Reporte de Lectura
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Incesto
“La terceridad se instituye no en sentido literal a través del padre como La Tercera
Persona, sino que se desarrolla a través de experiencias en las cuales la madre
mantiene en tensión su subjetividad/deseo/conciencia y las necesidades del niño”1.
Según el planteo que realiza esa autora, la noción del padre como el creador del
espacio simbólico niega el reconocimiento y el espacio que ya está presente en la
díada madre – hijo. Si no existiera un espacio creado en la díada, la tercera persona
sería percibida como un invasor persecutorio. Coincido con ese punto de vista; la
imaginería de la madre absorbente y devoradora refleja la lucha que mantienen los
sujetos masculinos contra las tentaciones regresivas. Esta atracción por la
dependencia infantil es tanto más poderosa porque implica un deseo de evadir la
carga de las elevadas expectativas culturales respecto de género dominante.
Emplazados para defender y proveer, los hombres combaten su propia tentación de
regresar a una infancia perdida sin remedio. Desde la perspectiva de las mujeres,
debemos tener en cuanta que la función materna no ocupa la totalidad de la
subjetividad femenina. Es más, las mujeres contemporáneas libran un duro combate
para negociar entre sus diversos deseos, entre los que la maternidad ocupa un
espacio importante pero no exclusivo.
Si retornamos al debate teórico antes planteado, veremos que Schneider introduce
otra diferencia entre ambas posturas: mientras que Lacan enfatiza la prohibición, Lévi
Strauss destaca el carácter positivo, productivo, del intercambio. Cita la entrevista de
Margaret Mead con un informante arapesh para demostrar que la exogamia es una vía
para adquirir parientes, o sea, aliados. Efectivamente, el arapesh explicó durante la
entrevista, que ellos no mantenían relaciones sexuales con sus hermanas o con sus
hijas, porque, dándolas a otros varones, adquirían parientes masculinos, potenciales
socios en las empresas de la caza y de la guerra. De allí es que considera al incesto
como socialmente absurdo antes que moralmente reprobable (Lévi Strauss, 1949).
autor aporta relatos populares alusivos a la tentación incestuosa, donde un hombre
vacila en ceder o comer algo que él plantó o crió.
La estructura misma del intercambio consume mujeres de modo intensivo; por lo tanto,
según piensa Schneider, la figura de la madre devoradora, respecto de la que Lacan
(1958) utiliza la metáfora de un cocodrilo, está construida por proyección. El personaje
de Edipo en Colono, ciego y provecto, es quien realmente anexa a sus hijas a su
cuerpo, utilizándolas como bastones; en este caso es el padre quien ataca la
diferenciación de sus hijas y, de algún modo, reintegra su producto. La hipótesis
freudiana de Tótem y Tabú (Freud, 1913), acerca de la voracidad egoísta del padre
primordial, que reservaba para sí mismo a todas las mujeres impidiendo las relaciones
sexuales de los demás machos jóvenes, exacerba la imagen de esa avidez masculina,
planteada por Lévi Strauss.
Según opina Monique Schneider, el relato freudiano acerca de la madre no la presenta
con esa potencialidad regresiva y esa vocación de captura de su progenie que
caracterizan al discurso lacaniano. Es la madre quien convence al pequeño Freud
acerca del carácter inevitable de la muerte. Cuando, siendo niño, preguntó a su madre
sobre la muerte, ella frotó sus manos con un gesto semejante al que se hacía para
amasar knödel, y mostrando las escamas de piel reseca y negruzca que se
desprendían, estableció que eran la prueba tangible del hecho de que estamos hechos
de polvo y regresaremos al mismo, o sea que nuestra existencia solo nos ha sido
prestada (Freud, 1900). Lejos de ser la tentadora sirena que seduce solo para
sumergir al varón en los abismos submarinos, esta imagen freudiana de la madre la
presenta como representante del principio de realidad, la educadora que insta al niño a
someterse a las leyes naturales de la existencia.
¿Cuál es el eje de todo este debate? Lo que se está discutiendo es, en última
instancia, sobre quién recae la responsabilidad del pasaje al acto incestuoso.
Nuevamente se plantea en el ámbito de las teorías, la rivalidad entre los géneros.
Cuando el relato es elaborado desde una perspectiva que, como es el caso del
lacanismo, exacerba el sesgo androcéntrico, el padre es el agente liberador, quien
encarna la realidad y la ley. Desde el feminismo, por el contrario, se destacan los
aspectos perversos de la figura paterna, la tendencia extendida a desmentirlos, y el
hecho conocido de que la mayor parte de los ataques incestuosos son realizados por
el padre y tiene como víctima a las hijas mujeres, o sea a las niñas.
Janet Liebman Jacobs (1990) nos recuerda que mientras David Finkelhor reporta que
un 20 % de las mujeres americanas ha sufrido ataques incestuosos, Diane Russell
eleva el porcentaje de mujeres victimizadas al 40 %. También debemos tomar en
cuenta que los estudios de Estela Welldon (1988) nos alertan acerca de la tendencia
existente a idealizar a las madres y a desmentir la realidad de sus aspectos perversos,
que conduce a negar la existencia de madres incestuosas. Pese a la sensatez de ese
señalamiento, existe coincidencia acerca de que los casos de mujeres, -ya sean
madres o se desempeñen en función materna-, que abusan de los niños, son
significativamente menores que las situaciones, más frecuentes, en las que los padres
varones utilizan sexualmente el cuerpo de sus hijos, y mayormente, el de sus hijas.
Diversos autores coinciden en destacar que existe una tendencia a construir la
masculinidad a través de un proceso precoz de sexualización del vínculo con la madre
(Chodorow, 1984), quien experimenta a su bebé varón como integrante del colectivo
genérico al que pertenecen sus objetos de deseo (en el caso, mayoritario, de madres
heterosexuales). Bela Grunberger (1977) destacó que los varones suelen disfrutar de
satisfacciones eróticas pregenitales que estimulan fijaciones a la realización precoz de
deseos emanados de las pulsiones parciales o sea, que estimulan la perversión. Esto
ya fue planteado por Freud en 1908, cuando, en relación con la doble moral sexual,
diseñó un curioso cuadro familiar donde un hermano perverso convivía con su
hermana, educada y refinada, pero neurótica. En contraste con la sexualización
masculina, la construcción de la feminidad tal como la conocemos, alienta el desarrollo
de la ternura, o sea la inhibición de la consumación pulsional. Por lo tanto, resulta
verosímil suponer que los estudios que destacan la responsabilidad de los padres
varones en la mayor parte de los ataques incestuosos (Graschinsky, J., 1988),
establecen de modo realista una tendencia favorecida por la socialización primaria
diferencial por género. Por ese motivo, el estudio interdisciplinario sobre el incesto
dirigido por Eva Giberti (1998), se acota al incesto de los padres varones que
victimizan a las hijas mujeres.
Tal vez el debate se complique debido a la confusión que existe entre diversas
acepciones del incesto. Si tomamos la vertiente imaginaria de las relaciones
incestuosas, encontraremos que la función materna, tal como fue ejercida durante la
Modernidad, promueve la regresión y la hiper gratificación. En ese sentido podría
afectar de modo negativo la tendencia de los hijos hacia la individuación. He
destacado (Meler, 1998 y 2000) que el padre de la Ley es el consorte de la madre
moderna, o sea que cuando la maternidad se ejerce de forma intensa y aislada de las
redes sociales, privándose a las madres de desempeñar roles económicos que les
otorguen recursos y reconocimiento, es posible que se haga necesaria una
intervención del padre para separar a la mujer de esa prole que es su fuente de trabajo
y de prestigio. Pero esta reflexión es pertinente cuando se toma al incesto en un
sentido metafórico.
Si consideramos una versión más literal y acotada a la realidad fáctica acerca del
incesto, lo limitaremos a las relaciones sexuales entre parientes consanguíneos o
entre los que mantienen una relación socialmente semejante a la anterior, tal como
ocurre entre padrastros e hijastras. La situación más representativa de esa
trasgresión es el incesto padre –hija; vemos entonces que el incesto es un problema
vinculado con el ejercicio de la paternidad. Al respecto es necesario sentar una
postura: si extendemos la representación de la parentalidad al cuidado que requieren y
demandan todos los sujetos de las generaciones jóvenes, es posible considerar como
incesto a todos los vínculos sexuales entre una persona que está desempeñando un
rol parental y quien está a su cuidado. De ese modo, el tabú del incesto adquiere una
dimensión social y relacional, superando cualquier referencia biologista a la
consanguinidad.
Françoise Héritier Augé (1994) enfatiza la potencialidad regresiva de la maternidad.
Muchos autores recurren a explicar las conductas masculinas incestuosas como una
reedición del incesto padecido por esos varones en relación con sus madres. La
transmisión transgeneracional de las relaciones incestuosas es un aspecto de
innegable relevancia para comprender la problemática. Pero cuando se realiza un
corte en el nivel de la temprana relación entre la madre y el hijo, y a partir de allí se
refiere todo tipo de patología a ese vínculo inaugural, estamos ante una manipulación
arbitraria de la complejidad de los factores determinantes. Esta arbitrariedad no es sin
embargo carente de sentido. Se trata de igualar la imago de la madre con el origen, y
esta operación teórica tiene por efecto culpabilizar a las mujeres y exculpar a los
varones. Pensadores que trabajan dentro del paradigma de la intersubjetividad, como
es el caso de Roger Dorey (1986), caen sin embargo en este vicio epistemológico. Ese
autor analiza las estrategias propias de las relaciones de dominio y destaca dos
modalidades: la obsesiva y la perversa. Resulta evidente que estos estilos
psicopatológicos se relacionan con la masculinidad, pero el autor los remite a la
relación del obsesivo y del perverso con sus madres. He tenido ocasión de analizar
esa propuesta (Meler, 1997) para destacar su equiparación imaginaria del vínculo
materno filial con el origen de todo el sufrimiento humano. De este modo se pierde de
vista el contexto en el cual la díada madre hijo se constituye, y el papel que juegan en
el mismo tanto la figura del padre, que es eficaz aunque brille por su ausencia, y las
instituciones sociales encargadas de asistir a los sujetos en la reproducción
generacional.
La tentación incestuosa, siempre presente, es lo que explica la existencia de la regla.
Pero el pasaje al acto, la consumación de los deseos incestuosos a través de
conductas abusivas, es una conducta más frecuente entre los varones, debido a su
sexualización prematura y al ejercicio del poder que la acompaña. El placer sexual es
la gran recompensa de los poderosos, y el doble código de moral sexual, descrito por
Von Ehrenfels y teorizado por Freud (1908), no hace sino establecer quienes serán los
dominantes y quienes funcionarán como sus objetos y recompensas sexuales. A esto
se agrega que quienes se han subjetivado de modo masculino conjuran de modo
reiterado la amenaza de reintroyección de los aspectos vulnerables escindidos y
depositados sobre las mujeres (Benjamin, 2004, Schneider, 2003, Dio Bleichmar,
2002). Las hijas representan entonces sus aspectos femeninos y se comprende que
cuando esta lógica se hace hegemónica, se rehusen a entregarlas a otros varones.
Retenerlas para sí constituye entonces una defensa de su soberanía, una afirmación
de dominio. En estos casos la interdicción no ha operado de modo eficaz y el padre de
la horda freudiano (Freud, 1913), el “hommoinzin” lacaniano (Lacan, 1978), proclama
así un poderío que no reconoce límites.
Por supuesto, sabemos que esta afirmación delirante de omnipotencia encubre un
pasado traumático. Boris Cyrulnik (1995) nos recuerda que en ocasiones, se busca
reparar las heridas, los desgarros psíquicos producidos por separaciones traumáticas,
a través de una genitalización de vínculos sexualmente prohibidos. La sexualidad se
pone aquí al servicio de anhelos arcaicos de fusión con el objeto primario. Pero como
expresa con claridad Eva Giberti, la comprensión del sufrimiento del sujeto incestuoso
no puede eximirlo de su responsabilidad como adulto no psicótico, en el daño
ocasionado a la niña o el niño confiado a sus cuidados