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Las únicas fuentes de esa historia son, pues, las crónicas de los
propios conquistadores, y sus cartas, y los memoriales de sus
infinitos pleitos. Estas son, claro está, sesgadas y parciales. Como
le escribe alguno de ellos al emperador Carlos, quejándose de
otros, “cada uno dirá a Vuestra Majestad lo que le convenga y no
la verdad”. Y, en efecto, las distintas narraciones se contradicen
a menudo las unas a las otras, muchas veces deliberadamente:
cada cual quería contar “la verdadera historia”. Así, fray Pedro
Simón cuenta unas cosas y Jiménez de Quesada otras, y otras más
el obispo Fernández Piedrahíta, y otras, “en tosco estilo”, Juan
Rodríguez Freyle, y Nicolás de Federmán da su propia versión
(en alemán), y Juan de Castellanos escribe la suya en verso. Con
lo cual otro poeta, Juan Manuel Roca, ha podido afirmar cinco
siglos más tarde que la historia de Colombia se ha escrito “con el
borrador del lápiz”. Desde el principio.
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(puñalada trapera). A Rodrigo de Bastidas, gobernador de Santa
Marta, lo asesinaron a cuchillo sus soldados, descontentos por su
excesiva blandura hacia los indios; y ellos a su vez fueron juzgados
en Santo Domingo y descuartizados en la plaza. A Pedro de Here-
dia, gobernador de Cartagena, que había sobrevivido a una riña
a espada perdiendo media nariz —pero le reimplantaron otra:
Castellanos, que lo conoció bien, cuenta que “médicos de Madrid
o de Toledo, / o de más largas y prolijas vías,/ narices le sacaron
del molledo/ porque las otras las hallaron frías…—, a Pedro de
Heredia, digo, lo procesaron por el motivo contrario: por su gran
crueldad en las guerras de saqueo de las tumbas de los indios
zenúes. Le hicieron no uno, sino dos juicios de residencia. Y los
perdió ambos. Murió ahogado cuando volvía a España para apelar
la sentencia. Sebastián de Belalcázar en Popayán hizo decapitar a
su capitán Jorge Robledo, en castigo por su insubordinación. Los
hermanos de Jiménez de Quesada, Hernán y Francisco, fueron
enviados presos a España para ser juzgados, pero en la travesía
los mató un rayo. Así podrían citarse un centenar de casos. Se
mataban entre ellos, los mataban los indios flecheros (poco) o las
enfermedades tropicales (mucho). Y los soldados rasos, peones
apenas armados y dueños de una camisa y una lanza, y a veces de
un bonete colorado, la mayoría morían de hambre.
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Algunos, muy pocos, volvían ricos a España.
Un gran desorden
Volvamos a lo local.
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debía pagar las armas y quién los caballos, y sobre cómo debían
nombrarse tesoreros y contadores...—. Y ¿podía emprenderse
aquello desde Santa Marta, sin violar las prerrogativas de la gober-
nación del atrabiliario Heredia en Cartagena, de la de Coro en
Venezuela que pertenecía a los Welser, banqueros alemanes del
emperador, de la de Panamá fundada por Pedrarias, de la de
Francisco Pizarro en el Perú? No había mapas todavía, ni se cono-
cía la anchura de las tierras ni la sucesión desesperante de las
montañas de la inmensa cordillera de los Andes: pero ya todos los
aventureros eran capaces de citar latinajos del derecho romano.
Para lograr la merced de ir a explorar o a poblar o a fundar había
que tener influencias en España. Todo tomaba meses, y aun años:
naufragaban los navíos que llevaban las cartas o los interceptaban
los piratas, las licencias y las cédulas reales quedaban atascadas
para siempre en el escritorio de un funcionario envidioso o simple-
mente meticuloso:
La aventura de Quesada
Tal vez sea Gonzalo Jiménez de Quesada el mejor ejemplo de
conquistador español del siglo XVI: a la vez exitoso y desgracia-
do, a la vez curioso de los indios y despiadado con ellos, a la
vez guerrero y leguleyo, a la vez hombre de letras y hombre de
acción, y por añadidura historiador. Licenciado de la Universi-
dad de Alcalá, abogado litigante en Granada, y luego viajero de
Indias burlando la prohibición que regía, pero no se cumplía,
para los descendientes de judeoconversos. Y obsesionado desde
que zarpó de Sevilla en las naves de Pedro Fernández de Lugo
por el rumor, más que leyenda, de la existencia de El Dorado:
ese cacique fabuloso que, forrado en polvo de oro, se zambullía
desnudo en las aguas de una laguna sagrada bajo la luz de la luna.
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No iba a encontrarlo nunca. Pero fue el primero que cumplió la
ambición que desde entonces rige la historia de Colombia, que
consiste en conquistar la Sabana de Bogotá.
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Los hombres de Quesada eran en su mayoría “chapetones”,
es decir, españoles recién desembarcados en la Indias, y no
baquianos de ellas. Pero más arriba, cuando llegaron a regiones
selváticas despobladas de indios, vino el hambre, y murieron
muchos: “los más, del mal país y temple de la tierra”. Lo peor de
todo era que no encontraban oro. Sin embargo seguían adelante,
tercos, hambreados, curiosamente incapaces de cazar o pescar,
“comiendo yerbas y lagartos”, sabandijas, bayas silvestres, gusanos
y murciélagos, y el cuero de sus rodelas de combate, y la carne de
sus caballos muertos, que se pudría muy pronto en el calor del río.
Aunque, a propósito del calor, hay razones para pensar que los
españoles, nominalistas a ultranza aun sin saberlo, no lo perci-
bían por estar habituados a inferirlo de las estaciones de su
tierra: si era febrero haría frío, y si era agosto, calor. Y así subie-
ron el Magdalena o descendieron el Amazonas, y llegaron a los
pantanos de la Florida y a los ventisqueros de Chile con sus
corazas de hierro y cuero y pelo de caballo forrado de algodón,
sin inmutarse. Cuenta N.S. Naipaul en su historia de Trinidad
que el gobernador español de la isla sólo se dio cuenta de que allá
hacía muchísimo calor casi doscientos años después de que
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fuera posesión de España, y así se lo comunicó a la Corte.
Nadie lo había notado antes.
Salvo escasas excepciones los indios, allí donde los había, más
que ofrecer resistencia a los extraños les prestaron ayuda, volun-
taria o forzosa: los proveían de guías y de intérpretes, y les daban
de comer: raíces, frutas, tortugas de río, pájaros, casabe de yuca
brava. Cuando al fin subieron por el río Opón y las selvas del
Carare y encontraron el Camino de la Sal de los chibchas, y se
asomaron en lo alto al país de los civilizados guanes que cultiva-
ban la tierra, en Ubasá (hoy Vélez) pudieron comer también
mazorcas y arepas de maíz, yuca cocida, cubias, hibias, chuguas,
turmas (papas). No les gustaban: les parecía que eran comida de
cerdos, como las bellotas de los encinares de España. Y seguían
sin hallar lo que de verdad les abría el apetito: oro.
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arbolocos. Medio millón de personas vivían entonces en el terri-
torio de los chibchas, desde el Tequendama hasta los páramos
de Sumapaz y Guantiva, hacia el norte: en los valles de Ubaté y
Chiquinquirá, de Sogamoso y Santa Rosa, en torno a las lagunas
de Fúquene y de Tota, de Siecha y de Guatavita (la más sagrada).
En todas las tierras frías del altiplano cundiboyacense, cercadas
por los indios bravos de la tierra caliente: panches, muzos, pijaos,
yariguíes.
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unas gentes nunca vistas ni conocidas, que tenían pelos en la cara,
que sabían hablar y daban grandes voces, pero que no entendían
lo que decían”. Excelente y escueta definición de los españoles de
ayer o de hoy. Además de por la espada, conquistaron América
dando grandes voces.
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los teólogos de la corona conocida como el Requerimiento. Un
largo documento teológico-histórico-jurídico que se les leía a los
indios (en castellano y en presencia de un escribano real) para
persuadirlos de que su obligación natural era entregarse sin resis-
tencia a los hombres del rey de España. De no hacerlo así, serían
sometidos por la fuerza, con todas las de la ley: “Con la ayuda
de Dios yo vos faré la guerra por todas las partes y maneras, y vos
sujetaré al yugo de la Iglesia y de su Majestad y vos faré todos los
males y daños que pudiere, como a vasallos que no obedecen…”.
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Los tres capitanes
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sangre y fuego entre indios guerreros desde Quito, en lo que
había sido el Imperio de los incas, fundando a la pasada Popayán
y Cali y atravesando el valle de Neiva, dejando un rastro de
terror: llegó con su tropa casi intacta, hecha de veteranos perule-
ros (conquistadores del Perú) inverosímilmente vestidos de
sedas y brocados, con muchos caballos y mulas y acompañada
por cientos —algunos dicen miles— de indios quechuas yanaco-
nas de servicio y de carga. Traía una piara de cerdos, y semillas de
trigo y de cebada y de hortalizas de Europa, y también unas cuan-
tas “señoras de juegos”, que no dudó en ofrecer en venta a sus
nuevos colegas.
La resistencia indígena
Algunos historiadores han pretendido que la conquista del
Nuevo Reino fue menos cruenta que la de otras regiones de
América, pero lo cierto es que, aun sin llegar al despoblamiento
total, como en las Grandes Antillas, treinta años después de
iniciada la empresa de Quesada y todavía en vida de este no que-
daba ya sino un cuarto de la población indígena. La resistencia
de los indios y su consiguiente mortandad habían sido grandes
entre los caribes, desde el Darién de Pedrarias hasta el Cabo
de la Vela de Fernández de Lugo. Los taironas mantuvieron
la guerra hasta finales del siglo XVII. También fue dura en las
selvas del Magdalena Medio, que el célebre cacique Pipatón
de los yariguíes prolongó hasta l600, cuando se entregó a sus
enemigos y éstos lo encerraron en un convento de frailes en
Santa Fé, donde murió de frío. Pero por las razones tantas veces
mencionadas de inferioridad de organización y de armamento,
de aislamiento y hostilidad entre unas tribus y otras, y sobre
todo de fragilidad ante las enfermedades, la resistencia indígena
estaba condenada al fracaso.
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borracho cuando dio lo que no era suyo, y el rey debía ser algún
loco pues pedía lo que era de otros. Y que fuese allá ese rey a
tomar la tierra, si se sentía capaz, que ellos le pondrían la cabeza
ensartada en un palo”.
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comprobarlo, durante la República, debieron arrasar, debilitar
y prostituir una raza robusta, cuyas virtudes y energías quedan
comprobadas con la mera supervivencia de un gran número de
ejemplares y con las condiciones de moralidad que los adornan”.
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Juan de Castellanos, el primer
hispanoamericano
Un hombre que nació a principios del siglo XVI bajo el sol deslum-
brante de Andalucía, en el pueblo morisco de Alanís, Sevilla; y que
cruzó el Mar Tenebroso para ir a morir a principios del XVII en
las pesadas lloviznas y los fríos de Tunja, en el país de los chibchas.
Uno que fue soldado de la Conquista en las islas del Caribe y en la
Tierra Firme, pescador de perlas, traficante de indios esclavos, cura
párroco de tierra caliente, minero de oro, presunto hereje juzgado
por la Inquisición, profesor de latín y de retórica, beneficiado de
una catedral en construcción que no llegó a ver terminada, cronista
de Indias y versificador renacentista; y que después de una agitada
juventud aventurera se encerró a los cincuenta años para escribir en
otros treinta sus memorias en verso en la recién fundada ciudad de
Tunja, donde, según es fama, “se aburre uno hasta jabonando a la
novia”, pero en donde también, según su testimonio, había querido
“hacer perpetua casa”. Un hombre así, don Juan de Castellanos, que
cantó las proezas sangrientas de su gente, la que venía de España, y
se dolió de las desgracias de sus adversarios, los indios conquistados
de la tierra, y en el proceso dejó escrito el poema más largo de la
lengua castellana… Un hombre así merece ser llamado el primero
de los hispanoamericanos: el primero que quiso ser, a la vez, de
América y de España.
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“… tierra buena, tierra buena, /tierra de bendición, clara y serena,
/ tierra que pone fin a nuestra pena”.
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