La Confesión Frecuente - Benedikt Baur PDF
La Confesión Frecuente - Benedikt Baur PDF
La Confesión Frecuente - Benedikt Baur PDF
LA CONFESIÓN FRECUENTE
Por desgracia, hay no pocos, aun en los sectores católicos, que oponen reparos
contra la confesión frecuente y se creen obligados no sólo a no recomendarla,
sino a desaconsejarla, cuando por su parte la Iglesia, en su Código de Derecho
Canónico, casi la convierte en deber para los seminaristas y para los religiosos.
La confesión frecuente está ante todo escrita para los numerosos sacerdotes y
religiosos que aspiran seriamente a la perfección, así como también para
muchos seglares verdaderamente devotos. Yo, por mi parte, estoy firmemente
convencido de que en estos círculos se siente un vivo anhelo de practicar la
confesión frecuente, y practicarla de manera que sea verdaderamente
provechosa y creadora de nueva vida. No ha de ser una mera «práctica»; no
debe practicarse mecánicamente o tan sólo porque a los religiosos les ha sido
prescrita por el Código de Derecho Canónico y por la regla. Por eso el presente
trabajo se propone profundizar en la confesión frecuente, darle vida, hacerla
comprender y exponer su alto valor para la vida cristiana.
El abad Butler escribe: «A medida que los católicos cultos y de alto nivel
intelectual vayan compenetrándose más con la corriente del catolicismo vivo, y
con sencillez de corazón tomen parte en las usuales prácticas devotas –cada
cual según sus dotes personales, sus inclinaciones y preferencias–, más se
remontarán en la religión del espíritu» (Benedictinisches Mönchtum, 309). A mí
me parece que esta frase tiene especial valor respecto de la confesión frecuente,
desde que tan usual es en la Iglesia, y tan encarecidamente ha sido
recomendada por la Suprema Autoridad.
Por lo que toca al título del libro, me parece que debo prescindir del antiguo; y,
asimismo, desechar otras expresiones, como confesión devota, que, aun cuando
en sí sean muy expresivas y acertadas, no gustan tanto entre nosotros. Y ahora,
después que Pío XII ha empleado la palabra «confesión frecuente», he resuelto
dar a la nueva edición este título: La confesión frecuente. Y por confesión
frecuente entendemos la confesión exclusiva de pecados veniales o válidamente
confesados ya antes y perdonados, que ahora se confiesan de nuevo o «se
incluyen». Se trata de una confesión que se hace frecuentemente, por lo menos
una vez al mes.
Benedikt Baur
Primera parte: La confesión frecuente
Además, sirven todos los actos de amor perfecto a Dios y a Cristo, todos los
actos y obras de amor cristiano al prójimo, hechos por motivos sobrenaturales,
así como todas las obras y todos los sacrificios realizados por amor
sobrenatural. También son medios la práctica bien hecha de los llamados
sacramentales, por ejemplo, del agua bendita; además, una serie de oraciones
litúrgicas, como el Confiteor Deo, como el Asperges me, como en especial la
asistencia al santo sacrificio de la Misa y la recepción de la santa comunión.
Mediante la sagrada comunión «somos purificados de las faltas diarias», dice el
Concilio tridentino (13.ª sesión, cap. 2.°). Véase, pues, cuán fácil ha hecho la
bondad misericordiosa de Dios al alma, animada de verdadera ansia de
perfección, el reparar inmediatamente una falta cometida.
1. Si, pues, existen tantos medios para que el alma se purifique de sus pecados
veniales sin el sacramento de la penitencia, ¿qué sentido y qué valor tiene la
confesión de los pecados veniales? ¿Dónde está el «provecho» de esta
confesión, de que habla el Concilio de Trento? Dice: «Los pecados veniales,
que no nos privan de la divina gracia y en que tan a menudo recaemos, se
confiesan y acusan con razón y provecho en la confesión, como lo comprueba
la práctica de las personas devotas» (sesión 14, cap. 5.°).
Y con razón. Porque esos actos de aversión interior a las faltas no constituyen
únicamente una condición previa del alma para la recepción del sacramento de
la penitencia, son su parte esencial. De ellos depende que haya verdadero
sacramento, ellos determinan la medida de la eficacia del sacramento, la del
crecimiento en la vida divina y del perdón de los pecados. El sacramento de la
penitencia, así como el sacramento del matrimonio, es el sacramento más
personal. La participación personal del penitente, sus actos personales de
arrepentimiento, de acusación, de voluntad de satisfacción, son decisivos para la
eficacia del sacramento. Ésa depende esencialmente de nuestro juicio personal
sobre el pecado cometido y de nuestro retorno personal a Dios y a Cristo. En el
sacramento de la penitencia que recibimos, nuestros actos personales de
penitencia son elevados de la esfera meramente personal y son unidos con la
virtud de los padecimientos y muerte de Cristo, que operan en el sacramento.
Aquí es donde resplandecen toda la gracia y el provecho del sacramento de la
penitencia.
Queremos cerrar este capítulo con las palabras de la Encíclica Mystici Corporis
de Pío XII, de 29 de junio de 1943: «Es pues del todo evidente que con estas
engañosas doctrinas (las del malsano quietismo) el misterio de que tratamos,
lejos de ser de provecho espiritual para los fieles, se convierte miserablemente
en su ruina. Esto mismo sucede con las falsas opiniones de los que aseguran
que no hay que hacer tanto caso de la confesión frecuente de los pecados
veniales, cuando tenemos aquella más aventajada confesión general que la
Esposa de Cristo hace cada día con sus hijos, unidos a ella en el Señor, por
medio de los sacerdotes que están para acercarse al altar de Dios. Cierto que,
como bien sabéis, venerables hermanos, estos pecados veniales se pueden
expiar de muchas y muy loables maneras; pero para progresar cada día con más
fervor en el camino de la virtud queremos recomendar con mucho
encarecimiento el piadoso uso de la confesión frecuente, introducido por la
Iglesia no sin una inspiración del Espíritu Santo, con el que aumenta el justo
conocimiento propio, crece la humildad cristiana, se desarraigan las malas
costumbres, se hace frente a la tibieza e indolencia espiritual, se purifica la
conciencia, se robustece la voluntad, se lleva a cabo la saludable dirección de
las conciencias y aumenta la gracia en virtud del sacramento. Adviertan, pues,
los que disminuyen y rebajan el aprecio de la confesión frecuente entre los
jóvenes clérigos, que acometen una empresa extraña al Espíritu de Cristo y
funestísima para el Cuerpo místico de nuestro Salvador».
2. ¿Cómo debemos practicar la confesión frecuente?
A) El propósito
Para que la confesión frecuente sea no sólo válida y digna, sino también
positivamente constructiva, eficaz respecto al crecimiento de la vida interior,
vale la siguiente norma directriz: En la santa confesión se acusará aquello contra
lo que conscientemente estamos resueltos a trabajar con firmeza. Con esto, el
punto central de la confesión frecuente lo ocupará el propósito.
No se olvide que la buena voluntad es una voluntad actual, y que por lo mismo
es verdaderamente conciliable con el temor, más aún, con la previsión verosímil
de una recaída, al menos en faltas inconscientes. Siempre tenemos que contar
con el importante artículo de fe de que al hombre, aun cuando se halle en estado
de gracia santificante, «sin privilegio especial de Dios, como lo enseña la Santa
Iglesia respecto de la Virgen María, no le es posible evitar durante toda la vida
todos los pecados veniales» (Concilio de Trento, sesión 6, can. 23). De modo
que no se trata de que no incurramos ya en ninguna falta, sino de que no
seamos indiferentes a las faltas e infracciones, a sus causas y raíces, de que las
rechacemos enérgicamente, de que jamás hagamos las paces con ellas y de que
lleguemos a las alturas del santo amor de Dios.
B) La confesión (acusación)
2. Los que seriamente se dedican a la vida espiritual, sobre todo los religiosos,
que por vocación están obligados a una vida de perfección cristiana, después de
haber pasado los comienzos de la vida espiritual, deberán confesar de ordinario
aquellos pecados y faltas contra los que están resueltos a luchar conscientes de
su fin. Así, pues, no confesarán todas y cada una de las faltas e imperfecciones
que hayan cometido, sino tan sólo aquellas contra las que va enderezado su
propósito. Propósito y confesión (acusación de los pecados) corren parejas.
También aquí tiene su aplicación aquello de que no mucho y variado, sino poco
y, eso, bien; non multa, sed multum. De las faltas cotidianas e infidelidades, se
escogerá aquella que pertinazmente tiende a arraigarse, que con mayor
conciencia y voluntad se comete, que nace de una costumbre torcida o de una
inclinación y pasión perversa, aquella con la que uno más da que sufrir a su
prójimo. Esta acusación limitada es de aconsejar especialmente a aquellos que,
a pesar de todos sus buenos deseos, a veces se olvidan de ello; a aquellos que
tienen faltas habituales, faltas de temperamento de índole más seria; a los que se
sienten enervados y flojos, sin fuerza interior y sin verdadero deseo de aspirar a
la virtud; a aquellos que se hallan en peligro de volverse tibios y descuidados; a
los que sólo con dificultad se libran de determinadas faltas; finalmente, también
a aquellos que con facilidad se ven atormentados por la duda de si han tenido
suficiente dolor y arrepentimiento de los pecados confesados.
Pero en el caso de almas que con verdadera seriedad buscan a Dios, trátese de
seglares, sacerdotes o religiosos, creemos que debemos indicar los siguientes
medios: Puede uno partir de una falta determinada, cometida después de la
última confesión. En tal caso, la confesión se desarrollará así: «Con plena
conciencia he juzgado y hablado con poca caridad; durante mi vida entera he
pecado, de pensamiento y de palabra, con juicios poco caritativos contra el
amor al prójimo, y me acuso de todos estos pecados de mi vida; me acuso
asimismo de todos los demás pecados y faltas de los que me he hecho culpable
ante Dios». Es una manera muy sencilla y provechosa de acusarse en el
supuesto de haberse esforzado por despertar un serio arrepentimiento. Del
arrepentimiento brota naturalmente un claro y concreto propósito: «Trabajaré
para eliminar todo juicio y palabra deliberadamente faltos de caridad».
Una segunda manera de acusarnos: partir de un determinado mandamiento, o
de una pasión, una costumbre, una inclinación; siempre de un punto que, en el
momento actual, es de gran importancia para la aspiración interior. Entonces la
confesión se hará de esta manera: «Me excito fácilmente por cualquier cosa; los
demás me irritan en seguida; hablo y censuro y doy rienda suelta a la antipatía y
al mal humor. Me acuso de haber cometido de esta manera muchas faltas en mi
vida. Me acuso también de todos mis demás pecados y faltas de que me he
hecho culpable delante de Dios». Es también una manera fácil y provechosa de
confesión; ella presupone y exige que el penitente, consciente del fin, y por
largo tiempo, fije la atención en un pecado determinado, en la raíz de
determinadas faltas o en un punto importante para su vida interior. Lo decisivo,
también en este caso, es el arrepentimiento. Esta manera de confesarse hace
relativamente fácil al confesor el tratar al penitente de una manera personal y
ayudarle en sus esfuerzos.
Finalmente, se puede tomar por punto de partida el haber pecado, por ejemplo,
contra uno u otro mandamiento: «He pecado a menudo y mucho por
impaciencia, por falta de dominio de mí mismo, por mal humor, por
sensualidad. Me acuso también de todos los otros pecados mortales y veniales
de toda mi vida».
C) El examen de conciencia
1. El examen de conciencia para la recepción del sacramento de la penitencia
está muy estrechamente relacionado con la práctica del examen de conciencia
en general.
Mientras que los maestros de la vida del espíritu, empezando por los antiguos
monjes y continuando hasta los de nuestros días, consideran y tratan el examen
de conciencia, ya el general, ya el particular, como un elemento esencial de la
vida cristiana verdaderamente devota, existen hoy ciertos sectores católicos que
no quieren saber nada de un examen de conciencia que llegue a los detalles.
Ante todo, rechazan el examen particular de conciencia y quieren reemplazarlo
por una «simple ojeada» al estado del alma. No ven que, al menos para los
principiantes, es en absoluto necesario descender a lo particular si es que
quieren conocer y enmendar sus faltas y las raíces de las mismas, las diversas
pasiones y torcidas actitudes interiores. Cabalmente, los principiantes están
expuestos al peligro de contentarse con una mirada superficial, que no va al
fondo de la conciencia y que deja subsistir las pasiones, las costumbres torcidas,
etc. «Cuan vergonzoso sería si también en este punto tuviese aplicación la
palabra de Cristo: Los hijos de este mundo, a su manera, son más prudentes que
los hijos de la luz. ¡Con qué afán se cuidan de sus negocios! ¡Cuán a menudo
comparan los gastos con los ingresos! ¡Qué exacta y qué estricta es su
contabilidad!» (Pío X, Exhortación).
El examen general de conciencia pasa revista a todos los actos del día,
pensamientos, sentimientos, palabras y obras. Cuando se hace regularmente,
este examen de conciencia no es difícil: uno sabe en qué punto suele cometer
falta, y así sin esfuerzo especial se da cuenta de las faltas eventuales del día.
Caso de haber una infracción especial, ésta de todos modos atormentaría al
alma que seriamente busca la perfección. Si hay verdadera vida religiosa, no
tiene uno que ser minucioso en este examen de sí mismo. Más importante es el
acto de arrepentimiento. En este punto es donde siempre se puede dar más vida
y profundidad al examen de conciencia. Del arrepentimiento brota el propósito,
que de ordinario terminará en el propósito de la confesión.
D) El dolor
Materia del arrepentimiento exigido para la confesión frecuente sólo puede ser
aquello que puede ser materia de acusación y absolución: el pecado, es decir, la
transgresión consciente, deliberada, de un mandamiento divino. Lo que no es
pecado no puede ser objeto de arrepentimiento, aun cuando podamos y
debamos lamentarlo.
E) La satisfacción (penitencia)
«Por sus frutos los conoceréis» (Mt 7, 16-20). «Todo árbol bueno produce
frutos buenos» (ibídem 7, 13). El buen árbol es la confesión frecuente. Su fruto
es el espíritu de penitencia. Servirá de índice, al confesor como al penitente
mismo, respecto de la confesión que acostumbre hacer: ¿la hace bien y con
provecho, o no la hace bien? Cuando la confesión frecuente se hace con
verdadera comprensión y con toda el alma, infundirá espíritu de penitencia, nos
moverá a expiar y satisfacer en unión con el Señor, que expía por nuestros
pecados.
3. Directores espirituales, confesores y penitentes
Para obrar bien moralmente hay que tener en todos y cada uno de los casos la
seguridad de que aquello por lo que nos decidimos está permitido, es decir, que
nunca debemos obrar dudando de si es lícito o no lo que emprendemos. Si al
considerar la licitud o ilicitud de una acción nos encontramos con serias razones
tanto en favor como en contra de la licitud de la misma (duda positiva), no nos
será permitido obrar en este estado de duda, pues nos expondríamos
conscientemente al peligro de pecar. Hay que formarse pues, antes de obrar,
una conciencia segura, es decir, un juicio cierto acerca de la licitud o ilicitud de
la acción. Meditando la cuestión seriamente, implorando el divino auxilio
mediante la oración, pidiendo consejo y explicación a otros, a personas de
elevada moral y a los libros, podremos llegar generalmente a tener conciencia
cierta.
Hay que hacer por lo menos algunas veces en el año un minucioso examen del
estado de la conciencia: en días especiales conmemorativos, en días de retiro, al
comienzo del Adviento o de la Cuaresma.
Segunda parte: Reflexiones
1. Haced penitencia
1. «Haced penitencia, porque está cerca el reino de los cielos». Así comenzó
Jesús a predicar (Mt 4, 17) Y así, antes de Jesús, había hablado el Bautista a los
que acudieron a oírle: «Haced penitencia porque está cerca el reino de los
cielos» (Mt 3, 2). Así habló también a los fariseos pagados de sí mismos y a los
saduceos librepensadores: «Raza de víboras, ¿quién os ha enseñado a huir de la
ira que os amenaza, de la ira del Mesías que se acerca? Haced, pues, frutos
dignos de penitencia». No digáis: tenemos a Abraham por padre, como si
bastaran linaje, raza y sangre. «Ya la segur está aplicada a la raíz de los árboles.
Y todo árbol que no produce buen fruto será cortado y echado al fuego» (Mt 3,
7-11). Enérgicamente llama el Señor a penitencia al oír contar que Pilatos hizo
derramar la sangre de unos galileos estando éstos presentando su sacrificio.
«¿Pensáis –pregunta Jesús– que aquellos galileos eran entre todos los demás de
Galilea los mayores pecadores, porque fueron castigados de esta suerte? Os
aseguro que no. Y entended que, si vosotros no hiciereis penitencia, todos
pereceréis igualmente. Como también aquellos dieciocho hombres sobre los
cuales cayó la torre de Siloé y los mató, ¿pensáis que fuesen los más culpables
de todos los moradores de Jerusalén? Os digo que no: mas si vosotros no
hiciereis penitencia, todos pereceréis igualmente» (Lc 13, 1-5). Lucas prosigue:
«Y les añadió esta parábola: Un hombre tenía plantada una higuera en su viña,
y vino a ella en busca de fruto y no lo halló. Por lo que dijo al viñador: Ya ves
que hace tres años seguidos que vengo a buscar fruto en esta higuera, y no lo
hallo. Córtala, pues» (Lc 13,6-7).
La penitencia es un mandato para todos los que han pecado, incluso para
aquellos que no han pecado gravemente. Hasta el más pequeño pecado exige
penitencia, y sólo puede ser perdonado cuando ha sido retractado por la
penitencia. Sabemos cuán dados a la penitencia eran los santos aun cuando sólo
tuvieran que acusarse de leves pecados e imperfecciones. En San Luis, Dios ha
«hermanado una admirable inocencia de vida con una asombrosa penitencia», y
a San Pedro de Alcántara lo ha «ilustrado con el don de una admirable
penitencia y de una altísima contemplación» (Colecta). Cómo San Agustín se
arrepiente de los pecados y faltas de su juventud, y cómo hizo penitencia por
ellas, nos lo dice él mismo en sus preciosas Confesiones. La penitencia es la
puerta de entrada al «reino de los cielos» de la gracia santificante, de la filiación
divina, sobre todo al «reino de los cielos» de la perfección cristiana, del santo
amor a Dios, de la plenitud de los dones del Espíritu Santo, y de la vida
verdaderamente santa. Cuanto mayor es la aversión al pecado y a todo lo que
desagrada a Dios, le deshonra y le ofende, tanto mayor unión habrá con Dios, y
una vida tanto más rica en gracia y en virtud. La penitencia es precisamente
volver del pecado, rechazarlo, empezando por el primer odio hasta llegar a la
completa cancelación del pecado y de la pena, y al propósito decidido de querer
lo bueno, lo santo, lo que honra y glorifica a Dios. La penitencia es el dolor del
alma por el pecado cometido, y el querer resuelto de expiarlo y dar a Dios
satisfacción por la ofensa. Es una forma determinada de la justicia; quiere
eliminar del mundo la injusticia cometida contra Dios por el pecado y
restablecer el derecho de Dios –derecho violado por el pecado–, para que nos
sirva, para que podamos amar a Dios de todo corazón y con todas nuestras
fuerzas, y podamos vivir para Él. ¿Quién va a poner en tela de juicio que la
virtud de la penitencia es una virtud grande y sublime?
2. Aun aquellos que cometieron, no pecados graves, sino tan sólo veniales y
faltas de flaqueza, necesitan la penitencia. Por desgracia, expresa la verdad la
grave frase que San Ambrosio, doctor de la Iglesia, escribe en su obra sobre la
penitencia: «Más fácilmente he hallado personas que conservaron la inocencia
que no personas que hicieron verdadera penitencia» (2, 10). Es así; nosotros,
los hombres, aun cuando queremos hacer penitencia, tenemos que vencer en
nosotros cierta oposición; no nos gusta oír hablar de penitencia y expiación, y
realmente hoy día, en las conferencias y publicaciones religiosas, oímos y
leemos poco sobre la penitencia. Es cosa propia del espíritu de la época. Y, sin
embargo, todos pecamos, aun nosotros, los hombres de hoy. Y por lo mismo
necesitamos hacer penitencia, tanto más cuanto más nos interesa llegar a la
unión perfecta con Dios, rendirle un servicio perfecto y vivir para Él total y
perfectamente.
Penitencia y satisfacción por los pecados que Dios nos ha perdonado ya. Pero,
¿no pecamos por desgracia todos los días, de una manera o de otra? ¿No
tenemos, pues, todos los días bastantes motivos nuevos para arrepentirnos, para
expiar, para hacer penitencia, para ofrecer satisfacción y restablecer el honor
ultrajado de Dios?
Así, pues, todos nosotros necesitamos hacer penitencia. Y también por otro
motivo: La penitencia será para nosotros una poderosa ayuda en la lucha por
llegar a la cumbre de la vida cristiana. Un factor esencial en la vida interior es el
espíritu de humildad, y apenas habrá otra cosa que nos haga tan pequeños y
humildes ante Dios, el santo, el infinitamente puro y sublime, como el
conocimiento y reconocimiento doloroso del hecho de haber pecado contra Él,
de haber pecado mucho y a menudo, de pensamiento, palabra y obra. El
recuerdo del pecado y de la infidelidad que cometimos y que Dios en su
misericordia nos perdonó, fomenta en nosotros la gratitud para con Dios, que
nos perdona y perdonó nuestros pecados, y para con nuestro Redentor, que
mediante su Pasión y muerte nos ha merecido de Dios el perdón. «Al que
mucho se le perdona, ése ama también mucho» (Lc 7, 43). La penitencia nos
hace pacientes y fuertes para llevar nuestra cruz diaria; nos hace comprender
más profundamente la vanidad de los goces y bienes de este mundo y nos
despega interiormente de las cosas terrenas. Cuando hay espíritu de penitencia,
crece en nosotros la delicadeza de conciencia y la firmeza frente a todo lo
torcido, a todo lo que ofende a Dios. Y no olvidemos que la penitencia produce
en el alma una alegría espiritual duradera, íntima y honda, que para la vida
interior es de tanta importancia.
.......
.......
(Ps 37).
2. El pecado (1)
«En verdad que si me hubiese llenado de maldiciones un enemigo mío, lo hubiera sufrido con paciencia; y
si me hablasen con altanería los que me odian, podría acaso haberme guardado de ellos. Mas tú, oh
hombre, que aparentabas ser otro yo, mi guía y mi amigo; tú, que juntamente conmigo tomabas el dulce
alimento, que andábamos de compañía en la casa de Dios... ¡Ah! ...Arrebate a los tales la muerte; y
desciendan vivos al infierno: ya que todas las maldades se albergan en sus moradas» (Ps 54, 13-16).
1. «Oh tú, amigo mío». ¿O no es amigo mío el que lo hace todo por mí? El
primer paso de amistad lo dio Él al «anonadarse a sí mismo tomando la forma
de siervo, hecho semejante a los demás hombres y reducido a la condición de
hombre» (Phil 2, 7). Él, el verdadero hijo de Dios, ¿pudo hacer más que
descender desde las alturas de su divinidad a nosotros, los hombres, para
hacerse hermano nuestro, verdadero hombre, uno de nosotros? Sí. «Él se
humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz»
(Phil 2, 8). Éste es el segundo paso que el Hijo de Dios dio para entablar
amistad con nosotros, paso infinitamente penoso, torturador y lleno de
sacrificio. «El cual me amó, y se entregó a sí mismo a la muerte por mí» (Gal 3,
20), a una muerte amarga en la cruz. «Nadie tiene amor más grande que el que
da su vida por sus amigos» (Ioh 15, 13). Pues eso ha hecho por nosotros Cristo,
el Hijo de Dios.
Otro paso más de amistad dio al arrancarnos de nuestro pecado y sacarnos del
alejamiento de Dios mediante el santo bautismo, y elevarnos de nuestra bajeza a
la sublimidad de su propia vida haciéndonos sarmientos suyos, sarmientos de la
Vid, y miembros de su cuerpo. ¿Pudo hacer más por nosotros? Sí, siempre que
lo deseemos, hace aún más por nosotros. En la sagrada comunión viene
diariamente a nuestro corazón. A diario ansía venir a nosotros, para infundirnos
su vida y llenarnos de su santidad, de su fuerza y de su espíritu. ¿No es esta
amistad la más íntima y santa? Y no es más que el preludio de aquella
bienaventurada amistad que Él nos quiere ofrecer en el cielo: una convivencia
con Él, eterna e inseparable, en la que, desinteresadamente, compartirá con
nosotros todos sus bienes, su herencia entera, que le compete a Él como Hijo de
Dios. «Oh tú, amigo mío».
Oración
«Padre, pequé contra el cielo y contra ti; ya no soy digno de ser llamado hijo tuyo, trátame como uno de
tus jornaleros» (Lc 15, 18 s).
Ése es el hombre que en el pecado mortal se aleja del Padre. ¡Con qué amor le
creó Dios y le adornó con talentos y energías! ¡Con qué amor en el santo
bautismo le sacó de su alejamiento de Dios y le incorporó a su Hijo unigénito,
para poderle recibir en Cristo como hijo suyo y dedicarle todo su amor paterno!
¡Qué magnífica herencia le ha destinado! Nada menos que las riquezas de
Cristo, del «Primogénito entre muchos hermanos» (Rom 8, 29), la gracia y los
méritos de Cristo, la salvación y redención de Cristo, la vida y muerte de Cristo,
la herencia de Cristo en el cielo.
«Se marchó a un país muy remoto, y allí malbarató todo su caudal viviendo
disolutamente. Después que lo gastó todo, sobrevino una grande hambre en
aquel país» (Lc 15, 13 s), El caudal de la gracia, de la filiación divina, de la
virtud y de la grandeza moral, el don divino de la inhabitación del Padre y del
Hijo y del Espíritu Santo en su corazón, el bien de la cruz, de la santa fe y de la
nobleza divina del alma, todo lo derrocha él en una vida disipada, entregado a
la sensualidad y los goces terrenales...
A nosotros, los hombres, Dios nos da lo más querido que tiene, lo más alto y
más sublime que puede haber en el cielo y en la tierra: Jesucristo, Dios y
hombre, que no sólo es Dios, alabado en toda la eternidad, sino que también
como hombre encierra en sí toda la dignidad, toda la nobleza, toda la grandeza
de la creación entera; aún más, abarca en sí solo infinitamente más dignidad y
valores que la creación entera en conjunto. Este preciado bien nos lo da el
Padre a nosotros; nos da la persona de Jesús, la vida de Jesús, la gracia de
Jesús, los infinitos méritos de Jesús, la verdad de Jesús, la oración de Jesús, el
corazón de Jesús, el cuerpo y la sangre de Jesús, su divinidad y humanidad,
todo absolutamente. ¿Y el hombre que peca? Rechaza con mano desdeñosa
este supremo don del Padre. Lo que para el Padre, lo que para el cielo y la
tierra, para los ángeles y los hombres es y debe ser el bien supremo, eso, para el
pecador, no vale nada. El pecador lo rechaza, lo desprecia. ¿Por qué? Un placer
momentáneo, un goce, la voluntad propia, valen para él más que Cristo, el Hijo
de Dios. ¡Qué postergación, qué desprecio de Cristo, de Dios!
El Padre ha escogido al hombre para que sea su hijo, «nacido de Dios» (Ioh 1,
13), le ha introducido por Cristo Jesús en el parentesco y familia de Dios, le ha
revestido con la noble vestidura de la gracia santificante, le ha llamado a
participar en la vida bienaventurada del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo.
Allí beberá el alma eternamente, a grandes tragos, de las fuentes de la verdad y
de la paz.; allí, hasta la misma carne, hoy todavía mortal, animada por una vida
nueva y eternamente juvenil, será sumergida en las delicias puras de Dios por
toda la eternidad. Todo esto, para el pecador, es nada: lo desprecia y arroja de
sí. ¿Por qué? Para sentirse desgarrado, ya ahora, por una intranquilidad, un
tormento interiores. Para tener toda una eternidad que le separe de Dios, de la
verdad, de la felicidad y de la paz; para tener toda una eternidad que le engañe
en todo aquello que su corazón ansía continuamente, con vehemencia; para
tener toda una eternidad en la que no podrá hallar nada más que lo que ahora
busca en su pecado: a sí mismo, al hombre, con toda su vaciedad y soledad;
para tener toda una eternidad con la hez de los ángeles y de los hombres, de los
diablos, de los esclavos de sus pecados y pasiones; por eso rechaza la filiación
divina, la gracia y la bienaventuranza eterna. ¡Qué insensatez! ¡Qué crimen tan
terrible no sólo contra Dios y contra Cristo, sino también contra el pecador
mismo, contra su propia razón, contra su propia felicidad, contra su
bienaventuranza eterna, contra su alma, contra su cuerpo! «Padre, he pecado».
Uno de los medios más excelentes para evitar el peligro del pecado, y
robustecernos de manera que resistamos al pecado y lo venzamos, es la
confesión frecuente. Bien hecha, preserva de la tibieza, que lenta, pero
seguramente, lleva al pecado mortal. Ella da constantemente nuevo impulso a
las buenas aspiraciones, y une cada vez más íntimamente nuestra voluntad con
el bien, con Cristo, con Dios y con su santísima voluntad.
Oración
.......
Queda, pues, en pie la palabra de la Escritura: «No hay hombre justo en la tierra
que haga el bien y no peque jamás». Una persona tuvo el privilegio de no
cometer en toda su vida ni el más leve pecado: la Virgen María, Madre de Dios.
Tal es la fe de la Iglesia (Concilio de Trento, sesión 6.ª, can. 23; Dz 833).
El pecado venial hace al alma poco grata a Dios. ¿Cómo podría Dios mirar con
complacencia ese juego del alma con lo prohibido, esa vacilación entre Él y lo
que Él tiene que odiar? ¿No ha de repugnarle? y ¿entonces? Nos iremos
substrayendo cada vez más a la influencia provechosa del sol de la gracia. La
delicadeza de conciencia, la pureza de corazón, la fina sensibilidad para con
Dios y sus valores, van disminuyendo. Sin notarlo, vamos bajando y
cometemos pecados veniales habituales, caemos en el estado de tibieza; y nos
encontramos en la miseria.
Oración
«Al modo que mi Padre me amó, así os he amado yo. Perseverad en mi amor» (Ioh 15, 9).
«Al modo que mi Padre me amó, os he amado yo». Con la plenitud de espíritu
que recibe del amor del Padre, nos abarca también a nosotros, para
comunicarnos su vida, su riqueza y su gloria. Se entrega a nosotros. Por eso en
el santo bautismo nos unió tan estrechamente a Él. Nosotros estábamos muertos
en el orden sobrenatural. Él nos arrancó de la muerte y nos introdujo en su vida,
así como el Padre lo había introducido a Él, el hombre Jesús, en la participación
de la vida divina. Ahora Cristo quiere ser posesión y propiedad nuestra. Todo lo
que no es Él es demasiado poco para nosotros, es como nada; Él quiere ser el
contenido de nuestra vida; Él, con su vida infinitamente preciosa, con su poder
sobre el pecado, con sus virtudes y con su radiante santidad. Siendo por
nosotros mismos tan pobres, hemos llegado a ser ahora infinitamente ricos en
Cristo.
¡Cuán feliz sería Él si pudiera infundirnos su gracia y su vida, sin tropezar con
obstáculos! ¡Cuán fructífera sería su gracia en nosotros! «Quien permanece en
Mí y Yo en él, ése produce mucho fruto». La gracia podría sin obstáculo
desarrollar su virtud; sometería por completo y tomaría a su servicio la
naturaleza con sus aptitudes, inclinaciones y aspiraciones; todo quedaría
santificado, todo se haría en Cristo y con Cristo. ¡Todo sería tan provechoso en
el tiempo y en la eternidad, para nosotros y para toda la santa Iglesia! ¡Cuán
feliz sería Él si pudiese hacer florecer sin ningún impedimento, en nosotros y
por medio de nosotros, su vida de oración, su obediencia al Padre, su pureza, su
amor de la pobreza y de los padecimientos, su caridad para con los hombres!
¡Él, la vid, por medio de nosotros, los sarmientos! ¡Cuán rica, cuán valiosa,
cuán grande y elevada sería toda nuestra vida, con sus acciones y
padecimientos! Pero el pecado venial... ¿No deberíamos, pues, hacer todo lo
posible para eliminar completamente de nuestra vida el pecado venial y ante
todo el pecado venial deliberado?
Oración
«Ten por cierto que se trata del punto más importante de la vida espiritual, y que
todas las prácticas piadosas, cualesquiera que ellas sean, no podrán conducirte a
Dios hasta que hayas ascendido al último peldaño de esta pureza [la exención
de pecados veniales deliberados]» (Pergmayr), Así opinan los santos respecto
del pecado venial. Toda nuestra vida religiosa, sobrenatural, depende de la
medida en que eliminemos de nuestra vida el pecado venial. De ahí la
importante cuestión: ¿Cómo y con qué medios llegaremos a dominar el pecado
venial, sobre todo el deliberado?
Prácticamente es muy importante que nos formemos una idea acertada acerca
de la naturaleza y alcance de los pecados veniales. Si miramos con los ojos de
la fe, vemos claramente que el pecado venial, por ser una postergación y ofensa
del Dios santo, es para nosotros y para la comunidad de nuestra familia, de la
parroquia, del claustro, de la Iglesia y de la humanidad, una gran desgracia y un
perjuicio verdadero. Cuanto con mayor acierto juzguemos y valoremos el
pecado venial, tanto más lo rechazaremos e iremos venciéndolo. No menos
importante es que tengamos una idea justa y principios adecuados respecto de
las llamadas «pequeñeces», de los pequeños preceptos y de los pequeños
deberes. Pues muy fácilmente nos persuadimos de que se trata de cosas muy
pequeñas, de prescripciones y reglas que podemos descuidar sin perjuicio, de
las que podemos prescindir sin escrúpulos, que podemos y debemos tratar con
amplio criterio, a las que no necesitamos dar importancia. Fácilmente creemos
que Dios no es tan mezquino y no mira tan minuciosamente. Eso es un error
pernicioso. Como si pudieran darse en la vida del alma cosas y prescripciones
pequeñas y sin importancia. En cuanto miramos estas cosas pequeñas a la luz
de la fe, se agrandan. En cada prescripción y regla, aun la más insignificante, se
manifiesta, para el que vive de la fe, la voluntad de Dios. Y no se detiene en lo
pequeño, sino que con los ojos de la fe, tras el envoltorio exterior de las reglas,
del deber, del encargo recibido, de la súplica que se le ha hecho, ve la plenitud
interior, es decir, la voluntad de Dios, el encargo de Dios, el deseo y la
exigencia de Dios. Y consiente pronunciando con toda el alma un: «Sí, Padre,
porque así te place». La fe le hace fácil, hasta lo convierte en una necesidad
para él, el ser fiel en lo pequeño, en lo mínimo, por amor de Dios. Lo pequeño
no le hace mezquino ni pedante, sino que, al contrario, le engrandece. Si esto
vale para todas las circunstancias y situaciones de la vida cristiana, valdrá de un
modo especial para los religiosos. Cuanto más respeten y con mayor fidelidad
cumplan sus votos y sus reglas, con espíritu de fe y amor a Dios, cuya voz
escuchan en toda regla y disposición, tanto más crecerá en ellos el hombre
interior y tanto más se robustecerán para vencer infidelidades, transgresiones,
pecados veniales.
En este esfuerzo por vencer los pecados veniales es de suma importancia saber
conducirse en punto a los pensamientos e impulsos de toda clase que van
surgiendo: impaciencia, falta de caridad, orgullo, envidia, celos, etc. No es un
procedimiento acertado el «rechazar» sencillamente estos pensamientos e
impulsos o «combatirlos». Ciertamente, hemos de combatirlos, pero ¿cómo?
Indirectamente. Tan pronto como advirtamos uno de esos pensamientos o
impulsos, volvámonos a Dios, a Cristo con la súplica de que nos ayude, o con
un acto de confianza en su gracia y auxilio; o cuando las dificultades, los
fracasos y contratiempos estén a punto de excitarnos, recurramos al Señor con
un acto de sumisión a su voluntad: «Hágase tu voluntad», «para tu gloria». De
esa manera los pensamientos que surjan, y que son para nosotros ocasión de
pecado, se hacen inofensivos en el momento mismo de presentarse; incluso
aprovecharemos una tentación de impaciencia, de irritación a modo de oración,
la convertiremos en un acto de paciencia, de entrega a Dios y sus designios.
¡Cuán fácil sería evitar de esta manera los pecados veniales!
La confesión frecuente nos obliga de esa manera a luchar con todo empeño
contra el pecado venial deliberado. Ésas deben ser nuestra actitud y nuestra
inquebrantable resolución si nos cabe en suerte la gracia de confesarnos
frecuentemente. Por otra parte, es claro que la confesión frecuente se mostrará
verdaderamente buena y fructuosa precisamente si nos afianzamos cada vez
más en esta nuestra actitud respecto del pecado venial. El esfuerzo y empeño
noble por superar los pecados veniales conscientes y las infidelidades de toda
clase es el barómetro en el que podemos leer hasta qué punto practicamos con
seriedad y con fruto la confesión frecuente.
Oración
«Y para que la grandeza de las revelaciones no me envanezca, se me ha dado el estímulo de mi carne, que
es como un ángel de Satanás, para que me abofetee. Sobre lo cual por tres veces pedí al Señor que le
apartase de mí. Y me respondió: Te basta mi gracia; porque el poder mío brilla y consigue su fin por medio
de la flaqueza. Así que con gusto me gloriaré de mis flaquezas, para que haga morada en mí el poder de
Cristo» (2 Cor 12, 7-9).
1. Hay muchas personas que han logrado que les sea imposible cometer
siquiera el más pequeño pecado consciente, deliberado. Sin embargo, todos los
días tienen que reprocharse en mayor o menor grado determinadas faltas, que
las oprimen y humillan, que las comprometen ante los demás y que son motivos
de escándalo. Y eso a pesar de los mejores propósitos, a pesar de la mejor
voluntad, a pesar de todos los esfuerzos para librarse de esas faltas.
Ésas no son faltas nacidas de mala voluntad, ni tampoco faltas cometidas con
los ojos abiertos, con plena advertencia del espíritu o con entera libertad de la
voluntad; tampoco son fruto de un criterio que mira el pecado venial
sencillamente como una bagatela, como cosa sin ninguna importancia. Son
«pecados de flaqueza», es decir, pecados, faltas nacidas de la debilidad
humana, y, en fin de cuentas, consecuencia del pecado original. Esas faltas son,
en sí mismas, miradas objetivamente, transgresiones de un mandamiento. Así,
por ejemplo, el pronunciar con ligereza el nombre de Dios, lo cual, no obstante,
considerado desde el punto de vista de aquel que de manera completamente
irreflexiva pronuncia el santo nombre, no es verdadero pecado, porque faltan
las condiciones del pecado, a saber, la conciencia, la advertencia y el sí
enteramente libre de la voluntad; y faltan por completo (como en el caso de
pronunciarse de un modo irreflexivo algún nombre sagrado), o en el sentido de
que el querer libre se ve cohibido y limitado hasta tal punto, que no puede darse
verdadero pecado.
Oración
2. ¿Qué cosa es la perfección cristiana? No está fuera de los demás deberes del
cristiano, ni más allá de ellos. No consiste en ningún deber especial, sino
solamente en el esfuerzo de hacer por entero, con toda seriedad y en todo su
alcance, lo que estamos obligados a hacer y sacrificar, en la Iglesia y en el
Estado, como hombres y como cristianos, en casa y en público, en lo natural y
en lo sobrenatural. Ella es el compendio de todos los deberes.
Somos perfectos en la medida en que amamos. Amor, caridad tiene todo el que
se encuentra en estado de gracia santificante, es decir, el que guarda los
mandamientos de Dios y, por consiguiente, no comete ningún pecado grave.
¿Es por eso ya perfecto? No; perfectos en el verdadero sentido lo seremos tan
sólo desde el momento en que la caridad sea en nosotros tan fuerte y eficaz, que
nos eleve por encima, y nos libre, de toda o casi toda infidelidad, transgresión y
pecado venial, de alguna manera conscientes y deliberados. Sí, verdaderamente
perfectos sólo llegamos a serlo cuando el amor a Dios nos hace y mantiene tan
fuertes y avisados, que, en la medida de lo posible, evitamos hasta los pecados
y faltas por precipitación y por flaqueza, y disminuimos su número e índole.
Pero eso sería únicamente un lado de la vida perfecta: el lado negativo. La
perfección aparece en toda su grandeza y plenitud si la miramos por su lado
positivo. Ella hace todo el bien, es decir, hace todas y cada una de las cosas
mandadas por Dios y que no podría omitir sin pecado y ofensa de Dios. Sí, la
caridad va más allá de lo mandado por Dios, de lo que es estricto deber, y, en la
medida que le es posible, hace mucho más que lo que está mandado y puede
omitir o hacer de otra manera sin pecar. No hace únicamente lo que es bueno y
justo: trata también de hacer lo que es mejor, lo que más honra a Dios, lo que
más favorece sus intereses y más le agrada. Ésa es la caridad en su cumbre, en
su perfección; ella no solamente excluye todo lo que tiene que desagradar a
Dios, sino que excluye además todo lo que tendría que agradar menos a Dios e
impulsa a lo que más agrada a Dios y más le glorifica y honra. La perfección
realiza todo bien. Y lo hace completamente desde dentro, es decir, por amor a
Dios, por Él, para honrarle y para hacer su santa voluntad. Y exteriormente, con
entera fidelidad, puntualidad, atención y cuidado. Y todo eso no sólo por un par
de días o meses, sino duraderamente, día por día, mes por mes, durante toda la
vida, sin cansarse y con esfuerzo siempre nuevo para lograr mayor perfección,
mayor pureza y santidad.
Eso es lo que ante todo necesita nuestra época: cristianos y religiosos enteros,
verdaderos, perfectos, almas que tomen con toda seriedad el sermón de la
montaña. ¿Cómo es que tantos sacerdotes y religiosos y «almas devotas» viven
de una manera meramente natural, refunfuñan cuando alguna vez son
reprendidas o se las trata poco amistosamente, son muy sensibles a la estima y
al aplauso de los hombres, aman la comodidad y buscan lo que adula a su amor
propio? En primer lugar, ello obedece a que con sus pecados veniales y con sus
muchas imperfecciones obstaculizan la operación del Espíritu Santo en su alma,
ya que no se esfuerzan bastante para librarse de los pecados veniales y de sus
raíces. Lo primero ha de ser, pues, vencer los pecados veniales.
Oración
Señor, Tú que mediante la gracia del Espíritu Santo has infundido en los
corazones de tus creyentes los dones de la caridad, concédenos que te amemos
con todas nuestras fuerzas y que con todo amor realicemos lo que es de tu
agrado. Amén.
9. Las imperfecciones
1. El Evangelio nos pone ante la vista un ideal elevado: «Es menester que
cumplamos con toda justicia» (Mt 3, 15). El Señor recomienda el celibato «por
amor del reino de los cielos» (Mt 19, 12). Al joven rico le explica Jesús: «Si
quieres ser perfecto, anda y vende cuanto tienes y dáselo a los pobres y tendrás
un tesoro en el cielo; ven después y sígueme» (Mt 19, 21). Y nos dice: «No
hagáis frente al malo. Más bien a quien te da una bofetada en la mejilla derecha,
ofrécele también la otra. Y al que quiera pleitear contigo y tomarte la túnica,
déjale también el manto. Y a quien por fuerza te llevare una milla, vete con él
todavía otras dos. A quien te pide, dale. Y a quien quiere tomar de ti dinero
prestado, no le rechaces» (Mt 5, 39 ss). A uno que le quiere seguir, pero antes
quiere dar sepultura a su padre, le dice: «Deja a los muertos enterrar a sus
muertos, mas tú anda y anuncia el reino de Dios» (Lc 9, 60).
«Todo cuanto queráis que los hombres os hagan a vosotros, hacedlo asimismo
vosotros a ellos» (Mt 7, 12). Lo que Él ha enseñado, eso lo ha practicado Él
mismo del modo más perfecto.
2. ¿En qué consiste este obrar imperfecto? Hacemos algo bueno, o por lo
menos moralmente indiferente, no hacemos nada malo ni pecaminoso. Lo que
hacemos no es, pues, en sí, ningún pecado, ninguna transgresión de un
mandamiento divino. Pero a menudo no deja de tener alguna falta en lo que
concierne a la causa de la que brota la acción imperfecta. Esta causa es una
inclinación desordenada a una persona, a un trabajo, a la salud, al dinero y a las
riquezas; o una cierta sensualidad, temor al sacrificio, comodidad, alguna forma
cualquiera de egoísmo desordenado, en el fondo más íntimo, una tendencia
torcida de la voluntad. En virtud de esta orientación pecaminosa de la voluntad,
de la cual brota la imperfección, puede la imperfección ser objeto de la santa
confesión. Y aun cuando la imperfección no sea en sí misma ningún pecado,
sin embargo, para la formación y desarrollo de la vida interior, es de
importancia decisiva. Es y continúa siendo la posposición de un deseo de Dios,
de algo que, humanamente hablando, Dios espera de nosotros, a un placer o a
un desplacer que se apodera de nosotros. Dios no me manda, pero sí me
recomienda, que haga tal cosa y la haga de esa manera, pero yo no atiendo a su
deseo porque prefiero una cosa que me es más grata. Bebo un vaso de agua
para apagar mi sed. El motivo determinante de que yo beba es mi deseo de
apagar mi sed. A Dios le he olvidado por completo. Me he parado en mí
mismo, en mi satisfacción. Mi yo, mi necesidad en primer lugar, antes de Dios.
¿Es eso un pecado? No. ¿Es un obrar imperfecto? ¿No podía ser mejor, más
perfecto? Sí, podía y debía ser mejor. Eso es una imperfección: nos buscamos a
nosotros mismos antes que el honor de Dios, y eso en cosas y acciones buenas
y moralmente indiferentes, y cuando no hay ofensa expresa de Dios. Es un
desorden, un trastorno del verdadero orden, que reclama que Dios ocupe el
primer lugar y yo el segundo. Por eso la imperfección es siempre una
desvalorización de lo bueno que podríamos hacer; una desvalorización de toda
nuestra vida, que va formándose de acciones buenas o moralmente indiferentes.
Por eso, mediante nuestra conducta imperfecta, nos privamos de muchas gracias
y del impulso, del acicate moral. La vida religiosa entera es detenida y
obstaculizada en su desarrollo. Nos quedamos retrasados en el crecimiento, y
nos asemejamos a un hombre que no se ha desarrollado: un enano, una figura
contrahecha. Tendríamos que trabajar con cinco talentos, pero rendimos tan sólo
como si se nos hubiesen confiado dos. ¿Puede estar Dios satisfecho de
nosotros? Debemos, pues, poner mucho empeño en elevarnos por encima de
nuestro obrar, muy imperfecto. ¿Cómo? Educándonos para una visión profunda
de la santidad y grandeza de las cosas de la vida sobrenatural, para una alta y
verdadera estima de lo «mejor», de lo perfecto; es decir, en último término, de
la gloria de Dios, de la alabanza de Dios. Gracias a la profunda estima de lo
perfecto y del cielo por la gloria de Dios, lograremos no quedar ya parados y
aturdidos en los motivos puramente naturales y humanos, como lo hacemos en
general. Nos elevaremos hasta por encima de los motivos del temor al castigo
de Dios y de esperanza en el cielo, es decir, nos elevaremos sobre los motivos
de la caridad imperfecta. Sobre todo procuraremos seguir siempre el camino del
amor perfecto a Dios y a Cristo. No, por cierto, sofocando los motivos e
impulsos naturalmente nobles, sino subordinándolos en lo que tienen de buenos
y de nobles al gran motivo de la caridad perfecta y poniéndolos a su servicio.
Dios, su gloria, su voluntad, su deseo, su interés es lo que nos interesa por
encima de todo. En todo y a través de todo avanzamos hacia Él con una
profunda mirada de fe y con un corazón lleno de amor. Cuanto más nos
dejemos guiar y determinar por la caridad perfecta de Dios, tanto más nos
purificaremos de las imperfecciones y nos elevaremos a una manera perfecta de
obrar, a una glorificación perfecta y total de Dios. Sólo entonces se cumplirá
plenamente el sentido de la vida cristiana, observando el mandamiento
principal: «Amarás al Señor, Dios tuyo, de todo corazón y con toda tu alma y
con toda tu mente» (Mt 22, 37).
Un gran auxiliar puede y debe ser para nosotros el confesor. También para él lo
importante es que lleguemos a las cumbres de la vida perfecta, y que lo bueno
que hacemos lo hagamos por completo, con perfección.
Oración
1. Escribe SAN AGUSTÍN en su obra De civitate Dei, 14, 28: «Dos amores
distintos han edificado ambas ciudades, la ciudad de Dios y la del demonio, la
del mundo: el amor a sí mismo hasta llegar al desprecio de Dios edificó la
ciudad del mundo, el amor a Dios hasta llegar al desprecio de sí mismo edificó
la ciudad de Dios». En torno a estas dos formas del amor gira toda la vida y el
destino del hombre Y de la humanidad.
El ordenado amor a nosotros mismos nos ha sido dictado como norma de amor
al prójimo: «Ama al prójimo como a ti mismo» (Mt 19, 19). Y San Pablo
escribe: «Nadie aborrece jamás su propia carne, sino que la alimenta y la abriga
como Cristo a la Iglesia» (Eph 5, 29). La Iglesia defiende la razón del ordenado
amor a sí mismo, rechazando las diversas herejías que pretenden sea pecado
hacer u omitir algo con miras a la propia bienaventuranza. Asimismo declara
imposible que siempre y continuamente persigamos nuestra propia perfección,
virtud y bienaventuranza sólo por amor a Dios y con exclusión de toda atención
a nuestros propios deseos de felicidad (cf. Dz 1330 ss, 1345). No; nos está
permitido amarnos a nosotros mismos, querernos y desearnos bien, incluso
debemos amarnos a nosotros mismos; así lo pide nuestra naturaleza, a la que es
profundamente innato el deseo de felicidad. ¿No podemos, no debemos acaso
amar a Dios, al prójimo, a la virtud, a la eterna bienaventuranza también por
razón de ser un bien para nosotros, por responder a nuestro natural impulso
hacia la felicidad, a nuestros más profundos deseos? Sí; este amor a nosotros
mismos es la premisa natural, la condición previa y base natural de nuestro
amor a Dios, según las palabras de San Bernardo: «Primero se ama el hombre a
sí mismo por sí mismo; luego ve que no se basta, y ama a Dios, no por amor a
Dios, sino por amor a sí mismo; luego aprende a penetrar más profundamente
en Dios y ama a Dios por amor a Él y no por amor a su propio yo» (De dilig,
Deo, 15, 39). Nos está permitido desear bienes naturales: talento, sabiduría,
grandeza de carácter, noble humanidad, fuerza de voluntad. También podemos
amar al cuerpo y cuidar rectamente de él, pero de forma que la principal
atención sea para nuestra alma, que sea dueña y señora del cuerpo y de la carne,
que gane en virtud, se acerque a Dios y alcance la eterna salvación. El amor a
nosotros mismos estará perfectamente ordenado cuando nos amemos por amor
de Dios, es decir, como criaturas, como hijos de Dios, como instrumentos de su
gloria, capacitados y llamados para servirle, para trabajar y sufrir por Él, recibir
sus dones y su gracia y emplearlos en hacer su santa voluntad.
El amor a nosotros mismos también nos asalta a los cristianos que nos
esforzamos por vivir una vida digna de Dios y de Cristo. Él nos hace
experimentar por la propia persona mayor agrado y complacencia de lo que
merece. Por eso quita el amor debido a Dios y al prójimo. No es raro que
anteponga el cuerpo, la salud, el bienestar y la satisfacción corporal, la fuerza y
belleza físicas al bien del alma y se preocupe desproporcionadamente por estos
valores de segundo orden. En la vida religioso-espiritual, aspira
desmedidamente a una mayor virtud y a la ausencia de toda falta y «debilidad»
por un secreto deseo de «ser alguien», por orgullo y vanidad.
Resulta, pues, claro que toda noble humanidad y todo progreso sobrenatural se
basan en la destrucción del amor de sí mismo. Solamente sobre las ruinas del
amor a sí mismo puede alzarse el hombre naturalmente noble y, ante todo, el
hombre nuevo, el hombre de la gracia. Por eso interesa ante todo liberarse del
desordenado amor de sí propio, del egoísmo. Y esto, en cuanto está al alcance
de nuestros esfuerzos, mediante mucha oración, mucho dominio de las propias
inclinaciones y pasiones, del orgullo, de la vanidad, de los caprichos, del
espíritu de contradicción, de la charlatanería, de la curiosidad, por medio de una
vida de obediencia, de completa integración en la vida de comunidad, por
medio de una vida de consciente y abundante caridad para con el prójimo. Por
eso es la caridad algo tan hermoso, grande y deseable, porque preserva del
amor a sí mismo y lo expulsa del espíritu. Sí, sólo por medio de la caridad
puede el hombre verse libre del amor a sí mismo: cuanto más crece en nosotros
el amor a Dios, a Cristo, al prójimo, tanto más decrece el amor a uno mismo.
De todos modos, la tarea principal en la lucha contra el amor a sí mismo debe
asumirla el mismo Dios. En su amorosa preocupación por nosotros, nos lleva a
su escuela, a la escuela del dolor, de las humillaciones, de los padecimientos
físicos, de las dificultades, fracasos, desengaños, enfermedades: de las pruebas
y sufrimientos internos, sequedades y tentaciones de todas clases. Con ello nos
proporciona un más profundo, curativo y experimentado conocimiento de
nuestra propia insignificancia, de nuestra inclinación al pecado y falta de freno,
y poco a poco nos aparta de la admiración del propio yo, de la excesiva
confianza en nosotros mismos, de la vanidad y del secreto orgullo. Es un
proceso doloroso pero completamente necesario si ha de formarse en nuestro
interior el hombre auténtico y noble, el cristiano, el cristiano cabal.
Oración
Es una realidad horripilante que existan tantas personas que han empezado con
celo y buenos resultados, pero que luego, paso a paso, casi sin notarlo, han
caído en la tibieza. Tibio es el hombre, el cristiano que es paciente mientras no
tiene nada que sufrir, que es manso mientras en nada se le contradice, que es
humilde mientras no se le toca un punto en su honra. Tibio es quien desea ser
santo sin que le cueste trabajo y renunciamiento; quien trata de conquistar las
virtudes sin mortificación, que quiere hacer muchas cosas, menos hacerse
violencia para conquistar el reino de los cielos. Tibieza hay cuando nos
sentimos inclinados a abandonar sin motivo importante nuestras prácticas de
piedad: oración, meditación, lectura, visitas al Santísimo Sacramento. Tibieza
hay cuando las prácticas que realizamos las hacemos con negligencia, a medias,
con distracción y superficialidad habituales. Signo de tibieza es el despreciar las
llamadas «pequeñeces» y dejar pasar sin aprovecharlas las diarias
oportunidades que se nos presentan para el bien, sobre todo cuando hacemos
las paces con los pecados veniales pensando que es suficiente evitar los pecados
graves.
No por causa de faltas aisladas merece uno el reproche de ser tibio. La tibieza
es más bien un estado que se caracteriza por no tomar en serio, de un modo más
o menos consciente, los pecados veniales, un estado sin celo por parte de la
voluntad. No es tibieza el sentirse y hallarse en estado de sequedad, de
desconsuelos y de repugnancia de sentimientos contra lo religioso y lo divino,
porque a pesar de todos estos estados puede subsistir el celo de la voluntad, el
querer sincero. Tampoco es tibieza el incurrir con frecuencia en pecados
veniales, con tal de que se arrepienta uno seriamente de ellos y los combata.
Tibieza es el estado de una falta de celo consciente y querida, una especie de
negligencia duradera o de vida de piedad a medias fundada en ciertas ideas
erróneas: que no debe ser uno minucioso, que Dios es demasiado grande para
ser tan exigente en las cosas pequeñas, que otros también lo practican así y
excusas semejantes.
2. «Porque eres tibio, y ni frío ni caliente, por eso voy a vomitarte de mi boca»
(Apoc 3, 15 ss). Tal es la maldición divina pronunciada sobre el alma tibia. ¿No
debemos, pues, poner todo nuestro empeño en preservarnos de caer en el estado
de tibieza, o salvarnos de él, caso de que en él hayamos caído, para no perderlo
todo, y quizás hasta la salvación eterna? La tibieza trae consigo el que nos
acostumbremos a una conciencia falsa y torcida, en virtud de la cual hasta los
pecados graves y más graves los consideramos como pequeñeces sin
importancia, insignificantes, apenas como pecados veniales. Es una ilusión de
graves consecuencias: «Tú dices: rico soy y me he enriquecido y de nada tengo
necesidad, y no sabes que eres un malaventurado y un miserable, y pobre y
ciego y desnudo» (Apoc 3, 17). Del obscurecimiento del juicio y de la
conciencia resulta una debilidad creciente de la voluntad. Uno se ha
acostumbrado a ceder en cosas pequeñas a la sensualidad, a la comodidad, a los
goces corporales, a la sensibilidad. Así, naturalmente, se llega a no ser tan
exacto tampoco en las cosas importantes. «El que es fiel en lo pequeño también
lo es en lo grande; y el inicuo en lo muy pequeño también en lo grande es
inicuo» (Lc 16, 10). Pronto llega la voluntad tan adelante, que todo otro
esfuerzo le resulta pesado. Y así resiste con demasiada facilidad al impulso y a
las inspiraciones de la gracia y abre su sensibilidad y su corazón a las cosas del
mundo y a sus goces. La desgracia es tanto más funesta e incurable cuanto que
el deslizarse hacia lo profundo apenas se nota, y se verifica con mucha lentitud.
De esa manera vive el hombre en ilusiones cada vez mayores y más fatales, y
trata de persuadirse de que todo ello no tiene importancia, y de que, a lo más, es
un pecado venial, etc. Que con este estado se da un golpe mortal a la vida del
espíritu, es cosa a todos manifiesta.
«Tengo contra ti que has aflojado de tu primera caridad. Recuerda, pues, de qué
altura has caído y arrepiéntete y haz de nuevo tus primeras obras, porque, si no,
vengo a ti y moveré de su lugar tu candelero, si no te arrepientes» (Apoc 2, 4
ss).
Señor y Dios mío, Tú que haces que en aquellos que a Ti te aman todo sirva
para su salvación, llena nuestros corazones de un amor inquebrantable a Ti,
para que ninguna tentación pueda desalojar las aspiraciones que Tú has
despertado en nosotros. Amén.
12. Los pecados de omisión
«Pues al que sabe hacer el bien y no lo hace se le imputa a pecado» (Iac 4, 17).
No basta con que el árbol exista: es preciso que dé frutos, que dé buenos frutos.
De lo contrario recaerá sobre él la sentencia: «El árbol que no da buenos frutos
es cortado y arrojado al fuego» (Mt 7, 19). En su día dirá el Señor a los que
queden a la izquierda: «Apartaos de mí, malditos, al fuego eterno, preparado
para el diablo y para sus ángeles. Porque tuve hambre y no me disteis de comer,
tuve sed y no me disteis de beber, fui peregrino y no me alojasteis... Entonces
ellos responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o
peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? Él les contestará
diciendo: En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos
pequeñuelos, conmigo no lo hicisteis» (Mt 25, 41-27). Ningún mal hacen a su
prójimo, pero tampoco le hacen el bien que pudieron hacerle. Por ello serán
separados a la izquierda, «e irán al suplicio eterno...».
El mismo P. Lallemant escribe: «Hay pocas almas perfectas porque pocas son
las que siguen las orientaciones del Espíritu Santo». Otro maestro de la vida
espiritual dice: «Toda nuestra esperanza de progresar en el camino de la vida
interior depende de las inspiraciones divinas», y de cómo las atendemos y
aprovechamos. Todo esto lo sabemos bien. Y a pesar de ello, aun cuando
estamos convencidos de lo mucho que las necesitamos, ¡las dejamos a menudo
desaprovechadas, e incluso damos lugar a que Dios, por nuestra negligencia,
vaya poco a poco dejando de dárnoslas! No podemos inferimos daño mayor
que el de dejar desatendidas las inspiraciones y estímulos de la gracia. Son tan
abundantes que, por decirlo así, nos siguen los pasos, llegando continuamente a
nuestro interior, como rayos divinos que inundan nuestro corazón de cálida luz,
que nos señalan lo bueno y fomentan en nosotros sus aspiraciones: iluminación
del entendimiento y estímulo de la voluntad, ya bajo forma de amor, ya como
severidad, unas veces como reproche, otras animándonos; tan pronto susurrante
como a grandes voces, ya como una llamada única, ya como si golpearan
paciente y continuamente nuestro corazón. ¡Inspiraciones desatendidas, dones
de Dios rechazados, perdidos! ¡Cuántas veces «no estamos en casa» cuando
llama a ella la gracia! Y, estándolo, ¡cuántas veces no le abrimos por no vernos
molestados en nuestros propios deseos, por poder seguir nuestros propios
caprichos y ocurrencias! ¡Cuántas veces nos llama la gracia para un sacrificio,
para una renunciación, para un vencimiento propio! ¡Y nosotros
desaprovechamos esta gracia! ¡Gracia desaprovechada, descuidada,
malbaratada! ¡Pecados de omisión! Nos acordamos de la parábola divina del
sembrador que sale a lanzar la semilla. Una parte de la semilla cae sobre el
camino; una segunda, sobre terreno pedregoso; una tercera, entre malezas y
espinos; una cuarta, por fin, sobre buena tierra, en la que puede germinar y dar
fruto. ¡Las tres cuartas partes no llegan a dar fruto! ¿No es ésta la historia y el
misterio de la inspiración de la divina gracia y del corazón humano, que tan a
menudo no es buena tierra?
Consideremos, por fin, también nuestra conducta frente al medio que nos rodea,
para con el prójimo. Conocemos los pecados «ajenos». Para nada queremos
hablar aquí de las muchas veces que por nuestra conducta, palabras y
observaciones imprudentes, por nuestro ejemplo nos hacemos culpables de que
el prójimo no aproveche la gracia ofrecida; ¡cuántas veces le servimos de
ocasión para no cumplir sus deberes como debía! Basta indicar cuánto nos
alejamos, en la conducta frente a los demás, de cumplir nuestro propio deber.
Tenemos el desagradable deber de llamar sobre algo la atención del amigo, del
niño, de los inferiores, de los superiores, de nuestros hermanos y hermanas. No
osamos hacerlo. Callamos ante los pecados de los demás cuando pudiéramos y
debiéramos hablar. Dejamos de hacerlo por respeto humano. Escurrimos el
bulto y decimos: «No me atañe». Sabemos lo que debemos al prójimo en
materia de respeto y caridad cristiana. Sabemos lo que es el deber de la
reconciliación; el «Perdónanos como también nosotros perdonamos»: el deber
de ayudar al prójimo, de serle útil como fuere posible. «Yo estaba hambriento,
yo tenía sed, yo era peregrino, yo estaba desnudo, y vosotros me habéis
alimentado, dado de beber, alojado, vestido». Y las demás obras de
misericordia a que estamos obligados: enseñar al que no sabe, aconsejar al que
busca consejo, consolar a los afligidos, rezar por todos, vivos y difuntos.
¡Cuántas ocasiones, y cuántos deberes! ¡Y tantas veces omitimos cumplirlos sin
motivo bastante! ¡Pecados de omisión!
Y, añadidos a todos éstos, ¡los pecados de omisión para con la comunidad a que
pertenecemos; para con la familia, para con la parroquia, con la comunidad
conventual, con el pueblo, con nuestra Patria!
Es muy serio lo que dijo una vez en uno de sus sermones el célebre P.
Lacordaire: «Serán raros los hombres que el día del juicio puedan presentarse
ante Dios sin haber causado la perdición (o sólo el daño) de alguien de cuya
alma fueran responsables».
Un orador sagrado más moderno aconseja: «Esta noche, cuando en nuestra casa
todos duerman, recorramos las habitaciones e imaginémonos que los que en
ellas duermen están muertos. Cuántos reproches no habríamos entonces de
dirigirnos, reproches por hechos que no llegaron a acaecer, por servicios que no
llegamos a prestar, por palabras que no fueron pronunciadas, por la caridad que
no llegamos a ejercer».
Ojalá consigamos llegar a que el Señor nunca tenga que decirnos lo que dijo a
Jerusalén: «...cuántas veces quise reunir a tus hijos... y no quisiste» (Mt 23, 37).
¿Qué es lo que pretende cuando Él nos llama, cuando nos ofrece una
oportunidad para el bien, cuando nos da una iluminación interior, un estímulo?
El Señor quiere entonces elevarnos, enriquecernos, hacernos grandes y felices.
A ésta, su caridad, oponemos nosotros un no querer. ¡Pecados de omisión,
gracias desatendidas, malbaratadas! ¿Acaso lo hemos pensado bien alguna vez?
Oración
«Se acercaban a Él todos los publicanos y pecadores para oírle, y los fariseos y escribas murmuraban
diciendo: Éste acoge a los pecadores y come con ellos. Les propuso entonces esta parábola, diciendo:
¿Quién habrá entre vosotros que, teniendo cien ovejas y habiendo perdido una de ellas, no deje las noventa
y nueve en el desierto y vaya en busca de la perdida, hasta que la halle? Y, una vez hallada, alegre la pone
sobre sus hombros, y vuelto a casa convoca a los amigos y vecinos, diciéndoles: Alegraos conmigo,
porque he hallado mi oveja perdida. Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que
haga penitencia, que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia» (Lc 15, 1-7).
1. Los «hombres rectos» que no necesitan de la penitencia, los justos que toman
a mal que el Señor se apiade de los pecadores y que coma con ellos; esas
personas que en la orgullosa conciencia de su rectitud, sin mácula de pecado, de
su corrección, de su irreprochabilidad, no necesitan de la penitencia... ésas son
las que creen en su propia rectitud.
2. Éstos son los que se creen justos. También los hay entre los cristianos. El
creer con exceso en la propia rectitud es precisamente el pecado de los
cristianos piadosos, diligentes, «correctos», que en todo cumplen
irreprochablemente su deber y de nada tienen que acusarse. A su alrededor y
ante sus superiores tienen fama de cristianos ejemplares, y esto con razón.
¡Pero ojalá no estuvieran ellos mismos tan convencidos de su propia corrección
e irreprochabilidad, ojalá no lo creyeran tanto, ni pensaran siempre en ello
envaneciéndose en secreto! Aquí es donde les amenaza el peligro: saben que
nada hay criticable en ellos; ellos mismos nada encuentran en sí que criticar,
nada tienen de que arrepentirse, nada que mejorar. «Justos que no necesitan
penitencia».
Cuanto más convencidos están de su propia rectitud, tanto más atienden a los
pecados y faltas de los demás, de todos los que los rodean. Notan cómo acá y
allá se rezagan remisos en el cumplimiento de los preceptos, de la ley, de la
Regla, que contravienen aquí y allá, cómo no cumplen exactamente sus deberes
religiosos y los de la vida de su comunidad, haciéndose culpables de toda clase
de cosas en que ellos jamás incurrirían. Se molestan y amargan, se vuelven
faltos de caridad, llenos de desprecio y repugnancia interior contra los
incorrectos. Nada quieren tener de común con ellos, los evitan lo más que
pueden y los apartan de su camino. En su interior se inciensan a sí mismos por
su mucha virtud y se figuran que todos habrían de fijarse en su conducta
ejemplar, alabarla y reconocerla. Se vuelven susceptibles y lo hacen sentir a
todo aquel que no los admire. ¡Justos que no necesitan de la penitencia!
«Yo os digo que en el cielo será mayor la alegría por un pecador que haga
penitencia que por noventa y nueve justos que no necesiten de penitencia». Con
esto ha pronunciado el Señor su fallo sobre la creencia en la propia rectitud. El
«justo» no necesita de la penitencia ni del arrepentimiento. ¿Para qué, si es en
todo correcto, irreprochable? La conciencia de su impecable corrección le
obstruye el camino del reconocimiento de su pecado y, con ello, el de la
penitencia. Ésta es la maldición de la creencia en la propia rectitud: que ciega.
Donde no hay conocimiento de sí mismo, no hay tampoco disposición ni actos
de penitencia. Y donde falta la disposición para la penitencia, se produce un
endurecimiento del corazón y de la voluntad. La gracia de Dios, las
inspiraciones del Espíritu Santo, las amonestaciones de fuera no producen
efecto alguno: «justos que no necesitan de la penitencia», que nada tienen de
que arrepentirse, que, cada vez que oyen o leen algo acerca del pecado, no
piensan ni remotamente en sí mismos, sino sólo en «los demás».
«No como los demás hombres». Para éstos no siente, en lo más profundo de su
corazón, sino menosprecio y repugnancia. Le son desconocidas las palabras del
Señor: «No juzguéis y no seréis juzgados; no condenéis y no seréis
condenados; absolved y seréis absueltos. La medida que con otros usareis, ésa
se usará con vosotros» (Lc 6, 37-38). En la vida y en la eternidad.
»Gracias sean dadas a Ti, de quien viene todo, siempre que algo me sale bien.
Porque delante de Ti yo soy vanidad y nada, hombre mudable y flaco. ¿De
dónde, pues, me puedo gloriar? Verdaderamente, el alabarse a sí mismo es la
mayor locura. Porque, agradándose un hombre a sí mismo, te desagrada a Ti.
La verdadera gloria y santa alegría consiste en gloriarse en Ti y no en sí,
gozarse en tu nombre y no en la propia virtud. Sea alabado tu nombre y no el
mío, engrandecidas sean tus obras y no las mías. Tú eres mi gloria; Tú la alegría
de mi corazón. En Ti me gloriaré y ensalzaré todos los días, mas de mi parte no
hay de qué, sino flaquezas»
«Pedro se acordó de lo que Jesús le había dicho: Antes que cante el gallo me negaras tres veces; y saliendo
afuera lloró amargamente» (Mt 26, 75).
«Vuelto el Señor, miró a Pedro». La mirada de gracia de Jesús tuvo que tocar el
corazón del pobre Pedro. Sólo entonces fue cuando «saliendo afuera lloró
amargamente». El arrepentimiento fecundo se produce bajo el estímulo y la
influencia de la gracia; es el fruto, no de nuestra obra natural y de nuestros
esfuerzos puramente naturales, sino el fruto de la gracia y de oración. Es, pues,
por su origen, sobrenatural, y ha de pedirse en la oración.
Oración
1. «Después de ello, una vez que hubo sido condenado por el juez a la
infamante muerte de la cruz y que cargaron sobre mis espaldas todo el peso del
poder real, fui expuesto a la vergüenza y escarnecido públicamente.
Dondequiera que pisase, se reconocían por la sangre las huellas de mis pies. A
mi paso aullaban los judíos hasta atronar el aire: Colgadle ya, colgad a ese
malvado... Con criminales ladrones fui conducido hasta el lugar de la ejecución.
Allí fui desnudado y extendido sobre la cruz yacente. Allí estiraron con sogas
mis brazos y piernas y luego los fijaron cruelmente con clavos al madero de la
cruz, y de esta manera pendían, entre el cielo y la tierra, de la cruz alzada.
»Después de esto fue atravesado mi costado derecho por una afilada lanza;
brotó entonces un chorro de la preciosísima sangre y con ella una fuente del
agua de la vida para reanimar todo lo que estaba muerto y agostado y
reconfortar todos los corazones sedientos» (Según DENIFLE, Das geistliche
Leben II, 2.ª parte, cap. IV).
Oración
1. El castigo del pecado leve no es, como el del mortal, eterno, sino temporal,
expiable por sufrimientos y pruebas diversas en la vida presente. Aquello que
no se ha satisfecho en la tierra acompaña al alma a través de las puertas de la
muerte para ser expiado en el más allá: en el purgatorio.
Mas, a pesar de tanto como la ama, como hacia ella se inclina, debe, sin
embargo, rechazarla hasta que haya pagado hasta el último maravedí (Mt 5, 26),
es decir, hasta que haya expiado todo el castigo que por sus pecados ha
merecido. Tan en serio toma Dios el pecado, incluso el pecado venial.
2. ¡Qué castigo y qué expiación! ¡El castigo del fuego! Es un fuego que tiene la
virtud de apoderarse del espíritu, del alma, de penetrar en ella y traspasarla por
completo llevando a todos sus rincones los más tremendos sufrimientos. Un
fuego que distingue entre quien ha pecado una y quien muchas veces, entre
quienes han pecado por debilidad y precipitación y quienes lo han hecho con
intencionada ligereza y completo conocimiento.
¡Qué atracción siente el alma hacia Jesús, su salvador! ¿No es éste acaso su
único pensamiento, su único anhelo? Poder estar con Él, poder participar en su
bienaventuranza. «Venid a Mí todos los que estáis fatigados y cargados, que yo
os aliviaré» (Mt 11, 28). Mas ella no ha respondido como debía a la gracia; se
ha hecho culpable de muchas omisiones e imperfecciones, no lo ha sacrificado
todo por entero al amor de su salvador. Ahora, a la luz de la eternidad, reconoce
su ingratitud, su infidelidad a Jesús; reconoce que sus firmes promesas de
amarle, de amar sólo a Él, no han sido a menudo verdaderas y que los hechos
mostraron su mentira.
Éste es el castigo del pecado leve. ¡Si pudieran las lágrimas del arrepentimiento
lavar las manchas como sucede en la vida terrenal! Mas, por desgracia, ya pasó
la hora de los merecimientos. No es posible ganar nueva remisión de las penas
y tormentos del purgatorio; «...venida la noche, ya nadie puede trabajar» (Ioh 9,
4). Ya no queda sino una sola cosa: sufrir, únicamente sufrir, hasta que, y sólo
por medio de sufrimientos, se haya pagado «hasta el último maravedí». El alma
reza, mas ya no le sirve de nada; el alma ama a su Dios y Señor, pero no le
reporta ya esto suavización ni acortamiento de sus penas; soporta éstas con
paciencia, mas con toda su conformidad y toda su paciencia ya no puede
alcanzar ningún consuelo, ningún perdón. Está a merced de sus sufrimientos,
irremisiblemente, «hasta que esté pagado el último maravedí».
¿Cuánto durará esto? «Hasta que esté pagado el último maravedí». ¡Terribles
palabras, plazo aterrador, pavorosamente lleno de misterio! ¡Éste es el fruto de
las infidelidades y faltas que aquí en la tierra tan fácilmente tenemos por nada!
¡Cómo se nos abrirán los ojos en el purgatorio! ¡Ojalá que ahora obrásemos con
toda previsión!
Oración
Danos, Señor, la gracia de amar aquello que nos mandas y de desear aquello
que nos prometes, para que en todas las mudanzas terrenas nuestros corazones
se mantengan firmes en el camino de la verdadera felicidad. Amén.
17. La contrición
Del príncipe de los apóstoles, San Pedro, cuenta la leyenda que lloró toda su
vida el pecado cometido al negar a su Señor en el patio del Sumo Sacerdote. El
dolor de su pecado se le convierte en acicate para el sacrificado servicio de
Cristo y de su Iglesia, para la inquebrantable fidelidad a su ministerio de
apóstol, como cabeza de la Iglesia que Cristo le confió, para dar a su Señor el
supremo testimonio de su sangre.
Nuestra santa Iglesia en la diaria celebración del sacrificio eucarístico no se
cansa de mantener al sacerdote y a los asistentes que toman parte en el sacrificio
en el espíritu de la contrición; esto procura en el gradual, en el ofertorio,
después de la consagración («También a nosotros, pecadores, siervos tuyos...»),
antes de recibir la sagrada comunión («Señor, no soy digno...»). La Iglesia sabe
que Dios no desprecia un corazón contrito. Por esto nos hace rezar:
«Recíbenos, Señor, pues nos presentamos a Ti con espíritu humillado y
contrito...».
Descubrimos esta misma tendencia de la santa Iglesia día por día en el divino
oficio que nos prescribe rezar en el breviario: en los salmos, en las lecturas, en
las oraciones. La Iglesia lo sabe: es de suma importancia el dolor continuo del
alma por los pecados cometidos.
Nuestros Santos siguieron las enseñanzas de la Madre Iglesia. Una alma tan
pura como la de Santa Gertrudis reza: «Señor Dios mío, entre los admirables
prodigios que obras, tengo por especialísimo el de que la tierra me sostenga
sobre su suelo, a mí, indigna pecadora». Santa Gertrudis se revela así auténtica
discípula de San Benito, el padre de los monjes de Occidente. Éste recomienda
a sus discípulos «reconocer cada día en la oración ante Dios con lágrimas y
sollozos el mal cometido y enmendar sus faltas» (Regla, cap. 4). «Hemos de
saber que no por muchas palabras, sino por la pureza de corazón y lágrimas de
contrición hallaremos la elevación» (ibid., cap. 20). San Bernardo señala la
actitud del monje con estas palabras: «Se considera en todo tiempo cargado de
culpas por sus pecados e indigno de aparecer ante Dios» (cap. 7, Duodécima
etapa de la humildad). Muy parecido es lo que dice el gran Doctor de la Iglesia,
San Agustín: «Dios ve nuestras lágrimas. Nuestros sollozos no son desoídos
por Aquél que todo lo creó por su palabra y que no necesita de nuestras
palabras humanas». De ahí que la oración consista, mejor que en muchas
palabras, en «sollozos y lágrimas» (Epist. 180, 10).
Al papa San Gregorio Magno escribió una dama que no le dejaría tranquilo
hasta asegurarla en nombre de Dios de que le habían sido perdonados sus
pecados. San Gregario le contestó que no se tenía por digno de recibir de Dios
revelaciones; que, por otra parte, era más útil a la salvación de su alma que
hasta el último instante de su vida no estuviera (absolutamente) segura del
perdón, que hasta que llegara esta su hora suprema debía vivir en perpetua
contrición, no dejando pasar ningún día sin ahogar sus faltas en lágrimas (Epist.
7, 25). Éste es el modo de pensar de las almas santas.
Santa Teresa tenía en su celda, siempre ante su vista, las palabras del salmista:
«No entres en juicio, Señor, con tu siervo» (Ps 142, 2). En estas palabras de
contrición había de resumir Santa Teresa, la gran maestra de la vida interior y de
la oración, todas sus oraciones: no en una aseveración de la caridad, sino en un
grito de contrición. Y no se trata aquí de un acto aislado y pasajero de
arrepentimiento, de breve sentimiento de dolor, sino de una actitud interior
persistente que se manifiesta al exterior. «El dolor de los pecados», el mismo
dolor de Santa Teresa, «crece más mientras más se recibe de nuestro Dios; y
tengo para mí que hasta que estemos adonde ninguna cosa puede dar pena, que
ésta no se quitara» (Las moradas, 6.ª morada, cap. 7). Palabras dignas de la más
detenida consideración: «El dolor de los pecados crece más mientras más se
recibe de nuestro Dios». Y cuanto más fomentemos el espíritu de
arrepentimiento, de contrición, tantas más gracias recibiremos de Dios.
Cuanto más cerca está un alma de Dios, tanto más reconoce sus faltas y
defectos y con tanta mayor claridad comprende lo que es el pecado que en un
tiempo cometió, el pecado grave, el pecado leve, los pecados de flaqueza y las
imperfecciones. De día en día lamenta más el haber pecado, y llega a tal
repugnancia frente a todo lo que en ella pudiera desagradar a Dios, que se
vuelve más y más incapaz de cometer una infidelidad, una falta consciente de
algún modo. Llega a tal sensibilidad y delicadeza ante Dios, que solamente
puede vivir según su santa voluntad.
La contrición, el continuo dolor del alma por el pecado cometido consiste en el
sentimiento y la conciencia permanentes de que somos pecadores, aunque no
pensemos en un pecado determinado. Consiste en pedir el perdón con
confianza y sin interrupción. «Lávame más y más de mi iniquidad y límpiame
de mi pecado» (Ps 50, 4). Consiste en la preocupación por el pecado
perdonado, es decir, se sigue teniendo conciencia de la gran facilidad con que
reviven los pasados extravíos y errores, poniéndonos en peligro de volver a
pecar. Consiste especialmente en un progresivo y continuo aumento del odio al
pecado, aun contra el más leve y la más pequeña infidelidad, y en una creciente
delicadeza de conciencia. Nos acercamos tanto a Dios, que en su luz vemos con
mayor claridad lo imperfecto en nuestro interior y exterior, lo indigno y lo
desagradable a Dios. Reconocemos nuestros móviles tan a menudo
equivocados y nos sentimos obligados a obrar movidos cada vez más por la
caridad. Con todo esto crecen nuestro amor y gratitud hacia Dios, que nos ha
perdonado el pecado, y hacia Cristo, que nos ha redimido de él.
Oración
Lávame más y más de mis pecados. Aspérjeme con hisopo, y seré puro. Aparta
tu faz de mis pecados y borra todas mis iniquidades. Crea en mí, ¡oh Dios!, un
corazón puro, renueva dentro de mí un espíritu recto. No me arrojes de tu
presencia y no quites de mí tu santo espíritu. Mi sacrificio, Señor, es un espíritu
contrito. Tú, ¡oh Dios!, no desdeñas un corazón contrito y humillado.
18. La satisfacción sacramental
«Castigo mi cuerpo y lo esclavizo, no sea que, habiendo predicado a los otros, venga yo a ser reprobado».
Así les fue remitido a nuestros primeros padres el pecado y el merecido castigo
eterno en el infierno; pero Adán y Eva fueron al mismo tiempo condenados a
penas temporales. «Multiplicaré los trabajos de tus preñeces –dice Dios a Eva–;
parirás con dolor a tus hijos». Y a Adán: «Por ti será maldita la tierra. Con
trabajo comerás de ella todo el tiempo de tu vida. Te dará espinas y abrojos.
Con el sudor de tu rostro comerás el pan hasta que vuelvas a la tierra, pues de
ella has sido tomado; ya que polvo eres, y al polvo volverás» (Gen 3, 16-19).
Con honda seriedad señala el apóstol San Pablo a Corinto que «hay entre
vosotros muchos flacos y débiles y muchos dormidos». El Señor los juzga así,
«mas, juzgados por el Señor, somos corregidos para no ser condenados con el
mundo» (1 Cor 11, 30-32). Aun cuando esté perdonado el pecado, subsiste un
castigo que ha de expiarse con toda clase de enfermedades y con la amargura
de la muerte.
Esto cuenta para el pecado grave, y vale también en cierto modo para el pecado
leve. En la confesión frecuente nos dispensa Dios, por la absolución que nos
concede el sacerdote como representante de Dios, la culpa de los pecados leves
de que nos hemos arrepentido y que hemos confesado, y con la culpa, al menos
una parte de la pena temporal merecida por el pecado leve. Pero con frecuencia
sucederá que Dios no nos dispense una determinada parte de las penas
temporales, y esto por sabias razones. Pues en el pecado leve no nos apartamos
completamente de Dios, como sucede en caso de pecado mortal. Seguimos en
el camino hacia Dios y conservamos nuestra dirección hacia Él. Pero nos
inclinamos de forma desordenada hacia una criatura, en último término hacia
nuestro aparente propio provecho, hacia una satisfacción, hacia un placer
desordenado. Esta entrega desordenada a algo creado, a nosotros mismos, a un
placer desordenado, merece ser castigada y clama por una expiación. Y recibe
la correspondiente expiación, quitándosenos aquello a que nos atábamos,
aquello que buscábamos y usábamos en forma desordenada, siéndonos
infligidas por Dios penalidades, males, enfermedades, pérdidas y pruebas de
todas clases, siendo «corregidos para no ser condenados con el mundo» (1 Cor
11, 32). Las cosas a que nos entregábamos en forma desordenada, nos son
arrebatadas o también hechas aborrecibles. Y esto es bueno para nosotros: así se
mantiene viva dentro de nosotros la conciencia de la enormidad de nuestra
culpa; se nos mantiene en estado de alerta y por la humilde aceptación de las
penas expiatorias nos vemos liberados, hechos más puros y más resueltos al
bien. Las obras de expiación nos hacen en especial más semejantes al Señor y
Salvador que sufre y padece por nosotros, a Cristo, la Cabeza, y nos une a Él,
de quien recibe su fuerza y plena eficacia nuestra penitencia.
2. Es de fe en la Iglesia que el sacerdote, en virtud de la autoridad de juez que
ejerce en el sacramento de la confesión, tiene el derecho de imponer, para
expiar las penas temporales de los pecados, ciertas obras expiatorias: la llamada
penitencia sacramental. Sí, y hasta tiene el deber de hacerlo, en virtud de su
santa cura del alma de aquel a quien absuelve en la confesión; pues por su
ministerio tiene el máximo interés en que, a la vez que todas sus culpas, le sea
también perdonado el castigo a quien se confiesa. De ahí que sea obligatorio
aceptar y cumplir de buena gana la penitencia impuesta por el confesor. Donde
haya un verdadero arrepentimiento y abjuración interna del pecado, habrá
siempre también la voluntad de la penitencia, de la satisfacción, el deseo de
cumplir la penitencia impuesta por el confesor. Caso de faltar esta voluntad de
satisfacción, falta algo esencial al sacramento de la penitencia; mas si por
descuido o por olvido se deja de cumplir la penitencia impuesta por el confesor,
el sacramento se habrá recibido, a pesar de todo, válidamente.
Pero aún llega mucho más lejos la fuerza del santo sacramento de la penitencia.
Es de un gran consuelo el ver que el sacerdote no nos despide sin haber dicho
antes sobre nosotros esta oración: «La pasión de Nuestro Señor Jesucristo, los
merecimientos de la Santísima Virgen María y los de todos los Santos, todo el
bien que hayas hecho, y el mal que has sufrido, te sirvan para el perdón de tus
pecados, aumento de gracia y premio de la vida eterna». ¡Qué riqueza la
contenida en la confesión frecuente! Podrá ser poco lo que nos imponga el
confesor como satisfacción. Pero este poco se une en su fuerza expiatoria y
mitigadora a la satisfacción infinitamente valiosa del Salvador crucificado y
moribundo. Se añade a las oraciones, sacrificios, buenas obras y sufrimientos de
la Madre de Dios, a los de todos los Santos, y gana con ello un nuevo aumento
en fuerza expiatoria y mitigadora. Finalmente, participa también en la fuerza de
la satisfacción sacramental obrada por el mismo Cristo todo lo que hemos hecho
de bueno y padecido en males y contrariedades: todo esto –y no es poco– es
incluido en la fuerza del santo sacramento, y por virtud de Cristo, que obra en el
sacramento, se hace fructífero para perdón de nuestros pecados, para positiva
edificación de nuestra vida en Cristo y para alcanzar la perfección en los cielos.
Es, en verdad, algo inefablemente inmenso la grandeza de corazón y la ayuda
de la santa Iglesia, el poder que le ha sido dado al sacerdote en el sacramento de
la penitencia, el poder del mismo sacramento. Éste será tanto más eficaz en
nosotros cuanto más a menudo y mejor recibamos este santo sacramento con la
bendición de su gracia.
Con todo, sabemos que es de Cristo de quien proviene todo el valor y fuerza de
nuestros actos de penitencia y de nuestras satisfacciones: de su identificación
con la pasión y con el sacrificio expiatorio de Cristo en la cruz. Cuanto más
ofrezcamos a Dios Padre los sufrimientos de Cristo haciendo lo poco que
nosotros podemos hacer en identificación con estos sufrimientos, en pleno
sometimiento de nuestra voluntad a la del Padre, tanto más valiosa y eficaz será
nuestra penitencia y expiación. «Sin mí, no podéis hacer nada» (Ioh 15, 5).
Oración
Señor, contempla misericordioso el piadoso celo de tu pueblo, y concédenos, a
los que nos mortificamos en nuestro cuerpo, fortalecernos espiritualmente por el
fruto de las buenas obras. Amén.
19. La gracia sacramental
1. Cada uno de los santos sacramentos de la nueva alianza tiene como efecto
inmediato el de la gracia (santificante). Si el que recibe el sacramento ya está,
como solemos decir, en «estado de gracia», entonces obra el sacramento un
crecimiento de la misma, un «aumento de la gracia santificante». Éste es el fruto
primordial y propio de la confesión frecuente: que proporciona un aumento de
la gracia, de la nueva vida que tenemos de Cristo y en Cristo, de la pureza de
alma, de luz, de fuerza, de semejanza y unión con Dios; un aumento de la
nueva y más elevada vida y existencia, del conocimiento y de la voluntad, que
esté muy por encima de la existencia puramente natural y humana: un mundo
lleno de la majestad y elevación divinas.
La gracia es gracia salvadora que cierra el triple abismo. A la vez es gracia que
eleva, que enriquece y ennoblece interiormente al hombre uniéndole a Dios.
Ella le sube hasta la unidad, pureza, plenitud y fertilidad de la vida divina.
Donde la gracia santificante haya establecido su morada en el hombre, valdrán
las consoladoras palabras del apóstol: «El amor de Dios se ha derramado en
nuestros corazones por virtud del Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rom 5,
5). «Si alguno me ama, guardará mi palabra, y mi Padre le amará, y vendremos
a Él y en Él haremos morada» (Ioh 14, 23). «Esta comunión nuestra es con el
Padre y con su Hijo, Jesucristo» (1 Ioh 1, 3). Comunión de vida con el grande,
santo y omnipotente Dios que vive en nosotros como Padre, Hijo y Espíritu
Santo. Ahora somos hijos de Dios, infinitamente más que esclavos y servidores
de Dios. La gracia nos abre la entrada a la amistad e intimidad de Dios. Él nos
sale al encuentro con la ternura y la atención de un amigo: podemos acercarnos
a Él con la libertad y la confianza de un amigo. La hermosura de la gracia es tan
maravillosa, que se apodera del corazón de Dios y lo arrastra en inefable amor
hacia nosotros. No puede de otra manera. Ha de amarnos divinamente. Su amor
es divinamente fuerte e invencible; un amor en cuya virtud Dios no sólo nos
tiene siempre ante sus ojos, siempre presentes en su pensamiento, sino que
incluso está con nosotros con toda su esencia, presente en nosotros,
inclinándose solícito hacia nosotros, entregándosenos; un amor que se vuelca
sobre cada uno de nosotros como si Dios no pudiera amar nada más en todo el
mundo; un amor inagotable e insaciable que nunca se hartará de nosotros en
tanto halle en nosotros el inmenso bien de la gracia. Por obra de la gracia se
vuelve nuestra alma un claro espejo de la hermosura de Dios, reflejándola en
toda su incomparable pureza y plenitud. Se convierte en templo de Dios, en
trono de Dios, por Dios mismo maravillosamente construido y adornado. Por el
poder de la gracia, somos «hijos de la luz», «luz en el Señor» (Eph 5, 8),
iluminados hasta lo más hondo del alma por la celestial belleza y el divino
esplendor, aclarada divinamente la vista del espíritu; aquí, por la luz de la fe, en
el más allá, algún día, por la inefable luz de la gloria. Por obra de la gracia
florece dentro de nosotros un hermosísimo paraíso en eterna primavera que no
conoce el invierno, que continuamente da nuevas flores sin dejar marchitar las
primeras; que con la hermosura y la savia de sus flores enciende los ojos y el
corazón de Dios, y sobre el que envía Dios sus más ricas bendiciones. Con la
gracia, reina majestuosa, entra en nuestra alma su riquísimo séquito: todas las
virtudes sobrenaturales: fe, esperanza y caridad, justicia, prudencia, fortaleza, y
todas las demás virtudes, junto con los dones del Espíritu Santo y la gracia
coadyuvante que nos es dada diariamente en forma de iluminación del espíritu y
estímulo de la voluntad (una riqueza incomparable). «Todos los bienes me
vinieron juntamente con ella, y en sus manos me trajo una riqueza incalculable.
Es para los hombres tesoro inagotable, y los que de él se aprovechan se hacen
participantes de la amistad de Dios» (Sap 7, 11 y 14).
Pero aumento de gracia nos lo dan también los otros santos sacramentos, la
confirmación, la sagrada comunión, etc., cuando son recibidos en «estado de
gracia». Y, sin embargo, es distinto el efecto de la sagrada confirmación o
comunión del de la confesión frecuente. Pues la misma gracia santificante tiene
en los distintos sacramentos unas cualidades y características diferentes, típicas
de cada sacramento. Esta interior naturaleza y fuerza de la gracia santificante,
esencialmente una, diferente en cada sacramento, la llamamos gracia
sacramental. Es la gracia santificante, tal como es producida en su característica
naturaleza y fuerza, por este o aquel sacramento, por la santa confirmación, por
la comunión, por el sacramento de la penitencia.
Oración
1. En relación con Dios, para nosotros, los hombres cristianos, hay dos
actitudes fundamentales que mutuamente se unen y complementan: amor y
homenaje, confianza y temor que humildemente se subordina, cercanía y
distancia. «Me horrorizo y me enardezco; me horrorizo por cuanto le soy
desemejante; me enardezco por cuanto le soy semejante» (SAN AGUSTÍN,
Confesiones, 11, 9). San Bernardo dice con razón: «Lo que nos santifica es la
santa disposición del corazón, y ésta es doble: el santo temor de Dios y la santa
caridad. Ellas son los dos brazos con los cuales abrazamos a Dios» (De consid.,
5, 15). La santa Iglesia nos manda orar así: «Haz, Señor, que al mismo tiempo
temamos y amemos tu santo nombre» (Domingo en la octava del Corpus
Christi). Dios, plenitud del bien, de la pureza, de la felicidad y de la paz, nos
atrae: ante Dios, absolutamente excelso, elevado, majestuoso, inaccesible, nos
inclinamos humildemente: nos mantenemos a distancia de Él, tenemos temor a
Él, a Él elevamos nuestras oraciones, a Él sometemos nuestra voluntad y
tememos sus justos castigos.
2. «El temor de Dios es el principio de la sabiduría» (Ps 110, 10). «El temor del
Señor es gloria y honor: alegra el corazón, produce contento, alegría y larga
vida» (Sirach 1, 11 ss). El temor del Señor tiene esta promesa: «El Señor
cumple los deseos de los que le temen; Él oirá su clamor y los salvará» (Ps 144,
19). Cristo mismo nos amonesta: «A vosotros, amigos míos, os digo yo: No
temáis a aquellos que quitan la vida al cuerpo, y después de esto nada más
pueden hacer. Yo os mostraré a quién habéis de temer: temed al que, después de
quitar la vida, puede arrojar al infierno, A éste es, os repito, a quien habéis de
temer» (Lc 12, 4).
Son muchos los que menosprecian el temor de Dios porque este temor les
parece muy egoísta, casi indigno del cristiano. Quieren que únicamente impere
el amor puro. No tienen razón. Es verdad que la devoción fundada en el amor
puro debe anteponerse a la fundada en el temor; pero sería una exageración
insana el querer considerar únicamente justificada la devoción de amor puro. El
temor del que aquí se trata no es el temor servil o de esclavos. Éste se funda
únicamente en la idea del castigo: si no hubiera que contar con el castigo, se
pecaría sin reparo alguno; ese temor deja subsistente la voluntad de pecar, la
voluntad pecaminosa; renuncia tan sólo a la ejecución del pecado, pero no a la
voluntad interior. El temor a que aquí nos referimos teme la indignación de
Dios y el castigo, pero de manera que llega hasta la voluntad y la aleja del
pecado; rompe con el pecado aunque sea con miras al castigo señalado para el
pecado. Este temor ahoga la afición de la voluntad al pecado. Es un temor
moralmente bueno, noble y saludable, aun cuando queda muy atrás del temor
filial, «un don de Dios y un impulso del Espíritu Santo», como expresamente
enseña el Concilio de Trento. El temor filial es un temor de perfecto amor de
Dios, de amor filial, muy íntimamente unido con Él y al mismo tiempo su
garantía y expresión. El temor y amor filiales constituyen una única actitud, que
gira en torno de dos polos: mirando a la bondad de Dios se inflama el amor,
mirando a la majestad y justicia de Dios y a sí mismo se despierta el temor de
perder al Dios amado por causa de los propios pecados.
Oración
Señor, haz que siempre temamos y al mismo tiempo amemos tu santo nombre
(es decir, a Ti, Dios santo), a quienes firmemente mantienes en tu amor. Amén.
21. El amor de concupiscencia
«¿Qué hay en el cielo y qué hay de desear en la tierra, fuera de Ti, Señor? Tú eres el Dios de mi corazón, y
mi herencia, oh Dios, por toda la eternidad. (Ps 72, 25 y 26).
1. Hay algo sublime en el amor perfecto de Dios. El amor perfecto ama a Dios,
a Cristo, por sí mismos, sin relación consciente y expresa a nuestro propio
interés y a nuestra salvación temporal y eterna.
¿No es acaso el Señor mismo quien promete a los que abandonen por su
nombre casa, hermano y hermana, padre y madre, que recibirán «ciento por uno
y la vida eterna»? (Mt 19, 29). A quienes trabajen en su viña les promete y les
da su recompensa (Mt 20, 1 ss). A los pobres de espíritu les promete el reino de
los cielos; a quienes padecen hambre y sed de justicia les promete que serán
saciados; a los limpios y puros de corazón les asegura que verán a Dios.
«Bienaventurados seréis cuando por mi nombre os maldijeren y persiguieren.
Gozaos y regocijaos, porque es muy grande la recompensa que os aguarda en el
cielo» (Mt 5, 2-12). Son motivos basados en el yo los que invoca el Señor. La
sagrada liturgia trata innumerables veces de conquistarnos para la lucha
cristiana, para la renunciación y el esfuerzo, apelando a nuestro amor propio
ordenado, al amor de concupiscencia.
Finalmente, esto es claro: si únicamente quisiéramos aspirar al amor a Dios
desinteresado sin unirlo orgánicamente con un amor a Dios apoyado en el yo,
pero justificado, y con un amor a nosotros mismos, pero sano y ordenado,
caeríamos en un espiritualismo unilateral y en un supranaturalismo. Las fuerzas
inferiores del alma quedarían completamente insatisfechas, hasta se las ahogaría
a la fuerza. De esta manera, las fuerzas anímicas fundamentales, la aspiración
natural a la felicidad nunca quedarían moralmente purificadas y ennoblecidas.
La consecuencia de ello sería que nosotros, con nuestra piedad y amor a Dios,
unilateralmente espiritualizados, jamás llegaríamos a ser hombres naturalmente
fuertes, personalidades vigorosamente cristianas y religiosas, sino que más bien
representaríamos aquel tipo de «personas devotas» que a los demás imponen
poco respeto o hasta les son repulsivas. Dios nos ha hecho de manera que,
naturalmente, ante todo somos impresionados por el dolor y bienestar propio.
Por eso Cristo, al amor cristiano al prójimo, le da como norma el amor propio, y
es una ley universalmente reconocida: «El amor bien ordenado empieza por sí
mismo». Antes que al prójimo tengo yo que santificarme a mí mismo y procurar
mi perfección. Así, pues, el amor a uno mismo es una exigencia de la virtud, de
manera que al hombre le es imposible eliminar por completo el amor propio y
ser indiferente respecto a su verdadera felicidad.
Sólo que el amor a nosotros mismos no debe ser lo último, aquello en que
quedemos parados. Sería un amor desordenado y torcido, si quisiéramos tratar a
Dios y amarle tan sólo como medio para nuestra felicidad. El amor a nosotros
mismos, fundamentalmente, no es otra cosa que un camino para el amor. Nos
lleva por encima de nosotros mismos al amor perfecto de Dios. Y eso desde el
momento en que comenzamos a amarnos por Dios; y eso por ser, y en cuanto
somos nosotros, obra de Dios, hijos de Dios, instrumentos de su glorificación.
De esta manera, el amor a Dios viene a ser motivo del amor a nosotros mismos:
nos amamos en Dios y por Dios, porque pertenecemos a Dios y amamos todo
lo que pertenece a Dios. De esta manera el amor hacia nosotros mismos nos
eleva también, más allá del mismo, al amor perfecto a Dios, así que en nuestra
propia felicidad eterna vemos más que a nosotros mismos, vemos la gloria de
Dios, el honor de Dios, pues en realidad nuestra bienaventuranza eterna
consiste en conocer a Dios, amarle y adorarle, darle gracias, alabarle y
glorificarle en Cristo y por Cristo; al Señor glorificado en la Iglesia y con la
Iglesia, con los ángeles y los bienaventurados.
Oración
De este amor escribe el Apóstol: «Si hablare las lenguas de los hombres y de
los ángeles, pero no tuviere caridad, vendría a ser bronce que resuena, o
címbalo que clamorea. Y si tuviere don de profeta y supiere todos los misterios
y toda la ciencia, y tuviere toda la fe hasta trasladar montañas, pero no tuviere
caridad, nada soy. Y si gastare mi hacienda entera en pan para los pobres, y
entregara mi cuerpo para ser quemado, y no tengo caridad, nada me aprovecha»
(1 Cor 13, 1-3). Por supuesto, no habla del amor natural, sensible, que tan sólo
es un fenómeno puramente instintivo, ni tampoco del espiritual, racional,
meramente natural, fruto de un conocimiento claro y de una firme voluntad,
sino del amor sobrenatural, fundado en la fe y en la gracia, y que abarca a Dios
y a todo lo creado con miras a Dios y por Dios.
El amor es lo más dulce y más amable que existe en el cielo y en la tierra. Para
el amor está formado nuestro corazón; en él halla su felicidad. En él se abre lo
más íntimo y hondo de su ser, para entregarse por entero, para vivir y florecer
en él. A ninguna otra cosa aspira, sino a encontrar un objeto digno de su amor,
en el que se pueda derramar y verter por entero. ¿Qué es, pues, en resumen, ese
amor sobrenatural, divino y santo, que mediante el Espíritu Santo es infundido
juntamente con la gracia en nuestros corazones y que procede inmediatamente
de Dios, y a Dios tiene por objeto? La Imitación de Cristo tiene razón cuando
dice: «Nada hay más dulce que el amor; nada más fuerte, nada más sublime,
nada más amplio, nada más amable, nada más pleno y mejor en el cielo y en la
tierra, porque el amor nace de Dios, y únicamente puede descansar en Dios más
allá de todo lo creado. El que ama, vuela, corre y está lleno de felicidad; está
libre y sin trabas. Lo da todo para todo, y en todas las circunstancias lo tiene
todo, porque descansa en el único supremo bien, que está sobre todo y de quien
procede todo bien» (lib. 3, cap. 5). Este amor sobrenatural, divino y santo, y
sólo él, es el que con la ingenuidad de un niño y la confianza de una esposa en
santo atrevimiento se eleva hasta Dios, para estrecharle en el más dulce e íntimo
abrazo como Padre, como amigo, como esposo, para penetrar hasta los más
recónditos abismos de su bondad y dulzura y disolverse en las honduras de su
divino corazón.
Sólo mediante este santo amor llega Dios a ser verdaderamente nuestro, nuestra
posesión. Por el amor poseemos a Dios no sólo en deseo y aspiración, sino en
la más perfecta realidad. Con el amor, le tenemos a Él, Dios Padre, Hijo y
Espíritu Santo, en nuestros corazones. Mediante el amor santo nos acercamos
cada vez más a Dios y nos hacemos cada vez más semejantes a Él, unidos a Él,
y al mismo tiempo fundidos en un espíritu, como dos llamas se unen en una
llama. Pues la naturaleza divina es un fuego puro, un río ardiente de amor. Si,
pues, se encuentra en nosotros una llama de amor semejante, tiene que unirse
con aquélla tan íntimamente, que esta unión sobrepase por completo toda
unidad de amor que exista entre las criaturas, todo amor terrenal. El amor
divino, y sólo él, sacia nuestro corazón en el torrente de las delicias divinas. El
amor hace florecer en nosotros una vida eterna y siempre nueva y nos abrasa
con fuego celestial. Algo grande es la esperanza cristiana. Pero más grande que
la fe y más grande que la esperanza es el amor. «Ahora permanecen estas tres
cosas, fe, esperanza y caridad; pero la mayor entre ellas es la caridad» (1 Cor
l3, 13).
Por eso somos llamados al amor. «Amarás al Señor, tu Dios». «Señor, enciende
en nosotros el amor», le rogamos. «Corazón de Jesús, que ardes en amor para
con nosotros, inflama nuestros corazones con amor a Ti». El alimento del amor
son las obras. El amor se enferma y muere cuando no es alimentado con buenas
obras, así como el fuego se apaga cuando no se le ceba con combustible. El
combustible saca del fuego la llama, pero a su vez alimenta con la llama el
fuego. De esta manera, las buenas obras mediante el amor reciben su fuego,
pero mediante el fuego se conserva el amor y crece en fuego. Quien quiere
obras buenas, conserve el amor; y el que quiere amor, haga obras de amor. El
que quiera el amor perfecto, es menester que con todas sus fuerzas aspire al
crecimiento del amor mediante continuas obras buenas, dispuesto a hacer todo
el bien que en sus circunstancias le sea posible hacer.
Oración
Señor mío, Jesucristo, que dijiste: «Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis, llamad
y os abrirán», te rogamos nos des el fuego de tu divino amor, para que te
amemos con todo nuestro corazón en palabras y obras, y jamás cesemos en tu
alabanza. Amén.
23. El amor a Cristo
«Por todos ha muerto Él, para que los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que para todos
murió y resucitó» (2 Cor 5, 15).
1. «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda
tu mente. Éste es el primero y más importante mandamiento» (Mt 22, 37). Amar
a Dios, al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo. Por amor, Dios Padre nos ha
enviado a su Hijo unigénito. Agradecidos confesamos «al único Señor
Jesucristo, Hijo unigénito de Dios. Él nació del Padre antes de todo tiempo,
Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de verdadero Dios, engendrado, no
creado, una sola naturaleza con el Padre». Por eso a Él, Hijo de Dios, le
corresponde nuestro amor entero e indiviso que tenemos a Dios. Aun respecto a
Él, nos obliga el gran mandamiento: «Amarás al Señor tu Dios». Todo el amor
de gratitud, de complacencia, de benevolencia, de conformidad con la voluntad
de Dios y de amistad, lo consagramos también a Él, al Hijo de Dios hecho
hombre, como lo consagramos al Padre y al Espíritu Santo: amor de todo
corazón, con toda el alma y con todas las fuerzas; un amor con el que al Hijo de
Dios le amamos sobre todas las cosas y más que todas las cosas, y amamos
todas las cosas por Él; un amor ardiente, que para el amado lo arriesga todo, lo
pone todo y lo sacrifica todo.
2. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación descendió del cielo y
tomó carne [la naturaleza humana] y se hizo hombre». Tenía la naturaleza de
Dios; es Dios, verdadero Dios. «Se anonadó a sí mismo, tomó figura
[naturaleza] de esclavo, se hizo semejante a los hombres y en su exterior fue
como hombre. Se humilló a sí mismo y se hizo obediente hasta la muerte, hasta
la muerte de cruz» (Phil 2, 6-8). Recordemos: Belén, el pesebre, el establo, la
pobreza; la huida a Egipto; la vida oculta en Nazaret, en oración, trabajo y
obediencia a María y José; la vida pública con sus dificultades, renuncias y
privaciones; es odiado, blasfemado y calumniado. ¿Qué nos dicen el huerto de
los Olivos, la columna de la flagelación, la sala del tribunal de los judíos y de
Pilato; la coronación de espinas, el camino de la cruz hacia el Gólgota, la cruz
en que se desangra... todo, todo por amor a nosotros los hombres, y a mí
personalmente? «Él me ha amado y se ha sacrificado por mí» (Gal 2, 20). A mí,
a mí me tenía claramente ante sus ojos; en mí pensaba Él en Belén, en Nazaret,
en el huerto de los Olivos, en el Gólgota. ¡Qué amor! ¿Y no he de regalarle mi
amor entero, un amor ardiente, fuerte, entusiasmado y agradecido? «Para que
los que viven no vivan ya más para sí, sino para Aquél que murió por ellos».
Amor de complacencia. ¡Cómo nos alegramos por toda la grandeza y gloria que
el Padre dio al Hijo de Dios hecho hombre en su entrada en la existencia terrena
como herencia! ¡Cómo nos alegramos por la plenitud de la verdad y de la gracia
que el Padre difundió sobre la naturaleza humana de Cristo; por la plenitud de
la virtud que a Él sobre todos la distingue; por el poder que el Padre ha
comunicado al Hijo hecho hombre; por cuanto le recibió en el Cielo y le hizo
Señor y Rey del universo! «Tú solo eres el Santo, Tú solo el Señor, Tú solo el
Altísimo, Jesucristo, con el Espíritu Santo en la gloria del Padre». ¿Y no ha de
ser Él toda nuestra delicia? Cuando contemplamos su santísimo corazón y, por
ejemplo, consideramos la letanía del Sagrado Corazón o la letanía del Santísimo
Nombre de Jesús y todas esas grandezas, ¿podremos dejar de alegrarnos y
felicitarle con el más ardiente amor de complacencia?
Oración
»¡Oh esposo mío amantísimo Jesucristo, amador purísimo, Señor de todas las
criaturas! ¿Quién me dará alas de verdadera libertad para volar y descansar en
Ti? ¿Cuándo me recogeré del todo en Ti, que ni me sienta a mí por tu amor,
sino sólo a Ti sobre todo sentido y modo, y de un modo no manifiesto a todos?
Ven, ven, pues sin Ti ningún día ni hora será alegre; porque Tú eres mi gozo.
Miserable soy, y como encarcelado y preso con grillos, hasta que Tú me recrees
con la luz de tu presencia y me pongas en libertad y muestres tu amable rostro»
(KEMPIS, Imitación de Cristo, 3, 21).
24. El amor del cristiano al prójimo
«Un nuevo mandamiento os doy, y es que os améis unos a otros; y del modo que yo os he amado a
vosotros así también os améis recíprocamente» (Ioh 13, 34).
1. «Como hubiese amado a los suyos, que vivían en el mundo, los amó hasta el
fin. Y así, acabada la cena... se levanta de la mesa, se quita sus vestidos, y
habiendo tomado una toalla, se la ciñe. Echa después agua en un lebrillo, y se
pone a lavar los pies de los discípulos, y a enjugarlos con la toalla que se había
ceñido» (Ioh 13, 1-5). He aquí un acto de amor humilde y servicial del Señor a
sus discípulos. Y un segundo acto de amor: En la misma noche, «habiendo
tomado pan, dio gracias, lo partió y se lo dio diciendo: Éste es mi cuerpo, que
se da por vosotros: haced esto en memoria mía. Y asimismo tomó el cáliz y
dijo: éste es el cáliz, el nuevo testamento de mi sangre, que por vosotros se
derrama» (Lc 22, 19-20). ¿Pudo darnos más que lo que nos dio en la institución
de la santísima Eucaristía, en el sacrificio de la santa Misa y en la sagrada
comunión? ¡Verdaderamente, un amor sin límites! Lo sella al día siguiente, el
Viernes Santo: «Mayor muestra de amor nadie puede dar que el sacrificar su
vida por sus amigos» (Ioh 15, 13). Con este ánimo va el Señor al huerto de los
Olivos, se deja atar por sus enemigos, se deja juzgar y azotar de la manera más
ignominiosa. Se deja coronar de espinas y clavar en la cruz. Por amor a
nosotros, para expiar nuestras culpas y para conciliarnos la gracia del Padre,
para que Él nos acepte como sus hijos queridos y nos dé la felicidad de su
amor.
3. ¿En qué podemos conocer sin mucho esfuerzo y con gran seguridad si
hacemos provechosamente la santa confesión? En que cada vez nos interese
más cumplir el santo mandamiento del amor al prójimo. Practicar la confesión
frecuente y fallar en el amor al prójimo, seguir descuidados, sin celo
sobrenatural por la salvación de las almas; practicar la confesión frecuente y
obrar inconscientemente, hablar contra el amor, ser impacientes, duros, faltos de
amor al prójimo... ésas son cosas inconciliables.
Por aquí tenemos que empezar, a fin de comprender y vivir el precepto del
amor a Dios y al prójimo, incluso hasta amar al enemigo. Así podemos
comprobar el estado de nuestra vida interior, nuestro amor a Dios y a Cristo,
nuestra sincera voluntad de amar, en noble lucha por el amor. Faltas de flaqueza
habrá también en este terreno; pero no cesaremos en nuestro esfuerzo por seguir
adelante y alcanzar el dominio de toda clase de debilidades humanas anejas a
nuestra naturaleza. Pero, de manera especial, tenemos que poner nuestro
empeño en no cometer jamás y por ningún precio una falta consciente y
deliberada contra el amor. En el examen de conciencia para la santa confesión,
lo mismo que en el de cada noche, dedicaremos especial atención a nuestros
esfuerzos por sentir y practicar el amor cristiano al prójimo. También nuestro
propósito tiene que encaminarse en gran parte a que demos amor, suframos con
amor y perdonemos con amor. «El amor sea sin fingimiento. Tened horror al
mal y aplicaos perennemente al bien; amándoos recíprocamente con ternura y
caridad fraternal, procurando anticiparos unos a otros en las señales de honor y
de deferencia. No seáis flojos en cumplir vuestro deber. Sed fervorosos de
espíritu, acordándoos que es al Señor a quien servís. Alegraos con la esperanza
del premio. Sed sufridos en la tribulación; en la oración continuos; caritativos
para aliviar las necesidades de los santos o fieles; prontos a ejercer la
hospitalidad. Bendecid a los que os persiguen; bendecidlos y no los maldigáis.
Alegraos con los que se alegran y llorad con los que lloran. Estad siempre
unidos en unos mismos sentimientos y deseos. No blasonando de cosas altas,
sino acomodándoos a lo que sea más humilde. No queráis teneros dentro de
vosotros mismos por sabios o prudentes. A nadie volváis mal por mal;
procurando obrar bien no sólo delante de Dios, sino también delante de todos
los hombres. Vivid en paz, si ser puede, y cuanto esté de vuestra parte, con
todos los hombres. No os venguéis vosotros mismos, queridos míos, sino dad
lugar a que se pase la cólera, pues está escrito: A mí toca la venganza; yo haré
justicia, dice el Señor. Antes bien, si tu enemigo tuviere hambre, dale de comer;
si tiene sed, dale de beber; que con hacer eso amontonarás ascuas encendidas
sobre su cabeza. No te dejes vencer del mal o del deseo de venganza, más
procura vencer al mal con el bien o a fuerza de beneficios» (Rom 12, 9 ss).
Oración
Señor, que la gracia del Espíritu Santo ilumine nuestros corazones y los
refrigere abundantemente mediante las delicias de la caridad perfecta.
Otro fruto característico de la confesión frecuente tiene que ser una vida honda
de oración constante.
3. Una tal oración «continua», una tal disposición honda e íntima de la voluntad
y de la oración, una tal prontitud y decisión santas de estar enteramente unido
con la voluntad de Dios y entregarse a Él, tienen que ser el fruto de la frecuente
confesión. La oración pura es una fuerza santificadora y transformadora del
hombre en su interior y en su exterior. Cuando nuestra oración no nos hace
diariamente más entregados a la voluntad de Dios, ni más despegados de la
propia voluntad, más sumisos y pacientes, cuando no nos hace siempre más
obedientes, más humildes, más amorosos, más sufridos y perdonadores, más
bondadosos y benévolos para con los otros, entonces la confesión no es buena
y pura. La verdadera oración produce una voluntad sincera y pronta para referir
toda obra diaria, todas las circunstancias, sucesos y acontecimientos, fracasos,
padecimientos y esfuerzos a Dios y a Cristo, y hacerlo y aceptarlo todo con
sumisión a Dios y en unión con el sentimiento y la oración del sacratísimo
corazón de Jesús. He aquí el precioso fruto de la confesión frecuente, en la que
el alma se hace cada día más pura y libre, mas unida con Dios y más
transformada en el espíritu de Cristo.
Oración
Señor, enséñanos a orar. Amén.
26. La Santa Comunión frecuente
«Yo soy el pan de vida. Quien come de este pan, vivirá eternamente. En verdad, en verdad os digo: si no
comiereis la carne del Hijo del hombre y no bebiereis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (1 Ioh 6,
48, 52, 54).
Esto es la sagrada comunión; ella nos transforma. Poco a poco, van cambiando
nuestros pensamientos, nuestras ideas, nuestras normas de obrar: recogemos en
nuestro espíritu los pensamientos, juicios y normas fundamentales de Jesús.
Asimismo se transforman nuestro querer y nuestros deseos: queremos,
ansiamos, aspiramos a lo que Cristo quiere y desea. Nuestro corazón se despoja
del amor propio desordenado, de sus inclinaciones y apegos meramente
naturales; nuestro amor se vuelve cada vez más y más a Dios. En nosotros vive
y actúa el Espíritu de Cristo. Decimos, con San Pablo: «Ya no vivo yo, sino
más bien es Cristo el que vive en mí» (Gal 2, 20).
Siempre impera el principio fundamental: «Lo santo para los santos»; sólo con
una buena preparación logrará su provecho la santa comunión, sobre todo la
comunión frecuente. Se puede recibir la sagrada comunión, hasta la comunión
diaria, de manera que no lleve a uno la santidad, sino que le sirva para su
perdición.
Cuando esto no sucede, ¿qué pasa? Algunos teólogos dicen que en este caso, es
decir, en el caso de la recaída en los mismos pecados, habría falta de fruto y de
recta intención. El regular la frecuente comunión queda confiado a la sabia
decisión del confesor. Finalmente, recalca el decreto la necesidad de una
correspondiente preparación y acción de gracias.
Oración
Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada, pero di tan sólo una
palabra y mi alma será sana y salva. Amén.
Apéndice
1. Confesarnos bien tan sólo nos es posible con la gracia de Dios. Por eso
empezamos la santa confesión con la oración, para implorar la luz y la fuerza
del Espíritu Santo.
2. El examen de conciencia versa tan sólo sobre unos pocos puntos esenciales
que para nuestra vida interior y nuestro esfuerzo son más importantes. A ello
pertenecen los propósitos de la última confesión, si hemos trabajado en ellos y
hasta qué punto; además, alguna infidelidad mayor, sobre todo si con ella
hemos dado escándalo y originado choques con otros.
Dolor y propósito
Con hondo dolor de mi alma me confieso ante Ti Dios infinito, de mis muchos
pecados y faltas con que te he ofendido.
Por tu infinito amor y compasión me has aceptado en tu Hijo, Jesucristo,
también por hijo tuyo, a quien Tú pensaste amar y honrar con todo tu divino
amor. Innumerables gracias y beneficios me has hecho Tú; hasta me has
llamado para descansar «bienaventurado» sobre tu corazón paterno, como hijo
tuyo, por toda la eternidad, participando de las alegrías y delicias que Tú mismo
gozas en divina plenitud. Por todos estos beneficios no has reclamado de mí
otro agradecimiento sino que te ame y te sirva.
Reconozco cuán injusto he sido contigo por mis pecados y faltas. De corazón
me arrepiento de haberme portado contigo tan falto de agradecimiento y amor y
te ruego que me perdones.
¿Cómo pude ser tan falto de amor y gratitud para contigo? Me pesa de haber
procedido así contigo.
Hago el propósito de no cometer jamás un pecado, sobre todo este pecado...,
con el que tan a menudo te he ofendido.
Quiero vigilar con todo cuidado mis sentidos, renunciar por completo y morir a
esta pecaminosa costumbre..., y a esta tentación..., resistir siempre, en el primer
momento y en todo tiempo.
Perdono en verdad y de todo corazón a todos los que me han hecho algún mal,
así como yo ahora y en mi lecho de muerte espero alcanzar de Ti, Dios mío, el
perdón de mis pecados.
Después de la confesión
1. Soberbia. Los principiantes experimentan tal celo y tal ansia por las prácticas
de piedad, que esta actitud dichosa, a causa de su imperfección, suscita a
menudo ocultos movimientos de orgullo y una cierta complacencia de sí misma;
algunos llegan a tal grado de deslumbramiento, que ellos solos quisieran ser
considerados como verdaderamente devotos; en toda ocasión se les ve hablar y
obrar como si ellos condenaran a todos los demás; inclinados siempre a rebajar
el mérito de los otros, pregonan la paja en el ojo del prójimo, pero no reparan en
la viga de su propio ojo; cuando se trata del prójimo, cuelan los mosquitos y
ellos se tragan los camellos.
A algunos poco se les da de las propias faltas, mientras otras veces se afligen en
exceso, porque tienen una alta opinión de su propia santidad; luego se tornan
coléricos e impacientes contra sí mismos, lo cual descubre una nueva
imperfección. A menudo, con el corazón angustiado, imploran a Dios para que
tenga a bien librarlos de sus faltas y malas inclinaciones, pero esto lo hacen más
para no sufrir bajo ellas y vivir en paz, que para ser gratos a Dios (Cf. SAN
FRANCISCO DE SALES, Filotea, 3, 9).
5. Gula. Apenas se podrá encontrar un solo principiante –por más celoso que
haya dado los primeros pasos por la senda de la virtud– que no caiga en una de
las muchas imperfecciones que tienen su origen en los gustos de la vida virtuosa
recién comenzada. Es decir, que en la regla, generalmente, mas buscan este
gusto que la pureza y la verdadera piedad. Su aspiración a este gusto los
impulsa, por ejemplo, a ejecutar graves prácticas de penitencias corporales, o
agotar sus fuerzas con ayunos continuados. En ello no se atienen a ninguna
regla ni nadie busca el consejo de alguien. Testarudamente tratan de convencer
a su padre espiritual para que condescienda con sus deseos; por la fuerza
quieren obtener su aprobación. Si no logran su fin, entonces se desconsuelan
como niños y están de mal humor. Entonces les parece como si no hicieran
nada por la causa de Dios, tan sólo porque no hacen aquello a que tienen
apego. Los que se consumen por la sed de gustos espirituales, ésos buscan lo
mismo en sus comuniones en lugar de alabar y adorar con toda humildad al
Señor que ha venido a ellos. De la misma manera se portan en la oración. En
ella lo más importante les parece la devoción dulce y sensible que quieren
procurarse a toda costa, llegando hasta con el esfuerzo a cansar su cabeza. Si no
consiguen su fin, entonces están inconsolables; y porque experimentan una
resistencia en contra para dedicarse de nuevo a la piedad, renuncian
completamente a ella.
1. «Las almas devotas, no satisfechas con evitar los pecados graves y trabajar
por su salvación, tienen la sincera y firme voluntad de dedicarse al servicio de
Dios y de practicar la virtud. Sólo que al lado de esta actitud sana se encuentra
en ellos un vacío lamentable: no comprenden por completo la renuncia
aconsejada por el Evangelio y no se encaminan a la práctica de la misma. De
aquí nacen muchas faltas (Son las faltas mencionadas en el apartado 2.A).
»Las almas celosas es verdad que no han llegado todavía a la perfección, pero
sus faltas son meramente pasajeras, efecto de su fragilidad, y siempre se
arrepienten verdaderamente de ellas. Sus faltas no brotan de una actitud
permanente y duradera, que uno se oculte a sí mismo, que disculpe o sólo
débilmente combata, como hacen las almas devotas.
»De este celo amoroso brotan naturalmente otras virtudes: una gran confianza
en Dios, una paciencia mucho más alegre e inquebrantable que en el cristiano
simplemente devoto; su humildad es más profunda, y su renuncia al mundo más
completa. Cuando se preocupan por el bienestar del prójimo, lo hacen más por
un sentimiento de caridad cristiana, que por un movimiento natural de simpatía
o de compasión; además, buscan con mayor empeño el bien espiritual de los
que aman, que su bienestar temporal.
»Que el renunciamiento de estas almas está muy lejos de haber llegado al grado
intentado, se conoce en esto: que todavía conservan inclinaciones del todo
naturales, de las que quisieran librarse, pero por las que son perseguidos y
molestados; también se ve en que prestan demasiada atención a las vanas
habladurías del mundo y a las novedades mundanas.
»Hay todavía muchas cosas por las que tienen vivo interés; hallan su
contentamiento en las alegrías terrenales, pero con moderación y sin ofensa de
Dios.
»Tales cristianos han formado, por ejemplo, el propósito de comenzar el día con
un pequeño sacrificio que cueste algo a la naturaleza, a saber, abandonar el
lecho al despertar, sin vacilación alguna. Mas, cuando ha llegado ese momento,
son un poco perezosos para realizar el propósito. El propósito es sincero, pero
les falta fuerza en el momento de la ejecución.
»De aquí nace también que ellos no se alegran de lo bueno que realiza el
prójimo (envidia). ¿No es verdad que a menudo nos encontramos con personas
muy buenas que juzgan favorablemente su propio proceder y con dureza el
ajeno?
»Los cristianos celosos tienen, por lo general, gran confianza en Dios. Sin
embargo, en muchos esta confianza se da junto con una confianza en sí mismos
que no está exenta de temeridad. En otros, a su vez, la confianza deja algo que
desear, ya sea porque cuentan demasiado con los medios humanos, ya sea
porque no cuentan lo suficiente con la ilimitada bondad y con la Providencia
enteramente paternal de Dios. Tal cosa es un resto de la manera de pensar
puramente humana, de la prudencia humana que en los verdaderos amigos de
Dios no encontramos.
¿Es en realidad Dios para mí el Padre a quien doy muestras de respeto, gratitud
y obediencia, a quien otorgo mi fe y confianza, y a quien me someto en el dolor
con toda paciencia? ¿Soy yo para Él en realidad hijo? ¿Ha llegado a ser Él para
mí un extraño a causa de la indiferencia, disgusto y fastidio que yo he sentido?
Oración. ¿Me procuro tiempo para estar una hora en intimidad con mi Padre?
¿Es mi oración humilde, confiada, perseverante, digna del Padre? ¿No estoy
consciente y voluntariamente distraído? ¿Qué valor tienen para mí la
meditación, el examen de conciencia y la lectura espiritual?
Trabajo. ¿Es trabajo para mí el trabajo en servicio del Padre? ¿Cumplo cada
trabajo que se me impone? ¿Con puntualidad, con sentido de la
responsabilidad, con alegría?
Nuestro. Mi relación fundamental con el prójimo.
¿Soporto a mis hermanos y hermanas tal como son? ¿También cuando no les va
bien y aun cuando son menos amables? ¿Soy capaz y digno de recibir amor?
¿Es Dios, para mí, el Santo, ante quien con profundísimo respeto me arrodillo?
¿Es el Señor, el inviolable, a quien todo está sometido?
¿Me esfuerzo para que su nombre sea santificado? ¿Tengo conciencia de que
me está confiado el honor del Padre? ¿Son mi pensamiento y mi palabra
respetuosos para con Dios? ¿Dignos de Dios? ¿Me impresiona, me hiere el que
se blasfeme de Él, de Cristo, de la Iglesia?
¿Me esfuerzo por formarme una imagen exacta de Dios, una imagen viviente de
Cristo? ¿Me preocupo de ahondar mis conocimientos religiosos y deberes
morales? ¿Me cuido de tener una conciencia alerta y delicada? ¿Soy en todo
concienzudo?
¿Me preocupo por la venida del reino de Dios en el mundo? ¿Ruego y hago
sacrificios por ello? ¿Me preocupo del «reflejo de la gloria del reino futuro», de
la justicia en la tierra, del triunfo del bien y de la santidad? ¿No sirvo yo de
escándalo a otros?
¿Me preocupo por el reino de Dios en mí? ¿Puede crecer en mí? ¿Qué es lo que
se opone a su crecimiento? ¿Soy yo verdaderamente, en el sentido del sermón
de la montaña, «pobre» delante de Dios y lo espero todo de la gracia de Dios?
¿Tengo hambre de los dones y de la vida y del amor de Dios? ¿Soy manso? ¿O
me dejo arrastrar de la indignación, de la cólera, de mis pasiones? ¿Me
sobrepongo interiormente a las ofensas? ¿Soy de corazón compasivo en mi
juicio respecto de los otros? ¿Tengo paciencia con sus debilidades? ¿Sé ver las
miserias de los otros? ¿Ayudo con gusto?
¿Es mi conducta para con los demás clara, inequívoca, franca? ¿Amo la paz, y
no la lucha y la pelea? Con mis conversaciones, ¿no siembro entre los demás
odio, desprecio, enemistades? ¿Perdono las injusticias sufridas?
Hágase tu voluntad.
¿Está para mí por encima de todas las cosas la voluntad del Padre? ¿Me
esfuerzo por ver la voluntad y la mano del Padre en todos los sucesos y
experiencias? ¿Me dejo llevar de mi propia voluntad, por orgullo, por falta de
respeto, por temor a las consecuencias que la aceptación completa de la
voluntad de Dios trae consigo?
¿Soy dócil a todo llamamiento y encargo del Padre? ¿Estoy alerta y listo para
adaptarme en todo a la voluntad del Padre?
¿Cómo cumplo con el mandamiento capital del amor de Dios y del prójimo?
¿Estoy falto de caridad en el pensar, en el hablar, en el obrar? ¿Me porto
amablemente para así sembrar amor? ¿Puede el amor de Dios manifestarse por
medio de mí a los hombres? ¿No es mi conducta, para con Dios, para con
Cristo y para con la Iglesia, deshonrosa y nociva?
¿Pido al Padre también por las cosas diarias? ¿Vivo en actitud de confianza, de
manera que no me angustie el porvenir? ¿Estoy contento con el sencillo don del
pan de cada día? ¿No murmuro? ¿Doy gracias al Padre también por las cosas
cotidianas?
¿Me preocupo por el pan de cada día del alma, es decir, de la palabra de Dios
(servicio divino, predicación, lectura de la Sagrada Escritura, etc.)? ¿Me
preocupo de la buena recepción del pan eucarístico?
¿Me esfuerzo porque los que están confiados a mi cuidado conserven buen
gusto para una ulterior formación religiosa?
Perdónanos nuestras deudas, así como nosotros perdonamos a nuestros
deudores.
¿Pongo cuidado en conocer mis culpas? ¿Las admito? ¿Las confieso delante del
Padre y le ruego el perdón de ellas?
¿Conozco mi propia flaqueza? ¿No soy ligero frente a la tentación? ¿No juego
con ella?
¿Cómo me enfrento con el terrible poder del mal y sus tentaciones? ¿Me da la
fe en la justicia futura la necesaria paciencia y confianza en la Providencia
divina? ¿Temo y huyo por todos los medios del más grande de los peligros: el
peligro de despreciar las gracias de Dios y abusar de ellas, el peligro del
endurecimiento, del pecado contra el Espíritu Santo?
¿Tengo mi alma abierta al consuelo de Dios? ¿La tengo también abierta para las
muchas pequeñas alegrías con que a diario Dios me obsequia? ¿Espero
ansiosamente la eterna redención que el día de la venida de Cristo me traerá?
4. Oraciones para la Sagrada Comunión
La preparación próxima para recibir la sagrada comunión es la unión con el sacerdote oferente y la
comunidad cooferente, o sea la Iglesia, en el sacrificio eucarístico. En el sacrificio eucarístico, «los mismos
fieles, reunidos en comunes votos y oraciones, ofrecen al Padre Eterno, por medio del sacerdote, el
Cordero sin mancilla, hecho presente en el altar, a la sola voz del mismo sacerdote, como hostia
agradabilísima de alabanza y propiciación por las necesidades de toda la Iglesia. Y así como el Divino
Redentor, al morir en la Cruz, ofreció a sí mismo al Padre Eterno como Cabeza de todo el género humano,
así también en esta oblación pura (Mal 1, 11) no solamente se ofrece al Padre celestial, como Cabeza de la
Iglesia, sino que ofrece en sí mismo a sus miembros místicos, ya que a todos ellos, aun a los más débiles y
enfermos, los incluye amorosamente en su corazón» (encíclica Mystici corporis, de Pío XII). Nosotros
ofrecemos a Cristo como ofrenda nuestra, y en Cristo nos ofrecemos a nosotros mismos y nos
convertimos en ofrenda. En la sagrada comunión nos regala el Padre a su Hijo crucificado, para que éste
nos compenetre con su espíritu y con su fuerza de sacrificio, y para que nosotros seamos lo
suficientemente fuertes para ser en la vida cotidiana, en la ruda realidad, ofrenda, por decirlo así,
sangrienta, conforme nos hemos consagrado a Dios en la fiesta litúrgica.
En caso de necesidad, pueden las oraciones siguientes ser una ayuda en la preparación para la sagrada
comunión.
Yo te amo, mi queridísimo Jesús, con todo mi corazón. Porque te amo, por eso
me pesa de todo corazón haberte ofendido e insultado tan a menudo con mis
pecados y faltas. Porque te amo, por eso ansío con todas mis fuerzas unirme
contigo en la sagrada comunión y llegar a ser enteramente tuyo. Yo aspiro a
que, en virtud de esta unión, todo lo que me pertenezca se haga tuyo propio, sea
recibido en tu santísimo corazón, en tus oraciones, en tu perfecta e infinita
caridad y entrega a tu Padre. Gracias a esta unión quiero, en todos mis
pensamientos, aspiraciones deseos y actos, depender completamente de Ti y de
la influencia de tu gracia para que Tú vivas e imperes en mí, para que Tú
crezcas en mí y yo mengüe y muera cada vez más para mí (Ioh 3, 30), para
vivir enteramente tu vida en honor del Padre, y en tu honor y gloria.
Oración de Santa Gertrudis
Heme aquí, que me acerco a Ti, fuego devorador: consúmeme a mí, polvo de la
tierra, en la hoguera de tu amor. Heme aquí que me acerco a Ti, oh mi
dulcísima luz: haz que tu rostro me ilumine, para que mis tinieblas se
transformen delante de Ti en claridad de mediodía. Heme aquí, que me acerco a
Ti, centro beatífico de todos los corazones: hazme uno contigo mediante el
fuego de tu amor, que todo lo derrite.
Estos momentos son preciosísimos. En ellos le ofrecemos todo lo que somos y tenemos, y le entregamos
el día entero con sus esfuerzos y renunciamientos, con sus alegrías y dolores. En la unión con Jesús por
medio de la sagrada comunión, todo el trabajo del día «se transforma» y se consagra, como en la sagrada
transubstanciación el pan se convierte en el cuerpo de Cristo, y el cuerpo de Cristo queda lleno de la vida
de Cristo. De esa manera nuestro pensamiento, nuestros trabajos y dolores se convierten en una
participación en la oración, en el amor, en el pensamiento y en la expiación del Señor, en una parte de su
vida. «Vosotros en Mí, y Yo en vosotros» (Ioh 14, 20).
Jesús, vivo para Ti; Jesús, muero para Ti; Jesús, tuyo soy, vivo y muerto.
Indulgencia de trescientos días cada vez. Indulgencia de siete años una vez al día, después de haber
comulgado. Rezándola diariamente, indulgencia plenaria una vez al mes (Pío IX, decreto de 9 de enero de
1854).
A Jesús crucificado
Rezando la oración siguiente delante de un cuadro de Jesús crucificado: indulgencia de diez años. Para
ganar indulgencia plenaria se requieren, además: confesión, comunión y oración por la intención de la
Santa Sede (Pío IX).
Miradme, ¡oh mi amado y buen Jesús!, postrado ante vuestra presencia, os
suplico con el mayor fervor imprimáis en mi corazón vivos sentimientos de fe,
de esperanza y de caridad, dolor de mis pecados y propósito de jamás
ofenderos; mientras que yo, con todo el amor y compasión de que soy capaz,
voy considerando vuestras cinco llagas, comenzando por aquello que dijo de
Vos, ¡oh Dios mío!, el santo Profeta David: «Han taladrado mis manos y mis
pies y se pueden contar todos mis huesos» (Ps 21, 17).
Quien una vez en su vida, en un día cualquiera, recibe dignamente los santos sacramentos, y devotamente
y con verdadero amor a Dios reza la siguiente oración, gana una indulgencia plenaria que se le otorga en la
hora de la muerte sin que tenga nada más que hacer, con tal que se halle en estado de gracia (Pío X, 9 de
marzo de 1904).
Señor y Dios mío, desde ahora recibo y acepto de tu mano, con entera
conformidad y voluntad, cualquier clase de muerte, como a Ti te plazca, con
todas sus angustias, padecimientos y dolores.
Oración
Letanías lauretanas
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, perdónanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, escúchanos, Señor.
Cordero de Dios, que quitas los pecados del mundo, ten piedad de nosotros.
Oración