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Número 10, Año 2013

Gurú
Gabriela Alemán

Llegué al centro de salud cuando terminaba la lluvia, podía oler la tie-


rra colorada y la humedad trepando por la vegetación de las inmediacio-
nes. Cuando salí, busqué una banca para abrir el sobre. Traía una botella
de agua en una mano y el sobre en la otra. No leí todo, solo me detuve en
las cuatro siglas escritas en mayúsculas y vacié la botella sin parar a respi-
rar. El paisaje se había vuelto el fin de la jornada después de un incendio.
Las plantas anegadas, el suelo un charco inservible, ni una pertenencia
salvable después del paso de los bomberos. No esperaba algo más. Sabía
hacer mis matemáticas pero, sí esperaba algo más. Se me conocía por sa-
ber escapar, solo que ahora no había adonde. Volvió el calor y regresé a mi
casa. Durante dos días miré el techo y a la mañana del tercero me levanté.
Con dinero todo se puede y en todos mis años cruzando de Ponta Porã a
Pedro Juan, había logrado guardar una buena cantidad. Fui a un cyber y
en el buscador teclee SIDA + Paraguay, me dio dos millones novecientos
noventa mil resultados. Leí los primeros sesenta. El país había firmado un
convenio internacional que no podía dejar de cumplir y todos los ciuda-
danos del país tenían derecho a medicina gratuita. Mi siguiente paso fue
volverme paraguayo. Una vez un escocés me dijo que Pedro Juan era el
mejor lugar de la tierra, pensé que lo decía por mí. Llevábamos tres horas
sin parar sobre el catre de tijeras que le habían dado en una pensión que
le brindaba anonimato, cuando llamó por celular y a la vuelta de media
hora llegó un gramo de cocaína, jamón pata negra y una botella de vino
portugués del ochenta y nueve. No lo tuvo que decir, en Paraguay se puede
comprar todo. Absolutamente todo. Por eso es el mejor lugar del mundo.
Compré mi nacionalidad. Volví al centro de salud, esta vez para pedir los
medicamentos que por ley me tenían que entregar. Me vieron con cara de
simio poco domesticado. ¿Ley? Les expliqué mis derechos y les faltó que
me echaran con gestos obscenos. No me rendí, era fácil insultarme pero
era más fácil agarrarme con uñas de la vida. No se iban a deshacer de mí.
Tenía el reglamento y mi ampulosa intención de denunciarlos por no en-
tregarme lo que la OMS había dictaminado como mi derecho, ellos y el se-
nado y la ONU. Se rieron de la denuncia y supe que le arruinaba el negocio
a alguien. Que alguien se había dado cuenta de lo que tenía entre manos,
sabía el precio de mercado de los tres medicamentos y que del lado brasile-
ño había clínicas privadas y enfermos dispuestos a pagar. Se podían foder,
así no más funciona. El que sabe más, jode al más pequeño. Y yo tenía mis
derechos aunque no me la pusieran fácil. Parecía que pretendían esperar
a que muriera para que el negocio siguiera. Las trabas dentro del centro
me hicieron suponer que el que vendía mis medicamentos trabajaba ahí.

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Pidieron certificados innecesarios y exámenes que siguieron agujereando


mi presupuesto antes de ir a la yugular. Quisieron extorsionarme con mi
nombre. Como si hubiera sido bueno. Cuando me veían llegar, sacaban el
micrófono de la gaveta (en esa sala de seis por seis) y daban mi nombre y
apellido, arrastraban con una lentitud insoportable el José Hinostroza,
deletreaban el virus que albergaba y el abecedario completo de mi en-
fermedad. Esperaban que les rogara para que se callaran, que les pidiera
silencio para continuar mi vida en paz. No tuvieron tanta suerte. Es lo que
hubiera deseado cualquiera, continuar con su vida sin cargar el maldito
peso de las cuatro letras sobre la espalda. Continuar sin una lupa encima y
el ruido de chicharras y langostas murmurando a sus espaldas, esperando
que los ojos siguieran vaciados y no cebados de malicia. Placer y regodeo
en el mal ajeno. Lo entendía, brindaba cierta paz. No los juzgaba por ello.
Yo también me hubiera alegrado si sabía que era otro el que tenía mi en-
fermedad y no yo. Quizá, el regodeo era innecesario. Pero, como fui apren-
diendo, es lo que venía en el paquete. Solo que un día estallé, no fue en la
clínica y tampoco fue bullicioso. Contraté al amigo del amigo de un amigo
y lo acompañé al atardecer a las afueras del centro de salud; señalé al en-
cargado y luego me alejé. Le pedí al amigo del amigo del amigo que le qui-
tara los lentes antes de que fuera a hacer lo que le fuera a hacer y le dije que
no recibiría el resto del pago hasta que me los entregara. Dos días después
dejé esas gafas donde la enfermera en el centro de salud. Al día siguiente
comencé mi tratamiento. Las cosas no volvieron a ser iguales pero nada se
precipitó. Había conseguido un celular con cámara y me fotografié todos
los días. No había una explicación lógica para hacerlo pero lo hice durante
cinco años. La misma distancia, con paisajes distintos como fondo. Se no-
tan los cambios, si uno mira con detenimiento son perceptibles entre un
día y otro y, de un año a otro, no digamos. Es como si una entidad ajena se
hubiera apoderado de mi mirada. Pero eso también cambia. Atrás de mis
ojos circulaba un humo enrarecido que se perdía cada atardecer. Cada día
la mirada era distinta, vaya novedad. Esos cambios, perceptibles como
el paso del tiempo, no me hicieron perder amistades. Nunca me había
preocupado por cultivarlas así que no existían para que desaparecieran. Y,
una vez que comencé a tomar los remedios, se perdieron las pústulas cerca
de mis labios y se cerraron las llagas que habían aparecido en mi piel. Vol-
ví a coger y no puedo decir que lo hiciera con menos entusiasmo. Sí, que
la tranquilidad que me brindaba un condón encima de otro, le quitaba filo
al placer. Pero, ¿a quién no le ha tocado la pata flaca de la gallina alguna
vez? Aunque habían desparecido mis ahorros, no me faltaba trabajo. Pero
en el trabajo hay que trabajar y nada funcionaba como antes. Y, aunque
mis articulaciones chirriaban, me tenía que levantar todos los días. Lo que
yo hacía dependía de demostrar lealtad y eso no se logra esperando una
llamada en casa. Un día, transportando una mercadería de madrugada,
hice un giro brusco. Algo que hizo que una parte de mi cuerpo chocara
contra otra. No grité porque me hubieran disparado pero llegué a casa y
colapsé, no pude moverme en tres días. Al cuarto, hice un llamado y con-

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seguí lo que quería. Luego de inyectarme pude pararme y luego de eso, ir


al doctor. Tenía el nervio ciático pinchado. La prescripción era descanso y
antiinflamatorios. Esa noche había una entrega por hacer. Fue ahí cuan-
do comenzó. Para curarme necesitaba descansar y para vivir necesitaba
trabajar. La ecuación no cuadraba. Durante más de dos años destrocé mi
estómago automedicándome; perdí la noción de lo que, en términos mé-
dicos, se entiende por normal y me olvidé que la palabra tolerable sube y
baja sobre una media. Me había aventurado a las antípodas de esa media.
Y no tenía perspectiva. Cualquiera que me hubiera visto de afuera, habría
sabido que tenía mierda hasta el cuello.

Uno encuentra la salvación en los sitios más inesperados. Un día volvía


de comer y encontré a un hombre hurgando en un basurero. Era viejo y
flaco y me acerqué y le di unas pocas monedas. No las aceptó pero me invi-
tó a caminar. Lo hicimos por buena parte de la tarde. No hablaba muy bien
español, era hindú y salpicaba su inglés británico con lo que imaginé era
sánskrito. Le brillaban los ojos. No recuerdo qué le dije o si siquiera ha-
blé, lo que sí recuerdo y por eso regresé al día siguiente, fue que mientras
hablaba no sentí dolor. O me olvidé de él, aunque siguiera ahí. Al final de
la noche me entregó un papel y me dijo que me esperaba al día siguiente.
Dormí como no lo había hecho en años. La dirección quedaba en Ponta
Porã y era del único hotel de cinco estrellas de la ciudad. Dije su nombre en
recepción y, aunque me dieron negativas, alguien hizo una llamada. Espe-
ré sentado en el hall hasta que bajó un hombre que no podía ser otra cosa
que un guardaespaldas y, sin pedir explicaciones, me tomó de los hombros
y me empujó hacia la calle, a donde me hubiera expulsado, si no alcanzaba
a mostrarle el papel. Después todo cambió, por algunas semanas, por lo
menos. No recuerdo su filosofía exacta ni si apuntaba a la búsqueda de un
ser superior y el encuentro eventual con él pero sí, los efectos prácticos.
Eran punteros sobre cómo vivir mejor. Durante las charlas me mantenía a
su lado aunque nunca habló de mí ni me utilizó para ilustrar algún punto.
Mientras asistía gratuitamente a sus sesiones por las que otros pagaban
cantidades descomunales y viajaban miles de kilómetros para asistir, con-
tinuaba con mi rutina. Regresaba a mi casa y vivía con el mismo apremio
de los últimos años mientras él me decía que no me preocupara, que si
aprendía a quererme, el Universo me querría de vuelta. Me decía que me
lo tomara en serio, aunque usara otras palabras; y, cuando lo miraba con
cara de cachorro con hambre, me decía que anotara lo que quisiera de la
vida en un papel. Que no fuera tacaño con los detalles, que solo así ob-
tendría lo que me merecía y mi cerebro lo entendería y se reprogramaría.
Sonaba bien, sonaba bien en el hotel y en los intermedios de refrigerio
pero menos cuando volvía a casa y no tenía para el alquiler porque desde
que lo conocía había dejado de trabajar. Odiaba mi casa, era estrecha,
sus paredes olían a grasa y humedad y no tenía luz. Fue lo primero que
anoté en el papel, la mudanza. Llegué a anotar que no quería tomar más
remedios. El hombre me sentaba a su lado y me miraba con su mirada

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desprovista de pasión e inundada de luz y me repetía que si lo deseaba


con convencimiento, lo podría lograr. Con el pasar de las semanas quitó
el podría y me dijo que lo lograría. Antes de que se fuera me dijo que lo
logré. El dolor de ciática había desaparecido aunque mi economía seguía
por los suelos. Cuando se despidió, me dijo que dejara mis medicamentos,
que él me liberaba, que todo estaba en mi mente y que mi mente podría
acabar con la enfermedad. Dejé de ir al centro de salud. Todas las noches
releía mis deseos escritos con mi puño firme y fantaseaba con ellos antes
de acostarme en la misma casa. Nada cambió salvo que regresó la ciática
un día que tropecé con un hueco en la vereda. Eso no quebrantó mi fe en
sus palabras, ya me había advertido de las zancadillas de la mente, que
yo mismo provocaría mi recaída si no sabía desear. Que mi mente era el
infierno. De las muchas lecciones que me dio, la principal fue que uno
tiene control sobre las llamas. Era un capo. Una de las pocas noches que
me pidió que me quedara en el hotel, en un cuarto dentro de su enorme
suite, una noche en la que habíamos bebido y fumado hasta ponernos co-
lorados y en la que yo perdí el conocimiento con un cigarrillo prendido en
la mano, fue la noche que me entregué. Me desperté porque me asfixiaba,
una chispa había caído sobre la alfombra sintética y el fuego comenzaba a
consumir las cortinas; cuando abrí los ojos, todavía confundido, lo vi pa-
rado en la puerta. Me miraba con esa mirada de ángel, sin mover un dedo.
Sin acercarse para socorrerme, sin moverse para buscar ayuda. Mientras
tosía, me pareció extraño, pero cuando se prendieron las alarmas, cayó
agua del techo, alguien tiró la puerta abajo y él se puso en acción, lo sentí.
Había un sentido ahí, solo que me eludía. En algún momento todo caería
en su lugar y lo entendería.
Hay razones para vivir y para morir también. Y las dos son la misma. La
única cosa que hace una diferencia es la fe. Y el hombre del basurero me la
dio aunque aún siga siendo un amateur. El otro día encontré a la enferme-
ra que tanto hizo por negarme mis derechos, se acercó y pareció preocu-
pada. Me dijo que no me veía bien, que había bajado mucho de peso, que
llevaba más de un año sin retirar mis medicamentos. Había comenzado a
tomarme fotos nuevamente y a veces no me reconocía en esos ojos enor-
mes y tristes que me devolvía la pantalla. No lo entendía porque nunca
había tenido tantos deseos de vivir y, después de mucho esfuerzo, había
logrado bajar la altura de las llamas.

Pero lo puedo escuchar, aguante, dice, con ese acento traído de las ca-
vernas.

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