La Confesión Frecuente - Benedikt Baur PDF

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Benedikt Baur, O. S. B.

LA CONFESIÓN FRECUENTE

Instrucciones, meditaciones y oraciones para la frecuente recepción del


sacramento de la penitencia
Prólogo

En los años pasados, con motivo de la renovación litúrgica y de algunas


consideraciones nuevas surgidas en el campo de la devoción católica, se ha
escrito y discutido no poco acerca de la confesión frecuente de los pecados
veniales o, como se la ha llamado, de la confesión por devoción. El mismo
papa, Pío XII, en su Encíclica Mystici Corporis (1943), dedicó su atención a la
confesión frecuente; y saliendo al encuentro de algunos que «aseguran que no
hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente», la tomó bajo su protección:
«Queremos recomendar con mucho encarecimiento el piadoso uso de la
confesión frecuente, introducido por la Iglesia no sin una inspiración del
Espíritu Santo». Con ello queda claro el juicio que la Santa Iglesia tiene
formado de la confesión frecuente. «Quien trate de rebajar el aprecio de la
confesión frecuente tenga a bien reflexionar –dice la Encíclica– que acomete
una empresa extraña al Espíritu de Cristo y funestísima para el Cuerpo místico
de nuestro Salvador».

Por desgracia, hay no pocos, aun en los sectores católicos, que oponen reparos
contra la confesión frecuente y se creen obligados no sólo a no recomendarla,
sino a desaconsejarla, cuando por su parte la Iglesia, en su Código de Derecho
Canónico, casi la convierte en deber para los seminaristas y para los religiosos.

Desde la primera edición de Beseligende Beicht, 1922, a causa de las


dificultades que se han opuesto a la confesión frecuente, han surgido nuevos e
importantes puntos de vista; se han hecho buenas y prácticas observaciones
para dar mayor vida a la confesión frecuente. Por eso me ha parecido necesario
retocar a fondo las antiguas ediciones, utilizando, compendiando y
sistematizando los nuevos conocimientos.

La confesión frecuente está ante todo escrita para los numerosos sacerdotes y
religiosos que aspiran seriamente a la perfección, así como también para
muchos seglares verdaderamente devotos. Yo, por mi parte, estoy firmemente
convencido de que en estos círculos se siente un vivo anhelo de practicar la
confesión frecuente, y practicarla de manera que sea verdaderamente
provechosa y creadora de nueva vida. No ha de ser una mera «práctica»; no
debe practicarse mecánicamente o tan sólo porque a los religiosos les ha sido
prescrita por el Código de Derecho Canónico y por la regla. Por eso el presente
trabajo se propone profundizar en la confesión frecuente, darle vida, hacerla
comprender y exponer su alto valor para la vida cristiana.

El abad Butler escribe: «A medida que los católicos cultos y de alto nivel
intelectual vayan compenetrándose más con la corriente del catolicismo vivo, y
con sencillez de corazón tomen parte en las usuales prácticas devotas –cada
cual según sus dotes personales, sus inclinaciones y preferencias–, más se
remontarán en la religión del espíritu» (Benedictinisches Mönchtum, 309). A mí
me parece que esta frase tiene especial valor respecto de la confesión frecuente,
desde que tan usual es en la Iglesia, y tan encarecidamente ha sido
recomendada por la Suprema Autoridad.

Por lo que toca al título del libro, me parece que debo prescindir del antiguo; y,
asimismo, desechar otras expresiones, como confesión devota, que, aun cuando
en sí sean muy expresivas y acertadas, no gustan tanto entre nosotros. Y ahora,
después que Pío XII ha empleado la palabra «confesión frecuente», he resuelto
dar a la nueva edición este título: La confesión frecuente. Y por confesión
frecuente entendemos la confesión exclusiva de pecados veniales o válidamente
confesados ya antes y perdonados, que ahora se confiesan de nuevo o «se
incluyen». Se trata de una confesión que se hace frecuentemente, por lo menos
una vez al mes.

Abadía primada de Beuron, Pentecostés, 1945.

Benedikt Baur
Primera parte: La confesión frecuente

1. ¿Qué significa confesión frecuente?

Uno puede recibir frecuentemente el sacramento de la penitencia porque una y


otra vez reincide en un pecado mortal y quiere obtener de Dios su perdón. Aquí
no hablamos de la confesión frecuente en este sentido. Lo que aquí queremos
significar es la confesión frecuente, repetida, de una persona que ordinariamente
no comete ningún pecado mortal, que, por tanto, vive en unión con Dios, y que
por el amor está ligada a Él. También ella incurre en toda clase de infidelidades
y faltas, y tiene diferentes debilidades, costumbres torcidas y tendencias en la
lucha con la concupiscencia y el amor propio. No le es indiferente fracasar a
veces, aunque no sea en cosas graves, y obrar contra su conciencia. Se
preocupa de purificar su alma de toda mancha de pecado y faltas, de
conservarla limpia y fortalecer su voluntad en la aspiración hacia Dios. Por esa
razón acude con frecuencia, a veces hasta cada semana, a la santa confesión. Va
en busca de la purificación interior, de la firmeza de voluntad; busca nueva
fuerza para tender siempre a la unión perfecta con Dios y con Cristo. Sabe bien
que en conciencia no está en manera alguna obligada a confesar los pecados
veniales que ha cometido. Sabe que es enseñanza expresa de la Iglesia que los
pecados veniales pueden callarse en la confesión, porque hay otros muchos
medios por los que se pueden borrar del alma los pecados veniales. Tales
medios son todos los actos de verdadero arrepentimiento sobrenatural, todas las
oraciones en que se pide el perdón de los pecados, todas las obras hechas con
espíritu de penitencia y de expiación y todos los dolores sufridos con el mismo
espíritu.

Además, sirven todos los actos de amor perfecto a Dios y a Cristo, todos los
actos y obras de amor cristiano al prójimo, hechos por motivos sobrenaturales,
así como todas las obras y todos los sacrificios realizados por amor
sobrenatural. También son medios la práctica bien hecha de los llamados
sacramentales, por ejemplo, del agua bendita; además, una serie de oraciones
litúrgicas, como el Confiteor Deo, como el Asperges me, como en especial la
asistencia al santo sacrificio de la Misa y la recepción de la santa comunión.
Mediante la sagrada comunión «somos purificados de las faltas diarias», dice el
Concilio tridentino (13.ª sesión, cap. 2.°). Véase, pues, cuán fácil ha hecho la
bondad misericordiosa de Dios al alma, animada de verdadera ansia de
perfección, el reparar inmediatamente una falta cometida.

1. Si, pues, existen tantos medios para que el alma se purifique de sus pecados
veniales sin el sacramento de la penitencia, ¿qué sentido y qué valor tiene la
confesión de los pecados veniales? ¿Dónde está el «provecho» de esta
confesión, de que habla el Concilio de Trento? Dice: «Los pecados veniales,
que no nos privan de la divina gracia y en que tan a menudo recaemos, se
confiesan y acusan con razón y provecho en la confesión, como lo comprueba
la práctica de las personas devotas» (sesión 14, cap. 5.°).

a) El fruto de la confesión de los pecados veniales se funda ante todo en que se


trata de la recepción de un sacramento. El perdón de los pecados se logra en
virtud del sacramento, es decir, de Cristo. En el sacramento de la penitencia, «a
aquellos que después del bautismo han pecado, se les aplican los merecimientos
de la muerte de Cristo» (Conc, de Trento, sesión 14, cap. 1.°). En lo cual hay
que observar: en el sacramento es esencial el íntimo arrepentimiento de los
pecados, que es elevado por el sacramento a la unión, llena de gracia, con Dios.
La gracia aquí otorgada, puesto que se trata exclusivamente de pecados
veniales, no es, como cuando se trata de pecado mortal, la nueva vida de la
gracia, sino el robustecimiento, el aumento y profundidad mayor de la vida
sobrenatural, de la santa caridad, en el hombre. El sacramento de la penitencia
lo primero que produce es lo positivo, el robustecimiento de la nueva vida, el
aumento de la gracia santificante, y en unión con ella una gracia coadyuvante
que estimula nuestra voluntad a un acto de amor o de arrepentimiento. Ese acto
de amor borra los pecados veniales y los arroja del alma, de manera semejante a
como la luz ahuyenta y elimina las tinieblas.
El provecho de la confesión de los pecados veniales consiste, además, en que la
virtud del sacramento no sólo borra los pecados, sino que además abarca y sana
sus consecuencias, de manera más perfecta de como ocurre en el perdón
extrasacramental de los pecados veniales. Porque en el sacramento de la
penitencia se perdona una parte mayor de las penas temporales de los pecados
que por los medios extra-sacramentales, aunque concurra igual espíritu de
arrepentimiento. Pero sobre todo el sacramento de la penitencia cura al alma de
la debilidad producida por los pecados veniales, del cansancio y la frialdad para
las cosas divinas, de la inclinación que con los pecados veniales renace para las
cosas terrenales, del robustecimiento de los instintos e inclinaciones torcidas y
del poder de la mala concupiscencia –y esto en virtud del sacramento, es decir,
de Cristo mismo–. Así la confesión de los pecados veniales suministra al alma
una frescura interior, un nuevo impulso para entregarse a Dios, a Cristo, y al
cuidado de la vida sobrenatural, lo que ordinariamente no acontece en el perdón
extrasacramental de los pecados veniales.

Un provecho muy especial y sobresaliente produce la confesión de los pecados


veniales por estas circunstancias; que en general los actos del examen de
conciencia, en especial del arrepentimiento, del propósito, de la voluntad de
satisfacción y de penitencia, son mucho más perfectos y mejor elaborados que
en el perdón extrasacramental de los pecados veniales por medio de una
jaculatoria o por el uso piadoso del agua bendita. Todos sabemos lo que cuesta
acusarse debidamente ante el sacerdote; todos sabemos cómo debemos
preocuparnos de realizar bien los actos de arrepentimiento y de propósito e
incitar la voluntad a la penitencia y a la satisfacción. Con plena conciencia nos
dedicamos a hacer bien esos actos.

Y con razón. Porque esos actos de aversión interior a las faltas no constituyen
únicamente una condición previa del alma para la recepción del sacramento de
la penitencia, son su parte esencial. De ellos depende que haya verdadero
sacramento, ellos determinan la medida de la eficacia del sacramento, la del
crecimiento en la vida divina y del perdón de los pecados. El sacramento de la
penitencia, así como el sacramento del matrimonio, es el sacramento más
personal. La participación personal del penitente, sus actos personales de
arrepentimiento, de acusación, de voluntad de satisfacción, son decisivos para la
eficacia del sacramento. Ésa depende esencialmente de nuestro juicio personal
sobre el pecado cometido y de nuestro retorno personal a Dios y a Cristo. En el
sacramento de la penitencia que recibimos, nuestros actos personales de
penitencia son elevados de la esfera meramente personal y son unidos con la
virtud de los padecimientos y muerte de Cristo, que operan en el sacramento.
Aquí es donde resplandecen toda la gracia y el provecho del sacramento de la
penitencia.

La llamada gracia sacramental, que sólo es propia del sacramento de la


penitencia y que por ningún otro sacramento se produce o puede producirse, es
la gracia santificante, con carácter y fuerza especial para hacer desaparecer la
enervación causada por los pecados veniales, el déficit de fuerza, valor e
impulso espiritual, para fortalecer el alma y alejar los impedimentos que se
oponen a la gracia y su operación eficaz en el alma.

Un significado y provecho especial de la confesión frecuente consiste en que


los pecados veniales se confiesan al sacerdote como representante de la Iglesia,
es decir, a la Iglesia, a la comunidad. El que peca venialmente sigue siendo
miembro viviente de la Iglesia. Con el pecado venial no ha pecado solamente
contra Cristo, contra Dios y el bien de su propia alma; al mismo tiempo ha
causado un daño a la Iglesia, a la comunidad; su pecado es una «mancha», una
«arruga» de la esposa de Cristo; es un obstáculo para que el amor que el
Espíritu Santo derrama sobre la Iglesia pueda desarrollarse libremente en todos
los miembros de la Iglesia de Cristo. El pecado venial es un daño inferido a la
comunidad, es una falta de amor para con la Iglesia, de la que únicamente
manan la vida y la salvación para el cristiano. Por eso no puede expiarse de una
manera más adecuada que poniéndolo en conocimiento del representante de la
Iglesia, recibiendo su perdón y cumpliendo la penitencia impuesta por él.

b) No se agota el significado de la confesión frecuente con perdonarse en este


sacramento las faltas cometidas y curarse la debilidad íntima del alma. La
confesión frecuente no mira sólo hacia atrás, hacia lo que ha sido, hacia las
faltas cometidas en el pasado; también mira hacia delante, hacia el porvenir.
Aspira también a construir, quiere efectuar un trabajo para el porvenir.
Cabalmente, con su frecuencia, aspira a un fin eminentemente positivo: al
robustecimiento y nueva vida de la voluntad en su lucha por la verdadera virtud
cristiana, por la pureza perfecta y la entrega total a Dios, por el triunfo completo
del hombre espiritual y sobrenatural en nosotros, por el dominio del espíritu
sobre los apetitos, los sentimientos, las pasiones y las debilidades del hombre
viejo en nosotros. La confesión frecuente sirve para que vayamos
identificándonos más y más con el espíritu y el ánimo de Cristo, en especial con
el odio que siente Cristo contra todo lo que en nosotros pudiera desagradar a
Dios, y hagamos nuestro el espíritu de expiación y de satisfacción de Cristo por
nuestros propios pecados y por los de los demás. Del genuino sentimiento de
penitencia brotan la prontitud para todo sacrificio, todo dolor, todas las
dificultades y pruebas a que el Señor tenga a bien someternos, valores de alto
precio de que participamos, tanto más cuanto con mejor disposición y con
mayor frecuencia recibimos el santo sacramento de la penitencia.

c) Muchos hacen resaltar como nuevo provecho de la confesión frecuente la


dirección del alma por medio del confesor. La verdad es que la dirección de las
almas que aspiran a la perfección de la vida religiosa y cristiana es altamente
deseable y útil, y a veces hasta moralmente necesaria. Hoy los más acuden para
la dirección del alma al confesor. Y con razón. Uno de los principales motivos
por los que la Santa Iglesia prescribe positivamente la confesión frecuente, y
hasta semanal, a los sacerdotes, a los seminaristas y a todas las órdenes
religiosas, es cabalmente éste: que mediante ella queda asegurada de la manera
más sencilla la dirección espiritual de los que están obligados a aspirar a la
perfección cristiana en un modo especial. Según San Alfonso María de Ligorio,
uno de los deberes fundamentales del confesor es ser director espiritual. Sin
embargo, sería una equivocación decir que la dirección de las almas está
esencialmente ligada a la confesión o a la confesión frecuente. Tampoco sería
propio unir la dirección espiritual con la confesión frecuente tan estrechamente
que, como suele suceder, casi se pase por alto el lado sacramental de la santa
confesión para dar el primer lugar a la medicina pastoral. El religioso y la
religiosa encuentran normalmente la dirección espiritual en la estrecha unión
con la vida de comunidad ordenada, con la vida claustral tal como la encauzan
la regla y los superiores. Ella les ofrece normalmente los medios que necesitan
para lograr el fin de la vida de la orden: la santidad.
2. Los pecados que ya se han confesado antes debidamente, sean mortales o
veniales, ¿podemos confesarlos de nuevo, «incluirlos»? Ya hemos observado
antes que son esenciales en la confesión no los pecados, sino los actos interiores
de aversión de la voluntad hacia los pecados cometidos, los actos de
arrepentimiento y de voluntad de satisfacción, etcétera. Pero el pecado cometido
queda como un hecho histórico, aun cuando haya sido perdonado. Asimismo es
posible que el hombre una y otra vez se arrepienta interiormente del pecado
cometido, lo condene, lo deteste, con voluntad de evitarlo, de corregirse, de
hacer penitencia. Cuando se da esta actitud interior, no hay impedimento alguno
para que, mediante la virtud de Cristo que opera en el sacramento de la
penitencia, se eleve a un retorno a Dios pleno de gracia. También en este caso
en que se confiesan pecados ya confesados y perdonados, el sacramento
produce el efecto que le es esencial: aumenta la gracia santificante, la cual,
como fruto del sacramento de la penitencia, en virtud de su íntima naturaleza
borra el pecado si lo hay. La gracia producida por el sacramento de la penitencia
no hay que concebirla sin relación al pecado, que borra del alma, si la encuentra
en estado de pecado. Por eso las palabras del sacerdote «Yo te absuelvo de tus
pecados» tienen pleno sentido, aun en el caso de que sola y únicamente
produzcan la gracia (su aumento), sin perdonar el pecado, porque ya no existe
ninguno que pueda ser perdonado. Por eso la Iglesia considera como materia
suficiente, es decir, como suficiente objeto de la sagrada confesión los pecados
debidamente confesados y perdonados ya (Cód. de Derecho Canónico, can.
902). Benedicto XI, en 1304, declara «provechoso» confesar de nuevo los
pecados ya confesados.

3. Por lo dicho se puede comprender en qué sentido se puede hablar de


confesión frecuente. Confesión frecuente es aquella que es adecuada para
producir y lograr el doble fin de purificar el alma de los pecados veniales y, al
mismo tiempo, confirmar la voluntad en su aspiración al bien y a la unión más
perfecta con Dios. Este fin, según la doctrina común y la experiencia, se logra
mediante la confesión practicada cada semana, o cada quince días, o cada tres o
cuatro semanas: la Santa Iglesia cuenta con el caso de que alguien se confiese
más de una vez en la semana (Cód. de Derecho Canónico, can. 595). Por otra
parte, si no tiene nada que confesar, puede uno ganar todas las indulgencias con
tal que se confiese al menos dos veces al mes o reciba la sagrada comunión
diaria o casi diariamente (Cód. de Derecho Canónico, can. 931, 3).

Asimismo, de lo dicho hasta ahora se deduce que la confesión frecuente


presupone y exige una seria aspiración a la pureza interior y a la virtud, a la
unión con Dios y con Cristo, es decir, una verdadera vida interior. El que quiere
conformarse con evitar únicamente el pecado mortal, sin preocuparse de los
pecados veniales, de determinadas infidelidades y faltas; el que no está resuelto
a combatirlos con toda seriedad, ese tal no se halla en condiciones de hacer con
provecho una confesión frecuente. La confesión frecuente es inconciliable con
una vida de tibieza: antes bien, según su más íntima finalidad, es uno de los
medios más eficaces para superar y eliminar la tibieza. Si se practica con
conciencia plena, impulsa necesariamente al anhelo de lo bueno, de lo perfecto,
a la lucha contra el más íntimo pecado consciente o contra una infidelidad o
descuido.

Las almas perfectas buscan y hallan en la confesión frecuente fuerza y valor


para luchar por la virtud y por una vida para Dios y con Dios. Pero al propio
tiempo buscan ante todo la pureza perfecta del alma. A ellas les es muy
doloroso causar pena a su amoroso Padre con una infidelidad. Siempre tienen
presente ante su vista a Cristo, esposo de su alma, lleno de hermosura, de
pureza inmaculada y santidad. Quieren compartir su vida, vivirla, continuarla y
ser otro Cristo. Empujadas por el amor al Padre, por el amor a Jesús, al que
quieren asemejarse cada día más, acuden a menudo a la santa confesión. Es el
santo amor a Dios y a Cristo el que impulsa a estas almas a recibir con
frecuencia el sacramento de la confesión. La confesión frecuente es para ellas
una necesidad.

Las almas menos perfectas buscan y hallan con frecuencia en la sagrada


confesión un medio muy excelente para la lucha eficaz contra las
imperfecciones, el fracaso diario, las torcidas inclinaciones y costumbres y,
sobre todo, contra el cansancio espiritual y el peligro del desaliento. Cabalmente
en la recepción del sacramento de la penitencia experimentan estas almas, en sí
mismas, que en ellas y con ellas lucha y triunfa alguien más fuerte, Cristo, el
Señor, el que ha triunfado del pecado, y quiere y puede vencerlo en sus
miembros.

Queremos cerrar este capítulo con las palabras de la Encíclica Mystici Corporis
de Pío XII, de 29 de junio de 1943: «Es pues del todo evidente que con estas
engañosas doctrinas (las del malsano quietismo) el misterio de que tratamos,
lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente
en su ruina. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran
que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados
veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la
Esposa de Cristo hace cada día con sus hijos, unidos a ella en el Señor, por
medio de los sacerdotes que están para acercarse al altar de Dios. Cierto que,
como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden
expiar de muchas y muy loables maneras; pero para progresar cada día con más
fervor en el camino de la virtud queremos recomendar con mucho
encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la
Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo, con el que aumenta el justo
conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se desarraigan las malas
costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la
conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de
las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento. Adviertan, pues,
los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los
jóvenes clérigos, que acometen una empresa extraña al Espíritu de Cristo y
funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador».
2. ¿Cómo debemos practicar la confesión frecuente?

No es fácil contestar a esta pregunta. Aquí también tiene su aplicación la regla


de que una misma cosa no es para todos. Es menester distinguir dos clases entre
los que practican la confesión frecuente.

Muchos de ellos se encuentran en medio de la vida, en la familia, en la oficina,


en la fábrica, en la escuela, en la profesión, en el negocio, con su prisa, su
inquietud y su ruido. Notablemente se esfuerzan por llevar una vida pura y
grata a Dios. Se mantienen duraderamente en estado de gracia y de hijos de
Dios, pero siempre vuelven a caer en toda clase de faltas. Van cada semana y
seguramente cada mes a la sagrada confesión, se arrepienten seriamente de sus
faltas y se acusan de las mismas con espíritu de arrepentimiento y con la mejor
voluntad, tan bien como pueden, aunque tal vez no en una forma muy perfecta.
¿Diremos que una tal confesión no es para ellos saludable? Por la manera
inhábil y desmañada como la hacen, ¿hemos de inquietarlos y aconsejarles sin
necesidad urgente que la hagan de otra manera? O ¿no deberíamos más bien
ayudarlos a formar un propósito serio y práctico, y conservar su firme voluntad
de avanzar a pesar de los fracasos y crecer en la vida espiritual? Lo mismo
podría decirse por lo regular acerca de aquellos años de la vida religiosa en que
a menudo se cometen aún tropiezos, infidelidades y faltas, pecados veniales
conscientes, deliberados, de cierta gravedad. En estos años es de aconsejar que
la santa confesión se relacione estrechamente con la meditación y con el
examen de conciencia general y especial.

Pero poco a poco y de manera normal en todo el campo de la vida interior se


verifica un constante proceso de simplificación. A este proceso está sometida la
meditación lo mismo que el examen de conciencia y toda la aspiración a la
virtud y la vida de oración. A este proceso de simplificación está sometida
también la recepción del sacramento de la penitencia. Con el progreso en la
vida interior van disminuyendo los pecados veniales conscientes y deliberados,
y, en general, sólo quedan casi los llamados pecados de flaqueza. Aquí es
donde empiezan las dificultades prácticas contra la santa confesión; en cierto
sentido se vuelven tanto mayores cuanto más crece el alma en pureza y se
acerca a Dios. Para ambas clases de almas valen las reflexiones siguientes sobre
la manera y modo como debemos hacer la confesión frecuente. Empezamos
con el propósito.

A) El propósito

Para que la confesión frecuente sea no sólo válida y digna, sino también
positivamente constructiva, eficaz respecto al crecimiento de la vida interior,
vale la siguiente norma directriz: En la santa confesión se acusará aquello contra
lo que conscientemente estamos resueltos a trabajar con firmeza. Con esto, el
punto central de la confesión frecuente lo ocupará el propósito.

1. El propósito es inseparable del arrepentimiento; brota del buen


arrepentimiento con intrínseca necesidad, como su fruto maduro. Siendo una
parte del arrepentimiento el propósito, es éste, como el arrepentimiento mismo,
un elemento esencial y absolutamente necesario de la confesión.

Hay que distinguir entre el propósito expreso y el que está incluido en el


arrepentimiento. Este último no es ningún acto nuevo de la voluntad, separado
del acto del arrepentimiento, sino que está incluido en el dolor que va anejo al
arrepentimiento y a la detestación del pecado. Basta para la recepción válida del
sacramento de la penitencia. Así, pues, si antes de la acusación se ha hecho un
acto serio de arrepentimiento, aun sin pensar en el propósito y sin formulario, ya
la confesión es válida, porque el propósito necesario va incluido en el
arrepentimiento. Pero si se quiere hacer más fructuosa la confesión y convertirla
en medio de progreso interior y de santificación, será necesario el propósito
expreso, separado del acto del arrepentimiento. El propósito expreso puede ser
general o especial. General, lo es cuando se refiere a todos los pecados veniales
o, al menos, a todos los pecados veniales de que se acusa en aquella confesión.
El propósito especial es la voluntad de evitar o de combatir seriamente
determinados pecados veniales o faltas.
Para la validez de la confesión de pecados exclusivamente veniales basta el
propósito de querer evitar o combatir los pecados confesados o al menos uno de
los mismos; también es suficiente el propósito de abstenerse de una determinada
clase de pecados veniales; y, finalmente, basta el propósito de evitar en lo
posible, o por lo menos disminuir con mayor celo, el número de los pecados
veniales no deliberados, es decir, los llamados pecados de flaqueza. No es
necesario el propósito de evitar en absoluto los pecados veniales, como debe ser
el propósito respecto de los pecados mortales: es suficiente el propósito de
combatirlos o de emplear los medios necesarios para disminuir al menos su
número y su frecuencia.

2. Muchos de los que se confiesan frecuentemente incurren en la falta de no


hacer propósito serio respecto de gran parte de los pecados que confiesan. San
Francisco de Sales dice que es un abuso confesar un pecado que uno no está
resuelto a evitar o al menos a combatir en serio (La vida devota, 2, 19).
Desgraciadamente, este abuso se ha convertido en práctica, sobre todo en la
confesión hecha por costumbre, en la que cada vez se acusa uno de lo mismo,
sin ningún progreso, sin disminución del número o de la clase de pecados
veniales, sin ningún enérgico rechazo del pecado, sin aumento de celo para
aspirar al bien. Aquí tiene que haber alguna falta. Lo que falta es el propósito.
Se adquiere la costumbre de acusarse de estos o de aquellos pecados veniales,
sin pensar seriamente en luchar con energía contra ellos. Hay un propósito
general o incluido en el acto mismo del arrepentimiento, y por lo mismo la
confesión es válida; pero fructuosa, constructiva, propulsora de la vida interior,
apenas podrá serlo una confesión así hecha. En este punto tienen los confesores
una responsabilidad respecto a los que se confiesan con frecuencia; pero no
solamente los confesores, sino ante todo los penitentes mismos.

Por eso las almas más puras y aprovechadas no se acusarán en la confesión


frecuente de faltas, infidelidades o pecados de flaqueza que no estén resueltas
con toda su voluntad a evitar o a combatir. Mas no es posible, al mismo tiempo
y duraderamente, concentrar con constancia toda la atención y fuerza en gran
número de puntos, de faltas y flaquezas. Por eso debe guardarse esta regla
fundamental: Poco, pero bueno, con toda seriedad y voluntad, con constancia y
perseverancia. Divide et impera: dividir para vencer. Por lo mismo, a tales
almas les será necesario limitar el propósito de su confesión a pocos puntos;
mejor, a una sola falta contra la que quieran luchar, a un solo punto que tengan
siempre a la vista, en el que quieran concentrar todo su esfuerzo. En primer
lugar, lo necesario en aquel momento, lo importante, aquello que en aquellas
circunstancias es lo principal para ellos. Mucho depende de que este propósito
sea bien escogido y formado.

Estas almas deben procurar especialmente formar un propósito positivo, es


decir, encaminado a la práctica de una virtud determinada. La manera de vencer
nuestras faltas y debilidades no es ocuparnos continuamente de ellas y
combatirlas, sino mantener nuestra mirada siempre dirigida al bien positivo, a lo
santo, y buscarlo conscientemente. Las almas que verdaderamente aspiran a la
perfección luchan ante todo por el amor puro a Dios y a Cristo; el amor a Dios
es amor al prójimo, amor que soporta, perdona, ayuda, sirve, llena de dicha, da
fuerza para amar al prójimo. Ponen sus miras en la pureza de la intención y en
los motivos de sus actos. Se proponen vivir de la fe y considerar como
disposición o consentimiento de Dios todo cuanto aporta la vida cotidiana. El
amor a Dios y al Redentor las hace fuertes para los sacrificios diarios, grandes y
pequeños, fuertes para la paciencia, para la verdad, para la vida de comunidad,
para la sumisión humilde a la cruz impuesta por las circunstancias, las
enfermedades, la propia debilidad e insuficiencia, los muchos fracasos, las
dificultades de la vida interior, el estado de sequedad, de vacío o frialdad
interior, el cansancio e indisposición física, la repugnancia a la oración, etc. El
amor da fuerzas para ello. «La caridad es sufrida, dulce y bienhechora. La
caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se
ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa
mal... A todo se acomoda, cree todo el bien del prójimo, todo lo espera, y lo
soporta todo... Corred con ardor para alcanzar la caridad» (1 Cor 13, 4 ss), el
amor santo a Dios y a Cristo. En la caridad está toda virtud.

El propósito, en primer lugar, tiene que ser prácticamente realizable. En este


punto se falta de muchas maneras. Se hace, por ejemplo, este propósito: No
quiero tener más distracciones en la oración, no quiero ser quisquilloso, no
quiero tener más pensamientos de orgullo, etc. Éstos son meros propósitos,
prácticamente irrealizables, que sólo sirven para acumular nuevas ruinas sobre
las antiguas. Para nosotros, los humanos, que vivimos en esta tierra, no se trata
de no tener ninguna distracción en la oración, de no experimentar ningún
movimiento de irritación, de no ser sensibles a los disgustos e injusticias, de no
tener ningún pensamiento de orgullo... Se trata solamente de que las
distracciones, las irritaciones, etc., no sean voluntarias, y de que cuando nos
demos cuenta de ellas las combatamos. Fórmese, pues, un propósito que
realmente pueda llevarse a la práctica, por ejemplo: Me propongo, en cuanto
note que estoy distraído, recogerme; tan pronto como note una irritación, haré
un acto de paciencia, de conformidad con la voluntad de Dios; siempre que me
suceda algo desagradable, me dirigiré al Señor diciendo: «Señor, ayúdame», o
«por tu amor quiero soportarlo». Si se aspira a más, el propósito de nada
servirá. Sólo recogeremos desengaños y desaliento.

El propósito tiene que ser adaptado a las necesidades y circunstancias del


momento. Debe tener como objeto una falta que me da mucho que hacer y que
he de combatir con todo afán; tiene que tomar en consideración la corriente
interior de la gracia, que tan frecuentemente toma por punto de partida algún
misterio de Cristo, de la liturgia o del año eclesiástico, una vivencia íntima, la
meditación, la lectura espiritual, una inspiración interior, etc.

El propósito no ha de cambiar, ni debe cambiar en cada confesión; pero, si no


varía, debe renovarse, afianzarse y profundizarse en cada confesión. Como
regla general, debe conservarse y renovarse en cada confesión hasta que la falta
que ha sido objeto del propósito sea vencida eficazmente con cierta seguridad y
constancia, de manera que se haya debilitado notablemente su predominio; a
menudo el propósito deberá conservarse hasta que cambien las circunstancias
exteriores. Ciertas faltas exteriores, como la curiosidad de los ojos, el
quebrantamiento del silencio o faltas contra la caridad, tendrán que ser
combatidas con un propósito especial hasta que se haya logrado que una
costumbre opuesta adquiera predominio. A ello contribuyen poderosamente el
examen particular y la meditación diaria.

El propósito puede también relacionarse directamente con determinados medios


con los que se quiera resistir a una falta. Así, para mejor sustraerse a las
distracciones en la oración, se puede formar el propósito de hacer más fielmente
la meditación; o, para contrarrestar los movimientos de impaciencia, de crítica y
de falta de caridad, hacer el propósito de estar más en la presencia de Dios y de
Cristo, y dominar los sentidos.

No se olvide que la buena voluntad es una voluntad actual, y que por lo mismo
es verdaderamente conciliable con el temor, más aún, con la previsión verosímil
de una recaída, al menos en faltas inconscientes. Siempre tenemos que contar
con el importante artículo de fe de que al hombre, aun cuando se halle en estado
de gracia santificante, «sin privilegio especial de Dios, como lo enseña la Santa
Iglesia respecto de la Virgen María, no le es posible evitar durante toda la vida
todos los pecados veniales» (Concilio de Trento, sesión 6, can. 23). De modo
que no se trata de que no incurramos ya en ninguna falta, sino de que no
seamos indiferentes a las faltas e infracciones, a sus causas y raíces, de que las
rechacemos enérgicamente, de que jamás hagamos las paces con ellas y de que
lleguemos a las alturas del santo amor de Dios.

B) La confesión (acusación)

1. El Concilio de Trento subraya el hecho de que los pecados veniales no


necesitan confesarse. «Con razón y provecho se confiesan, pero pueden
callarse sin culpa, y ser perdonados y expiados por muchos otros medios»
(sesión 14, cap. 5.°).

Objeto de la confesión, sólo pueden serlo pecados, y pecados cometidos


después del bautismo. Lo que no es pecado no puede confesarse. Así, sólo
pueden confesarse los pecados cometidos con conocimiento y voluntad, los
llamados pecados veniales deliberados o intencionados; asimismo los llamados
pecados de flaqueza, en que incurrimos por culpable precipitación, por
excitación momentánea, por irreflexión, por falta de dominio sobre sí mismo o
por ligereza, aunque no con plena libertad. No es necesario confesar el número
y las circunstancias que agravan los pecados veniales; sin embargo, sería
conveniente tenerlos en cuenta e incluirlos en la confesión al tratarse de faltas
más importantes y arraigadas. Son circunstancias agravantes, por ejemplo,
mostrarse falto de caridad para con un bienhechor inmediatamente después de
comulgar. Antes se discutía si podían o debían confesarse también las llamadas
imperfecciones, por ejemplo, el haberse defendido cuando hubiera sido más
perfecto (aunque no un deber) el callar; el permitirse algo cuando hubiera sido
mejor renunciar a ello. Hoy es usual y corriente confesar también las
imperfecciones, primero porque en el fondo de ellas generalmente se oculta
algún descuido, y luego porque su conocimiento es útil al confesor para la
dirección espiritual. Las distracciones realmente no queridas, involuntarias, en
la oración, movimientos de impaciencia, pensamientos que afloran contra la
caridad, sentimientos de desamor, antipatías, juicios, si con seguridad son
indeliberados e involuntarios, no son objeto de confesión.

2. Los que seriamente se dedican a la vida espiritual, sobre todo los religiosos,
que por vocación están obligados a una vida de perfección cristiana, después de
haber pasado los comienzos de la vida espiritual, deberán confesar de ordinario
aquellos pecados y faltas contra los que están resueltos a luchar conscientes de
su fin. Así, pues, no confesarán todas y cada una de las faltas e imperfecciones
que hayan cometido, sino tan sólo aquellas contra las que va enderezado su
propósito. Propósito y confesión (acusación de los pecados) corren parejas.
También aquí tiene su aplicación aquello de que no mucho y variado, sino poco
y, eso, bien; non multa, sed multum. De las faltas cotidianas e infidelidades, se
escogerá aquella que pertinazmente tiende a arraigarse, que con mayor
conciencia y voluntad se comete, que nace de una costumbre torcida o de una
inclinación y pasión perversa, aquella con la que uno más da que sufrir a su
prójimo. Esta acusación limitada es de aconsejar especialmente a aquellos que,
a pesar de todos sus buenos deseos, a veces se olvidan de ello; a aquellos que
tienen faltas habituales, faltas de temperamento de índole más seria; a los que se
sienten enervados y flojos, sin fuerza interior y sin verdadero deseo de aspirar a
la virtud; a aquellos que se hallan en peligro de volverse tibios y descuidados; a
los que sólo con dificultad se libran de determinadas faltas; finalmente, también
a aquellos que con facilidad se ven atormentados por la duda de si han tenido
suficiente dolor y arrepentimiento de los pecados confesados.

«Así, pues, nosotros no hacemos sino interpretar según nuestras propias


opiniones la ley de Dios al imponernos como deber el recitar toda una letanía de
pecados veniales, de minuciosas circunstancias e historias. Exponer todo eso
por completo es sencillamente imposible. De ahí un sinfín de angustias y
escrúpulos que tan sólo se fundan en que por verdadera imposibilidad hemos
omitido algo de lo que sin ningún pecado, con plena libertad, hubiéramos
podido callar» (LEHEN, Weg zum inneren Frieden, p. 93). En el afán de
confesar todos los pecados veniales, además de mucho desconocimiento e
incomprensión, hay también mucho egoísmo y orgullo: es que queremos estar
satisfechos de nuestro obrar y de nuestra confesión, queremos poder
extendernos el certificado de haber dicho todo cuanto podíamos decir. Muchas
almas, además, se hacen así la ilusión de que por el mero hecho de haberse
confesado ya está todo en orden. ¡Qué error tan perjudicial!

El conocimiento de la raíz de los pecados veniales, ante todo la de la falta


principal, y el conocimiento de las ocasiones que originan determinadas faltas,
puede ser útil al confesor. Conviene hablar de esto de cuando en cuando en la
santa confesión.

3. En la práctica hay varios medios de hacer bien y fructuosamente la


acusación, y de ahondar y simplificar la confesión frecuente. Unos confiesan
todas las faltas o, al menos, las más importantes cometidas desde la última
confesión. Así lo harán muchas almas con razón y provecho.

Pero en el caso de almas que con verdadera seriedad buscan a Dios, trátese de
seglares, sacerdotes o religiosos, creemos que debemos indicar los siguientes
medios: Puede uno partir de una falta determinada, cometida después de la
última confesión. En tal caso, la confesión se desarrollará así: «Con plena
conciencia he juzgado y hablado con poca caridad; durante mi vida entera he
pecado, de pensamiento y de palabra, con juicios poco caritativos contra el
amor al prójimo, y me acuso de todos estos pecados de mi vida; me acuso
asimismo de todos los demás pecados y faltas de los que me he hecho culpable
ante Dios». Es una manera muy sencilla y provechosa de acusarse en el
supuesto de haberse esforzado por despertar un serio arrepentimiento. Del
arrepentimiento brota naturalmente un claro y concreto propósito: «Trabajaré
para eliminar todo juicio y palabra deliberadamente faltos de caridad».
Una segunda manera de acusarnos: partir de un determinado mandamiento, o
de una pasión, una costumbre, una inclinación; siempre de un punto que, en el
momento actual, es de gran importancia para la aspiración interior. Entonces la
confesión se hará de esta manera: «Me excito fácilmente por cualquier cosa; los
demás me irritan en seguida; hablo y censuro y doy rienda suelta a la antipatía y
al mal humor. Me acuso de haber cometido de esta manera muchas faltas en mi
vida. Me acuso también de todos mis demás pecados y faltas de que me he
hecho culpable delante de Dios». Es también una manera fácil y provechosa de
confesión; ella presupone y exige que el penitente, consciente del fin, y por
largo tiempo, fije la atención en un pecado determinado, en la raíz de
determinadas faltas o en un punto importante para su vida interior. Lo decisivo,
también en este caso, es el arrepentimiento. Esta manera de confesarse hace
relativamente fácil al confesor el tratar al penitente de una manera personal y
ayudarle en sus esfuerzos.

Finalmente, se puede tomar por punto de partida el haber pecado, por ejemplo,
contra uno u otro mandamiento: «He pecado a menudo y mucho por
impaciencia, por falta de dominio de mí mismo, por mal humor, por
sensualidad. Me acuso también de todos los otros pecados mortales y veniales
de toda mi vida».

De lo dicho resulta lo siguiente: Quien quiera practicar la confesión frecuente


bien y con todo el fruto posible, tiene que mantener buen orden en su vida
interior. Debe ver con claridad qué puntos son importantes y esenciales para él;
debe conocer sus propias imperfecciones y modelarse a sí mismo de un modo
consecuente. Si también el confesor, comprensivo y lleno de santo interés por el
crecimiento espiritual de su penitente, colabora con él de un modo consecuente,
la confesión frecuente será un medio excelente para edificar y perfeccionar la
vida religioso-moral, para identificarse con Cristo y con su espíritu.

C) El examen de conciencia
1. El examen de conciencia para la recepción del sacramento de la penitencia
está muy estrechamente relacionado con la práctica del examen de conciencia
en general.

Mientras que los maestros de la vida del espíritu, empezando por los antiguos
monjes y continuando hasta los de nuestros días, consideran y tratan el examen
de conciencia, ya el general, ya el particular, como un elemento esencial de la
vida cristiana verdaderamente devota, existen hoy ciertos sectores católicos que
no quieren saber nada de un examen de conciencia que llegue a los detalles.
Ante todo, rechazan el examen particular de conciencia y quieren reemplazarlo
por una «simple ojeada» al estado del alma. No ven que, al menos para los
principiantes, es en absoluto necesario descender a lo particular si es que
quieren conocer y enmendar sus faltas y las raíces de las mismas, las diversas
pasiones y torcidas actitudes interiores. Cabalmente, los principiantes están
expuestos al peligro de contentarse con una mirada superficial, que no va al
fondo de la conciencia y que deja subsistir las pasiones, las costumbres torcidas,
etc. «Cuan vergonzoso sería si también en este punto tuviese aplicación la
palabra de Cristo: Los hijos de este mundo, a su manera, son más prudentes que
los hijos de la luz. ¡Con qué afán se cuidan de sus negocios! ¡Cuán a menudo
comparan los gastos con los ingresos! ¡Qué exacta y qué estricta es su
contabilidad!» (Pío X, Exhortación).

A los sacerdotes y a los religiosos impone la Iglesia como deber el examen


diario de conciencia, y reprueba expresamente la doctrina de Miguel Molinos
de que «es una gracia no poder ver las propias faltas» (Dz 1230). Fue la
conocida quietista señora Guyon la que opinó que basta sencillamente
«exponerse» a la luz divina. Es característico que los escritores modernos, hasta
para la autoeducación humana puramente natural, insisten de forma terminante
sobre una especie de examen de conciencia puramente natural.

2. Con razón recalcan los maestros de la vida espiritual que el examen de


conciencia es necesario e indispensable para la purificación del alma y para el
adelanto en la vida de perfección. Sin un examen de conciencia bien ordenado,
apenas nos damos cuenta a medias de nuestras faltas. Éstas se acumulan; las
malas inclinaciones y las pasiones perversas se hacen más fuertes y amenazan
seriamente la vida de la gracia. Sobre todo, la caridad santa no podrá
desarrollarse plenamente.

El examen de conciencia ofrece diversas posibilidades: se propone como fin


solamente el conocimiento de los pecados veniales –no se trata ahora de los
mortales– que se cometen con conciencia plena, o también el conocimiento de
los pecados de flaqueza, poco o apenas conocidos; o, finalmente, reflexiona
cómo se hubiera podido y debido corresponder mejor a la gracia. Es claro que
un examen de conciencia bueno y acertado tan sólo podemos hacerlo con el
auxilio de la gracia sobrenatural.

El examen general de conciencia pasa revista a todos los actos del día,
pensamientos, sentimientos, palabras y obras. Cuando se hace regularmente,
este examen de conciencia no es difícil: uno sabe en qué punto suele cometer
falta, y así sin esfuerzo especial se da cuenta de las faltas eventuales del día.
Caso de haber una infracción especial, ésta de todos modos atormentaría al
alma que seriamente busca la perfección. Si hay verdadera vida religiosa, no
tiene uno que ser minucioso en este examen de sí mismo. Más importante es el
acto de arrepentimiento. En este punto es donde siempre se puede dar más vida
y profundidad al examen de conciencia. Del arrepentimiento brota el propósito,
que de ordinario terminará en el propósito de la confesión.

El examen general de conciencia se completará mediante el llamado examen


particular: éste se ocupa durante largo tiempo de una falta previamente
determinada que se quiere vencer o eliminar, o de una virtud determinada a que
se propone llegar. El examen de las faltas se orienta primeramente hacia las
exteriores, que molestan o fastidian al prójimo; después hacia las interiores, las
faltas de carácter propiamente dichas, hacia el punto débil en nuestro ser y en
nuestra vida. Cuando se incurra ya en la falta solamente raras veces o en
ocasiones determinadas, será conveniente pasar al examen positivo de
determinados actos de virtud, examen que, al progresar en la vida del espíritu,
presenta cada vez más la forma de fortalecimiento de la voluntad en dirección a
una determinada virtud, y la forma de una súplica a Dios para fortalecernos y
perfeccionarnos en esta virtud, por ejemplo, en el amor de Dios y del prójimo,
en el espíritu de fe, humildad y vida de oración. Con el objeto del examen
particular coincidirá normalmente también el propósito propio y especial de la
confesión frecuente. Por eso precisamente, para las almas religiosas y celosas,
es muy importante el examen particular, sobre todo en la forma que acabamos
de indicar: consolidación y ahincamiento de la voluntad en la virtud.

3. No es suficiente conocer sólo los actos, las faltas. Igualmente importante ––


incluso más importante– es examinar las actitudes interiores y los sentimientos.
Para ello sirve el llamado examen de conciencia «habitual», es decir, el dirigir
una ojeada breve, frecuente, al propio interior, observar la inclinación, la
tendencia momentánea dominante en el corazón, el sentimiento, las aspiraciones
que por entonces prevalecen en él. Entre los muchos sentimientos que luchan
en el corazón del hombre y le asaltan, hay siempre un sentimiento que domina,
que da su orientación al corazón y determina sus movimientos. Ya es un deseo
de alabanza, ya el temor de alguna censura, de alguna humillación, de algún
dolor, ya celos o amargura por alguna injusticia sufrida, ya una desconfianza,
un afán desordenado de trabajo, de salud. Otras veces es un estado de cierta
falta de energía, de desaliento ante ciertas dificultades, fracasos y experiencias.
Mas este sentimiento dominante podrá ser también el amor a Dios, el afán de
sacrificarse en un arranque de celo ardoroso, en la alegría de servir a Dios, en la
sumisión a Dios, en la humildad, en la aspiración a la mortificación, en la
entrega a Dios: «¿Dónde está mi corazón?». ¿Cuál es la inclinación capital que
lo determina, cuál es el verdadero resorte que pone en movimiento todas las
partes del conjunto? Puede ser una inclinación larga y duradera, una simpatía,
una amargura, una antipatía; puede ser una impresión momentánea, tan
profunda y tan fuerte, que siga vibrando después largo tiempo en el corazón.
Preguntamos: «¿Dónde está mi corazón?». De esta manera frecuentemente
comprobamos la inclinación momentánea, la orientación del corazón, y
avanzamos hasta el centro de donde emanan los diversos actos, palabras y
obras. Así es como llegamos a conocer los principales sucesos tanto en el bien
como en el mal.

Este conocimiento sirve para el examen de conciencia, tanto particular como


general, y para el examen de conciencia de la santa confesión. Sin dificultad
descubrimos lo que es importante y esencial para nuestro esfuerzo, nos
arrepentimos, damos gracias a Dios al ver orden en nuestros sentimientos
íntimos, imploramos de Dios la gracia y fuerza. Descubrimos lo que hemos de
tener en cuenta para la acusación en la santa confesión y para el propósito;
vemos cómo en general con esta rápida mirada interior habitual, siempre y
siempre renovada, comenzamos y afianzamos el examen de conciencia,
particular y general.

4. El examen de conciencia para la confesión frecuente no se extenderá a todas


las faltas cometidas desde la última confesión, sino que tendrá en cuenta y
examinará ante todo el propósito de la última confesión o el objeto del examen
particular, para ver si hemos trabajado, y hasta qué punto, por realizar este
propósito. Si en el transcurso de la semana hubiese sucedido algo muy
particular, si hubiésemos cometido una falta grave, no nos dejará descansar
nuestra conciencia. La integridad del conocimiento de las faltas ocurridas queda
asegurada por el examen general de conciencia. Por lo mismo, no es necesario
que el examen de conciencia para la santa confesión se extienda a todos y cada
uno de los pecados veniales cometidos desde la última confesión. Por ahí
vemos que el examen de conciencia en la confesión frecuente pide y presupone
el examen general y particular, y el examen «habitual» antes mencionado.

«Los pecados veniales pueden callarse sin culpa en la confesión y ser


perdonados por otros medios» (Conc, Trid., ses. 14, cap. 5.°). Si, pues, no
estamos obligados a acusarnos de los pecados veniales, quedamos en entera
libertad de acusarnos o no de ellos o determinar de cuáles hemos de acusarnos.
Así pues, hablando con todo rigor, es suficiente un examen de conciencia en
que me acuse de algún pecado venial que haya cometido en mi vida. Por eso no
hay obligación alguna de hacer un examen de conciencia que incluya todos los
pecados veniales cometidos, por ejemplo, desde la última confesión.
Expresamente enseña la Moral católica: Para el examen de conciencia antes de
la santa confesión no es necesaria «una diligencia extraordinaria, aun cuando
mediante ella hubiera uno de descubrir más pecados. Quien sabe que desde la
última confesión no ha cometido pecado mortal alguno, no está estrictamente
obligado a examen de conciencia; le basta con tener materia suficiente para la
absolución» (GÖPFERT III, n. 119).
También en el examen de conciencia es muy importante que distingamos lo más
necesario de lo menos necesario, lo esencial de lo menos esencial, lo importante
de lo no importante. Una semana puede un punto resultar de importancia
especial; puede presentarse la ocasión de un pecado, o un impulso torcido
extraordinariamente fuerte, una dificultad, una vivencia que reclama una lucha
especial o que se ha convertido en ocasión de amargura, de aversión, etc. Ahí
tiene su campo el examen de conciencia. Cuanto más se limite el examen de
conciencia a los puntos importantes y mejor se relacione con el propósito y con
la acusación, tanto mayor será su valor. Por eso en la confesión frecuente no
hay necesidad de un examen de conciencia hecho, por ejemplo, siguiendo los
diez mandamientos o el «espejo de la conciencia».

D) El dolor

1. Respecto del arrepentimiento propio de la confesión de pecados


exclusivamente veniales (y de los ya debidamente confesados, sean veniales o
mortales), son aplicables los mismos principios que respecto del arrepentimiento
de los pecados veniales en general. Sin arrepentimiento no hay perdón.

Materia del arrepentimiento exigido para la confesión frecuente sólo puede ser
aquello que puede ser materia de acusación y absolución: el pecado, es decir, la
transgresión consciente, deliberada, de un mandamiento divino. Lo que no es
pecado no puede ser objeto de arrepentimiento, aun cuando podamos y
debamos lamentarlo.

Para la válida y digna recepción del sacramento de la penitencia es necesaria y


suficiente la llamada atrición sobrenatural. Nace de los motivos sobrenaturales:
del temor al castigo en esta vida (perder la gracia, no lograr lo que en la vida
espiritual habríamos debido alcanzar) y después de esta vida (dilación en ser
admitidos a la posesión de Dios, disminución del grado de la bienaventuranza
eterna que hubiéramos podido alcanzar). Sería una exageración el descuidar en
general estos motivos imperfectos, algo egocentristas. Pero no hemos de
atascarnos en ellos, sino esforzarnos conscientemente por adquirir una
contrición perfecta. Ésta va más allá del propio yo, del propio provecho y
perjuicio, de la ventaja y desventaja personal, y mira únicamente a Dios, quien
se ha ofendido con el pecado, cuyos mandamientos, honra, interés, voluntad,
deseo, aspiración hemos pospuesto en el pecado venial a nuestro propio gusto o
disgusto o humor. Lo decisivo en el arrepentimiento, aun en el perfecto, no es el
sentimiento, sino únicamente la voluntad: yo quisiera no haber jamás pecado;
yo quisiera no haber pensado, dicho, hecho ni omitido esto o aquello.

2. Para que la confesión frecuente sea válida, basta arrepentirse de un solo


pecado venial o de una determinada clase de pecados veniales de que nos
confesamos, aun cuando nos acusemos además de otros pecados veniales de los
que no nos hayamos arrepentido. Además, basta arrepentirnos, por lo menos, de
la despreocupación o negligencia con que nos entregamos al pecado venial o no
nos cuidamos de evitar faltas cometidas por precipitación.

Mas quien se confiese con frecuencia no se contentará con una confesión


simplemente válida, sino que aspirará a una confesión buena que ayude al alma
eficazmente en su aspiración hacia Dios. Para que la confesión frecuente logre
este fin, es menester tomar con toda seriedad este principio: Sin arrepentimiento
no hay perdón de los pecados. De aquí nace esta norma fundamental para el
que se confiesa con frecuencia: No confesar ningún pecado venial del que uno
no se haya arrepentido seria y sinceramente.

Hay un arrepentimiento general. Es el dolor y la detestación de los pecados


cometidos en toda la vida pasada. Ese arrepentimiento general es para la
confesión frecuente de una importancia excepcional. Al confesarnos debemos
incluir conscientemente en el dolor todos y cada uno de los pecados, mortales y
veniales de toda clase, y poner todo nuestro empeño en hacer un acto de
contrición realmente bueno. Ese arrepentimiento ha de ser el mayor posible, aun
respecto a los más pequeños pecados e infidelidades. tanto desde el punto de
vista del juicio que formemos de ellos, considerándolos como el mal mayor,
como por lo que respecta a la fuerza del acto de la voluntad con que los
detestemos. Que el pecado de que nos hayamos arrepentido ya (y que haya sido
perdonado) pueda ser de nuevo objeto de arrepentimiento, se comprende por sí
mismo. En cierto sentido subsiste siempre el deber de arrepentirse del pecado
cometido, pues «siempre tiene que desagradar al hombre el haber pecado»
(SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma Teológica, III, cuest. 84, art. 8). Caso
de aprobarlo, pecaría, como observa Santo Tomás. Por eso, en la confesión
frecuente, debemos dar especial importancia a un arrepentimiento profundo que
abarque toda nuestra vida pasada. Cuanta mayor importancia demos al
arrepentimiento, con tanta mayor seguridad llegaremos a esa actitud de
contrición, tan importante para la vida interior, que cabalmente ha de ser el fruto
de la confesión frecuente. Para ésta se ha de recomendar en absoluto este
arrepentimiento general, y esto por doble motivo: Primero, para llegar a un
verdadero acto de contrición. Una falta cualquiera cometida desde la última
confesión o un solo pecado venial de la vida pasada, que «incluimos» ya en la
confesión, no posee, en general, fuerza suficiente para inculcarnos el pleno
significado del pecado de tal manera que nos mueva, por amor a Dios sobre
todo, a un acto de arrepentimiento perfecto, de la mayor intensidad posible.
Será muy diferente, si nosotros con una sola mirada vemos en conjunto todo lo
que en nuestra vida hemos faltado o pecado. Así podremos suscitar en nosotros
un acto de aborrecimiento de lo que hemos hecho; un acto de odio contra lo
mismo; un acto de dolor por haber sido injustos y desagradecidos con Dios; un
acto de aversión interna al pecado con la firme resolución de evitarlo y expiarlo.
El segundo motivo es éste: va contra la veneración debida al santo sacramento
el que junto con determinados pecados veniales de los que nos hayamos
arrepentido confesemos otros de los que no nos arrepentimos.

Con este arrepentimiento general de todos los pecados de nuestra vida es


natural que unamos un arrepentimiento de cada uno de los pecados y faltas que
al presente nos preocupan e interesan de manera especial; un arrepentimiento de
las faltas contra la caridad, faltas graves, arraigadas, persistentes, nacidas de
nuestro defecto principal o de alguna inclinación o costumbre muy fuerte y
torcida.

Tal arrepentimiento servirá para dar más vida y profundidad a la confesión


frecuente, y será un medio de defensa contra un empobrecimiento de la misma.

3. El sacramento de la penitencia es el más personal de los sacramentos. Y lo es


también en el sentido de que, en la confesión, el juicio personal de los pecados
y faltas desempeña un papel decisivo. Cuanto más nos elevemos hacia Dios,
tanto más conoceremos nuestras propias faltas y los ocultos impulsos de nuestro
corrompido corazón. Cuanto más se una el alma a Dios, tanto mejor
comprenderá la palabra divina: «Si dijéramos que no tenemos pecado, nosotros
mismos nos engañaríamos» (1 Ioh 1, 8). Logrará una comprensión más
profunda de la santidad y pureza de Dios; una sensibilidad más fina para
advertir la más ligera desviación del querer y voluntad de Dios y de lo que el
alma le debe; sensibilidad para notar cómo con alguna de sus palabras, con sus
acciones u omisiones, ha perjudicado a otros en lo espiritual; sensibilidad para
ver lo que son los pecados de omisión y cuán inmensamente extenso es el
campo de éstos; comprensión para ver lo que significa abusar de la gracia de
Dios, pues si debidamente la hubiesen aprovechado, con ello hubieran ganado
muchas almas, hubiera ganado la Iglesia entera. Es algo grande la delicada
conciencia de un alma santa. En este terreno florecerá un arrepentimiento, un
espíritu de arrepentimiento, que de la recepción frecuente del sacramento de la
penitencia hace una necesidad y una fuente de bendiciones para el alma.

E) La satisfacción (penitencia)

1. La satisfacción es la aceptación de obras de penitencia (oraciones, ayunos,


limosnas) para cancelar las penas temporales debidas por los pecados. Si estas
obras de penitencia han sido impuestas por el sacerdote en el sacramento de la
penitencia, se trata de una satisfacción sacramental que en virtud del sacramento
cancela las penas temporales de los pecados. Es más perfecta y eficaz que la no
sacramental, es decir, que la satisfacción impuesta fuera del sacramento o
escogida libremente. Cuantas más obras de penitencia impuestas en el
sacramento aceptemos con propósito de cumplirlas, con tanto mayor seguridad,
perfección y eficacia cancelaremos las penas temporales que ordinariamente
quedan después del perdón de la culpa, sobre todo las penas del purgatorio.

2. Respecto de la aceptación y cumplimiento de la penitencia, valen para la


confesión frecuente las mismas normas fundamentales que para toda otra
confesión. Son éstas:
a) El penitente está obligado en conciencia a aceptar y cumplir la penitencia
impuesta por el confesor.

b) No es necesario que la penitencia se cumpla antes de la absolución o antes de


la sagrada comunión que sigue a la confesión.

c) Si alguno reza la oración de la penitencia con distracción consciente, la


penitencia impuesta queda cumplida y ejecutada la satisfacción sacramental.

d) Si alguno, con culpa o sin culpa, ha olvidado la penitencia impuesta, no por


eso está obligado a repetir la confesión. Si uno supone que el confesor se
acuerda todavía de la penitencia que le ha impuesto, puede volver a preguntarle,
mas no está obligado a hacerlo. Pero el santo celo que nos impulsa a la
confesión frecuente nos instigará, cuando no podamos acudir al confesor, a
imponernos a nosotros mismos la correspondiente penitencia.

e) Si el confesor se olvida de imponer penitencia –cosa que puede acontecer–,


hay que recordárselo. Si no podemos hacerlo, asignémonos nosotros mismos la
penitencia.

3. Consuena con el espíritu de la santa confesión el sobrellevar los esfuerzos


diarios, los sacrificios, los sufrimientos, los trabajos y deberes con una intención
explícita de expiación. En el sacramento de la penitencia, según frase del gran
Santo Tomás de Aquino, nos unimos «con el Señor que padece por nuestros
pecados», Al recibir el sacramento de la penitencia, queremos tomar parte en la
condenación a muerte que pronuncia el Señor sobre el pecado y realizar
conscientemente este juicio en nosotros mismos, muriendo prácticamente con
Cristo. Este morir con Cristo se realiza con un espíritu de penitencia duradera,
que se extiende a los pecados cometidos para expiarlos. Al mismo tiempo se
orienta hacia el porvenir dándonos fuerza y voluntad para sobrellevar con valor
los esfuerzos, necesidades, padecimientos y dificultades de la vida y para
aceptar los sacrificios que se nos imponen con espíritu de expiación, como
participación en los dolores expiatorios, en la muerte expiatoria de Cristo,
nuestro Señor. El espíritu de penitencia es el dolor duradero del alma por los
pecados cometidos, acompañado de la voluntad de expiarlos y elevarnos por
encima de ellos a las altas regiones de la virtud y del amor de Dios. Esta actitud
de penitencia, de consciente pesar de los pecados cometidos, de esfuerzo por la
plena superación del pecado en nosotros, tiene una importancia fundamental
para la verdadera vida cristiana. «Haced penitencia» (Mt 3, 4; Mc 1, 15). La
penitencia es el camino que conduce al reino de Dios y es la puerta de entrada.
Sin ella no hay ni camino ni puerta. La penitencia nos hace humildes y
respetuosos para con Dios. Cuando el espíritu de penitencia está vivo en
nosotros, la oración y la recepción de los sacramentos son más fervorosas, más
profundas, más eficaces; cada día nos volvemos más agradecidos a aquel que
nos perdona y nos libra del pecado. Experimentamos en nosotros la verdad de
la palabra del Señor: «Amará más al acreedor el deudor a quien se perdonó
más» (Lc 1, 43). El espíritu de penitencia nos hace humildes para con el
prójimo, mansos, suaves, dispuestos al perdón. Nos comunica delicadeza de
conciencia y firmeza contra todo lo que es pecado y desorden. Cuando el
espíritu de penitencia está vivo en nosotros, abre las fuentes de la santa alegría y
de la libertad interior.

«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 16-20). «Todo árbol bueno produce
frutos buenos» (ibídem 7, 13). El buen árbol es la confesión frecuente. Su fruto
es el espíritu de penitencia. Servirá de índice, al confesor como al penitente
mismo, respecto de la confesión que acostumbre hacer: ¿la hace bien y con
provecho, o no la hace bien? Cuando la confesión frecuente se hace con
verdadera comprensión y con toda el alma, infundirá espíritu de penitencia, nos
moverá a expiar y satisfacer en unión con el Señor, que expía por nuestros
pecados.
3. Directores espirituales, confesores y penitentes

1. Por supuesto, los que se confiesan frecuentemente, además de los frutos y


efectos principales del santo sacramento de la penitencia, buscan dirección en
los caminos de la vida espiritual. Y con derecho. Todos sentimos que estamos
necesitados de dirección espiritual. «Los principiantes, que salen de Egipto y
quieren librarse de sus pasiones desordenadas, necesitan un Moisés que los
guíe; los aprovechados, que quieren seguir a Cristo nuestro Señor y saborear la
libertad de los hijos de Dios, necesitan a alguien que ocupe junto a ellos el lugar
de Cristo y a quien puedan obedecer con sencillez» (San Juan Clímaco).
¿Quién querría ser su propio guía en las veredas santas, difíciles, llenas de
responsabilidad y al mismo tiempo tan oscuras y misteriosas de la vida interior?
«Quien a sí mismo se toma por maestro, se hace discípulo de un tonto», dice
San Bernardo. Muchas almas celosas se han extraviado por falta de dirección.
No todos pueden ver los caminos de la vida interior. Además, la vida cristiana,
cuanto más perfectamente se vive, tanto más sacrificios, renuncias, esfuerzos y
peligros de engaño lleva consigo. El alma necesita de una mano segura que
sepa mantener firme su valor, que de nuevo la estimule, que resuelva sus dudas,
que la ayude en medio de sus dificultades desalentadoras. La vida interior
consiste sobre todo en el espíritu recto con que lo hacemos, lo omitimos, lo
vemos, lo juzgamos y lo aceptamos todo; consiste en la prontitud para verlo
todo con espíritu de fe y obrar en todo por motivos sobrenaturales. Pero la
flaqueza principal, aun de las almas celosas y devotas, es precisamente que con
facilidad piensan y juzgan a lo natural y a lo humano, y se dejan conducir por
motivos naturales y humanos. Por lo mismo necesitan, en general, una dirección
que oriente su mirada y su aspiración una y otra vez hacia las altas regiones de
la vida de la fe y hacia los motivos verdaderamente sobrenaturales. Y esta
dirección es realizada actualmente, en general, por el confesor en la confesión
frecuente. Pero al mismo tiempo no olvidamos que en último término es el
Espíritu Santo el que guía las almas. El director espiritual se hace con el
penitente como la madre que, cuando el niño aún no puede andar con
seguridad, le tiende la mano para mantenerle en equilibrio. Le anima y estimula
a observar y a seguir la corriente de la gracia y se cuida de que el alma no se
desvíe de la dirección que le señala la gracia y no se extravíe.

2. Hay diferentes clases de directores de almas. Y cada cual tiene diferentes


dotes: el uno se acomoda mejor a los principiantes, el otro, a los aprovechados,
y el tercero, a los perfectos; el uno es experto en tratar los escrúpulos, el otro
conoce bien las pruebas interiores del espíritu, los problemas de vocación, etc.
«Difícilmente podrá ser uno mismo un buen director para todos, y aun para una
sola persona durante toda la vida» (FABER, Fortschritt der Seele, 418). Un
apropiado director espiritual es para el alma una gracia muy grande.

Generalmente es un mal el cambiar de director. Pero también es una


exageración presentar un tal cambio como el mayor mal en la vida espiritual y
equipararlo a la condenación eterna del alma. Faber no andará descaminado al
decir que no es cosa deseable el que dependamos, de manera tan angustiosa, de
nuestro director de conciencia. «Desde el momento en que no nos sentimos ya
libres y holgados en nuestras relaciones con él, habrá él perdido el don de
ayudarnos sin culpa en ninguna de las partes. Ni la tentación, ni el escrúpulo, ni
la mortificación, ni la obediencia han de infundirnos la más leve sensación de
cohibición. Porque el fin de la dirección espiritual en todos los grados de la vida
interior es uno solo e inmutable: la libertad del espíritu» (FABER, o.c.).

3. El penitente debe un santo respeto a su director por ser éste el representante


de Dios, revestido con la autoridad de Dios cabalmente para los más íntimos y
sacrosantos intereses del alma. El respeto santo y sobrenatural preserva de todo
desorden interior y exterior que pudiera deslizarse en las relaciones del director
espiritual y el penitente.

Al respeto infantil y sobrenatural se unen una confianza filial y una completa


sinceridad, que ponen de manifiesto ante el director de conciencia todo lo
bueno y lo malo que hay en el alma. Además, al director espiritual se deben
docilidad y obediencia. Sin embargo, esta obediencia es distinta de la que debe
un religioso al superior. El falso concepto de la obediencia debida al director
espiritual ha llevado ya a algunas almas a entregarse sin cuidado a un
sentimiento de seguridad, como si hubieran traspasado, por decirlo así, su
conciencia al director espiritual, como si en las cosas del alma no tuvieran ellas
mismas que tomar la iniciativa, como si estuvieran exentas de toda
responsabilidad, como si pudieran cargar sobre el director cosas que sólo
podemos confiar a Dios, como si pudieran y debieran renunciar a su
independencia, y limitarse a recibir en todo las indicaciones del director
espiritual. Que en cuestiones importantes de la vida interior se consulte al
director espiritual es cosa muy puesta en razón. Nuestras faltas e
imperfecciones, la fuerza de nuestras pasiones, nuestras inclinaciones
desordenadas, las tentaciones y secretas insinuaciones del maligno, nuestro
orden de vida diario, nuestros desasosiegos interiores, etc., debemos
exponérselos de manera que pueda apreciar nuestro estado de ánimo interior,
aconsejarnos y prestarnos su ayuda. Pero de las cosas de cada día ha de
responder y ha de querer responder cada cual.

El trato con el director espiritual debe limitarse a lo estrictamente necesario. No


es admisible que le carguemos con asuntos que no pertenecen a su oficio, ni
tampoco que acudamos a él sin haber meditado bien si hay realmente motivo y
si podemos responder de ello ante Dios y ante nuestra conciencia. Las
«conversaciones» y la confesión no debemos alargarlas más de lo necesario. No
debemos obligarle a tener que hablar mucho. La vida espiritual crece tan
lentamente que en ella no se presenta cada día algo nuevo que decir, a no ser
que cada día emprendamos una dirección nueva haciendo de nuestra vida
espiritual un variado y prolífero juego con ensayos siempre nuevos.

No robes al confesor y al director de conciencia mucho tiempo, sobre todo


cuando hay otros que esperan su ayuda.

No hables de la confesión ni del confesor. Éste está obligado al más estricto


silencio. Lo que él ha expuesto al penitente dentro de un contexto determinado,
éste, por regla general, no lo repetirá igual. Tal modo de hablar degenera con
mucha facilidad en injusticia contra el confesor y origina grandes males.

4. «Aun cuando Pablo conteste con gusto a preguntas casuísticas, el constante


preguntar y apoyarse en autoridades no es para él el ideal cristiano. El afán
constante de dirección, el recurrir con vacilación a resoluciones eclesiásticas, el
agarrarse con angustia a la estola del confesor y del director de conciencia, sería
para él la prueba de minoría de edad y de no querer asumir responsabilidad,
cosa natural en los niños, pero indigna de un cristiano formado... En la epístola
a los Efesios (4, 11 ss), designa Pablo como fin de toda cura de almas la
perfección de los santos (cristianos) en las funciones de su ministerio, en la
edificación del cuerpo de Cristo, hasta que arribemos todos a la unidad de una
misma fe y de un mismo conocimiento del Hijo de Dios, al estado de un varón
perfecto, a la medida de la edad perfecta según Cristo. Por manera que ya no
seamos niños fluctuantes... antes bien en todo vayamos creciendo en Cristo, que
es nuestra cabeza. Esa plenitud de madurez se refiere por un lado a la energía y
a la fuerza de resistencia moral contra el mundo de los sentidos, pero por otro
lado subraya la formación firme y personal en el conocimiento de la doctrina
cristiana, que protege a cada cual contra los errores y concepciones extraviadas.
Por eso, el Apóstol de las gentes no es en modo alguno partidario de esa
pedagogía miope que en la falta de independencia religiosa ve una expresión
especialmente clara del sentire cum Ecclesia (sentir con la Iglesia) y mira con
preferencia y como ideal el que el penitente, en cualquier pequeñez, recurra al
consejo del confesor» (ADAM, Spannungen, 106 ss).
4. La formación de la conciencia

Dentro de nosotros llevamos nuestra conciencia. La sentimos como una fuerza


santa, inviolable, a la cual tenemos que someternos; como una voz misteriosa
que nos dice lo que tenemos que hacer y omitir, lo que nos es permitido hacer y
lo que no nos está permitido; una voz que aprueba y ratifica nuestra decisión,
nuestro obrar, o, al contrario, lo censura y condena y nos hace reproches
siempre que hemos obrado contra sus mandatos.

1. La conciencia presupone una ley, una norma determinada de conducta moral.


Esta ley es, en último término, la expresión de la voluntad legisladora de Dios,
expresión que nos obliga y ata. Dice qué es lo que, según la voluntad santísima
de Dios: se me exige, se me permite o se me prohíbe en mi obrar, y cómo, de
qué manera debo obrar. Hay una ley eterna, inmutable, dada por Dios, una ley
que ordena todo mi obrar hacia Dios como hacia su fin último. Esta ley eterna
(lex aeterna) es la fuente primera de todas las leyes, así de la llamada ley moral
natural y de la ley sobrenatural del Antiguo y Nuevo Testamento, como de las
leyes humanas civiles o eclesiásticas, en las que las dos primeras encuentran su
complemento.

La ley es la norma objetiva y exterior de la conducta. Pero hay además una


manifestación interior de la ley en la conciencia del hombre, la cual le dice lo
que en determinado momento tiene que hacer u omitir: esa orden se transmite
por medio de la conciencia. Ésta viene a ser el fallo de la razón práctica: no el
fallo sobre un suceso, sobre un hecho, sino sobre el deber. Por ser un fallo de la
razón práctica, la conciencia es un acto de conocimiento. En este fallo influyen
por supuesto también otras fuerzas y factores, las diversas inclinaciones, las
pasiones, la vida instintiva, el sentimiento, la voluntad, pero de tal manera que
la conciencia, en su esencia, sigue siendo un acto de la razón práctica que
conociendo y exigiendo nos dice lo que en un momento dado hemos de hacer u
omitir.
La conciencia es santa, intangible, como un altar, como un cáliz consagrado.
Es, pues, algo que el hombre debe mirar con reverencia. ¿Por qué es santa?
Porque está unida en lo más íntimo con el Dios santo: es la voz de Dios en
nuestro interior, voz que nos atrae y avisa, amonesta e impulsa, premia y
castiga. Por eso obliga la conciencia, y no de cualquier manera, sino por
completo y en absoluto, de suerte que al hombre no le es permitido sustraerse a
su mandamiento o a su prohibición. Reclama y obliga con la autoridad de Dios,
que por medio de ella habla. Quien se alza contra la propia conciencia o contra
la ajena, se alza contra la majestad y soberanía de Dios. La conciencia misma se
levanta contra tal atropello, porque es santa.

2. Con ello llegamos a una dificultad con la que tropezamos siempre: La


conciencia es sagrada y por eso obliga en todos los casos, pero al mismo tiempo
es falible. Si la conciencia fuera la voz directa de Dios, no podría equivocarse
nunca. El fondo de la conciencia, esto es, la capacidad y la facilidad innatas de
la razón práctica para conocer los primeros principios de la moralidad, es, desde
luego, certero. Para todos es evidente el principio: «Obrar el bien y evitar el
mal». Sobre esta base de la conciencia (sindéresis) se van construyendo,
mediante la enseñanza, la experiencia y el estudio, la ciencia moral (scientia
moralis como hábito) y la conciencia actual; esto es, el juicio del valor y el
mandato actuales respecto de lo que deba hacerse en un momento dado. Pero
como ambas, la ciencia moral y la conciencia actual, sacan su conocimiento de
fuentes humanas sujetas al error, son susceptibles de muchas equivocaciones.
Es posible que la conciencia esté dominada por una opinión errónea hasta tal
punto, que no pueda sacudirla (error invencible), pero hay también un error
vencible, un error que el hombre puede vencer con el correspondiente esfuerzo
y cuidado. En este caso, en el fondo del alma, junto al juicio relativo a la licitud
o ilicitud de una cosa, surge el presentimiento de que la conciencia anda
equivocada, y esto es como una advertencia para examinar de nuevo el asunto.
No debe considerarse, pues, la razón sin más ni más como voz de Dios. ¿Qué
hacer? Hay que superar el error vencible en cuanto sea posible mediante la
propia reflexión, preguntando a otros u orando. Otra cosa es cuando el error es
invencible. También aquí tiene valor el principio: «...todo lo que no es según la
fe, pecado es» (fe: esto es, con conocimiento personal y seguro de que algo está
permitido y es recto; Rom 14, 23). Se debe y puede seguir la conciencia
invenciblemente errónea. Para el que yerra, acciones objetivamente buenas
pueden convertirse en moralmente malas; acciones objetivamente pecaminosas,
en acciones permitidas por la moral e incluso buenas y obligatorias.

Para obrar bien moralmente hay que tener en todos y cada uno de los casos la
seguridad de que aquello por lo que nos decidimos está permitido, es decir, que
nunca debemos obrar dudando de si es lícito o no lo que emprendemos. Si al
considerar la licitud o ilicitud de una acción nos encontramos con serias razones
tanto en favor como en contra de la licitud de la misma (duda positiva), no nos
será permitido obrar en este estado de duda, pues nos expondríamos
conscientemente al peligro de pecar. Hay que formarse pues, antes de obrar,
una conciencia segura, es decir, un juicio cierto acerca de la licitud o ilicitud de
la acción. Meditando la cuestión seriamente, implorando el divino auxilio
mediante la oración, pidiendo consejo y explicación a otros, a personas de
elevada moral y a los libros, podremos llegar generalmente a tener conciencia
cierta.

3. La conciencia es el juicio de la razón práctica. Ésta es la razón natural que


saca su conocimiento de la visión del mundo y de la propia existencia; y es la
razón creyente que saca su conocimiento de la revelación sobrenatural. Por
cuanto la conciencia es un conocer, natural o sobrenatural, puede aumentar en
amplitud, profundidad, claridad y certeza. Si en la actividad de la conciencia se
trata de aplicar las verdades y preceptos generales a casos determinados, se le
ofrece el más amplio campo para perfeccionarse. La conciencia, empero, en su
conocer y fallar, se halla bajo la influencia del sentimiento, del querer, de la
alegría o del miedo, del deseo o del temor. Ya sabemos por propia y ajena
experiencia cuán fácilmente el deseo y el sentimiento humanos quisieran seguir
otra dirección que la que exige la conciencia. Mucho importa que la conciencia
sea adecuada también en su vida sentimental y volitiva para una rectitud y
fidelidad lo más perfectas posible.

La formación de la conciencia es doble: Una más negativa, en relación con el


examen de la conciencia. Ella atiende a la culpa y al pecado, pero también llega
a examinar los motivos y causas de donde nacen los pecados. Sin embargo,
quien tome muy en serio su vida interior irá más lejos. Se esforzará por llegar a
una formación positivamente orientada de la conciencia. Ésta se propone como
objetivo elevar el saber moral hasta la altura de la sabiduría cristiana de la vida,
y la conciencia del deber hasta una fidelidad y escrupulosidad de conciencia
seria y dispuesta al sacrificio. Considerado desde otro punto de vista: quiere
convertir la imagen del Dios vivo, hecho hombre, en Cristo, y la santísima
voluntad de Dios en norma de la vida cristiana.

Esta educación general de la conciencia es parte integrante de la formación


religiosa y moral del cristiano. Se realiza casi inadvertidamente, sin un sistema
determinado, en la oración, en la lectura espiritual, en el estudio de las
Escrituras, en la recepción de los santos sacramentos. Pero hoy, cuando muchas
verdades y actitudes básicas religioso-morales han caído casi forzosamente en
olvido bajo la embestida del actual pensar pagano, laico, secularizado y no
cristiano, y la imagen del Dios vivo y de Cristo es enterrada y recubierta por las
exigencias de los tiempos, pedimos una educación de la conciencia más
regulada y sistemática.

Ésta se logrará por medio de un examen ordenado del estado de nuestra


conciencia. En una especie de espejo de conciencia reunimos los puntos más
importantes de la vida cristiana, siguiendo, por ejemplo, los diez mandamientos
de la ley de Dios: pero habrá que considerarlos también en su contenido
positivo y bajo el aspecto cristiano. Recientemente prefieren muchos relacionar
el espejo de conciencia con las peticiones del padrenuestro o con el gran
mandato del amor a Dios y al prójimo. Otros quieren que presida a la educación
de la conciencia, sobre todo al tratarse de la juventud, la idea de la excelencia
de una vida más elevada, a la que Cristo nos llama, y que en Cristo se nos abre.
El joven cristiano se alegrará al ver la excelencia de la vida cristiana; dará
gracias al Padre por todo lo grande y noble que con la gracia puede hacer.
También podrá apreciar cuán lejos está de la cumbre que aquí se nos descubre.
Este conocimiento le achicará y le hará humilde ante Dios, pero le servirá
también de estímulo para luchar animosamente por alcanzar la cumbre confiado
en la gracia.

Hay que hacer por lo menos algunas veces en el año un minucioso examen del
estado de la conciencia: en días especiales conmemorativos, en días de retiro, al
comienzo del Adviento o de la Cuaresma.
Segunda parte: Reflexiones

1. Haced penitencia

1. «Haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos». Así comenzó
Jesús a predicar (Mt 4, 17) Y así, antes de Jesús, había hablado el Bautista a los
que acudieron a oírle: «Haced penitencia porque está cerca el reino de los
cielos» (Mt 3, 2). Así habló también a los fariseos pagados de sí mismos y a los
saduceos librepensadores: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la
ira que os amenaza, de la ira del Mesías que se acerca? Haced, pues, frutos
dignos de penitencia». No digáis: tenemos a Abraham por padre, como si
bastaran linaje, raza y sangre. «Ya la segur está aplicada a la raíz de los árboles.
Y todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mt 3,
7-11). Enérgicamente llama el Señor a penitencia al oír contar que Pilatos hizo
derramar la sangre de unos galileos estando éstos presentando su sacrificio.
«¿Pensáis –pregunta Jesús– que aquellos galileos eran entre todos los demás de
Galilea los mayores pecadores, porque fueron castigados de esta suerte? Os
aseguro que no. Y entended que, si vosotros no hiciereis penitencia, todos
pereceréis igualmente. Como también aquellos dieciocho hombres sobre los
cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que fuesen los más culpables
de todos los moradores de Jerusalén? Os digo que no: mas si vosotros no
hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc 13, 1-5). Lucas prosigue:
«Y les añadió esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña,
y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves
que hace tres años seguidos que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo
hallo. Córtala, pues» (Lc 13,6-7).
La penitencia es un mandato para todos los que han pecado, incluso para
aquellos que no han pecado gravemente. Hasta el más pequeño pecado exige
penitencia, y sólo puede ser perdonado cuando ha sido retractado por la
penitencia. Sabemos cuán dados a la penitencia eran los santos aun cuando sólo
tuvieran que acusarse de leves pecados e imperfecciones. En San Luis, Dios ha
«hermanado una admirable inocencia de vida con una asombrosa penitencia», y
a San Pedro de Alcántara lo ha «ilustrado con el don de una admirable
penitencia y de una altísima contemplación» (Colecta). Cómo San Agustín se
arrepiente de los pecados y faltas de su juventud, y cómo hizo penitencia por
ellas, nos lo dice él mismo en sus preciosas Confesiones. La penitencia es la
puerta de entrada al «reino de los cielos» de la gracia santificante, de la filiación
divina, sobre todo al «reino de los cielos» de la perfección cristiana, del santo
amor a Dios, de la plenitud de los dones del Espíritu Santo, y de la vida
verdaderamente santa. Cuanto mayor es la aversión al pecado y a todo lo que
desagrada a Dios, le deshonra y le ofende, tanto mayor unión habrá con Dios, y
una vida tanto más rica en gracia y en virtud. La penitencia es precisamente
volver del pecado, rechazarlo, empezando por el primer odio hasta llegar a la
completa cancelación del pecado y de la pena, y al propósito decidido de querer
lo bueno, lo santo, lo que honra y glorifica a Dios. La penitencia es el dolor del
alma por el pecado cometido, y el querer resuelto de expiarlo y dar a Dios
satisfacción por la ofensa. Es una forma determinada de la justicia; quiere
eliminar del mundo la injusticia cometida contra Dios por el pecado y
restablecer el derecho de Dios –derecho violado por el pecado–, para que nos
sirva, para que podamos amar a Dios de todo corazón y con todas nuestras
fuerzas, y podamos vivir para Él. ¿Quién va a poner en tela de juicio que la
virtud de la penitencia es una virtud grande y sublime?

2. Aun aquellos que cometieron, no pecados graves, sino tan sólo veniales y
faltas de flaqueza, necesitan la penitencia. Por desgracia, expresa la verdad la
grave frase que San Ambrosio, doctor de la Iglesia, escribe en su obra sobre la
penitencia: «Más fácilmente he hallado personas que conservaron la inocencia
que no personas que hicieron verdadera penitencia» (2, 10). Es así; nosotros,
los hombres, aun cuando queremos hacer penitencia, tenemos que vencer en
nosotros cierta oposición; no nos gusta oír hablar de penitencia y expiación, y
realmente hoy día, en las conferencias y publicaciones religiosas, oímos y
leemos poco sobre la penitencia. Es cosa propia del espíritu de la época. Y, sin
embargo, todos pecamos, aun nosotros, los hombres de hoy. Y por lo mismo
necesitamos hacer penitencia, tanto más cuanto más nos interesa llegar a la
unión perfecta con Dios, rendirle un servicio perfecto y vivir para Él total y
perfectamente.

Aun en el caso de haber sacudido de nosotros el pecado, subsiste la necesidad


de la penitencia. Aun en el caso de que el pecado esté ya perdonado por Dios,
puede y debe ser todavía objeto de arrepentimiento; porque siempre queda algo
que es lamentable, algo que no debiera haber sucedido; en nuestras relaciones
con Dios, el pecado ha introducido para siempre algo que no debía introducirse
y que no consuena con una vida de verdadero y perfecto amor a Dios. Aun por
el pecado cometido y ya perdonado podemos ofrecer a Dios satisfacción y
expiación. Porque no podemos saber nunca hasta qué punto nos fue perdonada
también la pena al sernos perdonada la culpa, cuánto tiempo hemos de sufrir
aún la pena, ya sea aquí sobre la tierra, ya sea después de esta vida, en el
purgatorio. Por eso naturalmente nos sentimos impulsados a hacer penitencia y
satisfacer una y otra vez, con todas nuestras fuerzas, durante la vida entera; y
con piadoso celo volver a ofrecer al Señor compensación por las antiguas faltas
cometidas en cuanto a amor, abnegación, fidelidad y glorificación.

Penitencia y satisfacción por los pecados que Dios nos ha perdonado ya. Pero,
¿no pecamos por desgracia todos los días, de una manera o de otra? ¿No
tenemos, pues, todos los días bastantes motivos nuevos para arrepentirnos, para
expiar, para hacer penitencia, para ofrecer satisfacción y restablecer el honor
ultrajado de Dios?

Así, pues, todos nosotros necesitamos hacer penitencia. Y también por otro
motivo: La penitencia será para nosotros una poderosa ayuda en la lucha por
llegar a la cumbre de la vida cristiana. Un factor esencial en la vida interior es el
espíritu de humildad, y apenas habrá otra cosa que nos haga tan pequeños y
humildes ante Dios, el santo, el infinitamente puro y sublime, como el
conocimiento y reconocimiento doloroso del hecho de haber pecado contra Él,
de haber pecado mucho y a menudo, de pensamiento, palabra y obra. El
recuerdo del pecado y de la infidelidad que cometimos y que Dios en su
misericordia nos perdonó, fomenta en nosotros la gratitud para con Dios, que
nos perdona y perdonó nuestros pecados, y para con nuestro Redentor, que
mediante su Pasión y muerte nos ha merecido de Dios el perdón. «Al que
mucho se le perdona, ése ama también mucho» (Lc 7, 43). La penitencia nos
hace pacientes y fuertes para llevar nuestra cruz diaria; nos hace comprender
más profundamente la vanidad de los goces y bienes de este mundo y nos
despega interiormente de las cosas terrenas. Cuando hay espíritu de penitencia,
crece en nosotros la delicadeza de conciencia y la firmeza frente a todo lo
torcido, a todo lo que ofende a Dios. Y no olvidemos que la penitencia produce
en el alma una alegría espiritual duradera, íntima y honda, que para la vida
interior es de tanta importancia.

3. Haced penitencia. Eso es lo que en la confesión frecuente hacemos una y


otra vez. Obedientes al llamamiento del Señor, queremos hacer penitencia.
Rechazamos el pecado, aun el más leve pecado deliberado. Al ver la santidad y
bondad de Dios, nos esforzamos por comprender cada vez mejor lo que es el
pecado, aunque sea venial. Detestamos el pecado con toda el alma: y con
querer deliberado nos apartamos de él por completo. En esta detestación del
pecado se anula la voluntad anterior de pecar y se elimina del alma todo resto
de este querer. En esta detestación, ya no somos, por lo que respecta a nuestro
querer, los que fuimos al pecar. Nos hemos levantado de la caída. De la
detestación brota el dolor de haber ofendido a Dios. Nos entristece el haber
robado a Dios su honor y haberle ultrajado. Finalmente, formamos un propósito
firme para el porvenir, el propósito de evitar el pecado y la voluntad de pecar y
dar satisfacción y expiar el pecado o reparar los daños que de alguna manera se
causaron. Desde el fondo de nuestro corazón pedimos a Dios perdón y
misericordia, y le pedimos que nos libre del pecado, que lo cancele, que lo
perdone.

Con este espíritu de penitencia vamos con frecuencia, si es posible


semanalmente (como la Santa Iglesia nos lo prescribe a nosotros los religiosos),
a confesarnos y recibir el sacramento de la penitencia. Cuanto más nos hayamos
esforzado por tener arrepentimiento, tanto mejor y más fructuosamente
recibiremos este sublime sacramento.
Oración

Oh Señor, no me reprendas en medio de tu saña, | ni en medio de tu cólera me


castigues.
Porque se han clavado hondamente tus saetas | y has cargado sobre mí tu mano.
No hay parte sana en todo mi cuerpo a causa de tu indignación; | todo está
herido en mi cuerpo por culpa de mi pecado.
Porque mis maldades sobrepasan por encima de mi cabeza, | y como una carga
pesada me tienen agobiado.

.......

Yo mismo confesaré mi iniquidad | y andaré siempre mortificado por causa de


mi culpa.

.......

Oh Señor, no me desampares; | mi Dios, no te alejes de mí.

(Ps 37).
2. El pecado (1)

«En verdad que si me hubiese llenado de maldiciones un enemigo mío, lo hubiera sufrido con paciencia; y
si me hablasen con altanería los que me odian, podría acaso haberme guardado de ellos. Mas tú, oh
hombre, que aparentabas ser otro yo, mi guía y mi amigo; tú, que juntamente conmigo tomabas el dulce
alimento, que andábamos de compañía en la casa de Dios... ¡Ah! ...Arrebate a los tales la muerte; y
desciendan vivos al infierno: ya que todas las maldades se albergan en sus moradas» (Ps 54, 13-16).

1. «Oh tú, amigo mío». ¿O no es amigo mío el que lo hace todo por mí? El
primer paso de amistad lo dio Él al «anonadarse a sí mismo tomando la forma
de siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición de
hombre» (Phil 2, 7). Él, el verdadero hijo de Dios, ¿pudo hacer más que
descender desde las alturas de su divinidad a nosotros, los hombres, para
hacerse hermano nuestro, verdadero hombre, uno de nosotros? Sí. «Él se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»
(Phil 2, 8). Éste es el segundo paso que el Hijo de Dios dio para entablar
amistad con nosotros, paso infinitamente penoso, torturador y lleno de
sacrificio. «El cual me amó, y se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gal 3,
20), a una muerte amarga en la cruz. «Nadie tiene amor más grande que el que
da su vida por sus amigos» (Ioh 15, 13). Pues eso ha hecho por nosotros Cristo,
el Hijo de Dios.

Otro paso más de amistad dio al arrancarnos de nuestro pecado y sacarnos del
alejamiento de Dios mediante el santo bautismo, y elevarnos de nuestra bajeza a
la sublimidad de su propia vida haciéndonos sarmientos suyos, sarmientos de la
Vid, y miembros de su cuerpo. ¿Pudo hacer más por nosotros? Sí, siempre que
lo deseemos, hace aún más por nosotros. En la sagrada comunión viene
diariamente a nuestro corazón. A diario ansía venir a nosotros, para infundirnos
su vida y llenarnos de su santidad, de su fuerza y de su espíritu. ¿No es esta
amistad la más íntima y santa? Y no es más que el preludio de aquella
bienaventurada amistad que Él nos quiere ofrecer en el cielo: una convivencia
con Él, eterna e inseparable, en la que, desinteresadamente, compartirá con
nosotros todos sus bienes, su herencia entera, que le compete a Él como Hijo de
Dios. «Oh tú, amigo mío».

2. ¿Y nosotros? «Él (a quien yo había elegido por amigo) extiende la mano


contra sus familiares; viola su propio pacto» (Ps 54, 21). Eso es el pecado.
Criminalmente, con indecible ingratitud, levanta el pecador su mano contra su
amigo, con quien en el sagrado bautismo hizo alianza de fidelidad, y viola el
pacto de amistad. Desdeña el amor de que le dio prueba el Señor al hacerse
hombre. Rechaza con desprecio los bienes celestiales que le ha adquirido con
su vida, su Pasión y su muerte. Por lo que toca a él, hace inútiles y sin valor
innumerables esfuerzos y sacrificios, trabajos y oraciones, la amarga Pasión y
muerte del Redentor. Quebranta con infidelidad las promesas del bautismo:
«Renuncio al mundo, renuncio a Satanás, renuncio al mundo y a sus pompas y
vanidades». Un día, mediante el santo bautismo, el Señor le sacó de su miseria,
le hizo hermano suyo y le dio el poder y la misión de destruir con Él el pecado,
glorificar con Él y por Él dignamente al Padre de una manera tan perfecta como
sólo puede hacerlo quien mediante el santo bautismo ha sido incorporado a
Cristo. Cómo se alegraba Él al encontrar una persona que pensase como Él, que
sintiese el mismo odio que Él al pecado, que estuviese animado del mismo
espíritu de entrega y amor al Padre, una persona que sintiese como Él, un
amigo, un confidente, al que podía infundir lo más íntimo que tenía, su fuerza,
sus misterios, su propia vida, para que los dos juntos viviesen una misma vida,
tuviesen un mismo pensamiento, un mismo ideal, realizasen una misma obra: la
gran obra de la destrucción del mal y de la glorificación digna e infinita del
Padre. Éste era su plan respecto de nosotros, eso esperaba Él de nosotros. ¿Y
nosotros?... Nosotros hemos pecado de pensamiento, de palabra y obra. Hemos
pecado contra Dios, contra el prójimo y contra nosotros mismos. Y no una sola
vez en la vida sino a menudo, repetidas veces. ¡Nosotros, que en el santo
bautismo hemos sido llamados y consagrados para odiar y aniquilar el pecado y,
ayudados de nuestro Redentor, nos hemos puesto al servicio del pecado! En
lugar de haber cumplido con nuestro llamamiento y haber glorificado al Padre
en compañía del gran adorador, Cristo, nos hemos rebelado contra Él, le hemos
deshonrado, hemos menospreciado su mandamiento y su santísima voluntad, y
los hemos pospuesto a nuestro propio humor y egoísmo. Mea culpa, mea culpa,
mea maxima culpa. Eso es el pecado: la más negra ingratitud contra el Señor,
infidelidad a la santa alianza que juramos, injusticia contra Él, que tiene
innumerables títulos de derecho sobre nosotros, sobre nuestra vida, sobre
nuestro pensar y querer, sobre todo nuestro obrar.

En su esencia más íntima, nuestro pecado es un «no quiero servir», es querer


«ser como Dios». La soberbia pretende hacer del Dios único dos dioses: Dios y
Yo, es decir, eliminar, aniquilar y destruir a Dios. Pero Dios se opone a la
soberbia con toda fuerza, por decirlo así, con el más sagrado instinto de
conservación, por necesidad de su esencia. «Dios resiste a los soberbios» (Iac
4, 6). Ni es, pues, extraño que exista un infierno eterno. No es extraño que
Satanás haya sido arrojado del cielo. Es cosa tremenda cuando la soberbia tiene
en contra de sí a la misma esencia necesaria de Dios. En la medida en que
nosotros nos sublevamos orgullosamente –y esto lo hacemos en todo pecado–,
nos convertimos en enemigos de Dios y en compañeros de Satanás. Tan terrible
cosa es el pecado.

Por consiguiente, al recibir el sacramento de la penitencia, también al tratarse de


la confesión frecuente, lo primero y más importante para nosotros tiene que ser
arrepentirnos con toda nuestra energía de los pecados que en nuestra vida
hemos cometido, detestarlos, perseguirlos con odio encarnizado y borrarlos de
nuestra vida.

Oración

Ten piedad de mí, oh Dios, según la grandeza de tu misericordia; | y, según la


multitud de tus piedades, borra mi iniquidad.
Lávame todavía más de mi iniquidad, | límpiame de mi pecado.
Porque yo reconozco mi maldad | y delante de mí tengo siempre mi pecado.
Contra Ti sólo he pecado; | y he cometido la maldad delante de tus ojos, a fin de
que perdonándome aparezcas justo en cuanto dices y seas reconocido fiel en tus
promesas.
Mira, pues, que fui concebido en iniquidad | y que mi madre me concibió en
pecado.
Mira que Tú amas la verdad; | Tú me revelaste los secretos y recónditos
misterios de tu sabiduría.
Me rociarás, Señor, con el hisopo, y seré purificado; | me lavarás, y quedaré
más blanco que la nieve.
Infundirás en mi oído palabras de gozo y de alegría; | con lo que se recrearán
mis huesos humillados.
Aparta tu rostro de mis pecados | y borra todas mis iniquidades.
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro, | y renueva en mis entrañas el espíritu de
rectitud.
No me arrojes de tu presencia | y no retires de mí tu santo espíritu.
Restitúyeme la alegría de tu salvación, | y fortaléceme con un espíritu de
príncipe.
Yo enseñaré tus caminos a los malos, | y se convertirán a Ti los impíos.
Líbrame de la sangre, oh Dios, Dios salvador mío, | y ensalzará mi lengua tu
justicia.
Oh Señor, Tú abrirás mis labios, | y publicará mi boca tus alabanzas.
Que si Tú quisieras sacrificios, ciertamente te los ofrecería; | más Tú no te
complaces con sólo holocaustos.
El espíritu compungido es el sacrificio más grato para Dios; | no despreciarás,
oh Dios mío, el corazón contrito y humillado.
Señor, por tu buena voluntad sé benigno para con Sión, | a fin de que estén
firmes los muros de Jerusalén.
Entonces aceptarás el sacrificio de justicia, las ofrendas y los holocaustos; |
entonces serán colocados sobre tu altar becerros para el sacrificio.

(Ps 50, Miserere).


3. El pecado (2)

«Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como uno de
tus jornaleros» (Lc 15, 18 s).

1. Con espíritu ligero se resolvió el hijo a dejar a su padre. «Dame la parte de la


herencia que me toca» (Lc 15, 12). Recoge todos sus bienes y se va a un país
lejano, muy distante de la casa paterna.

Ése es el hombre que en el pecado mortal se aleja del Padre. ¡Con qué amor le
creó Dios y le adornó con talentos y energías! ¡Con qué amor en el santo
bautismo le sacó de su alejamiento de Dios y le incorporó a su Hijo unigénito,
para poderle recibir en Cristo como hijo suyo y dedicarle todo su amor paterno!
¡Qué magnífica herencia le ha destinado! Nada menos que las riquezas de
Cristo, del «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), la gracia y los
méritos de Cristo, la salvación y redención de Cristo, la vida y muerte de Cristo,
la herencia de Cristo en el cielo.

«Dame la parte de la herencia que me toca». ¿Para qué? A mí no me gusta estar


con mi padre. Quiero irme lejos. Quiero otra cosa que me guste más que el
padre, su trato y sus bienes.

«Se marchó a un país muy remoto, y allí malbarató todo su caudal viviendo
disolutamente. Después que lo gastó todo, sobrevino una grande hambre en
aquel país» (Lc 15, 13 s), El caudal de la gracia, de la filiación divina, de la
virtud y de la grandeza moral, el don divino de la inhabitación del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo en su corazón, el bien de la cruz, de la santa fe y de la
nobleza divina del alma, todo lo derrocha él en una vida disipada, entregado a
la sensualidad y los goces terrenales...

«Y comenzó a padecer necesidad. De resultas, se puso a servir a un morador de


aquella tierra, el cual le envió a su granja a guardar cerdos. Allí deseaba con
ansia henchir su vientre de las algarrobas y mondaduras que comían los cerdos,
y nadie se las daba» (Lc 15, 14-16). Un porquerizo que trata de saciar su
hambre en el pilón de los cerdos. Él, tan ensalzado por Dios, alimentado con el
cuerpo puro y santo y con la sangre de Cristo, inundado de la luz y la fuerza
que brotan del corazón del Padre.

«Padre, pequé contra el cielo y contra ti».

2. ¡El pecado, el pecado mortal! El hombre vuelve la espalda a su Padre y


Creador. No quiere saber más de Él, no quiere que le hablen más de Él. Se
substrae al amor que quiere hacerle infinitamente grande y rico. Abandona a
Dios, le cambia por un apetito bajo, por un impulso animal del hombre inferior,
irracional.

Al Dios santo y vivo le niega el pecador la adoración que le debe, a su infinito


amor y bondad le niega la confianza, a su majestad y santidad intangible el
respeto y la veneración, y a su amabilidad que todo lo sobrepasa le niega el
amor. En cambio, de una criatura, de un placer, de un goce momentáneo, de la
propia voluntad y del propio yo hace su bien supremo, su dios, a quien quiere
servir y pertenecer.

A nosotros, los hombres, Dios nos da lo más querido que tiene, lo más alto y
más sublime que puede haber en el cielo y en la tierra: Jesucristo, Dios y
hombre, que no sólo es Dios, alabado en toda la eternidad, sino que también
como hombre encierra en sí toda la dignidad, toda la nobleza, toda la grandeza
de la creación entera; aún más, abarca en sí solo infinitamente más dignidad y
valores que la creación entera en conjunto. Este preciado bien nos lo da el
Padre a nosotros; nos da la persona de Jesús, la vida de Jesús, la gracia de
Jesús, los infinitos méritos de Jesús, la verdad de Jesús, la oración de Jesús, el
corazón de Jesús, el cuerpo y la sangre de Jesús, su divinidad y humanidad,
todo absolutamente. ¿Y el hombre que peca? Rechaza con mano desdeñosa
este supremo don del Padre. Lo que para el Padre, lo que para el cielo y la
tierra, para los ángeles y los hombres es y debe ser el bien supremo, eso, para el
pecador, no vale nada. El pecador lo rechaza, lo desprecia. ¿Por qué? Un placer
momentáneo, un goce, la voluntad propia, valen para él más que Cristo, el Hijo
de Dios. ¡Qué postergación, qué desprecio de Cristo, de Dios!
El Padre ha escogido al hombre para que sea su hijo, «nacido de Dios» (Ioh 1,
13), le ha introducido por Cristo Jesús en el parentesco y familia de Dios, le ha
revestido con la noble vestidura de la gracia santificante, le ha llamado a
participar en la vida bienaventurada del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Allí beberá el alma eternamente, a grandes tragos, de las fuentes de la verdad y
de la paz.; allí, hasta la misma carne, hoy todavía mortal, animada por una vida
nueva y eternamente juvenil, será sumergida en las delicias puras de Dios por
toda la eternidad. Todo esto, para el pecador, es nada: lo desprecia y arroja de
sí. ¿Por qué? Para sentirse desgarrado, ya ahora, por una intranquilidad, un
tormento interiores. Para tener toda una eternidad que le separe de Dios, de la
verdad, de la felicidad y de la paz; para tener toda una eternidad que le engañe
en todo aquello que su corazón ansía continuamente, con vehemencia; para
tener toda una eternidad en la que no podrá hallar nada más que lo que ahora
busca en su pecado: a sí mismo, al hombre, con toda su vaciedad y soledad;
para tener toda una eternidad con la hez de los ángeles y de los hombres, de los
diablos, de los esclavos de sus pecados y pasiones; por eso rechaza la filiación
divina, la gracia y la bienaventuranza eterna. ¡Qué insensatez! ¡Qué crimen tan
terrible no sólo contra Dios y contra Cristo, sino también contra el pecador
mismo, contra su propia razón, contra su propia felicidad, contra su
bienaventuranza eterna, contra su alma, contra su cuerpo! «Padre, he pecado».

Uno de los medios más excelentes para evitar el peligro del pecado, y
robustecernos de manera que resistamos al pecado y lo venzamos, es la
confesión frecuente. Bien hecha, preserva de la tibieza, que lenta, pero
seguramente, lleva al pecado mortal. Ella da constantemente nuevo impulso a
las buenas aspiraciones, y une cada vez más íntimamente nuestra voluntad con
el bien, con Cristo, con Dios y con su santísima voluntad.

Oración

Desde las profundidades clamé a Ti, oh Señor; oye, Señor, benignamente mi


voz.
Estén atentos tus oídos | a la voz de mis plegarias.
Si te pones a examinar, Señor, nuestras maldades, | ¿quién podrá subsistir, oh
Señor, en tu presencia? Mas en Ti está como de asiento la clemencia, de suerte
que he confiado en Ti.

.......

...en el Señor está la misericordia | y en su mano tiene una redención


abundantísima.
Y Él es el que redimirá a Israel | de todas sus iniquidades.

(Ps 129, De profundis).


4. El pecado venial (1)

1. Hay pecados mortales, es decir, pecados que por su naturaleza separan de


Dios y de la vida, los cuales, si no son expiados y perdonados en esta vida
terrenal, apartarán eternamente de Dios al pecador. Hay también pecados
veniales, es decir, pecados que por su naturaleza no separan al hombre de Dios
y no le hacen reo del eterno alejamiento de Dios, de la condenación y muerte
eternas. Tal es la doctrina de la Santa Iglesia contra las desmedidas
exageraciones de Calvino y Bayo (Dz 1020). Pues la Sagrada Escritura dice:
«Siete veces [es decir, a menudo] caerá el justo, y siempre volverá a levantarse»
(Prov 24, 16). Y en otro pasaje: «No hay hombre justo en la tierra que haga el
bien y no peque jamás» (Eccl 7, 20). Y San Juan escribe: «Si dijéramos que no
tenemos pecado, nosotros mismos nos engañamos, y no hay verdad en
nosotros» (1 Ioh 1, 8). Lo mismo nos dice nuestra propia experiencia: aun
cuando sepamos que estamos libres de pecados graves, sin embargo, a diario
tenemos que confesar humildemente e implorar: «Perdónanos nuestras deudas».
Y también: «Confieso a Dios todopoderoso, a la bienaventurada Virgen María,
a todos los santos que pequé con pensamientos, palabras y obras». No serán
siempre pecados veniales deliberados, cometidos a sabiendas y con plena
voluntad, como, por ejemplo, el consciente descuido de los deberes de estado,
la pérdida de tiempo, ligerezas de toda clase, disimulo en la conversación y en
el trato, oculta soberbia y vanidad, dureza de corazón en pensamientos, palabras
y obras, etcétera. Hay también pecados veniales semi-voluntarios, que no se
cometieron con plena advertencia y con toda libertad; pecados cometidos por
precipitación o por sorpresa. Hay también pecados de omisión. ¿Quién no
tendrá que reprocharse, por mucho que busque el bien, el haberse quedado a la
zaga alguna que otra vez, por no haber hecho, orado, sacrificado, triunfado de
sí mismo lo bastante?

Queda, pues, en pie la palabra de la Escritura: «No hay hombre justo en la tierra
que haga el bien y no peque jamás». Una persona tuvo el privilegio de no
cometer en toda su vida ni el más leve pecado: la Virgen María, Madre de Dios.
Tal es la fe de la Iglesia (Concilio de Trento, sesión 6.ª, can. 23; Dz 833).

2. También el pecado venial es verdadero pecado, aunque esencialmente


diverso del pecado mortal; éste va de tal modo contra Dios, que separa de Él
irrevocablemente, para siempre, al pecador, y le lleva a un alejamiento eterno de
Dios; en cambio, el pecado venial no desvía al hombre de su tendencia hacia
Dios; a pesar del pecado venial, el hombre sigue por el camino de Dios y llega
a la posesión de Él. Es una equivocación perniciosa la de ciertos sectores
católicos de hoy que consideran el pecado venial deliberado como algo
inofensivo, como una bagatela, como si no tuviera importancia alguna, como si
el pecado venial no estuviera prohibido, sino más bien «tolerado» por Dios, etc.
No; el pecado venial, por más que se diferencie del mortal, es asimismo pecado,
es decir, una transgresión consciente, voluntaria, de un mandamiento de Dios
en un punto de menor importancia. En un asunto, no importante de suyo,
decimos una falsedad; con ello obramos contra el mandamiento dado por Dios:
«No mentirás». Sabemos, experimentamos y sentimos en un momento dado:
No debes mentir, ni siquiera en una cosa baladí; sin embargo, para evitarnos
una vergüenza, una cosa desagradable, decimos una falsedad. Nuestra ventaja,
nuestra honrilla, vale para nosotros en ese momento más que el precepto divino.
¿Qué hacemos, pues, en el pecado venial? Anteponemos nuestro deseo, nuestro
interés, nuestra satisfacción al mandamiento de Dios, al interés de Dios. Eso es
el pecado venial: una posposición del mandamiento y voluntad de Dios a
nuestro propio interés; una ofensa a Dios, una injusticia contra Dios, un ultraje
al Dios grande y santo, una ingratitud contra Aquél de quien lo tenemos todo,
una desobediencia contra Aquél a quien tenemos que servir y amar con todo
nuestro ser. Porque nosotros pecamos, Dios ya no nos puede amar como podría
amarnos y nos amaría si nos hubiésemos abstenido de quebrantar su
mandamiento. Nosotros le forzamos a negarnos las mejores gracias que nos
tenía destinadas. Esto bien lo sabemos, pero no hacemos caso de ello. Tenemos
la gracia y el amor de Dios en menos que una satisfacción momentánea de
nuestros torcidos deseos, de nuestro amor propio. Tenemos tan poco amor a
Cristo, que no sabemos negarnos nada, vencernos con generosidad. Nuestro
amor no es perfecto; no lo da todo, carece de celo, de fidelidad, de ternura. Tal
es el pecado venial.
Ciertamente, el pecado venial no puede suprimir en el alma la vida, es decir, la
gracia santificante, la unión con Dios; ni siquiera puede mermarla. Tan pura es
de suyo la gracia santificante; es un rayo de luz celestial hasta el punto de que
no puede ser destruida por nuestro pecado. Pero el pecado venial, sobre todo si
se comete a menudo y no se retracta con serio arrepentimiento ni se le combate,
acarrea al alma grave daño. Debilita la operación de la gracia, merma su fuerza.
La fuerza interior de tensión, que incesantemente impulsa a actos de amor, se
afloja. La prontitud de hacer en todo momento lo que agrada a Dios disminuye.
La llama interior del amor se va apagando, y toda la vida de gracia y de virtud,
sobre todo la vida de oración, se debilita. Entre Dios y el alma que ora se
interpone una pared de espesa niebla.

El pecado venial hace al alma poco grata a Dios. ¿Cómo podría Dios mirar con
complacencia ese juego del alma con lo prohibido, esa vacilación entre Él y lo
que Él tiene que odiar? ¿No ha de repugnarle? y ¿entonces? Nos iremos
substrayendo cada vez más a la influencia provechosa del sol de la gracia. La
delicadeza de conciencia, la pureza de corazón, la fina sensibilidad para con
Dios y sus valores, van disminuyendo. Sin notarlo, vamos bajando y
cometemos pecados veniales habituales, caemos en el estado de tibieza; y nos
encontramos en la miseria.

¡Cuánta importancia debemos dar, pues, a la confesión frecuente! Ella, en


efecto, es uno de los medios más excelentes de luchar contra el pecado venial y
vencerlo.

Oración

Oh Dios, que te compadeces y perdonas en todo tiempo, acoge nuestras


ardientes súplicas y líbranos a nosotros y a todos tus servidores de los lazos del
pecado. Amén.
5. El pecado venial (2)

«Al modo que mi Padre me amó, así os he amado yo. Perseverad en mi amor» (Ioh 15, 9).

He aquí una súplica original del Salvador: «Perseverad en mi amor», es decir,


permitidme que Yo os ame, no me impidáis amaros y daros pruebas de mi amor.
El Salvador ansía amarnos con el amor con que el Padre le ha amado a Él. ¡Y
cómo le amó el Padre! ¿Quién comprenderá aquel amor infinito con que el
Padre en la generación eterna infundió al Hijo su ser entero y su vida, toda su
divina majestad y felicidad? «Todo lo que tiene el Padre es mío» (Ioh 16, 15). Y
cuando el Hijo asumió en el seno de la Virgen la naturaleza humana, entonces
el amor con que el Padre había rodeado hasta entonces a su Hijo se extendió,
entero e indiviso, al Hijo hecho hombre, a Cristo.

«Al modo que mi Padre me amó, os he amado yo». Con la plenitud de espíritu
que recibe del amor del Padre, nos abarca también a nosotros, para
comunicarnos su vida, su riqueza y su gloria. Se entrega a nosotros. Por eso en
el santo bautismo nos unió tan estrechamente a Él. Nosotros estábamos muertos
en el orden sobrenatural. Él nos arrancó de la muerte y nos introdujo en su vida,
así como el Padre lo había introducido a Él, el hombre Jesús, en la participación
de la vida divina. Ahora Cristo quiere ser posesión y propiedad nuestra. Todo lo
que no es Él es demasiado poco para nosotros, es como nada; Él quiere ser el
contenido de nuestra vida; Él, con su vida infinitamente preciosa, con su poder
sobre el pecado, con sus virtudes y con su radiante santidad. Siendo por
nosotros mismos tan pobres, hemos llegado a ser ahora infinitamente ricos en
Cristo.

«Perseverad en mi amor». El Señor tan sólo tiene un temor: que queramos


substraernos a su amor. Eso le dolería infinitamente. Por eso nos suplica que le
dejemos que nos ame, que le permitamos que nos haga participantes de su vida
y de su gloria. Y cuántas veces los hombres, a quienes Él ama con amor divino,
hemos rechazado su amor, le hemos dejado.
«Perseverad en mi amor». Conscientemente cometemos un pecado venial.
Renunciamos, por lo menos parcialmente, a Cristo y a su obra redentora,
rechazamos y despreciamos, si no por completo, sí en parte, el acto de amor,
infinitamente grande, del Hijo de Dios, que se hizo hombre; rechazamos
parcialmente sus mandamientos, sus deseos e intereses; rechazamos
parcialmente las gracias que Él nos ha merecido y destinado, y así rechazamos
la herencia destinada para nosotros en el cielo. ¡Cuánta ingratitud, cuánto
desprecio y menosprecio, cuánta frialdad y desamor a Jesús encierra el pecado
venial!

«Perseverad en mi amor». Evitad el pecado, todo pecado venial consciente.


¡Cuán feliz sería el Señor si le permitiésemos que Él nos comunicara su vida,
entera e indivisa! Entonces podría Él, mediante nosotros, destruir eficazmente el
pecado, confundir a Satanás y triunfar sobre el mal: sería un triunfo de su
verdad, de su actividad, de su Pasión y muerte, de su Iglesia. Pero nuestros
pecados veniales lo impiden.

¡Cuán feliz sería Él si pudiera infundirnos su gracia y su vida, sin tropezar con
obstáculos! ¡Cuán fructífera sería su gracia en nosotros! «Quien permanece en
Mí y Yo en él, ése produce mucho fruto». La gracia podría sin obstáculo
desarrollar su virtud; sometería por completo y tomaría a su servicio la
naturaleza con sus aptitudes, inclinaciones y aspiraciones; todo quedaría
santificado, todo se haría en Cristo y con Cristo. ¡Todo sería tan provechoso en
el tiempo y en la eternidad, para nosotros y para toda la santa Iglesia! ¡Cuán
feliz sería Él si pudiese hacer florecer sin ningún impedimento, en nosotros y
por medio de nosotros, su vida de oración, su obediencia al Padre, su pureza, su
amor de la pobreza y de los padecimientos, su caridad para con los hombres!
¡Él, la vid, por medio de nosotros, los sarmientos! ¡Cuán rica, cuán valiosa,
cuán grande y elevada sería toda nuestra vida, con sus acciones y
padecimientos! Pero el pecado venial... ¿No deberíamos, pues, hacer todo lo
posible para eliminar completamente de nuestra vida el pecado venial y ante
todo el pecado venial deliberado?

Éste es el objetivo que hemos de fijarnos en la confesión frecuente: que el amor


a Cristo sea en nosotros tan eficaz que con su virtud evitemos el pecado venial
deliberado. Cuanto más predomine en nosotros el amor a Cristo, con tanta
mayor seguridad nos defenderemos contra el pecado venial. Purificándonos de
los pecados veniales, ponemos las condiciones y la base de aquella vida a que
nos obliga el juramento que hicimos en el santo bautismo. Por medio de la
confesión frecuente queremos preparar el camino al amor perfecto a Cristo.
Cuanto más limpios estemos de pecado, tanto mejor podremos corresponder a
la súplica del Señor: «Perseverad en mi amor».

Oración

Señor Jesús, danos la gracia de corresponder, por virtud del sacramento de la


penitencia, con perfección creciente, a tu deseo: «Perseverad en mi amor».
Amén.
6. La victoria sobre el pecado venial deliberado

«Ten por cierto que se trata del punto más importante de la vida espiritual, y que
todas las prácticas piadosas, cualesquiera que ellas sean, no podrán conducirte a
Dios hasta que hayas ascendido al último peldaño de esta pureza [la exención
de pecados veniales deliberados]» (Pergmayr), Así opinan los santos respecto
del pecado venial. Toda nuestra vida religiosa, sobrenatural, depende de la
medida en que eliminemos de nuestra vida el pecado venial. De ahí la
importante cuestión: ¿Cómo y con qué medios llegaremos a dominar el pecado
venial, sobre todo el deliberado?

En la lucha por la victoria completa sobre el pecado venial deliberado tenemos


que seguir cierto orden. Naturalmente, en primer lugar nos ocuparemos de
aquellos pecados que, en sí mismos o a causa de determinadas circunstancias
(principalmente el escándalo, la frecuencia y el apego a un pecado), tienen más
importancia. Y siempre será importante para nosotros eliminar ante todo las
faltas exteriores; ésas son más fáciles de comprobar y más fáciles de vencer.
Luego hay que emplear los medios apropiados. Entre ellos damos la mayor
importancia a los medios positivos. Ahuyentamos la oscuridad haciendo luz. De
la misma manera procedemos en la lucha por eliminar los pecados veniales y
sus raíces: las pasiones, inclinaciones, costumbres torcidas...

El modo de trabajar contra los pecados veniales es prevenirlos mediante un


esfuerzo constante, ordenado y consciente por adquirir la libertad e
independencia interiores, mediante la renuncia dolorosa de las cosas y del
propio yo, del dominio de los sentidos interiores y exteriores, de las pasiones y
de la lengua. Podrá rechazarse la palabra «mortificación», mas lo que significa
es cosa importante y sagrada para todo cristiano serio. Como podemos más
fácilmente prevenir los pecados veniales, es evitando las ocasiones de
pensamientos, impulsos, palabras y obras desordenados.

Trabajaremos de un modo positivo en la superación de los pecados veniales


rezando fervorosamente para que Dios en su misericordia nos dé fuerza y
gracia para irnos purificando siempre más y más de los pecados veniales, y para
evitarlos siempre, porque por nosotros mismos jamás lo lograríamos. Ésa es
obra de la gracia. Pero la gracia nos es dada en atención a nuestras oraciones.
«Pedid y recibiréis» (Mt 7, 7). Por eso constantemente, día y noche,
imploramos: «Perdónanos nuestras deudas. No nos dejes caer en la tentación.
Líbranos del mal (del pecado venial), presérvanos de él».

Prácticamente es muy importante que nos formemos una idea acertada acerca
de la naturaleza y alcance de los pecados veniales. Si miramos con los ojos de
la fe, vemos claramente que el pecado venial, por ser una postergación y ofensa
del Dios santo, es para nosotros y para la comunidad de nuestra familia, de la
parroquia, del claustro, de la Iglesia y de la humanidad, una gran desgracia y un
perjuicio verdadero. Cuanto con mayor acierto juzguemos y valoremos el
pecado venial, tanto más lo rechazaremos e iremos venciéndolo. No menos
importante es que tengamos una idea justa y principios adecuados respecto de
las llamadas «pequeñeces», de los pequeños preceptos y de los pequeños
deberes. Pues muy fácilmente nos persuadimos de que se trata de cosas muy
pequeñas, de prescripciones y reglas que podemos descuidar sin perjuicio, de
las que podemos prescindir sin escrúpulos, que podemos y debemos tratar con
amplio criterio, a las que no necesitamos dar importancia. Fácilmente creemos
que Dios no es tan mezquino y no mira tan minuciosamente. Eso es un error
pernicioso. Como si pudieran darse en la vida del alma cosas y prescripciones
pequeñas y sin importancia. En cuanto miramos estas cosas pequeñas a la luz
de la fe, se agrandan. En cada prescripción y regla, aun la más insignificante, se
manifiesta, para el que vive de la fe, la voluntad de Dios. Y no se detiene en lo
pequeño, sino que con los ojos de la fe, tras el envoltorio exterior de las reglas,
del deber, del encargo recibido, de la súplica que se le ha hecho, ve la plenitud
interior, es decir, la voluntad de Dios, el encargo de Dios, el deseo y la
exigencia de Dios. Y consiente pronunciando con toda el alma un: «Sí, Padre,
porque así te place». La fe le hace fácil, hasta lo convierte en una necesidad
para él, el ser fiel en lo pequeño, en lo mínimo, por amor de Dios. Lo pequeño
no le hace mezquino ni pedante, sino que, al contrario, le engrandece. Si esto
vale para todas las circunstancias y situaciones de la vida cristiana, valdrá de un
modo especial para los religiosos. Cuanto más respeten y con mayor fidelidad
cumplan sus votos y sus reglas, con espíritu de fe y amor a Dios, cuya voz
escuchan en toda regla y disposición, tanto más crecerá en ellos el hombre
interior y tanto más se robustecerán para vencer infidelidades, transgresiones,
pecados veniales.

En este esfuerzo por vencer los pecados veniales es de suma importancia saber
conducirse en punto a los pensamientos e impulsos de toda clase que van
surgiendo: impaciencia, falta de caridad, orgullo, envidia, celos, etc. No es un
procedimiento acertado el «rechazar» sencillamente estos pensamientos e
impulsos o «combatirlos». Ciertamente, hemos de combatirlos, pero ¿cómo?
Indirectamente. Tan pronto como advirtamos uno de esos pensamientos o
impulsos, volvámonos a Dios, a Cristo con la súplica de que nos ayude, o con
un acto de confianza en su gracia y auxilio; o cuando las dificultades, los
fracasos y contratiempos estén a punto de excitarnos, recurramos al Señor con
un acto de sumisión a su voluntad: «Hágase tu voluntad», «para tu gloria». De
esa manera los pensamientos que surjan, y que son para nosotros ocasión de
pecado, se hacen inofensivos en el momento mismo de presentarse; incluso
aprovecharemos una tentación de impaciencia, de irritación a modo de oración,
la convertiremos en un acto de paciencia, de entrega a Dios y sus designios.
¡Cuán fácil sería evitar de esta manera los pecados veniales!

Lo decisivo es que nos esforcemos por fomentar el amor a Dios, a Cristo.


Conforme va creciendo la santa caridad, va perdiendo terreno el pecado venial.
El amor a Dios apremia al alma a entregarse por completo a Dios y a su santa
voluntad; en este caso una desobediencia consciente contra Dios y contra un
mandamiento suyo no encuentra punto de apoyo. Para el amor, antes que nada
está Dios, el interés de Dios y la gloria de Dios. El amor nada puede negar a
Dios, no puede oponer un «no» a ningún deseo de Dios, a ninguna disposición
de Dios, por muy insignificante que parezca. El amor es también el que inspira
al alma la tendencia a los sublimes ideales de la unión con Dios, de la vida con
Dios y para Dios. No queda ya lugar para el pecado venial. El amor trae
consigo todas las virtudes. La caridad «es sufrida, es dulce y bienhechora, no
tiene envidia, no obra precipitada ni temerariamente, no se ensoberbece, no es
ambiciosa, no busca sus intereses, no se irrita, no piensa mal, cree todo, todo lo
espera y lo soporta todo» (1 Cor 13, 4-7). ¿No es éste el camino más seguro,
más recto y provechoso para evitar los pecados veniales? «Ahora permanecen
estas tres virtudes, la fe, la esperanza y la caridad; pero, de las tres, la caridad es
la más excelente. Corred para alcanzar la caridad» (1 Cor 13, 13; 14, 1). Por
eso lo decisivo en la vida interior es que el amor a Dios nos llene y nos guíe.
Cuanto más impere el amor en nosotros, más terreno perderá una cierta manera
harto negativa e infructuosa de oponerse a los pecados veniales. Ya no serán
necesarios tanto examen de conciencia que descienda hasta las más pequeñas
menudencias ni tantos propósitos menudos. El alma se va haciendo más amplia,
más libre, más sencilla. Se entrega al crecimiento en la caridad. Ésta la hace
sensible para toda falta, aun la más pequeña, de manera que la advierte
inmediatamente y con tanta mayor fidelidad marcha de nuevo por el camino del
bien. La caridad da al alma fuerza para hacer los sacrificios y renuncias
necesarias para una vida que debe conservarse limpia de todo pecado venial
deliberado. Finalmente, la caridad es el enemigo eficaz del amor propio, de esta
fuente perenne de la mayor parte de las infidelidades y faltas. «Corred para
alcanzar la caridad».

La confesión frecuente nos obliga de esa manera a luchar con todo empeño
contra el pecado venial deliberado. Ésas deben ser nuestra actitud y nuestra
inquebrantable resolución si nos cabe en suerte la gracia de confesarnos
frecuentemente. Por otra parte, es claro que la confesión frecuente se mostrará
verdaderamente buena y fructuosa precisamente si nos afianzamos cada vez
más en esta nuestra actitud respecto del pecado venial. El esfuerzo y empeño
noble por superar los pecados veniales conscientes y las infidelidades de toda
clase es el barómetro en el que podemos leer hasta qué punto practicamos con
seriedad y con fruto la confesión frecuente.

Oración

Te suplicamos, oh Dios, que quieras purificarnos y visitarnos en todo tiempo


con tu gracia. Amén.
7. El pecado de flaqueza

«Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, se me ha dado el estímulo de mi carne, que
es como un ángel de Satanás, para que me abofetee. Sobre lo cual por tres veces pedí al Señor que le
apartase de mí. Y me respondió: Te basta mi gracia; porque el poder mío brilla y consigue su fin por medio
de la flaqueza. Así que con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de
Cristo» (2 Cor 12, 7-9).

1. Hay muchas personas que han logrado que les sea imposible cometer
siquiera el más pequeño pecado consciente, deliberado. Sin embargo, todos los
días tienen que reprocharse en mayor o menor grado determinadas faltas, que
las oprimen y humillan, que las comprometen ante los demás y que son motivos
de escándalo. Y eso a pesar de los mejores propósitos, a pesar de la mejor
voluntad, a pesar de todos los esfuerzos para librarse de esas faltas.

Ésas no son faltas nacidas de mala voluntad, ni tampoco faltas cometidas con
los ojos abiertos, con plena advertencia del espíritu o con entera libertad de la
voluntad; tampoco son fruto de un criterio que mira el pecado venial
sencillamente como una bagatela, como cosa sin ninguna importancia. Son
«pecados de flaqueza», es decir, pecados, faltas nacidas de la debilidad
humana, y, en fin de cuentas, consecuencia del pecado original. Esas faltas son,
en sí mismas, miradas objetivamente, transgresiones de un mandamiento. Así,
por ejemplo, el pronunciar con ligereza el nombre de Dios, lo cual, no obstante,
considerado desde el punto de vista de aquel que de manera completamente
irreflexiva pronuncia el santo nombre, no es verdadero pecado, porque faltan
las condiciones del pecado, a saber, la conciencia, la advertencia y el sí
enteramente libre de la voluntad; y faltan por completo (como en el caso de
pronunciarse de un modo irreflexivo algún nombre sagrado), o en el sentido de
que el querer libre se ve cohibido y limitado hasta tal punto, que no puede darse
verdadero pecado.

2. Los pecados de flaqueza son pecados de inadvertencia o de debilidad de la


voluntad: faltas de distracción, de precipitación, de irreflexión; faltas de un
repentino sobresalto, de sorpresa o de momentánea ofuscación del espíritu. Ésas
no nacen de una actitud fundamental de la voluntad; al contrario, están en
contradicción con ella y son para nosotros, por decirlo así, cosas exteriores y
fortuitas, consecuencia de una situación momentánea y concreta; pecados del
instante, no pecados del modo de pensar. Tales pecados de flaqueza los
cometemos con frecuencia a pesar de la mejor voluntad. Mientras la intención
no sea culpable de alguna manera en sí misma, no habrá pecado en esas faltas
de flaqueza. Sin embargo, no somos indiferentes e inactivos respecto a ellas.
Apenas advertimos que, por ejemplo, hemos dicho una palabra imprudente por
la precipitación, lo lamentamos y nos proponemos ser más prudentes en otra
ocasión análoga. Si hemos dado escándalo, lo reparamos.

No ocurre lo mismo en las faltas de flaqueza, que proceden de una cierta


debilidad de la voluntad. En excitaciones repentinas, por ejemplo, de
impaciencia, de cólera, no pocas veces nos damos cuenta de que no obramos
bien. Pero la voluntad se deja arrastrar por la fuerza espontánea de la vida
instintiva: falla, es demasiado débil para ofrecer suficiente resistencia al impulso
momentáneo: a un impulso de la sensualidad, de la curiosidad, de la amargura,
del celo, de la sensibilidad, del espíritu de crítica, del descontento, del afán
desordenado de sobresalir, del deseo desordenado de parecer importante e
interesante, de destacarse, u otras cosas parecidas.

Acá abajo, en la tierra, no podremos eliminar por completo las faltas de


flaqueza y hacerlas imposibles. Así nos lo enseña expresamente la Santa Iglesia
(Concilio de Trento, sesión 6.ª, canon 29, Dz 839). «En muchas cosas todos
faltamos» (Iac 7, 21). Hasta los santos han confesado siempre sin rodeos que
ellos «pecan». También entre ellos se ve que la perfección en esta tierra jamás
es tan grande y absoluta que no puedan ocurrir vacilaciones y faltas.

Es un consuelo para nosotros saber que estos pecados y faltas, si se tratan


acertadamente, no sólo no nos causan perjuicio, sino que, al contrario, llegan a
ser camino para ir a Dios, son una gracia. No es el número de pecados y faltas
el índice supremo del alto nivel de la vida religiosa, pues eso lo es sólo el grado
del amor a Dios. El crecimiento en la caridad pesa más que los eventuales
pecados de flaqueza, que, además, no impiden el crecimiento en la caridad, sino
que más bien lo promueven. Pues de tres maneras saca el hombre provecho de
sus faltas diarias de flaqueza: reconoce y experimenta de una manera palpable
que su propia limitación, su insuficiencia, sus fallas, son un medio de curación
contra la complacencia en sí mismo, contra una especie de orgullo de sí mismo,
de satisfacción de sí mismo, de la propia rectitud; son un camino para la
humildad. Y el grado de humildad determina la medida de la gracia que se nos
da. Con el reconocimiento humilde de la propia flaqueza e insuficiencia se une
el conocimiento de que de nosotros mismos nada podemos esperar, pero que de
Dios sí debemos esperarlo todo, aun lo más sublime. «El poder mío brilla y
consigue su fin por medio de la flaqueza [del hombre]. Así que con gusto me
gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de Cristo...
Cuando estoy más débil, [con la gracia] soy más fuerte» (2 Cor 12, 9 s); nuestra
flaqueza, cuando, humildes, nos sometemos a ella, nos da precisamente un
título para la gracia de Dios. De esa manera esas faltas suscitan en nosotros la
confianza en Dios. Y a esto se añade el tercer provecho: las faltas de flaqueza
tienen positivamente la misión de llevarnos siempre de nuevo, en el transcurso
del día, a Dios, a Cristo: con frecuentes elevaciones del pensamiento a Dios y
con jaculatorias mediante las cuales nos arrepentimos, pedimos auxilio, damos
gracias por la ayuda recibida y encarecemos ante Dios nuestra fidelidad y
entrega. De esta manera las flaquezas, si reaccionamos acertadamente contra
ellas, nos mantienen en perenne contacto espiritual con Dios y apoyan y
fomentan nuestra vida de oración, nuestra unión con Dios.

Sería una equivocación el considerar estas faltas fundamentalmente como algo


insignificante, que podemos sencillamente descuidar e ignorar. No, esas faltas
son algo que desagrada a la santidad de Dios. Por eso no podemos ser neutrales
frente a ellas. Al contrario: debemos esforzarnos sinceramente para rechazarlas
y disminuir su número. ¿Cómo? Ante todo explotando de un modo positivo su
valor y convirtiéndolas en camino que nos lleve a Dios. En nuestras
debilidades, miradas con los ojos de la fe, vemos una cruz que nos ha sido
impuesta por Dios para nuestra vida entera. Nos sometemos a la cruz, la
aceptamos y la llevamos con paciencia por amor de Dios. Nos humillamos ante
Dios, ante nosotros mismos y ante los demás, que son testigos de nuestras
flaquezas. Éstas las utilizamos para levantar frecuentemente la mirada al Señor,
implorando su auxilio para poder sostenernos, entregándonos a Él,
confiándonos a Él. Lo decisivo es el amor a Dios. Si nos espolea el amor,
perderá cada vez más fuerza e influencia el amor propio desordenado, que es la
raíz más profunda y la fuente de casi todas nuestras faltas y flaquezas; crecerá
con el amor a Dios y a Cristo el amor al prójimo y la fuerza para ser pacientes,
para perdonar, para sufrir y para vencernos; crecerá también el desapego
interior de los valores, goces y bienes terrenales de los hombres y de las cosas;
crecerá asimismo la sencillez cristiana que tan sólo mira a Dios y el honor de
Dios, su voluntad y sus intereses, que ya no sabe de respetos humanos. El amor
es el que ciega las fuentes no sólo de los pecados veniales, sino también de las
faltas de flaqueza. El amor es el que conduce con la mayor rapidez y seguridad
a la meta propuesta: disminuir y rechazar estas faltas. Con frecuencia, ciertas
debilidades humanas nos cosechan toda clase de humillaciones de parte de las
personas que nos rodean: expiaremos nuestras faltas sometiéndonos
humildemente a estas consecuencias de nuestro fracaso. Así sacaremos
provecho de nuestras diversas faltas de flaqueza convirtiéndolas en un camino
para el bien, para la entrega a Dios y para la virtud. Finalmente, descubrimos las
fuentes más profundas de las faltas que cometemos por precipitación y por
flaqueza. Estas fuentes son: nuestra vida sentimental desordenada y la debilidad
de la voluntad. Pero esto no es posible sin una autoeducación consecuente, sin
oración y ascética, y sin la gracia salvadora de Dios; es decir, sin una buena
medida de la gracia santificante y las virtudes teologales de fe, esperanza y
caridad que con ella se infunden al alma.

3. Con el progreso en la vida interior, poco a poco llegaremos a no cometer ni


tener que confesar apenas otros pecados que los de debilidad. Precisamente en
esta materia es donde la confesión frecuente tiene que mostrar su eficacia.
Quien practica la confesión frecuente contrae para con el santo sacramento,
para consigo mismo y para con la Iglesia, la obligación de tomar muy en serio
el cometido de disminuir sus faltas de flaqueza. Con razón se afirma que los
«beatos» son los peores enemigos del cristianismo, de Cristo y de la Iglesia,
porque no viven su religión ni su devoción, porque a pesar de la confesión y
comunión frecuentes, con su falta de dominio, con sus tropiezos en el campo de
la caridad, con su volubilidad y susceptibilidad, son motivos de escándalo y, en
la vida práctica, no ponen de manifiesto la fuerza que posee la fe católica, la
que tienen nuestros santos sacramentos para transformar al hombre, para
modelar al hombre nuevo que en todo represente y encarne el espíritu y la vida
de Cristo. Quien no toma realmente en serio la lucha contra las faltas diarias
cometidas por precipitación y por flaqueza abusa de la confesión frecuente.
Para que la confesión frecuente resulte eficaz y fructuosa contra esta clase de
faltas, es necesario que seamos consecuentes y obremos según un orden
determinado.

En primer lugar, son objeto de la confesión frecuente aquellas faltas que se


manifiestan al exterior, que ponen de punta los nervios de los demás, que
escandalizan y desacreditan la piedad. Consecuentes en el sentido de atenernos
a este principio fundamental: poco, pero bueno; debemos examinar pocas o
solamente una de estas faltas, pero con serio arrepentimiento y un propósito
concreto y definido, y de manera que en el propósito lleguemos hasta la más
profunda raíz de esta falta. Huelga decir que con todo celo pediremos a Dios la
gracia de vencer cada vez más una y otra falta que, infatigables, constantes y
consecuentes, hicimos objeto –durante semanas y meses– de nuestra confesión.
La confesión misma ahonda y fortalece en nuestra alma la gracia santificante y
trae consigo abundancia de gracias coadyuvantes. De esta manera, las energías
del hombre nuevo, superior y espiritual, se aumentan en nosotros, y toda la vida
instintiva y sentimental, así como también la volitiva, se cura y fortalece. De
esta manera, la confesión frecuente adquiere una importancia grande, muy
grande para la formación y estructuración de nuestra vida cristiana. Para el
cristiano que sinceramente aspira a la perfección, la confesión frecuente es una
ayuda real, una gracia.

Oración

Dios eterno y omnipotente, dirige tu mirada compasiva a nuestra flaqueza y


extiende la diestra de tu majestad, para protegernos, por Cristo, nuestro Señor.
Amén.
8. La vida perfecta

1. En estos tiempos cruciales de hoy, cuando los hombres sufren y se quejan,


cuando preguntan y se excitan, cuando lo que hasta ahora tuvo vigor no ha de
tenerlo ya, cuando se pretende que todo tiene que renovarse –Estado, política,
economía, vida social, derecho, moral, toda la vida cristiana hasta la Iglesia y la
fe–, cuando se hacen las más diversas propuestas y se recomiendan los medios
más variados para lograr la salvación y el saneamiento, es más necesario que
nunca abrir nuestro corazón al llamamiento de Dios, el único que muestra el
camino para la salvación y curación: «Renovaos en el espíritu de vuestra
mente» (Eph 4, 23). El mal fundamental de que sufre nuestra época y todos
nosotros estriba en que la vida interior de la humanidad, hasta en los cristianos,
se ha debilitado. La salvación no está en que coqueteemos con las máximas del
mundo o con la llamada opinión pública, en que nos adaptemos a la
momentánea corriente ideológica, sino más bien en que nos recojamos dentro
de nosotros mismos y adquiramos conciencia de la fuerza sobrenatural que Dios
ha puesto en nosotros y procuremos que estas fuerzas se desarrollen por
completo, en un pensar y obrar enteramente cristiano. Lo que falta a nuestro
tiempo son hombres nuevos, hombres íntegros, cristianos nuevos, cristianos
verdaderos, espirituales, perfectos, que empeñen todas sus fuerzas para
responder al llamamiento del Señor: «Sed perfectos como es perfecto vuestro
Padre que está en los cielos» (Mt 5, 48).

¡Elevado ideal! El Señor lo desarrolla con detención en el sermón de la


montaña. Como título brilla en él la palabra del Señor: «Si vuestra justicia no
sobrepuja la justicia de los escribas y fariseos, no entraréis en el reino de los
cielos» (Mt 5, 20). Después, el Señor contrapone seis veces la perfección nueva
y cristiana a la antigua: «Se dijo a vuestros mayores... Yo os digo más. El reino
de Dios, la perfección cristiana no consiste en palabras, no consiste en decir
“Señor, Señor”, sino en la obra, en mostrar y probar su fuerza; en que seamos
pobres de espíritu, mansos, hambrientos y sedientos de justicia, pacíficos,
inclinados a la reconciliación; consiste en que resueltamente sacrifiquemos las
cosas más queridas si se convierten para nosotros en pecado; en que amemos a
los enemigos, los miremos con benevolencia y les hagamos bien; en que
hagamos a los hermanos todo lo que ellos esperan de nosotros» (Mt 5, 1-42).

El sermón de la montaña no es solamente un consejo bien intencionado para


unos pocos, para los elegidos, sino ley válida para todos. Tenemos que tomar el
sermón en serio. Se necesita valor para ser de otra manera que los demás, para
no equipararnos a la masa, para cosechar incomprensión, para que se nos
interprete y juzgue mal, para que se nos condene y ridiculice. Sin embargo,
Cristo nos alienta: «Entrad por la puerta angosta, porque la puerta ancha y el
camino espacioso son los que conducen a la perdición, y son muchos los que
entran por él. ¡Oh, qué angosta es la puerta y cuán estrecha la senda que
conduce a la vida! ¡Y qué pocos son los que atinan con ella!» (Mt 7, 13-14).
«Guardaos de los falsos profetas que vienen a vosotros disfrazados con pieles
de oveja, mientras que por dentro son lobos voraces. Por sus frutos los
conoceréis. ¿Acaso se cogen uvas de los espinos, o higos de las zarzas? Así es
que todo árbol bueno produce buenos frutos, y todo árbol malo da frutos malos.
Un árbol bueno no puede dar frutos malos, ni un árbol malo darlos buenos.
Todo árbol que no da buen fruto, será cortado y echado al fuego» (Mt 7, 15-20).
El Señor habla muy seriamente en su sermón. «Todo el que oye estas palabras
mías pero no las sigue, se asemejará a un hombre insensato que edificó su casa
sobre arena: y bajó la lluvia y vinieron los ríos y soplaron los vientos y
rompieron contra aquella casa y cayó y fue grande la ruina de ella» (Mt 7, 26 s).
Y, a la inversa, el que escucha o sigue sus palabras, se asemeja a «un hombre
cuerdo que edificó su casa sobre roca. La casa no fue destruida» (Mt 7, 24-25).

El Señor exige mucho; reclama heroísmos. ¿Cómo podemos realizar sus


exigencias? También respecto al sermón de la montaña hay comienzo, progreso
y fin. El verdadero cristiano se esfuerza incansablemente para llegar a las
sublimidades ideales del sermón de la montaña. Debemos luchar
incesantemente con un santo descontento en nuestro corazón. Jamás podremos
decir: Lo he logrado. Más bien, con San Pablo, iremos corriendo hacia el hito
para alcanzarlo. «No pienso haber tocado al fin de mi carrera. Mi única mira es,
olvidando las cosas de atrás, y atendiendo sólo y mirando a las de delante, ir
corriendo hacia el hito, para ganar el premio a que Dios llama desde lo alto por
Jesucristo» (Phil 3, 13-14).

2. ¿Qué cosa es la perfección cristiana? No está fuera de los demás deberes del
cristiano, ni más allá de ellos. No consiste en ningún deber especial, sino
solamente en el esfuerzo de hacer por entero, con toda seriedad y en todo su
alcance, lo que estamos obligados a hacer y sacrificar, en la Iglesia y en el
Estado, como hombres y como cristianos, en casa y en público, en lo natural y
en lo sobrenatural. Ella es el compendio de todos los deberes.

La vida perfecta no consiste en la cantidad de ejercicios religiosos, oraciones,


devociones, ni en obras meramente exteriores, ni en alardes de la vida de
sacrificio y de virtud, ni en actos difíciles de renunciamiento, de penitencia, La
vida perfecta reside en el interior. Es el modo de pensar, es la actitud interior,
sobre todo la actitud de amor perfecto a Dios, el cumplimiento del gran
mandamiento: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu
alma, con todas tus fuerzas, y al prójimo como a ti mismo» (Mt 22, 37).
Perfectos somos en la medida en que hemos llegado a la unión y semejanza con
Dios. Pero ésta se realiza mediante el amor. Éste es el que nos une con Dios y
nos hace semejantes a Él. «Quien al Señor se allega, es un espíritu con Él» (1
Cor 6, 17): dos llamas que se mantienen unidas.

Somos perfectos en la medida en que amamos. Amor, caridad tiene todo el que
se encuentra en estado de gracia santificante, es decir, el que guarda los
mandamientos de Dios y, por consiguiente, no comete ningún pecado grave.
¿Es por eso ya perfecto? No; perfectos en el verdadero sentido lo seremos tan
sólo desde el momento en que la caridad sea en nosotros tan fuerte y eficaz, que
nos eleve por encima, y nos libre, de toda o casi toda infidelidad, transgresión y
pecado venial, de alguna manera conscientes y deliberados. Sí, verdaderamente
perfectos sólo llegamos a serlo cuando el amor a Dios nos hace y mantiene tan
fuertes y avisados, que, en la medida de lo posible, evitamos hasta los pecados
y faltas por precipitación y por flaqueza, y disminuimos su número e índole.
Pero eso sería únicamente un lado de la vida perfecta: el lado negativo. La
perfección aparece en toda su grandeza y plenitud si la miramos por su lado
positivo. Ella hace todo el bien, es decir, hace todas y cada una de las cosas
mandadas por Dios y que no podría omitir sin pecado y ofensa de Dios. Sí, la
caridad va más allá de lo mandado por Dios, de lo que es estricto deber, y, en la
medida que le es posible, hace mucho más que lo que está mandado y puede
omitir o hacer de otra manera sin pecar. No hace únicamente lo que es bueno y
justo: trata también de hacer lo que es mejor, lo que más honra a Dios, lo que
más favorece sus intereses y más le agrada. Ésa es la caridad en su cumbre, en
su perfección; ella no solamente excluye todo lo que tiene que desagradar a
Dios, sino que excluye además todo lo que tendría que agradar menos a Dios e
impulsa a lo que más agrada a Dios y más le glorifica y honra. La perfección
realiza todo bien. Y lo hace completamente desde dentro, es decir, por amor a
Dios, por Él, para honrarle y para hacer su santa voluntad. Y exteriormente, con
entera fidelidad, puntualidad, atención y cuidado. Y todo eso no sólo por un par
de días o meses, sino duraderamente, día por día, mes por mes, durante toda la
vida, sin cansarse y con esfuerzo siempre nuevo para lograr mayor perfección,
mayor pureza y santidad.

La vida perfecta, en su desarrollo y perfección, no es tanto el fruto de nuestro


propio trabajo como el fruto de la operación de la gracia. Dios mismo la
produce en nosotros para elevarnos a una perfecta unión consigo. Para este fin
toma Él el martillo y el cincel en la mano y trabaja en nuestra alma, para hacerla
completamente pura, completamente hermosa y digna de sí. «Porque son tantas
y tan profundas las tinieblas y trabajos, así espirituales como temporales, por los
que ordinariamente suelen pasar las dichosas almas para poder llegar a este
estado de perfección, que ni basta ciencia humana para saberlo entender, ni
experiencia para saberlo decir» (SAN JUAN DE LA CRUZ, Subida del Monte
Carmelo, prólogo). Se trata de la completa victoria sobre el amor propio, la
sensualidad y la pereza, sobre la impaciencia, sobre los impulsos de la
naturaleza, sobre la actividad natural, sobre todo lo que se opone al espíritu de
fe, de confianza en Dios y de amor puro. Esto no se logra sin muchos dolores,
padecimientos y pruebas interiores y exteriores, sin grandes y dolorosas
sequedades, tinieblas, angustias del alma, hasta experimentar el sentimiento de
ser rechazados y abandonados de Dios mismo. Sólo cuando se han sufrido estas
dolorosas «purificaciones», es cuando se encuentra el alma madura para la
unión perfecta con Dios. Entonces es cuando Él se comunica a ella con
magnificencia maravillosa y la transforma: Dios y el alma se hacen una sola
cosa como el cristal y el rayo de sol, como el carbón y el fuego.

3. La perfección es vida, vida riquísima, verdadera vida, un bien infinitamente


superior a todo genio natural, a todo lo que la tierra y la vida nos pueden
ofrecer.

La perfección es plenitud; es el desarrollo pleno del amor, y con el amor todas


las virtudes cristianas llegan a su desarrollo, están fuertemente trabadas y unidas
entre sí y aumentan recíprocamente su fuerza y su actividad. Sólo entonces las
obras del alma perfecta son en verdad como deben ser.

La perfección es, finalmente, la glorificación más alta de Dios, una alabanza


continua y santa de Dios, de su bondad, de su poder, de su amor, de su pureza
y santidad; un constante y perfecto homenaje a sus mandamientos, a su santa
voluntad, a cada uno de sus deseos, a cada moción de su gracia; es un «Sí,
Padre» a todo lo que Él exige, a lo que Él nos da y quita. «Sí, Padre, por haber
sido de tu agrado que fuese así» (Mt 11, 26).

Eso es lo que ante todo necesita nuestra época: cristianos y religiosos enteros,
verdaderos, perfectos, almas que tomen con toda seriedad el sermón de la
montaña. ¿Cómo es que tantos sacerdotes y religiosos y «almas devotas» viven
de una manera meramente natural, refunfuñan cuando alguna vez son
reprendidas o se las trata poco amistosamente, son muy sensibles a la estima y
al aplauso de los hombres, aman la comodidad y buscan lo que adula a su amor
propio? En primer lugar, ello obedece a que con sus pecados veniales y con sus
muchas imperfecciones obstaculizan la operación del Espíritu Santo en su alma,
ya que no se esfuerzan bastante para librarse de los pecados veniales y de sus
raíces. Lo primero ha de ser, pues, vencer los pecados veniales.

Así vemos de nuevo la importancia de la confesión frecuente, que se dirige


precisamente a vencer los pecados veniales. ¿Será mera casualidad el que la
Santa Iglesia, precisamente a aquellos que están obligados a aspirar a la
perfección cristiana, a los sacerdotes, seminaristas, religiosos, les prescriba
como deber la confesión frecuente o semanal? (Código de Derecho Canónico,
cáns. 125, 595, 1367). No; en el sentir de la Santa Iglesia, es la confesión
frecuente un medio especialmente eficaz para llegar a la perfección cristiana.
Nuestro Santo Padre, Pío XII, recomienda precisamente la confesión frecuente
«con mucho encarecimiento», «para progresar cada día con más fervor en el
camino de la virtud». Mediante la confesión frecuente «se desarraigan las malas
costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la
conciencia, se robustece la voluntad» (Encíclica sobre el Cuerpo místico de
Cristo). Por eso también para nosotros es la confesión frecuente un medio
especialmente valioso en nuestra lucha por el fin que nos ha sido fijado.
Apreciamos la confesión frecuente y nos esforzamos por hacerla bien y por
demostrar a los que nos rodean la fuerza de la confesión frecuente mediante la
aspiración seria a la perfección cristiana.

Oración

Señor, Tú que mediante la gracia del Espíritu Santo has infundido en los
corazones de tus creyentes los dones de la caridad, concédenos que te amemos
con todas nuestras fuerzas y que con todo amor realicemos lo que es de tu
agrado. Amén.
9. Las imperfecciones

«Corred para alcanzar la caridad» (1 Cor 14, 1).

1. El Evangelio nos pone ante la vista un ideal elevado: «Es menester que
cumplamos con toda justicia» (Mt 3, 15). El Señor recomienda el celibato «por
amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12). Al joven rico le explica Jesús: «Si
quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás
un tesoro en el cielo; ven después y sígueme» (Mt 19, 21). Y nos dice: «No
hagáis frente al malo. Más bien a quien te da una bofetada en la mejilla derecha,
ofrécele también la otra. Y al que quiera pleitear contigo y tomarte la túnica,
déjale también el manto. Y a quien por fuerza te llevare una milla, vete con él
todavía otras dos. A quien te pide, dale. Y a quien quiere tomar de ti dinero
prestado, no le rechaces» (Mt 5, 39 ss). A uno que le quiere seguir, pero antes
quiere dar sepultura a su padre, le dice: «Deja a los muertos enterrar a sus
muertos, mas tú anda y anuncia el reino de Dios» (Lc 9, 60).

«Todo cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo asimismo
vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Lo que Él ha enseñado, eso lo ha practicado Él
mismo del modo más perfecto.

No es bastante luchar contra el pecado. Hemos de hacer el bien, y hacerlo de


manera perfecta. Nuestra vida diaria se compone de acciones, pensamientos,
deseos y obras buenas o moralmente indiferentes. Escribo, por ejemplo, una
carta, leo un libro bueno en sí, estudio, descanso de un trabajo hecho; me siento
a la mesa y tomo el alimento necesario; aprovecho la ocasión que se me
presenta y doy un paseo, y me permito un rato de charla: cosas todas ellas que
en sí no son ningún pecado, que están permitidas, y moralmente no merecen
reproche alguno.

Hacemos, pues, el bien. Pero a menudo no lo hacemos tan bien como


podríamos en las circunstancias dadas; y muchas veces no hacemos todo el bien
que en las circunstancias dadas podríamos hacer. Podríamos hacer todavía más
bien, y lo que hacemos podríamos hacerlo aún mejor, más perfectamente.
Hacemos lo que, ante Dios y ante nuestra conciencia, estamos en el deber de
hacer, cumplimos lo que Dios nos manda: no hacemos, por tanto, ningún
pecado. Pero sería más grato a Dios, lo honraría y glorificaría más, le
complacería más, que hiciéramos aún más bien, que lo bueno que hacemos lo
hiciéramos aún mejor. Podríamos rezar más y mejor; podríamos dominarnos
más, vencernos más, hacer más sacrificios; podríamos renunciar allí donde nos
es permitido gozar; podríamos despegarnos aún más de las cosas de este
mundo, de las cosas sensibles; podríamos suprimir más costumbres que se nos
han hecho agradables, relaciones y ocupaciones a las que con facilidad se pega
algo defectuoso. Lo bueno que hacemos, podríamos hacerlo con más celo, con
más perseverancia, con mayor decisión, alegría y abnegación. Podríamos amar
al prójimo más todavía, mostrarnos con él más serviciales, más cordiales, más
efusivos de lo que nos exige el precepto de la caridad. Nosotros, los religiosos,
podríamos observar nuestros santos votos mejor y con mayor fidelidad.
Obramos perfectamente cuando en cantidad hacemos todo el bien posible en
nuestras circunstancias, es decir, si aprovechamos todas las ocasiones para el
bien y reparamos en todas las oportunidades que cada día y a cada hora se nos
ofrecen. La perfección exige, además, que también cualitativamente lo hagamos
todo, lo grande y lo pequeño, lo mejor posible; tan bien como sea posible según
la intención, y en la ejecución: puntualmente, en el momento oportuno y de la
manera más acertada. Mas si hubiéramos de decirnos que lo bueno que hemos
hecho podríamos haberlo hecho mejor –tanto interiormente en cuanto al motivo,
como exteriormente, mirando a la obra misma–, en tal caso ciertamente
habríamos obrado bien y rectamente, habríamos hecho lo que Dios nos ordena,
no habríamos quebrantado ningún mandamiento divino, no habríamos pecado,
pero habríamos podido obrar aún mejor; es decir, hemos obrado moralmente
bien, pero no de manera perfecta, sino imperfecta.

2. ¿En qué consiste este obrar imperfecto? Hacemos algo bueno, o por lo
menos moralmente indiferente, no hacemos nada malo ni pecaminoso. Lo que
hacemos no es, pues, en sí, ningún pecado, ninguna transgresión de un
mandamiento divino. Pero a menudo no deja de tener alguna falta en lo que
concierne a la causa de la que brota la acción imperfecta. Esta causa es una
inclinación desordenada a una persona, a un trabajo, a la salud, al dinero y a las
riquezas; o una cierta sensualidad, temor al sacrificio, comodidad, alguna forma
cualquiera de egoísmo desordenado, en el fondo más íntimo, una tendencia
torcida de la voluntad. En virtud de esta orientación pecaminosa de la voluntad,
de la cual brota la imperfección, puede la imperfección ser objeto de la santa
confesión. Y aun cuando la imperfección no sea en sí misma ningún pecado,
sin embargo, para la formación y desarrollo de la vida interior, es de
importancia decisiva. Es y continúa siendo la posposición de un deseo de Dios,
de algo que, humanamente hablando, Dios espera de nosotros, a un placer o a
un desplacer que se apodera de nosotros. Dios no me manda, pero sí me
recomienda, que haga tal cosa y la haga de esa manera, pero yo no atiendo a su
deseo porque prefiero una cosa que me es más grata. Bebo un vaso de agua
para apagar mi sed. El motivo determinante de que yo beba es mi deseo de
apagar mi sed. A Dios le he olvidado por completo. Me he parado en mí
mismo, en mi satisfacción. Mi yo, mi necesidad en primer lugar, antes de Dios.
¿Es eso un pecado? No. ¿Es un obrar imperfecto? ¿No podía ser mejor, más
perfecto? Sí, podía y debía ser mejor. Eso es una imperfección: nos buscamos a
nosotros mismos antes que el honor de Dios, y eso en cosas y acciones buenas
y moralmente indiferentes, y cuando no hay ofensa expresa de Dios. Es un
desorden, un trastorno del verdadero orden, que reclama que Dios ocupe el
primer lugar y yo el segundo. Por eso la imperfección es siempre una
desvalorización de lo bueno que podríamos hacer; una desvalorización de toda
nuestra vida, que va formándose de acciones buenas o moralmente indiferentes.
Por eso, mediante nuestra conducta imperfecta, nos privamos de muchas gracias
y del impulso, del acicate moral. La vida religiosa entera es detenida y
obstaculizada en su desarrollo. Nos quedamos retrasados en el crecimiento, y
nos asemejamos a un hombre que no se ha desarrollado: un enano, una figura
contrahecha. Tendríamos que trabajar con cinco talentos, pero rendimos tan sólo
como si se nos hubiesen confiado dos. ¿Puede estar Dios satisfecho de
nosotros? Debemos, pues, poner mucho empeño en elevarnos por encima de
nuestro obrar, muy imperfecto. ¿Cómo? Educándonos para una visión profunda
de la santidad y grandeza de las cosas de la vida sobrenatural, para una alta y
verdadera estima de lo «mejor», de lo perfecto; es decir, en último término, de
la gloria de Dios, de la alabanza de Dios. Gracias a la profunda estima de lo
perfecto y del cielo por la gloria de Dios, lograremos no quedar ya parados y
aturdidos en los motivos puramente naturales y humanos, como lo hacemos en
general. Nos elevaremos hasta por encima de los motivos del temor al castigo
de Dios y de esperanza en el cielo, es decir, nos elevaremos sobre los motivos
de la caridad imperfecta. Sobre todo procuraremos seguir siempre el camino del
amor perfecto a Dios y a Cristo. No, por cierto, sofocando los motivos e
impulsos naturalmente nobles, sino subordinándolos en lo que tienen de buenos
y de nobles al gran motivo de la caridad perfecta y poniéndolos a su servicio.
Dios, su gloria, su voluntad, su deseo, su interés es lo que nos interesa por
encima de todo. En todo y a través de todo avanzamos hacia Él con una
profunda mirada de fe y con un corazón lleno de amor. Cuanto más nos
dejemos guiar y determinar por la caridad perfecta de Dios, tanto más nos
purificaremos de las imperfecciones y nos elevaremos a una manera perfecta de
obrar, a una glorificación perfecta y total de Dios. Sólo entonces se cumplirá
plenamente el sentido de la vida cristiana, observando el mandamiento
principal: «Amarás al Señor, Dios tuyo, de todo corazón y con toda tu alma y
con toda tu mente» (Mt 22, 37).

3. ¿Pueden confesarse las imperfecciones? De suyo no, por cuanto el obrar


imperfecto no es en sí ningún pecado. Una oración hecha con disipación y
distracción inconsciente e involuntaria no es pecado; aún más, si hay intención
sincera, la oración será buena, grata a Dios, mientras el que ora no se dé cuenta
de su distracción. En cambio, las causas que dan lugar al obrar imperfecto, éstas
sí pueden ser materia de confesión. Estas causas son una desordenada
inclinación al propio yo, a determinadas criaturas, trabajos y aficiones; y luego,
la comodidad, el temor al sacrificio, la sensualidad, la frivolidad, en toda caso
una actitud desordenada de la voluntad.

Respecto a estas causas, no menos que respecto a la naturaleza y a los efectos


perniciosos del obrar imperfecto, es importante que tomemos en serio nuestras
imperfecciones. Por eso, en la santa confesión, en el examen de conciencia y en
la acusación, profundizamos en las fuentes y causas de nuestra manera de obrar
imperfecta. Formamos el propósito de un modo positivo, con toda deliberación:
Haré todo el bien que me sea posible en mis circunstancias según mi saber y
entender; lo haré de manera que procure a Dios, a nuestro Salvador, mayor
honra, como a Dios le sea más grato, con todo celo, con la mayor abnegación;
lo bueno que haga lo haré por motivos de amor perfecto, de manera que todos
los otros motivos naturales buenos, así como los sobrenaturales pero aún
imperfectos, estén sostenidos y animados por el motivo de la caridad perfecta.

Cuando trabajamos de un modo tan positivo, cortamos la influencia de las


causas de nuestra conducta imperfecta y logramos el fin apetecido. El amor, el
motivo del amor y la acertada subordinación de los otros motivos al motivo
fundamental del amor, son lo decisivo. Es claro que para eso necesitamos
grandes y poderosos auxilios de la gracia. Debemos implorarlos de Dios con
oración humilde y fervorosa.

Un gran auxiliar puede y debe ser para nosotros el confesor. También para él lo
importante es que lleguemos a las cumbres de la vida perfecta, y que lo bueno
que hacemos lo hagamos por completo, con perfección.

De esa manera aprovechamos el gran medio de la confesión frecuente, para


lograr con la gracia de Dios que nuestra vida diaria llegue a ser un Gloria Patri
et Filio et Spiritui Sancto verdadero, sonoro, sin ninguna disonancia.

Oración

Ensancha mi corazón en el amor, Señor, para que en mi interior aprenda a


gustar cuán dulce es amar y deshacerse en amor. Haz que tu amor me una a Ti
y que yo me eleve sobre mí mismo, lleno de ardiente celo y de éxtasis.
Haz que yo cante el cántico del amor.
Haz que siga a mi amado, camino hacia el cielo. Que mi vida transcurra en tu
alabanza, jubilosa de amor.
Haz que yo te ame más que a mí mismo, y que a mí mismo sólo me ame por Ti,
y que a todos los que a Ti verdaderamente te aman yo también los ame en Ti.

(KEMPIS, Imitación de Cristo, lib. 3, cap. 5 y 6)


10. El amor propio

1. Escribe SAN AGUSTÍN en su obra De civitate Dei, 14, 28: «Dos amores
distintos han edificado ambas ciudades, la ciudad de Dios y la del demonio, la
del mundo: el amor a sí mismo hasta llegar al desprecio de Dios edificó la
ciudad del mundo, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo edificó
la ciudad de Dios». En torno a estas dos formas del amor gira toda la vida y el
destino del hombre Y de la humanidad.

Hay un amor a sí mismo bueno, recto, ordenado, y hay también un amor a sí


mismo desordenado, pecaminoso, torcido.

El ordenado amor a nosotros mismos nos ha sido dictado como norma de amor
al prójimo: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19). Y San Pablo
escribe: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga
como Cristo a la Iglesia» (Eph 5, 29). La Iglesia defiende la razón del ordenado
amor a sí mismo, rechazando las diversas herejías que pretenden sea pecado
hacer u omitir algo con miras a la propia bienaventuranza. Asimismo declara
imposible que siempre y continuamente persigamos nuestra propia perfección,
virtud y bienaventuranza sólo por amor a Dios y con exclusión de toda atención
a nuestros propios deseos de felicidad (cf. Dz 1330 ss, 1345). No; nos está
permitido amarnos a nosotros mismos, querernos y desearnos bien, incluso
debemos amarnos a nosotros mismos; así lo pide nuestra naturaleza, a la que es
profundamente innato el deseo de felicidad. ¿No podemos, no debemos acaso
amar a Dios, al prójimo, a la virtud, a la eterna bienaventuranza también por
razón de ser un bien para nosotros, por responder a nuestro natural impulso
hacia la felicidad, a nuestros más profundos deseos? Sí; este amor a nosotros
mismos es la premisa natural, la condición previa y base natural de nuestro
amor a Dios, según las palabras de San Bernardo: «Primero se ama el hombre a
sí mismo por sí mismo; luego ve que no se basta, y ama a Dios, no por amor a
Dios, sino por amor a sí mismo; luego aprende a penetrar más profundamente
en Dios y ama a Dios por amor a Él y no por amor a su propio yo» (De dilig,
Deo, 15, 39). Nos está permitido desear bienes naturales: talento, sabiduría,
grandeza de carácter, noble humanidad, fuerza de voluntad. También podemos
amar al cuerpo y cuidar rectamente de él, pero de forma que la principal
atención sea para nuestra alma, que sea dueña y señora del cuerpo y de la carne,
que gane en virtud, se acerque a Dios y alcance la eterna salvación. El amor a
nosotros mismos estará perfectamente ordenado cuando nos amemos por amor
de Dios, es decir, como criaturas, como hijos de Dios, como instrumentos de su
gloria, capacitados y llamados para servirle, para trabajar y sufrir por Él, recibir
sus dones y su gracia y emplearlos en hacer su santa voluntad.

El amor se convierte en santo aborrecimiento de nosotros mismos. Pues hay


mucho aborrecible en nuestra humanidad: el pecado que cometimos, la
inclinación al pecado y la indolencia frente al bien. Nos aborrecemos en cuanto
castigamos en nosotros el pecado que cometimos; en cuanto combatimos la
inclinación al mal mediante la renuncia y el ascetismo y en cuanto buscamos el
bien con todas nuestras fuerzas. Aborrecemos especialmente nuestro cuerpo en
cuanto lo disciplinamos y subordinamos y sometemos a las leyes del espíritu y
de la razón y a los mandamientos y normas del Evangelio. Este aborrecimiento
de nosotros mismos nos es encomendado como deber sagrado: «Si alguno
viene a mí y no aborrece a su... propia vida, no puede ser mi discípulo» (Lc 14,
26). «El que quiera venir en pos de Mí niéguese a sí mismo» (Mt 16,24). Este
aborrecimiento de sí mismo es sagrado amor de uno mismo, condición previa
del auténtico y fuerte amor de Dios. «Para que podamos amar a Dios
perfectamente, hemos de aborrecernos perfectamente a nosotros mismos», dice
un maestro espiritual. Así lo observaban nuestros queridos santos. Para San
Juan de la Cruz, este santo aborrecimiento de sí mismo, en virtud del cual se
declaró a sí mismo la guerra como a su mayor enemigo, fue el punto de partida
para su grande y desacostumbrada santidad. «Castigo mi cuerpo y lo esclavizo»
(1 Cor 9, 27). ¡Ojalá también nosotros estemos llenos de este santo
aborrecimiento de nosotros mismos, y en especial de nuestra carne y sus
inmoderados apetitos!

2. Al desordenado amor de sí mismo lo llamamos egoísmo o desmedido amor


propio, causa última y origen de todos los pecados y faltas en nuestra vida. Y el
pecado en el Paraíso fue el fruto del desmedido amor propio. Toda la historia de
crímenes, guerras, cismas, divisiones, falta de caridad, desde los primeros días
de la humanidad hasta el momento presente, no es sino la continua
manifestación del egoísmo y amor propio que anidan en el corazón humano. Él
es la raíz de todas las pasiones. Indecible es el daño que causa a la humanidad,
a los pueblos, a las familias y a sus individuos en particular.

El amor a nosotros mismos también nos asalta a los cristianos que nos
esforzamos por vivir una vida digna de Dios y de Cristo. Él nos hace
experimentar por la propia persona mayor agrado y complacencia de lo que
merece. Por eso quita el amor debido a Dios y al prójimo. No es raro que
anteponga el cuerpo, la salud, el bienestar y la satisfacción corporal, la fuerza y
belleza físicas al bien del alma y se preocupe desproporcionadamente por estos
valores de segundo orden. En la vida religioso-espiritual, aspira
desmedidamente a una mayor virtud y a la ausencia de toda falta y «debilidad»
por un secreto deseo de «ser alguien», por orgullo y vanidad.

Vuelve al alma intranquila, descontenta, impaciente cuando en la oración y en


la piedad no salen las cosas a medida de los deseos, cuando sufre distracciones
y no puede rezar tan «bien» como quería y había pensado. El amor a sí mismo
se hace notar de manera especial en la conducta frente al medio circundante: le
hace volver a uno susceptible, irritable, áspero, deseoso de notoriedad, criticón;
le hace frío, indiferente, retraído, celoso, injusto en juicios y afirmaciones,
despectivo, a la vez que roba la paz interior, que es el alma de la vida espiritual;
engendra un exagerado concepto de nuestra importancia, destruyendo así la
humildad; vuelve receloso al natural, nos hace de día en día más irritables,
excitados, incapaces de amar, y nos hunde en una vida de completa distracción,
sin atención honda ni viva para las cosas divinas. También en materia de piedad
pretende ser más que los otros, les niega sus buenas cualidades, sólo ve sus
faltas y defectos, les atribuye intenciones torcidas. En la vida de la comunidad,
de la familia, de la parroquia, del convento, se exterioriza en forma de intento
de seguir en lo posible caminos propios y prescindir de los de la comunidad, de
ser en determinadas cosas más rígido de lo que prescribe la regla y de lo que
son en su vida los demás. Le gusta lo extraordinario, quiere descollar, valer,
mandar, dirigir, darse importancia. Gusta de salirse de la obediencia, es
propenso a la crítica, al descontento, a la falta de caridad para con iguales y
superiores.

El amor de sí mismo es la raíz de las perturbaciones interiores, de la falta de


tranquilidad, de los temores, de los desengaños, de tantos «buenos propósitos»
y planes que impiden al espíritu conseguir la calma y le roban la paz interior. Es
la última y más profunda causa de todos nuestros pecados, infidelidades y
faltas. El mundo, el demonio y la carne únicamente pueden dañarnos
encontrando en nosotros mismos el enemigo con que aliarse. Él es el enemigo
de Dios: pues gira en torno al propio yo, se vive a sí mismo, no a Dios. Es el
antagonista declarado de Dios y del santo amor de Dios. Como enemigo del
amor a Dios, es también enemigo del cristiano amor al prójimo. El verdadero
amor, la caridad, nos dice el Apóstol, «es sufrida, es bienhechora, no tiene
envidia, no busca sus intereses...» (1 Cor 13, 4). El amor propio es enemigo de
todo noble sentimiento, de toda rectitud de corazón; hace al hombre avieso,
falto de carácter y de veracidad, caprichoso, hipócrita, rastrero, y es en gran
parte el origen de estados y conductas histéricas. «El verdadero amor al prójimo
vive la vida de miles de almas; el amor de sí mismo vive una sola, y ésta es
estrecha, mezquina, miserable», dice un escritor moderno. Cuanto más se ame
uno a sí mismo, tanto más es enemigo de sí mismo.

Resulta, pues, claro que toda noble humanidad y todo progreso sobrenatural se
basan en la destrucción del amor de sí mismo. Solamente sobre las ruinas del
amor a sí mismo puede alzarse el hombre naturalmente noble y, ante todo, el
hombre nuevo, el hombre de la gracia. Por eso interesa ante todo liberarse del
desordenado amor de sí propio, del egoísmo. Y esto, en cuanto está al alcance
de nuestros esfuerzos, mediante mucha oración, mucho dominio de las propias
inclinaciones y pasiones, del orgullo, de la vanidad, de los caprichos, del
espíritu de contradicción, de la charlatanería, de la curiosidad, por medio de una
vida de obediencia, de completa integración en la vida de comunidad, por
medio de una vida de consciente y abundante caridad para con el prójimo. Por
eso es la caridad algo tan hermoso, grande y deseable, porque preserva del
amor a sí mismo y lo expulsa del espíritu. Sí, sólo por medio de la caridad
puede el hombre verse libre del amor a sí mismo: cuanto más crece en nosotros
el amor a Dios, a Cristo, al prójimo, tanto más decrece el amor a uno mismo.
De todos modos, la tarea principal en la lucha contra el amor a sí mismo debe
asumirla el mismo Dios. En su amorosa preocupación por nosotros, nos lleva a
su escuela, a la escuela del dolor, de las humillaciones, de los padecimientos
físicos, de las dificultades, fracasos, desengaños, enfermedades: de las pruebas
y sufrimientos internos, sequedades y tentaciones de todas clases. Con ello nos
proporciona un más profundo, curativo y experimentado conocimiento de
nuestra propia insignificancia, de nuestra inclinación al pecado y falta de freno,
y poco a poco nos aparta de la admiración del propio yo, de la excesiva
confianza en nosotros mismos, de la vanidad y del secreto orgullo. Es un
proceso doloroso pero completamente necesario si ha de formarse en nuestro
interior el hombre auténtico y noble, el cristiano, el cristiano cabal.

3. «Si alguno viene a mí y no aborrece a su padre, a su madre, a su mujer, a sus


hijos, a sus hermanos, a sus hermanas y aun a su propia vida, no puede ser mi
discípulo» (Lc 14, 26). «Así, pues, cualquiera de vosotros que no renuncie a
todos sus bienes no puede ser mi discípulo» (Lc 14, 33). De esto se trata, de que
nos aborrezcamos a nosotros mismos en el sentido de Cristo, es decir, que nos
amemos santamente tal como lo quiere Dios. Pero por desgracia sucede que
siempre tenemos prisa «por abandonar en la piedad el camino de la purificación
y entrar en el camino de la iluminación y unión, igual que los novicios que
desean acabar el noviciado y ansían la grave responsabilidad de los votos de la
orden esperando disfrutar luego una mayor libertad» (FABER, Progreso, cap.
13). Faber observa a continuación nuestra especial predisposición «a abandonar
los objetos humildes de la meditación». A estos objetos de meditación pertenece
el amor a sí mismo. Si observamos bien lo más profundo de nuestro interior y
dejamos de impresionarnos por ese mundo del amor a nosotros mismos que nos
mantiene cautivos, llegaremos poco a poco a alcanzar el perfecto
aborrecimiento de nosotros mismos. De esta manera combatiremos el amor
propio. En la frecuente confesión ahondamos, de semana en semana, en el
conocimiento de nosotros mismos. Reconocernos cuán faltos de nobleza, cuán
odiosos, impuros y falsos somos y qué encadenados y esclavizados estamos por
el maldito egoísmo. Poco a poco cae, como si fuera de escamas, la venda que
teníamos ante los ojos y vemos claro: reconocemos lo que somos. Así, mediante
la confesión frecuente, llegamos al verdadero conocimiento propio y, por él, al
aborrecimiento de nosotros mismos, necesario para ser discípulos de Cristo.
Gracias a la confesión frecuente nos llegamos a beneficiar especialmente de la
dirección espiritual del confesor. En cierto sentido no puede prestarnos servicio
mejor que el de indicarnos las máscaras, astucias y mil artimañas bajo las cuales
suele disfrazarse el amor propio. Quien acuda frecuentemente a confesarse
puede solicitar y esperar del confesor esta ayuda. En todo esto descubrimos la
eficacia del sacramento: la fuerza de Cristo que con nosotros lucha contra el
pecado. Él, el Señor, sólo Él está en condiciones de rechazar victoriosamente
nuestro egoísmo. Por medio del sacramento de la penitencia y la gracia
santificante enciende en nosotros la llama de la caridad; sobre todo si mediante
la confesión frecuente nos preparamos para recibir verdaderamente bien, todos
los días, la sagrada comunión. Allí donde crece la santa caridad habrá de
disiparse el egoísmo como las tinieblas ante la luz.

Oración

Señor, apiádate de nosotros, perdónanos nuestras deudas y dirige hacia Ti


nuestros vacilantes corazones. Amén.
11. La tibieza

1. Un peligro capital amenaza a la vida devota por parte de la llamada tibieza.


Es un estado especial. El Señor nos ha dado las más abundantes gracias, fuerzas
y estímulos. Sin embargo, quedamos atascados en nuestro crecimiento
espiritual. Ya no sacamos fruto de las gracias. Nos hemos convertido en la
higuera del Evangelio, que el Señor vio a la orilla del camino. «Se acercó a ella
y no encontró en ella sino hojas y le dijo: Nunca más nazca de ti fruto. Y la
higuera quedó luego seca» (Mt 21, 18 ss).

Es una realidad horripilante que existan tantas personas que han empezado con
celo y buenos resultados, pero que luego, paso a paso, casi sin notarlo, han
caído en la tibieza. Tibio es el hombre, el cristiano que es paciente mientras no
tiene nada que sufrir, que es manso mientras en nada se le contradice, que es
humilde mientras no se le toca un punto en su honra. Tibio es quien desea ser
santo sin que le cueste trabajo y renunciamiento; quien trata de conquistar las
virtudes sin mortificación, que quiere hacer muchas cosas, menos hacerse
violencia para conquistar el reino de los cielos. Tibieza hay cuando nos
sentimos inclinados a abandonar sin motivo importante nuestras prácticas de
piedad: oración, meditación, lectura, visitas al Santísimo Sacramento. Tibieza
hay cuando las prácticas que realizamos las hacemos con negligencia, a medias,
con distracción y superficialidad habituales. Signo de tibieza es el despreciar las
llamadas «pequeñeces» y dejar pasar sin aprovecharlas las diarias
oportunidades que se nos presentan para el bien, sobre todo cuando hacemos
las paces con los pecados veniales pensando que es suficiente evitar los pecados
graves.

No por causa de faltas aisladas merece uno el reproche de ser tibio. La tibieza
es más bien un estado que se caracteriza por no tomar en serio, de un modo más
o menos consciente, los pecados veniales, un estado sin celo por parte de la
voluntad. No es tibieza el sentirse y hallarse en estado de sequedad, de
desconsuelos y de repugnancia de sentimientos contra lo religioso y lo divino,
porque a pesar de todos estos estados puede subsistir el celo de la voluntad, el
querer sincero. Tampoco es tibieza el incurrir con frecuencia en pecados
veniales, con tal de que se arrepienta uno seriamente de ellos y los combata.
Tibieza es el estado de una falta de celo consciente y querida, una especie de
negligencia duradera o de vida de piedad a medias fundada en ciertas ideas
erróneas: que no debe ser uno minucioso, que Dios es demasiado grande para
ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros también lo practican así y
excusas semejantes.

El peligro de tibieza amenaza sobre todo cuando no se penetra uno


profundamente de las verdades de la fe, y no deja que éstas se apoderen de él
con toda su energía vital. Dios, eternidad, alma, salvación de las almas,
voluntad de Dios, agradar a Dios, vida del espíritu y aprovechamiento en él le
parecen poco, mientras que lo demás: placer, goce, esparcimiento, la radio, la
ganancia y el honor, lo es todo. El tibio se recoge con disgusto a su vida
interior; una seria meditación de las verdades eternas es para él algo casi
extraño; ruega y hace examen de conciencia tan sólo de una manera superficial,
pasajera; se derrama a gusto en ocupaciones exteriores, y eso por hastío de la
vida interior; busca su alegría en las aficiones y en las criaturas. De esta manera
llega a una falta cada vez mayor de luz, de interés, de comprensión y de
verdadero aprecio de lo divino. A esto, se agregan otras causas que favorecen la
tibieza. Es ante todo la dificultad de las virtudes cristianas en vista de la
resistencia que ofrece nuestra naturaleza caída, de la concupiscencia, de los
muchos enemigos y obstáculos y de los muchos fracasos, derrotas y
desilusiones que se experimentan continuamente en las aspiraciones del espíritu,
y de las muchas perturbaciones por la absorción del alma en toda clase de
ocupaciones y deberes. Y no en último lugar influyen los ejemplos de los otros,
que poco a poco nos van apartando del buen celo que teníamos, de manera que
nos acomodamos a su andar lento y perezoso y al desgraciado respeto humano,
que acostumbra a producir en nosotros tan indecibles daños. Quien quiere ser
devoto tiene que ser un carácter.

2. «Porque eres tibio, y ni frío ni caliente, por eso voy a vomitarte de mi boca»
(Apoc 3, 15 ss). Tal es la maldición divina pronunciada sobre el alma tibia. ¿No
debemos, pues, poner todo nuestro empeño en preservarnos de caer en el estado
de tibieza, o salvarnos de él, caso de que en él hayamos caído, para no perderlo
todo, y quizás hasta la salvación eterna? La tibieza trae consigo el que nos
acostumbremos a una conciencia falsa y torcida, en virtud de la cual hasta los
pecados graves y más graves los consideramos como pequeñeces sin
importancia, insignificantes, apenas como pecados veniales. Es una ilusión de
graves consecuencias: «Tú dices: rico soy y me he enriquecido y de nada tengo
necesidad, y no sabes que eres un malaventurado y un miserable, y pobre y
ciego y desnudo» (Apoc 3, 17). Del obscurecimiento del juicio y de la
conciencia resulta una debilidad creciente de la voluntad. Uno se ha
acostumbrado a ceder en cosas pequeñas a la sensualidad, a la comodidad, a los
goces corporales, a la sensibilidad. Así, naturalmente, se llega a no ser tan
exacto tampoco en las cosas importantes. «El que es fiel en lo pequeño también
lo es en lo grande; y el inicuo en lo muy pequeño también en lo grande es
inicuo» (Lc 16, 10). Pronto llega la voluntad tan adelante, que todo otro
esfuerzo le resulta pesado. Y así resiste con demasiada facilidad al impulso y a
las inspiraciones de la gracia y abre su sensibilidad y su corazón a las cosas del
mundo y a sus goces. La desgracia es tanto más funesta e incurable cuanto que
el deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mucha lentitud.
De esa manera vive el hombre en ilusiones cada vez mayores y más fatales, y
trata de persuadirse de que todo ello no tiene importancia, y de que, a lo más, es
un pecado venial, etc. Que con este estado se da un golpe mortal a la vida del
espíritu, es cosa a todos manifiesta.

«Tengo contra ti que has aflojado de tu primera caridad. Recuerda, pues, de qué
altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque, si no,
vengo a ti y moveré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (Apoc 2, 4
ss).

Ésa es la ley de la naturaleza: ¿Se estanca el agua?, luego se corrompe. Y otra


ley dice: Fuerza que nada hace, se enerva. Y hay una ley de la gracia que dice:
Donde no hay ningún celo, no hay amor. Y esta otra: Detenerse es retroceder.

Sobre la higuera en la que el Señor sólo encuentra hojas y ningún fruto,


pronuncia esta sentencia aterradora: «Nunca jamás nazca de ti fruto». En efecto,
eso es tibieza: consunción espiritual que no significa la muerte, pero que lleva a
ella.

3. Dios nos dé la gracia de jamás hundirnos en el estado de falta de celo, de


tibieza, la gracia de la fidelidad en lo pequeño, de la vigilancia para que hasta
en las cosas «pequeñas» no nos abandonemos a ninguna negligencia. La tibieza
empieza allí donde encuentra terreno apropiado, donde se arraiga en nosotros
un pequeño abandono. Todos los días incurrimos en negligencias, y
constantemente éstas tienden a consolidarse, a la manera que en un cuerpo los
bacilos de la tuberculosis. Tenemos que luchar para lograr un conocimiento
acertado de las cosas sobrenaturales y de sus valores. Para ello se nos han dado
los medios de la lectura, de la meditación y de la oración.

Un excelente medio para defendernos de la desgracia de la tibieza y


asegurarnos contra ella, o de arrancarnos del estado de tibieza, es la buena
confesión frecuente. Aquí colabora todo lo que supone una seguridad contra la
tibieza. Primero, nos vemos precisados a observarnos con mayor seriedad, a
elaborar más cuidadosamente los actos de arrepentimiento y de propósito, y a
pensar con toda conciencia y decisión en la mejora de nuestra vida. Además,
aquí, en el sacramento, obra en nosotros la fuerza misma de Cristo. El Señor
tiene puesto todo su interés en llenarnos de odio al pecado en este santo
sacramento, en fortalecer nuestra voluntad para la glorificación total del Padre,
para la fidelidad plena en su servicio, para una entrega completa a su voluntad.
Finalmente, coadyuva la dirección del confesor, quien en toda santa confesión
nos estimula de nuevo y alienta a continuar en el camino de la santidad con
todo celo.

Cabalmente, uno de los motivos principales para el alto aprecio de la confesión


frecuente es que si se practica y se practica bien es enteramente imposible un
estado de tibieza. Esta convicción puede ser el fundamento del hecho de que la
Santa Iglesia tan insistentemente recomiende, por no decir imponga como
deber, a las personas religiosas, la confesión frecuente o la confesión semanal.
Por eso mismo debe ser cosa importante y sagrada para nosotros la confesión
frecuente. Por igual razón debemos esforzarnos en practicarla bien y cada vez
mejor.
Oración

Señor y Dios mío, Tú que haces que en aquellos que a Ti te aman todo sirva
para su salvación, llena nuestros corazones de un amor inquebrantable a Ti,
para que ninguna tentación pueda desalojar las aspiraciones que Tú has
despertado en nosotros. Amén.
12. Los pecados de omisión

«Pues al que sabe hacer el bien y no lo hace se le imputa a pecado» (Iac 4, 17).

1. Conocemos la parábola de los talentos: El primer siervo había recibido cinco


talentos, negoció con ellos y ganó otros cinco. El segundo siervo había recibido
dos talentos, y asimismo ganó otros dos: «Muy bien, siervo bueno y fiel...». «Se
acercó también el que había recibido un solo talento y dijo: Señor, tuve en
cuenta que eres hombre duro, que quieres cosechar donde no sembraste y
recoger donde no esparciste, y, temiendo, me fui y escondí tu talento en la tierra;
aquí lo tienes. Le respondió su amo: Siervo malo y haragán, con que ¿sabías
que yo quiero cosechar donde no sembré y recoger donde no esparcí? Debías,
pues, haber entregado mi dinero a los banqueros, para que a mi retorno
recibiese lo mío con los intereses. Quitadle el talento y dádselo al que tiene diez,
porque al que tiene se le dará y abundará, pero a quien no tiene, aun lo que
tiene se le quitará, y a ese siervo inútil echadle a las tinieblas exteriores; allí
habrá llanto y crujir de dientes» (Mt 25, 24-30).

Pecamos no solamente obrando el mal, sino también cuando dejamos de hacer


el bien que podemos y que debemos hacer, o no lo hacemos tal como
pudiéramos y debiéramos. Éstos son los llamados pecados por omisión (del
bien a que estamos obligados de alguna manera).

No basta con que el árbol exista: es preciso que dé frutos, que dé buenos frutos.
De lo contrario recaerá sobre él la sentencia: «El árbol que no da buenos frutos
es cortado y arrojado al fuego» (Mt 7, 19). En su día dirá el Señor a los que
queden a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado
para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer,
tuve sed y no me disteis de beber, fui peregrino y no me alojasteis... Entonces
ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o
peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? Él les contestará
diciendo: En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos
pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt 25, 41-27). Ningún mal hacen a su
prójimo, pero tampoco le hacen el bien que pudieron hacerle. Por ello serán
separados a la izquierda, «e irán al suplicio eterno...».

2. No pensamos aquí en aquellos pecados de omisión por los que se dejan de


cumplir, a sabiendas e intencionadamente, grandes e importantes deberes.
Pensamos antes bien en los pecados por omisión de cristianos buenos y
diligentes, seglares, religiosos y sacerdotes. Estos pecados tienen como
característica el que en su mayor parte les prestamos menor atención y no
apreciamos debidamente su importancia para la vida religiosa. Por ello nos
resultan tanto más peligrosos.

Desgraciadamente, sucede que, aun aspirando seriamente a una vida


perfectamente cristiana y religiosa, nos hacemos culpables, día por día, de
algunos pecados por omisión del bien que pudimos y debimos hacer. ¡Son
tantas las oportunidades que Dios nos ofrece para pensamientos y afectos
buenos! ¡Cuántas de ellas dejamos pasar desaprovechadas, preocupándonos, en
cambio, de pensamientos, temores y cuidados inútiles! ¡Cómo habría de
penetrar todo nuestro ser el pensamiento de Dios, de Cristo, e influir sobre
nuestros pensamientos y deseos, dar forma a nuestra caridad, dirigir nuestro
obrar! Y, sin embargo, nosotros no dirigimos hacia Él nuestros pensamientos.

Pensemos en nuestras omisiones respecto a las ocasiones y motivos para orar en


los «momentos libres» que se nos ofrecen a lo largo de todo el día. Podríamos
aprovecharlos para actos de oración y no lo hacemos.

Pensemos en lo necesario que nos resulta profundizar siempre de nuevo en


nuestros sagrados deberes de cristianos, de religiosos, para aprender a
conocerlos total y perfectamente; para conocer los santos mandamientos de la
Ley de Dios y de la Iglesia, las obligaciones contraídas en el santo bautismo y
en los votos, las reglas y preceptos que nos manifiestan la santa voluntad divina.
No es extraño que incurramos en muchas infidelidades y contravenciones. Pues
no puede ser de otra manera si en la oración y meditación no llegamos a la
cabal comprensión de nuestro destino como cristianos, como miembros de una
Orden religiosa. Quien no siembra no puede cosechar.
Pensemos en las inspiraciones de la gracia, desatendidas y no escuchadas, en
los muchos estímulos para el bien. Nos consta: Dios nos habla mediante ellas y
nos estimula y empuja hacia el bien. Sabemos que «la esencia de la vida
espiritual consiste en advertir en nuestra alma los caminos y estímulos del
Espíritu Santo y fortalecer en nuestra voluntad la decisión de seguirlos» (P.
LALLEMANT, Doctrina, cap. II, 1).

El mismo P. Lallemant escribe: «Hay pocas almas perfectas porque pocas son
las que siguen las orientaciones del Espíritu Santo». Otro maestro de la vida
espiritual dice: «Toda nuestra esperanza de progresar en el camino de la vida
interior depende de las inspiraciones divinas», y de cómo las atendemos y
aprovechamos. Todo esto lo sabemos bien. Y a pesar de ello, aun cuando
estamos convencidos de lo mucho que las necesitamos, ¡las dejamos a menudo
desaprovechadas, e incluso damos lugar a que Dios, por nuestra negligencia,
vaya poco a poco dejando de dárnoslas! No podemos inferimos daño mayor
que el de dejar desatendidas las inspiraciones y estímulos de la gracia. Son tan
abundantes que, por decirlo así, nos siguen los pasos, llegando continuamente a
nuestro interior, como rayos divinos que inundan nuestro corazón de cálida luz,
que nos señalan lo bueno y fomentan en nosotros sus aspiraciones: iluminación
del entendimiento y estímulo de la voluntad, ya bajo forma de amor, ya como
severidad, unas veces como reproche, otras animándonos; tan pronto susurrante
como a grandes voces, ya como una llamada única, ya como si golpearan
paciente y continuamente nuestro corazón. ¡Inspiraciones desatendidas, dones
de Dios rechazados, perdidos! ¡Cuántas veces «no estamos en casa» cuando
llama a ella la gracia! Y, estándolo, ¡cuántas veces no le abrimos por no vernos
molestados en nuestros propios deseos, por poder seguir nuestros propios
caprichos y ocurrencias! ¡Cuántas veces nos llama la gracia para un sacrificio,
para una renunciación, para un vencimiento propio! ¡Y nosotros
desaprovechamos esta gracia! ¡Gracia desaprovechada, descuidada,
malbaratada! ¡Pecados de omisión! Nos acordamos de la parábola divina del
sembrador que sale a lanzar la semilla. Una parte de la semilla cae sobre el
camino; una segunda, sobre terreno pedregoso; una tercera, entre malezas y
espinos; una cuarta, por fin, sobre buena tierra, en la que puede germinar y dar
fruto. ¡Las tres cuartas partes no llegan a dar fruto! ¿No es ésta la historia y el
misterio de la inspiración de la divina gracia y del corazón humano, que tan a
menudo no es buena tierra?

Reflexionemos especialmente con cuánta facilidad dejamos desaprovechados


tantos instantes del tiempo que Dios nos regala. Cada momento es un don, un
capital precioso.

Consideremos, por fin, también nuestra conducta frente al medio que nos rodea,
para con el prójimo. Conocemos los pecados «ajenos». Para nada queremos
hablar aquí de las muchas veces que por nuestra conducta, palabras y
observaciones imprudentes, por nuestro ejemplo nos hacemos culpables de que
el prójimo no aproveche la gracia ofrecida; ¡cuántas veces le servimos de
ocasión para no cumplir sus deberes como debía! Basta indicar cuánto nos
alejamos, en la conducta frente a los demás, de cumplir nuestro propio deber.
Tenemos el desagradable deber de llamar sobre algo la atención del amigo, del
niño, de los inferiores, de los superiores, de nuestros hermanos y hermanas. No
osamos hacerlo. Callamos ante los pecados de los demás cuando pudiéramos y
debiéramos hablar. Dejamos de hacerlo por respeto humano. Escurrimos el
bulto y decimos: «No me atañe». Sabemos lo que debemos al prójimo en
materia de respeto y caridad cristiana. Sabemos lo que es el deber de la
reconciliación; el «Perdónanos como también nosotros perdonamos»: el deber
de ayudar al prójimo, de serle útil como fuere posible. «Yo estaba hambriento,
yo tenía sed, yo era peregrino, yo estaba desnudo, y vosotros me habéis
alimentado, dado de beber, alojado, vestido». Y las demás obras de
misericordia a que estamos obligados: enseñar al que no sabe, aconsejar al que
busca consejo, consolar a los afligidos, rezar por todos, vivos y difuntos.
¡Cuántas ocasiones, y cuántos deberes! ¡Y tantas veces omitimos cumplirlos sin
motivo bastante! ¡Pecados de omisión!

Y, añadidos a todos éstos, ¡los pecados de omisión para con la comunidad a que
pertenecemos; para con la familia, para con la parroquia, con la comunidad
conventual, con el pueblo, con nuestra Patria!

Es muy serio lo que dijo una vez en uno de sus sermones el célebre P.
Lacordaire: «Serán raros los hombres que el día del juicio puedan presentarse
ante Dios sin haber causado la perdición (o sólo el daño) de alguien de cuya
alma fueran responsables».

Un orador sagrado más moderno aconseja: «Esta noche, cuando en nuestra casa
todos duerman, recorramos las habitaciones e imaginémonos que los que en
ellas duermen están muertos. Cuántos reproches no habríamos entonces de
dirigirnos, reproches por hechos que no llegaron a acaecer, por servicios que no
llegamos a prestar, por palabras que no fueron pronunciadas, por la caridad que
no llegamos a ejercer».

3. Lo que se ha indicado hasta aquí de los diversos pecados por omisión no es


exhaustivo ni pretende tampoco serlo. Ha de servirnos únicamente para que,
con toda seriedad, sobre todo al practicar la confesión frecuente, reflexionemos
sobre el bien que dejamos de hacer y nos examinemos a nosotros mismos con el
convencimiento de que «quien nada hace de bueno, ya hace suficiente mal», y
también el de que «a menudo obra mal quien nada (bueno) hace».

La confesión frecuente ha de acreditarse también precisamente en relación con


las omisiones. Ha de prestarse en ella especial atención a los deberes
descuidados, aunque a menudo sean deberes de «poca» importancia, a las
inspiraciones desatendidas de la gracia, a las ocasiones desaprovechadas de
hacer el bien, a los momentos perdidos, al amor al prójimo no demostrado o
insuficientemente demostrado. Han de despertarse en ella, frente a las
omisiones, un profundo y serio pesar y una decidida voluntad de luchar
conscientemente contra las más pequeñas omisiones de que tengamos de alguna
manera conciencia. Si acudimos a la confesión con este propósito, nos será
concedida en la absolución del sacerdote la gracia de reconocer mejor nuestras
omisiones y de tomarlas más en serio. Y una vez que en nuestra lucha contra las
omisiones nos veamos apoyados por el sacerdote, se convertirá para nosotros la
confesión frecuente en uno de los primeros y más eficaces medios para poco a
poco llegar a preservarnos de toda clase de faltas de este género.

Ojalá consigamos llegar a que el Señor nunca tenga que decirnos lo que dijo a
Jerusalén: «...cuántas veces quise reunir a tus hijos... y no quisiste» (Mt 23, 37).
¿Qué es lo que pretende cuando Él nos llama, cuando nos ofrece una
oportunidad para el bien, cuando nos da una iluminación interior, un estímulo?
El Señor quiere entonces elevarnos, enriquecernos, hacernos grandes y felices.
A ésta, su caridad, oponemos nosotros un no querer. ¡Pecados de omisión,
gracias desatendidas, malbaratadas! ¿Acaso lo hemos pensado bien alguna vez?

Oración

Guárdanos y fortalécenos, Señor, en tu santo servicio. Te lo rogamos,


escúchanos. Líbranos, oh Señor, de desatender a tus inspiraciones. Abrasa,
Señor, nuestra alma con el fuego del Espíritu Santo para que te sirvamos con la
castidad del cuerpo y te agrademos con la pureza de nuestro corazón. Amén.
13. La creencia en la propia rectitud

«Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban
diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos. Les propuso entonces esta parábola, diciendo:
¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa
y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida, hasta que la halle? Y, una vez hallada, alegre la pone
sobre sus hombros, y vuelto a casa convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo,
porque he hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que
haga penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia» (Lc 15, 1-7).

1. Los «hombres rectos» que no necesitan de la penitencia, los justos que toman
a mal que el Señor se apiade de los pecadores y que coma con ellos; esas
personas que en la orgullosa conciencia de su rectitud, sin mácula de pecado, de
su corrección, de su irreprochabilidad, no necesitan de la penitencia... ésas son
las que creen en su propia rectitud.

La más odiosa de todas las herejías de que habla la historia de la Iglesia es


aquella que no toleraba «pecadores» en su seno, la que antes bien se
enorgullecía de constar solamente de «santos», de limpios de pecado, de justos.
Estos santos miran con desprecio a la Iglesia de Cristo, que arrastra consigo
tanto lastre humano, en lugar de exterminar por el fuego y la espada todo lo
malo y pecaminoso. Estos montanistas, maniqueos y cátaros de los tiempos
antiguos y modernos se vanaglorían de su limpia santidad y presumen con ella.
Rivalizan entre sí en rígidas exigencias y rodean la ley de Cristo y de la Iglesia
con más y más cercos. Prohíben a sus prosélitos gustar la carne y el vino, les
vedan el matrimonio y asimismo los trabajos humildes y serviles; rezan mucho,
ayunan con severidad y deslumbran a las masas.

2. Éstos son los que se creen justos. También los hay entre los cristianos. El
creer con exceso en la propia rectitud es precisamente el pecado de los
cristianos piadosos, diligentes, «correctos», que en todo cumplen
irreprochablemente su deber y de nada tienen que acusarse. A su alrededor y
ante sus superiores tienen fama de cristianos ejemplares, y esto con razón.
¡Pero ojalá no estuvieran ellos mismos tan convencidos de su propia corrección
e irreprochabilidad, ojalá no lo creyeran tanto, ni pensaran siempre en ello
envaneciéndose en secreto! Aquí es donde les amenaza el peligro: saben que
nada hay criticable en ellos; ellos mismos nada encuentran en sí que criticar,
nada tienen de que arrepentirse, nada que mejorar. «Justos que no necesitan
penitencia».

Cuanto más convencidos están de su propia rectitud, tanto más atienden a los
pecados y faltas de los demás, de todos los que los rodean. Notan cómo acá y
allá se rezagan remisos en el cumplimiento de los preceptos, de la ley, de la
Regla, que contravienen aquí y allá, cómo no cumplen exactamente sus deberes
religiosos y los de la vida de su comunidad, haciéndose culpables de toda clase
de cosas en que ellos jamás incurrirían. Se molestan y amargan, se vuelven
faltos de caridad, llenos de desprecio y repugnancia interior contra los
incorrectos. Nada quieren tener de común con ellos, los evitan lo más que
pueden y los apartan de su camino. En su interior se inciensan a sí mismos por
su mucha virtud y se figuran que todos habrían de fijarse en su conducta
ejemplar, alabarla y reconocerla. Se vuelven susceptibles y lo hacen sentir a
todo aquel que no los admire. ¡Justos que no necesitan de la penitencia!

Este peligro amenaza al cristiano fervoroso y diligente y también a nosotros. La


creencia en la propia rectitud se introduce casi inadvertida en la conciencia, y el
espíritu del cristiano que lucha honradamente y seriamente se preocupa por su
vida religiosa y perfeccionamiento cristiano. Ello es más de temer teniendo en
cuenta el hecho de que son siempre pocos los que toman la vida cristiana
verdaderamente en serio, habiendo a su alrededor tantos bautizados que se
dicen cristianos y cuya vida práctica ofrece, sin embargo, tantas cosas
incomprensibles, tanta imperfección, tanta contradicción entre su vivir y la fe
que profesan, tanta esterilidad a pesar de todas las enseñanzas y estímulos que
reciben, a pesar de los buenos ejemplos que tienen ante sus ojos, a pesar de los
consejos y amonestaciones que encuentran en los libros y textos litúrgicos, a
pesar de las meditaciones que hacen, a pesar de los santos sacramentos que
reciben. Ocurriendo esto no pocas veces incluso con aquellos que por su estado
y sagrados votos están especialmente obligados a ser cristianos ejemplares y a
conducir a otros a las alturas de la vida cristiana; dándose aun entre éstos tan
poco conocimiento, tanta medianía, ¿cómo extrañar que en el que lucha y se
esfuerza se vaya formando cierta conciencia, cierto sentimiento de superioridad
moral, determinada satisfacción de sí mismo, que con demasiada facilidad
degenera en exagerado convencimiento de la propia rectitud, que conduce a
considerar y tratar a «los otros» en forma despectiva, o con cierta altanería, con
un compasivo orgullo?

«Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga
penitencia que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia». Con
esto ha pronunciado el Señor su fallo sobre la creencia en la propia rectitud. El
«justo» no necesita de la penitencia ni del arrepentimiento. ¿Para qué, si es en
todo correcto, irreprochable? La conciencia de su impecable corrección le
obstruye el camino del reconocimiento de su pecado y, con ello, el de la
penitencia. Ésta es la maldición de la creencia en la propia rectitud: que ciega.
Donde no hay conocimiento de sí mismo, no hay tampoco disposición ni actos
de penitencia. Y donde falta la disposición para la penitencia, se produce un
endurecimiento del corazón y de la voluntad. La gracia de Dios, las
inspiraciones del Espíritu Santo, las amonestaciones de fuera no producen
efecto alguno: «justos que no necesitan de la penitencia», que nada tienen de
que arrepentirse, que, cada vez que oyen o leen algo acerca del pecado, no
piensan ni remotamente en sí mismos, sino sólo en «los demás».

La creencia en la propia rectitud nace del orgullo, y su fruto es a su vez orgullo


y altivez espiritual. Lo bueno que descubre en sí, lo atribuye exclusivamente al
propio esfuerzo. No es capaz de repetir con el apóstol San Pablo: «Mas por la
gracia de Dios soy lo que soy, y la gracia que me confirió no ha sido estéril,
antes he trabajado más que ellos (que los otros apóstoles), pero no yo, sino la
gracia de Dios conmigo» (1 Cor 15, 10). También olvida la otra frase del
mismo apóstol: «...¿qué tienes que no hayas recibido? Y si lo recibiste, ¿de qué
te glorías, como si no lo hubieses recibido?» (1 Cor 4, 7). La creencia en la
propia rectitud menosprecia la gracia y sus efectos y es así injusta para con ella
y con quien nos la da. Esta conducta, ¿no ha de enajenarle poco a poco la
gracia y benevolencia de Dios? «Porque Dios resiste a los soberbios» (1 Petr 5,
5).
El que se cree a sí mismo justo, se ensalza en su interior sobre «los demás».
«Oh Dios, te doy gracias porque no soy como los demás hombres». Éstos
forman la gran masa, con la que para nada se puede contar; él, en cambio, se
cuenta entre los elegidos. Se sabe puro y perfecto; los otros quedan muy por
debajo de él. «¡Oh Dios! Te doy gracias porque no soy como los demás
hombres». ¿Y cuál es el juicio que pronuncia el Señor sobre quien así acude a
su presencia? «Os digo que éste [el publicano] bajó justificado a su casa y no
aquél. Porque el que se ensalza será humillado y el que se humilla será
ensalzado» (Lc 18, 14).

«No como los demás hombres». Para éstos no siente, en lo más profundo de su
corazón, sino menosprecio y repugnancia. Le son desconocidas las palabras del
Señor: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; absolved y seréis absueltos. La medida que con otros usareis, ésa
se usará con vosotros» (Lc 6, 37-38). En la vida y en la eternidad.

¿Puede entonces asombrarnos que en el cielo sea mayor la alegría por un


pecador que haga penitencia que por noventa y nueve justos que no la
necesiten? Sólo una cosa puede extrañarnos: que entre los cristianos pueda
darse y se dé, efectivamente, el vicio de la creencia en la propia rectitud; que
haya cristianos que cumplan con toda seriedad sus deberes religiosos, recen con
fervor y reciban los sacramentos, que vivan honradamente y a pesar de todo
ello sean tan ciegos, que no se den cuenta de hasta qué punto se creen en lo más
profundo de su corazón justos e irreprochables, envaneciéndose de su
corrección, fidelidad y ausencia de faltas.

La creencia en la propia justicia se convierte sin notarlo en seguridad, como si


para el alma devota no existiera ya ningún peligro y como si ya estuviese
inmunizada contra los atractivos del mundo, contra las tentaciones y
persecuciones del infierno, contra el poder de los bajos impulsos y de las malas
inclinaciones. El que está seguro de sí mismo vive en una certeza de salvación
que para él está por encima de toda duda seria. Él no quiere que también para
él, como para todo ser humano, subsista siempre aquí sobre la tierra la
posibilidad de que se haga infiel a su vocación, de que se haga débil frente a los
muchos deberes, sacrificios y renunciaciones impuestas por la vida, y que abuse
de la gracia de Dios; de que en todo tiempo es posible que tenga fracasos y
caiga en pecados y faltas si la gracia de Dios no le preserva. Se porta de manera
como si para él no fuera de aplicación la seria advertencia del Apóstol: «Con
temor y temblor acabad la obra de vuestra salud. Porque Dios es quien por la
benevolencia obra en vosotros tanto el querer como el obrar» (Phil 2, 12-13); y
como si no supiera con cuánta insistencia recomienda San Pablo a los corintios
que reflexionen cuán elevadas gracias concedió el Señor a su pueblo de Israel
en la travesía del mar Rojo v en el desierto: la salvación de manos del Faraón, la
columna de nube, el maná y el agua brotada de la roca. «Y, sin embargo –
recalca el Apóstol–, en los más de ellos no se agradó el Señor, sino que
quedaron tendidos en el desierto, para advertencia nuestra. De manera que,
quien piense estar en pie, mire no caiga» (1 Cor 10, 2-12). La seguridad de sí
mismo tiene que conducir a que en los asuntos de la fervorosa y devota vida
espiritual cristiana siga uno sus propios caminos, y de esa manera, sin notarlo,
pero con toda seguridad, caerá en caminos extraviados. El que tiene seguridad
de sí mismo no necesita ya nadie que le ilustre o amoneste: él se basta a sí
mismo y se apoya en su propia ciencia y discreción. En su fondo es el mal
espíritu del orgullo el que se manifiesta en la propia seguridad. Pero Dios no
consiente que su orden sea quebrantado sin recibir el castigo: «A los orgullosos
se resiste Dios». Y «el que se ensalza será humillado» (Lc 14, 11). Da miedo
ver cómo hasta un apóstol que vivió en la mayor proximidad del Señor llegó al
fin a ser un «hijo de perdición» (Ioh 17, 12).

3. Frente al peligro de la creencia en la propia rectitud que amenaza al que


lucha honradamente, encontramos poderosa ayuda en la confesión frecuente
bien hecha. Cuanto mejor la hagamos, con tanto mayor seguridad será para
nosotros camino hacia el mejor y más profundo conocimiento de nosotros
mismos, hacia el reconocimiento de nuestra imperfección y propensión al
pecado. Ella nos descubre las heridas de nuestra alma y nos permite reconocer
que, verdaderamente, aún «pecamos todos en mucho» (Iac 3, 2), y que nunca
tendremos motivo para creernos justos y perfectos o despreciar a otros y su vida
religiosa. Si aún nos ayuda un confesor inteligente y comprensivo a profundizar
y hacer fructífera nuestra confesión, entonces de la confesión frecuente
sacaremos cada vez más perfecta disposición para la penitencia y vivo anhelo
de completa pureza y caridad.
Oración

«Señor, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él? ¿Qué ha merecido el


hombre para que le des tu gracia? Sólo una cosa puedo yo pensar y decir con
verdad: Nada soy, Señor, nada puedo, nada bueno tengo de mí; mas en todo me
hallo débil, y camino siempre hacia la nada. Y si no soy ayudado e instruido
interiormente por Ti me vuelvo enteramente tibio y disipado.

»Gracias sean dadas a Ti, de quien viene todo, siempre que algo me sale bien.
Porque delante de Ti yo soy vanidad y nada, hombre mudable y flaco. ¿De
dónde, pues, me puedo gloriar? Verdaderamente, el alabarse a sí mismo es la
mayor locura. Porque, agradándose un hombre a sí mismo, te desagrada a Ti.
La verdadera gloria y santa alegría consiste en gloriarse en Ti y no en sí,
gozarse en tu nombre y no en la propia virtud. Sea alabado tu nombre y no el
mío, engrandecidas sean tus obras y no las mías. Tú eres mi gloria; Tú la alegría
de mi corazón. En Ti me gloriaré y ensalzaré todos los días, mas de mi parte no
hay de qué, sino flaquezas»

(KEMPIS, Imitación de Cristo, lib. III, cap. 40).


14. El arrepentimiento (1)

«Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: Antes que cante el gallo me negaras tres veces; y saliendo
afuera lloró amargamente» (Mt 26, 75).

1. «Y saliendo afuera lloró amargamente». Pedro, el hombre de piedra, que


hasta hacía aún muy poco ardía en santa devoción hacia su Señor y Maestro, el
que en el huerto de Getsemaní intervino violentamente en favor de Jesús, el que
por fiel amor y celo había seguido al prisionero hasta la corte del pontífice, el
mismo Pedro acaba de negar a Jesús. «¡Yo no conozco a ese hombre!» (Mt 26,
72-74). «Vuelto el Señor miró a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra del
Señor» (Lc 22, 61). La mirada de Jesús le abrió los ojos. Ahora comprende lo
que ha hecho. ¿Qué le queda ya por hacer?

«Y saliendo afuera lloró amargamente». Ahora advierte cómo se ha portado


con su Señor, a quien en un tiempo reconoció solemnemente como el Cristo, el
Hijo de Dios (Mt 16, 16), el mismo que entre los demás apóstoles le eligió a él
como piedra sobre la que quería edificar su Iglesia. Y ahora ha pretendido no
conocerle, a Él, a quien hasta ahora había seguido a todas partes con alegre
fidelidad, cuyos milagros habían visto sus ojos, a quien había contemplado en el
monte Tabor en todo el esplendor de su grandeza, con quien acababa de
celebrar la Cena. «Yo no conozco a ese hombre».

«Y saliendo afuera lloró amargamente». Ahora reconoce lo que ha hecho. Ya


siente lo que es el pecado, y no puede con su carga. La siente arder en su alma
como una herida dolorosa. Y siente el impulso de huir: ¡así se aparta de la
ocasión!

Ha de expiar su falta, ha de hacer penitencia. ¡Cómo le atormenta, cómo


escuece la herida en su alma, cómo le asquea todo lo que le rodea, lo que le ha
empujado al pecado!
2. ¿Qué es el arrepentimiento? ¿Lo son acaso las lágrimas de Pedro? No, el
arrepentimiento está en su interior. ¿Consiste acaso el de Pedro en sentir ahora
una gran humillación por haber podido olvidarse hasta tal punto de sí mismo, en
sentir vergüenza ante sí mismo y ante los demás? No. ¿Fue su arrepentimiento
acaso temor de que el Salvador le pudiera desposeer del prometido cargo de
pastor supremo para concederlo a otro apóstol más fiel? No. El arrepentimiento
es el dolor del alma por el pecado cometido, unido al firme propósito de no
volverlo a cometer.

El pecado se alza contra la santidad de Dios. El arrepentimiento, por el


contrario, impregna a la voluntad, que antes contraviniera la ley de Dios, de un
profundo dolor por haberse sublevado contra Dios, por haberle ofendido.
Lamenta haber pisoteado los mandamientos de Dios, haber pecado, haber
ofendido a Dios, y está resuelto a abjurar de su equivocada acción y de las ideas
que fueron su causa, aunque le cueste un grave sacrificio.

El verdadero arrepentimiento no es sólo un «desearía, quisiera no haberlo


hecho». No es tampoco algún sentimiento, una sensación corporal de dolor,
algo perceptible por los sentidos o necesariamente experimentable por los
sentidos: es una voluntad, un querer puramente espiritual, tanto si se siente el
dolor del arrepentimiento como si no; un verdadero y sincero cambio de pensar,
tal como fue con San Pedro. La voluntad, inclinada antes al pecado, lo aparta
ahora de sí, lo aborrece, siente repugnancia y repulsión hacia él, y aniquilaría o
daría por no hecho el mal causado si pudiera. El arrepentimiento trae así
necesariamente consigo la voluntad de no cometer más el mal hecho y de
emplear los medios para evitarlo en adelante (propósito de enmienda).

El arrepentimiento es la más profunda esencia de la penitencia y el más


importante entre los diversos actos necesarios para recibir el sacramento de la
penitencia. Sin él, no hay perdón de los pecados, ni confesión digna y
fructífera. Si muchos de los que confiesan frecuentemente se aplicaran más a
fortalecer su arrepentimiento, mayor sería el fruto de sus confesiones.

«Vuelto el Señor, miró a Pedro». La mirada de gracia de Jesús tuvo que tocar el
corazón del pobre Pedro. Sólo entonces fue cuando «saliendo afuera lloró
amargamente». El arrepentimiento fecundo se produce bajo el estímulo y la
influencia de la gracia; es el fruto, no de nuestra obra natural y de nuestros
esfuerzos puramente naturales, sino el fruto de la gracia y de oración. Es, pues,
por su origen, sobrenatural, y ha de pedirse en la oración.

El verdadero arrepentimiento es sobrenatural también por las causas que lo


mueven. Quien lamenta el pecado y la infidelidad sólo por su fealdad, por ser
tan indigno del hombre, del cristiano, de una religiosa, de un religioso, o porque
trae consigo una humillación, porque le hace perder el aprecio de las personas
que le rodean, etc., tiene sólo un dolor natural del pecado, no el verdadero
arrepentimiento que se precisa para el perdón del pecado.

«Y saliendo afuera...». El arrepentimiento de San Pedro es efectivo, es un


arrepentimiento de obra. Pedro se aleja del ambiente que le había inducido a
pecar, y no vuelve. Huye del lugar en que quebrantó la fidelidad a su Señor y,
mediante su diligente ardor por Cristo y su causa, con su vida y su muerte
repara su pecado.

3. Contra la confesión frecuente se objeta que, precisamente por su frecuencia,


resulta casi necesario que se haga mecánica y rutinariamente, sin la debida
eficacia. Es cierto; este peligro existe en la confesión frecuente. Pero igualmente
se da en la comunión frecuente y diaria, en la celebración diaria de la santa
Misa, en el rezo diario del breviario y otras determinadas oraciones. ¿Habrá de
evitarse el peligro del rutinarismo acudiendo con menor frecuencia a la santa
comunión, celebrando con menor frecuencia la santa Misa, rezando menos el
breviario, etcétera? No. Para la confesión frecuente se evitará desde dentro el
peligro de la mecanización acentuando menos la confesión, la propia acusación,
y poniendo toda la energía en ahondar y avivar el arrepentimiento (y el
propósito de enmienda). En general, poco podremos cambiar la acusación; a la
larga será siempre más o menos «lo mismo» lo que tengamos que confesar. Y
por lo mismo será tanto más importante que desarrollemos bien el
arrepentimiento.

Para este fin, incluyamos conscientemente en nuestro arrepentimiento, junto a


los pecados que hemos de confesar, todos y cada uno de los pecados e
infidelidades de nuestra vida pasada. Así, sin dificultad, desde nuestro interior
podemos conformar nuestra confesión frecuente de tal manera que quede
defendida de toda rutina, que sea confesión verdaderamente buena, vivificadora
y fértil.

Oración

Te rogamos, Señor, escuches nuestras humildes súplicas. Muéstranos tu inefable


misericordia y líbranos de todos nuestros pecados y de los castigos que por ellos
hemos merecido. Amén.
15. El arrepentimiento (2)

1. «Después de ello, una vez que hubo sido condenado por el juez a la
infamante muerte de la cruz y que cargaron sobre mis espaldas todo el peso del
poder real, fui expuesto a la vergüenza y escarnecido públicamente.
Dondequiera que pisase, se reconocían por la sangre las huellas de mis pies. A
mi paso aullaban los judíos hasta atronar el aire: Colgadle ya, colgad a ese
malvado... Con criminales ladrones fui conducido hasta el lugar de la ejecución.
Allí fui desnudado y extendido sobre la cruz yacente. Allí estiraron con sogas
mis brazos y piernas y luego los fijaron cruelmente con clavos al madero de la
cruz, y de esta manera pendían, entre el cielo y la tierra, de la cruz alzada.

»Contémplame ahora en el alto tronco de la cruz. Mi mano derecha la


atravesaba un clavo, mi mano izquierda estaba perforada, mi brazo derecho,
descoyuntado y el izquierdo dolorosamente estirado. Mi pie derecho traspasado
y el izquierdo cruelmente atravesado. Colgaba yo impotente, mortalmente
cansados mis divinos miembros; todos ellos, delicados, quedaron agarrotados
por el duro suplicio de la cruz. Mi sangre enfebrecida, necesariamente tuvo que
desbordarse incontenible varias veces; cubierto por ella y enrojecido, mi cuerpo
agonizante daba lástima de ver. Contempla el lamentable espectáculo: mi
cuerpo joven, floreciente, comenzaba a mustiarse, marchitarse y deshacerse...
Mi cuerpo entero estaba cubierto de heridas y lleno de dolor... Mis claros ojos,
apagados... A mis oídos no llegaban sino burlas y ultrajes... Toda la tierra no me
pudo ofrecer ningún lugar para un pequeño descanso, pues mi cabeza divina
estaba vencida por el dolor y la fatiga; mi puro rostro, manchado por los
salivazos; mi sano color, empalidecido. Mira: mi hermosa figura moría entonces
de igual suerte que si hubiese sido un hombre leproso en lugar de la hermosa
encarnación de la Sabiduría. Compadecida de mí, se apagó incluso la luz de los
cielos de la hora sexta hasta la nona.

»Y estando en la angustia y ansiedad supremas de la muerte, crucificado


lastimosamente por los sayones, se erguían ellos contra mí y me increpaban con
crueles gritos burlones, volvían hacia mí sus cabezas escarneciéndome y me
aniquilaban dentro de sus corazones por entero, como si fuera un gusano
despreciable. Mas yo seguía firme, y aun rogaba por ellos amorosamente a mi
querido Padre. Mira cómo yo, inocente cordero, era equiparado a los culpables.
Por uno de ellos fui escarnecido, pero el otro me imploró. Y en seguida le acogí
y le perdoné todos sus pecados; yo le abrí las puertas del paraíso celestial. Sí, en
mi inagotable misericordia clamé a mi Padre muy amorosamente por aquellos
que me crucificaban, por aquellos que se partían mi ropa... y por los que a Mí,
Rey de todos los reyes, me agobiaban en mi angustioso penar y vergonzosa
humillación.

»¡Ay!, escucha esto tan triste: Yo miraba en torno de Mí, miserablemente


abandonado por todos los hombres, y los mismos amigos que me habían
seguido permanecían lejos de Mí... Así estaba... robados mis vestidos. Allí
estaba... reducido a la impotencia, vencido. Me trataban despiadadamente...
Adondequiera que me volviese, no hallaba en torno mío sino dolor y amargo
sufrimiento. A mis pies estaba la Madre dolorosa, y su corazón maternal sufría
por todo lo que en mi cuerpo yo padecía.

»Y estando allí, tan falto de ayuda y tan completamente abandonado, las


heridas manando sangre, los ojos llorosos, los brazos distendidos, hinchadas las
venas de todos mis miembros, en la agonía de la muerte, prorrumpí en voz
lastimera e invoqué abatido a mi Padre diciendo: Dios mío, Dios mío, ¿por qué
me has abandonado?... Ve pues que, estando derramada casi toda mi sangre y
agotadas todas mis fuerzas, sentí en mi agonía una amarga sed; pero aún estaba
más sediento de la salvación de todos los hombres. En mi acerba sed fueron
entonces ofrecidos a mi sedienta boca vinagre y hiel. Y pues hube entonces
conseguido así la humana salvación, dije: Consummatum est! Presté completa
obediencia a mi Padre hasta la muerte. Y encomendé a sus manos mi espíritu
diciendo: En tus manos encomiendo mi espíritu. Y mi noble alma abandonó
entonces mi cuerpo divino.

»Después de esto fue atravesado mi costado derecho por una afilada lanza;
brotó entonces un chorro de la preciosísima sangre y con ella una fuente del
agua de la vida para reanimar todo lo que estaba muerto y agostado y
reconfortar todos los corazones sedientos» (Según DENIFLE, Das geistliche
Leben II, 2.ª parte, cap. IV).

2. Reconoce en presencia de tu Salvador crucificado lo que es pecado. Tanto


fue necesario para que pudiera ser expiado tu pecado. Tú no podías, el mundo
entero tampoco podía, ni podían el cielo y la tierra, pues que sólo un Dios en
figura humana podía lograrlo. El pecado es un crimen infinito de lesa divinidad.

Reconoce que tú le has llevado a la cruz, que tú has infligido a tu Salvador


incalificables sufrimientos y su amarga muerte. Piensa que con cada pecado
grave crucificas de nuevo al Hijo de Dios (Hebr 6, 6). ¿Ha merecido Él esto de
ti? ¡Reconoce tu injusticia, tu ingratitud! Acude con Santa María Magdalena en
penitencia a los pies del Crucificado y riégalos de lágrimas por tus maldades,
por todos, por todos los pecados de toda tu vida.

Preséntate entonces ante tu Salvador, quien por boca de su representante te dirá


las consoladoras palabras: «Te absuelvo de todos tus pecados».

Oración

Señor, Dios nuestro, colma misericordioso nuestro corazón de la gracia del


Espíritu Santo; haz que por ella, con nuestros sollozos y lágrimas, limpiemos las
manchas de nuestros pecados y alcancemos el anhelado perdón. Amén.
16. El arrepentimiento (3)

1. El castigo del pecado leve no es, como el del mortal, eterno, sino temporal,
expiable por sufrimientos y pruebas diversas en la vida presente. Aquello que
no se ha satisfecho en la tierra acompaña al alma a través de las puertas de la
muerte para ser expiado en el más allá: en el purgatorio.

¡Cuán infinitamente sabio y justo es Dios! Ciertamente ama al alma que


abandonó esta vida terrenal en estado de gracia. La ve redimida por la sangre de
Jesús. La ve infinitamente amada por su Hijo, desposada con Él; por ella se
entregó Él, por mediación del santo bautismo se la ha vinculado íntimamente.
La ve Dios amada por el Espíritu Santo, que a ella se ha entregado y dentro de
ella ha hecho su morada y por ella «aboga con gemidos inefables» (Rom 8, 26).
Ya tiene dispuesta para el alma la hermosa morada celestial y se alegra
esperando el momento de poder recibirla, introducirla y asentar sobre sus sienes
la corona de la gloria. Desea entonces invitar al cielo entero a alegrarse con Él
por el alma bienaventurada que ahora se ha hecho partícipe de la eterna
felicidad.

Mas, a pesar de tanto como la ama, como hacia ella se inclina, debe, sin
embargo, rechazarla hasta que haya pagado hasta el último maravedí (Mt 5, 26),
es decir, hasta que haya expiado todo el castigo que por sus pecados ha
merecido. Tan en serio toma Dios el pecado, incluso el pecado venial.

2. ¡Qué castigo y qué expiación! ¡El castigo del fuego! Es un fuego que tiene la
virtud de apoderarse del espíritu, del alma, de penetrar en ella y traspasarla por
completo llevando a todos sus rincones los más tremendos sufrimientos. Un
fuego que distingue entre quien ha pecado una y quien muchas veces, entre
quienes han pecado por debilidad y precipitación y quienes lo han hecho con
intencionada ligereza y completo conocimiento.

A esto se añade el «castigo de la pérdida». Éste es el gran martirio espiritual de


las almas en el lugar de la purificación. Ahora están libres de las ataduras del
cuerpo y de los sentidos, apartadas de este mundo de aquí abajo con sus
engañosas apariencias, con sus atractivos y tentaciones, con sus esparcimientos
y diversiones. Ahora se sienten irresistiblemente atraídas hacia Dios. El alma ya
nada conoce ni tiene sino a Dios. Ahora es cuando ve claro que Dios es su
único bien, su única felicidad. Con todo el ardor de que es capaz quisiera
arrojarse al corazón de Dios, abrazarle, encontrar en Él la paz. Pero le está
vedado. Quisiera volver atrás, mas las puertas están cerradas. Llama, suplica,
ruega..., pero todo en vano; una aterradora inutilidad. «Hasta haber pagado el
último maravedí». Esto es el pecado leve ante la santidad y justicia de Dios.

¡Qué atracción siente el alma hacia Jesús, su salvador! ¿No es éste acaso su
único pensamiento, su único anhelo? Poder estar con Él, poder participar en su
bienaventuranza. «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo
os aliviaré» (Mt 11, 28). Mas ella no ha respondido como debía a la gracia; se
ha hecho culpable de muchas omisiones e imperfecciones, no lo ha sacrificado
todo por entero al amor de su salvador. Ahora, a la luz de la eternidad, reconoce
su ingratitud, su infidelidad a Jesús; reconoce que sus firmes promesas de
amarle, de amar sólo a Él, no han sido a menudo verdaderas y que los hechos
mostraron su mentira.

Amargamente le remuerden ahora su superficialidad, indecisión, pereza,


cobardía y egoísmo, su frialdad, su ingratitud hacia Jesús. ¡Cuánto le duele
ahora la visión de la Cruz, del Tabernáculo, de los altares! ¡De qué medios tan
poderosos ha dispuesto en la vida para escapar a los tormentos del purgatorio!
No se ha servido fielmente de ellos. Hubiera podido hacerlo si lo hubiese
querido seriamente. Ahora es demasiado tarde.

Éste es el castigo del pecado leve. ¡Si pudieran las lágrimas del arrepentimiento
lavar las manchas como sucede en la vida terrenal! Mas, por desgracia, ya pasó
la hora de los merecimientos. No es posible ganar nueva remisión de las penas
y tormentos del purgatorio; «...venida la noche, ya nadie puede trabajar» (Ioh 9,
4). Ya no queda sino una sola cosa: sufrir, únicamente sufrir, hasta que, y sólo
por medio de sufrimientos, se haya pagado «hasta el último maravedí». El alma
reza, mas ya no le sirve de nada; el alma ama a su Dios y Señor, pero no le
reporta ya esto suavización ni acortamiento de sus penas; soporta éstas con
paciencia, mas con toda su conformidad y toda su paciencia ya no puede
alcanzar ningún consuelo, ningún perdón. Está a merced de sus sufrimientos,
irremisiblemente, «hasta que esté pagado el último maravedí».

¿Cuánto durará esto? «Hasta que esté pagado el último maravedí». ¡Terribles
palabras, plazo aterrador, pavorosamente lleno de misterio! ¡Éste es el fruto de
las infidelidades y faltas que aquí en la tierra tan fácilmente tenemos por nada!
¡Cómo se nos abrirán los ojos en el purgatorio! ¡Ojalá que ahora obrásemos con
toda previsión!

3. Precisamente la confesión frecuente tiene por objeto librarnos de la culpa y


castigo del pecado leve y evitarnos así los castigos del purgatorio. Sí, librarnos
del purgatorio. Cierto que nunca podremos acabar por completo con los
pecados de flaqueza en nuestra vida terrenal. Pero precisamente porque estos
pecados no son en el fondo consentidos, porque no son pecados deliberados
que revelen deficiencia en el amor a Dios, se extinguen ya en esta vida terrenal
junto con sus castigos correspondientes, mediante los muchos actos de amor y
las demás virtudes que rellenan nuestro día, por el uso de los santos
sacramentos y por las indulgencias de la santa Iglesia. La confesión frecuente,
bien hecha, nos impulsa a aplicar todas nuestras fuerzas para apartarnos del mal
y alcanzar la perfecta caridad. Si en verdad hemos llegado a amar a Dios sobre
todas las cosas, a que nada de lo creado nos importe, de manera que estemos
dispuestos, por amor a Dios, a sacrificarlo y dejarlo; si con la gracia de Dios
hemos alcanzado aceptarlo todo de Dios con santa conformidad, tal como nos
lo quita y nos lo da: riqueza o pobreza, honores o desprecios, salud o
enfermedad; a que por amor a Dios estemos dispuestos a dar la vida, si Dios lo
quisiera, entonces ya no habría de ser ninguna imposibilidad el que
alcanzásemos la dichosa posesión de Dios sin haber tenido que probar el
purgatorio. Mas este nivel espiritual tan elevado y tanta madurez sólo podremos
esperarlos de la confesión frecuente y bien hecha, junto con la frecuentación de
la sagrada comunión, y un serio y continuo luchar por el acrecentamiento de la
santa caridad. Esto tanto más si nos servimos con sumo respeto y alto aprecio
de las indulgencias que nos ofrece la santa Iglesia para, mediante ellas, extinguir
las penas temporales (el purgatorio entre ellas). Y si Dios a todo esto aún nos
concede la gracia de recibir el sacramento de la extremaunción, que borra los
restos del pecado y nos abre las puertas del cielo, entonces podemos abrigar
fundadas esperanzas de escapar al fuego del purgatorio. En realidad, las cosas
son de esta manera: Así como la vida de la gracia está esencialmente orientada
hacia la vida de la gloria, así ha de ser la culminación normal, aunque poco
frecuente, de este proceso: una disposición completa para recibir la luz de la
gloria, inmediatamente después de la muerte, sin necesidad del purgatorio; pues
sólo por nuestra propia culpa somos retenidos en el lugar de la expiación, donde
ya no hay merecimiento posible (es decir, en el purgatorio). Esta disposición
completa y perfecta para la gloria inmediata sólo puede consistir en un
profundísimo amor ligado al ardiente deseo de la visión beatífica. Resulta
especialmente reconocible después de las pruebas dolorosas, las llamadas
pasivas (ver cap. Vida perfecta), que limpian al alma de sus lacras. Como nada
impuro puede entrar en el Cielo, ha de experimentar toda alma estas
purificaciones pasivas antes de la muerte corporal, por lo menos hasta cierto
grado, y luego, ya mediante méritos y crecimiento de la gracia o, sin éstos,
experimentándolas después de la muerte (en el purgatorio) (GARRIGOU-
LAGRANGE, Perfección, 84).

¡Cuánto puede contribuir la confesión frecuente a que alcancemos esta


profunda caridad, para así, junto con los demás medios, sacramentos e
indulgencias, no solamente escapar al purgatorio, sino también alcanzar una
vida que honra y glorifica a Dios mucho, mucho más, a lo largo de toda la
eternidad, que no alcanzar esta cima de la caridad! ¡De cuánto puede servirnos
la confesión frecuente si sabemos entenderla y hacerla bien!

Oración

Danos, Señor, la gracia de amar aquello que nos mandas y de desear aquello
que nos prometes, para que en todas las mudanzas terrenas nuestros corazones
se mantengan firmes en el camino de la verdadera felicidad. Amén.
17. La contrición

«Un corazón contrito y humillado, oh Dios, no lo desprecias».

1. Un fruto precioso de la confesión frecuente es, naturalmente, el espíritu y la


vida de contrición, el constante dolor del alma por el pecado cometido. Los
maestros de la vida espiritual insisten en la gran importancia de la contrición
para la vida y el pensamiento cristianos. Conocen el gran valor de esta actitud,
gracias a la cual persiste uno en el arrepentimiento, convertido en hábito, de los
pecados cometidos, aun mucho después de haber alcanzado de Dios el perdón.

Es conmovedor ver cómo agradece San Pablo, el gran apóstol, a su Señor,


Jesucristo, el que le tenga por fiel y le haya escogido para su servicio: «...a mí,
que primero fui blasfemo y perseguidor violento; mas fui recibido a
misericordia porque lo hacía por ignorancia de mi incredulidad; y sobreabundó
la gracia de nuestro Señor con la fe y la caridad en Cristo Jesús. Cierto es, y
digno de ser por todos recibido, que Cristo Jesús vino al mundo para salvar a
los pecadores, de los cuales yo soy el primero» (1 Tim 1, 12-15). ¡Cómo vive
San Pablo el doloroso recuerdo de aquello en que faltó largos años atrás!
«Porque yo soy el menor de los apóstoles, que no soy digno de ser llamado
apóstol, pues perseguí a la Iglesia de Dios» (1 Cor 15, 9). Cuanto mayor es la
conciencia de que en un tiempo persiguió al Señor (Act 4-5), tanto más se siente
impulsado a dedicar ahora todas sus fuerzas al servicio del Señor y de sus
intereses, a darlo todo por Él, hasta lo último, incluso su sangre y su vida.

Del príncipe de los apóstoles, San Pedro, cuenta la leyenda que lloró toda su
vida el pecado cometido al negar a su Señor en el patio del Sumo Sacerdote. El
dolor de su pecado se le convierte en acicate para el sacrificado servicio de
Cristo y de su Iglesia, para la inquebrantable fidelidad a su ministerio de
apóstol, como cabeza de la Iglesia que Cristo le confió, para dar a su Señor el
supremo testimonio de su sangre.
Nuestra santa Iglesia en la diaria celebración del sacrificio eucarístico no se
cansa de mantener al sacerdote y a los asistentes que toman parte en el sacrificio
en el espíritu de la contrición; esto procura en el gradual, en el ofertorio,
después de la consagración («También a nosotros, pecadores, siervos tuyos...»),
antes de recibir la sagrada comunión («Señor, no soy digno...»). La Iglesia sabe
que Dios no desprecia un corazón contrito. Por esto nos hace rezar:
«Recíbenos, Señor, pues nos presentamos a Ti con espíritu humillado y
contrito...».

Descubrimos esta misma tendencia de la santa Iglesia día por día en el divino
oficio que nos prescribe rezar en el breviario: en los salmos, en las lecturas, en
las oraciones. La Iglesia lo sabe: es de suma importancia el dolor continuo del
alma por los pecados cometidos.

Nuestros Santos siguieron las enseñanzas de la Madre Iglesia. Una alma tan
pura como la de Santa Gertrudis reza: «Señor Dios mío, entre los admirables
prodigios que obras, tengo por especialísimo el de que la tierra me sostenga
sobre su suelo, a mí, indigna pecadora». Santa Gertrudis se revela así auténtica
discípula de San Benito, el padre de los monjes de Occidente. Éste recomienda
a sus discípulos «reconocer cada día en la oración ante Dios con lágrimas y
sollozos el mal cometido y enmendar sus faltas» (Regla, cap. 4). «Hemos de
saber que no por muchas palabras, sino por la pureza de corazón y lágrimas de
contrición hallaremos la elevación» (ibid., cap. 20). San Bernardo señala la
actitud del monje con estas palabras: «Se considera en todo tiempo cargado de
culpas por sus pecados e indigno de aparecer ante Dios» (cap. 7, Duodécima
etapa de la humildad). Muy parecido es lo que dice el gran Doctor de la Iglesia,
San Agustín: «Dios ve nuestras lágrimas. Nuestros sollozos no son desoídos
por Aquél que todo lo creó por su palabra y que no necesita de nuestras
palabras humanas». De ahí que la oración consista, mejor que en muchas
palabras, en «sollozos y lágrimas» (Epist. 180, 10).

Al papa San Gregorio Magno escribió una dama que no le dejaría tranquilo
hasta asegurarla en nombre de Dios de que le habían sido perdonados sus
pecados. San Gregario le contestó que no se tenía por digno de recibir de Dios
revelaciones; que, por otra parte, era más útil a la salvación de su alma que
hasta el último instante de su vida no estuviera (absolutamente) segura del
perdón, que hasta que llegara esta su hora suprema debía vivir en perpetua
contrición, no dejando pasar ningún día sin ahogar sus faltas en lágrimas (Epist.
7, 25). Éste es el modo de pensar de las almas santas.

Santa Teresa tenía en su celda, siempre ante su vista, las palabras del salmista:
«No entres en juicio, Señor, con tu siervo» (Ps 142, 2). En estas palabras de
contrición había de resumir Santa Teresa, la gran maestra de la vida interior y de
la oración, todas sus oraciones: no en una aseveración de la caridad, sino en un
grito de contrición. Y no se trata aquí de un acto aislado y pasajero de
arrepentimiento, de breve sentimiento de dolor, sino de una actitud interior
persistente que se manifiesta al exterior. «El dolor de los pecados», el mismo
dolor de Santa Teresa, «crece más mientras más se recibe de nuestro Dios; y
tengo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que
ésta no se quitara» (Las moradas, 6.ª morada, cap. 7). Palabras dignas de la más
detenida consideración: «El dolor de los pecados crece más mientras más se
recibe de nuestro Dios». Y cuanto más fomentemos el espíritu de
arrepentimiento, de contrición, tantas más gracias recibiremos de Dios.

2. ¿Pues qué es la contrición, el continuo dolor por los pecados cometidos? La


misma Santa Teresa nos da la respuesta: El alma «no se acuerda de la pena...,
sino de cómo fue tan ingrata a quien tanto debe, y a quien tanto merece ser
servido; porque en estas grandezas que le comunica, entiende mucho más la de
Dios; espántase cómo fue tan atrevida; llora su poco respeto; parécele una cosa
tan desatinada su desatino, que no acaba de lastimar jamás, cuando se acuerda
por las cosas tan bajas que dejaba una tan gran majestad» (ibid.).

Cuanto más cerca está un alma de Dios, tanto más reconoce sus faltas y
defectos y con tanta mayor claridad comprende lo que es el pecado que en un
tiempo cometió, el pecado grave, el pecado leve, los pecados de flaqueza y las
imperfecciones. De día en día lamenta más el haber pecado, y llega a tal
repugnancia frente a todo lo que en ella pudiera desagradar a Dios, que se
vuelve más y más incapaz de cometer una infidelidad, una falta consciente de
algún modo. Llega a tal sensibilidad y delicadeza ante Dios, que solamente
puede vivir según su santa voluntad.
La contrición, el continuo dolor del alma por el pecado cometido consiste en el
sentimiento y la conciencia permanentes de que somos pecadores, aunque no
pensemos en un pecado determinado. Consiste en pedir el perdón con
confianza y sin interrupción. «Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame
de mi pecado» (Ps 50, 4). Consiste en la preocupación por el pecado
perdonado, es decir, se sigue teniendo conciencia de la gran facilidad con que
reviven los pasados extravíos y errores, poniéndonos en peligro de volver a
pecar. Consiste especialmente en un progresivo y continuo aumento del odio al
pecado, aun contra el más leve y la más pequeña infidelidad, y en una creciente
delicadeza de conciencia. Nos acercamos tanto a Dios, que en su luz vemos con
mayor claridad lo imperfecto en nuestro interior y exterior, lo indigno y lo
desagradable a Dios. Reconocemos nuestros móviles tan a menudo
equivocados y nos sentimos obligados a obrar movidos cada vez más por la
caridad. Con todo esto crecen nuestro amor y gratitud hacia Dios, que nos ha
perdonado el pecado, y hacia Cristo, que nos ha redimido de él.

La contrición brota de la conciencia de que con nuestro pecado hemos ofendido


a Dios, Bien infinito, hemos sido injustos con Él. Le hemos pospuesto a nuestro
egoísmo, le hemos inferido agravio en sus intereses y su gloria. Por todo ello es
la contrición nada menos que la expresión de nuestro perfecto arrepentimiento,
una de las formas más propias del amor a Dios. Por eso es el continuo acicate
de enmendar el pasado por una mayor fidelidad. El alma contrita, por
agradecido amor a Dios que le ha perdonado misericordiosamente las pasadas
infidelidades, se esfuerza en alcanzar la voluntaria entrega total de sí misma y la
alegre seguridad en el ejercicio de los buenos hábitos. No se permite ningún
abandono ante Dios, no consiente la menor tibieza, busca una frecuentación,
cada vez más fructífera, de los santos sacramentos por ser más humilde y
respetuosa. Nos fortalece en todas las pruebas internas y externas a que Dios
nos somete y nos da el valor y la constancia necesarios para voluntarios
sacrificios y renuncias, fatigas y penalidades. La contrición no es un dolor de
muerte, sino de vida, duradero, tranquilo, sobrenatural, fuente de caridad. Este
dolor es suave y sabe actuar con tacto sobre nuestro yo sin hacernos remisos ni
débiles. Es humilde, pero nunca abatido por las faltas. Se nutre del santo respeto
a los inescrutables juicios de Dios; da alegría a la oración, está lleno de fe en la
misericordia y caridad divinas y lleno de santa gratitud.
Este dolor de caridad suaviza nuestro carácter, nos hace profundamente
compasivos y comprensivos para con los demás, nos hace tolerantes, nos hace
ver tal como son las faltas y debilidades de los otros y enjuiciarlas
benévolamente. Nos da el don de la piedad y nos preserva de realizar
maquinalmente nuestros trabajos y oraciones. Nos defiende del tomar a la ligera
el pecado y nos es el medio más eficaz para una vida de pureza. En especial, da
a nuestras aspiraciones y luchas una santa persistencia y firmeza para guardarlas
de las peligrosas vacilaciones interiores que tan a menudo comprometen el
progreso interior. Es el gran instrumento para dar a la vida espiritual una
estructura firme y duradera.

3. Es, pues, algo grande la contrición de corazón. Por lo mismo, es de lamentar


que la palabra contrición y el contenido de la misma hallen hoy en algunos
sectores poco eco o incluso sean rechazados. Se atiende más a «lo positivo» de
la piedad. Y con razón. Es indispensable llevar a las conciencias y a la práctica,
sobre todo en la educación religiosa de la juventud, lo verdadero, lo que nos
levanta, libera y nos llena de dicha, lo hermoso y triunfal de la fe católica. El
Santo Padre Pío XII reconoció expresamente esta aspiración en su mensaje a la
Conferencia de Obispos de Fulda en 1940. Sería, sin embargo, dice, «una
lamentable equivocación pretender poder aumentar este efecto disminuyendo el
vigilare et orare que con tanta insistencia y gravedad nos recomendara el
Divino Maestro» (Mc 14, 38: «Velad y orad para que no entréis en tentación»).
Es bueno e importante acentuar los aspectos positivos de la piedad, la caridad,
la oración, la conciencia de ser hijos adoptivos de Dios, de estar en Cristo. Pero
sería muy peligroso olvidar que todo esto sólo es concebible en un alma
purificada del pecado y de los hábitos pecaminosos y de la torcida inclinación
hacia sí misma o hacia otra criatura, en un alma que se esfuerce
ininterrumpidamente en cegar, mediante una vida de vigilancia y autodominio,
las fuentes del pecado y de las imperfecciones.

Es un hecho desconsolador que la vida religiosa de muchas personas piadosas,


incluso de las consagradas a Dios, esté sometida a graves oscilaciones; que
muchos aspiren sinceramente a las alturas de la vida espiritual y sean tan pocos
los que a ellas llegan; que sean tantos los llamados a la unión con Dios y tan
pocos los que responden al llamamiento; que tantos empiecen a edificar con
noble ardor y a su muerte dejen incluso su edificio o algo peor todavía. Se
pregunta uno cuál pueda ser la causa de estos y otros fenómenos parecidos. Un
maestro de la vida espiritual se dedicó largos años a esta cuestión y halló
finalmente como raíz de la inestabilidad interior de nuestro ánimo, por la que
tanto se retrasa el progreso interno y tan a menudo se compromete nuestro
desarrollo espiritual, la carencia del espíritu de contrición. Por lo menos esto es
ciertamente seguro: el medio más eficaz de dar a la vida espiritual una estructura
firme y duradera, serena y permanente, es el espíritu de contrición, el dolor
duradero y sobrenatural por el pecado cometido. «Dios hace concurrir todas las
cosas para el bien de los que le aman» (Rom 8, 28); también el pecado de que
se arrepienten y se duelen siempre de nuevo. «¡Oh culpa dichosa!».

Este espíritu de contrición ha de darse en nosotros como fruto especial de la


confesión frecuente. Para alcanzar esto, importarán ante todo dos cosas:

Primera, que nosotros, los que tenemos la gracia de hacer confesiones


frecuentes, nos opongamos firmemente y con toda decisión a ciertas corrientes
que minimizan y restan importancia al pecado leve, como si considerado en su
fondo careciera de trascendencia para la gloria y los intereses de Dios y de
Cristo, así como para nuestra propia vida y aspiración sobrenatural, como si,
según lo intenta presentar un teólogo católico moderno, no estuviera prohibido,
sino «tolerado» por Dios. Resulta evidente que con semejante manera de
pensar, apenas queda lugar para la confesión frecuente, como tampoco para el
espíritu de contrición.

Segunda, que en la santa confesión acentuemos el arrepentimiento. Y para


hacer el arrepentimiento lo más perfecto posible, refirámoslo, por lo menos en
general, a todos los pecados de nuestra vida entera. Cuanto más desarrollemos
el arrepentimiento en la confesión frecuente, tanto más hondo arraigará en
nosotros el continuo dolor del alma por los pecados cometidos. Si además
acentuamos y desarrollamos en el mismo sentido el dolor en nuestra
retrospección y examen nocturno de cuentas, podremos entonces esperar que
Dios infunda en nuestro corazón el espíritu de contrición.
De gran importancia será que nos acostumbremos a contemplar al Crucificado
que en representación nuestra está aplacando a la justicia de Dios. Ha de
ocurrirnos con ello lo que a la bienaventurada Ángela de Folingo, a quien dijo
el Señor: «No te he amado en broma». «Estas palabras –escribe Ángela–
atravesaron mi alma con un dolor de muerte. Su amor fue de una espantosa
seriedad. Y entonces todo mi amor hacia Él me pareció una pesada burla, una
mentira. Nunca te he amado sino por burla y con hipocresía y nunca he querido
llevar contigo la Cruz». Ángela está poseída del espíritu de contrición: no puede
ya sino amar y padecer por amor. Ésta es la enseñanza del Crucificado, y para
nosotros una ayuda para alcanzar el espíritu de contrición y hacer más fructífera
y profunda la confesión frecuente.

Oración

Lávame más y más de mis pecados. Aspérjeme con hisopo, y seré puro. Aparta
tu faz de mis pecados y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, ¡oh Dios!, un
corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu
presencia y no quites de mí tu santo espíritu. Mi sacrificio, Señor, es un espíritu
contrito. Tú, ¡oh Dios!, no desdeñas un corazón contrito y humillado.
18. La satisfacción sacramental

«Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado».

1. Es dogma de fe de la santa Iglesia que Dios conmuta al pecador la culpa del


pecado grave y, con la culpa, el castigo eterno –es decir, el castigo del infierno–,
de forma que subsiste un llamado castigo temporal de las culpas, o sea, un
castigo que ha de cumplirse mediante la penitencia en esta vida, o bien, caso de
no cumplirse debidamente, mediante penas de castigo en el más allá (en el lugar
de purificación, en el purgatorio).

Así les fue remitido a nuestros primeros padres el pecado y el merecido castigo
eterno en el infierno; pero Adán y Eva fueron al mismo tiempo condenados a
penas temporales. «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces –dice Dios a Eva–;
parirás con dolor a tus hijos». Y a Adán: «Por ti será maldita la tierra. Con
trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de
ella has sido tomado; ya que polvo eres, y al polvo volverás» (Gen 3, 16-19).

Parecido es lo que cuenta la Escritura de Moisés y Aarón. El pueblo de Israel


vaga falto de agua por el desierto con la amenaza de perecer de sed. Moisés y
Aarón rezan entonces a Dios. Moisés recibe este encargo: «Coge el cayado y
reúne a la muchedumbre, tú y Aarón, tu hermano, y en su presencia hablad a la
roca, y ésta dará sus aguas; de la roca sacarás agua para dar de beber a la
muchedumbre y a sus ganados». Moisés tomó de delante de Yavé el cayado,
como se lo había Él mandado; y juntando Moisés y Aarón a la muchedumbre
delante de la roca, les dijo: «Oíd, rebeldes, ¿podremos nosotros hacer brotar
agua de esta roca?». Alzó Moisés su brazo e hirió con el cayado la roca por dos
veces, y brotaron de ella aguas en abundancia y bebió la muchedumbre y sus
ganados. Yavé dijo entonces a Moisés y Aarón: «Porque no habéis creído en
Mí, santificándome a los ojos de los hijos de Israel, no introduciréis vosotros a
este pueblo en la tierra que yo les he dado» (Num 20, 8-12). La culpa del
pecado les fue perdonada a Moisés y Aarón por Dios; pero, por dudar del poder
de Dios, son castigados con no poder entrar en la tierra prometida.

Con honda seriedad señala el apóstol San Pablo a Corinto que «hay entre
vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos». El Señor los juzga así,
«mas, juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el
mundo» (1 Cor 11, 30-32). Aun cuando esté perdonado el pecado, subsiste un
castigo que ha de expiarse con toda clase de enfermedades y con la amargura
de la muerte.

Esto cuenta para el pecado grave, y vale también en cierto modo para el pecado
leve. En la confesión frecuente nos dispensa Dios, por la absolución que nos
concede el sacerdote como representante de Dios, la culpa de los pecados leves
de que nos hemos arrepentido y que hemos confesado, y con la culpa, al menos
una parte de la pena temporal merecida por el pecado leve. Pero con frecuencia
sucederá que Dios no nos dispense una determinada parte de las penas
temporales, y esto por sabias razones. Pues en el pecado leve no nos apartamos
completamente de Dios, como sucede en caso de pecado mortal. Seguimos en
el camino hacia Dios y conservamos nuestra dirección hacia Él. Pero nos
inclinamos de forma desordenada hacia una criatura, en último término hacia
nuestro aparente propio provecho, hacia una satisfacción, hacia un placer
desordenado. Esta entrega desordenada a algo creado, a nosotros mismos, a un
placer desordenado, merece ser castigada y clama por una expiación. Y recibe
la correspondiente expiación, quitándosenos aquello a que nos atábamos,
aquello que buscábamos y usábamos en forma desordenada, siéndonos
infligidas por Dios penalidades, males, enfermedades, pérdidas y pruebas de
todas clases, siendo «corregidos para no ser condenados con el mundo» (1 Cor
11, 32). Las cosas a que nos entregábamos en forma desordenada, nos son
arrebatadas o también hechas aborrecibles. Y esto es bueno para nosotros: así se
mantiene viva dentro de nosotros la conciencia de la enormidad de nuestra
culpa; se nos mantiene en estado de alerta y por la humilde aceptación de las
penas expiatorias nos vemos liberados, hechos más puros y más resueltos al
bien. Las obras de expiación nos hacen en especial más semejantes al Señor y
Salvador que sufre y padece por nosotros, a Cristo, la Cabeza, y nos une a Él,
de quien recibe su fuerza y plena eficacia nuestra penitencia.
2. Es de fe en la Iglesia que el sacerdote, en virtud de la autoridad de juez que
ejerce en el sacramento de la confesión, tiene el derecho de imponer, para
expiar las penas temporales de los pecados, ciertas obras expiatorias: la llamada
penitencia sacramental. Sí, y hasta tiene el deber de hacerlo, en virtud de su
santa cura del alma de aquel a quien absuelve en la confesión; pues por su
ministerio tiene el máximo interés en que, a la vez que todas sus culpas, le sea
también perdonado el castigo a quien se confiesa. De ahí que sea obligatorio
aceptar y cumplir de buena gana la penitencia impuesta por el confesor. Donde
haya un verdadero arrepentimiento y abjuración interna del pecado, habrá
siempre también la voluntad de la penitencia, de la satisfacción, el deseo de
cumplir la penitencia impuesta por el confesor. Caso de faltar esta voluntad de
satisfacción, falta algo esencial al sacramento de la penitencia; mas si por
descuido o por olvido se deja de cumplir la penitencia impuesta por el confesor,
el sacramento se habrá recibido, a pesar de todo, válidamente.

Los actos de penitencia que nos impone el sacerdote en la santa confesión no


suelen ser muy difíciles. Mas también aquí pesa menos en la balanza la obra
que realizamos que el poder de Cristo operante en la satisfacción sacramental.
«Esta satisfacción que pagamos por nuestros pecados no es nuestra de tal suerte
que no sea por Cristo Jesús... en el que satisfacemos haciendo frutos de
penitencia que de Él tienen su fuerza. Él los ofrece al Padre y por medio de Él
son por el Padre aceptados» (Concilio de Trento, sesión XIV, cap. 8; Dz 904).

Él, el Salvador, infunde, mediante el santo sacramento de la penitencia, su


fuerza expiatoria y mitigadora a los actos de penitencia que nos han sido
impuestos con el confesor. Igualmente toma en sus manos nuestras obras de
penitencia y hace de ellas sus propias obras de expiación y alivio. ¿Cómo no
han de ser perdonados entonces, por mediación de la penitencia aceptada y
cumplida sinceramente, los castigos temporales de nuestros pecados?

Pero aún llega mucho más lejos la fuerza del santo sacramento de la penitencia.
Es de un gran consuelo el ver que el sacerdote no nos despide sin haber dicho
antes sobre nosotros esta oración: «La pasión de Nuestro Señor Jesucristo, los
merecimientos de la Santísima Virgen María y los de todos los Santos, todo el
bien que hayas hecho, y el mal que has sufrido, te sirvan para el perdón de tus
pecados, aumento de gracia y premio de la vida eterna». ¡Qué riqueza la
contenida en la confesión frecuente! Podrá ser poco lo que nos imponga el
confesor como satisfacción. Pero este poco se une en su fuerza expiatoria y
mitigadora a la satisfacción infinitamente valiosa del Salvador crucificado y
moribundo. Se añade a las oraciones, sacrificios, buenas obras y sufrimientos de
la Madre de Dios, a los de todos los Santos, y gana con ello un nuevo aumento
en fuerza expiatoria y mitigadora. Finalmente, participa también en la fuerza de
la satisfacción sacramental obrada por el mismo Cristo todo lo que hemos hecho
de bueno y padecido en males y contrariedades: todo esto –y no es poco– es
incluido en la fuerza del santo sacramento, y por virtud de Cristo, que obra en el
sacramento, se hace fructífero para perdón de nuestros pecados, para positiva
edificación de nuestra vida en Cristo y para alcanzar la perfección en los cielos.
Es, en verdad, algo inefablemente inmenso la grandeza de corazón y la ayuda
de la santa Iglesia, el poder que le ha sido dado al sacerdote en el sacramento de
la penitencia, el poder del mismo sacramento. Éste será tanto más eficaz en
nosotros cuanto más a menudo y mejor recibamos este santo sacramento con la
bendición de su gracia.

Por la confesión frecuente se convierten toda nuestra vida, nuestras oraciones,


obras y padecimientos, en satisfacción, operada por la fuerza expiatoria de
Cristo, de nuestros pecados. ¿No podremos, pues, esperarlo todo de Dios,
también la remisión de toda pena temporal, y con ello también la del
purgatorio? Y esto tanto más cuanto mejor hagamos la confesión frecuente.

3. Mas sucede realmente, por desgracia, que en muchos casos tomamos a la


ligera la penitencia sacramental, como si careciera de importancia. Ciertamente
que en la confesión frecuente no se trata de que nos sean impuestas
«penitencias fuertes» para profundizar así el uso del sacramento. La
profundización de la penitencia ha de venir de otro lado: desde dentro, es decir,
de nosotros mismos, de los que recibimos el sacramento de la penitencia. Si la
penitencia impuesta por el sacerdote ha de tener verdadero sentido y fruto, si ha
de estar orgánica e íntimamente unida a la confesión, debe estar vinculada a una
auténtica voluntad de expiación y penitencia, a una sincera disposición de
penitencia. Esta disposición para la penitencia debe ser nuestra lógica actitud
después de haber pecado y de reconocer cada vez mejor lo que es el pecado,
quién es Dios, qué la santidad de Dios y cuál el derecho de Dios a nuestra
entrega y a nuestro amor. Esta disposición para la penitencia es el permanente,
serio y vivo disgusto por el pecado cometido, el firme propósito de no prestarse
nunca a nada que pudiera ser contrario a la disposición para la penitencia; la
voluntad de aceptar de buen grado las consecuencias del pecado, los
sufrimientos, las fatigas y amarguras, ya provengan directamente de Dios, ya
indirectamente, a través de las circunstancias en que vivimos, o de los hombres,
e imponernos además, voluntariamente, determinadas obras de desagravio. Si
en nosotros alienta esta permanente disposición para la penitencia, tendrá
entonces también sentido y fruto la penitencia impuesta por el sacerdote.
Gracias a esta disposición hacemos de la confesión frecuente algo más que un
pasajero acto aislado, algo más que «una práctica piadosa»: ella nos encamina
hacía una fructífera expiación y penitencia y es, para nuestra vida, de la máxima
significación.

El fruto de la confesión frecuente habrá de mostrarse precisamente en que


aumente y profundice nuestro espíritu de penitencia fortaleciéndonos para
soportar las fatigas y renunciaciones diarias, para cumplir fielmente y a
conciencia nuestro deber en todo y para crucificarnos verdaderamente con
nuestro crucificado Señor y hacernos convertir en víctima propiciatoria, que se
consume para la gloria y los intereses de Dios, de Cristo, de la Iglesia, de las
almas. ¡Y no sólo esto! Estamos dentro de la comunidad de la Iglesia. Nos ha
sido concedido dar a Dios satisfacción también por los pecados de los otros
mediante la penitencia representativa. Con ello se acredita nuestro entusiasmo
por Dios, por Cristo, por la Iglesia, por las almas.

Con todo, sabemos que es de Cristo de quien proviene todo el valor y fuerza de
nuestros actos de penitencia y de nuestras satisfacciones: de su identificación
con la pasión y con el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz. Cuanto más
ofrezcamos a Dios Padre los sufrimientos de Cristo haciendo lo poco que
nosotros podemos hacer en identificación con estos sufrimientos, en pleno
sometimiento de nuestra voluntad a la del Padre, tanto más valiosa y eficaz será
nuestra penitencia y expiación. «Sin mí, no podéis hacer nada» (Ioh 15, 5).

Oración
Señor, contempla misericordioso el piadoso celo de tu pueblo, y concédenos, a
los que nos mortificamos en nuestro cuerpo, fortalecernos espiritualmente por el
fruto de las buenas obras. Amén.
19. La gracia sacramental

1. Cada uno de los santos sacramentos de la nueva alianza tiene como efecto
inmediato el de la gracia (santificante). Si el que recibe el sacramento ya está,
como solemos decir, en «estado de gracia», entonces obra el sacramento un
crecimiento de la misma, un «aumento de la gracia santificante». Éste es el fruto
primordial y propio de la confesión frecuente: que proporciona un aumento de
la gracia, de la nueva vida que tenemos de Cristo y en Cristo, de la pureza de
alma, de luz, de fuerza, de semejanza y unión con Dios; un aumento de la
nueva y más elevada vida y existencia, del conocimiento y de la voluntad, que
esté muy por encima de la existencia puramente natural y humana: un mundo
lleno de la majestad y elevación divinas.

2. ¡La vida de la gracia! El hombre natural, sin redimir, está reducido a sí


mismo, a su propia interpretación individualista y altanera de su experiencia y
destino; a su ávido egoísmo e irrefrenable egocentrismo, a su odio contra todos
aquellos que se le atraviesan en sus designios. Es el hombre desgraciado del
cual se ha escrito: «Porque el querer el bien está en mí, pero el hacerlo no. En
efecto, no hago el bien que quiero, sino el mal que no quiero... Que queriendo
hacer el bien, es el mal el que se me apega... ¡Desdichado de mí!» (Rom 7, 18-
24). ¿Quién puede aquí prestar ayuda, traer la salvación? No la naturaleza, sino
únicamente la gracia. Aquello que se nos regala en la confesión frecuente es,
ante todo, aumento de la gracia salvadora. Por el pecado se ha abierto al
hombre un triple abismo. El primer abismo es el que hay entre Dios y el
hombre, Éste es la razón y causa de los otros dos abismos. El hombre apartado,
separado de Dios; «...se entontecieron en sus razonamientos, viniendo a
obscurecerse su insensato corazón; ...por eso los entregó Dios a los deseos de
su propio corazón, a la impureza, conque deshonran sus propios cuerpos... a las
pasiones vergonzosas; ...y como no procuraron conocer a Dios, Dios los
entregó a su réprobo sentir, que los lleva a cometer torpezas y a llenarse de toda
injusticia, malicia, avaricia, maldad; ...inventores de maldades, rebeldes a los
padres, insensatos, desleales, desamorados, despiadados» (Rom 1, 21 ss, 31).
He ahí un cuadro del hombre alejado de Dios. El segundo abismo está dentro
del propio hombre, entre lo más bajo y lo más elevado del hombre. «Que
queriendo hacer el bien, es el mal el que se me apega; porque me deleito en la
ley de Dios según el hombre interior, pero siento otra ley en mis miembros que
repugna la ley de mi mente y me encadena a la ley del pecado, que está en mis
miembros. ¡Desdichado de mí!» (Rom 7, 21-24). El tercer abismo separa al
hombre del hombre, al pueblo del pueblo. Odio, enemistad, malquerencia, falta
de caridad, envidia, celos, asesinato y guerra, tales son el espectáculo y la
historia del hombre sin redimir, de la humanidad sin Dios, alejada de Dios.
¿Quién podrá, quién habrá de salvar este triple abismo? La gracia, únicamente
la gracia. La ruptura entre Dios y el hombre la cierra la gracia, que para
nosotros alcanzó Jesucristo en su muerte, de ser hijos de Dios. Nos hace hijos
del Padre, «elegidos de Dios, santos y amados» (Col 3, 12). El segundo abismo
es cegado lenta y trabajosamente bajo la acción continuada de la gracia
mediante el ascetismo, es decir, mediante el sometimiento de las potencias e
impulsos inferiores al dominio y dirección del hombre superior, del hombre de
la gracia, de la unión con Cristo y con Dios, del hombre sobrenatural, cristiano.
Paso a paso recuperamos la paz, la clara y armónica ordenación primitiva de
nuestro interior, como fruto de la gracia. La ruptura entre hombre y hombre,
entre un pueblo y otro, tampoco puede curarla sino la gracia. Todos aquellos
que tienen la vida de Cristo viven, aunque sea en distintos grados, una misma
vida sobrenatural, y beben del mismo manantial, de «un solo Espíritu» (1 Cor
12, 13), que les es infundido por la gracia santificante. Ésta, la gracia, nos
unifica desde dentro de tal forma «que todos sean uno» (Ioh 17, 21), no por la
comunidad de la sangre ni por una momentánea y pasajera alianza biológica
dirigida hacia una coparticipación de la vida. Una comunión de vida
verdaderamente personal y duradera, una alianza y unidad interiores, tan sólo
las tenemos en lo espiritual, allí donde la corriente vital de Cristo baña a todos
los hombres; allí donde, de manera sobrenatural pero igualmente real, somos
sarmientos de la única vid, de Cristo, que a todos nos riega y llena con la savia
de su vida; allí donde la fuerza del Espíritu Santo uno vive en todos nosotros y
nos domina en la gracia santificante.

La gracia es gracia salvadora que cierra el triple abismo. A la vez es gracia que
eleva, que enriquece y ennoblece interiormente al hombre uniéndole a Dios.
Ella le sube hasta la unidad, pureza, plenitud y fertilidad de la vida divina.
Donde la gracia santificante haya establecido su morada en el hombre, valdrán
las consoladoras palabras del apóstol: «El amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,
5). «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos
a Él y en Él haremos morada» (Ioh 14, 23). «Esta comunión nuestra es con el
Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Ioh 1, 3). Comunión de vida con el grande,
santo y omnipotente Dios que vive en nosotros como Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Ahora somos hijos de Dios, infinitamente más que esclavos y servidores
de Dios. La gracia nos abre la entrada a la amistad e intimidad de Dios. Él nos
sale al encuentro con la ternura y la atención de un amigo: podemos acercarnos
a Él con la libertad y la confianza de un amigo. La hermosura de la gracia es tan
maravillosa, que se apodera del corazón de Dios y lo arrastra en inefable amor
hacia nosotros. No puede de otra manera. Ha de amarnos divinamente. Su amor
es divinamente fuerte e invencible; un amor en cuya virtud Dios no sólo nos
tiene siempre ante sus ojos, siempre presentes en su pensamiento, sino que
incluso está con nosotros con toda su esencia, presente en nosotros,
inclinándose solícito hacia nosotros, entregándosenos; un amor que se vuelca
sobre cada uno de nosotros como si Dios no pudiera amar nada más en todo el
mundo; un amor inagotable e insaciable que nunca se hartará de nosotros en
tanto halle en nosotros el inmenso bien de la gracia. Por obra de la gracia se
vuelve nuestra alma un claro espejo de la hermosura de Dios, reflejándola en
toda su incomparable pureza y plenitud. Se convierte en templo de Dios, en
trono de Dios, por Dios mismo maravillosamente construido y adornado. Por el
poder de la gracia, somos «hijos de la luz», «luz en el Señor» (Eph 5, 8),
iluminados hasta lo más hondo del alma por la celestial belleza y el divino
esplendor, aclarada divinamente la vista del espíritu; aquí, por la luz de la fe, en
el más allá, algún día, por la inefable luz de la gloria. Por obra de la gracia
florece dentro de nosotros un hermosísimo paraíso en eterna primavera que no
conoce el invierno, que continuamente da nuevas flores sin dejar marchitar las
primeras; que con la hermosura y la savia de sus flores enciende los ojos y el
corazón de Dios, y sobre el que envía Dios sus más ricas bendiciones. Con la
gracia, reina majestuosa, entra en nuestra alma su riquísimo séquito: todas las
virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, justicia, prudencia, fortaleza, y
todas las demás virtudes, junto con los dones del Espíritu Santo y la gracia
coadyuvante que nos es dada diariamente en forma de iluminación del espíritu y
estímulo de la voluntad (una riqueza incomparable). «Todos los bienes me
vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable.
Es para los hombres tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen
participantes de la amistad de Dios» (Sap 7, 11 y 14).

Aumento de gracia salvadora y aumento de gracia que nos levanta: esto es lo


que nos da la confesión frecuente.

Pero aumento de gracia nos lo dan también los otros santos sacramentos, la
confirmación, la sagrada comunión, etc., cuando son recibidos en «estado de
gracia». Y, sin embargo, es distinto el efecto de la sagrada confirmación o
comunión del de la confesión frecuente. Pues la misma gracia santificante tiene
en los distintos sacramentos unas cualidades y características diferentes, típicas
de cada sacramento. Esta interior naturaleza y fuerza de la gracia santificante,
esencialmente una, diferente en cada sacramento, la llamamos gracia
sacramental. Es la gracia santificante, tal como es producida en su característica
naturaleza y fuerza, por este o aquel sacramento, por la santa confirmación, por
la comunión, por el sacramento de la penitencia.

La gracia sacramental que recibimos en la confesión frecuente es el aumento de


la gracia santificante del tipo que tiene la especial misión y fuerza de borrar los
pecados veniales cometidos. Si bien el pecado venial nada puede interiormente
contra la gracia santificante del alma, si bien no puede disminuirla ni quitarle un
solo grado de su hermosura y plenitud, mancha, en cambio, y afea a la gracia
santificante, recubre de tal forma el fuego sagrado, que ya no puede arder
libremente y con toda su fuerza; debilita el ardor y la fertilidad de la gracia,
ahoga su fuerza vital, entorpece su crecimiento y su eficacia. En la confesión
frecuente da un aumento de gracia. Esta gracia tiene el poder especial de limpiar
al alma de su mancha, de modo que la gracia vuelva a lucir en toda su
hermosura y pureza; tiene el poder de arrancar del alma poco a poco todo
aquello que entorpece y pone trabas al ardor y eficacia de la gracia y lo que
obstaculiza el progreso del hombre interior; tiene la fuerza de someter por
completo nuestras energías naturales a la acción de la gracia y de orientarlas
hacia lo divino y sobrenatural; tiene el poder de llenarnos del espíritu de
penitencia y del dolor sobrenatural continuo por los pecados cometidos,
asegurándonos y fortaleciéndonos así contra nuevos pecados e infidelidades;
nos da la fuerza de contrarrestar eficazmente, con el poder de Cristo, tanto las
causas y motivos de los pecados leves como también sus consecuencias; da al
alma nueva lozanía, nuevos ímpetus para subir y progresar; en opinión de
muchos teólogos, nos da un título para todas las gracias coadyuvantes, para las
iluminaciones, inspiraciones y estímulos, interiores y exteriores, de que tenemos
necesidad para cosechar todo el fruto posible de la confesión frecuente.

¿No ha de sernos, pues, cara y santa la confesión frecuente? ¿No habremos de


poner todo nuestro empeño en ser plenamente partícipes de toda su eficacia?

Oración

¡Bendice, alma mía, al Señor, y no olvides ninguno de sus favores! Él perdona


todos tus pecados y derrama sobre tu cabeza gracia y misericordia. Cuanto
sobre la tierra se alzan los cielos, tanto se eleva su misericordia sobre los que le
temen. Cuan lejos está el oriente del occidente, tanto aleja de nosotros nuestras
culpas. Amén.
20. El temor de Dios

«Vivid en temor en el tiempo de vuestra peregrinación» (1 Petr 1, 17).

1. En relación con Dios, para nosotros, los hombres cristianos, hay dos
actitudes fundamentales que mutuamente se unen y complementan: amor y
homenaje, confianza y temor que humildemente se subordina, cercanía y
distancia. «Me horrorizo y me enardezco; me horrorizo por cuanto le soy
desemejante; me enardezco por cuanto le soy semejante» (SAN AGUSTÍN,
Confesiones, 11, 9). San Bernardo dice con razón: «Lo que nos santifica es la
santa disposición del corazón, y ésta es doble: el santo temor de Dios y la santa
caridad. Ellas son los dos brazos con los cuales abrazamos a Dios» (De consid.,
5, 15). La santa Iglesia nos manda orar así: «Haz, Señor, que al mismo tiempo
temamos y amemos tu santo nombre» (Domingo en la octava del Corpus
Christi). Dios, plenitud del bien, de la pureza, de la felicidad y de la paz, nos
atrae: ante Dios, absolutamente excelso, elevado, majestuoso, inaccesible, nos
inclinamos humildemente: nos mantenemos a distancia de Él, tenemos temor a
Él, a Él elevamos nuestras oraciones, a Él sometemos nuestra voluntad y
tememos sus justos castigos.

2. «El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Ps 110, 10). «El temor del
Señor es gloria y honor: alegra el corazón, produce contento, alegría y larga
vida» (Sirach 1, 11 ss). El temor del Señor tiene esta promesa: «El Señor
cumple los deseos de los que le temen; Él oirá su clamor y los salvará» (Ps 144,
19). Cristo mismo nos amonesta: «A vosotros, amigos míos, os digo yo: No
temáis a aquellos que quitan la vida al cuerpo, y después de esto nada más
pueden hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer: temed al que, después de
quitar la vida, puede arrojar al infierno, A éste es, os repito, a quien habéis de
temer» (Lc 12, 4).

Cuando se trata de vencer el pecado o acabar con él y convertirnos seriamente,


es cuando sobre todo se siente el temor. «Traspasa mi carne con tu temor» (Ps
118, 120): con el temor de la inexorable santidad y del justo castigo de Dios,
que es capaz de aniquilar y exterminar mundos, pueblos, culturas enteras, por
causa del pecado; con el temor de la justicia de Dios que no perdonó a los
ángeles pecadores, que a causa del pecado castiga a los hombres con tantas
miserias y sufrimientos y, como fruto más amargo del pecado, con la muerte a la
que todos estamos sometidos; con el temor al castigo de la justicia de Dios en el
purgatorio y, sobre todo, en el infierno, con el tormento y la desgracia
interminables en eterno alejamiento de Dios. Sí, «oh Dios, traspasa mi carne
con tu temor». Éste debe grabarse tan profundamente en lo más íntimo de
nuestro ser, que continuamente nos frene, nos aleje del mal y nos mueva a
proseguir la lucha contra el pecado.

Pero no solamente antes de la conversión, también cuando nos hemos vuelto


enteramente a Dios y hemos roto con el pecado mortal, debemos sentirnos
traspasados por el temor de Dios. El temor nos impulsa a hacer penitencia por
los pecados cometidos y nos preserva de los pecados y faltas en el porvenir. El
temor a los castigos que por nuestros pecados hemos merecido nos da valor
para tomar sobre nosotros los esfuerzos diarios, las renunciaciones y luchas sin
las cuales no podemos librarnos del pecado ni unirnos perfectamente con Dios.
Siempre tenemos motivo para sentirnos traspasados del temor de Dios en vista
de las muchas ocasiones de pecar, en vista de nuestra flaqueza, de la fuerza de
las costumbres y aficiones torcidas, de la inclinación de nuestra naturaleza a
dejarse llevar, en vista de los atractivos de la concupiscencia y del mundo, de
las muchas faltas, descuidos y defectos que cada día cometemos.

Son muchos los que menosprecian el temor de Dios porque este temor les
parece muy egoísta, casi indigno del cristiano. Quieren que únicamente impere
el amor puro. No tienen razón. Es verdad que la devoción fundada en el amor
puro debe anteponerse a la fundada en el temor; pero sería una exageración
insana el querer considerar únicamente justificada la devoción de amor puro. El
temor del que aquí se trata no es el temor servil o de esclavos. Éste se funda
únicamente en la idea del castigo: si no hubiera que contar con el castigo, se
pecaría sin reparo alguno; ese temor deja subsistente la voluntad de pecar, la
voluntad pecaminosa; renuncia tan sólo a la ejecución del pecado, pero no a la
voluntad interior. El temor a que aquí nos referimos teme la indignación de
Dios y el castigo, pero de manera que llega hasta la voluntad y la aleja del
pecado; rompe con el pecado aunque sea con miras al castigo señalado para el
pecado. Este temor ahoga la afición de la voluntad al pecado. Es un temor
moralmente bueno, noble y saludable, aun cuando queda muy atrás del temor
filial, «un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo», como expresamente
enseña el Concilio de Trento. El temor filial es un temor de perfecto amor de
Dios, de amor filial, muy íntimamente unido con Él y al mismo tiempo su
garantía y expresión. El temor y amor filiales constituyen una única actitud, que
gira en torno de dos polos: mirando a la bondad de Dios se inflama el amor,
mirando a la majestad y justicia de Dios y a sí mismo se despierta el temor de
perder al Dios amado por causa de los propios pecados.

3. El temor es tan sólo el comienzo; pero es comienzo, un apoyo imprescindible


y un estímulo siempre poderoso. «Bienaventurado el que teme al Señor» (Ps
111, 1). «El temor del Señor evita lo malo» (Prov 8, 13). Nos saca de nuestra
calma falsa y engañosa. El mayor de los males no es tanto el pecado mismo
cuanto la tranquilidad, la permanencia en el pecado, la ligereza y la
superficialidad. El temor es un seguro contra nuestra debilidad. En general, será
ante todo el temor el que nos asegure contra los pecados del porvenir. A pesar
de todas las ventajas del amor puro sobre el temor, serán siempre relativamente
pocos los que, a pesar de todas las dificultades que se presenten en contra, se
mantengan a la larga por amor puro libres de pecado, incluso del venial. Sin
embargo, siempre será verdad lo que dice la Imitación de Cristo: «Si quieres
hacer algún progreso, mantente en el temor de Dios y no tengas demasiada
libertad. No hay verdadera libertad ni alegría buena fuera del temor» (1, 21).
«Quien pospone el temor de Dios no podrá permanecer largo tiempo en el bien,
sino pronto caerá en los lazos de Satanás» (ibid., 1, 24). El temor y el amor de
Dios están unidos. Quien solamente quiere que impere el amor, corre el peligro
de descuidar el esfuerzo en la vida moral por una confianza desmedida en la
bondad de Dios (quietismo); quien tan sólo conoce el temor al juicio de Dios, se
cierra la entrada al amor de Dios (jansenismo). Mas, aun cuando obremos por
motivos nobles y perfectos, no puede eliminarse el temor; está presente, aunque
en segundo término, desde donde ejerce su importante función, y sigue siendo
la seguridad contra nuestra flaqueza moral.
El motivo del temor es un motivo imperfecto de amor de Dios; con él amamos a
Dios, pero con relación a nosotros mismos, porque tememos el castigo que nos
espera si no le amamos y no guardamos sus mandamientos. Pero este temor
puede y debe ser elevado por nosotros a un temor filial, es decir, a un amor
perfecto de Dios. En esta altura produce un sentimiento vivo de la grandeza y
santidad de Dios y consiguientemente un profundo aborrecimiento hasta de los
más pequeños pecados. Se convierte en temor del hijo que ama sinceramente a
su padre, y su amor al padre le hace imposible causarle dolor e injurias. En el
temor de causar dolor a un Dios y padre amante e íntimamente amado,
lograremos sin gran esfuerzo evitar los pecados y dar una alegría a Dios,
nuestro padre. De esa manera, el temor servil a Dios, por más que acentúe el yo
y sea imperfecto, es un principio indispensable y un camino que conduce al
temor filial y al amor perfecto de Dios.

4. Cuando nos acercamos a la santa confesión, puede sernos a menudo


verdaderamente útil que nuestro arrepentimiento y sentimiento de culpa se
funden conscientemente en el motivo del temor de Dios. De suyo, para la
recepción del sacramento de la penitencia, bastaría este arrepentimiento
imperfecto, este llamado arrepentimiento por temor, hasta para el perdón de los
pecados mortales que se confiesen. Pero no nos contentaremos con este dolor
imperfecto, sino que nos levantaremos al temor filial, es decir, al
arrepentimiento por amor, al dolor por motivo de amor perfecto a Dios. De esta
manera, la recepción del sacramento de la penitencia se convertirá
verdaderamente para nosotros en una bendición.

Por el interés de dar vida y profundidad a la confesión frecuente, como en


general a la sana piedad cristiana, es importante que, con fe viva y profunda,
procuremos que actúen siempre sobre nosotros aquellas verdades que
consolidan en nuestra alma el santo temor de Dios: nuestra total dependencia de
Dios, nuestro sentimiento de culpa, nuestra flaqueza moral, nuestros diarios
desfallecimientos a pesar de todo auxilio y gracia de Dios; la inviolable santidad
de Dios, su pureza, su justicia y sus juicios sobre los pecadores en el tiempo y
en la eternidad. A esto se añaden la vida y la pasión de Cristo, que más que
nada nos enseñan lo que es la santidad de Dios y nuestro pecado. Es un hecho
innegable que Dios se preocupa del pecado y que tiene que castigarlo, porque
Él es santo, es la santidad misma. Frente al pecado, por más que mirado desde
nosotros sea muy pequeño, no puede mostrarse indiferente. Y también es un
hecho que Cristo no está delante de nosotros tan sólo como el Señor glorificado
que vive en las delicias del Cielo, sino primero como el Cristo histórico, el
Señor humillado y crucificado, pendiente de la cruz con escarnio y dolor, en
expiación de nuestros pecados, de mi pecado. Tan grandes como son la santidad
y justicia de Dios, así es de horrible el pecado del hombre. ¿Acaso hoy
nosotros, los católicos, no nos interesamos demasiado unilateralmente por el
Señor ensalzado y glorificado, y en cambio casi dejamos de ver al Señor que
sufre y expía por nuestros pecados? Esa manera de ver redunda en perjuicio de
la justa comprensión de la santidad y justicia de Dios, que castiga el pecado; en
perjuicio de nuestra educación en el santo temor de Dios, que, sin embargo, es
el comienzo de la sabiduría y el fundamento de toda vida verdaderamente
religiosa y santa; en perjuicio de la más honda comprensión del pecado, hasta
del pecado venial, de la santa confesión y de la vida de penitencia. Quiera la
gracia de Dios preservarnos bondadosamente de todas estas ideas unilaterales.

Oración

Señor, haz que siempre temamos y al mismo tiempo amemos tu santo nombre
(es decir, a Ti, Dios santo), a quienes firmemente mantienes en tu amor. Amén.
21. El amor de concupiscencia

«¿Qué hay en el cielo y qué hay de desear en la tierra, fuera de Ti, Señor? Tú eres el Dios de mi corazón, y
mi herencia, oh Dios, por toda la eternidad. (Ps 72, 25 y 26).

1. Hay algo sublime en el amor perfecto de Dios. El amor perfecto ama a Dios,
a Cristo, por sí mismos, sin relación consciente y expresa a nuestro propio
interés y a nuestra salvación temporal y eterna.

De otra manera es el amor de concupiscencia. Con él amamos a Dios, pero por


nosotros mismos, es decir, porque la felicidad a que siempre y necesariamente
aspiramos la vemos asegurada en Dios y sólo en Dios, y queremos asegurarla
en Él. Amamos a Dios porque ahora, y después en el Cielo, es nuestra
felicidad, nuestro bien, y en Él hallamos nuestra bienaventuranza, el
cumplimiento pleno de todos nuestros deseos y aspiraciones. Este amor de
concupiscencia, en cuanto ama a Dios no por sí mismo, sino en razón de
nosotros mismos, es un amor imperfecto y egocentrista, como aquel amor a
Dios que tiene por fundamento el temor de la pérdida de Dios y el temor del
castigo. El amor de concupiscencia, llamado también amor de esperanza, es
asimismo un verdadero amor a Dios, pero con vistas a nosotros mismos, a
nuestra salvación eterna, que de Dios esperamos y en Dios hallamos. Es un
amor que, aun relacionado con el yo, no lo está en el sentido de que nosotros
tengamos nuestra mira puesta tan sólo en nuestra propia felicidad, que
encontramos en Dios, sino en el sentido de que realmente amamos a Dios,
aunque por ser Él nuestra felicidad y nuestra salvación en el tiempo y en la
eternidad. El motivo de este amor es la esperanza de la felicidad eterna.

Este amor de concupiscencia y egocentrista ¿es moralmente irreprochable,


moralmente bueno, digno del cristiano? ¿No merece Dios, no manda Dios el
amor perfecto, el amor a Dios por Dios mismo y no por nosotros mismos?
¿Cómo es compatible este amor de concupiscencia con el precepto de amar a
Dios con todo el corazón, con toda el alma, es decir, perfectamente? De hecho,
ha habido no pocos que han estigmatizado este amor de concupiscencia (lo
mismo que el amor nacido del temor del castigo) como moralmente rechazable
y prohibido. No fueron éstos solamente algunos herejes, como Calvino y
Lutero, fueron también hombres católicos profundamente religiosos, como, por
ejemplo, el obispo Fénelon, con su teoría del «amor desinteresado»: Las almas
perfectas, dice Fénelon, aman a Dios constantemente, ininterrumpidamente, con
un amor tan puro, que todo movimiento de amor interesado queda excluido de
él. Por consiguiente, quien ha llegado a la perfección de la vida cristiana no
debe hacer ya ningún acto de esperanza en la vida eterna, sino más bien debe
permanecer siempre indiferente respecto a su eterna salvación. «Ni el temor al
castigo, ni la aspiración a premio tienen lugar en este estado. Se ama a Dios no
por la recompensa, no por la propia perfección, ni tampoco porque se encuentra
en Dios la felicidad. Todo “motivo interesado” de temor y de esperanza queda
excluido».

Estas ideas son expresamente rechazadas y condenadas como «perniciosas» por


la santa Iglesia. Todavía hoy encontramos no pocas veces una cierta manera de
despreciar el amor de concupiscencia como cosa de menor valor, y presentar
como algo despreciable todo esfuerzo por crecer en la vida interior, en virtud y
perfección, y por hacer méritos para la vida eterna, como si el cristiano, y el
cristiano perfecto, tan sólo pudiera aspirar a un amor desinteresado de Dios, a
un amor que de ninguna manera esté vinculado con un amor algo basado en el
yo y con el amor de sí mismo, moralmente valioso, sano y ordenado, como si
todo el amor propio en general fuera ya desordenado, por no decir pecaminoso,
y consiguientemente incapaz de servir como camino, como etapa previa del
amor desinteresado de Dios.

2. Según la concepción católica, la virtud de la esperanza, junto con la de la fe y


la caridad, es una virtud teologal. Tiene como objeto directo a Dios, a Dios en
cuanto constituye nuestra eterna bienaventuranza. Con la virtud teologal de la
esperanza esperamos confiadamente los bienes que Dios nos ha prometido; en
primer lugar, la bienaventuranza futura en cuanto es fruto de la gracia divina y
de nuestro propio mérito. Pues nosotros, según la palabra del apóstol, «somos
escogidos para el conocimiento de la verdad, que da la esperanza de la vida
eterna» (Tit 1, 2). En otro lugar escribe San Pablo: «Dios, Padre glorioso de
nuestro Señor Jesucristo, os dé espíritu de sabiduría y de ilustración, para
conocerle, iluminando los ojos de vuestro corazón, a fin de que sepáis cuál es la
esperanza de su vocación, y cuáles las riquezas y la gloria de su herencia
destinada para los santos [los bautizados, cristianos], y cuál aquella soberana
grandeza de su poder sobre nosotros, que creemos según la eficacia de su
poderosa virtud» (Eph 1, 18 s), «Nosotros suspiramos dentro de nosotros
mismos esperando la adopción de hijos, la redención de nuestro cuerpo [en la
resurrección de los muertos]» (Rom 8, 23). «Por Él [Cristo] hemos logrado el
acceso al estado de la gracia, en que nos mantenemos, y nos gloriamos en la
esperanza de la gloria de Dios» (Rom 5, 2).

Nuestra esperanza no debe aspirar únicamente a la bienaventuranza eterna, sino


también a muchos otros bienes, en cuanto nos ayuden a la bienaventuranza
eterna: esperamos de Dios todos aquellos auxilios sobrenaturales: direcciones,
iluminaciones, mociones y gracias, que nos son o necesarios o provechosos
para obtener la salvación eterna. Esperamos de Dios la ayuda necesaria en
nuestros trabajos, luchas, dolores y dificultades, a fin de poder resistir a la
tentación, levantarnos del pecado, practicar la virtud cristiana y de esa manera
llegar a una vida santa. Pues el Señor vino «para que nosotros tengamos vida y
la tengamos abundante» (Ioh 10, 10). Hasta los mismos bienes temporales
podemos esperarlos de Dios, medios necesarios o provechosos para nuestra
salvación: vida, salud, bienes, honor.

¿No es acaso el Señor mismo quien promete a los que abandonen por su
nombre casa, hermano y hermana, padre y madre, que recibirán «ciento por uno
y la vida eterna»? (Mt 19, 29). A quienes trabajen en su viña les promete y les
da su recompensa (Mt 20, 1 ss). A los pobres de espíritu les promete el reino de
los cielos; a quienes padecen hambre y sed de justicia les promete que serán
saciados; a los limpios y puros de corazón les asegura que verán a Dios.
«Bienaventurados seréis cuando por mi nombre os maldijeren y persiguieren.
Gozaos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en el
cielo» (Mt 5, 2-12). Son motivos basados en el yo los que invoca el Señor. La
sagrada liturgia trata innumerables veces de conquistarnos para la lucha
cristiana, para la renunciación y el esfuerzo, apelando a nuestro amor propio
ordenado, al amor de concupiscencia.
Finalmente, esto es claro: si únicamente quisiéramos aspirar al amor a Dios
desinteresado sin unirlo orgánicamente con un amor a Dios apoyado en el yo,
pero justificado, y con un amor a nosotros mismos, pero sano y ordenado,
caeríamos en un espiritualismo unilateral y en un supranaturalismo. Las fuerzas
inferiores del alma quedarían completamente insatisfechas, hasta se las ahogaría
a la fuerza. De esta manera, las fuerzas anímicas fundamentales, la aspiración
natural a la felicidad nunca quedarían moralmente purificadas y ennoblecidas.
La consecuencia de ello sería que nosotros, con nuestra piedad y amor a Dios,
unilateralmente espiritualizados, jamás llegaríamos a ser hombres naturalmente
fuertes, personalidades vigorosamente cristianas y religiosas, sino que más bien
representaríamos aquel tipo de «personas devotas» que a los demás imponen
poco respeto o hasta les son repulsivas. Dios nos ha hecho de manera que,
naturalmente, ante todo somos impresionados por el dolor y bienestar propio.
Por eso Cristo, al amor cristiano al prójimo, le da como norma el amor propio, y
es una ley universalmente reconocida: «El amor bien ordenado empieza por sí
mismo». Antes que al prójimo tengo yo que santificarme a mí mismo y procurar
mi perfección. Así, pues, el amor a uno mismo es una exigencia de la virtud, de
manera que al hombre le es imposible eliminar por completo el amor propio y
ser indiferente respecto a su verdadera felicidad.

Sólo que el amor a nosotros mismos no debe ser lo último, aquello en que
quedemos parados. Sería un amor desordenado y torcido, si quisiéramos tratar a
Dios y amarle tan sólo como medio para nuestra felicidad. El amor a nosotros
mismos, fundamentalmente, no es otra cosa que un camino para el amor. Nos
lleva por encima de nosotros mismos al amor perfecto de Dios. Y eso desde el
momento en que comenzamos a amarnos por Dios; y eso por ser, y en cuanto
somos nosotros, obra de Dios, hijos de Dios, instrumentos de su glorificación.
De esta manera, el amor a Dios viene a ser motivo del amor a nosotros mismos:
nos amamos en Dios y por Dios, porque pertenecemos a Dios y amamos todo
lo que pertenece a Dios. De esta manera el amor hacia nosotros mismos nos
eleva también, más allá del mismo, al amor perfecto a Dios, así que en nuestra
propia felicidad eterna vemos más que a nosotros mismos, vemos la gloria de
Dios, el honor de Dios, pues en realidad nuestra bienaventuranza eterna
consiste en conocer a Dios, amarle y adorarle, darle gracias, alabarle y
glorificarle en Cristo y por Cristo; al Señor glorificado en la Iglesia y con la
Iglesia, con los ángeles y los bienaventurados.

3. Está, pues, permitido y tiene su razón de ser el que en la santa confesión


incluyamos el amor de concupiscencia como motivo de arrepentimiento. No es
ése un dolor perfecto, pero es, sin embargo, un dolor que en la santa confesión
es suficiente para obtener de Dios hasta el perdón de los pecados mortales. Sin
embargo, siempre, y especialmente en la preparación para la santa confesión,
pondremos nuestro empeño en hacer de tal amor y del deseo de gozar de Dios y
de sus delicias tan sólo camino para elevarnos al amor perfecto hacia Dios, en el
que nos amamos a nosotros en Dios como criaturas, como hijos de Dios, como
instrumento de su glorificación, que buscamos con nuestra propia felicidad, con
nuestra aspiración a ser, aquí en la tierra y más tarde en el cielo, una adoración
y glorificación encarnada de Dios, un incesante loor a Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo. «Dios eterno, yo quiero ser tu alabanza».

Oración

Omnipotente y sempiterno Dios, danos aumento de fe, esperanza y caridad. Y


para que merezcamos alcanzar lo que tú prometes, haz que amemos lo que Tú
mandas. Amén. (Oración de la Iglesia en la domínica 13 después de
Pentecostés)
22. La caridad perfecta

«El amor perfecto echa fuera el temor» (1 Ioh 4, 18).

1. El centro y al mismo tiempo la cumbre de la devoción cristiana se halla en el


amor perfecto hacia Dios. Es el amor a Dios por Él mismo, es decir, porque Él
en sí mismo es bueno y digno de todo amor, es la plenitud de todo lo puro,
noble, bueno, santo y grande.

De este amor escribe el Apóstol: «Si hablare las lenguas de los hombres y de
los ángeles, pero no tuviere caridad, vendría a ser bronce que resuena, o
címbalo que clamorea. Y si tuviere don de profeta y supiere todos los misterios
y toda la ciencia, y tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, pero no tuviere
caridad, nada soy. Y si gastare mi hacienda entera en pan para los pobres, y
entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, nada me aprovecha»
(1 Cor 13, 1-3). Por supuesto, no habla del amor natural, sensible, que tan sólo
es un fenómeno puramente instintivo, ni tampoco del espiritual, racional,
meramente natural, fruto de un conocimiento claro y de una firme voluntad,
sino del amor sobrenatural, fundado en la fe y en la gracia, y que abarca a Dios
y a todo lo creado con miras a Dios y por Dios.

El amor perfecto es una virtud «teologal». Se llama caridad «divina» porque se


dirige directamente a Dios, y todo lo demás que fuera de Dios ama, lo ama con
relación a Dios, por Dios y en Dios. Se llama también amor «divino» porque ha
sido «infundido en nuestros corazones por el Espíritu Santo» (Rom 5, 5), es
decir, ha sido infundido por Dios en nuestra alma, y por nuestras propias
fuerzas no lo podemos obtener. Finalmente, es «amor divino» porque con él
amamos a Dios de tal manera como solamente Él, en virtud de su naturaleza
divina, se puede amar. Es un ascua que Dios mismo, el Espíritu Santo, que con
amor santo habita en nosotros, enciende en nosotros mismos, una imagen e
imitación de aquella divina y mutua efusión de amor del Padre y del Hijo de la
cual procede el Espíritu Santo y que es el mismo Espíritu Santo. Es una chispa,
una llama de aquel amor divino en que arde el mismo Dios, una flor de la vida
y de la divina felicidad.

El amor es lo más dulce y más amable que existe en el cielo y en la tierra. Para
el amor está formado nuestro corazón; en él halla su felicidad. En él se abre lo
más íntimo y hondo de su ser, para entregarse por entero, para vivir y florecer
en él. A ninguna otra cosa aspira, sino a encontrar un objeto digno de su amor,
en el que se pueda derramar y verter por entero. ¿Qué es, pues, en resumen, ese
amor sobrenatural, divino y santo, que mediante el Espíritu Santo es infundido
juntamente con la gracia en nuestros corazones y que procede inmediatamente
de Dios, y a Dios tiene por objeto? La Imitación de Cristo tiene razón cuando
dice: «Nada hay más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más sublime,
nada más amplio, nada más amable, nada más pleno y mejor en el cielo y en la
tierra, porque el amor nace de Dios, y únicamente puede descansar en Dios más
allá de todo lo creado. El que ama, vuela, corre y está lleno de felicidad; está
libre y sin trabas. Lo da todo para todo, y en todas las circunstancias lo tiene
todo, porque descansa en el único supremo bien, que está sobre todo y de quien
procede todo bien» (lib. 3, cap. 5). Este amor sobrenatural, divino y santo, y
sólo él, es el que con la ingenuidad de un niño y la confianza de una esposa en
santo atrevimiento se eleva hasta Dios, para estrecharle en el más dulce e íntimo
abrazo como Padre, como amigo, como esposo, para penetrar hasta los más
recónditos abismos de su bondad y dulzura y disolverse en las honduras de su
divino corazón.

Sólo mediante este santo amor llega Dios a ser verdaderamente nuestro, nuestra
posesión. Por el amor poseemos a Dios no sólo en deseo y aspiración, sino en
la más perfecta realidad. Con el amor, le tenemos a Él, Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, en nuestros corazones. Mediante el amor santo nos acercamos
cada vez más a Dios y nos hacemos cada vez más semejantes a Él, unidos a Él,
y al mismo tiempo fundidos en un espíritu, como dos llamas se unen en una
llama. Pues la naturaleza divina es un fuego puro, un río ardiente de amor. Si,
pues, se encuentra en nosotros una llama de amor semejante, tiene que unirse
con aquélla tan íntimamente, que esta unión sobrepase por completo toda
unidad de amor que exista entre las criaturas, todo amor terrenal. El amor
divino, y sólo él, sacia nuestro corazón en el torrente de las delicias divinas. El
amor hace florecer en nosotros una vida eterna y siempre nueva y nos abrasa
con fuego celestial. Algo grande es la esperanza cristiana. Pero más grande que
la fe y más grande que la esperanza es el amor. «Ahora permanecen estas tres
cosas, fe, esperanza y caridad; pero la mayor entre ellas es la caridad» (1 Cor
l3, 13).

2. «Corred para alcanzar la caridad». La caridad santa es el último fin de todos


los mandamientos. Todos ellos están compendiados en un solo mandamiento:
«Amarás al Señor, tu Dios». Al amor se refieren todos los demás
mandamientos, en él y mediante él quedan todos cumplidos. Todo verdadero
cumplimiento del deber es obra del amor. La caridad es la primera y la última
de todas las virtudes, es toda virtud. «La caridad es sufrida, es dulce y
bienhechora. La caridad no tiene envidia, no obra precipitada ni
temerariamente, no se ensoberbece, no es ambiciosa, no busca sus intereses, no
se irrita, no piensa mal, no se huelga en la injusticia, se complace, sí, en la
verdad. A todo se acomoda, cree todo, todo lo espera y lo soporta todo» (1 Cor
13, 4 ss): ella es toda la virtud. Donde vive la caridad, está todo; donde falta la
caridad, falta todo.

Por eso somos llamados al amor. «Amarás al Señor, tu Dios». «Señor, enciende
en nosotros el amor», le rogamos. «Corazón de Jesús, que ardes en amor para
con nosotros, inflama nuestros corazones con amor a Ti». El alimento del amor
son las obras. El amor se enferma y muere cuando no es alimentado con buenas
obras, así como el fuego se apaga cuando no se le ceba con combustible. El
combustible saca del fuego la llama, pero a su vez alimenta con la llama el
fuego. De esta manera, las buenas obras mediante el amor reciben su fuego,
pero mediante el fuego se conserva el amor y crece en fuego. Quien quiere
obras buenas, conserve el amor; y el que quiere amor, haga obras de amor. El
que quiera el amor perfecto, es menester que con todas sus fuerzas aspire al
crecimiento del amor mediante continuas obras buenas, dispuesto a hacer todo
el bien que en sus circunstancias le sea posible hacer.

3. «Corred para alcanzar la caridad». Éste es el fin al que tendemos en la santa


confesión. La purificación del pecado es tan sólo camino y paso al amor
perfecto.
Mediante el amor conocemos de nuevo qué daños causa en el alma el pecado
venial. Éste debilita el celo del amor, aquel sentimiento fuerte y generoso que
está dispuesto a darlo y ofrecerlo todo a Dios. La llama, la fuerza del amor, no
puede desplegarse. Al contrario, es rechazada, y en su tendencia a Dios es
detenida y obstaculizada: un daño inmenso no sólo para nosotros mismos, sino
al mismo tiempo para la comunidad, para la Iglesia, y sobre todo para la gloria
de Dios. ¿De qué manera eliminaremos el pecado venial? Precisamente yendo
hacia el amor con toda nuestra voluntad y creciendo en el amor.

Oración

Señor mío, Jesucristo, que dijiste: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad
y os abrirán», te rogamos nos des el fuego de tu divino amor, para que te
amemos con todo nuestro corazón en palabras y obras, y jamás cesemos en tu
alabanza. Amén.
23. El amor a Cristo

«Por todos ha muerto Él, para que los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que para todos
murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).

1. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda
tu mente. Éste es el primero y más importante mandamiento» (Mt 22, 37). Amar
a Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por amor, Dios Padre nos ha
enviado a su Hijo unigénito. Agradecidos confesamos «al único Señor
Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Él nació del Padre antes de todo tiempo,
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de verdadero Dios, engendrado, no
creado, una sola naturaleza con el Padre». Por eso a Él, Hijo de Dios, le
corresponde nuestro amor entero e indiviso que tenemos a Dios. Aun respecto a
Él, nos obliga el gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios». Todo el amor
de gratitud, de complacencia, de benevolencia, de conformidad con la voluntad
de Dios y de amistad, lo consagramos también a Él, al Hijo de Dios hecho
hombre, como lo consagramos al Padre y al Espíritu Santo: amor de todo
corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; un amor con el que al Hijo de
Dios le amamos sobre todas las cosas y más que todas las cosas, y amamos
todas las cosas por Él; un amor ardiente, que para el amado lo arriesga todo, lo
pone todo y lo sacrifica todo.

2. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo y
tomó carne [la naturaleza humana] y se hizo hombre». Tenía la naturaleza de
Dios; es Dios, verdadero Dios. «Se anonadó a sí mismo, tomó figura
[naturaleza] de esclavo, se hizo semejante a los hombres y en su exterior fue
como hombre. Se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta
la muerte de cruz» (Phil 2, 6-8). Recordemos: Belén, el pesebre, el establo, la
pobreza; la huida a Egipto; la vida oculta en Nazaret, en oración, trabajo y
obediencia a María y José; la vida pública con sus dificultades, renuncias y
privaciones; es odiado, blasfemado y calumniado. ¿Qué nos dicen el huerto de
los Olivos, la columna de la flagelación, la sala del tribunal de los judíos y de
Pilato; la coronación de espinas, el camino de la cruz hacia el Gólgota, la cruz
en que se desangra... todo, todo por amor a nosotros los hombres, y a mí
personalmente? «Él me ha amado y se ha sacrificado por mí» (Gal 2, 20). A mí,
a mí me tenía claramente ante sus ojos; en mí pensaba Él en Belén, en Nazaret,
en el huerto de los Olivos, en el Gólgota. ¡Qué amor! ¿Y no he de regalarle mi
amor entero, un amor ardiente, fuerte, entusiasmado y agradecido? «Para que
los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que murió por ellos».

Y no se contentó con eso. Subió al cielo, al Padre, pero no puede


abandonarnos. Y por eso quiere estar cerca de nosotros y se nos da en una
nueva forma y existencia, en el santísimo sacramento de la Eucaristía, el
sacramento del amor. «Como amaba a los suyos, los amó hasta el fin» (Ioh 13,
1) y les dio la más alta prueba de su amor. «Dios con nosotros». No puede estar
sin nosotros. Así, pues, vive Él adorando por nosotros, en lugar nuestro,
alabando al Padre, agradeciéndole, dándole satisfacción, rogándole por
nosotros, sus hermanos, en medio de nosotros día y noche, siempre pensando
en nosotros, en mí, siempre preocupado por nosotros, con amor. Día por día
hace sacrificio de sí mismo por nosotros al Padre, como ofrenda de alabanza, de
agradecimiento, de expiación; y nos incluye en su sacrificio, para que con Él y
por medio de Él roguemos y adoremos perfectamente al Padre como verdaderos
adoradores que adoran al Padre en espíritu y en verdad, pues «semejantes
adoradores busca el Padre» (Ioh 4, 23); para que nosotros, mediante la
participación en el santísimo sacrificio de la Eucaristía, nos hagamos
participantes de los frutos y gracias del sacrificio de la cruz. Por siete canales
nos llegan desde el altar estas gracias: sobre todo por la santa comunión, en la
que Él con un amor sin igual se convierte en alimento de nuestra alma, alimento
que nos trasforma en Él, que nos llena y da vida con su espíritu y con su vida.
Ahí descansa Él en nuestro interior, corazón junto a corazón, y nos hace gustar
la plenitud y dulzura de su amor. ¡Qué amor! ¿Y no he de corresponder yo a
ese amor con el más tierno e íntimo amor? ¿Y su amor en los sacramentos del
santo bautismo, de la santa confirmación, de la penitencia, de la extremaunción?
Efectivamente, «Él me ha amado y se ha sacrificado a sí mismo por mí» (Gal 2,
20). ¿Y no he de amarle?

Amor de gratitud. Y amor de conformidad con su voluntad. Él se ha hecho para


nosotros «el camino, la verdad y la vida» (Ioh 14, 6). Él nos precede en el
camino por donde nosotros debemos ir. Él nos manifiesta su voluntad en sus
admoniciones, indicaciones y preceptos: «Bienaventurados los pobres de
espíritu, los que lloran, los mansos de corazón, los limpios de corazón, los
compasivos». Son tantas bienaventuranzas como normas, por no decir
preceptos para nosotros. Él nos enseña a orar: «Padre nuestro, santificado sea tu
nombre, hágase tu voluntad, perdónanos nuestras deudas así como nosotros
perdonamos a nuestros deudores» (Mt 5, 3 s; 6, 9 ss). «Sed perfectos como
vuestro Padre celestial es perfecto: Él hace salir su sol sobre los buenos y sobre
los malos y envía la lluvia a los justos y a los injustos. Así, pues, amad a
vuestros enemigos, haced bien a los que os odian, y rogad por los que os
persiguen: de esta manera seréis hijos de vuestro Padre» (Mt 5, 43 ss). Una cosa
sobre todo desea ardientemente: que nos amemos los unos a los otros como Él
nos ama, y que seamos uno en el amor (Ioh 13, 34; 15, 17; 17, 21). Él nos
ruega, Él nos manda: «Permaneced en mi amor». «Si vosotros guardáis mis
mandamientos, entonces permaneceréis en mi amor, así como yo guardo los
mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor» (Ioh 15, 10). Amor de
conformidad con su voluntad, con todo lo que Él nos recomienda, lo que de
nosotros desea, lo que nos manda. Éste es el amor de acción, amor genuino,
verdadero, activo, a Jesús.

Amor de conformidad con su santa voluntad. Ésta nos la manifiesta en su vida


y en sus obras, tal como nos las describen los santos Evangelios, en los
inagotables misterios, como nos los presenta ante nuestra vista año por año la
santa liturgia, para que ahondemos en ellos y conozcamos lo que de nosotros
desea. «Aprended de mí» (Mt 11, 29). «Ejemplo os he dado para que vosotros
también obréis así» (Ioh 14, 6). «El que quiera seguirme, niéguese a sí mismo,
tome su cruz sobre sí y sígame» (Mt 16, 24). Él va delante de nosotros y nos
llama diciendo: «Ven, sígueme» (Mt 19, 21). Y nosotros le seguimos con amor
confiado, abnegado, dispuesto al sacrificio, con un amor que busca hacerse
completamente semejante a Él, en su actitud interior y su sentimiento respecto
del Padre, respecto del prójimo, respecto de nosotros mismos, respecto de la
vida; en la acción externa y en el sentimiento. Así convivimos nosotros, con
amor gozoso, su vida y la vida de ascetismo voluntaria, de renunciamiento y de
pobreza; la vida de humildad, de obediencia, de pureza, de alejamiento de lo
opuesto a la voluntad de Dios; la vida de adoración a Dios, de tranquila
soledad, de silencio, de oración, de trabajo y de sufrimiento en todas sus
formas. Por este amor ante todo es por lo que luchamos para que nuestro
querer, nuestro orar y nuestra vida entera se asemejen a su santa voluntad, a su
palabra y a su ejemplo. Éste es el genuino y verdadero amor a Jesús.

Amor de complacencia. ¡Cómo nos alegramos por toda la grandeza y gloria que
el Padre dio al Hijo de Dios hecho hombre en su entrada en la existencia terrena
como herencia! ¡Cómo nos alegramos por la plenitud de la verdad y de la gracia
que el Padre difundió sobre la naturaleza humana de Cristo; por la plenitud de
la virtud que a Él sobre todos la distingue; por el poder que el Padre ha
comunicado al Hijo hecho hombre; por cuanto le recibió en el Cielo y le hizo
Señor y Rey del universo! «Tú solo eres el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el
Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria del Padre». ¿Y no ha de
ser Él toda nuestra delicia? Cuando contemplamos su santísimo corazón y, por
ejemplo, consideramos la letanía del Sagrado Corazón o la letanía del Santísimo
Nombre de Jesús y todas esas grandezas, ¿podremos dejar de alegrarnos y
felicitarle con el más ardiente amor de complacencia?

Nuestro amor de complacencia, con respecto al Señor, humillado, odiado y


rechazado por tantos, se convierte en amor de compasión. Ese amor contempla
amorosamente la Pasión del Señor tal como nos la describen los santos
Evangelios; acompaña al Señor en todos los momentos, en todas las estaciones
de su doloroso Vía Crucis; se coloca junto a María y Juan, bajo la cruz, y va
penetrando cada vez más profundamente en el misterio del amor y de los
sufrimientos de Jesús. Convive sus ofensas, su deshonor, sus tormentos, su
muerte. Con profundo dolor ve cómo aun hoy mismo el Señor es expulsado y
rechazado por la humanidad, y condenado como impostor, en su persona, en su
Iglesia, en sus sacerdotes, en sus fieles. El amor de compasión impulsa al alma a
que, en la medida de sus fuerzas, pida perdón al Señor y le ofrezca expiación, a
que con tanto mayor fidelidad y abnegación le consuele, como el ángel que
bajó del cielo consoló al Señor en su aflicción en el huerto de los Olivos. El
amor de compasión hace fuerte al alma para los mayores sacrificios y renuncias,
para la generosa participación en los dolores del Amado, para de esta manera
alegrarle, de modo que al mismo tiempo sienta menos el mal con que le
zahieren los hombres. ¡Cuán fructuoso, cuán precioso es este amor de
compasión: un amor como el que le ofreció María cuando le siguió en el
camino de la cruz!

El amor de benevolencia. ¿Qué es lo que le deseamos nosotros a Él, el Amado


de nuestro corazón? Que Él sea reconocido, sea amado en su Persona, en su
Evangelio, en sus misterios, en su Iglesia, en sus hermanos y hermanas. «El
amor a Cristo nos apremia». Nos hacemos apóstoles de la oración, y día y
noche elevamos nuestras manos para implorar bendición y gracias sobre la
santa Iglesia, sobre el Santo Padre de Roma, sobre los obispos, sobre los
sacerdotes, sobre todos los cristianos. Ardemos en santo celo por las almas, que
el Señor con su sangre ha redimido, de manera que sean arrancadas de las
garras de Satanás y de la cadena del mundo, de manera que encuentren el
camino que conduce a Cristo y, mediante Él, el camino que va al Padre. «El
amor a Cristo nos apremia a fin de que nosotros mismos vivamos cada vez más
puros para Él, que por nosotros murió y resucitó: a fin de que le honremos con
nuestro obrar, con nuestra vida, para que le representemos dignamente a Él y a
su espíritu ante el mundo, en nuestra familia, en nuestra profesión, para que en
todas partes seamos un testimonio viviente a favor de Cristo mediante una vida
verdaderamente cristiana, conforme con Cristo, en la imitación de Cristo, del
Señor, pobre, humillado, obediente y crucificado.

3. A eso aspiramos con la confesión frecuente, a llegar a aquella pureza de


espíritu y corazón que nos hace libres para el amor a Cristo, amor ardiente y
dispuesto al sacrificio, de manera que con el Apóstol podamos decir: «Las
cosas que en otro tiempo me eran ganancias, ésas por amor de Cristo las reputé
quiebra. Y más todavía todas las cosas estimo ser quiebra, porque el
conocimiento de mi señor Jesucristo, por quien de todas las cosas hice renuncia,
está elevado sobre todo. Sí, las reputo basura para ganar a Cristo y para ser
hallado justificado ante Él. Quisiera conocerle a Él y el poder de su resurrección
y la comunión en sus dolores, y quiero asemejarme a Él en la muerte con el
pensamiento de que llegaré a la resurrección de los muertos» (Phil 3, 7-11).

Aquí, en la tierra, amar es padecer. El verdadero amor a Dios y a Cristo es


engendrado en la cruz y sólo bajo la cruz criado y llevado a la perfección. El
que no quiere sufrir, no ama. El amor impulsa al sufrimiento porque en el
sufrimiento puede poner de manifiesto toda su fuerza. Y el amor necesita
manifestarse por necesidad interior. Ante todo, es el amor al Salvador el que
impulsa al sufrimiento, ya que Él es el amor crucificado; la meditación de su
Pasión despierta infaliblemente en un corazón amante el pensamiento de dolor y
de expiación.

Oración

«Concédeme Tú, dulcísimo y amantísimo Jesús, que descanse en Ti sobre todas


las cosas criadas; sobre toda salud y hermosura; sobre toda gloria y honra; sobre
todo poder y dignidad; sobre toda ciencia y sutileza; sobre todas las riquezas y
artes; sobre toda alegría y gozo; sobre toda fama y alabanza; sobre toda
suavidad y consolación; sobre toda esperanza y promesa; sobre todo
merecimiento y deseo; sobre todos los dones y regalos que puedes dar y enviar;
sobre todo gozo y dulzura que el alma puede recibir y sentir, y, en fin, sobre
todos los ángeles y arcángeles, y sobre todo el ejército celestial; sobre todo lo
visible e invisible; y sobre todo lo que no eres Tú, Dios mío. Porque Tú, Señor,
Dios mío, eres bueno sobre todo; Tú solo altísimo; Tú solo potentísimo; Tú solo
suficientísimo y llenísimo; Tú solo suavísimo y agradabilísimo; Tú solo
hermosísimo y amantísimo; Tú solo nobilísimo y gloriosísimo sobre todas las
cosas, en quien están, estuvieron y estarán todos los bienes junta y
perfectamente.

»¡Oh esposo mío amantísimo Jesucristo, amador purísimo, Señor de todas las
criaturas! ¿Quién me dará alas de verdadera libertad para volar y descansar en
Ti? ¿Cuándo me recogeré del todo en Ti, que ni me sienta a mí por tu amor,
sino sólo a Ti sobre todo sentido y modo, y de un modo no manifiesto a todos?
Ven, ven, pues sin Ti ningún día ni hora será alegre; porque Tú eres mi gozo.
Miserable soy, y como encarcelado y preso con grillos, hasta que Tú me recrees
con la luz de tu presencia y me pongas en libertad y muestres tu amable rostro»
(KEMPIS, Imitación de Cristo, 3, 21).
24. El amor del cristiano al prójimo

«Un nuevo mandamiento os doy, y es que os améis unos a otros; y del modo que yo os he amado a
vosotros así también os améis recíprocamente» (Ioh 13, 34).

1. «Como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el
fin. Y así, acabada la cena... se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, y
habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo, y se
pone a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla que se había
ceñido» (Ioh 13, 1-5). He aquí un acto de amor humilde y servicial del Señor a
sus discípulos. Y un segundo acto de amor: En la misma noche, «habiendo
tomado pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo, que
se da por vosotros: haced esto en memoria mía. Y asimismo tomó el cáliz y
dijo: éste es el cáliz, el nuevo testamento de mi sangre, que por vosotros se
derrama» (Lc 22, 19-20). ¿Pudo darnos más que lo que nos dio en la institución
de la santísima Eucaristía, en el sacrificio de la santa Misa y en la sagrada
comunión? ¡Verdaderamente, un amor sin límites! Lo sella al día siguiente, el
Viernes Santo: «Mayor muestra de amor nadie puede dar que el sacrificar su
vida por sus amigos» (Ioh 15, 13). Con este ánimo va el Señor al huerto de los
Olivos, se deja atar por sus enemigos, se deja juzgar y azotar de la manera más
ignominiosa. Se deja coronar de espinas y clavar en la cruz. Por amor a
nosotros, para expiar nuestras culpas y para conciliarnos la gracia del Padre,
para que Él nos acepte como sus hijos queridos y nos dé la felicidad de su
amor.

Cuando se acerca la hora de la despedida deja a los suyos con el maravilloso


testamento de su carne y de su sangre, el legado de su corazón: «Nuevo
mandamiento os doy: amaos los unos a los otros como Yo os he amado». El
amor de Jesús a nosotros debe ser la medida para el amor que nosotros debemos
tenernos. Y ¿cómo nos ha amado Él? «Como mi Padre me ha amado, así
también os he amado Yo a vosotros» (Ioh 15, 9). ¿Puede haber un amor más
noble y sublime que el amor con que el eterno Padre ama a su Hijo? Con un
amor igualmente noble y sublime nos ama Jesús y nos da su mandamiento: que
nos amemos los unos a los otros con aquel amor con que Él nos ama.

Luego da Jesús un distintivo característico con que se reconocerá a los suyos.


No es, por ejemplo, el consuelo sencillo o un fuego arrebatador en la oración;
no es alguna acción extraordinaria, ni un estado extraordinario del alma; no son
tampoco los milagros; no son dones extraordinarios de gracia, ni sentimientos ni
ideas; es el amor al prójimo. «En esto conocerán todos que sois discípulos míos,
en que os tengáis amor unos a otros» (Ioh 13, 35). Éste es el gran mandamiento:
«Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón. Éste es el primero y mayor
mandamiento. Pero el otro es semejante a éste: Amarás al prójimo como a ti
mismo» (Mt 22, 37-39).

2. El amor al prójimo, en sentir de Cristo y del cristiano, no es un amor


meramente natural que ama al prójimo a causa de sus prendas naturales, por
ejemplo, una persona noble, o atractiva, o simpática, etc. Eso sería un amor al
prójimo por el hombre que encontramos en él. Puede ser este amor noble, muy
noble, pero no es el amor cristiano. Éste es un amor sobrenatural con el que en
el prójimo amamos a Dios. Amamos al prójimo por Dios y con el mismo amor
con que amamos a Dios y a Cristo. El verdadero y cristiano amor al prójimo es
amor a Dios. Amamos en el prójimo a Dios, la criatura de Dios, los dones y la
gracia de Dios, al Hijo de Dios, al hermano y hermana de Cristo, a un miembro
de Cristo, es decir, a Cristo mismo. «Lo que habéis hecho con el más pequeño
de mis hermanos, lo habéis hecho conmigo». «Estuve hambriento y me disteis
de comer. Estuve sediento y me disteis de beber... En verdad os digo: lo que
hicisteis al menor de mis hermanos, eso me lo habéis hecho a mí» (Mt 25, 34
ss). Llega Saulo a las cercanías de Damasco. De las autoridades de Jerusalén
había recibido el permiso necesario para poder llevar presos a Jerusalén a los
discípulos de Cristo de quienes pudiera apoderarse. Cuando llega a Damasco,
de repente le envuelve con sus rayos una luz del cielo. Saulo cae derribado en
tierra y percibe una voz que le grita: «Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?».
–«¿Quién eres Tú, Señor?», pregunta él. –«Yo soy Cristo, a quien tu persigues»
(Act 9, 2-5).
El amor cristiano al prójimo brota de la fe sobrenatural, que ve en el hombre
algo más que sólo el hombre de carne y sangre. Si no hay fe sobrenatural no
hay verdadero amor cristiano; si hay poca fe, habrá necesariamente poco amor
cristiano. El amor cristiano al prójimo no es en el fondo otra cosa que la
extensión del amor de Dios al prójimo. La razón determinante, el verdadero
motivo de nuestro amor al prójimo es Dios mismo. Nuestro amor sobrenatural
se aplica en primer término a Dios, y en segundo lugar al prójimo. Pero es un
solo y mismo amor sobrenatural. Por eso nuestro amor a Dios es exactamente
tan profundo, tan amplio y tan poderoso como es nuestro amor al prójimo. «Si
alguien dice: amo a Dios, y odia a su hermano, ése es un embustero. Porque
quien no ama al hermano suyo, a quien ve, ¿cómo puede amar a Dios, a quien
no ve? Y de Dios tenemos este mandamiento: Que quien ama a Dios ame
también a su hermano» (1 Ioh 4, 20-21). Así, pues, el amor al prójimo está
íntimamente unido con el amor a Dios, y el precepto del amor al prójimo con el
precepto del amor a Dios. Y lo está de manera que el apóstol San Juan, a la
virtud del amor al prójimo, atribuye los mismos efectos que al amor a Dios.
«Sabemos que hemos pasado de la muerte [del pecado] a la vida [de la gracia,
de la filiación divina] porque amamos a nuestros hermanos: Quien no ama,
continúa en la muerte [del pecado]» (1 Ioh 3, 14). Y San Pablo se refiere al
amor a Dios y al prójimo cuando entona el himno del amor: «Si hablare las
lenguas de los hombres y de los ángeles, pero no tuviere caridad, me habré
hecho bronce que resuena, o címbalo que clamorea. Y si tuviere el don de
profecía, y supiere todos los misterios y toda la ciencia..., no sería nada» (1 Cor
13, 1 ss). El amor a Dios y al prójimo son un solo y mismo amor.

El amor cristiano al prójimo es un amor de complacencia en todos los dones y


bienes naturales y sobrenaturales que la gracia de Dios ha obrado y obra en el
prójimo. Por ello nos alegramos y felicitamos al prójimo por estas muestras del
amor de Dios para con él. Ese amor es en gran parte amor de compasión y de
participación amorosa en sus debilidades y en sus faltas; una compasión sincera
del prójimo por el pecado en que está envuelto, por la desgraciada eternidad
que le espera si no se convierte.

El amor cristiano del prójimo es amor de benevolencia para con el prójimo: en


primer lugar, le deseamos lo que conviene a su vida sobrenatural: gracia de
Dios, perdón del pecado, las gracias que necesita, las inspiraciones e
iluminaciones sobrenaturales, fuerza para el bien, la gracia de la perseverancia y
la bienaventuranza eterna; en segundo lugar, le deseamos todos aquellos bienes
y valores temporales que en la consecución de su eterna felicidad ayudan y
hacen progresar. El amor cristiano al prójimo es un amor de acción, un amor
activo que se esfuerza sinceramente por no perjudicar en manera alguna,
interior o exteriormente, en palabras ni obras, al amor. Un amor de acción que
hace todo lo que está en sus fuerzas y lo que las circunstancias del momento le
permiten, para mostrar positivamente su amor al prójimo. San Pío X dice con
razón: «Para que Cristo se forme en todos, hay que insistir en que nada hay más
eficaz que el amor». El amor abre los corazones y da poder sobre ellos. Ningún
otro lenguaje comprende mejor el corazón del hombre que el lenguaje del amor.
De ninguna manera podemos conquistar mejor al prójimo para Cristo y para
Dios, que con un amor sincero y práctico.

3. ¿En qué podemos conocer sin mucho esfuerzo y con gran seguridad si
hacemos provechosamente la santa confesión? En que cada vez nos interese
más cumplir el santo mandamiento del amor al prójimo. Practicar la confesión
frecuente y fallar en el amor al prójimo, seguir descuidados, sin celo
sobrenatural por la salvación de las almas; practicar la confesión frecuente y
obrar inconscientemente, hablar contra el amor, ser impacientes, duros, faltos de
amor al prójimo... ésas son cosas inconciliables.

Por aquí tenemos que empezar, a fin de comprender y vivir el precepto del
amor a Dios y al prójimo, incluso hasta amar al enemigo. Así podemos
comprobar el estado de nuestra vida interior, nuestro amor a Dios y a Cristo,
nuestra sincera voluntad de amar, en noble lucha por el amor. Faltas de flaqueza
habrá también en este terreno; pero no cesaremos en nuestro esfuerzo por seguir
adelante y alcanzar el dominio de toda clase de debilidades humanas anejas a
nuestra naturaleza. Pero, de manera especial, tenemos que poner nuestro
empeño en no cometer jamás y por ningún precio una falta consciente y
deliberada contra el amor. En el examen de conciencia para la santa confesión,
lo mismo que en el de cada noche, dedicaremos especial atención a nuestros
esfuerzos por sentir y practicar el amor cristiano al prójimo. También nuestro
propósito tiene que encaminarse en gran parte a que demos amor, suframos con
amor y perdonemos con amor. «El amor sea sin fingimiento. Tened horror al
mal y aplicaos perennemente al bien; amándoos recíprocamente con ternura y
caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y
de deferencia. No seáis flojos en cumplir vuestro deber. Sed fervorosos de
espíritu, acordándoos que es al Señor a quien servís. Alegraos con la esperanza
del premio. Sed sufridos en la tribulación; en la oración continuos; caritativos
para aliviar las necesidades de los santos o fieles; prontos a ejercer la
hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecidlos y no los maldigáis.
Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran. Estad siempre
unidos en unos mismos sentimientos y deseos. No blasonando de cosas altas,
sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros dentro de
vosotros mismos por sabios o prudentes. A nadie volváis mal por mal;
procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos
los hombres. Vivid en paz, si ser puede, y cuanto esté de vuestra parte, con
todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, queridos míos, sino dad
lugar a que se pase la cólera, pues está escrito: A mí toca la venganza; yo haré
justicia, dice el Señor. Antes bien, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer;
si tiene sed, dale de beber; que con hacer eso amontonarás ascuas encendidas
sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal o del deseo de venganza, más
procura vencer al mal con el bien o a fuerza de beneficios» (Rom 12, 9 ss).

«La caridad es paciente, es benigna: la caridad no tiene envidia, no se


vanagloria, no se ensoberbece; no es ambiciosa, no busca su propio interés, no
se irrita, no piensa mal. No se huelga en la injusticia, antes se complace en la
verdad [= justicia]; a todo se acomoda, todo lo cree, todo lo espera, todo lo
aguanta» (1 Cor 13, 4-7). Preciosas indicaciones para el examen de conciencia
y para el propósito. Y cuando hemos pecado conscientemente contra la caridad
o la hemos practicado demasiado poco, entonces se produce un serio y hondo
arrepentimiento, que se apodera de la voluntad entera y la fortalece
interiormente, de manera que hace de nuestra vida una vida de amor.

Cuando hacemos la santa confesión con esta seriedad, podemos estar


convencidos de que ella resulta fructuosa y bendecida por el Señor.

Oración
Señor, que la gracia del Espíritu Santo ilumine nuestros corazones y los
refrigere abundantemente mediante las delicias de la caridad perfecta.

¡Oh Dios, amigo y guardián de la paz y de la caridad, da a todos nuestros


enemigos verdadera paz y verdadera caridad! ¡Asegúrales el perdón de todos
los pecados y condúcelos a la vida eterna! Amén.
25. Nuestra vida de oración

Otro fruto característico de la confesión frecuente tiene que ser una vida honda
de oración constante.

1. Es algo conmovedor la oración del sumo sacerdote Cristo en el santísimo


sacramento del altar, en el tabernáculo. En él ora, ama, agradece, alaba, suplica
y expía sin interrupción, sin cansancio, día y noche. Eleva una oración tan pura,
tan santa, tan íntima, tan infinitamente valiosa, que el ojo del Padre se posa con
infinita complacencia sobre este suplicante y acepta esta oración con divina
complacencia.

Nuestra oración queda a menudo interrumpida por el trabajo, por la


conversación, por las distracciones y necesidades de la vida cotidiana. Es una
oración a menudo fría, sin fervor, sin atención y sin temor, precipitada y
superficial. Sentimos la diferencia entre la oración de Jesús y la nuestra, y por
eso, desde lo profundo de nuestra miseria, elevamos nuestra humilde súplica al
Salvador: «Señor, enséñanos a orar» (Lc 11, 1).

¿Quién deberá tener estas súplicas más íntimamente en el corazón y en los


labios, que el que va con frecuencia a la santa confesión y aspira seriamente a la
perfección? ¿Y quién podrá disfrutar más de la gracia de la oración, que el que
pone todo su celo en libertarse de toda falta consciente, de las imperfecciones y
de todas las aficiones desordenadas a cosas, hombres y, sobre todo, a sí mismo?
Eso es lo que queremos en la confesión frecuente. Y ¿en qué deberán mostrarse
la eficacia y la fecundidad de la santa confesión y comunión frecuente más que
en una sana y perfecta vida de oración?

La confesión frecuente, bien hecha, forma necesariamente almas que saben


orar, hombres cristianos que con aplicación y gusto se elevan a Dios y a Cristo
sin interrupción; que con Dios y con Cristo viven una vida continua de
adoración, de alabanza, de agradecimiento, de súplica y de expiación. Ellos
realizan la palabra del Salvador: «que en todo tiempo hay que orar y no
desfallecer» (Lc 18, 1).

Esta vida de oración es una característica distintiva del hombre nuevo,


sobrenatural, transformado en Dios. Él vive en otro mundo completamente
diferente que las personas que no oran. Su ambiente no es el mismo que el de
los demás. A sus pensamientos y a las aspiraciones de su alma entera les da una
dirección completamente distinta. No tiene ni los mismos intereses, ni las
mismas intenciones que otros hombres. Cuando algo emprende, obra de otra
manera que el hombre que no ora. Sus ideas acerca del mundo y de la vida son
claras y definidas, pero se diferencian en mucho de las de los demás. Los
fenómenos y acontecimientos de este mundo le producen menor impresión que
a los otros, de manera que se le considera frío, insensible e impasible. Una
serenidad clara y segura le diferencia de los otros que no conocen otra cosa que
la constante lucha por el éxito y el progreso en el sentido del mundo.

2. ¿En qué consiste la vida de oración, la oración constante? No consiste en un


sinnúmero de oraciones vocales, ni en la oración interior ininterrumpida, ni en
el incesante pensamiento puesto en Dios y en las cosas divinas, ni en la
atención continua del espíritu a Dios, presente en nosotros y alrededor de
nosotros. No consiste en un número definido de actos, de prácticas y
jaculatorias; consiste más propiamente en una actitud permanente y en una
dirección de la voluntad por la cual todo lo que hacemos y padecemos se
convierte en oración continua.

Nuestra vida será una oración continua cuando se haya convertido en


costumbre y en una segunda naturaleza la disposición constante de amor a
Dios, de confianza en Dios, de sumisión a su santa voluntad en todas las cosas
y sucesos. Uno está firme, resuelto a no hacer conscientemente nada que
desagrade a Dios, al Salvador. Uno tiene la aspiración de vivir en la
conformidad más completa con la voluntad de Dios, en agradar en todo a Dios
y al Salvador, en no negar jamás nada a Dios y al Salvador, y en recibirlo todo
de la mano de Dios tal como Él lo da y lo quita: trabajo, deber, sacrificio,
padecimientos, circunstancias, disposiciones, alegrías. No siempre piensa uno
en Dios, pero jamás se detiene voluntariamente en un pensamiento inútil y
menos en un pensamiento malo. No practica constantemente actos de
adoración, no recita constantemente oraciones; el espíritu está en el trabajo, en
el deber, pero el corazón y la voluntad están siempre vueltos hacia Dios, atentos
a Dios, dispuestos a hacer su voluntad y a someterse en todo a ella. El hombre
vive en un olvido completo de sí mismo y todos sus deseos e inclinaciones los
tiene orientados hacia Dios.

La oración es disposición del espíritu, orientación de la voluntad, unión de ésta


con Dios y con Cristo, caridad, abnegación, obediencia, paciencia silenciosa,
buena opinión y santo celo. Mediante la meditación diaria se alimenta, se
manifiesta en todo el modo de obrar, en pensamientos y juicios, en el odio
contra el mal, en el interés por Dios y por Cristo, en la oración vocal y las
jaculatorias a menudo repetidas, que como llamas, casi naturalmente y, por
decirlo así, por sí mismas, brotan del ascua de la oración y del amor a Dios que
arde en lo más profundo del corazón.

3. Una tal oración «continua», una tal disposición honda e íntima de la voluntad
y de la oración, una tal prontitud y decisión santas de estar enteramente unido
con la voluntad de Dios y entregarse a Él, tienen que ser el fruto de la frecuente
confesión. La oración pura es una fuerza santificadora y transformadora del
hombre en su interior y en su exterior. Cuando nuestra oración no nos hace
diariamente más entregados a la voluntad de Dios, ni más despegados de la
propia voluntad, más sumisos y pacientes, cuando no nos hace siempre más
obedientes, más humildes, más amorosos, más sufridos y perdonadores, más
bondadosos y benévolos para con los otros, entonces la confesión no es buena
y pura. La verdadera oración produce una voluntad sincera y pronta para referir
toda obra diaria, todas las circunstancias, sucesos y acontecimientos, fracasos,
padecimientos y esfuerzos a Dios y a Cristo, y hacerlo y aceptarlo todo con
sumisión a Dios y en unión con el sentimiento y la oración del sacratísimo
corazón de Jesús. He aquí el precioso fruto de la confesión frecuente, en la que
el alma se hace cada día más pura y libre, mas unida con Dios y más
transformada en el espíritu de Cristo.

Oración
Señor, enséñanos a orar. Amén.
26. La Santa Comunión frecuente

«Yo soy el pan de vida. Quien come de este pan, vivirá eternamente. En verdad, en verdad os digo: si no
comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (1 Ioh 6,
48, 52, 54).

1. Nosotros buscamos la vida, la verdadera vida, la vida eucarística, y la


encontramos en la sagrada comunión. En los otros sacramentos de la Nueva
Alianza tan sólo actúa una fuerza que procede de Cristo, pero Cristo no está
presente en ellos personalmente con su divinidad y humanidad, con su alma y
su cuerpo. Otra cosa sucede con el santo sacramento de la Eucaristía, con la
sagrada comunión. Aquí, sólo aquí está personalmente presente, bajo la clara
figura de pan, el autor primero y fuente de todas las gracias, de toda la vida
sobrenatural, presente no sólo con su divinidad, sino al mismo tiempo con su
humanidad, con su cuerpo y su alma. ¿Para qué? Para dársenos como alimento.
«Mi carne, verdaderamente, es comida» (Ioh 6, 55). El alimento conserva la
vida, la fortalece, restaura las fuerzas perdidas y da alegría y goce. Algo
semejante produce el disfrute de esta comida sobrenatural. Ella nos conserva la
vida sobrenatural; nos fortalece para que podamos resistir a las diferentes
influencias perniciosas, a las tentaciones y a la lucha contra los enemigos de
nuestra alma. También eleva nuestra vida sobrenatural. Es verdad que ya la
poseemos, pero tiene que crecer y llegar a la cumbre de la vida cristiana. Para
ello necesitamos del alimento de la sagrada comunión. Nos trae la restauración
de lo que hemos gastado en la vida cotidiana en empuje espiritual, en amor, en
fervor y celo, a causa de la codicia de los pecados y faltas diarias. Finalmente,
la sagrada comunión produce alegría espiritual sobrenatural, es decir, una
actitud elevada del alma que nos facilita la lucha, acrecienta nuestro valor y nos
hace fuertes para los sacrificios que exige la vida de una verdadera imitación de
Cristo.

La sagrada Eucaristía es el sacramento de la unión. Comunión significa eso:


unión, hacerse uno. En la recepción de la sagrada comunión se verifica una
unión maravillosa, sobrenatural, entre el Señor, que se nos da en alimento, y
nuestra alma. La comunión es una íntima unión, un hacerse el Señor uno con
nosotros, una unión que nos compenetra y santifica. El Señor quiere hacerse
con nosotros, por decirlo así, un solo corazón y una sola alma. Su espíritu
penetra con su luz de la fe y hace que todas las cosas de la vida las veamos en
la caridad de Dios; palpamos como con las manos la vanidad de todo lo que no
es Dios, ni para Dios, ni conduce a Dios; sólo una cosa resulta para nosotros
grande y de importancia: lo divino, lo eterno. La voluntad de Cristo, más fuerte,
más noble, más santa, se une a nuestra voluntad, y la cura de su debilidad, de su
inconstancia y de su egoísmo; nos comunica su fuerza divina, de suerte que,
llenos de valor, podemos decir con San Pablo: «Todo lo puedo en Aquél que
me conforta» (Phil 4, 13); la fuerza de Cristo nos sostiene. En virtud de su
fuerza, nos sentimos suficientemente robustos para hacer y sacrificar lo que
Dios quiere de nosotros, El corazón de Cristo, el corazón lleno de amor ardiente
a Dios y al prójimo, su corazón, plenitud de toda virtud y santidad, se une al
nuestro para inflamarlo de su alma. Entonces nos sentimos penetrados de fuerza
para el bien, y en nosotros vive una resolución duradera, inquebrantable, de
hacerlo todo para Dios, sufrirlo todo y no negar a Dios nada.

Esto es la sagrada comunión; ella nos transforma. Poco a poco, van cambiando
nuestros pensamientos, nuestras ideas, nuestras normas de obrar: recogemos en
nuestro espíritu los pensamientos, juicios y normas fundamentales de Jesús.
Asimismo se transforman nuestro querer y nuestros deseos: queremos,
ansiamos, aspiramos a lo que Cristo quiere y desea. Nuestro corazón se despoja
del amor propio desordenado, de sus inclinaciones y apegos meramente
naturales; nuestro amor se vuelve cada vez más y más a Dios. En nosotros vive
y actúa el Espíritu de Cristo. Decimos, con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino
más bien es Cristo el que vive en mí» (Gal 2, 20).

Entonces experimentamos lo que el Señor ha prometido: «El que come mi


carne y bebe mi sangre, ése permanece en Mí y Yo en él» (Ioh 6, 56), no en el
sentido de que Cristo, hasta con su humanidad, con su cuerpo y alma, habite
siempre en nosotros, mientras vivamos en estado de gracia, sino más bien que
Cristo, según su humanidad, por virtud de la unión eucarística en la santa
comunión, permanece unido con nuestra alma de una manera especial: el
espíritu de Cristo, el Espíritu Santo, que vive en el alma de Cristo, vive también
en nosotros y moldea en nosotros los sentimientos de Cristo; y esto en virtud de
la unión especial, del «parentesco de sangre» que Él, mediante la sagrada
comunión, ha contraído con nosotros. «Cristo está en nosotros por su Espíritu,
el cual nos comunica, y por el que de tal suerte obra en nosotros, que todas las
cosas divinas llevadas a cabo por el Espíritu Santo en las almas se han de decir
también realizadas por Cristo». «El sacramento de la Eucaristía... nos da al
mismo Autor de la gracia sobrenatural para que tomemos de Él aquel espíritu de
caridad que nos haga vivir no ya nuestra vida, sino la de Cristo, y amar el
mismo Redentor en todos los miembros de su cuerpo social» (Pío XII, encíclica
Mystici corporis, de 29-6-1943).

2. El 20 de diciembre de 1905 publicó San Pío X su célebre decreto sobre la


comunión. En él enumera las condiciones que son necesarias para recibir la
comunión frecuente y diaria.

Siempre impera el principio fundamental: «Lo santo para los santos»; sólo con
una buena preparación logrará su provecho la santa comunión, sobre todo la
comunión frecuente. Se puede recibir la sagrada comunión, hasta la comunión
diaria, de manera que no lleve a uno la santidad, sino que le sirva para su
perdición.

Para poder recibir frecuentemente, diariamente, la sagrada comunión se requiere


lo siguiente: 1.°, que uno se halle en estado de gracia santificante, es decir, que
no tenga conciencia de ningún pecado grave; 2.°, que se reciba la sagrada
comunión «con intención recta y devota». «La intención recta consiste en que
nos acerquemos a la sagrada mesa, no por costumbre, ni por vanidad, ni por
consideraciones humanas, sino con el deseo de servir la voluntad de Dios y de
unirnos a Dios más íntimamente en caridad, y, mediante este medio divino de
curación, librarnos de las propias faltas y flaquezas». Luego recalca el decreto,
expresamente, que es muy de desear que uno esté libre hasta de los pecados
veniales, por lo menos de los completamente deliberados, y de un apego a ellos,
aunque basta no tener en la conciencia ningún pecado mortal y estar resuelto a
no pecar más en el porvenir. Finalmente, dice: «Cuando existe verdadera
voluntad de no pecar más en adelante, llegará uno, sin duda alguna, a verse
libre lentamente, mediante la sagrada comunión, hasta de los pecados veniales y
del apego a ellos».

Cuando esto no sucede, ¿qué pasa? Algunos teólogos dicen que en este caso, es
decir, en el caso de la recaída en los mismos pecados, habría falta de fruto y de
recta intención. El regular la frecuente comunión queda confiado a la sabia
decisión del confesor. Finalmente, recalca el decreto la necesidad de una
correspondiente preparación y acción de gracias.

3. ¿Habrá sido la confesión frecuente en la época anterior al decreto de


comunión de San Pío X tan sólo un «substitutivo» de la comunión frecuente, de
suerte que hoy propiamente no tenga derecho a subsistir? Así se ha escrito
todavía hace poco tiempo.

Pero de ninguna manera. Ambas son de importancia vital y ambas subsisten


con razón: la confesión frecuente y la comunión frecuente. Pío XII defiende
con resolución «el uso devoto de la confesión frecuente», pero al mismo tiempo
supone la recepción frecuente de la comunión (Enc. Mystici corporis). ¡Cuán a
menudo en sus muchas fervorosas alocuciones llama a los fieles a la recepción
de la sagrada comunión!

La confesión frecuente y la comunión frecuente corren parejas, persiguen la


misma finalidad: la victoria sobre el mal y sobre todo pecado, y la perfección de
la vida cristiana en la santa caridad. Cuanto mejor practicamos la confesión
frecuente, con tanta mayor seguridad y perfección «se desarraigan las malas
costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la
conciencia» (encíclica Mystici corporis). Ahondamos en la «humildad
cristiana», dice allí mismo. Y a los humildes da Dios su gracia. De esta manera
la confesión frecuente sirve de manera excelente para la frecuente recepción de
la sagrada comunión. Ella garantiza «la recta intención» en toda su amplitud y
en toda su seriedad, de una manera seguramente completa, y sirve
maravillosamente para la eficacia de la comunión frecuente.

Seguramente no corresponde al sentido de la encíclica de Pío XII el hecho de


que en ciertos círculos se haya rebajado el alto aprecio de la confesión
frecuente. Los que tal hacen, «adviertan... que acometen una empresa extraña al
espíritu de Cristo y funestísima para el cuerpo místico de nuestro Salvador».

Cultívese la comunión frecuente y diaria. Pero no en el sentido de que se


rechace la confesión frecuente fundándose en la acción perdonadora de los
pecados que tiene la sagrada comunión.

Es verdad que la sagrada comunión perdona los pecados veniales cometidos,


gracias al acto de caridad que la comunión inspira. Pero si, como sucede en la
confesión, se dedica especial atención a los pecados veniales, a vencerlos,
entonces la confesión frecuente necesariamente robustecerá y promoverá los
efectos de la sagrada comunión. Por lo demás, la confesión frecuente sirve
también para crecer en la gracia y en la caridad santa, y, por lo mismo, se dirige
al mismo fin que la sagrada comunión.

Es verdad que en muchos no produce su fruto la comunión frecuente y que


muchos carecen de «recta intención». Para esos muchos, para profundizar la
recepción de la sagrada comunión y hacerla verdaderamente fructuosa, apenas
podría haber medio mejor que la seria frecuentación del sacramento de la
penitencia con un sacerdote celoso que se preocupe de ellos.

Así pues, sean ambas cosas, la confesión frecuente y la frecuente y diaria


comunión, un don sagrado y apreciado que nos hace Dios.

Oración

Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada, pero di tan sólo una
palabra y mi alma será sana y salva. Amén.
Apéndice

1. Para la recepción del sacramento de la penitencia

1. Confesarnos bien tan sólo nos es posible con la gracia de Dios. Por eso
empezamos la santa confesión con la oración, para implorar la luz y la fuerza
del Espíritu Santo.

2. El examen de conciencia versa tan sólo sobre unos pocos puntos esenciales
que para nuestra vida interior y nuestro esfuerzo son más importantes. A ello
pertenecen los propósitos de la última confesión, si hemos trabajado en ellos y
hasta qué punto; además, alguna infidelidad mayor, sobre todo si con ella
hemos dado escándalo y originado choques con otros.

3. Especialmente importante es para nosotros el dolor con el propósito.

Dolor y propósito

Me duelo de todo corazón de mis pecados porque con ellos he merecido de Ti


justo castigo. Especialmente me duelo de ellos porque con ellos te he ofendido
tan a menudo y tan gravemente a Ti, Dios mío y Señor mío, mi Padre
amantísimo y mi mayor bienhechor. De todo corazón te pido perdón, Dios mío,
por todo lo que he pecado contra Ti. En verdad quiero corregirme, no pecar
más y, por lo mismo, evitar toda ocasión de pecado.

Con hondo dolor de mi alma me confieso ante Ti Dios infinito, de mis muchos
pecados y faltas con que te he ofendido.
Por tu infinito amor y compasión me has aceptado en tu Hijo, Jesucristo,
también por hijo tuyo, a quien Tú pensaste amar y honrar con todo tu divino
amor. Innumerables gracias y beneficios me has hecho Tú; hasta me has
llamado para descansar «bienaventurado» sobre tu corazón paterno, como hijo
tuyo, por toda la eternidad, participando de las alegrías y delicias que Tú mismo
gozas en divina plenitud. Por todos estos beneficios no has reclamado de mí
otro agradecimiento sino que te ame y te sirva.

En cambio, yo aun esta misma semana, te he correspondido de nuevo con


ingratitud. ¡Qué dolor tendrá que causarte el que yo, para Ti y para tu amor,
haya tenido de nuevo tanta ingratitud, tanta frialdad e infidelidad! ¡Qué
doloroso tiene que serte el que yo, a Ti, a tu amor, haya preferido las cosas
vanas y baladíes de esta tierra, sus goces y alegrías!

Reconozco cuán injusto he sido contigo por mis pecados y faltas. De corazón
me arrepiento de haberme portado contigo tan falto de agradecimiento y amor y
te ruego que me perdones.

Otra oración de arrepentimiento

Yo te adoro, mi amantísimo Jesús, pendiente como estas del árbol de la cruz,


sangrando de mil heridas y sufriendo dolorosísimos tormentos. Reconozco lo
que por mí has hecho. Confieso que con mis muchos pecados e infidelidades te
he causado los más amargos sufrimientos.

Con humildad y contrición me postro delante de Ti y pido perdón. Siento el


más profundo dolor de que a tu amor, a tus padecimientos y a tu muerte haya
correspondido con tanta ingratitud. He olvidado el amor que me tienes, me he
apartado de Ti y me he vuelto a las cosas vanas de este mundo.

¿Cómo pude ser tan falto de amor y gratitud para contigo? Me pesa de haber
procedido así contigo.
Hago el propósito de no cometer jamás un pecado, sobre todo este pecado...,
con el que tan a menudo te he ofendido.

Quiero, en cuanto pueda, evitar cuidadosamente la ocasión de pecar, sobre todo


este trato..., esta lectura..., esta ocasión de pecar.

Quiero vigilar con todo cuidado mis sentidos, renunciar por completo y morir a
esta pecaminosa costumbre..., y a esta tentación..., resistir siempre, en el primer
momento y en todo tiempo.

Quiero emplear exacta y concienzudamente los medios que reconozco


necesarios para mi mejoramiento y que el confesor me ha de indicar.

Perdono en verdad y de todo corazón a todos los que me han hecho algún mal,
así como yo ahora y en mi lecho de muerte espero alcanzar de Ti, Dios mío, el
perdón de mis pecados.

Quiero dar satisfacción, en cuanto pueda, por la injusticia cometida por mí


contra Dios y los hombres.

Después de la confesión

De todo corazón te doy gracias, Dios misericordioso, por haber perdonado de


nuevo mis pecados. Lo que en mi arrepentimiento y en mi confesión ha habido
de imperfecto y defectuoso, eso perfecciónalo bondadosamente en tu
misericordia.

En satisfacción de las ofensas que te he inferido con mis pecados y en


expiación del castigo merecido, te ofrezco el amargo padecimiento, la preciosa
sangre, los infinitos méritos de Jesucristo, tu Hijo y Redentor mío, y junto con
eso los méritos de la Santísima Virgen María y de los santos, y, en especial,
también las penitencias y satisfacciones que todos los santos penitentes con tu
gracia han realizado, y también esta mi penitencia, tan pequeña y enteramente
indigna, que con humildad y obediencia quiero hacer.
Asimismo, en unión con las satisfacciones de mi Salvador crucificado, te
ofrezco todo lo que en mi vida entera con tu gracia haré de bueno y las
contrariedades que he de sufrir.

Y ahora de nuevo me arrepiento de todos mis pecados, renuncio con toda el


alma y en tu santa presencia al pecado y a todo placer pecaminoso. «Vete y no
quieras pecar más», dijiste Tú, Señor, y eso es lo que yo me digo también
ahora: no quiero pecar más. Renuevo delante de Ti los propósitos que he
formado, sobre todo el propósito de evitar este pecado..., esta ocasión... y poner
en práctica este medio...

Lo he prometido y quiero también cumplirlo. A Ti, Dios mío, quiero servirte


fiel y constantemente, caminar siempre dentro de tus mandamientos y antes
morir que pecar. Ningún honor y riqueza, ninguna pasión ni consideración
humana, ningún placer ni aflicción, ni la vida ni la muerte, ni ninguna otra
criatura, nada me ha de separar del amor a Cristo.

Pero Tú conoces mi flaqueza, oh Dios mío. Dame, pues, la gracia de


permanecerte fiel hasta la muerte, y Tú mismo ayúdame para que en toda
tentación busque mi refugio en Ti. ¡Oh crucificado Salvador mío!, en todo
peligro de pecar, tráeme el recuerdo de tu dolorosa pasión, y no permitas que
me separe de Ti. Ayúdame, ¡oh María, mi protectora! Alcánzame de tu hijo la
gracia de la perseverancia y de una muerte feliz. Amén (Según SCHOTT,
Messbuch der heiligen Kirche).
2.A) Las faltas e imperfecciones de los llamados cristianos
devotos

En el primer libro de su obra Noche Oscura, traza San Juan de la Cruz un


cuadro de las imperfecciones de los cristianos devotos, a quienes él llama
principiantes. Damos a continuación un corto resumen del mismo.

1. Soberbia. Los principiantes experimentan tal celo y tal ansia por las prácticas
de piedad, que esta actitud dichosa, a causa de su imperfección, suscita a
menudo ocultos movimientos de orgullo y una cierta complacencia de sí misma;
algunos llegan a tal grado de deslumbramiento, que ellos solos quisieran ser
considerados como verdaderamente devotos; en toda ocasión se les ve hablar y
obrar como si ellos condenaran a todos los demás; inclinados siempre a rebajar
el mérito de los otros, pregonan la paja en el ojo del prójimo, pero no reparan en
la viga de su propio ojo; cuando se trata del prójimo, cuelan los mosquitos y
ellos se tragan los camellos.

A algunos poco se les da de las propias faltas, mientras otras veces se afligen en
exceso, porque tienen una alta opinión de su propia santidad; luego se tornan
coléricos e impacientes contra sí mismos, lo cual descubre una nueva
imperfección. A menudo, con el corazón angustiado, imploran a Dios para que
tenga a bien librarlos de sus faltas y malas inclinaciones, pero esto lo hacen más
para no sufrir bajo ellas y vivir en paz, que para ser gratos a Dios (Cf. SAN
FRANCISCO DE SALES, Filotea, 3, 9).

2. Avaricia espiritual. Tienen muchos de estos principiantes, también a veces,


mucha avaricia espiritual, porque apenas los verán contentos con el espíritu que
Dios les da. Andan muy desconsolados y quejosos porque no hallan el
consuelo que querrían en las cosas espirituales. Muchos no se acaban de hartar
de oír consejos, y aprender preceptos espirituales, y tener y leer muchos libros
que traten de esto, y se les va más en esto el tiempo que en obrar la
mortificación y perfección de la pobreza interior de espíritu que deben.
A menudo tienen la pasión de llevar y tener estampas piadosas, rosarios, etc., y
apegan su corazón a estas cosas de tal manera, que contradice a la pobreza de
espíritu. Si se quiere llegar a la perfección, hay que acabar con la inclinación
dominante a esas cosas... Quienes desde un principio caminan inmediatamente
como se debe, ésos no se apegan a los medios visibles, y no quieren saber más
que lo que basta para un recto comportamiento.

3. Lujuria espiritual. Muchos de los principiantes tienen muchas imperfecciones


que se podrían llamar lujuria espiritual, no porque así lo sea, sino porque
procede de cosas espirituales. Porque muchas veces acaece que en los mismos
ejercicios espirituales, sin ser en mano de ellos, se levantan y acaecen en la
sensualidad movimientos torpes. Como estos movimientos no dependen del
poder de nuestra propia voluntad libre, tienen su origen en una de las tres
causas siguientes, a saber: en hombres de complexión delicada, de la dulzura en
que en la piedad se mueve hasta la misma naturaleza... El alma puede con su
espíritu estar ocupada con Dios en la oración; mas, por otra parte, en las
potencias sensibles, puede experimentar alteraciones sensuales sin asco y sin
resistencia. Una segunda causa es el diablo, que con tales movimientos pretende
inquietar al alma en su oración. Y cuando el alma considera esos movimientos
de la esfera sensual algo importantes, el diablo le ocasiona grandes daños... Una
tercera y frecuente causa de tales movimientos es el temor mismo de esos
movimientos y representaciones.

Algunos, bajo pretextos espirituales, entran con ciertas personas en amistades


que a menudo no proceden del espíritu, sino de la lujuria espiritual. Eso se
puede apreciar en el hecho de que pensando en una tal amistad y amor no
aumentan el pensamiento y el amor de Dios, sino que más bien, con el aumento
de la inclinación sensual, se enfría el puro amor a Dios.

4. Ira. «Por causa de la concupiscencia que tienen muchos principiantes en los


gustos espirituales, les poseen muy de ordinario con muchas imperfecciones del
vicio de la ira. Porque, cuando se les acaba el sabor y gusto en las cosas
espirituales, naturalmente se hallan desabridos, y, con aquel sinsabor que traen
consigo, traen mala gracia en las cosas que tratan y se aíran fácilmente en
cualquier cosilla, y aun a veces no hay quien los sufra. Lo cual muchas veces
acaece después que han tenido algún muy gustoso recogimiento sensible en la
oración, que como se les acaba aquel gusto y sabor, naturalmente queda el
natural desabrido y desganado... En el cual natural, cuando no se dejan llevar
de la desgana, no hay culpa, sino imperfección que se ha de purgar por la
sequedad y aprieto de la noche oscura».

Otros incurren en pecados a causa de la ira, encolerizándose con un celo


inquieto por las faltas y malas crianzas de los demás, estando al acecho para
censurarlos con amargura, y hasta lo hacen de obra.

Otros, finalmente, caen en cólera por sus propias imperfecciones y faltas.


Quisieran volverse santos en un solo día. Algunos se proponen muchas y
grandes cosas, pero caen con tanta mayor frecuencia cuanto más propósitos
forman, porque no son humildes. Se excitan más y más cada vez, y no quieren
esperar con paciencia hasta que Dios colme sus deseos según su complacencia.

5. Gula. Apenas se podrá encontrar un solo principiante –por más celoso que
haya dado los primeros pasos por la senda de la virtud– que no caiga en una de
las muchas imperfecciones que tienen su origen en los gustos de la vida virtuosa
recién comenzada. Es decir, que en la regla, generalmente, mas buscan este
gusto que la pureza y la verdadera piedad. Su aspiración a este gusto los
impulsa, por ejemplo, a ejecutar graves prácticas de penitencias corporales, o
agotar sus fuerzas con ayunos continuados. En ello no se atienen a ninguna
regla ni nadie busca el consejo de alguien. Testarudamente tratan de convencer
a su padre espiritual para que condescienda con sus deseos; por la fuerza
quieren obtener su aprobación. Si no logran su fin, entonces se desconsuelan
como niños y están de mal humor. Entonces les parece como si no hicieran
nada por la causa de Dios, tan sólo porque no hacen aquello a que tienen
apego. Los que se consumen por la sed de gustos espirituales, ésos buscan lo
mismo en sus comuniones en lugar de alabar y adorar con toda humildad al
Señor que ha venido a ellos. De la misma manera se portan en la oración. En
ella lo más importante les parece la devoción dulce y sensible que quieren
procurarse a toda costa, llegando hasta con el esfuerzo a cansar su cabeza. Si no
consiguen su fin, entonces están inconsolables; y porque experimentan una
resistencia en contra para dedicarse de nuevo a la piedad, renuncian
completamente a ella.

6. Envidia y acidia. Cuando al prójimo le va bien, encuentran a veces los


principiantes disgusto en ello. Sienten envidia y movimientos de desagrado
contra los que avanzan en su vida interior y los sobrepujan en méritos. Se
impacientan por las virtudes de los mismos y no pueden sufrir que se los alabe.
Inmediatamente toman el partido contrario y tratan de desvirtuar en cuanto
pueden la eficacia de las alabanzas. Deseosos siempre de ocupar el primer
puesto, hallan que es muy doloroso no ser admirados como los otros.

A causa de la pereza, los principiantes se arrastran lentamente en las prácticas


en que el espíritu debe ejecutar lo principal. Están acostumbrados al consuelo
sensible, y cuando no lo encuentran en las prácticas espirituales piadosas, éstas
se les convierten en cargas pesadas... Algunos de ellos quieren que Dios haga
precisamente lo que ellos desean; se desconsuelan cuando no son complacidos,
y sólo con resistencia someten su voluntad a la voluntad divina. Se disgustan
inmediatamente cuando se les manda algo que no es conforme a su gusto.
Violentamente deseosos del gusto espiritual, se tornan débiles y flojos en todas
las cosas que exigen energía, sobre todo en el trabajo necesario para su
completa perfección... «[Éstos]... son hechos semejantes a los que se crían con
regalos, que huyen con tristeza de toda cosa áspera y se ofenden con la cruz en
que están los deleites del espíritu. Y en las cosas más espirituales más tedio
tienen...» (SAN JUAN DE LA CRUZ, Noche Oscura, lib. 1, cap. 2-7).
2.b) Las imperfecciones de los cristianos celosos

1. «Las almas devotas, no satisfechas con evitar los pecados graves y trabajar
por su salvación, tienen la sincera y firme voluntad de dedicarse al servicio de
Dios y de practicar la virtud. Sólo que al lado de esta actitud sana se encuentra
en ellos un vacío lamentable: no comprenden por completo la renuncia
aconsejada por el Evangelio y no se encaminan a la práctica de la misma. De
aquí nacen muchas faltas (Son las faltas mencionadas en el apartado 2.A).

»Las almas celosas poseen una mejor comprensión de la mortificación cristiana,


y se esfuerzan sinceramente por conseguirla... Por lo mismo, no se encuentra ya
en ellas... aquella loca vanidad, que siempre está llena de sí misma o es esclava
de los juicios humanos; aquella lamentable sensibilidad, aquella egoísta
consideración de sí mismas, que muchas personas, por lo demás buenas,
introducen en sus buenas obras; aquel amor exagerado de sí mismas, de su
comodidad, de su bienestar, que hasta en muchos cristianos se conserva al lado
de una fe viva, y que desluce verdaderas excelencias.

»Las almas celosas es verdad que no han llegado todavía a la perfección, pero
sus faltas son meramente pasajeras, efecto de su fragilidad, y siempre se
arrepienten verdaderamente de ellas. Sus faltas no brotan de una actitud
permanente y duradera, que uno se oculte a sí mismo, que disculpe o sólo
débilmente combata, como hacen las almas devotas.

»Los cristianos devotos, además de los actos de amor menos perfectos,


favorecen y ejecutan también muchos actos de amor perfecto a Dios. Además,
tienen un vivo horror a los pecados mortales. El acto justificativo del amor o del
dolor perfecto surge enteramente por sí mismo en sus corazones con tal que se
prevengan contra el desaliento... Pero estos actos de amor no son muy
intensivos. Son suficientemente fuertes para alejar el pecado mortal, pero no
para impedir los pecados veniales, y menos las imperfecciones, porque a las
imperfecciones los cristianos simplemente devotos les dedican poca atención.
»En cambio, en los cristianos celosos, los actos de amor puro son más
frecuentes y, en todo respecto, más perfectos. Con su fe viva y con su
inteligencia ilustrada, conocen mejor la hermosura, la grandeza y la santidad de
Dios, y en ello tienen su alegría (amor de complacencia). Como fuera de eso su
mortificación es más completa, les cuesta poco renunciar al pecado mortal.
Cuando hacen protesta de su amor a Dios, no se refieren solamente a los
pecados mortales, sino también a los veniales, y hasta a las imperfecciones. El
valor de su amor es realzado más aún por su celosa aspiración a agradar a Dios,
a verle glorificado (amor de benevolencia), por su odio contra el pecado grave,
que es más poderoso que en los cristianos menos perfectos, su resolución de
evitar los pecados veniales y las imperfecciones, la cual, aun cuando no sea
firme, es, sin embargo, sincera... Constantemente elevan su corazón a Dios;
unas veces vuelven su vista, con un acto de amor a Dios, al objeto de su tierno
amor; otras veces convierten las obras que desempeñan, los trabajos de que se
hacen cargo, las pruebas que llevan con paciencia y las victorias que obtienen
en la lucha contra las tentaciones, en otros tantos actos de santo amor a Dios.

»El amor a Dios no es algo accesorio en su vida, sino precisamente el


fundamento de ella; están sus almas traspasadas del deseo de referirlo todo a
Dios.

»De este celo amoroso brotan naturalmente otras virtudes: una gran confianza
en Dios, una paciencia mucho más alegre e inquebrantable que en el cristiano
simplemente devoto; su humildad es más profunda, y su renuncia al mundo más
completa. Cuando se preocupan por el bienestar del prójimo, lo hacen más por
un sentimiento de caridad cristiana, que por un movimiento natural de simpatía
o de compasión; además, buscan con mayor empeño el bien espiritual de los
que aman, que su bienestar temporal.

»Con una tal disposición de espíritu, los cristianos celosos incurren,


relativamente, en pocas faltas.

2. »Sin embargo, aun en los cristianos celosos se encuentran todavía muchas


debilidades; son más celosos que firmes. Es verdad que están animados de
sincero deseo de mortificarse siempre y en todo, y de hecho hacen muchos
actos heroicos de mortificación; pero, con todo, están todavía muy lejos de un
completo renunciamiento.

»Que el renunciamiento de estas almas está muy lejos de haber llegado al grado
intentado, se conoce en esto: que todavía conservan inclinaciones del todo
naturales, de las que quisieran librarse, pero por las que son perseguidos y
molestados; también se ve en que prestan demasiada atención a las vanas
habladurías del mundo y a las novedades mundanas.

»Hay todavía muchas cosas por las que tienen vivo interés; hallan su
contentamiento en las alegrías terrenales, pero con moderación y sin ofensa de
Dios.

»Es verdad que en todo quisieran mortificarse, pero, frecuentemente, cuando la


naturaleza encuentra un goce sin haberlo buscado, les gusta saborearlo, aunque
se digan que sería mejor renunciar a él. A la claridad de la luz de la fe no
acompaña la correspondiente resolución. Cuando el goce, en que se tenía
alegría, se le quita a uno, entonces el cristiano celoso se somete con voluntad y
prontitud, porque conoce el valor de la cruz, y se siente feliz de poder ofrecer a
su Dios este sacrificio, pero sin vanagloriarse por ello de que haya logrado una
mortificación completa.

»Tales cristianos han formado, por ejemplo, el propósito de comenzar el día con
un pequeño sacrificio que cueste algo a la naturaleza, a saber, abandonar el
lecho al despertar, sin vacilación alguna. Mas, cuando ha llegado ese momento,
son un poco perezosos para realizar el propósito. El propósito es sincero, pero
les falta fuerza en el momento de la ejecución.

»Sin tener la indocilidad y testarudez de muchos cristianos devotos, sin


embargo, en ciertas ocasiones todavía se mantienen firmes, más o menos
conscientemente, en su propia voluntad; y cuando acontecimientos
insignificantes de la vida no se realizan conforme a sus deseos, se someten tan
sólo a medias y alimentan en su corazón un cierto descontento: No sospechan
cuánto impulso natural se encuentra hasta en sus buenas aspiraciones, cuánta
sensibilidad puramente humana en sus alegrías y dolores, en sus temores y
esperanzas.
»Aun cuando a menudo y seriamente practican el renunciamiento, sin embargo,
subsiste todavía en ellos un deseo de hacer algo grande, una ambición de
sobrepujar a otros, aunque sea únicamente en el campo del espíritu. Son
demasiado ilustrados para no desdeñar los hombres del mundo, para buscar con
ansia pequeños éxitos en las cosas mundanas, donde encuentra su satisfacción
la vanidad de los imperfectos; pero no tienen el mismo desprendimiento
respecto de los bienes espirituales. Hasta de la cruz que la Providencia les
envía, toman ocasión para complacerse en sí mismos. Por lo demás, exageran
con frecuencia sus padecimientos, y están persuadidos de que son pocos los que
han de sobrellevar tales pruebas.

»De aquí nace también que ellos no se alegran de lo bueno que realiza el
prójimo (envidia). ¿No es verdad que a menudo nos encontramos con personas
muy buenas que juzgan favorablemente su propio proceder y con dureza el
ajeno?

»Los cristianos celosos tienen, por lo general, gran confianza en Dios. Sin
embargo, en muchos esta confianza se da junto con una confianza en sí mismos
que no está exenta de temeridad. En otros, a su vez, la confianza deja algo que
desear, ya sea porque cuentan demasiado con los medios humanos, ya sea
porque no cuentan lo suficiente con la ilimitada bondad y con la Providencia
enteramente paternal de Dios. Tal cosa es un resto de la manera de pensar
puramente humana, de la prudencia humana que en los verdaderos amigos de
Dios no encontramos.

»Asimismo, en muchos cristianos celosos que han hecho progresos en la virtud,


pero que todavía no han alcanzado la perfección, se ve cierta actividad inquieta:
toman sus decisiones con prisa y precipitación, no encuentran tiempo para orar
a Dios, para aconsejarse con personas piadosas y entendidas y para dejar pasar
la primera impresión; se lanzan con impetuosidad al cumplimiento de los
deberes de su estado. Otros cristianos celosos, a pesar del sincero deseo de una
perfección en todos los actos de su vida, tienen un buen resto de blandura y
comodidad. Tanto en los unos como en los otros se nota muy claramente el
cambio entre los tiempos de fervor y los de tibieza» (SANDREAN, Das
geistliche Leben –La vida espiritual–, I, 399 ss.).
3. Examen de conciencia según el Padrenuestro

(Para los ejercicios y días de retiro)

Padre. Mi relación fundamental con Dios Padre.

¿Es en realidad Dios para mí el Padre a quien doy muestras de respeto, gratitud
y obediencia, a quien otorgo mi fe y confianza, y a quien me someto en el dolor
con toda paciencia? ¿Soy yo para Él en realidad hijo? ¿Ha llegado a ser Él para
mí un extraño a causa de la indiferencia, disgusto y fastidio que yo he sentido?

¿Vivo yo con la conciencia de que el Padre, el Dios trino, vive personalmente


en el fondo de mi conciencia, para dirigirla, protegerla y colmarla con su fuerza
y con su vida?

La gloria de Dios, la adoración y el honor de Dios, ¿me interesan sobre todas


las cosas? ¿Me esfuerzo en algo por el honor de Dios? ¿Es mi primero y más
importante empeño conocer a Dios y amarle, y para ese fin me santifico y busco
la perfección cristiana? ¿Qué son para mí los votos de la orden, las reglas y las
prescripciones del claustro? ¿Qué son para mí la vida interior, la aspiración a la
virtud? ¿Qué es para mí Cristo, el Salvador, mi hermano y amigo? ¿Qué son
para mí sus palabras y sus obras? ¿Qué es para mí el santísimo sacramento de la
Eucaristía? ¿Qué es su Iglesia? ¿Doy la cara por el honor de Cristo, su Iglesia y
sus santos?

Oración. ¿Me procuro tiempo para estar una hora en intimidad con mi Padre?
¿Es mi oración humilde, confiada, perseverante, digna del Padre? ¿No estoy
consciente y voluntariamente distraído? ¿Qué valor tienen para mí la
meditación, el examen de conciencia y la lectura espiritual?

Trabajo. ¿Es trabajo para mí el trabajo en servicio del Padre? ¿Cumplo cada
trabajo que se me impone? ¿Con puntualidad, con sentido de la
responsabilidad, con alegría?
Nuestro. Mi relación fundamental con el prójimo.

¿Respeto al prójimo? ¿Respeto su vida, su libertad, su manera de ser, su


inocencia, su honor, su buen nombre?

¿Deber de justicia y amor para con todo necesitado, con prontitud,


benevolencia, cordialidad? ¿Escándalo? (pecados ajenos).

¿Mi relación con los más allegados, en la familia, en la comunidad claustral?


¿Amor, fidelidad? ¿Amor a la Iglesia, al pueblo, a la patria? ¿Me esfuerzo por
ser más desinteresado? ¿Servicial?

¿Soporto a mis hermanos y hermanas tal como son? ¿También cuando no les va
bien y aun cuando son menos amables? ¿Soy capaz y digno de recibir amor?

Santificado sea tu nombre.

¿Es Dios, para mí, el Santo, ante quien con profundísimo respeto me arrodillo?
¿Es el Señor, el inviolable, a quien todo está sometido?

¿Me esfuerzo para que su nombre sea santificado? ¿Tengo conciencia de que
me está confiado el honor del Padre? ¿Son mi pensamiento y mi palabra
respetuosos para con Dios? ¿Dignos de Dios? ¿Me impresiona, me hiere el que
se blasfeme de Él, de Cristo, de la Iglesia?

¿Me esfuerzo por formarme una imagen exacta de Dios, una imagen viviente de
Cristo? ¿Me preocupo de ahondar mis conocimientos religiosos y deberes
morales? ¿Me cuido de tener una conciencia alerta y delicada? ¿Soy en todo
concienzudo?

¿En la comunidad, en la parroquia, en el claustro, me esfuerzo por propagar la


gloria de Dios? (oraciones corales, servicio divino en común).
Venga a nosotros tu reino.

¿Estoy esperando el reino futuro, el día de Cristo, la manifestación de su reino?


¿Acaso olvido por este mundo el venidero? ¿Está mi vida ordenada al fin? ¿Sé
que soy peregrino y me porto como tal?

¿Me preocupo por la venida del reino de Dios en el mundo? ¿Ruego y hago
sacrificios por ello? ¿Me preocupo del «reflejo de la gloria del reino futuro», de
la justicia en la tierra, del triunfo del bien y de la santidad? ¿No sirvo yo de
escándalo a otros?

¿Me preocupo por el reino de Dios en mí? ¿Puede crecer en mí? ¿Qué es lo que
se opone a su crecimiento? ¿Soy yo verdaderamente, en el sentido del sermón
de la montaña, «pobre» delante de Dios y lo espero todo de la gracia de Dios?
¿Tengo hambre de los dones y de la vida y del amor de Dios? ¿Soy manso? ¿O
me dejo arrastrar de la indignación, de la cólera, de mis pasiones? ¿Me
sobrepongo interiormente a las ofensas? ¿Soy de corazón compasivo en mi
juicio respecto de los otros? ¿Tengo paciencia con sus debilidades? ¿Sé ver las
miserias de los otros? ¿Ayudo con gusto?

¿Es mi conducta para con los demás clara, inequívoca, franca? ¿Amo la paz, y
no la lucha y la pelea? Con mis conversaciones, ¿no siembro entre los demás
odio, desprecio, enemistades? ¿Perdono las injusticias sufridas?

¿Qué es para mí la Iglesia, la palabra, la enseñanza, el modo de pensar de la


Iglesia?

Hágase tu voluntad.

¿Está para mí por encima de todas las cosas la voluntad del Padre? ¿Me
esfuerzo por ver la voluntad y la mano del Padre en todos los sucesos y
experiencias? ¿Me dejo llevar de mi propia voluntad, por orgullo, por falta de
respeto, por temor a las consecuencias que la aceptación completa de la
voluntad de Dios trae consigo?

¿Soy dócil a todo llamamiento y encargo del Padre? ¿Estoy alerta y listo para
adaptarme en todo a la voluntad del Padre?

¿Cómo cumplo con el mandamiento capital del amor de Dios y del prójimo?
¿Estoy falto de caridad en el pensar, en el hablar, en el obrar? ¿Me porto
amablemente para así sembrar amor? ¿Puede el amor de Dios manifestarse por
medio de mí a los hombres? ¿No es mi conducta, para con Dios, para con
Cristo y para con la Iglesia, deshonrosa y nociva?

En mis deberes diarios, en las reglas y disposiciones de los superiores, en las


circunstancias y relaciones en que me hallo, ¿reconozco la voluntad y el
encargo de Dios, del Padre? ¿Doy yo también en las situaciones difíciles,
dispuesto y alegre, mi «Sí, Padre, porque a Ti es grato»? ¿Estoy presto a
sacrificar todo lo demás a la voluntad y llamamiento de Dios?

El pan nuestro de cada día, dánosle hoy.

¿Pido al Padre también por las cosas diarias? ¿Vivo en actitud de confianza, de
manera que no me angustie el porvenir? ¿Estoy contento con el sencillo don del
pan de cada día? ¿No murmuro? ¿Doy gracias al Padre también por las cosas
cotidianas?

¿Me preocupo por el pan de cada día del alma, es decir, de la palabra de Dios
(servicio divino, predicación, lectura de la Sagrada Escritura, etc.)? ¿Me
preocupo de la buena recepción del pan eucarístico?

¿Me esfuerzo porque los que están confiados a mi cuidado conserven buen
gusto para una ulterior formación religiosa?
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores.

¿Pongo cuidado en conocer mis culpas? ¿Las admito? ¿Las confieso delante del
Padre y le ruego el perdón de ellas?

¿Confieso mi culpa sincera y noblemente delante de la comunidad (en el


Confiteor de la misa) y delante del sacerdote como representante de Cristo y de
la Iglesia en la santa confesión? ¿Perdono a mis deudores? ¿A todos sin
excepción? ¿Soy conciliador? ¿Me irrito fácilmente? ¿No juzgo sobre los
demás? Cuando es necesario, ¿no pido perdón a los demás? ¿No hay alguno a
quien yo «no pueda ver»?

No nos dejes caer en la tentación.

¿Conozco mi propia flaqueza? ¿No soy ligero frente a la tentación? ¿No juego
con ella?

¿No fomento en mí mismo la tentación, por ejemplo, de mala codicia? ¿Cómo


me porto frente a los atractivos del mundo? ¿Qué actitud guardo frente a la
actual secularización de la vida, frente a las ideas y corrientes materialistas de la
época?

¿Cómo me enfrento con el terrible poder del mal y sus tentaciones? ¿Me da la
fe en la justicia futura la necesaria paciencia y confianza en la Providencia
divina? ¿Temo y huyo por todos los medios del más grande de los peligros: el
peligro de despreciar las gracias de Dios y abusar de ellas, el peligro del
endurecimiento, del pecado contra el Espíritu Santo?

Líbranos del mal.

¿No deseo que Dios me libre de toda prueba?


¿Me preocupo de comprender con mayor hondura el sentido del dolor y de la
Cruz? ¿La participación en los dolores de Cristo es para mí camino de
desprendimiento y redención? ¿Veo en el dolor la Providencia, la disposición, la
mano de Dios Padre? ¿Estoy debidamente dispuesto para el sacrificio?

¿Tengo mi alma abierta al consuelo de Dios? ¿La tengo también abierta para las
muchas pequeñas alegrías con que a diario Dios me obsequia? ¿Espero
ansiosamente la eterna redención que el día de la venida de Cristo me traerá?
4. Oraciones para la Sagrada Comunión

Antes de la sagrada comunión

La preparación próxima para recibir la sagrada comunión es la unión con el sacerdote oferente y la
comunidad cooferente, o sea la Iglesia, en el sacrificio eucarístico. En el sacrificio eucarístico, «los mismos
fieles, reunidos en comunes votos y oraciones, ofrecen al Padre Eterno, por medio del sacerdote, el
Cordero sin mancilla, hecho presente en el altar, a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia
agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino
Redentor, al morir en la Cruz, ofreció a sí mismo al Padre Eterno como Cabeza de todo el género humano,
así también en esta oblación pura (Mal 1, 11) no solamente se ofrece al Padre celestial, como Cabeza de la
Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y
enfermos, los incluye amorosamente en su corazón» (encíclica Mystici corporis, de Pío XII). Nosotros
ofrecemos a Cristo como ofrenda nuestra, y en Cristo nos ofrecemos a nosotros mismos y nos
convertimos en ofrenda. En la sagrada comunión nos regala el Padre a su Hijo crucificado, para que éste
nos compenetre con su espíritu y con su fuerza de sacrificio, y para que nosotros seamos lo
suficientemente fuertes para ser en la vida cotidiana, en la ruda realidad, ofrenda, por decirlo así,
sangrienta, conforme nos hemos consagrado a Dios en la fiesta litúrgica.

En caso de necesidad, pueden las oraciones siguientes ser una ayuda en la preparación para la sagrada
comunión.

Omnipotente y sempiterno Dios. Heme aquí que vengo al sacramento de tu


Hijo unigénito, nuestro Señor Jesucristo. Vengo como enfermo al médico de la
vida, como manchado a la fuente de la misericordia, como ciego a la luz de la
eterna claridad, como pobre e indigente al Señor de cielos y tierra. Por eso te
pido la superabundancia de tu infinita liberalidad para curar mi enfermedad,
lavar mis manchas, iluminar mi ceguera, enriquecer mi pobreza, vestir mi
desnudez, para que yo reciba el pan de los ángeles, al Rey de reyes y Señor de
los señores, con tan grande reverencia, con tal pureza y tal fe, con tal
sentimiento y pensamiento como es conveniente para la salvación de mi alma.
Concédeme, te suplico, recibir no sólo el sacramento del cuerpo y sangre del
Señor, sino también la realidad y la virtud del sacramento. Oh Dios
bondadosísimo, haz que yo reciba el cuerpo de tu Hijo unigénito, nuestro Señor
Jesucristo, que Él recibió de la Virgen María, de tal manera que merezca ser
incorporado a su Cuerpo místico, y contado entre sus miembros. Oh
amorosísimo Padre, concédeme que a tu divino y amado Hijo, a quien me
propongo recibir oculto ahora en esta vida mortal, le contemple eternamente
algún día cara a cara, a Él, que contigo vive y reina en unidad del Espíritu
Santo, Dios, por toda la eternidad. Amén.

Santo Tomás de Aquino

Yo creo firmemente que Tú, Jesús, mi Salvador y Redentor, estás realmente


presente en el santísimo sacramento del altar, en carne y sangre, en cuerpo y
alma, con tu humanidad y divinidad. Porque Tú, verdad eterna e infalible, has
dicho: «Éste es mi cuerpo, ésta es mi sangre» (Mt 26, 26). «El que come mi
carne y bebe mi sangre, tiene la vida eterna y Yo le resucitaré en el último día»
(Ioh 6, 55). «El que come mi carne y bebe mi sangre, permanece en mí y Yo en
él» (Ioh 6, 57).

Yo espero en Ti, mi Jesús, que por medio de este santo sacramento me


infundirás con la mayor abundancia tu gracia, tu vida, tu fuerza y tu espíritu, y
me librarás de mí mismo y de mis malas inclinaciones, por cuanto Tú,
habiéndote hecho mi sustento, me atraes a Ti en toda intimidad y me
transformas en Ti, así como conviertes el pan en tu sagrado cuerpo y el vino en
tu sacratísima sangre. Realiza en mí esa santa transformación.

Yo te amo, mi queridísimo Jesús, con todo mi corazón. Porque te amo, por eso
me pesa de todo corazón haberte ofendido e insultado tan a menudo con mis
pecados y faltas. Porque te amo, por eso ansío con todas mis fuerzas unirme
contigo en la sagrada comunión y llegar a ser enteramente tuyo. Yo aspiro a
que, en virtud de esta unión, todo lo que me pertenezca se haga tuyo propio, sea
recibido en tu santísimo corazón, en tus oraciones, en tu perfecta e infinita
caridad y entrega a tu Padre. Gracias a esta unión quiero, en todos mis
pensamientos, aspiraciones deseos y actos, depender completamente de Ti y de
la influencia de tu gracia para que Tú vivas e imperes en mí, para que Tú
crezcas en mí y yo mengüe y muera cada vez más para mí (Ioh 3, 30), para
vivir enteramente tu vida en honor del Padre, y en tu honor y gloria.
Oración de Santa Gertrudis

Heme aquí, que me acerco a Ti, fuego devorador: consúmeme a mí, polvo de la
tierra, en la hoguera de tu amor. Heme aquí que me acerco a Ti, oh mi
dulcísima luz: haz que tu rostro me ilumine, para que mis tinieblas se
transformen delante de Ti en claridad de mediodía. Heme aquí, que me acerco a
Ti, centro beatífico de todos los corazones: hazme uno contigo mediante el
fuego de tu amor, que todo lo derrite.

Después de la sagrada comunión

Estos momentos son preciosísimos. En ellos le ofrecemos todo lo que somos y tenemos, y le entregamos
el día entero con sus esfuerzos y renunciamientos, con sus alegrías y dolores. En la unión con Jesús por
medio de la sagrada comunión, todo el trabajo del día «se transforma» y se consagra, como en la sagrada
transubstanciación el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el cuerpo de Cristo queda lleno de la vida
de Cristo. De esa manera nuestro pensamiento, nuestros trabajos y dolores se convierten en una
participación en la oración, en el amor, en el pensamiento y en la expiación del Señor, en una parte de su
vida. «Vosotros en Mí, y Yo en vosotros» (Ioh 14, 20).

En caso de necesidad, pueden servir las siguientes oraciones:

Jesús, vivo para Ti; Jesús, muero para Ti; Jesús, tuyo soy, vivo y muerto.

¡Cómo debo darte gracias por la dignación de entrar Tú en propia persona en


mi corazón para enriquecerme y hacerme feliz con tu vida! Tú, con tu divinidad
y humanidad, me regalas todo lo que Tú eres y tienes: tus méritos, tu oración, tu
amor al Padre, tu entrega a Él, tu vida. Ahora todo eso se ha hecho mi
propiedad para que yo ame a Dios con tu amor, para que le adore con tu
corazón, le dé gracias con tu corazón, con tu oración expiatoria le ofrezca
satisfacción, y por medio de tu corazón y juntamente con tu sacratísimo corazón
le ruegue y le implore diciendo: Padre nuestro, Tú me perteneces. ¿De qué
manera podré expresarte mi agradecimiento?
Puesto que ya ahora eres mío, te ofrezco al Padre celestial en expiación y
satisfacción por todos mis pecados, infidelidades, faltas y defectos. Te ofrezco a
Ti como complemento de lo que yo, como ser finito, sólo puedo ofrecer
incompleto e insuficiente a la infinita majestad de la Santísima Trinidad. En mi
lugar ama Tú, ruega, ríndele homenaje, dale gracias, ofrécele reparación y
alabanzas con tu poder infinito. Así se tributarán al Padre adoración digna,
alabanzas infinitas y satisfacción suficiente, infinita. Te ofrezco en reparación de
las faltas y pecados de los otros, de toda la humanidad pecadora. Obténles tu
perdón y gracia, ayuda y fuerza en sus necesidades y miserias. Te ofrezco en
agradecimiento por las gracias todas con que la Santísima Trinidad regaló a tu
santísima humanidad, a tu santísima Madre y a todos los santos, por todas las
gracias y beneficios que yo y los míos recibimos del Padre sin interrupción, en
especial en agradecimiento por la gracia de la santa fe, del santo bautismo... Te
ofrezco también, para que Tú los presentes al Padre, mis ruegos y necesidades,
los ruegos y necesidades de los míos.

Yo me entrego todo entero a Ti, para pertenecerte a Ti, como Tú me perteneces


a mí. Yo quiero ser tuyo propio. Tuya sea mi oración, tuyos sean mis trabajos,
padecimientos y sacrificios, tuyo sea cualquier instante de mis días y mis
noches, todo pensamiento, todo latido de mi corazón, todo movimiento de mis
miembros. Todo sea depositado en tu corazón, que ora, ama y ofrece sacrificios,
como otros tantos granitos de incienso que Tú quieras aceptar, y en la llama
ardiente de tu santísimo corazón transformarlo en tus propias oraciones, en
actos de tu amor y de tu entrega al Padre y en honor suyo. Todo te pertenece.
¡Cuán feliz soy de pertenecerte y de poder entregarlo todo en tus manos y en tu
santísimo corazón!

Oración de Santa Gertrudis

Mi dulcísima incorporación a Ti me sirva para el perdón de todos mis pecados y


faltas, para expiación de todas mis negligencias, para compensación de toda mi
vida perdida. Destierra la pereza de mi espíritu y dame una vida tan sólo
consagrada a Ti. Préstame un espíritu que en Ti halle su complacencia, un
sentido que te comprenda, un alma que reconozca tu voluntad, fuerza que
ejecute lo que te es grato, constancia que en Ti persevere. Y en la hora de la
muerte ábreme sin dilación la puerta de tu corazón amantísimo, para que, libre
de trabas por Ti, merezca unirme en unión inseparable con Dios, poseerte y
gozar de Ti, verdadera alegría de mi corazón. Amén.

Oración con indulgencia

Alma de Cristo, santifícame.


Cuerpo de Cristo, sálvame.
Sangre de Cristo, embriágame.
Agua del costado de Cristo, lávame.
Pasión de Cristo, confórtame.
Oh buen Jesús, óyeme.
Dentro de tus llagas escóndeme.
No permitas que yo me separe de Ti.
Del maligno enemigo defiéndeme.
En la hora de mi muerte, llámame
y mándame venir a Ti.
Para que con tus santos te alabe por los siglos de los siglos. Amén.

Oración de San Ignacio de Loyola

Indulgencia de trescientos días cada vez. Indulgencia de siete años una vez al día, después de haber
comulgado. Rezándola diariamente, indulgencia plenaria una vez al mes (Pío IX, decreto de 9 de enero de
1854).

A Jesús crucificado

Rezando la oración siguiente delante de un cuadro de Jesús crucificado: indulgencia de diez años. Para
ganar indulgencia plenaria se requieren, además: confesión, comunión y oración por la intención de la
Santa Sede (Pío IX).
Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!, postrado ante vuestra presencia, os
suplico con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe,
de esperanza y de caridad, dolor de mis pecados y propósito de jamás
ofenderos; mientras que yo, con todo el amor y compasión de que soy capaz,
voy considerando vuestras cinco llagas, comenzando por aquello que dijo de
Vos, ¡oh Dios mío!, el santo Profeta David: «Han taladrado mis manos y mis
pies y se pueden contar todos mis huesos» (Ps 21, 17).

Oración con indulgencia plenaria para la hora de la muerte

Quien una vez en su vida, en un día cualquiera, recibe dignamente los santos sacramentos, y devotamente
y con verdadero amor a Dios reza la siguiente oración, gana una indulgencia plenaria que se le otorga en la
hora de la muerte sin que tenga nada más que hacer, con tal que se halle en estado de gracia (Pío X, 9 de
marzo de 1904).

Señor y Dios mío, desde ahora recibo y acepto de tu mano, con entera
conformidad y voluntad, cualquier clase de muerte, como a Ti te plazca, con
todas sus angustias, padecimientos y dolores.

Letanías del Sagrado Corazón de Jesús

Señor, ten piedad de nosotros.


Cristo, ten piedad de nosotros.
Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.
Padre, eterno Dios de los cielos, ten misericordia de nosotros.
Dios Hijo, redentor del mundo, ten misericordia de nosotros.
Dios Espíritu Santo, ten misericordia de nosotros.
Santa Trinidad, un solo Dios, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, Hijo del eterno Padre, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, formado por el Espíritu Santo en el seno de la Madre Virgen,
ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, unido substancialmente al Verbo de Dios, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, de majestad infinita, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, templo santo de Dios, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, tabernáculo del Altísimo, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, casa de Dios y puerta del Cielo, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, horno ardiente de caridad, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, asilo de justicia y de amor, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, lleno de bondad y de amor, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, abismo de todas las virtudes, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, dignísimo de toda alabanza, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, Rey y centro de todos los corazones, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, en quien están todos los tesoros de la sabiduría y de la
ciencia, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, en quien habita toda la plenitud de la divinidad, ten
misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, en quien el Padre tiene sus complacencias, ten misericordia
de nosotros.
Corazón de Jesús, de cuya plenitud todos hemos recibido, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, deseo de los collados eternos, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, paciente y de mucha misericordia, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, rico para con todos los que te invocan, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, fuente de vida y santidad, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, propiciación por nuestros pecados, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, saturado de oprobios, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, triturado por nuestros delitos, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, hecho obediente hasta la muerte, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, perforado por una lanza, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, fuente de todo consuelo, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, vida y resurrección nuestra, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, paz y reconciliación nuestra, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, víctima de los pecadores, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, salud de los que en Ti esperan, ten misericordia de nosotros.
Corazón de Jesús, esperanza de los que en Ti mueren, ten misericordia de
nosotros.
Corazón de Jesús, delicia de todos los santos, ten misericordia de nosotros.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten misericordia de
nosotros.

V. Jesús, manso y humilde de corazón.


R. Haz nuestro corazón semejante al tuyo.

Oración

Omnipotente y sempiterno Dios, mira al Corazón de tu amantísimo Hijo, y a las


alabanzas y satisfacciones que te ofreció en nombre de los pecadores, y
concede propicio el perdón a los que imploran tu misericordia en nombre de tu
mismo Hijo Jesucristo. Que contigo vive y reina en unidad con el Espíritu
Santo, Dios, por todos los siglos de los siglos. Amén.

Siete años de indulgencia. Plenaria al mes.

Letanías lauretanas

Señor, ten piedad de nosotros.


Cristo, ten piedad de nosotros.
Señor, ten piedad de nosotros.
Cristo, óyenos.
Cristo, escúchanos.
Padre celestial y Dios nuestro, ten piedad de nosotros.
Hijo, Redentor del mundo y Dios verdadero, ten piedad de nosotros.
Espíritu Santo, Dios, ten piedad de nosotros.
Santa Trinidad, un solo Dios, ten piedad de nosotros.
Santa María, ruega por nosotros.
Santa Madre de Dios, ruega por nosotros.
Santa Virgen de las vírgenes, ruega por nosotros.
Madre de Cristo, ruega por nosotros.
Madre de la divina gracia, ruega por nosotros.
Madre purísima, ruega por nosotros.
Madre castísima, ruega por nosotros.
Madre inviolada, ruega por nosotros.
Madre incontaminada, ruega por nosotros.
Madre inmaculada, ruega por nosotros.
Madre amable, ruega por nosotros.
Madre admirable, ruega por nosotros.
Madre del buen consejo, ruega por nosotros.
Madre del Creador, ruega por nosotros.
Madre del Salvador, ruega por nosotros.
Virgen prudentísima, ruega por nosotros.
Virgen venerada, ruega por nosotros.
Virgen digna de toda alabanza, ruega por nosotros.
Virgen poderosa, ruega por nosotros.
Virgen clemente, ruega por nosotros.
Virgen fiel, ruega por nosotros.
Espejo de la justicia, ruega por nosotros.
Sede de la sabiduría, ruega por nosotros.
Causa de nuestra alegría, ruega por nosotros.
Vaso espiritual, ruega por nosotros.
Vaso honorable, ruega por nosotros.
Vaso insigne de devoción, ruega por nosotros.
Rosa mística, ruega por nosotros.
Torre de David, ruega por nosotros.
Torre de marfil, ruega por nosotros.
Casa de oro, ruega por nosotros.
Arca de la Alianza, ruega por nosotros.
Puerta del cielo, ruega por nosotros.
Estrella matutina, ruega por nosotros.
Salud de los enfermos, ruega por nosotros.
Refugio de los pecadores, ruega por nosotros.
Consoladora de los afligidos, ruega por nosotros.
Auxilio de los cristianos, ruega por nosotros.
Reina de los ángeles, ruega por nosotros.
Reina de los patriarcas, ruega por nosotros.
Reina de los profetas, ruega por nosotros.
Reina de los apóstoles, ruega por nosotros.
Reina de los mártires, ruega por nosotros,
Reina de los confesores, ruega por nosotros.
Reina de las vírgenes, ruega por nosotros.
Reina de todos los santos, ruega por nosotros.
Reina concebida sin pecado original, ruega por nosotros.
Reina asunta a los cielos, ruega por nosotros.
Reina del santísimo rosario, ruega por nosotros.
Reina de la paz, ruega por nosotros.

Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.

V. Ruega por nosotros, santa Madre de Dios.


R. Para que seamos dignos de las promesas de Cristo.

Oración

Te rogamos, Señor Dios, nos concedas a nosotros, tus servidores, gozar de


perpetua salud de alma y cuerpo, y que, por la gloriosa intercesión de la
bienaventurada siempre virgen María, nos veamos libres de la tristeza presente
y gocemos de la eterna alegría. Por Cristo Nuestro Señor. Amén.

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