Cantalamessa Gigantes de La Fe PDF

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RANIERO CANTALAMESSA OFM CAP, PREDICADOR

DE LA CASA PONTIFICIA

«GIGANTES DE LA FE»
“Acuérdense de sus guías. Imiten su fe”
(Hb 13, 7)
Predicación de Cuaresma 2012 y 2014, al
Papa y a la Curia Romana

PADRES GRIEGOS
SAN ATANASIO Y LA FE EN LA DIVINIDAD DE
CRISTO
SAN GREGORIO NACIANCENO MAESTRO DE
LA FE EN LA TRINIDAD
SAN BASILIO Y LA FE EN EL ESPÍRITU SANTO
SAN GREGORIO NICENO Y EL CAMINO PARA
EL CONOCIMIENTO DE DIOS
PADRES LATINOS
SAN AGUSTÍN, «CREO EN LA IGLESIA UNA Y
SANTA»
SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA EUCARISTÍA
SAN LEÓN MAGNO Y LA FE EN JESUCRISTO
DIOS Y HOMBRE VERDADERO
SAN GREGORIO MAGNO Y LA INTELIGENCIA
ESPIRITUAL DE LAS ESCRITURAS
***
SAN ATANASIO Y LA FE EN LA
DIVINIDAD DE CRISTO

En preparación al año de la fe proclamado por el Santo


Padre Benedicto XVI (12 de octubre 2012-24 noviembre
2013), las cuatro predicas de Cuaresma tienen la intención de
dar un impulso y devolverle frescura a nuestro creer, a través
de un renovado contacto con los “gigantes de la fe” del
pasado. De ahí el título, tomado de la carta a los Hebreos, dado
a todo el ciclo: “Acuérdense de sus guías. Imiten su fe” (Hb
13,7).
Iremos cada vez a la escuela de uno de los cuatro
grandes doctores de la Iglesia oriental, como son Atanasio,
Basilio, Gregorio Nacianceno y Gregorio Niceno, para ver lo
que cada uno nos dice hoy acerca del dogma del cual ha sido
campeón; es decir, respectivamente, la divinidad de Cristo, el
Espíritu Santo, la Trinidad y el conocimiento de Dios. En otro
momento, si Dios quiere, haremos lo mismo con los grandes
doctores de la Iglesia occidental: Agustín, Ambrosio y León
Magno.
Lo que nos gustaría aprender de los padres no es tanto
cómo proclamar la fe al mundo, es decir la evangelización, ni
cómo defender la fe contra los errores, es decir la ortodoxia; es
más bien la profundización de la propia fe, redescubrir, detrás
de ellos, la riqueza, la belleza y la felicidad de creer, de pasar,
como dice Pablo, “de fe en fe” (Rm 1,17), de una fe creída a
una fe vivida. Será un mayor “volumen” de la fe dentro de la
Iglesia, lo que se constituya después en la fuerza mayor del
anuncio de esta al mundo, y la mejor defensa de su ortodoxia.
El padre de Lubac sostuvo que nunca ha habido una
renovación en la historia de la Iglesia que no haya sido
también un retorno a los padres. No es una excepción el
Concilio Vaticano II, del cual nos estamos preparando a
conmemorar el 50 aniversario. Este está entrelazado con citas
de los Padres, y muchos de sus protagonistas fueron
patrólogos. Después de la escritura, los padres son la segunda
“capa” del suelo sobre el que descansa y del cual extrae su
savia, la teología, la liturgia, la exégesis bíblica y la
espiritualidad de toda la Iglesia.
En algunas catedrales góticas de la edad media vemos
algunas estatuas curiosas: personajes de estatura imponente
que sostienen, sentados sobre los hombros, a hombres muy
pequeños. Se trata de la representación en piedra de una
creencia que los teólogos de la época formulaban con estas
palabras: “Somos como enanos sentados sobre los hombros de
gigantes, de modo que podemos ver más allá y más cosas que
ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del
cuerpo, sino porque somos levantados muy en alto y somos
[1]
elevados a alturas gigantescas” . Los gigantes eran, por
supuesto, los padres de la Iglesia. Así es hoy también para
nosotros.
1. Atanasio, el campeón de la divinidad de Cristo
Comenzamos nuestra revisión con san Atanasio, obispo
de Alejandría, nacido en el año 295 y muerto en el 373. Pocos
padres como él han dejado una huella tan profunda en la
historia de la Iglesia. Es recordado por muchas cosas: por la
influencia que tuvo en la difusión del monaquismo, gracias a
su “Vida de Antonio”, por haber sido el primero en reclamar la
[2]
libertad de la Iglesia incluso en un Estado cristiano , por su
amistad con los obispos occidentales, favorecida por los
contactos realizados durante el exilio, que marca un
fortalecimiento de los vínculos entre Alejandría y Roma…
Pero no es de esto de lo que queremos ocuparnos.
Kierkegaard, en su Diario, tiene un curioso pensamiento: “La
terminología del dogma de la Iglesia primitiva es como un
castillo encantado, donde descansan en un sueño profundo los
príncipes y las princesas más hermosos. Basta solamente
[3]
despertarlos, para que salten en pie con toda su gloria” . El
dogma que Atanasio nos ayuda a “despertar” y hacer brillar en
todo su esplendor, es el de la divinidad de Cristo; por este
padeció siete veces el exilio.
El obispo de Alejandría estaba convencido de no ser el
descubridor de esta verdad. Todo su trabajo consistirá, por el
contrario, en demostrar que esta ha sido siempre la fe de la
Iglesia; que la verdad no es nueva, sino la herejía contraria. Su
mérito, en este campo, fue más bien eliminar los obstáculos
que hasta entonces habían impedido el pleno reconocimiento –
y sin reticencias–, de la divinidad de Cristo en el contexto
cultural griego.
Uno de estos obstáculos, quizás el principal, era la
costumbre griega de definir la esencia divina con el término
agennetos, no engendrado. ¿Cómo proclamar que el Hijo es el
Dios verdadero, desde el momento que él es Hijo, es decir,
engendrado del Padre? Era fácil para Arrio establecer la
equivalencia: generado= hecho, o sea, pasar gennetos a
genetos, y concluir con la famosa frase que desató el caso:
“¡Hubo un tiempo en el que él no existía!” Esto equivalía a
hacer de Cristo una criatura, aunque no “como las otras
criaturas.” Atanasio defendió a capa y espada el genitus non
factus de Nicea, “engendrado, no creado”. Él resuelve la
disputa con la simple observación: “El término agenetos fue
[4]
inventado por los griegos, que no conocían al Hijo” .
Otro obstáculo cultural para el pleno reconocimiento de
la divinidad de Cristo, menos advertido en el momento, pero
no menos activo, era la doctrina de un dios intermedio, el
deuteros theos, ligado a la creación del mundo material. Desde
Platón en adelante, esta se había convertido en un lugar común
para muchos sistemas religiosos y filosóficos de la antigüedad.
La tentación de asimilar al Hijo “por medio del cual todas las
cosas fueron creadas”, a esta entidad intermedia había ido
deslizándose en la especulación teológica cristiana. Resultaba
un sistema tripartito del ser: a la cima de todo, el Padre no
engendrado; después de él, el Hijo (y más tarde el Espíritu
Santo), y en tercer lugar las criaturas.
La definición del homoousios, del genitus non factus,
elimina para siempre el principal obstáculo del helenismo para
el reconocimiento de la plena divinidad de Cristo y funda la
catarsis cristiana en el universo metafísico griego. Con tal
definición, se demarca una sola línea horizontal en la vertical
del ser, y esta línea no divide al Hijo del Padre, sino al Hijo de
las criaturas. Queriendo contener en una frase el significado
perenne de la definición de Nicea, podemos formularla de la
siguiente manera: en cada época y cultura, Cristo debe ser
proclamado “Dios”, no en un cualquier sentido derivado o
secundario, sino en la más fuerte acepción que la palabra
“Dios” tenga en esa cultura.
Atanasio hizo, del mantenimiento de esta conquista, el
fin de su vida. Cuando todos, emperadores, obispos y teólogos,
oscilaban entre negación y el la deseo de conciliación, él se
mantuvo firme. Hubo momentos en que la futura fe común de
la Iglesia vivía en el corazón de un solo hombre: del suyo. De
la actitud hacia él se decidía de qué lado estaba cada uno.
2. El argumento soteriológico
Pero más importante que insistir en la fe de Atanasio en
la plena divinidad de Cristo –que es algo conocido y sereno–,
es el hecho de saber qué lo motiva en la batalla, de donde le
viene una certeza tan absoluta. No es de la especulación, sino
de la vida; más específicamente, de la reflexión sobre la
experiencia que la Iglesia hace de la salvación en Cristo Jesús.
Atanasio desplaza el interés de la teología del cosmos al
hombre, de la cosmología a la soteriología. Enlazándose con la
tradición eclesiástica anterior a Orígenes, en especial Ireneo,
Atanasio pone en valor los resultados procesados en la larga
lucha contra el gnosticismo, que lo había llevado a
concentrarse en la historia de la salvación y de la redención
humana. Cristo no se ubica más, como en la época de los
apologistas, entre Dios y el cosmos, sino más bien entre Dios y
el hombre. El hecho de que Cristo sea mediador no quiere
decir que está entre Dios y el hombre (mediación ontológica, a
menudo entendida en sentido de subordinación), sino que une
a Dios con el hombre. En él, Dios se hace hombre y el hombre
[5]
se hace Dios, es decir, es divinizado .
En este contexto ideal, se encuentra la aplicación que
Atanasio hace del argumento soteriológico en función de la
demostración de la divinidad de Cristo. El argumento
soteriológico no nace con la controversia arriana; esto está
presente en todas las grandes controversias cristológicas
antiguas, desde la antignóstica hasta aquella antimonotelita. En
su formulación clásica se lee: Quod non est assumptum, non
[6]
est sanatum, (Lo que no fue asumido tampoco fue salvado) .
Esto se adapta dependiendo del caso, a fin de refutar el error
del momento, que puede ser la negación de la carne humana de
Cristo (gnosticismo), o de su alma humana (apolinarismo), o
de su libre voluntad (monotelismo).
Lo que dice Atanasio puede afirmarse así: “Lo que no es
asumido por Dios no es salvo”, donde toda la fuerza está en el
breve añadido “por Dios”. La salvación requiere que el
hombre no sea asumido por un intermediario cualquiera, sino
por Dios mismo: “Si el Hijo es una criatura –escribe
Atanasio–, el hombre seguiría siendo mortal, no estando unido
a Dios”, más aún: “El hombre no sería divinizado, si el Verbo
que se hizo carne no fuese de la misma naturaleza que el
[7]
Padre” . Atanasio formuló muchos siglos antes de
Heidegger, y con mayor seriedad, la idea de que “sólo un Dios
[8]
nos puede salvar”, nur noch ein Gott kann uns retten .
Las implicaciones soteriológicas que Atanasio toma del
homoousios de Nicea son numerosas y profundísimas. Definir
al Hijo “consustancial” con el Padre significaba colocarlo a un
nivel tal, que absolutamente nada podía permanecer fuera de
su alcance. Esto significaba también, enraizar el significado de
Cristo sobre la misma base en la que estaba arraigado el ser de
Cristo, es decir en el Padre. Jesucristo no es, ni en la historia ni
en el universo, una segunda presencia aditiva respecto a la de
Dios; por el contrario, él es la presencia y la relevancia misma
del Padre. Escribe Atanasio: “Bueno como es, el Padre, con su
Palabra, que es también Dios, guía y sostiene al mundo entero,
para que la creación, iluminada por su guía, por su providencia
y por su orden, pueda persistir en el ser… La todopoderosa y
santa Palabra del Padre, que penetra todas las cosas y llega a
todas partes con su fuerza, ilumina toda realidad y todo lo
contiene y abraza en sí mismo. No hay quien se sustraiga a su
dominio. Todas las cosas reciben por entero de él la vida, y por
él se conservan: las criaturas individuales en su individualidad
[9]
y el universo creado en su totalidad” .
Sin embargo, se debe hacer una aclaración importante.
La divinidad de Cristo no es un “postulado” práctico, como lo
[10]
es, para Kant, la existencia misma de Dios . No es un
postulado, sino la explicación de un “dato”. Sería un
postulado, y por lo tanto una deducción teológica humana, si
se partiese de una cierta idea de salvación y si se dedujese la
divinidad de Cristo como la única capaz de realizar tal
salvación; en cambio es la explicación de un hecho si se parte,
como hace Atanasio, de una experiencia de salvación y se
demuestra cómo esta no podría existir si Cristo no fuera Dios.
No es sobre la salvación que se basa la divinidad de Cristo,
sino es sobre la divinidad de Cristo que se basa la salvación.
3. Corde creditur!
Pero es hora de volver a nosotros y tratar de ver qué
podemos aprender hoy de la batalla épica sostenida en su
tiempo por Atanasio. La divinidad de Cristo es hoy el
verdadero articulus stantis cadentis et Ecclesiae, la verdad con
la que la Iglesia se mantiene o cae. Si en otros tiempos, cuando
la divinidad de Cristo era aceptada pacíficamente por todos los
cristianos, se podía pensar que tal “artículo” fuese la
“justificación gratuita por la fe”, hoy ya no es el caso.
Podemos decir que el problema vital para el hombre de hoy
sea el de establecer ¿de qué modo es justificado el pecador,
cuando no se cree ni siquiera en la necesidad de una
justificación, o se cree que se encuentra en sí mismo? “Yo
mismo me acuso hoy –hace gritar Sartre a uno de sus
personajes desde el escenario– y solo yo puedo absolverme, yo
[11]
el hombre. Si Dios existe, el hombre no es nada” .
La divinidad de Cristo es la piedra angular que soporta
los dos principales misterios de la fe cristiana: la Trinidad y la
Encarnación. Son como dos puertas que se abren y se cierran
juntas. Descartada esa piedra, todo el edificio de la fe cristiana
se derrumba sobre sí misma: si el Hijo no es Dios, ¿por quién
está formada la Trinidad? Esto ya lo había denunciado
claramente san Atanasio, escribiendo contra los arrianos:
“Si la palabra no existe junto al Padre desde toda la
eternidad, entonces no existe una Trinidad eterna, sino que
primero fue la unidad y, a continuación, con el paso del
[12]
tiempo, por adición, empezó a producirse la Trinidad” .
(¡La idea –esta de la Trinidad que se forma “por
adición”–, volvió a ser propuesta, en años no muy lejanos, por
algún teólogo que aplicó a la Trinidad el esquema dialéctico
del devenir de Hegel!). Mucho antes de Atanasio, san Juan
había establecido esta relación entre los dos misterios: “Todo
aquel que niega al Hijo no posee al Padre. Todo el que
confiesa al Hijo posee también al Padre” (1Jn. 2,23). Los dos
permanecen o caen juntos, pero si caen juntos, entonces
lamentablemente debemos decir con Pablo que los cristianos
“¡somos los hombres más dignos de compasión!” (1 Cor.
15,19).
Debemos dejarnos embestir en plena cara por aquella
pregunta respetuosa, pero directa de Jesús: “Y ustedes, ¿quién
dicen que soy yo?”, y por aquella aún más personal: “¿Crees?”
¿Crees de verdad? ¿Crees con todo tu corazón? San Pablo dice
que “con el corazón se cree para conseguir la justicia, y con la
boca se confiesa para conseguir la salvación” (Rom. 10,10).
En el pasado, la profesión de la fe verdadera, es decir, el
segundo momento de este proceso, ha tomado a veces tanta
relevancia que ha dejado en las sombras aquel primer
momento que es el más importante, y que tiene lugar en las
profundidades más recónditas del corazón. “Es de la raíz del
[13]
corazón que crece la fe”, exclama San Agustín .
Se necesita derribar en nosotros los creyentes, y en
nosotros, hombres de la Iglesia, la falsa persuasión de que ya
se cree, de estar a punto en lo que se refiere a la fe.
Necesitamos hacer nacer la duda –no se entiende sobre Jesús,
sino sobre nosotros–, para entrar luego a la búsqueda de una fe
más auténtica. ¡Quién sabe si no sería bueno, por un poco de
tiempo, no querer demostrar nada a nadie, sino interiorizar la
fe, redescubrir sus raíces en el corazón!
Jesús preguntó a Pedro tres veces: “¿Me amas? “. Sabía
que la primera y la segunda vez, la respuesta llegó demasiado
rápido como para ser verdadera. Por último, a la tercera vez,
Pedro entendió. También la pregunta sobre la fe nos debe
llegar así; por tres veces, con insistencia, hasta que nos demos
cuenta y entremos en la verdad: “¿Tú crees?, ¿Tú crees?
¿Crees realmente? “. Tal vez al final responderemos: “No,
Señor, yo realmente no creo con todo el corazón y con toda tu
alma. ¡Aumenta mi fe!”.
Atanasio nos recuerda, sin embargo, otra verdad
importante: que la fe en la divinidad de Cristo no es posible, a
menos que también se experimente la salvación realizada por
Cristo. Sin esta, la divinidad de Cristo puede convertirse
fácilmente en una idea, una tesis, y se sabe que a una idea
siempre se puede oponer otra idea, y a una tesis, otra tesis.
Sólo a una vida –decían los Padres del desierto–, no hay nada
que pueda oponerse.
La experiencia de la salvación se realiza mediante la
lectura de la palabra de Dios (y teniéndola por lo que es,
¡palabra de Dios!), administrando y recibiendo los
sacramentos, especialmente la Eucaristía, lugar privilegiado de
la presencia del Resucitado, ejercitando los carismas,
manteniendo un contacto con la vida de la comunidad
creyente, orando. Evagrio el Monje, en el siglo IV, formuló la
famosa ecuación: “Si eres un teólogo, rezarás de verdad, y si
[14]
rezas de verdad serás teólogo” .
Atanasio impidió que la investigación teológica quedase
prisionera de la especulación filosófica de las diversas
“escuelas”, sino que se convirtiese en la profundización del
dato revelado en la línea de la Tradición. Un eminente
historiador protestante ha reconocido a Atanasio un mérito
singular en este campo: “Gracias a él –escribió–, la fe en
Cristo ha permanecido como una fe rigurosa en Dios y, de
acuerdo a su naturaleza, muy distinta de todas las demás
formas –paganas, filosóficas, idealistas–, de la fe… Con él, la
Iglesia ha vuelto a ser una institución de salvación, es decir, en
el sentido estricto del término “Iglesia”, cuyo contenido propio
y determinante está constituido por la predicación de
[15]
Cristo” .
Todo esto nos interpela hoy de una manera particular,
después de que la teología se ha definido como una “ciencia” y
es profesada en ambientes académicos, mucho más
desconectados de la vida de la comunidad creyente de lo que
era, en el tiempo de Atanasio, la escuela teológica llamada
Didaskaleion, florecida en Alejandría por obra de Clemente y
de Orígenes. La ciencia exige al estudioso que “domine” su
tema y que sea “neutral” de frente al objeto de la propia
ciencia; ¿Pero cómo “dominar” a uno que un poco antes has
adorado como tu Dios? ¿Cómo permanecer neutral ante el
objeto, cuando este objeto es Cristo? Fue una de las razones
que me llevaron, en cierto momento de mi vida, a abandonar la
enseñanza académica para dedicarme a tiempo completo al
ministerio de la palabra. Recuerdo el pensamiento que me
afloraba, después de participar en congresos o debates
teológicos y bíblicos, sobre todo en el extranjero: “Dado que el
mundo universitario le ha dado la espalda a Jesucristo, yo voy
a darle la espalda al mundo universitario”.
La solución a este problema no es abolir los estudios
académicos de la teología. La situación italiana nos hace ver
los efectos negativos producidos por la ausencia de facultades
de teología en las universidades estatales. La cultura católica y
religiosa en general es apartada en un gueto; en las librerías
seculares no se encuentra un libro religioso, a menos que sea
sobre algún tema esotérico o de moda. El diálogo entre la
teología y el conocimiento humano, científico y filosófico, se
realiza “a distancia”, y no es la misma cosa. Hablando en
ambientes universitarios, digo a menudo que no se siga mi
ejemplo (que es una opción personal), sino aprovechar al
máximo el privilegio del que gozan, buscando más bien apoyar
el estudio y la enseñanza, con algunas actividades pastorales
que sean compatibles con tales.
Si no se puede y no se debe eliminar la teología de los
ambientes académicos, hay sin embargo una cosa que los
teólogos académicos pueden hacer, y es ser lo suficientemente
humildes para reconocer sus límites. La suya no es la única, ni
la más alta expresión de la fe. El padre Henri de Lubac
escribió: “El ministerio de la predicación no es la
vulgarización de una enseñanza doctrinal más abstracta, que
sería anterior y superior a ella. Es, por el contrario, la
enseñanza doctrinal misma, en su forma más elevada. Esto era
real en la primera predicación cristiana, la de los apóstoles, y
también lo es en la predicación de los que les sucedieron en la
Iglesia: los padres, los doctores y nuestros pastores en el
[16]
momento presente” . H. U. von Balthasar, a su vez, habla
de “la misión de la predicación en la Iglesia, a la cual está
[17]
subordinada la misión teológica misma” .
4. “¡Ánimo!, soy yo”
Para concluir volvemos a la divinidad de Cristo. Ella
ilumina y enciende toda la vida cristiana.
Sin la fe en la divinidad de Cristo:
Dios está lejos,
Cristo permanece en su tiempo,
el Evangelio es uno de los muchos libros religiosos de la
humanidad,
la Iglesia, una simple institución,
la evangelización, una propaganda,
la liturgia, la conmemoración de un pasado que ya no
existe,
la moral cristiana, un peso no ligero y un yugo no suave.
Pero con la fe en la divinidad de Cristo:
Dios es el Emmanuel, el Dios con nosotros,
Cristo es el Resucitado, que vive en el Espíritu,
el Evangelio, la palabra definitiva de Dios a toda la
humanidad,
la Iglesia, sacramento universal de salvación,
la evangelización, el compartir de un regalo,
la liturgia, encuentro gozoso con el Resucitado,
la vida presente, el principio de la eternidad.
Está escrito: “El que cree en el Hijo tiene vida eterna”
(Jn 3, 36). La fe en la divinidad de Cristo es particularmente
indispensable en este momento para mantener viva la
esperanza sobre el futuro de la Iglesia y del mundo. Contra los
gnósticos que negaban la verdadera humanidad de Cristo,
Tertuliano alzó en su tiempo, el grito: “Parce unicae spei
[18]
totius orbis”, ¡No le quiten al mundo su única esperanza!
Tenemos que decirlo hoy a quienes se niegan a creer en la
divinidad de Cristo.
A los apóstoles, después de haber calmado la tormenta,
Jesús les pronunció una palabra que repite hoy a sus sucesores:
“¡Ánimo!, soy yo, no tengan miedo” (Mc 6,50).
***
SAN GREGORIO NACIANCENO,
MAESTRO DE LA FE EN LA
TRINIDAD

En años pasados, ha habido propuestas teológicas que, a


pesar de las profundas diferencias entre ellas, tenían un
esquema de fondo común, a veces claro, a veces implícito.
Este esquema es simplísimo, siendo reductivo. Los dos
misterios más grandes de nuestra fe son la Trinidad y la
Encarnación: Dios es uno y trino; Jesucristo es Dios y hombre.
En las propuestas a las que me refiero, la idea es: Dios es uno,
y Jesucristo es hombre. Consiste en dejar caer la divinidad de
Cristo y, con ello, la Trinidad.
El resultado de este proceso es que uno termina
aceptando tácita e hipócritamente la existencia de dos tipos de
fe y de dos cristianismos diferentes, que no tienen en común
entre ellos más que el nombre: el cristianismo de la fe de la
Iglesia y de las declaraciones ecuménicas conjuntas, donde,
con las palabras del símbolo niceno-constantinopolitano, se
sigue profesando la fe en la Trinidad y en la plena divinidad de
Cristo, y el cristianismo de amplios estratos de la cultura,
incluso exegética y teológica, en el que estas mismas verdades
son ignoradas o interpretadas de manera muy diferente.
En este clima es particularmente oportuno volver a
examinar a los padres de la Iglesia, no sólo para conocer el
contenido del dogma en su estado naciente, sino más aún para
encontrar la unidad vital de la fe profesada y la fe vivida, entre
el “qué” y su “enunciado”. Para los padres la Trinidad y la
unidad de Dios, la dualidad de la naturaleza y la unidad de la
persona de Cristo no eran una verdad para decidir sobre la
mesa o discutir en los libros en diálogo con otros libros; eran
realidades vitales. Parafraseando un dicho que circula en los
círculos deportivos, podríamos decir que estas verdades no
eran para ellos una cuestión de vida o muerte, ¡eran mucho
más!
1. Gregorio Nacianceno, el cantor de la Trinidad
El gigante sobre cuyas espaldas queremos subirnos hoy
es san Gregorio Nacianceno, y el horizonte que queremos
examinar con él es la Trinidad. Suya es la grandiosa imagen
que muestra el desplegarse de la revelación de la Trinidad en
la historia y la pedagogía de Dios que se revela en ella. El
antiguo testamento, escribe, proclama abiertamente la
existencia del Padre, y comienza a anunciar veladamente la del
Hijo; el nuevo testamento proclama abiertamente al Hijo, y
comienza a revelar la divinidad del Espíritu Santo; ahora, en la
Iglesia, el Espíritu se nos manifiesta claramente y ella confiesa
la gloria de la Santísima Trinidad. Dios ha establecido su
manifestación, adaptándose a los tiempos y a la capacidad
[19]
receptiva de los hombres
Esta triple división no tiene nada que ver con la tesis de
Gioacchino da Fiore, sobre los tres períodos distintos: el del
Padre, en el antiguo testamento, la del Hijo en el nuevo y el
del Espíritu Santo en la iglesia. La distinción de san Gregorio
se refiere al orden de la manifestación, no al del ser o de la
acción de las Tres personas, las cuales están presentes y obran
juntas a través del tiempo.
San Gregorio Nacianceno ha recibido en la tradición el
nombre de “el Teólogo” (ho Theologos), debido a su
contribución a la comprensión del dogma trinitario. Su mérito
es haber dado a la ortodoxia trinitaria una formulación
perfecta, con frases destinadas a convertirse en patrimonio
común de la teología. El símbolo pseudo-atanasio Quicumque,
compuesto casi un siglo después, le debe no poco a Gregorio
Nacianceno.
Éstas son algunas de sus fórmulas cristalinas:
“Fue, era y estaba: pero era uno solo. Luz y luz y luz,
pero una sola luz. Esto es lo que imaginó David cuando dijo:
“En tu luz vemos la luz” (Sal. 35,10). Y ahora la hemos
contemplado y la anunciamos, de la luz que es el Padre
comprendemos la luz que es el Hijo a la luz del Espíritu: he
aquí la breve y concisa teología de la Trinidad […] Dios, si
podemos hablar de manera sucinta, está indiviso en seres
[20]
divididos el uno del otro”
La principal contribución de los capadocios en la
formulación del dogma trinitario es el haber llevado a término
la distinción entre los dos conceptos de ousia e hipóstasis,
sustancia y persona, creando la base conceptual permanente
con la cual se expresa la fe en la Trinidad. Se trata de una de
las innovaciones más impresionantes que la teología cristiana
ha introducido en el pensamiento humano. De esta ha podido
desarrollarse el concepto moderno de persona como relación.
El lado débil de su teología trinitaria, por ellos mismos
advertido, era el peligro de concebir la relación entre la única
sustancia divina y las tres hipóstasis del Padre, del Hijo y del
Espíritu Santo del mismo modo que existe en la naturaleza
entre las especies y los individuos (por ejemplo, entre la
especie humana y los hombres individuales), ofreciendo así el
[21]
flanco a la acusación de triteísmo
Gregorio Nacianceno se esfuerza por responder a esta
dificultad, diciendo que cada una de las tres personas divinas
no está menos unida a las otras dos, de lo que está unida a sí
[22]
misma . Niega, por la misma razón, las similitudes
[23]
tradicionales de “fuente, arroyo, río” o “sol, rayo, luz” .
Con el tiempo admitió con franqueza, de preferir este riesgo a
aquel opuesto del modalismo: “Es mejor, dice, tener una idea,
tal vez insuficiente, de la unión de los Tres, en lugar de osar
[24]
una impiedad absoluta” .
¿Por qué elegir a san Gregorio Nacianceno, como
maestro de la fe en la Trinidad? La razón es la misma por la
que hemos elegido a Atanasio como maestro de la fe en la
divinidad de Cristo. Es que para Gregorio, la Trinidad no es
una verdad abstracta, o simplemente un dogma; es su pasión,
su ambiente vital, algo que sacude su corazón sólo con
nombrarla.
Los ortodoxos le llaman “el cantor de la Trinidad.” Esto
concuerda perfectamente con lo que sabemos de su
personalidad humana. El Nacianceno es un hombre con un
corazón aún más grande que la mente, un temperamento
sensible en exceso, hasta provocarle no pocas decepciones y
sufrimientos en sus relaciones con los demás, empezando por
su amigo san Basilio.
En su poesía revela todo su entusiasmo por la Trinidad.
[25]
Utiliza frases como “mi Trinidad”, “amada Trinidad” .
Gregorio es un enamorado de la Trinidad. Escribe así de sí
mismo:
“Desde el día que renuncié a las cosas de este mundo
para consagrar mi alma a la contemplación brillante y
celestial, cuando la inteligencia suprema me secuestró de aquí
para hacerme reposar lejos de todo lo que es carnal, desde ese
día mis ojos han estado deslumbrados por la luz de la
Trinidad… Desde su sublime trono ella extiende su resplandor
inefable sobre cada cosa… Desde ese día estoy muerto para el
[26]
mundo y el mundo ha muerto para mí” .
Basta con comparar estas palabras con expresiones
técnicamente perfectas, pero frías en el símbolo Quicumque,
que se recitaba antes en el Oficio divino del domingo, para
darse cuenta de la distancia que separa la fe vivida de los
Padres, de aquella formal y repetitiva que se presenta después
de ellos, aunque también esta última cumple una tarea
importante.
2. No podemos vivir sin la Trinidad
Ahora, como siempre, haremos una reflexión sobre lo
que los padres pueden ofrecernos en este campo, para una
renovación de nuestra fe. Es bien sabido que la teología
occidental siempre ha tenido que protegerse contra el riesgo
opuesto a él del triteísmo del cual, hemos visto, debe
defenderse el Nacianceno; es decir, el riesgo de hacer hincapié
en la unidad de la naturaleza divina, en detrimento de la
distinción de las personas.
En este terreno ha sido capaz de desarrollarse la visión
deísta de Descartes y de los iluministas que prescinden del
todo de la Trinidad para concentrarse sólo en Dios, concebido
como un ser supremo o como “la divinidad”. Kant sacó la
famosa conclusión de que “de la doctrina trinitaria, tomada
[27]
literalmente, no se puede conseguir nada práctico” . Esa, en
otras palabras, que es irrelevante para la vida del hombre y de
la Iglesia.
Este ha sido sin duda uno de los factores que han
allanado el camino para el ateísmo moderno. Si se hubiera
mantenido viva la idea en la teología del Dios Uno y Trino, en
lugar de hablar de un vago “Ser supremo”, no hubiera sido tan
fácil para Feuerbach el triunfo de su tesis de que Dios es una
proyección que el hombre hace de sí mismo y de su esencia.
¿Qué necesidad tendría el hombre de dividirse en tres: Padre,
Hijo y Espíritu Santo? Y ¿en qué sentido la Trinidad puede ser
la proyección y la sublimación que el espíritu humano hace de
sí mismo? Es el vago deísmo el que fue demolido por
Feuerbach, no la fe en el Dios uno y trino.
Pero si la visión latina de la Trinidad, por un lado, abre
la puerta a esta desviación deística, por el otro contiene el
remedio más eficaz contra ella. Nunca estaremos lo
suficientemente agradecidos con Agustín por haber basado su
discurso sobre la Trinidad en la palabra de Juan: “Dios es
amor” (1 Jn. 4,10). Dios es amor: por lo tanto, concluye
Agustín, ¡Él es Trinidad! “El amor supone a uno que ama, uno
[28]
que es amado, y el amor mismo con el cual se aman” . El
Padre es, en la Trinidad, el que ama, la fuente y el principio de
todas las cosas; el Hijo es el que es amado; el Espíritu Santo es
el amor con que se aman.
Todo amor es el amor de alguien o de algo, como todo
conocimiento, dice Husserl, es el conocimiento de algo. No se
da un amor “al vacío”, sin un objeto. ¿Ahora, quién ama a
Dios para ser definido amor? ¿El hombre? Pero entonces es
amor sólo desde algún centenar de millones de años. ¿El
universo? Pero entonces es amor sólo desde alguna decena de
millardos de años. ¿Y antes, a quién amaba Dios por ser el
amor? Los pensadores griegos y, en general, las filosofías
religiosas de todos los tiempos, concibiendo a Dios ante todo
como un “pensamiento” podían responder: Dios se pensaba a
sí mismo; era el “pensamiento puro”, “pensamiento de
pensamiento”. Pero esto ya no es posible, desde el momento
en que se dice que Dios es ante todo amor, porque el “amor
puro a sí mismo” sería puro egoísmo, que no es la exaltación
máxima del amor, sino su negación total.
Y aquí está la respuesta de la revelación, hecha explícita
por la Iglesia con su doctrina de la Trinidad. Dios es amor
desde siempre, ab aeterno, porque antes aún de que hubiera un
objeto fuera de sí para amar, tenía en sí mismo el Verbo, el
Hijo al que amaba con un amor infinito, es decir, “en el
Espíritu Santo”. Esto no explica cómo la unidad puede ser al
mismo tiempo trinidad (esto es un misterio imposible de
conocer por nosotros porque está solamente en Dios), pero nos
basta al menos para intuir por qué, en Dios, la unidad debe ser
también pluralidad y asimismo trinidad.
Un Dios que fuese puro conocimiento o pura ley, o pura
potencia, no tendría necesidad de ser trino (esto de hecho
complicaría mucho las cosas); pero un Dios que es, sobre todo
amor, sí porque “menos que entre dos, no puede haber amor”.
“Necesitamos –ha escrito de Lubac–, que el mundo lo sepa: la
revelación del Dios amor altera todo lo que se había concebido
[29]
de la divinidad” .
Ciertamente que lo del amor es una analogía humana,
pero es sin duda la que mejor nos permite echar un vistazo a la
misteriosa profundidad de Dios. En esto se ve cómo la teología
latina integra a la griega, y las dos no pueden prescindir la una
de la otra. El tema del amor está casi ausente en la teología
trinitaria de los orientales, que usan de preferencia la analogía
de la luz. Tenemos que esperar a Gregorio Palamas para leer,
en griego, algo similar a lo que dice Agustín sobre el amor en
[30]
la Trinidad .
Alguno quiere poner hoy entre paréntesis el dogma de la
Trinidad, para facilitar el diálogo con las otras grandes
religiones monoteístas. Se trata de una operación suicida.
¡Sería como quitarle la espina dorsal a una persona para
hacerla caminar con más facilidad! La Trinidad ha marcado de
tal modo la teología, la liturgia, la espiritualidad y la vida
cristiana, que renunciar a ella significaría empezar otra
religión por completo.
Lo que debe hacerse es más bien, como nos enseñan los
Padres, acercar este misterio de los libros de teología a la vida,
de modo que la Trinidad no sea solo un misterio estudiado y
correctamente formulado, sino vivido, adorado, disfrutado. La
vida cristiana se desarrolla, de principio a fin, en el signo y en
la presencia de la Trinidad. Al inicio de la vida, fuimos
bautizados “en el nombre del Padre, y del Hijo, y del Espíritu
Santo” y, por último, si tenemos la gracia de morir
cristianamente, a nuestra cabecera se recitarán las palabras:
“Parte, alma cristiana, de este mundo: en el nombre del Padre,
que te creó, del Hijo que te ha redimido y del Espíritu Santo
que te ha santificado”.
Entre estos dos momentos extremos, están otros
momentos llamados “de transición” que para un cristiano,
están todos marcados por la invocación a la Trinidad. En el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, los esposos
son unidos en matrimonio y se intercambian el anillo, así
como los sacerdotes y los obispos que son consagrados. En el
nombre de la Trinidad, se empezaban alguna vez los contratos,
los juicios, y cada acto importante de la vida civil y religiosa.
La Trinidad es el seno en el que fuimos concebidos (cf. Ef.
1,4) y es también el puerto al que todos navegamos. Es “el
océano de paz” del que todo fluye y en el cual todo refluye.
3. “O beata Trinitas!”
San Gregorio Nacianceno debería haber suscitado en
nosotros un deseo ardiente hacia la Trinidad: hacer de ella
“nuestra” Trinidad, la “querida” Trinidad, la “amada”
Trinidad. Algunos de estos acentos de conmovida adoración y
asombro, resuenan en los textos de la solemnidad de la
Santísima Trinidad. Debemos hacerla pasar de la liturgia a la
vida. Hay algo más dichoso que podemos hacer en relación a
la Trinidad que tratar de entenderla, ¡y es entrar en ella! No
podemos abrazar el océano, pero podemos entrar en él; no
podemos abrazar el misterio de la Trinidad con nuestras
mentes, ¡pero podemos entrar en ella!
La “puerta” para entrar en la Trinidad es una sola,
Jesucristo. Con su muerte y resurrección, él nos ha abierto un
camino nuevo para entrar en el santo de los santos que es la
Trinidad (cf. Hb. 10,19-20) y nos dejó los medios para
seguirlo en este camino de retorno. El primero y más universal
es la iglesia. Cuando se quiere cruzar un estrecho, dijo
Agustín, lo más importante no consiste en sentarse en la orilla
y agudizar la vista para ver lo que hay en la orilla opuesta, sino
subirse sobre la barca que lleva a aquella orilla. Y para
nosotros lo más importante no es especular sobre la Trinidad,
sino permanecer en la fe de la Iglesia que se dirige hacia
[31]
ella .
En la Iglesia, la Eucaristía es el medio por excelencia. La
misa es una acción trinitaria de principio a fin; comienza en el
nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo y termina con
la bendición del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo. Esa es la
oferta que Jesús, cabeza y cuerpo místico, hace de sí mismo al
Padre en el Espíritu Santo. A través de ella entramos
verdaderamente en el corazón mismo de la Trinidad.
Para los hermanos ortodoxos, un medio importante para
entrar en el misterio es el icono. La Trinidad de Rublev es un
resumen visual de la doctrina trinitaria de los capadocios, y en
particular de Gregorio Nacianceno. En él percibimos, en la
misma medida, el movimiento incesante y la quietud
sobrehumana, trascendencia y condescendencia. El dogma de
la unidad y trinidad de Dios se expresa por el hecho de que
estas figuras son tres y muy distintas, pero muy semejantes
entre sí. Ellas están contenidas idealmente dentro de un círculo
que pone de manifiesto su unidad, pero con su movimiento
diferente y disposición proclaman también su carácter
distintivo.
El santo, en cuyo monasterio se pintó el icono, san
Sergio de Radonezh, se había distinguido en la historia de
Rusia por haber traído la unidad entre los líderes que estaban
en desacuerdo unos con otros y de haber hecho posible la
liberación de Rusia de los tártaros, que la habían invadido. Su
lema –que Rublev ha tratado de interpretar en el icono–, fue:
“Contemplando la Santísima Trinidad, se vence la odiosa
discordia de este mundo”. San Gregorio Nacianceno había
expresado un pensamiento similar en estos versos, los cuales
parecen ser su testamento espiritual:
Busco la soledad, un lugar inaccesible al mal, donde con
una mente indivisa buscar a mi Dios,
y aliviar mi vejez con la dulce esperanza del cielo.
¿Qué dejaré a la Iglesia? ¡Dejaré mis lágrimas!…
Dirijo mis pensamientos a la casa que no conoce ocaso,
a mi querida Trinidad, única luz,
[32]
de la cual la sola sombra oscura me conmueve” .
La espiritualidad latina no es menos rica en ayudas para
hacer de la Trinidad un misterio cercano, querido. También
insiste en el movimiento contrario: no somos nosotros los que
entramos en la Trinidad, sino es la Trinidad la que entra en
nosotros. En la tradición ortodoxa, la doctrina de la
inhabitación está referida de preferencia a la persona del
Espíritu Santo. Es la teología latina la que ha desarrollado, en
todo su potencial, la doctrina bíblica de la inhabitación de toda
la Trinidad en el alma: “Mi Padre le amará, y vendremos a él,
[33]
y haremos morada en él” (Jn 14, 23) . Pío XII se ha
reservado un lugar en su Mystici Corporis, diciendo que
gracias a esta inhabitación, nosotros “participamos desde
[34]
ahora en la alegría y la felicidad de la Trinidad” .
San Juan de la Cruz dice que “el amor que ha sido
derramado en nuestros corazones por medio del Espíritu
Santo” (Rm 5,5), no es otro que el amor con que el Padre,
desde siempre, ha amado a su Hijo. Se trata de un
desbordamiento del amor divino de la Trinidad hacia nosotros.
Dios comunica al alma “el mismo amor que comunica al Hijo,
aun cuando esto no ocurre de forma natural, sino por unión …
El alma participa de Dios, cumpliendo con él, la obra de la
[35]
Santísima Trinidad” . La beata Isabel de la Trinidad nos
sugiere una manera simple de traducir esto en un programa de
vida: “Todo mi ejercicio consiste en volver a entrar en mí
[36]
misma y perderme en los tres que están allí” .
Yo veo en esto una razón más, y entre las más profundas,
para evangelizar. Hace unos días leía en la liturgia de las
horas, las palabras de Dios en Isaías: “Pues en esto he de
fijarme: en el mísero y en el abatido, y en el que respeta mi
palabra” (Is. 66,2). Me llamó la atención un pensamiento. Me
dije a mí mismo, ¿cuál es la gran diferencia entre quien es
bautizado y quien no lo es: sobre quien no ha sido bautizado,
Dios “vuelve la mirada”, está presente intencionalmente, con
su amor y su providencia; en quien está bautizado, él no
vuelve solamente la mirada, sino que viene a morar en él en
persona, y más aún, con las tres Personas divinas. Es cierto
que una presencia intencional correspondida puede ser más
aceptable a Dios que una presencia bautismal desatendida o
rechazada (y esto debería llenarnos de responsabilidad y
humildad), pero sería una ingratitud no reconocer la diferencia
que hace el ser, o no, cristianos.
Terminemos recitando juntos la doxología que concluye
el canon de la Misa y que es la más corta y la más densa
oración trinitaria de la Iglesia: “Por Cristo, con Cristo, en
Cristo, a ti, Dios Padre omnipotente, en la unidad del Espíritu
Santo, todo honor y toda gloria por los siglos de los siglos.
Amén”.
***
SAN BASILIO Y LA FE EN EL
ESPÍRITU SANTO

1. La fe termina en las cosas


El filósofo Edmund Husserl resumió el programa de su
fenomenología con el lema: Zu den Sachen selbst!, ir a las
cosas mismas, a las cosas como realmente son, antes de su
conceptualización y formulación. Otro filósofo que vino
después de él, Sartre, dice que “las palabras y, con ellas, el
significado de las cosas y las formas de su uso” no son más
que “los signos sutiles de reconocimiento que los hombres han
trazado sobre su superficie”: se debe sobrepasarlos para tener
la revelación imprevista, que deja sin aliento, la “existencia”
[37]
de las cosas .
Santo Tomás de Aquino había formulado mucho antes
un principio similar en referencia a las cosas o a los objetos de
la fe: Fides non terminatur ad enunciabile, sed ad rem: la fe
[38]
no termina en los enunciados, sino en la realidad . Los
padres de la Iglesia son modelos insuperables de esa fe que no
se detiene en las fórmulas, sino que va a la realidad. Después
de la época dorada de los grandes padres y doctores, vemos
casi de inmediato lo que un estudioso de la patrística define
[39]
como “el triunfo del formalismo” . Conceptos y términos,
como sustancia, persona, hipóstasis, son analizados y
estudiados por sí mismos, sin la constante referencia a la
realidad que con ellos los creadores del dogma habían tratado
de expresar.
Atanasio es quizás el caso más ejemplar de una fe que se
preocupa más de la cosa que de su enunciación. Durante algún
tiempo, después del Concilio de Nicea, parece ignorar el
término homousios, consustancial, mientras defiende con la
tenacidad que vimos la última vez su contenido, es decir, la
plena divinidad del Hijo y su igualdad con el Padre. También
está dispuesto a aceptar términos equivalentes para él, porque
estaba claro que tenía la intención de mantener firme la fe de
Nicea. Sólo más tarde, cuando se dio cuenta de que ese
término era el único que no daba escapatoria a la herejía, le dio
un uso cada vez más generalizado.
Este hecho se nota porque sabemos los daños causados a
la comunión eclesial, al dar más importancia al acuerdo sobre
los términos que lo referido a los contenidos de la fe. En los
últimos años se ha podido restaurar la comunión con algunas
iglesias orientales, llamadas monofisitas, tras reconocer que su
conflicto con la fe de Calcedonia era por el significado
diferente dado al término ousia e hipóstasis, y no la sustancia
de la doctrina. El acuerdo entre la Iglesia católica y la
Federación Mundial de Iglesias Luteranas sobre el tema de la
justificación por la fe, firmado en 1998, mostró que el viejo
conflicto sobre este punto era más en cuanto a los términos
que en la realidad. Las fórmulas, una vez acuñadas, tienden a
fosilizarse, volviéndose banderas y signos de pertenencia, más
que expresiones de una fe vivida.
2. San Basilio y la divinidad del Espíritu Santo
Hoy nos subimos sobre los hombros de otro gigante, san
Basilio el Grande (329-379), para examinar con él otra
realidad de nuestra fe, el Espíritu Santo. Ya veremos cómo
también él es un modelo de la fe que no se detiene en las
fórmulas, sino que va a la realidad.
Sobre la divinidad del Espíritu Santo, Basilio no dice ni
la primera ni la última palabra, es decir, no es él quien abre el
debate, ni tampoco quien lo concluye. Quien abrió el discurso
sobre el estatus ontológico del Espíritu Santo fue san Atanasio.
Hasta él, la doctrina del Paráclito se había quedado en las
sombras, y se entiende el por qué: no se podía definir la
posición del Espíritu Santo en la divinidad, antes de que fuera
definida la del Hijo. Se limitaba por tanto a repetir el símbolo
de la fe: “y creo en el Espíritu Santo”, sin otras adiciones.
Atanasio, en las Cartas a Serapión, inicia el debate que
conducirá a la definición de la divinidad del Espíritu Santo en
el Concilio de Constantinopla del 381. Enseña que el Espíritu
es plenamente divino, consustancial con el Padre y con el Hijo,
que no pertenece al mundo de las criaturas, sino al del creador
y la evidencia, aquí también, es que su contacto nos santifica,
nos diviniza, lo que no podría hacer si él mismo no fuese Dios.
He dicho que Basilio ni siquiera dice la última palabra.
Se abstiene de aplicar al Paráclito el título de “Dios” y de
“consustancial”. Afirma con claridad la fe en la plena
divinidad del Espíritu usando expresiones equivalentes, tales
como la igualdad con el Padre y el Hijo en la adoración (la
isotimia), su homogeneidad y no heterogeneidad con respecto
a ellos. Son los términos con los cuales la divinidad del
Espíritu Santo fue definida en el concilio ecuménico de
Constantinopla en el año 381 y que desarrollaron el artículo de
fe sobre el Espíritu Santo que profesamos aún hoy en el credo.
Esta actitud prudente de Basilio, para no alejar aún más
a la otra parte de los macedonios, provocó la crítica de
Gregorio Nacianceno, que se encuentra entre aquellos que
tuvieron el coraje suficiente como para pensar que el Espíritu
Santo es Dios, pero no lo suficiente como para proclamarlo
explícitamente. Tomando la iniciativa, escribe. “¿El Espíritu es
Dios? ¡Por supuesto! ¿Es consustancial? Sí, si es verdad que es
[40]
Dios” .
Si por tanto Basilio no dice, sobre la teología del
Espíritu Santo, ni la primera ni la última palabra, ¿por qué
elegirlo como nuestro maestro de fe en el Paráclito? Es que
Basilio, como ya Atanasio, está más preocupado por la “cosa”
que por su formulación, más de la plena divinidad del Espíritu
que de los términos con que expresar esa fe. La cosa, para
decirlo en términos de Tomás de Aquino, le interesa más que
su enunciación. Nos traslada a lo vivo de la persona y de la
acción del Espíritu Santo.
La de Basilio es una pneumatología concreta, vivida, no
escolástica, sino “funcional” en el sentido más positivo del
término, y es eso lo que hace que sea especialmente actual y
útil para nosotros hoy. Debido a la cuestión mencionada del
Filioque, la pneumatología ha terminado por reducirse a través
de los siglos casi exclusivamente al problema de la
procedencia del Espíritu Santo: si sólo del Padre, como dicen
los orientales, o también del Hijo, como profesamos los
latinos. Algo de la pneumatología concreta de los Padres ha
pasado por los tratados sobre “los Siete dones del Espíritu
Santo”, pero limitado al ámbito de la santificación personal y a
la vida contemplativa.
El Concilio Vaticano II inició una renovación en este
campo, por ejemplo, cuando ha devuelto los carismas de la
hagiografía, que son las vidas de los santos, a la eclesiología,
que es la vida de la Iglesia, hablando de ellos en la Lumen
[41]
Gentium . Pero fue sólo el comienzo; todavía queda mucho
por hacer para poner de relieve la acción del Espíritu Santo en
toda la vida del pueblo de Dios. En ocasión del XVI centenario
del Concilio ecuménico de Constantinopla del 381, el beato
Juan Pablo II escribió una carta apostólica en la que entre otras
cosas, dijo: “Todo el trabajo de renovación de la Iglesia, que el
Concilio Vaticano II tan providencialmente ha propuesto y
comenzado… no se puede realizar sin el Espíritu Santo, es
[42]
decir, con la ayuda de su luz y de su fuerza” . Basilio, lo
vamos a ver, nos hace de guía en este camino.
3. El Espíritu Santo en la historia de la salvación y en
la Iglesia
Es interesante conocer el origen de su tratado sobre el
Espíritu Santo. Está curiosamente ligada a la oración del
Gloria Patri. Durante la liturgia, Basilio había pronunciado a
veces la doxología en la forma: “Gloria al Padre, por medio
del Hijo, en el Espíritu Santo”, otras veces en la forma:
“Gloria al Padre y al Hijo y al Espíritu Santo.” Esta segunda
forma clarificaba más que la primera la igualdad de las tres
personas, coordinándolas, en lugar de subordinarlas entre sí.
En la atmósfera recalentada de los debates sobre la naturaleza
del Espíritu Santo, el tema provocó las protestas y Basilio
escribió su obra para justificar sus acciones; en la práctica,
para defender contra los herejes macedonios la plena divinidad
del Espíritu Santo.
Pero vayamos al punto por el cual, decía, la doctrina de
Basilio se revelaba especialmente actual: su capacidad para
iluminar la acción del Espíritu en cada momento de la historia
de la salvación y en todos los ámbitos de la vida de la iglesia.
Inicio de la obra del Espíritu en la creación.
“En la creación, la causa primera de lo que existe es el
Padre, la causa instrumental es el Hijo, la causa
perfeccionadora es el Espíritu. Por la voluntad del Padre los
espíritus creados existen; por la fuerza de la acción del Hijo
son llevados al ser, por la presencia del Espíritu llegan a la
perfección… Si se intenta sustraer al Espíritu de la creación,
todas las cosas se mezclan y la vida surge sin ley, sin orden,
[43]
sin ningún tipo de determinación” .
San Ambrosio retomará este pensamiento de Basilio
elaborando una conclusión sugerente. Refiriéndose a los dos
primeros versículos del Génesis (“la tierra era un caos y
desierta y las tinieblas cubrían el abismo”), observa:
“Cuando el Espíritu comenzó a flotar sobre ella, la
creación no tenía aún ninguna belleza. En cambio, cuando la
creación recibió la acción del Espíritu, obtuvo todo el
[44]
esplendor de la belleza que la hizo brillar como ‘mundo’” .
En otras palabras, el Espíritu Santo es el que transforma
la creación, del caos al cosmos, que hace de él algo bello,
ordenado, limpio, un “mundo” (mundus) justo, de acuerdo con
el significado original de esta palabra y de la palabra griega
cosmos. Ahora sabemos que la acción creadora de Dios no se
limita al instante inicial, como se creyó en la visión deísta o
mecanicista del universo. Dios no “fue” una vez, sino que
siempre “es” creador. Esto significa que el Espíritu Santo es el
que hace pasar continuamente al universo, a la Iglesia y a cada
persona, del caos al cosmos, es decir: del desorden al orden, de
la confusión a la armonía, de la deformidad a la belleza, de la
vetustez a la novedad. No, por supuesto, mecánicamente y
bruscamente, sino en el sentido de que está trabajando en ella
y lleva hasta un fin su propia evolución. Él es el que siempre
“crea y renueva la faz de la tierra” (cf. Sal. 104,30).
Esto no significa, explicaba Basilio en ese mismo texto,
que el Padre había creado algo imperfecto y “caótico” que
necesitaba ser corregido; simplemente, era el plan y la
voluntad del Padre de crear por medio del Hijo y guiar a los
seres a la perfección por medio del Espíritu.
Desde el inicio, el santo doctor va a ilustrar la presencia
del Espíritu en la obra de la redención:
“En cuanto al plan de salvación (oikonomia) para el
hombre, por mérito de nuestro gran Dios y salvador Jesucristo,
establecido por la voluntad de Dios, ¿se podría argumentar que
[45]
se lleva a cabo por la gracia del Espíritu?” .
En este punto, Basilio se abandona a la contemplación
de la presencia del Espíritu en la vida de Jesús que está entre
los pasajes más bellos de la obra y abre a la pneumatología un
campo de investigación que solo recientemente se ha
[46]
comenzado a reconsiderar . El Espíritu Santo está actuando
ya en el anuncio de los profetas y en la preparación para la
venida del Salvador; por su poder se realiza la encarnación en
el seno de María; es él el crisma con el que Jesús fue ungido
por Dios en el bautismo. Cada obra fue realizada con la
presencia del Espíritu. Este “estuvo presente cuando fue
tentado por el diablo, cuando se realizaban los milagros; no lo
dejó cuando resucitó de entre los muertos, y el domingo de
Pascua se derramó sobre sus discípulos (cf. Jn 20, 22 s.). El
Paráclito fue “el compañero inseparable” de Jesús durante toda
su vida.
De la vida de Jesús, san Basilio va a ilustrar la presencia
del Espíritu en la Iglesia:
“Y la organización de la Iglesia, ¿no es claro e
indiscutible que es obra del Espíritu? Él mismo ha dado a la
iglesia, dice Pablo, “en primer lugar a los apóstoles, luego a
los profetas, y luego a los maestros … Este orden está
organizado de acuerdo a la diversidad de los dones del
[47]
Espíritu” .
En la anáfora que lleva el nombre de san Basilio –que
nuestra actual Plegaria Eucarística IV ha seguido de cerca–, el
Espíritu Santo ocupa un lugar central.
La última imagen es la presencia del Paráclito en la
escatología: “Incluso en el momento del evento de la aparición
del Señor de los cielos –escribe Basilio–, no estará ausente el
Espíritu Santo.” Este momento será, para los salvados, el paso
de las “primicias” a la plena posesión del Espíritu, y para los
condenados la separación definitiva, el corte entre el alma y el
[48]
Espíritu” .
4. El alma y el Espíritu
San Basilio no se detiene en la acción del Espíritu en la
historia de la salvación y de la Iglesia. Como asceta y hombre
espiritual, su principal interés es por la acción del Espíritu en
la vida de cada bautizado. Aunque todavía sin establecer la
distinción y el orden de las tres vías que se convertirán en
clásicos más tarde, ilumina maravillosamente la acción del
Espíritu Santo en la purificación del alma del pecado, en su
iluminación y en la divinización que él llama “intimidad con
[49]
Dios” .
No podemos dejar de leer la página en la que, en
constante referencia a la Escritura, el santo describe esta
acción y dejarnos llevar por su entusiasmo:
“La relación de familiaridad del Espíritu con el alma,
¿no es un acercamiento en el espacio, como podría de hecho
acercarse al incorpóreo corporalmente?, pero sobre todo
consiste en la exclusión de las pasiones, las cuales, como
resultado de su atracción por la carne, llegan al alma y la
separan de la unión con Dios. Purificados de la inmundicia en
la que se estaba por medio del pecado, y vueltos a la belleza
natural, como habiendo restituido a una imagen real la antigua
forma mediante la purificación, sólo así es posible
aproximarse al Paráclito. Él, como un sol, reconociendo el ojo
purificado, te mostrará en sí mismo la imagen del Invisible. En
la bendita contemplación de la imagen, verás la indecible
belleza del arquetipo. Por medio de él se elevan los corazones,
los débiles se toman de la mano, aquellos que progresan
alcanzan la perfección. Él, iluminando a aquellos que son
purificados de toda mancha, los vuelve espirituales a través de
la comunión con él. Es como los cuerpos claros y
transparentes, cuando un rayo los golpea, se convierten en
brillantes y reflejan un rayo diferente, así las almas portadores
del Espíritu son iluminadas por el Espíritu; ellas mismas se
vuelven plenamente espirituales y envían sobre otros la gracia.
De aquí el preconocimiento de las cosas futuras; la
comprensión de los misterios; la percepción de las cosas
ocultas; la distribución de los carismas; la ciudadanía celestial;
la danza con los ángeles; la alegría sin fin; la permanencia en
Dios; la semejanza con Dios; el cumplimiento de los deseos:
[50]
ser Dios” .
No fue difícil para los investigadores descubrir detrás del
texto de Basilio imágenes y conceptos derivados de las
Enéadas de Plotino y hablar, en referencia a ello, de una
infiltración externa en el cuerpo del cristianismo. De hecho, se
trata de un tema puramente bíblico y paulino que se expresa,
como era debido, en términos familiares y comprensibles para
la cultura de la época. A la base de todo Basilio no pone la
acción del hombre –la contemplación–, sino la acción de Dios
y la imitación de Cristo. Estamos en las antípodas de la visión
de Plotino y de toda filosofía. Todo, para él, comienza con el
bautismo que es un nuevo nacimiento. El acto decisivo no está
al final sino el comienzo del camino:
“Como en la doble carrera de los estadios, una parada y
un descanso separan los caminos en la dirección opuesta, así
también en el cambio de vida es necesario que una muerte se
interponga entre las dos vidas para poner fin a lo que precede y
dar inicio a las cosas sucesivas. ¿Cómo vamos a descender a
los infiernos? Imitando la sepultura de Cristo por medio del
[51]
bautismo” .
El esquema básico es el mismo que Pablo. En el sexto
capítulo de la Carta a los Romanos, el apóstol habla de la
purificación radical del pecado que viene del bautismo y en el
capítulo octavo se describe la lucha, que sostenida por el
Espíritu, el cristiano debe llevar en el resto de su vida, contra
los deseos de la carne, para avanzar hacia una vida nueva:
“Efectivamente, los que viven según la carne, desean lo carnal;
mas los que viven según el espíritu, lo espiritual. Pues las
tendencias de la carne son muerte; mas las del espíritu, vida y
paz, ya que las tendencias de la carne llevan al odio a Dios: no
se someten a la ley de Dios, ni siquiera pueden; así, los que
están en la carne, no pueden agradar a Dios[…].Así que,
hermanos míos, no somos deudores de la carne para vivir
según la carne, pues, si viven según la carne, morirán. Pero si
con el Espíritu hacen morir las obras del cuerpo, vivirán.”
(Rom. 8, 5-13).
No es de extrañarse que para ilustrar la tarea descrita por
san Pablo, Basilio haya utilizado una imagen de Plotino. Esta
está al principio de una de las metáforas más universales de la
vida espiritual y nos habla hoy no menos que a los cristianos
de aquel tiempo:
“Ven, vuelve a ti y mira; y si todavía no te ves bello,
imita al autor de una estatua que debe quedar hermosa: aquél
en parte escalpela, en parte aplana; aquí suaviza, allí refina,
hasta que le haya dado un bello rostro a la estatua. Del mismo
modo, también tú quita lo superfluo, endereza lo torcido, y, a
fuerza de purificar lo que es oscuro, has que se vuelva brillante
y no dejes de fustigar a la estatua hasta que el esplendor divino
[52]
de la virtud brille delante de ti” .
Si la escultura, como decía Leonardo da Vinci, es el arte
de la elevación, el filósofo tiene razón para comparar la
purificación y la santidad a la escultura. Para los cristianos no
se trata de llegar a una belleza abstracta, de construir una
hermosa estatua, sino de descubrir y hacer más brillante la
imagen de Dios que el pecado tiende constantemente a cubrir.
La historia cuenta que un día Miguel Ángel, caminando
en un patio de Florencia vio un bloque de mármol en bruto
cubierto de polvo y barro. Se detuvo de repente a verlo, y
entonces, como iluminado por un relámpago, dijo a los
presentes: “En esta masa de piedra se esconde un ángel: ¡lo
voy a sacar!” Y comenzó a trabajar con un cincel para dar
forma al ángel que había visto. Así también somos nosotros.
Todavía somos masas de piedra en bruto, con una gran
cantidad de “tierra” encima y tantos pedazos inútiles. Dios
Padre nos mira y dice: “¡En este pedazo de piedra se oculta la
imagen de mi Hijo; quiero sacarlo hacia afuera, para que brille
por siempre conmigo en el cielo!” Y para hacer esto usa el
cincel de la cruz, nos poda (cf. Jn. 15,2).
Los más generosos no sólo soportan los golpes del
cincel, que vienen de fuera, sino también colaboran, en lo que
se les concede, imponiéndose pequeñas, o grandes,
mortificaciones voluntarias y quiebran su vieja voluntad.
Decía un padre del desierto: ”Si queremos ser completamente
liberados, aprendamos a quebrantar nuestra voluntad, y así,
poco a poco, con la ayuda de Dios, avanzaremos y llegaremos
a la plena liberación de las pasiones. Es posible romper diez
veces la propia voluntad en un tiempo brevísimo y le digo
cómo. Uno está caminando y ve algo; su pensamiento le dice:
‘¡Mira allí!’, pero él responde a su pensamiento: ‘¡No, no lo
[53]
veo!’, y quiebra la voluntad” .
Este antiguo padre tiene otros ejemplos tomados de la
vida monástica. Si se está hablando mal de alguien, tal vez del
superior; tu hombre viejo te dice: “Participa también tú, di lo
que sabes. Pero tú respondes: “¡No!”. Y mortificas al hombre
viejo… Pero no es difícil ampliar la lista con otros actos de
renuncia, propios del estado en que se vive y del oficio que se
cubre.
Mientras se viva consintiendo los deseos de la carne, nos
parecemos a los dos famosos “Bronces de Riace”, cuando
fueron desenterrados del fondo del mar, todos cubiertos de
escamas y apenas reconocibles como figuras humanas. Si
queremos brillar también nosotros, como estas dos obras
maestras después de su restauración, la Cuaresma es el
momento oportuno para poner manos a la obra.
5. Una mortificación “espiritual”
Hay un punto en el que la transformación del ideal de
Plotino en ideal cristiano seguía siendo incompleta, o al menos
poco explícita. San Pablo, lo hemos escuchado, dice: “Si
mediante el Espíritu hacen morir las obras de la carne,
vivirán.” El Espíritu no es, pues, sólo el fruto de la
mortificación, sino también lo que la hace posible; no está solo
al final del camino, sino también al inicio. Los apóstoles no
recibieron el Espíritu en Pentecostés porque se habían vuelto
fervorosos; se volvieron fervorosos porque habían recibido el
Espíritu.
Los tres padres capadocios fueron básicamente ascetas y
monjes; Basilio, en particular, con su regla monástica
(¡Asceticon!), fue el fundador del monaquismo cenobítico.
Esto le llevó a acentuar con fuerza la importancia del esfuerzo
humano. El hermano y discípulo de Basilio, Gregorio de Nisa,
escribirá en esa línea: “En la medida en que desarrolles tus
luchas por la misericordia, en esta misma medida se desarrolla
también la grandeza del alma a través de estas luchas y de
[54]
estos esfuerzos” .
En la siguiente generación, esta visión de la ascesis será
retomada y desarrollada por los escritores espirituales, como
Juan Casiano, pero separados de la sólida base teológica que
había en Basilio y en Gregorio de Nisa. “A partir de este punto
–observa Bouyer–, el pelagianismo, poniendo el esfuerzo
[55]
humano antes que la gracia, tendrá su punto de partida” .
Pero este resultado negativo difícilmente se le puede atribuir a
Basilio y a los Capadocios.
Volvemos para concluir, al motivo que vuelve a la
doctrina de Basilio sobre el Espíritu Santo eternamente válida,
y hoy, decía, más que nunca actual y necesaria: su concreción
y adhesión a la vida de la Iglesia. Nosotros los latinos tenemos
un medio privilegiado para hacer nuestro y transformar en
oración este mismo tipo de neumatología: el himno del Veni
Creator.
Es de principio a fin una contemplación orante de lo que
el Espíritu hace en realidad: en toda la tierra y la humanidad
como Espíritu creador; en la Iglesia, como Espíritu de
santificación (don de Dios, agua viva, fuego, amor y unción
espiritual ) y como Espíritu carismático (multiforme en sus
dones, el dedo de la mano derecha de Dios que pone la palabra
en los labios); en la vida del creyente, como una luz para la
mente, amor para el corazón, curación para el cuerpo; como
nuestro aliado en la lucha contra el mal y guía en el
discernimiento del bien.
Invoquémosle con las palabras de la primera estrofa,
pidiéndole hacer pasar también nuestro mundo y nuestra alma
del caos al cosmos, de la dispersión a la unidad, de la fealdad
del pecado a la belleza de la gracia.
Veni, Creator Spiritus/ mentes tuorum visita,/ imple
superna gratia/ quae tu creasti pectora.
Oh Espíritu que suscitas la creación,/ invade a tus fieles
en lo profundo,/ vierte la plenitud de la gracia/ en los
corazones que creaste para ti solo.
***
SAN GREGORIO DE NISA Y EL
CAMINO PARA EL CONOCIMIENTO
DE DIOS

1. Las dos dimensiones de la fe


San Agustín hizo, a propósito de la fe, una distinción que
se ha mantenido clásica hasta hoy: la distinción entre las cosas
que se creen y el acto de creer: “Aliud sunt ea quae creduntur,
[56]
aliud fides qua creduntur” , la fides quae y la fides qua,
como se dice en la teología. La primera se llama también fe
objetiva, y la segunda fe subjetiva. Toda la reflexión cristiana
sobre la fe se desarrolla entre estos dos polos.
Se plantean dos enfoques. Por un lado tenemos a
aquellos que hacen hincapié en la importancia del intelecto en
el creer, por lo tanto la fe objetiva, como asentimiento a las
verdades reveladas; del otro lado, aquellos que hacen hincapié
en la importancia de la voluntad y el afecto, es decir, la fe
subjetiva, el creer en alguien (“creer en”), más que creer en
algo (“creer que”); por un lado los que destacan las razones de
la mente y del otro, los que, como Pascal, hacen hincapié en
“las razones del corazón”.
En diversas formas, esta oscilación reaparece en cada
recodo de la historia de la teología: en la Edad Media, en las
diferentes acentuaciones entre la teología de santo Tomás y la
de san Buenaventura; en el tiempo de la reforma entre la fe
confianza de Lutero, y la fe católica informada por la caridad;
más tarde entre la fe dentro de los límites de la razón en Kant y
la fe basada en el sentimiento de Schleiermacher y del
romanticismo en general; más cerca a nosotros entre la fe de la
teología liberal y aquella existencial de Bultmann,
prácticamente vacía de todo contenido objetivo.
La teología católica contemporánea se esfuerza, como
otras veces en el pasado, en encontrar el equilibrio adecuado
entre las dos dimensiones de la fe. Se ha pasado la etapa en
que, por razones polémicas contingentes, toda la atención en
los manuales de teología había venido a centrarse en la fe
objetiva (fides quae), es decir, en el conjunto de verdades en
que se tiene que creer. “El acto de fe –se lee en un acreditado
diccionario de teología–, en la corriente dominante de todas las
denominaciones cristianas, aparece hoy como el
descubrimiento de un Tú divino. La apologética de la prueba
tiende a colocarse detrás de una pedagogía de la experiencia
espiritual que tiende a iniciar una experiencia cristiana, de la
cual se reconoce la posibilidad inscrita a priori en cada ser
[57]
humano” .
En otras palabras, en lugar de aprovechar la fuerza de los
argumentos externos a la persona, se busca de ayudarla a
encontrar en sí misma la confirmación de la fe, tratando de
despertar esa chispa que está en el “corazón inquieto” de cada
hombre con el hecho de ser creado “a imagen de Dios”.
Hice esta preámbulo, porque una vez más, esto nos
permite ver la contribución que los padres pueden dar a
nuestro esfuerzo por restaurar a la fe de la Iglesia, su brillo y
su fuerza de impacto. Los más grandes entre ellos, son
modelos insuperables de una fe que es tanto objetiva como
subjetiva a la vez, preocupada del contenido de la fe, es decir
de la ortodoxia, pero al mismo tiempo, creída y vivida con
todo el ardor del corazón. El apóstol había proclamado: “corde
creditur” (Rm 10,10), con el corazón se cree, y sabemos que
con la palabra corazón, la Biblia incluye tanto las dimensiones
espirituales del hombre, su inteligencia y su voluntad, el lugar
simbólico del conocimiento y del amor. En este sentido, los
padres son un enlace vital para encontrar la fe tal como se
entiende en la Escritura.
2. “Creo en un solo Dios”
En esta última meditación nos aproximamos a los padres
para renovar nuestra fe, en el objeto principal de la misma, en
lo que comúnmente se entiende con la palabra “creer” y según
lo cual distinguimos a las personas entre creyentes y no
creyentes: la fe en la existencia de Dios. Hemos reflexionado,
en las meditaciones anteriores, sobre la divinidad de Cristo,
sobre el Espíritu Santo y sobre la Trinidad. Pero la fe en el
Dios uno y trino es la etapa final de la fe, el “más” sobre Dios
revelado por Cristo. Para alcanzar esta plenitud, primero se
necesita haber creído en Dios. Antes de la fe en el Dios que es
Padre, Hijo y Espíritu Santo, está la fe en “un solo” Dio.
San Gregorio Nacianceno nos recuerda la pedagogía de
Dios al revelarse a nosotros. En el Antiguo Testamento viene
revelado abiertamente el Padre y veladamente el Hijo; en el
Nuevo, abiertamente el Hijo y veladamente el Espíritu Santo;
ahora, en la Iglesia, gozamos de la plena luz de la Trinidad
entera. Jesús también se abstiene de decir a los apóstoles
aquellas cosas de las cuales aún no son capaces de “poder con
ello” (Jn. 16, 12). Debemos seguir la misma pedagogía
también nosotros frente a aquellos a los que queremos
anunciar hoy la fe.
La Carta a los Hebreos dice cuál es el primer paso para
aproximarnos a Dios: “El que se acerca a Dios ha de creer que
existe y que recompensa a los que le buscan” (Hb. 11,6). Y
esto es el fundamento de todo lo demás, que sigue siendo así
incluso después de haber creído en la Trinidad. Vamos a ver
cómo los padres pueden sernos de inspiración desde este punto
de vista, teniendo en cuenta que nuestro propósito principal no
es apologético, sino espiritual, más orientado a fortalecer
nuestra fe, que a comunicarla a los demás. La guía que
elegimos para este camino es san Gregorio de Nisa.
Gregorio de Nisa (331-394), hermano carnal de san
Basilio, amigo y contemporáneo de Gregorio Nacianceno, es
un padre y doctor de la iglesia, del cual se va descubriendo
cada día más la estatura intelectual y la importancia decisiva
en el desarrollo del pensamiento cristiano. “Uno de los
pensadores más importantes y originales que conozca la
historia de la iglesia” (L. Bouyer), “El fundador de una nueva
religiosidad mística y extática” (H. von Campenhausen).
Los padres no tuvieron, como nosotros, que probar la
existencia de Dios, sino la unicidad de Dios; no tuvieron que
luchar contra el ateísmo, sino contra el politeísmo. Veremos,
sin embargo, cómo el camino trazado por ellos para llegar al
conocimiento del Dios único, es el mismo que puede conducir
al hombre de hoy al descubrimiento del Dios en plenitud.
Para valorizar la contribución de los padres, en particular
del Niceno, es necesario saber cómo se presentaba el problema
de la unicidad de Dios en su tiempo. A medida que se venía
desarrollando la doctrina de la Trinidad, los cristianos se
vieron expuestos a la misma acusación con la que siempre se
habían dirigido a los gentiles: el de creer en varios dioses. He
aquí por qué el credo de los cristianos que, en sus distintas
ediciones, desde hacía tres siglos, comenzaba con las palabras
“Creo en Dios” (Credo in Deum), desde el siglo IV, muestra
una pequeña pero significativa adición que no será nunca más
omitida en adelante: “Creo en un solo Dios (Credo in unum
Deum).
No es necesario repetir aquí los pasos que condujeron a
este resultado; sin duda podemos empezar por el final de la
misma. Hacia el final del siglo IV, se puso fin a la
transformación del monoteísmo del Antiguo Testamento en el
monoteísmo trinitario cristiano. Los latinos expresaban los dos
aspectos del misterio con la fórmula “una sustancia y tres
personas”, los griegos con la fórmula “tres hipóstasis, una sola
ousia”. Después de una confrontación, el proceso
aparentemente concluyó con un acuerdo total entre las dos
teologías. “¿Podemos concebir - exclamó el Nacianceno - un
acuerdo más pleno y decir absolutamente lo mismo, aunque
[58]
con diferentes palabras?” .
Había en realidad una diferencia entre las dos formas de
expresar el misterio; hoy en día es habitual expresarla de esta
manera: los griegos y los latinos, en lo referente a la Trinidad,
se mueven en lados opuestos; los griegos parten de las
personas divinas, es decir, de la pluralidad, para llegar a la
unidad de la naturaleza; los latinos, a la inversa, parten de la
unidad de la naturaleza divina, para llegar a las tres personas.
“El latino considera la personalidad como una forma de la
naturaleza: el griego considera la naturaleza como el contenido
[59]
de la persona” .
Creo que la diferencia puede ser expresada de otra
manera. Tanto el latín como el griego, parten desde la unidad
de Dios; tanto el símbolo griego como el latino comienza
diciendo: “Creo en un solo Dios” (Credo in unum Deum!).
Sólo que esta unidad para los latinos está concebida como
impersonal o pre-personal; es la esencia de Dios que se
especifica después en Padre, Hijo y Espíritu Santo, sin, por
supuesto, ser considerada como pre-existente a las personas.
Para los griegos, sin embargo, se trata de una unidad ya
personalizada, debido a que para ellos, “la unidad es el Padre,
[60]
de quien y hacia quien existen las otras personas” . El
primer artículo del credo de los griegos también dice “Creo en
un solo Dios, Padre todopoderoso” (Credo in unum Deum
Patrem omnipotentem), sólo que “el Padre todopoderoso” aquí
no se separa del ‘unum Deum’, como en el credo latino, sino
que hace un todo con él: “Creo en un solo Dios, Padre
todopoderoso”.
Esta es la manera en que concibieron la unidad de Dios
los tres Capadocios, pero sobre todo san Gregorio de Nisa. La
unidad de las tres personas divinas es dada, por él, en el hecho
de que el Hijo es perfectamente (sustancialmente) “unido” al
Padre, como lo es también el Espíritu Santo por medio del
[61]
Hijo . Es este preciso argumento el que es difícil para los
latinos, que ven en él el peligro de subordinar el Hijo al Padre
y el Espíritu al uno y al otro: “El nombre “Dios”–dice
[62]
Agustín–, indica toda la Trinidad, no solo el Padre” .
Dios es el nombre que damos a la divinidad cuando la
consideramos no en sí misma, sino en relación a los hombres y
al mundo, por que todo lo que ella hace fuera de sí, lo hace de
manera conjunta, como única causa eficiente. La conclusión
importante que podemos sacar de esto, a pesar de la diferente
perspectiva de los latinos y de los griegos, es que la fe
cristiana es también monoteísta; los cristianos no han
renunciado a la fe judía en un solo Dios, que más bien la han
enriquecido, dando un contenido y un significado nuevo y
maravilloso a esta unidad. ¡Dios es uno, pero no solitario!
3. “Moisés entró en la nube”
¿Por qué elegir a san Gregorio de Nisa como una guía
para el conocimiento de este Dios, ante quien somos como
criaturas frente al Creador? La razón es que este padre,
primero en el cristianismo, ha trazado un camino hacia el
conocimiento de Dios que es particularmente útil en la
situación religiosa del hombre moderno: el camino del
conocimiento que pasa a través del no-conocimiento.
La ocasión la tuvieron por la polémica con el hereje
Eunomio, el representante de un arrianismo radical contra el
que escriben todos los grandes padres que vivieron a finales
del siglo IV: Basilio, Gregorio Nacianceno, Juan Crisóstomo,
y, con más agudeza que todos, el Niceno. Eunomio
identificaba la esencia divina en el ser “ingenerado”
(agennetos). En este sentido, para él esto es perfectamente
conocible y no muestra ningún misterio; podemos conocer a
Dios nada menos de lo que él se conoce a sí mismo.
Los padres respondieron al unísono apoyando la tesis de
la “incognoscibilidad de Dios” en su realidad más íntima. Sin
embargo, mientras los otros se detuvieron en una refutación de
Eunomio basada sobre todo en las palabras de la biblia, el
Niceno fue más allá al demostrar que el reconocimiento
mismo de esta incognoscibilidad es el camino hacia el
verdadero conocimiento (theognosia) de Dios. Lo hace
[63]
retomando un tema ya esbozado por Filón : sobre Moisés
que se encuentra con Dios entrando en la nube. El texto bíblico
es Éxodo 24, 15-18 y he aquí su comentario:
“La manifestación de Dios a Moisés viene primero en la
luz; más tarde habló con él en la nube; en la medida que se
vuelve más perfecto, Moisés contempla a Dios en la oscuridad.
La transición de la oscuridad a la luz es la primera separación
de las ideas falsas y erróneas acerca de Dios; la inteligencia
más cerca de las cosas ocultas, conduciendo al alma a través
de las cosas visibles a la realidad invisible, es como una nube
que oscurece toda la sensibilidad y acostumbra al alma a la
contemplación de lo que está oculto; finalmente, el alma que
ha recorrido estos caminos hacia las cosas celestiales, después
de haber dejado todas las cosas terrenales lo más posible a la
naturaleza humana, entra en el santuario del conocimiento
divino (theognosia) rodeada por todas partes de la oscuridad
[64]
divina” .
El verdadero conocimiento y la visión de Dios consiste
“en ver que él es invisible, porque lo que el alma busca
trasciende todo conocimiento, separado en cada parte de su
[65]
incomprensibilidad como por una oscuridad” . En esta
última etapa del conocimiento de Dios no se tiene un
concepto, pero es aquello que el Niceno, con una expresión
que se hizo famosa, llama “una cierta sensación de presencia”
[66]
(aisthesin tina tes parusias) . Un sentir no con los sentidos
corporales, por supuesto, sino con aquellos del interior del
corazón. Este sentimiento no es la superación de la fe, sino su
actuación más alta: “Con la fe –dice la novia del Cantar (Ct. 3,
6)–, he encontrado al amado.” No lo “entiende”; hace algo
[67]
mejor, ¡lo “abraza”! .
Estas ideas del Niceno han ejercido una inmensa
influencia en el pensamiento cristiano posterior, al punto de
ser considerado el fundador de la mística cristiana. A través de
Dionisio Areopagita y Máximo el Confesor, que retomaron el
tema, su influencia se extiende desde el mundo griego al
latino. El tema del conocimiento de Dios en la oscuridad
vuelve en Ángela de Foligno, en el autor de La nube del no-
conocimiento, en el tema de la “docta ignorancia” de Nicolás
de Cusa, en aquella de la “noche oscura” de Juan de la Cruz y
en muchos otros.
4. ¿Qué humilla realmente a la razón?
Ahora me gustaría mostrar cómo la intuición de san
Gregorio de Nisa puede ayudarnos a los creyentes a
profundizar nuestra fe y a indicar al hombre moderno,
convertido en escéptico de las “cinco vías” de la teología
tradicional, alguna ruta que lo conduzca a Dios.
La novedad introducida por el Niceno en el pensamiento
cristiano es que para encontrar a Dios, debemos ir más allá de
los límites de la razón. Estamos en las antípodas del proyecto
de Kant de mantener la religión “dentro de los límites de la
simple razón “. En la cultura secularizada de hoy, se ha ido
más allá de Kant: este en nombre de la razón (al menos de la
razón práctica) « postulaba » la existencia de Dios; los
racionalistas posteriores niegan también esto.
Se entiende cuán actual es el pensamiento del Niceno. El
autor demuestra que la parte más alta de la persona, la razón,
no se excluye de la búsqueda de Dios; que no se está obligado
a elegir entre la fe y el seguir a la inteligencia. Entrando en la
nube, es decir, creyendo, la persona humana no renuncia a su
racionalidad, sino que la trasciende, que es algo muy diferente.
El creyente toca fondo, por así decir, en los recursos de la
propia razón, le permite hacer su acto más noble, pues, como
dice Pascal, “el acto supremo de la razón está en el reconocer
[68]
que hay una infinidad de cosas que la sobrepasan” .
Santo Tomás de Aquino, considerado justamente como
uno de los más firmes defensores de las exigencias de la razón,
escribió: “Se dice que al final de nuestro conocimiento, Dios
es conocido como lo Desconocido, porque nuestro espíritu ha
llegado al extremo de su conocimiento de Dios, cuando por fin
se da cuenta de que su esencia está por encima de todo lo que
[69]
se puede conocer en esto mundo” .
En el mismo instante que la razón reconoce su límite, lo
fractura y lo supera. Entiende que no puede entender, “ve que
no puede ver”, decía el Niceno, pero también entiende que un
Dios que se entiende no sería más Dios. Es por obra de la
razón que se produce este reconocimiento, que es, por lo tanto,
un acto del todo racional. Esta es, literalmente, una “docta
[70]
ignorancia” .
Por lo tanto, hay que decir todo lo contrario, es decir que
pone un límite a la razón y la humilla aquél que no le reconoce
esta capacidad de trascenderse. “Hasta ahora –ha escrito
Kierkegaard–, se habló siempre así: ‘El decir que no se puede
comprender esto o aquello, no satisface la ciencia que se
quiere entender’. Este es el error. Se debe decir todo lo
contrario: cuando la ciencia humana no quiera reconocer que
hay algo que ella no puede entender, o –de modo más
preciso–, alguna cosa de la cual ella con claridad puede
‘entender que no puede entender’, entonces todo se trastorna.
Por tanto, es una tarea del conocimiento humano entender que
hay cosas y cuales son las cosas que ella no puede
[71]
entender” .
Pero, ¿de qué clase de oscuridad se trata? De la nube
que, en algún momento, se puso entre los egipcios y los judíos
y se dice que era “oscuridad para unos y luminosa para los
otros” (cf. Ex. 14, 20). El mundo de la fe es oscuro para los
que miran desde el exterior, pero es brillante para los que
entran en ella. De un brillo especial, del corazón más que de la
mente. En la Noche oscura de san Juan de la Cruz (una
variante del tema de la nube del Niceno), el alma declara
proceder por su nuevo camino “sin otra luz y guía sino la que
en corazón ardía.” Una luz, sin embargo, que guía “más cierto
[72]
que la luz del mediodía” .
La beata Ángela de Foligno, una de las máximas
representantes de la visión de Dios en la oscuridad, dice que la
Madre de Dios “estaba tan inefablemente unida a la suma y
absolutamente inefable Trinidad, que en vida disfrutaba del
gozo del cual gozan los santos en el cielo, la alegría de lo
incomprensible (gaudium incomprehensibilitatis), porque
[73]
entienden que no se puede entender” . Es un excelente
complemento de la doctrina de Gregorio de Nisa sobre la
incognoscibilidad de Dios. Nos asegura que, lejos del
humillarse y privarse de algo, esta incognoscibilidad se hace
para llenar al hombre de entusiasmo y de alegría; nos dice que
Dios es infinitamente más grande, más hermoso, más bueno,
de lo que seremos capaces de pensar, y que todo esto es para
nosotros, para que nuestro gozo sea completo; ¡para que no
aflore mínimamente el pensamiento de que podremos
aburrirnos por pasar la eternidad junto a él!
Otra idea del Niceno, que es útil para una comparación
con la cultura religiosa moderna, es aquella del “sentimiento
de una presencia” que él pone al vértice del conocimiento de
Dios. La fenomenología religiosa ha revelado, con Rudolph
Otto, la existencia de un hecho primario, presente, en
diferentes grados de pureza, en todas las culturas y en todas las
edades que él llama “sentimiento de lo numinoso”, en el
sentido de una mezcla de terror y de atracción, que se apodera
de repente del ser humano ante la manifestación de lo
[74]
sobrenatural o de lo suprarracional . Si la defensa de la fe,
de acuerdo con las últimas directrices de la apologética
mencionadas al principio, “se coloca detrás de una pedagogía
de la experiencia espiritual, de la cual se reconoce la
posibilidad inscrita a priori en cada ser humano”, no podemos
descuidar el enganche que nos ofrece la moderna
fenomenología religiosa.
Por supuesto, la “sensación de una cierta presencia” del
Niceno es diferente del sentido confuso de lo numinoso y del
estremecimiento de lo sobrenatural, pero las dos cosas tienen
algo en común. Uno es el inicio de un camino hacia el
descubrimiento del Dios viviente, el otro es el término. El
conocimiento de Dios, decía el Niceno, comienza con un paso
de las tinieblas a la luz y termina con una transición de la luz a
la oscuridad. No se llega al segundo sin pasar por el primero;
en otras palabras, es decir, sin haberse limpiado primero del
pecado y de las pasiones. “Habría abandonado ya los placeres
–dice el libertino–, si yo tuviera la fe. Pero yo respondo, dice
Pascal: Tendrías ya la fe si hubieses renunciado a los
[75]
placeres” .
La imagen que, gracias a Gregorio de Nisa, nos
acompañó a lo largo de esta meditación, fue aquella de Moisés
que asciende al monte Sinaí y entra en la nube. La proximidad
de la Pascua nos impulsa a ir más allá de esta imagen, para
pasar del símbolo a la realidad. Hay otra montaña donde otro
Moisés encontró a Dios mientras se hacía “oscuridad sobre
toda la tierra” (Mt. 27,45). En el monte Calvario, el hombre
Dios, Jesús de Nazaret, ha unido por siempre el hombre a
Dios. Al final de su Itinerario de la mente a Dios, san
Buenaventura escribe: ”Después de todas estas
consideraciones, lo que queda de hacer es que nuestra mente
se eleve especulando no solo por encima de este mundo
sensible, sino también por encima de sí misma; y en este
ascenso Cristo es camino y puerta, Cristo es escala y vía…
Aquel que mira atentamente este propiciatorio suspendido en
la cruz, con fe, esperanza y caridad, con devoción, admiración,
exultación, veneración, alabanza y júbilo, realiza con él la
[76]
Pascua, es decir, el paso” .
¡Que el Señor Jesús nos permita realizar esta hermosa y
santa Pascua con él!
***
SAN AGUSTÍN, «CREO EN LA
IGLESIA UNA Y SANTA»

Desde Oriente a Occidente


En la meditación introductoria de la semana pasada
hemos reflexionado sobre el sentido de la Cuaresma como un
tiempo en el que ir con Jesús al desierto, ayunar de alimentos y
de imágenes, aprender a vencer las tentaciones y, sobre todo,
crecer en la intimidad con Dios.
En las cuatro predicaciones que nos quedan,
prosiguiendo la reflexión iniciada en la Cuaresma del año
2012 con los padres griegos, entramos en la escuela de cuatro
grandes doctores de la Iglesia latina —Agustín, Ambrosio,
León Magno y Gregorio Magno— para ver qué nos dice a
nosotros hoy cada uno de ellos, a propósito de la verdad de fe
de la que ha sido especialmente defensor es decir,
respectivamente, la naturaleza de la Iglesia, la presencia real
de Cristo en la Eucaristía, el dogma cristológico de Calcedonia
y la inteligencia espiritual de las Escrituras.
El objetivo es redescubrir, tras estos grandes Padres, la
riqueza, la belleza y la felicidad de creer, pasar, como dice
Pablo, «de fe en fe» (Rom 1,17), de una fe creída a una fe
vivida. Un mayor «volumen» de fe dentro de la Iglesia será
precisamente lo que construya luego la fuerza mayor de su
anuncio al mundo.
El título del ciclo está tomado de un pensamiento
querido para los teólogos medievales: «Nosotros –decían-
somos como enanos que se sientan sobre las espaldas de los
gigantes, de modo que podemos ver más cosas y más lejos que
ellos, no por la agudeza de nuestra mirada o por la altura del
cuerpo, sino porque somos llevados más arriba y somos
[77]
alzados por ellos a una altura gigantesca» . Este
pensamiento ha encontrado expresión artística en algunas
estatuas y ventanas de las catedrales góticas de la Edad Media,
donde están representados personajes de estatura imponente
que sostienen, sentados a hombros, hombres pequeños, casi
enanos. Los gigantes eran para ellos, como son para nosotros,
los Padres de la Iglesia.
Después de las lecciones de Atanasio, de Basilio de
Cesarea, de Gregorio Nacianceno y de Gregorio de Nisa,
respectivamente sobre la divinidad de Cristo, sobre el Espíritu
Santo, sobre la Trinidad y sobre el conocimiento de Dios, se
podía tener la impresión de que quedaba muy poco por hacer a
los padres latinos en la edificación del dogma cristiano. Una
mirada sumaria a la historia de la teología nos convence
enseguida de lo contrario.
Empujados por la cultura de la que formaban parte,
favorecidos por su fuerte temple especulativo y condicionados
por las herejías que estaban obligados a combatir (arrianismo,
apolinarismo, nestorianismo, monofisismo), los padres griegos
se habían concentrado principalmente en los aspectos
ontológicos del dogma: la divinidad de Cristo, sus dos
naturalezas y el modo de su unión, la unidad y la trinidad de
Dios. Los temas más queridos a Pablo —la justificación, la
relación ley-evangelio, la Iglesia cuerpo de Cristo— habían
quedado al margen de su atención, o tratados de paso. A su
objetivo respondía bastante mejor Juan con su énfasis sobre la
encarnación, y no Pablo que plantea el misterio pascual en el
centro de todo, es decir, el obrar más que ser de Cristo.
La índole de los latinos más inclinada (Agustín aparte) a
ocuparse de problemas concretos, jurídicos y organizativos,
que de los especulativos, unido a la aparición de nuevas
herejías, como el donatismo y el pelagianismo, estimularán
una reflexión nueva y original sobre los temas paulinos de la
gracia, de la Iglesia, de los sacramentos y de la Escritura. Son
los asuntos sobre los que quisiéramos reflexionar en la
presente predicación cuaresmal.
2. ¿Qué es la Iglesia?
Comenzamos nuestro análisis por el más grande de los
padres latinos, Agustín. El doctor de Hipona ha dejado su
huella en casi todos los ámbitos de la teología, pero sobre todo
en dos de ellos: el de la gracia y el de la Iglesia; el primero,
fruto de su lucha contra el pelagianismo; el segundo, de su
lucha contra el donatismo. El interés por la doctrina de
Agustín sobre la gracia ha prevalecido, desde el siglo XVI en
adelante, tanto en el ámbito protestante (a él se vinculan
Lutero, con la doctrina de la justificación, y Calvino, con la de
la predestinación), como en el ámbito católico a causa de las
[78]
controversias suscitadas por Jansenio y Bayo . En cambio,
el interés por sus doctrinas eclesiales es predominante en
nuestros días, debido al Concilio Vaticano II que ha hecho de
la Iglesia su tema central, y a causa del movimiento ecuménico
en el que la idea de Iglesia es el nudo crucial que hay que
desatar. Al buscar en los padres ayuda e inspiración para el
hoy de la fe, nos ocuparemos de este segundo ámbito de
interés de Agustín que es la Iglesia.
La Iglesia no había sido un tema desconocido para los
padres griegos y para los escritores latinos anteriores a Agustín
(Cipriano, Hilario, Ambrosio), pero sus afirmaciones se
limitaban la mayoría de las veces a repetir y comentar
afirmaciones e imágenes de la Escritura. La Iglesia es el nuevo
pueblo de Dios; a ella se le promete la indefectibilidad; es «la
columna y la base de la verdad»; el Espíritu Santo es su
supremo maestro; la Iglesia es «católica» porque se extiende a
todos los pueblos, enseña todos los dogmas y posee todos los
carismas; siguiendo la estela de Pablo, se habla de la Iglesia
como del misterio de nuestra incorporación a Cristo mediante
el bautizo y el don del Espíritu Santo; ella ha nacido del
costado traspasado de Cristo en la cruz, como Eva por del
[79]
costado de Adán dormido .
Pero todo esto se decía ocasionalmente; la Iglesia no es
aún tratada como tema. Quien estará obligado a hacerlo es
precisamente Agustín que durante casi toda su vida tuvo que
luchar contra el cisma de los donatistas. Nadie quizás hoy se
acordaría de esta secta norteafricana, si no fuera por el hecho
de que ella fue la ocasión de la que nació lo que hoy llamamos
eclesiología, es decir, una reflexión sobre lo que es la Iglesia
en el designio de Dios, su naturaleza y su funcionamiento.
Alrededor del año 311, un cierto Donato, obispo de
Numidia se negó a readmitir en la comunión eclesial a
aquellos que durante la persecución de Diocleciano habían
entregado los Libros Sagrados a las autoridades estatales,
renegando de la fe para salvar la vida. En el año 311fue
elegido obispo de Cartago un cierto Ceciliano, acusado (según
los católicos, injustamente) de haber traicionado la fe durante
la persecución de Diocleciano. Un grupo de setenta obispos
norte-africanos, liderados por Donato, se opuso contra este
nombramiento. Ellos destituyeron Ceciliano y eligieron a
Donato en su lugar. Excomulgado por el papa Milcíades en el
año313, permaneció en su puesto, produciendo un cisma, que
creó en el Norte de África una Iglesia paralela a la católica
hasta la invasión de los vándalos que tuvo lugar un siglo
después.
Durante la polémica, habían intentado justificar su
posición con argumentos teológicos y, al refutarlos, Agustín va
elaborando, poco a poco, su doctrina de la Iglesia. Esto ocurre
en dos contextos diferentes: en las obras escritas directamente
contra los donatistas y en sus comentarios a la Escritura y
discursos al pueblo. Es importante distinguir estos dos
contextos, porque dependiendo de ellos, Agustín insistirá más
en algunos aspectos o en otros de la Iglesia y sólo del conjunto
se puede obtener su doctrina completa. Veamos pues, siempre
someramente, cuáles son las conclusiones a las que el santo
llega en cada uno de los dos contextos, empezando por el
directamente antidonatista.
A. La Iglesia, comunión de los sacramentos y sociedad
de los santos. El cisma donatista había partido de una
convicción: no puede transmitir la gracia un ministro que no la
posee; los sacramentos administrados de este modo carecen,
pues, de cualquier efecto. Este tema, aplicado al principio a la
ordenación del obispo Ceciliano, se extenderá pronto a los
demás sacramentos y en particular al bautismo. Con él los
donatistas justifican su separación de los católicos y la práctica
de volver a bautizar a quién se incorporaba a sus filas.
En respuesta, Agustín elabora un principio que se
convertirá en una conquista para siempre de la teología y crea
las bases del futuro tratado De sacramentis: la distinción entre
potestas y ministerium, es decir, entre la causa de la gracia y
su ministro. La gracia conferida por los sacramentos es obra
exclusiva de Dios y de Cristo; el ministro sólo es un
instrumento: «Pedro bautiza, es Cristo quien bautiza; Juan
bautiza, es Cristo quien bautiza; Judas bautiza, es Cristo quien
[80]
bautiza» . La validez y la eficacia de los sacramentos no es
impedida por el ministro indigno: una verdad que, se sabe, el
pueblo cristiano necesita también hoy recordar…
De este modo, neutralizada la principal arma de sus
adversarios, Agustín puede elaborar su grandiosa visión de la
Iglesia, mediante algunas distinciones fundamentales. La
primera es aquella entre Iglesia presente o terrestre, e Iglesia
futura o celeste. Sólo esta segunda será una Iglesia de todos y
de sólo santos; la Iglesia del tiempo presente siempre será el
ámbito en el que estén mezclados trigo y cizaña, la red que
recoge peces buenos y peces malos, es decir santos y
pecadores.
Dentro de la Iglesia, en su fase terrena, Agustín opera
otra distinción: entre la comunión de los sacramentos
(communio sacramentorum) y la sociedad de los santos
(societas sanctorum). La primera une entre sí visiblemente a
todos los que participan de los mismos signos externos: los
sacramentos, las Escrituras, la autoridad; la segunda une entre
sí a todos y sólo a aquellos que, más allá de los signos, tienen
en común también la realidad escondida en los signos (la res
sacramentorum), es decir, el Espíritu Santo, la gracia, la
caridad.
Puesto que aquí abajo siempre será imposible saber con
certeza quién posee el Espíritu Santo y la gracia —y más
todavía si persevera hasta el final en este estado—, Agustín
termina para identificar la verdadera y definitiva comunidad de
los santos con la Iglesia celeste de los predestinados.
«¡Cuántas ovejas que hoy están dentro, estarán fuera, y
cuántos lobos que ahora están fuera, entonces estarán
[81]
dentro!» .
La novedad, sobre este punto, también respecto de
Cipriano, es que, mientras éste hacía consistir la unidad de la
Iglesia en algo exterior y visible —la concordia de todos los
obispos entre sí— Agustín la hace consistir en algo interior: el
Espíritu Santo. La unidad de la Iglesia se efectúa, así, por el
mismo que opera la unidad en Trinidad. «El Padre y el Hijo
han querido que nosotros estuviéramos unidos entre nosotros y
con ellos, por medio de ese mismo vínculo que les une a ellos,
[82]
es decir, el amor que es el Espíritu Santo» . Él desempeña
en la Iglesia la misma función que el alma ejerce en nuestro
cuerpo natural: es decir, es su principio animador y unificador.
«Lo que alma es para el cuerpo humano, el Espíritu Santo lo es
[83]
para el cuerpo de Cristo que es la Iglesia» .
La pertenencia plena a la Iglesia exige las dos cosas
juntas: la comunión visible de los signos sacramentales y la
comunión invisible de la gracia. Pero ésta admite grados, por
lo que nada dice que se debe estar por fuerza dentro o fuera. Se
puede estar en parte dentro y en parte fuera. Hay una
pertenencia exterior, o de los signos sacramentales, en la que
se sitúan los cismáticos donatistas y los malos católicos
mismos y una comunión plena y total. La primera consiste en
tener el signo exterior de la gracia (sacramentum), pero sin
recibir la realidad interior producida por ellos (res sacramenti),
o en recibirla, pero para la propia condena, no para la propia
salvación, como en el caso del bautismo administrado por los
cismáticos o de la Eucaristía recibida indignamente por los
católicos.
B. La Iglesia cuerpo de Cristo animado por el Espíritu
Santo. En los escritos exegéticos y en los discursos al pueblo
encontramos estos mismos principios basilares de la
eclesiología; pero menos presionado por la polémica y
hablando, por así decirlo, en familia, Agustín puede insistir
más en aspectos interiores y espirituales de la Iglesia que
aprecia mucho. En ellos, la Iglesia es presentada, con tonos a
menudo elevados y conmovidos, como el cuerpo de Cristo
(falta todavía el adjetivo místico que será añadido a
continuación), animado por el Espíritu Santo, hasta tal punto
afín al cuerpo eucarístico que coincide en rasgos casi
totalmente con él. Escuchemos lo que escucharon, en una
fiesta de Pentecostés, sus fieles sobre este tema:
«Si quieres comprender el cuerpo de Cristo, escucha al
Apóstol lo que dice a los fieles: Vosotros sois el cuerpo de
Cristo y sus miembros (1 Cor 12,27). Por tanto, si sois el
cuerpo y los miembros de Cristo, en la mesa del Señor se
coloca vuestro misterio: recibid vuestro misterio. A lo que sois
respondéis: Amén y respondiendo los suscribís. Se te dice, en
efecto: El cuerpo de Cristo, y tu respondes: Amén. Sé
miembro del cuerpo de Cristo, para que sea verídico tu
[84]
Amén… Sed lo que veis y recibid lo que sois» .
El nexo entre los dos cuerpos de Cristo se basa, para
Agustín, en la singular correspondencia simbólica entre el
devenir del uno y el formarse de la otra. El pan de la Eucaristía
es obtenido al amasar muchos granos de trigo y el vino de una
multitud de granos de uva, así la Iglesia está formada por
muchas personas, reunidas y fusionadas por la caridad, que es
[85]
el Espíritu Santo . Como el trigo disperso sobre las colinas
fue primero cosechado, luego molido, amasado en agua y
cocido al horno, así los fieles diseminados por el mundo han
sido reunidos por la palabra de Dios, molidos por las
penitencias y los exorcismos que preceden al bautizo,
sumergidos en el agua del bautismo y pasados al fuego del
Espíritu. También en referencia a la Iglesia se debe decir que
el sacramento «significando causat»: significando la unión de
muchas personas en una, la Eucaristía la realiza, la causa. En
este sentido, se puede decir que «la Eucaristía hace la Iglesia».
3. Actualidad de la eclesiología de Agustín
Tratamos ahora de ver cómo las ideas de Agustín sobre
la Iglesia pueden contribuir a iluminar los problemas que ésta
debe afrontar en nuestro tiempo. Quisiera detenerme, en
particular, sobre la importancia de la eclesiología de Agustín
para el diálogo ecuménico. Una circunstancia hace que esta
elección sea particularmente actual. El mundo cristiano se está
preparando para celebrar el quinto centenario de la Reforma
protestante. Ya empiezan a circular declaraciones y
[86]
documentos conjuntos de cara al acontecimiento . Es vital
para toda la Iglesia, que no se eche a perder esta ocasión,
permaneciendo prisioneros del pasado, tratando de verificar,
quizá con mayor objetividad e irenismo que en el pasado, las
razones y las culpas de unos y otros, sino que se haga un salto
de calidad, como ocurre en la «exclusa» de un río o de un
canal, que permite luego a los naves proseguir su navegación a
un nivel más alto.
La situación del mundo, de la Iglesia y de la teología ha
cambiado respecto de entonces. Se trata de partir nuevamente
desde la persona de Jesús, de ayudar humildemente a nuestros
contemporáneos a descubrir la persona de Cristo. Debemos
referirnos al tiempo de los apóstoles. Ellos tenían delante un
mundo pre-cristiano; nosotros tenemos delante un mundo en
gran parte post-cristiano. Cuando Pablo quiere resumir en una
frase la esencia del mensaje cristiano no dice: «Os anunciamos
esta o aquella doctrina»; dice: «Anunciamos a Cristo y Cristo
crucificado» (1 Cor 1,23) y también: «Anunciamos a Cristo
Jesús Señor» (cf. 2 Cor 4,5).
Esto no significa ignorar el gran enriquecimiento
teológico y espiritual producido por la Reforma, o querer
volver al punto anterior; significa permitir a toda la cristiandad
que se beneficie de sus logros, una vez liberados de algunos
forzamientos debidos al clima acalorado del momento y a las
sucesivas polémicas. La justificación gratuita mediante la fe,
por ejemplo, debería ser predicada hoy —y con más fuerza
que nunca—, pero no en oposición a las buenas obras, que es
ya una cuestión superada, sino en oposición a la pretensión del
hombre moderno de salvarse por sí solo, sin necesidad ni de
Dios ni de Cristo. Estoy convencido de que si viviera hoy esta
sería la manera con que el mismo Lutero predicaría la
justificación por la fe.
Veamos cómo la teología de Agustín nos puede ayudar
en esta empresa de superar los obstáculos seculares. El camino
a recorrer hoy es, en cierto sentido, en dirección opuesta al
seguido por él con respecto a los donatistas. Entonces se debía
partir de la comunión de los sacramentos hacia la comunión en
la gracia del Espíritu Santo y en la caridad; hoy debemos partir
desde la comunión espiritual de la caridad hacia la plena
comunión en los sacramentos, entre los cuales está, en primer
lugar, la Eucaristía.
La distinción de los dos niveles de realización de la
verdadera Iglesia —el externo, de los signos, y el interno, de la
gracia— permite a Agustín formular un principio, que habría
sido impensable antes de él: «Puede, por lo tanto, haber en la
Iglesia católica algo que no es católico, como puede haber
[87]
fuera de la Iglesia católica algo que es católico» . Los dos
aspectos de la Iglesia —el visible e institucional y el invisible
y espiritual— no pueden ser separados. Esto es cierto y lo
confirmó Pío XII en la Mystici Corporis y el Vaticano II en la
Lumen Gentium, pero mientras ellos, a causa de separaciones
históricas y del pecado de los hombres, por desgracia no
coincidan, no se puede dar mayor importancia a la comunión
institucional que a la espiritual.
Para mí, esto plantea un interrogante serio. ¿Puedo yo,
como católico, sentirme más en comunión con la multitud de
los que, bautizados en mi misma Iglesia, se despreocupan, sin
embargo, completamente de Cristo y de la Iglesia, o sólo se
interesan de ella para decir de ella lo malo, de lo que me siento
en comunión con el grupo de aquellos que, aun perteneciendo
a otras confesiones cristianas, creen en las mismas verdades
fundamentales en las que creo yo, aman a Jesucristo hasta dar
la vida por él, difunden su Evangelio, se ocupan de aliviar la
pobreza del mundo y poseen los mismos dones del Espíritu
Santo que tenemos nosotros? Las persecuciones, tan frecuentes
hoy en ciertas partes del mundo, no hacen distinción: no arden
iglesias y matan personas porque sean católicos o protestantes,
sino porque son cristianos. ¡Para ellos somos ya «una sola
cosa»!
Esta es, naturalmente, una pregunta que deberían
plantearse también los cristianos de otras Iglesias respecto de
los católicos, y, gracias a Dios, es precisamente lo que está
sucediendo en medida oculta pero superior a lo que las noticias
corrientes dejan adivinar. Un día, estoy convencido, nos
sorprenderemos, u otros se sorprenderán, de no haberse dado
cuenta antes de que el Espíritu Santo estaba actuando entre los
cristianos en nuestro tiempo al abrigo de la oficialidad. Fuera
de la Iglesia católica hay muchísimos cristianos que miran a
ella con ojos nuevos y empiezan a reconocer en ella sus
propias raíces.
La intuición más nueva y más fecunda de Agustín sobre
la Iglesia, como hemos visto, ha sido individuar el principio
esencial de su unidad en el Espíritu, más que en la comunión
horizontal de los obispos entre sí y los obispos con el Papa de
Roma. Igual que la unidad del cuerpo humano la da el alma
que vivifica y mueve todos los miembros, así es la unidad del
cuerpo de Cristo. Es un hecho místico, antes incluso que una
realidad que se expresa social y visiblemente hacia el exterior.
Es el reflejo de la unidad perfecta que existe entre el Padre y el
Hijo por obra del Espíritu. Jesús fijó una vez para siempre este
fundamento místico de la unidad cuando dijo: «Que sean uno
como nosotros somos uno» (Jn 17,22). La unidad esencial en
la doctrina y en la disciplina será el fruto de esta unidad
mística y espiritual, nunca podrá ser la causa.
Los pasos más concretos hacia la unidad no son, por
ello, los que se hacen alrededor de una mesa o en las
declaraciones conjuntas (por importante que sea todo esto);
son los que se hacen cuando creyentes de distintas confesiones
se encuentran para proclamar juntos, en fraternal acuerdo,
Jesús es Señor, compartiendo cada uno su carisma y
reconociéndose hermanos en Cristo. Vale para la unidad de los
cristianos lo que la Iglesia proclamó en sus diversos mensajes
para la jornada mundial de la paz, incluido el último de este
año: la paz empieza por el corazón de las personas, el
fundamento de la paz es la fraternidad.
4. ¡Miembros del cuerpo de Cristo, movidos por el
Espíritu!
En sus discursos al pueblo, Agustín nunca expone sus
ideas sobre la Iglesia, sin sacar enseguida consecuencias
prácticas para la vida cotidiana de los fieles. Y es lo que
queremos hacer también nosotros, antes de concluir nuestra
meditación, casi colocándonos entre las filas de sus oyentes de
entonces.
La imagen de la Iglesia cuerpo de Cristo no es nueva de
Agustín. Lo que es nuevo en él son las conclusiones prácticas
que deduce de ella para la vida de los creyentes. Una es que ya
no tenemos más razón de mirarnos con envidia y celos los
unos a los otros. Lo que yo no tengo y los otros, en cambio, sí
tienen es también mío. Escuchas al Apóstol enumerar todos
esos maravillosos carismas: apostolado, profecía,
sanaciones…, y quizás te entristeces pensando que no tienes
ninguno de ellos. Pero, atento, advierte Agustín: «Si amas, no
es poco lo que posees. En efecto, si amas la unidad, todo lo
que de ella es poseído por alguien, ¡lo posees tú también!
Destierra la envidia y será tuyo lo que es mío, y si yo destierro
[88]
la envidia, es mío lo que tú posees» .
Sólo el ojo en el cuerpo tiene la capacidad de ver. Pero,
¿Acaso ve el ojo solamente para sí mismo? ¿No es todo el
cuerpo el que se beneficia de su capacidad de ver? Sólo la
mano actúa, pero ¿acaso ella actúa sólo para sí misma? Si un
piedra está a punto de golpear el ojo, ¿acaso la mano
permanece inmóvil, diciendo que el golpe no se dirige contra
ella? Lo mismo ocurre en el cuerpo de Cristo: lo que cada
miembro es y hace, ¡lo es y lo hace para todos!
He aquí desvelado el secreto por el que la caridad es «el
camino mejor de todos» (1 Cor 12,31): me hace amar a la
Iglesia, o a la comunidad en la que vivo, y en la unidad todos
los carismas, no sólo algunos, son míos. Pero hay todavía más.
Si amas la unidad más de lo que yo la amo, el carisma que yo
poseo es más tuyo que mío. Supongamos que yo tenga el
carisma de evangelizar; yo puedo complacerme o presumir de
él, entonces me convierto en «un címbalo que rechina» (1 Cor
13,1); mi carisma «no sirve para nada», mientras que a ti que
escuchas, no dejará de beneficiarte, a pesar de mi pecado. Para
la caridad, tú posees sin peligro lo que otro posee con peligro.
La caridad multiplica realmente los carismas; hace del carisma
de uno el carisma de todos.
¿Formas parte del único cuerpo de Cristo? ¿Amas la
unidad de la Iglesia?, preguntaba Agustín a sus fieles.
Entonces, si un pagano te pregunta por qué no hablas todas las
lenguas, ya que está escrito que aquellos que recibieron el
Espíritu Santo hablaban todas las lenguas, respóndele también
sin dudar: ¡Cierto que hablo todas las lenguas! Pertenezco,
efectivamente, a ese cuerpo, la Iglesia, que habla todas las
lenguas y en todas las lenguas anuncia las grandes obras de
[89]
Dios .
Cuando seamos capaces de aplicar esta verdad no sólo a
las relaciones internas, a la comunidad en que vivimos y a
nuestra Iglesia, sino también a las relaciones entre una Iglesia
cristiana y otra, ese día la unidad de los cristianos será
prácticamente un hecho consumado.
Recojamos la exhortación con que Agustín cierra
muchos de sus discursos sobre Iglesia: «Por tanto, si queréis
vivir del Espíritu Santo, conservad la caridad, amad la verdad,
[90]
y alcanzaréis la eternidad. Amén» .
***
SAN AMBROSIO Y LA FE EN LA
EUCARISTÍA

1. La reflexión sobre los sacramentos


Junto al tema de la Iglesia, otro tema en el que se nota un
progreso en el paso de los Padres griegos a los latinos es el de
los sacramentos. En los primeros había faltado una reflexión
sobre los sacramentos en sí, es decir, sobre la idea de
sacramento, aun habiendo tratado de manera excelente cada
[91]
uno de los misterios: bautismo, unción, Eucaristía .
El iniciador de la teología sacramentaria —es decir, de
lo que, a partir del siglo XII, será el De sacramentis— es
nuevamente Agustín. San Ambrosio, con sus dos series de
discursos «Sobre los sacramentos» y «Sobre los misterios»,
anticipa el nombre del tratado, pero no su contenido. También
él, en efecto, se ocupa de cada uno de los sacramentos y no,
todavía, de los principios comunes a todos los sacramentos:
ministro, materia, forma, modo de producir la gracia…
¿Por qué, entonces, elegir a Ambrosio como maestro de
fe de un tema sacramentario como es el de la Eucaristía sobre
el cual queremos meditar hoy? El motivo es que Ambrosio,
más que ningún otro, contribuyó a la afirmación de la fe en la
presencia real de Cristo en la Eucaristía y puso las bases de la
futura doctrina de la transustanciación. En el De sacramentis
escribe:
«Este pan es pan antes de las palabras sacramentales;
cuando interviene la consagración, de pan pasa a ser carne de
Cristo […] ¿Con qué palabras se realiza la consagración y de
quién son estas palabras? […] Cuando se realiza el venerable
sacramento, el sacerdote ya no usa sus palabras, sino que
utiliza las palabras de Cristo. Es la palabra de Cristo la que
[92]
realiza este sacramento» .
En el otro escrito, Sobre los misterios, el realismo
eucarístico es todavía más explícito. Dice:
«La palabra de Cristo que pudo crear de la nada lo que
no existía, ¿no puede transformar en algo diferente lo que
existe? No es menos dar a las cosas una naturaleza del todo
nueva que cambiar lo que tienen […]. Este cuerpo que
producimos (conficimus) sobre el altar es el cuerpo nacido de
la Virgen. […] Es, ciertamente, la verdadera carne de Cristo
que fue crucificada, que fue sepultada; es, pues,
verdaderamente el sacramento de su carne […]. El mismo
Señor Jesús proclama: “Esto es mi cuerpo”. Antes de la
bendición de las palabras celestes se usa el nombre de otro
[93]
objeto, después de la consagración se entiende cuerpo» .
Sobre este punto la autoridad de Ambrosio, en el
desarrollo posterior de la doctrina eucarística, prevaleció sobre
la de Agustín. Éste cree ciertamente en la realidad de la
presencia de Cristo en la Eucaristía pero, como hemos visto en
la anterior meditación, acentúa todavía más fuertemente su
significado simbólico y eclesial. Algunos de sus discípulos
llegarán a afirmar no sólo que la Eucaristía hace la Iglesia,
sino que la Eucaristía es la Iglesia: «Comer el cuerpo de Cristo
[94]
no es otra cosa que hacerse cuerpo de Cristo» . La reacción
a la herejía de Berengario de Tours que reducía la presencia de
Jesús en la Eucaristía a una presencia sólo dinámica y
simbólica, suscitó una reacción coral en la que las palabras de
Ambrosio desempeñaron una parte importante. Él es la
primera autoridad que aduce santo Tomás de Aquino en su
[95]
Suma en favor de la tesis de la presencia real .
La expresión «cuerpo místico» de Cristo, que hasta
entonces había servido para designar a la Eucaristía, pasó poco
a poco a indicar la Iglesia, mientras que la expresión «cuerpo
[96]
verdadero» se reservó ya sólo a la Eucaristía . Esta singular
inversión marca, en cierto sentido, el triunfo de la herencia de
Ambrosio sobre la de Agustín. Expresiones como las del
himno Ave verum, en el que el cuerpo eucarístico de Cristo es
saludado como «el verdadero cuerpo, nacido de María Virgen,
que fue inmolado en la cruz y de cuyo costado brotaron agua y
sangre», parecen casi copiadas de las palabras arriba
recordadas de Ambrosio.
Podemos resumir así la diferencia entre las dos
perspectivas. De los tres cuerpos de Cristo —el cuerpo
verdadero o histórico de Jesús nacido de María, el cuerpo
eucarístico y el cuerpo eclesial— Agustín une entre sí
estrechamente el segundo y el tercero, el cuerpo eucarístico y
el de la Iglesia, distinguiéndolos del cuerpo real e histórico de
Jesús; Ambrosio une, más aún, identifica el primero y el
segundo, es decir, el cuerpo histórico de Cristo y el
eucarístico, distinguiéndolos del tercero, es decir, del cuerpo
eclesial.
En esta dirección se podía ir demasiado lejos, cayendo
en un realismo exagerado, casi que —como decía una fórmula
contrapuesta a la herejía de Berengario— el cuerpo y la sangre
de Cristo estuvieran presentes sobre el altar «sensiblemente y
fueran, en verdad, tocados y partidos por las manos del
[97]
sacerdote y masticados por los dientes de los fieles» . Pero
el remedio a tal peligro estaba en la noción misma de
sacramento ya clara en teología. La eucarística no es una
presencia física, sino sacramental, mediada por signos que son,
precisamente, el pan y el vino.
2. La Eucaristía y la beraká judía
Si hay un límite en la visión de Ambrosio, es la ausencia
de cualquier referencia a la acción del Espíritu Santo en la
producción del cuerpo de Cristo sobre el altar. Toda la eficacia
reside en las palabras de la consagración. Ellas son para él
palabras creativas, es decir, palabras que no se limitan a
afirmar una realidad existente, sino que producen la realidad
que significan, como la frase «Fiat lux» de la creación. Esto ha
influido en el escaso relieve que ha tenido en la liturgia latina
la epíclesis del Espíritu Santo, que, como sabemos, desempeña
en las liturgias orientales un papel tan esencial como el de las
palabras de la consagración. Las nuevas Plegarias eucarísticas,
con la invocación del Espíritu Santo que precede a la
consagración, han querido llenar precisamente esta laguna.
Pero hay una laguna mayor de la que se empieza a tener
en cuenta y que no se refiere sólo a Ambrosio y ni siquiera
sólo a los Padres latinos, sino a la explicación del misterio
eucarístico en su conjunto. Más que nunca se ve aquí cómo el
estudio de los Padres no nos ayuda sólo a recuperar riquezas
antiguas, sino también a abrirnos a lo nuevo que aparece en la
historia; a imitarlos no sólo en los contenidos, sino también en
el método que era el de poner al servicio de la palabra de Dios
todos los recursos y los conocimientos disponibles en su
contexto cultural.
El recurso nuevo que hoy disponemos para comprender
la Eucaristía es el acercamiento entre cristianos y judíos.
Desde los primeros días de la Iglesia, varios factores históricos
llevaron a acentuar la diferencia entre el cristianismo y el
judaísmo, hasta contraponerlos entre sí, como hace ya Ignacio
[98]
de Antioquía . Distinguirse de los judíos —en la fecha de
la Pascua, en los días de ayuno y en muchas otras cosas— se
convierte en una especie de consigna. Una acusación a
menudo dirigida a sus adversarios y a los herejes es la de
«judaizar».
En relación con la Eucaristía, el nuevo clima de diálogo
con el judaísmo ha hecho posible un mejor conocimiento de su
matriz judía. Igual que no se entiende la Pascua cristiana si no
se considera como el cumplimiento de lo que preanunció la
Pascua judía, así no se entiende a fondo la Eucaristía si no se
la ve como el cumplimiento de lo que los judíos hacían y
decían a lo largo de su comida ritual. El nombre mismo,
Eucaristía, no es otra cosa que la traducción de Beraká, la
oración de bendición y acción de gracias hecha durante esa
comida. Un primer resultado importante de este cambio ha
sido que hoy ningún estudioso serio sostiene ya la hipótesis de
que la Eucaristía cristiana se explique a la luz de la cena en
boga según algunos cultos mistéricos del helenismo, como se
ha intentado hacer durante más de un siglo.
Los Padres de la Iglesia mantuvieron las Escrituras del
pueblo judío, pero no su liturgia, a la cual ya no tenían forma
de acceder, tras la separación de la Iglesia respecto de la
Sinagoga. Así, para la Eucaristía, utilizaron las figuras
contenidas en las Escrituras —el cordero pascual, el sacrificio
de Isaac, el de Melquisedec, el maná—, pero no el contexto
litúrgico concreto en el que el pueblo judío celebraba todos
estos recuerdos, que era la comida ritual celebrada una vez al
año en la cena pascual (el Seder) y semanalmente en el culto
sinagogal. El primer nombre con el que es designada la
Eucaristía en el Nuevo Testamento por Pablo es el de «comida
del Señor» (kuriakon deipnon) (1 Cor 11,20), con referencia
evidente a la comida judía de la que se distingue ahora por la
fe en Jesucristo.
Es la perspectiva en la que se sitúa también Benedicto
XVI en el capítulo dedicado a la institución de la Eucaristía en
su segundo volumen sobre Jesús de Nazaret. Siguiendo la
opinión ya prevalente entre los estudiosos, él acepta la
cronología joánica según la cual la última cena de Jesús no fue
una cena pascual, sino que fue una solemne comida de
despedida; con Louis Bouyer, sostiene, además, que se pueda
«trazar el desarrollo de la eucaristía cristiana, es decir del
[99]
canon, desde la beraká judía» .
Por diversas razones culturales e históricas, desde la
escolástica en adelante, se ha tratado de explicar la Eucaristía a
la luz de la filosofía, en particular de las nociones aristotélicas
de sustancia y de accidente. Esto también era un poner al
servicio de la fe los nuevos conocimientos del momento y, por
tanto, una imitación del método de los Padres. En nuestros
días, debemos hacer lo mismo con los nuevos conocimientos
de orden, esta vez, históricos y litúrgicos más que filosóficos.
Sobre la base de algunos estudios ya iniciados en esta
[100]
dirección, sobre todo el de L. Bouyer , quisiera tratar de
mostrar la luz viva que cae sobre la Eucaristía cristiana cuando
situamos los relatos evangélicos de la institución sobre el
trasfondo de lo que sabemos de la comida ritual judía. La
novedad del gesto de Jesús no resultará disminuida, sino
engrandecida al máximo.
3. ¿Qué ocurrió esa noche?
Un texto que muestra el estrecho vínculo entre la liturgia
judía y la cena cristiana es la Didaché. Dicho texto no es otra
cosa que una colección de oraciones de la sinagoga, con la
adición, aquí y allá, de las palabras «por tu servidor
Jesucristo»; por lo demás, es idéntico a la liturgia de la
sinagoga. El rito sinagogal estaba compuesto por una serie de
oraciones llamadas «berakah» que en griego se tradujo con
«Eucaristía». La beraká resume la espiritualidad de la Antigua
Alianza y es la respuesta de bendición y de agradecimiento
que Israel da a la palabra de amor que su Dios le había
dirigido.
El ritual seguido por Jesús al dar la forma definitiva de
la Eucaristía acompañaba todas las comidas de los judíos, pero
asumía una importancia particular en las comidas en familia o
en comunidad el sábado y los días festivos. Es suficiente un
primer vistazo sobre el rito para ambientar adecuadamente la
última Cena. Al comienzo de la comida, cada uno por turno
tomaba en la mano una copa de vino y, antes de llevarla a los
labios, repetía una bendición que la liturgia actual nos hace
repetir casi literalmente en el momento del ofertorio: «Bendito
seas, Señor, Dios nuestro, Rey de los siglos, que nos has dado
este fruto de la vid». Es el primer cáliz de vino.
Pero la comida comenzaba oficialmente sólo cuando el
padre de familia, o el jefe de la comunidad, había partido el
pan que debía ser distribuido entre los comensales. Y, en
efecto, Jesús, inmediatamente después de la frase, toma el pan,
recita la bendición, lo parte y lo distribuye diciendo: «Esto es
mi cuerpo…». Y aquí el ritual, que era sólo una preparación,
se convierte en la realidad. Después de la bendición del pan,
que era considerada como una bendición general para toda la
comida, se servían los platos habituales.
Si los precedentes de la Eucaristía se encuentran en la
comida ritual de los judíos, entonces ya no tiene significado
especial saber si la fiesta de Pascua coincidía con el Jueves
Santo o con el Viernes Santo. Jesús no vinculó la Eucaristía
con ningún detalle propio de la comida de Pascua (aparte del
desajuste de la fecha, falta toda referencia a la manducación
del cordero y de las hierbas amargas), sino sólo con aquellos
elementos que forman parte del rito de cada día: es decir, la
fracción del pan al comienzo y con la gran oración de acción
de gracias al final. El carácter pascual de la última cena es
innegable, pero es independiente de estas discusiones y se
explica con el nexo que Jesús plantea entre la Eucaristía («mi
sangre derramada por vosotros») y su muerte de cruz. Es allí
donde se realiza la figura del cordero pascual al que «no se le
quiebra ningún hueso» (Jn 19,36).
Pero volvamos al ritual judío. Cuando la comida está a
punto de terminar y las viandas se han consumido, los
comensales están listos para el gran acto ritual que concluye la
celebración y le confiere el significado más profundo. Todos
se lavan las manos, como al comienzo. Estaba prescrito que el
presidente recibiera el agua del más joven de los presentes y es
quizá Juan quien se la da a Jesús. Pero el maestro, en lugar de
dejarse servir, da una lección de humildad, al lavarles los pies.
Acabado esto, teniendo delante de sí una copa de vino
mezclado con agua, invita a hacer las tres oraciones de
agradecimiento: la primera, por Dios creador; la segunda, por
la liberación de Egipto; la tercera, porque su obra continua en
el presente. Concluida la oración, la copa pasaba de mano en
mano y cada uno bebía. Este es el rito antiguo, realizado por
Jesús muchas veces durante su vida.
Lucas dice que, después de haber cenado, Jesús tomó el
cáliz diciendo: «Este cáliz es la nueva Alianza en mi sangre
que se derrama por vosotros». Algo decisivo ocurre en el
momento en que Jesús añade estas palabras a la fórmula de las
oraciones de agradecimiento, es decir, a la beraká judía. Ese
rito era un banquete sagrado en el que se celebraba y se daban
las gracias a un Dios salvador, que había redimido a su pueblo
para estrechar con él una alianza de amor, sellada con la
sangre de un cordero. La comida diaria bendecía a Dios por
esa alianza, pero ahora, es decir, en el momento en que Jesús
decide dar la vida por los suyos como el verdadero cordero, él
declara concluida esa antigua Alianza que todos juntos estaban
celebrando litúrgicamente.
En ese momento, con unas pocas y simples palabras, él
abre, ofrece y estrecha con los suyos la nueva y eterna Alianza
en su Sangre. Cuando Jesús ofrece ese cáliz es como si dijera:
«Hasta aquí, cada vez que habéis celebrado esta comida ritual
habéis conmemorado el amor de Dios salvador que os ha
redimido de Egipto. De ahora en adelante, cada vez que
repitáis lo que hemos hecho hoy, lo haréis no ya en
conmemoración de una salvación de la esclavitud material en
la sangre de un animal; lo haréis en memoria de mí, Hijo de
Dios que da su Sangre para redimiros de vuestros pecados.
Hasta aquí habéis comido un alimento normal para celebrar
una liberación material. Ahora me comeréis a mí, alimento
divino sacrificado por vosotros, para haceros una sola cosa
conmigo. Y me comeréis y beberéis mi sangre en el acto
mismo en que yo me sacrifico por vosotros. Esta es la nueva y
eterna Alianza en mi amor».
Al añadir las palabras: «Haced esto en memoria de mí»,
Jesús confiere un alcance ilimitado a su don. Desde el pasado,
la mirada se proyecta hacia el futuro. Todo lo que él ha hecho
hasta ahora en la cena es puesto en nuestras manos. Al repetir
lo que él hizo, se renueva ese acto central de la historia
humana que es su muerte por el mundo. La figura del cordero
pascual sobre la cruz se convierte en acontecimiento, en la
cena se nos da como sacramento, es decir, como memorial
perenne del acontecimiento. El acontecimiento sucede una
sola vez (semel) (Heb 10,12); el sacramento, cada vez que lo
queremos (quotiescumque) (1 Cor 11,26).
La idea del «memorial» que Jesús retoma del ritual judío
del sábado y de los días festivos, referida en Ex 12, 14,
encierra la esencia misma de la Misa, su teología, su
significado íntimo para la salvación. El memorial bíblico es
mucho más que una simple conmemoración, que un simple
recuerdo subjetivo del pasado. Gracias a él, interviene, fuera
de la mente del orante, una realidad que tiene una existencia
propia, que no pertenece al pasado, sino que existe y actúa en
el presente y seguirá obrando en el futuro. El memorial que
hasta ahora era la prenda de la fidelidad de Dios con Israel, es
ahora el cuerpo partido y la sangre derramada del Hijo de
Dios, el sacrificio del Calvario «re-presentado» (es decir,
hecho nuevamente presente) en la Eucaristía de la Iglesia.
Aquí se descubre el sentido y la preciosidad de la
insistencia de Ambrosio, y tras él, en forma más evolucionada,
de los teólogos escolásticos y del Concilio de Trento, sobre la
presencia «verdadera, real y sustancial de Cristo» en la
[101]
Eucaristía . En efecto, sólo así es posible conservar en el
«memorial» instituido por Jesús su carácter objetivo de don
absoluto, sin condiciones, independiente de todo, incluso de la
fe de quien lo recibe, como lo había sido su encarnación.
4. Nuestra firma sobre el don
¿Cuál es nuestro lugar en el drama humano-divino que
hemos recordado? Nuestra reflexión sobre la Eucaristía debe
conducirnos precisamente a descubrir esto. Por nosotros, en
efecto, para implicarnos en su acción, Jesús ha hecho de su
don un «sacramento».
En la Eucaristía tienen lugar dos milagros: uno es el que
hace del pan y del vino el cuerpo y la sangre de Cristo; el otro
es el que hace de nosotros «un sacrificio vivo agradable a
Dios», que nos une al sacrificio de Cristo, como actores, y no
sólo como espectadores. En el ofertorio hemos ofrecido pan y
vino, que para Dios no tenían, obviamente, ni valor ni
significado por sí mismos. Ahora, en la consagración, es
Cristo quien pone ese valor que yo no puedo poner en mi
ofrenda. En este momento pan y vino se convierten en cuerpo
y sangre de Cristo que se entrega a la muerte en un supremo
acto de amor al Padre.
He aquí, entonces, lo que ha ocurrido: mi pobre don,
carente de valor, se ha convertido en el don perfecto para el
Padre. Jesús, no se da solo en el pan y el vino, nos toma
también a nosotros y nos cambia (místicamente, no realmente)
en sí mismo, nos da también a nosotros el valor que tiene su
don de amor al Padre. En ese pan y en ese vino estamos
también nosotros: «En lo que ofrece, la Iglesia se ofrece sí
[102]
misma», escribe Agustín .
Quisiera resumir, con la ayuda de un ejemplo humano, lo
que sucede en la celebración eucarística. Pensemos en una
familia numerosa en la que hay un hijo, el primogénito, que
admira y ama desmedidamente a su padre. Por su cumpleaños
quiere hacerle un regalo valioso. Pero antes de presentárselo
pide, en secreto, a todos sus hermanos y hermanas que
estampen su firma sobre el regalo. Éste llega, pues, a manos
del padre como signo del amor de todos sus hijos,
indistintamente, aunque, en realidad, uno sólo ha pagado el
precio del mismo.
Eso es lo que ocurre en el sacrificio eucarístico. Jesús
admira y ama ilimitadamente al Padre celeste. A él le quiere
hacer cada día, hasta el final del mundo, el regalo más valioso
que se pueda pensar, el de su propia vida. En la Misa él invita
a todos sus «hermanos» a que estampen su firma sobre el don,
de manera que llegue a Dios Padre como el don indiferenciado
de todos sus hijos, aunque uno sólo ya ha pagado el precio de
dicho don. ¡Y qué precio!
Nuestra firma son las pocas gotas de agua que se
mezclan con el vino en el cáliz; nuestra firma, explica Agustín,
es sobre todo el «amén» que los fieles pronuncian en el
momento de la comunión: «A lo que sois respondéis: Amén y
al responder lo suscribís. Se te dice, en efecto: El cuerpo de
Cristo, y tú respondes: Amén. Sé miembro del cuerpo de
Cristo, para que sea verídico tu Amén… Sed lo que veis y
[103]
recibid lo que sois» . Toda la eclesiología eucarística de
Agustín que hemos recordado la vez pasada encuentra aquí su
campo de aplicación. Si no se puede decir que la Eucaristía es
la Iglesia (como llevaron a afirmar algunos de sus discípulos),
se puede y se debe decir que la Eucaristía hace a la Iglesia.
Sabemos que quien ha firmado un compromiso tiene
luego el deber de honrar la propia firma. Esto quiere decir que,
al salir de la Misa, debemos hacer también nosotros de nuestra
vida un regalo de amor al Padre y para los hermanos.
Debemos decir también nosotros, mentalmente, a los
hermanos: «Tomad, comed; esto es mi cuerpo». Tomad mi
tiempo, mis capacidades, mi atención. Tomad también mi
sangre, es decir, mis sufrimientos, todo lo que me humilla, me
mortifica, limita mis fuerzas, mi propia muerte física. Quiero
que toda mi vida sea, como la de Cristo, pan partido y vino
derramado por los otros. Quiero hacer de toda mi vida una
Eucaristía.
He mencionado al comienzo la Didaché, como el
documento que marca el tránsito desde la liturgia judía a la
cristiana. Terminamos con una de sus oraciones que ha
inspirado muchas plegarias eucarísticas posteriores de la
Iglesia:
«Como este pan fue repartido sobre los montes, y,
recogido, se hizo uno,
así sea recogida tu Iglesia desde los límites de la tierra
en tu Reino
porque tuya es la gloria y el poder, por Jesucristo, en los
[104]
siglos. Amén» .
____________________
SAN LEÓN MAGNO Y LA FE EN
JESUCRISTO VERDADERO DIOS Y
VERDADERO HOMBRE

1. Oriente y Occidente unánimes sobre Cristo


Hay diferentes vías, o métodos, para aproximarse a la
persona de Jesús. Por ejemplo, se puede partir directamente de
la Biblia y, también en este caso, se pueden seguir distintas
vías: la vía tipológica, seguida en la más antigua catequesis de
la Iglesia, que explica a Jesús a la luz de las profecías y de las
figuras del Antiguo Testamento; la vía histórica, que
reconstruye el desarrollo de la fe en Cristo a partir de las
distintas tradiciones, autores y títulos cristológicos, o desde los
distintos entornos culturales del Nuevo Testamento. Se puede,
por el contrario, partir de las preguntas y de los problemas del
hombre de hoy, o incluso desde la propia experiencia de
Cristo, y desde todo ello remontarse a la Biblia. Son todas vías
ampliamente exploradas.
La Tradición de la Iglesia elaboró, muy pronto, una vía
suya de acceso al misterio de Cristo, un modo suyo de recoger
y organizar los datos bíblicos que le afectan, y esta vía se
llama el dogma cristológico, la vía dogmática. Por dogma
cristológico entiendo las verdades fundamentales en torno a
Cristo, definidas en los primeros concilios ecuménicos, sobre
todo en el de Calcedonia, las cuales, en sustancia, se reducen a
los siguientes tres pilares: Jesucristo es verdadero hombre, es
verdadero Dios, es una sola persona.
San León Magno es el padre que he elegido para
introducirnos en las profundidades de este misterio. Por una
razón muy precisa. En la teología latina estaba lista desde
hacía dos siglos y medio la fórmula de la fe en Cristo que
llegará a ser el dogma de Calcedonia. Tertuliano había escrito:
«Vemos dos naturalezas, no confundidas, sino unidas en una
[105]
persona, Jesucristo, Dios y hombre» .Tras una larga
exploración, los autores griegos llegan, por su parte, a una
formulación idéntica en la sustancia; pero su retraso o tiempo
perdido fue algo muy distinto, porque sólo ahora se podía dar
a esa fórmula su verdadero significado, al haber puesto ellos
de relieve, entretanto, todas las implicaciones y resuelto las
dificultades.
El papa san León Magno es quien se encontró
gestionando el momento en que las dos corrientes del río —la
latina y la griega— confluyeron juntas y con su autoridad de
obispo de Roma favoreció su acogida universal. Él no se
conforma con transmitir simplemente la fórmula heredada de
Tertuliano y retomada entretanto por Agustín, sino que la
adapta a los problemas surgidos en el ínterin, entre la Iglesia
de Éfeso del año 431 hasta Calcedonia del año 451. Este es, a
grandes líneas, su pensamiento cristológico, tal como lo
[106]
expone en el famoso Tomus a Flavianum .
Primer punto: la persona del Dios-hombre es idéntica a
la del Verbo eterno: «El que se hizo hombre en la forma de
siervo es el mismo que en la forma de Dios creó al hombre».
Segundo punto: la naturaleza divina y la humana coexisten en
esta única persona, que es Cristo, sin mezcla ni confusión,
pero conservando cada una sus propiedades naturales (salva
proprietate utriusque naturae). Él empieza a ser lo que no era,
[107]
sin dejar de ser lo que era . La obra de la redención exigía
que «el único y mismo mediador entre Dios y los hombres, el
hombre Jesucristo, pudiera morir en lo referido a la naturaleza
humana y no morir en lo referido a la naturaleza divina».
Tercer punto: la unidad de la persona justifica el uso de la
comunicación de idiomas, por lo que podemos afirmar que el
Hijo de Dios fue crucificado y sepultado, y también que el
Hijo del hombre vino del cielo.
Era un intento, en gran parte conseguido, de encontrar
por fin un acuerdo entre las dos grandes «escuelas» de la
teología griega, la alejandrina y la antioquena, evitando los
respectivos errores que eran el monofisismo y el
nestorianismo. Los antioquenos encontraban en ello el
reconocimiento, para ellos vital, de las dos naturalezas de
Cristo y, por tanto, de la plena humanidad de Cristo; los
alejandrinos, a pesar de algunas reservas y resistencias, podían
encontrar en la formulación de León el reconocimiento de la
identidad de la persona del Verbo encarnado y la del Verbo
eterno, que apreciaban más que cualquier otra cosa.
Basta recordar el eje de la definición de Calcedonia para
darse cuenta de lo presente que está en ella el pensamiento del
papa León:
«Enseñamos unánimemente que hay que confesar a un
solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo: perfecto en la
divinidad, y perfecto en la humanidad; verdaderamente Dios y
verdaderamente hombre […]; nacido del Padre antes de todos
los siglos según la divinidad; y por nosotros y por nuestra
salvación, nacido en los últimos tiempos de la Virgen María, la
Madre de Dios, según la humanidad. Se ha de reconocer a un
solo y mismo Cristo Señor, Hijo único en dos naturalezas, sin
confusión, sin cambio, sin división, sin separación. La
diferencia de naturalezas de ningún modo queda suprimida por
su unión, sino que quedan a salvo las propiedades de cada una
de las naturalezas y confluyen en un solo sujeto y en una sola
[108]
persona» .
Podría parecer una fórmula técnicamente perfecta, pero
árida y abstracta y, en cambio, en ella se basa toda la doctrina
cristiana de la salvación. Sólo si Cristo es un hombre como
nosotros, lo que él hace, nos representa y nos pertenece, y sólo
si él mismo es también Dios, lo que hace tiene un valor
infinito y universal, hasta el punto de que, como se canta enel
Adoro te devote, «una sola gota de sangre que ha derramado
salva al mundo entero del pecado» («Cuius una stilla salvum
facere totum mundum qui ab obni scelere»).
Sobre este punto, Oriente y Occidente, son unánimes.
Esta era la situación de la humanidad antes de Cristo, escriben,
con pocas diferencias entre sí, san Anselmo entre los latinos y
Cabasilas entre los ortodoxos. Por una parte estaba el hombre
que había contraído la deuda al pecar y que debía luchar contra
Satanás para liberarse, pero no podía hacerlo, al ser la deuda
infinita y al ser él esclavo de quien debía vencer; por otro lado,
estaba Dios que podía expiar el pecado y vencer al demonio,
pero no debía hacerlo, al no ser él el deudor. Era preciso que se
encontraran unidos en la misma persona quien debía luchar y
quien podía vencer, y es lo que ocurrió con Jesús, «verdadero
[109]
Dios y verdadero hombre, en una persona» .
2. El Jesús de la historia y el Cristo del dogma
nuevamente unidos
Estas serenas certezas sobre Cristo, durante los últimos
dos siglos, fueron investidas por un ciclón crítico que tendía a
quitarlas cualquier consistencia y a calificarlas como puras
invenciones de los teólogos. A partir de Strauss, se ha
convertido en una especie de grito de batalla entre los
estudiosos del Nuevo Testamento: liberar la figura de Cristo de
los cepos del dogma, para reencontrar al Jesús histórico, el
único real. «La ilusión de que Jesús haya podido ser hombre
en sentido pleno y que, sin embargo, como persona individual
sea superior a la humanidad entera, es la cadena que aún cierra
el puerto de la teología cristiana al mar abierto de la ciencia
[110]
racional» .Y esta es la conclusión a la que llega el
estudioso: «La idea del Cristo del dogma, por una parte, y el
Jesús de Nazaret de la historia, por otra, están separadas para
siempre».
Se declara sin reticencias el presupuesto racionalista de
esta tesis. El Cristo del dogma no satisface las exigencias de la
ciencia racional. El ataque ha ido adelante, con soluciones
alternas, casi hasta nuestros días. Se ha convertido él mismo, a
su manera, en un dogma: para conocer al verdadero Jesús de la
historia es preciso prescindir de la fe en él posterior a la
Pascua. En este clima han proliferado reconstrucciones
fantasiosas de la figura de Jesús en beneficio del espectáculo,
algunas con pretensiones de historicidad, pero en realidad
basadas en hipótesis de hipótesis, respondiendo todas a gustos
o reivindicaciones del momento.
Pero ahora, creo, hemos llegado al final de la parábola.
Es hora de tomar nota del cambio ocurrido en este sector, de
manera que se pueda salir de una cierta actitud defensiva y
avergonzada que ha caracterizado a los estudiosos creyentes en
estos años, y, más aún, para hacer llegar un mensaje a todos
aquellos que en estos años han divulgado a manos llenas
imágenes de Jesús dictadas por ese anti-dogma. El mensaje es
que ya no se pueden escribir, en buena fe, «investigaciones
sobre Jesús» que tengan la pretensión de ser «históricas», si
prescinden, o más aún, excluyen de partida, la fe en él.
Quién personaliza de manera más clara el cambio que se
está produciendo es uno de los máximos estudiosos vivos del
Nuevo Testamento, el inglés James D.G. Dunn. Él ha
resumido en un pequeño volumen titulado «Cambiar la
perspectiva sobre Jesús», los resultados de su monumental
[111]
investigación sobre los orígenes del cristianismo . El autor
ha minado desde las raíces los dos presupuestos de fondo
sobre los que se basó la contraposición entre el Jesús histórico
y el Cristo de fe: primero, que, para conocer al Jesús de la
historia hay que prescindir de la fe post-pascual; segundo, que
para conocer lo que verdaderamente dijo e hizo el Jesús
histórico, es necesario liberar la tradición de las capas y de los
añadidos posteriores, y remontarse hasta el estrato original, o a
la primera «redacción», de una cierta perícopa evangélica.
Contra el primer presupuesto, Dunn demuestra que la fe
se inicia antes de la Pascua; si algunos lo han seguido y se han
hecho sus discípulos es porque habían creído en él. Se trata de
una fe aún imperfecta, pero de fe. En esta fe, el acontecimiento
pascual marcará sin duda un salto de cualidad, pero saltos de
cualidad, aunque menos determinantes, había habido ya antes
de la Pascua, en momentos especiales, como la
transfiguración, algunos milagros clamorosos, el diálogo de
Cesarea de Filipo. La Pascua no constituye un comienzo
absoluto.
Contra el otro asunto, Dunn hace ver cómo, aun
admitiendo que las tradiciones evangélicas circularon durante
un cierto período en forma oral, los estudiosos aplicaban
siempre a dicha tradición el modelo literario, como se hace
hoy cuando se quiere remontar, de edición en edición, al texto
original de una obra. Si se tienen en cuenta las leyes que
regulan —también en el presente, en ciertas culturas—, la
transmisión oral de las tradiciones de una comunidad, se ve
que no hay necesidad de dar cuerpo a un dicho evangélico, a la
búsqueda de un hipotético núcleo originario, una operación
que abrió las puertas a todo tipo de manipulación de los textos
evangélicos, terminando por repetir lo que ocurre cuando se
abre una cebolla a la búsqueda de un núcleo sólido que no
existe. Algunas de estas conclusiones son las que los
[112]
estudiosos católicos habían sostenido desde siempre , pero
Dunn tiene el mérito de haberlas defendido con argumentos
difícilmente refutables desde dentro mismo de la investigación
histórico-crítica y con sus mismas armas.
El rabino americano J. Neusner, con el que Benedicto
XVI instaura un diálogo en su primer volumen sobre Jesús de
Nazaret, da por descontado este resultado. Partiendo de un
punto de vista autónomo y, por así decir, neutral, hace ver
cómo es un intento vano separar al Jesús histórico del Cristo
de la fe post-pascual. El Jesús histórico, el de los evangelios,
por ejemplo el del sermón de la montaña, es ya un Jesús que
requiere la fe en su persona como a uno que puede corregir
Moisés, que es señor del sábado, por el cual se puede hacer
una excepción también al cuarto mandamiento; en definitiva,
como uno que se sitúa en el mismo plano de Dios.
El estudio sobre el Nuevo Testamento se detiene aquí;
llega a probar la continuidad entre el Jesús de la historia y el
Cristo del kerigma, no va más allá. Queda por probar la
continuidad entre el Cristo del kerigma y el del dogma de la
Iglesia. La fórmula de León Magno y de Calcedonia, ¿marca
un desarrollo coherente de la fe neotestamentaria, o representa
una ruptura respecto de ella? Ésta fue mi principal interés en
los años en que me ocupaba de la Historia de los orígenes
cristianos y la conclusión a la que llegué no se separa de la del
Cardenal Newman en su famoso ensayo «El desarrollo en la
[113]
doctrina cristiana» . Ha tenido lugar, sin duda, el paso de
una cristología funcional (lo que Cristo «hace»), a una
cristología ontológica (lo que Cristo «es»), pero no se trata de
una ruptura porque vemos que el mismo proceso se da ya
dentro del kerigma, por ejemplo en el paso de la cristología de
Pablo a la de Juan, y en Pablo mismo, en el tránsito desde sus
primeras cartas a las de la cautividad, Filipenses y Colosenses.
3. Más allá de la fórmula
Esta vez el tema mismo exigía detenerse un poco más
largamente en la parte doctrinal del tema. La persona de Jesús
es el fundamento de todo en el cristianismo. «Si la trompeta no
da sino un sonido confuso, ¿quién se preparará para la
batalla?», dice san Pablo (1 Cor 14,8); si no se tiene una idea
precisa de quién es Jesucristo, ¿qué vamos a anunciar al
mundo? Pero ahora nos queda hacer una aplicación práctica de
la doctrina para la vida personal y la fe actual de la Iglesia, que
es el objetivo constante de nuestro reexamen de los Padres.
Cuatro siglos y medio de formidable trabajo teológico
han dado a la Iglesia la fórmula: «Jesucristo es verdadero Dios
y verdadero hombre; Jesucristo es una sola persona». Más
sintéticamente aún: él es «una persona en dos naturalezas». A
esta fórmula se aplicará a la perfección el dicho de
Kierkegaard: «La terminología dogmática de la Iglesia
primitiva es como un castillo mágico, donde yacen en un
sueño profundo los príncipes y las princesas más legendarias.
Basta sólo despertarlos para que brinquen de pie con toda su
[114]
gloria» . Nuestra tarea es, pues, la de despertar y dar
nueva vida a los dogmas.
La investigación sobre los evangelios —también en la
apenas recordada de Dunn— nos muestra que la historia no
nos puede llevar al «Jesús en sí», al Cristo como es en la
realidad. Lo que alcanzamos en los evangelios es siempre, en
cada fase, un Jesús «recordado», mediado por la memoria que
de él conservaron los discípulos, aunque sea una memoria
creyente. Sucede como para su resurrección. «Algunos de los
nuestros —dicen los dos discípulos de Emaús— fueron al
sepulcro y lo encontraron como les habían dicho las mujeres,
pero a él no lo vieron» (Lc 24,24). La historia puede constatar
que las cosas, respecto de Jesús de Nazaret, están como dijeron
los discípulos en los evangelios, pero a él no lo ve.
Lo mismo ocurre con el dogma. Nos puede llevar a un
Jesús «definido», «formulado», pero Tomás de Aquino nos
enseña que «la fe no termina en el enunciado (enuntiabile),
sino en la realidad (res)». Entre la fórmula de Calcedonia y el
Jesús real existe la misma diferencia que hay entre la fórmula
química H2O y el agua que bebemos o en la que nadamos.
Nadie puede decir que la fórmula H2O es inútil o que no
describe perfectamente la realidad; ¡sólo que no es la realidad!
¿Quién nos podrá conducir al Jesús «real» que está más allá de
la historia y detrás de la definición?
Y he aquí que nos viene al encuentro la gran noticia
consoladora. Existe la posibilidad de un conocimiento
«inmediato» de Cristo: es el que nos da el Espíritu Santo
enviado por él mismo. Él es la única «mediación no-mediada»
entre nosotros y Jesús, en el sentido de que no hace de velo, no
constituye un diafragma o un trámite, al ser él el Espíritu de
Jesús, su «alter ego», de su misma naturaleza. San Ireneo llega
a decir que «el Espíritu Santo es nuestra misma comunión con
[115]
Cristo» . En ello la mediación del Espíritu Santo es
diferente de cualquier otra mediación entre nosotros y el
Resucitado, tanto eclesial como sacramental.
Pero es la Escritura misma la que nos habla de este papel
del Espíritu Santo a efectos del conocimiento del verdadero
Jesús. La venida del Espíritu Santo en Pentecostés se traduce
en una repentina iluminación de todo lo obrado por Cristo y de
su persona. Pedro concluye su discurso con esa especie de
definición «urbi et orbi» del señorío de Cristo: «Sepa, pues,
con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido
Señor y Cristo a ese Jesús al que habéis crucificado» (Hch
2,36).
San Pablo dice que Jesucristo se manifiesta como «Hijo
de Dios con potencia mediante el Espíritu de santificación»
(Rom 1,4), es decir, por obra del Espíritu Santo. Nadie puede
decir que Jesús es el Señor, si no es gracias a una iluminación
interior del Espíritu Santo (cf. 1 Cor 12,3). El apóstol atribuye
al Espíritu Santo «la comprensión del misterio de Cristo» que
se le dio a él, como a todos los santos apóstoles y profetas (cf.
Ef 3,4-5). Sólo si son «fortalecidos por el Espíritu», —
continúa el apóstol— los creyentes serán capaces de «entender
la anchura, la longitud, la altura y la profundidad, y conocer el
amor de Cristo que sobrepasa todo conocimiento» (Ef 3,16-
19).
En el evangelio de Juan, Jesús mismo anuncia esta obra
del Paráclito respecto de él. Él tomará de lo suyo y lo
anunciará a los discípulos; les recordará todo lo que él ha
dicho; los conducirá a la verdad plena sobre su relación con el
Padre; le dará testimonio. Más aún, precisamente esto será, de
ahora en adelante, el criterio para reconocer si se trata del
verdadero Espíritu de Dios y no de otro Espíritu: si empuja a
reconocer a Jesús venido en la carne (cf. 1 Jn 4,2-3).
4. Jesús de Nazaret, una «persona»
Con la ayuda del Espíritu Santo, hagamos, pues, un
pequeño intento de «despertar» el dogma. Del triángulo
dogmático de León Magno y de Calcedonia —«verdadero
Dios», «verdadero hombre», «una persona»— nos limitamos a
tomar en consideración sólo el último elemento: Cristo «una
persona». Las definiciones dogmáticas son «estructuras
abiertas», es decir, capaces de acoger significados nuevos,
posibilitados por el progreso del pensamiento humano. En su
fase más antigua, «persona» (del latín personare, resonar)
indicaba la máscara que servía al actor para hacer resonar su
voz en el teatro; de aquí pasó a indicar el rostro, luego el
individuo, hasta su significado más alto de «sustancia
individual de naturaleza racional» (Boecio).
En el uso moderno el concepto se ha enriquecido con un
significado más subjetivo y relacional, favorecido, sin duda,
por el uso trinitario de persona como «relación subsistente».
Es decir, indica al ser humano en cuanto capaz de relación, de
estar como un yo ante un tú. En ello, la fórmula latina «una
persona» se reveló más fecunda que la respectiva griega de
«una hipóstasis». «Hipóstasis» se puede decir de todo objeto
individual existente; «persona», sólo del ser humano y, por
analogía, del ser divino. Nosotros hablamos hoy (y también los
griegos hablan) de «dignidad de la persona», no de dignidad
de la hipóstasis.
Apliquemos todo esto a nuestra relación con Cristo.
Decir que Jesús es «una persona» significa decir también que
ha resucitado, que vive, que está delante de mí, que puedo
hablarle de tú como él me habla de tú. Es necesario pasar
constantemente, en nuestro corazón y en nuestra mente, del
Jesús personaje al Jesús persona. El personaje es uno del que
se puede hablar y escribir todo lo que se quiera, pero al cual y
con el cual generalmente no se puede hablar. Jesús,
desgraciadamente para la mayoría de los creyentes, es todavía
un personaje, uno del que se discute, del que se escribe sin
parar, una memoria del pasado, un conjunto de doctrinas, de
dogmas o de herejías. Es un ente, más que un existente.
El filósofo Sartre, en una página famosa, describió el
escalofrío metafísico que produce el descubrimiento repentino
de la existencia de las cosas y, en esto al menos, podemos
darle crédito:
«Estaba en el jardín público. La raíz del castaño se
hundía en la tierra, precisamente bajo mi banco. Ya no me
acordaba de que era una raíz. Las palabras habían
desaparecido y, con ellas, el significado de las cosas, los
modos de su uso, los tenues signos de reconocimiento que los
hombres han trazado sobre su superficie. […] Y luego tuve
este rayo de luz. Se me cortó el aliento con ello. […] . La
existencia se oculta. Está allí, alrededor de nosotros, no se
pueden decir dos palabras sin hablar de ella y, por último, no
se toca. […] Y luego, de golpe, estaba allí, clara como el día:
[116]
la existencia se había revelado de repente» .
Para ir más allá de las ideas y las palabras sobre Jesús y
entrar en contacto con él, persona viva, hay que pasar por una
experiencia de ese tipo. Algunos exégetas interpretan el
nombre divino «El que es», en el sentido de «El que está», que
[117]
está presente, disponible, ahora, aquí . Esta definición se
aplica perfectamente también a Jesús resucitado.
Es posible tener a Jesús por amigo, porque, al haber
resucitado, está vivo, está a mi lado, puedo relacionarme con
él como una persona viva con otra viva, una presente con otra
presente. No con el cuerpo y ni siquiera con la sola fantasía,
sino «en el espíritu» que es infinitamente más íntimo y real
que uno y otra. San Pablo nos asegura que es posible hacer
todo «con Jesús»: ya comamos, ya bebamos, ya hagamos
cualquier otra cosa (cf. 1 Cor 10,31; Col 3,17).
Por desgracia, rara vez se piensa en Jesús como en un
amigo y confidente. En el subconsciente domina su imagen de
resucitado, ascendido al cielo, remoto en su trascendencia
divina, que volverá un día, al final de los tiempos. Se olvida
que al ser, como dice el dogma, «verdadero hombre», más aún,
la perfección humana misma, posee en sumo grado el
sentimiento de la amistad que es una de las cualidades más
nobles del ser humano. Es Jesús quien desea semejante
relación con nosotros. En su discurso de despedida, dando
rienda suelta plena a sus sentimientos, dice: «Ya no os llamo
siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; os he
llamados amigos, porque os he dado a conocer todo lo que he
oído de mi Padre» (Jn 15, 15).
Yo he visto realizado este tipo de relación con Jesús, no
tanto en los santos (en los cuales prevalece la relación con el
Maestro, el Pastor, el Salvador, el Esposo…), cuanto en esos
judíos que, de manera muy a menudo no diversa de Saulo,
llegan a aceptar hoy al Mesías. El nombre de Jesús de golpe se
muda de una oscura amenaza, al más dulce y amado de los
nombres. Un amigo. Es como si la ausencia de dos mil años de
discusiones en torno a Cristo jugara a su favor. Su Jesús no es
nunca «ideológico», sino una persona de carne y hueso. ¡De su
sangre! Uno se queda conmovido al leer el testimonio de
algunos de ellos. Todas las contradicciones se resuelven en un
instante, todas las oscuridades se iluminan. Es como ver la
lectura espiritual del Antiguo Testamento que se realiza ante
sus propios ojos globalmente y como con acelerador. San
Pablo dice que es como cuando un velo cae de los ojos (cf. 2
Cor 3, 16).
En su vida terrena, aunque amaba a todos sin distinción,
sólo con algunos —con Lázaro y las hermanas y más aún con
Juan, el «discípulo que él amaba»— tiene Jesús una relación
de amistad verdadera. Pero ahora que está resucitado y ya no
está sujeto a los límites de la carne, él ofrece a cada hombre y
a cada mujer la posibilidad de tenerlo como amigo, en el
sentido más completo de la palabra. Que el Espíritu Santo, el
amigo del esposo, nos ayude a acoger con asombro y alegría
esta posibilidad que llena la vida.
_______________________
SAN GREGORIO MAGNO Y LA INTELIGENCIA
ESPIRITUAL DE LAS ESCRITURAS

En el intento de entrar en la escuela de los Padres para dar un nuevo impulso y profundidad a
nuestra fe, no puede faltar una reflexión sobre su manera de leer la palabra de Dios. Será san
Gregorio Magno, papa, el que nos guíe a la «inteligencia espiritual» y a un renovado amor hacia las
Escrituras.
Ha sucedido en el mundo moderno, con respecto a la Escritura, lo mismo que se ha producido
hacia la persona de Jesús. La investigación del exclusivo sentido histórico y literal de la Biblia que
ha dominado en los últimos dos siglos partía de los mismos supuestos y llevó a los mismos
resultados de la investigación de un Jesús histórico distinto del Cristo la fe. Jesús era reducido a un
hombre extraordinario, un gran reformador religioso, pero nada más; la Escritura era reducida a un
libro excelente, si se quiere el más interesante del mundo, pero un libro como los demás, que hay
que estudiar con los medios con los que se estudian todas las grandes obras de la antigüedad. Hoy se
está yendo incluso más allá. Un cierto ateísmo militante maximalista, antijudío y anti-cristiano,
considera la Biblia, el Antiguo Testamento en particular, como un libro «lleno de infamias», que hay
que quitar de las manos de los hombres de hoy.
A este asalto a las Escrituras, la Iglesia opone su doctrina y su experiencia. En la Dei Verbum,
el Vaticano II reiteró la perenne validez de las Escrituras, como palabra de Dios a la humanidad; la
liturgia de la Iglesia les reserva un lugar de honor en cada una de sus celebraciones; muchos
estudiosos, a la crítica más actualizada, unen también la fe más convencida en el valor trascendente
de la palabra inspirada. Quizá la prueba más convincente es, sin embargo, la de la experiencia. El
tema que, como hemos visto, llevó a la afirmación de la divinidad de Cristo en Nicea, en el año 325,
y del Espíritu Santo en Constantinopla, en el año 381, se aplica plenamente también a la Escritura:
en ella experimentamos la presencia del Espíritu Santo, Cristo nos habla todavía, su efecto sobre
nosotros es distinto al de cualquier otra palabra; por tanto, no puede ser simple palabra humana.
1. Lo antiguo se hace nuevo
El objetivo de nuestra reflexión es ver cómo los Padres nos pueden ayudar a reencontrar esa
virginidad de escucha, esa frescura y libertad al acercarnos a la Biblia que permiten experimentar la
fuerza divina que se desprende de ella. El Padre y Doctor de la Iglesia que elegimos como guía, he
dicho, es san Gregorio Magno, pero para poder comprender su importancia en este campo debemos
remontarnos a las fuentes del río en el que él mismo se inserta y trazar su curso, al menos
someramente, antes de llegar a él.
En la lectura de la Biblia, los Padres no hacen más que proseguir la línea iniciada por Jesús y
por los apóstoles, y esto ya debería hacernos cautos en el juicio respecto de ellos. Un rechazo radical
de la exégesis de los Padres significaría un rechazo de la exégesis de Jesús mismo y de los
apóstoles. Jesús, a los discípulos de Emaús, les explica todo lo que en las Escrituras se refería a Él;
afirma que las Escrituras hablan de él (Jn 5,39), que Abraham vio su día (Jn 8,56); muchos gestos y
palabras de Jesús tienen lugar «para que se cumplan las Escrituras»; los primeros dos discípulos
dicen de él: «Hemos encontrado a aquel del que escribieron Moisés y los profetas» (Jn 1,45).
Pero todo esto eran correspondencias parciales. No ha sucedido todavía la transmisión total.
Esta se realiza en la cruz y está contenida en la palabra de Jesús moribundo: «Todo está
consumado». También en el Antiguo testamento había habido novedades, reanudaciones,
transposiciones; por ejemplo, el regreso de Babilonia era visto como una renovación del prodigio
del éxodo. Eran re-interpretaciones parciales; ahora se realiza una re-interpretación global, un salto
cualitativo: personajes, acontecimientos, instituciones, leyes, templo, sacrificios, sacerdocio, todo
parece, de golpe, bajo otra luz. Como cuando en una habitación iluminada por la tenue luz de una
vela, se enciende repentinamente una potente luz de neón. Cristo, que es «luz del mundo», es
también luz de las Escrituras. Cuando se lee que Jesús resucitado «abre la mente de los discípulos a
la comprensión de las Escrituras» (Lc 24,45), se quiere decir esta inteligencia nueva, realizada por el
Espíritu Santo.
El cordero rompe los sellos, y el libro de la historia sagrada finalmente puede ser abierto y
leído (cf. Ap 5). Todo permanece, pero nada es como antes. Es el instante que une —y al mismo
tiempo distingue— los dos Testamentos y las dos Alianzas. «Clara y brillante, ¡esta es la gran
página que separa los dos Testamentos! Todas las puertas se abren de una vez, todas las oposiciones
[118]
se disipan, todas las contradicciones se resuelven» . El ejemplo más claro para entender lo que
sucede en este momento es la consagración de la Misa, y en efecto, esta no es más que el memorial
de la otra. Nada aparentemente ha cambiado sobre el altar en el pan y en el vino y, sin embargo,
sabemos que después de la consagración son algo muy distinto y los tratamos de manera muy
distinta que antes.
Los apóstoles siguen esta lectura, aplicándola a la Iglesia, además de a la vida de Jesús. Todo
lo que está escrito en el libro del Éxodo fue escrito para la Iglesia (1 Cor 10,1-11); la roca que
seguía y saciaba la sed de los judíos en el desierto anunciaba a Cristo y el maná, al pan bajado del
cielo; los profetas hablaron de él (1 Pe 1,10s.), lo que se dice del Siervo doliente en Isaías se ha
realizado en Cristo, y así sucesivamente.
Pasando del Nuevo Testamento al tiempo de la Iglesia, advertimos dos usos distintos de esta
nueva inteligencia de las Escrituras: uno de tipo apologético y uno de tipo teológico y espiritual; el
primero, utilizado en el diálogo con los de fuera; el segundo, para la edificación de la comunidad.
Con respecto a los judíos y a los herejes, con los que se tiene en común la Escritura, se componen
los llamados testimonia, es decir, colecciones de frases o pasajes bíblicos que se deben aducir como
prueba de la fe en Cristo. Sobre esto se basa, por ejemplo, el Diálogo con el judío Trifón, de san
Justino, y muchos otros escritos.
El uso teológico y eclesial de la lectura espiritual empieza con Orígenes, considerado con
justicia como el fundador de la exégesis cristiana. La riqueza y belleza de sus intuiciones, sobre el
sentido espiritual de las Escrituras y sus aplicaciones prácticas, es inagotable. Crearán escuela tanto
en Oriente como en Occidente, donde empieza a ser conocido en tiempos de Ambrosio. Junto con su
riqueza y genialidad, la exégesis de Orígenes introduce también, sin embargo, en la tradición
exegética de la Iglesia, un elemento negativo debido a su entusiasmo por el espiritualismo de cuño
platónico. Tomemos la siguiente afirmación suya de método:
«No se debe creer que los hechos históricos son figuras de otros hechos históricos y las cosas
corpóreas de otras cosas corpóreas, sino, más bien, que las cosas corpóreas son figuras de cosas
[119]
espirituales y los hechos históricos de realidades inteligibles» .
De este modo, la correspondencia horizontal e histórica, propia del Nuevo Testamento, para la
que un personaje, un hecho o una palabra del Antiguo Testamento es visto como profecía y figura
(typos) de lo que se realiza en Cristo o en la iglesia, se sustituye con la perspectiva vertical,
platónica, por la que un hecho histórico y visible, sea del Antiguo o del Nuevo Testamento, se
convierte en símbolo de una idea universal y eterna. La relación entre profecía y realización tiende a
[120]
cambiarse en la relación entre historia y espíritu .
2. Las Escrituras, piedras cuadrangulares
Mediante Ambrosio y otros que tradujeron sus obras al latín, el método y los contenidos de
Orígenes entran a manos llenas en las venas de la cristiandad latina y seguirán discurriendo durante
toda la Edad Media. ¿Cuál fue, entonces, en la explicación de la Escritura, la contribución de los
latinos? Podemos encerrar la respuesta en una palabra que es la que mejor expresa su genio propio:
¡organización!
A la aportación de Orígenes se añade, es cierto, la aportación no menos creativa y audaz de
otro genio, el de Agustín que enriquecerá de intuiciones y aplicaciones nuevas y atrevidas la lectura
de la Biblia. Pero no se sitúa en esta línea la aportación más significativa de los Padres latinos, es
decir, en el descubrimiento de significados nuevos y recónditos la palabra de Dios, sino en la
sistematización del inmenso material exegético que se venía acumulando en la Iglesia, en el trazado
de una especie de mapa para orientarse en su utilización.
Este esfuerzo organizativo —empezando con Agustín—, fue llevado a su forma definitiva por
Gregorio Magno y consiste en la doctrina del cuádruple sentido de la Escritura. En este campo es
considerado «uno de los principales iniciadores y de los máximos patrones de la doctrina medieval
de los cuatro sentidos», hasta el punto de que se puede hablar de la Edad Media como de la «época
[121]
gregoriana» .
La doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura es una parrilla, un modo de organizar las
explicaciones de un texto bíblico o de una realidad de la historia de la salvación, distinguiendo en
ellos cuatro campos o niveles distintos de aplicación: 1. El nivel literal e histórico; 2. El nivel
alegórico (hoy se prefiere llamarlo tipológico) referido a la fe en Cristo; 3. El nivel moral, es decir,
en referencia al obrar del cristiano; 4. El nivel escatológico, que se refiere al cumplimiento final en
el cielo. Escribe Gregorio:
«Las palabras de la Sagrada Escritura son piedras cuadrangulares […]. En cada
acontecimiento del pasado que cuentan [sentido literal], en cada cosa futura que anuncian [sentido
anagógico], en cada deber moral que predican [sentido moral], en cada realidad espiritual que
proclaman [sentido alegórico o cristológico], por cada lado se tienen en pie y son
[122]
irreprochables» .
En la Edad Media fue compuesto un célebre dístico que resume esta doctrina: Littera gesta
docet, quid credas allegoria. / Moralis, quid agas; quo tendas anagogia. «La letra te enseña lo
ocurrido; lo que debes creer, la alegoría. / La moral, qué hacer; adónde tender, la anagogía». Quizá
la aplicación más clara de este esquema se tiene a propósito de la Pascua. Según la letra o la
historia, la Pascua es el rito que los judíos llevaron a cabo en Egipto; según la alegoría, en referencia
a la fe, indica la inmolación de Cristo, verdadero cordero pascual; según la moral, indica el paso de
los vicios a las virtudes, del pecado a la santidad; según la anagogía o la escatología, indica el paso
de las cosas de aquí abajo a las de arriba, o también la Pascua eterna que se celebrará en el cielo.
No se trata de un esquema rígido y mecánico, sino dúctil y susceptible de infinitas variaciones,
a partir del orden en que se enumeran los distintos sentidos. He aquí un texto de Gregorio en el que
se ve la libertad con la que él mismo utiliza el esquema del cuádruple sentido y cómo con él sabe
sacar armonías múltiples de la Escritura. Comentando la imagen de Ezequiel 2, 10, en el rollo
«escrito dentro y fuera» («intus et foris», según la Vulgata), dice:
«El rollo de la palabra de Dios está escrito dentro, mediante la alegoría; fuera, mediante la
historia. Dentro, mediante inteligencia espiritual; fuera, mediante el simple sentido literal, adaptado
a los espíritus todavía débiles. Dentro, porque promete los bienes invisibles; fuera, porque establece
el orden de las cosas visibles con la rectitud de sus preceptos. Dentro, porque otorga la seguridad de
los bienes celestes; fuera, porque enseña cómo utilizar los bienes terrenos, o como sustraerse a su
[123]
atractivo» .
3. Porque aún necesitamos a los Padres para leer la Biblia
¿Qué podemos considerar sobre este modo tan libre y audaz de situarse ante la palabra de
Dios? Incluso un admirador de la exégesis patrística y medieval como el padre De Lubac admite que
[124]
no podemos ni volver a ella, ni imitarla mecánicamente en nuestro tiempo . Sería una operación
artificial, condenada al fracaso porque nos faltan los presupuestos de los que partían, el universo
espiritual en el que se movían.
Gregorio Magno y los Padres en general acertaban en el punto fundamental: que hay que leer
las Escrituras en referencia a Cristo y a la Iglesia. Lo hacían ya, antes de ellos, como hemos visto,
Jesús y los apóstoles. La parte obsoleta de su exégesis está en haber creído que podían aplicar este
criterio a cada palabra de la Biblia, de manera muy a menudo fantasiosa, empujando el simbolismo
(por ejemplo, el de los números) a excesos que hoy nos hacen sonreír a veces.
Podemos estar seguros, nota De Lubac, que si vivieran hoy, serían los más entusiastas en
utilizar los recursos críticos puestos a disposición por el progreso de los estudios. Orígenes
desarrolló un trabajo titánico en su tiempo, desde este punto de vista, al procurarse, y comparar
entre sí y con el texto judío, las diversas traducciones griegas existentes de la Biblia (la Hexapla) y
Agustín no dudaba en corregir algunas de sus explicaciones a la luz de la nueva versión de la Biblia
[125]
que iba haciendo Jerónimo .
¿Qué sigue siendo válido de la herencia de los Padres en este campo? Quizá aquí, más que en
otros lugares, tienen una palabra decisiva que decir a la Iglesia de hoy, y que debemos tratar de
descubrir. ¿Qué caracteriza la lectura de la Biblia de los Padres, más allá de sus ingeniosas alegorías
y atrevidas aplicaciones, más allá de la misma doctrina de los cuatro sentidos de la Escritura? Queda
que es de arriba a abajo y en cada punto suyo una lectura de fe: partía de la fe y llevaba a la fe.
Todas sus distinciones entre lectura histórica, alegórica, moral y escatológica se reducen hoy a una
sola distinción: la que existe entre una lectura de fe de la Escritura y una lectura carente de fe, o al
menos carente de una cierta cualidad de fe.
Dejemos aparte a los estudiosos de la Biblia no creyentes que he recordado al comienzo, para
los cuales es sólo un libro interesante, pero sólo humano. La distinción que quisiera evidenciar es
más sutil y pasa entre los mismos creyentes. Es la distinción entre una lectura personal y una lectura
impersonal de la palabra de Dios. Y trato de explicar lo que quiero decir. Los Padres se acercaban a
la palabra de Dios con una pregunta constante: ¿qué dice, ahora y aquí, a la Iglesia y a mí
personalmente? Estaban convencidos de que —aparte de la realidad de los hechos que atestigua, las
verdades de fe que propone a todos indistintamente para creer, los deberes que indica que hay que
realizar y las cosas que hay que esperar (¡los famosos cuatro sentidos!)— siempre tiene nuevas
luces que irradiar y nuevas tareas que mostrar personalmente a cada uno.
«Toda la Escritura, está escrito, está inspirada por Dios» (2 Tm 3,16). La expresión se traduce
como «inspirada por Dios», o «divinamente inspirada», en la lengua original, es una palabra única,
theopneustos, que contiene juntos los dos vocablos, Dios (Theos) y Espíritu (Pneuma). Dicha
palabra tiene dos significados fundamentales. El significado más conocido es el pasivo, puesto de
manifiesto en todas las traducciones modernas: la Escritura está «inspirada por Dios». Otro pasaje
del Nuevo Testamento explica así este significado: «Movidos por el Espíritu Santo hablaron esos
hombres (los profetas) de parte de Dios» (2 Pe 1,21). Es, en definitiva, la doctrina clásica de la
inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como artículo de fe en el Credo, cuando
decimos que el Espíritu Santo es quien «ha hablado por medio de los profetas».
Sobre la inspiración bíblica se subraya, normalmente, casi sólo un efecto: la inerrancia bíblica,
es decir, el hecho de que la Biblia no contiene ningún error (si entendemos «error», correctamente,
como ausencia de una verdad posible humanamente, en un determinado contexto cultural y, por
tanto, exigible por parte de quien escribe). Pero la inspiración bíblica se basa en mucho más que la
simple inerrancia de la palabra de Dios (que es algo negativo); se basa, positivamente, en la
inagotabilidad, en su fuerza y vitalidad divina. La Escritura, decía san Ambrosio, es theopneustos no
sólo porque está «inspirada por Dios», sino también porque es «inspirante de Dios», porque inspira
[126]
Dios . ¡Ahora inspira Dios!
«A qué se puede comparar la palabra de la Sagrada Escritura —escribe san Gregorio— si no a
una piedra de pedernal, es decir, en la que está escondido el fuego? Es fría si se tiene sólo en la
[127]
mano, pero golpeada por el hierro, desprende chispas y emite fuego» .
La Escritura no contiene sólo el pensamiento de Dios fijado una vez para siempre; contiene
también el corazón de Dios y su viva voluntad que te indica lo que quiere de ti en un momento
determinado, y quizás sólo de ti. La constitución conciliar Dei Verbum recoge también este filón de
la tradición cuando dice que «las Sagradas Escrituras inspiradas por Dios [¡inspiración pasiva!»] y
redactadas una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra de Dios mismo y hacen
resonar en las palabras de los profetas y de los apóstoles la voz del Espíritu Santo [¡inspiración
[128]
activa!»]» . No se trata, pues, sólo de leer la palabra de Dios, sino también de hacerse leer por
ella; no sólo de escrutar las Escrituras, sino dejarse escrutar por las Escrituras. Se trata de no
acercarse a ellas como en un tiempo los bomberos entraban entre las llamas, es decir, con trajes de
amianto encima que les hacían pasar indemnes a través de ellas.
Retomando la imagen de Santiago, muchos Padres, entre los cuales se encuentra nuestro
[129]
Gregorio Magno, comparan la Escritura con un espejo . ¿Qué decir de uno que pasara todo el
tiempo examinando la forma y el material del que está hecho el espejo, la época a la que se remonta
y muchos otros detalles, pero no se mirara nunca en el espejo? Así hace quien pasara el tiempo
resolviendo todos los problemas críticos que plantea la Escritura, las fuentes, los géneros literarios,
etc., pero no se mira nunca en el espejo, o mejor no permite nunca que el espejo le mire y escrute a
fondo, hasta el punto donde se dividen las junturas de la médula. Lo más importante, sobre la
Escritura, no es resolver sus puntos oscuros, sino ¡poner en práctica los claros! Ella, dice también
[130]
nuestro Gregorio, «se entiende haciéndola» .
Una fe fuerte en la palabra de Dios no es sólo indispensable para la vida espiritual del
cristiano, sino también para cualquier forma de evangelización. Hay dos maneras de preparar una
predicación o un anuncio cualquiera de fe, oral o escrito. Yo puedo antes sentarme a la mesa y elegir
yo mismo la palabra a anunciar y el tema a desarrollar, basándome en mis conocimientos, mis
preferencias, etc., y luego, una vez preparado el discurso, ponerme de rodillas para pedir
apresuradamente a Dios que bendiga lo que he escrito y dé eficacia a mis palabras. Es ya algo
bueno, pero no es la vía profética. Hay que seguir el orden inverso: primero de rodillas, luego a la
mesa.
Hay que partir de la certeza de fe de que, en cualquier circunstancia, el Señor resucitado tiene
en el corazón una palabra suya que desea hacer llegar a su pueblo. Y él no deja de revelarla a su
ministro, si humildemente y con insistencia se la pide. Al principio se trata de un movimiento casi
imperceptible del corazón: una pequeña luz que se enciende en la mente, una palabra de la Biblia
que empieza a atraer la atención y que ilumina una situación. Realmente «la más pequeña de todas
las semillas», pero a continuación te das cuenta de que dentro estaba todo; había un trueno que hace
pedazos los cedros del Líbano. Después te pones a la mesa, abres tus libros, consultas tus notas,
consultas a los Padres de la Iglesia, a los maestros, a los poetas… Pero ya es algo muy distinto. Ya
no es la Palabra de Dios al servicio de tu cultura, sino tu cultura al servicio de la Palabra de Dios.
Orígenes describe bien el proceso que lleva a este descubrimiento. Antes de encontrar en la
Escritura el alimento —decía— es necesario soportar una cierta «pobreza de los sentidos; el alma
está rodeada de oscuridad por todos lados, se topa con caminos sin salida. Hasta que, de repente,
tras laboriosa búsqueda y oración, he aquí que resuena la voz del Verbo y enseguida algo se ilumina;
a quien la buscaba le sale al encuentro «saltando sobre las montañas y brincando sobre las colinas»
[131]
(cf. Cant 2,8), es decir abriéndole la mente para recibir una palabra suya fuerte y luminosa .
Grande es la alegría que acompaña a este momento. Hacía decir a Jeremías: «Cuando tus palabras
me vinieron al encuentro, las devoré con avidez; tu palabra fue la alegría y el entusiasmo de mi
corazón» (Jer 15, 16).
Normalmente, la respuesta de Dios llega en forma de una palabra de la Escritura que, sin
embargo, en ese momento revela su extraordinaria pertinencia a la situación y al problema que se
debe tratar, como si hubiera sido escrita especialmente para ella. Actuando así, él habla, de hecho,
«como con palabras de Dios». Este método vale siempre: para los grandes documentos, para las
lecciones que tendrá el maestro con sus novicios, para la docta conferencia, para la humilde homilía
dominical.
Todos nosotros hemos experimentado lo que puede hacer una sola palabra de Dios
profundamente creída y vivida primero por quien la pronuncia y a veces incluso sin saberlo; a
menudo se debe constatar que, entre muchas otras palabras, fue la que tocó el corazón y condujo a
más de un oyente al confesionario. La experiencia humana, las imágenes, las historias vividas, nada
de todo esto está excluido de la predicación evangélica, pero debe estar sometido a la palabra de
Dios que debe descollar sobre todo. Nos lo ha recordado el Santo Padre en las páginas dedicadas a
la homilía en la exhortación apostólica Evangelii gaudium, y es casi presuntuoso por mi parte pensar
que puedo añadir algo.
Quiero terminar esta meditación con un pensamiento de gratitud a los hermanos judíos,
también como augurio para la próxima visita del Santo Padre a Israel. Si nos separa de ellos la
interpretación que damos de las Escrituras, nos une el común amor hacia ellas. En el museo de Tel
Aviv hay una pintura de Reuben Rubin en la que se ven rabinos que estrechan, unos al pecho y otros
a la mejilla, los rollos de la palabra de Dios, y los besan como se besa a la propia esposa. Con los
hermanos judíos es posible algo parecido a lo que es el ecumenismo espiritual entre cristianos, es
decir, un poner juntos, en un clima de diálogo y de estima mutua, lo que nos une, sin ignorar o
esconder lo que nos separa. No podemos olvidar que de ellos hemos recibido las dos cosas más
valiosas que tenemos en la vida: Jesús y las Escrituras.
También este año, la Pascua judía cae en la misma semana que la cristiana. Nos deseamos y
les deseamos Feliz Pascua, Santo y feliz Pesach.
____________________

[1]
Bernardo di Chartres, in Giovanni di Salisbury, Metalogicon, III, 4 (Corpus Chr. Cont. Med., 98, p.116).
[2]
Atanasio, Historia Arianorum, 52,3: “Che ha a che fare l’imperatore con la Chiesa?”
[3]
S. Kierkegaard, Diario, II A 110 (Trad.ital. di C. Fabro, Brescia 1962, nr. 196).
[4]
Atanasio, De decretis Nicenae synodi, 31.
[5]
Cfr. Atanasio, De incarnatione 54, cfr. Ireneo, Adv. haer. V, praef.
[6]
Gregorio Nazianzeno, Lettera Cledonio (PG 37, 181).
[7]
Atanasio, Contra Arianos II 69 e I 70.
[8]
Antwort. Martin Heidegger im Gespräch, Pfullingen 1988.
[9]
Atanasio, Contra gentes 41-42.
[10]
I. Kant, Critica della ragion pratica, capp. III, VI
[11]
J.-P. Sartre, Il diavolo e il buon Dio, X, 4, Gallimard, Parigi 1951, p. 267 s.
[12]
Atanasio, Contra Arianos I, 17-18 (PG 26, 48).
[13]
Agostino, Commento al Vangelo di Giovanni, 26,2 (PL 35,1607).
[14]
Evagrio, De oratione 61 (PG 79, 1165).
[15]
H. von Campenhausen, I Padri greci, Brescia 1967, pp. 103-104.
[16]
H. de Lubac, Exégèse médièvale, I, 2, Parigi 1959, p. 670.
[17]
H.U. von Balthasar, La preghiera contemplativa, citato ivi da De Lubac.
[18]
Tertulliano, De carne Christi, 5, 3 (CC 2, p. 881).
[19]
Cf. Gregorio Nazianzeno, Oratio 31, 26. Trad. ital di C. Moreschini, I cinque discorsi teologici, Roma, Città Nuova, 1986.
[20]
Oratio 31, 3.14.
[21]
Cf. Basilio, Epistola 236,6.
[22]
Gregorio Naz., Oratio. 31,16.
[23]
Ib. 31, 31-33.
[24]
Ib. 31, 12.
[25]
Gregorio Naz., Poemata de seipso, I,15; I, 87 (PG 37, 1251 s.; 1434).
[26]
Ib., I,1 (PG 37, 984-985).
[27]
E. Kant, Il conflitto delle facoltà, A 50 (WW, ed. W. Weischedel, VI, p.303).
[28]
Agostino, De Trinitate,VIII, 10, 14.
[29]
H. de Lubac, Histoire et Esprit, Aubier, Parigi 1950, cap.5.
[30]
Gregorio Palamas, Capita physica, 36 (PG 150, 1144s.).
[31]
Agostino, De Trinitate, IV,15,30; Confessioni, VII, 21.
[32]
Gregorio Nazianzeno, Poemata de seipso, I,11 (PG 37, 1165 s.).
[33]
Cf. R. Moretti – G.-M. Bertrand, Inhabitation, in “Dict. Spir.”, 7, 1735.1767.
[34]
Pio XII, Mystici corporis, AAS, 35, 1943, pp.231 s.
[35]
S. Juan de la Cruz, Cántico espiritual A, estrofa 38.
[36]
Isabel de la Trinidad, Cartas, 151, (Scritti, Roma 1967, p. 274).
[37]
J.P. Sartre, La Nausea, trad. ital, Milano 1984, p. 193 s.
[38]
Tommaso d’Aquino, Somma teologica, II-IIae, q. 1,a.2,ad 2.
[39]
Cf. G. Prestige, God in Patristic Thought, London 1936, chap. XIII( trd. Ital., Dio nei pensiero dei Padri, Bologna, il Mulino,
1969, pp. 273 ss).
[40]
Gregorio Nazianzeno, Oratio 31, 5.10; cf. anche Oratio 6: “¿Hasta cuándo tendremos escondida la lámpara bajo el celemín y no
proclamaremos a viva voz la plena divinidad del Espíritu Santo?”
[41]
Cf. Lumen gentium, 12.
[42]
Giovanni Paolo II. “A concilio Costantinopolitano I”, in AAS 73, 1981, p. 521.
[43]
Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 38 (PG 32, 137B); trad. ital. di E. Cavalcanti, L’esperienza di Dio nei Padri Greci, Roma
1984.
[44]
Ambrogio, Sullo Spirito Santo, II, 32.
[45]
Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 39.
[46]
J.D.G. Dunn, Jesus and the Spirit, London 1988.
[47]
Basilio, Sullo Spirito Santo, XVI, 39
[48]
Ib. XVI, 40.
[49]
Ib. XIX, 49.
[50]
Ib. IX, 23.
[51]
Ib. XV,35.
[52]
Plotino, Enneadi I, 9 (trad. ital. di V. Cilento, vol. I, Laterza, Bari 1973, p. 108).
[53]
Doroteo di Gaza, Insegnamenti 1,20 (SCh 92, p. 177).
[54]
Gregorio Nisseno, De instituto christiano (ed. W. Jaeger, Two Rediscovered Works, Leida 1954, p.46).
[55]
L. Bouyer, La spiritualità dei Padri, Edizioni Dehoniane, Bologna 1968, p. 295.
[56]
Agostino, De Trinitate XIII,2,5)
[57]
J.-Y. Lacoste et N. Lossky, “Foi”, in Dictionnaire critique de Théologie, Presses Universitaires de France 1998, p.479).
[58]
Gregorio Nazianzeno, Oratio 42, 16 (PG 36, 477).
[59]
Th. De Régnon, Études de théologie positive sur la Sainte Trinité, I, Paris 1892, 433.
[60]
S. Gregorio Naz., Or. 42, 15 (PG 36, 476).
[61]
Cf. Gregorio Nisseno, Contra Eunomium 1,42 (PG 45, 464)
[62]
Agostino, De Trinitate, I, 6, l0; cf. anche IX, 1, 1 («credamus Patrern et Filium et Spiritum Sanctum esse unum Deum»).
[63]
Cf. Filone Al., De posteritate, 5,15.
[64]
Gregorio Niss., Omilia XI sobre el Cantar (PG 44, 1000 C-D).
[65]
Vida de Moises, II,163 (SCh 1bis, p. 210 s.).
[66]
Omilia XI sobre el Cantar (PG 44, 1001B).
[67]
Omilia VI sobre el Cantar (PG 44, 893 B-C).
[68]
B.Pascal, Pensamiemtos 267 Br.
[69]
Tomas de Aquino, In Boet. Trin. Proem. q.1,a.2, ad 1.
[70]
Agostino, Epistola 130,28 (PL 33, 505).
[71]
S. Kierkegaard, Diario VIII A 11.
[72]
Juan de la Cruz, Noche oscura, str.3-4.
[73]
Il libro della beata Angela da Foligno, ed. Quaracchi 1985, p. 468.
[74]
R. Otto, Il Sacro, Feltrinelli, Milano 1966.
[75]
Pascal, Pensamientos, 240 Br.
[76]
Bonaventura, Itinerarium mentis in Deum, VII, 1-2 (Opere di S. Bonaventura, V,1, Roma, Città Nuova 1993, p. 564).
[77]
Bernardo de Chartres, en Juan de Salisbury, Metalogicon, III, 4: CCCM 98, 116.
[78]
A este ámbito de influencia de Agustín está dedicado el libro de H. de Lubac, Augustinisme et théologie moderne (Aubier, París
1965) [trad. it.: Agostinismo e teologia moderna (Il Mulino Bolonia 1968).
[79]
Cf. J.N.D. Kelly, Early Christian Doctrines (London 1968) cap. 15 [trad. it.: Il pensiero cristiano delle origini (Bolonia 1972)
490-500].
[80]
Agustín, Contra epist. Parmeniani II,15,34; cf. todo el Sermo 266.
[81]
Agustín, In Ioh. Evang. 45,12: «Quam multae oves foris, quam multi lupi intus!».
[82]
Agustín, Discursos, 71, 12, 18: PL 38,454.
[83]
Agustín, Sermo 267, 4: PL 38,1231.
[84]
Agustín, Sermo 272: PL 38,1247s.
[85]
Ib.
[86]
Cf. el documento conjunto católico-luterano «Del conflicto a la comunión»,
http://www.lutheranworld.org/sites/default/files/FCTC_ES-Del_conflicto_a_la_comunion.pdf
[87]
Agustín, De Baptismo, VII, 39, 77.
[88]
Agustín, Tratados sobre Juan, 32,8.
[89]
Agustín, Discursos, 269, 1.2: PL 38,1235s.
[90]
Agustín, Sermo 267, 4: PL 38, 1231.
[91]
Cf. J. KELLY, Il pensiero cristiano degli origini (Bolonia 1972) 415ss.
[92]
AMBROSIO, De sacramentis, IV,14-16 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos;
Los misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
[93]
AMBROSIO, De mysteriis, 52-53 [trad. esp. SAN AMBROSIO DE MILÁN, Explicación del símbolo; Los sacramentos; Los
misterios (Introd., trad. y notas de P. Cervera) (Editorial Ciudad Nueva, Madrid 2005)].
[94]
GUILLERMO DE SAINT-THIERRY: PL 184, 403.
[95]
Cf. S. Th., III, q. 75, aa. 1ss.
[96]
Es el proceso reconstruido por H. DE LUBAC, en Corpus Mysticum. L’Eucharistie et l’Eglise au Maoyen Age (Aubier, París
1949) [trad. ital. Corpus Mysticum. L’Eucaristia e la Chiesa nel Medioevo (Jaka Book, Milán 1996).
[97]
DENZINGER-SCHÖNMETZER, Enchiridion Symbolorum, n. 690.
[98]
IGNACIO DE ANTIOQUÍA, Carta a los Magnesios, 10,3.
[99]
J. RATZINGER – BENEDICTO XVI, Gesù di Nazaret, vol. II (LEV, Roma 2011) 132-163 [trad. esp. Jesús de Nazaret (La
Esfera de los Libros, Madrid 22011)]; cf. L. BOUYER, Eucharistie. Théologie et spiritualité de la prière eucharistique (Desclée,
Tournai 1966) [trad. esp. Eucaristía. Teología y espiritualidad de la Plegaria eucarística (Herder, Barcelona 1969)].
[100]
Además del libro citado de L. BOUYER, cf. A. BAUMSTARK, Liturgie comparée (Chevetogne 1953); L. ALONSO
SCHÖKEL, Meditaciones biblicas sobre la Eucaristía (Sal Terrae, Santander 1986); SEUNG AI YANG, Les repas sacrés dans le
Judaisme de l’époque hellénistique, en Encyclopedie de l’Eucaristie (Du Cerf, París 2000) 55-59 [trad. esp. Enciclopedia de la
Eucaristía (Desclée de Brouwer, Bilbao 2004)].

[101]
Cf. CONC. TRIDENTINO, Canon 1 de SS. Eucharistiae sacramento: DS 1651.
[102]
AGUSTÍN, De civitate Dei, X, 6: CCL 47, 279 («In ea re quam offert, ipsa offertur»).
[103]
AGUSTÍN, Sermo 272: PL 38,1247s.
[104]
Didache, IX,4.
[105]
Tertuliano, Adversus Praxean, 27, 11: CCL 2, 1199.
[106]
León Magno, Carta 28.
[107]
León Magno, Sermo 27,1.
[108]
DS 301-302.
[109]
N. Cabasilas, Vida en Cristo, I, 5: PG 150,313; Cf. Anselmo, Cur Deus homo, II, 18.20; Tomás de Aquino, Summa theologiae,
III, q. 46, art. 1, c. 3.
[110]
D.F. Strauss, Der Christus des Glaubens und der Jesus der Geschichte, 1865.
[111]
J.D.G. Dunn, A New Perspective on Jesus. What the Quest for the Historical Jesus Missed (Grands Rapids, Michigan 2005)
[trad. esp. Redescubrir a Jesús de Nazaret: lo que la investigación sobre el Jesús histórico ha olvidado (Sígueme, Salamanca 2006)].
[112]
Dunn tiene muy en cuenta el estudio del exégeta católico alemán H. Schürmann sobre el origen pre-pascual de algunos dichos
de Jesús: o.c., 28.
[113]
Cf. mi estudio, Dal kerygma al dogma. Studi sulla cristologia del Padri (Vita e Pensiero, Milán 2006) 11-51.
[114]
S. Kierkegaard, Diario, II, A 110 (ed.C. Fabro) (Brescia 1962) n. 196.
[115]
Ireneo, Contra las herejías, III, 24, 1.
[116]
J.-P. Sartre, La náusea (Milán 1984) 193s [trad. esp. La náusea (Alianza Editorial, Madrid 2014)].
[117]
Cf. G. Von Rad, Teologia dell’Antico Testamento I (Paideia, Brescia 1972) 212 [trad. esp. Teología del Antiguo Testamento I
(Sígueme, Salamanca 1978)].
[118]
Paul Claudel, L’épée et le miroir: Les sept douleurs de la Sainte Vierge , Paris: Gallimard, 1939), 74-75.
[119]
ORÍGENES, Comentario a Juan, 10, 110: GCS, Orígenes vol. 4, p. 189).
[120]
Cf. H. DE LUBAC, Histoire et Esprit. L’intelligence de l’Ecriture d’après Origène (Aubier, Paris 1950) [trad. it. Storia y
Spirito. La comprensione della Scritura secondo Origene (Edicioni Paoline, Roma 1971)].
[121]
H. DE LUBAC, Exegèse Mèdiévale. Les quatre sens de l’Ecriture (Aubier, París 1959) vol. I,1, p. 189; vol. I,2, p. 537.
[122]
GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, II, IX, 8.
[123]
GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, I, IX, 30.
[124]
H. DE LUBAC, Storia e spirito, 629ss.
[125]
Lo hace por ejemplo a propósito del significado de la palabra «pascua», en Enarrationes in Psalmos 120,6: CCL 40,1791.
[126]
AMBROSIO, De Spiritu Sancto, III, 112.
[127]
GREGORIO MAGNO, Homilías sobre Ezequiel, II,10,1.
[128]
Dei Verbum, n. 21.
[129]
GREGORIO MAGNO, Moralia, I, 2, 1: PL 75,553D.
[130]
Ib., I, 10,31.
[131]
Cf. ORÍGENES, In Mt Ser., 38: GCS (1933) 7; In Cant., 3: GCS (1925) 202.

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