientes. La única razón por la que no
trabajábamos más tiempo era que no había forma de hacer que los días tuvieran
más de veinticuatro horas. Nuestros pacientes morían como moscas; al principio
eso nos impresionaba y dolía, ya que no es más fácil para un doctor en medicina

9
que para un profano en la materia el permanecer inmóvil, viendo a los pacientes
morir; pero terminamos por acostumbrarnos a ello.
Tenía un paciente en B-19, un teniente de infantería llamado Ten Eyck, y desde
el principio supe que su caso era sin esperanzas. Luchó por la vida con una
tenacidad que me sorprendió.
—Tengo que curarme, doctor... —los títulos civiles eran normales entre los
soldados civiles—. Hay una mujer, en mi ciudad, a la que tengo que volver, porque
me está esperando...
—Por supuesto, hijo... —traté de calmarlo—. Estás recuperando las fuerzas poco
a poco. ¿Te gustaría que le escribiera una carta por ti?
No tenía tiempo para actuar como secretario de un moribundo; pero, de alguna
forma, determiné calmarlo.
—Se lo agradecería mucho si lo hiciera, señor. La amo desde que tenía esta.
altura...
Trató de levantar una mano para indicar una estatura liliputiana, descubrió que
no tenía fuerzas para hacerlo y permaneció tendido, jadeando, sobre la almohada.
Su padre era pastor presbiteriano y su madre murió cuando nació ella.
—Cálmese, teniente —1e aconsejé—. Dígame, simplemente, lo que le gustaría
decirle; no pierda el tiempo en biografías.
—Pero tiene que saber esto, porque explica la razón por la que la amo tanto.
Hace mucho tiempo, en 1894, sus padres fueron a África como misioneros, y ella
nació allí. Su puesto se encontraba en el África ecuatorial, en el país de los gorilas.
Un día, mientras su madre se paseaba por el jardín, un gran gorila llegó enfurecido
de la selva. Los cazadores habían matado a su compañera y el animal estaba loco
de dolor y furia. Tomó a la mujer y se la llevó consigo a la selva, pero no le hizo
ningún daño. La encontraron al día siguiente en la guarida que el animal había
construido para su compañera muerta, casi enloquecida de miedo; pero físicamente
en perfectas condiciones. Su hija nació a la semana siguiente, y la madre murió en
el parto.
Hasta donde podía comprenderlo, no había ninguna relación entre la tragedia de
la esposa del misionero y el amor de aquel joven por su hija; pero él pensaba que
existía.
—El padre abandonó la zona de misiones y regresó a Filadelfia —siguió diciendo,
en un susurro—. Vivían en la casa contigua a la nuestra y mamá puede decirse que
la crió. Creo que estaba en nuestra casa tanto como en la suya, y crecimos juntos.
No obstante, tenía algo de curioso, y es que nunca se descalzó conmigo. Cuando
salíamos al campo, aceptaba caminar por los bosques o los campos; pero nunca se
quitó los zapatos ni las medias. Parecía sentirse opacada en lo que se refería a sus
pies; aunque son pequeños, bonitos y. ..
—Será mejor que me expliques lo que quieres decirle, hijo —le dije. No era
necesario ser doctor para comprender que sus bonos estaban en baja—. Si me
dijeras...
—Lo último que me dijo cuando salí hacia el campamento fue: “Te estaré
esperando, Tommy” —siguió diciendo, con dificultad y con voz ronca—. No puedo
dejarla abandonada después de decirme eso, ¿verdad, doctor? Tengo que ponerme
bien, para regresar junto a ella. Lo comprende, ¿no es así?
—Por supuesto —confirmé, asintiendo—. Claro, hijo, lo entiendo perfectamente.
Ahora, si me das su nombre y dirección...
Los signos eran malos. Al entrar yo a la habitación había tenido una temperatura
muy elevada, en aquel momento tenía llenas las cejas de sudor y sus labios tenían
casi el calor del plomo. Tuve que inclinarme para escuchar su respuesta; incluso en
esa forma tuve dificultades para entenderle, ya que su voz era débil y ronca, como
si su garganta estuviera envuelta en algodón.
—Fe... Fedocia Watrous... Seis-Dieciséis Primavera...
Con dolor, las palabras se detuvieron en sus labios, no bruscamente, sino con
una gran debilidad, como una voz oída en la radio cuando se corta gradualmente la
corriente.

10
—¡Fedocia Watrous! —repetí—. Está aquí mismo, en Treves. Haré que venga a
verlo en menos de una hora... ¡Enfermera!
No quedaba tiempo para conversaciones, y oprimí frenéticamente el zumbador.
—¡Enfermera!
—¿Dónde estaba aquella enfermera?, ¿flirteando con los aviadores
convalecientes del fondo del pasillo?
—¡Una hipodérmica con estricnina! ¡Apresúrese¡ —ordené, cuando la joven
acudió, precipitadamente—. Si prestara más atención a sus deberes...
Eso no era justo. Había. estado de servicio desde la noche anterior y sus ojos
estaban rodeados de círculos de color violeta; pero los nervios al desnudo suelen
dar esos malos resultados, y cierto era que teníamos los nervios destrozados.
—Excúseme —murmuré cuando volvió hacia mí su mirada, llena de reproches—.
Olvídese de la hipodérmica, enfermera. Llame al ordenanza para que traiga la
camilla, y que cambien las sábanas en esta cama. Tenemos otra vacante.
—¡Oh! —su sollozo era horrible y duro, como un grito contenido—. ¿Otro más?
—Otro —le dije, al tiempo que cubría con la sábana el rostro del pobre muchacho
muerto.
La familiaridad no necesariamente proporciona alegría, al menos no con la
muerte.
Fue en ese estado de cansancio corporal que produce una sensación
curiosamente engañosa de claridad mental, como descendí por el pasillo, desde B-
19. Nueve años podían producir muchos cambios; sin embargo, a fin de cuentas,
podía reconocer al teniente Thomas Ten Eyck con tanta seguridad como si lo
hubiera conocido desde siempre. Al mirar por la lúgubre ventana al patio poco
alentador, donde el viento de febrero se llevaba cansadamente los copos de nieve,
entre las baldosas rojas, me pareció poder ver con mayor claridad, a través de los
años y el océano, una tarde llena del sol de verano en Fairmount Park, donde un
joven y una muchacha se entretenían cerca de las jaulas de los simios, mientras
que el muchacho le decía a su acompañante: “Apuesto a que tú no podrías
hacerlo”, al ver a uno de los simios que se llevaba a la boca unos alimentos con la
ayuda de los pies en forma de manos.
La muchacha estuvo a punto de desmayarse a causa de aquel comentario no
demasiado inteligente. ¿Por qué? ¿Debido al recuerdo de la odisea de su madre?
Era difícil que así fuera. No había demostrado temer a los simios. El verlos no había
provocado ninguna fobia. No fue sino cuando el joven llamó su atención al modo en
que los simios se alimentaban y comentó que no creía que ella pudiera hacer lo
mismo, cuando se desmayó. ¿Por qué? La pregunta aparecía ante mí
insistentemente; pero no encontraba ninguna respuesta apropiada.
La vida era muy curiosa, reflexioné. Probablemente los vi sólo durante tres
minutos en aquel día, hacia ya nueve años. Luego, nuestras vidas habían vuelto a
cruzarse en Alemania. Ella se encontraba en aquellos momentos en alguna parte de
la ciudad, sin conocer su presencia, mientras que él permanecía tendido en aquella
cama de hospital, con una sábana que le cubría el rostro, por encima de todas las
esperanzas y las derrotas, liberado del destino, antes de que se iniciara
verdaderamente su virilidad.

—¡Carmichael, por el amor del cielo, dame un trago!


Weinberg se precipitó al interior de mi habitación, con copos de la nieve de
febrero adheridos a sus solapas de piel, y con una expresión cansada y casi
hechizada en su rostro.
—Con muchísimo, gusto —repliqué, mientras servía los vasos con coñac y agua
mineral—. Estaba deseando que viniera alguien para no tener que beber solo.
Se sirvió aproximadamente tres dedos de coñac seco en el vaso y lo vació casi
de un solo trago. Su mano temblaba al llevarse la bebida a los labios; pero al cabo
de un instante permaneció tranquilo, lo cual, para quien conozca lo que es beber y
a los que beben, es un mal signo.

11
—Tómalo con calma, amigo —le dije, al ver que servía una segunda dosis,
todavía más fuerte que la primera—. Ya sabes que me gusta que vengas a beber, y
no es por la bebida, pero...
Detuve mi protesta y le miré a los ojos.
No había rastros del joven médico audaz, brillante e inteligente, cuya calma y
seguridad, así como su control, alababan todos cuantos lo conocían, como
ortopedista. En lugar de ello, su actitud era grave, con lo que Carlyle llamó, en
cierta ocasión, “la sinceridad terrible y mortal de los hebreos”.
—Volví a verlo esta noche me dijo, y a pesar del calor que le comunicaba el
coñac, se estremeció.
—¿Qué fue lo que viste?
—¿Recuerdas las marcas lívidas en el cuello del tipo aquel..., el que encontramos
muerto en el tren, cuando veníamos de París?
—¿El que dijiste que parecía que lo había estrangulado un simio?
Asintió, tomando un buen sorbo de coñac.
—Ven a verlo.
—¿Dónde?
—En el depósito de cadáveres. Acabo de salir de guardia y me estaba lavando en
el sótano, cuando el joven Himiston, ya lo conoces, de la generación 16 de Cornell,
que vino con el último grupo de conscriptos, me llamó junto a una de las camillas,
cerca de la entrada de la sala de autopsias. “¿Ha visto alguna vez algo parecido,
capitán?”, me dijo, retirando la sábana que cubría al cadáver. “Nadie puede dar
ninguna razón al respecto; lo encontraron en el pasillo, fuera de N-18, el
departamento de mujeres, tan muerto como un arenque, con la cabeza vuelta casi
completamente hacia atrás..., del mismo modo que si alguien le hubiera dado
vuelta a su cuello, como si se tratara de un pollo.”
“Allí estaba, de modo que debes ayudarme, Carmichael. Era, punto por punto y
línea por línea, la misma magulladura que la que tenía el cadáver del tren de París
y la que vi antes de eso en el depósito de cadáveres del hospital Bellevue.”
—¿Cuál es el relato? —le pregunté, al tiempo que tomaba la botella de coñac.
En cierto modo, yo también comenzaba a sentir escalofríos, a pesar del fuerte
calor que despedía la estufa de porcelana.
—Aquí está... —abrió los dedos como un abanico y verificó la colocación—. En N-
18 hay varias enfermeras afectadas por la influenza, al menos cinco o seis de
ellas...; en una sala semiprivada que en la actualidad es completamente privada, ya
que las demás ocupantes murieron esta tarde, justo al lado, se encuentra la
señorita Watrous. Al fondo del pasillo, en M-40, se encuentra Amberson,
paralizado, con un hueso roto en el cuello, y junto a él, en el 41, se encuentra
apKern con la influenza. ¿Te das cuenta de algo?
—Tres de las cinco personas que estábamos en el compartimiento la noche en
que murió el espía alemán, nos encontrábamos a unos treinta metros de distancia
del lugar en que murió, probablemente, el hombre de que hablas, y..., también de
manera probable, en la misma forma.
—Así es. Tienes toda la razón. El tipo era un polaco de Pensilvania, minero o algo
parecido; grande como un caballo y tan fuerte como un buey. Convaleciente de
influenza, se puso medio loco por el whisky que alguien introdujo en las salas del
primer piso. Estaba furioso, como un perro con hidrofobia, y tenía, por lo visto,
ideas asesinas. Durmió de un golpe a un enfermero y fue a pasearse por el
hospital.
“Mientras lo buscaban en el piso bajo, estaba recorriendo de arriba abajo los
pasillos del segundo piso, entrando a las habitaciones y las salas y asustando de
manera insensata a todos los pacientes. Finalmente, llegó a la sala de las
enfermeras.”
—¿Y qué pasó... ? —inquirí, cuando guardó silencio.
—Ahí pasó todo —respondió, al fin—. Entró dando gruñidos a la sala, se acercó a
la primera cama, retiró las sábanas y se acostó en ella. Cuando la paciente que la
ocupaba trató de alejarse, la agarró.

12
“No —respondió a la pregunta no formulada, pero que se reflejaba en mis ojos—,
es posible que hubiera pensado en eso más tarde; pero, en ese momento, tenía
intenciones asesinas y destructoras. La tomó por el cabello con una mano y apretó
su garganta con la otra, y estaba a punto de romperle el cuello cuando algo, presta
atención a esto, ya que todas las testigos están de acuerdo en lo que voy a decirte,
algo entró desde el pasillo, lo sujetó por el cuello y se lo llevó en vilo de la sala.”
—¿Algo? ¿Qué era? —inquirí con interés.
—Eso es precisamente lo que nadie sabe. La única luz en N-18 era la de una
vela. No había focos eléctricos en la sala, ya que era antiguamente un almacén y
nunca se puso la instalación eléctrica. Cuando el gran polaco retiró las sábanas de
la cama en cuestión; apagó la vela de un soplo, de modo que la única iluminación
que quedaba era la que entraba por la ventana, procedente del patio. Las
muchachas eran todas demasiado débiles para oponerse al energúmeno; pero no
estaban demasiado debilitadas para gritar, y estaban dando gritos como locas
cuando ese algo entró a la sala.
“¿No puedes esperar a que termine? —me preguntó con irritación, al ver que me
disponía a hacerle otra pregunta—. Te estoy explicando todo lo que sé a ese
respecto. Cuando hablo de «algo», trato de ser tan específico como me es posible.
Algo, y no hay dos testigos que estén de acuerdo en lo que era, entró
apresuradamente desde el pasillo y agarro al borracho alborotador por el cuello, se
lo llevó y lo mató, del mismo modo que como lo hizo algo que no conocemos con el
agente alemán en el rápido de París.”
“Algunas de las enfermeras dicen que parecía ser un gran simio blanco, otras
piensan que era una araña mayor que un hombre; pero todas concuerdan en que
manejó al tipo de un metro noventa de estatura como si se tratara de un recién
nacido.”
“Ahora bien... —me dio unas palmadas en la rodilla, para darle fuerza a lo que
iba a decir—, no estoy diciendo que haya necesariamente una relación con el hecho
de que estuviéramos cerca todos los que viajábamos en aquella ocasión en el tren
procedentes de París, al menos a una corta distancia de N-18; pero sí te aseguro
que es suficiente para hacernos reflexionar seriamente.
—Me temo que estás yendo demasiado lejos, Alvin —le dije—. Amberson está
acostado con una clavícula rota. Eso lo excluye. Un hombre, en esas condiciones, ni
siquiera puede lavarse la cara, y mucho menos despedazar a otro hombre; apKern
es un tipo robusto, pero no lo bastante como para romperle el cuello a un minero
de Pensilvania. En cuanto a la señorita Watrous..., pobre muchacha, recibió un
golpe muy duro cuando le di la noticia sobre su amigo.
—¿Su amigo? ¿Quién?
—El joven Tom Ten Eyck. No sabía que la habían internado también a ella en el
hospital este mismo día. Deben haberla registrado antes de que su amigo muriera.
—¿Quién, en nombre de julio César, era el tal Tom Ten Eyck?
Le expliqué quién era el tipo y cómo había muerto y, a continuación, la forma en
que lo conocí, años antes, junto con Fedocia, en Fairmount Park
—Curioso, ¿verdad? —concluí.
—No mucho —respondió sombríamente—. Quizá la medicina nos ha hecho
asumir con demasiada seguridad, durante los últimos años, lo que puede o no
acontecer.
—¿Qué quieres decir?
Se encogió de hombros, pensativo, y me tendió la mano.
—Gracias por el trago, Pat. Si te dijera lo que estoy pensando, pensarías
seguramente que estoy loco como una cabra. Hasta es posible que lo esté. ¡Buenas
noches!

Por alguna extraña razón, se desató en nuestro Ejército de Ocupación una


epidemia de desórdenes intestinales, y la incidencia de apendicitis aumentó
considerablemente. Había llevado a cabo tres apendicetomías aquella tarde, dos

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casos habían alcanzado la etapa paraapendicítica y estaba muy deprimido,
desesperado y agotado de cansancio para cuando la penumbra fría y grisácea
desapareció, para dejar paso a la noche oscura y más fría. El patio estaba lleno de
barro y agua, restos de la disolución de la nieve y una brisa nebulosa, medio llena
de nieve y agua, azotaba mis mejillas. Todo estaba frío y húmedo mientras me
paseaba a grandes zancadas, aspirando grandes bocanadas de aire, que me llenaba
los pulmones. Me parecía que nunca podría eliminar de mis fosas nasales y mi
garganta el olor y el sabor desagradable del éter.
—Mala noche, señor, ¿no le parece? —me preguntó el centinela, cuando me
detuve para dar vuelta a la derecha, al llegar al extremo del rectángulo del patio—.
Me hace recordar los muelles cercanos al puente de Brooklyn. ¿Recuerda cómo
asciende la niebla desde la bahía, cuando cambia el viento?... ¡Santo cielo, señor!
¿Qué es eso?
Estaba mirando a la alta pared de ladrillos que resaltaba contra el cielo oscuro e
incierto, a uno de los lados del patio, oscura y siniestra como el muro de algún
antiguo castillo visitado por los fantasmas. El rostro del soldado era una máscara
rígida y dura del más profundo terror. Su mirada era fija, intensa, y parecía que la
esencia misma de su alma salía por sus ojos, mientras observaba.
—Mater purissima, refugium pecatorum... —lo oí murmurar, entre sus dientes
que castañeteaban, repitiendo las plegarias semiolvidadas que había aprendido en
la escuela de la parroquia—. Mater salvatoris.
Mis ojos se detuvieron en el objeto que atraía su aterrada mirada, y sentí que un
nudo se formaba en mi garganta, mientras que algo terrible y extraordinariamente
frío parecía atenazarme el vientre.
Contra la negrura de la pared cubierta de niebla, resaltaba una figura (una forma
humana) que se desplazaba, no asiéndose con dificultad y lentitud a las asperezas
del muro y a las irregularidades creadas por el tiempo y la acción del clima, sino
que avanzaba casi sin esfuerzo aparente, con la cabeza hacia abajo, ¡como un
lagarto monstruoso!
—¡Santo cielo, no puede ser...! —comencé a decir.
Pero mi voz quedó ahogada por un grito agudo e histérico del centinela.
—Voy a matarlo, capitán; fantasma o demonio, voy a darle...
—¡No dispares! ¡No dispares! —oí que gritaba frenéticamente Weinberg, al
tiempo que se precipitaba hacia el patio donde nos encontrábamos—. ¡No disparen!
¡Les digo que es...!
El repiqueteo de la pistola automática del centinela restalló, acallando su
frenética advertencia. Era un arma tomada a los alemanes, una Luger de diez
disparos, asignada a los hombres del Departamento Médico, como armamento para
las patrullas. Funcionaba como una ametralladora en miniatura y cuando se
sujetaba el gatillo oprimido, se vaciaba todo el cargador, disparándose todas las
balas en una sola ráfaga. No sé si se trataba de un magnífico tirador, si el miedo le
prestó seguridad a su mano o si fue una cuestión de casualidad; pero es el caso
que todos sus disparos parecieron causar un efecto; vi que la cosa parecida a un
lagarto se detenía en su descenso, permanecía colgada un instante, como si asiera
los ladrillos duros, húmedos y resbaladizos con una fuerza espasmódica; luego,
repentinamente, se paralizó, cayó a la plataforma que se encontraba sobre el
tejado lateral, de tejas, que rodeaba al patio, se estremeció unos momentos y
permaneció inmóvil, tendida.
—¡Imbécil! ¡Maldito idiota supersticioso! —le gritó con fuerza Weinberg al
centinela—. Haré que te presentes por esto ante una corte marcial... ¡Oh, diablos!
¿Para qué serviría?
Derramaba lágrimas, al tiempo que atravesaba a toda velocidad el rectángulo del
patio, seguido inmediatamente por mí. Las lágrimas le corrían por las mejillas,
mezclándose con la cellisca que se descargaba sobre su rostro.
—Ayúdame con ella, Pat me rogó, mientras se dejaba caer de rodillas junto al
cuerpo tendido—. Ayúdame a llevarla adentro. Quizá no sea aún demasiado tarde...

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Me incliné a ayudarlo y, luego, muy a mi pesar, retrocedí. Vestida con unos
pijamas de franela, empapada en sangre que fluía al menos de diez heridas, y
evidentemente muerta, Fedocia Watrous estaba tendida, cómo cadáver destrozado,
magullado y lleno de balas, en la nieve medio derretida, frente a nosotros.

El licor que nos dio el farmacólogo, a petición de Weinberg, no tenía nada de


agradable; pero era “Whisky, U.S.P.” (Whisky de la Farmacopea de los Estados
Unidos), lo cual significaba que tenía cien grados proof —o sea, cincuenta grados de
alcohol— y que era precisamente lo que necesitábamos en esos momentos.
—Eso era lo que me estaba temiendo —me dijo mi compañero, al tiempo que se
acababa de un trago su segunda dosis de la poción—. Estuvo delirando durante
todo el día y pedí que permaneciera con ella una enfermera en todo momento.
Supongo que la muchacha la habrá dejado para ir a buscar su bandeja con la cena
o algo parecido, y esto es lo que ha ocurrido.
En cuanto se vio sin vigilancia, se dirigió hacia la ventana...
—¿Qué diablos es lo que estás tratando de decirme, Alvin? —lo interrumpí—.
¿Qué tiene que ver con todo esto el hecho de que Fedocia estuviera delirando...?
—Excúsame —me dijo—, no te he dicho qué era lo que sospechaba. ¿Recuerdas
que la otra noche, en tu habitación, te dije que las teorías médicas y las opiniones
científicas debían ser revisadas?
—Sí, pero...
—Olvídate de los peros, amigo mío. Desde que encontramos al agente alemán
estrangulado en el vagón, me he estado haciendo preguntas respecto a sus marcas
en la garganta. Todas las pruebas indicaban que un gran simio lo había
estrangulado; pero eso era algo evidentemente imposible. Noté que Fedocia tenía
sueltos un zapato y la polaina correspondiente, pero eso no podía tener ninguna
relación con el caso..., supuse entonces. Luego, anoche, me dijiste lo que Ten Eyck
te había dicho antes de morir..., la madre de Fedocia fue aterrorizada por un gorila,
hasta enloquecer, muy poco antes de que diera a luz a su hija. Fedocia no le
enseñó nunca los pies a nadie y parecía muy sensible a ese respecto. La viste a
punto de desmayarse cuando el joven Ten Eyck bromeó con respecto a su
capacidad para llevarse los alimentos a la boca con sus pies. ¿Recuerdas?
—Sí, por supuesto; pero...
—Agárrate bien, amigo. Déjame acabar. Casi todos hemos oído hablar, y la
mayoría de los legos en la materia las creen, de historias relativas a la influencia
prenatal: o sea, que si una madre es asustada por un animal, la criatura que nazca
tiene probabilidades de estar marcada con alguna de las características de la bestia.
Por ejemplo, una futura madre, aterrorizada por un perro rabioso, puede dar a luz a
un niño con cara de perro; o bien, una mujer encinta, perseguida por un toro,
puede dar a luz a una criatura que tenga vestigios de cuernos en la cabeza...
—¿A dónde quieres ir a parar? —le pregunté—. Esos cuentos de viejas sobre las
influencias prenatales han sido desacreditados desde hace más de un siglo.
Davenport, en su obra Heredity in Relation to Eugenics, expone claramente que...
—Naturalmente —me interrumpió, en tono sarcástico—. Y puedes encontrar a
mucha gente que está convencida de que Bacon escribió las obras de Shakespeare,
y otras tantas personas que creen que Bacon puso un huevo; pero déjame decirte
algo, Pat Carmichael.
“Fedocia Watrous mató al agente alemán y nos salvó a todos de morir
asfixiados. Debió despertarse cuando el tipo sacó su cilindro de gas y vio lo que se
disponía a hacer..., ¿recuerdas que me dijiste que sus ojos parecían brillar en la
oscuridad? Es probable que tuviera mayor capacidad que nosotros para ver en la
penumbra, como pueden hacerlo muchos animales. Entonces, se quitó el zapato y
la polaina y mató al tipo con un simple apretón de los dedos de su pie; pero el gas
la afectó antes de que pudiera terminar de calzarse, de modo que...”
—¡Al, estás borracho o loco! ¡Quizá ambas cosas! —lo interrumpí—. ¿Cómo es
posible que la muchacha pudiera estrangular a un hombre con su pie? Supongo

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que, a continuación, vas a decirme que mató al minero polaco enloquecido,
salvando a las enfermeras...
—Por supuesto que lo hizo —afirmó, interrumpiéndome con furia—. Ven aquí...
Tomándome por la manga de la bata blanca me arrastró casi escaleras arriba, y
por el escasamente iluminado pasillo hasta la habitación en la que habían
depositado el cadáver de la joven.
Parecía tan llena de paz y tan adorable, tendida entre las sábanas blancas de
catre, que le cubrían hasta la garganta, que, a pesar de que la había visto morir,
tuve que asegurarme de que no veía sus senos elevarse y descender siguiendo el
ritmo de su respiración.
La lluvia había dejado de caer poco antes y, a través de la ventana, se filtraban
los primeros rayos del sol de la mañana. Pero tanto para Fedocia como para el
muchacho que la había amado desde la infancia, la noche había caído
definitivamente.
—Mira esto, Pat —me pidió Weinberg—; Mira y dime si esos cuentos antiguos de
viejas están verdaderamente desacreditados por completo.
Retiró las sábanas, casi con veneración, del pie del catre.
Sus preciosas piernas estaban formadas como las más hermosas que hayan sido
esculpidas por los maestros de la antigua Grecia, sus tobillos estaban tan bien
delineados y formados como los de un caballo de carreras de pura sangre; pero sus
pies...
—¡Santo cielo! —exclamé, con voz sorda.
Eran como manos; como manos sumamente poderosas, casi carentes de
palmas; pero con dedos de longitud y grosor desacostumbrados. Los pulgares eran
simplemente vestigios, y sobre todo ello se extendía una piel, del color del cuero,
tan dura, áspera y callosa, como la piel que cubre las plantas de los pies de un
gorila.

Fin

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