Análisis de Obra
Análisis de Obra
Análisis de Obra
La idea le comenzó a roer el pensamiento una mañana en que el profesor nos leyó algo sobre
un personaje de la mitología griega, que volaba con unas alas de cera que, un mediodía tan
calcinante como los del Sur de Honduras en época de verano, se le derritieron en pleno vuelo
y se precipitó como fulminado por un rayo, en las aguas de aquellos mares lejanos y
antiguos.
Esa misma noche Cesarín soñó que sobrevolaba el pueblo ante la mirada atónita de parientes
y amigos que lo vitoreaban con estruendoso entusiasmo. Y al día siguiente decidió, de primas
a primeras, abandonar la escuela para entregarse a tiempo completo a la fabrica-ción de un
par de alas. Y como él era el sabio de la familia, sus padrastros no tuvieron más remedio que
consentirle aquel arrebato de locura.
Nudo:
Por fin, y después de interminables ensayos que ya amenazaban con volverse eternos, sus
padres dispusieron la fecha y el lugar para efectuar el último vuelo; ya que de acuerdo con las
perspectivas de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra, si no se mataba –que era lo más
probable– había decidido de todos modos no apoyarlo más. De manera que llamar al
disparate el tercer intento no era del todo inapropiado, pues al fin y al cabo, ya se sabe que a
la tercera es la vencida. Pero lo cierto es que la gente, ocurrente como suele ser, convino de
manera casual y espontánea, en ponerle: el último vuelo del pájaro travieso. Para entonces la
noticia se había propagado por todos los alrededores. Por eso el tercer domingo de mayo de
1968 a las cuatro de la tarde, una hora antes del vuelo, el pueblo se encontraba intransitable,
más intransitable incluso que en época de feria. Todo el mundo andaba buscando el mejor
lugar para mirar con lujo de detalles (como dicen los periodistas) el espectáculo que
depararía aquella locura.
Casi todos estábamos seguros de que la vaina terminaría en tragedia; por eso muchos de mis
compañeros decían, medio en broma y medio en serio: "esta noche habrá velorio en casa de
rico".
A las cinco de la tarde la mayor parte de la gente se había aglomerado en la falda del cerro.
Hubo un grupo que arregló una manta inmensa. Todo por si a Cesarín se le ocurría
desplomarse o desplumarse, como dijeron otros, que era lo más seguro, debido a los rotundos
fracasos anteriores, que si no terminaron en tragedia es porque no le había llegado la hora.
Desenlace:
Todo el mundo enmudeció, pero no por la expectación sino por el asombro, cuando lo vieron
dar unos torpes aletazos de pájaro tierno que se fueron haciendo cada vez más intensos y
rítmicos.
Doña Clementina, que se terminó acercando por inercia al borde del precipicio, con el fin de
observar la caída de su hijo, cuando descubrió que todo el pueblo tenía la vista puesta en el
cielo, cayó en la cuenta y sin divisar siquiera a Cesarín, comenzó a dar saltos de alegría y a
gritar: lo logró, lo logró...
Esa noche, si bien no hubo velorio en casa de rico, hubo carnaval en el pueblo; y cada uno
comentó a su manera el increíble suceso.
Doña Clementina, presa aún en su asombro, mientras repartía tortas y café a la gente que
llenó su casa en tropel, seguía repitiendo: “Lo logró, vio usted, como lo logró... y ustedes que
decían que yo estaba loca porque lo apoyaba... yo siempre tuve fe, ya ven que lo logró...”
Casarín las contempló con una alegría tan grande y efectiva que no le cabía en el rostro.
Sintió que sus vellos se levantaban como cuando sentía frío o se ponía nervioso o aterrado al
oír cuentos de aparecidos en boca de Chimayo Flores y que el corazón le retozaba como la
briosa estampida de una manada de potros salvajes; y comprobó, por casualidad, que además
de hermosas, eran enormes como su locura.
El último domingo de un febrero seco y caluroso, todos en la familia se levantaron de
madrugada, más de madrugada que de costumbre, contrario a la vieja tradición familiar de
dormir hasta tarde ese día de la semana. Cuando comenzaba a clarear partieron en excursión
hacia uno de los terrenos de don Juan José de Jesús Antonio de la Sierra; y en el instante en
que las campanas de la iglesia del pueblo anunciaban la misa de seis, ellos alcanzaban la
cúspide de uno de los cerros más altos de la región.
Todo el mundo enmudeció, pero no por la expectación sino por el asombro, cuando lo vieron dar unos
torpes aletazos de pájaro tierno que se fueron haciendo cada vez más intensos y rítmicos.
Doña Clementina, que se terminó acercando por inercia al borde del precipicio, con el fin de observar la
caída de su hijo, cuando descubrió que todo el pueblo tenía la vista puesta en el cielo, cayó en la cuenta
y sin divisar siquiera a Casarín, comenzó a dar saltos de alegría y a gritar: lo logró, lo logró...
Esa noche, si bien no hubo velorio en casa de rico, hubo carnaval en el pueblo; y cada uno comentó a su
manera el increíble suceso.
Doña Clementina, presa aún en su asombro, mientras repartía tortas y café a la gente que llenó su casa
en tropel, seguía repitiendo: “Lo logró, vio usted, como lo logró... y ustedes que decían que yo estaba
loca porque lo apoyaba... yo siempre tuve fe, ya ven que lo logró...”
Pasó una semana y pasaron dos semanas y pasaron tres y unos días más y Casarín no regresaba. Algunas
personas, entre ellas el cura, sostenían con una fe ciega que se había convertido en ángel y que a esas
alturas se encontraba, a lo mejor, tocándole las puertas a San Pedro; los más incrédulos, sostenían que
encontraría en algún pueblo cercano divirtiendo a la gente; otros decían que probablemente estaría
muerto en alguna hondonada. Doña Azucena Martínez, por su parte, se limitó a decir: “Bien decía yo
que Casarín tenía más leña para brujo que para santo.”
Lo cierto es que un mes después de estar afanados en su búsqueda por todos los lugares de la región, no
se pudo dar con él. Cuadrillas enteras de hombres bien equipados recorrieron la cordillera buscando
entre los árboles, bajo las piedras, en los ríos, en las hondonadas, preguntando a toda persona que
encontraban al paso; en las aldeas y pueblos anduvieron casa por casa; simultáneamente se colocaron
avisos en la radio y en los periódicos, por si había ido a caer a algún sitio lejano, pero no se llegó a saber
absolutamente nada de él.
Esto sirvió para que el cura confirmara sus sospechas divinas. Para entonces, su madrastra, doña
Clementina, había comenzado a prepararse unas alas, solamente que con plumas de zopilotes por la
escasez de garzas, para ir en busca de Casarín.