El Peso
El Peso
El Peso
esposa del brillante abogado Stern se suicida sin razón aparente. El fiscal general
ordena una seria investigación en la empresa del cuñado de Stern. ¿Qué sombríos
nexos existen entre ambos hechos? ¿A qué terribles peligros se enfrenta Stern en su
difícil investigación?…
Esta nueva novela de Turow se inicia con una dramática circunstancia: Stern,
prestigioso abogado de una ciudad del Medio Oeste, llega a su casa tras un viaje de
negocios a Chicago y descubre horrorizado que su esposa Clara se ha suicidado sin
motivo aparente. A partir de aquí, Stern tiene que hacer uso de todas sus habilidades y
su tenacidad para desentrañar el trágico enigma y las complicaciones que se derivan
del mismo. ¿Por qué Clara antes de suicidarse retiró una abultada suma de su cuenta
personal y dónde está el dinero? ¿Por qué se hizo un chequeo y por qué su médico lo
ocultó?
Al mismo tiempo, Stern se ve enfrentado a un delicado caso jurídico: el fiscal general
ha ordenado una investigación a fondo en la empresa de Dixon Hartnell, cuñado de
Stern. Ambos hechos, en principio ajenos entre sí, quizá estén estrechamente
relacionados y el brillante abogado, sin saberlo, esté precipitándose en un laberinto de
actividades inconfesables…
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Scott Turow
El peso de la prueba
ePub r1.1
Titivillus 16.09.2019
ebookelo.com - Página 3
Título original: The Burden of Proof
Scott Turow, 1990
Traducción: Carlos Gardini
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
El peso de la prueba
PRIMERA PARTE
1
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3
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SEGUNDA PARTE
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20
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TERCERA PARTE
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Sobre el autor
Notas
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A Annette
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[Nuestras] decisiones han respetado el ámbito privado de la vida
familiar, en el cual no puede intervenir el estado.
SIGMUND FREUD,
Psicopatología de la vida cotidiana
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PRIMERA PARTE
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1
Había estado casado treinta y un años, y en la primavera siguiente, con gran
resolución y cierta dosis de esperanza, se casaría de nuevo. Pero aquella tarde de
fines de marzo Alejandro Stern regresó a casa y, sin soltar el maletín ni el bolso,
llamó distraídamente a su esposa Clara desde la puerta. Era un hombre de cincuenta y
seis años, corpulento y calvo, no especialmente atractivo, y lo abrumaba una intensa
preocupación.
Había pasado dos días en Chicago —esa ciudad de almas toscas— por encargo de
su cliente más difícil. Dixon Hartnell era desconsiderado y egoísta, y rara vez seguía
el consejo de su abogado; para colmo, representarlo implicaba una obligación
permanente. Dixon era el cuñado de Stern. Estaba casado con Silvia, el único pariente
cercano vivo que le quedaba a éste, y objeto constante de su afecto. Pero los
sentimientos de Dixon no eran tan puros. En sus primeros tiempos como abogado,
cuando tenía que buscar clientes en los pasillos de los tribunales, Stern había pagado
el alquiler satisfaciendo las imprevisibles necesidades de Dixon. Ahora era uno de
esos deberes imponderables, oscuramente arraigados en el duro suelo de lo que Stern
consideraba su obligación filial y profesional.
También era un trabajo permanente. Para Dixon, propietario de un vasto imperio
financiero, una casa de corretaje que en su juventud había bautizado Maison Dixon, y
una serie de sucursales, todas llamadas MD esto y lo otro, los problemas eran una
rutina. Funcionarios, agentes federales, el Servicio Fiscal Interno, todos habían
acuciado a Dixon durante años. Stern siempre lo sacaba del atolladero.
Pero este asunto era más delicado. Un gran jurado federal del condado de Kindle
había enviado citaciones a importantes clientes de MD. Los rumores acerca de estas
citaciones, entregadas por los hoscos sicarios del FBI, habían llegado a MD hacía una
semana, y Stern, cuando concluyó su juicio más reciente, había volado de inmediato a
Chicago para reunirse con los abogados que representaban a dos de estos clientes y
para inspeccionar los testimonios que requería el gobierno. Los abogados declararon
que la fiscal a quien habían asignado el asunto, una joven llamada Klonsky, había
exonerado a los clientes pero rehusaba revelar quién estaba bajo sospecha. Para un
experto todo esto tenía mal aspecto. Las citaciones reflejaban una actitud
deliberadamente sigilosa. Los investigadores sabían qué buscaban y parecían acechar
a Dixon, a sus compañías o a alguien que estuviera cerca de él.
Stern, fatigado por el viaje, estaba de pie en el vestíbulo de pizarra del hogar que
había compartido con Clara durante casi dos décadas. Sin embargo, algo le llamó de
pronto la atención. Él lo atribuyó al silencio. No el goteo de un grifo, ni el murmullo
de una radio, ni el ruido de un aparato doméstico. Era un hombre solitario que amaba
la tranquilidad, pero ese silencio no sugería reposo ni descanso. Dejó los bártulos
sobre las baldosas negras y caminó inquieto por el vestíbulo.
—Clara —llamó de nuevo.
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La encontró en el garaje. Al abrir la puerta percibió el hedor a putrefacción, un
olor penetrante y agrio que lo aturdió como un puñetazo. El coche, un Seville negro
último modelo, estaba dentro; la portezuela del conductor se hallaba abierta. La
lámpara blanca del interior del coche estaba encendida e iluminaba a Clara con su
tenue luz. Desde la puerta Stern vio la pierna extendida hacia el suelo de cemento y el
dobladillo de un vestido estampado. Por el brillo supo que ella llevaba medias.
Avanzó despacio. El calor y la pestilencia resultaban sofocantes y el miedo lo
debilitó en la oscuridad. En cuanto la vio por la portezuela abierta, se detuvo. Clara
estaba reclinada en el cuero color camello del asiento delantero. La tez mostraba un
fulgor antinatural, de melocotón, y Clara tenía los ojos cerrados, como si se hubiera
propuesto presentarse pulcra y serena. La mano izquierda, impecablemente
manicurada, permanecía apoyada ceremoniosamente sobre el abdomen y la carne se
había hinchado un poco debajo de las sortijas. No se había llevado nada consigo, ni
chaqueta, ni cartera. No había resbalado del todo hacia atrás; extendía el otro brazo
hacia el volante, mientras que la cabeza, apoyada en el respaldo, formaba con éste un
ángulo nada natural; tenía la boca abierta, la lengua fuera y la cara inmóvil.
En el blanco fregadero contiguo al garaje, Stern vomitó en una pila de porcelana y
limpió todos los rastros antes de marcar el 911 y llamar a su hijo.
—Ven en seguida —le dijo a Peter—. En seguida.
Como solía pasarle cuando estaba nervioso, percibió en su voz un ligero acento
español; el acento estaba siempre allí: un defecto permanente, pensó, como una
cojera.
—Algo le pasa a mamá —repuso Peter. Stern no había dicho nada, pero su hijo
tenía una gran intuición para estas cosas—. ¿Qué pasó en Chicago?
Stern respondió que Clara no lo había acompañado y Peter, fiel a su naturaleza,
empezó a protestar.
—¿Cómo que no estaba contigo? Hablé con ella la mañana en que te ibas.
Stern sintió un arrebato de autocompasión. Estaba perdido, irremediablemente
confundido en sus emociones. Horas después, hacia la mañana, sentado a solas bajo
una bombilla, sorbiendo jerez mientras revivía cada momento de ese día,
comprendería la plena significación de la observación de Peter. Pero no en ese
instante. Sólo sintió, como de costumbre, una profunda impaciencia con su hijo, una
fuerza volcánica reprimida, mientras que en otra parte de su corazón interpretaba las
primeras claves de lo que Peter había dicho y un vertiginoso abismo de
arrepentimiento comenzaba a abrirse.
—Ven en seguida, Peter. No sé exactamente qué ha ocurrido; creo que tu madre
ha muerto.
Su hijo, un hombre de treinta años, emitió un sonido agudo, un grito de
desesperación.
—¿Crees?
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—Por favor, Peter, te necesito. Este momento es terrible. Ven. Luego podrás
preguntar.
—Por amor de Dios, ¿qué diablos está pasando? ¿Qué demonios es esto? ¿Dónde
estás?
—En casa, Peter. No puedo responderte ahora. Por favor, haz lo que te pido. No
puedo enfrentarme a esto solo.
Colgó de golpe. Le temblaban las manos y se apoyó una vez más en el fregadero.
Un instante antes se sentía más dueño de sí mismo, pero ahora lo sofocaba el dolor.
Supuso que estaba a punto de desmayarse. Se quitó la corbata y la chaqueta. Regresó
a la puerta del garaje, pero no fue capaz de abrirla. Tenía la impresión de que si
aguardaba un instante comprendería.
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—A mí no me parece un accidente —opinó al fin el policía—. No se sabrá con
seguridad hasta que hagamos la autopsia. Tal vez sufrió un ataque cardíaco cuando
hizo girar la llave. O tal vez es uno de esos misterios. Enciende el motor y está
pensando en otra cosa, arreglándose el pelo y el maquillaje. A veces no se sabe. No
ha encontrado ninguna nota, ¿verdad?
Una nota. Stern había esperado a las autoridades en ese pasillo, manteniendo su
atontada guardia junto a la puerta. Al pensar en una nota, una comunicación, lo asaltó
una esperanza irracional.
—Mejor que no entre allí —le aconsejó el policía, señalando hacia atrás.
Stern asintió dócilmente, pero terminó por dar un paso adelante.
—Una vez más —dijo.
El policía esperó un segundo antes de abrir la puerta.
Lo llamaban Sandy, un nombre que había adoptado poco después de llegar junto
con su madre y su hermana a Estados Unidos en 1947. Habían abandonado Argentina
perseguidos por un sinfín de calamidades: la muerte del hermano mayor de Stern y
luego del padre, el ascenso de Perón. Su madre había insistido en que usara ese
apodo, pero él nunca se había sentido cómodo con él. Era un nombre cómico que no
le quedaba bien, como una prenda ajena, que delataba ese afán de aceptación que él
se empeñaba en ocultar y que en realidad había sido tal vez su pasión más
incorregible.
Ser norteamericano. Había crecido allí en la década de los cincuenta y esa palabra
siempre le susurraría ciertas obligaciones. Nunca había comprado un coche
extranjero, había abandonado el idioma español años atrás. De vez en cuando se
sorprendía diciendo unas palabras, una expresión favorita, pero había llegado allí
dispuesto a dominar el inglés de Estados Unidos. En casa de sus padres no había un
solo idioma: su madre les hablaba en yiddish, los niños se hablaban en español, el
padre hablaba consigo mismo en un pomposo alemán que al pequeño Stern le sonaba
como una máquina chirriante. En un país de tradiciones anglófilas como Argentina,
Stern había aprendido el inglés propio de un estudiante de Eton. Pero aquí las
expresiones cotidianas le tintineaban en la mente como monedas, el dinero de los
verdaderos norteamericanos. Desde el principio, le resultaba difícil usarlas. El orgullo
y la vergüenza, el fuego y el hielo, siempre lo carcomían, no soportaba las burlas que
parecían acompañar cada desliz con acento extranjero. Pero en sueños hablaba un
rico argot estadounidense, sabroso como el de un músico de jazz.
Por otra parte, nunca había asimilado el optimismo norteamericano. No podía
olvidar las sombrías lecciones de la experiencia extranjera, de la vida de sus padres:
inmigrantes, exiliados, almas que huían de los déspotas sin conseguir el reposo.
Tomaba ciertos tópicos como artículos de fe: las cosas a menudo salían mal. Sentado
en un mullido sillón del salón, entre las vasijas raiku y los tapices chinos de Clara,
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parte de él aceptó esto como la realización de un hechizo maligno. Había pensado en
varias tareas que de algún modo resultaban imperativas, pero por el momento no
tenía fuerzas para moverse; sentía el cuerpo aturdido por el shock y el corazón le
palpitaba con esfuerzo.
Peter llegó poco después de la ambulancia. Los enfermeros ya habían llevado la
camilla de sábanas blancas al garaje para trasladar el cadáver. Nervioso, irrumpió en
la casa sin prestar atención a los policías apostados en la puerta. Stern se preguntó por
qué siempre se asombraba de la histeria de su hijo, por ese aire de pánico
incontrolable propio de un hipertiroideo. Peter era un joven pulcro y delgado peinado
a la moda. Llevaba una amplia camisa francesa con anchas rayas color turquesa y
unos pantalones verde oliva, de un estilo jamás usado en ningún ejército, que
formaban bolsas debajo de las rodillas. Stern no pudo reprimir el malestar que lo
invadió de pronto. Era sorprendente que ese hombre de aire desconsolado se hubiera
tomado tiempo para vestirse.
Stern se levantó y le salió al encuentro en el pasillo que iba del vestíbulo a la
cocina.
—No puedo creerlo. —Peter, al igual que Stern, no sabía cómo reaccionar.
Avanzó un paso hacia el padre, pero ninguno de los dos tendió los brazos—. Cielo
santo, mira allá fuera. Es un circo. Medio vecindario está allí.
—¿Saben qué ocurrió?
—Se lo conté a Fiona Cawley. —Los Cawley vivían al lado de los Stern desde
hacía diecinueve años—. Casi me lo exigió. Ya la conoces.
—Ah —dijo Stern.
Trató de contenerse, pero experimentó una vergüenza egoísta, adolescente en su
intensidad. Ese episodio terrible ya era noticia. Stern imaginaba las sagaces
deducciones que se sucedían detrás de los ojos amarillos y crueles de Fiona Cawley.
—¿Dónde está ella? —preguntó Peter—. ¿Todavía está allí?
En cuanto Peter se dirigió al garaje, Stern recordó que tenía que hablar con él para
telefonear a las hermanas.
—Señor Stern —lo llamó el policía que había entrado en el garaje—. Los
muchachos quieren hablarle, si no le molesta.
Estaban en el cubil de Stern, un cuarto diminuto. Clara había pintado las paredes
de verde y la habitación estaba atestada de muebles, entre ellos un gran escritorio
donde algunos papeles domésticos se apilaban ordenadamente. Stern se sintió turbado
al ver que los policías se acomodaban en aquel cuarto tan íntimo. Dos policías de
uniforme, un hombre y una mujer, permanecían de pie, mientras un agente de paisano
ocupaba el sofá. El tercero, al parecer un detective, se levantó para ofrecerle la mano
con desgana.
—Nogalski —se presentó.
Estrechó la mano de Stern con blandura, sin molestarse en mirarlo. Era un
hombre corpulento con chaqueta de tweed. Un tipo duro. Todos lo eran. El detective
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señaló una mecedora. A sus espaldas, la mujer murmuró algo en la radio: «Estamos
hablando con él ahora».
—¿Podemos hacerle unas preguntas, Sandy?
—¿De qué índole?
—Las habituales. Ya sabe, tenemos que preparar un informe. El teniente está en
camino y hay que ponerlo al corriente. ¿Esto fue una sorpresa para usted? —preguntó
el policía.
Stern aguardó un momento antes de responder.
—Una enorme sorpresa —dijo.
—¿Su esposa era una mujer depresiva?
Por el momento, este examen del carácter de Clara, que debía sintetizarse en unas
frases, le resultaba imposible.
—Era una persona seria. No la describiría como una personalidad jovial.
—¿Pero acudía a un psiquiatra o algo por el estilo?
—Que yo sepa, no. Mi esposa no acostumbraba a quejarse. Era muy reservada.
—¿Nunca amenazó con hacer esto?
—No.
El detective, casi calvo, miró directamente a Stern por primera vez. Era evidente
que no le creía.
—Aún no hemos encontrado ninguna nota.
Stern agitó la mano sin convicción. No tenía explicaciones.
—¿Dónde estaba usted? —preguntó el policía que tenía detrás.
—En Chicago.
—¿Para qué?
—Asuntos legales. Me reuní con varios abogados.
La posibilidad de que Dixon estuviera en aprietos, tan perturbadora una hora
atrás, cobró un nuevo aspecto. La urgencia de la situación desaparecía como una
mano que se hundiera en las profundidades.
—¿Cuándo se fue usted? —preguntó Nogalski.
—Ayer, muy temprano.
—¿Habló usted con ella?
—Lo intenté anoche, pero nadie respondió. Tenemos un abono para la sinfónica.
Supuse que después habría salido a tomar un café con algún amigo.
—¿Quién fue el último que habló con ella, por lo que usted sabe?
Stern reflexionó. La brusquedad de Peter pronto provocaría la hostilidad de la
policía.
—Tal vez mi hijo.
—¿Está él fuera?
—Está muy afectado en este momento.
Nogalski sonrió con aire desdeñoso.
—¿Lo hace usted a menudo? —preguntó el policía que tenía detrás.
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—¿Qué, agente?
—Viajar a otra ciudad.
—A veces es necesario.
—¿Dónde se alojó usted? —preguntó la mujer.
Stern trató de guardar la calma ante el tono de las preguntas. Naturalmente los
policías sabían quién era él y reaccionaban en consecuencia: despreciaban a la
mayoría de los abogados defensores que estorbaban a la policía a cada paso y
recibían pingües beneficios por hacerlo. Para la policía ésta era una oportunidad
natural, la ocasión de fastidiar a un adversario y de regodearse en sus insidiosas y
habituales fantasías sobre juegos sucios y motivaciones. Tal vez el hispano estaba
follando con su amiguita en Chicago mientras un tío a sueldo se encargaba de esto.
Nunca se sabe si no preguntas.
—En esta ocasión me alojé en el Ritz. —Stern se puso en pie—. ¿Puedo irme? Mi
hijo y yo todavía tenemos que hablar con sus hermanas.
Nogalski lo observaba.
—Esto no tiene mucho sentido —espetó el detective.
No tenía sentido: ésa era su opinión profesional. Stern miró duramente a
Nogalski. Uno de los gajes del oficio de Stern era que rara vez sentía gratitud por la
policía.
Mientras caminaba por el pasillo, Stern oyó la voz de Peter. Estaba contando algo.
El mismo policía de cara rubicunda que había conducido a Stern al garaje escuchaba
impasible. Stern cogió a Peter por el brazo para alejarlo. Esto era intolerable.
¡Intolerable! Una capa de resistencia se estaba resquebrajando dentro de él.
—Por Dios, van a hacerle la autopsia. ¿Lo sabías? —preguntó Peter en cuanto
estuvieron solos en el corredor. Peter era médico y por lo visto sufría el acecho del
pasado, el recuerdo de los exámenes de patología con los cadáveres de vagabundos,
el humor patibulario de los estudiantes de medicina que escudriñaban las entrañas del
muerto. Peter sufría al pensar en su madre como otra anatomía sin vida esperando la
sierra del forense—. No lo permitirás, ¿verdad?
Stern, mucho más bajo que su hijo, observó a Peter, que estaba rígido de pánico.
Se preguntó si sólo se comportaba de aquella forma histérica ante el padre. El tono de
sus relaciones no había cambiado en años. Siempre estaba ese carácter apremiante,
insistente. Stern no cesaba de preguntarse qué quería Peter de él.
—Es necesario, Peter. El forense tiene que encontrar la causa de la muerte.
—¿La causa de la muerte? ¿Creen que fue un accidente? ¿Van a examinarle el
cerebro para averiguar lo que pensaba? Por amor de Dios, no nos dejarán cuerpo para
enterrar. Es evidente que se ha suicidado.
Aún nadie había pronunciado la palabra en voz alta. Stern tomó la franqueza de
Peter como una especie de descortesía: demasiado grosera y directa. Pero no se sintió
afectado.
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Dijo que ése no era el momento para bregar con los policías. Actuaban como
idiotas, como de costumbre, haciendo una especie de investigación de homicidios.
Tal vez quisieran hablar con él.
—¿Conmigo? ¿Sobre qué?
—Tus últimas conversaciones con tu madre, supongo. Les dije que ahora estabas
demasiado perturbado.
A pesar del dolor, Peter sonrió como un niño.
—Bien —dijo.
Qué hombre tan extraño. Hubo un instante especial entre Stern y su hijo, una
legión de cosas no comprendidas. Luego Stern le recordó que debían llamar a sus
hermanas.
—De acuerdo —asintió Peter con más aplomo.
A pesar de las diferencias con su padre, Peter era un fiel hermano mayor.
Stern oyó que alguien anunciaba la llegada del teniente. Un hombre corpulento
entró en el pasillo, mirando hacia ellos. Tenía la misma edad de Stern, pero el tiempo
parecía haberlo tratado de otra manera. Era ancho y macizo y, al igual que un
granjero o alguien que trabajara al aire libre, parecía haber conservado el vigor de la
juventud. Vestía un traje marrón claro, arrugado y sintético, y una camisa de rayón
que le quedaba holgada; cuando se volvió por un instante, Stern vio que un faldón le
colgaba fuera de la chaqueta. Tenía la cara ancha y rosada, muy poco pelo, apenas
unos mechones grises sobre la coronilla.
Saludó a Stern con una inclinación de cabeza.
—Sandy —dijo.
—Teniente —respondió Stern.
Lo único que recordaba de ese hombre era que lo había visto antes. Algún caso.
Alguna vez. Le costaba pensar con claridad.
—Cuando quiera —anunció el teniente.
Stern y su hijo vacilaron.
—Háblale tú. Yo iré a llamar —dijo Peter—. Ya sabes, Marta y Kate. Es mejor
que las avise yo.
En un arrebato de lucidez propio de los momentos de tensión extrema, Stern
reconoció la representación de un drama familiar tradicional. Peter había adoptado un
curioso liderazgo en la familia; tanto sus hermanas como su madre a menudo
recurrían a él. Había forjado intensos e íntimos lazos con ellas. Stern no sabía cómo,
porque con él nunca se formaban las mismas alianzas. Stern sabía que ese difícil
deber le correspondía, pero se sentía demasiado débil.
—Diles que las llamaré pronto.
—Claro —dijo Peter. Se apoyó un instante contra la pared y añadió con aire
reflexivo—: La vida está llena de sorpresas.
En el cuarto de Stern, el teniente recibía el informe de sus agentes. Nogalski se le
acercó cuando Stern salía del pasillo. El teniente quería saber qué habían hecho los
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policías. Nogalski habló. Los otros sabían que les correspondía callar.
—He estado haciendo unas preguntas, teniente.
—¿Cree que ya ha preguntado suficiente? —Nogalski tuvo que aguantar el tono
de crítica. Era evidente que el detective y el teniente no se llevaban bien—. Tal vez
pueda ayudar fuera. Hay muchos curiosos.
Cuando se fueron los demás policías, el teniente dirigió un gesto a Stern. Golpeó
la puerta con el dorso de la mano para entornarla.
—Bien, aquí tenemos un montón de problemas, ¿eh, Sandy? Lamento verlo de
nuevo en estas circunstancias. —El teniente se llamaba Radczyk. Stern lo recordó de
golpe. Ray, pensó—. ¿Se encuentra bien?
—De momento sí. Mi hijo lo lleva peor. Por alguna razón la perspectiva de una
autopsia lo saca de quicio.
El policía, recorriendo el cuarto, se encogió de hombros.
—Supongo que si encontramos una nota podremos evitarlo. Yo podría arreglarlo
con la oficina de Russell. —Se refería al forense—. Siempre pueden medir el
monóxido de carbono de la sangre. —El viejo policía miró directamente a Stern, tal
vez comprendía que era demasiado explícito—. Estoy en deuda con usted.
Stern asintió. No sabía a qué se refería Radczyk. El policía se sentó.
—¿Los muchachos han hecho el número de costumbre?
Stern volvió a asentir. Fuera eso lo que fuese.
—Fueron muy detallistas —comentó.
El teniente comprendió en seguida.
—Nogalski es un buen tipo. Insistente, pero buen tipo. Un poco brusco. —El
teniente miró hacia el exterior. Era del tipo que alguien habría llamado «grandullón»
de más joven, antes de tener una placa y un arma—. Es algo terrible. Lo lamento por
usted. Llegó a casa y la encontró, ¿verdad?
El teniente repetía el número. Era mucho mejor que Nogalski.
—¿Estaba enferma? —preguntó el teniente.
—Gozaba de excelente salud. Las dolencias habituales de la madurez. Tenía
artritis en una rodilla. No podía atender el jardín tanto como hubiese deseado. Nada
más.
Desde la ventana del estudio, Stern vio que los vecinos se apartaban para dejar
paso a la ambulancia. El vehículo avanzó despacio. Stern advirtió que la luz no
giraba. No había urgencia. Miró hasta que el vehículo que se llevaba a Clara
desapareció detrás del manzano. Estaba a punto de florecer, en la esquina del terreno.
Stern volvió a la conversación. La rodilla izquierda, pensó.
—¿Usted no conoce ninguna razón?
—Teniente, es evidente que se me pasó por alto algo que debería haber visto. —
Stern esperaba poder terminar con esto, pero no pudo. Le tembló la voz y cerró los
ojos. La idea de desmoronarse ante aquel policía le repugnaba, pero algo se
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desangraba en él. Estaba por decir que lamentaba muchas cosas, pero no podría
hacerlo con dignidad—. Lo lamento, no puedo ayudarlo.
Radczyk lo estaba estudiando, evaluando si Stern decía la verdad.
Un policía se asomó por la puerta entornada.
—Teniente, Nogalski me ha pedido que le avise: han encontrado algo en el
dormitorio. No ha querido tocarlo hasta que usted lo vea.
—¿Qué es? —preguntó Stern.
El policía miró a Stern sin saber si debía responderle.
—La nota —dijo al fin.
Estaba en la cómoda de Stern, garrapateada en una hoja con el membrete de
Clara, junto a una pila de pañuelos que había planchado el ama de llaves. Como una
lista de compras o de instrucciones domésticas. Discreta, inofensiva. Stern cogió la
hoja, abrumado por ese testimonio de una vida. El teniente estaba junto a él. Pero
había muy poco que ver. Sólo una línea. Sin fecha. Sin saludos. Sólo un par de
palabras.
«¿Podrás perdonarme?».
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En el oscuro amanecer del día del funeral, un sueño despertó a Stern. Caminaba
por una casa grande. Clara estaba allí, pero permanecía encerrada en un armario y se
negaba a salir. Se aferraba tímidamente a las prendas colgadas; una mujer
cincuentona con las rodillas unidas en una pose de temor infantil. La madre de Stern
los llamaba a él y a Jacobo, su hermano mayor, voces desde otros cuartos. Cuando iba
a responderles, Clara le decía que estaban muertos, y él empezaba a temblar de
pánico.
Desde la cama, miró los dígitos luminosos de la radio-reloj: 4.58. Ya no dormiría
más; las imágenes del sueño se le pegaban como sanguijuelas. Clara había mostrado
una expresión especial cuando le decía que Jacobo estaba muerto, un destello artero y
calculador.
La casa, totalmente ocupada, parecía haber cobrado un peso inerte. Su hija mayor,
Marta, de veintiocho años, abogada de Legal Aid en Nueva York, había acudido la
primera noche y ahora dormía en el cuarto que había ocupado de niña. Su hija menor,
Kate, y su esposo John, que vivían en un barrio distante de la misma ciudad, también
habían pasado la noche allí para no afrontar el imprevisible tráfico de la mañana en
los puentes del río. Silvia, la hermana de Stern, estaba en la habitación de huéspedes.
Había venido de su casa de campo para atender al hermano y organizar las cosas.
Sólo faltaban los dos hombres, Peter y, desde luego, Dixon, siempre un lobo solitario.
La noche anterior había comenzado el velatorio en sus aspectos ceremoniales más
sombríos. El período formal de visitas se iniciaría después de las exequias, pero
Stern, siempre ambiguo ante las formalidades religiosas, había recibido a varios
amigos apesadumbrados que parecían necesitar consolarlo: vecinos, dos jóvenes
abogados de la oficina, su grupo del tribunal y la sinagoga. Clara era hija única, pero
dos pares de primos de ella habían llegado de Cleveland. Stern recibió a esas visitas
con toda la cortesía de que fue capaz. En instantes así, uno reaccionaba según los
impulsos más arraigados; para la madre de Stern, muerta hacía años pero todavía
presente en sus sueños, las formalidades sociales eran sagradas.
Cuando la casa quedó vacía y la familia se fue a dormir, Stern se encerró en el
cuarto de baño del dormitorio que había compartido con Clara, acuciado por segunda
vez en la noche por sollozos jadeantes. Se sentó en la taza, de donde colgaba una
falda alechugada que Clara había colocado allí décadas atrás. Se puso una toalla en la
boca y gimió sin control, esperando que nadie le oyera.
—¿Qué hice? —se preguntaba una y otra vez con voz quebrada, arrasado por un
huracán de dolor—. Clara, Clara, ¿qué hice?
Ahora, examinándose en los espejos del cuarto de baño, se notó la cara hinchada,
los ojos inflamados y doloridos. Había logrado recobrar cierto aplomo, pero conocía
los límites de su fuerza. Le esperaba un día terrible. Terrible. Se vistió por completo,
sólo le faltaba la chaqueta del traje, y se preparó un huevo pasado por agua. Luego se
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sentó a solas para observar cómo el destello del amanecer crecía sobre la superficie
lustrosa de la mesa de caoba. Pronto sintió una nueva cuchillada de dolor y trató en
vano de calmarse.
¿Cómo, se preguntó de nuevo, cómo había pasado por alto que la mujer que
dormía con él estaba aullando de dolor en todos los sentidos figurados del término?
¿Cómo había sido tan insensible, tan sordo? Los indicios eran tan evidentes que aun
en su habitual estado de distracción febril tendría que haberlo notado. Clara era una
persona muy parca. Durante años había realizado un estudio personal del Japón; él no
sabía nada sobre el asunto, excepto el título de los libros que descansaban sobre el
escritorio de ella. En otras ocasiones ella leía un pentagrama: una sinfonía entera
vibraba en su interior, y Clara bajaba la barbilla, sin susurrar siquiera un compás o
una nota.
Pero esto era otra cosa. Recientemente, él había regresado tarde dos o tres noches,
preocupado por el caso que tenía entre manos —una confusa conspiración—, y había
encontrado a Clara sentada en la oscuridad; no había libros ni revistas, ni siquiera la
imagen fluctuante del televisor. La expresión de ella lo asustó: ausente, distante. La
boca era un trazo solemne y los ojos brillaban duros como ágatas. Parecía sumida en
un mundo sin palabras. No era la primera vez que ocurría. Ellos lo llamaban «estados
de ánimo» y lo dejaban pasar. Durante años Stern se había enorgullecido de su
discreción.
Ahora, obsesionado, caminaba inquieto por la casa, aferrando los objetos que ella
había tocado, examinándolos como si buscara pistas. En el tocador acarició un peine
de carey, las barras de carmín alineadas como casquillos de escopeta junto al lavabo.
¡Dios! Estrujó uno de los cilindros dorados como si fuera un amuleto. En la estrecha
repisa del vestíbulo se apilaba la correspondencia de tres días. Stern ojeó los sobres,
pulcramente apilados. Facturas, facturas… Resultaba doloroso mirarlas. Esos actos
prosaicos, visitar la tintorería o la tienda, delataban humildemente las esperanzas de
Clara. El 6 de marzo Clara esperaba que la vida continuase. ¿Qué se había
entrometido?
«Centro Médico Westlab». Stern examinó el sobre. Estaba dirigido a Clara, a esa
dirección. Dentro encontró un recibo. Los servicios, identificados por un código de
ordenador, se habían prestado seis semanas atrás y se describían como «Análisis».
Stern se quedó rígido. Fue a la cocina tratando de calmarse, recurriendo a su voluntad
para impedir el vergonzoso estallido de sentimientos de alivio. Pero estaba totalmente
seguro de que ella no había mencionado médicos ni análisis. Clara registraba sus citas
en una agenda de cuero que estaba junto al teléfono. Almuerzos. Conciertos. Cenas,
citas en la sinagoga, reuniones sociales. Stern comparó la fecha del recibo con la que
encontró en la libreta. «9.45. Análisis». Hojeó la libreta. El día 13 había otra discreta
anotación: «3.30. Dr.». Buscó más. El 27, lo mismo. «Dr». «Análisis». «Dr».
Cáncer. ¿Era eso? Algo avanzado. ¿Había resuelto ella irse de este mundo sin
permitir que la familia le suplicara que se sometiera a las torturas con que los
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oncólogos prolongaban la vida? Esta actitud era típica de Clara: declarar una zona de
soberanía definitiva. Llevaba su marca de dignidad, de decoro, de intensa convicción.
Stern llegó al comedor y oyó movimientos en el primer piso. De pronto sintió
que, a pesar del ciego empecinamiento con que su corazón se abalanzaba hacia esa
solución, estaba atrapado en una fantasía. Las consultas médicas tenían una
explicación más prosaica, menos heroica. Por alguna razón, la sospecha era
escalofriante. La noche anterior, mientras buscaba un pañuelo de papel, había hallado
un frasco de tinte de cabello escondido al fondo de un cajón. Ignoraba durante cuánto
tiempo había escondido su esposa esa vanidad inofensiva. ¿Meses? ¿Años? Qué más
daba. Pero sintió un escalofrío de dolor: había demasiadas cosas que no había
advertido, que había ignorado, acerca de esa persona, de esa mujer que había sido su
esposa.
—¿Papá?
Kate, la hija menor, se hallaba al pie de la escalera. Era alta y delgada. Vestía una
bata y se la veía esbelta y estremecedoramente bella.
—Cara —respondió él.
A veces usaba esa palabra cariñosa con las muchachas. Stern tenía en la mano el
recibo del laboratorio y se guardó el sobre en el bolsillo trasero del pantalón. No era
asunto para comentar con sus hijos, al menos ese día, cuando la idea crearía aún
mayor angustia, y mucho menos con Kate. Stern sospechaba que la belleza había
vuelto el mundo demasiado simple para Kate. A veces parecía andar a la deriva, sólo
protegida por su hermosura y su bondad. Tal vez eso era un modo injusto de atribuir
culpas. Muchas cosas debían de haber pasado allí, en su hogar. Clara había
concentrado mucho sus cuidados en Peter. Stern había compartido una intensidad
natural con Marta, la hija mayor. Kate nunca había recibido las energías más potentes
de la misteriosa dinámica familiar.
De niña había demostrado las mismas dotes intelectuales que sus hermanos y
además había heredado el talento musical de Clara. Pero todo ello se había
marchitado. En la escuela secundaria había conocido a John, un muchacho
desmañado, dulce y amable, un prototipo casi ridículo, un jugador de fútbol y un
parangón de rubia belleza masculina, de cara ingenua y modales cándidos. Un año
después de acabar la universidad, a pesar de los consejos de sus padres, Kate se había
casado con él. John empezó a trabajar en la imprenta del padre, pero pronto resultó
evidente que la empresa no alcanzaba para mantener a dos familias y Dixon lo había
empleado en MD, donde, tras algunos tropiezos, John se las apañaba; otro ex
deportista que se ejercitaba en el estadio de los mercados. Kate enseñaba en una
escuela. Amaba al esposo con conmovedora inocencia, pero a veces el corazón de
Stern se estrujaba de preocupación al pensar en el momento en que Kate tuviera que
afrontar al fin los duros golpes que asestaba el mundo. Ahora ella le tocó la mano.
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—Papá, quiero que sepas una cosa. No íbamos a decir nada hasta dentro de un
mes, pero todos están tan tristes…
Kate hizo una mueca y desvió la mirada.
Cielo santo, pensó Stern, está embarazada.
Kate irguió la cara con orgullo.
—Vamos a tener un hijo —anunció.
—Cielos —exclamó Stern, cogiéndole la mano—. Cielos —repitió, sonriendo y
preguntándose cómo debía demostrar su alegría.
Primero le besó la sien, luego la abrazó. Rara vez lo hacía y le asombró la
sensación que le causaba su delgada hija en su tenue bata, el movimiento de los senos
contra él. Kate rompió a llorar y se apartó.
—No podíamos decir nada —explicó—. Aún no era seguro. Tuvimos algunos
problemas. Y ahora me pregunto… ¿y si mamá lo hubiera sabido?
De nuevo perdió el control y Stern volvió a abrazarla. Notó un repentino cambio
en su visión de las cosas. Clara había abandonado a sus hijos. Él había interpretado
ese último acto como algo dirigido exclusivamente a él. Pero los hijos, crecidos pero
con problemas, aún necesitaban ayuda. ¿Habrían cambiado las cosas si Clara hubiera
sabido el secreto de Kate? ¿O Clara había decidido que ya había dado lo suficiente?
Hubo un movimiento arriba. Marta estaba en la escalera, una mujer más menuda,
también morena, con gafas de montura metálica y una maraña de ensortijado cabello
negro. Los contemplaba con aire vulnerable.
—¿Llanto en grupo? —preguntó.
Stern esperó la reacción de Kate, quien irguió los hombros y se secó las lágrimas.
Toda la familia debía saberlo. Mientras él se preparaba para escuchar la declaración,
una flecha de alegría surgió de la masa plomiza de su propio interior y quedó
abrumado por un recuerdo desconcertantemente preciso del movimiento de las manos
y las piernas de un bebé, azaroso y repentino como la vida misma.
—Le acabo de comunicar a papá que voy a tener un bebé.
Marta soltó un grito. Actuó con su espontaneidad habitual. Abrazó a la hermana,
estrechó al padre. Las dos jóvenes se sentaron juntas cogidas de las manos. Entonces
llegó Peter, que había salido temprano para evitar el tráfico, y recibió la noticia. En
medio de la conmoción apareció John y todos se levantaron para abrazarlo. Su
contención siempre los hacía parecer excesivos. Durante años se habían esforzado
para que John se sintiera aceptado en una situación en la que, por muchas razones,
nunca podrían aceptarlo. El grupo se desplazó al salón. Silvia entró con aire grave, en
bata; sin duda había tomado el alboroto como el anuncio de una nueva calamidad.
Silvia y Dixon no tenían hijos, para desesperación de Silvia, y la inesperada noticia
también la hizo llorar. Eran apenas más de las siete y los miembros de la familia,
abrumados por las novedades, se aferraban unos a otros. Y allí en el salón, Stern al
fin añoró profundamente a Clara. Había esperado esto. Más que el trastorno y la
pérdida, en ese momento predominaba la ausencia.
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Alzó los ojos y vio que Marta lo miraba. Stern se había sentido arrasado por el
dolor al verla la noche en que había llegado. Marta, su hija más valiente, subía como
un soldado por la acera, un bolso de lona sobre el hombro, sollozando abiertamente
mientras bajaba del taxi. Stern la abrazó en la puerta. «Papá, nunca creí que ella fuera
una persona feliz, pero…».
Embargada por la emoción, Marta no dijo más. Stern la abrazó y experimentó
íntimamente el inequívoco afecto de la hija por la madre. Siempre había mantenido a
Clara a mayor distancia que las otras dos; en consecuencia, tal vez tenía más que
lamentar.
Marta miraba a su padre con los ojos entornados y tristes.
—Yo también la echo de menos —articuló con los labios.
Stern, a menudo un cocinero matinal, preparó comida para todos. Frió huevos y
tortas de avena, y Marta preparó zumo de pomelo, una tradición familiar. A las nueve,
una hora antes de la llegada de la limusina del servicio fúnebre, todos estaban
desayunados y vestidos, reunidos una vez más en el salón, en silencio.
—¿Por qué no jugamos al bridge? —propuso Marta. Se enorgullecía de su
irreverencia por los convencionalismos. En la mayoría de las cosas, Marta seguía el
estilo de finales de los sesenta. Entonces había sido una niña y la consideraba una
época aventurera; llevaba batas ondulantes y botas labradas, el cabello suelto—. A
mamá le gustaba que jugáramos.
—Claro —dijo Peter—. También le gustaba que bailáramos, cuando éramos
niños. Podemos ir bailando a la capilla.
—No jodas —susurró Marta, pero sonrió.
Marta siempre había moderado su rivalidad con Peter y ahora le otorgaba
concesiones especiales. Las lágrimas de Kate eran constantes, pero Peter era el más
afectado de los tres. Estaba pensativo, desequilibrado. A menudo se aislaba, pero
inevitablemente regresaba al consuelo de las hermanas. Muy unidos, los hijos de
Stern se respaldaban unos a otros.
Marta volvió a mencionar el bridge.
—Papá, ¿te molesta?
Stern alzó las manos sin dar una respuesta específica.
—¿Juegas? —le preguntó Kate.
Silvia alentó a Stern a jugar.
—Tengo que encargarme de algunas cosas para después.
Ella estaba preparando la casa para la invasión de visitantes que acudirían
después del entierro.
—Yo ayudaré a la tía Silvia. Vosotros cuatro podéis jugar.
—Yo ayudaré a la tía Silvia —intervino John.
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Ya estaba de pie, un joven corpulento, un rubio enorme con el cuello grueso como
un neumático. Nunca había dominado el juego, como muchas otras cosas asociadas
con sus parientes políticos. Los Stern habían desconcertado a John durante casi toda
una década con sus modales silenciosos e intensos.
—Vamos —llamó Marta.
Estaba en la sala, buscando la baraja. Stern comprendía la excitación de su hija.
Por un momento regresaría a los diecisiete años, cuando todos estaban a salvo del
mundo de las responsabilidades adultas. Stern, como de costumbre, se sintió irritado
y conmovido por los impulsos de Marta.
—Kate, yo jugaré contigo —anunció Stern.
Siempre era compañero de una de las hijas, por lo general Kate. Él y Peter
discutían cuando jugaban juntos. Stern había dedicado buena parte del poco tiempo
que pasaba en casa practicando juegos de mesa con los hijos. Chutes & Ladders,
Monopoly. Juegos de palabras cuando estaban en la escuela primaria. Los cuatro
pasaban horas alrededor de una mesa de juegos del solario. Clara rara vez participaba.
A menudo se sentaba en una quinta silla, cruzando las manos y los tobillos,
observando, o ayudando a Kate cuando era necesario. Pero no intervenía. Para bien o
para mal, éste era el momento de Alejandro: reglas, maniobras, estrategias.
Peter barajó los naipes y se los dio a Stern para que repartiera. El solario era una
zona estrecha, rodeada de ventanas, con suelo de pizarra. Desde allí se veía el jardín
de Clara. Era la época del año en que ella habría empezado a remover el suelo. Los
tallos de los gladiolos del año anterior, podados casi a ras de suelo, se elevaban en
hileras, sobrevivientes del moderado invierno.
Stern abrió con tréboles. Respetaba todos los convencionalismos. Cualquier cosa
menos señas con las manos, decía Clara.
—¿Volverás a trabajar después de tener el niño? —le preguntó Marta a su
hermana.
Kate pareció desconcertada. El futuro parecía fuera de su alcance. Stern se
encogió interiormente. ¡Una hija con un hijo! Con John, nada menos. Kate le dijo a
Marta que aún no sabían cómo se las apañarían con el dinero o si le agradaría dejar el
bebé.
—Oh, será el primero —dijo Peter—. Querrás brindarle mucha atención. Siempre
será especial.
Sonó el timbre. Stern vio a su cuñado a través de los vidrios del frente y se
levantó para recibirlo. Dixon había regresado a la ciudad la noche anterior. Había
estado en Nueva York por negocios urgentes y había pospuesto el vuelo a casa. Stern
se había sentido burlado —algo habitual con Dixon— y por lo tanto la noche anterior
se había sorprendido de su alivio al ver a Dixon en el umbral con sus bártulos. Su
cuñado, un hombre macizo y fornido, había abrazado a Stern demostrando un gran
pesar, pero era imposible saber qué sentía Dixon. Eso formaba parte de su genio: era
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como un bosque, lleno de colores. Podía encararte en cualquier momento con el
descaro de un vendedor o espetarte las verdades más irritantes.
Sin embargo, esa mañana Dixon parecía más típicamente concentrado en sí
mismo. Cuando Stern le cogió la chaqueta, Dixon bajó la voz discretamente.
—Cuando vuelvas al trabajo, Stern, me gustaría hacerte un par de preguntas.
Dixon siempre lo llamaba por el apellido, al estilo militar. Se habían conocido en
el ejército, y así Dixon había conocido a Silvia y la había cortejado, un episodio al
cual Stern aún no se adaptaba del todo, tres décadas después.
—¿Preguntas de negocios? —inquirió Stern.
—Algo así. No quiero molestarte ahora. Quiero saber cosas acerca de tu viaje a
Chicago.
En efecto, pensó Stern: los senderos del egocentrismo eran inescrutables y la vida
continuaba.
—Comprendo tu preocupación, Dixon. Pero la situación puede ser compleja. Será
mejor que hablemos en otra oportunidad.
Como era previsible, una sombra cruzó la cara de Dixon. Era un hombre de
cincuenta y cinco años, bronceado y pulcro y, a pesar de ese aire ceñudo, era la
imagen de la vitalidad. Era un hombre enérgico; todos los días se ejercitaba con
pesas. Dixon adoraba el mismo altar que muchos norteamericanos: el cuerpo y sus
usos. Su pelo cobrizo se había vuelto más ralo y quebradizo con la edad, pero estaba
sagazmente cortado para darle aire de hombre de negocios.
—¿No te gustó lo que oíste? —preguntó a Stern.
Stern no se había enterado de nada importante. Los documentos que había
examinado en Chicago, declaraciones contables y registros comerciales de los
clientes por un período de ocho o nueve meses, no habían revelado nada. No se sabía
qué delito investigaba el gobierno ni quién le había sugerido la posibilidad de un
delito.
—Tal vez haya problemas, Dixon, pero es prematuro alarmarse ahora.
—Claro.
Dixon asintió y extrajo un cigarrillo de un bolsillo interior. Volvía a fumar en
exceso, un viejo hábito que recientemente había empeorado y que para Stern era
indicio de preocupación.
Tres años antes el Servicio Fiscal Interno había montado un embate en su sala de
conferencias y Dixon lo había encarado con su brioso estilo. Pero esta vez estaba
crispado. Al recibir noticias de la primera citación, había llamado a Stern para
exigirle que detuviera al gobierno. Por el momento, sin embargo, Stern se negaba a
entablar contacto con Klonsky, la ayudante del fiscal. En la fiscalía rara vez revelaban
más de lo que querían que uno supiera. Además Stern temía que una llamada suya
concentrara la atención del gobierno en Dixon, cuyo nombre no se había mencionado
hasta el momento. Tal vez el gran jurado estaba investigando varias empresas de
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corretaje. Tal vez había otra conexión entre los clientes además de MD. Por el
momento era mejor andar con cautela, observando al gobierno sin asomar la cabeza.
—Siempre están buscando algo —comentó Dixon con mayor aplomo y fue a
buscar a Silvia.
En el solario, los hijos de Stern todavía hablaban acerca del bebé.
—¿John te ayudará a cambiar pañales y todo eso? —preguntó Marta.
Kate la miró atónita.
—Claro. Está encantado. ¿Por qué no iba a ayudar?
Marta se encogió de hombros. En momentos como éste, Stern notaba que Marta
parecía turbada por los hombres. Marta, hija de su padre, por desgracia no era una
mujer bonita. Tenía la nariz ancha y los pequeños ojos oscuros de Stern. Peor aún,
había heredado su figura. Stern y su hija eran bajos, con una tendencia a acumular
peso en las partes inferiores. Marta se sometía casi con placer a los rigores de la dieta
y el ejercicio, pero no había manera de escapar a lo que daba la naturaleza. Ella solía
reconocer que no tenía la figura que promovían las revistas de moda. Aun así, Marta
tenía siempre sus admiradores, pero sus relaciones parecían marcadas por la fatalidad.
En sus conversaciones aludía a una procesión de hombres que iban y venían.
Mayores, jóvenes. Las cosas siempre andaban mal.
—Papá nunca cambió pañales —replicó Marta a la defensiva.
—¿No los cambié? —preguntó Stern.
Asombrosamente, le costaba recordar con precisión.
—¿Cómo ibas a cambiar pañales? —preguntó Peter, alerta ante la oportunidad de
enfrentarse a su padre—. Nunca estabas aquí. Recuerdo que nunca entendí bien qué
era un juicio. Pensaba que se trataba de un lugar adonde ibas. Otra ciudad.
Marta llamó a John.
—¿Vas a cambiar los pañales del niño?
John entró en el solario con la cafetera. Tenía tan mal aspecto como todos los
demás, aturdido y apenado. Se encogió de hombros en respuesta a la pregunta de
Marta. John era un individuo taciturno. Rara vez expresaba su opinión.
En otra habitación sonó el teléfono. Hacía dos días que llamaba sin cesar. Stern
rara vez atendía. Sus hijos se encargaban e indicaban la fecha y el sitio de las
exequias, prometiendo que comunicarían el pésame al padre. La mayoría de estas
conversaciones terminaban del mismo modo, con una penosa pausa antes de colgar.
—Sí, es verdad —respondía uno de ellos—. Ignoramos por qué.
Silvia salió de la cocina enjugándose las manos en el delantal y dirigió una seña a
Stern. Al parecer no podía eludir esta llamada. Al pasar, le tocó la mano a la hermana.
Esta mujer, que tenía tres sirvientes en su hogar, había trabajado sin descanso durante
tres días en esta casa de dolor, corriendo, organizando, cuidando.
—Ah, Sandy, qué triste ocasión. Mis condolencias.
Stern había subido al dormitorio, todavía a oscuras y con las ventanas cerradas,
para atender el teléfono. Reconoció la voz del abogado Cal Hopkinson. Cuando
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Harry Fagel, un querido amigo de Sandy, había muerto dos años atrás, Cal, socio de
Harry, lo había reemplazado como cliente de Stern. Actualizó los testamentos de los
Stern y cada año presentaba las declaraciones de impuestos de los fondos legados por
los padres de Clara. Cal era un individuo práctico, cordial aunque no especialmente
simpático, y fue al grano. Como Marta estaba en la ciudad, se preguntaba si Stern
querría ir con sus hijos esa semana para hablar del testamento de Clara.
—¿Es necesario, Cal?
Cal hizo una pausa, tal vez ofendido. Era uno de esos abogados que vivía para los
detalles, y los podaba todos los días en la creencia de que crecerían como malezas si
nadie los vigilaba.
—No es necesario, Sandy, pero a veces conviene prevenir. Clara dejó una gran
propiedad, ¿sabes?
¿Lo sabía? Sí, recordó que lo sabía. A decir verdad, en esos momentos en que
estaba demasiado abrumado y débil para no evitarlo, cuando se casó con Clara apenas
podía verla a través del destello del oro. «Chico pobre se casa con chica rica». Era un
sueño tan excitante e ilícito como la pornografía. En consecuencia, había practicado
la cruel represión habitual. Desde el principio, Stern había aplacado las obvias
sospechas de Henry Mittler jurando a su suegro que Clara y él vivirían únicamente de
lo que él ganara. Pasaron treinta años en los cuales Stern fingió no interesarse en la
fortuna de Clara, dejando que ella se encargara de administrarla y de contratar las
personas necesarias. Al final, con amarga ironía, la mentira resultó verdad.
—¿Hay en el testamento alguna sorpresa que desees comunicarnos, Cal?
Una pausa de abogado, el hábito de un hombre que había aprendido a medir cada
frase antes de hablar. Tal vez Cal consideraba que responder era poco profesional.
—Nada alarmante —dijo al fin—. Estoy seguro de que tienes una idea de las
generalidades. Tal vez haya un par de puntos que deberíamos comentar.
Cal había puesto el énfasis adecuado en «alarmante». Sorpresa pero no
devastación, en otras palabras. ¿De qué se trataba? Clara, una persona siempre
ordenada, había dejado una estela de confusión, como si no le importara.
Stern dijo que hablaría con sus hijos y se dispuso a terminar la conversación.
—Sandy —dijo de repente Cal. Por el tono, Stern vio venir sus palabras—. Ésta
es una noticia tan desagradable… Perdóname que te lo pregunte, pero ¿había algún
indicio?
—No —respondió deprisa—, ningún indicio.
Colgó de mal humor, pensando que Cal era un estúpido. Cerró los ojos y se
refugió un instante más en el dormitorio a oscuras, escuchando el ronco coro de voces
que subían por la escalera. Era un alma demasiado solitaria para soportar esta
intrusión continuada. Era como si tuviera una gran oreja apretada contra su pecho,
atenta a cada jadeo. Una muerte así estimularía la sórdida curiosidad de muchos.
Colegas, amigos y vecinos desfilarían para observar la pesadumbre y clavar en Stern
una mirada sutilmente acusadora. La noche anterior había detectado esa sombría
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curiosidad incluso en los visitantes que mejor conocía. Todos se preguntaban qué
había pasado. ¿Qué le había hecho él a su esposa? El suicidio de Clara había expuesto
un secreto lúgubre, como si en el cuerpo de su vida matrimonial hubiera una grotesca
deformidad que antes había permanecido oculta. Stern se quedó unos instantes más
en la oscuridad, sin saber si lloraba por la pérdida o por la humillación.
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fin notó que los tres lo miraban.
—Corazones —dijo, cuando todos miraron la mano.
—Bien, parece que se imponen las felicitaciones. —Dixon salió de la cocina,
donde había estado con Silvia. Tenía los brazos abiertos en la pomposa actitud de
costumbre. La noche anterior no había visto a Kate y John, y ahora abrazó a Kate de
costado. Ella aceptó el abrazo rígidamente—. ¿Dónde está tu marido? No creí que
fuera de ésos.
Dixon se fue a buscar a John y Kate lo siguió con los ojos, algo molesta con el
tosco humor del tío y sus bromas a costa de John.
Lo cierto, pensó Stern, era que él soportaba a Dixon con más facilidad que el
resto de la familia. El lado vil de Dixon siempre había provocado una clara respuesta
negativa en Clara, la cual, por lealtad a Silvia, se había agudizado durante ese
período, seis o siete años atrás, en que un aspecto de las aventuras amorosas de Dixon
—Silvia nunca expuso los detalles— había inducido a la hermana de Stern a echarlo
de casa por una temporada. Con Dixon, como en la mayoría de las cosas, sus hijos
habían seguido la tendencia de la madre. Peter y Clara, y especialmente Kate,
siempre habían mantenido un lazo afectivo con su tía, quien al no tener hijos propios
los había colmado de afecto. Pero ese apego nunca se había extendido al tío.
En respuesta, Dixon tomó ejemplo de los potentados de todos los siglos: compró
indulgencias. Con los años, había aprovechado todas las oportunidades para dar
trabajo a los miembros de la familia de Stern. Ahora tenía a Stern y John en su
nómina de pagos, y los tres hermanos habían trabajado como chicos de los recados de
MD en la bolsa de valores del condado de Kindle durante las vacaciones escolares.
Cuando Peter inició su práctica privada, Dixon había afiliado MD al consultorio de
Peter e intentó contratar a éste como médico personal. Como era de esperar, no se
llevaron bien y discutían porque Dixon fumaba demasiado y se negaba a aceptar
consejos. Tal vez, pensaba Stern, todos esos empleos representaban los mejores
esfuerzos de Dixon, un modo de compartir su imponente fortuna, a la cual él
dedicaba tanto tiempo, y de conservar también el puesto principal que deseaba en
toda circunstancia.
—¿Le pondrás el nombre de mamá? —le preguntó Marta a Kate.
Parecía más interesada que Kate en ese bebé. Silvia, que pasaba por el solario,
frunció el ceño ante esa pregunta, pero las dos mujeres estaban acostumbradas al
estilo directo de Marta, quien siempre se comportaba así con Kate.
—Supongo que sí —dijo Kate—. Sea chico o chica. A menos que te moleste,
papá.
Stern dejó de mirar sus cartas, pero no se había perdido una sola palabra.
—Me agradaría, si a ti te parece bien.
Le sonrió dulcemente a Kate.
De pronto se sintió agobiado en ese cuarto. Como si lo arrastrase un torbellino.
Llovían proyectiles desde todas partes. Se sentía como esas imágenes de san
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Sebastián que había visto en museos e iglesias, lleno de flechas y agujeros, sangrando
como una manguera rota. Para su enorme pesar y sorpresa, advirtió que había
reiniciado su llanto silencioso. Las lágrimas le resbalaban por las mejillas.
Sus hijos lo vieron, pero no hicieron comentarios. Supuso que le esperaban
muchos días así. Sacó el pañuelo del bolsillo trasero y encontró el recibo del
laboratorio médico que había examinado esa mañana. Lo había olvidado.
—Ahora vuelvo.
Fue a buscar un pañuelo de papel. Mejor que se atiborrara los bolsillos. Desde la
cocina miró hacia el solario, donde sus hijos, adultos, afrontando su pesar, lo
esperaban.
¡Cuánto se había preocupado Clara por esos hijos! Los amaba con pasión. A ella
la habían criado sirvientes, niñeras y gobernantas bien intencionadas, pero limitadas.
No quiso hacer lo mismo con los suyos. De nuevo una imagen: al volver a casa, en
una de esas raras noches en que llegaba antes de que todos se acostaran, la había
encontrado de rodillas en la cocina. Peter estaba leyendo, Marta lloraba, Kate se hacía
coser el vestido. La niña, con los tobillos amoratados, permanecía inmóvil mientras la
madre examinaba la prenda. En el hornillo hervía una olla. Sonidos domésticos. Clara
se volvió para saludarlo y frunció el labio para soplar un rizo que le había caído sobre
los ojos. Sonreía. Era un trabajo agotador, siempre lo había sido, una aplastante rutina
de pequeñas tareas, pero Clara la resistía. Encontraba música en el tumulto de la vida
familiar. Stern, con su ceguera, lo había valorado poco. Sólo ahora veía que Clara se
había transformado en un público devoto de los sonidos de la familia, de sus
necesidades, para distraerse de ese trompetazo sombrío que sonaba en su interior.
—¿Sender?
Silvia estaba de pie a su lado, con aire de preocupación. Su hermana llevaba el
pelo desaliñado, como de costumbre: una persona de belleza sencilla y grácil, aún
radiante y sin arrugas a los cincuenta y un años. Siempre lo llamaba por su nombre
yiddish, al igual que su madre.
Stern sonrió para tranquilizarla y bajó los ojos. Notó que aún tenía en la mano el
recibo médico y se lo pasó a Silvia, mientras le hablaba en tono circunspecto. Le
preguntó si Clara había mencionado alguna vez aquel asunto.
De nuevo sonó el timbre. Stern vio que Marta recibía a dos jóvenes con chaqueta
deportiva. Esperaron en el vestíbulo mientras Marta llamaba a Dixon. Uno de ellos le
sonaba. Matones o mensajeros, calculó Stern. Dixon se rodeaba de una comitiva,
como un padrino de la mafia. Sus negocios no tenían tregua y siempre quería estar al
corriente de lo que ocurría. El que a Stern le resultaba conocido llevaba un sobre y un
maletín de vinilo azul. ¿Documentos para firmar? Dixon iba a cerrar un trato sobre el
ataúd.
Silvia, entretanto, examinó la factura y se la devolvió. Como de costumbre, se
comunicaron con pocas palabras.
—Nate Crawley, el médico vecino; él debería saberlo, ¿verdad?
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Desde luego. Confiaba en Silvia. Nate Crawley, el vecino de al lado, un
ginecólogo, era el principal médico de Clara. Naturalmente, él tendría la respuesta.
Stern pensó si debía telefonear en aquel momento, y luego recordó que Fiona, la
esposa de Nate, que los había visitado anoche, había mencionado, en su tono
plañidero de costumbre, que él se había ido una semana a un congreso de medicina.
Se lo recordó a Silvia.
—Sí, sí.
Su hermana, de ojos claros y todavía atractiva, lo estudió. Al parecer ahora
compartía algunos de los pensamientos que Stern había tenido antes.
Por la ventana, Stern vio la limusina de la funeraria, gris paloma, que entraba en
la vereda circular del frente de la casa y aparcaba detrás del sedán oscuro de los
visitantes de Dixon. Silvia fue a reunir a la familia. Stern se quedó donde estaba.
Pero corredor abajo se elevaron voces airadas. Una escena violenta se
desarrollaba cerca de la puerta. Dixon estaba gritando.
—¿Qué es esto? —les gritó a los dos hombres que acababan de llegar—. ¿Qué es
esto?
Agitaba unos papeles.
A mitad de camino Stern comprendió qué había ocurrido. Sólo faltaba eso. No
pudo controlar su repentina cólera; había esperado tantos días y ahora parecía que el
corazón se le saldría del pecho como un cohete espacial, dejando una estela de fuego.
—¡Malditos bastardos! —gritó Dixon—. ¿No podíais esperar?
Stern se interpuso entre Dixon y los dos hombres. Comprendió que conocía a ese
hombre del tribunal federal, no de la oficina de Dixon. Se llamaba Kyle Horn y era
agente especial del FBI.
Dixon seguía protestando. Stern le arrebató el papel y obligó a Dixon a retroceder
por el vestíbulo. Luego echó una ojeada a la citación del gran jurado. Como de
costumbre: un formulario impreso con el membrete del tribunal. Estaba dirigido a
Dixon Hartnell, presidente de MD, y exigía su comparecencia ante un gran jurado
federal, cuatro días después, a las dos de la tarde. Investigación 89-86. Se adjuntaba
una larga lista de documentos que Dixon debía llevar consigo. Las iniciales de Sonia
Klonsky, la ayudante de la fiscalía, figuraban al pie de la página.
—Rehúso aceptar este procedimiento —espetó Stern. Aunque era un poco más
bajo que los agentes, mantuvo, en su furia, el porte erguido—. Si vais a mi oficina la
semana próxima, os recibiré allí. No lo haremos ahora, ni en este lugar. Os exijo que
os vayáis. De inmediato. Podéis decir a la ayudante Klonsky que deploro esta táctica
y no pienso seguirle el juego.
Stern abrió la puerta. Horn tenía más de cuarenta años. Se parecía a todos los
agentes del FBI, con una chaqueta barata y un pulcro corte de pelo, pero tenía la piel
correosa alrededor de los ojos: demasiado sol o alcohol. Tenía mala reputación como
agente, un tiranuelo lleno de resentimiento.
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—De ningún modo —dijo. Señaló la citación que Stern acababa de guardar en el
sobre y ahora le devolvía—. La citación está entregada.
—Si declaráis al tribunal que no aceptamos la citación, procuraré que os acusen
de desacato. —Stern pensó que esta amenaza era ridícula, pero se mantuvo en sus
trece—. ¿No sabéis lo que ocurre?
Horn no respondió. Por un instante, ninguno de los cuatro se movió. Marta se
había acercado y miraba con sombría sorpresa.
—Nos estamos preparando para ir a un entierro —dijo al fin Stern. Señaló la
limusina gris donde esperaba el conductor vestido de negro—. El de la cuñada del
señor Hartnell. Mi esposa.
El segundo agente, un hombre más joven de pelo rubio, irguió el cuerpo.
—No lo sabía —dijo, volviéndose a Horn—. ¿Y tú?
Horn clavó los ojos en Stern.
—Sé que Dixon Hartnell nunca responde a mis llamadas. Eso es lo que sé —
replicó Horn—. Sé que yo llamo a la puerta principal y él huye por la trasera.
—Lo lamento —dijo el agente más joven. Se tocó el pecho—. Nos dijeron que
aquí podíamos encontrarlo.
Los frustrados agentes sin duda habían recurrido a sus técnicas habituales. Una
llamada de pretexto, como la denominaban. «Habla el Banco de Boston. Tenemos un
problema con una transferencia de un millón de dólares para el señor Hartnell.
¿Dónde podemos encontrarlo?». Durante décadas los tribunales habían permitido el
uso de esas picardías adolescentes.
—En fin —le dijo Horn a su compañero—, son cosas que pasan. —Cogió la
citación sin mirar a Stern y tamborileó el sobre—. Estaré en su oficina el lunes por la
mañana, a las nueve en punto.
Stern apoyó ambas manos en la puerta para cerrar. Peter se había llevado a Marta.
Dixon se quedó en el vestíbulo. Encendió un cigarrillo y sonrió.
—Te han sacado de quicio, ¿eh?
—¿Cuánto hace que tratan de entregarte la citación, Dixon?
Su cuñado miró con aire meditabundo una voluta de humo. Siempre le turbaba
que Stern adivinara sus intenciones.
—Elise dice que hay hombres que están llamando desde hace una o dos semanas.
No sabía de qué se trataba —dijo Dixon—. De verdad. —Movió la boca bajo la
mirada de Stern—. No estaba seguro. Ésa era una de las cosas que quería comentar
contigo.
—Ah, Dixon —suspiró Stern. Era increíble. Un hombre que el año anterior había
ganado dos millones de dólares, que se ufanaba de ser un líder empresarial,
escurriéndose por el pasillo de atrás y pensando que se escondería del FBI. Stern
apoyó un pie en la escalera, tratando de concentrarse en la abrumadora tarea que le
esperaba. Necesitaba la chaqueta. Era hora, se dijo. Era hora. Se sentía mareado y
débil.
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La familia, pensó con desesperación.
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3
Cuatro días después del funeral, Stern regresó a la oficina. No llevaba corbata, un
modo de indicar que no estaba formalmente presente. Examinaría la correspondencia,
respondería preguntas. Una mera visita.
Había ocupado ese espacio durante casi una década y lo había cultivado como si
fuera un hogar. Aunque pequeño, era el imperio de Stern; inevitablemente, la
cháchara electrónica de los teléfonos y los aparatos, los movimientos enérgicos de sus
doce empleados, resultaban reconfortantes. No ese día, desde luego. La oficina, como
todo lo demás, parecía opaca, vacía, despojada de color y de música. Entró por la
puerta trasera y se detuvo junto al escritorio de Claudia, su secretaria, mientras
reflexionaba sobre su universo perdido. Buscó algo alentador en la correspondencia.
—El señor Hartnell está aquí.
Los agentes habían vuelto el día anterior con la citación, tal como habían
prometido. Por teléfono, Stern había dictado una carta para la ayudante Klonsky
declarando que él representaba a Dixon y su compañía y pidiendo al gobierno que se
pusiera en contacto con Stern si deseaba hablar con alguien que trabajara para MD,
una solicitud que el gobierno inevitablemente rechazaría. Luego Stern había citado a
Dixon para este encuentro. Su cuñado esperaba en la oficina de Stern, los pies
apoyados en el sofá, leyendo el Tribune mientras fumaba un puro de Stern. Se había
quitado la chaqueta —cruzada, con botones brillantes— y mostraba los gruesos
antebrazos, aún bronceados después de unas vacaciones en alguna isla. Se levantó
para recibir a Stern.
—Me he puesto cómodo.
—Desde luego. —Stern se disculpó por el retraso, se quitó la chaqueta y echó una
ojeada. Hacía más de una semana que no iba por allí, debido al viaje a Chicago, pero
todo tenía el mismo aspecto. No sabía si alegrarse u horrorizarse de esa constancia.
La oficina de Stern estaba decorada en tonos color crema. Clara había insistido en
contratar un decorador y Stern consideraba que el resultado era más adecuado para el
dormitorio de un adolescente. Había un sofá con almohadones de felpa, sillas del
mismo material beige y cortinas a juego. Detrás del escritorio había un armario inglés
de castaño oscuro —más del gusto de Stern—, pero el escritorio no era tal sino una
mesa con tabla de cristal ahumado. Stern, años después, no se habituaba a verse el
vientre fofo. Ahora estaba en libertad de cambiarlo todo. Ante ese pensamiento, cerró
los ojos y emitió un gemido. Buscó una libreta.
—¿De qué se trata, Dixon? ¿Tienes idea?
Dixon meneó la cabezota.
—No estoy seguro.
Stern titubeó. Dixon no decía que no sabía, sólo que no estaba seguro. Stern usó
el interfono para pedir a Claudia que llamara a la ayudante Klonsky. Había dejado un
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número para mensajes telefónicos y Stern quería pedir una postergación de la fecha
en que debían presentarse para la cita.
—Ante todo, debemos responder ciertas preguntas, Dixon. ¿Qué están
investigando? ¿A quién quieren procesar? ¿Eres tú, en concreto?
—¿Piensas que esto tiene que ver conmigo?
—Tal vez —replicó Stern.
Dixon no se amilanó. Se sacó el cigarro de la boca, sacudió las cenizas, masculló
una frase.
—Esto es una citación duces tecum[1], Dixon… una solicitud de documentos. En
circunstancias normales el gobierno no enviaría a dos agentes para entregarla. Es
evidente que procuraban darte un mensaje.
—Me quieren intimidar.
—Como prefieras decirlo. Supongo que sabían que pronto ibas a enterarte de la
investigación. Si yo no hubiera intervenido, habrían intentado interrogarte mientras tú
protestabas.
Dixon caviló. Era tan egocéntrico que rara vez se apreciaba su sutileza. Dixon
estudiaba a las personas para sacar ventaja, pero eso no significaba que no fuera
observador. Desde luego, conocía bien a Stern y comprendía que le estaban
repitiendo que había sido un idiota.
—¿Qué alcance puede tener? —preguntó Dixon.
—Creo que no deberías compararlo con tus enfrentamientos previos con el
Servicio Fiscal o con la CFTC. —La CFTC, Comisión de Productos de Venta Futura,
era una agencia federal que regulaba esa industria, el equivalente de lo que la SEC[2]
era en la industria de los valores—. Son burócratas y ante todo les encantan las
reglas. No piensan automáticamente en procesar a alguien. Un gran jurado federal se
reúne para acusar. Esto es serio, Dixon.
Dixon torció la boca. Tenía un aire de fatiga en los ojos.
—¿Puedo hacer una pregunta tonta?
—Todas las que quieras —dijo Stern.
—¿Qué es un gran jurado? En serio. ¿Qué función cumple, además de hacerte
mojar los calzoncillos?
Stern asintió, satisfecho de que Dixon se tomara la molestia de preguntar. El gran
jurado, explicó, era convocado por el tribunal para investigar delitos federales. En
este caso, los jurados se reunían, siguiendo un plan del tribunal, con una semana de
por medio, alternando martes y jueves durante dieciocho meses. Estaban bajo la
dirección de la fiscalía, la cual, en nombre del gran jurado, solicitaba documentos y
testigos para examinarlos en cada sesión. La gestión era secreta. Sólo los testigos que
se presentaban podían revelar lo que sucedía. Si optaban por hacerlo. Desde luego,
pocos individuos deseaban proclamar que un gran jurado federal los había
convocado.
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—¿Y qué oportunidad tengo ante ellos? —preguntó Dixon—. Ante el gran
jurado.
—Muy escasa, si el fiscal decide condenar. Tenemos que persuadir a la fiscalía.
Dentro de la sala del gran jurado, el peso de las pruebas cuenta poco. El gobierno
sólo tiene que convencer a una pequeña mayoría de jurados de que hay suficientes
motivos para creer que ha ocurrido un delito. Los fiscales pueden introducir rumores,
y el acusado y su abogado no tienen derecho a enterarse de lo ocurrido ni a refutar.
No es ecuánime precisamente.
—Vaya —respondió Dixon—. ¿Y de quién fue la idea?
—De aquellos que redactaron la Constitución de Estados Unidos —respondió
Stern—. Para proteger al inocente.
—Claro —bufó Dixon.
Dada la situación y los disturbios de pocos días atrás, lo tomaba con calma
estoica. Pero a fin de cuentas era una persona muy fuerte. Dixon resultaba admirable
a su manera. Era uno de esos sujetos a quienes tanto amaban los norteamericanos.
Había salido de una de esas sórdidas ciudades carboníferas de Illinois, cerca de la
frontera de Kentucky. Dixon se había pagado sus estudios distribuyendo tarjetas para
sorteos en el Medio Oeste y durante los años cincuenta, cuando trabajaba en esa zona,
había visto esas ciudades —descoloridas, cuadradas, chatas y fuliginosas— situadas
entre las sensuales formas rosadas de la tierra que habían escarbado para buscar el
carbón. El padre de Dixon era un inmigrante alemán, un pastor luterano, un sujeto
enjuto, implacable, iracundo, que había muerto cuando Dixon tenía nueve años. La
madre, una mujer dulce pero demasiado débil, había dependido excesivamente del
hijo. Stern se había enterado de todo esto a través de los parientes de Dixon, las tías
solteronas y una bondadosa prima que hablaba con admiración de Dixon y de su
precoz convicción de que estaba destinado a algo más que la brutal esclavitud de la
ciudad minera.
Sonó el interfono. Era Claudia para anunciarle que no había respuesta en la
fiscalía. Eran las dos de la tarde, pero los fiscales sólo atendían el teléfono cuando les
daba la gana. «Sigue insistiendo», ordenó Stern.
—Hay un punto que debemos determinar —le dijo a Dixon—. ¿Cómo llegó el
gobierno a lanzar la investigación? Debemos identificar la fuente de los alegatos que
han decidido examinar.
—¿Quieres decir quién me delató?
—Si tú eres el blanco, sí. Cuando sepamos quién habló contra ti, tendremos una
idea del alcance de la información de que dispone el gobierno. ¿Se te ocurre alguien?
—En absoluto —respondió sucintamente Dixon, agitando las manos. Sin duda
sabía que el gobierno podía interrogarlo por muchas cuestiones, pero jamás las
revelaría a Stern, quien lo sermonearía para que corrigiera cada infracción—. Tal vez
los encargados de asuntos legales de la bolsa. Siempre están fastidiando a la gente
para averiguar datos sobre mí.
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La sugerencia no parecía convincente.
Sonó el teléfono, la línea interna de Stern, un tono diferente, como el de un grillo.
Sólo su familia tenía ese número, y normalmente la que llamaba era Clara. Cedió por
un instante al reflejo de usar su nombre y de inmediato lo descartó ante el segundo
timbrazo.
—¿Sender? —preguntó su hermana. Una voz bienvenida. El amor de Stern hacia
Silvia no se parecía a sus sentimientos por otras personas: era más puro, menos
agobiante. Silvia tenía diecisiete años cuando murió la madre de ambos, y Stern,
cinco años mayor, había creído que él siempre actuaría como un padre. Sin embargo,
las necesidades de ambos, como las de todo el mundo, habían resultado menos
previsibles. Se cuidaron mutuamente, compensando las pérdidas. Stern y su hermana,
por costumbre, hablaban unos minutos todos los días. Eran conversaciones muy
breves. «¿Ocupado?». «Sí, claro. ¿Y tú?». Hablaban de salud, de los hijos, del ajetreo
de la vida. Esta vez ella dijo—: De vuelta al trabajo. Creo que eso es bueno.
—Lo mejor que podía hacer. —Tapó el micrófono y le susurró a Dixon—: Silvia.
—No sabía si Dixon querría que ella supiera que estaba allí, pero su cuñado indicó
que le gustaría hablar con ella cuando Stern terminara. Stern anunció a su hermana
que estaban juntos.
—¿Hablando de esa estupidez del otro día?
—En efecto.
Ella suspiró, pero no hizo más preguntas. Stern y su hermana rara vez hablaban
de Dixon, de los altibajos de su matrimonio, ni de los complejos negocios de su
esposo. Ése era más o menos el tema de treinta años atrás, cuando Stern se había
opuesto con fervor a la boda. Había mencionado diferencias religiosas, pero sólo
como excusa. ¿Cómo decirle a su hermana que aquel sujeto que se llamaba amigo
suyo tenía facha de titiritero con esos trajes cruzados y ese pelo brillante? Por
entonces, Stern habría apostado a que Dixon desaparecería cuando el circo se largara
de la ciudad. Pero Dixon había perseverado. Dixon era más brillante y trabajador de
lo que Stern estaba dispuesto a admitir. Tal vez éste era un país donde la virtud se
recompensaba menos espontáneamente de lo que Stern —y todos los demás— habían
creído por entonces.
—Todo está en orden —la tranquilizó Stern.
Hablaron brevemente de los hijos de Stern y luego le pasó el teléfono a Dixon,
quien se entretuvo unos momentos charlando alegremente con su esposa. A su
manera, Dixon adoraba a su mujer. Amaba la belleza de Silvia y le gustaba verla
elegante y lujosamente vestida. Le enviaba rosas todos los viernes y en la calle
siempre se detenía ante un escaparate para mirar un objeto que pudiera quedarle bien.
Tenía una rara obsesión con su esposa; si Silvia se resfriaba, Dixon no dejaba de
pensar en ella. La llamaba cuatro veces al día. Pero ese mismo esposo atento perdía la
cabeza cuando se le cruzaba una mujer de quince a sesenta y cinco años, y siempre
andaba de cacería.
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—Trabaja mucho —aconsejó Silvia a Stern cuando Dixon le devolvió el teléfono.
Sus intentos humorísticos eran torpes. Sólo intentaba ocultar sus preocupaciones.
Silvia, a pesar de sus ocasionales angustias, seguía enamorada de Dixon, tan
cautivada como cuando estaba en la universidad. El descaro del esposo a veces la
avergonzaba y sus aventuras la hacían sufrir, pero seguía siendo el amor de su vida,
una figura del tamaño de un monumento, el hombre de sus sueños.
—Todo está en orden —repitió Stern, pero luego se enfadó consigo mismo.
Con trabajos de este tipo, tenía por costumbre no predecir resultados favorables.
Los desenlaces generales y las pruebas rara vez lo merecían, y los clientes eran más
fáciles de satisfacer si no les creaba expectativas. Colgó el teléfono con esas
emociones en conflicto, recordándose que a fin de cuentas se trataba de su hermana y
su cuñado.
Stern encontró una copia de la citación en la caja del archivador que tenía detrás
del escritorio. La releyó y Dixon se le acercó con la caja humidificadora de puros de
Stern. En la oficina, Stern encendía su primer cigarro a las nueve y media o diez de la
mañana, siempre tenía uno encendido hasta terminar la jornada laboral. Clara nunca
lo había aprobado. Se quejaba del olor que guardaba en la ropa y las manos, y una
vez, en un período de excepcional irritación, se había negado a permitir puros en la
casa. La humidificadora había pertenecido a su padre, un hombre callado y decoroso
de carácter frágil que había valorado mucho ciertos objetos. Stern la miró con
admiración, pero cierto sentido del deber hacia Clara le hizo rehusar.
—¿Qué te indica esto? —preguntó Dixon, señalando la citación.
Stern alzó una mano y siguió leyendo. En la primera página de la citación habían
grapado un largo añadido que describía los documentos pedidos por el gobierno.
Dixon, en nombre de su compañía y subsidiarias, debía presentar diversos registros
—billetes de pedido, tarjetas comerciales, documentos aprobatorios— relacionados
con una larga lista de artículos de entrega futura. Las transacciones, identificadas por
fecha, producto, cantidad de contratos, mes de entrega y cuenta del cliente, parecían
enumeradas al azar. Las columnas de cifras ocupaban media página, pero las
operaciones no parecían escogidas cronológicamente ni por cliente. Stern contó.
Había treinta y siete transacciones.
—Empecemos desde el principio, Dixon. Háblame de estos documentos. ¿Cómo
se generan?
—Tú ya conoces mis negocios, Stern.
—Dame el gusto —respondió Stern.
La verdad, desde luego, era que no los conocía del todo. Otros abogados —una
enorme firma con oficinas allí y en Chicago— se encargaban habitualmente de los
negocios de Dixon. Stern aprendía lo poco que necesitaba para hacer frente a los
problemas y luego lo olvidaba todo —prácticas, regulaciones, términos—, como
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después de un examen. Oh, conocía las bases: un contrato de futuros era una
obligación transferible para comprar o vender una cantidad estándar de determinado
producto por un precio convenido en una fecha futura fija. Pero los mercados habían
sufrido alteraciones desde que Dixon había empezado varias décadas atrás y sólo los
granjeros vendían productos futuros para asegurar los precios de las cosechas. En la
actualidad, se jugaba con dinero, como decía Dixon; los mercados vendían futuros
sobre los mercados: sobre precios de bonos y monedas, índices bursátiles, opciones
sobre futuros mismos. Cuando Stern visitaba las oficinas de Dixon, en la sala se
hablaba una jerga ininteligible para él: transacciones de base, curvas igualadas de
rendimiento. A pesar de los misterios, Stern recordaba la confesión de Dixon de que
las primeras personas en efectuar transacciones de futuro sobre los precios bursátiles
habían sido corredores de apuestas de Las Vegas.
—Vamos a ver, por ejemplo, esta primera transacción para Chicago Ovens —
apuntó Stern, señalando la citación. Ese cliente era una vasta empresa de panadería,
parte de International Provisions, que producía un tercio del pan que se vendía en los
supermercados. Stern había visitado a sus abogados en Chicago—. Por lo que sé, es
una transacción típica. Querían estar seguros de poder comprar trigo en diciembre a
un precio favorable. Así que te pidieron que les compraras diez millones de bushels[3]
de trigo para la entrega de diciembre. ¿Correcto? Bien, ¿qué pasa en MD?
—Bueno —dijo Dixon—. Cada orden que recibimos, no importa de dónde venga,
se redacta en el despacho central, que está aquí, en nuestras oficinas de la bolsa de
Kindle. Luego transmiten la orden a nuestra cabina de la sección comercial de todas
las bolsas donde se comercia ese futuro. Granos y finanzas en Chicago. Alimentos y
fibras en Nueva York. Aquí hacemos lotes pequeños. Éste fue obviamente a Chicago.
La orden circula y nuestro agente la pregona hasta que encuentra a alguien que quiere
vender trigo de diciembre. Tal vez venda para granjeros, tal vez para especuladores.
No importa. De noche la bolsa certifica las transacciones, es decir, las compara para
cerciorarse de que MD compró diez millones de bushels de trigo de diciembre y otra
casa los vendió. Al día siguiente enviamos la confirmación al cliente y nos
aseguramos de que tenga suficiente dinero en nuestra empresa para cubrir la posición.
Así funciona. Hay un millón de variantes, pero eso es lo básico. ¿Correcto? Ésa es la
huella que están siguiendo.
Stern asintió: todo muy familiar. Estudió de nuevo la citación y preguntó cómo
interpretaba Dixon la lista de operaciones, pero él sólo meneó la cabeza. Se trataba de
cinco clientes distintos en varios meses. Stern había hablado la semana anterior en
Chicago con los abogados de dos de esos clientes, un gran banco rural de Iowa y
Chicago Ovens. Parecía probable, pues, que el gobierno también hubiera solicitado
documentos a los otros tres clientes. Stern le dijo a Dixon que sería conveniente
ponerse en contacto con ellos.
—¿Para qué? —preguntó Dixon.
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No era buena publicidad decir a los clientes que un gran jurado federal estaba
estudiando los documentos de una empresa.
—Para determinar qué información brindaron. —Uno de los problemas de una
investigación por el gran jurado consistía en llegar a una estimación, al menos
aproximada, de lo que sabía el gobierno. La mayoría de las compañías e individuos
carecían de valor suficiente para desobedecer la habitual solicitud del FBI de
mantener en secreto las preguntas de sus agentes.
Dixon siguió aventurando vagas objeciones, pero al final cedió. Su defensa del
negocio era instintiva. Había comenzado a trabajar en futuros en las pequeñas
comunidades rurales y durante más de tres décadas Maison Dixon se había
transformado en un coloso con clientes poderosos, reservas de productos y cuentas de
gran magnitud. MD era miembro de la mayoría de las agencias bursátiles de Chicago
y Nueva York, y tenía oficinas con activas líneas telefónicas en ambas ciudades y
también en Kindle.
A finales de los sesenta Dixon había persuadido a un grupo de operadores de
Kindle para que formaran una pequeña bolsa local de futuros. La idea de Dixon
consistía en negociar con volúmenes más acordes con las necesidades de los
comerciantes minoristas. La bolsa de Chicago no podía negociar un contrato para la
entrega futura de trigo o soja inferior a 5000 bushels. En Kindle se podían negociar
500 a precios que seguían los de Chicago. La bolsa del condado de Kindle había
establecido su minimercado en los contratos más populares y Dixon seguía
presionando a sus colegas para imponer más innovaciones. En los dos últimos años
había procurado implacablemente las aprobaciones necesarias para comerciar en
futuros en el índice de Precios al Consumidor. Dixon no había actuado sagazmente
una única vez, sino varias. La comunidad financiera lo contemplaba con la habitual
mezcla de admiración y disgusto. Un fullero. Un tiburón. Artero. Escurridizo. Pero
inteligente. Tenía feroces enemigos y muchos admiradores.
—¿Quiénes son estos clientes, Dixon? ¿Qué tienen en común?
—Nada. Diferentes productos. Diferentes estrategias. Lo único qué sobresale es
que deben de ser los cinco mayores clientes que tengo.
Lo dijo con resentimiento. El gobierno estaba atacando un punto vulnerable.
—¿Qué tienes que ver tú con estas cuentas, Dixon?
—No mucho. Se trata de grandes transacciones —respondió Dixon—. La norma
de la casa es que me notifiquen toda operación de ese volumen. Pero eso es todo.
—¿Grandes transacciones? —preguntó Stern.
—Míralas. Allí hay mil quinientos, dos mil contratos. El foso salta con esas
órdenes.
—Explícate, por favor.
—Ya sabes cómo funciona, Stern. Cotizaciones. Un contrato vale 20 000 kilos.
Un cliente quiere 1500, eso es una buena tajada. El precio sube como un cohete. Es la
oferta y la demanda. Intentamos todos los trucos para aminorar la marcha. Pasamos
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operaciones a corredores amigos. Compramos el producto en efectivo y vendemos el
futuro. Pero no puedes detenerlo del todo. Es como la naturaleza cambiante.
—Ajá —dijo Stern. De manera que sí sabían algo. El gobierno estaba
investigando operaciones grandes, operaciones que MD manejaba, operaciones que
Dixon conocía, operaciones que ejercían un impacto significativo en los precios—.
¿No se te ocurre nada más?
Dixon meneó la cabeza con gravedad. No, nada, no sabía nada en absoluto. Stern
se apoyó el grueso dedo en los labios. Aun con esta novedad, resultaba difícil evaluar
las sospechas del gobierno. Los documentos solicitados se podían relacionar con
diversos planes, particularmente en las operaciones de futuros, donde se practicaba
todo tipo de canalladas. Stern supuso que Klonsky y sus colegas sospechaban de
alguna clase de manipulación de los mercados. Había toda suerte de maniobras
complicadas. Un par de meses atrás los periódicos habían publicado la información
de que un gobierno extranjero con problemas en la cosecha del azúcar había intentado
bajar el precio de los futuros de este producto para que el gobierno pudiera comprar y
satisfacer a menor precio los compromisos de entrega. Habían circulado autorizados
rumores de que se había perfeccionado una sustancia llamada «azúcar zurdo», un tipo
de azúcar natural sin calorías. Durante tres días los precios cayeron, pero luego los
operadores de todo el país comprendieron lo que ocurría y los precios subieron como
la espuma. Dixon tal vez había hallado un modo menos evidente —aunque
igualmente ilegal— de manipular la reacción de los mercados ante estas enormes
transacciones que efectuaba para sus clientes. Dixon, sin embargo, insistía en que él
no corría peligro.
—En la citación ni siquiera aparece mi nombre. Es buena señal, ¿verdad?
La ausencia del nombre resultaba aparentemente alentadora. Pero los agentes del
FBI no habrían sido tan obvios al perseguir a Dixon la semana anterior —ni habrían
salido de la ciudad con las citaciones iniciales— si no hubieran creído que él pronto
entendería el sentido de esas indagaciones. Stern sospechaba que su cliente se
guardaba ciertos secretos, algo que no era extraño dadas las circunstancias y muy
típico de Dixon. Pero tal vez ese día no fuera el más apropiado para presionarlo.
De nuevo en pie, Stern se tomó un momento, como hacía a menudo, para mirar
desde su ventana de Morgan Towers, el edificio más alto de la ciudad, hacia el río
Kindle, cuyas rápidas aguas rodaban por varios afluentes hasta el Mississippi. El
mercader francés Jean Baptiste du Sable, que había descansado allí en su camino
desde Nueva Orleans hasta lo que después fue Chicago, había llamado La Chandelle,
«la candela», al plateado y rutilante Kindle. El puesto comercial de Du Sable, que
llevaba su nombre, era ahora la parte más grande de un consolidado municipio de tres
ciudades con casi un millón de habitantes. Al sur, donde el río se bifurcaba y volvía a
unirse, había otras dos ciudades, Moreland, con colonos británicos que habían
anglificado el nombre del río, y Kewahnee, ex campamento indio, que en sus
orígenes había sido varios puertos de barcazas y se había fusionado con Du Sable a
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mediados de los años treinta. En esta época de extensión urbana, toda la zona,
incluido el municipio, se aludía habitualmente por el nombre del condado, Kindle,
una megalópolis que combinaba zonas urbanas con barrios residenciales, prosperidad
y miseria, y albergaba casi tres millones de personas. Los habitantes ansiaban que la
ciudad se conociera por el nombre del condado, y esa ansia no se había aplacado
cuando en los años sesenta se descubrió que Du Sable, tradicionalmente considerado
el primer hombre blanco de la región, había sido negro.
Dixon estaba hablando. Quería saber si estaban obligados a presentar todos los
documentos que requería el gobierno. La mayoría de las transacciones, dado el
volumen, se habían efectuado en Chicago, y la búsqueda de los documentos llevaría
varios días a Margy Allison, vicepresidenta ejecutiva de Dixon a cargo de la oficina
de Chicago, a doscientos kilómetros.
—No veo otra salida —dijo Stern—. Presentaré una queja ante la fiscalía por los
costes. Diré que están paralizando tus operaciones. Necesito tiempo para examinar
los documentos, para ver si adivino cuáles son las sospechas del gobierno. Entretanto
deberíamos examinar los documentos para ver si ofrecen nuevas pistas de las
intenciones del gobierno. Pero al final tendremos que entregarlos. No podemos
refutar la citación por demasiado general. Es muy precisa.
—¿Qué sucede con la quinta enmienda?
Así era Dixon, sereno cuando otros ejecutivos hubieran tartamudeado. Stern
explicó que la citación buscaba documentos que pertenecían legalmente a la empresa,
no a Dixon mismo. La empresa no era un individuo y carecía de los derechos
amparados por la quinta enmienda. Dixon podía negarse a dar testimonio sobre los
documentos, pero tenía que entregar los papeles.
Claudia llamó. Tenía a Klonsky en la línea. Dixon mascó el puro y reflexionó
sobre la misteriosa lógica de la ley.
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Hubo un instante de silencio. «Hampones». El mismo Stern se sorprendía de su
tono agresivo. Por lo general se enorgullecía de su moderación. Dixon sonreía. Rara
vez había visto a Stern tan enfadado.
—Tal vez quiere que le explique las circunstancias —dijo Stern.
—Comprendo las circunstancias —replicó Klonsky.
Ya estaba erizada.
Sin duda todos comprendían las circunstancias, pensó Stern. Él tenía muchos
amigos en la fiscalía, tanto en la del condado como en la federal, pero también eran
adversarios… y humanos. Era un chisme delicioso: «¿Ya sabes lo que pasó con la
mujer de Stern?». Al pensar en ello, el mundo se transformó de nuevo en un abismo y
sintió un aguijonazo de dolor. ¿Cómo era posible? Era tan irracional. Cerró los ojos
inflamados y percibió que Dixon se movía. Era lamentable que su vergüenza, más
que otro sentimiento, causara estos momentos y que el mismo orgullo le ayudara a
superarlos. Un impulso combativo le permitía continuar con dignidad. ¿Dónde
diablos estaba su puro? Cuando habló, no le temblaba la voz.
—En ese caso, su conducta me parece deplorable. Tal vez deba hablar con el
señor Sennett.
Stan Sennett había sido fiscal federal durante un par de años. Era el más
despiadado y seco, y por supuesto no era aliado de Stern. Sennett no se dejaría
presionar (a fin de cuentas los agentes estaban cumpliendo con su trabajo), pero
Klonsky no podía responder eso.
—Mire, Stern, fue un error. Pediría disculpas si usted me diera la oportunidad.
Hace días que llamo.
Stern decidió no responder a ese reproche. Ella estaba en el cargo sólo desde
hacía un año, tras ocupar una escribanía en el tribunal de apelaciones y después de
una distinguida carrera en la escuela de leyes; esa inexperiencia tal vez le diera una
ventaja. Había adquirido la reputación de ser brillante pero parsimoniosa, incluso
débil y vulnerable. No deseaba tranquilizar a Klonsky.
—Dígame, Klonsky —dijo Stern, cambiando de tema—, ¿a qué viene esta
investigación?
—Preferiría no revelarlo ahora.
—¿Hay otras agencias involucradas, además del FBI?
Stern quería saber si estaba metido el Servicio Fiscal Interno, pues siempre traía
problemas, y si estaban implicados los reguladores federales, la CFTC, para tener
idea del origen de los cargos.
—No puedo responder —dijo Klonsky.
—¿Y el señor Hartnell? ¿Puede decirme si él es blanco de la investigación?
Ella hizo una pausa prudente. Klonsky ya había tenido malas experiencias con los
abogados defensores.
—No puedo decirle que no lo es.
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—Entiendo. —Stern reflexionó—. ¿Podrá ser más precisa respecto a la situación
de mi cliente?
—Tal vez cuando examinemos los documentos que hemos pedido. Debe
presentarlos hoy.
—Bien, temo que tardaremos un poco más. Usted está pidiendo que el señor
Hartnell y sus empleados dejen de dedicarse a sus negocios para buscar documentos
durante semanas.
—No es tan grave —comentó Klonsky.
—Pues ellos dicen que sí lo es.
Klonsky suspiró. Se estaba hartando de la conversación.
—¿Cuánto tiempo?
—Necesitamos una prórroga de por lo menos tres semanas —dijo Stern. Dixon lo
miró aprobatoriamente. Tenía el cigarro en la boca y una gran sonrisa de entusiasmo.
Esto era mejor que la televisión—. No, lo siento. No había consultado al señor
Hartnell. Mejor un mes entero.
—Es ridículo. Esos documentos deben de estar en un par de cajones.
—Pues a mí me han dicho otra cosa. Klonsky, ésta es una investigación a cargo
de un gran jurado federal. Yo represento a la empresa y al señor Hartnell
personalmente. Usted no desea identificar a los blancos de la investigación. Debo
estar alerta ante los conflictos y al mismo tiempo he de cerciorarme de cumplir
exactamente con la citación. Para ello me veo obligado a efectuar por lo menos un
viaje a Chicago, o más. Si usted desea limitar sus requerimientos o decirme qué
necesita primero, trataremos de satisfacerla. —Ella guardó silencio. Si restringía sus
requerimientos, podía revelar qué le interesaba—. Si cree usted que soy poco
razonable, haga una moción de obligatoriedad. Me alegrará explicar todo esto ante la
juez Winchell.
La juez Winchell, ex fiscal, a la larga emitiría un veredicto favorable al gobierno.
Pero ningún juez del tribunal federal fijaría plazos inflexibles para Sandy Stern ese
mes. No era preciso mencionar aquí las circunstancias personales. Klonsky sabía
cómo funcionaban las cosas.
—No más prórrogas —advirtió Klonsky. Le dio una fecha, el dos de mayo—. Le
enviaré una carta.
—Muy bien —dijo Stern—. Estaré ansioso de reunirme con usted en cuanto haya
examinado lo que presentemos.
—De acuerdo.
—Y, por cierto, acepto sus disculpas.
Klonsky, irritada, titubeó, pero decidió no decir lo que pensaba.
—De acuerdo —repitió, y colgó.
Stern no pudo disimular su satisfacción. Eso había salido bien.
Klonsky estaba tensa y malhumorada y él le había sacado ventaja.
Cuando terminara el mes, podrían pedir otra semana o dos, si lo creían necesario.
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Dixon reía, feliz de ver al gobierno humillado. Le preguntó qué le había dicho la
ayudante del fiscal.
—Muy poco. Excepto que no descartaría la posibilidad de que seas el blanco de la
investigación.
Dixon chupó el puro. Por un instante perdió el buen humor, pero se encogió de
hombros con gallardía.
—La has frenado —dijo.
Stern enumeró los otros asuntos que requerían atención. Se trasladaría a Chicago
para examinar los documentos solicitados en cuanto los hubieran reunido.
—Entretanto, ya sabes cómo funcionan estas cosas, Dixon. No hables con nadie
salvo conmigo. Actúa como si todos llevaran una grabadora. No me sorprendería que
alguien la llevara de verdad.
Por primera vez en ese día, Dixon manifestó cierta incomodidad: cerró los labios
y meneó la cabeza. Apagó el puro.
—Lamento que esto suceda ahora, Stern. Odio tener que ser yo quien te arrastre
de nuevo a la oficina.
Stern levantó una mano.
—Sospecho que pasaré mucho tiempo aquí —dijo con tono heroico, pero la
sensación de incertidumbre lo asaltó con nueva intensidad.
No tenía ni idea acerca del futuro inmediato ni de lo que le esperaba. Unas
imágenes se habían insinuado: figuras de quietud y orden. Se enfrentaría a la oficina
y a los clientes en un estado de tranquila senilidad.
Dixon, desde luego, tenía otras ideas en mente.
—Oh, ya tendrás otras distracciones. —Miró con estudiada lascivia el cigarro
apagado. Stern se disgustó, pero sabía que Dixon simplemente era tan grosero como
para decir lo que otros sólo pensaban. Aún con los ojos humedecidos por las
lágrimas, hinchados por la pesadumbre, Stern notaba que ya lo miraban de otra
manera. Un hombre solo. Ciertos datos eran elementales. En su estado de ánimo,
Stern se negaba a pensar en ese tema. Además, sabía que sus circunstancias se salían
de lo normal. ¿Qué mujer sensata anhelaría la compañía de un hombre con el cual
otra mujer se había negado literalmente a seguir viviendo?—. Supongo que esto te
costará una fortuna —añadió Dixon mientras cogía la chaqueta.
—Será caro —admitió Stern, sin poder reprimir una sonrisa.
Dixon era rico. Tenía una empresa que valía millones y todos los años se pagaba a
sí mismo un sueldo de siete cifras, pero mantenía la típica frugalidad de un luchador.
Se quejaba sin rodeos del excesivo coste de las tarifas legales. Pero años atrás, en el
período en que aún intentaba conquistar a Stern después de casarse con Silvia, Dixon
le había pedido que le cobrara como a cualquier cliente, y Stern nunca había olvidado
ese ruego. Una armonía peculiar se había establecido entre ellos. Dixon pagaba por la
tolerancia de Stern, y éste estaba dispuesto a que le compraran la tolerancia. Ambos
se preguntaban quién sacaba mejor partido de la situación.
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—Puedo dejar que abogados más jóvenes examinen algunos de los documentos
—continuó Stern—, pero sabemos demasiado poco. Debo hacer casi todo esto en
persona. Klonsky tendrá prioridad sobre otros asuntos.
—Por favor —dijo Dixon. Echó una nueva ojeada a la habitación. El peso de las
circunstancias empezaba a agobiarlo. No estaba contento—. No quiero fastidiarlo
todo con esto.
Stern pensó en su cuñado y sus muchos secretos. Recordó vívidamente la voz de
Clara. Aunque sentía poco afecto por Dixon, nunca le había sorprendido esa alianza.
Stern a menudo se quejaba de no conocer a Dixon ni entender sus reacciones. Ese
hombre era escurridizo como el humo.
«Supongo —respondía Clara— que él opina lo mismo de ti».
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En la recepción imitación Chippendale de Barstow Zahn & Hanks, una gran firma
legal, Stern esperaba con sus hijos a Cal Hopkinson, con quien había concertado una
cita para conocer los detalles del testamento de Clara. Stern abordaba este episodio
con las mismas emociones opuestas que siempre le había suscitado la riqueza de
Clara, pero ahora prevalecían las fuertes sensaciones —dolor, afecto, consuelo— que
despertaba la cercanía de sus hijos.
Marta se iría al día siguiente. Se había quedado una semana después del funeral.
El trabajo andaba lento, decía, y Kate y ella habían planeado examinar las cosas de
Clara. En cambio, Marta había pasado horas a solas, observando soñadoramente su
cuarto, caminando por la casa como si fuera un lugar nuevo. Ya había mencionado
que pronto tendría que regresar para concluir esa tarea.
Con la partida de Marta —la hija que más lo apreciaba o, mejor dicho, que menos
le temía—. Stern se quedaría solo. Sus hijos le habían ofrecido todo el consuelo que
podían brindarle durante las últimas semanas, pero ahora los alejaba el tumulto de sus
propias vidas, así como el desconcierto de tener que enfrentarse con ellos mismos.
Con todos sus hijos, Clara había sido la mediadora; ellos tenían menos experiencia
directa con él. Oh, él los quería. Entrañablemente. Pero a su manera compulsiva y
ordenada, en su lugar. Por tarde que regresara de la oficina, en una rutina fija como
una plegaria, escuchaba a Clara todas las noches para saber cómo andaban sus hijos,
sus problemas y triunfos, el desarrollo de sus pequeñas vidas. En ese momento había
pensado que de algún modo llegarían a comprender que parte del interés de la madre
era también el del padre. Cuando llegaron a la adolescencia, notó con turbación y
enfado que todos adoptaban actitudes que lo acusaban en silencio de ser distante. Los
lazos de afecto los unían con la madre. Como en la ley antigua, los beneficios eran
sólo para los que estaban en contacto directo e íntimo.
Al fin llegó Cal. Estrechó la mano de todos, preciso como un relojero, y se
disculpó por la espera. Cal era un sujeto poco notable: sereno, agradable, una especie
de camarero. Lo más remarcable de él era un rasgo físico: detrás de la oreja izquierda,
a poca distancia del pelo, había una depresión redonda y oscura que parecía
adentrarse en el cráneo, como si alguien hubiera hundido el dedo en una bola de
masa. La marca parecía un agujero de bala, y eso era en efecto, una herida de la
guerra de Corea, una maravilla médica. La bala lo había atravesado produciendo
lesiones sólo en la parte externa del cráneo. Una vez vista, no quedaba inadvertida.
Stern pasaba sus reuniones con Cal esperando que él mirara hacia otro lado para
poder contemplarla a sus anchas.
Cal condujo a la familia hacia una sala con frisos de madera. Stern fue el último
en entrar y Cal lo detuvo en la puerta.
—Antes de empezar, Sandy, hay, como te dije por teléfono el mes pasado, un par
de preguntas que deseo hacerte sobre las propiedades de Clara, ciertas peculiaridades
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que supongo tú conoces.
—¿Yo?
Por años, sólo había hablado acerca de las finanzas de Clara en las escasas
ocasiones en que ella sacaba el tema, y por lo general él la remitía a sus banqueros o
abogados.
Los interrumpió la llegada de la socia de Cal, una joven con gafas y cabello
castaño y lacio llamada Van Zandt. Marta asomó la cabeza para ver por qué se
retrasaban, y a sugerencia de Stern todos entraron en la sala, donde se sentaron
alrededor de la larga mesa de castaño. Pequeños grabados de plata, preciosas
caricaturas de diversas escenas legales, adornaban las paredes. También estaba la
habitual vista majestuosa de la ciudad: las firmas de abogados y las grandes empresas
ocupaban el mejor espacio. Años antes, Harry Fage había intentado persuadir a Stern
de que se instalara en esa moderna Versalles, pero Stern se había negado.
—Creo —dijo Cal— que empezaré por el principio y os contaré todo acerca de
las propiedades de Clara.
Stern asintió. Marta lo imitó. Todos convinieron en que era lo más adecuado. Van
Zandt entregó a Cal un documento —sin duda un memorándum que sintetizaba el
testamento— y éste empezó con solemnidad. Como todos los planes de propiedad un
poco complicados, el de Clara se había redactado teniendo en cuenta las leyes de
impuestos. Como consecuencia de la previsión del padre de Clara, décadas atrás, y el
posterior buen asesoramiento, Clara había podido disponer de una fortuna importante
sin pagar un céntimo en impuestos federales a la propiedad. Cal reveló este dato con
una rutilante sonrisa de triunfo.
La mayor parte de la fortuna de Clara nunca se había transferido directamente.
Las herencias procedentes del padre, la madre y una tía soltera habían ido a parar a
diversos fondos fiduciarios que Henry Mittler había creado en el River National
Bank; estos fondos durarían durante generaciones, generando ingresos y preservando
el capital, en el mejor estilo antiguo de ganar dinero. Cuando era joven, Stern creía
que Henry hacía estos complicados planes porque temía que su yerno fuera un
cazador de dotes. Ahora comprendía que la fe de Henry era más simple: toda
confidencia, por limitada que fuera, era vulnerable al abuso. Este flagrante cinismo
había hecho de Henry un abogado formidable, aunque las mismas cualidades de
carácter también habían contribuido al descontento de la hija hacia su padre. Clara
había librado feroces luchas internas a causa del padre, un hombre sagaz, dominante,
terco. Ahora Clara yacía en el pequeño cementerio de la sinagoga, frente al gran
monumento que Henry Mittler había erigido para sí mismo y la madre de Clara,
Pauline, gracias al mismo testamento que había creado los fondos fiduciarios. La
tierra los reclamaba a todos, con sus pasiones, mientras las cuentas bancarias
sobrevivían. Stern, que sabía apreciar el dinero, no dejaba de lamentar estos tristes
hechos.
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—Según nuestras notas —prosiguió Cal—, cuando revisamos el plan de
propiedad después de los últimos cambios en los impuestos, los fondos fiduciarios
estaban valorados en poco más de siete millones de dólares. La propiedad de Clara —
dijo, aludiendo a los intereses arrojados durante años por los fondos, los cuales, casi
intactos, habían sido invertidos por el banco en nombre de ella— rondaba los dos
millones. Desde luego, hubo cambios con la crisis del mercado de valores y otros
acontecimientos financieros, pero ahora tenéis un cuadro general.
Cal se había tomado su tiempo para llegar a este punto y se notaba que disfrutaba
del efecto que las cifras ejercían sobre quienes lo escuchaban. Kate abrió los ojos y
Peter soltó un silbido. Era todo un logro, pensó Stern, haber conseguido que los hijos
no se enteraran de ello. Él no estaba asombrado por las cifras, pues las estimaciones
que hacía periódicamente sobre esos dólares que rara vez se había dignado tocar eran
bastante acertadas.
El testamento de Clara era simple. Stern era el albacea. Los derechos a los
intereses del fondo fiduciario pasaban a los hijos en porciones divididas a partes
iguales, «cada parte similar a la otra», como dijo Cal. De la fortuna de Clara, buena
parte iba a parar a los hijos y a obras de caridad, el resto quedaba en un fondo
fiduciario para que Stern lo usara como considerara conveniente.
Tras leer el testamento, Cal se concentró en los detalles. Al describir las
estipulaciones, usó la tercera persona —«cónyuge Alejandro», «hijos Peter, Marta y
Kate»— y no se molestó en traducir muchos términos técnicos. No obstante, al fin se
realizaron los inevitables cálculos y Kate rompió a llorar. Los hijos podían repartirse
una renta anual de medio millón de dólares. A ello se añadía un legado en efectivo de
doscientos mil dólares para cada uno, por no mencionar la perspectiva de otra
sustancial cantidad cuando Stern abandonara el escenario. Stern pensó que si lograba
sacar a Dixon del atolladero, éste tal vez sería un buen asesor financiero para sus
sobrinos. En cuanto a sí mismo, no sentía remordimientos por aceptar el obsequio de
su esposa, quizá porque su propia fortuna había crecido hasta el punto en que ya no lo
necesitaba o porque, después de todo esto, creía merecerlo. Según la rápida
estimación de Stern, la propiedad que se le confiaba —lo que quedaría de los valores
y bonos de Clara en el banco— ascendía a un millón de dólares.
Mientras leía las estipulaciones, Cal se volvió hacia Stern.
—Clara especificó que tú fueras beneficiario de por vida, al margen de cualquier
nuevo matrimonio.
—Entiendo —dijo Stern.
Cal sonrió, satisfecho ante esta exhaustiva administración del futuro, pero los
hijos quedaron abrumados por la previsión de la madre. Una vibración de
incomodidad recorrió la sala. Ninguno de ellos había hablado del tema con Stern. Sin
duda lo habían pensado, todos habían pensado en ello. Incluso Clara. Pero resultaba
desconcertante para todos —incluso para Stern— saber que Clara había resuelto
formalmente todas las objeciones.
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Cal continuaba, pero Stern interrumpió.
—¿Este fondo fiduciario, Cal, es lo que te preocupaba? —Quizá Cal deseaba
hablarle a solas porque había un conflicto entre el deseo de Clara de legarle sus
bienes y las restricciones que Henry Mittler había impuesto décadas atrás.
—No estoy preocupado, Sandy. Tengo una pregunta.
—¿Es sobre este fondo a mi nombre?
—Más o menos. Espera un momento.
Cal alzó la mano; era demasiado meticuloso para no respetar el orden. Estaba
hablando de las donaciones caritativas de Clara y volvió sobre ese tema.
Kate no pudo contener el llanto. Van Zandt, siempre preparada, había traído una
caja de pañuelos de papel y le ofreció uno a Kate mientras Cal continuaba con los
detalles que tanto le gustaban.
—Clara también deja un legado de quinientos mil dólares para la Sinagoga de la
Congregación Reformista y pidió que la mitad se utilizara para respaldar el Programa
de Artes.
Los hijos escucharon esto, todavía deslumbrados por el caudal de esa fuente de
dinero, pero Stern —que de lo contrario habría recibido esos fondos— consideró que
la donación de Clara era típica y loable. Para Stern, la idea de sí mismo como judío
era un punto de referencia absoluto y fijo, el norte de su brújula personal, que le
permitía medir todos los demás problemas de identidad. Clara y él compartían cierta
creencia en la importancia de la educación religiosa de los hijos y la observancia de
las fechas sagradas. Pero la religión de Clara era mucho más institucional. Para Clara,
la sinagoga que sus abuelos maternos habían contribuido a fundar era un ancla
importante, y contra toda razón sentía devoción por el rabino, un artero oportunista, y
por sus muchos proyectos comunitarios. A instancias del rabino Weigel, Clara había
enseñado cultura musical como voluntaria durante tres o cuatro años en el Programa
de Artes, un proyecto de varias confesiones religiosas para mejorar la enseñanza de
las escuelas más pobres de Du Sable. Clara admiraba la cultura y la urbanidad de los
ricos, pero no sus aires de superioridad. Siempre había sido una persona escrupulosa.
—Creo que eso es todo —concluyó Cal.
Dejó el testamento y miró a los presentes como si esperara una ovación.
—El problema… —intervino Stern, aludiendo una vez más al fondo fiduciario
que Clara le había dejado.
Cal parecía haberse olvidado.
—Oh —dijo Cal—. Como te decía, tan sólo una pregunta, Sandy. Nos hemos
preguntado qué ocurrió con eso.
—¿Eso?
—El dinero. Entiendes. —Cal se inclinó hacia adelante—. ¿Verdad?
—Tenía entendido, Cal, por las cifras que has citado, que había otro millón en la
sucesión.
Lamentó las palabras en cuanto las pronunció, sobre todo la precisión del cálculo.
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—Bien, no tanto —dijo Cal, minucioso—. Las posesiones de Clara no han sido
inmunes a la crisis financiera. Pero me refiero a los ochocientos cincuenta mil dólares
que desaparecieron de la cuenta de inversiones.
Por un instante nadie dijo nada.
—¿Desaparecieron? —preguntó al fin Stern.
—Se extrajeron —apuntó Cal.
Los dos hombres se estudiaron.
—¿Nos estás diciendo que hubo un desfalco?
—¡Cielos, no! —Cal se volvió a Van Zandt, como buscando ayuda—. Tenemos
informes detallados del banco acerca de los fondos fiduciarios y la cuenta de
inversiones. Cuando oímos la noticia, lo examinamos, por supuesto, y vi que esta
suma se había extraído el mes pasado. Di por sentado, Sandy… estaba seguro de que
ella habría hablado contigo. —Cal hizo una pausa—. La llamé.
Stern comprendió.
—¿Crees que Clara se gastó ese dinero?
—Claro. Pensé que habría hecho alguna inversión por su cuenta, una casa de
verano…
Cal agitó la mano.
—¿Qué pudo hacer con esos ochocientos cincuenta mil dólares? —intervino
Marta—. Es extraño.
Stern estaba de acuerdo y quiso sumar su voz a la de Marta, pero el instinto lo
salvó. Era un terreno resbaladizo. Él no era quién para predecir qué era posible o
imposible con Clara en esos últimos días. Tal vez estaba financiando a una secta
hippie. O comprando drogas.
—Cal, no entiendo cómo sucedió esto.
—Supongo que Clara fue al banco, canceló la mayor parte de sus inversiones y se
llevó el dinero. Era suyo, a fin de cuentas.
—¿Lo has confirmado con el banco?
—Sandy, primero quería hablar contigo. Por eso te llamé. —Cal se sentía muy
incómodo. Los abogados testamentarios trataban con un mundo de intenciones fijas.
No estaban preparados para las sorpresas. A todas luces, temía que la familia lo
culpara y ya había descendido a las sudorosas honduras de la justificación profesional
—. Pensé que estarías al corriente. No se me ocurrió que… —Cal se interrumpió,
como si comprendiera que sólo causaba daño al enfatizar de nuevo que le asombraba
que Clara hubiera actuado sin consultar al esposo. La repentina y atípica sensibilidad
de Cal angustió a Stern. Se sentía aturdido. Era una reacción pueril, codiciosa como
la de un niño, pero no podía evitar el pensamiento. Ella había legado algo a los hijos,
había engordado al rabino y su proyecto favorito. Sólo él, en los últimos días de
Clara, había quedado excluido. La vergüenza y la angustia, la misma mezcla
venenosa, surgieron una vez más.
Cal seguía hablando.
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—Ahora que me dices que no tienes ni idea de qué es esto, llamaré de inmediato a
Jack Wagoner, del banco. Investigaremos. El tribunal de testamentarios lo requerirá.
Estas promesas no parecían consolar al propio Cal, quien estaba preocupado y
cabizbajo, relamiéndose los labios. Lo contaba como si el dinero hubiera huido por su
cuenta.
—¿Cuándo se hizo esa transacción? —preguntó Marta—. ¿En qué fecha del mes?
Cal se volvió hacia Van Zandt, quien tenía el dato: cinco días antes de la muerte
de Clara. Van Zandt le entregó el papel a Marta, quien se lo tendió al padre. Stern lo
empujó a un lado. Volvía a pensar en un desfalco, algún tipo de fraude, pero era
improbable. Más aún, era absurdo.
Alzó los ojos cuando Kate rompió a llorar de nuevo. Tenía veintiséis años, pero
parecía una niña con la cara hinchada por las lágrimas y el maquillaje corrido. Se
apoyó en el brazo de Peter, quien había guardado silencio, aún deprimido por el
recuerdo de la madre. El acongojado Stern se enfadó ante la actitud solícita de Peter.
¿Por qué las mujeres de la familia siempre acudían a él? Admitían que era huraño,
pero todas parecían adorar su silenciosa hosquedad. Estaba disponible. Era de fiar,
era alguien con quien se podía contar. Peter había erosionado la posición del padre de
la manera más insidiosa: superándolo, siendo lo que por desgracia Stern no era. Esta
repentina y penetrante visión de los extraños mecanismos de su familia no contribuyó
a detener la creciente marea de dolor.
Estrechó la mano de Cal y Van Zandt. Sus hijos también se levantaron, sin saber
adónde dirigirse. Stern comprendió de pronto que él era el centro de la atención.
Todos lo miraban —sus hijos, los abogados— buscando señales. Qué hacer, cómo
reaccionar. Pero no podía ofrecer muchos indicios. En esa elegante sala, su alma
volvía a desmoronarse. Suicidio. Dinero. Enfermedad. Clara había dejado todo un
caos.
Se sintió acosado por un recuerdo de su mujer tal como la había visto un día
cuando iba a enseñar en el Programa de Artes. Stern y los hijos habían manifestado
preocupación por su seguridad, pero dos mañanas a la semana Clara conducía su
Seville hasta los barrios pobres de la ciudad. Al pasar para cambiar el coche, ya que
debía llevar el de Clara al taller, Stern la había visto avanzando con seguridad hacia la
puerta de la escuela: una dama madura y resuelta con aire noble, pelo rojizo, pecho
generoso. No llevaba bolso. Tenía las manos en los bolsillos de la sencilla chaqueta y
erguía la cabeza, ignorando algunas miradas hostiles. En esa fracción de segundo,
Stern reconoció un aspecto esencial: no que ella fuera temeraria, sino que le había
visto a menudo esa expresión, y que para Clara todo viaje fuera de la casa al parecer
requería el mismo esfuerzo para dominar su ansiedad. Vencía a sus demonios
interiores persuadiéndose de que eran ficticios. De algún modo al final habían
cobrado vida, acuciándola y devorándola. Clara Stern, una mujer taciturna, elegante y
digna, había caído en el lodazal del mundo, que la había devorado, como una de esas
criaturas prehistóricas cuyos huesos aparecían en los pozos de alquitrán. Stern sabía
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que tarde o temprano él llegaría al núcleo del asunto para soportar las mismas
pesadillas a las que ella se había enfrentado.
Llegaron a la calle. Kate, que por un instante se había dominado, rompió a llorar
de nuevo.
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¿Cómo se abandona una vida? De noche Stern caminaba por la enorme casa,
buscando respuestas. En los armarios aún colgaban muchas prendas de Clara Stern.
Abría las puertas de par en par y las miraba como si fueran reliquias. Kate y Marta
habían vaciado muchas perchas, que ahora parecían esqueletos de pájaros.
Cuando Marta se fue, Stern se mudó al cuarto de ella. Su dormitorio parecía
caótico, arrasado; aquí sentía mayor serenidad. Cuando entró en el dormitorio
principal para recoger un par de cosas, el silencio le resultó abrumador. Pocos días de
desuso habían bastado para cubrirlo con una quietud polvorienta, amortajada. Era
como si examinara una fotografía: un fragmento recortado de un pasado inalcanzable,
inanimado pero preservado. Cogió sus calcetines y sus ballenas para el cuello y salió
deprisa.
Los vecinos y la familia de la sinagoga le demostraban una amabilidad
ceremonial. El cónyuge de la suicida era una ruina demasiado inquietante para sentar
a la mesa. ¿Cómo explicarlo a los niños? Pero las mujeres le traían guisos y platos
con pollo para que comiera a solas. El congelador estaba atestado. La mayoría de las
noches ponía algo en el microondas, abría una botella de vino, comía y bebía, vagaba
por la casa.
En la nevera había una nota recordándole que debía telefonear a Nate Cawley. Lo
intentó varias veces, esperando desentrañar el misterio de la factura médica de Clara,
pero Nate, ocupado después de su semana en el congreso médico de Canadá, no había
respondido. Stern, ablandado por el vino, atendía llamadas —amigos, o Marta o Kate
— y luego reanudada sus movimientos. Se sentaba en sillas que no había ocupado
durante años. Iba de cuarto en cuarto, examinando los muebles y los cuadros. Aquella
diminuta ave de porcelana… ¿de dónde había salido?
A veces lo invitaban a salir, por lo general en grupo y en compañía de otros
abogados; se trataba de una especie de atención convencional que reflejaba más su
prestigio profesional que lazos de afecto. Era la clase de relación social que los Stern
siempre habían despreciado. La callada y firme Clara no estaba interesada en gente u
ocasiones insustanciales. Ahora que tenía libertad para ir solo, no podía adaptarse a
las hipocresías que exigían esas reuniones, veladas de divagaciones en que todos lo
mirarían con tácitas preguntas sobre su esposa.
Las únicas salidas que le agradaban eran las que compartía con los hijos. En las
dos primeras semanas después del fallecimiento de Clara, fue dos veces a cenar a
casa de Kate, y ella y John se reunieron una vez con él en la ciudad. Sin embargo,
dada la extensión del condado de Kindle, vivían a casi una hora de distancia, en los
días laborales el viaje resultaba agotador, sobre todo para Kate, fatigada por las
primeras etapas del embarazo. Stern notaba que incluso ella tenía que esforzarse para
atenderlo; Kate, siempre afectuosa, ahora parecía asustada de tratar con un padre
solo.
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Peter, actuando sin duda a instancias de las hermanas, también llamó, y Stern
sugirió que salieran a cenar una noche. «Algo rápido», dijo Peter, aceptando. Se
encontraron en un bar del centro, pero la ausencia de Clara era un peso enorme y
abrumador. A Clara le había dolido la distancia que reinaba entre ambos y los dos
habían tratado de superarla por consideración hacia ella. Ahora de repente quedaba de
manifiesto que el lazo no había sobrevivido a la muerte de Clara, ambos seguían
desempeñando papeles en una obra que había concluido. Al cabo de unos minutos de
incomodidad, guardaron absoluto silencio entre los ruidos y voces del restaurante.
Así que por norma general estaba solo. Una noche hubo una interrupción
inesperada. Llamó una mujer del vecindario que afirmó ser amiga de Clara. A
continuación comentó los repetidos fracasos de su esposo en la alcoba —el hombre
tenía muchos problemas— y terminó la conversación diciendo, simplemente,
«llámame». Stern no lo hizo, desde luego, pero el episodio provocó una tormenta de
sentimientos contradictorios. Como todos, había oído anécdotas acerca de mujeres
insatisfechas que abordaban a los viudos con particular audacia pero, dadas las
circunstancias de la muerte de Clara, estaba seguro de que eso no le pasaría a él. Oh,
tal vez había recibido un par de tarjetas, algunas llamadas de pésame de viudas y
divorciadas. Pero de pronto algo quedaba claro. La gente estaba sola y las mujeres
estaban tan solas como él. Pero ¿quién sabía algo sobre las mujeres? Él no, desde
luego. ¿Y para qué? Pensar en ello agravaba su estado. Lo desconcertaba y lo
impulsaba a encerrarse más en sí mismo.
Fueran cuales fuesen las distracciones, esas veladas siempre lo sorprendían
vagando. Bebía vino, se decía que trabajaría y andaba por la casa. En cuanto inició
esta rutina, comprendió que no trabajar era la principal ocupación del día. Sufría
mucho —extraviado entre tiernos recuerdos y muchos arrepentimientos— y sin
embargo buscaba esos momentos con ansiedad, evocando esos años.
Su recuerdo del pasado era un millón de páginas leídas bajo una luz
incandescente y puertas que se abrían cuando él llegaba con pesados maletines a cien
tribunales diferentes. En las décadas que recordaba, siempre era de noche o la
mañana del juicio y sus emociones eran una intensa mezcla de concentrada
determinación y angustia contenida. Meditaba mientras estaba en casa, sus hijos
hablaban sin recibir respuesta mientras él estudiaba tácticas, un recurso cauteloso
para un interrogatorio, y tendía una mano tierna para callarlos mientras pensaba en
otra cosa. Había llegado lejos. Estaba en la oficina, con sus puros, sus libros, su
teléfono y sus clientes desde las siete de la mañana hasta las nueve o diez de la noche.
Luego llegaba a una casa silenciosa. Los niños dormían. Clara esperaba leyendo un
libro en el salón silencioso, y el aroma de la cena impregnaba la casa: una imagen de
orden, eficacia, suficiencia.
¿Lo había convencido esa pose? ¿Durante cuántos años se había consolado con la
idea de que no discutían, de que ella rara vez lo criticaba como otras esposas? A Clara
le habría parecido una vulgaridad. Desde luego, él la trataba con amabilidad. Rara
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vez ignoraba sus deseos. Pero, por otra parte, había sabido elegir, pues ella rara vez
hablaba en su propio nombre. Claro que habían tenido fricciones. ¿Quién no las
tenía? El período en que los hijos se habían ido a la universidad había turbado
profundamente a Clara. Cuando Kate se fue, hubo ocasiones en que Stern la encontró
llorando en la oscuridad. Allí estaba, cada día, esa callada insinuación, palpitando
como una magulladura: a Clara no le gustaba su vida. Él intentó calmarla y ella lo
dijo abiertamente agobiada por quejas que había silenciado durante años. Pero
siguieron adelante y Clara al fin recobró la compostura, la tensa sonrisa, la voluntad.
Era como un pastor sueco, que sufría el tormento existencial en el silencio y la
penumbra.
Stern nunca había bebido mucho y el vino lo adormilaba en esas noches de
vagabundeo. De pronto despertaba en una silla, la boca reseca, las luces encendidas.
Una noche, un vívido sueño lo despertó. Se estaba bañando en Punta del Lobo, en
el río Kindle. De pronto las aguas se arremolinaban y él pateaba y forcejeaba
arrastrado por la blanca espuma. En la costa, entre los árboles, su madre, su padre y
su hermano mayor, vestidos con gruesas y oscuras prendas de lana, miraban
inmóviles como estatuas. Aunque se alejaba, alcanzó a ver a Clara y los niños a
través de las ramas desnudas. Estaban en un aula. Los niños permanecían sentados
ante pupitres mientras Clara impartía sus enseñanzas con el dedo alzado. Aunque él
gritaba mientras agitaba las piernas en las aguas caudalosas, no repararon en Stern,
que luchaba contra la corriente y se alejaba cada vez más.
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Stern había resuelto que una visita personal llamaría la atención de Nate. Después
de hablar con Cal, había decidido ser más directo en su intento de desentrañar los
enigmas de Clara.
—¿No te llamó? Le di el mensaje veinte veces. Bien, esta noche ha salido, Sandy,
pero quédate un momento. Bebe una copa conmigo. Hay una cosa que quería
preguntarte. Me alegra que estés aquí.
Sin esperar respuesta, llevó el perro a la cocina. Fiona era una de esas personas
que siempre conseguía lo que quería. No le había dado oportunidad para inventar una
excusa.
Durante diecinueve años, los Stern habían vivido junto a los Cawley. Habían sido
testigos de tres expansiones en la moderna casa de los Cawley, que ahora tenía un
piso alto que parecía fuera de lugar, como un bombín pequeño en un hombre de
cabeza grande. Habían presenciado el crecimiento de los hijos de los Cawley, que
ahora estaban en la universidad. Habían disfrutado de conversaciones de fin de
semana frente a la cerca y de algunos tragos o barbacoas: dos décadas de mantener
correspondencia y cambiar herramientas, pero los Cawley, como pareja, recibían un
trato reservado, como tantos otros. Años antes, al jubilarse el obstetra que había
traído al mundo a los hijos de los Stern, Clara había empezado a visitar a Nate como
ginecólogo y médico de cabecera. En una emergencia —una caída, una infección—
él era el asesor médico extraoficial de toda la familia. Esta relación profesional
resultaba cómoda para los Stern, pues brindaba un medio diplomático para disfrutar
de Nate sin Fiona. Como médico, era informado, tranquilo y afable; en casa, su
esposa lo abrumaba. Fiona, más joven, sin duda había sido una belleza y aún era una
mujer atractiva y esbelta, con ojos claros y llamativos que eran casi amarillos. Pero
resultaba bastante insoportable: nerviosa, histérica, crispada. Fiona albergaba todo un
invernáculo de competencias internas y rencores visibles. Era mejor evitarla.
—¿Un trago? —preguntó Fiona.
Stern se sentó en un diván tapizado con tela estampada. El salón de los Cawley
estaba decorado en estilo irlandés moderno, una versión más estilizada del colonial
americano. Las habitaciones estaban atestadas de mesas y cómodas oscuras y la
mayoría de los muebles se hallaban cubiertos con manteles de encaje. Fiona estaba en
un pequeño cuarto contiguo donde había instalado un carrito con bebidas. Bebía con
elegancia; los licores estaban en botellas de cristal tallado y una gran cubitera de plata
oficiaba de centro de mesa.
—Un jerez seco, si tienes, Fiona. Con un cubito. Esta noche tengo que trabajar.
—¿Trabajar? Sandy, date un respiro.
Éste era un comentario frecuente. No iba acompañado, por supuesto, por ninguna
sugerencia. ¿Baile? ¿Clubes nocturnos? Debía de haber perdido el tren en alguna
parte. ¿Cuál era la etiqueta del luto? ¿Desdeñar el trabajo útil y mirar televisión?
Stern se estaba hartando de esos convencionales esfuerzos para organizarle los
sentimientos.
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Cuando ella le alargó la copa, Stern le preguntó si estaba bien.
—¿Yo? De perillas —dijo Fiona, mirando su vaso. Stern recordó que años atrás
había resuelto no hacer tales preguntas a Fiona. El perro gruñía en la cocina. Arañaba
las baldosas—. ¿Qué querías de Nate?
—Hacerle un par de preguntas acerca de Clara. Sólo me llevará un momento.
Quería saber si ella se estaba tratando alguna enfermedad.
—Había algo —respondió Fiona, gesticulando ampulosamente con el vaso.
—¿De verdad?
—Él pasaba por tu casa de mañana. Ella necesitaba medicación o algo así.
Fiona agitó la mano libre, sugiriendo que Nate no le había dado muchos detalles.
—Ajá.
Tal como sospechaba. Stern, reconfortado al saber que estaba en lo cierto, se
levantó.
—Oh, no puedes irte todavía. ¿Recuerdas que quería preguntarte una cosa?
—Tienes razón —dijo Stern.
Lo había olvidado por completo.
Ella entró en otro cuarto y regresó con un paquete pequeño.
—Sandy, tal vez aún no estés preparado para esto, pero cuando lo estés, déjame
presentarte a Phoebe Brower. Es encantadora y ambos tenéis cosas en común. Su
esposo, ya sabes… —Fiona agitó la mano e hizo una mueca—. Píldoras para dormir.
Stern no pudo evitar un rezongo. Si Fiona no hubiera estado borracha, o si no
hubiera sido Fiona, tal vez se habría ofendido. Tal vez pensaba que él quería fundar
un club. Esposos Inaguantables Anónimos. Reconoció el papel del estudio
fotográfico en el paquete que traía Fiona. ¿Fotos, también? Tendría que poner un
letrero en su casa. Fuera de servicio. Naufragado. Inservible.
—Como has dicho, Fiona, es demasiado pronto.
Ella se encogió de hombros.
—Pensé que la mayoría de los hombres deseaban eso. Volver a estar libres.
Hasta ahora iban bastante bien, pero Fiona se estaba descarriando. Stern se
palmeó los muslos, dando a entender que debía irse.
—Bien, quizá tengas razón. Las mujeres conocen mejor a los hombres.
—No me des la razón, Sandy. Siempre te comportas así con los demás. Tengo
razones para preguntártelo.
Era autoritaria, sin duda. Stern guardó silencio mientras Fiona, al fin, recobraba la
compostura.
—Sandy, quiero que mires esto. Debo hacerte una pregunta.
Le dio el paquete.
—¿Qué es, Fiona?
Ella meneó la cabeza y le pidió que mirara. No quería dar explicaciones. Stern
sintió abrumadoramente la ausencia de Clara. Esta escena nunca habría ocurrido
semanas atrás. Fiona, aún borracha, no se habría tomado la libertad de retenerlo.
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Cuando abrió el paquete, encontró una casete de vídeo.
—Sólo te pido que lo mires.
Ella señaló un cuarto contiguo. Stern desistió de oponer resistencia. Con Fiona
era inútil.
Encontró el aparato de vídeo y pulsó los botones; era diestro con las máquinas.
Unas figuras vibraron en la pantalla en medio de una secuencia. La imagen era de
mala calidad, casera. El color de la piel era demasiado rosado. Pero mostraba
bastante. Los primeros cuadros presentaban a una mujer joven que de pronto salía de
foco, desnuda como había llegado al mundo. Era esbelta y de pechos pequeños.
Estaba sentada en una cama y sonreía a la cámara con aire inofensivo. Stern se
preguntó qué significaría esa mujer desnuda para Fiona, pero pronto reconoció la voz
de Nate en la banda sonora: las palabras sonaban ininteligibles, pero Stern, bebiendo
un sorbo de jerez, no tuvo deseos de elevar el volumen. Comprendía lo suficiente:
Nate era el cámara.
Extrañamente su primera reacción fue de pena por su vecino. ¿Cómo se había
hecho esto a sí mismo? No había nada particularmente obsceno en las poses de la
muchacha. En un momento cruzó las piernas y mostró zapatos negros de tacón alto.
Cuando Nate acercó la cámara, el triángulo de vello púbico fue más visible, partido
por los brillantes labios rosados de la vulva. Había algo casi inocente en las
imágenes. Sereno. Nate y la joven se conocían bien. Ella sonreía como si estuviera en
una playa.
Cuando Stern acercaba un dedo al botón de detención, la imagen vibró; la
pantalla se ennegreció, trazó rayas y se llenó otra vez de imágenes. El confuso Stern
tardó un instante en comprender. Nate había vuelto la cámara sobre sí mismo. Aun
desenfocado, el pene blanco y tieso resultaba reconocible; las perspectivas eran
difíciles de discernir, pero Nate parecía ser un hombre de proporciones generosas. La
imagen saltó de nuevo y se concentró finalmente en lo que Nate sin duda había
querido grabar. Las distancias eran demasiado cortas para el alcance focal de la
cámara y ante todo se veía el pelo de la joven, borroso como una estera de cuarto de
baño. Pero sin duda cerraba los labios rojizos sobre el extremo del miembro de Nate.
«Esto es grandioso —decía Nate en la cinta—. Grandioso». Stern alcanzó a entender
eso. La felación de Nate quedaba preservada para siempre en la cinta.
—Entiendo —dijo Stern, al tiempo que paraba el vídeo.
Fiona había permanecido junto al carrito de bebidas, de espaldas a la pantalla.
—Bastante desagradable, ¿no crees? El hijo de perra me dijo que de noche iba a
Alcohólicos Anónimos. ¿Qué te parece?
—Fiona… —dijo Stern, sin saber cómo continuar.
—Esto es lo que quiero saber, Sandy. —Fiona le puso más cubitos en el vaso; aún
no se había vuelto hacia Stern—. Si inicio los trámites de divorcio, ¿puedo usar eso
en un tribunal?
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Stern retrocedió de inmediato. No quería quedar atrapado en una pelea entre
vecinos. Le explicó que su práctica no incluía casos matrimoniales. Los diversos
tribunales seguían distintos procedimientos.
Ella lo interrumpió con brusquedad.
—No me vengas con chorradas, Sandy. ¿Sí o no? ¿Qué opinas? Aún no estoy
preparada para recurrir a un abogado. Sólo quiero saber cuál es mi situación.
De pronto Stern notó que estaba tenso. La cinta lo había contrariado. Le
molestaba más de lo esperado saber que el matrimonio Cawley, otra parte de su vida,
se estaba desmoronando. Sin embargo, al fin respondió.
—Es posible que se acepte como prueba.
En realidad no cabía duda. Cualquier abogado sensato hallaría muchas formas de
usar esa cinta.
—Bien, ese día el pequeño bastardo lo lamentará, ¿verdad? Durante años le dije a
Nate que no puede costear un divorcio. Ahora verá qué significa eso. —Fiona erguía
la barbilla en un gesto desafiante. Era difícil no tener miedo de su obvio regodeo en el
dolor que se proponía infligir—. ¿Sabes dónde estaba la primera vez que vi eso,
Sandy? En la tienda. Nate me pidió que llevara la cámara para hacerla reparar. El
dependiente me mostró la cinta que había adentro y me preguntó qué era. Lo proyectó
con la cámara (¿sabes cómo hacerlo?), y me miró con aire extraño. Un chico de
veinte años. ¿Y sabes qué hice? No lo creerás. Fingí, Sandy. No se me ocurrió otra
cosa. Fingí que eran imágenes mías.
Rompió a llorar, desde luego. Stern se sorprendía de que hubiera aguantado tanto.
Tuvo la sensación de que Fiona tenía razón. La joven se le parecía bastante. La
misma esbeltez, los mismos pómulos altos. ¿Un rayo de esperanza, o una señal
nefasta? ¿O sólo un nuevo indicio de que algunas personas siempre cometían el
mismo error? Desde luego, ya no le extrañaba que Nate no lo hubiera llamado.
—Fiona, estás alterada.
—¡Claro que estoy alterada! —gritó ella—. No seas paternalista, demonios.
Él se le había acercado para serenarla, pero decidió quedarse donde estaba.
—Nate no sabe que he visto la cinta. No soportaría tener que aguantar sus
explicaciones. —Miró ferozmente a Stern—. Y tú no digas nada. Aún no he decidido
qué voy a hacer.
—No, no, claro que no —respondió Stern, aunque costaba creer que Nate, que a
fin de cuentas le había dado la cámara, fuera inocente en todos los aspectos. Pero
Fiona no comprendía los enfoques complejos de la intención humana. Tenía una
visión estrecha, un alcance limitado: sus emociones sólo oscilaban entre la vaga
hostilidad y la cólera absoluta. Ahora estaba flagelándose y en consecuencia podía
causarse grandes daños, como lo había hecho al pedir a Stern que mirara esa cinta,
creyendo que avergonzaría a Nate ante los vecinos respetables y descubriendo, en
cambio, que no soportaba la humillación. Tal vez era mejor que eludiera el
enfrentamiento con el marido. Bromeando, Clara y él se habían prometido con los
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años que nunca se confesarían sus infidelidades. Una broma, pero con su agudeza.
Resultaba difícil imaginar una explicación amorosa para estos asuntos. En cualquier
caso, él había tenido la suerte de vivir su matrimonio sin infidelidades, no de las
carnales, al menos.
Stern trató de mostrarse solícito. Muchas parejas continuaban, le dijo a Fiona,
pero ella no le prestaba atención. Estaba sentada en el borde de una silla, a poca
distancia, sollozando. Stern le observó las mejillas manchadas de colorete, el pelo
teñido.
—¿Sabes lo que más me duele? Que me lo haga ahora. Ahora. Hace veinte años
siempre había algún hombre. Yo bajaba del coche y los hombres me miraban por la
calle. Me comían con los ojos. Yo podía sentirlo. Pero él tiene que ir en busca de la
fuente de la juventud. ¿Para qué? ¿Qué le parece tan maravilloso? ¿Qué efecto le
produce esto? ¿Das crédito a tus ojos? El gran semental. —Fiona lloró más
ruidosamente y se acercó el vaso a la mejilla—. ¿No crees que yo también puedo
hacerlo? Siempre pensé que al menos me respetaba. Yo puedo hacerlo. Le dejaré
filmar películas. No me importa. Bájate los pantalones, Sandy. Te la chuparé. Venga.
Por un instante la mirada de Fiona cobró mayor intensidad y Stern tuvo la
convicción de que avanzaría hacia él. Tal vez ella incluso lo intentó y vaciló. Algo
sucedió durante ese instante en que él no vio con claridad a causa de su alarma.
—Oh, qué te importa —murmuró ella.
Se había puesto en pie pero se sentó mientras hablaba. Stern no entendió el
comentario. Tal vez significaba que él no tenía compasión; pero había una
insinuación extraña en la voz, en ese tono dominante, la sugerencia de que él era una
cosa abyecta sin derecho a resistir.
—Fiona…
Ella agitó la mano.
—Ve a casa, Sandy. Estoy perdiendo el juicio.
Él aguardó un instante, para que ella se recobrara un poco.
—Le diré a Nate que quieres verlo.
—Sí, por favor —respondió Stern, y se despidieron con esa extraña nota de
decoro.
Esa noche no pudo dormir. Clara había sufrido largos períodos de insomnio y a
menudo pasaba el día con mirada contrariada y ojos esquivos. Algunas noches Stern
se levantaba y la encontraba despierta junto a la lámpara de lectura de su lado de la
cama. Al principio le había preguntado qué le pasaba. Ella siempre daba una
respuesta tranquilizadora pero evasiva, y con el tiempo él reaccionó ante esos
episodios mascullando que apagara la luz. Ella obedecía, pero permanecía sentada en
la oscuridad. Cuando esto se prolongaba varias noches, él proponía algunas
sugerencias, pero Clara era demasiado estoica para exponer sus problemas en el diván
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de un psiquiatra. Como Stern, creía que al final había que enfrentar a solas esos
problemas. Bien, ahora era él quien no podía dormir.
Se sentó con la almohada apoyada en el cabezal. La luz de la mesilla era la única
encendida en toda la casa. Cogió una historia de Braudel, luego la dejó en la mesilla
de noche. No le resultaría fácil olvidar el episodio con Fiona. Desde su cuerpo
parecía surgir un campo de fuerza, un aura casi eléctrica. Se dirigió al solario a
oscuras para beber un trago. Vodka con soda, algo que había visto pedir en un bar.
Corrió la cortina, miró la casa de los Cawley. El BMW de Nate estaba en la calzada
circular y la única luz llegaba desde las lámparas de la calle y la luna, rozando las
ventanas oscuras. ¿También Fiona estaría insomne o dormiría profundamente,
agotada por la ira y la obsesión?
Regresó al dormitorio con la bebida. Con el alcohol, las sensaciones se volvieron
más fuertes y localizadas. Sus genitales parecían cantar. Con cierta timidez, evocó la
grabación de vídeo. Una imagen lo fascinaba, un alineamiento lateral en el objetivo
de la cámara mientras observaba la cabeza de la mujer que chupaba a Nate y captaba
el resplandor del pelo, el reluciente puente de la nariz y el miembro pálido y húmedo
que crecía entre sus labios con cada movimiento. Ligeramente ebrio, no pudo resistir
su propia excitación. Su órgano palpitó, alzando la ropa de cama. Tres semanas atrás
habría pensado que nunca más respondería a tales estímulos.
De pronto se preguntó qué habría ocurrido allí. Si la furia y la desesperación
hubieran impulsado a Fiona, ¿la habría detenido? «Oh, qué te importa». Aún no
captaba el sentido de la frase de Fiona, pero lo había estremecido, como si fuera un
tentador mensaje de libertinaje. ¿Qué le importaba?
—Absurdo —masculló en voz alta, y trató de dormir, enfadado por permitirse
esas fantasías con Fiona. ¡Fiona! Era una de esas criaturas que nunca le habían
resultado atractivas. Pero ahora, mientras vacilaba en las fronteras del sueño, se le
confundía con la joven con quien Nate la había traicionado. Clara había engordado
quince kilos desde el nacimiento de Peter y Stern no recordaba que eso le molestara.
Pero ahora evocaba el cuerpo delgado de esa mujer mucho más joven, que se
mezclaba con Fiona en el sueño. A las cinco se durmió profundamente y luego
despertó de repente. Había tenido un sueño crudo y directo en el cual reemplazaba a
Nate; tenía el pene erecto, ardiendo de necesidad sexual y urinaria. ¿Qué débil gesto,
se preguntó con repentina languidez, se habría requerido para acelerar su reacción?
Imaginó que tocaba una flauta.
Antes de las seis fue a la oficina. El cielo se teñía de gris y rosa, como una
pradera. La noche de insomnio lo sacaba de quicio, no lograba concentrarse y las
sensaciones de sus brumosos sueños persistían. Detrás del escritorio permaneció
excitado, con un cosquilleo en las yemas de los dedos, el vello de los nudillos. Y oía,
remota pero insistente, esa voz insinuante:
«Oh, qué te importa».
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Tres años atrás Stern había representado al representante de la Oficina Fiscal de
Kindley, acusado de asesinar a una compañera, en la fiscalía del condado. Había sido
el juicio de la década en el municipio, ya que reveló crudas pasiones e intrigas
políticas, y en poco tiempo Stern había llamado la atención sobre sí mismo en todo el
país. Su importante clientela creció después significativamente. Antes había tenido un
socio, pero ahora empleaba a tres abogados más jóvenes y todos ellos insistían
últimamente en que se necesitaba por lo menos uno más. Uno de los abogados que
trabajaba para Stern, Alec Vestos, se encargaba exclusivamente de asuntos civiles y
en general actuaba por su cuenta; Stern, aun después de tres décadas, no dominaba
del todo los interminables trámites de los procedimientos civiles: declaraciones,
interrogatorios, requerimientos. Los otros dos —Raphael Moya y Sondra Duhaney—
habían sido abogados de oficio y acudieron a Stern en la misma época, dos años atrás.
Seguían casos penales en el tribunal del condado, mientras que Stern era el principal
responsable de los casos penales federales.
Alec, Raphael y Sondra eran capaces de afrontar la mayoría de los problemas sin
ayuda y pilotaban la nave desde la muerte de Clara. Stern había reducido mucho sus
horas de trabajo. Después de sus noches de desolación, por la mañana se sentía
acuciado por imágenes de sus sueños, a menudo demasiado hirientes para recordarlas
del todo. Se quedaba en la cama con la sensación de estar cubierto por una pátina,
viéndose de manera abstracta y distante, como una figura en el aire, como una de esas
almas errantes que atravesaban el fondo de un Chagall o un astronauta apenas sujeto
a la cápsula, alguien que no estaba en ninguna parte, en ningún campo de gravedad, y
que en cualquier momento podía perderse en el ilimitado universo. Cuando lograba
levantarse, se sentía agotado en cuanto atravesaba la puerta de la oficina.
Los hábitos de una vida le imposibilitaban enfrentarse a los problemas legales con
indiferencia; la ley siempre lo cautivaría, tal como algunos niños siempre se sienten
fascinados por determinados juguetes. Aún se sabía en plena posesión de su genio,
pero no brindaba toda su dedicación. Los problemas y necesidades de sus clientes
superaban sus actuales recursos. Stern conservó en sus manos una cantidad limitada
de asuntos y delegó el resto a los abogados más jóvenes. Cada día recibía informes de
sus colegas, se reunía con algunos clientes, examinaba apelaciones, llamaba por
teléfono y acudía al tribunal y pasaba el resto del día divagando. Decía que pensaba
en Clara, pero no era del todo cierto. Meditaba sobre cualquier cosa: anuncios de
televisión, pintadas en un callejón, los niños y sus desdichas, los comestibles que
necesitaba, las facturas, las actividades de jardinería, las cuatro o cinco ocasiones en
que había prometido regresar con Clara al Japón y no había efectuado el viaje, ni
siquiera los preparativos. La semana anterior se había pasado el día leyendo folletos
sobre un nuevo sistema de procesamiento de textos.
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Había dado el trabajo por terminado y se preparaba para su noche de vagabundeo
por la casa cuando Alec apareció con un fax que había llegado hacía un instante a la
sala de correos. Eran cerca de las siete y reinaba el silencio en la oficina. Sólo
quedaban los abogados, quienes estudiaban documentos ahora que habían dejado de
sonar los teléfonos. El mensaje que había recibido Stern —una portadilla y una carta
— identificaba a Dixon como remitente desde su magnífica casa de piedra del
condado de Greenwood, donde tenía el despacho repleto de aparatos: fax,
ordenadores, indicadores automáticos, módems. Dixon era un ejecutivo moderno que
se mantenía al día. Luego sonó el teléfono, el número privado de Stern.
—¿Lo recibiste? —preguntó Dixon.
—Lo estoy estudiando.
El caso de Dixon era uno de los pocos a los que Stern prestaba atención
permanente. Había rastreado a los tres clientes de Dixon mencionados en la citación
del gobierno y con quienes no había tenido contacto previo. Todos ellos disponían ya
de abogados, los cuales confirmaron que habían estado en contacto con el FBI, pero
sólo uno estaba dispuesto a brindar a Stern copias de los documentos que había
pedido el gran jurado. Esa semana, Al Greco, de la oficina de Dixon en Du Sable,
había llamado con el nombre de dos grandes clientes locales que habían recibido
citaciones para requerir la misma clase de documentos. El interés específico del
gobierno ya no resultaba evidente.
Sin embargo, el fax enviado por Dixon ofrecía alguna aclaración. Era de su
banquero personal del First Kindle, quien anunciaba que más de un mes atrás el
banco había recibido otra citación del gran jurado. Según la carta, los agentes habían
visitado el banco y habían examinado las anotaciones de la cuenta corriente de
Dixon. Luego, según la orden de la citación, habían exigido copia de todos los
depósitos que había hecho Dixon y los cheques que había extendido el año anterior
en sus tres cuentas personales del banco. Fue una tarea exhaustiva que exigió el
trabajo de varios empleados buscando a través de rollos de microfilm, pero el banco,
al fin, tenía previsto entregar esos datos la semana siguiente. El FBI, como de
costumbre, había pedido discreción, pero el banquero, tras consultar con sus
abogados, había resuelto avisar a Dixon por si deseaba presentar alguna objeción. La
carta describía este gesto como un acto de heroica desobediencia a favor de un
valioso cliente, pero en realidad era rutinario.
—¿Qué significa? —preguntó Dixon.
Muchas cosas, según sabía Stern. En primer lugar, que Dixon era el blanco de la
investigación gubernamental y que de algún modo habían averiguado con qué banco
trabajaba. A estas alturas, meses atrás, Stern habría encendido un puro, un modo de
darse tiempo para pensar. Sus dedos aún buscaban el elegante cenicero de cristal del
escritorio, como si sus nervios tuvieran un instinto propio. Según sus cálculos, hacía
veintinueve días que se había fumado el último cigarro, el día en que había viajado a
Chicago. Sabía que ésta era una sombría idea sudamericana, la idea de una
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penitencia, un apolillado bagaje católico que aún arrastraba desde la adolescencia, y
para colmo siendo judío. Era típico de los modos imprevisibles en que la Argentina lo
rondaba a veces.
—Significa —dijo Stern— que el gobierno está buscando dinero. El gobierno
cree, Dixon, que de algún modo tú has sacado provecho ilegal de estas enormes
transacciones que tienes a cargo.
Dixon guardó silencio.
—Pamplinas —replicó al fin—. ¿Qué suponen? ¿Que robé todo ese dinero y lo
transferí a mi cuenta corriente para que todos se dieran cuenta? ¿Tan estúpido me
suponen?
Stern no respondió. Dixon era convincente en su indignación, pero la serie de
acontecimientos descrita por el banquero —el hecho de que los agentes hubieran
examinado primero las declaraciones— indicaba que ellos creían seguir la pista
correcta. Dixon había admitido la última vez que las órdenes que el gobierno
investigaba tenían suficiente volumen como para alterar los precios de los mercados.
Tal vez determinados operadores habían pagado a Dixon para que les informara sobre
los planes de sus clientes. Eso encajaría. El fiscal querría examinar los cheques
personales que Dixon hubiera recibido de otros miembros de los centros bursátiles.
—Además, si están buscando dinero que yo deposito, ¿para qué diablos necesitan
mis cheques cancelados? —preguntó Dixon.
—Generalmente buscan tus cheques no por lo que hay en el frente sino en el
dorso. —Dixon no pareció comprender—. Examinando las imposiciones, Dixon,
ellos pueden identificar otras cuentas, otras instituciones financieras con las cuales
hayas tenido trato. Si no encuentran lo que buscan en esta cuenta, indagarán las otras.
—Sensacional —masculló Dixon, y de nuevo guardó silencio. Stern garrapateó el
borrador de una carta dirigida al banco, pidiendo copias de la citación y los
documentos que entregarían al gobierno. Como bien sabían los abogados del banco,
no había fundamento para que la entidad no accediera a esta solicitud—. Esa tía es
realmente cargante. —Al parecer Dixon hablaba de Klonsky—. Lo quiere todo.
Margy me dijo que los documentos que solicitaron ya ocupan media habitación. —
Algunas cajas, le había dicho Margy a Stern, pero él vería por sí mismo. Iría a
Chicago la semana entrante para revisar los documentos antes de entregarlos al
gobierno—. Sabes cómo la llaman, ¿verdad? —preguntó Dixon—. ¿Klonstadt? ¿Has
oído esto? La Sin-Tetas.
Dixon rió. Los viernes por la noche en Gil’s, entre cuyas paredes de postiza
elegancia los abogados federales se reunían para intercambiar información sobre los
juicios del momento y los problemas profesionales, Stern había oído el apodo y
nunca le había gustado ese humor patibulario.
Dixon estaba profundamente contrariado. Ofendido. Exasperado. La habilidad de
Klonsky superaba sus expectativas. Pero en su malhumorado énfasis en la presunta
gracia de ese apodo vulgar, Stern detectó por primera vez un tono familiar. Stern lo
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había oído durante décadas: el gimoteo del hombre acorralado. Miedo. Susto. Como
quisiera llamarlo. Era el sonido de una incipiente corrosión interna de murallas que se
derrumbaban. Ese tono en la voz de Dixon comunicó a Stern mismo algo muy
cercano al miedo. Era evidente, a partir de su conocimiento del apodo de la fiscal,
que Dixon no había seguido el consejo de no hablar con nadie acerca de la
investigación. En la sauna del club, en algún rincón del vestuario donde solía hablar
de los precios del grano o las muchachas con quienes le gustaría follar, Dixon había
contado sus problemas a alguien, tal vez un abogado, dada la información que había
obtenido. Sólo cabía esperar que fuera una persona discreta.
—¿Sabes cuál es la última? —continuó Dixon—. Se supone que no sé nada de
esto, pero dos agentes del FBI estuvieron toda la semana en Datatech buscando
registros de una cuenta de MD. Me he enterado hoy.
Stern emitió un sonido gutural. No era extraño que Dixon se sintiera acorralado.
Datatech era la firma que se encargaba del procesamiento de datos de Dixon y
preparaba las tabulaciones por ordenador de todas las cuentas de MD.
—¿Qué cuenta, Dixon?
—La cuenta de errores de la compañía.
—¿Qué es eso, por favor?
—Lo que oyes. La cuenta donde despejamos errores. El cliente quiere comprar
guisantes y en cambio le compramos maíz. Cuando nos damos cuenta de lo que
hemos hecho, le compramos guisantes y trasladamos el maíz a la cuenta de errores,
así que nosotros nos quedamos con el maíz, no el cliente.
—¿Y el gobierno quiere los registros de esa cuenta?
—Más que eso. Esos payasos pidieron a Datatech que preparara una revisión
especial por ordenador. Quieren sólo los errores cometidos en transacciones de la
Bolsa de Productos de Kindle.
—¿Kindle? —preguntó Stern.
—Correcto. —Dixon esperó—. No tiene sentido, ¿verdad?
—No —respondió Stern. Las transacciones sobre las que venía pidiendo
información el gobierno se habían efectuado en la Bolsa de Chicago. Los errores que
ahora deseaba examinar surgían, según los informes de que disponía Dixon, de
operaciones realizadas en la bolsa local más pequeña. Era como investigar
transacciones de la Bolsa de Nueva York solicitando documentos de la Bolsa de San
Francisco. Desconcertante. Pero la inquietud de Dixon sugería a Stern que el
gobierno seguía el camino correcto—. ¿Quién te ha contado todo esto, Dixon? ¿Lo
del FBI y Datatech?
—Me lo han dicho confidencialmente. En Datatech se cagaron encima cuando
vieron la citación. Pago a esos cretinos trescientos mil dólares al año y ahora
prometen que no me dirán nada.
—De acuerdo. ¿Pero tienes razones para creer en la exactitud de esa información?
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—Una joven. La conozco hace tiempo. No me vendría con tonterías. Le prometí
que no se sabría que fue ella. No quiero que la Sin-Tetas se entere.
—Desde luego —lo tranquilizó Stern.
Para Dixon, como para otros operadores financieros, la palabra empeñada era
sagrada. Se podía asestar una puñalada por la espalda sin remordimientos, pero un
trato hecho de frente no se rompía.
—¿Durante cuánto tiempo seguirá con esto? —preguntó Dixon—. Me refiero a
Kronstadt, o como se llame.
—Klonsky. Es imposible saberlo.
—¿Meses?
—Años, teóricamente.
—Por Dios. ¿Pueden seguir enviando una citación tras otra? ¿Incluso a mí?
—Si existe un propósito de investigación legítimo, sí. —A través de la línea,
Stern oyó el chasquido metálico del encendedor de Dixon—. ¿Hay algo en concreto
que te preocupa, Dixon?
—Nada —suspiró Dixon—. ¿Pueden conseguir algo con una citación?
—No te entiendo, Dixon.
—Supongamos que tengo material personal. ¿Pueden solicitarlo?
Stern esperó. ¿Qué estaba diciendo Dixon?
—¿Dónde se encuentra ese material privado, Dixon?
Stern oyó cómo su cuñado chupaba el cigarrillo, evaluando cuánto debía
revelarle.
—Mi oficina. Ya sabes, hay una pequeña caja fuerte. En el fondo de mi armario.
—¿Y qué hay allí?
Dixon emitió un sonido equívoco.
—En general —dijo Stern.
—Asuntos personales —respondió Dixon.
Stern se humedeció los labios. Dixon era un experto en parquedad. A veces había
cierta camaradería entre Stern y el cuñado. Dixon era un hombre sagaz con un
agradable sentido del humor y a veces resultaba fácil disfrutar de su compañía. Él y
Stern iban juntos a ver partidos de béisbol y competían en los deportes que Stern
podía practicar. A los dos les gustaban los aparatos y había dos tiendas de la calle
Charles Este que sólo visitaban juntos, una tarde al año. Sin embargo siempre habían
existido límites absolutos, establecidos por una tácita mezcla de rivalidad,
reprobación, desconfianza. Stern permitía que Dixon le callara cosas a menudo. No
quería una lista de las aventuras amorosas de Dixon ni de sus prácticas dudosas. Con
los años esta relación abogado-cliente había resultado más grata para ambos que todo
intento de fingir una intimidad familiar. Stern sólo preguntaba lo que la ley exigía con
sus rigores y sus reglas, y Dixon escuchaba con atención y respondía con cautela.
—¿Te refieres a asuntos realmente personales, Dixon? ¿Datos que te pertenecen
sólo a ti y no a la empresa, que se prepararon fuera de la empresa y a los cuales no
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das acceso al personal de la empresa?
—Exacto. ¿Pueden conseguir eso con una citación?
Stern reflexionó. Nunca era partidario de dar estas opiniones en el aire. El cliente
siempre ocultaba algún detalle que lo alteraba todo.
—En general, no se te puede obligar a entregar datos personales, salvo con
garantía de inmunidad. Es improbable que eso ocurra en este momento de la
investigación. Claro que una orden de registro es otra cuestión.
—¿Orden de registro?
—Las investigaciones de agencias de corretaje a veces son muy desagradables.
Según lo que busquen los fiscales, a veces deciden echar mano de todos tus
documentos. Si empiezan por la oficina y consideran que faltan documentos,
examinarán tu casa.
—¿Será mejor que traslade ese material? ¿Eso me aconsejas?
—Sólo si te preocupa que caiga en manos del gobierno. Si esa idea te molesta por
alguna razón, quizá te convenga guardar la caja fuerte en algún lugar menos
accesible.
—¿Dónde?
—¿Qué tamaño tiene? —preguntó Stern.
—Treinta por treinta —dijo Dixon.
—Entonces puedes mandarla aquí. Los fiscales federales son reacios, aún hoy, a
investigar las oficinas de abogados. La orden requiere aprobación especial del
Departamento de Justicia de Washington, y ese procedimiento apesta a violación del
derecho de contratar abogados. Es muy poco metódico, desde la perspectiva oficial.
—¿Y cómo consigo la caja fuerte, si necesito algo?
Stern rehusó decir lo evidente. Dixon ya había dejado en claro que no tenía
intención de mostrarle el contenido.
—Te daré una llave de la oficina. Ven a mirar cuando quieras. O, mejor aún, ¿qué
te parecería otro abogado que no esté involucrado en este asunto? La oficina de Wally
Marmon sería excelente.
Era la gran compañía que representaba a Dixon en asuntos convencionales de
negocios que Stern rehusaba manejar.
Dixon soltó un gruñido.
—Me cobrará alquiler —objetó Dixon—. Por hora. Y se pondría nervioso. Ya
conoces a Wally.
Tal vez Dixon tuviera razón en ese sentido.
—Si no te convence este arreglo, Dixon, deja la caja donde está. O llévala a casa.
Como abogado tuyo, preferiría verla aquí.
Sería mejor tener la zona íntima de Dixon claramente delimitada. Sólo Dios sabía
dónde terminaría todo si Dixon tenía acceso permanente a una caja negra donde podía
guardar cualquier documento buscado por el gobierno y cuyo contenido lo ponía
nervioso. Tanto el cliente como el abogado podían llegar a lamentarlo mucho.
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Al fin, Dixon dijo que enviaría la caja la semana siguiente.
—Encárgate tú de todo —decidió Stern—. Si sólo tú sabes dónde está la caja,
nadie puede indicar al gobierno dónde buscarla.
—¿Qué significa eso? —preguntó Dixon.
Stern esperó de nuevo. No quería alarmarlo. Por otra parte…
—Dixon, debo decirte que estoy convencido de que el gobierno tiene un
informante.
—¿Un informante?
—Alguien que está cerca de ti o de la empresa. La información de que dispone el
gobierno es demasiado precisa. Las transacciones. Tu banco. Quién se encarga del
procedimiento de datos. Además, lo que desean dar a conocer presenta un extraño
orden. Sospecho que les interesa desorientarte en cuanto a sus fuentes de
información.
—Creo que les interesa demostrar su puñetera astucia —masculló Dixon.
—Debes reflexionar acerca de esto, Dixon. La identidad del informador podría
ser fundamental para nosotros.
—Olvídalo, Stern. No sabes cómo es. Cada chacal de la Bolsa de Kindle que haya
querido clavarme los colmillos en los cuartos traseros puede estar pasando datos a
esos tíos. —Dixon usaba un tono amargo cuando se refería a sus críticos y
competidores—. Pero yo reiré el último. Recuerda lo que te digo. Recuérdalo bien.
Ahora cerraré el pico, porque tú me lo aconsejas. Pero cuando todo esto haya
terminado, todavía estaré en pie, y saldaré algunas cuentas.
Dixon no estaba habituado a ser vulnerable ni a sufrir restricciones. La necesidad
de ambas cosas lo enfurecía. Continuó junto al teléfono un instante más, jadeando
como un toro. Tras lanzar sus promesas de triunfo y venganza, no tenía más que
decir. Tal vez reconocía la futilidad de esas palabras. El gobierno continuaría
exigiendo documentos, asustando a sus clientes, cortejando a sus enemigos,
examinando cada conexión mundana que él valorase. A través de la distancia de dos
condados, Dixon parecía reflexionar sobre su mundo de secretos expuestos. Eso era
lo que siempre lo había protegido: no sus amistades o alianzas, ya que tenía pocas. Ni
siquiera su fortuna o el poder de su personalidad.
Dixon era como Calibán o como Dios: inescrutable. Las actuales circunstancias lo
ofendían profundamente.
—Ya verás —repitió Dixon antes de colgar.
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—No hagas nada —dijo la mujer del otro lado de la línea—. Te llevaré la cena.
—¿Quién habla? —preguntó Stern—. ¿Helen?
—Sí, claro, soy Helen. Espero no molestarte. Tan sólo pasaré y me iré. Tengo una
reunión.
Debía de haber llamado a intervalos de cuarto de hora, pues él había estado en
casa sólo unos instantes.
—Eres muy amable —agradeció Stern, mirando el inidentificable guiso que ya se
descongelaba en el fregadero—. Ven.
De manera que la nación de las mujeres reaparece. Claro que Helen Dudak tal vez
no tenía interés en ser directa. Los Dudak y los Stern habían intercambiado favores
durante veinte años. Como parejas, habían estado vinculados principalmente por los
hijos. Kate había sido la mejor amiga de Maxine, hija mayor de Helen. Las dos
familias tenían las mismas ideas acerca de cosas que parecían de suma importancia
cuando se llevaba una familia: pedir permiso antes de levantarse de la mesa, la
cantidad de golosinas admisibles por día, la edad correcta para conducir solo o para
salir de noche con un chico. Los Dudak eran gente agradable, de principios, con
valores razonables, preocupados por sus hijos. La relación se había asentado sobre
ese terreno estrecho pero firme. Stern apenas conocía el mundo interior de Helen.
Clara nunca había considerado a Miles y Helen como una pareja interesante y en los
últimos años, ante los muchos cambios, las relaciones se habían modificado un poco.
Maxine había estudiado administración de empresas, se había casado y vivía en
St. Louis; Helen se había divorciado de Miles Dudak hacía tres años. Avispada,
curiosa, independiente, estaba resuelta a superar el patetismo y la humillación de las
tristes circunstancias en que su esposo, rico propietario de una compañía de
fabricación de embalajes, con quien había vivido más de veinte años, se había largado
para casarse pocos meses después con una secretaria de treinta.
Desde la ventana de la cocina, Stern la vio llegar con una gran cartera y una
batería de recipientes de papel de aluminio. Tengo que comprar bauxita, pensó Stern
mientras observaba a Helen, quien avanzaba hacia la puerta con las bandejas apiladas
bajo la barbilla.
—Helen, por Dios, estoy solo. —Stern cogió algunos recipientes y la acompañó a
la cocina—. Aquí hay suficiente para seis personas. Para dieciséis. —Desenvolvió
una bandeja de pollo y quedó cautivado por el aroma. Ajo y buena cocinera. Formaba
parte de su imagen esencial—. Debes compartirlo conmigo. Sería una lástima poner
todo esto en el congelador. ¿Tienes tiempo para cenar antes de la reunión? Quédate,
por favor. Me agradará tu compañía.
Helen titubeó, pero al fin se quitó la chaqueta. ¿Esto estaba planeado? Stern lo
dudaba. Helen no era calculadora, aunque sin duda le complacía que la hubiera
invitado. Stern llevó el impermeable al armario. Era una prenda marrón de marca
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prestigiosa: Miles no había comprado su libertad a bajo precio. Helen ya había
encontrado platos y cubiertos y estaba poniendo la mesa de la cocina cuando Stern
regresó. Admiró que Helen tuviera la sensatez de no transformar la ocasión en una
reunión más auspiciosa en el comedor, pero aun así había cierta animación especial
mientras Helen caminaba de la mesa a los armarios. Aquí estaban, personas maduras.
Su esposa había muerto cinco semanas atrás. Pero él estaba solo y ella no tenía
compromisos y ambos parecían casi dolorosamente animados a raíz de eso.
Él tenía interés. No se lo podía ocultar a sí mismo. Desde aquella noche en casa
de Fiona, cada mujer que veía lo excitaba de algún modo. Para Stern resultaba
desconcertante. Como él decía, últimamente no había sintonizado ese canal. Claro,
pensaba. Admiraba a cien mujeres al día con sólo trasladarse al centro. Pero había
practicado un olvido deliberado. Era uno de esos hombres satisfechos con su
madurez, una edad asentada, en que las preocupaciones sexuales se podían olvidar
cómodamente sin mengua para su masculinidad. Ahora, casi contra su voluntad,
recibía un ávido y eufórico mensaje de su organismo. No podía imaginarse como
compañero de otra mujer —aún era demasiado pronto—, pero no obstante miró con
interés sensual a Helen cuando caminó pasillo abajo para traer una botella de vino.
Ella era una persona bastante atractiva. Su cintura había engordado un poco, pero
Stern no era quién para criticar ese aspecto, y aunque Helen pareciera un poco
endurecida por la experiencia, había en ello algo resueltamente atractivo. Tenía el
pelo rojizo, de un color zorro, realzado por el tinte, pero reseco por la edad y por lo
tanto al borde de lo incontrolable. Tenía las piernas bien formadas; prácticamente no
tenía trasero; su cara era grande, de rasgos toscos, pero agradable a su modo. Helen
tenía un aire curtido: humor, angustia y dignidad. Stern tenía la impresión de que
había sufrido mucho con la partida de Miles, pero era una persona fuerte, tal vez no
muy inteligente, pero sólida. Había resistido con valentía, justamente convencida de
que no merecía ese insulto.
—Bien, éste es un placer inesperado —comentó él cuando sirvieron la comida—.
¿Qué has hecho con estas patatas, Helen? Son realmente deliciosas.
Helen reveló el proceso. Stern escuchó con atención. Le gustaban las patatas.
Ella le habló de sus negocios. Tenía formación de agente de viajes pero anhelaba
algo menos mundano y se había dedicado a planear convenciones. Las
organizaciones grandes la contrataban para preparar los lugares, los hoteles, las
presentaciones. Trabajaba desde su casa con un fax y una centralita. Un principio
duro, pero ya estaba encaminada. Contó la historia con buen humor, como una
conversadora amena dispuesta a mantener ese frágil aire de camaradería.
Sonó el timbre. Mirando por los cristales de la puerta principal, Stern vio a Nate
Cawley, que parecía sumido en sus cavilaciones y se había vuelto para mirar hacia el
viento. Era un hombre menudo, esmirriado. Tenía el cabello gris, y escaso, unos
mechones le ondeaban en la brisa. Estaba a punto de llover; abril siempre era húmedo
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en Kindle. Nate había salido sin abrigo y saltaba para no enfriarse. Llevaba un
cardigan y unos pantalones a cuadros azules.
—Bienvenido, Nate. —Helen se había levantado de la mesa y miraba hacia el
vestíbulo. A pesar de la distancia, Stern intentó presentarlos—. ¿Conoces a Helen
Dudak?
—Naturalmente. —Nate inclinó la cabeza con rigidez; siguió un momento de
embarazo. Nate no se movió. A todas luces pensaba que había interrumpido algo, y
Stern tuvo una reacción instantánea de disgusto, sin duda anticuada, pero fuerte, pues
no le gustaba que lo vieran solo con una mujer en su casa. No quería que Nate llevara
ese mensaje a Fiona para que ella lo transmitiera de inmediato a todo el vecindario.
Stern extendió una mano regordeta y magistral para recobrar la iniciativa.
—Estamos gozando de una magnífica comida que ha traído Helen, Nate. ¿Quieres
probar un espléndido pollo Vesubio, o te apetece un trago?
—No, Sandy. Sólo he venido un momento. Fiona me dijo que me buscabas. —
Nate se disculpó por ser difícil de encontrar. Tenía mucho trabajo. Ya lo creo, pensó
Stern. Sólo Dios sabría de qué habría hablado con Fiona, aunque sin duda ella había
ofrecido una versión abreviada. A pesar de tener un aire preocupado, Nate no parecía
saber que Stern y Fiona habían pasado un momento comentando un vídeo donde él
había grabado su erección.
Stern lo condujo a su despacho.
—¿Tienes idea del motivo de este análisis?
—Eh, Westlab —dijo Nate. Estudió la factura antes de devolverla—. No trabajo
mucho con ellos.
—Al parecer, Clara consultó a un médico durante el último mes.
Nate se tomó un momento para recapacitar.
—¿De dónde has sacado esta idea?
Stern explicó las notas de la agenda de Clara.
—Francamente, Nate, pensé que eras tú. No encontré facturas de médico. —Nate,
médico y vecino tradicional, a menudo trabajaba a crédito y rara vez extendía
facturas a Clara. Después de la reunión en la oficina de Cal, Stern había examinado
atentamente la libreta de cheques de Clara. También había registrado la
correspondencia. Sospechaba, le aclaró a Nate, que Clara estaba enferma—. Algo
grave —añadió en voz baja—, insoportable.
Nate, piadosamente, captó el rumbo de la conversación. La cara se le ablandó: un
gesto de dulzura a menudo practicado con los pacientes.
—No, no, Sandy. No había nada de eso, nada que yo sepa.
—Entiendo. —Guardaron silencio, algo agobiados por la situación. Tal vez Nate
consideraba incorrecto que Stern hurgara en los documentos de la esposa o tal vez se
sentía incómodo ante la presencia de Helen. Sus respuestas sonaban algo forzadas—.
Supongo que me desorientó el comentario de Fiona de que a veces le traías
medicación a Clara.
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—Fiona —repitió Nate, y una sombra de disgusto le cruzó la cara. Stern
comprendió que era un error haber repetido una frase de su esposa borracha—. A
Clara le dolía la rodilla este invierno, Sandy. Le di un antiinflamatorio.
—Ah —dijo Stern.
Ambos continuaban mirándose.
—Sandy, ¿quieres que llame a Westlab? Averiguaré de qué se trata.
—Yo puedo hacer eso, Nate.
—No, deja que lo haga yo. A mí me dirán más que a ti. Suponiendo que hablen
con alguien. Si no fuera por vosotros… —Nate, a su manera amable y familiar, iba a
presentar a Stern las típicas quejas del médico acerca de los abogados y su reciente
impacto en la práctica médica, pero se interrumpió—. Podría ser un error. A veces las
facturas se traspapelan. Tal vez confundieron a una Stern con otra.
La idea parecía rebuscada, pero de pronto todo quedó claro.
—Cielos. —Stern se llevó una mano a la boca—. Tengo una idea. —Clara había
recibido la cuenta, pero no el resultado del análisis. Eso habría sido, como sugería
Nate, para alguien más: Kate. Análisis de embarazo u otra cosa. Kate había dicho que
habían tenido problemas. Tal vez se los había confiado a la madre, quien, como de
costumbre, habría insistido en ayudar con los gastos. Eso explicaría que a Kate la
afectara tanto que Clara hubiera muerto sin saber que había sido un éxito médico, y
por qué no habían recibido ninguna factura de médico. Algo se agitó en él, pero de
pronto todo se asentó con la solidez de una respuesta correcta—. Sospecho, Nate, que
esto está relacionado con el embarazo de Kate.
—Claro —dijo Nate. De pronto se le iluminó el semblante—. Eso ha de ser.
Se dirigió de inmediato a la puerta, feliz de haber solucionado el asunto.
—Nate, si tengo más preguntas, tal vez te pida que llames al laboratorio de todos
modos.
—Claro —respondió Nate—. No hay problema. Tan sólo telefonea.
Al salir, Nate se volvió para saludar a Helen con la mano. Helen aún tenía la
mano levantada con aire tristón cuando Stern regresó. Se había quedado sentada, sin
comer. Sin duda sabía que el hechizo se había roto. Era evidente en él, la conspicua
presencia del misterio de Clara, las muchas complicaciones. Era un pez en una red.
Ahora nada cambiaría eso.
—Te pido disculpas —dijo Stern—. Tenía que hacer ciertas preguntas. Él fue el
médico de Clara.
—También es el mío —comentó Helen.
—Ah, así pues lo conoces.
Helen empezó a comer. Había música en la radio: Brahms. Stern se sentó en la
silla de mimbre con plena conciencia de su peso, de su sustancia terrenal. El dolor
volvía a agobiarlo.
—¿Clara estaba enferma, Sandy? No lo sabía.
—Al parecer, no.
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Stern dio breves explicaciones. La factura. Sus pensamientos. Helen, que los
había conocido a ambos tanto tiempo, asentía a cada palabra con una mirada intensa.
—Entiendo —dijo.
Ambos callaron.
—Ignoro por qué ocurrió esto —espetó de repente Stern. Ante otras mil
preguntas, tácitas y abiertas, había conservado un digno silencio que implicaba que el
tema le resultaba demasiado doloroso. Pero Helen Dudak era un alma demasiado
cálida para recibir solamente respuestas tan cortantes—. Supongo que la gente habla
del asunto.
Hacía tiempo que quería hacerle esa pregunta a alguien.
—¿Acaso me creerías si lo negara?
Él sonrió.
—¿Y qué dicen?
—Cosas tontas. Cosas agradables. ¿Quién conoce la vida de los demás, Sandy?
Me refiero a conocerla de verdad. La gente está desconcertada, claro. Nadie está
seguro de haber conocido a Clara. Ella era muy poco comunicativa.
—En efecto —murmuró Stern, torciendo el gesto.
Helen evaluó la respuesta.
—Debes de estar muy furioso —dijo al fin.
A la rueda de emociones hirvientes, la tensa angustia, el profundo abatimiento,
Stern no le había dado este nombre. Pero desde luego, ella tenía razón. En la hondura
de los huesos, como una dosis de radiación, sentía el ardor de intensas emociones,
furia era la palabra adecuada. Nunca le había gustado esta sensación. Digno hijo de
su madre, el hermano de Jacobo había crecido pensando que la furia era una emoción
adjudicada a otros por arreglo previo. Él era un hombre sereno. Ahora, cierta
vergüenza lo volvió reacio a dar su pleno acuerdo.
—Supongo que sí —admitió.
—Sería comprensible —continuó Helen.
Mascando un bocado, él meneó la cabeza.
—Sin embargo, no es eso lo que predomina.
—¿No?
Stern negó de nuevo con un gesto. La tremenda agitación de sus emociones,
siempre presentes, le hacía imposible obedecer a su habitual reserva.
—Dudo de mí. He fracasado. —Con estas palabras y su fatal precisión, tuvo la
sensación de haberse atravesado con una flecha—. Está claro.
—¿Y qué me dices de ella? —preguntó Helen.
Alzó los ojos, pero Stern advirtió que ella medía las preguntas, palpando las
regiones de ternura para ver hasta dónde podía sondear. Stern decidió que era una
representación admirable.
—¿Clara fracasó?
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Helen no respondió. Reflexionó sobre la pregunta. Stern entendía la sugerencia,
pero no podía pronunciar en voz alta una palabra que colgaba en el aire como humo:
«traición». El misterio de la situación era más profundo y complicado. Comprendió
por primera vez que se había empeñado en no pronunciarse sobre el asunto. De
nuevo, sin decir palabra, meneó la cabeza: algo que no debía saber ni decir.
Helen aguardó un instante.
—No puedes juzgarlo todo por el final, Sandy.
Stern asintió. Helen tenía parte de razón.
—Hablo por experiencia. Lograsteis algo magnífico entre los dos. Formabais una
pareja maravillosa.
—Oh, sí —dijo Stern—. A mí me gustaba hablar y a ella no.
Helen sonrió pero se reclinó para observarlo con cierto distanciamiento.
—Eres demasiado cruel contigo mismo. —Le cogió la muñeca y él reaccionó, a
pesar de su abatimiento, ante las sensaciones de un contacto femenino—. ¿Soy buena
amiga? ¿Puedo hacer una sugerencia? —Helen tenía las manos bronceadas y fuertes,
las uñas sin pintar—. ¿Estás viendo a alguien, Sandy?
¡Cielos, de nuevo! ¿Qué era la moralidad contemporánea?
—Helen, claro que no.
Mirando el plato, Helen Dudak reprimió una sonrisa.
—Me refería a un terapeuta.
—Ah —dijo Stern. Su impulso inicial fue categórico, pero simplemente
respondió—: Por ahora no.
—Podría ser de ayuda.
—¿Es una opinión informada?
—Claro que sí. Un divorcio en la madurez es más duro que un partido de hockey.
El tono jovial hizo sonreír a Stern. Notaba que Helen venía de la escuela del
autoperfeccionamiento. Casi una ciudadana del siglo pasado. Creía en la fuerza de la
voluntad, o, como se decía ahora, en la autodeterminación. Todos somos
existencialistas y podríamos ser lo que quisiéramos con las indicaciones adecuadas.
¿Algo te fastidia en ti mismo? Sácalo. Deja que el psiquiatra te dé un toque nuevo.
Una vena profundamente conservadora inducía a Stern a desconfiar de estas
conclusiones. Era mucho más difícil que eso. Comprendió que Helen y él se atenían a
credos filosóficos diferentes. Optó por usar una broma como salida diplomática.
—En cambio hablaré contigo.
—Acepto —dijo Helen.
Sonrieron, celebrando haber sobrevivido a un instante difícil, pero guardaron
unos segundos de silencio. Helen al fin preguntó por Kate. Durante el resto de la cena
pisaron un terreno seguro, hablando de sus hijos.
A las nueve ella se levantó. Iba a llegar tarde a la reunión. Stern la acompañó
hasta la puerta, agradeciéndole la comida.
—Eres una buena amiga, Helen.
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—Eso me proponía ser —respondió ella.
—Ha sido la velada más grata que he tenido en mucho tiempo. —Descubrió, al
decirlo, que había en ello una gran verdad. Impulsado por la gratitud, añadió—:
Debemos repetirlo.
—De acuerdo —aceptó Helen.
Se miraron unos instantes. Él era demasiado novato en estos asuntos para
comprender en qué se metía con estas palabras. Sin saber qué hacer, le cogió la mano
y se la besó cortésmente.
Helen alzó los ojos mientras abría la puerta.
—Cielos —exclamó—. ¡Realmente encantador!
Meneó la cabeza y se alejó riendo con su enorme cartera y el impermeable
marrón.
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A veces Stern se aventuraba hasta el lejano barrio donde Kate y John habían
comprado una pequeña casa suburbana, recién construida y frágil como un juguete,
para cenar. La casa estaba tan lejos del centro que todavía había maizales y la tierra
llegaba hasta la puerta delantera, pues Kate y John aún no habían podido plantar
césped. En el frente se erguía un arbolito joven y delgado, cuyas hojas diminutas
susurraban como encaje cuando soplaba el viento.
Kate atendía a su padre procurando consolarlo, pero como de costumbre se
ocupaba principalmente del esposo. A veces los periódicos publicaban noticias sobre
gemelos que guardaban un contacto tan estrecho que desarrollaban un lenguaje
propio. Lo mismo ocurría con Kate y John. Estaban sumidos en sus pequeños
sonidos: susurros, murmullos, la tímida risa de Kate. Un universo de dos. Stern había
conocido a otras parejas así, personas sintonizadas con las mutuas peculiaridades
como si éstas fueran una música extraña que las afectaba como opio. Habían estado
juntos desde la escuela secundaria y, por lo que Stern sabía, eran el único hombre o
mujer que cada cual había conocido a fondo. Este candor tenía su propia belleza. Uno
constituía para el otro el resto del mundo: Adán y Eva. Ying y Yang.
Resultaba difícil imaginar el ingreso de un hijo en este mundo de dos
dimensiones, pero en todo caso el embarazo de Kate parecía haber intensificado el
estremecimiento del amor. John se apresuraba a ayudar a su esposa a levantarse, la
besaba con embeleso mientras se dirigían a la cocina con los platos. Al observar los
oscuros ojos de la hija fijos en el marido, Stern se sentía extrañamente afectado por el
amor que ella experimentaba. El pobre John era un pelmazo de primera clase. Su más
importante logro consistía en haber sido el mejor atacante de la década en una escuela
que tradicionalmente tenía equipos mediocres. Los deportistas ambiciosos que
pensaban codiciosamente en agentes, bonificaciones y la Liga Nacional literalmente
lo habían arrollado en la Universidad de Wisconsin. Según los entrenadores, John
tenía el tamaño y el talento, pero no el impulso. Esto no constituía una novedad para
Stern, quien había presentado su propio informe años atrás. Pero aquí había un
importante añadido posterior: trataba a su esposa con infalible dulzura. En un mundo
duro, donde la decencia rara vez triunfaba, un mundo lleno de brutalidad y crudeza, y
aún de personas bienintencionadas pero emocionalmente atascadas, como Stern
mismo, John sobresalía, un hombre de disposición amable y gran ternura. Si no
contaba con el carácter implacable de un triunfador, había descubierto otra cosa en sí
mismo y la compartía con Kate. ¿Quién se hubiera negado a aceptarla?
Mientras John cruzaba el patio para sacar la basura, Stern se quedó con su hija en
la cocina. Kate y John acababan de lavar los platos y ella enjuagaba un mantel.
—Cara, quería hacerte una pregunta —dijo Stern—. El otro día llegó por correo
una cosa que me intrigó. ¿Te acompañó tu madre últimamente al médico?
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Kate lo miró sin comprender. Incluso en sandalias, era un poco más alta que él,
morena y bella, con el pelo lacio y los rasgos perfectos.
—¿Recientemente?
—En los últimos meses.
—No. Claro que no. Ya te dije que ella no sabía nada.
—Pero quizá… ¿Tu madre pudo haber recibido la cuenta de uno de tus análisis?
—Papá, ¿de qué hablas?
Kate se había alejado del fregadero. Reaccionaba bruscamente ante toda mención
de Clara y de pronto Stern decidió no continuar. La respuesta era suficiente.
Le tocó el hombro para calmarla y entró en la sala, todavía llena de cajas y sillas,
para reunirse con John, quien se había dirigido al televisor cuando regresó a la casa.
En esos instantes Stern sentía una gratitud casi religiosa por la invención de deportes
televisivos que ocuparían los pocos instantes que se sentía obligado a pasar con el
yerno. Esa noche los Tramperos, el pésimo equipo de béisbol de las tres ciudades,
estaban en pantalla, y John y Stern intercambiaron ideas sobre las perspectivas de la
temporada que acababa de empezar. Siempre ocurría lo mismo con los Tramperos:
jóvenes estrellas que se largaban cuando les aumentaban el sueldo, jugadores que
golpeaban con fuerza en cuanto escapaban de la pequeña cancha de los Tramperos.
Stern, que había estudiado béisbol apasionadamente al aprender el modo de vida
americano, disfrutaba con las observaciones del yerno. John tenía un ojo de atleta
para los matices del trabajo físico: el shortstop lanzaba sin equilibrio. Tenack, el
magnífico campista derecho, trataba de golpear la bola desde arriba, como lo hacía
cada abril. John, que usaba gafas para ver la tele, se las acomodaba sobre la nariz
mientras imágenes del campo verde le flotaban en los lentes. Parecía absorto como un
niño, con el alma y el corazón encadenados a la gracia y gloria de los estadios;
cuando John miraba, casi se oía el rugido entusiasta de la multitud en sus oídos.
Largos momentos transcurrieron mientras Stern esperaba las observaciones de
John, a las cuales añadía algún comentario propio. Stern rara vez preguntaba a John
acerca del trabajo; resultaba evidente que nunca respondería con franqueza, temiendo
que sus respuestas, que quizá bordearían la queja, llegaran a Dixon. John había tenido
un comienzo lento en MD, pasando con desconcierto por los departamentos de
contabilidad y autorización antes de hallar un lugar en el despacho, donde Stern
suponía que su trabajo aún no era brillante. Estaban sentados a ambos lados de la
pantalla reluciente, John miraba el juego como un zombi, con la atención sin duda
acentuada por la presencia del suegro. Stern recordaba reacciones similares, en el
mismo período de su vida, ante su imponente suegro, Henry Mittler. En estas
evocaciones comprendía a John, pues Stern en el fondo siempre estaba dispuesto a
reprocharle que no fuera mejor, más listo, más hábil, más capaz de despertar en Kate
algo loable, en vez de permitirle reposar en la blandura de la vulgaridad.
Cuando pasó el tiempo suficiente para dar por cumplidas las formalidades, se
despidió de John y fue a ver a Kate a la cocina, dispuesto a marcharse. Al verla, sin
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embargo, recordó que sus últimas palabras lo habían desconcertado. Si la factura de
Westlab no era para Kate, ¿qué ocurría? Estaba de nuevo como al principio.
—Kate —dijo, tras un abrazo de despedida—, ¿estás segura de que no había
ninguna factura tuya que pudiera haber ido a tu madre?
—Papá, es imposible. ¿Qué te sucede?
Kate lo miró incrédula y se encogió de hombros, a la defensiva. Había parecido
muy evidente, muy típico de Clara, que los hijos estuvieran involucrados.
Stern tuvo otro pensamiento y se quedó rígido en medio de la cocina. Ahora lo
comprendía.
Lo había pasado por alto. Pero ahora sabía por qué Clara no había recibido la
factura del médico; por qué Peter se había mostrado tan nervioso ese día al pensar en
la autopsia. Porque el médico era él, el hijo de Stern: Peter había ordenado el análisis
y había decidido cumplir con una promesa que le había hecho a la madre. Stern
comprendía la necesidad de guardar secretos profesionales, pero no podía evitar la
sospecha de que su hijo disfrutaría de esta ventaja sobre el padre, que le daba un
dominio exclusivo sobre una parte final de la vida de ella. ¿Estarían los demás
también al corriente?
—Kate. —Ella lo observaba, alerta ante la mirada abstraída del padre—. ¿Sabes
si tu madre recibió atención médica de Peter?
—¿Qué?
De pronto ella abrió la boca, la cara rígida de alarma. Era evidente que la
sugerencia le parecía rebuscada. La pregunta que se leía en sus ojos era fácil de
discernir: ¿su padre había perdido el juicio? Le preocupaba que él expresara estas
ideas extravagantes, una tras otra.
¿Estaba en un error? La luz de la cocina parecía repentinamente intensa. Por
primera vez en la vida sintió una profunda sensación de dislocación que
instintivamente supo propia de los ancianos. Kate tenía razón, desde luego. Sumido
en sus preocupaciones, había perdido sus cabales. ¿Qué había ocurrido con sus
tradicionales hábitos de prudencia, tacto y discreción? No podía ir a ver a su hijo con
esta idea estrafalaria. Si acusaba erróneamente a Peter aun de las manipulaciones
mejor intencionadas, la previsible reacción sería de enfado; las consecuencias
sacudirían lo poco que quedaba de la estructura familiar. Tendría que buscar de nuevo
a Nate Cawley y pedirle que llamara al laboratorio. Era el modo más discreto de
resolver el misterio.
—Era sólo una idea —le dijo a Kate—. Olvídalo.
Tomó a su hija de la mano y le besó la sien. Le agradeció la cena y la tranquilizó
con un gesto, dando a entender que estaba bien. Pero sintió una creciente irritación
cuando caminaba hacia la calzada a lo largo de la autopista. Siguiendo las luces de
los otros coches en su Cadillac —éste era su auto, un sedán de Ville; la agencia de
ventas se había llevado el de Clara en esa procesión de cambios, tras el momento de
la muerte, que ahora él recordaba como un montaje cinematográfico—, experimentó
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las mismas emociones contradictorias. Se estaba hartando de las sombrías sorpresas
de Clara, de aquel mundo oculto, de las enormes sumas gastadas y las enfermedades
secretas. En su confusión, empezaba a sospechar de sus hijos. ¡Era culpa de ella,
pensó de golpe, de ella! La declaración casi vibró en él.
Cerca de su casa paró frente a una tienda. Aún le costaba hacerse cargo de ciertas
tareas domésticas. Claudia recitaba su lista de la compra desde la oficina, y la tienda
entregaba las bolsas por la puerta trasera. Pero siempre faltaba algo: queso cremoso,
leche. Nunca tenía suficiente zumo de naranja. Esperando en la fila, observó con
admiración a dos jóvenes negras que estaban delante, ligeras de ropa a pesar del
fresco de la primavera, hablando en su rápida jerga, arrolladoras en su extravertida
sexualidad. De nuevo sintió la corriente de alto voltaje de la energía sensual. ¿Qué le
sucedía? Signos de vida, se dijo, naturales, pero había algo salvaje e imprevisible en
ese afán. Cualquier mujer lo excitaba. ¿Era racista pensar que sería tan extraño como
un marciano para esas mujeres? Con todo, se dejó llevar por la imaginación. ¿Cómo
lucirían esos senos opulentos y pardos, de piel suave y pezones gruesos? Su
imaginación acarició estos pensamientos. Estaba asombrado y excitado.
De vuelta al aparcamiento, se sentó en el coche, un poco sorprendido de sí
mismo. ¿Cómo podía llegar a eso? Por esta avidez adolescente se hubiera dicho que
no había compartido una vida apasionada con Clara, lo cual no era cierto. Cuando
joven la había deseado, y más de casados que antes, cuando parecían interponerse
tantas cosas, y aunque la edad y el tiempo habían aplacado los sentidos, esa hambre
no se había perdido del todo. A fin de cuentas, un hombre y una mujer siempre eran
eso, opuestos y misteriosos, y en el acto de unión y exploración había cosas más
mágicas y solemnes que en el más antiguo ritual. Otras parejas, de su edad y
mayores, aludían a la extinción de estos impulsos. Una noche Dick Harrison le había
dicho a Stern: «Lo levanto y parece translúcido». Pero tres o cuatro veces por mes
Clara y él realizaban esa unión fundamental, cuerpos crujientes, hinchados y viejos,
como decía ella, que se acercaban en la cama para fundirse como diez mil veces
antes. Últimamente Stern había intentado recordar la última ocasión, y descubrió que
había sido más de un mes antes de la muerte. Otra señal que debió tener en cuenta.
Pero tenía un juicio, estaba nervioso y distraído, y después de varios años nadie desea
fomentar pequeñas crisis. Los cuerpos se distanciaban y volvían a unirse. La imagen
evocaba una radiografía, una forma en el espacio negativo: abriéndose y jadeando,
cerrándose, aferrándose, como las alas de una mariposa en la oscuridad, las paredes
del corazón.
Ahora, aquella mujer lo había abandonado en los Estados Unidos de finales de
siglo, donde las pautas de la actividad sexual aparecían en portadas de revistas que se
vendían en el puesto que había detrás de la tienda. ¿Estaba preparado para ello? La
incómoda verdad era que no tenía pasado del que ufanarse, ninguna memoria
reconfortante de los pecadillos juveniles de Alejandro Stern. La geografía había
estado contra él. Argentina, con sus gauchos y su machismo, tal vez habría sido un
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lugar más propicio para pasar la adolescencia. La lujuria masculina era allí un asunto
mucho más público, un legado de los antepasados italianos y españoles. Su hermano,
incluso a la edad de quince o dieciséis años, había tenido bastantes aventuras. Tenía
muchas mujeres, o eso decía: rameras, muchachas indias, mujeres mayores ansiosas
de energía juvenil. Stern aún recordaba claramente que había escuchado cautivado el
relato de la iniciación de Jacobo, a los trece años, con una joven muy delgada, que
llevaba un vestido de noche negro sin hombreras, a quien había conocido en el
vestíbulo del Roma, un sórdido hotel del centro de Buenos Aires. Meses después,
Jacobo afirmó que la había reconocido en la calle con hábito de monja, caminando
con los ojos bajos en medio de una fila de novicias que salían del convento de Santa
Margarita. Stern, cuarenta y cinco años después, aún consideraba turbadoramente
excitante el recuerdo de aquella mujer, a quien imaginaba con ojos hundidos y pechos
pequeños.
Pero su juventud en los Estados Unidos de los años cincuenta no había incluido
aventuras tan exóticas. Los puritanos imperaban de nuevo y la sexualidad parecía ser
un rasgo especialmente impropio en un extranjero moreno, un impulso tan
sospechoso como simpatizar con los izquierdistas. El deseo físico era otro afán vital
que de forma voluntaria postergaba para satisfacción futura, aun con Clara, con quien
no se habría acostado antes de la boda si ella no hubiera insistido en que disfrutarían
más de la luna de miel si dejaban de lado esa angustia. Dos semanas antes de la
ceremonia, en la sala de Pauline Mittler, llena de brocados orientales y cristales
vieneses, con todas las luces encendidas por temor a que alguien lo notara en la casa,
Clara se había quitado el corsé y las medias, se había levantado la falda y se había
recostado en el diván rojo de la madre. Por muchas razones, Stern lo había
considerado un acto de asombrosa confianza. ¿Y él? Estaba aterrado y también un
poco ultrajado, exasperado por la indignidad de aquella mecánica sorda. Treinta y un
años después esas emociones conservaban su realidad, aún en el auto a oscuras, el
recuerdo de una noche de intensas emociones en que había experimentado confusión,
estímulo e irritación. Pero había actuado; también recordaba eso. Con esfuerzo había
liberado el pene erecto de los pantalones y Clara Mittler se había transformado en la
primera —la única— mujer de su vida.
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Stern había visto Chicago por primera vez a los trece años, al final de un
recorrido por tierra que su madre, Silvia y él habían realizado desde Argentina. Aquel
viaje había sido impuesto por la relación de su madre con un hombre llamado
Gruengehl, un abogado que le había dedicado sus atenciones desde la muerte del
padre de Stern. Era un personaje destacado en uno de los pocos sindicatos
antiperonistas, y después de su encarcelamiento, sus amigos y colegas habían ido a
casa de Stern para ayudarlos a hacer las maletas. La ruta del exilio ya estaba
dispuesta. En 1947, cuando muchas personas extraviadas de toda Europa reclamaban
el ingreso en Estados Unidos y cuando los lazos diplomáticos de Argentina con
Estados Unidos eran dudosos después de la guerra, la inmigración legal resultaba
problemática. Habían viajado en tren hasta Ciudad de México, y desde allí habían
cruzado la frontera como otra familia más de braceros. En Brownsville habían
abordado un tren hacia el norte.
Stern, desde joven, había sabido que Argentina no era su destino. Su padre, un
médico, había abandonado Alemania en 1928 y siempre había lamentado que los
nazis le hubieran impedido regresar. Su padre siempre comparaba desfavorablemente
la vida en Argentina con la que había conocido antes: la calidad de los bienes, de la
música, de los materiales de construcción, las carencias de la gente. Jacobo, a quien
Stern admiraba tanto, se había transformado en un sionista ferviente que predicaba
desde que Stern tenía nueve años la gloria de Eretz Israel. Cuando Stern se apeó del
tren en Chicago, creyó que su vida comenzaba. Siguieron hacia Kindle, donde los
esperaban unos primos de su padre, pero Chicago encarnaría siempre su idea de
Estados Unidos, con sus macizos y fuliginosos edificios de ladrillo, piedra y granito,
llena de chimeneas y hoscas multitudes; la tierra de Gary Cooper, del acero, los
rascacielos y los automóviles. En cada rostro reconoció ese día a los esforzados hijos
de inmigrantes.
Más de cuatro décadas después, Alejandro Stern regresó a esa ciudad; era un
hombre eminente con sus propios problemas. En el quinto piso de la Bolsa de
Chicago esperó en la sala de Maison Dixon hojeando documentos que en realidad no
comprendía. Fuera, en la vasta sala de transacciones de MD, unos ochenta hombres y
mujeres en ropa informal trabajaban activamente detrás de una centralita donde
parpadeaban veinte líneas y una hilera de tubos de rayos catódicos. En esas pantallas
relucientes fluctuaban cifras que centelleaban como peces en el mar: dólares y
centavos, guisantes y aceites, la jerga de los mercados: alto, bajo, abierto, volumen,
cambio. Los teléfonos gorjeaban y diferentes voces pugnaban por hacerse oír.
«¿Alguien quiere comprar viejos bonos a seis más?». «Está en marcha, en marcha».
«Te apuntaré en marcos alemanes». Entre una llamada y otra, esos jóvenes, que
manejaban cuentas de clientes y de la empresa, lanzaban comentarios sardónicos. Un
sujeto gemía con acento burlón: «Oh, el mercado, es como una mujer, primero te
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quiere, después no, nunca se decide». Una atractiva rubia que tenía al lado le
respondió clavando el dedo medio en el aire.
—¿Lo has entendido?
Margy Allison, la operadora principal de Dixon, había regresado un instante para
ver cómo andaban las cosas. Había pasado casi toda su vida adulta en este negocio,
casi exclusivamente en Maison Dixon, y al parecer aún la excitaba. Parecía sugerir
que no había nada complicado en las pilas de papel que rodeaban a Stern; hasta una
tonta muchacha de Oklahoma podía entenderlo. A Margy le gustaba ofrecer números
así para diversión de sus amigos del norte. Aunque tenía título universitario, prefería
la pose de tosca muchacha pueblerina.
—Creo que necesitaremos un contable —dijo Stern.
Margy hizo una mueca. Era la encargada de pagos y tenía fama de cerrar bien los
puños. Cada vez que firmaba un cheque contaba cuántas cosas se compraban en el
campo con un dólar.
—Yo puedo organizar ese material.
Sin duda era capaz, pero no tendría tiempo. Con la introducción de las
transacciones internacionales y las sesiones nocturnas de los mercados, Maison
Dixon estaba abierta las veinticuatro horas y a cada momento había problemas que
resolver. Margy siempre tenía ante sus puertas una fila de escribientes, secretarias y
recaderos con chaquetas abolsadas y grandes placas de plástico en los bolsillos
delanteros. Stern le dijo que ella no tendría tiempo para dedicar las horas que ese
trabajo requería.
—Si piensas cobrarnos tu habitual tarifa por horas, Sandy, puedo invertir mucho
tiempo. —Margy sonrió, pero había dicho lo que quería—. Sin duda estás en una de
esas enormes habitaciones de hotel que tomas cuando pagamos nosotros, tan grande
como para representar esa ópera de los elefantes. Podemos llevar estos documentos
allá y examinarlos. Siempre, desde luego —Margy parpadeó—, que quieras correr el
riesgo de estar a solas conmigo.
Adoptó el papel de vampiresa, una atleta sexual femenina. Formaba parte de su
papel de muchacha de campo dura, la clase de mujer que uno imaginaba fumando un
cigarrillo en el bar de un hotelucho. Stern no sabía cuál era la verdad, pero ella lo
había provocado a menudo con los años, tal vez como un modo de adularlo o quizá
porque suponía que era inofensivo. Ahora, la mera sugerencia bastaba para excitarlo.
Siendo Stern como era, cambió de tema.
—¿Tienen algo que ver estos documentos con la cuenta de errores, Margy? —
preguntó, recordando la reciente llamada telefónica de Dixon.
—¿También quieren eso?
Margy, casi tan irritada como Dixon por la insistencia del gobierno, fue a buscar
un empleado que reuniera los datos de la cuenta de errores. Por eso Stern viajaba a
donde estaban los documentos. Siempre se necesitaba algo.
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Stern suponía que en algún momento de los últimos veinte años Margy había sido
una de las amantes de Dixon. Quizá casi todo el tiempo. Era demasiado atractiva para
no haber llamado la atención de Dixon. Pero las cosas no habían salido bien. Stern se
sorprendió de la cantidad de conjeturas que realizaba acerca de este tema.
Gradualmente había llenado las lagunas, había comprobado sus especulaciones con
observaciones y las había dado por ciertas. Pensaba que Margy había esperado mucho
tiempo a que Dixon abandonara a Silvia; que ella era el núcleo de la crisis que había
estallado años atrás cuando Silvia echó a Dixon de la casa; y que había dado la
batalla por perdida cuando Dixon regresó al hogar. Durante un par de años Margy
había trabajado en otra compañía. Pero no había manera de administrar MD sin ella.
Hasta Silvia lo habría reconocido. Se le ofreció Chicago como una zona propia, y el
título de presidente de media docena de sucursales, por no mencionar un generoso
ingreso anual. Ella había aceptado las condiciones, fiel a los negocios de Dixon, y tal
vez incluso a él, la rechazada y heroica mujer de una de esas baladas rurales que
tarareaba desde la infancia. Ésa era la imagen que evocaba Margy: una de esas
mujeres sureñas que se erguían en el escenario con voz vibrante, cabello tonsurado y
maquillaje, tristes y fascinantes, duras y sabias.
Al fin llegó el empleado. Los registros de la cuenta de errores fueron a parar a la
mesa junto con el resto. Stern contempló los documentos, pero supo que no iba a
ninguna parte. Cada vez que Stern se hallaba en una habitación llena de papeles
maldecía la avaricia que lo llevaba a desempeñar lo que decorosamente se llamaba
«tarea oficinesca» para una clientela de embaucadores de traje y corbata que
ocultaban sus delitos causando estragos en los bosques.
Margy reapareció, apoyándose la cara en la mano manicurada y recostándose
lánguidamente en la jamba de metal. El desconcierto de Stern era evidente, pero
Margy sonrió con indulgencia; Stern siempre le había caído bien.
—¿Quieres que te ayude? Lo haré con gusto, en serio. Haremos como te he dicho.
Lárgate de aquí. Dame un cuarto de hora.
Fue más de una hora y media, pero al fin uno de los mensajeros bajó cuatro cajas
de documentos y los cargó en el coche de Margy. Ella avanzó por las sinuosas calles
del Loop[4] hacia el Ritz. Conducía el automóvil, un modelo rojo extranjero, como un
piloto de pruebas. La madre de Stern había sido nerviosa e histérica. Clara era suave
y digna. Eso era para Stern la gama conocida de conducta femenina. Esta mujer, a
decir verdad, era más fuerte que él. Podía atravesar con mayor rapidez una pista con
obstáculos o resistir más tiempo a la tortura. Al observarla, se sintió admirado e
intimidado.
Esta evidencia de las aptitudes de Margy decía mucho de Dixon, pensó Stern de
pronto. Era un error verlo como un mero conquistador lascivo que tallaba muescas en
la pistola o reunía mariposas para la colección. Dixon valoraba a las mujeres,
confiaba en ellas, escuchaba sus consejos. En presencia de una mujer daba rienda
suelta a su encanto y su humor, una energía casi eléctrica. Incluso Stern, a pesar de su
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innata rivalidad, simpatizaba más con él. Por otra parte, las mujeres respondían a las
atenciones de Dixon. Era una de las simetrías de la naturaleza.
Claro que esas atenciones no eran desinteresadas. Con Dixon siempre convenía
tener en cuenta las segundas intenciones. Los mercados, tensos, veloces, agotadores,
estaban llenos de drogadictos y alcohólicos; Dixon buscaba un alivio más natural:
follar. La cremallera más rápida del Oeste, lo habían llamado en una ocasión. Stern
no conocía los detalles. Era el cuñado, desde luego, el aliado de sangre de Silvia, y
Dixon no era tan tonto como para poner a prueba la lealtad de Stern. Pero nadie, y
menos Dixon, podía guardar en total secreto una ocupación tan permanente. A veces
su puro deleite lo superaba y se confiaba a Stern como a tantos otros hombres. Dixon,
por ejemplo, tenía la costumbre de registrar el número exacto de mujeres que veía al
día y que le inspiraban las fantasías más elementales. «Treinta y una», decía, cuando
lo saludaba una empleada de hotel. «Treinta y dos», cuando miraba por la ventana y
veía una mujer subiendo a un autobús. Un año, en el Rose Bowl, afirmó haber visto
doscientas sesenta y tres entre estudiantes y animadoras a la mitad del partido, a pesar
de que lo seguía atentamente.
Por lo general los intereses de Dixon resultaban menos divertidos. Stern estaba
con él en el aeropuerto, pasando por el detector de metales, cuando Dixon vació los
bolsillos en la bandeja destinada a objetos personales y arrojó un paquete de
profilácticos con tanta naturalidad como si fuera chicle. Eso había sido años atrás,
cuando los condones aún no eran tema de conversaciones decentes. Por los
comentarios posteriores, Stern dedujo que en cuestiones de higiene personal, como en
muchas otras cosas, Dixon era un pionero, obsesionado con la protección mucho
antes de que fuera norma general. Pero la guardia de seguridad, una mujer joven, se
ruborizó visiblemente, más horrorizada que si Dixon hubiera sacado un cuchillo.
Incluso Dixon, mientras caminaba hacia la puerta del aeropuerto, manifestó cierto
pesar. «Tendría que hacerme plastificar la verga». Como el carné del club o la foto de
los chicos. Al parecer ni la abstinencia ni la continencia eran posibilidades viables.
Testigo de estas andanzas, Stern procuraba no manifestar interés. Pero prestaba
atención. ¿Quién no lo haría? A veces le parecía poder recordar los detalles de cada
una de las historias procaces de Dixon. Y Dixon, que nunca pasaba por alto un punto
vulnerable, había reparado en esa afición de Stern. Una ocasión en que él y Dixon
viajaban por Nueva York, Dixon entabló una animada conversación con una
camarera, una joven portorriqueña de rasgos suaves y belleza seductora que parecía
disfrutar con las sonrisas insinuantes y el humor obsceno de Dixon. Cuando la
camarera se alejó de la mesa, Dixon descubrió que Stern la miraba con los mismos
ojos que él.
—¿Sabes qué sensación te produce tocar una hembra de esta edad?
—Dixon, por favor.
—Es diferente.
—¡Dixon!
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Stern recordaba que había cortado con especial energía lo que tenía en el plato y
que masticó con aire bovino. Pero cuando alzó los ojos, notó que Dixon aún lo
observaba con satisfacción, feliz de ver la confusión que había provocado.
En el hotel, Margy se puso a sus anchas. Se quitó los zapatos antes que el
camarero hubiera dejado los maletines y lanzó sobre la cama la chaqueta de seda del
traje. Cogió un menú, encargó una cena al servicio de habitaciones y luego abrió el
minibar.
—¡Cómo necesito una copa! —exclamó.
Stern pidió un jerez pero no había, así que bebió whisky con Margy.
Cuando Stern empezó a vaciar los maletines, ella le cogió la mano.
—¿Cómo te va, Sandy Stern?
Tenía un aire dulce y atento, sentada en la cama. No habían mencionado la muerte
de Clara. Stern se preguntaba si ella lo sabía siquiera. De pronto, Margy le pareció un
hombro para llorar, con la disponibilidad provocativa de un campo abierto. Él nunca
sabía cómo interpretar sus actitudes. Tenía un aspecto imponente, lo que otras
mujeres consideraban «compacto»: cabello rizado, ropa cara. Tenía las cejas pintadas
de tal modo que le llegaban a las comisuras de los ojos y le daban el aire misterioso
de un gato siamés. Era una mujer robusta y atractiva, con un busto opulento. Movía
las caderas de un modo que Stern, a lo largo de los años, había encontrado llamativo
cuando ella se paseaba con sus faldas de tweed o se inclinaba sobre un escritorio. Era
brillante y ambiciosa; con los años había ascendido de secretaria a ejecutiva. Pero
tenía un aire de estar marcada por la vida. Soy la pizarra en blanco. Escribe algo. El
mensaje era triste.
—Me las apaño, Margy —dijo Stern—. Claro que ha habido tiempos mejores.
Parece ser cuestión de adaptarse. Día a día.
—Así es —convino Margy, y asintió. Se consideraba una experta en tragedias—.
Eres un tipo encantador, Sandy. Los que menos lo merecen son los que más sufren en
esta vida.
Esta declaración campechana hizo sonreír a Stern. Miró a Margy, echada sobre la
cama, y sus pies con medias.
—Sobreviviré —dijo Stern, y después de esta predicción, notó que en algo había
mejorado.
—Claro —lo animó ella, y al cabo de un instante le soltó la mano—. La vida
continúa. Pronto te acosarán todas esas muchachas maduras con el corazón
reblandecido, así no te sentirás tan solo. Ya sabes, viudas y divorciadas que pasarán a
saludarte, esperando que no estés muy triste, cuando regresan del salón de belleza.
Margy creía conocer las intenciones de todo el mundo. Stern rió en voz alta. Sin
poder evitarlo, recordó la visita de Helen Dudak. Parecía que incluso Margy era más
coqueta de lo que se habría mostrado un par de meses atrás. En todo caso, no estaba
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acostumbrado a tantas atenciones. Las mujeres siempre lo habían considerado
simpático y de confianza, pero nunca había captado insinuaciones.
Trabajaron un rato antes de que llegara la cena. Stern apiló los documentos sobre
la moqueta según las categorías que requería la citación y se los mostró. Ella se
tendió en la cama, la barbilla baja, descalza, agitando las piernas como una niña.
Había encontrado una lata de pistachos en el minibar, y la abrió con las uñas pintadas.
Las cáscaras chocaban con ruido metálico contra el fondo de la papelera. El camarero
trajo un carrito con un compartimento para calentar comida y alzó los costados para
formar una mesa. Margy también había pedido vino. El camarero intentó servirle una
copa a Stern, pero ya estaba mareado por el whisky.
Ella dejó los documentos y empezó a comer ávidamente en cuanto el camarero
alzó la tapa de acero. La gente hacía bromas, comentó, sobre la velocidad con que
comía, pero se había criado con cuatro hermanos mayores y había aprendido a no
esperar. Cuando terminó, arrojó la servilleta en la cama y se recostó.
—¿Qué es todo este asunto? —preguntó—. Dixon no me dice gran cosa.
Stern, con la boca llena, sacudió la cabeza. Estaba disfrutando de la comida.
Últimamente nunca comía nada que valiera la pena a esta hora, su favorita.
—¿Crees que lo han atrapado? Es demasiado listo para dejarse sorprender.
Margy, como todos los que conocían bien a Dixon, sospechaba que no siempre
respetaba la ley.
—No me preocupa la discreción de Dixon, sino la de otros —dijo Stern. Margy
ladeó la cabeza sin comprender—. Por la precisión con que se mueve el gobierno,
sospecho que tiene un informante.
—Esos fulanos de la Bolsa —apuntó Margy—. Hacen muchas cosas con sus
ordenadores.
—Eso supone Dixon. Pero tienen mucha información personal. Yo pensaría en
alguien que en el pasado gozó de la confianza de Dixon. Un colega. —Con la mayor
cautela posible, Stern añadió—: Una persona amiga.
La observó buscando algún gesto que la delatara. En estos asuntos, nadie estaba
libre de sospechas.
—No —dijo Margy—. No creo que haya muchos tíos en la calle ansiosos de
perjudicar al amigo Dixon. Todos conocen la historia. No se arriesgarían.
—¿A qué historia te refieres?
—¿Quieres decir que no la conoces? —exclamó Margy. Sirvió más vino para los
dos. Stern frunció el ceño pero cogió la copa en cuanto estuvo llena. Le parecía que
ella había bebido mucho, tres whiskys antes de la cena, y la mayor parte del vino,
pero no se notaba. Margy rió de nuevo—: Esto es sensacional.
—Soy su cuñado —dijo Stern—. En todos estos años, sin duda me he perdido
muchas historias.
—No lo dudes —aseguró Margy con una mirada cómplice y traviesa. Se irguió en
la cama cruzando las piernas, al parecer indiferente a su imagen diurna: la vampiresa,
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la profesional, peinado intachable, maquillaje y perfume. Parecía excitada, inspirada,
al poder hablar confidencialmente de Dixon—. Déjame decirte una cosa de Dixon
Hartnell. Él sabe cuidarse, Sandy. ¿Te acuerdas del problema con el Servicio Fiscal
Interno? Tú eras el abogado, ¿verdad?
El problema, como decía Dixon, era que su esposa le había permitido regresar a
casa a condición de que la amueblara de nuevo. Cuando Silvia terminó, el decorador
les presentó una factura de ciento setenta y cinco mil dólares, la cual no incluía los
pagos realizados hasta el momento; según los registros financieros de Dixon y del
decorador, esa suma no se pagó nunca. En cambio el decorador, un sujeto afable y
nervioso que anualmente gastaba hasta el último céntimo que pasaba por sus manos,
cobró un inexplicable interés en los mercados de divisas futuras y abrió una cuenta en
Maison Dixon en la cual se desplegó una asombrosa actividad. En un período de diez
días efectuó sesenta operaciones. Cuando se asentó la polvareda, una inversión de mil
quinientos dólares se había convertido en ciento noventa mil dólares y pico, con una
ganancia neta de ciento setenta y cinco mil dólares, la mayor parte una ganancia
capital de largo plazo, gravada a una tasa de dos quintos de la que habría pagado si
Dixon le hubiera extendido un cheque. El Servicio Fiscal Interno pasó casi dos años
tratando de desentrañar los medios que presuntamente Dixon había empleado y al fin
desistió. Dixon ni se inmutaba mientras Stern sufría hormigueos de temor, tras
descubrir —al contrario del Servicio Fiscal— que el vendedor del Mercedes de
Dixon y el contratista que le había ampliado la casa tampoco habían recibido ningún
pago, y en cambio habían tenido gran éxito en sus transacciones respectivas con
aceite y algodón.
—¿Sabes cómo empezó todo eso? ¿Alguna vez has oído la historia? —preguntó
Margy.
—No me brindaron lo que yo llamaría vívidos detalles —dijo Stern—. Por lo que
recuerdo, Dixon opinaba que el Servicio Fiscal había recibido informes de un
empleado. Una filtración. ¿Brady? ¿Ése era el apellido?
—Correcto. Recordarás a Merle. Con ese bigotito que parecía partido por el
medio. Dirigió nuestras operaciones durante una temporada. Un genio de la
informática, un hacker o como lo llamen. —Margy agitó la mano—. ¿Recuerdas?
Stern se encogió de hombros. Los empleados de Dixon iban y venían. Por lo que
él recordaba, la partida de Merle, tras una discusión salarial, había coincidido
extrañamente con el comienzo de la investigación del Servicio Fiscal. Había
proferido insultos y amenazas antes de irse: lo que sé, lo que puedo hacer. Estaba
dispuesto a hundir a Dixon.
—Yo supuse que Merle era la persona que había recibido ciertas instrucciones
críticas.
—No, no —replicó Margy con una sonrisa evasiva—. Dixon no es de los que dan
a otros una soga para que se ahorquen. Pero Brady miraba el tubo de rayos catódicos
y deducía muchas cosas. Así fue como averiguó en qué andaba Dixon.
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Stern carraspeó. Esto tenía sentido. Brady sabía lo suficiente para causar
problemas, pero no para asestar el golpe de gracia.
—De todos modos, rebobina hacia adelante. Dos años. El Servicio Fiscal le ha
hecho la rectoscopia a Dixon…
—Sus propias palabras —apuntó Stern.
—Sus propias palabras —admitió Margy.
Se sonrieron.
Dixon, con sus caprichos y pasiones, con su oculto núcleo interior, era un terreno
secreto que ambos habían explorado. Eran iniciados. Acólitos. Había una extraña
intimidad en la comprensión compartida de este fenómeno.
—Y aquí, como dicen en mi pueblo, viene la mejor parte. Un día Dixon está en el
Club de Du Sable, y adivina quién está allí. Vaya, el viejo Brady. Cualquiera diría que
Dixon iba a coger un cenicero para partirle la cabeza. En cambio, lo trata con toda
cordialidad. Le da la mano. Le dice que se alegra de verlo, lamenta que hayan
perdido el contacto, todas esas chorradas. Y Brady, que no sabía si sonreír o mearse
encima cuando apareció Dixon, siente un gran alivio. Dixon le da su tarjeta. Brady
está trabajando como asesor en una oficina y Dixon le empieza a enviar trabajo. Yo
no podía creerlo cuando veía los cheques. Lo llamé por teléfono y le pregunté qué
demonios estaba haciendo. Dixon me respondió: «Déjame en paz, conozco mi
negocio». Pensé que le habían hecho un cambio de personalidad o algo por el estilo.
Se había vuelto blando. Tal vez había escuchado a Graham.
Margy bebió un sorbo y Stern brindó con ella. Nunca había visto ese aspecto de
Margy. Era una narradora de la vieja escuela. Necesitaba un porche y una botella de
whisky de maíz. Al escucharla, Stern intuyó que Margy había crecido observando a
los hombres, admirándolos, cautivada por ellos en cierto modo. Tal vez ésa era la
clave de su apego por Dixon y los aventureros de los mercados.
—De un modo u otro, lo cierto es que Dixon y Brady volvieron a ser compinches.
Salían juntos con sus esposas. Brady es uno de esos tíos casados con una mujer
flacucha que siempre quiere más. ¿Sabes a qué me refiero? Ella tiene que compensar
algo, no sé qué. Pero iban juntos al teatro y a cenar. Tal vez salieron contigo y con
Clara.
—No recuerdo nada de eso.
—No —se corrigió Margy—. Tienes razón. Pero un día yo estaba hablando con
un tío, no recuerdo quién, y me comentó que Brady regresaría a MD para encargarse
de mis transacciones en Kindle. Dixon no me contestó, ya sabes cómo es, pero yo lo
confirmé. Todos habían oído el rumor. Vino un aviso de la oficina de Kindle. Iba a
hacerse un gran anuncio. Dixon organizó un costoso almuerzo en Fina’s. Llamó a
todos sus personajes importantes. Yo también asistí. ¿Sabes?, todos estábamos
sentados allí, pasándolo bien. De pronto Dixon miró a Brady y le dijo, delante de
todos, hecho unas pascuas: «De paso». —Margy bebió un sorbo y miró a Stern a los
ojos—. «Anoche me follé a tu mujer». Así como te digo. Y además era cierto. Dixon
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no miente en eso. ¿Te lo imaginas? Reunió a ocho personas para que lo oyeran. El
almuerzo terminó antes de que sirvieran la sopa. No es broma. Créeme, eso causó
cierta conmoción aquí. Por eso te digo que nadie jode a Dixon.
Stern guardó silencio. Cogió la botella y terminó el vino.
—Notable —comentó al fin.
Lo decía en serio. La historia lo alarmaba. La verdad acerca de Dixon siempre era
más desagradable de lo que él podía imaginar.
—¿No crees? A veces pienso que Dixon tendría que consultar con un médico; no
hace las cosas según lo establecido.
Stern soltó una risotada, pero Margy le clavó una mirada achispada y
reprobatoria, como para advertirle que había cosas que no entendía. Esa mujer
comprendía aspectos de los hombres y las mujeres, sobre la carnalidad, que a él se le
escapaban.
—Volvamos a esos aburridos papeles —propuso Margy, sonriendo. Se levantó y
alisó la falda y la blusa. Pero no había concluido. Por un momento pareció
confundida y desvió la mirada. Mientras contaba la historia, su propio dolor por
Dixon había aflorado. La angustia la había vuelto menos atractiva, le había contraído
los rasgos—. Ese hijo de puta —exclamó de pronto, meneando la cabeza.
Stern se conmovió ante el tono atribulado de la seductora Margy, una cuarentona
con su carrera y su vida a la sombra de la montaña de Dixon.
Stern extendió el brazo y le rozó la mano.
—Bien, eres un chico amable, ¿verdad? —observó ella.
Stern supo lo que ocurría. Ahora que había bebido bastante, comprendió lo que
había sabido durante horas, desde que ella lo había mirado de aquel modo y le había
preguntado con aparente indiferencia acerca de las mujeres que lo acuciaban. Debajo
de todo ello tal vez se escondía el tirón de la soledad, la añoranza del alma aislada,
pero ahora, a la deriva en la corriente del alcohol, la caliente picazón de la avidez lo
colmó. El pulso se le aceleró mientras esperaba la siguiente maniobra.
No tuvo que esperar mucho. Margy volvió por unos instantes a los documentos,
habló, murmuró, de pronto alzó los ojos con un aire ebrio e intenso. Si hubiera estado
sobrio, tal vez le habría resultado cómico que una mujer le clavara una mirada tan
caliente como para reblandecer la pintura. Pero no lo estaba. Se quedó mirándola
mientras ella se levantaba y luego se recostaba para besarlo en el sillón de brocado.
Tenía los labios agrietados y un poco duros. La carne que había comido le había
dejado un regusto de sal.
—¿Qué te parece esto?
Le apoyó los senos contra la cabeza. Suaves como palomas. El fuerte olor del
perfume de Margy lo envolvió y sintió en la mejilla el contacto de una prenda íntima
de seda. No se movió. Estaba seguro de que recibiría nuevas instrucciones.
Ella lo besó de nuevo, luego lo soltó y fue al cuarto de baño. Hubo un gorgoteo de
agua. Stern se desplazó hacia el borde de la cama, tratando de despejarse. Estaba
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borracho. La habitación parecía ondular en el mundo periférico que había más allá
del rabillo del ojo. Sólo necesitaba un poco de valor.
Se apagaron las luces. Margy estaba junto al interruptor. Ahora sólo llevaba la
blusa de seda color jazmín, que estaba desabrochada a la altura del pecho y le colgaba
como un salto de cama. Tenía las piernas desnudas, el cabello suelto; sin su traje
elegante y sus zapatos de tacón alto parecía mucho más frágil. Llevaba la falda y unas
prendas de seda en la mano. Ladeó la cabeza.
—Bien, mira quién está de suerte —susurró Margy.
Stern apagó la lámpara. Al cruzar la habitación para abrazarla, derribó dos o tres
pilas de documentos. Ella era mucho más menuda de lo que parecía, un poco más
baja que él, pero sólida. La boca era como carne cruda.
Fue un momento extrañamente acogedor. Ella incluso se echó hacia atrás para
reír. Él le bajó la blusa, le acarició el pecho y se arqueó para besarle el pezón. Ebrio
como estaba, se movió con torpeza y ambos rodaron a la cama. El contacto corporal,
en todos sus detalles, la textura de la carne, la ubicación precisa de codos y rodillas,
le comunicaba la excitante noticia del encuentro con otra mujer, pero también lo
inundaba la sensación de algo familiar; se sentía más sereno de lo que había
imaginado. Era revivir ese viejo contacto entre hombre y mujer, nada más. Ella le
aflojó la corbata, le abrió la camisa. Entretanto lo envolvía con la pierna y Stern bajó
la mano hacia la cavidad húmeda y resbaladiza. Ella se había lavado y los dedos se
deslizaron hacia el interior, y esa dulce calidez lo excitó tanto que soltó un gruñido.
Al cabo de pocos minutos estaban unidos. Margy se abandonó a su propio éxtasis.
Cerraba los ojos y tarareaba extrañamente mientras Stern se movía, apretándose
contra él con cada impulso. Todo tenía el aire de algo ensayado, Margy sabía cómo
proteger sus intereses. Hacia el fin le apoyó una mano en la cadera y lo retuvo donde
quería, se lanzó hacia él por última vez y alcanzó la cima gimiendo y hundiéndole las
largas uñas rojas en la espalda. Stern se excitó al pensar en esas uñas rojas clavadas
en su espalda pálida y al ver la agitación y el creciente jadeo de Margy, y entonces se
corrió, olvidando por un instante ese cuerpo que se agitaba contra el suyo, y luego
despertó a esa mujer suave y perfumada que se aquietaba casi al mismo tiempo que
él. Ella lo abrazó con gratitud y camaradería.
—Sensacional —dijo, un comentario que a Stern le pareció más un elogio del
proceso que de él mismo. Margy aún cerraba los ojos y sonreía. Tenía el maquillaje
descompuesto, el lápiz y la sombra corridos bajo la comisura de los ojos, y el exceso
de barbilla, doblada bajo la cara, revelaban una línea de piel azulada y pálida donde
no llegaba el maquillaje. La familiaridad de Margy con las circunstancias, su
comodidad en los brazos de un extraño, era todo un fenómeno. Tiempo atrás había
jurado tomar todo aquello que le apeteciera.
Lo besó detrás de la oreja y se apartó, aferrando las almohadas. Con la confianza
de una esposa, acomodó las caderas para apoyarlas contra el flanco de Stern y en un
instante se durmió, tan pronto que Stern de algún modo comprendió que este
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momento de refugio era en realidad más importante para Margy que lo anterior. Para
ella, él era un hombre junto al cual podía dormir en calma. Murmuró algo en sueños.
La luz, supuso Stern. Se le acercó para escuchar.
—Oh, Dios —exclamó al oírla.
Luego la abrazó, se acomodó junto a ella, apagó las luces y se durmió.
«No nos cobres —había susurrado ella—. No nos cobres el tiempo adicional».
Despertó, se irguió, miró la oscuridad sin saber dónde estaba hasta que reconoció
la silla donde colgaba su traje. Recordó: el hotel, Chicago, Margy. Aún percibía la
forma de ella al lado, pero no se atrevía a tocarla. Sentía un aguijón doloroso en la
sien. Buscó el reloj en la mesilla de noche y advirtió que podía descifrar los
jeroglíficos de los números digitales azules de la radio-reloj: 3.45. Pero no fue eso lo
que le llamó la atención, sino el calendario, en números más pequeños.
Se quedó sentado en el borde de la cama, calculando mientras Margy respiraba en
la oscuridad.
Cuarenta, pensó. Desde que la encontró en el garaje. Cuarenta días, exactamente.
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Cuando despertó, Margy estaba sentada en la cama, las piernas cruzadas, con la
camisa de Stern. Tenía delante montones de documentos fotocopiados y se apoyaba la
cabeza en una mano.
—Bien, he logrado averiguarlo —dijo—. Es un pillo, sin duda.
Stern, desnudo, encontró los calzoncillos al lado de la cama y corrió un poco la
cortina. El sol despuntaba en un cielo nublado. Fue al cuarto de baño. Tenía una
sensación pastosa en la cabeza y la boca. ¿Una resaca? Buscó las gafas en el bolsillo
de la chaqueta.
—¿Qué es esto?
—La cuenta de errores no tiene buen aspecto. —Margy se tendió de bruces. Tenía
el trasero desnudo y su posición en la cama le abultaba los senos de manera
insinuante. Stern trató de ordenar las ideas. Era viudo, estaba en ropa interior, en una
reunión de negocios, y el pene se le estaba endureciendo. Ella cogió una copia de la
citación y subrayó cuatro operaciones grandes, cuatro fechas diferentes—. Ahora
estos tíos van a mover el mercado, ¿verdad?
Tal vez a causa de la distracción, Stern tuvo un momento de confusión. Luego
recordó la explicación de Dixon: grandes pedidos, mil contratos de golpe causaban
fluctuaciones bruscas en los precios.
—Oferta y demanda —observó.
—Exacto. Ahora supongamos que tu cliente viene al foso con un enorme pedido
de compra que disparará los precios. Tú eres un pillo y quieres ganarte un par de
perras. ¿Qué haces?
—¿Compras lo que el cliente desea?
—Exacto.
—¿Antes que el cliente?
—Exacto.
—Y vendes cuando el mercado está en alza.
—Ya lo creo. Tienen muchos nombres para eso. «Trato anticipado». «Operar
antes que el cliente». Pero han practicado este juego desde que existe mercado.
Margy alzó los ojos. El cabello revuelto parecía más oscuro y la falta de descanso
le había hinchado los ojos Aun así, esa mujer cálida, inteligente y enérgica era un
bonito espectáculo. Stern advirtió que nunca se quitaba los pendientes, pequeñas
bayas doradas.
—Supongo que el personal de asuntos legales está alerta a estos asuntos.
—Desde luego. Si la bolsa te pilla en esto, estarás en aprietos. Y siempre están
buscando.
—¿Por qué se han eludido aquí esas precauciones?
—Cuenta de errores.
—Cuenta de errores —repitió Stern.
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Mientras ella se movía de bruces, la camisa había dejado al descubierto un pecho
pálido que descansaba sobre la manta. Stern se había sumido momentáneamente en la
conversación, pero al verlo sintió otras inclinaciones. La libido era como una puerta
oxidada: una vez abierta, no se cerraba con facilidad. Cogió un papel de la cama para
disimular la erección.
—Tengo que admitir que el viejo pillo es un experto. Nunca había pensado en
esto. La cuenta de errores sirve para eliminar problemas. A veces vendemos o
compramos un producto cuando el cliente quería otro. O compramos tres embarques
y el cliente quería dos. Cualquier tipo de torpeza. Un número de cuenta equivocado.
En cuanto alguien nota el error o cuando se queja el cliente, la transacción se
desplaza a la cuenta de errores. Si no podemos desplazar la transacción, cerramos la
posición… vendemos lo que compramos o compramos lo que vendimos. ¿Me sigues?
—Sí.
—Ahora suponte que soy un pillo muy listo y quiero adelantarme a mis clientes
sin que me atrapen. Compro un poco en Kindle de algo que sé que van a comprar en
gran cantidad en Chicago. El precio sube en ambos lugares. Sólo tengo que esperar a
que el mercado salte. Y no lo hago en mi nombre. Cometo un error. Deliberado.
Número de cuenta equivocado, por ejemplo. Luego, cuando el mercado está en alza,
vendo esa posición.
—¿De nuevo con un número de cuenta equivocado?
—Así es. Dos días después, cuando se despeja la humareda, ambas transacciones
figuran en la cuenta de errores. El departamento legal ni se fija en Kindle, y aunque
lo haga no pilla a nadie comprando con antelación. Sólo ve un error tonto. Pero
cuando cerramos las dos posiciones, la compra y la venta, tenemos pingües
beneficios en la cuenta de errores.
Stern meneó la cabeza asombrado.
—¿Cuánto? —preguntó.
Margy se encogió de hombros.
—Aún no he hecho el cálculo. Pero aquí hay cuatro transacciones que llegaron a
cien mil. Yo diría que ganarías seis veces esa cantidad. No está mal por un par de
llamadas telefónicas mientras te rascas el trasero.
Seiscientos mil, pensó Stern. Klonsky no andaba tras una infracción menor.
—Sólo que esta pequeña estafa no parece típica de nuestro amigo el pillo —dijo
Margy.
Stern había pensado lo mismo. Los beneficios no compensaban los riesgos para
un hombre con la posición de Dixon. Pero Margy se rió de la idea cuando Stern lo
dijo.
—Oh, te follaría en el suelo por unas perras, mucho más por medio millón. No,
no se trata de eso. Simplemente no parece el estilo de Dixon. ¿Nuestros clientes? Son
su religión. No me lo imagino haciéndoles esta faena. Dixon es leal. —Cogió las
manos de Stern—. Pero sé que lo hizo.
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—¿Porque tienen que informarle antes de una transacción de gran volumen? —
dijo Stern, recordando que Dixon lo había admitido en la oficina.
—Sobre todo. Mucha gente de la empresa sabe qué estamos haciendo. Pero si yo
robara quinientos, seiscientos mil dólares, ¿iba a esconderlos en tu bolsillo? Es error
de la empresa. Y naturalmente Dixon Hartnell es la empresa. Es dueño de MD
Clearing Corp, MD Holding Corp, Maison Dixon. Todo el juego le pertenece. Tal vez
esto sea algún juego tonto que estaba practicando para divertirse.
Stern reflexionó sobre la idea de que Dixon cometiera delitos para divertirse. No
era imposible. Nada era imposible con Dixon.
—¿Y qué ocurrió con el dinero?
Stern pensaba en las citaciones que el gobierno había entregado en el banco de
Dixon.
Margy se volvió sobre la espalda y meneó la cabeza para indicar que no lo sabía.
Los pechos se le aflojaron sobre el busto; debajo de la barbilla, donde terminaba el
maquillaje, se apreciaba un borde de piel pálida, como si años de tratamientos
cosméticos le hubieran absorbido el color de la tez. Esos defectos significaban poco
para Stern, que aún estaba excitado.
—No puedo saberlo sin estudiarlo un poco más. ¿Quieres saber qué sospecho yo?
—Por favor.
—No hizo nada con el dinero.
—¿Nada?
—Nada. Lo dejó allí. Es lo que yo haría. La cuenta de errores siempre es
deficitaria, pues cuando te equivocas con un pedido y el cliente gana dinero, no te
dice que es un error. Acepta la transacción. Sólo te enteras de los perdedores. Y así
debe ser. El precio de hacer negocios. Puedes perder cuarenta mil un mes y, si
comienzas a tener ganancias, de pronto sólo pierdes dos mil al mes. ¿Entiendes?
Nadie se entera de la diferencia. Salvo el viejo pillo. Porque al final del año, esos
seiscientos mil reaparecen en el fondo. Como si se diera una bonificación.
—Muy astuto —observó Stern—. Eres muy lista al deducir el plan, Margy.
Le besó el dorso de ambas manos.
—Oh, soy una ramera lista —dijo ella, sonriendo. Stern se preguntó de quién
sería esa frase, quién la habría llamado así. Parecía que lo estaba repitiendo. Stern,
naturalmente, podía adivinarlo—. Pero no la más lista.
—¿No? —preguntó Stern, sentándose en la cama junto a ella, que esperaba
tendida de espaldas—. ¿Y quién lo es?
—Ya sabes quién. Nunca lo pillarán. Sólo necesita llamar al despacho de pedidos
para colocar estas transacciones que terminaron en la cuenta de errores. Lo hace
veinte veces al día. Nadie recordará que llamó. Además, en todo este caos no hay un
solo papel que tenga sus iniciales. Dirá que cuarenta personas más pudieron hacerlo.
Telefonistas. Representantes. Pude ser yo misma. —Margy sonrió—. Pueden pensar
que fue él. Pueden saber que fue él. Pero no pueden probarlo.
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Margy había visto televisión y había oído estas frases; tal vez estaba imitando a
Stern. Desde luego estaba convencida. Dixon también lo estaba, pensó Stern, al
recordar sus promesas telefónicas de venganza. Su cliente estaba envalentonado
después de los anteriores éxitos con el Servicio Fiscal Interno y su conocimiento de
que el gobierno había corrido a examinar sus cuentas bancarias cuando el dinero no
había salido de la compañía. Pero Stern no estaba tan seguro. Los ayudantes de la
fiscalía eran a menudo avezados investigadores financieros. Al principio podían
cometer errores, pero si Margy tenía razón en sus sospechas de cómo había
manipulado Dixon sus mal conseguidas ganancias, los fiscales al fin las descubrirían
en manos de él y llegarían a las mismas conclusiones. Dixon seguía en peligro.
—Debería hablar con los empleados de MD que recibieron estos pedidos en el
despacho de Kindle para cerciorarme de que no tienen tan mala memoria como
supones —dijo Stern.
Convendría recordar a quien hubiera tratado directamente con Dixon que esos
episodios habían ocurrido en el pasado y que cada día recibían una abrumadora
cantidad de pedidos; Stern tendría que hacerlo pronto, antes de que el FBI localizara
recuerdos contrarios. Margy prometió buscar las facturas de pedidos y enviarlos a
Stern; él podría identificar a los solicitantes y establecer contacto directo. Ella
enviaría un memorándum a Kindle para pedir a todos los empleados del despacho que
colaboraran con el abogado.
—Desde luego, la situación no es precisamente cómica —comentó Margy—. La
bolsa hará temblar a la compañía. Nos impondrán multas y censuras y armarán un
gran revuelo. Luego le pasarán los datos al CFTC para que también organice
escándalo. Pero nuestro amigo estará bien. Armará tanto alboroto como ellos,
quejándose de que semejante cosa pasara ante sus propias narices. Luego despedirá a
alguien para proteger su glorioso trasero. —Margy ladeó la cabeza de modo que sus
ojos quedaron a la altura de la hinchazón de los calzoncillos de Stern. Sonrió, y Stern
pensó que se burlaba de él, pero en realidad seguía pensando en la persona a quien
Dixon despediría—. Tal vez a mí —suspiró con una sonrisa tristona—. Tal vez a mí
—repitió, y alzó los brazos riendo para buscar consuelo en Stern.
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en los labios el sabor humoso de Margy, la suavidad de sus prendas de seda en la
palma. ¿Cuándo regresaría? Se rió en voz alta y una mujer de otra cabina lo miró con
severidad. Ligeramente avergonzado, de pronto halló una astilla enterrada en el
corazón. Gratitud. Oh, sí, estaba agradecido a Margy, a toda la raza femenina que,
increíblemente, había resuelto aceptarlo una vez más. Con la mano en el teléfono,
reflexionó sobre la bendición del abrazo de otro ser humano.
En la puerta, la azafata anunció que el avión que realizaría el corto vuelo de
regreso saldría con retraso. «Problemas técnicos». ¡Como de costumbre! Stern, a
pesar de su euforia, no podía librarse de su odio hacia aquel aeropuerto, con sus
interminables pasillos y su luz enfermiza, los cuerpos apiñados y las caras
preocupadas. Fue a la sala de espera, cuero negro y granito, y telefoneó a su oficina.
—Claudia, por favor, llama a la ayudante Klonsky y concierta una cita para el
viernes. Dile que deseo entregar los documentos que ha solicitado a MD.
Hacía un mes que Stern no hablaba con la ayudante del fiscal. Raphael había
llamado para solicitar una prórroga de una semana y Klonsky le había respondido con
exasperación. A Stern no le gustaba irritar a los ayudantes, pues no era su estilo y
además la hostilidad entre abogados complicaba los casos. De algún modo tendría
que hacer las paces con Klonsky. La vida del abogado, pensó, siempre conciliando.
Jueces. Fiscales. Clientes.
—¿Quiere sus mensajes?
—Sí, por favor.
Stern estaba sentado en un sofá, el aparato de teléfono estaba insertado en la tabla
de granito de una mesa de cócteles. Claudia dijo que había llamado Remo Cavarelli,
un viejo malandrín que una vez más estaba en apuros y quería la fecha de su próxima
presentación ante la juez Winchell. También había un mensaje de una tal Helen
Dudak, quien deseaba hablar con Stern. Cuestiones personales. Había telefoneado Cal
Hopkinson. Novedades, pensó Stern con una súbita oleada de un sentimiento
indefinido, interés o aprensión, en cuanto oyó el nombre de Cal. Pidió a Claudia que
lo llamara, pero la secretaria dijo que Cal estaba ocupado. Stern esperó un poco,
luego decidió llamar más tarde y marcó el número que había dejado Helen. Le había
dicho que trabajaba en su casa, con auriculares conectados al teléfono y un pequeño
micrófono colgante, más pequeño que un dedal. La imaginó así.
—Continúo con la conversación donde la dejamos la otra noche —dijo Helen.
—Sí, desde luego —respondió él, sin saber bien a qué se refería.
—Quería invitarte a cenar aquí. Dentro de dos semanas. Nosotros dos.
—Ah —dijo Stern, y el corazón le dio un vuelco.
¿Ahora qué? Sin duda Helen tenía buenas intenciones y era encantadora. Pero
¿podría él afrontar tantas complicaciones? Sí, dijo de pronto una voz. Claro que sí.
Pero tras haber aceptado, pensó en Margy y se enfadó consigo mismo al colgar el
teléfono. Comer, después de todo, no era una forma de relación sexual. Pero, pensó
luego, se estaba transformando en todo un seductor. En la atestada sala de espera del
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aeropuerto, mientras los viajeros retrasados murmuraban por doquier, rió una vez más
en voz alta.
Esta vez consiguió hablar con Cal.
—¡Sandy! —exclamó—. ¿Dónde estás?
Cal le contó la historia de su más reciente retraso de vuelo en el O’Hare.
Stern al fin le preguntó por el banco.
—Por eso te llamaba —dijo Cal—, para ponerte al corriente de la situación.
El personal del River National, dijo Cal, estaba neurótico con esa transacción en
la cuenta de Clara. Cada vez que había un testamento de por medio, el banco se
preocupaba por todo: el tribunal testamentario, la fiscalía. Insistía en recuperar hasta
el último documento antes de una reunión. Cal quería que celebraran una la semana
siguiente. Hablaba con ese aire triunfal que Stern mismo adoptaba a menudo ante los
clientes, describiendo sus conversaciones con banqueros y escribientes como si
fueran batallas campales.
—Muy bien, Cal —concluyó Stern.
No quiso ser otro cliente con quejas y terminó la conversación en vez de decir lo
que opinaba. Cal se mostraba demasiado cordial para ser enérgico (él también querría
ver todos los documentos) y tal vez no estuviera en posición de presionar a los
banqueros, quienes probablemente le enviaban clientes ricos que necesitaban formar
fondos fiduciarios o actualizar testamentos. Pero sería injusto culpar a Cal por las
complicaciones que había creado Clara. Stern había vivido décadas sin saber con
exactitud qué ocurría detrás de la grácil fachada de Clara. Sin embargo, las preguntas
persistían. Esa efervescente frustración hervía de nuevo en su interior.
Marcó de nuevo el número de su secretaria.
—Claudia, ¿ha llamado el doctor Cawley?
Después de esa velada en casa de Kate y John, Stern había perseguido a Nate y le
había dejado mensajes en la oficina, el hospital, la casa, para que llamara al
laboratorio. Stern no estaba seguro de que Nate hubiera recibido los mensajes e
ignoraba si podía contar con él. A fin de cuentas, Nate tenía otras preocupaciones.
—¿Intento llamar al consultorio? —preguntó Claudia.
Stern tamborileó sobre la mesilla pero no respondió. En la pista unos obreros
montados sobre un andamio móvil lavaban un 747. Stern pensó en personal del
zoológico y una jirafa. Naturalmente, él podía ir en persona a Westlab. Como albacea
de Clara, tenía derecho legal a preguntar. Pero si los administradores de Westlab eran
quisquillosos con la intimidad, tal como Nate sospechaba, Stern necesitaría
credenciales para las cuales tendría que involucrar a Cal. Más le valía ser paciente.
Tarde o temprano Nate lo averiguaría.
Pero aquí surgía una nueva irritación, más persistente que su curiosidad acerca de
Clara, que parecía mecerse con la marea de su dolor. Stern tardó sólo un instante en
identificarla: Peter. La sospecha surgida en casa de Kate y John, de que su hijo lo
había burlado, resultaba difícil de aplacar. Sabía que era injusto e indigno suponer
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que Peter, en su gran angustia, había tenido la presencia de ánimo o la astucia para
manipular a su padre respecto de la autopsia. Pero Peter había insistido mucho. Aún
recordaba su voz resonando en el pasillo mientras acusaba a aquel polizonte
desconcertado, el frenético destello en los ojos de Peter. Había preguntas pendientes.
Con Peter siempre las habría.
—Claudia, por favor, ponme con la central de policía de Kindle.
En cuanto lo dijo, Stern sospechó que era un error. Durante su carrera profesional
había hecho todo lo posible para evitar a la policía. Al final sólo creaba problemas.
Dio a la operadora el nombre y distrito que buscaba y se consoló con la idea de que el
viejo policía no estaría allí. Como se decía siempre, nunca estaban allí.
—Ray Radczyk.
—Alejandro Stern, teniente.
—Que me cuelguen. ¿Cómo se encuentra usted, Sandy?
—Tirando. —Oyó el bip de la línea por encima del habitual rumor de la
comisaría. El viejo policía parecía realmente contento de tener noticias de él. Stern
aún no podía recordar la relación. Había pensado sobre ello un par de veces, una
divagación que se juntaba a muchas otras cuando evocaba esa tarde—. ¿Aún tiene ese
archivo con mi nombre, teniente?
—Oiga —rió Radczyk—. Tengo un trabajo, igual que usted. Nunca ha habido un
archivo. Usted lo sabe.
—Desde luego —respondió Stern.
Recordó que el tal Radczyk no era mal tipo. Para ser policía, desde luego.
—¿Dónde está usted? Parece como si habláramos con latas.
Stern explicó:
—O’Hare. Un retraso.
—Lo lamento —dijo Radczyk.
—Teniente, hay una pregunta con la cual jamás lo molestaría si no me sobrara un
momento.
—No es molestia. Adelante.
Stern hizo una pausa.
—Me preguntaba si el forense descubrió algo inusitado en relación con el examen
de mi esposa.
Radczyk vaciló. Al escuchar su propia voz, Stern comprendió que la pregunta
repentina parecía muy rara. Radczyk se tomó su tiempo.
—Sé que lo consideró suicidio, desde luego. Yo iba a llamarle, luego pensé, qué
diablos…
—Entiendo —lo interrumpió Stern. Ambos callaron un instante. Stern ahuyentó a
un camarero de chaqueta blanca que se acercó para ofrecerle una copa—. Comprendo
que es una pregunta sorprendente…
—No hay problema. Déjeme desenterrar el informe. Lo recibimos de vuelta hace
un par de semanas. Deme un número y lo llamaré dentro de un par de minutos.
—Debo hablar con usted acerca de Margy Allison —dijo cuando la alcanzó.
Klonsky había pasado la típica mañana de una ayudante, yendo de una sala a otra,
dejando mensajes para que sus casos continuaran su trámite mientras ella corría de un
tribunal al otro. Stern quiso quejarse por la conducta del gobierno, que no le había
enviado a él la citación de Margy, pero Klonsky no demostró arrepentimiento.
—Usted sabía cuál era nuestra posición —dijo, caminando resueltamente hacia
una sala—. ¿Quién será el abogado de ella?
—¿Será testigo?
—Por ahora no.
—Entonces me propongo representarla.
Klonsky también estaba preparada para eso.
—Stan cree que puede haber un conflicto de intereses.
—¿Podría explicarme por qué?
—No.
—Entonces agradezca al fiscal federal su interés por mi conducta ética, pero
transmítale que seré el abogado de la señorita Margy Allison —replicó con una
sonrisa afable. Se proponía demostrar firmeza, no brusquedad—. ¿Puedo hacerle unas
preguntas como abogado de Margy?
—Si insiste.
—¿Qué desea de ella?
—Algunos documentos. —Klonsky sonrió pero no aminoró el paso—. Algunas
preguntas. Tengo que ver a Pivin.
Señaló la sala del juez Albert Pivin, quien con sus setenta y ocho años seguía en
plena actividad. Stern la siguió al interior, pero el escribiente la vio y la llamó de
Dedicó unos minutos a asesorar a Margy sobre cómo tratar a Klonsky. Escucha la
pregunta. Responde con exactitud y concisión. No digas más de lo preciso. Nunca
digas «no» si te preguntan si ocurrieron ciertos hechos, más vale decir que no lo
recuerdas. Nombre, rango y número de serie. Datos, no opiniones. Si te piden que
especules, niégate. Y ante el gran jurado recuerda que Stern estará literalmente en la
puerta. Ella tenía derecho a consultar con el abogado en cualquier momento y debía
hablarle si había alguna pregunta, por insignificante que fuera, para la que no se creía
preparada.
Le ayudó a guardar los documentos en el maletín y se puso la chaqueta. Cogió el
bolso de Margy y le preguntó si estaba lista. Margy se quedó en la silla.
—Fui muy dura contigo —murmuró, mirando la taza de café en la que apoyaba
una uña brillante—. Cuando hablamos hace unas semanas.
—Tenías razón.
—Sabes, Sandy, ya estoy curtida. —Alzó los ojos un instante y sonrió casi con
timidez—. Lo único que pretende una chica es que finjas un poco.
Tal vez era el efecto de la broma telefónica de Peter, pero había pocos lugares tan
siniestros como un edificio de oficinas poco iluminado en una noche de fin de
semana. Las puertas del exterior estaban abiertas, pero dentro lo abrumó una
aplastante sensación de soledad; el edificio resultaba agobiante. La farmacia de la
planta baja estaba a oscuras, cerrada. Subió en el ascensor y al llegar encontró el
corredor apenas iluminado por una tenue lámpara fluorescente. ¿Qué había dicho
Peter? Su típica noche de viernes. Tan imprevisible como la mayoría de sus
sentimientos sobre su hijo, la contundente tristeza de esta declaración lo abrumó. Los
elegantes admiradores de Peter cuando era estudiante habían desaparecido. Stern no
sabía de nadie, al margen de las hermanas. ¿Cómo pasaba el tiempo Peter? Stern lo
ignoraba. Había heredado el gusto de su madre por la música, paseaba en bicicleta,
trabajaba. Cuando visitaba a los padres, en vida de Clara, le gustaba ir a correr por los
bosques públicos del vecindario de Riverside. Luego, sudando a mares, se sentaba en
la cocina y le leía el periódico en voz alta a la madre, haciendo comentarios cáusticos
sobre los acontecimientos. Clara le servía una copa mientras preparaba la cena. Stern
observaba estas escenas como un extraño, asombrado ante la rareza de su hijo. Peter
rechazaba la comprensión de su padre, pues creía no necesitarla. Era inteligente y
capaz, tenía éxito. Su fragilidad de espíritu también reflejaba una especie de fortaleza.
Pero Stern, mientras se acercaba a la puerta de la oficina, descubrió de pronto la
negra fuente de las ironías y la altivez de Peter: el dolor.
Se preguntó cómo había llegado a esta situación. No pensaba sólo en Peter, sino
en sus hijas. De algún modo los chicos habían llegado a poseer una extraña
combinación de talento y temperamento que él reconocía como esencial en cada uno.
A los tres o cuatro años habían abandonado la ambigüedad de la infancia y estaban
tan formados como tulipanes en su tallo, listos para desplegarse. Como padre, a
menudo él parecía un simple espectador que aplaudía la expansión de sus
capacidades, preocupado en silencio por otras cosas. Cuando Peter cumplió seis años,
sus padres empezaron a reparar en ciertas características. Hosquedad. Un silencio que
parecía rayar en la desesperación. Peter, que ahora se presentaba como un rebelde,
tenía el carácter inflexible de un soldado de acero. Con el tiempo, sus hermanas
también manifestaron sus propios descontentos. Marta, por fuera encantadora, se
sumía en ensueños agobiantes. Kate, quien según Clara era la más inteligente de los
tres, conservaba la jovialidad pero parecía clínicamente incapacitada para alcanzar
cualquier forma del triunfo.
Todo esto desconcertaba a Stern. En su infancia había existido un gran desorden
debido a la fragilidad del padre y la mirada vigilante que la familia mantenía sobre las
—Cuando tenía veinte años —explicó Sonny—, quería conocer a alguien que
fuera perfecto. Ahora que tengo más de cuarenta, sólo me pregunto si alguien es
normal.
Mientras enfilaban hacia el campo, ella seguía desquitándose con ademanes
enfáticos, hablando sin reservas del marido. Parecía estar en uno de esos momentos
difíciles del matrimonio en el que repentinamente veía al esposo como a un vecino
observado a distancia, desde una ventana o terraza, y encontraba sólo a un individuo
insondable que vivía en las cercanías.
—Su pasión por los hechos sólo llega hasta donde él puede reducirlos a la
expresión. —Miró a Stern, parpadeando al sol. En las hileras del campo de fresas,
Sam corría en zapatillas y tejanos, el cubo amarillo a un lado. Una ráfaga de viento
les trajo la voz del niño—. El punto de expresión le permite mantener las cosas bajo
control. Estoy segura de que no está aquí por esa razón.
—¿Cuál? —preguntó Stern, que no lograba entender qué le decía.
Sonny hablaba principalmente para sí misma.
—Celos. ¿Qué le parece? —Sonny se echó a reír: la idea era ridícula. Stern sintió
una emoción fugaz que no logró identificar—. Creo que no concibe la idea de
conocerle a usted. Ya sabe, mi adversario… suena tan profesional. No soporta que yo
tenga una vida aparte, que preste atención a otras personas además de él. No sé cómo
convivirá con un niño.
—Pido perdón. Sin duda esto es culpa mía por haberme mostrado tan insistente
—dijo Stern.
—Oh, la culpa es mía. Mía. Créame. He pasado toda la noche en vela,
comprendiéndolo por millonésima vez. Creo que mi madre me acostumbró a convivir
con gente temperamental.
Escuchando a Sonny, desgarrada entre el impulso y las emociones —súplica,
acoso, ironía, cólera—, Stern comprendió que él y Clara habían gozado de cierta
buena suerte. En su tiempo las definiciones eran más claras. Los hombres y mujeres
de clase media de cualquier parte del mundo occidental deseaban casarse, tener y
educar hijos. Etcétera. Todos seguían el mismo camino. Pero para Sonny, que se
había casado tarde en la vida, en la Nueva Era, todo era cuestión de elecciones. Se
levantaba por la mañana y empezaba desde cero, haciéndose preguntas sobre las
relaciones, el matrimonio, los hombres, el individuo errático que había escogido (y
que, por la descripción, aún parecía un niño). Recordó a Marta, quien a menudo decía
que encontraría un hombre en cuanto averiguara para qué lo necesitaba.
—¿Cuánto hace que conoce a su marido? —preguntó Stern.
Un niño dormido, una mujer dormida y Alejandro Stern como única criatura
despierta en una casa en silencio. Hacía años que no disfrutaba de este placer. Se
sentó ante la mesa redonda y comió fresas mientras escuchaba los jadeos de Sam y,
como un contrapunto lejano, los suspiros de Sonny, «Oh», estaba fingiendo, y lo
sabía. No se engañaba a sí mismo, pero disfrutaba demasiado como para irse. Salió de
nuevo al porche. La ropa interior húmeda empezaba a apelmazarse. Stern cogió la
toalla, se desnudó de nuevo y colgó los calzoncillos de la rama de un árbol con la
esperanza de que la brisa los secara antes de emprender el largo viaje a casa. Luego
se instaló de nuevo en la bañera. La luna había ascendido en el cielo y alumbraba la
hondonada con reflejos mágicos. Todos sus problemas lo esperaban en la ciudad, a la
luz del día. Pero en ese momento, mientras contemplaba los jirones de niebla que
aleteaban sobre el agua, estaba libre.
A los pocos minutos oyó el ruido de la cancela.
Stern había tendido las manos para abrazarla, cuando de pronto captó su mirada
aguda e intensa, que lo detuvo en seco; al instante comprendió que había cometido un
error. Ella extrajo un sobre blanco y se lo tendió como una advertencia, o quizá como
una defensa.
—No he venido por placer, Sandy, sino para darle esto. —Aún sostenía el sobre
—. Quise hacerlo en persona.
Él se quedó rígido. ¿Cómo había dicho Sonny? Después de los cuarenta, había
comprendido que nadie era siquiera normal.
Stern cogió el sobre. Tendría que haber sabido de qué se trataba sin dudarlo
siquiera, pero aun así lo abrió torpemente y estudió el documento. Era una citación
del gran jurado redactada por Sonny, cuyas iniciales figuraban al pie. Investigación
89-86. Lo leyó tres o cuatro veces antes de comprender. Estaba dirigida al propio
Stern; lo habían citado para comparecer el jueves a las diez de la mañana y allí debía
presentar «una caja fuerte transportada hacia el 3 de abril desde el edificio de MD
Clearing Corp., y todos los objetos en posesión, custodia o control de usted
contenidos en la susodicha caja en el momento de recibirla». Ella había marcado
ambos casilleros del formulario: Stern tenía que declarar y presentar ese objeto. Al
leer, comprendió que se hallaba ante otro desastre inminente.
—Debo decirle —prorrumpió Sonny— que estoy muy enfadada.
—Oh, Sonny. Es un malentendido. Por favor, entre un momento —invitó Stern
mientras subía la escalinata.
—Sandy, es inútil.
—Un momento —insistió él.
Entraron en el vestíbulo. La casa estaba oscura y fresca.
—Sonny, estoy obligado por problemas de inmunidad, desde luego —dijo Stern,
queriendo decir que no podía repetir nada de lo que le había dicho Dixon—, pero
creo que usted ha interpretado muy mal todo esto.
—Sandy, yo en su lugar no diría mucho. No sé dónde terminará este asunto, pero
no quiero tener que testificar. No puedo seguir el juego con tanta dureza como
ustedes. Todos ustedes.
—Es un camafeo que tu abuelo Henry le regaló cuando tenía dieciséis años.
Hacía años que no lo veía.
Stern sostuvo el colgante ante la luz plateada de la mesa. Bajo el mismo fulgor
débil, Marta estudió la silueta femenina.
—Es hermoso.
—Sí. Henry tenía buen ojo para estas cosas.
—Es extraño que nunca nos lo haya obsequiado a ninguna de nosotras. ¿No
crees?
Tal vez no podía separarse de él o le recordaba al padre. Acaso lo guardaba para
la primera nieta. Le irritaba pensar que Clara tenía algún plan que había quedado sin
cumplir. Le preguntó a Marta qué más había descubierto.
—Esto es asombroso. —Marta miró en su enorme bolso y sacó una bola de papel
de la cual extrajo un espléndido anillo de zafiro. La piedra era muy grande,
flanqueada en ambos lados por una hilera de diamantes, contra un trasfondo de
platino u oro blanco.
—Vaya —dijo Stern. Era uno de esos objetos tan lujosos que actualmente incluso
el seguro resultaba prohibitivo. Estudió atentamente el anillo—. ¿Dónde encontraste
estas cosas?
—Había una cajita japonesa de laca en el fondo del segundo cajón. Supongo que
era su lugar íntimo o algo así. —Marta tocó el anillo—. ¿No sabes dónde lo
consiguió? Parece antiguo.
Stern regresó a casa despacio. Estaba nervioso cuando llegó. Si hubiera tenido
otro sitio adonde ir, no habría entrado. Las semanas o meses que había pasado
fascinado por diversas mujeres y el éter de la sexualidad llegaban a su fin, o al menos
estaban aletargados esa noche. En cierto aspecto, se sentía más cerca de sí mismo:
solo y macizo como una piedra. La casa estaba vacía, tal como la noche anterior
había estado llena de la presencia fantasmal de Clara. Ahora el silencio lo acechaba
como una fuerza maligna, era como si su figura se redujera en ese espacio vacío. En
el vestíbulo de suelo de pizarra, donde parecía sintonizar su propia alma, pensó en su
vida sin Clara, pero era algo absurdo que no atinaba a expresar. Este hecho había
Stern había crecido en los tribunales estatales. En los oscuros pasillos alumbrados
por lámparas toscas, forrados de madera tallada con cientos de iniciales de
adolescentes, con politicastros patéticamente ávidos de prebendas, se sentía a sus
anchas. Era un escenario de personajes regios: Zeb Mayal, el encargado de fianzas
que a fines de los años sesenta aún se sentaba a un escritorio impartiendo órdenes a
todos los presentes, incluidos muchos de los jueces; Wally McTavish, quien
interrogaba a los acusados en casos de pena de muerte acercándose sigilosamente a
ellos y susurrando: bzzz; y desde luego los malhechores, los ladrones: Louie de Vivo,
por ejemplo, que colocó una bomba de relojería en su propio coche en un intento de
distraer al juez que lo sentenciaba. Oh Dios, los amaba, los amaba. Un hombre
apocado, hombre de poco valor cuando se trataba de su propia conducta, Stern
profesaba una admiración estética por la picardía canallesca, la egoísta astucia de
muchas de esas personas que suscitaban interés en la perversa creatividad de la mala
conducta humana.
Los tribunales federales que ahora constituían su hogar eran lugares más
solemnes. Éste era el foro preferido por los abogados salidos de universidades
prestigiosas y con clientes eminentes; sin duda era un sitio más adecuado para
impartir la ley. Los jueces tenían tiempo y ganas de examinar los informes. Aquí, al
contrario de los tribunales estatales, no era frecuente que los abogados se enzarzaran
Otra vez no, pensó Stern. Se acercó a la carrera, haciendo tintinear las monedas y
las llaves en los bolsillos; no tuvo que llamar. Helen abrió la puerta y cayó en sus
brazos con gratitud. Él le vio la cara apenas un instante, y era todo un espectáculo.
Estaba totalmente maquillada cuando había roto a llorar. El lápiz de ojos le había
Después de casarse con Helen en la primavera siguiente, Stern le dijo varias veces
que todo se había resuelto cuando se sentaron juntos en aquel banco. Pero no era
cierto. Durante meses él vaciló acerca de muchas cosas, sobre todo de él mismo, de
los límites de sus fuerzas y la forma exacta de sus deseos. Pero al despedirse esa
noche, la abrazó una vez más —Helen, quien había estado en la cama con Dixon
horas atrás, y Stern, quien tenía el cadáver de Dixon en el asiento trasero del coche—
y experimentó por un instante, al abrazarla en esas circunstancias imposibles, la luz
clara del deseo. Ya lo había sentido al saludarla esa noche, pero los acontecimientos
habían añadido una nueva urgencia. ¿Qué era? Nunca podría explicarlo, pero al
escuchar la confesión de Helen le embargó una fuerte emoción. Adoraba su desorden,
su confusión, su apresurado reconocimiento de que ella, como todos, y a pesar de sus
esfuerzos, no se conocía del todo. Así que la abrazó otro instante y le contó otra cosa.
El último giro de los acontecimientos con Dixon. El hecho de que sus hijos estaban
involucrados, aunque no aclaró cómo. Sabía que Helen querría compartir todos los
secretos, contar los suyos y oír lo que él no contaba a nadie más. Con el tiempo tal
vez lo hiciera. La primavera siguiente hablaría de ese momento, de esos hallazgos.
Luego Alejandro Stern, abrumado por pensamientos y sentimientos, se puso en
marcha, sintiendo el peso de la presencia que llevaba detrás. Ante cada semáforo,
ladeaba el espejo retrovisor para ver el bulto que ocupaba el asiento trasero.
—Por Dios, Dixon —dijo en voz alta en una ocasión.
¡Envidiarlo a él! ¿Por qué? Era un hombre gordo con acento extranjero. El
respeto que exigía, la estima, no significaba nada, era algo intrascendente y
transitorio. ¿Cuáles eran sus logros? ¿Una complicada vida familiar? Pobre Dixon.
Sus afanes eran inagotables. Los grandes hombres, pensó Stern, tenían grandes
apetitos. ¿Alguien había dicho eso? No estaba seguro, ni sabía qué nombre ponerle a
Dixon. Gran algo, pensó.
El coche de Radczyk, un viejo Reliant, estaba en la zona de carga, detrás del
edificio. Stern cogió el picaporte y se disponía a bajar cuando lo dominó de nuevo la
sensación, nítida como algo ya vivido, de que nada de aquello había ocurrido, de que
el momento era irreal, al igual que los acontecimientos de los últimos meses. Él era
otra persona en otra parte. Esto era el invento de un demente acurrucado en la litera