1.1.2. Eco Umberto - Entrar en El Bosque

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SEIS PASEOS POR LOS

BOSQUES NARRATIVOS
Umbe11.o Eco

Editorial Lumen
UMBERTO ECO

SEIS PASEOS P OR LOS


BOSQUES NARRATIVOS
HARVARD UNIVERSITY, NORTON LECTURES
1992-1993

Traducción de Helena Lozano Miralles

EDITORIAL LUMEN
ENTRAR EN EL BOSQUE
Quisiera empezar recordando a ltalo Calvino, que hace ocho
años tenía que impartir, en este mismo lugar, sus seis Norton Lec­
tures, pero llegó a escribir sólo cinco, y nos dej ó antes de poder
comenzar su estancia en la Harvard University. No recuerdo a Cal­
vino sólo por razones de amistad, sino porque estas conferencias
mías estarán dedicadas en gran parte a la situación del lector en
los textos narrativos, y a la presencia del lector en la narración está
dedicado uno de los libros más bellos de Calvino, Si una noche
de invierno un viajero...
En los mismos meses en los que se publicaba el libro de Calvi­
no, salía en Italia un libro mío que se titulaba Lector in fabula (sólo
parcialmente semejante a la versión inglesa cuyo título es The Role
of the Reader). La diferencia entre título italiano y título inglés se
debe a que el título italiano (o mej or dicho, latino), traducido lite­
ralmente al inglés, sonaría «The Reader in the Fairy Tale», y no
significaría nada. En cambio, en italiano se dice « lupus in fabula»
como equivalente del inglés «speak of the devil», expresión que
se usa cuando llega alguien de quien se estaba hablando. Como
en la expresión italiana se evoca la figura popular del lobo, que
por definición aparece en todas las fábulas y cuentos, he ahí que
en italiano podía hacer resonar esa cita para colocar en los cuen­
tos, o en cualquier texto narrativo, al lector. En efecto, el lobo puede
no estar, y veremos enseguida que en su lugar podría estar un ogro,
pero el lector está siempre, y no sólo como componente del acto
de contar historias, sino también como componente de las histo­
rias mismas.
Quien comparara hoy mi Lector in fabula con Si una noche de
invierno de Calvino, podría pensar que mi libro es un comentario
teórico a la novela de Calvino. Pero los dos libros salieron casi al
mismo tiempo y ninguno de los dos sabía qué estaba haciendo el

9
otro, aunque a ambos, evidentemente, nos apasionaba el mismo
problema. Cuando Calvino me envió su libro debía de haber reci­
bido ya, sin duda, el mío, porque su dedicatoria dice: «A Umber­
to, superior stabat lector, longeque inferior Halo Calvino». La cita,
es evidente, procede de la fábula de Fedro del lobo y el cordero («Su­
perior stabat l upus, longeque inferior agnus»), y Calvino se esta­
ba refiriendo a mi Lector in fabula. Queda bastante ambiguo ese
« longeque inferior» (que puede querer decir tanto «aguas abaj o »
como «de menor importancia»). Si «lector» hubiera d e ser enten­
dido de dicto, y por lo tanto, se refiriera a mi libro, entonces debe­
ríamos pensar o en un acto de irónica modestia, o bien en la elec­
ción (orgullosa) de apropiarse del papel del cordero, dejando al
teórico el del Lobo Malo. Pero si «lector» ha de entenderse de re,
entonces se trataba de una afirmación de poética y Calvino quería
rendir homenaje al lector. Para rendir homenaje a Calvino, toma­
ré como punto de partida la segunda de las Propuestas para el pró­
ximo milenio que Calvino había escrito para las Norton Lectures,
la dedicada a la rapidez, donde se refiere al 57.0 de los Cuentos
populares italianos que él mismo había reunido:

Un Rey enfermó. Vinieron los médicos y le dijeron: «Oíd, Ma­


jestad, si queréis curaros tendréis que tomar una pluma del Ogro.
Es un remedio difícil, porque el Ogro, cristiano que ve, cristiano
que se come».
El Rey lo dijo a todos, pero nadie quería ir. Entonces se lo pi­
dió a uno de sus subordinados, muy fiel y corajudo, que le dij o:
«Allá voy».
Le indicaron el camino: «En lo alto del monte hay siete cuevas:
en una de las siete está el Ogro » . 1

Calvino nota que «nada s e dice d e la enfermedad del rey, de


cómo es posible que un ogro tenga plumas, de cómo son las siete
cuevas» . Y de estas observaciones saca la ocasión para elogiar la
característica de la rapidez, aunque recuerda que «esta apología
de la rapidez no pretende negar los placeres de la dilación».2 De-

J. Lezioni americane. Sei proposte per il prossimo millenio, Milán, Garzanti, 198 8
(Seis propuestas para e l próximo milenio, traducción de Aurora Bernárdez, Madrid, Sirue­
la, 19 8 9, p. 50).
2 . !bid., p. 5 9.

10
dicaré a la dilación, de la que Calvino no ha hablado, mi tercera
conferencia. Ahora, sin embargo, quisiera decir que toda ficción
narrativa es necesaria y fatalmente rápida, porque -mientras cons­
truye un mundo, con sus acontecimientos y sus personaj es- de
este mundo no puede decirlo todo. Alude, y para el resto le pide
al lector que colabore rellenando una serie de espacios vacíos. Y
es que, como ya he escrito, todo texto es una máquina perezosa
que le pide al lector que le haga parte de su trabaj o. Pobre del tex­
to si dijera todo lo que su destinatario debería entender: no acaba­
ría nunca. Si yo les llamo diciendo «cojo la autopista y llego den­
tro de una hora», está implícito que, j unto con la autopista, cogeré
también el coche.
En Agosto, moglie mia non ti conosco, del gran escritor cómi­
co Achille Campanile, se encuentra el siguiente diálogo:

. . .Gedeone hizo exagerados gestos para l lamar a un coche de


caballos estacionado en el fondo de la calle. El viejo cochero bajó
fatigosamente del pescante y se dirigió apresuradamente, a pie, ha­
cia nuestros amigos, diciendo:
-¿En qué puedo servirle?
- ¡ No, hombre, no! -gritó Gedeone, impaciente-, yo quiero
el coche.
- ¡ Ah! -respondió el cochero, desilusionado-, creía que me
llamaba a mí.
Volvió atrás, subióse al pescante y preguntó a Gedeone, que no
había tardado en ocupar un lugar en el coche, junto a Andrea:
-¿Adónde vamos?
El caballo tendió las orejas, con explicable temor.
-No se lo puedo decir -opuso Gedeone, que quería mantener
el secreto sobre la expedición.
El cochero, que no era curioso, no insistió. Durante algunos mi­
nutos, todos permanecieron contemplando el panorama, sin mo­
verse. Finalmente, Gedeone dej ó escapar un: « ¡ Al castillo de Fio­
renzina! » , que hizo estremecer al caballo e indujo al cochero a decir:
-¿A esta hora? Llegaremos de noche.
-Es verdad -murmuró Gedeone-, iremos mañana por la ma-
ñana. Venga a buscarme a las siete en punto.
-¿Con el coche? -preguntó el cochero.
Gedeone reflexionó un instante. Finalmente dijo:
-Sí, será mejor.
Mientras se dirigía a la pensión, se volvió de nuevo al cochero
y le gritó:

11
-¡Oiga, no se olvide! ¡También con el caballo!
-Bueno, como usted quiera -respondió el otro, sorprendido. 3

El fragmento se nos presenta absurdo, porque primero los pro­


tagonistas dicen menos de lo que se debería decir, y luego sienten
la necesidad de decir (y hacer que se les diga) lo que no era necesa­
rio que el texto dijera.
A veces un escritor, por decir demasiado, se vuelve más cómi­
co que sus personajes. Era muy popular en Italia, en el siglo XIX,
Carolina Invernizio, que hizo soñar a enteras generaciones de pro­
letarios con historias que se titulaban El beso de una muerta, La
venganza de una loca o El cadáver acusador. Carolina I nvernizio
escribía fatal y alguien ha observado que tuvo el valor, o la debili­
dad, de introducir en la literatura el lenguaje de la pequeña buro­
cracia del j oven Estado italiano (a la que pertenecía su marido, di­
rector de una panadería militar). Y he aquí cómo empieza Carolina
su novela El albergue del delito:

La noche era espléndida, pero muy fría. La luna, desde lo alto


del horizonte, iluminaba las calles de Turín, como en pleno día. En
el reloj de la estación daban las siete.
Baj o el sotechado de cristales y de hierros se oía un rumor en­
sordecedor, porque dos trenes directos se cruzaban: uno partía y
llegaba el otro. 4

No debemos ser muy severos con la señora Invernizio: oscura­


mente intuía que la rapidez es una gran virtud narrativa, pero no
habría podido empezar, como Kafka, con «Al despertar Gregorio
Samsa una mañana, tras un sueño intranquilo, encontróse en su
cama convertido en un monstruoso insecto» .5
Inmediatamente sus lectores le habrían preguntado por qué y
cómo Gregorio Samsa se había convertido en un insecto, y qué ha­
bía comido el día antes. Por otra parte, Alfred Kazin cuenta que
una vez Thomas Mann le prestó una novela de Kafka a Einstein,

3 . Opere, Milán, Bompiani, 1 989, p . 8 3 0 (En agosto, esposa mia, n o te conozco, tra­
ducción de Juan Moreno, Barcelona, Plaza y Janés, 1 9 8 1 , pp. 1 7 3 -1 74).
4. El albergue del delito, traducción de C. G. E., Barcelona, Maucci, 1910, p. 5.
5. «La metamorfosis», traducción de Jorge Luis Borges, en La metamorfosis y otros
cuentos, Barcelona, Edhasa, 1 987, p. 1 5 .

12
que se la devolvió diciendo: « No he conseguido leerla: ¡el cerebro
humano no tiene tal complejidad ! ».6
Aparte de Einstein, que quizá deploraba una cierta lentitud
de la narración (pero alabaremos más adelante el arte de la dila­
ción), no siempre el lector sabe colaborar con la rapidez del texto.
En Reading and Understanding, Roger Schank nos cuenta otra
historia:

Juan amaba a María pero ella no quería casarse con él. Un día
un dragón raptó a María del castillo. Juan montó a la grupa de
su caballo, y mató al dragón. María accedió a casarse con él. Vi­
vieron felices y contentos para siempre.

Schank -que en este libro se preocupa de lo que entienden los


niños cuando leen- le ha formulado algunas preguntas a una niña
de tres años:

-¿Cómo es que Juan mató al dragón?


-Porque era malo.
-¿Qué es lo que tenía de malo?
-Lo había herido.
-¿Y cómo lo había herido?
-A lo mejor le había echado fuego.
-¿Por qué accede María a casarse con Juan?
-Porque le quería mucho y él deseaba mucho casarse con ella.
-¿Cómo es que María se decide a casarse con Juan cuando al
principio no quería?
- É sta es una pregunta difícil .
-Sí, ¿pero t ú cuál crees que e s la respuesta?
-Porque antes ella no quería en absoluto y luego él discute tanto
y le habla tanto a ella de que se casen que entonces a ella le entran
ganas de casarse con ella, quiero decir con él. 7

Evidentemente formaba parte del conocimiento del mundo de


esa niña el hecho de que los dragones echan fuego por la nariz,
pero no que se puede ceder a un amor no correspondido sólo por
gratitud, o por admiración. Una historia puede ser más o menos

6. On Nalive Grounds, Nueva York, Harcourt Brace, 1 982, p. 445.


7. Reading and Understanding, H illsdale, Erlbaum, 1982, p. 2 1 .

13
rápida, o sea, más o menos elíptica, pero su elipticidad debe esti­
marse con respecto al tipo de lector al que se dirige.
Ya que estoy tratando de j ustificar todos los títulos que tengo
la condenada idea de elegir, permítanme que j ustifique el título que
he elegido para mis Norton Lectures. El bosque es una metáfora
para el texto narrativo; no sólo para los textos de los cuentos de
hadas, sino para todo texto narrativo. Hay bosques como Dublín,
donde en lugar de Caperucita Roj a podemos encontrarnos con
Molly Bloom, o como Casablanca, donde nos encontramos con
· l isa Lund o Rick Blaine.
Un bosque es, para usar una metáfora de Borges (otro huésped
de las Norton Lectures cuyo espíritu estará presente en estas con­
ferencias mías), un j ardín cuyas sendas se bifurcan. I ncluso cuan­
do en un bosque no hay sendas abiertas, todos podemos trazar nues­
tro propio recorrido decidiendo ir a la izquierda o a la derecha de
un cierto árbol y proceder de este modo, haciendo una elección
ante cada árbol que encontremos. En un texto narrativo, el lector
se ve obligado a efectuar una elección en todo momento. Es más,
esta obligación de elegir se manifiesta en cualquier enunciado, cuan­
do menos en cada ocurrencia de un verbo transitivo. Mientras el
hablante va a terminar la frase, nosotros, aunque sea i nconscien­
temente, hacemos una apuesta, anticipamos su elección, o nos pre­
guntamos angustiados qué elección hará (al menos en casos de enun­
ciados dramáticos como «anoche en el cementerio vi . . . »).
A veces el narrador quiere dej arnos libres de hacer anticipacio­
nes sobre la continuación de la historia. Véase, por ejemplo, el fi­
nal de Gordon Pym de Poe:

Pero surgió a nuestro paso una figura humana velada, cuyas pro­
porciones eran mucho más grandes que las de cualquier habitante
de la tierra. Y la piel de aquella figura tenía la perfecta blancura
de la nieve. 8

Ahí, donde la voz del narrador se detiene, el autor quiere de


nosotros que nos pasemos la vida preguntándonos qué puede ha­
ber pasado, y por miedo de que todavía no nos devore la pasión

8. Narración de Arthur G01·don Pym de Nantucket, traducción de Julio Cortázar, Ma­


drid, Alianza, 1 9 71 , p. 210.

14
de saber lo que j amás nos será revelado, el autor, no la voz narran­
te, introduce después del final una nota en la que nos advierte de
que, después de la desaparición de Mr. Pym, «se teme que los po­
cos capítulos que faltaban para completar su narración . . . se hayan
perdido irremediablemente en el accidente que le costó la vida».9
De ese bosque ya no saldremos nunca más, y no salieron Jules Verne,
Charles Romyn Dake y H . P. Lovecraft, que decidieron quedarse
para continuar la historia de Pym.
Pero hay casos en los que el narrador nos quiere demostrar que
nosotros no somos Stanley, sino Livingstone, y estamos condena­
dos a perdernos en los bosques haciendo siempre la elección equi­
vocada. Véase Laurence Sterne, y precisamente el principio del Tris­
tram Shandy:

Ojalá mi padre o mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido


más conscientes, mientras los dos se afanaban por igual en el cum­
plimiento de sus obligaciones, de lo que se traían entre manos cuan­
do me engendraron.

¿Qué habrá hecho el matrimonio Shandy en ese delicado mo­


mento? Para dej arle al lector el tiempo de hacer alguna razonable
previsión (incluso las más inconvenientes), Sterne divaga todo un
párrafo (donde se ve que Calvino hacía bien en no despreciar el
arte de la dilación), y a continuación nos revela cuál fue el error
de aquella escena primaria:

-Perdona, querido, dijo mi madre, ¿no te has olvidado de darle


cuerda al reloj? ¡Por D-1, gritó mi padre lanzando una exclama­
ción pero cuidando al mismo tiempo de moderar la voz. -¿Hubo
alguna vez, desde la creación del mundo, mujer que interrumpiera
a un hombre con una pregunta tan idiota?10

Como ven, el padre piensa de la madre lo que el lector está pen­


. sando de Sterne. ¿ Hubo alguna vez, por muy maligno que fuera,
autor que frustrara hasta tal punto las previsiones de sus lectores?
Sin duda, después de Sterne, la narrativa de las vanguardias ha

9. !bid., p. 210.
10. La vida y las opiniones del caballero Tristram Shandy, traducción de Javier Ma­
rias, Madrid, Alfaguara, 1 9 78, pp. 5-6.

15
intentado a menudo no sólo poner en crisis nuestras expectativas
de lectores, sino incluso crear un lector que espera, del libro que
está leyendo, una total libertad de elección. Pero de esta libertad
se goza precisamente porque -en virtud de una tradición milena­
ria, desde los mitos primitivos hasta la moderna novela policiaca­
el lector suele estar dispuesto a hacer sus propias elecciones en el
bosque narrativo, presumiendo que unas sean más razonables que
otras.
He dicho razonables, como si se tratara de elecciones inspira­
das en el sentido común. Pero sería trivial dar por supuesto que
para leer un libro de ficción haya que proceder según el sentido
común. Sin duda, no es lo que nos pedían Sterne o Poe, y ni si­
quiera lo que nos pedía el autor, si en sus orígenes había uno, de
Caperucita Roja. En efecto, el sentido común nos impondría que
reaccionáramos ante la idea de que en el bosque hay un lobo que
habla. Entonces, ¿qué entiendo cuando digo que el lector debe, en
el bosque narrativo, hacer elecciones razonables?
En este punto tengo que remitirme a dos conceptos que he tra­
tado ya en mis libros anteriores: se trata de la pareja Lector Mode­
lo y Autor Modelo. 1 1
El lector modelo d e una historia n o e s e l lector empírico. El
lector empírico somos nosotros, ustedes, yo, cualquier otro, cuan­
do leemos un texto. El lector empírico puede lee de muchas ma­
neras, y no existe ninguna ley que le im onga cómo leer, porque
a menudo usa el texto como un recipiente para sus propjas pasio­
nes, que pueden proceder del exterior del texto, o este mismo se
las pue e excitar de manera casual.
Si alguna vez han visto una película cómica en un momento
de profunda tristeza, sabrán que difícilmente consigue uno diver­
tirse; y no sólo esto, podrían tener incluso la oportunidad de vol­
ver a ver la misma película años después, y no conseguir sonreír
aún, porque cada imagen les recordaría la tristeza de aquella pri­
mera experiencia. Evidentemente como espectadores empíricos es­
tarían «leyendo» la película de manera equivocada. ¿Pero equivo­
cada con respecto a qué? Con respecto al tipo de espectador en
quien había pensado el director, un espectador dispuesto, precisa-

!l. Cf. Lector in Fabula, Milán, Bompiani, 1 9 79 (Lector in fabula, traducción de Ri­
cardo Pochtar, Barcelona, Lumen, 1 9 8 1 ) .

16
mente, a sonreír, y a seguir unas peripecias que no le atañen direc­
tamente. A este tipo de espectador (o de lector de un libro) lo lla­
mo lector modelo; un lector-tipo que el texto no sólo prevé como
colaborador, sino que incluso intenta crear. Si un texto empieza con
« Había una vez», manda una señal que inmediatamente seleccio­
na el propio lector modelo, que debería ser un niño, o alguien que
está dispuesto a aceptar una historia que vaya más allá del sentido
común .
Después d e haber publicado mi novela El péndulo de Foucault,
un antiguo amigo de la infancia, que no veía desde hacía años, me
escribió: «Querido Umberto: no recordaba haberte contado la pa­
tética historia de mi tío y de mi tía, pero me parece poco correcto
que la hayas usado para tu novela». Ahora bien, en mi novela yo
cuento unos episodios que conciernen a un cierto tío Cario y a una
tía Caterina, que en la historia son los tíos del protagonista Jaco­
po Belbo y, en efecto, estos personajes existieron de veras: aunque
fuera con algunas variaciones, yo había contado una historia de
mi niñez, que atañía a un tío y a una tía que se llamaban de otra
forma. Le contesté, a ese amigo mío, que el tío Cario y la tía Cate­
rina eran tíos míos, sobre los cuales, por lo tanto, tenía el copy­
right, y no tíos suyos, y que ignoraba incluso que él hubiera tenido
tíos. El amigo se excusó: se había ensimismado tanto en la historia
que había creído reconocer unos acontecimientos que les habían
sucedido a sus tíos. Lo cual no es imposible porque en tiempos de
guerra (tal era la época a la que se remontaban mis recuerdos) a
tíos diferentes les acontecen cosas análogas.
¿Qué le había pasado a mi amigo? Había buscado en el bosque
lo que, en cambio, estaba en su memoria privada . Es j usto que yo,
paseando por un bosque, use cualquier experiencia, cualquier des­
cubrimiento para sacar enseñanzas sobre la vida, sobre el pasado
y sobre el futuro. Pero como el bosque ha sido construido para to­
dos, en él no debo buscar hechos y sentimientos que me atañen
solamente a mí. Si no, como he escrito en mis dos libros recientes,
Los límites de la interpretación e Interpretation and Overinterpre­
tation, 12 no estoy interpretando un texto, sino usándolo. No está

12. llimiti dell'interpretazione, M ilán, Bompiani, 1 990 (Los Limites de la Interpreta­


ción, traducción de Helena Lozano, B arcelona, Lumen, 1 992); fnterpretation and Overin­
terpretation, C am bridge, C ambridge University Press, 1 992.

17
prohibido usar un texto para soñar despierto; y a veces lo hacemos
todos. Pero soñar despierto no es una actividad pública. Nos in­
duce a movernos en el bosque narrativo como si fuera nuestro j ar­
dín privado.
Hay, pues, reglas del j uego, y el lector modelo es el que sabe
atenerse al j uego. Mi amigo se había olvidado por un momento
de las reglas del j uego y había superpuesto sus propias expectati­
vas de lector empírico al tipo de expectativas gue el autor preten­
día del lector modelo.
Es cierto que el autor dispone, para dar instrucciones al propio
lector modelo, de particulares marcas de género. Pero muchas ve­
ces estas marcas pueden ser muy ambiguas. Pinocho empieza con:

-Pues señor, éste era. . . -¡Un Rey!, dirán en seguida mis pe­
queños lectores.
-Pues no, muchachos; nada de eso. Esta vez no era un rey sino
un pedazo de madera. 13

Este íncipit es muy complej o. A primera vista, Collodi parece


avisar de que está empezando un cuento. En cuanto los lectores
se han convencido de que se trata de una historia para niños, he
aquí que se pone en escena a los niños, como interlocutores del
autor, los cuales, razonando como niños acostumbrados a los cuen­
tos, hacen una previsión equivocada. ¿ La historia entonces no está
dedicada a los niños? El caso es que Collodi se dirige, para corre­
gir la previsión equivocada, precisamente a los niños, es decir, a
sus pequeños lectores. Por lo cual, los niños podrán seguir leyen­
do el cuento como si a ellos estuviera dirigido, simplemente asu­
miendo que no es el cuento de un rey sino el de una marioneta.
Y cuando lleguen al final no quedarán decepcionados. Y con todo,
ese principio es un guiño para los lectores adultos. ¿Es posible que
el cuento también sea para ellos? ¿Y que ellos deban leerlo de mane­
ra diferente, pero para entender los significados alegóricos del cuento
deban fingir que son niños? Un principio como ése ha sido más
que suficiente para desatar toda una serie de lecturas psicoanalíti­
cas, antropológicas, satíricas de Pinocho, y no todas inverosími-

13. Cario Collodi, A venturas de Pinocho, Madrid, Calleja, 1 941 , p. 9.

18
les. Quizá Collodi quería hacer un j uego doble, y sobre esta sospe­
cha se basa gran parte de la fascinación de ese pequeño gran libro.
¿Quién nos impone estas reglas del j uego y estas constriccio­
nes? En otras palabras, ¿quién construye el lector modelo? El autor,
dirán en seguida mis pequeños lectores.
Pero después de haber hecho tanto esfuerzo para distinguir el
lector empírico del lector modelo, ¿deberíamos pensar en el autor
como en un personaje empírico que escribe la historia y decide,
acaso por razones inconfesables y conocidas sólo por su psicoana­
lista, qué lector construir? Les digo en seguida que a mí el autor
empírico de un texto narrativo (la verdad, de cualquier texto posi­
ble) me importa bastante poco. Sé perfectamente que estoy dicien­
do algo que ofenderá a muchos de mis oyentes, los cuales, a lo me­
j or, emplean mucho tiempo para leer biografías de Jane Austen
o de Proust, de Dostoievski o de Salinger, y entiendo perfectamente
que es bonito y apasionante penetrar en la vida privada de perso­
nas verdaderas que sentimos que hemos llegado a amar como ami­
gos íntimos. Ha sido un gran ej emplo y un gran consuelo para mi
inquieta j uventud de estudioso saber que Kant escribió su obra
maestra de la filosofía sólo a la venerable edad de cincuenta y siete
años; así como siempre he sido presa de una irrefrenable envidia
al saber que Radiguet escribió Le Diable au corps a los veinte años.
Pero estos elementos no nos ayudan a decidir si Kant tenía ra­
zón al aumentar de diez a doce el número de las categorías, ni si
Le Diable au corps es una obra maestra (lo sería aunque Radiguet
lo hubiera escrito a los cincuenta y siete años). El posible herma­
froditismo de la Gioconda representa un argumento interesante para
una discusión estética, pero las costumbres sexuales de Leonardo
da Vinci se quedan, por lo que atañe a mi lectura de su cuadro,
en puro cotilleo.
También en las próximas conferencias me referiré a menudo a
uno de los libros más bellos que se hayan escrito jamás, Sylvie de
Gérard de Nerval. Lo leí a los veinte años, y desde entonces no he
dejado de releerlo. Le dediqué, de j oven, un ensayo horrible y, de
1 976 en adelante, una serie de seminarios en la Universidad de Bo­
lonia; el resultado fueron tres tesis y, en 1982, un número especial
de la revista VS.14 En 1984, le dediqué un graduate course en la

14. Umberto Eco, <<11 tempo di Sylvie», Poesia e critica 2, 1 962 pp. 5 1-65. Sur Sylvie,
número monográfico de VS 3//32, 1982, a cargo de Patrizia Vio1i.

19
Columbia University, y sobre esa novela se escribieron muchos term
papers interesantes. A estas alturas, conozco cada una de sus co­
mas, cada uno de sus mecanismos secretos. Esta experiencia de re­
lectura, que me ha acompañado durante cuarenta años, me ha pro­
bado lo simples que son los que dicen que si se anatomiza un texto,
si se exagera con el clase reading, se mata su magia. Cada vez que
vuelvo a Sylvie, aun conociendo su anatomía, y quizá precisamen­
te por eso, me vuelvo a enamorar como si lo leyera por primera vez.
Sylvie empieza así:

Je sortais d'un théatre ou tous les soirs je paraissais aux avant


scenes en grande tenue de sou piran t . . .

Salía yo d e un teatro e n cuyos palcos proscenio m e mostraba


todas las noches con galas de rendido adorador. . . 15

La lengua inglesa no tiene el imperfecto, y para verter el im­


perfecto francés puede optar por soluciones diferentes (por ej em­
plo, una edición de 1 887 daba «l quitted a theater where I used
to appear every night in the proscenium . . . » y una moderna suena
«l carne out of a theater where I appeared every night. . . ») . El im­
perfecto es un tiempo muy interesante porque es durativo e iterati­
vo. En cuanto durativo nos dice que algo estaba sucediendo en el
pasado, pero no en un momento preciso, y no se sabe cuándo em­
pezó la acción y cuándo terminó. En cuanto iterativo, nos autori­
za a pensar que aquella acción se repitió muchas veces. Pero nun­
ca es seguro cuándo es iterativo, cuándo durativo, cuándo ambas
cosas. En el principio de Sylvie, por ejemplo, el primer «sortais»
es durativo, porque salir de un teatro es una acción que comporta
un recorrido. Pero el segundo imperfecto, «paraissais», además de
durativo es también iterativo. Es verdad que el texto precisa que
el personaje, a ese teatro, iba todas las noches, pero incluso sin esta
aclaración, el uso del imperfecto sugeriría que lo hacía repetida­
mente. A causa de esta ambigüedad temporal, el imperfecto es el
tiempo en el que se cuentan los sueños, o las pesadillas. Y es el

15. Sylvie. Souvenirs du Valois (primera edición en La Revue des Deux Mondes, 1 5
d e julio d e 1853; segunda edición corregida en Les filies du feu, París, Giraud, 1854). Ésta
y las siguientes traducciones de Sylvie son de Susana C antero, Las hijas del fuego, edición
de Fátima Gutiérrez, M adrid, Cátedra, 1990.

20
tiempo de los cuentos. «Once upon a time» se dice «había una vez»,
«c'era una volta», «il était une fois»: <mna vez» puede ser traduci­
do como «once», pero- es el imperfecto el que sugiere un tiempo
impreci so, quizá cíclico, que el inglés obtiene con «upon a time».
El inglés puede expresar la iteratividad del «paraissais» fran­
cés, o bien conformándose con la indicación textual «every eve­
ning», o bien subrayando la iteratividad a través del « l used to» .
No se trata de un asunto de poca monta, porque gran parte de la
fascinació n de Sylvie se basa sobre una calculada alternancia de
imperfectos e indefinidos, y el uso i ntenso del imperfecto confiere
a toda la historia un tono onírico, como si estuviéramos mirando
algo con los oj os entrecerrados. El lector modelo en el que pensa­
ba Nerval no era anglófono, porque la lengua inglesa era demasia­
do precisa para sus finalidades.
Volveré a los imperfectos de Nerval en el curso de mi próxima
conferencia, pero veremos enseguida cómo el problema es impor­
tante para la discusión sobre el autor, y sobre su voz. Considere­
mos ese «le» con el que empieza la historia. Los libros escritos en
primera persona inducen al lector ingenuo a pensar que quien dice
«yo» es el autor. Evidentemente no, es el narrador, es decir, la voz­
que-narra, y el que la voz narrante no sea necesariamente el autor
nos lo dice P. G. Wodehouse, que escribió en primera persona las
memorias de un perro.
Nosotros, en Sylvie, tenemos que vérnoslas con tres entidades.
La primera es un señor, nacido en 1 808 y muerto (suicida) en 1 8 5 5 ,
que, entre otras cosas, no s e llamaba ni siquiera Gérard d e Nerval
sino Gérard Labrunie. Muchos, con la guía M ichelin en la mano,
siguen yendo a buscar en París la Rue de la Vieille Lanterne, don­
de se ahorcó; algunos de ellos no han entendido nunca la belleza
de Sylvie.
La segunda entidad es quien dice «yo» en el cuento. Este per­
sonaj e no es Gérard Labrunie. Lo que sabemos de él es lo que nos
dice la historia, y al final de la historia no se mata. Más melancóli­
camente, reflexiona: «Las ilusiones se van cayendo una tras otra,
como las cáscaras de una fruta, y la fruta es la experiencia».
Con mis estudiantes habíamos decidido llamarlo «Je-rard», pero
como el j uego de palabras es posible sólo en francés, lo llamare­
mos el narrador. El narrador no es Monsieur Labrunie, por las mis­
mas razones por las cuales quien empieza los Viajes de Gulliver

21
diciendo que su padre era un modesto propietario del Nottinghams­
hire y que a los catorce años lo había mandado al E manuel Colle­
ge de Cambridge, no es Jonathan Swift, quien, en cambio, había
estudiado en el Trinity College de Dublín. Al lector modelo de Sylvie
se le invita a conmoverse con las ilusiones perdidas del narrador,
no con las de Monsieur Labrunie.
Por último, hay una tercera entidad, que normalmente es difí­
cil de determinar, y es lo que yo llamo, por simetría con el lector
modelo, el autor modelo. Labrunie podría haber sido un plagiario
y Sylvie podría haber sido escrita por el abuelo de Fernando Pes­
soa, pero el autor modelo de Sylvie es esa «voz» anónima que em­
pieza la narración diciendo «le sortais d'un théatre» y termina ha­
ciéndole decir a Sylvie « Pauvre Adrienne! Elle est morte au convent
de Saint-S . . . , vers 1 832». De él no sabemos nada más, o mej or, sa­
bemos lo que esta voz dice entre el capítulo 1 y el capítulo X I V
d e la historia, que s e titula, precisamente «Dernier feuillet», últi­
mo pliego (después queda sólo el bosque, y nos toca a nosotros
entrar y recorrerlo). Una vez aceptada esta regla del j uego, pode­
mos incluso permitirnos darle un nombre a esta voz, un nom de
plume. Habría encontrado uno muy bueno, si me lo permiten: Ner­
val . Nerval no es Labrunie, como no es el narrador. Nerval no es
un É l, así como George E liot no es una E lla (sólo Mary Ann Evans
lo era). Nerval sería en alemán un Es, y en inglés puede ser un It.
E n español un Ello. Desafortunadamente, en italiano la gramática
·
me obliga a atribuirle un sexo a toda costa.
Podríamos decir que este Nerval, que al principio de la lectura
no existe todavía, a no ser como un conjunto de pálidas huel las,
cuando lo identifiquemos no será sino lo que toda teoría de las
artes y de la literatura l lama «estilo». Sí, desde luego, al final eL
autor modelo será reconocible también como un estilo y este estilo
será tan evidente, claro, inconfundible, que podremos entender, por
fin, que es con toda seguridad la misma voz de Sylvie la que, en
A urélia, empieza con « Le reve est une seconde vie».
Pero la palabra «estilo» dice demasiado y dice demasiado poco.
Dej a pensar que el autor modelo, por citar a Stephen Dedalus, per­
manezca en su perfección, como el Dios de la creación, dentro, o
detrás, o más allá de su obra, entretenido en arreglarse las uñas . . .
E n cambio, e l autor modelo es una voz que habla afectuosamente
(o imperiosa, o subrepticiamente) con nosotros, que nos quiere a

22
su lado, y esta voz se manifiesta como estrategia narrativa, como
conju nto de instrucciones que se nos imparten a cada paso y a las
que debemos obedecer cuando decidimos comJ?ortarnos como lector
modelo.
En la vasta literatura teórica sobre la narrativa, sobre la estéti­
ca de la recepción o sobre el reader-oriented criticism, aparecen va­
rios personajes llamados Lector Ideal, Lector I mplícito, Lector Vir­
tual, Metalector, etcétera, etcétera, y cada uno de ellos evoca como
propia contraparte un Autor Ideal o Implícito o Virtual.16 Estos
términos no son siempre sinónimo s.
Mi lector modelo, por ejemplo, es muy parecido al Lector Im­
plícito de Wolfgang I ser. Sin embargo para Iser el lector

hace que el texto revele su potencial multiplicidad de conexiones.


Estas conexiones las produce la mente que elabora la materia pri­
ma del texto, pero no son el texto mismo, puesto que éste consiste
sólo en frases, afirmaciones, información, etcétera . . . Esta interac­
ción obviamente no se produce en el texto mismo, sino que se desa­
rrolla a través del proceso de lectura . . . Este proceso formula algo
que no está formulado en el texto, y aun así, representa su in­
tención.17

Este proceso parece más semej ante a aquel del que hablaba yo
en 1 962 en Obra abierta. El lector modelo del que he hablado en
Lector in fabula es, en cambio, un conjunto de instrucciones tex-

16. Sobre este argumento remito especialmente, y en orden cronológico a: Wayne Booth,
The Rhetoric oj Fiction, Chicago, University of Chicago Press, 1 96 1 (trad. cast . : La retóri­
ca de /a ficción, B arcelona, Bosch, 1 978); Roland Barthes, «lntroduction a l'analyse struc­
turale des récits», Communications 8, 1 966 (trad. cast . : Análisis estructural del relato, Buenos
Aires, Tiempo Contemporáneo, 1970); Tzvetan Todorov, « Les c atégories du récit littérai­
re», Communications 8, 1966 (trad. cit.); E. O. Hirsch jr., Va/idity in Interpretation, New
H aven, Yale University Press, 1967; Michel Foucault. «Qu'est ce qu'un auteur?», Bu/letin
de la Société Fran(:aise de Philosophie, julio-septiembre 1 969; Michael Ri ffaterre, Essais
de stylistique structura/e, París, Flammarion, 1 971 (trad. c ast . : Ensayos de esti/fstica es­
tructural, Barcelona, Seix Barra!, 1976), y Semiotics oj Poetry, Bloomington, Indiana Uni­
versity Press, 1978 ; Gérard Genette, Figures JI!, Paris, Seuil, 1972 (trad. cast .: Figuras !JI,
Barcelona, Lumen, 1989); Wol fgang Iser, The lmp/ied reader, Baltimore, Johns Hopkins
University Press, 1974; M aria Corti, Principi del/a comunicazione /el/eraria, Milán, Bom­
piani, 1976; Seymour Chatman, Story and Discourse, Ithaca, Cornell University Press, 1978
(trad. cast . : Historia y discurso, M adrid, Taurus, 1990); Charles Fillmore, Ideal Readers
and Real Readers, Mimeo, 1 9 8 1 ; Paola Pugliatti, Lo sguardo nel racconto, Bolonia, Zani­
chelli, 1985; Robert Scholes, Protocols of Reading, New Haven, Yale University Press, 1 989.
1 7 . The lmplied Reader, Johns Hopkins University Press, 1974, pp. 278-287.

23
tuales, gue se manifiestan en la superficie del texto, precisamente
en forma de afirmaciones u otras señales. Como ha observado Paola
Pugliatti,

la perspectiva fenomenológica de Iser asigna al lector un privilegio


que ha sido considerado prerrogativa de los textos, es decir, el de
establecer un «punto de vista», determinando así el significado del
texto. El Lector Modelo de Eco (1979) no se resenta sólo como
alguien que coopera en recíproca interacción con el texto: en ma­
yor medida -y en un cierto sentido menor- nace con el texto, re­
presenta el sistema nervioso de su estrategia interpretativa. Por lo
tanto, la competencia de los Lectores Modelo está determinada por
el tipo de imprinting genético que el texto les ha transmitido. . . Crea­
dos con el texto, atrapados en él, gozan de toda la libertad que el
texto les concede. 18

Es verdad que l ser en The Act oj Reading dice que «el concep­
to de lector implícito es, por tanto, una estructura textual que an­
ticipa la presencia del receptor», pero inmediatamente después aña­
de: «sin necesariamente definirlo» . Para Iser «el rol del lector no
es idéntico al lector ficticio retratado en el texto. Este último es sim­
plemente un componente del rol del lecton>. 19
Durante estas conferencias mías, aun reconociendo la existen­
cia de esos ot ros componentes que tan brillantemente ha estudia­
do I ser, dirigiré sobre todo mi atención sobre ese «lector fict icio
inscrito en el texto>> , dando por su uesto que la tarea principal de
la interpretación consiste en encarnarlo, a pesar de que su existen­
cia sea fantasmagórica. Si lo desean, soy más «germánico» que Iser,
más abstracto o -como dirían los filósofos no-continentales- más
especulat ivo.
Así es que hablaré de lector modelo no sólo para textos abier­
tos a múltiples puntos de vista, sino también para los que prevén
un lector testarudo y obediente; en otras palabras, no existe sólo
un lector modelo para el Finnegans Wake sino también para el ho-

18. « Reader's stories revisited», !1/ettore: modelli, processi ed effetti dell'in lerpreta­
zione, número monográfico de VS 52153, 1989, pp. 5-6.
19. The Act of Reading, Balti more, John Hopkins University Press, 1 978, pp. 34-36.
La versión inglesa, de la que se cita, es parcialmente di ferente de la versión alemana, Der
Akt Des Lesens, a partir de la cual J. A. Gi mbernat h a realizado l a traducción castellana,
El acto de leer, M adrid, Taurus, 1987; véanse en ese sentido las pp. 64-66 (N. del t.).

24
rario de trenes, y de cada uno de estos lectores el texto espera un
tipo de cooperación diferente.
Desde luego, pueden resultamos más excitantes las instruccio­
nes que Joyce da a «un lector ideal aquej ado por un insomnio
ideal», pero igualmente debemos tomar en consideración el con­
junto de instrucciones de lectura proporcionadas por un horario
de trenes.
En este sentido, tampoco mi autor modelo es necesariamente
una voz gloriosa, una estrategia sublime: el autor modelo actúa
y se muestra incluso en la novela pornográfica más sórdida, indi­
ferente a las razones del arte, para decirnos que las descripciones
que nos ofrece deben constituir un estímulo para nuestra imagina­
ción y para nuestras reacciones físicas. Y para tener un ej emplo
de autor modelo que, sin pudor, se muestra inmediatamente, des­
de la primera página, al lector prescribiéndole las emociones que
deberá experimentar, aun en el caso en que el libro no consiguiera
comunicárselas, he aquí el principio de My Gun Is Quick de Mic­
key Spillane:

Cuando te encuentras sentado en casa, hundido confortablemen­


te en un sillón ante el fuego, ¿te detienes un momento a pensar en
lo que está ocurriendo fuera? Probablemente no. Te pones a leer
un libro y experimentas las fuertes emociones producidas por gen­
tes y acontecimientos que no existieron nunca . . . Es divertido, ¿ver­
dad? . . . Los antiguos romanos ya lo hacían cuando, sentados en el
Coliseo, contemplaban cómo las fieras destrozaban a un montón
de seres humanos, deleitándose ante aquel espectáculo de sangre
y terror. . . Naturalmente, la contemplación es algo fantástico. La
vida vista por el agujero de una cerradura . . . Pero recuerda siempre
esto. Fuera, si pasan cosas . . . Ya no estamos en el Coliseo, pero la
ciudad es un anfiteatro mucho mayor y, naturalmente, la gente es
más numerosa. Las zarpas no son ya las de las fieras, pero las del
hombre pueden ser igual de afiladas y doblemente viciosas. Has
de ser veloz y hábil, de lo contrario serás tú el devorado . . . Pero
has de ser veloz y hábil. Si no lo haces así, serás tú el cadáver. 20

Aquí la presencia del autor modelo es explícita y, como se ha


dicho, desvergonzada. Ha habido casos en los que con mayor des-

20. M ickey Spillane, My Gun Is Quick, Nueva York, Dutton, 1 950, (Mi pistola es ve­
loz, traducción de Rosalía Vázquez, Barcelona, Ediciones G. P., 1 967, pp. 5-6).

25
vergüenza, pero con mayor sutileza, autor modelo, autor empíri­
co, narrador y otras más imprecisas entidades se exhiben, se po­
nen en escena en el texto narrativo, con el propósito explícito de
confundir al lector. Volvamos al Gordon Pym de Poe.
Dos entregas de esas aventuras habían sido publicadas en 1 837,
en el Southern Literary Messenger, más o menos con la forma que
conocemos. El texto empezaba con « Me llamo Arthur Gordon
Pym » y ponía en escena, por consiguiente, a un narrador en pri­
mera persona, pero ese texto aparecía baj o el nombre de Poe, como
autor empírico (figura 1 ) . En 1 838, la historia completa aparecía
en volumen, pero sin nombre del autor. En cambio, aparecía un
prefacio firmado por A . G. Pym que presentaba aquellas aventu­
ras como historia verdadera, y se avisaba de que en el Southern
Literary Messenger esas mismas aventuras habían sido presenta­
das baj o el nombre del señor Poe, porque nadie se habría creído
la historia y por ello daba igual presentarla como si fuera una fic­
ción narrativa. Así pues, tenemos un Mr. Pym, autor empírico, que
es el narrador de una historia verdadera, el cual escribe un prefa­
cio que no forma parte del texto narrativo sino del para texto. 21
Mr. Poe desaparece en el fondo, convirtiéndose en una especie de
personaje del paratexto (figura 2). Pero al final de la historia, pre­
cisamente donde se interrumpe, interviene una nota que explica
cómo los últimos capítulos se han perdido tras «la reciente y trági­
ca muerte de Mr. Pym», una muerte cuyas circunstancias «son bien
conocidas de los lectores por las informaciones de la prensa». Esta
nota, no firmada (y ciertamente no escrita por Mr. Py m, de cuya
muerte habla), no puede ser atribuida a Poe, porque en ella se ha­
bla de Mr. Poe como de un primer editor, al que aun así se le acu­
sa de no haber sabido captar la naturaleza criptográfica de las fi­
guras que Pym había introducido en el texto.
A estas alturas, el lector se siente inducido a considerar que Pym
es un personaje ficticio, el cual como narrador habla no sólo al
principio del primer capítulo, sino al principio del prefacio, el cual
se convierte en parte de la historia y no en mero paratexto, y que
el texto se debe a un tercer, y anónimo, autor empírico (que es el

21. Según Gérard Genette (Seuils, París, Seuil, 1 987), el paratexto es el conjunto de
los mensajes que preceen, acompañan o siguen a un texto, como las advertencias publicita­
rias, los títulos y los subtítulos, la solapa, los prefacios, las reseñas, etcétera.

26
Me llamo
A. G. Pym.

--

(FÁBULA)

PYM como personaje y como narrador

Figura 1

«Este texto es mío


pero antes llevaba
la firma de Mr. Poe ...

Me llamo
A. G. Pym.

(FÁBULA)

PYM como narrador y personaje real

Figura 2

27
autor de la nota final, ésta sí un verdadero ejemplo de paratexto),
el cual habla de Poe en los mismos términos en los que Pym ha­
blaba de él en su falso paratexto. Y nos preguntamos entonces si
Mr. Poe es una persona real o un personaje de dos historias dife­
rentes, una contada por el falso paratexto de Pym y la otra relata­
da por un señor X, autor de un paratexto auténticamente tal, pero
mendaz (figura 3).
Como último enigma, este misterioso Mr. Pym empieza su his­
toria con un «Me llamo A rt hur Gordon Pym», un íncipit que no
sólo anticipa el « Llamadme I smael» de Melville (lo cual no ten­
dría relevancia alguna), sino que parece parodiar también un texto
en el que Poe, antes de escribir el Pym, había parodiado a un cier­
to Morris Matt son, el cual había empezado una novela suya con
«Me llamo Paul Ulric». 22
Deberemos entonces j ustificar al lector que empezara a sospe­
char que el autor empírico es el señor Poe, que se había inventado
un personaje novelescamente dado como real, el señor X, que ha­
bla de una persona falsamente real, el señor Py m, que a su vez ac­
t úa como el narrador de una historia novelesca. El único elemento
embarazoso sería que este personaje novelesco habla del señor Poe
(el real) como si fuera un habitante del propio universo ficticio (fi­
gura 4).
¿Quién es, en t odo este embrollo text ual, el autor modelo?
uienquiera que sea, es la voz, o la estrategia, que confunde a los
varios supuestos autores empíricos para que el lector modelo que­
de at rapado en este teatro catóptrico.
Y ahora vo vamos a leer Sylvie. Usando un imperfecto al prin­
cipio, la voz que hemos decidido denominar Nerval nos dice que
debemos aprestarnos a escuchar una evocación. Al cabo de cuatro
páginas, la voz pasa repent inamente del imperfecto al indefinido
y cuenta de una noche pasada en el club después del teat ro. Nos
hace entender que también aquí escuchamos una evocación del na­
rrador, pero que ahora él evoca un momento preciso, el momento
en el que, conversando con un amigo de la act riz que él ama desde
hace tiempo, sin haberla abordado nunca, se da cuenta de que lo
que él ama no es una mujer, sino una imagen. Pero puesto que ahora

22. Cf. Harold Beaver, comentario a E. A. Poe, The narrative oj A. G. Pym, Har­
mondsworth, Penguin, 1 975, p. 250.

28
Paratexto de Mr. X: «El autor de este texto es Mr. Pym, recientemente
fallecido. Poe hizo una primera edición incorrecta ...

Falso paratexto de Pym: «Este texto es mío pero antes


llevaba la firma de Mr. Poe".

Me llamo
A. G. Pym.

(FÁBULA)
Pym como
PYM narrador

como personaje novelesco

Figura 3

Me llamo
A. G. Pym

Figura 4

29
él se encuentra en la realidad fijada puntualmente por el tiempo
pasado, lee en un periódico que, en la realidad, aquella noche en
Loisy, lugar de su infancia, se está desarrollando la tradicional fiesta
de los arqueros, en la que participaba adolescente, prendado de la
bella Sy lvie.
En el segundo capítulo, la narración se reanuda en imperfecto.
El narrador pasa algunas horas en una semi-somnolencia en la que
evoca una fiesta de su adolescencia. Recuerda a la tierna Sylvie,
que lo amaba, y a la bella y altanera Adrienne, que aquella noche
había cantado en el prado, aparición casi milagrosa, y luego había
desaparecido para siempre entre los muros de un convento . . . Entre
el sueño y la vigilia, el narrador se pregunta si no estará amando
él, siempre y sin esperanza, la misma imagen; es decir, si por razo­
nes misteriosas, Adrienne y Aurélie, la actriz, no serán la misma
persona.
En el tercer capítulo el narrador es embargado por el deseo de
volver a ver el lugar de sus memorias de infancia, calcula que po­
dría llegar antes del alba, sale, toma un coche de caballos y, a lo
largo del viaje, mientras empieza a divisar los caminos, las coli­
nas, los pueblos de su infancia, empieza una nueva evocación, esta
vez de un período más cercano, que se remonta a unos tres años
atrás. Pero al lector se le introduce en este nuevo fluj o de recuer­
dos mediante una frase que -si la leemos con atención- parece
estupefaciente:

Pendant que la voiture monte les cotes, recomposons les souve­


nirs du temps ou j 'y venais si souvent.

Mientras el coche sube las cuestas, recompongamos los recuer­


dos del tiempo en que tan a menudo venía yo.

¿Quién pronuncia (o escribe) esta frase, quién nos comunica


esta advertencia? ¿El narrador? Pero el narrador, que está hablan­
do de un viaje que tuvo lugar años antes, cuando subió a ese co­
che, debería de decir algo como «mientras el coche subía por las
pendientes, yo recompuse -o empecé a recomponer, o me dije ' Ea,
recompongamos ' - los recuerdos del tiempo en que tan a menudo
venía yo». ¿Quiénes son -mejor dicho, quiénes somos-, en cam­
bio, esos «nosotros» que, j untos, debemos recomponer unas me-

30
morias, y por tanto aprestarnos a llevar a cabo un nuevo viaj e ha­
cia el pasado? ¿;Nosotros los que tenemos que hacerlo ahora (mien­
tras el coche viaj a en el mismo momento en que leemos) y no «en­
tonces», cuando la carroza estaba yendo, en el momento pasado
del que nos habla el narrador? É sta no es la voz del narrador, es
la voz de Nerval, autor modelo que por un instante habla en pri­
mera persona en la historia y nos dice, a nosotros lectores modelo:
« Mientras él, el narrador, está subiendo por las colinas con su co­
che, recompongamos (con él, desde luego, pero también ustedes
y yo) las memorias del tiempo en que tan a menudo iba él a esos
lugares» (Figura 5).

Autor modelo como estrategia textual: N ERVAL


«Las ilusiones caen como . . . "

NARRADOR: «Las ilusiones caen como . . · " ·

P E RSONAJES � LECTOR
MODELO


��
antes de 1 853

«Salía yo de un teatro . . . "

Construcción del lector modelo:


« Recompongamos los recuerdos . . . " .

Figura 5

Esto no es un monólogo, es la frase de un diálogo entre tres


personas: Nerval, que se introduce subrepticiamente en el discurso
del narrador; nosotros, a los que se nos implica tan subrepticia­
mente como a aquél, mientras creíamos poder asistir a la historia
desde fuera (nosotros, que creíamos que no habíamos salido en nin­
gún momento del teatro); y el narrador, al que no se le dej a fuera,

31
porque es él el que a esos lugares iba tan a menudo («J 'y venais
si souvent» ) .
Nótese, además, que podrían escribirse muchas páginas sobre
ese «j 'y» : ¿es un «allí», allí, donde estaba el narrador aquella no­
che? ¿Es un «aquí», aquí, donde Nerval de golpe nos está trans­
portando?
En esta narración donde los tiempos y los espacios se confun­
den de manera inextricable, en este punto parecen confundirse tam­
bién las voces. Pero esta confusión está orquestada tan admirable­
mente que resulta imperceptible, o casi, visto que nosotros la estamos
percibiendo. No es confusión, es, en cambio, u n momento de lím
pida visión , de epifanía de la narratividad, donde aparecen j u ntas
las tres Qersonas de la trinidad narrativa: autor modelo, narrador
y lector.
Autor y lector modelo son dos imágenes que se definen recí­
procamente sólo en el curso y al final de la lectura. Se construyen
mutuamente. Creo qu esto es verdad no sólo para las obras de
narrativa sino }Jara cualquier tipo de texto.
En el párrafo 66 de las Philosophical Investigations, Wittgens­
tein escribe:

Considera, por ej emplo, los procesos que llamamos «j uegos» .


Me refiero a j uegos d e tablero, j uegos d e cartas, juegos d e pelota,
juegos de lucha, etc. ¿Qué hay común a todos ellos? -No digas:
«Tiene que haber algo común a ellos o no los llamaríamos 'j ue­
gos ' »- sino mira si hay algo común a todos ellos. -Pues si los
miras no verás por cierto algo que sea común a todos, sino que ve­
rás semej anzas, parentescos y por cierto toda una serie de ellos. 23

Todos los pronombres personales no indican en absoluto una


persona empírica llamada Ludwig o un lector empírico: represen­
tan puras estrategias textuales, que se disponen en forma de apela­
ción, como el principio de un diálogo. La intervención de un suje­
to que habla es complementaria a la activación de un lector modelo
que sepa continuar el j uego de la indagación sobre los j uegos, y
el perfil intelectual de ese lector, incluso la pasión que lo empuj ará

23. Investigaciones Filosóficas, traducción de Alfonso García Suárez y Ulises Mouli­


nes, Barcelona, Crítica, 1 988, p. 87.

32
a j ugar este j uego sobre los j uegos, están determinados sólo por
e1 tipo de operaciones interpretativas que aquella voz le pide que
l leve a cabo: considerar, mirar, ver, encontrar parentescos y seme­
j anzas.
De la misma forma, el autor no es sino una estrategia textual
capaz de establecer correlaciones semánticas, y ue pide ser imita­
do: cuando esta voz dice «Me refiero », quiere establecer un pacto,
por el cual con el término juego deben entenderse j uegos de car­
tas, j uegos de tablero, etcétera, etcétera. Pero esta voz se abstiene
de definir el término juego, y nos invita a definirlo nosotros, o a
reconocer que no se puede definir satisfactoriamente como no sea
en términos de «parecidos de familia». En este texto, Wittgenstein
no es sino un estilo filosófico, y su lector modelo no es sino la ca­
pacidad y la voluntad de adaptarse a ese estilo, cooperando _Qara
hacerlo posible.
Y así yo, voz sin cuerpo, sin sexo (y sin historia, como no sea
la que empieza con esta primera conferencia y acabará con la últi­
ma), les invito, amables lectores, a colaborar en mi j uego durante
las próximas cinco citas.

33

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