Seis Dioses A La Mesa de Un Bar - Micronovela PDF

Descargar como pdf o txt
Descargar como pdf o txt
Está en la página 1de 34

SEIS DIOSES A LA MESA DE UN BAR

Todos los miércoles de lluvia, los seis dioses se avienen a reunirse en el bar de la

esquina de Bernoulli y Fonseca. Son tres dioses, dos diosas y un dios

hermafrodita.

Todos los miércoles de lluvia, los seis dioses, con sus mazos de naipes en donde

bailan y se pierden planetas enteros, siglos de esperanza, constelaciones

completas.

Todos los miércoles de lluvia, sin aviso, ni arreglo ni concierto. Coinciden, sin más,

para probarse que aún existen.

Kantonio no era un dios, era meramente un inmortal. Y a Kantonio le habían

otorgado el inconveniente de la exactitud. Kantonio padecía de recuerdos

acabados. Los recuerdos acabados no cambian más. Se quedan así de claros y

eficientes, como un documento, más que una huella, una herida o una sensación.

Y uno de los recuerdos acabados y recurrentes del inmortal Kantonio, lo dejaba

todos los miércoles de lluvia en la esquina de Bernoulli y Fonseca, donde estaba

el Bar, adonde acudían los seis dioses a probar fortuna.

Kantonio era exacto, preciso y certero para todo: Era insoportable en cualquier

conversación. Por eso los dioses lo tenían sólo para servir, y atenderlos

puntualmente en cada uno de sus pedidos: Que un café descafeinado con agua
del Lago Náscar, levemente hervida con fuego de la caravana de Lóstar, que un

licor de menta con hojas maceradas sobre la piedra de Tóluk, que un salero de

ciento treinta y siete granos... Ningún otro mozo hubiera funcionado. Ningún otro

mozo lo haría mejor.

Uno de los dioses que se sentaba a la mesa, Murabio, uno de los más antiguos,

que parecía formar parte del mobiliario del salón del bar, no había creado nada

nunca. Nada. Ni un pedazo de lombriz, ni un grano de lenteja. Murabio regula la

espera, la incertidumbre, el orden arbitrario y las cuentas. Es el dios rector de los

mazos cerrados y de las barajas de publicidad.

Otro, Javierio, el más espigado y quebradizo, el que siempre consumía la misma

taza del mismo té (de hojas, por supuesto), era extremadamente omnisciente.

Javierio lo sabía todo, por lo que nunca entendía qué acción era causa de cuál

otra. Siempre se perdía ante la multiplicidad de referencias espaciales o

temporales. En el primer caso, porque el espacio es un compuesto complejo de

ausencias y presencias, fondos, formas, detalles y adherencias; y en el segundo

porque el tiempo es un compuesto complejo de procesos adunados,

interconectados y superpuestos. Javierio regula las inadecuaciones y diferencias.

Es el dios rector de los cortes y de los ases de picas.

Solden, el más gordo y estentóreo, el que siempre acudía con una sonrisa y pedía

una picada “de la casa”, había descuidado tantos mundos, que poco ya le

importaba de ellos. No era capaz de seguir el hilo de una historia, más allá de sus
primeros tres milenios. Prefería hablar tanto de grandes fenómenos como de

anécdotas curiosas. Episodios graciosos, burdos o espectaculares. Excepciones al

trámite de la eternidad. Solden regula las extensiones y las mezclas. Es el dios

rector de los Jacks y de los ases de tréboles.

Nurma, la diosa vislumbrada, se acercaba en el mismo movimiento en que la veías

partir. Y en su lugar, se instalaba una desazón, un suspiro, una remembranza.

Una suerte de melancolía hacia adelante, que avizoraba volverla a encontrar, en la

vereda de enfrente, detrás de algún balcón, o reflejada en alguna ventana, con la

sola condición de no abrir las cortinas voluntariamente. Nurma regula los atisbos,

las cartas invertidas y los dieces de diamante.

Lemia, desbordante y suavemente furiosa, se acompañaba con un cognac

mientras al mismo tiempo que las narraba, iba creando situaciones como seres

vivos. Situaciones que nacían, se desarrollaban y a veces también morían o

metamorfoseaban en otras. Lemia regula los encuentros y las distancias; los

cambios de color, y todas las transiciones. Es la diosa regente de las cuatro

reinas.

Diallias era el dios o la diosa hermafrodita, siempre preparado/a para sentarse en

un lugar distinto, purgar las contradicciones, tejer vínculos. Diallias regula lo

inesperado. Lo que no iba a estar ahí, lo que no puede llegar a tiempo. Es la diosa

regente de los ases rojos y de todas las impares.


Los dioses prefieren hablar sin relación de causalidad. Sobre todo sin la

causalidad mecánica, que siempre es un fastidio en el relato.

Prefieren dejar los recuerdos abiertos, para que en ellos pueda caber una nueva

ilusión.

Seis dioses juegan a la baraja. Sabiéndose todos los trucos, con la esperanza de

sentir un soplo de magia, para llevarse un recuerdo inacabado. Uno que no pueda

explicarse. Uno que no alcance a terminar nunca.

Por el momento, llevan a cabo esta reunión de todos los miércoles de lluvia,

celebrando un ritual, que es algo así como una imitación a pulso de la eternidad.
MURABIO

Esa vez las primeras cartas las jugó Murabio. Y eran cuatro cartas blancas, como

no podía ser de otra forma. Blancas de cara y de dorso. Toda una declaración de

posibilidad.

Murabio recorrió las miradas del resto de los dioses y las diosas que estaban allí, y

halló que también sus ojos estaban en blanco.

Mundos a la espera. Creación en expectativa. Escena sin iluminación. Como

cuando el set se abandona, o cuando todavía no ha llegado nadie a conocerlo.

Mundos secretos, escondidos. O mundos relegados. Ni siquiera advertidos como

para hacer de segundo plano.

Javierio sorbó un poco de su té y eso fue todo lo que sucedió en la superficie.

Creación en paréntesis. Que solo pudiera deshacerse a través de una trama

conversatoria.

Nurma: “Cuatro cartas blancas, de cara y de dorso. ¿Puede hablarse de cara y de

dorso?. Son cuatro cartas de la ausencia, de la falta de otro, cartas en reemplazo

o en sustitución de otro. Lugares que aún no han sido visitados. Sitios que

tampoco pueden verte.”


Murabio (tomando la sal y echando una buena cantidad sobre sus papas fritas): “Y

sin embargo deben ser cartas negras o cartas rojas, pares o impares, números o

figuras, corazones, picas, tréboles o diamantes. Aún siendo blancas, no pueden

dejar de representar esos límites.”

Diallias (cortando una rodaja de limón en forma de estrella): “Por eso la verdadera

libertad está en los dorsos. Los dorsos sí pueden ser incluso blancos. Incluso,

aunque no lo sean. Las cartas blancas sobre la mesa, Murabio, ¿son dorso y

cara? ¿son doble dorso? ¿son doble cara?”

Javierio hizo una mueca de infinita sapiencia: “Doble dorso, como una Luna con

dos caras ocultas. Lo hemos hecho. Un modo fantástico de ocultar un enorme

cuerpo celeste en el Espacio… Y doble cara, para construir un objeto

tridimensional a partir de otro bidimensional. Un objeto que sólo tenga luz y

sombra, darle aires de materia. Quizás, Nurma, ¿has hecho algo así?”

Nurma (jugando con una aceituna entre sus largos dedos): “No con la luz, pero sí

con el susurro. La constelación de Gortz, por allí arriba, está hecha sólo de

vibraciones. De sonidos extraídos de las notas que quedan resonando entre las

paredes de una habitación, o al interior del alma de un pequeño violín, o entre las

maderas gastadas de un piano en desuso.”

Solden hizo trampa: dio vuelta la primera de las cartas y vio que era un seis de

picas.
Murabio, observándolo, dio vuelta las otras tres y remató: “Son todas seis de

picas… de dorso.” – Y estirándose encima de las barajas se puso a darlas vuelta

nuevamente: – “en cambio, de cara son el seis de picas, pero también el seis de

trébol, el seis de corazones y el seis de diamantes. Así, el seis de picas es a la vez

un doble dorso y un doble cara. Tiene de dorso una cara, y una cara de dorso.

Como una galaxia que sólo sea espejo de otra, que no está allí donde la miras. Y

que al otro lado tiene el reflejo de su espalda.”

Diallias tomando el doble seis de picas con la mano y dándolo vueltas para un

lado y para el otro: “Un infinito metido para adentro. Un infinito del revés. Que casi

coincida con un punto. Un punto de fuga que te mete más adentro todavía.”

Solden tragó algunos litros de agua: “Está muy bien como escenario. Pero falta la

historia. Quiénes son esos seis? Qué hacen ahí? Qué buscan? Acaban de

reemplazar al vacío, pero no tienen nada para decir?. A mí me ha pasado con

creaciones que luego quedan a la deriva, descuidadas, como al boleo. Y que si no

tienen la chispa o la audacia o el motivo suficiente, se adelgazan y quedan luego

convertidas en hilachas, y de hilachas en polvo.”

Diallias, jugando a dar vueltas con el seis en la mano izquierda, hizo aparecer

otras cinco cartas en sus dedos.


Murabio hizo lo mismo con las que le quedaban. Y siempre otras cinco cartas

aparecían. Y todas las veces eran cinco seises. Se deshacía de ellos, que volcaba

sobre la mesa, y otra vez aparecían otros cinco.

Con ese procedimiento, el centro de la mesa se fue llenando de una misma baraja,

al que Murabio, con un chasquido de sus dedos, convirtía en ases de picas, con el

dorso igual, exactamente igual a la veta y el color del recorte de la mesa donde

tocaban.

Javierio dijo (mirando a todos): “Dorsos de realidad?. Dorsos que no están en la

baraja, sino en aquello que la baraja toca.”

Nurma lo miró, con el rostro extrañamente grave y contestó: “¿Y por qué no caras

de realidad? Caras que tomen el reflejo de lo que ven enfrente suyo. Y que el más

suave e imperceptible movimiento, las cambien, las muten, las traspasen.”

Dialia agregó con cierto entusiasmo: “Y que esos movimientos, esas suaves e

imperceptibles mutaciones sean el sentido, el rumbo, o el carácter que cada una

de esas caras busca de sí y para sí?.”

Solden atravesó la conversación levantando un par de dedos en el aire: “Un

mundo de espejos rotos. ¿Están seguras?”


Lemia: “Pero algo más va implícito en ese movimiento: Un hilván. Un tejido. Una

red. Una costura que una cada cara a la siguiente, de la misma baraja, y cada

baraja al resto de las barajas. Único modo de establecer dorso y cintura, manos y

piernas, de encontrar en la sutura ese elemento fundador, único sensible y

creativo al mismo tiempo, que es la piel.”

Como los ases de pica se seguían acumulando en el centro de la mesa, Murabio

los dio vuelta, y como el dorso reflejaba el punto exacto en el que descansaban

sobre la mesa, de inmediato, para toda percepción, desaparecieron.

Solden aprovechó para hacer venir a Kantonio, pedirle que desparramara

11.972,35 granos de sal en su plato, y que trajera una nueva canasta de

variedades de pan.

Javierio se acercó a Lemia para decirle: “Y de qué estaría hecha esa costura?

Sólo tenemos la trama de la tela de la baraja.”

Lemia se limitó a mirar por la ventana, a través de la cual todavía la lluvia de

miércoles caía como una constante sorpresa.

Sobre qué mirada caerá la última gota ese miércoles? Hay acaso una última gota?

No ya el reflejo de las anteriores? No es ya su reflejo en la mirada?.


Gotas de dorso y de cara. Jugando una jugada imposible a permanecer detenidas

y arrojadas al mismo tiempo.

La gota como el recuerdo multiplicado de la gota. La gota sin número, sólo reflejo

de la mirada.

Murabio pasó el mazo de cartas a Javierio.


JAVIERIO

Javiero tomó la baraja entre sus dedos nerviosos. Como todo omnisciente, tenía

miedo de todo, de cuál estaba abajo, de cuál estaba arriba, de cuál saldría

primero, de cuál saldría después. Miedo de la mezcla y de los cortes, miedo de

que saliera exactamente la carta que debía salir.

Abrumado entre todas las posibilidades, murmuró, casi para sí mismo: “7 de

trébol.” - Y el 7 de trébol salió desde algún lugar por el medio de la baraja. Luego:

“9 de picas” – Y el 9 de picas salió desde algún lugar más cerca del fondo de la

baraja. Luego: “4 de corazones” – Y el 4 de corazones salió de arriba de todo. Y

luego: “5 de diamantes, 3 de corazones, 8 de picas, 9 de trébol, 2 de corazones, J

de diamantes, reina de corazones” – Y efectivamente, fueron saliendo una a una,

una después de otra, todas las cartas que iba nombrando, las sacara él mismo o

las sacara otro u otra, estuvieran juntas o separadas.

Lemia lo detuvo, poniendo su mano sobre su brazo, en el momento en que iba a

continuar la liturgia de adivinaciones. Le dijo: “Ahora, quiero saber si la predicción

modifica la carta, o la carta impone la predicción. He puesto una carta en la parte

de arriba. Es el cuatro de trébol. Ahora es tu turno. Indica qué carta saldrá desde

arriba, nombrando cualquiera, cualquiera excepto el cuatro de trébol. Y entonces

sabremos.

Javierio hizo un gesto de desdén y pronunció: “ocho de corazones”.


Lemia levantó el que hasta ese momento había sido el cuatro de trébol y cuando

lo dio vuelta ya era el ocho de corazones.

Pero, ¿en qué momento? – pensó Lemia, y estaba dispuesta a dar vuelta la

próxima carta, antes de que Javierio termine de pronunciarla, para ver si existía

algo así como un estado intermedio, entre la transformación y la no

transformación. Entre el seguir siendo lo mismo y el ya ser otra cosa.

Como esos mundos sin terminar, pero que ya están terminados, en cumplimiento

del olvido o del descuido o de la desinteligencia. Fragmentos de un hacer que por

algún desliz o alguna distracción, no hallarán ya la pieza que los complete. Ni roto

ni restaurado: necesitado.

Lemia colocó nuevamente el 4 de trébol sobre todas las otras y es esa carta la que

se dispone a sacar. Le hace el mismo desafío a Javierio: Que diga cualquier otra

carta en lugar de esa. Pero que esta vez lo diga lenta, muy lentamente. Y que sea

roja.

Así, mientras Javierio pronuncia su “Seis de Picas”, con una mirada insegura,

Lemia la está dando vuelta, y efectivamente, la carta ya está completamente

mutada al seis de picas, con la variante de que en este único caso, las picas son

rojas.
“¿Sabe cuál es el problema?” – intervino entonces Solden, reacomodándose de

nuevo en la silla, lo que provocaba que todo el salón se desplazara hacia un

costado o al otro – “El problema es que lo que usted hace no es una predicción,

sino una trasposición. Fíjese, doña, si en el resto de la baraja hay otro seis de

picas. En el caso de que lo hubiera, entonces tampoco sería una transposición,

sino lisa y llanamente una aparición. Aunque bien podría ser las dos cosas: Una

transposición por transformación de las dos cartas. Y hasta las tres cosas a la vez:

Una transposición por transformación, y una transformación por aparición de unos

signos en lugar de los otros.”

Javierio reconoció no saber lo que hacía, precisamente porque sabía exactamente

lo que hacía, a pesar de él.

Sublime ignorancia la del omnisciente. Que sabe todos los qué pero ningún cómo.

O que sabe todos los cómo pero ningún por qué.

Javierio dejó entonces el raro seis de picas rojo como única carta, apartando el

resto de las barajas, que entregó a Lemia.

Javierio entonces dijo: “Nueve de corazones”, dio vuelta el seis de picas rojo y ya

era un nueve de corazones. “Diez de diamantes”, y sin otro motivo, ante el sólo

pronunciamiento, el nueve de corazones cambiaba al diez de diamantes.


Lemia revisó la baraja y no pudo sino dejar escapar un grito de horror: El resto de

la baraja estaba en blanco, o con figuras y colores difusos y desteñidos.

Acababan de descubrir el principio de incertidumbre: Donde se conoce con

extrema exactitud cualquier porción del Universo, el resto queda en la penumbra.

Abandonada. Como si no conocerlo equivaliera a su inexistencia.

Así han de ser los corazones humanos – pensó por un momento Diallias – que

nunca alcanzamos a conocer, porque casi siempre se desarrollan sobre una raíz

de preciosas e inextricables contradicciones.

Javierio entregó el mazo a Lemia.


LEMIA

Lemia tomó las cartas con cierto desdén. Realizó una cascada lenta, misteriosa y

exasperantemente lenta, que aprovechó para extraer con apenas un par de uñas,

las cuatro reinas.

Las cuatro reinas. Corazones, Tréboles, Picas, Diamantes.

Colocó a las cuatro delicadamente en “top”, en la parte superior de la baraja, y con

singularísima destreza se puso a mezclar todo el mazo, sin tocarlas. Tan sin

tocarlas, que las cuatro reinas se independizaron del mazo, pasando a una suerte

de intangibilidad, primero, posteriormente a una clase de independencia, y

finalmente, a una suave levitación que poco a poco fue poniendo a cada una de

las reinas en órbita alrededor del mazo que continuaba mezclándose entre ambas

manos.

“Cuatro lunas para un solo planeta” – contaba Lemia. Sustituyendo lo principal por

lo accesorio, lo central por lo periférico, lo sustancial por lo volátil.

Lemia soltó el mazo y rodeó con movimientos circulares de sus brazos a las cuatro

reinas. Las cuatro reinas, trastocadas en lunas, se movían en círculos y ellas eran

las que transportaban y hacían moverse y girarse al mazo completo, que por otra

parte, se organizaba y reorganizaba entre rojas y negras, pares e impares,

números y figuras.
Existen mundos (historias) así, en los que un accidente o una casualidad

determinan el curso de los acontecimientos de forma más fuerte que cualquiera de

las leyes de la física o de las causalidades. Mundos donde las excepciones

mandan. En los que la regla no tiene más remedio que someterse al orden de la

sorpresa necesaria. Mundos muchas veces desechados, que las manos de Lemia

reconvertían. Mundos en los que una mirada podía incautar todas las sombras, o

un parpadeo distribuir colores en el paisaje, o una salpicadura modificar el curso

de una corriente oceánica, o un gesto imperceptible cambiar el sentido del

movimiento de rotación planetario.

Lemia recogió una aceituna y la arrojó al interior de una copa. El pequeño sistema

planetario se disipó en el aire y las cuatro reinas aparecieron dentro de la copa.

La triviliadad del ser y el no ser. Como morirse atragantado por el vuelo de una

luciérnaga. Como las cuatro reinas, introducidas en la aceituna. Dentro de una

copa de cartas, que ha perdido toda transparencia.

Lemia deshace la copa carta por carta, con una mayestática y cruel delicadeza.

Hasta que finalmente queda desnuda la aceituna, descubierta en el medio, la

aceituna que vuelve a tomar entre sus dedos, la estrella contra la mesa y

desaparece. Aunque no desaparece, porque al modo de una semilla introducida

en las vetas de la madera de la mesa, hace crecer desde el punto exacto de su

desaparición, un tallo formado por un hilo, por otro hilo, por otro hilo, que se
enredan y desenredan formando la trama de cuatro barajas, cuatro barajas como

hojas de una hiera, que luego, arrancadas serán las cuatro reinas.

Mundos así, que nacen de nuevo a la conciencia, por la inconciencia de haber

muerto. Otra vez la trivialidad del ser y el no ser, como características

imperceptibles de las cosas. Como modos fútiles o extravagantes de un pliegue de

la eternidad. Un pliegue de la eternidad que permita contar una historia:

“Eran cuatro reinas de cuatro reinos distintos.

Eran cuatro reinas de cuatro reinos lejanos.

Se encontraron una noche en el límite de sus dominios.

Se encontraron una noche en la frontera de sus pasos.

¿Esto era entonces todo? – se decían –

¿Todo esto aquí acababa?

Y se miraban de reojo y de reojo refulgían

Pero en gestos diminutos y perfectos danzaban.

“Podemos ser reinas de los cuatro reinos.

Cuando llegamos al límite alternamos.”

Lemia ilustraba esta pequeña e imperfecta rima moviendo a las reinas en sutiles

coreografías. Las alejaba, las acercaba, las removía, dejaba muy claramente una

carta en cada lado. Pero al rato al darlas vuelta ya no eran las mismas, y por otras

reinas ellas habían cambiado.


Nurma sonreía y Javierio embelesaba.

Pero Murabio dudó: - “Se trata de una candorosa alegría – les dijo – De una

alegría basada en la ignorancia. Por más que puedan transitar por los cuatro

reinos, como si fueran reinas de cada uno, desconocen otros tantos territorios y

reinos, tantos poblados, tantas extensiones… El de ellas es un falso infinito. ¿Y un

falso infinito las consuela?. Aún cuando fueran enormes los cuatro reinos, que

nadie pudiera recorrerlos en lo que dure una vida, aún así habría siempre otros

cuantos más allá, que les serán ajenos y extraños”.

Lemia lo miró muy seria, dejando en el aire suspendidas las cartas: - “El infinito –

apuntó ella – el infinito no está en la extensión de los reinos. Sino en el cruce

permanente de las fronteras.”

Luego hizo un juego sencillo: Tomó las cuatro reinas en su mano izquierda y

asiendo una en el aire, apareció sin más de un suave deslizar sobre el paño de la

mesa. Otra más, de la misma forma, fue a acompañarla. Otra más, sin tocar las

cartas ni las manos, se juntaba con las otras con sólo que la nombraba. Y por

último, la última se reunió con ellas, sin exigencia de dedos, ni pulsión de vientos,

ni ley de la distancia.

Ilustraba lo que decía con estos versos:

“Entre el ser y el no ser van las Cuatro Reinas.

Entre el hoy y el mañana, entre el antes y el después.


No puedes verlas cambiarse, no puedes verlas,

Las Cuatro Reinas no se mueven con sus pies.

Para ellas no hay lejano ni cercano.

Estar aquí o estar allí, todo sitio es un tal vez.

Lemia le pasó la baraja a Diallias.


DIALLIAS

Diallias pidió a Kantonio otro mazo, con dorso de un color distinto. Y de paso le

pidió otra medida de licor. Inmediatamente aparecieron el mazo y la copa, sobre la

porción de la mesa que ocupaba Diallia, solícitamente servidas por el más exacto

de los mozos.

Así, Diallias comenzó su rutina con el mazo rojo que había pasado de mano en

mano hasta llegar a ella, y con un nuevo mazo azul que abrió en presencia de

todos.

Lo primero que hizo fue dar a mezclar ambos mazos por paquetes. Luego, los hizo

recomponer sobre la mesa. Uno en una punta, casi al extremo de la mesa, y el

otro frente a ella, muy cerca de su pecho.

Diallias mostró sus dos manos, de palma y de dorso y colocó su mano derecha

sobre el mazo que tenía a su alcance. Muy despaciosamente, entonces retiró la

primera carta que se encontraba en la parte superior del mazo, y a medida que la

retiraba, otra carta se extraía sola del interior del mazo que tenía más alejado, de

más o menos la mitad de la mitad superior.

Diallias dio vuelta la carta que ella misma retiraba y la carta que se había movido

del otro mazo también se dio vuelta. Las dos eran nueves de pica.
Diallias colocó su carta sobre la mesa, y con la misma parsimonia la carta sola,

suelta, del otro mazo, también se dejó deslizar sobre su parte de la mesa.

Diallias extrajo a continuación la baraja siguiente de su propio mazo rojo, y

exactamente la misma baraja se extrajo sola de su posición en el mazo azul de

enfrente. En este caso, los sietes de diamantes.

Finalmente, Diallias tomó todo el mazo en sus dos manos y abrió las barajas cara

abajo en un pequeño abanico. Las cartas del mazo azul se abrieron y acomodaron

de la misma forma. Luego, Diallias lanzó a todas las barajas rojas hacia arriba, a

volar por un poco más de un segundo por el aire, y lo mismo hicieron las azules.

Al descender, todas, rojas y azules, lo hicieron de dorso, excepto una: Dos tres de

trébol quedaron de cara entre todos los dorsos.

Diallias se levantó, tomó un sorbo de su licor y extendiéndose hacia el otro

extremo de la mesa en donde estaban las cartas de dorso azul, dio vuelta el tres

de trébol y lo mostró de dorso rojo. Y volviendo a su asiento, luego de sentarse y

exhibir una sonrisa, dio vuelta el tres de trébol que de cara se mostraba entre los

dorsos rojos, y era de dorso azul.

No es un problema de distancias, ni siquiera de causalidad. Como lo demuestra la

tercera variación, se trata siempre de la identidad.


“Un Universo donde algo pueda cambiar de algo, en la medida en que ese algo

pasa por lo mismo. Una suerte de empatía ontológica, por ejemplo.”

Como Javierio pidió explicaciones, Diallias continuó: - “Pongamos por ejemplo, un

color. El color rojo, como el que vemos aquí. Que sea el color y no lo coloreado el

centro de la identidad. Y que entonces, este rojo pueda estar aquí y en aquel rojo

de allá, que es, precisamente, idéntico. Que pudiera participar de todas las cosas

que lo portaran.

“…O una sensación – terció Nurma – “Una sensación que fuera adhiriéndose a

quienes la sienten. E incluso a los objetos inanimados, dotándolos de expresión y

sentido. Después de todo, los soportes sensitivos se desgastan, deterioran y

desaparecen. Pero la sensación que puede tener hoy el señor de aquí a la vuelta,

mirando un dulce de batata, tranquilamente puede ser exactamente la misma de

un Ludovico Sforza en el taller de pintura de Leonardo. Así, la sensación se

sobrevive.”

Lemia tomó los dos mazos y los acercaba y alejaba, como buscándole los hilos.

Era evidente que no los había, ya que Diallias no los necesitaba. Pero qué

increíble sería que un dios o una diosa que puede crear la realidad completa,

necesite de fabricar una ilusión para decir algo. Sonrió disimuladamente y con un

mazo en cada mano, estiró los brazos para devolverlos.


Diallias recibió ambos mazos en el cuenco de su mano izquierda. Pasó su mano

derecha por encima del paquete, y al retirarla, los dorsos de todas las ciento

cuatro cartas se habían hecho púrpura.

Sin mirar, Diallias colocó sus dedos índice y mayor en forma perpendicular sobre

todo el montón y haciendo presión con ellos sobre el punto central del dorso de las

barajas, los fue introduciendo sin agujerearlas. Los hundió hasta la primera

falange, y al querer retirarlos, presentaron resistencia. Finalmente emergieron

verticalmente, sosteniendo entre las yemas una carta doblada en canutillo, que

salió, atravesándolas a todas, sin daño de ninguna.

Diallias abrió el canutillo y por un instante, sólo por un instante, se pudo ver un par

de corazones negros, que ella rápidamente extrajo, se los llevó a la boca y los

tragó.

Para cuando el resto de las diosas y los dioses volvieron a mirar, la carta

desenvuelta del canutillo extraído del interior de los mazos, ya había vuelto a ser

el dos de corazones rojos. El cambio había sido imperceptible y Diallias los miraba

a todos con gesto suplicante, en tanto había debido comerse a aquellos otros,

para no revelar algún secreto.

¿Se pueden mantener Universos enteros en secreto? ¿Puede ser un Universo, un

sistema galáctico, un régimen de leyes físico naturales, un subterfugio para

esconderlos?
¿Puede un secreto esconder a otro?. Se habían creado mundos así. A condición

de que en todos los casos siempre se dejara un atisbo.

Diallias redujo los dos mazos a uno solo, que volvió a ser rojo (Kantonio tomó nota

de la pérdida del mazo azul), y lo entregó a Solden.


SOLDEN

Solden recogió el mazo de manos de Diallias, recorrió en silencio la mirada de

todos y realizó una extensión circular de las barajas. Parecía que todas las cartas

sonreían. Entonces las recogió de nuevo en su mano derecha y entonces realizó

una extensión en el aire, de trescientos sesenta grados. Un círculo perfecto en el

que las cartas se iban intercalando solas.

Entonces Solden pidió clara y rotundamente un salame picado grueso.

Inmediatamente Kantonio se lo trajo, colocándoselo sobre una tablita de madera.

Cuando cayeron las barajas sobre el salame y la tablita, Solden tomó el cuchillo y

cortó la primera rodaja. Era rápido para cortar. Muy rápido, Y las barajas se

corrían de un lado a otro a medida que avanzaba en los cortes. Cortes completos,

finitos, impecables. Todo un desafío para el filo y para el pulso y la muñeca.

Una vez cortado en fetas todo el fiambre, Solden (con la censura de Javierio, por

ejemplo, que intentó evitarlo, y con el desagrado de Lemia que dio vuelta la cara

con un gesto de repulsión), armó unos sándwiches de baraja y salame,

engrasando de esa manera cara y dorso, volviendo a cada carta más correosa e

imposible para los dedos de cualquier experto.


Entonces Solden invitó a Murabio a elegir una feta de salame, morderla solo

cortésmente, nada más que para poder identificarla, y luego perderla entre las

otras fetas y barajas.

Solden abrió un pedazo de pan (media baguette) y colocó en su interior las

barajas y las fetas. Las embadurnó con una lengua de mayonesa y otra de

mostaza, y salpimentó a gusto. Cerró el preparado con la otra mitad del pan y

chasqueó los dedos.

Cuando levantó el pan, el salame se había recompuesto completamente, con la

única excepción del sitio de donde había salido la feta elegida, en cuyo lugar

ahora se encontraba una baraja mordida.

Solden levantó con las dos manos el sándwich y debajo de él estaba la feta

faltante, que hizo ver a Murabio, quien la reconoció afirmativamente. Solden

continuó exhibiéndola un rato más, y acabó por comérsela. Posteriormente levantó

un vaso de vino “a la salud de todos” y se secó la boca con la servilleta.

Algunos comenzaron a aplaudir, sobre todo Lemia, que al tocar la baraja notó que

en ella no había rasgo de pringue, lo que consideró el mayor hallazgo del juego

que se acababa de realizar. Pero Solden los detuvo con su mano derecha, abierta

en señal de “pare”, y con las palabras – “Atenti, que faltaba el queso” – desplegó

la servilleta sobre la mesa, dejando descubrir en su interior un pategrás de un

cuarto de kilo más o menos, cortado en cubos, seis de ellos con un escarbadiente
clavado en diagonal, uno para cada uno de los comensales, que colocó en el

centro de la mesa, para que todos se sirvieran.

Universos así, existen. Cálidos y habitables. Rústicos y alegres. Con corteza de

pan y migas polvorientas. Existen todavía. Son casi de generación espontánea,

formados sobre aquellas creaciones descuidadas, que no acabaron su diseño en

la cabeza, y que se fueron arcillando con las manos. Las manos, protagonistas de

la magia. Las manos, como únicas artífices de toda realidad.

Las manos que construyeron el Verbo.

No hay compromiso sin las manos, o los muñones, o los brazos. Extremidades

que prescinden del centro.

Sólo los bordes aproximan. Sólo las puntas se atan y desatan. Sólo las orillas se

acercan, se entienden, se expanden, frente al abismo del mar. Sólo a las orillas se

llega después de siglos de navegantes.

Solden se echó para atrás con una sonrisa de satisfacción. Luego se reincorporó a

la mesa y pidió un brindis por las manos, al que Murabio, Javierio, Nurma, Lemia y

Diallias respondieron alzando sus vasos al mismo tiempo.

Allí los dejaron por un rato, en el aire, suspendidos, retirando las manos con las

que los habían levantado. A un gesto de Solden, como el de una invitación al


baile, los vasos hicieron una ronda y una vez completa la vuelta entera volvieron a

sus lugares de inicio. Allí cada uno y cada una volvió a tomarlos, y bebieron.

Mundos imperfectos. Sólo en los mundos imperfectos es posible la alegría.

Porque una baraja seguiría siendo parte del salame, el juego quedaba incompleto.

Solden le guiñó un ojo a Nurma y le pasó a ella el mazo de cartas.


NURMA

Nurma tomó la baraja, casi como si estuviera recibiendo algo innombrable. Y

separó una carta, que dejó a un costado, cara abajo.

Nurma se llevó el mazo contra el pecho y mirando levemente de costado preguntó

la identidad de esa carta separada.

Los dioses, las diosas, los dioses diosas, fueron nombrando cartas. Y a medida

que se nombraban, Nurma la sacaba del mazo que tenía contra el pecho. Así

pasaron las cincuenta y una, y Nurma quedó sin cartas. Entonces dio vuelta la

baraja separada y allí estaba la única que no había sido nombrada por nadie.

Hacer lo que nadie espera. Invertir la regla de las adivinanzas. Decir de algo justo

aquello que no es. Mostrar lo que de otro modo no se vería.

Javierio había construido mundos en los que guardó secretos para ser hallados.

Secretos que seguían la lógica de una “búsqueda del tesoro”, con pistas volcadas

en diferentes sitios, y con un orden correlativo de deducciones y descubrimientos.

Murabio había dejado sombras superpuestas, con las que a veces retozaba, o a

las que enviaba a iluminar aquello que nunca realizaría.


Diallias tejía universos que a veces refractaban a otros universos. Unos a otros

secretos e idénticos. Pero entre los que cabían interrelaciones.

Solden había soltado piezas de un rompecabezas para que en algún momento se

juntaran, previendo el encuentro de las piezas como una pieza más, que las

complete.

Lemia había diseñado mundos en los que había escondido un color, o un sonido,

o una frase, y en cuanto ese color era recreado, ese sonido sonado o esa frase

pronunciada, todo en esos mundos cambiaba de orden y lugar. Y ese color, ese

sonido, o esa frase, eran reemplazados por otros.

Pero sólo Nurma podía esconder un secreto a la vista. Esconder un secreto

precisamente allí adonde se estuviera vigilando.

¿Cómo hacer escapar a un Universo de la mirada de quienes lo habitan?. Nurma

se avergonzaba a veces de retacear recuerdos, de modificarlos, y hasta de

removerlos. Porque hay mundos que sólo ocurren en el pasado. Pero el pasado

ha dejado de ocurrir y ya no presenta misterio.

¿Cómo esconder el mazo al interior de una baraja?. Sólo dando a la baraja las

dimensiones del mazo. Y que ya no haya adentro ni afuera, sino sólo espacio. El

espacio mismo que se acerca o que se aleja.


El espacio que se teje alrededor de las esperas, de los silencios, de los abrazos.

El espacio que es tejido en las esperas, en los silencios, en los abrazos.

Nurma pidió que tomaran asiento. El día atardecía y era el momento delicado en el

que la noche y el día ya no se sostienen en sus determinaciones, sino que fluctúan

y confunden, pudiéndose perder una en la otra.

Se sentaron. Murabio, Javierio, Lemia, Diallias, Solden. Con esa especie de

arrepentimiento que trasunta ese momento del día. Momento del día en el que

todo podía ser distinto.

Nurma tomó las barajas en la mano derecha y con un sutil cabeceo hizo que las

cartas se levantaran del mazo, formaran una cascada hacia arriba, hicieran un

arco sobre su cabeza y luego cayeran una a una sobre la otra mano.

Nurma no miraba las cartas mientras lo hacía. En su lugar, cerró sus ojos bajo los

párpados, y los deslizó entre quienes las estaban mirando.

Al acabar de caer las barajas, a cada uno le había tocado un cambio, una

modificación, una diferencia. Un nuevo lunar, un gesto nuevo, un tono distinto en

algún punto de la voz, un cabello de un sabor distinto… Cambios todos ellos

imperceptibles. Pero del que todos daban perfecta cuenta.


Alguna suerte de transformación había ocurrido. Eran conscientes de eso, a pesar

de no conocer cuál era esa transformación exactamente.

Nurma abría de nuevo sus ojos y el aire se teñía de ellos. Aunque sólo durara un

siglo, o una semana. Hasta el próximo miércoles, en el que volverían.


KANTONIO

Mundos ocultos, presentes, absurdos o perfectos. Mundos por hacer o mundos

acabados. Dioses sensibles. Dioses poderosos. Dioses indolentes. Dioses

generosos. Dioses mentirosos. Dioses tristes. Dioses alegres.

Kantonio no los vio marcharse. Nunca había podido. Era precisamente un

recuerdo que no tendría.

Se iban, nada más, sin dejar propinas, y luego él debía recoger los deshechos,

limpiar la mesa, y sobre todo, guardar la baraja en el lugar de costumbre.

Kantonio era inmortal, ya lo sabíamos. Y estaba atado a la exactitud de los

recuerdos.

Él sólo era el mozo del ritual de los miércoles. Sólo un ritual, en el que dioses,

diosas, dioses diosas, volvían cada miércoles a encontrarse.

Un ritual en el que intentaban imitar a los magos, esas criaturas improbables e

imprevistas, sólo concebibles entre seres imperfectos, vulnerables, incompletos y

mortales. Humanos. Los que entre los objetos más mundanos y triviales, dejan

deslizarse, sólo deslizarse, sin permanecerse, a otros tantos Universos. Maestros

de la Ignotomancia y de la Adynatología.
Ignotomancia: Predecir lo que no sabrás. O predecir lo que nadie sabe.

Adynatología: Explicación del mundo a través de lo imposible. Lo real como lo

imposible que se realiza: Respirar es imposible, luego, es real. No es real, por

ejemplo, la piedra de la cual no mane el agua. Es real el átomo que sueña, la flor

que vuela, el odio que perdona.

Empezamos a ser reales en cuanto nos volvemos, al menos, inverosímiles.

Ni mentira ni milagro: Sólo es necesaria la insensata fe en una ilusión.

También podría gustarte