Joas y Knobl Teoría Social 1 387 412 PDF

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Lección decimoséptima

Teorías sociales feministas

El que hablemos de teorías sociales feministas en plural indica ya nuestro propósito de


abordar directamente un problema central de exposición -el hecho de que no existe la
teoría social feminista, sino una pluralidad de teorías sociales feministas-. El paisaje teórico
del feminismo es tan enormemente variado porque las teóricas feministas, cuyas metas y
proyectos concretos no siempre coinciden, basan sus argumentos en fundamentos teóricos
muy distintos. Se trata predominantemente de teorías que ustedes ya han conocido en esta
serie de lecciones. Sin duda son pocas las feministas cuyas teorías tengan relación directa
con las ideas parsonianas, pero existe, por ejemplo, toda una serie de ellas que utilizan argu­
mentos propios de la teoría de los conflictos. Y las corrientes actualmente más poderosas e
influyentes en los debates feministas se remiten a posiciones etnometodológicas, postestruc-
turalistas y habermasianas. También es bien apreciable una gran influencia del psicoanálisis.
Se nos plantea entonces la cuestión de si en un campo teórico tan heterogéneo como
el del feminismo es posible hallar un denominador común, sobre todo si tenemos en cuen­
ta que los debates feministas no se desarrollan solamente en la sociología, sino también en
la psicología, la etnología, la historia, la filosofía y la teoría política, y que, en ellos, las
fronteras entre estas disciplinas no cuentan mucho (cfr., por ejemplo, Will Kymlicka, Con-
temporary Political Philosophy. An Introduction1, pp. 238 ss.). Esta cuestión es de capital
importancia, pues encierra el peligro de un deshilachamiento de la discusión feminista.
Pero de hecho parece haber coincidencia en que lo común de las teorías feministas radica
en un objetivo normativo o político compartido que se remonta al origen histórico de la
teorización feminista, esto es, al surgimiento del movimiento feminista. La meta de todos
los planteamientos feministas -suele argumentarse- es en última instancia la crítica de las
relaciones de poder y dominio que discriminan u oprimen a las mujeres, y, por ende, liberar
a la mujer de esas relaciones. Una cita de la filósofa Alison M. Jaggar (n. 1942) lo aclara
estos términos: «Dentro del actual contexto social, en el que las mujeres ocupan sistemá­
ticamente una posición subordinada, una concepción feminista de la ética debe ofrecer
instrucciones para una acción que tienda a demoler, en vez de reforzar, esa subordinación»
(Jaggar, «Feminist Ethics», p. 98; cfr. también Pauer-Studer, «Moraltheorie und Gesch-
lechterdifferenz» [Teoría moral y diferencia de género], pp. 35 ss.). Para la teoría social o la
teoría política, puede afirmarse exactamente lo mismo.

1 Ed. cast.: Filosofía política contemporánea: una introducción, trad. de Roberto Gargarella, Barcelo­
na, Ariel, 1995.

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Este ímpetu normativopolítico de la(s) teoría(s) feminista(s) ofrece, pues, un moti­
vo para deslindar estos planteamientos de la disciplina, que tan de moda ha llegado a
estar sobre todo en los dos últimos decenios, de los estudios de género («gender studies»)
(cfr. Regina Becker-Schmidt/Gudrun-Axeli Knapp, Feministische Theorien, p. 7): los
planteamientos feministas, así como los estudios de género, comparten un interés cien­
tífico común por la conformación (histórica y actual) de las relaciones sociales y políti­
cas entre los sexos. Pero los estudios de género pueden llevarse a cabo de forma «neu­
tral»: en una investigación de las formas de escenificación de la masculinidad, por
ejemplo, no tiene necesariamente que haber una intención crítica. Otra es la concep­
ción que de esta tarea tienen las feministas: para ellas, la crítica de la ordenación social
existente ha sido y continúa siendo fundamental.
Sin embargo -y esto es menester subrayarlo pronto-, el eje normativo-político co­
mún de las teorías feministas no debe hacer olvidar que en la persecución de este obje­
tivo se utilizan instrumentos conceptuales y teóricos muy dispares, lo cual amenaza con
volver a cortar el lazo común. En esto radica la dificultad de toda exposición de la(s)
teoría(s) social(es) feminista(s), una dificultad que se agrava en el marco temático de
nuestra serie de lecciones. Habíamos afirmado que los planteamientos de la teoría social se
caracterizan siempre por su estudio de los problemas de la acción, del orden social, del
cambio social y, comúnmente también por la voluntad de hacer diagnósticos. Pero no
todos los análisis feministas satisfacen nuestros criterios sobre lo que es una «teoría»,
como tampoco, por ejemplo, los trabajos sociológicos sobre cultura de clases, teoría del
Estado o la composición étnica de la sociedad moderna, que no pertenecen al núcleo de
la moderna teoría social. Así, los análisis sobre los impedimentos y las discriminaciones
que padecen las mujeres en las sociedades (modernas) no son per se, a juicio nuestro,
contribuciones a la teoría social feminista. Este enfoque nos obliga a dejar fuera ciertos
ámbitos de discusión feminista del mismo modo que excluimos ciertos ámbitos y temas
de estudio de las principales corrientes de la sociología para poder concentramos en
aquellas aportaciones que podamos relacionar convenientemente con otros trabajos
teóricos presentados en esta serie de lecciones. Es obvio que con esta decisión no pode­
mos llevar a cabo un análisis exhaustivo de los trabajos feministas.
Dividiremos esta lección en tres partes: primeramente expondremos en un breve esbo­
zo histórico la razón por la que, a nuestro juicio, una teoría social genuinamente femi­
nista es un producto relativamente reciente (1). Y en segundo lugar trataremos de los
debates sobre la «esencia» de la feminidad que fueron determinantes en los años setenta
y ochenta (2) y de la razón de que sus planteamientos dieran lugar a una intensa discu­
sión acerca de la relación entre «sexo» y «género», esto es, entre «sexo biológico» y
«sexo social», así como de las posiciones teóricas que fueron en ella más relevantes (3).

Como ya hemos indicado, las teorías sociales feministas hunden sus raíces en el mo­
vimiento feminista. El movimiento feminista organizado tiene ya más de 200 años, y en
el marco de esta lucha de las mujeres por la igualdad lógicamente se formularon concep­
tos teóricos que respaldarían tal lucha (sobre el movimiento feminista alemán, cfr., por

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ejemplo, Ute Gerhard, Unerhört. Die Geschichte der deutschen Frauenbewegung [Inaudito.
Historia del movimiento feminista alemán]; sobre el movimiento feminista norteameri­
cano, cfr. Janet Zollinger Giele, Two Paths to Womens Equality. Temperance, Suffrage,
and the Origins of Modern Feminism; Christine Bolt hace una comparación históricamen­
te fundamentada entre los distintos feminismos nacionales en The Women’s Movements
in the United States and Britainfrom the 1790s to the 1920s). Sin embargo, puede decirse
que no empezó a haber una teorización feminista sistemática hasta la década de 1960
como muy temprano. Esto tuvo que ver sobre todo con el hecho de que las reformas edu­
cativas de aquellos años permitieron el acceso a la universidad de un considerable nú­
mero de mujeres. Pero resulta interesante el hecho de que lo verdaderamente determi­
nante en el rápido desarrollo de una conciencia feminista y la consiguiente producción
de teorías no fuese la experiencia en las universidades, sino las actitudes en el seno del
movimiento estudiantil, dominado por hombres, de los últimos años sesenta, al que le
«importó un bledo el movimiento feminista» (Firestone, The Dialectic of Sex: The Case
for Feminist Revolution2, p. 42). Muchas activistas tuvieron que comprobar cómo sus
reivindicaciones -igualdad de derechos en todos los ámbitos de la vida- eran sencilla­
mente ignoradas, en unas discusiones dominadas por argumentos marxistas, porque la
desigualdad entre hombre y mujer se interpretaba siempre como una «contradicción
secundaria» del capitalismo que no podía compararse en importancia con la «contradic­
ción principal» entre capital y trabajo asalariado. U na argumentación como esta servía
a muchos representantes masculinos del movimiento estudiantil y de la nueva izquierda
de cómoda legitimación de un comportamiento tan sexista como el de sus adversarios
del «campo burgués». Esto provocó finalmente una desconexión o desvinculación, tan­
to organizativa como teórica, de aquella nueva izquierda por parte de muchas mujeres
políticamente comprometidas cuando vieron con claridad que debían tomar nuevos ca­
minos —principalmente en el campo de la investigación y la teoría social.
Este proceso de desvinculación adoptó distintas formas. Toda una serie de autoras se
dispuso a estudiar de un modo predominantemente empírico las consecuencias de la rela­
ción entre ambos sexos en distintos ámbitos sociales. Pusieron de relieve, por ejemplo,
la desigualdad estructural en el mercado de trabajo, la falta de reconocimiento social del
trabajo doméstico, realizado casi exclusivamente por mujeres, y la ausencia de cualquier
remuneración por el mismo, la manera en que ciertas medidas del Estado del bienestar
ataban y continuaban atando a las mujeres al hogar y a los hijos y los mecanismos que
todavía impedían una adecuada representación política de las mujeres, etcétera. Femi­
nistas con ambiciones teóricas pasaron rápidamente a analizar también las condiciones de
las relaciones de género y a preguntarse hasta qué punto las teorías sociales existentes
estaban en condiciones de hacer avanzar los conocimientos en estos campos. Pero los
caminos que tomaban podían ser en extremo diferentes. Shulamith Firestone (n. 1945),
una activista, polemizó en su libro, ya citado, The Dialectic of Sex, del año 1970, contra
el movimiento estudiantil orientado por el marxismo y el reduccionismo económico en
él presente, señalando las diferencias biológicas entre varón y mujer. Y calificó el con­
flicto entre los sexos de fundamental, más fundamental que la lucha de clases, a la vez

2 Ed. cast.: La dialéctica del sexo. En defensa de la revolución feminista, trad. de Ramón Ribé i Que-
ralt, Barcelona, Kairós, 1976.

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que denunciaba el sexismo de los hombres. Susan Brownmiller (n. 1935), una periodis­
ta, señaló en Against our Will: M en, Women and Rape, de 19753, la capacidad y la volun­
tad que tienen los hombres de ejercer la violencia, sobre todo la violencia sexual, y
afirmó que con la violencia sexual «todos los varones tienen a todas las mujeres en un es­
tado de miedo permanente» (p. 22), reduciéndolas así a una posición social subordina­
da. Otras autoras trataban, en cambio, de evitar aquel biologismo radical, algo que les
parecía necesario sobre todo porque juzgaban que tales intentos de explicación no eran
apropiados para poner adecuadamente en claro las enormes diferencias culturales en la
permanente desigualdad sexual, para aclarar -como dijo la antropóloga Gayle Rubin-
aquella «endless variety and monotonous similarity» («The Trafile in Women», p. 10).
Pero aquí volvía a ofrecerse una posibilidad de recurrir a Marx o, aún más, a Engels, pues
la división sexual del trabajo en sus distintas formas proporcionaba una explicación de
las formas igualmente variables de desigualdad social. Según esta concepción, el capita­
lismo y la familia patriarcal marcan por igual las relaciones de género, estando el trabajo
remunerado (masculino) y el doméstico (femenino) íntimamente interrelacionados, por
lo que la desigualdad entre hombre y mujer no deja de reproducirse, conservando el
poder de los hombres (cfr. Walby, Theorizing Patriarchy). Sin embargo, con la pérdida de
significación del marxismo en los años ochenta, estos planteamientos perdieron tam­
bién influencia, y no menos el concepto de patriarcado, empleado en los más diversos
enfoques teóricos (no sólo en el feminismo marxista): este concepto, que el feminismo
consideraba central todavía en los años setenta y primeros ochenta, se reveló demasiado
inespecífico para poder aplicarlo en análisis empíricos diferenciados, por lo cual fue que­
dando cada vez más en segundo plano (cfr. Gudrun-Axeli Knapp, «Macht und Gesch-
lecht» [Poder y género], p. 298). Como pronto indicó Gayle Rubin,

[...] Es importante -aun contemplando una historia deprimente- mantener una distinción
entre la capacidad y la necesidad humanas de crear un mundo sexual y las formas empírica­
mente opresivas en que los mundos sexuales se han organizado. Patriarcado subsume ambos
significados en el mismo término.
(G. Rubin, «The Traffic in Women», p. 168)

A consecuencia de esta reorientación conceptual dentro de la teoría social feminista,


fue cristalizando desde los años setenta y ochenta una orientación microsociológica más
pronunciada, así como una teorización más exigente de las relaciones de género en ge­
neral, con lo cual muchas feministas consiguieron recuperar la conexión con la teoría
social «tradicional». En los años ochenta cada vez fueron menos las «grandes» causas
históricas -acaso nunca verdaderamente explicadas- de las «tortuosas» relaciones de
género las que ocupaban el centro de la discusión feminista, frente a la pregunta por lo
que propiamente significa o puede significar la igualdad entre los sexos, y frente a cues­
tiones como el modo de favorecer a las mujeres para reducir las consecuencias, discrimi-
nadoras para la mujer, de la diferencia sexual y el modo de averiguar en qué se sustentan
actualmente las diferencias entre hombre y mujer y cómo se reproducen en la vida dia­

3 Ed. cast.: Contra nuestra voluntad. Hombres, mujeres y violación, trad. de Susana Constante, Bar­
celona, Planeta, 1981.

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ria. Dicho de otra forma: mientras que las autoras que usaban argumentos biologistas
habían siempre subrayado la diferencia inmodificable entre los sexos, y las partidarias de
la tesis del patriarcado habían siempre resaltado el dominio históricamente muy arraiga­
do y difícilmente suprimible del hombre, ahora se trataba de saber de qué manera se
produce y se constituye concretamente en la vida cotidiana esa diferencia entre los se­
xos. De ese modo resultaba claro que al menos marginalmente cabía siempre plantearse
cuestiones de también podían contarse entre los problemas centrales de la teoría social
«tradicional»: ¿qué es la acción (masculina y femenina)?, ¿qué es el sujeto masculino y
el sujeto femenino?, ¿de qué manera se reproduce el orden de los sexos, etcétera? Por eso,
nuestra tesis es que la(s) teoría(s) social(es) feminista(s), en la medida en que son y de­
sean ser parte del canon de la moderna teoría social, son teorías relativamente jóvenes:
sus raíces no tienen mucho más de cuarenta años. Comenzaremos nuestra exposición
con los enfoques teóricos aparecidos en los años setenta y ochenta, que han conducido
los debates hasta hoy.

II

El debate feminista se movía siempre en aquellos años entre dos polos, que eran dos
tipos muy distintos de argumentación. Una posición, calificada en ocasiones de «maxi-
malista» en la literatura respectiva, subrayaba ante todo las diferencias entre hombre y
mujer, algo que naturalmente no tenía necesariamente que recurrir a argumentos biológi­
cos, pues podía también sustentarse en procesos psicológicos evolutivos sexualmente espe­
cíficos. «Estas estudiosas creen típicamente que las diferencias se hallan profundamente
arraigadas y su resultado son formas diferentes de ver el mundo que en algunos casos
crean una “cultura” distintiva de las mujeres. Estas diferencias, piensan, benefician a la
sociedad y deben ser reconocidas y recompensadas» (Epstein, Deceptive Distinctions, p.
25). La denominada «posición minimalista» insistía, por el contrario, en la gran seme­
janza entre los sexos y en el hecho de que las diferencias entre ellos no son inmodifica-
bles, sino históricamente variables, y están por tanto socialmente construidas (ibid.).
En los años setenta y ochenta, las nuevas perspectivas arriba indicadas sobre las rela­
ciones de género empezaron a desarrollarse principalmente en diferentes ramas de la
psicología o en una sociología que utilizaba en gran medida argumentos psicológicos,
siendo las «posiciones maximalistas» las que más atención atrajeron. Aquí hay que men­
cionar en primer término a dos autoras cuyas obras ejercieron una considerable influen­
cia en las ciencias sociales limítrofes.
La socióloga estadounidense Nancy Chodorow (n. 1944) intentó explicar desde una
perspectiva psicoanalítica por qué en las mujeres se crea siempre una dinámica psicoló­
gica que conduce a la conservación de las relaciones existentes entre los géneros y, por
ende, a la subordinación social de la mujer. Su tesis era que las relaciones más tempranas
de las niñas con sus madres desempeñan un papel fundamental (cfr. The Reproduction of
Mothering: Psycoanalysis and the Sociology of Gender, 19784). El punto de partida de

4 Ed. cast.: El ejercicio de la maternidad. Psicoanálisis y sociología de ¡a maternidad y paternidad en la


crianza de los hijos, trad. de Oscar L. Molina Sierralta, Barcelona, Gedisa, 1984.

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Chodorow era la suposición de que la formación de la identidad sexual en ambos géne­
ros se produce ya en una etapa relativamente temprana, de modo que a la edad de cinco
años se ha creado un núcleo inmodificable de la personalidad. Si esta tesis, que el psicoa­
nálisis generalmente sostiene, es cierta, y es igualmente cierto que, al menos en las so­
ciedades occidentales, la madre es la figura principal de referencia de los niños de ambos
sexos, entonces es también claro, según Chodorow, que la forma en que se crea la identidad
de género en ambos sexos tiene que ser muy diferente:

La forma más temprana de individuación, la construcción primaria del yo y de los objetos


de su mundo interior, los primeros conflictos y las primeras autodefmiciones inconscientes, las
primeras amenazas a la individuación y los primeros miedos, de los que surgen las formas
desviadas, son diferentes en niños y niñas, porque el carácter de su primera relación con la
madre es diferente.
(N. Chodorow, The Reproduction ofMothering, p. 167)

Mientras que las niñas forman su identidad de género en muy estrecha relación con
la madre y se identifican con ella y sus formas de actuar, los niños se sienten el polo opues­
to a la madre y encuentran su lugar a distancia de la madre. Como detallaba Chodorow,
esto hace que luego el desarrollo masculino se efectúe en mucho mayor grado desde la
perspectiva de la individuación, con la formación de límites más nítidos del yo. Las ni­
ñas, en cambio, desarrollarían una individualidad que las inclina mucho más a sentir
«empatia» por los otros, de lo cual resulta una mayor capacidad para interesarse por las
necesidades y los sentimientos ajenos. Así se explicaría también por qué los hombres
tiene más problemas en sus relaciones con otras personas, mientras que las mujeres en­
cuentran más bien extrañas las formas rígidas de individuación (ibid., pp. 167 ss.).
Por un lado, los análisis de Chodorow iban dirigidos contra las premisas teóricas pu­
ramente «masculinas» del psicoanálisis, que -originarias de Freud- elevaban a norma el
desarrollo de la infancia masculina, frente al cual la forma femenina de constitución del
yo sólo podía parecer deficitaria (cfr. sobre todo el cap. 9 de su libro). Mas, por otro lado,
Chodorow quería explicar también por qué las relaciones de género generan continua­
mente un tipo de acción que puede designarse como maternal («mothering») y que se
distingue de muchas maneras de la acción masculina por estar, en gran medida, orienta­
do a las relaciones. Con estas tesis marcaba también un posición normativa, pues
Chodorov y sus partidarias y partidarios no pensaban que las formas femeninas de cons­
titución de la identidad y las de la acción fueran en sí deficitarias (ibid., p. 198), como
tampoco que la relación familiar típica en la Norteamérica de su época tuviese en una
particular acentuación del «mothering» la única forma ideal posible de paternidad, dado
que esta reforzaba la desigualdad de los sexos.

Los problemas actuales con la maternalidad surgen de las potenciales contradicciones


internas de la familia y de la organización social de los géneros -entre la maternalidad de las
mujeres y la individuación de las hijas y entre el vínculo emocional y un sentimiento de mas-
culinidad en los hijos-. Los cambios producidos fuera, especialmente en el ámbito económi­
co, han agudizado estas contradicciones.
(Ibid., p. 213)

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Con otra forma de división del trabajo entre hombre y mujer (una mayor actividad
profesional de la mujer y un trabajo familiar más intensivo en el hombre) es posible -se-
gún Chodorow- al menos mitigar las formas de constitución de la identidad de género,
porque en estos casos las madres ya no son las personas de referencia exclusivas de los
niños. En estas circunstancias se da una gran oportunidad de interrumpir la permanente
«reproducción de la maternalidad» con todas sus consecuencias negativas para la auto­
nomía de las mujeres.
Una orientación normativa similar encontramos también en Carol Gilligan, cuya
obra In a Different Voice5, del año 1982, fue aún más influyente que la de Chodorow. La
psicóloga Gilligan (nacida en 1936 e igualmente estadounidense) propuso un enfoque
teòrico-psicològico completamente distinto del de la socióloga Chodorow, que trabaja­
ba con el psicoanálisis. Gilligan era colaboradora de uno de los psicólogos evolutivos más
célebres de la época, Lawrence Kohlberg, cuyas tesis habían influido mucho en discipli­
nas vecinas. Los resultados de las investigaciones de Gilligan, críticos con Kohlberg, casi
necesariamente hubieron de provocar reacciones inmediatas en los ámbitos de la filoso­
fía moral y de la sociología, pues Gilligan había puesto en cuestión postulados básicos de
estas disciplinas.
Kohlberg, cuya obra influyó en la de Jürgen Habermas (cfr. la lección décima), desa­
rrolló una teoría, que enlazaba con trabajos de Jean Piaget, sobre la evolución moral del
niño y del adulto, y afirmaba que sus investigaciones empíricas evidenciaban un proceso
evolutivo en varias etapas hacia la constitución de la conciencia moral. Kohlberg distin­
guía tres niveles morales (uno preconvencional, otro convencional y un tercero poscon­
vencional), y subdividía cada nivel en dos subetapas (que aquí no tienen particular in­
terés). En el nivel preconvencional, los actores seguirían determinadas reglas morales
únicamente por evitar, desde una perspectiva egoísta, el castigo. «Bueno» es, en este
caso, lo que beneficia al actor o lo ayuda a evitar castigos. U n razonamiento o una acción
moral convencional se produce cuando, por ejemplo, veo mi obligación moral en satisfa­
cer las expectativas de mis semejantes porque quiero parecer un «buen chico» y ganarme
su afecto, o porque quiero contribuir al bienestar del todo del que formo parte. La etapa
posconvencional se alcanza sólo cuando se actúa conforme a principios éticos universales,
esto es, cuando en la acción moral se toma una posición independiente de relaciones y
comunidades particulares, una posición basada en reglas válidas y aceptables para todos
los seres humanos (cfr. Kohlberg, «Moral Stages and Moralization»6, pp. 170 ss.).
Kohlberg pensaba que la evolución moral sigue una lógica muy precisa, y que en el
curso de su socialización, los seres humanos pasan por estos tres niveles, o seis etapas,
sucesivamente, esto es, que se produce un ascenso desde la moral preconvencional a la
convencional, y de esta a la posconvencional con sus correspondientes subniveles. Sin
duda no todos los seres humanos alcanzan, según Kohlberg, el nivel o estadio moral
máximo; sólo pocos adultos consiguen ajustar sus argumentos y acciones de forma con­
secuente a principios éticos o morales posconvencionales, es decir, universalistas. Lo

5 Ed. cast.: L a m o ral y la teoría. P sicología del d esarrollo fem en in o, trad, de Juan José Utrilla, México,
Fondo de Cultura Económica, 1985.
6 Ed. cast.: en L. Kohlberg, P sicología del d esarrollo m o ral, trad, de Asun Zubiaur Zárate, Bilbao,
Desclée de Brouwer, 22003.

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explosivo de estas investigaciones de Kohlberg era -y este fue el descubrimiento, acom­
pañado de crítica, de G illigan- que en ellas se aprecia que las mujeres apenas alcanzan
el nivel moral posconvencional, que, a diferencia de los hombres, casi siempre permane­
cen el nivel de la moral convencional, esto es, en las subetapas tercera y -ya muy rara­
mente—cuarta de la evolución moral:

Entre quienes, según la escala de Kohlberg, parecen ser deficitarios en su desarrollo moral,
sobresalen principalmente las mujeres, cuyos juicios parecen corresponder al tercer estadio de
su esquema de seis. En este estadio, la moral se define en conceptos interpersonales, y ser
bueno equivale a ayudar y alegrar la vida a los demás. Este concepto del bien determina, según
las ideas de Kohlberg [...] la vida de las mujeres adultas cuando se desarrolla en el hogar.
Kohlberg [...] deja implícito que sólo cuando salen a la arena tradicional de la actividad
masculina reconocen las mujeres la insuficiencia de esta perspectiva moral, y que los hombres
avanzan hacia estadios superiores en los que las relaciones se someten a reglas (cuarto esta­
dio), y las reglas a principios universales de justicia (estadios quinto y sexto).
Pero aquí yace una paradoja, pues precisamente los rasgos que tradicionalmente constitu­
yen la «bondad» de las mujeres, su asistencia a los demás y su capacidad empática para perci­
bir sus necesidades, son los mismos que las hacen parecer deficitarias en su desarrollo moral.
(C. Gilligan, ín a Different Voice, p. 18)

Del mismo modo que Chodorow desde el psicoanálisis tradicional, Gilligan deduce
de este hecho que el modelo teórico de la psicología evolutiva de Kohlberg ha sido cons­
truido desde un ángulo de visión puramente masculino, y que por eso no puede dar
cuenta de la forma femenina de desarrollo moral. Su tesis era que un estudio imparcial
del desarrollo moral de las mujeres arrojaría otro resultado. Según sus propias investiga­
ciones empíricas, las mujeres tratan los problemas morales de una manera completa­
mente diferente de la que es propia de los hombres, por lo que su evolución moral ha de
interpretarse de otra forma. Mientras que los hombres piensan y actúan por lo común
conforme a principios abstractos, las mujeres piensan de forma contextual y narrativa,
cosa que Kohlberg nunca tiene presente en su plan de investigación. Esta forma contex­
tual y narrativa de juzgar propia de las mujeres determinaría una forma de constitución
de la moral «en la que lo importante es care (cuidado, atención, preocupación)». Mien­
tras que los conceptos morales femeninos se centran en «el sentido de la responsabilidad
y las relaciones», los hombres se inclinarían hacia una abstracta moral de «faimess»
basada en «derechos y reglas» ( ibid., p. 19).
Gilligan también criticaba a su maestro Kohlberg el que hubiera propuesto un mode­
lo de desarrollo moral que de forma implícita descansa sobre una concepción masculina
de la moral, esto es, en una moral de derechos abstractos o una ética de la justicia. No
era por eso sorprendente que las mujeres apenas alcanzaran alguna vez los estadios máxi­
mos del esquema de Kohlberg; que por lo general se mostrasen incapaces o poco dispues­
tas a obrar y argumentar conforme a reglas abstractas y universalistas. A l enfoque de
Kohlberg oponía Gilligan un modelo más adecuado al desarrollo moral femenino, un
modelo de estadios de la disposición a cuidar basado en una «ética de la participación»
sensible al contexto y nada abstracta (ibid. , p. 74). Este modelo tenía además —y este era
el ímpetu normativo-político de su argumentación- implicaciones para la conformación

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de instituciones sociales, puesto que satisfaría también los conceptos morales, de otra
índole, propios de las mujeres.
El agudo contraste entre una ética masculina de la justicia y una ética femenina del
cuidado y la participación desencadenó un gran debate dentro y fuera del movimiento
feminista. Las propias feministas criticaron enérgicamente a Gilligan y le reprocharon,
entre otras cosas, que la moral del cuidado que ella propagaba era una variante de la
moral de los esclavos en el sentido nietzscheano. Se preguntaban críticamente si esta
posición no sería la de una feminista liberal ajena a las relaciones de poder:

Se dice que las mujeres valoran el cuidado. Quizá sea así porque los hombres han evaluado
a las mujeres en función del cuidado que estas dan. Se dice que las mujeres piensan en térmi­
nos relaciónales. Quizá las mujeres piensen en términos relaciónales porque su existencia
social se define en relación con los hombres. El idealismo liberal de estas obras se revela en
que no abordan seriamente la determinación social ni las realidades del poder.
(C. MacKinnon, T o w a r d a Fe m in ist T h e o r y o f t h e S t a t e 1, pp. 51-52;
cfr. sobre esta polémica Benhabib, S itu a tin g the S e lf, pp. 179 s.)

Una parte de estos graves reproches era injusta, pues Gilligan siempre había subrayado
que una moral del cuidado no significa que la mujer renuncie o se niegue a sí misma. Pero
sus investigaciones hubieron de soportar una serie objeciones plausibles procedentes prin­
cipalmente de feministas: se criticó su insuficiente base empírica o la interpretación equi­
vocada de esta base, señalando que durante la primera infancia el desarrollo no se muestran
diferencias sexuales tan acusadas como Gilligan suponía. Lo que Gilligan denominaba
moral femenina del cuidado sería únicamente la expresión histórica de una determinada
moral de roles, la cual podría cambiar con la creciente igualdad de derechos de la mujer
(Nunner-Winkler, «Gibt es eine weibliche Moral?» [¿Existe una moral femenina?]). En
determinados contextos situacionales, también los hombres se inclinarían a los pensamien­
tos contextúales y narrativos. Finalmente se criticó el hecho de que en Gilligan -como en
la obra de Chodorow- el hecho social e histórico de la diferencia social quedase últimamen­
te inaclarado, es decir, simplemente supuesto (Benhabib, Situating the Self, p. 178).
Pero es indiscutible que, a pesar de todos los puntos criticables, el debate que Gilli­
gan impulsó, abrió grandes espacios y tuvo su repercusión en el contexto de la filosofía
moral y la sociología. Pues pronto quedó claro que las teorías morales universalistas que
corresponden al nivel posconvencional del esquema de Kohlberg adolecen de considera­
bles deficiencias. Estas teorías, que quieren ofrecer reglas independientes de contextos
particulares para la solución de problemas morales con el fin de que resulten aceptables
para todos los seres humanos -no para un grupo determinado-, tienen el inconveniente
de que con ellas no es posible abordar problemas como el de las consecuencias de los
lazos personales o el de la esencia de la amistad y la simpatía, e incluso de la vida buena
(cfr. Pauer-Studer, «Moraltheorie und Geschlechterdifferenz», p. 44). Todas estas teo­
rías universalistas derivadas de Kant, sea la ética habermasiana del discurso o la filosofía
moral de un John Rawls (cfr. la lección siguiente), tienen que pelear con esos vacíos
internos suyos que atraen a la crítica.7

7 Ed. cast.: H a c ia u n a teoría fem in ista del E sta d o , trad. de Eugenia Martín, Madrid, Cátedra, 1995.

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Kant se equivocò cuando supuso que, como agente puramente racional, yo podría con mi
sola reflexión llegar a una conclusión que sería aceptable por todos y en todo tiempo. En la teo­
ría moral de Kant, los actores morales se parecen a geómetras que, cada uno en su propio espacio,
argumentasen consigo mismos y, sin embargo, todos llegasen a la misma solución del problema.
(S. Benhabib, Situating thè Self, p. 163)

La ética del discurso de Habermas, según la cual las pretensiones de validez y correc­
ción normativa han de someterse a un examen intersubjetivo y libre de dominación (cfr.
la lección décima), evita aquellos problemas en la medida en que procede desde el prin­
cipio de forma dialógica y no supone ningún sujeto solitario. Pero también esta ética se
basa en un concepto demasiado estrecho de la moral y la política y en una discutible
distinción entre normas y valores, entre lo justo y lo bueno, con lo que muchas cuestio­
nes, como las arriba mencionadas, quedan excluidas como no discutibles, o no morales, o
no políticas: pues las cuestiones (morales) más inaplazables proceden frecuentemente de
aquel ámbito personal y contextual ( Situating the Self, p. 170), y precisamente por perte­
necer a este ámbito de los valores o de la vida buena, los cuales no pueden discutirse
desde puntos de vista universalista, tampoco pueden aquellas cuestiones tratarse desde la
posición original de la ética habermasiana del discurso. Aun estando de acuerdo con la
distinción habermasiana entre lo bueno y lo justo, los valores y las normas, esta ética nos
dejaría en una situación insatisfactoria, pues una teoría moral que por principio nada
pueda o quiera decir sobre cuestiones morales personales sólo cabe calificarla de deficita­
ria. Y, de hecho, los trabajos de Gilligan fueron para los teóricos morales -también para
Habermas (cfr. M oralbewusstsein und kommunikatives Handeln8, pp. 187 ss.)- ocasión para
reflexionar más intensamente sobre la relación entre una moral del cuidado y una moral
de la justicia y preguntarse si una depende de la otra o si —como pensaba Seyla Benhabib
(n. 1950)- en el desarrollo infantil cuidado y justicia tienen el mismo origen.

[...] En este sentido, Habermas y Kohlberg han dejado precipitadamente a un lado una
idea central de Gilligan y otras feministas: que somos niños antes de llegar a adultos, y que sin
la atención, el cuidado, el interés y la consideración que otros nos dedican no podemos llegar
a ser individuos moralmente competentes e independientes.
(Benhabib, Situating the Self, p. 188)

Los trabajos de Gilligan pueden también interpretarse de otra manera completamente


distinta de la que ve en ellos el producto de un ingenuo feminismo liberal. En sus estudios
hay un indudable potencial crítico, que se manifiesta cuando saca a la luz el subtexto
(masculino) de determinadas teorías morales. Los impulsos teóricos (y, aunque no nece­
sariamente, también políticos) de Gilligan se cruzan aquí con los que también parten de
pensadores comunitaristas (véase la lección siguiente). Impulsos que eran y son perfecta­
mente compatibles con tendencias de teóricas feministas -muy destacadamente la bri­
llante filósofa de la Universidad de Chicago Martha Nussbaum (n. 1947 )- que, recurrien­
do a la filosofía aristotélica, critican la construcción hiperracionalista de la mayoría de los

8 Ed. cast.: Conciencia moral y acción comunicativa, trad. de Ramón Cotarelo, Barcelona, Península,
2013 (1985).

426
edificios de la filosofía moral, en los cuales se interpretan todas las experiencias y los
sentimientos de la vida cotidiana simplemente como irracionales, ignorándolos así. La
feminista Nussbaum no quiere decir con ello que haya que valorar los sentimientos por-
que las mujeres sean -según el cliché- por naturaleza (por condición biológica) más
sentimentales que los hombres. La posición de Nussbaum es muy distinta: los sentimien­
tos vienen determinados fundamentalmente por el contexto social, es decir: son cons­
trucciones sociales. Por eso se puede también constatar—y esto es poco sorprendente- que
en una sociedad sin igualdad de derechos entre ambos sexos los sentimientos estén desi­
gualmente repartidos según el sexo, puesto que los sentimientos son con frecuencia reac­
ciones a situaciones de inseguridad y dependencia, a las que las mujeres, por razones his­
tóricas, siempre han estado más expuestas que los hombres. Pero —y esta es una tesis
filosófica y sociológica fundamental de Nussbaum- con la afirmación de una distribución
desigual de sentimientos no se supone una mayor irracionalidad en las mujeres. Pues,
aunque en nuestra actual sociedad occidental las mujeres tengan los sentimientos más
acentuados que los hombres, los sentimientos no son simplemente reacciones vacías e
irracionales, sino que casi siempre están ligados a juicios sobre un determinado objeto.
Los sentimientos no son lo irracional por antonomasia, sino maneras de ver el mundo
(Nussbaum, «Emotions and Women’s Capabilities», pp. 366 ss.). La filosofía moral, y
también la sociología —tal es la conclusión de Nussbaum, que es perfectamente compati­
ble con las tesis de Gilligan-, no se hacen ningún favor cuando, basándose en una sospe­
cha demasiado precipitada, y últimamente no fundamentada, de irracionalidad, excluyen
determinados fenómenos de la vida cotidiana. Por esto representa una oportunidad para
la teoría feminista de sacar a la luz, frente a las premisas abstractas o formales de una dis­
cusión filosófica y sociológica en la que dominan los varones, aspectos nuevos que dan
mejor cuenta de la realidad social (no sólo de las mujeres).

III

Hasta aquí sobre los debates suscitados por Chodorow y Gilligan en los años setenta
y primeros ochenta. Por influyentes que fuesen sus trabajos, hay que señalar que en los
años ochenta dominó en las investigaciones una tendencia completamente distinta que
cuestionó de manera radical la «posición maximalista» y -empleando un instrumental
teórico muy determinado—adoptó una posición minimalista, esto es, una posición que
subrayaba la gran semejanza entre los sexos. En ella ocupó un lugar central la distinción,
usual en el mundo anglosajón, entre «sex» y «gender», en la que «sex» (que refiere las
diferencias anatómicas, fisiológicas, hormonales y genéticas entre hombre y mujer) re­
mite al sexo biológicamente determinado y determinable, y «gender» a la condición
social y culturalmente adquirida.
Esta distinción terminológica, cuya mejor manera de traducirla es con las expresiones
«sexo biológico» y «sexo social», la emplearon feministas e investigadoras sobre todo
para oponerse al patrón argumentativo típicamente masculino, que habla de la «natura­
leza de la mujer», y para insistir en que las diferencias entre los sexos son efectos de una
opresión y discriminación históricamente ejercida, y no el resultado de alguna diferencia
natural o biológica: la biología —tal era la tesis—no determina el «carácter sexual».

427
Gender es una categoría relacional; ella esclarece la construcción de una forma concreta
de diferenciar seres humanos. A las teóricas feministas de orientación psicoanalítica, posmo­
derna, liberal y crítica les une el supuesto de que la fijación de la diferencia sexual se opera en
un proceso históricamente condicionado, es decir: que la identidad sexual no está dada «por
la naturaleza».
(Benhabib, Situating the Self, p. 191)

Los debates teóricos más vivos dentro del feminismo tendían desde los años ochenta
cada vez más a disolver «esencialismos» como los todavía presentes en Gilligan cuando
hablaba de una «sustancia universal llamada feminidad» ( ibid., p. 192). El debate teóri­
co parecía conducir de una acentuación de la diferencia entre los sexos a la demostra­
ción de la construcción social e histórica de la diferencia sexual (Gildemeister/Qetterer,
«Wie Geschlechter gemacht werden» [Cómo se construyen los géneros], p. 201). Esto
significaba ante todo que era preciso mantener la distinción entre «sex» y «gender» para
poder determinar las causas históricas y culturales de cada forma particular de constituir­
se la identidad femenina. Con el tiempo llegó incluso a parecer posible radicalizar la
discusión hasta el punto de que la distinción entre «sex» y «gender» fuese completa­
mente retirada «desde la otra parte»: también cabía argumentar que «sex» vs. «gender»,
«sexo biológico» vs. «sexo social», era una distinción engañosa porque incluso el «sexo
biológico» no era verdaderamente «biológico» o «natural», sino también una construc­
ción. N o existiría así -de creer esta sorprendente tesis- el sexo natural-biológico. Los
debates suscitados por esta tesis no condujeron a una teoría feminista unificada, sino a
interpretaciones y a conclusiones normativo-políticas contrarias.

I I I (1)

Este debate tuvo un comienzo fulminante y, sobre todo, teóricamente innovador con
un libro de dos sociólogas norteamericanas publicado en 1978: Gender. An Ethnometo-
dological Approach, de Suzanne J. Kessler (n. 1946) y Wendy McKenna (n. 1945). Este
libro no sólo dejaba claro que «gender» es una «construcción social», algo que por aquel
entonces no constituía ya ninguna idea revolucionaria. Dejaba claro sobre todo que
hasta entonces no se había investigado de qué manera se clasifica a las personas en varo­
nes y mujeres. Incluso quienes habían subrayado la distinción entre «sex» y «gender»,
nunca habían analizado seriamente, según Kessler/McKenna, lo que sucede cuando los
seres humanos atribuyen a otros un sexo social, es decir, sobre qué base se realiza la «gen-
der attribution».

Ocasionalmente [...] vemos personas cuyo género no es evidente [...]. Entonces empeza­
mos a buscar conscientemente rasgos que nos indiquen el género a que “realmente” pertene­
cen. ¿Cuáles son estos rasgos? Si preguntamos a la gente cómo distinguen a hombres de mu­
jeres, su respuesta hace casi siempre referencia a los «genitales». Pero como en las
interacciones iniciales los genitales raras veces pueden ser inspeccionados, estos no constitu­
yen la pmeba que verdaderamente se utiliza [...].
(S. J. Kessler/W. McKenna, Gender, p. viii)

428
En estos casos de ausencia de evidencias, es claro que en las interacciones humanas
se inicia un proceso tan complicado y continuo que ha de resultar en la atribución a
ciertas personas de un «género», y ello sobre la base de hechos que poco tienen que ver
con características biológicas. Lo que parece lógico y aproblemático es así -según las
autoras—un proceso social lleno de supuestos. Pero no sólo etiquetar a otra persona es
algo complejo; también la «vida» o el «actuar» de una determinada identidad sexual es
difícil, algo que, por ejemplo en el fenómeno de la transexualidad, resulta particular-
mente claro. Pues ser varón / ser mujer no depende aquí a todas luces de un hecho físico
reconocible, sino de que la persona en cuestión, cuando su sexo anatómico ha sido co­
rregido quirúrgicamente, tiene que presentarse continuamente, y empleando todos los
medios requeridos, como mujer o como varón. «Gender» es un «practical accomplish-
ment» («una tarea práctica») (ibid., p. 163) o -como más tarde se dirá dentro de la etno-
metodología—«Ejercer el género significa crear diferencias entre chicas y chicos, mujeres y
hombres, diferencias que no son naturales, esenciales o biológicas» (West/Zimmerman,
«Doing Gender», p. 137; cursivas nuestras).
Las autoras y los autores que así argumentaban podían recurrir a estudios que el «fun­
dador» del enfoque etnometodológico ya había presentado en los años cincuenta. En el
libro de Garfinkel Studies in Ethnomethodology (cfr. la lección séptima) se encuentra un
extenso y muy interesante estudio («Passing and the managed achievement of sex status
in an “intersexed” person, part I»9) sobre la transexual «Agnes», una persona que hasta
los diecisiete años de edad fue hombre, con sus características biológicas completamente
«normales», pero que se sentía mujer, que vivía como mujer y que acabó sometiéndose
a una operación de cambio de sexo. Garfinkel describía detalladamente las dificultades
que esta persona encontró para vivir su nuevo sexo: cómo tuvo que aprender a ser una
mujer y cómo y por qué el «passing», es decir, pasar de una identidad sexual a otra, era
una tarea que continuamente debía cumplir porque el «gender» tenía una enonne im­
portancia en los asuntos de la vida cotidiana. Transexuales como Agnes han de presen­
tarse continuamente —según Garfinkel- de forma que nadie descubra su sexo «original».
Como Garfinkel y, en especial, Kessler/McKenna ponen de relieve, el fenómeno relati­
vamente raro del transexualismo no es especialmente interesante como tal; los estudios
sobre el comportamiento de transexuales tienen más bien un interés teórico general, pero
proporcionan información sobre el modo como comúnmente se atribuye «gender» a
cada mujer y a cada varón y sobre el modo en que aquel se vive y se debe vivir:

Pero hay que tener presente que si estudiamos a los transexuales no es porque ellos creen
atribuciones de género de una manera particular y poco habitual, sino porque, por el contra­
rio, ellos crean género de la manera más común, la manera en que todos lo hacemos.
(Kessler/McKenna, Gender, pp. 127-128)

Hasta aquí nada hay especialmente nuevo o provocativo, por lo que se podría decir
que con este enfoque etnometodológico únicamente se tiene una visión más precisa y

9 Ed. cast.: «El tránsito y la gestión del logro de estatus sexual en una persona intersexuada», en
Harold Garfinkel, Estudios en etnometodología, trad. de Hugo Antonio Pérez Hernáiz, Barcelona, An-
thropos, 2006, pp. 135-210.

429
detallada de un viejo fenòmeno y del modo en que el «género» se construye socialmen­ trabajo científico de laboratorio estaba condicionado por ideas de la vida corriente. En
te. Pero en los estudios de Kessler/McKenna había más implicaciones -cosa que las au­ eso insisten Kessler/McKenna cuando resaltan que también la investigación biológica y
toras dejaron bien claro-. Pues si se parte de que el «género» está construido, entonces médica se basa en las presuposiciones culturales de una sociedad y, por esta razón, se in­
se plantea lógicamente la cuestión de la manera como la realidad social está construida, tenta siempre con renovados esfuerzos -sin éxito (hasta ahora)- cimentar la dudosa tesis
porque, al menos en nuestra sociedad, existen siempre dos -y sólo dos- géneros: «Res­ de que existen dos y sólo dos sexos (Kessler/McKenna, Gender, p. 77).
pecto a las reglas que aplicamos a los diferentes tipos de manifestaciones, ¿cómo es que La argumentación de Kessler/McKenna tendía, pues, a prevenir la distinción, para
en cada caso concreto damos siempre por sentado que sólo hay hombres y mujeres, y que muchas feministas capital, de «sexo/gender» con la tesis radical, o sorprendente, de que
esto mismo constituye un hecho objetivo, sea cual sea el caso particular?» (ibid., pp, el en apariencia tan claramente determinable «sexo biológico» no es tan unívoco, sino
5-6). Si es cierta la tesis de que la atribución de «gender» es un proceso social que no que también aquí están presentes las construcciones sociales. En la literatura sobre el
depende directamente del sexo biológico, ¿no habría entonces que concebir atribucio­ tema recibe en ocasiones este planteamiento el nombre de «hipóteis cero», que Carol
nes de género que no fueran dicotómicas, es decir, que no distinguiesen entre hombre y Hagemann-White (n. 1942) definió así:
mujer? Y, de hecho, las autoras se remiten a estudios de antropología cultural en los que
se mostraba que el sexo no siempre se concibe de modo dicotòmico: mientras que en las Más abierta a la pluralidad de vidas femeninas, y más radical en su percepción de la opre­
sociedades occidentales la biología es la base de la atribución de sexo —es decir: en ellas sión patriarcal me ha parecido siempre la «hipótesis cero»: que no existen necesaria, natural­
se supone sin más cuestión que el sexo social tiene su origen en el sexo biológico; que los mente dos sexos, sino diferentes construcciones culturales del sexo. Pero sabemos que la dife­
varones tienen y deben tener sus partes masculinas y las mujeres sus partes femeninas-, renciación y plasticidad de la humanidad es lo suficientemente grande como para sobrepasar
en otras culturas esto no es así. En ellas se ha observado que la condición de «varón» se eventuales datos hormonales o de constituciones físicas.
puede atribuir a una mujer «biológica» si muestra un comportamiento o un rol particu­ (C. Hagemann-White, «Wir werden nicht zweigeschlechtlich geboren...», p. 230)
larmente masculino: los caracteres anatómicos, fisiológicos y otros no cuentan aquí. Y
también se ha observado que existen culturas en las que no se parte de la existencia de Kessler/McKenna combinaban la «hipótesis cero» con un programa claramente ñor-
dos sexos, sino de tres o más. mativo-político. Pues, según su concepción, la suposición, tan típica de nuestra socie­
dad, de la existencia de exactamente dos sexos dicotómicos conduce casi indefectible­
Decir que la identidad de género es universal es seguramente cierto en el sentido de que mente a una jerarquización entre los sexos, a un proceso en el que las mujeres, debido a
todo el mundo sabe a qué categoría pertenece, pero puede ser incorrecto si creemos saber unas relaciones de poder existentes desde hace largo tiempo, son obligadas a ocupar una
que todo el mundo es varón o mujer. posición social subordinada. Si la dicotomización está estrechamente ligada a la jerarqui­
(Ibid., p . 37) zación y acarrea consecuencias «androcéntricas», entonces la misión de la teoría feminis­
ta es la de demostrar que la dicotomización de los sexos no obedece a una necesidad na­
Si esta es ya una tesis provocativa, Kessler/McKenna añaden otra más. Se preguntan tural. Sólo la superación de esta dicotomización ofrecerá a largo plazo la posibilidad de
-en lo que para aquella época era una herejía- si la ciencia moderna no ha vuelto más establecer la igualdad de derechos entre las personas:
problemática la clasificación biológica del ser humano como varón o mujer. ¿Qué sucede­
ría si el «sexo», es decir, el «sexo biológico» fuese tan poco claro y tan vago como lo es el Donde existen dicotomías es difícil evitar la evaluación de una en relación con la otra,
«gender» ? De hecho no existen criterios científicos del todo claros para la determinación que es el firme fundamento de la discriminación y la opresión. Mientras el género en todas sus
del sexo. N i la anatomía, ni la «constitución» hormonal, ni el código genético de una manifestaciones, incluida la física, no se vea como una construcción social, la acción que cam­
persona ofrecen criterios inequívocos al respecto: así, en investigaciones realizadas sobre bie nuestras incorregibles proposiciones no se producirá. Es preciso confrontar a las personas
hermafroditismo en bebés y en niños se ha comprobado que para los médicos especialistas con la realidad de otras posibilidades, así como con la posibilidad de otras realidades.
«dependía del tamaño del pene el que un niño con cromosomas XY y genitales anormales (Kessler/McKenna, Gender, p. 164; énfasis en el original)
sea categorizado como niño o niña. Si el pene era muy pequeño, se le categorizaba como
niña, y mediante una operación se lo dotaba de una vagina artificial» (Lorber, Paradoxes En el trabajo de Kessler/McKenna suscitó, sobre todo en el mundo anglosajón, una
of Gender, p. 38; también Hagemann-White, «Wir werden nicht zweigeschlechtlich ge­ amplia discusión sobre los fundamentos de la relación entre «sex» y «gender», un debate
boren...» [No nacemos con dos sexos...], p. 228). N o había (ni hay) una característica que pronto se hizo dominante porque la antropología social británica y norteamericana
biológica clara, por lo que la estimación ciertamente subjetiva del tamaño del pene siem­ casi habían ya preparado el terreno con sus estudios -realizados desde la óptica occiden­
pre prevalecía sobre criterios aparentemente objetivos -como, por ejemplo, el código tal- sobre «curiosas» identidades sexuales en culturas extrañas. En otros países, este de­
genético—. Esta observación difícilmente podía sorprender a los científicos cuyas investi­ bate no se extendió con tanta rapidez (cfr. Becker-Schmidt/Knapp, Feministische Theorien
gaciones sociológicas se basaban en argumentaciones inspiradas en la etnometodología Zur Einführung, pp. 9 ss.), y en Alemania no empezó a hacerlo hasta los primeros años
(véase la lección séptima), pues en ellas continuamente mostraban hasta qué punto el noventa, como consecuencia de la publicación de un artículo de Regine Gildemeister

430 431
(n. 1949) y Angelika Wetterer. Ambas enlazaron en 1992, en su artículo «Wie Gesch-
lechter gemacht werden» [Cómo se hace el género], con un debate que hasta entonces se
desarrollaba predominantemente en el mundo anglosajón. Exactamente igual que Kessler
y McKenna, de las que se hallaban cerca por su orientación etnometodológica, sostenían
que la distinción entre «sex» y «gender» no era mas que una solución aparente, puesto
que no hacía más que cambiar de lugar el biologismo: es cierto que esta distinción ya no
supone la sustancia social «feminidad», pero parte de una sustancia biológica que resulta
problemática por no existir criterios biológicos claros para determinar de forma unívoca
el sexo. Además, en la dicotomía aceptada entre hombre y mujer hay un biologismo la­
tente debido a que también aquí la biología no es buena consejera para las construcciones
dicotómicas (Gildemeister/Wetterer, «Wie Geschlechter gemacht werden», pp. 205 ss.).
Si esto es así, si las tesis de Kessler/McKenna son acertadas, de ellas se deriva -tal es
la conclusión de Gildemeister/Wetterer—toda una serie de consecuencias sociológico-
teóricas. Pues en este caso ya no es posible partir de que en la historia haya de algún
modo existido una categoría presocial como la de «mujer» que hubiese sido la causa de
una diferenciación sexualmente específica, producida en algún momento de la historia
y desde entonces mantenida permanentemente. El cuerpo supuestamente más débil de
la mujer y su vulnerabilidad durante el embarazo, etc., ya no pueden entonces servir de
base de partida natural para la división sexual del trabajo. Pues si naturaleza y cultura
son igual de originarias, entonces lo mismo cabe argumentar que la función reproductiva
de las mujeres fundamentó su estatus (subordinado) que lo contrario: que fueron proce­
sos culturales y sociales los que hicieron de la función reproductiva de las mujeres signo
de su estatus social subordinado. Quien vea en la función reproductiva (natural) de las
mujeres la causa de la división sexual del trabajo, pasa igualmente por alto

que una construcción hipotética tan compleja como la que constituye «el supuesto de la po­
sibilidad de parir» es ya el resultado de una abstracción y una clasificación que sólo pueden
descifrarse inquiriendo el significado cultural que se atribuye a las características físicas como
consecuencia precisamente de la diferenciación social que aquellas quieren explicar.
(R. Gildemeister/A. Wetterer, «Wie Geschlechter gemacht werden», p. 216)

Aunque Gildemeister y Wetterer no salen de la vía argumentativa original de Kessler/


McKenna y sólo discuten más cuidadosamente que las dos autoras norteamericanas las
consecuencias teóricas de este planteamiento, al mismo tiempo señalan una consecuen­
cia política relativamente incómoda de su marco teórico. Ellas encuentran cada vez
menos claro cuál pueda ser el verdadero objetivo político que —con excepción de la es­
peranza más bien vaga de una superación de las distinciones dicotómicas que ya articu­
laran Kessler/McKenna- habría de perseguir un enfoque feminista que sostenga una
posición anti-esencialista tan radical. Pues un adecuado favorecimiento de las mujeres
es difícilmente conciliable con ella. Y cuando menos plantea un importante problema,
pues toda formulación de una política de favorecimiento de las mujeres ha de determi­
nar primero quién es mujer y quién no. Pero de ese modo sólo se lograría —como obser­
van Gildemeister/Weterer- una reificación y una redramatización de la vieja o tradicio­
nal distinción sexual que se trata de superar —una paradoja de la que «en el plano de la
teoría de la acción, no se ve ninguna salida» (ibid., p. 249).

432
Estas aportas políticas fueron las que inspiraron la crítica a este enfoque etnometodo-
lógico dentro del feminismo. Pues no sólo se criticó la vaguedad del programa político;
también se preguntó si estas vagas esperanzas estaban de algún modo justificadas. Pues se
consideraba muy cuestionable la tesis de Kessler/McKenna, compartida por Gildemeis-
ter/Wetterer, según la cual las dicotomías conducen de forma casi automática a jerarqui-
zaciones. Y sobre todo: ¿es cierto que una disolución de la dicotomía con el discurso de
los varios géneros posibles haría realmente desaparecer el pensamiento jerárquico? Las
experiencias con el racismo sugieren una respuesta negativa, porque, por ejemplo, los
racistas no conocen necesariamente sólo dos colores de la piel distintos, sino que distin­
guen entre «tonalidades» de la misma para poder mantener vivos sus prejuicios. En este
campo se muestra por lo menos «que una multiplicación de las categorías no protege
contra las jerarquizaciones, sino que eleva el número de posibilidades de diferenciación
y jerarquización» (Becker-Schmidt/Knapp, Feministische Theorien zur Einführung, p. 80).
Es así perfectamente posible que en el ámbito de las relaciones de género intervengan
mecanismos similares y las tendencias igualadoras esperadas de la disolución de la dico­
tomía sexual no se logren.
Pero también se criticaron debilidades internas de este feminismo inspirado en la
etnometodología, unas debilidades que ya estaban presentes en el «padre» de la etno-
metodología, Harold Garfinkel, como la ausencia de un análisis de los contextos insti­
tucionales. La ocupación casi exclusiva con los supuestos básicos de cada interacción
hacía -según la crítica—que las instituciones apenas desempeñaran papel alguno a pe­
sar de ser ordenaciones en alguna medida fijas y reguladas, lo cual revelaba un déficit
meso-sociológico y, especialmente, macrosociológico. Esto mismo fue criticado tam­
bién por feministas que reprochaban a las autoras de aquellos argumentos etnometodo-
lógicos el haberse desentendido de los contextos institucionales en los que se crea la
diferencia sexual (Heintz/Nadai, «Geschlecht und Kontext», p. 77). Pues habría que
investigar empíricamente cuándo y en qué circunstancias y situaciones institucionales con­
cretas se dramatiza o, también, desdramatiza la diferencia sexual. ¿En qué contextos insti­
tucionales desempeña un papel importante la dualidad sexual y en qué otros un papel
menor? Habría que partir empíricamente de una variación de la diferencia sexual según
el contexto, de forma que no sólo el análisis de «doing gender» estaría a la orden del
día sociológica, sino que también habría que estudiar el «undoing gender» (cfr. tam­
bién Hirschauer, «Die soziale Fortpflanzung der Zweigeschlechtlichkeit» [La reproduc­
ción social de la binariedad sexual]):

Pues si la pertenencia a un sexo es de hecho un «achievement» [...], entonces es al menos


teóricamente concebible un undoing gender [...]. Undoing gender es un acto de representación
tan complejo como la escenificación del género, y como esta, no es sexualmente neutral.
(B. Heintz/E. Nadai, «Geschlecht und Kontext», p. 82)

Para poder analizar razonablemente esta dialéctica de «doing» y «undoing gender»


habría que efectuar -tal es la tesis de Heintz y N adai- trabajos macrosociológicos funda­
mentales, pero a la vista del actual predominio de los «estudios de género» de orienta­
ción microsociológica y de un feminismo teórico con similar orientación, sobre todo en
Alemania, apenas cabe esperarlos (i b i d p. 79).

433
HI (2)

Este escepticismo respecto a las posibilidades de una amplia apertura macrosocio-


lógica del feminismo no está del todo injustificado, pero existe otra rama teórica del
feminismo de enorme influencia internacional entretejida con el debate filosófico pos-
testructuralista en torno a la posmodernidad. En esta corriente, los análisis macroso-
ciológicos ocupan un puesto subordinado, puesto que las reflexiones sobre «sex» y
«gender» se extienden sobre un plano teórico fundamental, pero en ella son en parte
otros los autores de referencia. De dónde provenga la fuerza de atracción que el debate
sobre la llamada posmodemidad ejerce en partes del movimiento feminista, es algo que
quizá no sea inmediatamente evidente, pero conociendo las vías argumentativas aquí
expuestas puede colegirse, aunque estas sean en parte objeto de vivas controversias
dentro del feminismo.
Dentro de la teoría feminista se discutió desde el comienzo si los resultados, algunos
grotescamente deformados, de la ciencia, que en muchos casos pretendía «demostrar»
sin problemas la inferioridad física, social, intelectual, etc., de la mujer, eran únicamen­
te expresión de una práctica científica completamente falsa o bien el resultado de una idea
de la ciencia en el fondo insostenible (cfr., al respecto, Sandra Harding, «Feminism,
Science, and the Anti-Enlightenment Critiques»). En el primer caso, las feministas
podían esperar que con la penetración de las mujeres en los principales bastiones de la
ciencia purgarían a esta de aquella falsa praxis y generarían un saber más objetivo. ¿Pero
y si la segunda tesis es cierta y el proyecto «ciencia» nacido de la Ilustración europea,
que supuestamente produce, o al menos pretende producir, verdades supratemporales, es
como tal cuestionable? Esta segunda posición teórica respecto a la ciencia, aquí sólo
aludida, recibió un impulso decisivo, por un lado, de los debates en tomo al concepto de
paradigma de Kuhn (cfr. la lección primera), en los cuales críticos radicales como Paul
Feyerabend se despidieron de la racionalidad científica, y, por otro lado, de los análisis
foucaultianos (cfr. la lección decimocuarta), según los cuales la verdad (científica) está
directamente vinculada al poder y ya sólo por eso no puede pretender ninguna «objeti­
vidad». Estos mismos argumentos también los habían empleado teóricos de la posmo­
dernidad como Lyotard, que anunció el fin de todos los metarrelatos -también el fin de
la ciencia-. No puede así sorprender que parte de la teoría social feminista acogiera con
entusiasmo esos argumentos posmodernos, ya que podían proporcionar explicaciones
más sencillas de la pervivencia de una ciencia misógina.
De forma particularmente vehemente y radical ha postulado Jane Flax una necesaria
conexión entre posmodernidad y feminismo. Flax quiere despedirse de todo el proyecto
de la Ilustración europea porque incluso el célebre motto de Kant en «Respuesta a la
pregunta: ¿qué es la Ilustración?» -«Sapere aude! Ten el valor de servirte de tu propio
entendimiento»- es sospechosa de fundarse en premisas androcéntricas. Y ello no sólo
porque «[...] filósofos ilustrados como Kant no tenían intención de incluir a las mujeres
entre la población de los capaces de liberarse de las formas tradicionales de autoridad»
(Flax, «Postmodernism and Gender Relations in Feminist Theory», p. 42), sino tam­
bién porque la posición gnoseológica de Kant se basa en una determinada forma mascu­
lina de constitución del sujeto y de la autoconciencia que tiende a excluir otras formas
de pensamiento y de racionalidad:

434
De hecho, las feministas, como otros posmodernistas, ha empezado a sospechar que todas
estas pretensiones trascendentales reflejan y reifican la experiencia de unas pocas personas
-en su mayoría varones blancos occidentales- Estas pretensiones transhistóricas nos parecen
plausibles en parte porque reflejan importantes aspectos de la experiencia de aquellos que
dominan nuestro mundo social.
(Ibid.,p.43)

Aunque Flax es consciente de los riesgos de relativismo que encierra una conexión
demasiado estrecha entre posmodernidad y feminismo -si la verdad o la ciencia no es
más que un juego de poder, ¿en qué se distingue entonces la teoría feminista de otros
juegos de poder?-, sostiene que la teoría feminista debe contarse entre el conjunto de las
críticas posmodernas de la Ilustración ( ibid., p. 42). Como no existe un saber transhis-
tórico ni verdades concluyentes; como el saber siempre es relativo al contexto y la sub-
jetivación no es un acontecer monológico y aislado, sino relacional, la teoría feminista
debe reconocer que no está en situación de producir verdades definitivas (ibid., p. 48).
Esto no es algo que deba aceptarse sin más, pero el camino de vuelta a la «modernidad»
está cerrado, pues las premisas centrales de la Ilustración europea, que constituyen los
fundamentos de la modernidad, son demasiado problemáticas.

La noción de que la razón está divorciada de la existencia «meramente contingente» to-


davía predomina en el pensamiento occidental contemporáneo, y ahora parece ocultar la
inmersión del yo en las relaciones sociales y su dependencia de las mismas, así como la par­
cialidad y la especificidad histórica de esta existencia del yo.
(Ibid., p. 43)

Naturalmente, esto suscita la cuestión de si esta interpretación de la Ilustración en


particular, y de la historia de la filosofía occidental en general, no es demasiado parcial,
puesto que ignora toda una serie de corrientes que quisieron evitar, y evitaron, justamen­
te las parcialidades que Flax lamenta. Como se sabe, no todas las filosofías de la Edad
Moderna aceptaron el punto de partida de la duda radical cartesiana, ni todos los filóso­
fos sociales de dicha época partieron del sujeto aislado, ni todas las teorías modernas del
conocimiento pretendieron ser capaces de producir verdades supratemporales. Esta ob­
jeción al razonamiento de Flax es sin duda de capital importancia, pero no es este el
lugar para tratarla. Más importante es aquí el hecho de que los elementos básicos de la
argumentación de Flax fuesen compartidos en diversos sectores, y de que ninguna otra
autora los hubiese articulado de un modo tan influyente como la filósofa estadounidense
y profesora de retórica Judith Butler.
Butler (n. 1956) se dio a conocer intemacionalmente en 1990 con el libro Gender
Trouble10. La radicalidad de las tesis en él contenidas hicieron de ella una figura de culto
del feminismo. Ya en el comienzo del libro no dejaba duda de que sus autores de referencia
eran los críticos de la razón Nietzsche y Foucault (Gender Trouble, p. x). Con ello marcaba
las vías de su ulterior argumentación, en la cual trataba de «desconstruir», al modo de

10 Ed. cast.: El género en disputa. El feminismo y la subversión de la identidad, trad. de M.a Antonia
Muñoz, Barcelona, Paidós, 2007.

4 35
Foucault en sus etapas inicial e intermedia, el concepto de sujeto. Butler lo deja pronto
bien claro cuando se plantea la cuestión del sujeto del feminismo y argumenta que la cate­
goría «mujer» sencillamente no existe, porque la identidad sexual se construye siempre en
un contexto político que varía mucho entre las culturas y, por tanto, es algo fluido (ibid.,
p. 1) -una posición que parecía tan plausible porque las diferencias entre las mujeres blan­
cas occidentales de clase media y las mujeres de otras clases, etnias y regiones del mundo
revelaban que raras veces tenían unas y otras los mismos intereses y los mismos proble­
mas-. Con el tiempo, el movimiento feminista se había diferenciado e internacionalizado
demasiado como para que tuviese sentido seguir hablando de «las mujeres».
Con su énfasis en la contextualidad de la identidad sexual, Butler se diferencia sólo
de forma marginal de las autoras que argumentan desde la etnometodología, como
Kessler/McKenna, pues también ella sostiene que el «sexo», es decir, el «género biológi­
co», no es una dato prediscursivo, anatómico, sino una «gendered category» (ibid.., p. 6),
y que el sexo anatómico no pone límites a la identidad sexual (ibid., pp. 128 s.). Sin
embargo, dos tesis la apartan del feminismo etnometodológico existente. En primer lugar
afirma -aunque sin muchas pruebas empíricas—que es sólo la atracción heterosexual la
que crea en las sociedades la fijación de dos sexos:

La fijación heterosexual del deseo exige e instituye la producción de opuestos discretos y


asimétricos entre «femenino» y «masculino» entendidos como atributos expresivos de lo
«masculino» (mole) y lo «femenino» (femóle) en sentido biológico.
(Ibid., p. 17)

No parece esto muy esclarecedor, pues también es posible que los homosexuales distin­
gan claramente en su deseo entre dos géneros. Pero Butler no se ocupa principalmente de
rehabilitar o privilegiar la identidad homosexual frente a la heterosexual, sino de disolver
el concepto y el hecho de una identidad (personal) estable. Esto la distingue en otro pun­
to más del feminismo etnometodológico. Pues, en segundo lugar, sostiene que el concepto
de identidad induce a error y que el concepto de sujeto no es sostenible, y con él todas las
filosofías que trabajan con tal concepto de sujeto: sencillamente no existe -según Butler-
ningún sujeto fijo, porque los sujetos no «son» en sí, sino que son constituidos por el len­
guaje y los juegos de lenguaje, como detenidamente explica en una obra posterior:

Mi tesis [...] es que hablar es algo que escapa siempre, en cierto sentido, a nuestro control.
[...] Este separarse el acto de hablar del sujeto soberano fundamenta un concepto distinto del
poder de la acción, y últimamente de la responsabilidad, que tiene más en cuenta el hecho de
que el lenguaje constituye al sujeto, y que aquello que el sujeto crea, procede de algo distinto
de él. [...] Quien actúa (es decir, no precisamente el sujeto soberano), actúa exactamente en
la medida en que él, o ella, está constituido como actor y se encuentra, por tanto, dentro de
un campo lingüístico que está desde el principio limitado por determinadas restricciones que
al mismo tiempo abren posibilidades.
(J. Butler, Excitable Speech. A Politics ofthe Performative11, pp. 15-16)

11 Ed. cast.: Lenguaje, poder e identidad, trad. y pról. de Javier Sáez y Beatriz Preciado, Madrid,
Síntesis, 2004.

436
Detrás del lenguaje no hay -según Butler- ningún sujeto; en realidad no hablamos,
sino que se habla en nosotros. Con esta tesis, que más tarde retirará en parte (cfr. Butler,
The Psychic Life of Power. T heories in Subjection12, pp. 1-31), Butler radicaliza de nuevo la
posición etnometodológica. Pues mientras que antes mostraba los esfuerzos que, por
ejemplo, las personas transexuales tenían que hacer para reafirmar continuamente su
identidad sexual -es decir, hasta qué punto la «gender identity» era un difícil «accom-
plishment» y lo esencial que era la categoría «sexo» en la interacción cotidiana—, la
cuestión de la identidad sexual parece ahora, para Butler, disolverse en un juego relati-
vamente inestructurado con identidades lingüísticamente construidas (para una crítica,
cfr. Schroter, FeMale, p. 42). Así, la categoría mujer es

ella misma un concepto procesual, un devenir y un construir [...] del que nunca se puede ven
daderamente decir que comienza o finaliza en un momento determinado. Este proceso se halla
siempre, como praxis discursiva permanente, abierto a intervenciones y nuevos significados.
(Butler, G e n d e r T ro u b le , p. 33)

De esta tesis se deriva también el proyecto político del feminismo butleriano. Es


cierto que no hay un yo o sujeto prediscursivo; pero esto no significa, según Butler, que
no existan por ello posibilidades de acción. A l contrario: justamente porque el exceso de
significados lingüísticos impide una fijación definitiva de identidades, siempre pueden
generarse nuevos significados y siempre son posibles nuevas interpretaciones de los sig­
nos lingüísticos. Butler entiende aquí la identidad tan sólo como una praxis variable, la
«praxis de la designación» ( ibid., p. 144):

La nueva concepción de la identidad como e fec to , esto es, como fenómeno p ro d u c id o o


paradójicamente abre posibilidades de «acción» que aquellas posiciones que conci­
g e n e ra d o ,
ben las categorías de identidad como fundamentales y fijas, secretamente impiden. Ser un
efecto no significa ni que una identidad esté fatalmente determinada, ni que esta sea comple­
tamente artificial y arbitraria.
( I b i d . , p. 147; énfasis en el original)

Aunque aquí vuelve a estar poco claro quién o qué modifica estas prácticas de desig­
nación (el concepto de «praxis» exige sin duda un sujeto o, al menos, un hacer con
efectos), Butler formula casi sin rodeos el objetivo político del feminismo: la misión del
feminismo ha de consistir en esquivar, mediante estrategias paródicas, la dualidad sexual
firmemente establecida en nuestra sociedad y «confundir la binariedad sexual». La mi­
sión del feminismo y sus teóricas no puede consistir en forjar alianzas, porque siempre se
correría el riesgo de fijar la sustancia «mujer» y así negar la deseable pluralidad, fragili­
dad y fluidez de las identidades (ibid., pp. 14 s.); tampoco puede ser misión de las femi­
nistas el poner de su parte a las instancias estatales para, por ejemplo, prohibir la porno­
grafía: la desconfianza de Butler hacia el Estado es aquí demasiado grande. La única
estrategia posible parece ser, para ella, socavar mediante la ironía y la parodia de prácti-

12 Ed. cast.: M eca n ism o s psíquicos del poder. T eorías sobre la su jeción , trad. de Jacqueline Cruz, Ma­
drid, Cátedra, 2010 (2001).

437
cas lingüísticas y no lingüísticas la institución existente de la dualidad sexual. Respecto
a la prohibición de la pornografía, que muchas feministas reclaman, y que ella rechaza,
dice lo siguiente: «En lugar de una censura estatalmente respaldada, es más adecuada
una lucha social y cultural librada por medio del lenguaje y en la cual el poder de acción
se derive de la transgresión y de ese modo le haga frente» (Butler, Excitable Speech, p.
41). Del mismo modo que el discurso racista puede esquivarse mediante la ironía, tam­
bién es posible hacer algo parecido con las manifestaciones sexistas, porque los significa­
dos -incluidos los racistas y los sexistas- no pueden fijarse de una vez para siempre. La
lucha lingüística es para Butler el medio para conducir el proyecto feminista a su meta
final, que es la de la completa disolución de la dualidad sexual para que luego -como
también espera Butler—deje de existir toda jerarquización, puesto que sin identidades
fijas, las jerarquías duraderas son inimaginables.
El proyecto feminista de Butler ejerció un enorme influencia, pues la teoría de esta
autora «despliega ante lectores y lectoras un mundo fascinante de proyectos sociales de
género [.. .] que alimenta sueños de deslimitación y deseos secretos. Universos exóticos
surgen de los textos, que convocan ideas de extrañas libertades y hacen que las restric­
ciones de la propia existencia parezcan superables» (Schroter, FeM ale, p. 10).
Sin embargo, la posición de Butler recibió también fuertes críticas, basadas sobre todo
en los siguientes tres argumentos. En primer lugar, se puso en duda, entre otras cosas, la
idoneidad del punto de partida del proyecto de Butler, esto es, su adopción de ideas de
Michel Foucault, cuya obra desempeña un papel eminente en todo su hilo argumental. A
primera vista parece perfectamente racional que las feministas se apoyen en Foucault,
quien había esclarecido como pocos las formas de actuar del poder. Pero Foucault enten­
día el poder como algo demasiado difuso -según él, el poder no tiene un lugar propio, por
lo que no se lo puede localizar en parte alguna—como para permitir análisis concretos de
relaciones de poder que puedan tener algún valor para la «lucha por la liberación» de
grupos concretos: «su explicación sólo deja espacio a individuos abstractos, no a mujeres,
hombres o trabajadores» (Hartsock, «Foucault on Power: A Theory for Women?», p.
169). Naturalmente, esto guarda relación con el concepto foucaultiano de subjetividad,
pues como se sabe, Foucault había proclamado la muerte del sujeto (capaz de actuar) (véa­
se la lección decimocuarta). ¿Tiene algún sentido -tal era la pregunta crítica a ciertas
teóricas del feminismo, entre otras a Butler- declarar «santo patrón» del movimiento
(Knapp, «Macht und Geschlecht», p. 288) precisamente a aquel pensador, que con su
universalismo del poder no sólo había borrado toda diferenciación entre poder, violencia
y dominio y autoridad legítimos, y renunciado a una crítica normativa fundada de las re­
laciones sociales existentes (Fraser, Unruly Practices: Power, Discourse and Gender in Con-
temporary Social Theory; pp. 27 s.), sino también cuestionado la capacidad de acción de los
sujetos, esto es, de un supuesto central de todo movimiento social, como naturalmente lo
es también el movimiento feminista? Seyla Benhabib negó que los planteamientos radi­
cales de Foucault o los enfoques posmodemos fuesen compatibles con las aspiraciones
feministas, porque las teóricas y los teóricos posmodemos esquivan las aspiraciones nor­
mativas del movimiento feminista. Sin la posibilidad de una crítica normativa y sin recur­
so a un sujeto capaz de actuar, el proyecto teórico feminista se destruiría a sí mismo
(Benhabib, Situating the Self, pp. 213 ss.). La crítica a las premisas foucaultianas, nietzs-
cheanas y posmodemas de Butler se centra exactamente en lo siguiente: precisamente por

438
situarse en esta tradición teórica y haberse despedido de un sujeto autónomo capaz de
actuar, se enreda en problemas teóricos que hacen que su particular proyecto político -la
esperanza de una lucha lingüística con los medios de la parodia y la ironía- resulte suma­
mente dudoso. Pues, como ya hemos señalado más arriba, la pregunta de quién es capaz de
parodia y de ironía no obtiene respuesta alguna, ni puede obtenerla debido a su negativa
a hablar de sujetos capaces de acción. Es cierto que, en sus obras recientes, Butler ha in­
tentado salir al paso de esta objeción con una más detenida consideración del concepto
de sujeto (cfr. The Psychic Life of Power. Theories in Subjection): en ellas habla de sujetos,
pero sus consideraciones teóricas sobre el sujeto, que manifiestamente deriva de la obra
tardía de Foucault (cfr. la lección decimocuarta), son en comparación con la nutrida lite­
ratura psicológica y sociológica sobre la formación de la identidad, tan tenues y formalis­
tas, que dejan sin aclarar importantes cuestiones de su enfoque teórico:

¿Qué es lo que permite al yo «modificar» el código de los sexos dependiente de la cultura?


¿La oposición al discurso hegemónico? ¿Qué potenciales psíquicos, espirituales o de creación
y oposición que permiten tales modificaciones hemos de atribuir a los sujetos?
(Benhabib, Situatingthe Self, p. 218)

Esto guarda relación, en segundo lugar, con la crítica al carácter difuso del proyecto
político de Butler. Su aspiración —señala la crítica—es a todas luces sólo investigar cons­
tantemente discursos sin incluir la vinculación de tales discursos a relaciones de poder
objetivadas e institucionales (Knapp, «Macht und Geschlecht», p. 305). Precisamente
porque las estructuras institucionales del poder quedan así oscurecidas, puede Butler
depositar francamente sus esperanzas en la lucha lingüística con los medios de la ironía
y la parodia. Pero aquí se plantea la cuestión de si el lenguaje lo es todo. Martha
Nussbaum, una de las críticas más agudas de Butler, lo expresa de la siguiente manera:

Butler entiende siempre la oposición como un acto personal, como un asunto más o me­
nos privado que excluye la acción pública no irónica y organizada en pro de una cambio jurí­
dico o institucional.
Esto es como si se dijera a una esclava que la institución de la esclavitud es inconmovible,
pero que existen vías para ridiculizarla y esquivarla y que en tales actos cuidadosamente res­
tringidos de rebelión puede encontrar su libertad. Pero no puede negarse que la institución de
la esclavitud puede cambiarse y ha sido cambiada -por cierto, no por personas que tuvieran
una visión como la de Butler-, La cambiaron personas para las que las actuaciones paródicas
no era suficientes, que lucharon por conseguir transformaciones sociales y en parte tuvieron
éxito. Tampoco puede negarse que las estructuras institucionales que determinan las condi­
ciones de vida de las mujeres han cambiado.
(M. Nussbaum, «The Professor of Parody: The Hip Defeatism of Judith Butler», p. 43)

La critica señala, pues, que todo el edificio teórico de Butler no sólo es ciego para las
posibilidades de acción política del movimiento de las mujeres, sino que además no
puede explicar los éxitos del feminismo en el pasado.
En tercer lugar —y esto también guarda relación, y muy estrecha, con los dos puntos
críticos a que acabamos de referirnos—, también se hizo a Butler la acusación de idealis-

439
mo lingüístico (cfr. Becker'Schmidt, Feministische Theorien zur Einführung, p. 89) debido
a que su constructivismo radical excluye que algo pueda existir fuera del lenguaje: al
igual que las autoras que argumentaban desde la etnometodología, Butler había afirmado
que «sex» es una «gendered category», y que por eso no existe ninguna base para una
distinción biológica entre varón y mujer. Esta dicotomía no era para ella sino un produc­
to de la atracción heterosexual, y por tanto modificable en principio. Sexo e identidad
sexual tendrían entonces únicamente un carácter lingüísticamente construido, y serían
por tanto lingüísticamente esquivables por medio de la ironía y la parodia.
Pero cabe preguntarse no sólo contra Butler, sino también, por ejemplo, contra
Kessler/McKenna si esto es realmente así. ¿Están en verdad todos los fenómenos lingüís­
tica o socialmente construidos? Hilge Landweer (n. 1956), por ejemplo, se ha opuesto a
este constructivismo tan radical, al cual hace una crítica que, por lo demás, Martha
Nussbaum —aunque con otros argumentos—comparte. Landweer afirma que cada cultura
tiene sus propias categorizaciones en relación con el género de los individuos. En esto
coincide con el feminismo etnometodológico, y también con Butler. Pero -y aquí es
donde empieza a diverger su postura—la formación de los caracteres de género se produ­
ce, a su juicio, en estrecha relación con la dualidad generativa de los individuos. Quiere
con ello decir que, en toda cultura, la capacidad de alumbrar tiene un significado esen­
cial, y este punto de partida para la definición de «mujer». «De ello no se sigue determi­
nación natural alguna de caracteres sexuales, pero sí la ineludibilidad de la dualidad
generativa en la estructuración de los conceptos culturalmente variables de género»
(Landweer, «Generativitát und Geschlecht», p. 151). La tesis de Landweer es que no
todo puede construirse de modo arbitrario, sino que en las sociedades existen experien­
cias como las de la muerte y el nacimiento que son «colgadores» de determinadas cons­
trucciones sociales. Estas experiencias no pueden esquivarse o hacerse desaparecer.
Landweer considera así el supuesto butleriano de que «sólo el discurso crea la diferencia
sexual» tan ingenuo y falso como la concepción esencialista según la cual «existen dife­
rencias naturales de género unívocamente identificables» (ibid., p. 156). Butler paraleli-
za de forma indebida —según Landweer—signos lingüísticos, que —como sabemos por Saus-
sure- son arbitrarios, y signos o rasgos corporales. Pero los signos de género no son
completamente arbitrarios, puesto que existe algo así como una condición corporal-
afectiva —la capacidad de alumbrar, por ejemplo—con la que las fantasías culturales y las
expresiones lingüísticas tiene que «contar»:

No es que agentes casi asexuados intervengan en una situación en la que el juego de los
signos produzca posicionamientos en relación con una sexualidad igual o diferente. [...] La
afectividad corporal puede exponerse, presentarse o demostrarse, y en este sentido es simbó­
lica. Naturalmente, cabe reducir la formación de sentimientos y su expresión a situaciones
sociales. Pero la condición corporal-afectiva es un fenómeno sui géneris que, como supuesto
de procesos de simbolización, interviene en la «producción» de socialidad.
(Ibid., p. 162)

Butler ignora -según la crítica- esta experiencia. De la premisa correcta de que todo
discurso de la «naturaleza», la «materia» o el «cuerpo» es un proceso lingüístico, esto es,
de que estos conceptos constituyen una representación simbólica, deduce que nada exis-

440
te fuera del sistema lingüístico: pero hablar de construcción lingüística o discursiva del
mundo sólo tiene sentido si al menos se presupone una realidad más allá del lenguaje
(ibid. , p. 164). Esta observación es de gran importancia también para proyectos y teorías
feministas, para teorías en las que, con todo, el cuerpo femenino siempre ha tenido y
tiene un significado eminente. Martha Nussbaum lo ha enunciado así contra Butler:

Y, sin embargo, es demasiado simple decir que el cuerpo no es sino un producto de rela­
ciones de poder. Podríamos tener cuerpos de pájaro, o de león, o de dinosaurio, pero no los
tenemos, y esta realidad determina nuestras opciones. La cultura puede formar y reformar al­
gunos, pero no todos los aspectos de nuestra existencia física. Si un ser humano tiene hambre
y sed, observaba Sexto Empírico hace mucho tiempo, no es posible convencerlo de lo contra­
rio por vías argumentativas. Este es un hecho importante también para el feminismo, pues las
necesidades de alimentación de las mujeres (sobre todo cuando están embarazadas o ama­
mantan) constituyen un complejo de temas esencialmente feministas. También en lo que
respecta a las diferencias sexuales físicas es demasiado simple despacharlas todas como pro­
ductos culturales [...].
(Nussbaum, «The Professor of Parody: The Hip Defeatism of Judith Butler», p. 42)

Esta critica duda de que se haga algún favor a la teoría feminista cuando se toma de
una manera tan radical como lo hace Butler una senda posmoderna y lingüística.

I I I (3)

Esta crítica la comparte la última corriente del feminismo de que aquí trataremos,
representada por autoras que no están dispuestas a echar por la borda, a la manera pos-
moderna, la herencia de la Ilustración, y que además perciben el déficit macroestructural
de los trabajos etnometodológicos y butlerianos, la ingenuidad política de cuyos plan­
teamientos es para ellas una piedra de escándalo. Como Regina Becker-Schmidt (n.
1937) y Gudrun-Axeli Knapp (n. 1944) han puesto de relieve (F eministische Theorien
Zur Einjührung, pp. 146 s.), como consecuencia de la intensa discusión teórica sobre la
relación «sex/gender» en el debate feminista internacional, apenas se han hecho inten­
tos serios de combinar los trabajos filosóficos y microsociológicos con análisis mesoes-
tructurales y macroestructurales, lo cual ha hecho que el potencial explicativo de la
teoría feminista quede considerablemente mermado. Con razón se ha objetado tanto al
feminismo de orientación etnometodológica como a Butler la falta de claridad sobre el
modo en que «doing gender» y «undoing gender» dependen de contextos instituciona­
les superiores y sobre la relación del lenguaje con estos contextos. No puede así sorpren­
der que las autoras feministas procuren retener los marcos teóricos más «tradicionales»
de la sociología para reformularlos en el sentido del proyecto feminista. Así han mereci­
do, por ejemplo, los trabajos de Jürgen Habermas una atención especial porque en ellos
no sólo se cree que se conserva un momento crítico concreto que parece faltar en teóri­
cas posmodernas y etnometodólogicas, sino también porque determinados conceptos de
la teoría habermasiana, como, por ejemplo, el de opinión pública, parecen adecuados
para analizar la acción política en el contexto de la sociedad entera. A este respecto hay

441
que nombrar principalmente a dos autoras: Seyla Benhabib, nacida en 1950 en Estam­
bul y profesora de filosofía y ciencias políticas en la Universidad de Yale, a la que ya
hemos citado en la presente lección, y la también aquí citada Nancy Fraser (n. 1947),
de la que nos ocuparemos para concluir esta lección.
Fraser, también filósofa y científica social, y que como Benhabib enseña en Estados
Unidos, se muestra en muchos aspectos favorable al proyecto teórico habermasiano por­
que el marco teórico de Habermas, tal como lo expuso principalmente en su Teoría de la
acción comunicativa (cff. la lección décima), permite tanto una perspectiva macrosocio-
lógica como una argumentación normativamente sustancial. Sin embargo -piensa Fra­
ser—, la perspectiva feminista no puede pasar por alto las debilidades de la obra haberma-
siana. La primera de ellas es que la distinción habermasiana entre sistema y mundo de la
vida, entre ámbitos de la acción sociales y sistémicamente integrados, no convence por
su rigidez. En nuestra segunda lección sobre Habermas ya habíamos señalado también la
problemática teórica fundamental que esta distinción plantea. El eje de la teoría femi­
nista de Fraser es algo diferente: ella critica sobre todo el que Habermas haya limitado el
poder y el análisis del poder principalmente a los contextos burocráticos, esto es, al
ámbito del sistema político, y en consecuencia apenas pueda ya abrirse al hecho de que
también las familias están transidas de poder (patriarcal) y, entre otras cosas, deban rea­
lizar también tareas económicas. «Habermas haría mejor en distinguir entre diversas
especies de poder, por ejemplo entre el poder doméstico-patriarcal y el poder burocráti-
co-patriarcal, por no hablar de otras distintas especies y combinaciones de estas que no
menciona» (Fraser, Unruly Practices, p. 121). Finalmente reproduce Habermas —según la
tesis de Fraser- la vieja separación entre la esfera doméstica o privada, en la que la edu­
cación de los hijos se considera tarea de las mujeres, y la esfera masculina de la opinión
pública (política), sólo que desde una nueva lectura, en la cual no tematiza el hecho de
que esta separación reposa ya sobre una relación desigual entre los sexos (ibid. , p. 122).
Sin embargo, Fraser reconoce en la teoría habermasiana un «genuino potencial críti­
co» (ibid., p. 123), pero que sólo puede agotarse si lo que Fraser llama lo «social» se en­
tendiese de una manera distinta de la de Habermas. Esta esfera de lo social -según Fraser-
ya no puede equivaler a «la esfera tradicional, pública del discurso político tal como la
define Habermas» (ibid., p. 156). Lo «social» es más bien el lugar del discurso sobre todas
las necesidades problemáticas, y este espacio de acción, en principio abierto, pasa por la
familia, la economía o el Estado, es decir, no es idéntico a estos ámbitos. Las necesidades
«privadas» no se sustraen, según Fraser, al debate social. Y es así lógico que Fraser distin­
ga, a diferencia de Habermas, al menos dos tipos principales de instituciones que tienden
a despolitizar los discursos: el mercado y la familia. Con su marco categorial, Habermas
sólo pudo analizar -sostiene Fraser- el efecto despolitizador del mercado, pero no el he­
cho de que la familia tradicional produce un efecto similar en la medida en que en ella
reprime las necesidades de las mujeres. De ahí que Habermas tampoco haya visto que el
ámbito de lo público —lo que Fraser denomina lo «social»- tendría que definirse de una
forma esencialmente más amplia o abarcadora. Habermas supone de manera implícita
que el significado de lo político, esto es, de lo que se negocia públicamente, es algo estable
(o se ha mantenido estable en el pasado y luego ha sido desbancado por mecanismos
ideológicos). Por eso sólo puede explicar los nuevos movimientos sociales -el movimien­
to feminista incluido- como un efecto de la penetración de imperativos sistémicos en el

442
mundo de la vida. Pero esta suposición causal es sencillamente falsa, al menos en el caso
del feminismo ( ibid., p. 133), pues el movimiento feminista no surgió de una situación de
defensa del mundo de la vida contra los sistemas, sino porque las mujeres reclamaban
derechos e hicieron de las relaciones, antes privadas, dentro de la familia patriarcal un
asunto político. Respecto a la cuestión feminista, Habermas ignora que no sólo la igual-
dad de derechos entre hombre y mujer, sino también la cuestión de la responsabilidad de
la crianza de los hijos, del sueldo o remuneración del trabajo doméstico, etc., es un asun­
to eminentemente político. Lo «social» es así, según Fraser, un espacio de lucha por el
significado de lo político, de lucha por nuevos derechos, no sólo un espacio de discusión
sobre opciones políticas existentes o de interpretaciones del derecho.

Para abreviar, me alineo con aquellos que prefieren traducir aspiraciones legítimas a dere­
chos sociales. Como muchas autoras críticas radicales de los programas existentes, me siento
obligada a oponerme a las formas de paternalismo que surgen cuando se separan las aspiracio­
nes de los derechos. Y a diferencia de las autoras comunitaristas, socialistas y feministas, no
creo que el discurso referido a derechos sea intrínsecamente individualista, burgués-liberal y
androcéntrico -el discurso reviste estos atributos sólo cuando las sociedades implantan los
derechos falsos.
(Ibid. , p. 183; énfasis en el original)

El feminismo marcadamente socialista de Fraser, que toma muchos aspectos de la


teoría habermasiana, está visiblemente estructurado de otra forma que el de las autoras
que argumentan desde el punto de vista etnometodológico o desde el de Butler. En él se
expresa claramente tanto la perspectiva ilustrada como el programa normativo-político,
basado en la reclamación de derechos sociales para las mujeres y la lucha de las mujeres
por esos derechos. Fraser no habla de un juego difuso del poder y su omnipresencia, ni de
la ironía y la parodia sólo como posibilidades, sino de estructuras concretas de poder que
impiden la articulación de necesidades (femeninas) y contra las cuales es menester lu­
char. En ello se aprecia con toda claridad que los impulsos del feminismo no pueden dar
fruto sin discutir acerca de los principios básicos y generales de la moderna teoría social.

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