Aproximación A Una Teología Política - Miguel Ayuso
Aproximación A Una Teología Política - Miguel Ayuso
Aproximación A Una Teología Política - Miguel Ayuso
En la ocasión del XIV Centenario del lll Concilio de Toledo -mil cuatrocientos
años de España católica- me cumple presentar, por el solo mérito de haber sido
su coordinador, el presente trabajo colectivo. Obra de un equipo intelectual
hondamente arraigado en el sillar del pensamiento tradicional y que, entre
repeticiones y reiteraciones que refuerzan el análisis por provenir de talantes
y métodos dispares, muestra un encuentro profundo a pesar de las
discrepancias accidentales -aunque no por ello poco importantes o
desdeñables- que también saltan a la vista y que no he querido esconder ni
maquillar.
Esa es la razón por la que este decimocuarto centenario del tercer Concilio
toledano es tan distinto de los anteriores. (Su comparación con el anterior nos
resulta fácil en la aguda y tersa crónica que nos hace Manuel de Santa Cruz).
Que no es tanto la pérdida de aquel bien tan ponderado -y en el fondo tan
imponderable- de la unidad religiosa, cuando su admisión como una mera
situación "cultural" que tuvo su razón de ser en otras épocas e incompatible
con las nuevas formas de convivencia civil y religiosa, pluralistas, laicas y
democráticas. Es decir, la profundización en el designio -que trata para
nosotros tan magníficamente el P. Victorino Rodríguez- expuesto por Jacques
Maritain en toda su crudeza: "El Sacro Imperio ha sido liquidado de hecho
primero por los tratados de Westfalia finalmente por Napoleón. Pero subsiste
todavía en la imaginación como un ideal retrospectivo. Ahora nos toca a
nosotros liquidar ese ideal" (1). Aunque iniciativas como esta son
suficientemente expresivas, el triunfo del propósito de Maritain no sea
completo en España -radicando en tal hecho la especificidad, bien es cierto,
cada vez más disminuida, pero aún apreciable, de nuestra patria en el seno del
"concierto europeo"- , lo que marca con caracteres de novedad este centenario
es el avance por esa senda liquidadora del ideal católico de Cristiandad.
Por eso, no es de sorprender que esfuerzos como el que hemos realizado pueda
ser acogido con extrañeza o profunda incomprensión en diversos ambientes. Ya
Chesterton, en su Autobiografía, y a propósito de los orígenes de su famosa
obra titulada Ortodoxia, cuenta un hecho que en mi mente se asocia
indefectiblemente con lo que acabo de expresar. Escribe, que el titulo
mencionado no le gustaba pero que produjo una consecuencia interesante en
Rusia. En efecto, el censor bajo el antiguo régimen ruso, destruyó el libro sin
leerlo. Por llamarse Ortodoxia dedujo, naturalmente que debía ser un libro
sobre la Iglesia griega; y por ser un libro acerca de la Iglesia griega, dedujo,
naturalmente también, que debía ser un ataque. La observación de Chesterton
no tiene desperdicio -y es la que quiero destacar-: "Pero conservó una actitud
bastante vaga aquel titulo, era provocativo. Y es un fiel exacto de esa
extraordinaria sociedad moderna, el que fuera realmente provocativo. Había
empezado a descubrir que, en todo aquel sumidero de herejías inconsistentes e
incompatibles, la única herejía imperdonable era la ortodoxia. Una defensa
seria de la ortodoxia era mucho más sorprendente para el critico inglés que un
ataque serio contra la ortodoxia para un censor ruso" (2).
Esta observación nos conduce de lleno al gran tema filosófico de las relaciones
entre la razón humana y la cultura histórica. Es sabido -y sigo las explicaciones
notablemente precisas, mas no por ello menos vividas, del profesor Rafael
Gambra- que, entre las civilizaciones que en el mundo han sido, algunas, como la
grecolatina o la judeo-cristiana, se nos ofrecen con una transparencia
intelectual y afectiva que nos permite compartir su anclaje eternal; mientras
que otras por el contrario, nos parecen opacas, misteriosas o ajenas. Así, Ios
árabes de Egipto enseñan hoy las pirámides como algo que es ajeno a su propia
cultura y comprensión; mientras que nosotros, en cambio, mostramos una vieja
catedral o el Partenón con un fondo emocional de participación. Pues bien, dice
Gambra, "el día en que nuestras catedrales -o la Acrópolis de Atenas- resulten
para nosotros tan extrañas como las pirámides para los actuales pobladores de
Egipto, se habrá extinguido en sus raíces nuestra civilización" (3).
Aunque, en buena lógica, y con carácter previo, creo necesario precisar que la
unidad católica es una situación jurídica en la que la sociedad política -el
Estado- rinde culto público y colectivo como tal a Dios e inspira su legislación
en un orden moral inmutable cuyo cimiento religioso se halla, en último término,
en los Mandamientos de la ley de Dios, pero que, además, protege la religión
católica como única exteriorizable públicamente. Sin esta última condición se
podrá hablar de confesionalidad del Estado, pero no de auténtica unidad
religiosa.
Sin que las primeras de las condiciones -que integran propiamente el concepto
de confesionalidad - hayan dejado de ser sometidas a discusión por los autores
liberales o por católicos contaminados de liberalismo, ha sido la última de las
exigencias -que constituye la diferencia entre la mera confesionalidad y la
estricta unidad católica- la que ha suscitado más controversias, sobre todo
desde el Concilio Vaticano II, como inmediatamente vamos a ver. Lo cierto es
que, con independencia de que la reclamación de unidad católica no escape a la
consideración de las circunstancias por la prudencia política, en abstracto, la
prohibición del culto público y del proselitismo de las religiones no-católicas es
un mecanismo de seguridad o muralla almenada que rodea y defiende al Estado
confesional. Sin tal mecanismo se produce un equilibrio inestable, pues el
Estado confesional difícilmente puede convivir con minorías activas de otras
religiones sin que se produzcan tensiones de compleja solución.
Es, sin embargo, el punto -como acabo de subrayar- en que se han centrado las
polémicas a raíz de la Declaración conciliar Dignitatis humanae, hasta el
extremo de constituir una verdadera "cruz interpretum". No podía permanecer
esta obra -unitaria y plural a un tiempo- ajena a tales discusiones y es
enriquecedor el contraste de pareceres producido: el doctor Guerra Campos -
"lástima que la falta de espacio, escribe, impida exponer aquí un análisis
detenido del texto"- no ha entrado en la cuestión y, aunque produce la
impresión de rechazar la tesis, sostenida tanto por los partidarios con alegría
como por los detractores con dolor, del "cambio" en la doctrina de la Iglesia,
no trata la cuestión de la limitación de los cultos falsos; el P. Victorino
Rodríguez tampoco la elude, aunque por otros de sus ensayos conocemos
sobradamente su explicación de que no hay conflicto alguno entre la recta
interpretación de la doctrina conciliar y la tesis de la unidad católica, Rafael
Gambra, en cambio, afirma lo contrario, y resuelve el conflicto a favor de la
doctrina tradicional apoyado en la consideración de que el texto criticado es
del ínfimo rango y de un concilio "pastoral"; Alvaro D'Ors, finalmente, sostiene,
de la mano de la distinción entre "tesis" e "hipótesis" -que parece haberse
invertido-, que en las comunidades tradicionalmente católicas debe
relativizarse aquel principio de indiferencia propio de los pueblos de tradición
pluralista.
NOTAS
(1) Jacques Maritain, Del régimen temporal y la libertad, cit. por Leopoldo
Euloglo Palacios en El mile de la nueva cristiandad, 3ra ed., Madrid 1957, pág.
91.
(2) G.K. Chesterton, Autobiografía, en Obras Complelas, tomo 1, Barcelona
1967, págs. 159-160.
(3) Cfr Rafael Gambra, "Razón humana y cultura histórica", en Verbo n.9 223-
224 (1984), págs., 305-309.
(4) Cfr. Miguel Ayuso, "EI orden politico cristiano en la doctrina de la Iglesia",
en Verbo n.Q 267-268 (1988), págs. 955-991.
(6) Ralael Gambra,"El exilio y el Reino", en Verbo n.9 231-232 (1985), págs. 73-
94.
http://hispanidad.tripod.com/toledo/concilio1.htm