Habermas - Derechos Humanos y Soberania Popular
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esas leyes pueden ser consideradas legítimas, y sus destinatarios pueden colec-
tivamente considerarse sus autores. Así y todo, estos dos autores, creadores
de la moderna idea de autonomía, no lograron entrelazar ambos conceptos
de manera absolutamente simétrica. En conjimto, Kant sugiere una lectura
más liberal de la autonomía política, y Rousseau una lectura más republicana.
Dejo a un lado lafilosofíajurídica kantiana para centrarme en el Contrato
Social rousseauniano. Mientras que K^ant introduce en primer lugar irnos
derechos naturales, que deriva de una moral natural, derechos que informarán
la voluntad política del legislador soberano, Rousseau parte desde el principio
de la constitución de la autonomía cívica y establece una conexión interna
entre soberanía popular y derechos humanos. El argumento básico es sen-
cillamente el siguiente: dado que la voluntad soberana del pueblo puede expre-
sarse solamente a través del lenguaje de leyes universales y abstractas, dicha
voluntad ha inscrito en éste el derecho a iguales libertadades que Kant concibió
como un derecho humano morabnente fundamentado y, que por lo tanto,
situó por delante de la formación de la voluntad política. En consecuencia,
para Rousseau el ejercicio de la autonomía política no puede permanecer
condicionado por la existencia de derechos innatos. Por el contrario, el con-
tenido normativo de la idea de derechos hiunanos se concretará más bien
en el propio modo de realización de la soberanía popular. La voluntad común
de los ciudadanos está ligada, mediante leyes universales y abstractas, a un
procedimiento legislativo democrático, que por sí mismo excluye todos los
intereses no generaüzables y admite tan sólo regulaciones que garanticen
libertades iguales para todos y cada uno de los ciudadanos. De acuerdo con
este planteamiento, el ejercicio procedimentalmente correcto de la soberanía
popular asegura simultáneamente el principio liberal de igualdad ante la ley
(que garantiza a todo el mundo libertades iguales sobre la base de leyes
generales).
Pero Rousseau no lleva hasta sus últimas consecuencias este plantea-
miento. Tiene una deuda con la tradición republicana mayor que Kant. Con-
cede a la idea de autonormación una interpretación más ética que moral,
entendiendo la autonomía como la realización de la forma de vida cons-
cientemente asumida de un pueblo determinado. Como es bien sabido, Rous-
seau imagina la constitución de la soberanía popular a través del contrato
social como un tipo de acto existencial de inicial socialización, a través del
cual individuos aislados y autointeresados se transforman en ciudadanos orien-
tados hacia el bien común de una comunidad ética; se funden, en tanto
que miembros de un cuerpo colectivo, en el macrosujeto de la praxis legislativa,
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en el autor de leyes que ha roto con los intereses privados de los particulares,
los cuales, en tanto que destinatarios de las mismas, están simplemente some-
tidos a ellas. Rousseau asume las fuertes demandas éticas de una comimidad
más o menos homogénea y constituida por tradiciones culturales comunes.
La única alternativa sería la coerción ejercida por agencias estatales.
Sin embargo, si la práctica de la autonormación ha de nutrirse del
sustrato ético de una comunidad que acepta avanzar en sus orientaciones
axiológicas, entonces Rousseau no puede explicar cómo se pueden conciliar
la obligada orientación ética de los ciudadanos hacia el bien común con
los diferentes y parcialmente contradictorios intereses de particulares y actores
colectivos. No puede explicar cómo esa voluntad común normativamente
construida puede, sin coerción, ser alcanzada mediante la libre elección de
los individuos. Ello requeriria adoptar im punto de vista genuinamente moral
que nos permitiera ver más allá de lo que es bueno para nosotros y examinar
qué es lo que descansa igualmente en el interés de cada uno. En definitiva,
la versión ética del concepto de soberanía popular debe abandonar la dimensión
universal del principio de lo correcto, asi como la necesidad de admitir procesos
de negociación regulados imparciabnente.
La dimensión normativa de los derechos humanos no puede ser cabal-
mente captada simplemente mediante el lenguaje de leyes generales y abs-
tractas, como Rousseau asumió (incluso si dejamos de lado el hecho de
que el Estado regulador no puede formular sus políticas exclusivamente en
términos de programas condicionales, es decir, las leyes materiales no encajan
en el modelo de leyes generales y abstractas). Rousseau correctamente entendió
que la igualdad en el contenido de la ley —que permite una igual protección
y garantiza que casos iguales son tratados igualmente— constituye un elemento
central de la pretensión de legitimidad del Derecho moderno; sin embargo,
este tipo de igualdad no puede ser satisfactoriamente explicado, en contra
de lo que Rousseau creyó, por las propiedades semánticas de leyes generales.
La forma semántica de los preceptos universales no dice nada acerca de
su legitimidad. Más bien, la pretensión de que una norma descanse igualmente
en el interés de todos significa que es aceptable racionalmente —todos los
posibles afectados por ella deberian poder contar con buenas razones para
aceptarla. Pero esto podría ser probado sólo bajo las condiciones pragmáticas
del discurso en las que lo único que cuenta es la fixerza convincente del
mejor argumento sobre la base de informaciones relevantes. Rousseau parece
concretar el contenido normativo del principio de lo correcto en las pro-
piedades semánticas de lo que es querído, un contenido que de hecho sólo
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