Sociología de Proudhon - Pierre Ansart

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INTRODUCCIÓN

Leer a Proudhon hoy es visto como uno de los mayores anacronismos para el pensamiento
anarquista, significando muchas veces, un retroceso. Se tiende a pensar en Proudhon como un
pensador superado y muchas veces se piensa que con solamente leer Miseria de la filosofía de Marx
se puede prescindir de una obra de inmensa longitud y complejidad como es la del pensador
francés. Lo más razonable de ello es que la crítica de Marx se extiende por algunas 80 o 90 páginas
como mucho y la forma de acceder a Miseria de la filosofía es mucho más fácil que las ediciones de
las obras de Proudhon que pecan de, o ser muy antiguas (y por ende de valor elevado), o de tiraje
limitado.
Sin embargo, ciertas labores que han realizado varias editoriales de tratar de recuperar
ciertos escritos son algo que agradecer. Aunque superado ese problema se presenta otro. La obra de
Proudhon, aparte de extensa, es compleja de abordar. Para alguien recién iniciado en la lectura de
Proudhon, ciertos conceptos parecen contradictorios, extraños, incluso se puede pensar que el
francés escribía de una manera esquizoide, contradiciendo un postulado que había afirmado
anteriormente, etc.
Este libro de Ansart puede ser tomado como una síntesis del pensamiento proudhoniano así
como también una introducción para alguien que quiere aventurarse y esforzarse por entender el
pensamiento de Proudhon sin prejuicios y de una manera más “objetiva” –si es que se puede. Ansart
posee una ventaja frente a gran parte de los estudiosos de Proudhon, la inexistencia de la barrera
idiomática que lo pueda separar de la obra del “padre del anarquismo” significa la gran ventaja y
por tanto puede acceder a libros que prácticamente en el mundo hispanohablante no existen como lo
son De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia o La Guerra y la Paz. La revisión hecha por
Ansart se nutre de un panorama completo del pensamiento proudhoniano, sin dejar de lado el
lenguaje accesible. Ansart escribiría dos libros más sobre Proudhon: Marx y el anarquismo, un libro
de un carácter académico mucho más marcado que el presente libro. El nacimiento del anarquismo
podría considerarse una ampliación o una segunda parte de Sociología de Proudhon orientada
principalmente a cuestiones históricas además de una revisión un poco más amplia del aspecto
teórico en Proudhon. Trabajamos actualmente en una re-edición de El nacimiento del anarquismo
tratando de poner a disposición el pensamiento de Proudhon de una manera menos tendenciosa.
Sociología de Prodhon es, por tanto, un libro que rescata de una manera monumental el
pensamiento de Proudhon, libre del prejuicio que levanta este pensador, del cual muchos, incluidos
varios anarquistas, prefieren olvidar o rescatar en algunos casos puntuales. Ansart, Gurvitch y
actualmente Daniel Colson y Jesse Cohn se han esmerado en re-estudiar y actualizar nuevamente el
pensamiento de Proudhon. Destaca principalmente Daniel Colson y su Pequeño léxico filosófico del
anarquismo, el cual muestra la actualidad del pensamiento de Proudhon. Esperamos, también, tener
dicho libro editado prontamente.

J.
CAPITULO I

E L MÉTODO

Más de un siglo después de acabada, la obra de Proudhon sigue suscitando cólera o entusiasmo, sea
por considerársela utópica y reformista, sea por ver en ella la expresión de un pensamiento
auténticamente revolucionario. Estas diferencias de interpretación prolongan las apasionadas
discusiones que provocaron los escritos de Proudhon en el momento de su publicación. En sus obras
de juventud, Marx interpreta la Primera Memoria sobre la propiedad, ¿Qué es la propiedad?
(1840), como fiel expresión del pensamiento proletario y proclama que esta declaración de guerra al
régimen capitalista es tan decisiva para el movimiento obrero como lo fue la proclama de Siéyes
para el tercer estado1. Pero algunos años más tarde, tras la ruptura de sus relaciones con Proudhon,
responde a Sistema de contradicciones económicas (1846) con una extensa crítica (Miseria de la
filosofía) en la que dice que el pensamiento proudhoniano es expresión de la ideología
pequeñoburguesa. No obstante, en esa misma época, el revolucionario Bakunin, conocedor de la
obra de Marx y de la de Proudhon, se niega a oponerlas mutuamente: admite que el análisis
marxista proporciona una visión más exacta del proceso capitalista, pero añade que el espíritu
proudhoniano antiautoritario y antiestatista aporta a la revolución el carácter anarquista y radical
que le falta a Marx. Hoy en día, mientras la tradición marxista sigue repitiendo los conceptos
críticos formulados por su fundador, los teóricos de la autogestión obrera subrayan la importancia
de la crítica proudhoniana, en particular su contribución a un socialismo descentralizado y basado
en la autoadministración2.

El vigor de estas polémicas nos da la pauta de la singular actualidad de la obra de Proudhon.


Éste se ubica, en efecto, en una problemática que evoca directamente los problemas
contemporáneos, en una discusión que enjuicia sucesivamente al capitalismo y al comunismo
estatista. A no dudarlo, los elementos de la controversia han cambiado enormemente: el régimen de
propiedad que ataca Sistema de las contradicciones corresponde al capitalismo competitivo que
imperaba antes de 1848 y a principios del Segundo Imperio, en tanto que la comunidad no es un
sistema elaborado, sino un proyecto fundamentalmente utópico que recuerda más las esperanza de
Babeuf que el comunismo marxista. Sin embargo, la transformación de los términos del debate no
les ha quitado su sentido profundo: la crítica del carácter anárquico e inhumano del régimen de la
propiedad se aplica a toda forma de economía fundada en el afán de lucro personal; la crítica del
carácter autoritario del régimen de comunidad alcanza a toda forma de economía basada en la
centralización estatista de los medios de producción. Semejante posición, difícil e incómoda, debía
ganarse la animadversión de los paladines del orden establecido y de más de un socialista, y aún
hoy es causa de irritación para muchos. Proudhon no hizo nada por atenuar las dificultades y
apaciguar la cólera que despertaba. A primera lectura, parece atacar radicalmente todo aquello que
analiza —en especial la propiedad, el Estado y la religión— y atribuir a la revolución la tarea de
suprimirlos definitivamente. Se propone aplicar a todos los fenómenos sociales una dialéctica
negativa encaminada a destruir todo dogma y cuyas consecuencias serán, en religión, el ateísmo, en
política, el anarquismo, y en economía política, la no propiedad3. Esta acumulación de negaciones
no podía dejar de irritar a sus amigos y de inquietar a todos aquellos que sólo lo compren dían a
medias.

1
Marx, Sainte Famille, Costes, Oeuvres philosophiques, T. II, p. 53.
2
Daniel Guérin, L’Anarchisme, Gallimard, 1965, p. 170 y passim. Edición en castellano: El anarquismo. Bs.
As.5 Ed. Proyección, 1987.
3
“Nuestro principio, por el contrario, es la negación de todo dogma; nuestro supuesto primero, la nada.
Negar, negar siempre, he aquí nuestro método de construcción en filosofía”. Le Représentant du Peuple,
número del 16 de mayo de 1848. Solution du problème social, Lacroix, Verboeckoven (1867-1871), T. VI, P.
144.
Por otra parte, la diversidad de interpretaciones se debe también a la gran complejidad de la
obra proudhoniana, en la que la violencia puede llegar a ocultar los matices de sus análisis.
Proudhon tiene un agudo sentido de la fórmula agresiva, de la contradicción, pero ninguna de sus
célebres invectivas expresa adecuadamente su pensamiento; en él, la fórmula es siempre sólo un
aspecto de la verdad, según el principio general de que la verdad no es una, sino dialéctica, y que
una proposición debe corregirse inmediatamente con su contrario. De allí el movimiento de un
pensamiento capaz de afirmar sucesivamente que la propiedad debe ser destruida y que debe ser
conservada, movimiento incesante que pudo hacer creer a ciertos espíritus que la crítica
proudhoniana era pura sofística. Para comprender a Proudhon, es preciso captar desde dentro el ir y
venir de su pensamiento, que obedece a su lógica particular y trastorna los conceptos heredados de
la lógica tradicional. En Miseria de la filosofía, Marx se asombra de que Proudhon haya retenido
del método hegeliano únicamente la terminología y no el contenido; en efecto, como habremos de
demostrarlo, Proudhon sólo conserva de Hegel aquello que le sirve para aclarar su propio método y
se niega a adherirse incondicionalmente a una escuela. La dificultad se ve aumentada por el hecho
de que va creando su metodología a medida que encuentra nuevos escollos; no recibió de una
academia o de la práctica de determinada ciencia un método fijo que aplicaría en sus estudios.
Piensa como autodidacta, y con ello inicia una forma de pensamiento original que no cabe
interpretar ni por comparación con las escuelas filosóficas tradicionales —materialismo, empirismo,
individualismo o idealismo— ni por reducción a las ciencias que se esfuerza por superar, la historia
o la economía política.

Visto estas dificultades, creemos apropiado recordar ante todo las líneas generales de la
evolución proudhoniana, a riesgo de desatender por el momento detalles y matices. La sociología de
Proudhon es exclusivamente fruto de su guerra social y política, y sólo al evocar sus luchas y sus
críticas nos será dado descubrir el espíritu de la ciencia social por él elaborada y el método dialéc-
tico que propone.

La célebre fórmula enunciada en la Primera memoria —“la propiedad es un robo”— nos


dice que el primer objetivo contra el cual embate es la propiedad privada o, más exactamente, el
lucro, el capital como fuente de lucro y toda forma de ganancia gratuita, a saber, alquileres,
arrendamientos, intereses. Esta posibilidad del capital de obtener un provecho, de reproducirse sin
que su detentador tenga que participar en el trabajo colectivo es un robo, tanto de hecho como de
derecho. En rigor, el lucro capitalista sólo se logra merced a una sustracción fraudulenta y por la
cual el propietario no restituye a los trabajadores la totalidad de lo que producen. Este robo se pone
de manifiesto en la inadecuación cualitativa y cuantitativa que separa a los salarios y la producción
social. Cuando le ofrece trabajo a un obrero, el capitalista se compromete a proporcionarle un
salario equivalente, en término medio, a sus gastos individuales de alimentación y mantenimiento.
Pero de la unión y armonía del trabajo de cada uno, de la convergencia y organización de los es-
fuerzos individuales resulta una “inmensa fuerza”, la fuerza colectiva, de un orden muy distinto a la
suma de los trabajos individuales. El capitalista paga las jornadas de labor, mejor dicho paga tan tas
jornadas como operarios emplea diariamente; pero la fuerza y la producción colectivas resultantes
de la síntesis del trabajo realizado por cada individuo, a la que superan infinitamente en cantidad y
calidad, no son retribuidas por el capitalista, quien se las apropia4. El derecho individualista

4
¿Qué es la propiedad?, Primera memoria (1840). Oeuvres completes, nueva edición dirigida por C. Bouglé
y H. Meysset, París, M. Riviére, p. 215. (Salvo indicación en contrario, las obras de Proudhon citadas
mantiene la ficción del trabajo individual y del contrato privado entre empleador y trabajador.
Empero, todo trabajo, hecho posible por la totalidad de los trabajos efectuados anteriormente, es
esencialmente social y colectivo: desde el momento en que toma parte activa en la producción, el
hombre participa en una tarea común y contrae inmediatamente una deuda con la sociedad que
integra. Toda empresa de producción reúne esfuerzos individuales cuya división y cohesión
engendra una potencia económica y social que es en esencia diferente del aporte individual. La
ficción del salario le permite al capitalista guardar para sí los beneficios de dicha fuerza colectiva; al
retribuir las jornadas de labor, el empresario no reparte la producción ni realiza una división
equitativa de lo que el jornalero ha producido efectivamente. En el régimen de la propiedad los
obreros apenas reciben un salario cuyo valor se fija en base a sus necesidades mínimas; en cuanto al
producto real de su trabajo, que es el producto social y colectivo de sus esfuerzos, les es
incesantemente sustraído, robado por el capitalista.

Vemos, pues, que la Primera memoria va mucho más allá de una simple invectiva contra la
injusticia social: tiende a demostrar que el contrato individual que liga a capitalista y obrero
esconde una relación de explotación económica, que el régimen de la propiedad se apoya en el
antagonismo entre trabajo y capital y crea, ineluctablemente, una oposición entre la clase
trabajadora y la capitalista. En un sistema de tal índole, los beneficios se concentran en las manos
de los propietarios en tanto que los obreros, excluidos de la administración de las empresas y
privados de una justa repartición de aquellos, sólo reciben los medios para subsistir y en la medida
en que el capital los emplea. Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria,
obra de 1846, prosigue el análisis del tema y nos muestra cómo tal contradicción fundamental
engendra las múltiples contradicciones del capitalismo competitivo. Cada “época” del sistema —la
división del trabajo, el maquinismo, la competencia, el monopolio, los impuestos— suscita, en su
nivel, nuevas antinomias. Antinomias económicas entre el incremento de la producción y la
imposibilidad de consumirla, entre el enriquecimiento y la miseria, entre el poder a discreción y la
subordinación obrera; antinomias morales entre el perfeccionamiento y la pérdida de la capacidad
profesional, entre la especialización del hombre y su degradación. Esta descripción del sistema
económico y social sindica al régimen de la propiedad como un sistema dialéctico, de términos
antagónicos, que no admite reformas parciales, y en el que toda modificación de detalles está
condenada al fracaso por el encadenamiento de contradicciones; en suma, un régimen que
solamente una “mutación” radical de la organización económica podrá hacer desaparecer.

A esta crítica de la economía va aparejada una crítica de las relaciones de autoridad y de las
relaciones políticas instituidas por el capitalismo competitivo. En efecto, la apropiación privada crea
de sí relaciones sociales de autoridad y de sujeción. Los centros de producción, talleres o fábricas
no están organizados según el principio de igualdad y reciprocidad, sino según el de jerarquía y
explotación. Al apoderarse del trabajo, el capitalista se adueña simultáneamente de los hombres: la
propiedad confiere a su detentador un poder absoluto sobre aquellos que sólo pueden subsistir
ofreciendo su trabajo. Veremos además que la expansión industrial y, por ejemplo, el desarrollo del
maquinismo, fortalecen aún más esta forma de autoridad: a medida que se mecaniza el trabajo, los
obreros se encuentran más y más sometidos a técnicas que escapan a su dominio, técnicas dirigidas
exclusivamente por los empresarios y contra los trabajadores. El poder político no hace más que

corresponden a esta edición). Edición en castellano: ¿Qué es la propiedad? Bs. As., Ed. Proyección, 1970.
prolongar y expresar estas relaciones de dominio enraizadas en la organización fabril. Por poseer
los poderes económicos que le otorga la propiedad, la clase capitalista, dueña de la fuerza colectiva,
ejerce un poder directo sobre el Estado, al que utiliza para mantener y afianzar sus privilegios.
Contrariamente a lo que sostiene el mito de la democracia, el Estado no se halla en manos de toda la
sociedad, no es la universalidad de los ciudadanos: está acaparado por la clase propietaria así como
el poder económico está acaparado por el capital; la opresión que se ejerce sobre los trabajadores en
la fábrica encuentra su expresión homologa en el despotismo político.

Por otra parte, corresponde al régimen de la propiedad una serie de mitos y creencias que
participan directamente del sistema económico y actúan en su defensa. En su gran obra La justicia
en la revolución y en la Iglesia (1858), Proudhon se interroga sobre la significación social del
cristianismo a mediados del siglo XIX, en un momento de la historia en el que se enfrentan el ca-
pital y el trabajo, la burguesía y el proletariado, la idea de justicia y la de Dios. Allí enuncia la tesis;
general de que el cristianismo se ha convertido en la teoría, la idea de esta sociedad de la desigual-
dad, fundada en el acaparamiento de las fuerzas colectivas. La religión afirma ser un conjunto de
dogmas y verdades, claro está; pero no hay idea que no tenga su origen y realización en la sociedad,
y los dogmas cristianos, como toda teoría común, guardan relación analógica con la totalidad social.
Al sostener la supremacía de un poder absoluto, trascendente respecto del ser humano, la religión
expresa las relaciones de subordinación social y política. Los dogmas de la gracia y de la fe re-
presentan las actitudes de obediencia y justifican el sacrificio de las libertades individuales en aras
de los poderes despóticos; al negar la autonomía de la razón colectiva, justifica la oposición a la es-
pontaneidad social. La Iglesia simboliza las relaciones sociales de dominio y es una de las fuerzas
opositoras del movimiento revolucionario.

De esta manera, la crítica de la sociedad capitalista se extiende a todos los niveles de la


realidad; el social, el económico, el político y el ideológico; en nuestro estudio nos veremos
forzados a establecer una distinción entre sociología económica, política y del conocimiento, mas
ello no nos debe hacer olvidar que estos tres planos de la realidad están dialécticamente ligados
entre sí y que un análisis que los aísla sólo puede ser provisional.

Considerado en su totalidad, el régimen de la propiedad es, en una palabra, la realización de


la injusticia, vale decir de la desigualdad: por ello, pasando de la crítica social a la indignación mo-
ral, Proudhon afirmará que la sociedad moderna es el imperio de la inmoralidad. Cuando en una
sociedad el robo y la explotación son la realidad constante y la condición del enriquecimiento, ca be
esperar que se produzca, especialmente en las clases privilegiadas, un retroceso ético general.

Oponiéndose a la práctica y teoría de la propiedad privada las doctrinas socialistas, las


muchas sectas particularmente activas antes de 1848 y sus proyectos revolucionarios. Si Proudhon
se proclama socialista, no es para aprobar indiscriminadamente las teorías que se formulan en
nombre del socialismo sino para discutir su valor y censurar, a veces amigablemente, casi siempre
con vehemencia, los peligros que algunas de ellas entrañarían. Su crítica no alcanzará directamente
a la obra de Marx, ya que Proudhon sólo pudo conocerla parcialmente, sino a los trabajos de los
socialistas y comunistas franceses como Saint-Simon, Fourier, Louis Blanc, Pierre Leroux,
Villegardelle y Étienne Cabet.
Su primer objetivo será señalar los errores de los socialismos utópicos que, en vez de partir
de la observación crítica de la sociedad económica, pretenden construir en su integridad una
sociedad imaginaria. Si bien es cierto que el fin de la Revolución es transformar radicalmente la
sociedad y efectuar una mutación decisiva de sus fundamentos económicos, también es verdad que
a través del desorden del régimen de la propiedad se manifiestan necesidades y tendencias que
preparan el terreno para la sociedad socialista: la división del trabajo, la competencia, el monopolio,
tienen su razón de ser y obedecen a imperativos que es preciso descubrir para edificar una sociedad
capaz de preservar sus dinamismos. Particularmente erróneas son las teorías utópicas que pretenden
fundar el socialismo en principios morales, la fraternidad del amor: la sociedad nueva no puede
construirse sobre la base del sentimiento sino, únicamente, sobre una nueva organización del
trabajo, una organización que exige ser definida científicamente.

Por otra parte, Proudhon rechaza las teorías que, escudándose tras una fraseología social, en
realidad no hacen más que mantener las relaciones que se dan en el régimen de la propiedad
privada. Así, reprocha a los saintsimonianos proponer una constitución jerárquica que sólo crearía
nuevas desigualdades y un nuevo estado feudal. A los fourieristas les censura su respeto a la
propiedad capitalista: una reforma de la producción, por profunda que sea, no modificará
radicalmente las relaciones sociales si no contempla, ante todo, la abolición de la propiedad privada
en su forma capitalista.

Su crítica alcanza su punto máximo cuando analiza el comunismo en contraposición al


socialismo anarquista o, más exactamente, cuando opone la teoría de la comunidad a ese concepto
socialista de la sociedad que denominará sucesivamente asociación progresiva, mutualidad,
democracia industrial. Pese al carácter en apariencia radical de la teoría de la comunidad, Proudhon
la considera absolutamente utópica. Etienne Cabet imagina, en nombre de la fraternidad universal,
una sociedad en la que los bienes serían de todos y el Estado el único propietario y administrador de
la economía. La autoridad estatal organizaría las empresas, distribuiría las fuerzas y los hombres,
fijaría las retribuciones y lo que correspondiera a cada uno para su consumo personal; en suma,
convertiría a todos los ciudadanos en asalariados. De este modo, la autoridad del propietario
quedaría sustituida por la de la colectividad; el individuo particular, diferenciado, desaparecería
para ser reemplazado por el hombre colectivo en todas las funciones sociales, la producción, el
intercambio, el consumo, la educación.

Proudhon niega la originalidad del concepto de comunidad, y ello constituye una de sus
principales objeciones contra esta teoría. Lejos de salir de los caminos habituales de la economía
política en búsqueda de una sociedad socialista que respete la responsabilidad y la libertad de los
trabajadores, la teoría comunitaria se limita a repetir, oponiéndose a ellas, las formas del sistema de
la propiedad privada. En vez de destruir la concentración que significa el monopolio, la comunidad
lo prolonga en su forma estatal; y en lugar de queda el despotismo inherente a la propiedad privada,
fortalece el poder gubernamental por imponer un régimen policial a toda la producción. El error
fundamental de las teorías comunitarias consiste en suponer que un poder intensificado, una
ampliación sin límites de los poderes centralizados pueden lograr aquello que concretará
únicamente la iniciativa siempre renovada de los trabajadores. Proudhon no se cansará de señalar,
particularmente con referencia a Louis Blanc, lo que estima es el engaño fundamental de las sectas
auto-tituladas socialistas: su ilusoria esperanza de conseguir con una reforma iniciada desde arriba
algo que sólo puede obtenerse mediante una transformación desde la base de las relaciones de
producción. En las obras y los artículos escritos durante la Revolución de febrero ( Confesiones de
un revolucionario, 1849; Idea general de la revolución en el siglo XIX, 1851), Proudhon no cesa de
poner en guardia contra este error de principio. Al dar más fortaleza al gobierno, al acordar el
mayor poder de iniciativa al Estado, se mantienen los moldes de la sociedad opresora y resultan
inevitables la consolidación del despotismo, el crecimiento de la burocracia y la multiplicación de
las fuerzas contrarias a las fuerzas productivas.

En su combate contra el régimen de la propiedad privada y contra los socialismos estatistas,


Proudhon nos revela los objetivos de su teoría social y evidencia estar resuelto a salvar los escollos
de las doctrinas centralistas. La solución reside en escapar definitivamente de las contradicciones,
de las que la comunidad sólo es, peso a las apariencias, un término más. Dado que en el proceso
dialéctico la comunidad se opone simplemente a la propiedad, Proudhon se fija como objetivo el
evitar tanto a la una como a la otra, superando los antagonistas que traen aparejados. Tratase, pues,
como bien dicen las sectas socialistas, de organizar el trabajo; pero en lugar de imponer una nueva
organización coercitiva, ha de buscarse que el trabajo se organice por sí solo, es decir que los
productores creen ellos mismos las nuevas relaciones, se adueñen de los instrumentos de la
producción y se encarguen de dirigirla y distribuirla. En vez de ahogar la iniciativa de los
trabajadores con una nueva opresión, debe restituirse a éstos íntegramente los medios de
producción, así como el gobierno de todos los organismos de la sociedad económica, es decir
devolverle al trabajo la libertad plena.

En lo económico, la realización de tales objetivos significaría reintegrar a la sociedad todo


lo que sustrae el régimen de la propiedad privada y reconstituir totalmente la sociedad económica
sobre un principio en un todo contrario a los de la propiedad y el comunismo. El fin político de la
revolución social no consiste en darle mayor poder al Estado, sino en quitárselo, en subordinarlo a
la sociedad económica y a la iniciativa de los productores.

Sería misión de la ciencia social el descubrir las leyes de la organización del trabajo y servir
de teoría para la instauración de una sociedad liberada de sus alienaciones y contradicciones.
Cumpliría las funciones críticas a la par que las positivas necesarias para la acción revolucionaria.
Ante todo, pondrá en evidencia el desorden, el despotismo y la injusticia propios de la sociedad
capitalista. A diferencia de la economía política, que se limita a convalidar los usos de la economía
sin preocuparse ni de las consecuencias humanas del sistema ni de las secuelas políticas de la
anarquía industrial, la ciencia social mostrará la significación social del régimen de la producción,
señalando así la opresión y la explotación de él derivadas. No asumirá la tarea de justificar el orden
existente sino de defender a las clases oprimidas y atacar a los privilegiados. Además, destruirá las
utopías y las ilusiones, que sólo sirven para disipar las energías y retrasar el establecimiento de la
democracia industrial; apuntará en particular los errores de los demócratas, empeñados en creer que
la revolución política sería el medio necesario y suficiente para lograr el advenimiento de una
sociedad igualitaria, siendo únicamente la transformación general de las relaciones económicas la
que puede instaurar las condiciones requeridas para la conciliación social. Esta ciencia no debe
partir de hechos imaginarios sino del descubrimiento de las leyes sociales y económicas que se
manifiestan en la historia, aunque más no sea parcialmente y aun a despecho de la anarquía y del
desconocimiento de las leyes sociales. Contrariamente a lo que afirman los utopistas, vano sería
pretender organizar el trabajo como si nada del pasado anunciara su constitución futura: en medio
del desorden, los trabajadores se organizan 5 y surgen espontáneamente empresas, como ciertas
asociaciones obreras, que presentan ya el modelo de la democracia industrial. En general, la vida
económica y social tiene sus propias leyes, que conviene desentrañar más allá de las apariencias y el
caos. La ciencia social, así cimentada en el conocimiento de las necesidades y de las leyes, cons-
tituirá la teoría de la sociedad socialista y la idea de una práctica revolucionaria. No será sencilla-
mente el conocimiento de las necesidades económicas, sino una teoría de la sociedad tomada en la
totalidad de sus caracteres y, por tanto, una teoría del trabajo, del Estado, de la libertad, de las ideas
y de la moral, puesto que las diversas formas de la realidad son inseparables. En una palabra, será la
teoría de la justicia por mostrar el avance progresivo de las relaciones justas en medio de la
anarquía de las fuerzas económicas, así como la posibilidad de implantar la justicia mediante la
democracia industrial. En este nivel, la ciencia social se transforma en teoría social y en filosofía.
Efectivamente, la teoría revolucionaria no se limita a proponer un modelo de constitución econó-
mica; también rechaza todas las ideologías anteriores y resuelve los problemas que ellas suscitaban
sin hallarles solución. La filosofía revolucionaria, que se opone sistemáticamente a la religión, es-
boza una práctica económica y política, considera la lógica inmanente a la humanidad, define el ob-
jeto de la educación, desarrolla una moral de la acción individual y social, evalúa el sentido de la
evolución social en su integridad.

La amplitud del campo abarcado por las reflexiones proudhonianas nos obliga a puntualizar
cuáles son, entre los problemas que se presentan, aquellos que conciernen a la sociología y a preci -
sar qué papel toca a los estudios puramente sociológicos. Si positivista es la sociología que examina
los fenómenos sociales tratando de mantenerse en situación de exterioridad respecto del objeto ob-
servado, que repudia toda teoría interpretativa y describe los actos de hombres y grupos haciendo
abstracción de sus intenciones y significados, indudablemente la sociología proudhoniana no
responde a una inspiración positivista. Proudhon se entrega a la observación sociológica como
hombre de acción deseoso de participar en la defensa de las clases desamparadas: toda su obra
manifiesta una vocación militante y constituye un apasionado alegato contra la sociedad basada en
la propiedad privada y contra la autoridad opresora. No se crea, por eso, que reniega de las
formulaciones teóricas; demuestra que los hechos humanos, en su efectividad, realizan una lógica,
la lógica dialéctica, y que el conocimiento de tal teoría es indispensable para comprender la historia
con exactitud. La humanidad es lógica, los hechos económicos y sociales son la concreción de un
movimiento que es análogo al proceso del pensamiento; de ahí que el método dialéctico nos permita
descubrir una realidad compleja que la observación parcial no puede develar. La teoría es
indispensable para el conocimiento social, pues ella es inmanente al actuar de los hombres. Mas el
que el devenir humano tenga carácter dialéctico no implica que la historia siga necesariamente
cierto proceso evolutivo y que sea posible prever completamente el curso de los acontecimientos. Si
en sus primeros escritos Proudhon tiende a aceptar que la revolución es el resultado “fatal” y la
única resolución de las contradicciones económicas, después de 1850 se inclina a dudar del rigor de
las leyes de la evolución social y pone sus esperanzas en la iniciativa, la acción y la práctica de las
clases obreras para el logro de la mutación revolucionaria. La sociología proudhoniana no es
positivista ni en su intención ni en su método, ni en sus conclusiones.

5
Sistema de las contradicciones económicas, T. I. p. 75. Edición en castellano: Sistema de las
contradicciones económicas. Bs. As., Ed. Americalee, 1945.
La sociología de Proudhon se ubica en tres planos: el de la crítica, el de la teoría social y el
de la doctrina política. La crítica del capitalismo se extiende simultáneamente a la sociedad del
capitalismo; el estudio de las contradicciones pone de manifiesto las consecuencias negativas de
este sistema económico y demuestra que causa el enfrentamiento de las clases sociales. No debemos
considerar al capitalismo meramente como un conjunto de procedimientos y técnicas destinado a la
producción y distribución de las riquezas; constituye un sistema económico social en el cual las
relaciones entre las clases son el fundamento de las reglas económicas a la par que el efecto
incesantemente renovado de los métodos de producción y repartición. De ahí que las observaciones
sociológicas acerca de las clases, de la acción de individuos y grupos y de la evolución social del
sistema, desemboque inevitablemente en una violenta crítica de la injusticia y la miseria. Es
imposible separar la crítica económica del estudio sociológico, dado que el objeto del análisis es
precisamente mostrar que las contradicciones al parecer de orden económico son en realidad de
carácter social, contradicciones que involucran un enfrentamiento entre el capital y el trabajo, es
decir entre las clases dueñas de uno y otro. Del mismo modo, la crítica del Estado no será tanto una
crítica política cuanto una crítica social de la vida política: su finalidad no será examinar las formas
constitucionales ni definir cuáles el mejor tipo de gobierno sino considerar las estructuras políticas
dentro de la totalidad social y determinar de qué modo se interconectan la denominación política y
la económica, amén de estudiar su causalidad y dialéctica. El enjuiciamiento de la autoridad, de la
concentración de poderes, de la burocracia y de la colusión entre las distintas fuerzas dominantes
dará pie a un análisis sociológico que sacará a luz las relaciones existentes entre los poderes y las
diversas fuerzas sociales. Por lo demás, la crítica de las ideologías, particularmente del cristianismo,
no se referirá solamente al contenido de verdad o error de estas teorías intelectuales, también
buscará interrelacionar estos sistemas con la práctica social a fin de mostrar que una teoría se
constituye en idea de una sociedad y que, por ejemplo, hay correspondencia analógica entre el
dogma de las jerarquías sagradas y la organización social opresiva. Vemos, pues, que la parte crítica
de la obra proudhoniana —trate sobre la sociedad económica anterior a 1848, sobre la Revolución
de febrero o sobre la organización social del Segundo Imperio— propone una definición so-
ciológica de la sociedad francesa de mediados del siglo XIX.

Las observaciones parciales no bastan para ver la estructura social en su conjunto:


únicamente una teoría general de la sociedad, llámese dialéctica serial, simplemente dialéctica o aún
teoría de los equilibrios, permitirá abarcar los conflictos de la sociedad en su totalidad. Los trabajos
empíricos que se limitan a determinados aspectos, como las encuestas de Le Play sobre el
presupuesto de las familias obreras, podrán aportar enseñanzas preciosas, pero serán objeto de
distintas interpretaciones según las doctrinas que los utilicen y servirán indiferentemente de
instrumento para cualquier acción política, aún para la conservadora. Por el contrario, la teoría
dialéctica obligará a discernir los procesos de la sociedad capitalista, a considerar las
contradicciones dentro de su propio sistema y a descubrir así la necesidad o la urgencia de ha cerlas
desaparecer. La teoría no puede deducirse directamente de la observación parcial, y es propio de los
defensores del orden imperante el rechazarla y aislar los términos en juego por no querer que se
ponga en tela de juicio el presento. Para conocer la teoría es preciso recurrir a la lógica y al saber
filosófico. Mas la teoría expresa justamente la forma de la realidad social: la dialéctica no es sólo el
movimiento necesario de la razón, también es la forma de la actividad social. Así, no podemos
separar la crítica acusatoria, que utiliza más especialmente los hechos sociológicos parciales, de la
teoría que confiere significado a éstos. Siempre ha de haber entre crítica y teoría un hilo que con -
duzca de la una a la otra; la teoría orientará la investigación y mostrará las relaciones que exis ten
entre hechos en apariencia ajenos entre sí; inversamente, al darnos la imagen de una sociedad libre
de antagonismos, la teoría servirá de argumento para la acusación.

En suma, esta sociología general tiene valor de fundamento para la elaboración de una
doctrina económica y política, para la formulación de planes revolucionarios. En este punto se
produce una ruptura explícita entre la sociología y la doctrina, entre la observación y el mensaje
revolucionario; sería misión específica de la ciencia social salvar esta fractura dentro de lo posible.
En tanto que la utopía crea una discontinuidad entre la ciencia de lo social y la reforma política, la
ciencia revolucionaria lograría una continuidad dialéctica entre la teoría y la práctica, entre la
conciencia de un pasado anárquico y la idea de una sociedad equilibrada. El proyecto
revolucionario proudhoniano se articula, en todos sus aspectos, en un conocimiento de lo social.
Según veremos luego, al tratar el tema más a fondo, la doctrina que postula el derecho de los
obreros a ser dueños y señores de la sociedad económica se funda en el análisis de la fuerza
colectiva: puesto que la producción es única y exclusivamente obra del trabajo, del esfuerzo
organizado de los hombres, es lógico que el producto del trabajo vuelva en su totalidad a los
verdaderos productores; por ser el trabajo un quehacer social, debe y puede ser socializado. La
doctrina de la democracia industrial, de la descentralización de responsabilidades y decisiones se
basa en una visión pluralista de la sociedad: la vitalidad y el dinamismo social van necesariamente
asociados a la pluralidad de centros de producción, en tanto que la falta de movimiento va unida a la
centralización autoritaria; por ende es preciso romper el totalitarismo de los monopolios y conferir
autonomía relativa a los grupos productores. La doctrina antiestatista y federalista se apoya en el
conjunto de los estudios sociales que demuestran que el Estado centralizado, aun el democrático, es
indefectiblemente opresivo y conservador. La doctrina económico-política permitirá,
recíprocamente, esclarecer la teoría sociológica, así como la deducción posibilita la mejor
comprensión de los principios, y aunque el estudio de la sociología de Proudhon no incluye la
exposición detallada de sus doctrinas, creemos útil resumirlas aquí en líneas generales.

A no dudarlo, la grandiosa obra de Proudhon obedece en todo momento a una inspiración


sociológica. El examen de sus conceptos desde un enfoque estrictamente social resultaría
insuficiente para abarcarlos en todos sus aspectos. Más acertado sería distinguir en Proudhon al
economista, al historiador de ideas y religiones, al crítico de arte y al creador de doctrinas. No
obstante, observamos que el centro de referencia de sus múltiples trabajos es la percepción de las
estructuras y de las transformaciones sociales, lo cual nos permite integrarlo todo en una unidad.
Efectivamente, los estudios parciales, los análisis y las doctrinas son remitidos incesantemente a un
concepto general de la realidad social que conviene precisar desde ya, pues éste nos delineará
dialécticamente el objeto de la ciencia social y el método que permitirá estudiarla.

La validez y necesidad de la ciencia social se fundan en el hecho de que la sociedad


constituye un ente real, el ser colectivo, que posee caracteres específicos. El nombre mismo,
sociedad, no es una palabra abstracta que sirve para designar un conglomerado o conjunto de
individuos diversos: la sociedad es un ser vivo, que tiene características y leyes propias,
absolutamente originales. Al enunciar, en 1840, el principio de la realidad del ser colectivo,
Proudhon subraya primordialmente dos aspectos generales que considera inseparables, a saber, la
vitalidad de lo colectivo y la existencia de un modo de conciencia particular. Sin caer en la
confusión de ver en el ser social una realidad biológica, podemos comparar a la sociedad con un
organismo cuyas partes están unidas por nexos constantes e intercambios incesantes; corresponderá
a la ciencia social estudiar la naturaleza de la forma especial de solidaridad que une a los distintos
miembros del ser colectivo, estudios que demostrarán que su modalidad esencial es la relación
económica del cambio. Comprobaremos que, por el cambio entro productores y entre grupos de
productores, se instituye una relación social que si bien emana directamente de la acción de los
participantes, supera a los individuos con la solidaridad que instaura. Proudhon agrega
inmediatamente que el ser colectivo está también dotado de voluntad y de razón; una voluntad y una
razón no exactamente equiparables a las del ser humano individual: hay entre los integrantes del
grupo relaciones vivas, en continuo proceso de creación y transformación, que no pueden reducirse
a relaciones mecánicas o materiales explicables por una ciencia natural. Pese a las divisiones y los
antagonismos sociales, efectúase una unidad de las actividades de producción que manifiesta una
voluntad común, real, pero circunstancialmente no reconocida por los miembros de la colectividad.
También hemos de desarrollar la tesis de Proudhon de que el encuentro y el conflicto de la razón y
los deseos de cada individuo dan nacimiento a una razón común o razón colectiva que es, por
esencia, heterogénea respecto de la razón del individuo, por más que: sólo pueda surgir de la libre
confrontación de las exigencias personales.

De esta suerte, el ser colectivo sobrepasa fundamentalmente al individuo que participa de


él, y no lo supera sólo por la amplitud de su poder y por la acumulación de los aportes individuales:
al insistir sobre la realidad de lo colectivo, Proudhon se propone poner de relieve la heterogeneidad
fundamental de lo social en relación con lo individual. Dicha heterogeneidad se manifiesta
singularmente en la realidad de la fuerza colectiva y en la desproporción básica que existe entre ella
y el esfuerzo individual. En la actividad productora, las fuerzas singulares que intervienen en la
realización del trabajo en común se organizan y se dividen espontáneamente. Ahora bien, esta
coherencia y esta división hacen surgir un poder, una fuerza, que es en esencia diferente de la
simple suma de los aportes individuales. La cantidad de trabajo suministrada por un taller
organizado, por un grupo humano, es mayor que la que resultaría de la simple acumulación de
tareas individuales; además, es básicamente irreductible. Vale decir que la acción social forma de
por sí una realidad que posee características propias cuyo conocimiento no se obtiene con sólo con-
siderar la actividad de cada individuo. En el trabajo, el hombre participa en una tarea cuyo sentido
general puede captar si se suprimen los antagonismos, pero que los trasciende fundamentalmente.

Las conclusiones polémicas que Proudhon extrae de estas definiciones preliminares nos dan
una idea de la significación de éstas. Asevera insistentemente que el ser colectivo obedece a leyes
específicas determinables, pues desea demostrar que es imposible comprender lo social tomando
exclusivamente la actividad individual o atribuyendo la producción colectiva al aporte personal.
Con esto, Proudhon anuncia su propósito de utilizar la ciencia social para criticar al individualismo
y al liberalismo económico: al probar que el acto de producir es colectivo, mostrará que ningún
individuo tiene derecho a reclamar para sí una parte privilegiada; al probar que el producto es
esencialmente distinto de los aportes particulares, mostrará que la producción no debe recaer en las
manos de uno sino, por definición, en las de todos. Se adivina que esta definición de la fuerza
colectiva servirá para poner en evidencia cuán injusto es el acaparamiento individual de la
producción, como sucede en el capitalismo. En su crítica a la propiedad, Proudhon se esforzará en
demostrar que el capital no produce por sí mismo, que la producción es únicamente obra de los
trabajadores y el lucro, por tanto, un acaparamiento fraudulento. En un nivel más general, hará
comprender que ningún aporte personal, ni siquiera el de un inventor o un genio, puede reclamar
parte privilegiada de lo producido. Todo hombre que participa socialmente en la producción y el
consumo se convierte inmediatamente en deudor de una acción colectiva que nadie tiene de recho a
dominar ni acaparar. Según esto, la ciencia social conduciría automáticamente a conclusiones
socialistas, inherentes a ella.

Igualmente, el reconocimiento del ser colectivo como cosa específica conduce, ipso facto, a
la crítica de lo que Proudhon reúne bajo el rótulo de teorías de la trascendencia, a saber las
religiones y los estatismos. Recrimina a estas doctrinas el buscar los principios de organización
fuera de la actividad social, como si la sociedad debiera organizarse desde afuera según normas
trascendentales. La tradición religiosa supone que la verdad y la ley son dictadas a la sociedad por
la palabra divina, a través de una revelación. Todas las teorías estatistas, sean monárquicas o
democráticas, presuponen que el orden social procede de una disciplina exterior que emana de la
voluntad de un príncipe o de un gobierno. En cambio, Proudhon afirma que la sociedad posee vida
propia, que el trabajo se organiza según necesidades inmanentes y según sus propios requisitos, que
los grupos se integran y se dividen espontáneamente según leyes internas, y que los conocimientos
y las creencias surgen de la vida colectiva, todo lo cual vendría a probar que las doctrinas de la
trascendencia invierten los términos y atribuyen a una invención humana el poder de crear la
realidad social. De este modo Proudhon invita a efectuar una inversión epistemológica radical: en
vez de indagar sobre el sentido o la verdad de las religiones y de las constituciones políticas, mejor
será interrogarse acerca del dinamismo creador de la sociedad y tratar de comprender el movimiento
que lleva a una sociedad a crearse una religión o un Estado. En primer lugar, habrá de señalar cuáles
son las razones por las que una sociedad hace surgir de sí un poder que tiene por superior a sí
misma, habrá de apuntar cuáles son las condiciones que hacen posible esta alienación para luego
determinar las consecuencias de tal creación, que es simultáneamente una “exteriorización”. Hecho
esto, el reconocimiento de que la realidad social es una realidad específica servirá de punto de
partida para la crítica de las alienaciones.

Tal concepto de la realidad social plantea de inmediato el problema de la relación entre lo


individual y lo social, entre los grupos parciales y la totalidad. Planteo singularmente complejo en la
problemática proudhoniana: por un lado, las formulaciones sociológicas parecen reducir lo
individual a un segundo plano; por el otro, Proudhon recalca que la actividad social es fruto de la
acción y la innovación personales. Los conceptos de fuerza colectiva, leyes sociales y razón
colectiva ponen en evidencia la distancia fundamental que separa a la acción individual de la
producción social, y a la razón personal de la razón colectiva. Al referirse a esta última, Proudhon
probará que la voluntad individual, infinita en sus exigencias y despótica por esencia, se encuentra
limitada y como negada en el enfrentamiento social. Esto podría llevar a la teoría de que lo
individual está subordinado a lo colectivo, deducción que en la práctica se traduciría en la
justificación de los totalitarismos. Ahora bien, semejantes conclusiones son directamente opuestas a
las de Proudhon. A juicio de éste, la vitalidad de lo social no es de ningún modo equiparable a la
vida de un organismo biológico cuyas partes están integradas en un conjunto y dominadas por el
todo. Muy por el contrario, la movilidad y la plena vitalidad de lo social son producto de la libre
actividad de cada individuo, e incluso de su enfrentamiento. Como corolario de su crítica de las
teorías de la trascendencia, Proudhon advierte que no debe convertirse a la sociedad en una
trascendencia más, superior al individuo, y se esfuerza por demostrar que lo colectivo se
reconstituye constantemente por la sola acción de las relaciones que se van creando entre los
individuos y entre los grupos. Veremos, en particular, que considera conveniente mantener los
antagonismos sociales y, sobre todo, los económicos, por estimar que el choque de intereses,
siempre que se produzca dentro de una sociedad igualitaria, participa directamente del dinamismo
social. Por ende, no ha de verse a la fuerza colectiva como un poder objetivo que está por encima
del individuo, sino como un algo cambiante que se crea constantemente a través de las relaciones
dinámicas que se establecen entre los individuos y los agrupamientos: la fuerza colectiva surge del
trabajo, es decir de los modos de cooperación que productores y asociaciones de productores
recrean incesantemente. Del mismo modo, no debemos dar a la razón colectiva la categoría de
razón constituidas, de dogma que podría revestir un carácter de total exterioridad respecto de los
individuos: la razón colectiva es, en definitiva, diferente de la razón personal y
circunstanciadamente opuesta a ella, aunque no se formula ni se modifica más que por el diálogo y
el enfrentamiento de la razón de los individuos. Sólo puede nacer de estos choques, de estos
conflictos y, por lo tanto, de la total expresión de los individuos.

Si la sociedad es una realidad específica, un ente real, entonces no es ni un ser acabado, de


características constantes, ni una realidad sustancial de la que los individuos serían solamente una
parte, ni tampoco un organismo jerarquizado. Luego, para comprenderla, será preciso acudir a un
método apropiado a la ciencia social que señale cómo los términos pueden oponerse, contradecirse,
sin destruirse mutuamente, cómo una realidad llega a transformarse por obra de sus propios
antagonismos, cómo un ente puede ser a la vez práctica y razón, realidad y lógica. Al igual que
Marx, Proudhon proyectó desarrollar tal lógica dialéctica, mas no tuvo tiempo para hacerlo;
afortunadamente, las dos obras que publicó en 1843 y 1846 6 contienen un lineamiento general de
ella y análisis concretos que la ilustran.

Reconocer el carácter dialéctico de la realidad social implica, ante todo, observar y


establecer la diferenciación de los elementos en juego. Proudhon se preocupará principalmente por
hacer ver la extrema diversidad de los elementos sociales y por relacionar dicha pluralidad con el
cambio social, demostrando que el mantenimiento de las diferencias y de la independencia relativa
es condición necesaria del dinamismo. Por ejemplo, al examinar la competencia entre productores y
centros de producción tratará de probar que las rivalidades, perjudiciales cuando rige la apropiación
capitalista, son por naturaleza benéficas e imprescindibles para dar movilidad a la economía.
Particularmente, apuntará que las teorías comunistas se equivocan al ignorar aspecto tan capital de
la realidad social y buscar la eliminación de las diferencias, pues ello provocaría un entorpecimiento
de las actividades humanas. Su socialismo mutualista propondrá una economía en la que se respete
la pluralidad de los grupos y en la que impere un sistema de contratos y equilibrios que asegure la
independencia relativa de aquéllos. Urgirá a establecer una igualdad total entre los productores,
haciendo la salvedad de que igualdad no es identidad y que es preciso conservar la diversidad de
polos en la producción así como la originalidad, que son garantía de la libertad a la par que
condición de la movilidad.

Proudhon distingue, en un momento dado, cuatro “fases” o “movimientos” esenciales de la


actividad social: el trabajo productor, la circulación de los valores, las reglamentaciones sociales y

6
De la creation de I’ordre dans l’humanité y Sistema de las contradicciones económicas.
la razón colectiva7. El trabajo constituye la fuerza dinámica básica, la “fuerza plástica” de la socie-
dad; de ahí que las relaciones generales entre grupos están determinadas por la división del trabajo y
la coordinación de las funciones y que las transformaciones de los modos de producción traigan
aparejada una mutación de las relaciones sociales. La modalidad del cambio y de la distribución, el
sistema de crédito y la integración de capitales, todos son factores que gravitan directa mente en la
actividad social; veremos que la modificación radical del sistema de crédito podría socavar los
cimientos de la economía capitalista. Las normas jurídicas y, en particular, el derecho económico
son resultado y expresión de la organización industrial; además, fijan sus modalidades. Finalmente,
la razón colectiva, las ideas —de las que depende especialmente la orientación de la enseñanza y de
las ciencias— influyen en la formación de la actitud colectiva ante las transformaciones sociales,
haciéndola favorable o desfavorable a ellas. Todos estos factores y movimientos van generándose
unos a otros y, al combinarse íntimamente, producen ese sistema organizado en el que los diversos
elementos responden a la totalidad. Tal correspondencia constante entre la parte y el todo evidencia
que el elemento es expresión de la organización general y viceversa, y permite considerar la
combinación social en su conjunto desde distintos “puntos de vista”. Así, estudiar la propiedad es
estudiar un aspecto de la economía, pero también descubrir en un elemento simple la situación de
las clases, el sistema político, la legislación y, por último, toda una filosofía social particular: de
igual modo, decir que la sociedad moderna está vinculada a determinado régimen de propiedad, a
cierto sistema político o a una ideología dada. Podríamos escoger cualquiera de estos elementos
como punto de vista para conocer la organización en su totalidad.

El método dialéctico exige, en segundo lugar, que reconozcamos la inseparabilidad de los


términos en juego, su independencia y la naturaleza del nexo recíproco que los une. En la sociedad
capitalista, el valor de uso y el valor de cambio, la división del trabajo y el maquinismo, la
competencia y el monopolio se encuentran en continua oposición y en relación interna tal que un
término no puede existir sin su contrario, ni transformarse sin modificarlo. En el plano de la
sociedad tomada en su conjunto, todos los términos, las relaciones y las unidades parciales forman
sistema: todos los elementos están ligados entre sí, todas las fuerzas sociales en perpetua pugna
conforman una unidad combinada. Las contradicciones del sistema capitalista están integradas
dentro de un sistema resultante de todas las acciones y todas las dialécticas particulares. La imagen
de la sociedad como organismo, que se propone poner de relieve la unidad social, ha de
interpretarse estrictamente en un sentido no biológico. No es un organismo que necesita de centros
jerárquicos para encaminar la actividad social; no, con su acción todos los elementos contribuyen a
mantener la vida y el movimiento de la colectividad. Proudhon reemplaza la imagen de la sociedad
dividida en jerarquías, propia del pensamiento conservador, con una visión diríamos horizontal de
las dialécticas, y en la que todas ellas participan en la actividad común cumpliendo funciones
diversas. Además, la sociedad no es orgánica: está unida a la par que separada; y en el caso de la
sociedad capitalista, las contradicciones son tan marcadas que favorecen la desintegración del
sistema. Tampoco la sociedad ha de tender a la unificación completa; según verificaremos en la
doctrina económica y política, el mantenimiento de las divisiones es condición para mantener la
actividad social y la libertad.

En Sistema de las contradicciones, Proudhon anuncia su intención de probar que no hay en


la economía relaciones que no sean contradicciones de términos incompatibles a la par que
7
De la création de l’ordre, pp. 421-424.
obligadamente ligados entre sí. La división del trabajo y el maquinismo, la competencia y el
monopolio se contraponen y tienden a destruirse, pero al mismo tiempo han menester el uno del
otro; el valor útil y el valor de cambio se oponen de tal suerte que el aumento de uno significa la
disminución del otro, mas no podrían existir por separado. Al avanzar en el análisis de casos
concretos, se comprueba que las cosas no son tan simples: el estudio divergente de las
consecuencias de determinada faceta económica hace aparecer dialécticas imprevistas en el sistema
inicial. Así, la división del trabajo significa un progreso por nivelar a los obreros en cuanto a su
calificación, y al mismo tiempo un retroceso, por reducirlos al desempeño de tareas parciales;
prepara el terreno para la igualdad de condiciones, pero también la condena al fracaso. Pese a la
metodología anunciada, estos dualismos no son contradicciones: designan relaciones
complementarias que se dan en un sistema que las hace necesarias. Avance y regresión del
trabajador no configuran una relación directa, son simplemente dos consecuencias antitéticas y
complementarias de un mismo principio económico. Obligada por los resultados del estudio de
casos concretos, la metodología se enriquece con nuevos procedimientos dialécticos y renuncia a las
formulaciones hegelianas.

La originalidad del método proudhoniano reside especialmente en la crítica de la idea de la


superación y el abandono de las síntesis de tipo hegeliano. Según la metodología expuesta
provisionalmente en Sistema de las contradicciones, la exacerbación de una contradicción es índice
de que ella será resuelta mediante un término superior que va a conciliar los antagonismos
superándolos. La antinomia entre el valor de uso y el valor de cambio anunciaría su superación en
una síntesis que podríamos llamar valor “constituido”. Una vez más, el análisis lleva a sobrepasar el
dogmatismo de las fórmulas iniciales: el estudio de los antagonismos y del papel económico de
cada término conduce a la duda en cuanto a la posibilidad de alcanzar una síntesis capaz de suprimir
la oposición. La competencia y el monopolio son dos principios económicos que, cuando la
producción es anárquica, tienden a negarse y destruirse mutuamente; empero, no imaginamos un
sistema que consiga hacerlos desaparecer, dado que estos principios son inherentes, bajo formas
distintas, a todo régimen de producción. Por ende, el problema no consiste en buscar un principio
que sea la negación de los términos sino en hallar el equilibrio entre ellos, una relación superior que
modifique su forma sin alterar su contenido. La superación deja de ser la negación de los términos;
es su equilibrio, su conciliación en un sistema que conserva los principios a la par que los
transforma. De ahí que el vocablo contradicción no sea el más acertado para designar los
antagonismos, ya que puede dar la idea de que existe un principio superior a los opuestos. Los
términos no son contradictorios sino, más exactamente, antinómicos y su antagonismo no puede ser
salvado por entero. Además, en la contradicción hegeliana se plantean sucesivamente la tesis y la
antítesis, siendo esta última la negación fecunda que enjuicia la tesis y obliga al movimiento. En la
antinomia proudhoniana, los dos términos son simultáneos e igualmente necesarios: la competencia
y el monopolio no deben, pues, desaparecer a favor de una síntesis distinta de ellos; sólo han de
equilibrarse, ya por el equilibrio de los contrarios, ya por oposición con otras antinomias. En otras
palabras, “la antinomia no se resuelve” 8, se transforma y pierde su carácter destructivo. Tal
conciliación no sería, de ningún modo, el justo medio entre los excesos, ni un eclecticismo, por el
contrario, daría principio a un nuevo modelo social y económico que destruiría las desarmonías
conservando el movimiento que crean las antinomias.

8
De la Justice dans la Révolution et dans l’Eglise,Tercer Estudio, T. II, p. 155.
La antinomia es el principio mismo de la vida y del cambio. En la sociedad existe un
movimiento permanente merced al conflicto entre los términos y a la multiplicidad de
antagonismos. Contra la teoría conservadora de la perennidad de las jerarquías sociales, Proudhon
aduce que todos los fenómenos sociales están en constante transformación, que las formas jurídicas,
políticas e ideológicas no escapan a los procesos evolutivos y son susceptibles de sufrir mutaciones
revolucionarias. Ello no quita que haya contraposiciones que se prolongan a través del tiempo en las
sucesivas estructuras sociales; algunas antinomias —la autoridad y la libertad, lo mecánico y lo
espontáneo— son tan generales que cabe aceptarlas como inherentes a la sociedad. Otras, que son
puramente históricas, serán superadas en una sociedad capaz de conciliar los extremos, como es el
caso de la antinomia del capital y el trabajo, de la burguesía y el proletariado. Resulta, pues, que la
dialéctica es simultáneamente, ciencia del cambio y ciencia de la continuidad; a ella corresponde
señalar aquello que, en la revolución social, ha de desaparecer definitivamente y aquello que,
integrado en un sistema distinto, deberá continuarse bajo formas renovadas.

Finalmente, el hecho que la realidad social pueda tomarse como totalidad dialéctica, como
una totalidad de antagonismos, intercambios o equilibrios, indica que existe una relación dada entre
la idea y lo real, entre la razón y la práctica social. En efecto, una relación social como el cambio o
la división del trabajo representa a la vez una realidad práctica y una lógica particular. El cambio es
una actividad material, una realidad, pero se lo puede expresar también en forma de “ecuación”
matemática, es decir como un conjunto de relaciones representadas en símbolos. No solamente es
posible describir la realidad con un lenguaje, es además necesario considerar la relación lógica
como cosa inmanente a la práctica: el acto social es a un tiempo realidad y forma lógica. Al
constituirse en el equilibrio o el antagonismo, la realidad social se crea simultáneamente en su
realidad y en su idealidad, de allí que pueda verse todo el sistema económico como sistema lógico,
a condición de abandonar la lógica tradicional y reconocer la pluralidad de las dialécticas. Así, la
realidad social posee un carácter particularísimo que es misión de la ciencia definir exactamente.
Aparece, por una parte, como una realidad que se impone al sujeto y que el espíritu no puede
transformar arbitrariamente, pero no se la puede reducir a un caos de fuerzas materiales que la razón
debería estudiar como objeto. Por otro lado, configura un sistema lógico, mejor dicho, una idea,
puesto que la contradicción, el antagonismo, el equilibrio, la igualdad, son relaciones racionales: y
sin embargo la sociedad no podría reducirse a un sistema de representaciones. Aquí Proudhon
recurre momentáneamente a fórmulas propias de las filosofías materialistas o de las idealistas,
cayendo aparentemente en un contrasentido; ora afirmará que el trabajo y la organización de la
producción son una fuerza, la fuerza predominante; ora tomará a la sociedad como una idea, cual si
la célula del tejido social fuera de naturaleza intelectual. No todas sus formulaciones sobre el tema
son, según verificamos, perfectamente claras; y algunas, aisladas de su contexto, parecen nacidas de
una teoría intelectualista. En rigor, se esfuerza por definir un concepto dialéctico que haga de la
organización social un tipo de ente específico: la sociedad es una realidad irrefutable, como lo
demuestra la constancia de las relaciones de solidaridad o la creación de la fuerza colectiva; pero
también es una idea, dado que las relaciones sociales reproducen una lógica cuyas estructuras son
análogas a las de la razón.

En suma, lo real social es "ideorrealista” 9; el objeto de la ciencia social es estudiar las


actividades sociales, las contradicciones y sus procesos, además del sistema lógico que constituye
9
De la création de l'ordre, p. 286, nota.
toda sociedad. Esta teoría de la realidad social permitirá a Proudhon echar las bases de una
sociología del conocimiento. Si una sociedad forma una totalidad lógica, puede dar origen a un
sistema ideológico, una mitología, una religión, que, según demostrara la crítica, corresponde a una
expresión total de tal sociedad. Así, la crítica de la religión revelará que existe una analogía entre el
contenido de las creencias religiosas y la índole de las relaciones sociales; y en particular, dentro del
capitalismo, que la desigualdad en las relaciones económicas y el contenido de los dogmas
cristianos son cada uno expresión y justificación del otro. La teoría de la identidad de lo real y lo
ideal, que falta precisar, nos ayudará a descubrir en la sociedad los focos creadores de ideologías y a
percibir en estas últimas una imagen de la sociedad, lo cual permitirá reconocer la verdad relativa
que representan.

CAPITULO II

LA SOCIOLOGÍA ECONÓMICA

1. Crítica de la propiedad
Proudhon aborda la crítica de la economía capitalista con un violento ataque contra la propiedad
privada. La propiedad es, como afirman los teóricos conservadores, el principio, la base de la
sociedad y el problema más importante de la cuestión social: pero no es el fundamento de una
sociedad conciliada, sino, por el contrario, el cimiento injustificable en teoría y en práctica de una
sociedad contradictoria, donde reina la desigualdad. Juzgar la propiedad privada significará criticar
a la sociedad en su conjunto, en sus bases económicas y sus justificativos racionales 10.

La Primera memoria (1840) se propone demostrar que la propiedad individual y absoluta,


tal como la define el derecho napoleónico, es irracional, injusta e “imposible” por tratarse de una
usurpación, un robo efectuado por el capital en detrimento del trabajo. Con el término propiedad,
Proudhon no denota la facultad de una persona de usar un bien y ser responsable de él, sino el hecho
económico por el cual la propiedad llega a dar intereses, se convierte en un capital que es fuente de
todas las formas de ganancia gratuita. Conviene, pues, distinguir rigurosamente las palabras
posesión y propiedad en el sentido particular que adquieren en el vocabulario de Proudhon. La
posesión designaría sencillamente el hecho de ser responsable y administrador de un bien o de un
instrumento de producción del que se obtiene un usufructo correspondiente al trabajo realizado, sin
que tal posesión implique ni el derecho absoluto de propiedad ni la posibilidad de transformar
dichos bienes en capitales que producen intereses. En cambio, la propiedad involucra el derecho
absoluto de hacer uso y abuso, sin la menor consideración social, de un bien que además puede
utilizarse para obtener un lucro, alquiler, arrendamiento o interés; en resumen, una ganancia
gratuita. Por tanto Proudhon designa con el equívoco término de propiedad al capital inmueble,
financiero e industrial, es decir a todo valor que, dentro del régimen de la propiedad privada, es
susceptible de producir un interés, contribuya o no el propietario con su trabajo 11. Esta forma de
propiedad, esta desigual repartición entre los miembros de la sociedad, no admite justificativos
racionales; y Proudhon, que recuerda las críticas de Rousseau, vuelve contra los teóricos de la
propiedad su propio argumento de que éste es un hecho natural. Si la propiedad fuera un hecho
natural inherente a todo individuo, todos los ciudadanos deberían ser propietarios por igual, así
como tienen jurídicamente igualdad de derechos y de libertad. En realidad, la propiedad es producto
de un orden establecido de hecho; se funda sobre la ocupación arbitraria de bienes o su
acaparamiento, y no hay teoría capaz de descubrir un razonamiento que la justifique.

Pero la verdadera crítica de la propiedad debe ubicarse en el plano de las explicaciones


económicas y sociales, no en el de los principios. Es así que Proudhon basa su querella contra el
régimen de la propiedad en una interpretación de las relaciones sociales de producción y una teoría
de la sociedad productora. Si una sociedad no fuera más que un conglomerado de individuos
aislados, ligados exclusivamente por un poder político o por una serie de contratos privados, el
acaparamiento de las riquezas, bien vituperable a los ojos del moralista amante de la igualdad, no
sería un robo efectivo. Para que haya robo debe haber un valor no restituido a sus verdaderos
productores. Y si se demuestra que la producción es colectiva, que los trabajadores son sus
verdaderos autores, que la productividad del capital es sólo un mito y el capitalista acapara un valor

10
“En nuestro concepto, la cuestión social se resume por entero en la propiedad”. Banque d’échange (1848),
Lacroix, T. VI, p. 170.
11
"La propiedad es el derecho a la ganancia gratuita, es decir la facultad de producir sin trabajar”. Primera
memoria.
que no ha producido, quedará probado que la propiedad es un robo. Tal hará la teoría de la fuerza
colectiva.

En el régimen de la propiedad se postula que la parte de trabajo proporcionada por el obrero


está retribuida justamente por el salario que se le paga; se afirma que el trabajo y lo producido por
él corresponde a la suma de los esfuerzos individuales y que, por ende, la paga que recibe cada indi-
viduo compensa adecuadamente su labor. Ahora bien, la producción no es una actividad individual,
y el resultado del trabajo cooperativo no es igual a la suma de las tareas efectuadas por cada uno. La
unión de los esfuerzos individuales en una organización coherente y convergente engendra una pro-
ducción que sobrepasa fundamentalmente a la simple acumulación numérica de las horas de trabajo
realizadas. Doscientos obreros empleados durante una misma jornada según los principios de la
división y la organización del trabajo crean un producto que no guarda proporción cualitativa ni
cuantitativa con lo que podría producir un hombre solo durante doscientas jornadas de labor. Ello se
explica porque la conjunción coherente del trabajo aportado por cada operario genera una “inmensa
fuerza”12 que es fuente de la producción social: la fuerza colectiva. La desproporción básica que
existe entre las posibilidades de creación del hombre aislado y las de los trabajadores unidos en una
tarea en común, prueba que el trabajo es un acto colectivo y que la fuerza colectiva es una realidad
específica que sobrepasa al individuo así como a la suma de los individuos. Esta fuerza colectiva
manifiesta la realidad de lo social, cuya organización y división coherente corresponden a un modo
de ser específico.

Para el capitalista, retribuir doscientas jornadas a un mismo obrero o a doscientos que


trabajan juntos durante un día, significaría igual gasto, con la diferencia de que en el primer caso no
obtendría ningún beneficio. Tal desproporción revela la naturaleza del robo que realiza el capital. El
propietario paga a cada trabajador como si éste sólo proporcionara una tarea individual; además,
según este concepto, el salario se fija conforme con las necesidades elementales del obrero, su
alimentación y sustento. Pero la fuerza colectiva generada directamente por la conjunción del
trabajo individual, no es retribuida por el propietario, quien guarda para sí todo lo producido. He
aquí el porqué de los beneficios del capital: es la falta de proporción entre las sumas que se entregan
a los trabajadores y el producto colectivo por ellos creado. Sería absurdo creer que la producción es
efecto del capital; ella es obra exclusiva del trabajo y del esfuerzo conjunto de los productores. Se
ve claramente que nos hallamos ante una usurpación, ya que el capitalista acapara la fuerza
colectiva, que es el resultado de la cooperación de los trabajadores. Se apodera de lo que ellos
producen y cuyo disfrute les corresponde exclusivamente por ser sus únicos autores. En este
latrocinio, en este error de cuentas entre propietario y asalariado se encuentra el origen de la
desigualdad que causa la riqueza del capitalista y la explotación del trabajador 13: en tanto que el
obrero no recibe más que un salario equivalente, término medio, a lo que consume diariamente y no
goza de ninguna garantía en cuanto a la seguridad de su empleo, la clase capitalista acumula en su
favor los beneficios del trabajo colectivo, de los que se vale además para afianzar su poderío e in -
dependencia.

El análisis de los aspectos sociales de la propiedad no termina aquí. Al llegar Proudhon a la


conclusión de que la propiedad es un robo, creeríase que de ello deduciría la imperativa necesidad
12
Ibid., p. 215.
13
“En esto consiste, sobre todo, lo que bien ha dado en llamarse explotación del hombre por el hombre”. Ibid.,
p. 216.
de suprimirla por completo; sin embargo, en todo momento se resistió a aceptar semejante
interpretación de su pensamiento. El que la propiedad sea una injusticia, no lo lleva a proponer que
se prive de bienes a todos: la propiedad ha de subsistir subordinada dentro de un sistema económico
de nuevo tipo. Si en su forma capitalista la propiedad provoca la división de clases y la explotación
de los trabajadores, debemos reconocer que, en el pasado, cumplió importantes funciones sociales y
fue el único factor capaz de promover el progreso material. La relación de propiedad permitió una
unión más íntima entre el hombre y sus bienes, la constitución económica de la familia y la creación
de la renta, funciones todas que aparecen particularmente en el caso de la propiedad de la tierra,
modelo de las apropiaciones ulteriores. La posesión de la tierra exaltó las energías, estimuló la
perseverancia y la pasión del hombre por transformar algo que podía considerar como parte de sí
mismo; originó una relación orgánica entre el hombre y la cosa poseída, un nexo que
simultáneamente creó en los subordinados un interés por el patrimonio común y el deseo de
resguardarlo. Del mismo modo, la propiedad fijó las bases económicas de la familia y garantizó su
seguridad por medio de la herencia14. Finalmente, posibilitó la renta, lo cual permitió acumular
excedentes destinados a mejorar los fondos productivos: por grande que sea la injusticia derivada de
este régimen, el hecho es que, merced a sus rentas, el propietario pudo capitalizar sus bienes para
acrecentar la producción. Corresponde, pues, dialectizar el concepto de la propiedad como robo:
sólo representa una faceta del problema que no debe ocultar la complejidad de las funciones
económicas y sociales. La evolución económico-social trajo consigo una depravación de la
propiedad. Esta cumplía plenamente su antiguo papel en una economía agraria como la de la
Francia de antaño; ahora bien, el enorme incremento de la industria y la circulación lo trastornó
todo, la producción desbordó sus viejos límites y la propiedad no pudo ya llenar sus funciones.
Además, la muerte del feudalismo dejó el camino libre para el acaparamiento y el monopolio.
Desaparecidas las limitaciones feudales, se estableció en el régimen de la propiedad una relación de
no reciprocidad entre los intereses del propietario y el interés público. En la agricultura, por
ejemplo, si se contemplara el bien general se requeriría una racionalización de los cultivos, la
reconstitución de las tierras desmembradas y la ejecución de obras públicas; como los terratenientes
no obtendrían ningún beneficio inmediato de mejoras que para ellos sólo significarían una invasión
de sus derechos, no las aceptan e impiden que se concreten. La renta, cuya misión debería ser la de
aumentar las posibilidades de la producción, se transforma en puro medio de goce para el
propietario ocioso15. La industria no se halla al servicio del consumidor; persigue un único fin: la
acumulación de ganancias. Nada le importan al industrial la calidad de sus productos ni los
perjuicios sociales que pueda acarrear su política; fabricará las mercancías que más convengan a sus
intereses inmediatos y, si bien le cuadra, recurrirá a la superproducción temporal sin pensar que
estas prácticas significan miseria para las clases menos favorecidas. La propiedad, tal cual la define
el derecho individualista, rompe la relación social y separa al hombre del hombre 16: la relación
humana entre productor y consumidor, médico y enfermo, abogado y cliente, escritor y lector se ve
reemplazada por la relación basada en los intereses monetarios y personales. Las funciones, el
talento, la ciencia, pasan a ser valores venales, objeto de venta y comercio. Los monopolios y las
grandes compañías industriales obran con igual falta de espíritu social: lo mismo que la pequeña

14
“Es sobre todo en la familia donde se descubre el sentido profundo de la propiedad”, Sistema de las
contradicciones,. Cap. XI, La propiété, T. II, p. 196.
15
“Por tanto, la propiedad obstaculiza el trabajo y la riqueza, obstaculiza la economía social”. Ibid., p, 214.
16
“Así, la propiedad separa al hombre del hombre...”. Ibid., p. 220.
empresa, la gran empresa busca exclusivamente reunir beneficios, pero es aún más repudiable,
menos accesible a la piedad, más inflexible en su afán de lucro.

De tal modo, la propiedad instituye una insociabilidad esencial en las relaciones


económicas y una serie de contradicciones en la producción y el consumo. No obstante su
importancia, la propiedad no constituye todo el sistema económico 17; si bien crea una relación
general de robo, explotación y despotismo, es sólo uno de los aspectos de un sistema configurado en
su totalidad por un conjunto de contradicciones.

El SISTEMA DE LAS CONTRADICCIONES

Yendo más allá del limitado problema de la propiedad, Proudhon se propone demostrar en
Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1846) que el régimen
económico está totalmente constituido por fuerzas o términos antagónicos, y que esas
contradicciones, que desgarran a la sociedad económica, provocan la miseria y la subordinación de
las clases trabajadoras. Aunque habla de contradicción económica para dar a entender que intenta
estudiar los conflictos relativos al trabajo, la producción y la circulación de las riquezas, Proudhon
confiere a esa expresión un sentido que entra más bien en el campo de la socioeconomía o de la
sociología económica que en el de la economía política. La contradicción no nace de un sistema en
el cual los medios y los fines conciernen exclusivamente a la producción y la circulación sino de
una totalidad social cuyos términos se encuentran en conflicto. La oposición entre el capital y el
trabajo es, sin duda, un fenómeno económico; más no la abarcaremos cabalmente si no la
relacionamos con la división general de la sociedad en propietario y no propietario, en burguesía y
proletariado. En sus estudios, Proudhon pasa incesantemente del análisis económico —como el del
valor o del impuesto— al análisis de los antagonismos y de las relaciones sociales que les dan
sustento. Cuando trata de desenmascarar a la economía política clásica que, a su juicio, oculta las
consecuencias humanas del régimen de la propiedad, muestra la inserción social de la economía al
probar que por encima del simple enfrentamiento económico hay un profundo enfrentamiento
social. Tan pronto se detiene en problemas particulares de orden técnico o financiero, la división del
trabajo o la balanza comercial, tan pronto refiere estos fenómenos parciales a los objetivos de la
sociedad en su conjunto y a sus conflictos. Más que describir el sistema de las contradicciones
económicas, la obra busca estudiar el sistema social de las contradicciones y formular así una
denuncia contra él, demostrar que el régimen de la propiedad provoca necesariamente una oposición
entre las clases sociales amén del acaparamiento de las riquezas, con sus concomitantes: la pobreza,
el despojo, el despotismo, la explotación del hombre por el hombre.

Las contradicciones se sitúan en dos niveles: entre los términos económicos o "épocas” y
dentro de cada término considerado. Tras discutir la teoría del valor, Proudhon distingue diez
épocas sucesivas: la división del trabajo, las máquinas, la competencia, el monopolio, las
contribuciones, la balanza comercial, el crédito, la propiedad, la comunidad y la población. En el
plano de las contradicciones generales, cada término sería antagónico del anterior; así, el

17
La propiedad “no constituye todo el sistema. Vive en un medio organizado, rodeada de cierto número de
funciones análogas e instituciones especiales..., con las cuales, en consecuencia, debe contar”. Théorie de la
propriété, Lacroix 1866 pp. 176-177.
maquinismo habría surgido como respuesta a la división del trabajo, y el monopolio se opondría
dialécticamente a la competencia. Marx no dejó de poner de relieve el carácter artificial de algunas
de estas dialécticas; observa, por ejemplo, que lejos de contrarrestar la división del trabajo, el
maquinismo puede ahondarla18. En rigor, el orden en que Proudhon dispone las diez "épocas” y la
formulación de ciertas contradicciones obedece más bien a un afán de exposición lógica, sin ser fiel
reflejo de lo observado. Con todo, por discutible que se nos aparezca en esta obra, la metodología
de Proudhon permite hacer resaltar violentamente las contradicciones fundamentales del
capitalismo competitivo. Así, la dialéctica de la competencia y el monopolio dará pie para subrayar
la necesidad del antagonismo entre los dos términos: cada uno de ellos responde a funciones
imprescindibles y se contrapone obligadamente a su opuesto. En el régimen de la propiedad, la
competencia es tan esencial para la producción como la división del trabajo; corresponde a ésta y la
confirma, posibilita la fijación de los valores y asegura el dinamismo espontáneo de la economía
por otorgar libertad a los productores y enfrentarlos. Al preparar el terreno para la libre
competencia, la Revolución de 1789 no hizo más que concretar una exigencia fecunda de la
economía social. Esta libertad, empero, contiene su propia destrucción por obra de los conflictos y
males que ella misma causa. Lleva implícito el monopolio, su contrario, ya que cada centro de
producción tiende a erigirse en productor exclusivo: ante las dificultades y las pérdidas producidas
por la competencia, los capitalistas tienden a coligarse. El monopolio confiere al feudalismo
industrial un poder absoluto sobre los valores y el trabajo, de lo que resulta un aumento de los
precios y de la desocupación. Vemos, pues, que el sistema económico se debate entre dos principios
antitéticos igualmente necesarios, en una contradicción inevitable e inabolible dentro del régimen
de la propiedad: que sólo exista la competencia es tan imposible como absorber totalmente los
conflictos en un monopolio exclusivo. Ambos principios subsisten en permanente pugna, en un
conflicto causante de males económicos y sociales.

La atención de Proudhon se centra sobre todo en el estudio de las contradicciones


inherentes a cada término, a cada “época”, estudio que sacará a luz las consecuencias negativas del
sistema económico. Cada principio económico produce dos tipos de consecuencias sociales
opuestas, positivas las unas, destructivas las otras. Proudhon quiere demostrar que el sistema de la
propiedad lleva fatalmente en sí tales contradicciones y que ningún remedio par cial, ningún
“paliativo”, puede superarlas. La división del trabajo es condición primera del incremento de la
producción, pues con la parcelación de las tareas ésta adquiere proporciones que no tienen par ni
comparación con la producción individual. Además, la especialización trae consigo el progreso
profesional y parece favorecer la creación personal. En lo social, por integrar a cada trabajador en
una actividad colectiva, prepara la igualdad de condiciones. Estos serían los beneficios de la
división del trabajo, pero en la práctica ella acarrea consecuencias opuestas a las deseadas 19. Como
limita el trabajo a una operación parcial, degrada al obrero que, constreñido a ejecutar una acción
puramente mecánica, pierde categoría profesional. El artesano, dueño de sus instrumentos y de su
saber, cede el lugar al operario no especializado. Tal degradación del trabajo trae consigo el alarga-
miento de las jornadas laborales y la disminución relativa de los salarios, dado que el empleador
recurrirá a la mano de obra no especializada y por tanto acreedora a salarios menores. La división
del trabajo tiende a crear un proletariado que depende de los propietarios mucho más de lo que
18
Misére de la philosophíe, Costes, pp. 166-167.
19
“La división, sin la cual no hay progreso, ni riqueza, ni igualdad, subalterniza al obrero, y hace imposible la
igualdad, nociva la" riqueza e inútil la inteligencia”. Sistema de las contradicciones, T. I, pp. 138-139.
dependían los obreros especializados. De tal suerte, la división del trabajo, que debería servir para
promover la riqueza y el progreso, provoca en realidad la esclavización del trabajador y su miseria;
más exactamente, tiene ambas consecuencias a la vez y logra hacer que la pobreza sea efecto del
trabajo. La ley de la división del trabajo no es sólo fuente de ventajas y de inconvenientes,
claramente señalados por los economistas; es de por sí una ley contradictoria, una antinomia cuyos
términos inversos tienden a destruirse 20. Determina en el desarrollo industrial una relación necesaria
entre los fines perseguidos y la negación de éstos, entre la creación de objetos y el retroceso del
hombre, entre el enriquecimiento y el pauperismo. Igual contradicción encontramos en el
desenvolvimiento del maquinismo, aunque bajo formas diferentes. La máquina simboliza el poder
del hombre sobre las cosas y su libertad, es muestra de la inteligencia creadora del ser humano y de
su dominio del mundo material. Su resultado inmediato debería ser la disminución del esfuerzo
requerido por el trabajo y la eliminación de los obstáculos con que se tropieza en la conquista de la
naturaleza. Mas lo que el maquinismo consiguió fue profundizar el envilecimiento obrero iniciado
por la división del trabajo; la máquina se multiplica y, con ella, el número de peones y de
“trabajadores degradados” obligados a servirla; rebaja al trabajador, lo hace descender del rango de
artesano al de mano de obra21. Acrecienta la subordinación del obrero, convertido en su siervo
dentro de la gran empresa industrial. En el taller artesanal, los operarios se encontraban en un plano
de relativa igualdad, el artesano trataba de igual a igual con sus compañeros. Esta igualdad
desaparece avasallada por la expansión del maquinismo y la gran empresa; el poder del empresario
crece en la medida en que se desvanece la independencia propia del pequeño taller. Al pasar del
compañerismo del taller al sometimiento de la fábrica, el obrero pierde toda posibilidad de resistirse
a una fuerza infinitamente superior a la suya. La máquina instaura una relación despótica entre ella
y el hombre, amén de una separación jerárquica entre industrial y jornalero; impone el tipo de
relación que servirá de modelo y de apoyo a las relaciones políticas de subordinación. Por otra
parte, el hombre desarrolló la máquina para acrecentar la producción y, por tanto, la riqueza social;
pero, desgraciadamente, ella contribuye a mantener y extender la pobreza por provocar
desocupación. Todo avance mecánico significa la pérdida del trabajo para muchos obreros y la
disminución del número de empleos. Los economistas afirman que estas dificultades se verán
salvadas con la aparición de nuevos inventos que ofrecerán otras posibilidades laborales; pero tal
compensación sólo se produce lentamente, en tanto que la supresión de puestos es inmediata e ince-
sante, fomentándose así la miseria y el pauperismo. Finalmente, el maquinismo tiende a agravar las
crisis porque favorece el subconsumo: al producir desocupación y consecuentemente limitar el
consumo, la producción industrial crea de suyo una restricción del mercado que la condena a sufrir
crisis recurrentes.

La crítica proudhoniana prosigue luego con el análisis de cada una de las antinomias de la
economía basada en la propiedad privada. La competencia es expresión de la espontaneidad de la
actividad económica y signo de libertad, pero librada a sí misma profundiza el pauperismo y
agranda la ya enorme desigualdad de riquezas. El monopolio favorece la estabilidad de la
producción, mas lleva al summum el aplastante poder de los industriales y la esclavización de los
20
“No podemos dejar de reconocer en la división del trabajo, como hecho general y como causa, todos los
caracteres de una ley; mas, dado que esta ley rige dos órdenes de fenómenos radicalmente inversos y que se
destruyen mutuamente, debemos admitir también que se trata de una ley de una especie desconocida en las
ciencias exactas; que se trata, cosa extraña, de una ley contradictoria, de una contraley, de una antinomia”.
Ibid., p 140.
21
Ibid., p. 194.
obreros. Los impuestos y el crédito deberían compensar los perjuicios del desarrollo industrial; en
rigor, sólo sirven para aumentar las cargas de los trabajadores y multiplicar las fortunas particulares.
Sistema de las contradicciones pinta el dramático cuadro de una sociedad pobre en solidaridad
humana, víctima de la inarmonía y juguete de las contradicciones: la actividad económica es
caótica, desordenada, reinan la explotación y el robo en todas sus formas; y para peor, cada
tentativa de cambio, cada modificación del sistema sólo logra acrecentar las tensiones y las
iniquidades sociales, puesto que se inserta necesariamente en la trama de las contradicciones.

Por encima de las oposiciones particulares está la separación de la sociedad en dos clases
antagónicas correspondientes al capital y al trabajo, la que resume y representa el cuadro social de
las antinomias, de las que es consecuencia. En efecto, por aplicarse dentro de una sociedad cuya
norma general es el robo y la explotación del trabajo, los principios económicos producen
incesantemente un ahondamiento del antagonismo social. La división del trabajo y la creciente
descomposición de las tareas convierten al antiguo artesano en simple mano de obra, un proceso
que envilece al trabajo y al trabajador, provoca el descenso de los salarios y así una mayor
diferencia entre ricos y pobres. La máquina subordina al obrero a los instrumentos y las técnicas
acaparadas por el capital, con lo cual consolida el poderío del propietario e instaura in salvables
relaciones de sometimiento y de jerarquía. El monopolio, por otorgar al capital plena libertad para
fijar sus beneficios sin ninguna consideración por el interés público, lleva a sus extremos el robo de
la fuerza colectiva que efectúa todo propietario. El monopolio es la clara realización de este error
de cuentas, de esta desproporción entre la suma de los salarios individuales y la de los valores
producidos. Según el axioma de Adam Smith, todo valor vale lo que el trabajo que lo ha creado y,
por tanto, la justa retribución del trabajador sería, deducidos los gastos y los excedentes necesarios,
la parte proporcional del valor producido que le corresponde. Tal axioma se ve radicalmente negado
por el monopolio, que dispone de los beneficios a su arbitrio y apenas si devuelve al obrero un
salario que no guarda proporción ninguna con los valores que éste crea, proceder que condena al
proletariado a no poder siquiera adquirir lo que él mismo produce.

De tal modo, cada época del sistema económico confirma la separación de la sociedad en
dos clases antagónicas y la explotación socioeconómica del proletariado. En lo social, los
mecanismos de la economía reducen irremediablemente al proletariado a un estado de
subordinación: la degradación, el envilecimiento, el embrutecimiento, la sumisión a las jerarquías,
privan al obrero de la participación directa propia del artesanado. En lo económico, la estafa de que
es víctima el asalariado por obra del robo capitalista le impide rotundamente el acceso a lo que
produce. Por ser el lucro capitalista simple y llanamente un despojo, la retención indebida de algo
ganado por el trabajador —según afirma Proudhon en su Primera memoria—, resulta evidente que a
éste se le arrebata una parte de su trabajo. Condición sitie qua non para que el capital obtenga
beneficios, es que el obrero esté absolutamente imposibilitado de comprar el fruto de su labor. Si,
descontado el excedente que debe dejar todo trabajo y corresponde deducir de los salarios, los
operarios recibieran en su integridad aquello que producen, la propiedad desaparecería de raíz
inmediatamente. Luego, para que haya propiedad privada es menester que el proletariado carezca de
poder adquisitivo, que se prive al trabajador de lo que produce a fin de que su miseria contrapese la
riqueza de los propietarios.
Proudhon, que describe con exactitud la dinámica de los antagonismos, es menos preciso en
sus indicaciones acerca de la probable evolución de la economía basada en la propiedad. Con todo,
surge de sus análisis que el sistema como totalidad contiene en sí un doble movimiento
contradictorio de destrucción y composición: por una parte, las crisis, la pauperización, la
disminución de las tasas de beneficio, tienden a acrecentar las tensiones y preparan el terreno para
la hecatombe; por otra parte, las trasformaciones de la propiedad y la tarifación de los productos
anuncian el advenimiento de una sociedad económica fundada en principios radicalmente distintos.

En la anarquía capitalista hay crisis periódicas debido a que la producción no puede ser
consumida en su totalidad. Durante los períodos de actividad, la sociedad entera trabaja y produce
como si todas las clases sociales tuvieran capacidad adquisitiva; los empresarios, para quienes la
producción en gran escala significa mayores ingresos, se esfuerzan por aumentarla al máximo. Pero,
cuanto más se produce, más se prepara la crisis, ya que, dentro de una organización social que no
permite la salida total de los productos, la venta chocará filialmente con la falta de mercado. La
crisis afectará moderadamente al pequeño campesino, que no depende tanto del derecho a la
ganancia gratuita; pero caerá con todo su rigor sobre los industriales y los jornaleros que ellos
ocupan. Tras el fracaso de la Revolución del 48, Proudhon quedó convencido de que el desarrollo
industrial predice crisis aún más violentas que las del pasado: la concentración del capital, el
crecimiento del número de asalariados, el debilitamiento de la población rural, el sometimiento de
la agricultura a las fuerzas financieras, son todos factores que, por contribuir a poner los poderes
económicos en pocas manos, favorecen la repetición y proliferación de las crisis.

Proudhon no afirma que el pauperismo crece obligadamente en la misma medida que las
trasformaciones económicas; dice, sí, que no puede desaparecer porque está orgánicamente ligado
al mecanismo del acaparamiento capitalista. No obstante, el hecho de que haya cada vez más
asalariados, que el campesinado vaya perdiendo posiciones y el capital se concentre cada vez más,
induce a pensar que la pobreza alcanzará a mayor cantidad de personas, lo que verifica la antinomia
según la cual el aumento de la miseria corresponde al de la riqueza 22.

Para terminar, Proudhon incluye entre los signos de derrumbe del régimen de la propiedad
la ley económica de la reducción de las tasas de interés: la multiplicación de los préstamos de ca-
pital, su mutua competencia y su creciente circulación impondrían la progresiva disminución de las
tasas de interés. Y dado que este robo es la razón fundamental del antagonismo social, el que tal
descenso haya de cumplirse ineluctablemente hace creer que se acerca el fin de la economía basada
en la propiedad.

Si el sistema de la propiedad privada lleva en sí las causas de su ruina, contiene en potencia,


pise a las contradicciones que lo destrozan, transformaciones que preanuncian una economía
socialista.

No se crea que sólo las utopías socialistas impugnan la propiedad privada; esta también ha
sido atacada en el plano de la teoría y el de la práctica en el propio seno del régimen de la propie-
dad. Ya en el siglo XVIII, los teóricos fisiócratas exigían que la carga de los impuestos recayera ex-

22
“En la sociedad actual, el avance de la miseria es paralelo y correspondiente al de la riqueza”. Sistema de
las contradicciones, T. I, p. 89.
clusivamente sobre los terratenientes y que la industria fuera declarada libre; demandaban que se
favoreciera a los trabajadores y se tomaran medidas contra el monopolio propietario. De igual mo-
do, los economistas liberales que reclaman que se agoten todas las posibilidades del laissez-faire, es
decir que se quiten las trabas que limitan la libertad de producción y de comercio, a fin de cuentas,
combaten los antiguos monopolios y esperan multiplicar las formas de posesión individual. Por su
parte, al sostener que el trabajo es la única medida de los valores, Adam Smith y Ricardo dejan
sentado que la propiedad privada es el robo del trabajo obrero y definen los principios de una
economía verdadera, en la que los valores se fijarían en base al trabajo que los crea. La impugna-
ción no es menos decisiva en el terreno de la práctica. Visto cuánto atenta la propiedad absoluta
contra el interés general, se hizo necesario que los poderes públicos decretaran el derecho de expro-
piación, negando así el principio fundamental de la propiedad. Con decisiones de esta naturaleza, la
sociedad reniega de los mismos principios sobre los cuales pretende basarse; la legitimidad
incontrovertible de la propiedad y el derecho soberano de disponer de los bienes considerados
propios. Todo esto pone en evidencia el carácter contradictorio de la propiedad y demuestra que ella
es “imposible”, tanto de hecho como de derecho; pero también preanuncia su inevitable abolición,
la desaparición de toda ganancia gratuita en una sociedad nuevamente dueña de todo cuanto el
sistema de la propiedad le arrebata.

Igualmente, la disminución de las tasas de beneficio y la evolución de los valores respecto


de su precio natural anticipan eso que Proudhon llama la “constitucionalidad del valor”. En el
sistema de la propiedad, la estimación de los valores parece depender del caprichoso vaivén de las
transacciones, de ahí que ciertos economistas afirmen que no existe otra regla para la fijación de
valores que la oferta y la demanda. En realidad, como lo probaron Adam Smith y Ricardo, por ser el
trabajo a la vez principio y causa eficiente del valor, es posible determinar empíricamente los
valores y luego descubrir la ley que los rige. En el conjunto de los productos que componen la
riqueza, cada valor debe ser proporcional a la cantidad de trabajo que insumió su producción 23. Esta
justa relación se ve continuamente alterada en las transacciones aleatorias que dan al capital la
ocasión de efectuar el robo; pero a consecuencia de las oscilaciones de la oferta y la demanda, los
valores tienden de por sí a fijarse según la cantidad de trabajo contenida en cada objeto. La
posibilidad de establecer un precio justo correspondiente a los gastos de producción constituirá un
punto capital de la doctrina económica, si se quiere instaurar una relación de igualdad entre los
productores, será preciso que en el cambio se respete el valor verdadero, haciendo a un lado las
anomalías creadas por el sistema de la propiedad. El hecho de que los valores tiendan
espontáneamente a su “constitución”, aun dentro de la anarquía capitalista, nos dice que esa
igualación es perfectamente factible y puede no estar tan lejana.

De este modo, el estudio de las contradicciones económicas muestra las antinomias del
sistema, la imposibilidad de la sociedad de llevar a cabo sus propios fines debido a la existencia de
la propiedad, y también la realidad de las leyes económicas, a las que no podría sustraerse la
democracia industrial. Por consiguiente, la revolución social ha de traer una “mutación” radical de
las formas económicas y sociales: es menester “que una fuerza mayor trastorne las fórmulas
actuales de la sociedad”24, escribe Proudhon. Pero también es necesario que la revolución se funde
en las leyes objetivas de la economía, de las que la anarquía capitalista nos da una imagen invertida.

23
De la création de l’ordre, p. 311; Sistema de las contradicciones, T. I, pp. 105-118.
24
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 348.
La solución no consistirá, pues, en rechazar principios económicos tales como la competencia o la
división del trabajo, ni en conquistar las fuerzas económicas para ponerlas al servicio de una clase
nueva, sino en someter las potencias sociales y económicas al trabajo colectivo. Es preciso que el
trabajo, “mediante una sabia combinación... entregue el capital y el poder al pueblo”25.

2. La DEMOCRACIA INDUSTRIAL, UNA ANARQUÍA POSITIVA

No expondremos en detalle la ideología socioeconómica de Proudhon, que más tiene de doctrina


que de sociología. Nos limitaremos a tomar los principios y los conceptos generales que derivan
directamente de la teoría sociológica y le sirven, al mismo tiempo, de confirmación.

Uno de los argumentos que anima todo debate contra los partidarios de las reformas
políticas es el que señala la importancia decisiva de la economía dentro de la totalidad social.
Proudhon ataca sin descanso la absurda idea de que el cambio político basta para modificar las
relaciones sociales y constituye de por sí una revolución verdadera. No, la revolución debe ser ante
todo social, mejor dicho económico-social, y sólo la transformación de las relaciones de
producción, la organización del trabajo, puede destruir de raíz al régimen de la propiedad y acabar
con la explotación del hombre por el hombre. Aquí retoma el concepto sociológico intuitivo de
Saint-Simon, según el cual las verdaderas fuerzas de la sociedad no son de ninguna manera los
poderes políticos sino las fuerzas económicas de la industria. “La unidad constitutiva” de la
sociedad no es ni la familia ni el poder estatal: es el taller; y las relaciones que se establecen entre
los distintos centros de trabajo, entre propietarios y trabajadores, entre productores y consumidores
son las únicas que conforman la sociedad en su conjunto 26. Los tradicionalistas, que toman a la
familia como base y modelo de la organización social, proponen una imagen de la sociedad que va
contra las tendencias modernas. Con su unidad orgánica y sus vínculos de subordinación, la familia
fue el modelo de las sociedades antiguas y feudales fundadas en relaciones de soberanía y
autoridad, y éste es precisamente el tipo de organización que las democracias modernas tienden a
abolir. Los utopistas que sueñan con una sociedad constituida como una gran familia unida por
lazos fraternos, también están equivocados por ignorar que el fundamento social, el taller, no es una
unidad homogénea sino una suerte de coalición en la que cada uno es retenido por su propio interés.
Los economistas demostraron plenamente la importancia de las funciones económicas', mas no
supieron comprender que todas las relacione, sociales dependen de ellas; y se negaron a inquirir
acerca de la naturaleza del Estado, cual si esas funciones no tuvieran nada que ver con las poli ticas.
Ahora bien, según prueba ya la Primera memoria, estudiar la relación económica como la
propiedad privada significa en realidad analizar una relación social más general, a saber aquella que
divide a la sociedad en propietarios y trabajadores; significa también desentrañar el fondo de la
relación política entre gobernantes y gobernados y, como corolario, escudriñar el sentido de las
ideas morales de justicia y de injusticia. En resumen, plantear el problema de la propiedad es plan-
tear el problema de la constitución social en su conjunto. El taller no es sencillamente un centro de
producción, sino el centro social de producción en el que se establecen relaciones humanas
particulares, ya de igualdad, ya de subordinación; las relaciones entre los centros productores no son
25
Ibid.
26
“La unidad constitutiva de la sociedad es el taller”. Ibid., p. 238.
simplemente nexos económicos sino vínculos entre grupos sociales. Según vimos al referirnos al
maquinismo, las relaciones de autoridad se instauran dentro del taller y es allí donde surgen las
relaciones de autoridad política: poder, autoridad, soberanía, son otros tantos nombres de la subordi-
nación económica creada por el capital, el monopolio y la propiedad27.

Por consiguiente, no se trata de que la revolución conquiste el poder o introduzca reformas


políticas; lo que importa es revolucionar las bases de la sociedad, trastornar sus fundamentos, es
decir el sistema de la economía social en su totalidad. Resumiendo, es preciso organizar el trabajo
en todos sus aspectos: el subjetivo, el objetivo y el sintético, según expresa Proudhon en Creación
del orden. Considerar al trabajo en lo subjetivo significaría fundar la ciencia de la organización de
la sociedad y del progreso; tomarlo en lo objetivo, entrañaría estudiarlo en sus realizaciones y
resultados, vale decir la producción, las riquezas, el comercio; por último, encararlo sintéticamente
sería sacar a luz las reglas del derecho económico, definir las normas de la repartición y la
distribución, las de una justicia equitativa para todos. Tal plan científico es simultáneamente un
programa revolucionario, pues la trasformación social abarcaría todos estos campos: su objetivo es
crear una nueva organización social y una nueva forma de producción y repartición. La
organización del trabajo tendría como resultado inmediato la reconstitución de la sociedad.

El examen de las contradicciones económicas puso en evidencia la intensidad de los


antagonismos inherentes a la anarquía del régimen de la propiedad y sugirió cuál puede ser su
síntesis; pero también sirvió para subrayar la necesidad y la funcionalidad de cada uno de los
términos opuestos. Frente a tales antagonismos, la economía política y el socialismo utópico
proporcionan respuestas distintas, aunque igualmente insatisfactorias. La primera afirma que las
dicotomías son inevitables, lo mismo que los males de ellas derivados, y que el mantenimiento de
las antinomias es una ley inamovible. La utopía, en cambio, postula que los conflictos
desaparecerán al establecerse una comunidad fraterna, por quedar todos sometidos al poder
colectivo. Una y otra se unen en su rechazo a la idea de una ciencia social, que consideran
imposible por estimar que no existen leyes inmanentes a la economía y a la sociedad. Los asertos
escépticos de la economía política se ven contrariados por las oscilaciones de los principios, que
demuestran la realidad de las constantes y de las leyes inherentes a la actividad económica. Fal sean
la verdad quienes afirman que el valor no se atiene a reglas y sólo depende de los azares del
mercado. La cantidad de trabajo realizado es principio y ley del valor; y si este principio no se hace
efectivo en el régimen de la propiedad, ello se debe únicamente a la anarquía provocada por el robo
capitalista. De igual modo, si la competencia provoca quebrantos y se destruye a sí misma, por otro
lado estimula y mantiene el movimiento económico y promueve la creación de inventos. De esto se
desprende que el principio fundamental de la economía social ha de ser la síntesis dialéctica,
entendida como el logro del equilibrio dinámico de los opuestos y no como destrucción de los
antagonismos.

La utopía comunista comete el error de querer aniquilar las antinomias con una nueva
autoridad y destruir la dinámica de las contradicciones en una síntesis estatal; ahora bien, el
movimiento social no puede sostenerse sino merced al libre cambio entre los diversos centros de
producción y entre los distintos productores autónomos. La solución del problema social no consiste
en quitarles autonomía a los productores sino en obtener el equilibrio entre ellos, un equilibrio que

27
Ibid., p. 195.
aparejaría la socialización del trabajo a la vez que su emancipación. Los economistas liberales se
equivocan al pretender basar la economía en un elemento simple, cual la propiedad, y negar con ello
las oposiciones dialécticas y sus leyes; al quedarse con un solo término, que conduce fatalmente a la
usurpación y el despotismo, el economista se incapacita para descubrir el incesante movimiento so-
cial que destruye el principio, dialectizándolo. La teoría de la propiedad y la teoría comunista come-
ten, en rigor, el mismo error; la una por no admitir la dialéctica, la otra por confundir la síntesis con
un unitarismo doctrinario. Ambas desembocan en lo mismo: fundan la economía y la sociedad en la
coacción y la fuerza. Una sociedad económica que concrete a la vez las aspiraciones de los
trabajadores y las leyes de la economía exige todo lo contrario, es decir que se conserve la
pluralidad y autonomía de los centros de producción cuidando que cada uno respete y equilibre la
libertad del otro, que se establezca una oposición y un equilibrio entre las libertades. Una economía
descentralizada y no autoritaria como la descrita, en la que los trabajadores —actuando
independientemente o unidos en compañías obreras— serían los únicos dueños de lo que producen
y, en consecuencia, los únicos amos de la sociedad entera, significaría la realización de la anarquía
positiva28. Cuando se proclama anarquista, Proudhon quiere dar a entender que, de hecho y de
derecho, la economía socialista —llámese asociación progresiva, mutualidad o federación agrícola e
industrial— debe traer consigo la desaparición de toda forma de mando y coacción, y ha de restituir
a los productores el poder social que la propiedad y el Estado les han enajenado. Con su sola
actividad, la organización autónoma de los trabajadores asociados anularía toda autoridad falaz y
exterior, la propiedad, el gobierno o la religión. La realización de la dialéctica negativa29, de la
dialéctica de los antagonismos en un equilibrio antiautoritario, correspondería a la verdadera
emancipación de los trabajadores, a la desaparición de todo absolutismo económico o político.

Dicha democracia industrial pondría en práctica tres principios justificados por el análisis
socioeconómico: la igualdad, la libertad y la responsabilidad. La igualdad de los productores se
deduce del hecho primordial de que el acto de producir es colectivo y no, como pretende la teoría de
la propiedad, individual. La teoría de la fuerza colectiva puso en evidencia que la unión de los
esfuerzos da nacimiento a una potencia cualitativamente distinta de la acumulación o la suma de los
aportes individuales; por eso, ningún trabajador, sea empresario o proletario, puede reclamar como
suyo el resultado final, y quien lo acapara comete un robo, porque es, en esencia, propiedad de
todos30. Los obreros que participan en la creación de un producto, del que son únicos autores dado
que el capital nada produce por sí mismo, deben ser sus únicos beneficiarios. Más exactamente,
como todo grupo de operarios utiliza medios que han sido acumulados por trabajos anteriores y, por
tanto, está en deuda con la sociedad, la producción colectiva debe corresponder a sus verdaderos
artífices, que son todos los trabajadores. En tanto participantes en una obra eminentemente colecti-
va, todos los trabajadores son fundamentalmente iguales y llenan funciones tan diversas como im-
prescindibles. A este principio, los defensores de la jerarquía de las funciones —tales como los
saint-simonianos— objetan que la desigualdad de capacidades y talentos justifica y cimenta la
desigualdad de condiciones. Esto, argumenta Proudhon, no es más que un prejuicio sostenido por
quienes tienen interés en mantenerlo. Decir que existen diferencias de capacidad que justifican las
28
Solution du probléme social, (1848), Lacroix, T. VI, p. 87.
29
Expresión que Georges Gurvitch emplea adecuadamente para caracterizar la dialéctica proudhoniana.
Dialectique et Sociologie, París, Flammarion, 1962, p. 105. Edición en castellano: Dialéctica y sociología.
Caracas, Ed. Universidad Central de Venezuela, 1965.
30
“Por ser todo capital, ya material, ya intelectual, una obra colectiva, constituye una propiedad colectiva”.
Primera memoria, p. 238.
diferencias de salarios, equivale a suponer que el trabajo es una guerra en la que se disputan
premios que conquistan siempre los más capaces31; de ser el trabajo un combate, no sería una pugna
entre productores sino la lucha de todos los hombres contra la naturaleza, una lucha en la cual se
coordinan y unen todas las funciones. Innegablemente, el carácter colectivo del trabajo impone la
igualdad: tanto el obrero como el empresario están asociados en una actividad que los solidariza.
Proudhon no infiere de ello que la igualdad absoluta de salarios deba ser regla imperativa y base
para fijar las normas de la distribución; por el contrario, reconoce que es necesario y conforme a la
ley de igualdad que la retribución del trabajo se rija según un principio de proporcionalidad. Su
intención es mostrar que, siendo el trabajo una actividad social que integra a todos los participantes
en un intercambio de servicios, preciso es considerar a todos los productores como asociados que se
encuentran en un mismo plano. Dado que en la actividad en común todas las funciones están funda-
mentalmente entrelazadas y son en esencia indispensables, por ser el salario la recompensa corres-
pondiente a un servicio prestado, es lógico que las retribuciones sean iguales, al menos dentro de lo
que permiten las anomalías o los males de los que la sociedad debe hacerse cargo. La base del
salario no ha de ser una estimación arbitraria dictada por los privilegios y los prejuicios, sino por el
tiempo de trabajo, cuya unidad es la jornada laboral. Al afirmar que todo producto vale lo que
cuesta, lo que el trabajo insumido en su producción, la economía política dejó sentado que no puede
haber otro criterio que el tiempo de trabajo y, con ello, la igualdad de las jornadas de labor, cual-
quiera sea la índole del trabajo efectuado 32. Con el movimiento del trabajo y la erradicación del
parasitismo propietario se impone una igualdad de condiciones que culminará con la asociación de
los trabajadores.

El segundo principio que deberá realizar la república industrial es la libertad. En el régimen


de la propiedad, la tan mentada libertad no es sino mentira; sólo sirve a los intereses del propietario,
cuya voluntad no conoce control ni límites; la única libertad del proletario es su facultad de trabajar,
es decir de dejarse explotar, o de no trabajar, esto es, de morirse de hambre. Estas contradicciones
que los economistas liberales tienen por verdaderas leyes económicas no son más que el sistema de
la fatalidad, cuyas consecuencias recaen inexorablemente sobre los trabajadores. Defender esta
libertad es, en realidad, inclinarse ante la fatalidad. Por su parte, las utopías comunitarias no tienen
inconveniente en sacrificar la libertad con tal de establecer la igualdad: también en este aspecto el
comunismo sigue el modelo del régimen de la propiedad privada, pues se limita a reempla zar el
despotismo de ésta con la tiranía de la comunidad. Si miramos bien, una reforma no debe tener
como objetivo la destrucción de la libertad sino su socialización 33. El instrumento económico apto
para ello será el contrato: la libertad quedará socializada cuando los productores estén ligados entre
sí por contrato, lo mismo que los productores y los consumidores, cuando las fuerzas económicas se
organicen conforme con la “ley suprema del contrato”. El contrato social, contrariamente a la
definición de Rousseau, es el acto por el cual dos o más individuos deciden efectuar or-
ganizadamente y durante un tiempo cierto modo de intercambio: las partes se comprometen a pres-
tarse determinados servicios o a cambiar entre sí una cantidad de productos 34. Tal contrato eco-
nómico, que a juicio de Proudhon es una de las condiciones capitales de la anarquía positiva, sa-

31
Ibid., p. 219.
32
“De suerte que la economía política afirma desde el principio... la igualdad de condiciones y de fortuna”.
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 129.
33
“No es cuestión de matar la libertad individual, sino de socializarla”. Ibid., p. 97.
34
Idee générale de la Révolution au XlXe siécle, p. 188.
tisfaría las exigencias de igualdad y de libertad simultáneamente. En este tipo de contrato, los par -
ticipantes tienen necesariamente el mismo grado de interés. Y ahí está la diferencia con el contrato
político de Rousseau. Por éste, el ciudadano aliena una parte de su libertad en beneficio de una con-
traparte aleatoria, mientras que por el contrato social, los contratantes se obligan a un intercambio
en plano de igualdad: la medida del derecho de cada uno está determinada por la importancia de su
aporte. Además, en el contrato social, los participantes discuten y aceptan libremente los términos
del convenio, ninguna autoridad exterior ejerce coacción sobre ellos. Cada uno conserva ín-
tegramente su libertad, porque acepta por propia voluntad cumplir lo pactado y se compromete a
proporcionar sólo aquellos servicios o productos que estipula expresamente el acuerdo. Esta forma
de contrato, igualitaria y libre, es la única que puede darle mayor libertad al hombre. El contrato so-
cial, verdadero cimiento de la república industrial, serviría para crear una sociedad solidaria y libre,
en la que la socialización de la libertad no afectaría a las libertades individuales. El contrato político
—monárquico o democrático— tenía por fin instituir una autoridad, y por efecto restringir la
libertad individual; el contrato social, cuyo objeto es la libre fijación de los cambios, tiene como
condición y como consecuencia el respeto de la verdadera autonomía de los productores.

Para Proudhon, esa libertad que reclama un respeto absoluto, es la que se manifiesta en el
acto de producir, es una libertad organizadora. A su ver, tanto la propiedad privada como la
comunidad tienen el defecto de no dar al trabajador participación personal ni responsabilidad en las
actividades económicas. El sistema de la propiedad excluye al trabajador de la parte organizativa,
exclusión que se agrava más aún con la división del trabajo y la mecanización. Darle libertad al
productor significa devolverle su responsabilidad en la parte organizativa de la producción, es
trasformar las condiciones de trabajo en una “gerencia responsable”35, otro de los significados de la
anarquía positiva. En lo que respecta a los productores aislados, tales como el pequeño campesino,
la autonomía quedará establecida tan pronto como cese la explotación por parte de; los propietarios,
puesto que el contrato sólo atañe al cambio y le (leja al campesino la libertad de organizarse a su
voluntad36. También en las grandes empresas —minas, ferrocarriles, industrias— es practicable el
principio de responsabilidad: debe ponérselas en manos de compañías de trabajadores
responsables37. En vez de pertenecer a un propietario capitalista, la empresa pasará a ser patrimonio
de una sociedad obrera encargada de dirigir y organizar libremente su producción, según las reglas
de la competencia y del contrato. De esta manera, el obrero dejará de ser un asalariado porque parti-
cipará en las ganancias y pérdidas de su establecimiento, tendrá voz en el consejo directivo, elegirá
a los dirigentes temporarios, en una palabra, intervendrá directa y efectivamente en las activi dades
de la industria en la que trabaja. Además, recibirá una educación que le permitirá recorrer todos los
tipos de trabajo y tomar parte en todos los aspectos del trabajo colectivo.

Los principios de igualdad, libertad y responsabilidad de que nos habla Proudhon nos dan la
pauta de lo que éste propone: una inversión radical de las formas de la vitalidad social. El régimen
de la propiedad y la teoría de la comunidad someten al trabajador a uña autoridad que se arroga el

35
De la création de l’ordre, p. 422.
36
En rigor, la dirección de la empresa agrícola sería confiada al padre de familia, pues Proudhon justifica la
autoridad paterna y hace violenta profesión de antifeminismo. Su defensa de la familia patriarcal le ha ganado
muchas críticas. Recordemos que, sin dejar de hacer la apología de la familia, señala que sería un error
tomarla como célula constitutiva de la sociedad. En su opinión, las relaciones de autoridad existentes dentro
de la familia no deben de ninguna manera trasladarse a da vida social.
37
Idee genérale de la Révolution, p. 276.
derecho de dirigir la economía y reducirlo al rango de mano de obra y de asalariado. Por su parte,
las teorías políticas, sean monárquicas o democráticas, suponen que la política es el centro
generador de la vida social y que conviene enajenar los derechos de los ciudadanos a una jerarquía
gobernante. En cambio, la anarquía exige que la jerarquía gubernamental sea sustituida por la
organización económica, para lo cual han de entregarse las riendas de la economía a los produc tores
independientes y asociados, quienes así se harán también cargo del destino de la sociedad toda. El
anarquismo no espera que la vida social descienda de los poderes constituidos, pretende que surja
de sus propias bases, que “despunte” desde abajo38.

Entre 1840 y 1865 el modelo de la república industrial y los medios de llevarla a la práctica
sufren cierta evolución que no afecta en nada a los principios fundamentales arriba esbozados.
Antes de 1848, en sus Carnets, Proudhon proyecta una asociación que designa indistintamente con
los términos de asociación progresiva, asociación obrera, sociedad progresiva, mutualismo y
mutualidad. Planea incitar a los trabajadores a tomar la iniciativa de formar uniones de productores
y consumidores según el principio de cambio recíproco. La asociación tomaría como punto de
partida la teoría de intercambio que postula que éste ha de realizarse en especie, producto por
producto, es decir, en realidad, trabajo por trabajo. Al agruparse así, los productores se
comprometerían a trocar las mercancías a precio de costo, calculado como cantidad de trabajo
invertido en ellas. De esta suerte, los trabajadores contarían con un mercado seguro, tendrían
garantizada la posibilidad de producir y de recibir y no estarían obligados a esperar hasta formar un
capital: la sociedad crearía su capital a medida que acumulara trabajo. El cambio de productos a
precio de costo provocaría una baja de los precios por eliminar el robo perpetrado por la propiedad
y las distintas formas de lucrar, lo cual permitiría una rápida expansión de la asociación. Proudhon
abriga la esperanza de que, al ir tomando incremento, la asociación se convierta en una implacable
máquina de guerra que logre demoler el régimen de la propiedad: incapaces de competir con los
precios bajos de las mutualidades, los propietarios perderán su clientela y deberán someterse al
nuevo régimen económico, que poco a poco se adueñará, por la fuerza o pa cíficamente de la
sociedad íntegra. Subraya entonces que es requisito esencial para el buen funcionamiento de la
asociación obrera la creación de una contabilidad perfecta. En efecto, como cada productor y centro
de producción debe llevar cuenta exacta de sus intercambios, de su debe y haber, y como esta
rendición de cuentas tiene que poder ser conocida por todos, el establecer una con tabilidad rigurosa
es sin duda condición fundamental para el justo funcionamiento de la economía.

Guiado por el propósito de poner sus principios en aplicación, Proudhon funda en 1840 el
Banco del Pueblo, por cuyo intermedio los productores practicarían el crédito mutuo y el cambio
igualitario. Este banco, fundado sin capital, tendría por única misión servir de intermediario entre
los productores, y entre éstos y los consumidores; no prestaría sumas de dinero para exigir intereses
por ellas, sino que pondría en circulación bonos de cambio garantidos por los productos. Sin
arriesgar ningún capital, cada adherente, productor individual o colectivo, obtendría un crédito igual
en valor al producto de su trabajo y se obligaría a aceptar los bonos como pago por sus mercancías.
Los bonos de cambio no tomarían como garantía el dinero en efectivo sino los productos ya
elaborados o en vías de elaboración, y que no pueden sufrir depreciación. Esta inversión total de las
reglas de la circulación, imaginaba Proudhon, haría desaparecer los intereses, cosa que socavaría los
cimientos de la propiedad privada. Sin necesidad de capital, el banco se encargaría de promover el
38
Sistema de las contradicciones económicas, T. I p. 242.
crédito y la circulación, sin percibir más que una comisión para cubrir sus gastos de funcionamien-
to. Con la supresión de los intereses, el capital dejaría de absorber dinero parasitariamente y el
régimen de la propiedad caería por sí solo, el oro perdería su poder y se daría fin a la explotación
social. Al poner los capitales gratuitamente a disposición de los trabajadores, la sociedad económica
quedaría constituida únicamente por los productores, que cambiarían sus mercancías a precio de
costo39.

La experiencia de la Revolución de 1848 lo hizo ver a Proudhon la necesidad de proponer


una reforma total de la sociedad que, en lugar de obrar de modo progresivo actuara sintéticamente
sobre todos los aspectos de la vida económica y política. Retomando temas que ya había tratado
anteriormente, como ser el pacto social, la teoría de la mutualidad, la reciprocidad, la
descentralización económica y la espontaneidad social, enuncia la teoría de le federación industrial,
fundamento y contrapeso de la federación política. Tal concepto federalista de la economía no
modifica sus conclusiones previas sino que las integra dentro de una visión universalista respetuosa
de la libertad de los productores y de las diversas formas de solidaridad.

Proudhon propone una pluralidad de asociaciones de distintas características según los tipos
de trabajo. En la labor agrícola —la que menos requiere la unión de los trabajadores— los produc-
tores podrían asociarse para ciertas tareas pero conservarían su independencia, siendo su único nexo
centralizador las mutuas garantías y los sistemas de crédito. En su última obra sobre la propiedad40
Proudhon reconsidera y corrige su teoría de la posesión: afirma que la propiedad es útil, siempre y
cuando la sociedad la controle y limite y no dé lugar a la reaparición de ganancias gratuitas. La
propiedad así concebida constituiría un invencible obstáculo contra los abusos del poder y ga-
rantizaría la libertad de los propietarios. Asimismo, en el comercio y la pequeña industria las
empresas mantendrían su independencia recíproca, siempre dentro de la mutualidad, la
responsabilidad y la garantía social. Por el contrario, toda industria, explotación o empresa que
exige el empleo de gran número de operarios de diferentes especialidades se constituiría en
compañía obrera, cuya producción y administración correría por cuenta de los propios trabajadores.
De las distintas industrias y profesiones surgirían así centros productores que se unirían en
federaciones nacionales, en las que se conciliaría la independencia mutua con la coordinación
necesaria para la buena marcha de la economía. El conjunto de todos estos grupos constituiría la
federación agrícola e industrial, que vendría a sustituir la centralización arbitraria del sistema de la
propiedad de la utopía comunista.

Cualquiera sea la evolución del pensamiento de Proudhon su paso de la idea de la


asociación progresiva al federalismo, de la teoría de la posesión a la de la propiedad socializada,
observamos que sus proyectos de reforma confirman la teoría general sobre la sociedad que expone
en su Primera Memoria: si la sociedad es una unidad y una realidad por sí sola, lo importante es
liberarla de sus trabas, eliminando las opresiones políticas y económicas que hacen pesar sobre ella
el despotismo gubernamental y el robo capitalista. Se debe restituir a la sociedad en su conjunto,
vale decir a los productores, aquello que le es usurpado por el arbitrario sistema de la propiedad.
Así como la sociedad es una obra de la realidad de la fuerza colectiva, tiene vida propia merced al
39
Organisation du crédit et de la circulalion et solution du problème social; Banque d’échange, Banque du
Peuple (1848-1849), Lacroix, T. VI, pp. 89-312.
40
Théorie de la propiété. 1866, obra póstuma.
trabajo de los individuos y de los grupos unidos libremente en la actividad colectiva. Por
consiguiente, es fundamental que se respete la independencia de individuos y de grupos y se creen
las condiciones para que pueda existir la libre competencia o, mejor dicho, la competencia no
antagónica.

CAPITULO III

SOCIOLOGÍA DE LAS CLASES SOCIALES

1. EL ANTAGONISMO DE LAS CLASES SOCIALES

El análisis socioeconómico nos ha mostrado que el acaparamiento de los beneficios por parte del
propietario capitalista constituye el hecho fundamental de la sociedad económica y provoca un
antagonismo entre capital y trabajo. Además de separar a los hombres en propietarios y no
propietarios, el régimen de la propiedad crea una relación de explotación entre estas dos clases,
dado que el lucro que asegura la renovación del capital sólo puede provenir de la usurpación de lo
que pertenece naturalmente a los trabajadores. Por tanto, la división social se origina en un
mecanismo económico que se confunde con una relación de clases: la relación entre capital y
trabajo es homóloga de la que existe entre propietarios y trabajadores o, dicho de otra manera, entre
la burguesía y el proletariado. El análisis ulterior y los resultados de los estudios históricos acerca
de la acción de los diferentes grupos sociales en conflicto evidencia que las raíces económicas de
las clases no bastan para caracterizarlas, pero al mismo tiempo confirma la importancia primordial
de la relación de explotación económica, de donde se deduce la necesidad de definir las cla ses, en
primer lugar, como clases económicas.

La escisión de la sociedad en clases antagónicas no es un fenómeno histórico sin


precedentes: las sociedades bíblicas o la romana, por ejemplo, estaban divididas en clases sociales
bien delimitadas, ya por las funciones que cumplían, ya por su participación en la propiedad. La
lucha entre los asalariados y el capital tiene su antecedente en los conflictos entre la plebe y los
patricios de la antigua Roma. Sin embargo, las clases burguesas y obreras parten de bases históricas
nuevas, diferenciándose sobre todo de las castas feudales. En el feudalismo, las tres castas o
“categorías”, a saber la nobleza, el clero y el tercer estado, correspondían a tres funciones distintas y
los trabajadores formaban corporaciones que los unían bajo su manto protector. En este sistema
social, patrones y obreros mantenían un tipo de relación que los aproximaba directamente y
confundía sus intereses41. Al proclamar la igualdad política y la libertad industrial, la Revolución de
1789 dio independencia al obrero, pero nada previo para protegerlo. El trabajador feudal estaba
ligado a su corporación por un lazo, diríamos, familiar; el obrero moderno está ata do al empresario
capitalista por un contrato individual, privado. Cuando la Revolución del 89 dio por tierra con el
orden social del pasado, liberó de sus trabas al régimen de la propiedad y posibilitó el desarrollo
espontáneo de la economía liberal; mas este sistema, con sus contradicciones económicas y sus
mecanismos de acaparamiento, llevaba en sí, y como consecuencia de su desarrollo, la división de
la sociedad en dos clases: una que vive exclusivamente de su trabajo y otra que vive de rentas y de
las múltiples formas arbitrarias de ganancias. Una vez desaparecidas las barreras feudales, era
inevitable que los mecanismos económicos y la organización del trabajo instituidos por el régimen
de la propiedad separaran a los hombres en dos grupos, el de los explotados y el de los
consumidores de los beneficios. Esta división socioeconómica no basta para dar razón de todas las
relaciones sociales ni de todos los acontecimientos históricos; pero si bien existen grupos
particulares como el Ejército o la Iglesia que intervienen en los cambios políticos, no cabe duda de
que los dos núcleos fundamentales de la sociedad moderna son el de los dueños de los instrumentos
de producción y el de los asalariados, hecho que explica por qué les está dado a las clases obreras
llegar, como dijo Proudhon en 1864, a la capacidad política revolucionaria.

Aunque Proudhon no se propuso definir las clases sociales del régimen de la propiedad, los
conceptos que expone configuran una consecuente definición socioeconómica. Burguesía y
proletariado se diferencian por su opuesta participación en la sociedad económica, su modo de
trabajo, sus fuentes de ingreso, su calidad de propietario o desposeído. La teoría de la fuerza
colectiva demostró que el trabajador es el único que produce, el único partícipe de la fuerza social
real, y que es erróneo considerar al capital como elemento productivo, dado que el burgués, por
vivir de sus rentas, es lo contrario del proletario: son como el parásito y su huésped. El jornalero se
sustenta con su salario, es decir subsiste merced a la retribución individual que recibe del
empresario a cambio del tiempo que invierte en su labor; el capitalista se alimenta del lucro, es decir
41
La Capacidad Política de las clases obreras, pp. 94-95
del constante robo que ejerce sobre el trabajo y contra los trabajadores. El despojo de que es
víctima, la carencia de bienes del proletario no es, pues, más que un aspecto de su situación, así
como la defraudación capitalista es un fenómeno que sólo ha de considerarse dentro del contexto de
las relaciones que unen y oponen antinómicamente al capital y al trabajo.

Por más que lleguen a la esencia, estos conceptos no abarcan a la clase social en todas sus
facetas. Encerrada en su situación y su vida económica, la clase tiende a constituir un “tipo aparte” 42
que posee costumbres, principios morales, ideas y programas políticos amén de una psicología
característica. Así, al examinar la historia de la burguesía Proudhon señalará que en la época de su
conflicto con la nobleza, la clase burguesa tenía un estilo, costumbres y hasta una literatura
particulares, atributos de una clase ascendente y segura de sí; añade que, a sus ojos, la burguesía se
desmoraliza, se descompone y pierde su capacidad para cumplir el papel de guía cuando se instaura
la nueva sociedad.

Como bien afirma Proudhon en Capacidad política de las clases obreras, su última obra
acerca del tema, una clase no es simplemente un conjunto de individuos que llenan idénticas
funciones en la producción y manifiestan una cultura y una psicología común a todos ellos; también
puede actuar como unidad orgánica en la vida política y ser protagonista de una acción social 43. El
que una clase se mantenga pasiva en el curso de un período histórico no prueba forzosamente que
ella sea incapaz de afirmarse como agente histórico: así como la Revolución del 89 marcó el
momento del triunfo de la burguesía sobre el orden feudal, la Revolución del 48 señala el instante
en que los obreros comienzan a constituirse en clase, anunciando su trasformación en clase
creadora. La acción autónoma está supeditada a dos requisitos previos: la clase debe tomar
conciencia de sí y formular su teoría. Para lograr la capacidad política necesaria con el fin de crear
un nuevo orden económico y político, es preciso que adquiera un concepto de cuál es su lugar en la
sociedad, cuáles las funciones que cumple y cuál el papel que le toca. Esto exige que los individuos
que componen esta colectividad se sientan y se sepan miembros de ella. El tomar conciencia de sí
significa cobrar conciencia del propio valor: al descubrir su identidad, la clase conscientede sí se
reencuentra con su “dignidad”, con sus valores, y comprende que es justo reclamar sus derechos y
defender sus intereses ante las clases que le son adversas. La segunda condición de Ta capaci dad
política es consecuencia de la primera. Para que una clase esté capacitada para actuar política mente,
es menester que cristalice una idea que corresponda a su ser. La definición teórica a que debe llegar
una clase es, efectivamente, la representación y la expresión de su propia existencia social: al
formular su idea, la clase se representa a sí misma y enuncia la ley de su ser44, expresa su consti-
tución particular dentro de la sociedad de la cual forma parte, descubre lo que es y, por ende, lo que
desea. Tal teoría, precisada, formulada en el plano del entendimiento, no podría ser una utopía, pues
para que la clase se reconozca en ella la teoría debe traducir su realidad, su existencia y su experien-
cia, sus relaciones efectivas con el Estado y los demás grupos colectivos. Esta concordancia con la
experiencia permite a la clase ver su presente y su futuro, establecer sus verdaderos objetivos, aunar
en una misma teoría la comprensión de las condiciones del momento y la fijación de los fines que se
propone alcanzar.

42
De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p. 139
43
La Capacidad Política de las clases obreras, p. 90.
44
Ibid.
En esta trasmutación de la clase por obra de la toma de conciencia y de la formulación
teórica, es fundamentalísima la separación de clases como hecho y como conciencia: para que un
grupo social adquiera capacidad política es condición primordial que se piense en su diferencia con
los demás, que se perciba como distinto de los otros. La conciencia de sí es conciencia de la propia
autonomía y de la oposición respecto de las clases rivales. Tomar conocimiento de su papel
significa, para el proletariado, descubrir que es distinto de las clases burguesas, es disociar sus
intereses y, en consecuencia, negarse a ser confundido con la burguesía. Enunciar su idea, formular
su ser y su experiencia, es afirmar su propia realidad frente a las demás realidades sociales, es
reivindicar su diferencia. En la conciencia de sí va incluida la voluntad de diferenciarse: la
conciencia es inmediatamente consciente de la distinción45 y de esta conciencia de sor otro nace la
acción autónoma y eficaz.

Dentro del régimen de la propiedad, esta diferenciación y contraposición de las clases está
inscrita en los fundamentos mismos del sistema económico por la naturaleza de la propiedad.
Cuando en 183846 Proudhon anuncia su propósito de defender la causa de las clases obreras, ratifica
la existencia de una diferencia y una oposición entre las clases laboriosas y las privilegiadas.
Caracteriza tal oposición diciendo que hay una “guerra”, una “lucha incesante” entre el trabajo y el
capital. Con todo, no llega exactamente a la conclusión de que la sociedad se basa en el
enfrentamiento de clases. La relación que separa y une al capital y al trabajo no es tanto una lucha
como una explotación económica. El expolio capitalista explica los enfrentamientos momentáneos,
las coaliciones y las huelgas; mas tales choques no son sino manifestaciones pasajeras de una
relación fundamental cuyo carácter es netamente socioeconómico. Al acaparar los frutos de la
fuerza colectiva, el propietario enajena el trabajo de otro, se apodera de un producto que es obra del
trabajador; de esta manera impide que el productor adquiera lo que ha producido y condena a una
parte del proletariado a la miseria y al hambre47. Esta explotación es una guerra permanente; toda
forma de actividad productiva dentro del régimen de la propiedad lleva implícito un acaparamiento
del trabajo y contribuye a crear las misérrimas condiciones de vida de la clase trabajadora. Esta
situación se mantiene, con medios violentos, mediante una subordinación coercitiva que le impide
al obrero recuperar lo que produce: la extorsión se lleva a cabo por la fuerza dentro de una sociedad
fundada en una relación de violencia.

Los vocablos robo, extorsión y explotación traducen mejor el pensamiento de Proudhon que
las palabras lucha o guerra. Si es que existe una guerra entre el capital y el trabajo, se trata de una
lucha desigual en la que los obreros son inevitablemente las víctimas. La contienda se reduce a una
coligación de los capitalistas contra el trabajo; los propietarios forman una especie de confederación
dirigida contra los trabajadores, quienes son despojados de los instrumentos económicos y políticos
que los capacitarían para presentar resistencia. Proudhon señala repetidamente que las coaliciones
obreras y las huelgas carecen de eficacia económica y no pueden trasformar la condición del
asalariado; a lo sumo logran mejorar temporariamente la situación de algunos obreros, pero el alza
de precios que provocan anula las mejoras obtenidas. En el estado de cosas propio del régimen de la
propiedad, la resistencia obrera es comparable a esos “paliativos” que jamás consiguen destruir la
configuración general de las relaciones económicas. La explotación no es tanto resultado del

45
“Distinguirse, definirse, es ser”. Ibid., p. 237.
46
Lettre de candidature à la pensión Suard, mayo de 1838, p. 16.
47
“Todo beneficiario ha firmado el pacto del hambre”. Primera memoria, p. 272.
proceder de una clase como consecuencia de una forma de relación incrustada en la totalidad del
sistema socioeconómico vigente. Ni el burgués ni el proletario son los culpables directos; por eso, la
crítica ha de recaer no sobre la acción de los individuos sino sobre el sistema en su conjunto. Al
apelar a la fuerza armada para reprimir una huelga, el empresario capitalista se limita a defender sus
intereses inmediatos, pero lo que hace, en rigor, es dar cumplimiento a un veredicto pronunciado de
antemano por un sistema que condena al proletariado a la sumisión y la miseria: la explotación no
tiene su origen en la voluntad particular de una clase sino en la organización general de un régimen
basado en el robo.

El pensamiento prudhoniano no acaba con la aceptación de que la sociedad está


fundamentalmente separada en dos clases antagónicas que encarnan al capital y al trabajo,
respectivamente. Si sólo estuviera en su ánimo comentar la guerra social, no se comprendería por
qué, en ciertos textos, evidencia la esperanza de que esa burguesía, a la que ataca con tanta
virulencia, participe activamente en la revolución. Fácil sería poner a Proudhon en contradicción
consigo mismo citando conceptos opuestos entre sí. ¿Cómo se entiende que, después de afirmar en
1840 que era absolutamente imposible que la burguesía admitiera la emancipación del proletariado,
aseveraba en 1851 que los burgueses fueron siempre los revolucionarios más intrépidos? 48 Estos
contrasentidos son más aparentes que reales y manifiestan las oscilaciones de una situación
histórica antes que una vacilación del pensamiento proudhoniano.

La división radical de la sociedad en dos fuerzas enemigas no aclara el panorama tanto


como parece, pues no da la visión exacta de una sociedad compleja en la que ciertos grupos se
hallan en situación imprecisa, como los casos particulares del campesino, el pequeño empresario o
el artesano. En realidad, la definición del capital como fuerza de acaparamiento no puede aplicarse
unilateralmente a la burguesía en su conjunto. Así, tanto el pequeño industrial como el pequeño
comerciante se encuentran, según los términos de la definición de la propiedad, en una posición
harto ambigua. En la medida en que interviniese directamente en la producción con su propio
esfuerzo, el pequeño industrial es un productor y el sueldo que retribuye su tiem po de labor es una
parte del precio de costo, lo mismo que el salario del obrero. Y en la medida en que utiliza sus
instrumentos de trabajo para acumular un interés que obtiene por usurpación violenta de lo
producido por sus obreros, medra con el robo capitalista. No es la posesión lo que define la ex -
plotación sino la propiedad en cuanto fuente de lucro. El pequeño industrial y el artesano, que
actúan como poseedores nominales de instrumentos de trabajo y contribuyen directamente a la
producción con su esfuerzo o sus conocimientos, se cuentan entre los productores y sufren
aproximadamente los mismos problemas y riesgos que los demás.

Tras demostrar la escisión existente entre el capital y el trabajo, Proudhon pasa a distinguir
en la burguesía dos clases bien diferenciadas: la alta burguesía, a la que llama feudalismo industrial
y mercantil, y la clase media49. Desde esta perspectiva, ya no hay dos clases antagónicas sino tres, a
48
“La burguesía aceptará cualquier cosa menos la emancipación de los proletarios”. Deuxième mémoire
(1841), p. 75. “A vosotros, burgueses, el homenaje de estos nuevos ensayos. Vosotros fuisteis en todo tiempo
los más intrépidos, los más hábiles revolucionarios”. Idée générale de la Révolution, Dedicatoria (1851), p.
93.
49
“La clase media. Se compone de empresarios, patrones, tenderos, fabricantes, agricultores, sabios, artistas,
etc., que viven, como los proletarios y a diferencia de los burgueses, mucho más de lo que producen
personalmente que de los beneficios de sus capitales, privilegios y propiedades; se distingue del proletariado
por trabajar, como se dice vulgarmente, por cuenta propia y cargar con la responsabilidad de las pérdidas así
saber: el feudalismo industrial, la burguesía trabajadora y las clases obreras. La alta burguesía res-
ponde exactamente a la definición de la explotación capitalista; dueña de importantes medios de
producción, explota los monopolios en su beneficio, hace fructificar su capital sin participar en ía
producción, se apodera del Estado para transformarlo en arma de defensa del sistema económico
imperante. De esta burguesía explotadora sólo es dable esperar una política absolutamente hostil a
la emancipación proletaria. El caso de la clase media, grupo que trabaja amén de usufructuar
parcialmente de ganancias arbitrarias y agiotajes, es mucho más complejo. Nada raro sería que las
contradicciones económicas la obligaran a adoptar una posición revolucionaria para escapar de
peligros que también la amenazan a ella.

La dicotomía social creada por el régimen de la propiedad tampoco caracteriza


suficientemente al campesinado. Constituido en su mayor parte por pequeños propietarios que
explotan su parcela, no está directamente expuesto a la depredación capitalista ni lucra con el
acaparamiento. Cuando proyecta su federación agrícola, industrial, su sistema económico
descentralizado y coordinado, Proudhon no contempla la expropiación de los medios de producción
agrícola sino que, por el contrario, considera conveniente mantener la posesión de la tierra y dejar a
la familia campesina sus herramientas. Tal respeto por la posesión rural indujo a interpretar la obra
de Proudhon como una defensa socialista del campesinado50; y es cierto que las reformas que
propone tienden a hacer del núcleo familiar la célula de la vida agraria. Proudhon no cree que, en el
régimen de la propiedad, la clase campesina pueda llegar a tomar conciencia de sí y librar su propia
lucha revolucionaria; espera que las clases obreras logren ganarse la adhesión de la “Mariana de los
campos” demostrándole que están unidas por idénticos intereses 51. Tiene razón, pues el campesino,
sin practicar directamente el lucro capitalista, llega, en sus relaciones comerciales, a recrear en
escala propia los robos y agiotajes que caracterizan a las relaciones de cambio del sistema del
mercantilismo no solidario. Proudhon defiende la posesión rural sin hacerse ilusiones en cuanto a
sus efectos sobre la conciencia de la clase campesina; sabe que la pequeña propiedad torna mezqui-
no y cerrado al hombre de campo, que no quiere ver cuáles son sus verdaderos intereses y tiende al
robo y la explotación en sus actividades comerciales52. La clase campesina se halla en una situación
asaz ambigua que, por un lado la acerca a los trabajadores de la industria, y por el otro, la aleja de
ellos. Tienen comunidad de intereses. La reconstitución de la propiedad según los principios de mu-
tualidad sería para ella tan beneficiosa como para la clase obrera; la mayor aspiración del campesi -
nado, el deseo de poseer la tierra, coincide con la de las clases obreras, a saber el ser dueños de los
instrumentos de trabajo. Además, los campesinos están sujetos a sufrir las consecuencias de la
defectuosa organización de la pequeña propiedad característica del régimen de la propiedad privada.
Para colmo, acota Proudhon en 1864, los campesinos franceses siguen aferrados al mito
napoleónico, pues persisten en tener a Napoleón III por símbolo de la revolución que los liberó del

como gozar exclusivamente de las utilidades, siendo que el proletariado está al servicio de otros y recibe un
salario". La Révolution sociale démontrée par le Coup d’État, p. 125.
50
Aimé Berthod, Proudhon et la propriété, un socialisme pour les paysans, París, Giard et Briére, 1910.
51
“Resulta, pues, que la causa de los campesinos coincide con la de los trabajadores de la industria; la
mariana de los campos corresponde a la social de las ciudades”. La Capacidad Política de las clases obreras,
p. 69.
52
“El campesino, que constituye la gran mayoría en Francia, es la clase más abominable, más egoísta, más
desprovista de instintos generosos, más venal, más estancada, más hipócrita, más aferrada furiosamente a la
propiedad”. Carnet N° 6 (1847) M. Riviére, T. II, p. 294.
derecho feudal. Será tarea del obrero abrirle los ojos al campesino, hacerle ver que el bien de uno es
el bien del otro y ayudarlo a desechar tan nefasto mito político 53.

Por tanto, pese a la importancia histórica adquirida temporariamente por las clases
secundarias, la suerte de la revolución se juega en el enfrentamiento de la burguesía y el
proletariado.

2. LA BURGUESÍA

Con anterioridad a 1789, cuando no era más que una parte de la sociedad feudal que luchaba contra
la nobleza y el clero, la burguesía formaba una unidad coherente. En un principio, el
establecimiento de las comunas significó que las poblaciones urbanas se constituyeran en clase
consciente de sí. Esta conciencia se mantuvo vital mientras la burguesía se vio obligada a luchar y a
autodefinirse frente a las castas privilegiadas 54. El opúsculo de Siéyes acerca del tercer estado
expresa esta conciencia y esta voluntad de llegar a ser la sociedad toda. Durante el período previo a
la Revolución, la burguesía, adalid de las aspiraciones de progreso, libertad e igualdad, tuvo una
idea, una voluntad política; y además, como resultado de su coherencia y de su conciencia de sí,
poseyó un espíritu, un estilo propio. Fue este espíritu burgués el que inspiró a los grandes escritores
del siglo XVIII y luego, a las asambleas revolucionarias 55.

Pero una vez que la burguesía se convirtió en ese todo deseado, una vez que desaparecieron
las castas que la forzaban a definirse por diferenciación, comenzó a perder el sentimiento de sí. A la
conciencia de clase sucedió la dispersión de los intereses individuales y la búsqueda del lucro perso-
nal. Como bien dijeron los economistas liberales, la doctrina individualista del laissez-faire, es decir
el conflicto anárquico de intereses, pasó a servir de teoría. Entonces empezaron a brotar las
contradicciones y los vicios inherentes a su naturaleza. En 1860 pinta Proudhon un cáustico cuadro
de la psicología burguesa, de sus características y actitudes. Mientras que el campesino produce
riqueza con su labor personal y el obrero obtiene un salario por su trabajo manual, el burgués ha
tratado siempre de rehuir el trabajo y extraer beneficios del comercio y el tráfico mercantil. Primero
fue comerciante, prestamista, banquero y financista; luego, cuando vino la industria, se dedicó a
fundar empresas más con espíritu de negociante que con ánimo de industrial; no le importaba
producir sino hacerse de buenas utilidades, no se deseaba confundir con la clase laboriosa, sino
especular. El único objetivo de la burguesía fue aumentar sus bienes para recoger, a título de
intermediaria, las ganancias que producen las transacciones comerciales: el agio, los intereses, la
usura56. El ídolo que reverencia la burguesía no es el arte, ni la justicia, ni Dios; sólo adora la
riqueza. Su única preocupación es, según su propia fórmula, hacer negocio, es decir, de acuerdo con
la definición económica de la propiedad, defraudar.

53
“Hemos de buscar en la democracia industrial de París y de las grandes ciudades, que ha tomado la
delantera, los puntos de acuerdo que existen entre ella y la democracia del campo”. La Capacidad Política de
las clases obreras, pp. 69-70.
54
“La clase burguesa se distinguía, se definía, se sentía, se afirmaba a través de su oposición a las clases
privilegiadas o nobles”. Ibid., p. 99.
55
De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p, 147.
56
Ibid., p. 141.
La actitud política de la burguesía es la resultante directa de ésta, su preocupación
excluyente: cualquiera que sea la situación, al burgués sólo le importa salvaguardar sus dineros, sin
cuidarse de principios ni pensar en el bien social o nacional. A pesar de sus protestas en contrario, la
burguesía es patriota a medias; aceptará la anexión de un territorio de su patria si ello conviene a sus
negocios, y preferirá ver a su nación invadida por otra antes que verla dirigida por un partido que
amenace sus riquezas57. Poco patriota, el burgués es aún menos democrático: le aterra la posibilidad
de que se establezca un sistema que entregue el poder al pueblo y haga tambalear sus privilegios. A
decir verdad, la forma política le preocupa poco y nada y por eso acepta la monarquía, los golpes de
Estado como el del 18 de brumario y el del 2 de diciembre y la monarquía constitucional; por eso,
en 1783, habría consentido entenderse con la nobleza si las castas superiores se hubieran dignado
admitirlo en la repartición del botín. Está dispuesto a tolerar el despotismo con tal que el déspota le
aseguro una participación en los privilegios y no le haga pasar sustos; ¿por qué, si no, apoyó la
dictadura de Bonaparte hasta que se produjo el bloqueo continental? Que le den la oportunidad de
gozar de las ventajas y las sinecuras otrora reservadas a la nobleza y la burguesía y ya se acomodará
a cualquier forma de gobierno. No obstante, preferirá el sistema parlamentario a la tiranía, no por-
que lo juzgue más moral o justo sino porque las garantías constitucionales le otorgan mayor
seguridad. Precia por sobre todo el mantenimiento del orden; le asusta el desorden, no el del caos
financiero, los abusos o la corrupción general, sino el de las manifestaciones y los motines que
provocan la baja de los valores58.

El burgués aprecia todas las cosas por su valor venal y mide su estima en bienes de fortuna;
en un hombre, no admira sus méritos sino sus caudales. Le gusta creer que el principal valor moral
es el del interés bien entendido y le viene como anillo al dedo el utilitarismo que confunde la ética
con las normas comerciales, pues éste le enseñará a preocuparse ante todo de la posición ante los
demás y del qué dirán que, en materia de negocios, pesan mucho más que el deber o la virtud.

En filosofía, el burgués retrocede ante los sistemas y el pensamiento riguroso.


Acostumbrado a conciliar, a transigir, se complace en el eclecticismo que lo dispensa de juzgar y de
profundizar en las cosas. Intelectual y moralmente es partidario del justo medio. Se dice cristiano,
pero también es voltairiano; respeta a los sacerdotes, pero teme su poder; no tiene casi religión, pero
la considera necesaria; desconfía de la autoridad, y sin embargo la defiende porque ella, con sus
contradicciones, le da certeza de que su hacienda, lo único que le im porta en la vida, estará bien
protegida.

Este escepticismo político se manifestó perfectamente entre 1830 y 1848. En la


revolución de julio, las masas populares que derribaron el gobierno en realidad no hicieron
más que servir de milicia a la burguesía, a la que correspondió enteramente la victoria. La
burguesía no tenía ni la más remota idea de cuál era la forma de gobierno que deseaba
apoyar, sólo sabía con claridad lo que no quería59. Ni qué pensar en una monarquía
57
“¡Los intereses ante todo! ¿Acaso en 1848 nos oímos a los conservadores decir: ¡Que vengan los cosacos
antes que los republicanos!?” Ibid, p. 145.
58
“Su alma es como la Bolsa: el menor alboroto lo alarma; el aniquilamiento de la vida moral no lo afecta en
absoluto”. Ibid, p. 145.
59
Confesiones de un revolucionario, pp. 98-99. Edición en castellano: Las confesiones de un revolucionario.
Bs. As. Ed. Americalee, 1947.
legítima, de la que ella no podía ser principio y fundamento. Tampoco la nobleza y la
aristocracia eran de su gusto, ya que no tenía acceso a sus títulos. No se esforzaría por
establecer un nuevo régimen republicano y rechazaba rotundamente toda reforma social
que favoreciera al proletariado en detrimento de sus intereses. Su preocupación exclusiva y
excluyente era lograr la seguridad del mundo comercial y la instauración de un régimen
social cuyo único objeto sería el aumento de la riqueza de los burgueses60. Tal fue el
pensamiento rector del reinado de Luis Felipe: el gobierno de los intereses. La idea
burguesa no propendía al progreso de la sociedad ni a asegurar el bienestar de todos los
productores, cosa que sólo se lograría con la solución del problema social; la idea burguesa
simplemente tendía a propagar la moral de las utilidades monetarias, a extender la
indiferencia política y religiosa a todas las clases sociales y a arruinar a los partidos
políticos. Esto significa que, de clase consciente capaz de representar los intereses
colectivos, la burguesía pasó a ser un grupo exclusivamente preocupado por las necesidades
económicas, lo cual, como sabemos, sólo conduce a la exasperación de las contradicciones.

Proudhon expresa inquietud por el destino de la revolución de febrero de 1848 de la que


dijo, desde el primer día, que había sido hecha “sin idea”, sin un programa revolucionario coherente
que sirviera de base para el triunfo 61. Sus estudios le indican que la burguesía no está capacitada
para resolver los verdaderos problemas de la sociedad, vale decir para efectuar la reorganización
económica,. y que las clases obreras, si bien claman por una justa organización del trabajo, no han
alcanzado aún cohesión suficiente ni tienen conciencia de cuáles son los medios de que habrán de
valerse para solucionar el problema social. En ese periodo revolucionario, las apreciaciones de
Proudhon acerca de las características de la burguesía y de su posible evolución se mezclan con
juicios polémicos y planes de reforma. A primera lectura, parece oscilar entre dos actitudes poco
compatibles: tan pronto afirma y parece justificar el enfrentamiento de las clases como invita a la
conciliación. Funda el periódico Le Représentant du Peuple para luchar desde sus páginas por la
revolución social, por la emancipación de las clases trabajadoras; ya en marzo, acusa al gobierno
provisional de haber abandonado la causa del proletariado, de restaurar los usos del sistema de la
propiedad privada y reintegrar el poder a la burguesía. Después de los tumultos de junio, da la razón
a los obreros parisienses en medio de la hostilidad general; el 31 de julio, durante una célebre sesión
de la Asamblea Nacional, proclama desde la tribuna el principio de la lucha de clases y hace voto de
fidelidad a la causa del proletariado. Y sin embargo, al mismo tiempo reconoce la urgencia y, por
ende, la posibilidad de una conciliación entre las clases medias y las obreras, pues escribe
repetidamente que la reforma económica sólo podrá realizarse con la colaboración de la burguesía.

Estas divergencias obedecen, en gran medida, a los cambios circunstanciales y no


contradicen una posición fundamental que se mantiene inamovible. Antes de la revolución
de febrero, Proudhon distingue una burguesía alta y otra media, señalando al feudalismo
industrial y financiero como la clase más conservadora y hostil a toda reforma social; niega
absolutamente a este feudalismo la posibilidad de aceptar una teoría revolucionaria, posi-

60
"¿Qué quiere, pues, este burgués cauteloso, embrollón, ingobernable? A poco que lo presionéis para que
responda, os dirá que quiere hacer negocios; del resto nada le importa”. Ibid., p. 99.
61
“Se ha hecho una revolución sin idea”. Carnet N° 6, 24 de febrero de 1848.
bilidad que no descarta por completo en lo que se refiere a la burguesía media. En ese
entonces atribuye a las clases obreras la iniciativa de la mutación social62, pero las delimita
de modo tan impreciso que la pequeña burguesía queda en parte incluida entre los
trabajadores. En sus artículos de 1848 sigue sosteniendo que el proletariado puede hallar en
sí los medios dé su emancipación63 aunque ahora se esfuerza por devolverle la tranquilidad
a la clase media, a la que separa de la alta burguesía64. Hay que partir a la burguesía "en
dos”, escribe, para lograr que la clase media se decida a participar en la revolución
económica contra el gran propietario. Recomienda a sus colaboradores que prediquen “la
reconciliación” de esta burguesía con el proletariado y muestren que también ella se
beneficiará con la aplicación de las ideas socialistas 65. Se comprende, pues, por qué las dos
grandes obras que publicó durante ese período encierran un llamado a la burguesía. Con-
fesiones de un revolucionario (octubre de 1849) termina con un poscriptum donde asevera
que la revolución puede encarnarse en la clase media; e Idea general de la revolución (julio
de 1851) comienza con una dedicatoria dirigida a la burguesía para recordarle su pasado
revolucionario. Proudhon estima que, durante esta fase de la historia, las reformas sociales
no tienen probabilidad de imponerse si no reciben el apoyo del grupo más avanzado de la
burguesía. No se refiere que Proudhon habla para atraer a la clase media; es sincero cuando
insiste en decir, contra el prejuicio general, que la instauración de un régimen socialista o
mutualista será favorable a los intereses de la burguesía trabajadora porque la liberará de la
opresión del capitalismo y de los peligros con que la amenaza la anarquía económica.
Además, considera que en ese año de 1848 la opresión económica se hace sentir lo
suficiente como para que la clase media se incline a tomar parte en el movimiento
revolucionario: reprimida por el gran capital, humillada por sus propios representantes, la burguesía
verdadera puede llegar a abandonar su política reaccionaria. En 1850, Proudhon tendrá oportunidad
de ver tomar conciencia a los pequeños propietarios, industriales y comerciantes66.

Queda en pie, empero, el hecho de que la reforma social es asunto de las clases
laboriosas, que son ellas quienes exigen fundamentalmente y también las que resultarán
más beneficiadas. La actitud de Proudhon difiere según se dirija al proletariado o a la clase
media. Cuando habla al proletariado, trata de hacerle comprender que es en parte víctima de
mitos inaceptables y que en Vano deposita su confianza en la autoridad. Cuando le habla a
la clase media se esfuerza por convencerla de la validez del socialismo. Cualesquiera sean

62
“Obreros, trabajadores, hombres del pueblo, quienes quiera seáis, la iniciativa de la reforma os pertenece...
sólo vosotros podéis llevarla adelante”. Avertissement aux propriétaires (1842), p. 245.
63
“Sí, la clase trabajadora posee los medios para lograr su emancipación”. Argumont à la Montagne. Le
Peuple, 20 de noviembre de 18-18, Lacroix, Mélanges, T. XVII, p. 202.
64
“Separar en primer término a la aristocracia financiera y fabril, es decir a la banca, la bolsa, las minas, las
grandes industrias, los astilleros, como Le Cieusot, én suma, a todo el feudalismo industrial y mercantil de la
burguesía propiamente dicha, que es la clase media”. Carta a Darimon, 15 de agosto de 1850,
Correspondance, T. III, p. 322.
65
“Ha llegado el momento de mostrarle a la burguesía cuáles, son las ventajas que pueden depararle las ideas
socialistas”. Lo mismo, 14 de febrero de 1850, Ibid., p. 97.
66
“La clase media, el pequeño comerciante, el pequeño industrial, el pequeño propietario rural y urbano, pasa
en masa a la República. Todo se revoluciona...” Carta á Guillemin, 17 de diciembre de 1850, Ibid. p. 383.
las posibilidades y las veleidades de la pequeña burguesía, es preciso arrancarla de su rutina
e impulsarla a fijarse objetivos que corresponden en primer lugar a las clases obreras. Por
momentos, Proudhon pasa de la promesa a la amenaza. El 31 de julio de 1848 pide “que se
intime a la propiedad a proceder a la liquidación social”, y cuando le urgen a explicar el
sentido de tal proposición añade qué, “en caso de negativa”, el proletariado realizará la
liquidación sin el apoyo de la burguesía, es decir en contra de ella67.

El curso seguido por la Revolución de 1848 fue creando en Proudhon la convicción


de que se había equivocado y despertando su escepticismo en lo referente a las
posibilidades revolucionarias de la clase media. En vez de unirse al proletariado y satisfacer
sus reclamaciones en cuanto al derecho de trabajar y de participar en la organización económica,
la pequeña burguesía se hizo “cómplice” de la reacción, según expresó Proudhon en 1851, en lugar
de hermanarse con aquellos con quienes podía formar un todo, se alió con su propio enemigo, el
feudalismo industrial. Sin embargo, el fracaso de la Revolución de 1848 no se explica únicamente
por esta actitud conservadora de las clases medias, y ni siquiera por el conflicto entre las tres clases
sociales. Proudhon analiza la sociedad francesa en sus distintas dimensiones y observa 68 que, aparte
de la división de la nación en tres clases principales, hay que tomar en cuenta a las fuerzas políticas,
religiosas, administrativas, militares y jurídicas, cuyo poder debía inclinar la balanza hacia el
conservadorismo, modificando así en gran medida la dinámica de las clases. El clero, que contaba
con gran número de representantes, disponía de considerable riqueza y era tenido por órgano de la
moral pública y privada, ejercía sobre la población un dominio “oculto” y, por ello, irresistible en
muchos casos. El ejército, que no tenía nexo directo con la nación ni las guardias nacionales, se
encontraba íntegramente en manos del poder central. La administración centralizada, que
comprendía a la policía, la instrucción, las obras públicas y las finanzas, empleaba una monstruosa
cantidad de funcionarios que lo gobernaban todo, personas e industrias. La magistratura ejercía su
arbitraje supremo sobre los intereses privados y las relaciones sociales en perfecta inteligencia con
la Iglesia, la administración, la policía y el ejército. La suma de estas fuerzas constituye un “peso”,
una especie de “cepo” que ahoga a todo el pueblo francés y le impide manifestarse espontánea-
mente en el campo del intelecto y la producción69. Si bien la administración, el clero y el ejército
reclutan a sus grandes jerarcas entre las filas de la alta burguesía, no se limitan a una clase social
definida y se extienden bajo distintas formas a todas las clases, cuando no se apartan de ellas, cual
sucede con el ejército, “apátrida” dentro de su propio país. Era natural que la pequeña burgue sía
encontrara renovados obstáculos para su emancipación en las diferentes jerarquías, de las cuales fue
víctima a la par que cómplice.

El Segundo Imperio confirma, agravándola, la escisión entre el feudalismo industrial y la


clase media, que ya se venía anunciando desde el reinado de Luis Felipe. El término “feudalismo”
designa un nuevo sistema económico, un nuevo tipo de capitalismo burgués, así como a la casta
social que es su beneficiaría. En lo económico, este sistema social, que sucede a la anarquía
67
Discours prononcé à l'Assemblée Nationale,. p. 370.
68
La révolution sociale, pp. 123-126.
69
“Así, la masa del pueblo francés, con la centralización que lo ahoga, el clero que le predica, el ejército que
la vigila, el orden judicial que la amenaza, los partidos políticos que la zamarrean, el feudalismo capitalista y
mercantil que la posee, parece un criminal condenado a trabajos forzados y celosamente guardado noche y
día...”. Ibid., p. 127.
industrial, cuyas fallas ha heredado, se caracteriza por el enorme incremento de los capitales, la
ampliación de los monopolios y la concentración de la propiedad en pocas manos. Los capitales,
otrora repartidos en múltiples actividades, son absorbidos por las empresas industriales,
singularmente las ferroviarias, y crecen en forma sin precedentes, al punto que merman las
inversiones en los demás dominios70. El quehacer agrícola y la propiedad rural pierden importancia,
proceso que acarrea la subordinación de la agricultura a las potencias financieras, el
empobrecimiento de la producción agrícola y la desocupación en masa de los jornaleros. Como
consecuencia de la deserción rural, suben los alquileres en las grandes ciudades, es decir las
utilidades de los propietarios, y también los gravámenes que afectan a la mayoría de la población.
El sostenido aumento de los impuestos continúa el movimiento de centralización económica
iniciado durante la Restauración. Finalmente, la concentración capitalista favorece la multiplicación
del numerario para las necesidades del agio. Todos estos factores contribuyen a la concentración
progresiva de los capitales y de los instrumentos de trabajo dentro de una nueva centralización
económica, al creciente enriquecimiento de un pequeño grupo y al ahondamiento de las diferencias
entre los privilegiados y las clases productoras.

Esta ínfima minoría constituye la “clase superior”, una nueva nobleza, diríase, dado su
pequeño número y su carácter parasitario. Entre sus miembros, Proudhon incluye a las notabilidades
dé la industria, el comercio, la agricultura, las finanzas y las ciencias, así como a los
administradores de grandes empresas cuyos ingresos provienen, en su mayor parte, de intereses o
privilegios; a estas dos categorías añade los altos funcionarios de la administración pública, la
magistratura, el clero y el ejército, quienes por los elevados emolumentos que reciben merecen
figurar en tan alto nivel social71. Proudhon opina, en 1853, que este, grupo tiende a instaurar un
régimen económico del tipo militarista que él denomina Imperio industrial 72. El feudalismo
industrial no es más que una continuación de la anarquía capitalista que lo precedió, pues conserva
sus contradicciones y sigue adelante con el proceso de concentración económica: a la anarquía de la
competencia agrega la ampliación de los monopolios, a la explotación del trabajo suma el
desmedido aumento del poder de una minoría. Las contradicciones que esto origina hacen
evolucionar la sociedad hacia una centralización más considerable aún, que se supone servirá para
ahogar las amenazas de guerra social. El Imperio político, convertido en Imperio industrial,
lograría, con su sistema monolítico, la máxima subordinación social, absorbería y dominaría todas
las actividades industriales con la complicidad de la clase privilegiada 73. Nada hará esta minoría
parasitaria para detener esta evolución: clase superior que goza de todas las ventajas del sistema,
únicamente le preocupa obtener cada vez más beneficios y es, por excelencia, la base del partido
conservador; frente al peligro, buscará desesperadamente un jefe, un salvador sin principios.

La concentración capitalista, contemporánea del Segundo Imperio, debilitó a la clase media


en la misma medida en que enriqueció a la casta superior. El crecimiento de las grandes compañías
industriales, comerciales y financieras aplasta a la pequeña empresa. El aumento de los impuestos,
los riesgos derivados de las fluctuaciones bursátiles y la competencia extranjera colocan al pequeño
70
Manuel du spéculateur à la Bourse (1853), Lacroix T. XI, pp. 393-308.
71
Ibid., pp. 400-401.
72
Ibid. pp. 5-7, 399-408.
73
Georges Gurvitch señala que aquí Proudhon demuestra presentir que el capitalismo puede llegar a
transformarse en totalitarismo fascista. Les fondateurs français de la sociologie contemporaine, II, Proudhon,
París, C.D.U. 1955, p. 54.
industrial y comerciante en una situación de inseguridad propicia a su desaparición. Por otra parte,
muchos profesionales abandonan el libre ejercicio de su profesión atraídos por los elevados sueldos
que ofrece la gran empresa. Consecuentemente, el proceso socioeconómico ulterior al golpe de
Estado conduce al progresivo decaimiento de la clase media, como consecuencia de la
proletarización de sus miembros. La profesión libre deja lugar a la actividad subalternada; las
crecientes dificultades de la pequeña empresa obligan al burgués a emplearse por una paga. Cuando
esta decadencia paulatina llegue a su culminación, la clase media se desintegrará y sólo restará un
sistema social integrado exclusivamente por la alta burguesía, los funcionarios y los asalariados 74.
Este quebrantamiento económico tiene que provocar una declinación política: consciente de su
derrumbe material, la clase media pierde su fe en las combinaciones políticas y pasa de la
desesperación a la indiferencia75. Este grupo, que algunos pretendieron tomar como basamento
social del gobierno representativo, queda reducido, durante el Segundo Imperio, a una clase
precaria, especie de transición entre la antigua libertad industrial y la esclavitud proletaria. En 1858,
cuando publica de La justicia —y ya abandonadas las pocas esperanzas que había puesto en la
burguesía en 1848—, Proudhon afirma que ésta carece de espíritu de gobierno. Clase intermedia y
entregada a los negocios, no tiene fuerza ni tampoco conciencia de sí; de ninguna manera puede
asumir la dirección del movimiento social76.

El nacimiento de una nueva conciencia de clase, de la capacidad política de las clases


obreras, viene a confirmar el desmoronamiento de la burguesía y a asestarle el golpe de gracia. En
1789, tema conciencia de sí y de sus intereses, y pretendía constituirse en núcleo de la sociedad; en
1864 no es más que una masa informe de intereses divergentes. Se ha producido un vuelco total: el
pueblo, que sólo era multitud, se ha convertido en conciencia y teoría; la burguesía ha dejado de
pensar por sí misma en cuánto clase. Proudhon no infiere, de la nueva situación, que el proletariado
deba buscar la aniquilación de la clase media. A no dudarlo, está obligado a combatir sin reservas a
la alta burguesía, que inexorablemente pondrá vallas a la revolución social; en cambio, ha de
ofrecerle alianza a la clase media para hacerla participar en la realización de la idea obrera77. Esta
coalición se justifica por razones prácticas y teóricas. La clase media, si bien políticamente nula,
posee los medios necesarios para el progreso económico, a saber conocimientos técnicos y
científicos, a los que los obreros nunca tuvieron acceso. La alianza de las clases trabajadoras con las
clases medias puede asegurar el triunfo de la revolución, dificultado por la ignorancia de la mayoría
de los obreros. Teóricamente, esta unión no contradice el objetivo .último de la revolución, que no
es el exterminio de una clase sino de las desigualdades y los privilegios como resultado de la
conciliación social. La política que Proudhon propone al proletariado presupone que, pese a todo,
hay burgueses accesibles a la teoría proletaria. La burguesía ya no forma una unidad, una clase
consciente; pero, sostiene Proudhon —sin dejar de criticarlo violentamente— las condiciones
objetivas ponen al pequeñoburgués en tamaña situación de inseguridad y de subordinación, que
existe la probabilidad de que se adhiera a las intenciones revolucionarías de las clases laboriosas.
74
“La clase media va extinguiéndose día a día atacada, de frente, por el alza de los salarios y la proliferación
de las sociedades anónimas y, de flanco, por los impuestos y la competencia extranjera o libre cambio; sólo
van quedando la burocracia, la alta burguesía y los asalariados” De la Capacidad política de la clase obrera,
p. 230.
75
Manuel du spéculateur á la Bourse, Lacroix, T. XI, p. 401.
76
“Por más que se diga, no hay, no puede haber gobierno de las clases medias; precisamente por su medianía.
Tienen espíritu de negociante, no de gobierno”. De la Justice, Quinto Estudio, T. III, p. 147.
77
De la Capacidad política de la clase obrera, pp. 192-231 y passim.
Para terminar, subsisten en los representantes de las clases medias ciertas simpatías y tradiciones
que el proletariado puede despertar sin claudicar en absoluto de sus propios objetivos.

3. LAS CLASES OBRERAS

Tomada globalmente, la obra de Proudhon es cual largo camino que conduce al reconocimiento de
la capacidad política de las clases obreras, una justificación crecientemente sistemática de la
emancipación del proletariado por su propia mano. Comienza con el análisis socioeconómico de la
propiedad privada y concluye con una exhortación al proletariado a independizarse políticamente.
Señala a los obreros el sendero de la política autónoma en base a conclusiones fundadas en una
serie de observaciones de carácter sociológico, atinentes a la situación objetiva y subjetiva de las
clases laboriosas y a sus posibilidades concretas. Proudhon se niega a proponer una receta o una
panacea utópica, quiere que la democracia mutualista sea simultáneamente expresión de las
necesidades reales y de la idea de las clases trabajadoras. De allí que sea importante saber qué son y
qué quieren verdaderamente dichas clases, a las que designa a menudo con el término de pueblo, y
determinar particularmente si el proletariado es de por sí revolucionario y está preparado para
imponer las reformas sociales imprescindibles para instaurar una sociedad igualitaria.

La posición de Proudhon al respecto no deja de ser sorprendente: por un lado se propone


“expresar lo que el pueblo piensa”78 , se considera vocero de la razón colectiva popular; por otra
parte, a menudo manifiesta hacia las clases obreras la misma vehemencia crítica que descarga sobre
la burguesía. En él no encontramos ese blando sentimiento de simpatía que en muchos escritores del
siglo XIX despierta la miseria popular; por el contrario, hallamos una rudeza de tono y de juicio
inesperada en un pensador socialista. Ocurre que no quiere que se confunda la verdadera
espontaneidad del pueblo con las opiniones pasajeras y los prejuicios por ellas revelados. Antes de
1848 Proudhon afirmaba, como reafirmará con otras palabras en su último escrito, que el pueblo es
portador de una verdad, una razón, una vocación revolucionaria79; pero al mismo tiempo no se
conoce a sí mismo, no tiene conciencia de su idea, de cuáles son sus verdaderos intereses, y por eso
se adhiere a doctrinas que son en realidad de esencia burguesa y recurre a medios políticos
contrarios a sus necesidades80. Asimismo, el pueblo posee una auténtica experiencia de la economía
política y, en cierto sentido, es el único dueño de este saber que, sin embargo, es preciso hacerle
descubrir y conocer81.

Proudhon asume una actitud de total independencia respecto de las clases obreras al mismo
tiempo que proclama estar incondicionalmente enrolado en la causa del proletariado y anuncia su
voluntad de defender y justificar los actos populares en cualquier circunstancia. No acepta que se
“halague” demagógicamente al pueblo y censura a los teóricos que así proceden. No es partidario de

78
Carnet N° 5 (1847), T. II, p. 137.
79
“No le hablo al pueblo en nombre de la ciencia que me es propia; le hablo en nombre de su propia razón,
que quiero ayudarle a descubrir”. Ibid. p. 176.
80
"Porque... es característica de la razón colectiva no conocerse a sí misma” Ibid„ p. 137.
81
Ibid., p. 151.
la ciega aprobación de toda idea y, por ejemplo, toda decisión popular; por el contrario, cree nece-
sario atacar brutalmente, si se da el caso, aquello que, aunque emanado de él, no es realmente pro-
pio del pueblo ni expresión de su verdadera espontaneidad. El pueblo no es obligadamente, ni en
toda instancia, la fuerza de liberación; no es, por esencia, el salvador o el mesías de los tiempos
modernos, y si llega a serlo, ello sucederá únicamente después que se aclaren las ideas a través de la
lucha y se concreten en una práctica con la ayuda del teórico de la revolución.

Esta parte de confusión, ignorancia y corrupción que hay en las clases laboriosas, tiene sus
raíces en la situación económica de ellas. El régimen de la propiedad no sólo subalterna a los tra-
bajadores, también los envilece como personas. La división del trabajo priva al hombre de la inicia -
tiva personal y de la síntesis de la labor artesanal, con lo cual provoca su degeneración como indivi-
duo. Cuanto mayor la división, más se debilita y limita al obrero, según demostró A. de
Tocqueville82. El método de trabajo influye necesariamente sobre las ideas y las costumbres del que
lo practica: el sojuzgamiento del trabajador a la máquina de la que depende acarrea
indefectiblemente una degradación individual comparable a la producida antaño por la esclavitud.
Resumiendo, en el régimen de la propiedad, justificado por la religión y sostenido por el Estado, el
obrero es la víctima de un sistema que lo desprecia profundamente: clasificado, registrado,
numerado, objeto de inquisición permanente, destinatario de subvenciones, receptor de la
beneficencia pública, el trabajador es tratado por la sociedad con una falta de respeto ora brutal, ora
filantrópica. La miseria que debilita la voluntad, el trabajo parcial que embrutece, la ca rencia de
educación, el sistema todo condena al proletariado a ‘la infamia” material y moral 83. A no dudarlo,
el tomar clara conciencia de su situación convertiría al proletariado inmediatamente en
revolucionario84, pero justamente el sistema le quita totalmente o, cuando menos, entorpece su capa-
cidad para adquirir tal conciencia y, por el contrario, lo obliga a aceptar su situación.

Proudhon escribe en 1800 las páginas más violentas y desesperadas acerca de las
posibilidades revolucionarias del proletariado 85. Recuerda con amargura el fracaso de la Revolución
de febrero, rememora con cólera el apoyo dispensado a Luis Napoleón por una parte de las clases
populares y ataca con extrema vehemencia la pasividad obrera, señalado de este modo cuáles son
los factores psicológicos y culturales que le impiden al pueblo emanciparse por sí mismo. Dice que
el asalariado, aunque no sea siervo o esclavo, conserva rasgos de éstos y es comparable a la plebe.
Aunque quien percibe un salario no pertenece a un amo, en el fondo es tan poco libre como lo era el
siervo: trabajador mercenario, desprovisto de iniciativa, excluido de la conducción económica, se le
niega toda independencia material y moral. Es en esta subordinación donde han de buscarse las
razones de la pasividad política evidenciada durante tanto tiempo por las clases obreras. El plebeyo
deja que lo restrinjan a labores puramente materiales, piensa que ése es su destino y no se pregunta
si la miseria en la que vive sumido no se debe a una injusticia remediable. Habituado o depender de
su patrón, busca en él protección y seguridad, cree ingenuamente que el empresario es su amigo. Su

82
Sistema de las contradicciones económicas, T. I, p. 143.
83
Ibid., T. H, p. 197.
84
“...si, por imposible que fuera, el propietario pudiera llegar a cierto grado de inteligencia, se serviría de ella
en primer lugar para revolucionar la sociedad y cambiar todas las relaciones civiles e industriales”. Ibid. T. I,
p. 199.
85
De la Justice, Octavo Estudio, Burguesía y Plebe, T. III, pp. 459-479.
situación de dependencia le crea, como a todos los débiles, un "instinto de obediencia ” 8 6 que
oscurece en él la conciencia de estar así subordinado.

En el mismo texto, Proudhon añade que el pueblo es además víctima de mistificaciones de


las que se hace espontáneamente cómplice. Despojado de todo bien, goza con la imaginación de
cosas ajenas: se exalta por la patria, por las glorias nacionales, por las victorias napoleónicas, cual si
fueran algo suyo. Tal identificación con el amo lo llevará a aplaudir a un soberano o a un tirano,
encarnación de la fuerza y de la posesión. En tanto que el burgués piensa en sus intereses, el
plebeyo se entusiasma con las conquistas militares, sean ellas favorables o perjudiciales para su
país. En materia de religión, el pueblo permanece extraño a la teología y a la espiritualidad, pero ha
inventado la imagen de un buen Dios, expresión de su sometimiento.

Estas observaciones satíricas encierran una provocación: Proudhon, que desea escribir para
los obreros revolucionarios, trata de provocar esa reacción de orgullo que habrá de sobrevivir
cuando el trabajador caiga en la cuenta de la esclavitud a la que ha estado sometido. Pero no duda
de que la docilidad manifestada, a sus ojos, por las clases proletarias, se deba en parte a los
obstáculos ideológicos, a la interiorización de su situación de dependencia. Agarrotado en una
constitución social hecha contra él, el trabajador es un ser “desnaturalizado por la ley del trabajo y
la explotación burguesa”87.

No se crea que estas consideraciones sean definitivas. Conciernen sólo a un período y a un


aspecto de la psicología proletaria, y el método proudhoniano apunta a una sociología histórica de
las clases que las estudie en su evolución y sus mutaciones. Proudhon opina que los años de 1830,
1848 y 1864 marcan los grandes momentos que jalonan la trasformación de la masa en clase
consciente, de la plebe en clase política. La Revolución de 1789 no fue resultado de un movimiento
popular, sino producto de disensiones entre las clases superiores que se esforzaron por ganar el
apoyo del pueblo contra el antiguo régimen; las manifestaciones populares no obedecieron al
despertar de una conciencia reivindicatoria: mientras que los burgueses se sentían, se erigían en
clase dirigente, el pueblo no se afirmaba como potencia revolucionaria, como clase desheredada que
exigía la reintegración de sus derechos. La intervención de las masas fue más directa en 1830, es
cierto; pero sucedió que ese movimiento, deseado por la burguesía y sostenido únicamente por el
pueblo, cayó bajo el dominio de aquélla una vez logrado el triunfo y cuando la participación de las
clases inferiores se consideró inútil o peligrosa.

Cuando Proudhon escribe sus primeras obras, entre 1840 y 1848, no está convencido de que
las clases obreras, cuya defensa asume, se encuentren enteramente en condiciones de efectuar la
mutación radical de las relaciones sociales que postula Sistema de las contradicciones. Las clases
obreras pueden producir el gran cambio, pueden tomar la iniciativa: la “asociación progresiva” será
empresa de los obreros y los pequeños artesanos, como, por ejemplo, los tejedores de las sederías de
Lyon. Pero para que la asociación progresiva se llegue a concretar, es menester que las clases
obreras sufran primero ellas mismas una transformación práctica e ideológica; sólo así lograrán su
emancipación social. Deben desengañarse de paternalismos y utopías comunistas, emprender ellos
mismos la organización sin esperar, como lo han hecho siempre, que su salvación venga de la
acción de otras clases. Hay considerable distancia entre la práctica efectiva y la teoría presentada
86
Ibid. p. 402.
87
Ibid., p. 461.
por Proudhon como expresión del pensamiento obrero, a saber la teoría de la asociación progresiva,
pues ella configura un plan de reforma, un proyecto que, reconoce su propio autor, resulta muy
difícil de realizar debido a la pasividad y la ignorancia obreras.

La Revolución de febrero tuvo significación histórica porque entonces se plantearon por


primera vez los derechos del trabajo, se reclamó la organización del trabajo, es decir la
subordinación del capital a éste 88. Pero Proudhon adjudica los hechos de febrero más a la
descomposición de un sistema incapaz de resolver sus contradicciones que a la acción coherente de
la clase obrera. De ahí que, al desatarse la crisis, expresa gran inquietud y temor de ver fracasar un
movimiento que, en su opinión, no está animado por una voluntad colectiva. Ve que las fuerzas
contrarrevolucionarias forman un bloque férreo en tanto que los revolucionarios no tienen
orientación segura: hasta sus jefes carecen de teoría social, se pierden en las tradiciones políticas y
jacobinas y corren el riesgo de encaminar al pueblo hacia un sendero que no es el suyo propio. Por
eso, Proudhon no dirigirá su acción únicamente contra las fuerzas conservadoras y las tendencias
moderadas o autoritarias del gobierno provisional, sino también contra ciertas inclinaciones no
revolucionarias de las clases laboriosas. Al mismo tiempo, se declara vocero del pensamiento
obrero y fija como misión de su periódico el hacer las veces de portavoz del pueblo; además,
advierte que su diario tendrá por objeto crear la unidad de los trabajadores, una unidad aún no
existente89. Por un lado, la publicación se ocupará de interrogar al pueblo, de espiar sus manifesta -
ciones e interpretar sus actos, pero en realidad será también su guía; Proudhon abriga la esperanza
de reorientar a los obreros, sobre todo a los parisienses, hacia una práctica auténticamente revo -
lucionaria. En momentos como éste la palabra es acción, e involucra su eficacia inmediata. Cada ar-
tículo es a la vez análisis y acción; cuando Proudhon afirma la autonomía y la emancipación de las
masas90 no quiere decir que éstas ya se han emancipado, sino que deben lograrlo sufriendo una
transformación: su voluntad es organizar a los obreros, ayudarlos a salir de su aislamiento
haciéndoles saber y reconocer que poseen los medios necesarios para liberarse. Dice que la clase
trabajadora tiene en sus manos esos instrumentos, aserto que ha de interpretarse más como una
exhortación que como un hecho comprobado, pues no lo tarda en rectificar con una incitación a la
acción91 : el proletariado conquistará su libertad cuando cree una organización que le sea
absolutamente propia, ha de emanciparse por sí mismo; trátase, pues, de una obra aún no realizada y
de éxito incierto.

El fracaso de la revolución, aun cuando muy amargo, no es para Proudhon una sorpresa
inesperada, dado que conoce bien las debilidades del movimiento obrero. El reflujo revolucionario
lo obligará a hacer un balance de las posibilidades de los trabajadores y lo llevará a señalar en parti -
cular dos puntos débiles del movimiento popular: la persistencia de los mitos cesarianos y el mal
criterio para resolver la lucha de clases. En tanto que el burgués es escéptico y desconfiado e
inventa argucias contra los poderes, el proletario sueña con un poder único e irresistible, quiere lo
88
“La revolución de febrero ha reclamado los derechos del trabajo, es decir la preponderancia del trabajo
sobre el capital”. Toast á la Revolution, octubre de 1848, Lacroix, T. XVII, p. 149.
89
“Al fundar Le Peuple, vocero del pensamiento obrero, acabamos de constituir la unidad de los trabajadores
frente a la anarquía de los privilegios, de plantear la idea revolucionaria, las ideas progresistas, frente a los
designios reaccionarios, a las ideas retrógradas”. Manifeste du Peuple, 2 de setiembre de 1848, Ibid., p. 136.
90
“Afirmamos algo en lo que los fundadores de Estados jamás creyeron: la personalidad y la autonomía de las
masas”. Résistance a la Révolution, La Voix du Peuple, diciembre de 1849, Lacroix, Mélanges, T. XIX, p. 12.
91
“Sí, la clase trabajadora posee los medios para lograr su emancipación...’’. "El proletariado, si desea librarse
de la explotación capitalista…” Argument à la Montagne, 20 de noviembre de 1848, Ibid, T. XVII, p. 202.
simple, no le interesa que se otorguen complicadas garantías a individuos y grupos, desprecia el
federalismo; su sueño dorado es la unidad, la centralización, el comunismo92. Esto explica por qué
el pueblo no opuso obstáculos a Napoleón III, que era la encarnación de esa unidad imaginaria.
Además, habituado por su condición de subalterno a creer que puede existir un buen patrón, un
buen burgués, un buen soberano, el pueblo no desconfía inmediatamente cuando le proponen un
emperador. Al presentarse como enemigo de ideólogos parlamentarios, Napoleón III halagó un
prejuicio popular y se acomodó a una modalidad que condecía con cierto instinto popular. Proudhon
señaló aquí algo que criticó en todo momento durante la Revolución de febrero: la ciega confianza
en el poder del Estado y el error fundamental de pensar que la reforma política puede aparejar la
reforma económica. Si en 1848 achacó este prejuicio sobre todo a los jefes demo cráticos, forzoso le
fue reconocer que en realidad estaba también muy difundido entre los obreros.

En cuanto a la torpeza para encarar la lucha de clases, Proudhon recuerda que en febrero de
1848 la clase media y el pueblo se hallaron conciliados en la revolución; entonces habría sido
posible la reforma social si ambas fracciones del mundo trabajador se hubieran unido contra las
castas superiores. Desgraciadamente, las dos tendencias, igualmente republicanas, no supieron
comprender que estaban ligadas por los mismos intereses, la clase media porque temió al socialismo
y el pueblo porque desconfió de la burguesía93. Recelo funesto que favorecía la elección de Luis
Bonaparte, pues los obreros votaron por el Imperio creyendo votar contra la burguesía, cuando en
realidad lo hicieron por el feudalismo industrial; y la prejuiciosa actitud popular confirmó los
temores dé la alta burguesía y la inclinó a favor del salvador militar.

Proudhon considera que los términos del problema no han variado con respecto a 1840.
¿Podrá el pueblo, o, más exactamente, la clase obrera afirmar su programa revolucionario, su idea?
¿Será capaz de decidirse a actuar autónomamente y a organizarse en forma espontánea fuera de la
sociedad burguesa y contra la integridad del régimen de la propiedad? En 1848 dieron varias veces
muestra de que ello era posible, pero en el Segundo Imperio se vio cuán débiles fueron estas
veleidades y con cuánta facilidad torcieron su rumbo. La presentación de candidatos obreros a las
elecciones de 1863 y sobre todo el Manifiesto de los Sesenta (febrero de 1864), en el que los
trabajadores proclamaban su voluntad de presentar candidatos propios, y librar una guerra social
independiente de la burguesía, alta o media, fueron a los ojos de Proudhon signos decisivos del
despertar de una nueva conciencia obrera. El Manifiesto de 1864, firmado por sesenta proletarios de
París, declaraba que los obreros no debían elegir como representantes a miembros de las clases
superiores porque ellos no defenderían sus intereses ni serían voceros de su voluntad. El texto
explicaba que la voluntad obrera no apuntaba a simples reformas políticas sino a la emancipación
social del proletariado mediante transformaciones económicas. Proudhon pudo reconocer en este
documento sus propios conceptos: dominio del capital, situación del asalariado, emancipación
social del proletariado, justicia; más precisamente encontró allí la idea siempre defendida por él, a
saber que los obreros efectuaran una revolución económica por propia iniciativa y acción y en base
a la asociación mutual.

Proudhon respondió a este manifiesto con su obra Capacidad política de las clases obreras,
en la que se refiere extensamente a la importancia capital que tiene para el proletariado el cobrar
92
“Se complace en lo grande; la centralización, la república indivisa, el imperio unitario. Por esa misma
razón, es comunista”. De la Justice, Octavo Estudio, T. III, p. 470.
93
“El pueblo desconfía de la clase media”. Manuel du spéculateur à Bourse, Lacroix, T. XI, p. 405.
conciencia de clase. Para que un grupo social adquiera capacidad política y se convierta en
protagonista de una acción social, se requieren tres condiciones: primero, que tome conciencia de sí
misma, de su lugar, de su papel, de sus funciones y, por consiguiente, de cuánto le corresponde
exigir; segundo, que afirme su idea, es decir que exprese y se represente “la ley de su ser”; tercero,
que lleve adelante una acción acorde con su teoría 94.

La primera condición se cumplió en el curso de la Revolución de 1848: en tanto que las


precedentes sólo habían tenido carácter político y en ellas el proletariado había sido meramente
instrumento de la burguesía, en 1848 las clases obreras presentaron sus propios reclamos —los
derechos del trabajo, la revolución social—, dejando así sentada la conciencia de su singularidad. El
Manifiesto de los Sesenta es otro signo de este proceso, pues al desear los obreros presentar sus
propios candidatos dan a entender que la clase trabajadora debe estar representada como grupo
aparte95. Al establecer como principio que la burguesía no está capacitada para representar al
trabajador, defender sus intereses o traducir su voluntad, aseveran que la clase obrera forma una
unidad social que posee un derecho propio y manifiestan con su presencia y sus declaraciones que
la clase de la que forman parte ha tomado por fin conciencia de sí. La exigencia de contar con
representantes obreros evidencia esencialmente la voluntad de distinguirse, de separarse, en cuanto
clase, de la burguesía. Semejante pretensión escandaliza a las clases privilegiadas, que fingen creer
que la Revolución del 89 destruyó las divisiones sociales al suprimir las castas y que todos los
ciudadanos, diferentes sólo por su profesión, gozan de las mismas prerrogativas. En cambio los
obreros hacen actodeseparación, y con ello ratifican que la sociedad está dividida en clases y que,
por añadidura, éstas se encuentran en relación de antagonismo. Este proceder significa simplemente
la toma de conciencia de una situación existente, ya que es característica del régimen de la
propiedad excluir al proletariado de la solidaridad burguesa; lo importante es que, al saberse
excluida, da a la clase obrera impulso para tomar la iniciativa de una acción política autónoma.

La segunda condición requerida para lograr la aptitud política, esto es la expresión de una
idea que se contraponga a la teoría de las clases rivales, el proletariado la alcanzó, aunque imperfec-
tamente; y Proudhon estipula que es tarea del teórico revolucionario contribuir a cristalizar esa idea.
Claro está que no fueron los obreros quienes primero plantearon los problemas sociales; ello fue
mérito de los economistas, de hombres de letras pertenecientes a las clases superiores como Saint-
Simon, Sismondi, Fourier, Pierre Leroux, V. Considérant, Louis Blanc, Cabet o Flora Tristan 96. Pe-
ro las clases trabajadoras no acataron ninguna escuela socialista porque una revolución no es obra
de nadie sino un proceso general que se cumple espontáneamente en todas las partes del cuerpo po-
lítico mediante la sustitución de un sistema social por otro. Este segundo sistema es lo que podemos
llamar idea y constituye, en efecto, una forma social a la par que la representación de ésta. Cuando
la burguesía impuso la gran revolución, la guiaba una idea social correspondiente a la conciencia de
sí que ella tenía: la idea de los derechos del hombre. Por ella se afianzaba la soberanía de la nación,
la realeza se reducía a una función, se abolía la nobleza, se limitaba la religión a una opinión per -
sonal y se postulaba la libertad económica. En 1864, abandonadas las garantías parlamentarias al
Estado imperial, la clase media ya no tiene pensamiento ni voluntad97; dedica su vida exclusivamen-

94
De la Capacidad política de la clase obrera, pp, 89-90.
95
Ibid., p. 93.
96
Ibid., pp. 105-109
97
Ibid., p. 100.
te a obtener beneficios monetarios y buscar nuevos medios de explotación; no es ya una clase que
piensa y desea, que trabaja y ordena; ha quedado convertida en una masa que comercia, en una
“muchedumbre informe”98. La idea obrera se fortalece frente a este vacío ideológico; como toda
idea de clase, no es otra cosa que la ‘noción de la propia constitución” 99, la expresión de la
existencia obrera: para que la idea guarde correspondencia con su sujeto, ha de ser la formulación
de la clase misma en su realidad, en su constitución y acción.

Nuevamente Proudhon se esfuerza por demostrar hasta qué punto la idea de comunidad,
definida por la Comisión de Luxemburgo en 1848, ya contra el verdadero pensamiento obrero.
Insistirá hasta el cansancio que la idea obrera propende a la creación de una sociedad de carácter
mutualista, federal y anarquista. La escuela de Luxemburgo restableció la centralización absorbente,
el poder indiviso y una forma de asociación que no admite el pensar individual por considerarlo
disociador; es decir, fabricó una nueva versión del antiguo absolutismo. Si el comunismo autoritario
es lo que pide el “instinto” de las masas, si corresponde a su supuesto deseo, previo a la toma de
conciencia, de someterse a un poder omnímodo, de ningún modo traduce el verdadero pensamiento
obrero. El comunismo no lo expresa en absoluto, sino que, por el contrario, lo reprime, por reducir a
las masas a una servidumbre general fundada, aparentemente, en su propia dictadura. Como
contraposición, Proudhon pone de relieve la importancia que se otorga en el Manifiesto de los
Sesenta a las sociedades de crédito mutuo y a los conceptos de libertad de trabajo, crédito y
supresión del estado de asalariado dentro de una sociedad igualitaria. Estas aspiraciones son
diametralmente opuestas a las burguesas y comunistas: el verdadero pensamiento obrero no repite
un modelo social basado en las jerarquías y en los principios de la autoridad y del poder del Estado,
proyecta crear un sistema social de equilibrio o reciprocidad, un “sistema donde reine el equilibrio
entre fuerzas libres”100. No tiene por contenido la autoridad o la caridad, sino la justicia, cuya
concreción práctica será la democracia industrial, una sociedad fundada en el principio de la
mutualidad y sometida a la jurisdicción de todos los trabajadores.

Pero si, en 1864, las clases obreras llenan las dos primeras condiciones necesarias para
lograr la capacidad política —conciencia de sí y teoría revolucionaria—, no han adoptado aún una
práctica política apropiada; les falta extraer de su idea las conclusiones políticas que les permitirían
imponer su programa a la totalidad social. También aquí trata Proudhon de dar su aporte indicado
en qué ha de consistir la acción revolucionaria. Vuelve a recalcar que las huelgas no son de ninguna
manera un instrumento de lucha: a más de ser inútiles desde el punto de vista económico, no
imponen una reforma social radical porque el obrero queda en su condición de subordinado que
espera del patrón la solución de sus dificultades 101. La acción de la democracia obrera debe apuntar
ante todo a la separación de clases, ha de afirmar su existencia independiente y rechazar la tutela
bajo la cual siempre la mantuvo la burguesía. Tal separación, que los trabajadores pondrán de
manifiesto particularmente en las elecciones, al negar su apoyo a los candidatos burgueses de la
oposición, es un “arma” política de fuerza suficiente como para permitir a una clase erigirse en
partido102; es el acto por el cual una clase cobra vida propia al definirse. Sin embargo, Proudhon no
98
Ibid.
99
Ibid., p. 91. Volveremos sobre este problema en el capítulo consagrado a la sociología del conocimiento.
100
Ibid., p. 124.
101
Sistema de las contradicciones, T. I, pp. 151-152 y 184-267. De la Justice, Octavo Estudio, T. III, pp. 467-
468, De la Capacidad política de la clase obrera, pp. 372-399.
102
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 237.
especifica cuáles son los medios particulares u ocasionales requeridos para concretar el acto
revolucionario, pues sólo explica que el movimiento de fuerza o el motín son simplemente etapas de
aceleración histórica. En el momento en que el proletariado descubre que la acción política es
limitada y lo que se requiere urgentemente es una revolución económica, se enfrenta a una tarea de
mucho mayor envergadura que un levantamiento: promover la organización autónoma de la clase
obrera en el plano económico, no creando pequeñas asociaciones sino desplegando una acción
general destinada a imponer la revolución social.

Proudhon se abstiene de incitar a la guerra civil; piensa que el antagonismo social no puede
ser sino temporario. La acción política de los obreros no tiene como propósito prolongar el
enfrentamiento de clases ni invertir los términos de la explotación, su fin es terminar con las
divisiones sociales y hacer desaparecer las clases. Sin proponer directamente la fórmula de la
“sociedad sin clases”, Proudhon desarrolla la siguiente idea: puesto que la división de clases es
producto del régimen de la propiedad y de la contradicción entre capital y trabajo, la instauración de
una democracia industrial tendría por efecto suprimir la oposición de clases y el concepto mismo de
burguesía y proletariado. Al no haber robo capitalista, tampoco habría acaparamiento de los
beneficios ni trabajo asalariado, y así se borraría la distinción entre burgués y proletario y se
restablecería la igualdad social con el equilibrio de las funciones. Este proceso no significaría
exactamente la conquista de la sociedad por una clase, porque, como bien dice Proudhon en Capa-
cidad política de las clases obreras, el proletariado impondrá su programa social a la sociedad ente-
ra, tal como lo hizo la burguesía en 1789, a costa de su propia destrucción, dado que el asalariado
sólo tiene realidad en el régimen de la propiedad privada. La sociedad sin clases, la sociedad
conciliada, no ha de ser proletaria ni burguesa, no prolongará ni mantendrá ninguna de las fallas
inherentes a las clases: consistirá en una sociedad de trabajadores que participará igualmente,
cumpliendo cada uno su función, en la conducción y producción económicas, ordenadas y
coordinadas libre y espontáneamente.
CAPITULO IV

ANARQUISMO Y SOCIOLOGÍA DEL ESTADO

La crítica del Estado es el punto de la doctrina proudhoniana que más habría de irritar a los de-
mócratas y socialistas contemporáneos de nuestro pensador. En tanto que Louis Blanc, E. Cabet y
Blanqui siguen llevando el sello de la tradición jacobina, Proudhon se esfuerza por demostrar no só-
lo que los instrumentos de la revolución deben buscarse en la reorganización económica sino
también que el objetivo de la revolución se sitúa más allá de cualquier mejoramiento de las formas
políticas. La creación de un nuevo Estado, sea éste el mejor que pueda existir, no es fin y meta de la
lucha revolucionaria; sí lo es la destrucción del Estado centralizado o, en otras palabras, la muerte
de la política. En 1840, la ideología jacobina no constituye un cuerpo de doctrina sistemático; esta
denominación engloba más bien una serie de actitudes e inquietudes que Proudhon rechaza en
forma contundente. Defiende la posición girondina y el federalismo, a los que postula como el
mejor medio para lograr la libertad y la igualdad, en contra de la tradición que propugna la
unificación nacional como arma más adecuada para destruir los privilegios. A quienes apoyan la
centralización política y el afianzamiento del poder, les responde que todo aumento de fuerza
política contribuye a quebrantar la espontaneidad revolucionaria. A quienes sostienen que la
revolución debe hacerse desde arriba, les contesta que la revolución ha de ser obra de “la iniciativa
de las masas”103 , según sus propias palabras. Desecha lo político para poner en primerísimo plano a
lo social, añadiendo a esto la crítica y la negación crítica del Estado. De tal suerte, sienta las bases
de una nueva teoría e invita a una práctica que, después de él, no cesaría de combatir a la tradición
marxista o de chocar con ella.

Proudhon parece tropezar desde el comienzo con una cuestión de fondo. Trata de probar
que el Estado cumplió otrora funciones sociales necesarias, como lo evidencia en particular el
fenómeno histórico de la guerra, no obstante lo cual llega a la conclusión de que el Estado es una
mistificación, y que la sociedad debe eliminarlo o, cuando menos, reducirlo a una situación
subalterna dentro del orden general. El paso del análisis social a la formulación de la idea anarquista
resulta tanto más delicado cuanto que la teoría de la espontaneidad de lo social implica que toda
creación humana importante llena siempre una función. Trátese, de la religión o del Estado, preciso
es descartar las explicaciones falaces, no aceptar sin más que son cosa casual o engañosa: así como
la religión no puededeningún modo ser simplemente producto de la maleficencia de los sacerdotes o
la ignorancia de los fieles, tampoco cabe admitir que el Estado es fruto de la violencia de una casta
o de la mistificación de los ciudadanos. Saint-Simon conciliaba la tesis de que el Estado cumple un
papel eficaz con la que sostiene la necesidad de su desaparición; relacionándolas, son dos fases
históricas sucesivas: el estadio socio-militar en el que la guerra es el objetivo de la colectividad y
que exige un Estado dominante dirigido por la casta feudal; el estadio industrial, en el cual la

103
Confesiones de un revolucionario, p. 82.
producción es el interés primordial, por lo cual se requiere la eliminación del Estado en cuanto
fuerza represiva. Proudhon retoma esta oposición y recuerda el carácter guerrero de la monarquía,
pero no se queda ahí y afirma que, puní comprender la índole del Estado, es menester considerarlo
en relación con la totalidad social, aparte de sus formas particulares, que van desde la autocracia
hasta la democracia representativa.

La posibilidad de la existencia del Estado reside en la propia naturaleza de la sociedad


como ente real y creador de una fuerza. Desde el momento en que los hombres se unen, desarrollan
industrias diversas, establecen relaciones constantes y se imponen condiciones de solidaridad, se
constituye un “grupo natural” 1 0 4 que se convierte en ciudad, en organismo social autónomo. En esta
etapa aún no existe Estado ni gobierno, lo que no obsta para que la vida colectiva florezca
plenamente con toda espontaneidad; los hombres no están ligados por una obligación exterior sino
solamente por la solidaridad instintiva derivada de la necesidad de protegerse mutuamente y de
producir: la vida social toma forma antes de que surja la política por diferenciación. Históricamente,
pues, la solidaridad, las relaciones económicas, la soberanía del grupo autónomo son anteriores a la
aparición del Estado. Por tanto, en toda sociedad, cualquiera sea su organización, la vida social es lo
primero. Lo social no procede de lo político, lo político sí procede de lo social. Pero si la fuerza
colectiva es, en su origen, inmanente a la sociedad y sólo emana de la activi dad social, ello no quita
que pueda ser usurpada, sustraída. Por no ser la fuerza colectiva una realidad tangible sino un algo
que el hombre organizado va creando incesantemente, puede ser acaparada, enajenada, arrebatada a
sus creadores105. Lo político es, con respecto a la vida social, lo que el capital respecto del trabajo:
una alienación de la fuerza colectiva. Proudhon no se refiere a los medios pú blicos de producción o
de circulación ni a los servicios públicos que, aunque no dependen de la autonomía de los grupos,
participan en la actividad en común; para él lo político por excelencia es el poder central, el
gobierno como detentor de una autoridad particular sobre los ciudadanos y las diferentes partes del
cuerpo social, autoridad que, según probará la experiencia, puede tornarse ajena a ese organismo
social y tiranizarlo.

Esta definición preliminar anuncia las críticas que Proudhon habrá de dirigir contra todas
las teorías que encuentra sospechosas de individualismo o de estatismo. Reprochará a Rousseau el
tergiversar completamente la idea del contrato social. En lugar de definir la relación social que se
instituye entre los hombres a consecuencia de la producción y del intercambio, Rousseau se limita a
tratar de establecer la naturaleza del contrato político, como si éste fuera la base de la vida colecti-
va. Según esto, el problema se reduce a dos aspectos: la alienación de la libertad y el sometimiento
a la ley general, lo que equivale a decir que los males sociales sólo son producto del tipo de coac -
ción que se ejerce sobre el grupo humano 106. Antes de 1848, Proudhon atacará sin piedad a los
demócratas que pretenden llevar adelante la revolución social por medio de una revolución política,
doctrina que calificará de mistificación. Visto que el Estado es sencillamente la expresión alienada
de las fuerzas de la colectividad, el cambio del personal gobernante no serviría para obtener la
mutación social perseguida. Lo que es más grave aún, una reforma exclusivamente política que
provoque un incremento de la autoridad del gobierno y de su poder de iniciativa, tendrá resultados

104
Contradiclions politiques, Thèorie du mouvement constitutionnel au XIXe. siécle, p. 237.
105
“La alienación de la fuerza colectiva...”, De la Justice, Pequeño Catecismo Político, Cuarto Estudio, T. II,
p. 266.
106
Idee genérale de la Révolution, pp. 187-195.
diametralmente opuestos a los buscados: si el Estado se fortalece, también se afianzará la minoría
acaparadora de la fuerza colectiva y se dará impulso a los elementos retrógrados y
contrarrevolucionarios. La ignorancia que evidencian todos los intentos y teorías de este tipo se
debe a la incapacidad para reconocer que el Estado acapara indebidamente algo que es de todos y al
desconocimiento de la verdadera índole de lo social. Se insiste en creer que la vida de lo social
proviene del poder, cuando en rigor el poder ahoga la vida, le impide florecer y desarrollarse. El
tomar conocimiento de la verdadera naturaleza de la vida social, en su organización espontánea y su
movimiento propio, conducirá a las antípodas de las teorías estatistas, esto es a reclamar la
liberación anarquista de las fuerzas sociales.

1. CRÍTICA DEL ESTADO

La relación económica de explotación es simultáneamente una relación social de sujeción. Como


bien señala Sistema de las contradicciones, el principio de la propiedad es un principio de
autoridad: al afirmar el derecho absoluto de poseer y de acaparar la fuerza colectiva, pone al que no
posee en situación de subordinación respecto del que posee. No sólo en sus consecuencias la
propiedad engendra la desigualdad y la autoridad107 sino en su esencia misma, que define y
garantiza el despotismo del propietario. Este principio alcanza su más plena aplicación en el
capitalismo burgués, que asienta las relaciones de autoridad en el fundamento de la vida económica,
es decir en el taller. Si el principio de la propiedad contiene en germen la relación social de
subordinación, ésta se concreta definitivamente en la organización del trabajo. Allí se establece la
gran diferencia entre el empresario, dueño de los instrumentos del poder, y el trabajador que vende
sus brazos, su fuerza laboral. Tal sujeción socioeconómica se manifiesta en cada una de las
“épocas” del sistema, y se va profundizando cada vez más en el proceso evolutivo de éste. Debido a
la división del trabajo, el obrero pierde el dominio de su actividad; el maquinismo lo supedita a
técnicas que están fuera de su alcance; el monopolio lo somete a un poder contra el cual resulta
estéril toda lucha parcial.

De esta manera, la evolución del régimen capitalista en sus formas técnicas y sociales
ahonda una subalternización que es parte inseparable del régimen de la propiedad: cuanto más se
adueña del trabajo el capitalista empresario, tanto más se adueña de los hombres.

La raíz del despotismo político inherente al capitalismo ha de buscarse en esta relación


económica de explotación y subordinación108. En efecto, la concentración de la propiedad en pocas
manos y los choques entre el capital y el trabajo que ello suscita inevitablemente, traen consigo la
coalición de los propietarios contra los trabajadores, la creciente desigualdad entre las clases y,
como consecuencia, la constitución de una fuerza pública coercitiva. Como respuesta a la
inestabilidad social surge el despotismo político, que es también expresión del acaparamiento de las

107
“La propiedad es el derecho de uso y abuso, en una palabra, el despotismo”. Sistema de las
contradicciones T. II, p. 212.
108
“En todo tiempo, la constitución política fue reflejo del organismo económico, y el destino del Estado
estuvo regido por las cualidades y los defectos de dicho organismo”. Manuel du spéculateur à la Bourse,
Lacroix, T. XI, p. 25.
fuerzas colectivas. La desigual distribución de las riquezas y la sujeción de las clases laboriosas
originan un conflicto económico latente y todos los movimientos de agitación del cuerpo social.
Para hacer frente a esta inestabilidad insoluble, resulta necesario organizar una fuerza pública, una
autoridad ante la cual deberá claudicar todo lo personal y doblegarse toda voluntad. Las relaciones
conflictivas obligan a recurrir a una institución fuerte capaz de disciplinar a la nación, mantener a
las clases inferiores en la miseria, combatir su rebeldía y asegurar la defensa de las jerarquías y los
privilegios. La jerarquía capitalista necesita de la coacción para aplastar las reacciones sociales que
ella provoca. Al mismo tiempo, los empresarios capitalistas concentran en sus manos poderes tan
amplios que pueden tomar injerencia directa en el Estado y ponerlo al servicio de sus intereses. En
tiempo de Luis Felipe, el Estado es sencillamente una coalición de burgueses contra los obreros;
durante el Segundo Imperio, se convierte fundamentalmente en instrumento de feudalismo
industrial y financiero. Los propietarios cuentan con la complicidad y el apoyo de las viejas
jerarquías, tales como la Iglesia y el ejército; pero aunque el Estado resulte ser en la práctica una
coalición de todas estas fuerzas conjugadas, su carácter despótico y su existencia misma en cuanto
fuerza represiva tienen siempre como base fundamental la desigualdad económica y las formas
sociales de la propiedad capitalista.

Esta crítica del Estado del capitalismo confirma el principio según el cual las características
de lo político derivan de lo económico y lo social. El despotismo del Estado capitalista no tiene su
origen en el modo de representación adoptado por el país sino en la estructura socioeconómica. Por
tanto, hay una sola conclusión posible: inútil es modificar las formas políticos si no se efectúa una
mutación básica de las relaciones socioeconómicas.

De ahí que Proudhon adoptara una actitud decididamente crítica respecto de la Campaña de
los Banquetes que se desarrolló en 1847. En la medida en que el objetivo primordial de este
movimiento era una mera reforma electoral, le pareció carente de interés; y como desviaba la
atención hacia problemas falsos, la juzgó perjudicial. Sólo después de la Revolución de febrero y
cuando pudo abrigar la esperanza de que la República se trasformaría en república socialista en
lugar de constreñirse a reformas constitucionales, se decidió a ingresar en la lucha política. Pero lo
hizo para combatir violentamente las tendencias llamadas democráticas del gobierno provisional así
como su política, a sus ojos, retrógrada109.

En marzo de 1848, pese a varias tentativas de hallar solución al verdadero problema


revolucionario, el de la organización del trabajo, hubo intención de instaurar una democracia sin
alterar las bases del orden social, cual si las dificultades sociales pudieran allanarse con una simple
reforma política y, en particular, con el restablecimiento del sufragio universal. Proudhon descarga
su crítica más virulenta contra esta tesis engañosa y demuestra que una democracia de tal índole no
sería más que la restauración de las jerarquías y de la desigualdad social.

La falla inicial de una democracia así concebida reside en el concepto de representación.


Por estimar que el pueblo no puede ejercer directamente los poderes legislativo, ejecutivo y judicial,
se considera suficiente que actúe por procuración y designe mandatarios que lo representen. Ahora
bien, la representación legítima, integral del pueblo es imposible. Por un lado se afirma que ella
existe y por el otro se excluye del voto a las mujeres, los domésticos, lo que equivale a cuatro
109
Particularmente en Solution du probléme social, artículos aparecidos en Le Représentant du Peuple los días
22 y 26 de marzo de 1848, Lacroix, T. VI, pp. 1-87.
quintos de la población; además, cuando se le solicite qué elija a sus representantes, la minoría
artificialmente definida no tendrá otra alternativa que elegir a sus propios amos. A falta de un
partido popular y de un pensamiento colectivo bien establecido, los jornaleros y artesanos, influidos
por prejuicios y pasiones locales, votarán por sus burgueses 110. Bajo el disfraz de la democracia,
volverán a adquirir preponderancia los hombres que poseen talento y fortuna, se reconstituye así de
inmediato una nueva aristocracia. En vano se espera que la democracia representativa exprese
verdaderamente a sus comitentes y a todas las ideas que concurrieron a la elección; muy por el
contrario, el diputado, que es teóricamente el encargado de conciliar todos los intereses jamás
representará más que una sola idea. un solo interés. La Asamblea Nacional, aún cuando represente
al máximo la pluralidad de opiniones, estará obligada a acatar como soberana la decisión de la
mayoría. Consiguientemente, se declarará voluntad del pueblo a la opinión de la mitad de la
Asamblea y la ilusión de la democracia quedará así sustituida por la realidad de la dictadura de las
mayorías. En razón de las jerarquías y de las divisiones sociales, esa mayoría estará nuevamente
constituida por los privilegiados del régimen de la propiedad. El primer paso en pos de una aparente
democracia entrega ya la soberanía a los privilegiados, con lo cual se cierra el camino de la muta-
ción social, ya que la mayoría propietaria no tendrá otra meta que la conservación de sus riquezas.
Queda demostrado, pues, que la reforma política no puede de ninguna manera provocar la social, y
que la cosa es a la inversa, vale decir que la reforma social traerá el cambio político.

Como alternativa de esta democracia burguesa, Proudhon propone en 1848 una república
que habrá de ser auténtica expresión del pueblo. La teoría democrática presupone que el pueblo no
forma una unidad, que los grupos naturales no tienen existencia propia y que es conveniente
interrogar a los individuos tomados aisladamente; da por sentado que los grupos carecen de
voluntad y por ello ha de sustituirse a la soberanía popular con sus supuestos representantes. Este
razonamiento es característico de un sistema social desmembrado por los conflictos y en el que
pugnan voluntades contradictorias, por cuyo motivo resulta imperioso constituir una autoridad. Los
demócratas, al igual que todos los revolucionarios políticos, no buscan devolverle al pueblo su
soberanía eliminando las autoridades sino, por el contrario, erigir a la democracia en autoridad, lo
cual equivale a convertir al nuevo poder en una fuerza retrógrada. En una república, la ley debería
traducir la voluntad unánime de los ciudadanos, y los representantes ser plenipotenciarios de
mandato imperativo, y susceptibles de ser destituidos; en cuanto al pueblo, debería pensar y actuar
como un solo hombre. Pero república semejante sólo puede existir si se construye sobre la base de
una sociedad nueva, en la que se reemplace la jerarquía por la solidaridad de funciones, en la que el
trabajo destruya constantemente el poder y no haya otra iniciativa que la de los ciudadanos.

Las críticas contra la democracia valen a fortiori contra las teorías de la comunidad, dado
que la organización comunitaria del trabajo y la atribución exclusiva de los bienes y de la iniciativa
a la colectividad involucran un fortalecimiento de los poderes del Estado. Si mucho censura
Proudhon la economía comunitaria por juzgar que semejante absorción de la iniciativa individual
traerá aparejada una regresión de la actividad social, encuentra igualmente vituperable el aspecto
político de la doctrina comunista. So pretexto de suprimir las desigualdades sociales, impone una
uniformidad que exige el sometimiento de las voluntades individuales e instaurará así, una tiranía
política. Para mantener la disciplina y reprimir la libertad individual, la comunidad ha de

110
Ibid., p. 48.
transformarse en fuerza opresiva que somete al asalariado a una nueva servidumbre. La primacía de
la colectividad sobre el individuo, la falsa tesis de que es preciso que el in dividuo renuncie a su
singularidad para fundirse en la unidad, crean inevitablemente un sistema opresivo. Desde este
punto de vista, el comunismo repite los prejuicios tradicionales del régimen de la propiedad y de la
democracia política, cuyo principio fundamental conserva intacto, pese a los cambios sociales111. En
efecto, el feudalismo, la monarquía constitucional y la democracia burguesa se basaron en el
principio de autoridad, caracterizándose por tender a la instauración de la autoridad y cuidar que se
la respetara. Haya sido el Estado un imperio, una monarquía o una democracia, la relación política
fue siempre la misma, es decir de sometimiento a la autoridad, sin que nadie impugnara la idea de
que la subordinación es imprescindible para el buen funcionamiento de la vida social. El
comunismo retoma esta tradición y mantiene ese mismo concepto de la sociedad, con la diferencia
de que, en lugar de fundar la autoridad política en la palabra de Dios o en la voluntad de un
príncipe, la basa en la soberanía del pueblo y el derecho de la colectividad, al tiempo que sostiene
que el poder reside en el Estado, cuya acción coercitiva garantiza la vida social. Lejos de considerar
que el pueblo y los individuos pueden ser libres y que su soberanía proviene de ellos mismos, hace
depender el derecho del ciudadano de la soberanía del pueblo y la libertad queda reducida a una
resultante del poder colectivo. En la aplicación de estos principios, la teoría de la comunidad
restaura un poder que es por esencia idéntico a los poderes políticos del pasado. Por ende,
opuestamente a lo que hacen pensar las apariencias y por rara contradicción, el comunismo retoma
el modelo económico y político del régimen de la propiedad privada; así como la propiedad crea el
monopolio y la relación de subordinación entre propietario y no propietario, el comunismo sólo
apunta a la magnificación de la propiedad y tiende a ponerla totalmente en manos de un Estado
centralizador. En lo político, así como el capitalismo burgués es homólogo del despotismo, el
comunismo propende a englobar y destruir las libertades individuales y locales en el mito de una
libertad colectiva, afirmando el principio de la subordinación del individuo a la colectividad. A des-
pecho de los cambios de la organización económica, en una sociedad comunista el poder político
seguiría el molde tradicional del despotismo: poder indiviso, centralización absorbente, destrucción
de todo pensamiento o actividad individual y local “considerada disociante”, monstruosa policía
inquisitorial y restricción de la familia 112. En esta democracia compacta, que se transformaría
ineluctablemente en dictadura anónima, el sufragio universal se utilizaría para mantener el poder a
perpetuidad y la soberanía del pueblo, supuesta fuente de ese poder, quedaría reducida a la nada.

Cuando Proudhon formula su crítica del Estado, lo hace con la convicción de que ella toca a
cualquiera de los sistemas políticos, pues todos, absolutamente todos, desde la autocracia hasta la
democracia comunista, son a sus ojos idénticos. Se han hecho muchas reformas, cada sistema tiene
su propia constitución y, sin embargo, en lo fundamental, todos repiten el mismo patrón tradicional,
manifiestan igual respeto por la autoridad estatal y recrean las jerarquías, cada uno a su manera. La
teoría anarquista no será pues una variante más de la serie de formas constitucionales, será su nega-
ción general, por proponer una inversión total de las relaciones políticas usuales.

111
Recordemos que esta crítica no se refiere al comunismo marxista, que Proudhon no llegó a conocer. Sus
censuras van dirigidas contra sus contemporáneos socialistas, la tradición comunista y, en general, toda teoría
social que justifique el unitarismo económico y otorgue mayor poder al Estado.
112
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 115.
La revolución no tiene por objeto hallar alguna forma nueva de autoridad o de
subordinación de la libertad individual del Estado. No han de someterse las libertades al Estado sino
que, inversamente, ha de supeditarse el poder, el Estado, a la libertad individual 113. No ha de dejarse
que el Estado absorba a la sociedad económica y la vida colectiva; es preciso sojuzgarlo,
subordinarlo a la sociedad. De ahí que sea principal preocupación de Proudhon poner al descubierto
las ideas engañosas que se tejen en torno del poder político y enunciar una justa teoría del Estado.

2. TEORÍA DEL ESTADO

Pese a la pluralidad de formas políticas, es aún posible establecer una teoría del Estado, pues las
modalidades particulares que éste ha ido adoptando en el curso del tiempo no lograron alterar sus
principios fundamentales. El Estado instituye y expresa una relación social caracterizada por el
orden jerárquico y la desigualdad. La expresa porque es ulterior a la organización social y depende
de las estructuras económicas; y la instituye porque su existencia confirma la desigualdad al
afianzarla. El Estado, sea autócrata o democrático, es por esencia una relación de desigualdad y de
subordinación, ya que concentra la autoridad y exige el sometimiento de los ciudadanos.

El mayor error consiste en atribuir al Estado una realidad, una fuerza específica, cual si
poseyera de por sí un poder, idea que avalan las teologías que vinculan el poder con una divinidad
trascendente. Los demócratas que piensan que la acción gubernamental basta para lograr la reforma
social caen en la misma equivocación por creer que un gobierno tiene el poder que se necesita para
modificar la sociedad económica. En realidad, si el Estado tiene fuerza, ella le viene únicamente de
la sociedad toda; es el organismo, el depositario de la fuerza colectiva, de allí la potencia que
muestra en casos de guerra, por ejemplo. En tales oportunidades, el Estado se convierte claramente
en una fuerza, pero ella es la de la sociedad en la pluralidad de sus actividades: el Estado es en esos
momentos la manifestación, “la expresión armada de la fuerza colectiva”114. Del mismo modo, las
fuerzas políticas emanan espontáneamente del grupo para llenar ciertas funciones, ciertas
necesidades de orden y de educación: al constituirse políticamente, el grupo crea instrumentos
destinados a mantener su disciplina, algo así como las restricciones que se imponen a los niños. El
carácter espontáneo e instintivodela génesis del Estado explica por qué los primeros sistemas
políticos estuvieron encuadrados dentro del modelo de la familia. En virtud de la constitución de la
familia, corresponde naturalmente al padre dirigir la fuerza dimanada del núcleo familiar y, cuando
la familia crece, ve aumentada su fuerza por el trabajo de los esclavos o se trasforma en tribu, el
padre conserva sus poderes y acrecienta sus dominios 115. Pasado este nivel, asoma ya la duplicidad
del Estado: hay un fenómeno espontáneo, pero también una alienación, pues si el grupo acepta
como cosa natural la autoridad del padre para guardar su cohesión, éste se apropia de las fuerzas de
su pequeña colectividad. Y cuanto más se trastornen las relaciones reales y los poderes se adueñen
de la sociedad de la cual son mera resultante, tanto más marcada será la alienación; tal como
acontece cuando la sociedad alcanza un desarrollo que supera a la tribu y la o las familias más
poderosas toman el poder así como la dirección de las fuerzas colectivas. Puede ocurrir, entonces,
113
Sistema de las contradicciones económicas, T. II, p. 293.
114
La Révolution sociale démontrée, p. 132.
115
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 266.
que el poder, constituido inicialmente sobre una enajenación, en vez de preocuparse del pueblo del
que emana, sólo procure acrecentar su dominio y cree un aparato policial y militar que empleará
como arma contra la nación. Consecuentemente, el Estado, cuya fuerza proviene de la sociedad, se
vuelve contra ella y puede llevarla a su perdición116.

Vemos, pues, que por esencia el poder se halla en relación ambigua con la sociedad que le
da vida real: no es más que el organismo de la fuerza colectiva, pero se mantiene ajeno a la sociedad
de la que roba esa fuerza, representa el derecho, pero sólo desde fuera 117. Esta relación de
exterioridad se acentúa como consecuencia de la tendencia del hombre a dar carácter mítico al
Estado. Siendo éste de por sí un mito, por no tener más realidad que la que le otorga la sociedad, es
únicamente un símbolo de lo social y sin embargo los pueblos lo rodean de atributos sagrados,
cayendo en un autoengaño que parece ser condición de la existencia del Estado. El pueblo teje
alrededor del Estado una fantasmagoría que ayuda a mantenerlo en la obediencia y la inacción. Esto
se vio en 1848, cuando los demócratas, todavía víctimas del mito, depositaron su confianza en un
poder superior en vez de encaminar sus esfuerzos hacia una transformación de las bases sociales. En
este sentido, el Estado es a la vida social lo que la religión a la vida moral: así cómo la religión
simboliza los valores y es también una alienación que arrebata al hombre su Voluntad moral, el
Estado, que representa a las fuerzas sociales sin identificarse con ellas, sustrae de la sociedad su
propia existencia. La religión es obra del grupo, una improvisación del pueblo: del mismo modo, el
hombre pone espontáneamente en el Estado un fervor religioso, una fe que alimenta el poderío de
éste. El ciudadano que se adhiere indiscriminadamente al mito del Estado hace de él una causa
superior e independiente, espera de él protección y remedio para sus males, tal como el creyente
acepta la realidad de su Dios, de quien aguarda una acción benéfica. En ambos casos, la humanidad
ignora qué es lo que busca y se oculta a sí misma el sentido de sus propias creaciones. La crítica de
las religiones demostró que, en las alegorías religiosas, la humanidad quiere encontrar su ideal y
que los dioses sólo son una proyección de lo humano; corresponderá a la crítica del Esta do probar
que éste nada es de por sí, que es sencillamente una fórmula en la cual la sociedad busca su libertad.
Y así como la religión no es más que la preparación para un estado superior en el que la humanidad
asumiría su propia moral, bien podría el gobierno no ser más que una etapa destinada a ser superada
en la organización autónoma de la sociedad118.

Por basarse el Estado en la alienación y la apropiación de la fuerza colectiva, su acción social se


rige por una lógica acorde con esas sus características esenciales. No tiene vida propia y, para
mantenerse, se ve obligado a apropiarse constantemente de la fuerza social, a sustraérsela a sus
verdaderos artífices. Por su índole, tiene que tomar para sí algo que, en rigor, pertenece a la
sociedad creadora; por eso tiende naturalmente a subyugar a las fuerzas colectivas, a adueñarse de
ellas y, por extensión, a someter a la sociedad entera. Es propio del Estado absorber las fuerzas de la
colectividad para afianzarse. Todo gesto libre, toda iniciativa independiente, constituye una
amenaza contra el Estado y contribuye a crear o a poner de manifiesto los límites de su poder.
Frente a tales amenazas, el poder político busca recuperar el dominio de lo que quiere escapársele;
aunque forzado a actuar por medio de leyes y a admitir así cierta limitación de su poder inmediato,
no cesará de multiplicar esas normas legales para que nada consiga evadirse, aún indirectamente, de

116
“El gobierno no es la salvación sino la perdición de los pueblos”. Confesiones de un revolucionario, p. 86.
117
Ibid., p. 62.
118
Ibid., pp. 61-62.
su férula119. Mueve al Estado una necesidad interior de acaparar y centralizar; movimiento de
centralización que, una vez iniciado, propende continuamente a crecer, a invadir la sociedad ín tegra.
Para prevenirse contra la aparición espontánea de intereses que podrían ponerlo en peligro, el
Estado debe inventar nuevos medios de control y reglamentar, las actividades desde el principio y,
por ende, aumentar su dominio y su poder a expensas de la iniciativa individual y colectiva120. Sin
duda, esta inevitable tendencia a la concentración y el acaparamiento está indisolublemente ligada a
la oposición de clases y al choque de intereses, y el Estado unitario es precisamente la confirmación
de esos conflictos: hay reciprocidad dialéctica entre el antagonismo de clases y el Estado, de suerte
que la centralización expresa y afianza la desigualdad social.

El Estado busca expandirse porque así fortalece su autoridad. No le basta encarnar a la auto-
ridad, también quiere magnificarla, lo cual involucra la negación y la supresión de toda libertad: su
movimiento natural es la absorción, es decir la eliminación de cualquier forma de independencia121.
El Estado es cual “trampa” tendida contra el trabajo autónomo y la libertad, por cuyo moti vo el
poder político, contrariamente a lo que imaginan los partidos y quiere el espíritu jacobino es
contrarrevolucionario por esencia. La revolución, que significa innovación y destrucción de las es-
tructuras sociales caducas, rompe los moldes impuestos por los poderes establecidos; el Estado
centralista, por su parte, tiende a ahogar las posibilidades de cambio. Ni las buenas intenciones de
uno que otro gobernante, ni los retoques deseosos de apuntalar el edificio del gobierno pueden
modificar esa necesidad peculiar del Estado que hace de él una fuerza contrarrevolucionaria122.
Vemos entonces cuán profundo fue el error de los demócratas que en 1848 pretendieron rea lizar una
revolución valiéndose de medios directamente opuestos a sus objetivos. En efecto, se limitaron a
exigir una reforma electoral, una enmienda de la constitución, con lo cual no se modificaban en
nada los fundamentos de la sociedad; muy por el contrario, se acordaban nuevos poderes al Estado
y se esperaba de él la iniciativa revolucionaria, proceder que sólo sirvió para privar a las fuerzas
innovadoras de toda posibilidad de realización y para levantar obstáculos cada vez más insalvables
al movimiento social. En suma, en nombre de la revolución se hizo una contrarrevolución.

Hay entre el Estado centralizador y la sociedad viva una inevitable contradicción de fondo,
en la que los rasgosdela sociedad se oponen a los caracteres del Estado. La vida social está he cha de
intercambios e interrelaciones que los hombres establecen espontáneamente entre sí; la ley que rige
tales relaciones permite el movimiento y garantiza la circulación; es la ley de reciprocidad. Ella
implica la igualdad entre quienes intervienen en la vida social; las relaciones son tanto más
fecundas y cambiantes cuanto que los contratos sociales no se efectúan bajo coacción sino para
llenar necesidades de los interesados. El Estado, en cambio, es imposición, obligación. Por ser la
autoridad y el uso de la coerción su ley íntima, necesariamente elimina el libre intercambio entre
entes autónomos, y pone en su lugar la ley del poder, vale decir, niega las relaciones de reciprocidad
en su vivo vaivén. También es la negación de la libertad: en tanto que la vida social es producto de

119
Idée genérale de la Révolution, p. 204.
120
“La centralización es expansiva, invasora por naturaleza; los atributos del Estado aumentan continuamente
a expensas de la iniciativa individual, corporativa, comunal y social”. De la Capacidad política de la clase
obrera, p. 297.
121
“Esta concentración liberticida, absorbente...” Idée genérale de ía Révolution, p. 151.
122
“El gobierno es por naturaleza contrarrevolucionario; se resiste, oprime, corrompe o causa estragos. El
gobierno no sabe, no puede, no querrá jamás otra cosa. Poned a un San Vicente de Paul en el poder: se
convertirá en un Guizot o Talleyrand”. Confesiones de un revolucionario, pp. 284-285.
la conjunción y el encuentro de las acciones espontáneas del hombre, el Estado se inclina a prohibir
toda manifestación nueva que lo impugnaría. Incansablemente se ha reclamado la libertad de
prensa, el derecho de examinar y discutir libremente los problemas sociales y políticos. Reclamo
inútil, dado que el poder unitario es absolutamente “incompatible” con la libertad de prensa pues,
por su índole, repele el examen y la crítica y tiende de por sí a ponerse en situación de
inviolabilidad, como toda autoridad constituida; y cuanto mayor la centralización, más violenta la
intolerancia y menos se soporta la oposición; de ahí que en un sistema unitario jamás pueda desa-
parecer la antinomia123. Por lo demás, la vida social es resultado de la pluralidad de relaciones entre
múltiples grupos: estos grupos y “subgrupos”, unos en formación y otros en vías de desaparición, se
cuentan en número indefinido, pluralismo que es precisamente uno de los caracteres fundamentales
de la vida colectiva. Inversamente, el Estado, tal cual lo concibe el sistema tradicional, es unitario y
trata de conservar o consolidar su propia unidad. Se establece así, entre la sociedad y el Estado, una
singular contradicción; por un lado, la vida tiende a mantener la diferenciación entre grupos y entre
localidades y, por el otro, la jerarquía unitaria busca simplificarse bajo un poder único. En resumen,
el antagonismo entre lo espontáneo y lo mecánico, lo móvil y lo estático se repite en la
confrontación entre la vida social y el Estado. La sociedad no es una realidad acabada, se halla en
continuo movimiento espontáneo, a impulsos de la pluralidad de intercambios y acciones; en los
períodos revolucionarios sucede particularmente que las fuerzas divididas, aún no ligadas por una
teoría común a todas, tienden a constituirse, a organizarse en una práctica conjunta. Vemos que la
sociedad se va haciendo, creando a sí misma constantemente, ya en la realización casi lúcida de un
programa, ya en su obrar a la deriva, caso más habitual por otra parte. A esta espontaneidad
creadora, lenta o rápida, consciente o inconsciente, el Estado opone en todo momento sus formas
acabadas, sus planes decretados, su sistema fijo. La sociedad viva y el poder político unitario
representan dos polos opuestos: lo espontáneo y lo ordenado, lo cambiante y lo petrificado, la
creación y la repetición.

La historia política subsiguiente a la gran Revolución de 1789 demuestra que, en una socie-
dad basada en la desigualdad, las contradicciones se van ahondando cada vez más y que el Estado
tiene que ser necesariamente centralizador. El hecho de que, entre 1789 y 1864, el Estado su friera
muchos retoques y se promulgaran quince constituciones distintas 124 no significa que se produjera
una mutación fundamental, pues los principios de autoridad y de jerarquía permanecieron
inalterados; las sucesivas transformaciones del Estado en nada modifican su esencia, aunque con-
duzcan de la autocracia imperial a la democracia representativa. En efecto, por asentarse en el an-
tagonismo social y ser una manifestación de la desigualdad de clases, mal puede el Estado cambiar
con simples modificaciones de detalle: él es la reafirmación de una sociedad desgarrada por
contradicciones. Dado que no se superó la oposición entre las clases, durante aquel período his-
tórico y a despecho de las tentativas revolucionarias y las insurrecciones, lo único que se hizo fue
repetir la relación de autoridad con distintas formas. La sucesión de cambios de gobiernos y de
enmiendas constitucionales confirma que la principal razón de la inestabilidad de los Estados es la
desigualdad social y que, mientras en una sociedad persistan contradicciones económicas, resulta
absolutamente imposible darle bases firmes y verdaderas. A los cuatro patrones económicos que
distingue Proudhon en 1853, a saber la anarquía industrial, el feudalismo, el Imperio industrial y la
123
De la Capacidad política de la clase obrera, pp. 316-333.
124
Contradictions politiques (1864), p. 198.
democracia, corresponden cuatro modelos políticos, de los cuales el último sería la negación de
todos los precedentes. La anarquía competitiva de la Restauración tendría su correspondiente en un
Estado parasitario, dominado por la burguesía y encargado únicamente de las funciones de policía y
de coacción. El Estado propio de la concentración capitalista y de la reconstitución del feudalismo
industrial se caracteriza por su marcada centralización y gran poder económico apoyado en los
monopolios estatales y el dominio de las finanzas: es el Segundo Imperio. Proudhon prevé entonces
que las tendencias inherentes a este sistema anuncian una centralización política todavía más
acentuada y fundada en la concentración capitalista extrema: tal sería el Imperio industrial. La
agravación de las contradicciones económicas y de los conflictos sociales trae consigo un
incremento de los poderes políticos destinados a combatir las amenazas de guerra social. El peso de
los prejuicios tradicionales acelera la evolución en este sentido cuando la sociedad sólo sabe
resolver los conflictos apelando a una mayor concentración de poderes; la tradición monárquica, los
mitos del viejo espíritu jacobino y el instinto popular se unen en la aceptación de las mismas
quimeras y favorecen así la expansión de los poderes 125. Pero al mismo tiempo, según hemos
comprobado, al fortalecerse el Estado se ahondan las contradicciones sociales, pues el exceso de
poder que se otorga a los gobiernos parece agrandar la distancia y, por tanto, la contraposición entre
gobernantes y gobernados. Además, si el Estado es por definición lo contrario de la vida, de la
actividad innovadora, también será por definición un ente no productivo; representa a la casta de los
improductivos y, por añadidura, encarece y entorpece la producción con el lastre de la burocracia
que se ocupa de dirigir el quehacer económico. Por ende, la creciente absorción de la economía por
el Estado autoritario crearía una situación sin salida de la que, por negación dialéctica, surgiría la
República industrial, la anarquía positiva.

Este último caso no entra en la misma serie que los precedentes. La autocracia, el imperio
constitucional, la monarquía parlamentaria y la democracia representativa conforman una sucesión
natural de formas políticas que van desde el imperio hasta la república; todos se basan en iguales
principios y leyes dentro de la modalidad particular del despotismo. La anarquía positiva no es un
modelo político más, sino la negación de lo político, el rechazo radical de cualquier gobierno; se
propone instituir una relación totalmente nueva entre individuos y grupos mediante la erradicación
del autoritarismo. Significa el repudio no de un tipo de gobierno sino de todas las formas de
gobierno habidas. Este rechazo absoluto no implica que, dentro del mismo despotismo, no se desa-
rrolle en el campo de la producción una acción que prepara el derrumbe de aquél. Haciendo a un
lado la idea de Saint - Simón de reconstituir completamente la sociedad en el aspecto económico sin
tocar los moldes políticos, Proudhon nota que las relaciones de autoridad se ven impugnadas por la
actividad social en el momento mismo en que ellas se establecen. Efectivamente, al ir
evolucionando y creciendo las relaciones económicas y la iniciativa industrial, se va creando entre
los productores un vínculo no basado en la autoridad de unos sobre otros, sino en un acuerdo
mutuo, en un contrato, y en la medida que el número de grupos participantes es suficientemente
grande; la iniciativa propia, el contrato, tienden a desplazar las relaciones de subordinación, de
autoridad. De igual modo, la creación de asociaciones de carácter mutualista, como las compañías
de seguros, preanuncia una organización económica en la que el gobierno sólo representaría la
interrelación de los distintos intereses, es decir en la que la autoridad política no existiría 126. La

125
Manuel du spéculateur á la Bourse Lacroix, T. XI, p. 6.
126
La Révolulion Sociale, p. 116.
afirmación de que “el taller traerá el fin del gobierno” 127 no se interpretará sólo como anuncio de
que algún día tendremos una sociedad en la que la actividad productora habrá destruido a la
política, sino también como descripción de una dinámica existente que propende a eliminar a la
autoridad. El trabajo, en la medida en que recrea necesariamente relaciones de cooperación,
constituye de por sí una crítica práctica de la jerarquía autoritaria y un proceso conducente a la
exclusión de lo gubernamental. Con todo, tal proceso no puede tener fuerza suficiente como para
demoler sin choques un aparato que data de siglos.

La contundente crítica proudhoniana del Estado no deja de reconocerle alguna faceta


positiva a lo político. En rigor, su propósito primordial es demostrar, en base a la historia, que lo
político va ampliando su esfera de acción, de resultas de lo cual se acentúan cada vez más sus
aspectos negativos, lo que lo acerca a su fin. Pero no debemos subestimar las funciones que
antiguamente cumplieron los poderes constituidos en la sociedad; y donde mejor se las aprecia es en
el fenómeno histórico de la guerra. En la obra que dedicó al tema, Proudhon desarrolla una tesis que
en su momento despertó bastante indignación128. Con su vehemencia habitual se opone a los
pacifistas, a los juristas y, en general, a esa opinión tan corriente de que el conflicto bélico es
siempre perjuicio y destrucción, y demuestra que, en realidad, en la historia de la civilización tuvo
un papel eminentemente positivo. La guerra nunca fue un evento accidental o de rara ocurrencia;
por el contrario, constituyó siempre una parte primordial de la vida social y sirvió para exaltar el
espíritu colectivo. Con fórmulas premeditadamente agresivas, Proudhon pone la lucha armada y su
preparación en el mismo plano que las religiones, la poesía, la organización de la economía social y
de la vida política. Cuando dos naciones incapaces de resolver sus diferendos recurrían a la decisión
de las armas, hacían de la guerra un acto de jurisdicción y esperaban de la victoria el nacimiento de
un nuevo orden social. Por mucho que nos repugne admitir estos hechos, la historia es un
interminable desfile de conflictos armados: pueblos que luchan entre sí, triunfan unos sobre otros e
imponen su derecho de vencedores. Si tomamos en cuenta no la opinión artificial de los juristas y
los moralistas sino el veredicto de la conciencia universal, preciso es reconocer, que de la victoria
surgió siempre un verdadero derecho, el derecho de la fuerza. Tras la conquista y la invasión de una
nación por otra, el nuevo hecho social se erigía en derecho, y si la victoria era la corroboración de
una verdadera superioridad del conquistador, este derecho era aceptado por los pueblos vencidos.
Porque el derecho no es una abstracción que nada tiene que ver con la fuerza real del grupo social:
el equilibrio de la sociedad resulta del duelo entre las diferentes fuerzas sociales, cada una de las
cuales lleva en sí su propio orden y derecho.

Estas observaciones reafirman la gran importancia que tuvo el Estado en todas las
sociedades antiguas, ya que los gobiernos fueron la representación externa del derecho y uno de los
instrumentos de defensa y expansión de las fuerzas de la nación; pero también confirman que la
sociedad industrial significa la muerte del Estado. Efectivamente, la causa principal de las guerras
fue siempre la falta de medios de subsistencia, el pauperismo; los pueblos recurrieron primero al
pillaje y luego a la conquista para remediar la pobreza que los aquejaba. Ahora bien, en el mundo
moderno la expoliación y la imposición de tributos a. otros pueblos ya no tienen importancia, por
lo, cual la guerra entre naciones resulta contradictoria e inútil. En verdad, la guerra se concentra en
el interior de los países, en el gubernamentalismo y la explotación económica, y es consecuencia de

127
A. P. Leroux. La Voix du Peuple, 13 de diciembre de 1849, Mélanges, Lacroix, T. XIX, p. 36.
128
La guerre et la paix, Recherches sur le principe et la constitution du droit des gens (1861).
la anarquía económica y del antagonismo de clases. La instauración de la sociedad igualitaria
marcará el fin de la guerra entre naciones y de la era del Estado.

3. EL ANARQUISMO

La crítica radical del Estado lleva a la negación radical de éste. Muestra la existencia de una anti -
nomia insalvable entre la libertad, la espontaneidad de la vida social y la centralización política. Por
más que se modifique o acomode el sistema gubernamental, éste, con su sola existencia, intro duce
un principio de autoridad, un principio exterior a la acción social. Mantener este principio significa
admitir que el hombre debe enajenar su libertad en beneficio de una autoridad, aceptar que se
constituya un poder superior encargado de dirigir la vida social, afirmar la necesidad de que
individuos y grupos se sometan en razón de su incompetencia. Acatar una autoridad equivale, por
otra parte, a postular la perpetuación de las desigualdades sociales y de los conflictos de clases,
puesto que el Estado nace como consecuencia de tales desigualdades y cumple la misión de impedir
que ellas desaparezcan. Una revolución, para sor auténtica, no ha de reclamar pues la reforma del
Estado ni la enmienda de las instituciones políticas, sino la eliminación radical del Estado, su
extirpación129 y el establecimiento de una sociedad sin gobierno. La teoría anarquista es ante todo
eso: el rechazo de toda forma de autoridad, particularmente del Estado. Las definiciones del
anarquismo propuestas por Proudhon a partir de 1840 insisten en primer lugar sobre este aspecto: la
doctrina es por sobre todo la negación del poder, de la soberanía del gobierno130. La palabra
anarquía no debe sugerirnos la idea de desorden. Las exposiciones de Proudhon están enderezadas a
demostrar lo falso de un mito generalmente aceptado, a saber que el orden sólo puede existir allí
donde hay un gobierno. No es así; lejos de crear orden en la actividad social, la autoridad sólo trae
confusión, porque opone tantos obstáculos a la espontaneidad social como medidas opresivas ins-
taura. En la vida colectiva, el verdadero orden no es el puesto desde fuera sino el que resulta de la
libre acción de todos, el que brota directamente del ser colectivo, al que corresponde y es Inma-
nente. La anarquía no es una simple actitud crítica respecto de vicios particulares o accidentales del
Estado; reniega de la alienación que deriva del Estado, cualquiera sea su forma, y con ello da a
entender cuál es el tipo de organización social que postula como el único verdadero: la anarquía
positiva, una sociedad económica cuyo rasgo primordial es la ausencia de todo modo de gobierno131.

Luego, el pensamiento anarquista marca una ruptura histórica con todas las teorías estatales
del pasado y los conceptos falsamente revolucionarios de los demócratas. La idea del gobierno
directo, desde el punto de vista monárquico hasta el democrático, involucra siempre los mismos
principios, cualesquiera sean las diferencias exteriores. En la monarquía, el príncipe se dice
representante del derecho divino y se arroga una autoridad absoluta que le viene de una revelación;
en el sistema de gobierno directo se conferirá al poder un derecho de autoridad cimentado en la

129
“...proceder a la reforma social mediante el exterminio del poder y de la política”. Sistema de las
contradicciones, T. I, p. 345.
130
Explications presentées au ministére public sur le droit de propiété (1842), p. 263, nota.

131
“Nada de autoridad, nada de gobierno, ni siquiera popular; en eso consisto la revolución”. Idée générale de
la Révolution, p. 199.
soberanía del pueblo; pero sea cual fuere el principio que se aplique, en todos los casos se da por
sentado que la sociedad es incapaz de administrarse por sí misma y se constituye un poder exterior a
la vida colectiva, con lo cual se mantiene en vigencia las formas tradicionales de la desigualdad so -
cial y de la injusticia. Si, por el contrario, se reconoce que el Estado es por esencia autoritario y
homólogo de las jerarquías sociales, resultará evidente que la revolución no ha de tener como idea
rectora la reforma del Estado sino la creación de una sociedad que acabe con todas las modalidades
del pasado, en la que la soberanía no sea ya exterior a la vida colectiva sino íntegramente in manente
a ella. Así como el racionalismo crítico, en su indagación sobre la idea de Dios, demuestra que la
religión es obra del hombre y que debe ser devuelta a su creador, la crítica revolucionaria revela que
el Estado es un producto y una alienación de la sociedad y propone un orden social que, con la
extirpación del poder, reconquistaría para la sociedad lo que el Estado le quita indebidamente. Esta
será, pues, la meta de la verdadera acción revolucionaria, una acción encarada desde una
perspectiva totalmente nueva. La destrucción del Estado significaría y tendría por consecuencia la
reapropiación por parte de la sociedad, de las fuerzas que la exteriorización estatal le enajena.

Este aspecto negativo, el rechazo del Estado, es inmediatamente correlativo de la


organización de las fuerzas económicas. El anarquismo comprende dos aspectos en rigor
inseparables: por un lado designa la crítica y la negación del Estado y, por el otro, un orden social
en el que el gobierno quedaría sustituido por la organización industrial. Así como la desigualdad
entre las clases y el antagonismo social hacían necesaria la intervención de una fuerza coercitiva, la
adecuada organización de las fuerzas económicas pondrá punto final a la opresión gubernamental,
por eliminar la jerarquía de poderes. El anarquismo instituye un régimen social basado
exclusivamente en la práctica espontánea de la industria, en un libre entendimiento individual o
colectivo de los productores que hace superflua la política. Tal sociedad presentaría características
diametralmente opuestas a las de las existentes hasta ahora y procuraría establecer interrelaciones
económicas que tornaran imposible una reconstitución del Estado. La anarquía reemplaza la justicia
distributiva ejercida por una autoridad superior a los interesados con una justicia conmutativa en la
que los participantes se comprometen a realizar un trueque equitativo y renuncian a toda pretensión
de gobernarse unos a otros132. El contrato social designó siempre un pacto cuyo objeto era constituir
el poder político: se buscaba la forma de hacer que el ciudadano abdicara de su voluntad y se
sometiera a una autoridad que estaba por encima de él; no bien se creía descubrir una relación entre
la voluntad individual y la general, se creaba una autoridad destinada a imponerse al individuo por
coacción. El hombre era víctima del prejuicio que afirma que la sociedad no posee de por sí un
orden y que es preciso establecer un poder cuya función consiste en crear ese orden que la sociedad
es incapaz de generar. Nadie comprendía que la perentoria necesidad de implantar un orden
artificial era sólo consecuencia de la desorganización propia de una sociedad dividida. Cuando las
fuerzas económicas están unidas por contrato y crean espontáneamente sus modos de intercambio
en base a mutuos compromisos formulados y aceptados libre e individualmente, surge el orden
naturalmente de los propios productores, de su actividad y su autonomía de acción.

El paso revolucionario de la sociedad autoritaria a la anarquía razonada no señala el adveni-


miento de un orden social sin precedentes históricos, sino el de una sociedad liberada y por fin
dueña de sí. Debido a la alienación de la fuerza colectiva, a la exteriorización del poder social, la
sociedad no era ella misma, no era dueña de su orden y de sus fuerzas. Sin embargo, por debajo del
132
Ibid., p. 187.
aparato gubernamental y pese a los obstáculos de la coacción la sociedad económica producía
silenciosamente su propio organismo 133, su propia constitución social directamente opuesta a la
constitución política. Suprimir el Estado quiere decir emancipar la vida social, darle la posibilidad
de subsistir por sí misma y gobernarse exclusivamente por sus fuerzas inmanentes. Entonces, todas
y cada una de las instituciones a través de las cuales se ejerce la opresión estatal quedan reempla-
zadas por manifestaciones espontáneas de la nueva organización social: las fuerzas económicas sus-
tituyen a los poderes políticos; los contratos aceptados por cada ciudadano, comuna o compañía,
ocupan el lugar de las leyes; las profesiones y las funciones especiales desplazan a las viejas cla ses
jerarquizadas; la fuerza colectiva hace superflua a la fuerza pública; las asociaciones industria les
reemplazan a los ejércitos y la comunidad de intereses actúa en vez de la compulsión policial 134. En
una sociedad basada en la igualdad y el mutuo compromiso, ya no habrá razón de ser para el
gobierno, y la actividad social, así como las nuevas modalidades laborales, harán en todo momento
imposible el resurgimiento del Estado. Si cabe hablar de poder en el caso de esta sociedad, pre ciso
será considerarlo en su inmanencia a la totalidad social: todos los individuos y grupos sociales —
comunas, ciudades o compañías obreras— son depositarios de su propia soberanía, se gobiernan
unos a otros y tratan libremente entre sí. Puede decirse, remedando la fórmula teológica, que allí
donde la vida social autónoma destruye al poder, “el centro político se encuentra en todas partes y la
circunferencia en ninguna”135.

El análisis proudhoniano funda esta teoría política en la tesis sociológica de que el ser
colectivo es autónomo y espontáneo. Proudhon reprocha a los teóricos partidarios del Estado su
ignorancia de la realidad social: la sociedad es para ellos un ente abstracto, una palabra que designa
a un conjunto de individuos136; no ven en ella a un ser real y vivo sino a una caótica conjunción de
individuos aislados. Este error inicial los induce a pensar que se requiere una fuerza exterior para
mantener una cohesión artificial y que la política no puede ser objeto de una ciencia, ya que carece
de fundamento natural por ser artificio del hombre. La teoría del ser colectivo repudia estas ideas
falsas. Si el ser colectivo es un ente vivo, dotado de inteligencia y actividad propias, posee leyes y
propiedades que sólo pueden provenir de él mismo. Así, la solidaridad que une a sus diferentes
miembros no es resultado artificial de una comprensión exterior sino algo inherente a la vida social
que dimana directamente de su espontaneidad. Del mismo modo, las leyes económicas de la
división del trabajo o del intercambio no surgen de convenciones humanas, brotan naturalmente de
la acción, aparecen en el momento necesario para llenar una función y se modifican al ritmo del
dinamismo social. Los estatistas, fieles a una mistificación incontestada, persisten en creer que las
transformaciones sociales sólo pueden provenir de la iniciativa política, como si no pudiera haber
movimiento ni mutación en la sociedad sino por obra de un poder; guiados por este criterio, en 1848
los demócratas pidieron que se otorgara mayor capacidad de iniciativa al gobierno para que éste
llevara a cabo los objetivos revolucionarios. Es ésta una posición absolutamente) equivocada, según
la crítica proudhoniana, que arriba a la conclusión de que el Estado es eminentemente reaccionario.
En rigor, el estatismo está emparentado con la tradición religiosa que rechaza los cambios sociales y
el progreso, a los cuales opone una jerarquía estable y una serie de dogmas inamovibles. Ahora
bien, el cambio no es cosa propia del Estado ni hay poder capaz de provocarlo; sólo puede sur gir

133
Ibid. p, 300.
134
Ibid. p. 302.
135
De la Capacidad política de la clase obrera p. 198.
136
Systéme des contradictions. T I, p. 123.
del ser colectivo, que lo produce espontáneamente. Y lo que hace la anarquía al suprimir las
alienaciones políticas e intelectuales del pasado es, precisamente, dar libre curso a la espontaneidad
social, con lo cual devuelve a la sociedad la posibilidad de ir transformándose a voluntad según sus
necesidades y rever permanentemente su constitución. En tanto que el Estado impide la libre
mutación social, sea con un autoritarismo absoluto, sea con las limitaciones que aportan las leyes, la
anarquía, que confirma y pone en práctica la idea de progreso, otorgaría a la sociedad la per petua
facultad de reconsiderar sus formas económicas, los contratos que coordinan sus actividades137. La
anarquía positiva no consiste pues, exactamente, en la instauración de un nuevo orden; es la
sociedad misma en el proceso de concretar su propio orden y sus leyes inmanentes a través de la
acción de individuos y colectividades. Representa la desaparición de las alienaciones y de las
coacciones que, si bien antaño pudieron tener cierta utilidad, dejan de cumplir una función cuando
la sociedad descubre su equilibrio y sus leyes y los realiza espontáneamente. La anarquía es la
sociedad en sí, una sociedad viva y autosuficiente.

El estatismo incurre en el error de desconocer la razón colectiva. Negar que la sociedad es


un ente dotado de vida propia equivale a postular que el pensamiento de la colectividad no procede
de ella, que le viene de fuera, de la palabra de un Dios o de la autoridad de un poder estatal; mas,
como lo demostrará la sociología de las ideas, la sociedad, como ser vivo que es, produce un
pensamiento general, sintético, diferente de la opinión parcial de los individuos, a un tiempo ex -
presión de la práctica y guía de la acción. Esta razón general fue siempre cercenada y combatida por
las autoridades religiosas y gubernamentales porque es incompatible con esa voluntad arbitraria y
ajena a la vida social que ellas representan. Su desarrollo y su afirmación definitiva harían
desaparecer la contradicción cuyos polos son lo arbitrario y la razón: si el pensamiento colecti vo
lleva en sí la exigencia de un modo de constitución social y de solidaridad industrial, la reforma
económica, recíprocamente, le dará la posibilidad de formularse y afirmarse. En una sociedad
todavía dominada por poderes autoritarios, el pensamiento general sólo se concreta parcialmente en
la práctica; se manifiesta en las transformaciones pero no tiene oportunidad de formularse explícita-
mente y tomar plena conciencia de sí. La razón colectiva alcanzará su total expresión únicamente en
una sociedad igualitaria que logre la reforma económica y establezca un sufragio universal que res-
pete a todos los grupos y todos los intereses. La sociedad, antes desgarrada entre la voluntad espon-
tánea y la voluntad arbitraria, podría pasar de la experiencia parcial a la experiencia consciente: de
la espontaneidad a la reflexión. Por eso Proudhon habla de anarquía positiva y anarquía razonada:
positiva, porque es real y se apoya en la fortaleza de una nueva organización económica; razonada,
porque se adecúa totalmente a la razón colectiva. En otras palabras, mientras que la práctica social
jamás pudo llegar a su formulación teórica integral ni adecuarse a las teorías aceptadas, la anarquía
sería la concreción del acuerdo entre la práctica y la teoría, la reflexión que expresa a la práctica y le
sirve de instrumento crítico.

4. EL FEDERALISMO

137
Confesiones de un revolucionario, p. 223.
Las dos obras en las que Proudhon expone más ampliamente su visión anarquista de la sociedad
(Confesiones de un revolucionario e Idea general de la revolución) fueron escritas durante el perío-
do revolucionario que va de 1848 a 1852. Dirigidos contra el peligro conservador y las tendencias
estatistas de los demócratas, estos libros evidencian un marcado espíritu polémico que se suaviza en
obras posteriores. Nunca dejó de oponerse al Estado centralista pero, a partir de 1858, más
consciente de la importancia de las relaciones políticas internacionales, ya no da como salida la eli-
minación del gobierno como institución, sino que se lo limite dentro de un régimen federal 138

Llegado el momento de estudiar el problema de la constitución social de los grupos


nacionales y de las relaciones internacionales, Proudhon lo encara simultáneamente desde el punto
de vista de lo económico y de lo político. Cuando impera la propiedad privada y, consecuentemente,
la desigualdad, lo político se constituye por oposición a la sociedad económica y tiene como fin
superar los conflictos de clase suscitados por la desigualdad. En cambio, dentro de la sociedad
socialista, en la que individuos y grupos están unidos por la libre solidaridad, el derecho público no
se opondría a la sociedad económica porque tomaría sus principios de ella y sería sencillamente una
prolongación de la organización económica. El derecho público debe tener como fundamento los
principios económicos —el contrato, el mutualismo— que han de encontrar en él su fiel reflejo: el
equilibrio dinámico de la organización económica se repetirá en la organización política; la mutua-
lidad, en lo económico, se traducirá en él federalismo en lo político139. La unión federal de los
grupos nacionales se opone al unitarismo centralizador y presenta una visión pluralista de la so -
ciedad. Al paso que la tradición monárquica y jacobina considera que el bien social requiere que
todas las partes queden absorbidas en una centralización única, el federalismo rechaza cualquier
forma de centralización y respeta la autonomía de los distintos agrupamientos. No es cuestión de lo -
grar la unidad a costa de la libertad sino de establecer una unidad que dé cabida a todas las li-
bertades.

Aunque el federalismo implica la identidad formal de la organización económica y la


política, no deja de separarlas netamente: los grupos productores no están obligados a ceder sus
derechos a una autoridad ávida de mando, deciden por sí mismos en materia económica mientras
que el Estado se limita a ser el medio de expresión de su voluntad o a estimular su actividad. Al
postular el principio de la restricción del poder central por los poderes particulares y las
agrupaciones locales, el federalismo acaba con el dogma de la razón de Estado y la tendencia
general de éste a concentrarlo todo en sí. Cuando deja de ser el único po lo de la autoridad, el poder
político pierde el dominio de la sociedad y pasa a ser un centro más entre los muchos que
conforman la acción social. Las fórmulas enunciadas por Proudhon en su período más
marcadamente anarquista son aplicables al federalismo: el Estado, imagen de la sociedad
económica y reflejo de su esencia, sufre merma de su poder por las limitaciones que le imponen los
productores y los grupos de producción; en rigor, debería decirse que la sociedad económica, como
totalidad lo “subordina” a ella. Ya no es el organismo central de la sociedad y su úni co medio de

138
Principales escritos sobre el tema: La Fédération et l’unité en Italie (1862), El Principio Federativo et de la
necessité de reconstituer le parti de la révolution (1863), La De la Capacidad política de la clase obrera
(1865).
139
“Así transportado a la esfera política, eso que hemos llamado hasta ahora mutualismo o garantismo toma el
nombre de federalismo. En una simple sinonimia se nos da la revolución entera, en lo político y lo
económico”. Capacité politique des classes ouvrères, p. 198.
cohesión; sus funciones se ven reducidas a “subfunciones” de una sociedad ahora dirigida por los
productores.

Proudhon piensa que los centros autónomos que relegarán al poder político a un segundo
plano han de tener como base la soberanía local y los grupos profesionales. Según un plan esbozado
hacia 1848140, los talleres y las empresas industriales organizadas democráticamente se confedera-
rían por profesiones y por industrias, con lo cual se efectuaría una forma de centralización a nivel
nacional. Esta federación de industrias garantizaría la independencia de las agrupaciones ya que la
interrelación se basaría siempre en contratos y respondería a las exigencias de la coordinación de
cada momento. Más dentro de la sociedad federada, sólo cabe un tipo de agrupamiento autónomo:
considerando las relaciones entre los grupos locales, Proudhon sostiene que debe conservarse la in-
dependencia relativa de las comunas y de las diferentes regiones. Contrariamente a lo que ocurre en
la centralización, que no cesa de robar su soberanía a los municipios, el federalismo tiene que
reconocer y respetar esta forma de autonomía 141.

En este sistema, la comuna, grupo local y natural, reconquista su soberanía; tiene el derecho
de gobernarse, administrarse, disponer de sus propiedades, fijar los impuestos, organizar la
educación, tener su propia policía. En fin, tiene la posibilidad de llegar a una vida colectiva
verdadera, lo que significa que los problemas serán debatidos dentro de la comuna, que cada uno
expondrá y defenderá sus intereses, que se adoptarán reglamentos internos por común acuerdo. A
juicio de Proudhon, este aspecto es decisivo. No se trata simplemente de poner a los grupos como
dique de contención del poder estatal sino de afirmar la pluralidad de soberanías y, por ende, la
libertad efectiva del municipio. Si nos conformamos con otorgar cierto grado de libertad a la
comuna dentro de un sistema regido por las reglas de la centralización, se producirán conflictos
entre ésta y el Estado, ganará el más fuerte y, así, el municipio seguirá perdiendo cada vez más
terreno. Sólo una organización federal que aplique el principio de la pluralidad de soberanías
respetará la de la comuna y restituirá la plenitud de la vida colectiva a los núcleos que constituyen el
fundamento de la sociedad142.

Por otro lado, el federalismo involucra la devolución de parte de su autonomía a las


distintas regiones y provincias, vale decir que los grupos naturales unidos por un dialecto,
costumbres o una religión comunes recobrarán la independencia relativa que les sustrajo la
centralización absorbente. El agrupamiento natural formado por la comunidad local, la igualdad de
costumbres y los intereses compartidos es, efectivamente, una realidad social más viva que el
agrupamiento artifi cial que es el Estado. También aquí la teoría federalista se opone totalmente al
concepto unitarista. Este último admite el uso de la fuerza y propende a reducir las libertades, pues
parte del principio de que la sociedad no es capaz de subsistir por sí misma sino por obra de la
autoridad, de donde la necesidad de constituir un Estado que: imponga disciplina y obediencia. La
diversidad es: signo de insubordinación, por eso la unidad sólo se obtendrá con la eliminación de lo
particular y la constitución de un conjunto homogéneo donde no existan diferenciaciones. Si se
reconoce, por el contrario, que el grupo social tiene existencia propia, es capaz de mantener su
cohesión, vive y piensa como cualquier ser orgánico, desarrolla sus posibilidades en la medida que
se lo permite la libertad de que goza, se deducirá que un conjunto nacional logrará mayor
140
Programme révolutionnaire aux électeurs de la Seine
141
Sabemos cuánta importancia adquiriría este tema en la Comuna de París de 1876.
142
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 285.
estabilidad cuanto mayor autonomía se otorgue a los grupos naturales. La nación dejaría de ser una
unidad homogénea y sometida a un mando para convertirse en una federación, más exactamente, en
una confederación de Estados. Proudhon criticó vigorosamente el “principio de nacionalidad” que
contaba con el apoyo casi unánime de la opinión pública. El nacionalismo, por poner el acento en la
independencia nacional y, por tanto, en la unidad del Estado, puede traer, bajo la apariencia de un
supuesto progreso, consecuencias contrarrevolucionarias. Cuando se da impulso al Estado y a la
centralización, se favorece la constitución de vastos conglomerados artificiales, proceso que puede
impedir la revolución económica dado que, según una ley señalada repetidamente, la centralización
obstaculiza la mutación social143. En lugar del nacionalismo y del unitarismo, Proudhon propone
una confederación de regiones y de provincias, única forma de organización capaz de respetar la na-
cionalidad local. En cuanto a las peligrosas discusiones acerca de las fronteras naturales, las ataca a
fondo demostrando que, en general, los límites son simplemente un invento de la política: las
verdaderas fronteras no son las fijadas por el capricho de una autoridad sino las que los grupos
determinan y modifican a medida que se desarrollan y según lo exijan las circunstancias prácticas.

El federalismo se aplicaría también a las relaciones entre los distintos pueblos; y así como
el sistema unitario de inspiración monárquica requería por su naturaleza los enfrentamientos milita-
res, la confederación de los Estados conduciría a una paz estable. Tal confederación sería posible si
uniera Estados de proporciones medianas e integrados, a su vez, por grupos federados. En efecto, un
Estado de grandes dimensiones, en el que los vínculos que unen a las partes son tanto más laxos
cuanto mayores sus proporciones, se verá siempre obligado a fortalecer los poderes centrales para
compensar la falta de unidad espontánea. Los Estados exageradamente vastos, en virtud de su
constitución social, tienen que desembocar en la centralización y su consecuencia, la guerra. En
cambio, cuando se trata de naciones medianas pueden establecerse relaciones similares a las del
mutualismo y, por tanto, pacíficas. Las guerras internacionales desaparecerán naturalmente como
resultado lógico de la concertación de un pacto federal entre los distintos pueblos y, en un plano
más profundo, de la federación de los grupos que integran cada país, dado que la distribución de los
poderes y la reciprocidad mutualista frustran toda posibilidad de dominación. Así, sin creer que
Europa podría llegar a unirse en una confederación única, Proudhon asevera que sólo cuando Eu-
ropa forme un Estado federal las guerras habrán pasado a la historia 144.

La teoría política de Proudhon tiene más de doctrina que de sociología. No ignora hasta qué
punto son poderosas las tendencias económicas e ideológicas que impulsan a la centralización polí-
tica y reconoce que, en este campo, sería menester invertir el sentido de la tendencia general. No
obstante, y como en toda su obra, la doctrina se funda en una teoría social que vale la pena precisar,
porque es aquí donde nos será dable comprobar si Proudhon renegó parcialmente de su anarquismo
en sus últimos escritos. Cabe preguntarse, en efecto, si el federalismo no representa al fin de cuentas
la aceptación, bajo nueva forma, de aquello que el anarquismo rechazó rotundamente: la
constitución política.

143
“El nacionalismo es el pretexto de que se sirven para eludir la revolución social”. De la Justice, Cuarto
Estudio, T. II, p. 289.
144
“Ya se está produciendo algo muy importante: Europa, va convirtiéndose paulatinamente en una suerte de
Estado federal, en el que cada nación es sólo un miembro”. Carta' a C. Edmond, 18 de diciembre de 1851,
Correspondance, T. IV, p. 154.
El federalismo parte de la idea de que la sociedad es fundamentalmente una pluralidad y
que diversidad es sinónimo de vitalidad, así como unidad centralizadora es sinónimo de opresión.
Trátese de la producción, de la circulación o de la vida política, Proudhon descubre siempre una
clara relación entre la pluralidad y el movimiento, entre lo unificado y lo estático. Luego, es propio
del Estado centralizado obstaculizar la transformación. social, actuar como factor de reacción, por-
que así lo impone su carácter unitario. El federalismo, en cambio, sería el tipo de organización
adecuada para mantener la pluralidad y, por ende, salvaguardar la libre iniciativa de los grupos
sociales y su libertad. Dicho de otra manera, el pluralismo es requisito esencial de una pluralidad
social no alienada: el federalismo no es un sistema preferible a otros porque reúne condiciones
como para dar mayor bienestar o libertad a los productores: es la expresión de la realidad social.
Proudhon admite que el unitarismo y el federalismo aparecen una y otra vez en la historia como dos
posibilidades concretas, pero añade que la centralización autoritaria tomó un carácter artificial que
agranda sus defectos. Considerada en su realidad viva, la sociedad es una y múltiple; pero esa
multiplicidad la hace vivir y avanzar; la vitalidad social no dimana de un centro rector, su fuente es
la encontrada actividad de los diferentes productores, son los contratos en los que cada uno busca,
libremente su interés. El movimiento social surge de las bases mismas de la sociedad y, más
exactamente, de la múltiple iniciativa de los productores y de las empresas. Cuanto más se respete
la pluralidad de iniciativas y encuentre oportunidad de concretarse, tanto más posible le será a la
sociedad evitar los conflictos y antagonismos que la asolaron constantemente en el pasado.

La teoría federalista se mantiene fiel a la idea proudhoniana de que el ser colectiva es


netamente espontáneo, contrariamente a lo que afirman las teorías estatistas o religiosas. Criticando
la improductividad del capital, el conservadurismo estatal o la alienación religiosa, Proudhon se
esfuerza siempre por dar la imagen del movimiento social autónomo e inmanente en sus
transformaciones y creaciones. Durante su período anarquista, aunque señala que la espontaneidad
social proviene enteramente de la organización de las fuerzas económicas, se inclina a tomar como
modelo de dicha organización a las relaciones interindividuales y presenta como ejemplos
ilustrativos del contrato económico casos que son en buena medida característicos del intercambio
privado. Cuando describe cómo quiere que sea la organización federal, la federación agroindustrial,
Proudhon otorga mayor importancia a las relaciones entre los grupos y, mucho más que en 1848, a
las empresas obreras encargadas de las grandes industrias y las grandes obras 145. Pero sobre todo
introduce la noción de “grupo natural”, con lo que completa la pluralidad de agrupaciones
espontáneas en el plano geográfico. En definitiva, el federalismo se asienta en el concepto de que la
realidad social es la resultante de la conjunción de múltiples agrupamientos cualitativamente
distintos entre sí, dé la concurrencia de diferentes grupos geográficos, económicos, culturales y
políticos, que son el ámbito natural de los individuos que nuclean y poseen una soberanía
inalienable.

Al desarrollar esta teoría de las federaciones y confederaciones, Proudhon no se aparta de


su método dialéctico y, particularmente, de su teoría dialéctica de los equilibrios. Para que los
diversos grupos puedan desenvolverse en la espontaneidad, es preciso que se equilibren
recíprocamente, que las tendencias expansivas de cada uno se vean detenidas por la autonomía de
las demás. El federalismo debe confirmar la realidad de las luchas y de las oposiciones tratando de
equilibrarlas: en vez de imponer a la vida social una síntesis sofocante, ha de buscarse el pleno
145
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 212.
florecimiento de las fuerzas mediante un juego de equilibrios en un orden sin jerarquías. La
dialéctica negativa del federalismo ratificaría el carácter pluralista y antiestatista de la
espontaneidad social. No obstante, con la organización política, Proudhon introduce una dialéctica
que rechazaba en su período anarquista, a saber la de la autoridad y la libertad 146. Entonces
repudiaba terminantemente a la autoridad y sostenía que la actividad laboral era de por sí una
incesante protesta contra aquélla; ahora reconoce que en los fundamentos del federalismo existe una
antinomia que incluye a la autoridad como término. Pero no nos equivoquemos acerca de la
evolución sufrida por el pensamiento proudhoniano. Después de partir de una interpre tación
bastante polémica, que no acordaba validez ninguna al poder político, con el federalismo admite
una forma de autoridad local o central. Mas, en la organización federal, la noción de autoridad
adquiere un significado radicalmente distinto del que se le confería en el concepto tradicional del
Estado. Mientras que el contrato político en que se funda el Estado significa la renuncia a la
autonomía, el contrato federativo es de alcances limitados y salvaguarda la soberanía de individuos
y grupos, excepto en lo concerniente al objeto especial para el cual se realiza. Los grupos federados
sólo se comprometen a gobernarse por sí mismos sobre la base del mutualismo, a obrar de común
acuerdo en sus actividades económicas, a prestarse ayuda para resolver las dificultades, a protegerse
contra el enemigo de fuera y la tiranía de adentro 147. Así concebido, el poder central nada tendría de
autoridad exterior a la vida social, sería sencillamente el organismo coordinador de la vida e
intereses de los distintos grupos; los delegados no estarían investidos de poder especial y se
ocuparían de conocer las necesidades y deseos de los agrupamientos para así buscar la armoni-
zación de intereses por vía de concesiones mutuas. De este modo, el consejo central no tiene las
características del Estado, no es más que el cuerpo encargado de mantener la mutualidad y uno de
los elementos de la actividad social. Vemos que Proudhon no abandona su constante afán de excluir
cuanto podría tomar carácter de exterioridad respecto de la totalidad social. Al abolir el Estado o
constituir un poder central cuyo único fin sería llenar una de las distintas funciones sociales, se
restituiría a la sociedad todo lo que es y le pertenece: la eliminación de las alienaciones devolvería a
la vida social todo cuanto le era arrebatado.

Por tanto, en una sociedad dueña de sí, el Estado queda reducido a la resultante de los
intereses de todos; esto no quita que conserve su facultad de tomar iniciativas, aunque en forma
condicional. En su etapa anarquista, Proudhon .afirma que el Estado autoritario y centralizado es
por esencia retrógrado e incapaz de participar en el avance Social; ahora piensa que el Estado
federal y pluralista tendría la posibilidad de asumir un papel activo y relativamente creador. No
reemplazaría a las fuerzas económicas y a los grupos de producción en la ejecución de obras y
trabajos, pero actuaría como factor creador porque tomaría iniciativas, decidiría en cuestiones
económicas y elaboraría planes 148. La dialéctica entre la sociedad y el Estado que, en los escritos
publicados entre 1848 y 1852, era presentada como la dialéctica contradictoria de la opresión y el
sometimiento, cede su lugar a una dialéctica complementaria que reconoce la función innovadora de
un consejo central. El Estado interviene únicamente para promover y elegir; de allí no puede pasar;
pero, dentro de sus limitaciones, le está dado obrar como elemento creador.

146
“El orden político descansa fundamentalmente sobre; dos principios contrarios, la autoridad y la libertad”.
El Principio Federativo, p. 27l.
147
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 198
148
“En una sociedad libre la función del Estado o gobierno es, por excelencia, de legislación, institución,
creación, iniciación, instalación; lo que menos tiene es de función ejecutiva”. El Principio Federativo, p. 326.
Si bien la evolución de Proudhon significa una enmienda de sus teorías políticas anteriores,
no implica una revisión de sus teorías sociológicas. El repudio del Estado centralizado dentro de un
régimen de propiedad privada subsiste con toda fuerza, lo mismo que sus conceptos acerca de las
causas de la tendencia estatal a la expansión y la concentración. Pero Proudhon estima que una
institución modifica completamente sus caracteres y necesidades cuando se la inserta en una nueva
estructura global. El hecho de que, en una sociedad injusta, el Estado sea necesariamente alienante y
opresivo, no significa que un consejo central que lo reemplace dentro de una totalidad distinta, haya
de conservar esas características. Es que las estructuras globales de una totalidad imponen sus
necesidades particulares a las partes y a las instituciones. La antinomia de las clases y la anarquía
industrial hacen necesario un Estado poderoso y opresivo, así como la organización federal de las
fuerzas económicas y la pluralidad de soberanías, necesita de un poder central pacífico que no se
encuentre en un plano de superioridad. En una armazón social de esta naturaleza, el concepto
mismo de gobierno pierde su sentido tradicional y se desvanecen el falso prestigio y los mitos que
lo rodeaban; pasa a convertirse en uno de los engranajes, una de las funciones de la sociedad iguali-
taria. La relatividad histórica de la institución gubernamental es otra prueba de la importancia se-
cundaria de la reforma política: la mutación revolucionaria no puede consistir en una simple en-
mienda constitucional, exige que se modifique profundamente la configuración general de la so-
ciedad, es decir las relaciones socioeconómicas. La organización de las fuerzas sociales y
económicas determinará las características y el modo de funcionamiento de las instituciones que
pasarán a cumplir nuevas funciones, adaptadas a las circunstancias.

CAPITULO V

SOCIOLOGÍA DEL CONOCIMIENTO

Cuando afirma la realidad del ser social, Proudhon afirma al mismo tiempo la realidad de la fuerza
y la razón colectivas. El ser colectivo es una fuerza, según sabemos, esencialmente distinta de la
suma de las fuerzas individuales, pero también es una idea, un principio o una razón. Estas defini -
ciones se proponen subrayar ante todo que en la acción social no intervienen únicamente fuerzas
físicas, que la toma de conciencia y las teorías colectivas son parte constitutiva de la práctica. Al
criticar, por ejemplo, la religión cristiana, Proudhon señalará que no es una teoría, un sistema in-
telectual lo que refuta, sino un modo de ser y de actuar, una práctica social. Una religión no es una
teoría abstracta que no cumple ninguna función social; muy por el contrario, constituye la base de
una práctica, justifica una política, guía la acción e influye directamente en la orientación general,
económica y política de una colectividad. Siempre que tratemos de comprender o hallar la explica-
ción histórica de un suceso o de una revolución, aparte de estudiar los procesos o las contradiccio-
nes económicas, deberemos verificar hasta qué punto participaron las teorías, las utopías, las ideas o
las ideologías colectivas en la génesis del evento. Si bien reconoce la gravitación de las actitudes
morales, convencido de que el rigor o la relajación de las costumbres es un factor capital en el desa-
rrollo histórico, Proudhon funda su tesis acerca de la importancia de lo teórico en la práctica social
en una interpretación particular de la realidad social que desemboca en fórmulas que, no obstante a
veces difícilmente conciliables, nos dan a conocer su concepción “ideorrealista” de la trama social.
Para Proudhon, decir que la realidad social es dialéctica no significa solamente aseverar que la
práctica colectiva es tributaria de las representaciones, los mitos y las ideas de la colectividad, no es
simplemente señalar que los fenómenos sociales presentan rasgos contradictorios o antagónicos;
significa ir más allá, descubrir la existencia de una relación fundamental entre la práctica social y la
idea, entre las estructuras sociales y los principios que les son inmanentes. El fenómeno social es un
hecho, una realidad, los intereses son fuerzas de efectos y consecuencias visibles; pero éste es sólo
uno de los aspectos de lo social, sobre cuya esencia nada nos dice. Todo hecho social —trátese de
una estructura social o de una acción como el trabajo o la guerra— es “adecuado a una idea” 149,
contiene en sí su propio principio, su ley y su significado. La palabra idea no es la que más
conviene en este caso, por sugerir una representación consciente y una dualidad en la que hay un
sujeto que conoce y un objeto que es conocido. Ahora bien, si en la historia la idea se da a un
tiempo con la práctica, no es necesariamente consciente en los individuos que participan en la
acción. No hay de ninguna manera adecuación entre la práctica y la conciencia del significado de lo
que se hace. Los hombres pueden realizar actos cuyo sentido real no comprenden del todo o
entienden sólo a medias. Y son capaces de elaborar teorías que, en su esencia, justamente
tergiversan las relaciones verdaderas, cual hacen las religiones. Pueden también iniciar prácticas
parciales cuya idea, cuyo sentido profundo, escapa a su entendimiento; tal sucede a veces en los
períodos prerrevolucionarios. Por ejemplo, cuando los obreros organizan espontáneamente
asociaciones mutuales, prefiguran la idea revolucionaria con su acción sin cobrar totalmente
conciencia de lo que ella implica. Viven una idea al mismo tiempo que la crean, sin comprender
cabalmente el sentido de sus actos y las consecuencias del principio que los mueve.

De esto se desprende cuán importante es para la acción revolucionaria el determinar y


elucidar las ideas. La comprensión del significado del acontecer humano permitirá reconsiderar el
sentido de la historia, pues será posible integrar los hechos particulares dentro de una concepción
global y también enfocar a la sociedad desde una nueva perspectiva, dado que el descubrimiento de
ciertos principios nos dará una visión de la unidad social y de sus posibilidades de transformación.
Esto reviste especial importancia para el pensador revolucionario, cuya función es
fundamentalmente la de deducir de la práctica de las clases sociales las ideas implícitas inmanentes
a su acción. Si los hombres no cobran conciencia de la idea desde un comienzo, ella se les revelará
ya por la violencia de los conflictos que obligan a esa toma de conciencia, ya por la elucidación de
149
La guerre et la paix, p. 9.
los teóricos que tienen la misión de aclarar el sentido de los actos humanos. Llevar la práctica a la
conciencia, a la idea, es parte esencial de la acción revolucionaria, porque una clase que adquiere
conciencia de sí y de su teoría posee los elementos que la capacitarán para orientar de modo cohe-
rente toda mutación histórica que emprenda.

1. LA IDEA Y LA PRÁCTICA.

Si las formulaciones de Proudhon acerca de la interrelación de práctica y teoría son relativamente


oscuras, ello se debe a la pluralidad de los problemas que aborda y que conciernen ora a la natu-
raleza de la teoría, ora a las relaciones diversas y circunstancialmente contradictorias entre la acción
y la idea. Además, este último vocablo tiene distintos significados que conviene aclarar. Así,
Proudhon propondrá fórmulas aparentemente inconciliables, porque afirman sucesivamente que la
práctica procede de la idea, que la práctica es en sí misma una idea o, por el contrario, que la ac ción
es una encarnación de la idea.

En el estudio consagrado al trabajo en La justicia, Proudhon dice, respondiendo a la cues-


tión filosófica de la anterioridad de la acción, que éste es un problema conectado directamente a lo
social. En efecto, al sostener la dualidad esencial de la idea y la práctica y afirmar que esta última es
secundaria a la ley, la teoría espiritualista basada en la revelación divina justificaba la existencia de
un orden social que suponía al trabajador incapaz de crear y, por tanto, lo condenaba a re cibir la
verdad de un poder externo. Pero en realidad, todo conocimiento, lenguaje, ciencia o filosofía nace
de la acción, y, más exactamente, del trabajo, como resultado de la creación de signos y de útiles 150.
La actividad primera, anterior a todo análisis, la actividad instintiva, genera de por sí signos que son
producto directo de la espontaneidad y que surgen y se establecen entre los individuos; dichos
signos, parte integrante de los actos, incitan a la reflexión y despiertan la inteligencia. El hombre es
creador de signos a la vez que su propio educador, por la atención que pone en sus obras.
Igualmente, la invención de herramientas proporciona al hombre un objeto que dará a la inteligencia
un primer motivo de reflexión, y con ello determinará su orientación. Al crear espontáneamente el
primer instrumento —la palanca, la barra— el hombre materializa algo que constituirá el tema
fundamental de su pensamiento: la relación, es decir la igualdad, la desigualdad, la serie, la división,
el equilibrio. Con las máquinas simples, el hombre da forma a un objeto que representa relaciones,
que es el símbolo objetivo, la concreción de una idea. Por ende, las relaciones —igualdad y
desigualdad, equilibrio y desequilibrio— que serán el contenido y el medio del pensamiento
reflexivo, no le llegan al hombre a través de un verbo trascendente, sino de su actividad instintiva y
creadora. El paso al método analítico, que es lo propio de la inteligencia, se producirá después de
este punto de partida y siempre por obra de la herramienta, ya que ésta es relación concreta e
instrumento de separación simultáneamente. Luego, la inteligencia humana no es un don

150
“La idea, con sus categorías, nace de la acción... Esto significa que todo conocimiento, llamado a priori,
incluida la metafísica, surge del trabajo...”. De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p. 69.
inexplicable: nace del instinto y de la acción por intermedio del objeto creado; su punto de partida
es la industria espontánea y se desarrolla por la conciencia de sus obras.

Estas consideraciones han de extenderse a toda forma de conocimiento y a las relaciones


generales entre la actividad social y las teorías, provengan éstas de las ciencias, de la filosofía o de
la religión. De tal modo, Proudhon formula el principio general de una sociología del conocimiento:
niega que el origen de la organización social se encuentre en la religión o la filosofía y postula que
existe un nexo fundamental entre la práctica social y el conocimiento, y además que la acción es
anterior a la teoría. Todos los sistemas intelectuales tienen sus “raíces", “su razón de ser” en la
actividad colectiva151.

El postulado de la anterioridad de la acción nada aclara en cuanto al contenido de la práctica


social; sólo posee valor teórico pues su propósito es señalarnos la génesis de la inteligencia, la
evolución que dio forma a la humanidad, para demostrar lo erróneo de las teorías espiritualistas.
Pero en la práctica social no se ve que la toma de conciencia suceda siempre a la acción e inclu so,
en algunos casos, la teoría se anticipa a ésta. Más que esto, una vez descartado el espiritualismo,
importa desentrañar la naturaleza de la práctica social a fin de percibir en ella la identidad de la idea
y la acción. El intercambio económico, relación fundamental que caracteriza la índole misma de lo
social, es un claro ejemplo de tal identidad. En él, se participa en una actividad concreta que resulta
de la conjunción y sucesión de acciones recíprocas. Pero el cambio es al mismo tiempo una
ecuación, una operación que materializa la relación entre lo ideal y lo real. No es que pueda aquí
oponerse la idea a la realidad, ni que deba buscarse un nexo de sucesión entre una y otra: el
intercambio es práctica a la par que relación abstracta, realidad a la par que idea. Aquí, la idea es
idéntica al hecho; la acción es idea 152. Ciertas torpes fórmulas sugerirán que tal práctica es la
realización de la idea, como si una relación abstracta, nacida de una razón impersonal, pudiera
revestir forma material; esto no es más que una expresión figurada o errónea. Proudhon no quiere
dar a entender que el intercambio, como práctica, es puramente manifestación de las ideas; muy por
el contrario, dice que es creación del hombre, impuesta por sus necesidades y el trabajo. Rechaza la
interpretación que denomina materialista, y se propone demostrar que el acto del intercambio es tan
real como ideal, que involucra o, más bien, que es en sí mismo una relación lógica. Esto es lo que
quiere significar cuando escribe que dicha práctica puede considerarse como “una forma exterior de
la lógica”153.

Lo dicho se aplica también a toda práctica social, singularmente, a toda práctica económica.
En Sistema de las contradicciones, Proudhon estudia las contradicciones del régimen de la pro-
piedad con el objeto de probar que cada práctica económica —la división del trabajo, el
maquinismo, la competencia— corresponde a una forma lógica. Así, la división del trabajo tiene
por estructura lógica el análisis; el maquinismo, la síntesis; y la competencia, el antagonismo de
términos. Los hechos económicos realizan una equivalencia de lo real y lo lógico 154 . Según esto, las

151
“Todos los sistemas filosóficos y religiosos tienen su origen y su razón de ser en la sociedad misma".
Deuxième Memoire, p. 121, nota.
152
“El intercambio, ese acto por así decirlo completamente metafísico, completamente algebraico, es la
operación por la cual una idea toma cuerpo, forma y todas las propiedades de la materia en la economía
social: es la creación de nihilo”. Systéme des contradictions, T. II, p. 71.
153
Ibíd., T. I, pp. 168-169.
154
“…equivalencia de lo real y de lo ideal en los hechos humanos”. Ibid., p. 169.
relaciones entro la realidad y las formas lógicas son absolutamente diferentes de las postuladas por
la religión o la filosofía crítica. La lógica no es obra de un espíritu trascendente ni simple expresión
del entendimiento humano, es la obra social en sí, la forma de la práctica. De ahí que Proudhon
afirme la identidad de la razón y de la acción económica. Pero si aquí retoma formulaciones
hegelianas, no infiere de ellas la identidad de lo real y lo racional: el descubrimiento de la lógica
práctica no lo llevó a la justificación de lo real sino a la crítica de las contradicciones.

El que la práctica tenga su lógica y la lógica su práctica, no significa que automáticamente


se produzca la formulación de la idea implícita o la conciencia de la relación concretada. Preciso es,
pues, atribuir dos acepciones al vocablo idea. Cuando, en Capacidad política de las clases obreras,
Proudhon indaga si la clase laboriosa llegó en 1864 a hacer explícita la idea que le es propia, se
refiere a una teoría que equivale a la inmediata toma de conciencia de su ser como clase social.
Además, la idea obrera sería fiel traducción de la acción obrera, el descubrimiento de su ser y la
formulación del programa revolucionario. Por ende, la misma voz abarca dos significados distintos
que bueno será distinguir. Designa, en primer lugar, la relación lógica inmanente a la práctica social
o, dicho de otra manera, el hecho mismo en su esencia lógica; es según esta acepción que el
intercambio es una idea y toda práctica social lleva en sí su propio sentido. Denota, en segundo
lugar, toda forma de conocimiento elaborada por el hombre y expresable verbalmente: cuando en
1864 la clase obrera llega a formular su idea, con ella representa la ley de su acción, que así pone en
palabras y justifica racionalmente 155. En su sentido más amplio, designa toda teoría —sistema o
creencia, mito o utopía— que los hombres adoptan como forma de su acción. En su sentido
restringido, el término denota únicamente la teoría correspondiente a la práctica; tal es la idea
mutualista con la que el proletariado expresa la ley de su ser. Vale decir que, en su sentido lato, el
vocablo designará cualquier teoría, sea ella verdadera o falsa, revolucionaria o alienante; la religión
es una idea, la exacta expresión de una sociedad donde reinan la desigualdad y la opresión que esa
idea traduce a su modo.

Se plantea ahora el problema de la relación que existe entre las formas lógicas inmanentes a
la práctica y las teorías explícitas. La inadecuación entre unas y otras, entre la práctica y la
conciencia de ella, es una constante de la experiencia humana; y mientras subsistan las alienaciones
del Estado y de la religión, con los mitos que las acompañan, podemos considerar que la historia del
hombre es un continuo divorcio insuperado entre la práctica y la teoría. Sin embargo, las relaciones
pudieron haber sido infinitamente más complejas y no lo fueron, ya porque en determinado período
histórico la acción dio parcialmente forma a la teoría o un jefe político llegó a vivir y encarnar la
idea esencial de su sociedad; ya porque, a través de las alienaciones, una clase social consiguió
teorizar su idea e imponerla a las demás clases sociales, cual hizo la burguesía en vísperas de 1789;
ya porque, aun habiendo una regresión de la conciencia teórica, el devenir histórico mantiene una
continuidad. En este último caso se nos revela la posibilidad de una disociación entre acción y
teoría, de una independencia de ambos planos. Cuando en 1860, Proudhon declara que la sociedad
francesa ya no tiene teoría revolucionaria consciente y que, a pesar de ello, el movimiento
revolucionario sigue su marcha156, nos muestra que hay completa disparidad en el orden de cosas, es
decir en el encadenamiento de las prácticas económicas y la formulación explícita de la teoría. No

155
Capacité politiqué des classes ouvriéres, p. 90.
156
“Hoy ya no hay ideas…La revolución avanza, sí, y el progreso sigue su marcha; pero a impulso de las
cosas, no por iniciativa de nadie”. De la Justice, Quinto Estudio, T. II, p. 471.
es raro que sin previa toma de conciencia coherente, y a despecho de tal defección, el movimiento
social prosiga su camino, preparando las condiciones favorables para las formulaciones futuras.
Puede, incluso, producirse una revolución, como la de 1848 en sus primeras semanas, que no sea el
pronunciamiento de una idea clara y definida, sino una eclosión producida por la fuerza de las
contradicciones, por las imposibilidades sociales. Una revolución puede hacerse, pues, “sin idea”,
pero corre el grave peligro de fracasar.

El teórico de la revolución es el intermediario entre la práctica que lleva en sí su propia ley


y la formulación explícita de ésta. Participar en el acto revolucionario con la elucidación teórica, he
ahí su papel. En sus primeros escritos, Proudhon indica repetidamente que la teoría ha de ser obra
de una ciencia, la ciencia social, y hasta daría a entender que hay una absoluta separación entre la
acción social y el conocimiento científico. En Capacidad política de las clases obreras, por el
contrario, asienta dialécticamente la existencia de una relación entre la práctica obrera y la idea
revolucionaria, y recalca que aquélla lleva implícita una teoría, una ley de la acción que llega a la
conciencia obrera a través de la formulación teórica. No es que la clase trabajadora se deba cruzar
de brazos en espera de una verdad que sólo le vendrá de boca del teórico; ella la ha de descubrir por
sí misma e imponerla mediante la lucha política. Luego, no hay que sobrestimar la tarea del teórico,
que es sencillamente parte de un movimiento que la sobrepasa. Cuando los pri meros socialistas, que
no eran de origen obrero, plantearon la cuestión social, se limitaron a sem brar ideas sin iniciar ni
dirigir un verdadero movimiento obrero; fueron las clases laboriosas las que tomaron
espontáneamente estas ideas, las generalizaron y desarrollaron a su manera para convertirlas en
doctrina157. A no dudarlo, es el grupo social el auténtico creador e inspirador de su pro pia teoría,
espontaneidad que garantiza el acuerdo entre teoría y práctica. Tampoco habremos de despreciar la
obra del teórico que, en rigor, ha de considerarse como una forma de la práctica: la palabra invita a
la acción, enuncia un programa; de ahí que la formulación verbal sea esencial para el buen éxito de
la acción revolucionaria. Por eso puede decirse que ella es de por sí una acción. Si la práctica es una
idea, cabe afirmar inversamente que la palabra, la elucidación teórica, es una forma de acción158.

Será bueno llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad entre el hecho
social y la idea. Sabemos que cada actividad social, como el intercambio o la mutualidad, está
inserta en lo real según una forma lógica, que contiene en sí una relación ideal; pero es preciso
extender esta teoría de la inmanencia a la integridad de la sociedad, a su organización como lo
talidad. Una sociedad, con sus divisiones y jerarquías, es un ser colectivo, una conjunción de
práctica, a la par que una forma expresable en una idea. La sociedad constituye una totalidad
organizada conforme con una forma fundamental y simple que corresponde a una idea, a un patrón
lógico inteligible. Los patricios, los clientes, determinado régimen de la propiedad, así puede
resumirse la idea romana original, de la cual derivó todo el sistema de la república. En la idea
imperial hay otra forma: un patriciado rebajado al nivel de la plebe y los poderes reunidos en manos
de un emperador que se encuentra a su vez bajo el control de la guardia pretoriana. De esta idea, de
este molde general, surgirían las jerarquías y la centralización política. La Revolución de 1789
llevaba en sí un orden que podía expresarse íntegramente en la noción de los derechos del hombre;
por este principio se declaraba a la nación soberana, la realeza quedaba reducida a una función, la

157
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 119.
158
“Actuar es siempre pensar; decir es hacer”. Confesiones de un revolucionario, p. 193.
nobleza desaparecía y la religión quedaba librada a la conciencia de cada uno 159. De tal modo, los
grandes sistemas sociales que se han sucedido en la historia —el despotismo oriental, el patriciado
romano, la teocracia papal, el feudalismo, el constitucionalismo burgués— fueron otros tantos
sistemas coherentes y característicos, otras tantas ideas diferentes unas de las otras. Es en este
sentido que Proudhon dice que toda sociedad se forma y se transforma según una idea; no quiere
dar a entender que la sociedad resulta de una representación teórica —puesto que la idea a la cual se
refiere es simplemente la forma inteligible de la totalidad— sino indicar que la forma global
constituye la esencia de la sociedad y que ella se transforma a la par de la estructura.

Cuando pasa de la totalidad social a las partes, Proudhon aplica el mismo método de
estudio, pues si la totalidad social configura una unidad real y lógica a la vez, las relaciones
particulares que se establecen entre las partes se integran en el conjunto y conservan los caracteres
de éste. Es así que, al tratar sobre las relaciones entre los términos, el método proudhoniano hace
resaltar la importancia de los antagonismos en la sociedad propia del régimen de la propiedad, así
como en todo otro tipo de sociedad. Sistema de las contradicciones se propone demostrar que todos
los elementos de la sociedad económica se hallan en relación de antagonismo, en relación
dialéctica, y que la exacerbación de las contradicciones anuncia y torna necesario el derrumbe del
régimen de la propiedad. La teoría de que lo real es idéntico a lo ideal permite hacer más
convincente esta demostración. Proudhon busca extraer la lógica interna del sistema para mostrar
que todas sus partes son antagónicas y se integran en una totalidad contradictoria. Abandona el
método histórico e intenta dar una visión del régimen de la propiedad como sistema, describirlo “en
el orden de las ideas”160 a fin de probar que tal sistema no puede mantenerse y contiene en sí la
necesidad de su destrucción. No deja de recurrir a la historia ni de indicar cuál podría ser la
evolución del sistema, pero se sirve del estudio de la estructura lógica para arribar a la conclusión
de que todo proceso evolutivo se inserta en el sistema sin modificarlo en lo fundamental, cuando no
viene a aumentar las contradicciones y, en consecuencia, a apresurar la ruina de dicho sistema.

Por todo lo dicho se comprende por qué Proudhon atribuyó siempre tanta importancia a la
“cristalización” de la idea revolucionaria. No concebía que la lucha política se limitara a una
práctica cotidiana o a una sucesión de motines. Si es cierto que una sociedad es esencialmente un
sistema, o mejor dicho, una idea, importa ante todo saber si el movimiento social contiene los
elementos como para fundar un sistema coherente y crear una conciencia de la teoría de esa
sociedad nueva. De ningún modo designa la idea revolucionaria un simple plan destinado a dar
coherencia a la acción; representa la imagen de las relaciones sociales que quieren instaurarse, así
como dichas relaciones en su realidad. Concretar el pensamiento de la revolución o su filosofía no
consiste en formular una teoría abstracta más, sino en descubrir la forma general, la estructura que
encierra en sí el movimiento social verdaderamente creador. En sus últimos escritos, Proudhon
adscribe exclusivamente a la clase obrera la creación de la idea cuando, antes de 1848, sostenía que
ello era misión de la ciencia social. Si bien este vuelco no deja de ser significativo, no hay
contradicción, ya que es natural suponer que toca a la espontaneidad obrera, capaz de expresar la
dinámica de la sociedad real liberada de sus alienaciones, realizar en la práctica lo presentido por la
ciencia social. Al encontrarse frente a las relaciones sociales en su realidad, esta ciencia se unirá a la
acción obrera que restituye la espontaneidad a la vida social.

159
De la capacidad política de la clase obrera, p. 111.
160
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 179.
Esta teoría ideorrealista o dialéctica de lo social explica cómo una sociedad crea su teoría,
su religión, su filosofía. Contrariamente a lo que afirman los dogmas espiritualistas, cabe recordar
que no es la religión la que hace al hombre sino éste quien engendra a la religión 161 ; y decir el
hombre es decir la sociedad como totalidad lógica. Cualquiera sea la significación que tenga la
religión para el individuo aislado, el hecho es que sólo nos será dado comprender la génesis y la
forma de una religión si la consideramos como obra de la realidad social constituida. La sociedad,
por ser una suma de significado expresable en una idea fundamental, al crear una religión efectúa
una “traducción” teórica de sí, se simboliza en ella. La religión es la simbología de la sociedad, una
imagen distorsionada que se ignora a sí misma pero que constituye una expresión humana en la que
el pensador de espíritu crítico podrá descubrir los rasgos de la práctica social. En tanto y en cuanto
la religión simboliza las aspiraciones morales, representa las exigencias verdaderas del hombre; en
tanto y en cuanto simboliza la desigualdad social, representa los antagonismos sociales. Proudhon
no infiere que la teoría haya de considerarse como un epifenómeno de una práctica que la
determina; y aunque siempre recalcó la capital importancia de las relaciones económicas, cuando se
trata de la totalidad social no le interesa tanto esta relación de determinación como las relaciones de
analogía entre la teoría y el sistema social. La religión, símbolo de la sociedad, y el capitalismo son
análogos o sinónimos entre sí162. Más exactamente, la organización particular del contenido
dogmático de la religión tiene su semejante en la organización económica y política. Conforme
demostró la crítica del Estado, las relaciones políticas tienen sus raíces en las económicas, a las que
consolidan y expresan a su manera; pues bien, entre la religión y la totalidad social existe esa misma
relación de analogía y de justificación. El cristianismo presenta igual estructura que la vida política
y económica del capitalismo: a la realidad social de las jerarquías corresponderán los poderes
superiores y las jerarquías celestes; a la opresión social corresponderá el mito de la existencia de un
poder trascendente y absoluto. Afirmar esto significa, en cierta medida, reconocer algo de verdad en
la religión. Los críticos desdeñosos que sólo hacen hincapié en las ridiculeces o los crímenes de las
religiones despiertan la indignación de Proudhon porque, a su entender, toda religión es una mani-
festación espontánea de lo social y, como tal, posee un contenido de verdad, representa una imagen
deformada de la sociedad cuyo sentido puede desentrañarse mediante la intelección de las causas163.

Esta teoría sociológica de los conocimientos o, en otros términos, de las ideologías, permite
también reconocer la extraordinaria gravitación de los sistemas intelectuales en la práctica social.
Proudhon insistió mucho sobre este punto pues juzgaba muy importante la función que cumplen los
mitos, las utopías y las formulaciones explícitas, provengan de la religión, la filosofía o la
metafísica. El mito del Estado, por ejemplo, cumple un papel activo en la cohesión social a la par
que obstaculiza la acción revolucionaria; es creación espontánea del “idealismo popular”, tanto más
activo cuanto menos esclarecidos están los espíritus. El pueblo se considera como una unidad
misteriosa y quiere verse como tal porque teme todo aquello que signifique división y pluralidad;
ansia una representación de sí y la encarna en príncipes y reyes, que simbolizan la unidad mítica y
se erigen en ídolos intocables, sacrosantos. Mito ambiguo, puesto que si el pueblo quiere tenerse por
una totalidad acabada y abandonarse a un Estado, no deja de desconfiar de él; por eso recurre al de -
161
“No es la religión la que hace al hombre, ni el sistema político el que hace al patriota y al ciudadano; por el
contrario, es el hombre quien hace a la religión y el ciudadano quien hace al Estado”. De la Justice, Décimo
segundo Estudio, T. IV, pp. 492-493.
162
“El capital... tiene como sinónimo, en el orden de la religión, al catolicismo”. Confesiones de un
revolucionario, p. 282.
163
De la création de l’ordre, p. 65.
recho divino como norma rectora trascendente, cosa que a su vez confiere mayor fuerza al mito del
Estado, al otorgarle el aval de la divinidad. Esta mitología renace, bajo otra forma, en el “derecho
divino popular”164, por el cual el pueblo espera que de una asamblea de representantes, esta vez
electos, surja una soberanía también dotada de carácter sacro y casi místico. Tal mitología cumplió
un papel tan considerable como negativo durante la Revolución de 1848, cuando en lugar de buscar
la solución del problema social en una reorganización profunda de las relaciones económicas y so-
ciales, todos pusieron sus esperanzas en las medidas de gobierno. El mito del Estado conduce a los
ciudadanos a conferir a éste el máximo poder, a darle cada vez más intervención en todos los asun-
tos y a restringir la propia libertad. No se crea que el Estado tiende a aumentar su dominio y campo
de acción sólo porque ello es inherente a su naturaleza y a los antagonismos sociales que propende a
superar; esta tendencia es también resultado del engaño en que viven los ciudadanos, de la
mistificación a la que se adhieren y de la que son víctimas. Preciso es, pues, reconocer la
importancia histórica, la realidad social del mito, por cuya razón merece estudiarse su influencia so -
bre las restantes dimensiones de la práctica, a las que puede dar o quitar fuerza.

Tomemos el caso de la utopía. Ella es algo más que una ilusión cuyo error debemos poner al des-
cubierto; también es un elemento que desempeña un papel en el drama social 165 y por eso puede
decirse que los hombres son ellos mismos víctimas de las utopías que inventan 166. Tal autoengaño,
fomentado por los reformadores sociales o por el idealismo popular, sólo consigue desviar la acción
colectiva de objetivos concretos y realizables, orientar el pensamiento colectivo hacia
procedimientos directamente contrarios a los fines perseguidos. En 1848, las utopías contribuyeron
a debilitar el movimiento revolucionario y provocaron el fracaso de la empresa colectiva. Esta
experiencia nos enseña que la crítica y el rechazo de las utopías no es jurisdicción exclusiva del
intelectual: constituye una tarea social indispensable y una acción política eficaz.

Tras estas consideraciones, Proudhon vuelve a hacer hincapié en la importancia que reviste
para la revolución el que se formule y difunda la teoría que le es propia. La comprobación de la
eficacia de las religiones, las utopías y los diversos sistemas intelectuales lo conduce a pensar que la
idea revolucionaria puede dar cohesión a la práctica y ayudar a que la lucha revolucionaria llegue,
dentro de lo posible, a buen fin. Una idea colectiva es, efectivamente, un instrumento de cohesión
social; posibilita la convergencia de las acciones parciales. Cuando en Capacidad política de las
clases obreras puntualiza cuáles son las condiciones requeridas para que una clase social ingrese en
la vida política, indica que el proletariado debe tomar conciencia de sí y formular su teoría. Para
entrar en acción, se necesita afirmar una idea que sirva para orientarla. Una vez adquirida la
conciencia de sí, la clase obrera deberá “deducir” sus conclusiones prácticas de la idea formulada
explícitamente167, encontrar en su teoría la inspiración de sus actos. La clase burguesa pudo unificar
su lucha contra la nobleza y reorganizar la sociedad política en 1789, porque había enunciado ya su
idea, su programa, que se resumía en un principio, el de los derechos del hombre; una idea que le
señalaba el camino que debía seguir: la abolición de la nobleza, la libertad industrial, la supresión
de los poderes políticos del clero. Luego, la expresión coherente de la teoría revolucionaria es una
164
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 164.
165
“La utopía... expresión de partidos y sectas... desempeña un papel en el drama. Idée générale de la
Révolution, p. 155.
166
“Somos víctimas de una utopía. Mu 1848, en lugar de crear progreso hemos creado un absoluto”. A. M.
Trouessart, 31 de agosto de 1853, Correspondance, T. V, p. 227.
167
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 90.
etapa decisiva y necesaria del proceso revolucionario. Cuando se produce un movimiento social
provocado por las contradicciones sin que medie una teoría que se ajuste a las exigencias de la
situación, ese movimiento quedará sólo en protesta y se verá obligado a retroceder ante la coalición
de las fuerzas retrógradas168.

Esta última observación evidencia que la concordancia entre teoría y práctica no se da en


forma inmediata. Puede suceder que la negación práctica preceda a la clara definición de los obje-
tivos que contiene sin saberlo; y puede suceder que se formule la idea sin que ella haya llegado a
engendrar la acción que anuncia. Al enumerar las tres condiciones exigidas para que el proletariado
adquiera capacidad política, Proudhon declara que la clase trabajadora cobró conciencia de sí en
1864, que logró dar expresión a su idea pero que todavía le falta extraer de su teoría una prác tica
acorde con ella. Vale decir que, si bien decisiva, la formulación teórica no es en absoluto el único
requisito de la práctica revolucionaria: cabe esperar que provoque la acción, mas no la produce por
necesidad lógica. Muy por el contrario, la práctica puede surgir con retraso respecto de la
explicitación teórica y, en consecuencia, no guardar acuerdo con ella.

El que la teoría y la práctica puedan no ir siempre al unísono, atempera ciertos conceptos


proudhonianos acerca de la importancia social e histórica de la formulación teórica. En un momen-
to, sin detenerse en mayores consideraciones, Proudhon atribuye a la difusión de las ideas un poder
revolucionario decisivo y casi exclusivo. Cuando, por ejemplo, piensa redactar un nuevo catecismo
que explique al pueblo el verdadero sentido de los símbolos del cristianismo, imagina que el
conocimiento de esa verdad podría trastornar la vida europea en menos de diez años 169. O bien,
cuando especula en cuanto a las consecuencias de su obra, no deja de abrigar la esperanza de que
ella contribuya a la reconstitución del partido revolucionario. De considerar este aspecto del
pensamiento proudhoniano aisladamente, lucia de su contexto, se creía que la teoría y la toma
de conciencia son los factores fundamentales de la reforma social e incluso los únicos que cuentan.
Sin embargo, se trata simplemente de apreciaciones momentáneas o parciales, pues en otros textos
subraya expresamente que sería erróneo creer que el conocimiento basta de por sí para producir la
trasformación o la cohesión sociales. De ninguna manera puede una sociedad constituirse por el so -
lo consenso intelectual; ello es posible únicamente mediante una organización socioeconómica que
fije las bases de esa sociedad 170. Proudhon jamás se adhirió a la teoría del factor predominante;
aunque aceptó que la constitución política está condicionada esencialmente por la organización
económica, ésta no le parece una explicación completa y estima necesario añadir que si el Estado se
mantiene en pie es también gracias a una mitología alimentada por los ciudadanos y a una religión
homologa de ella. En sus análisis concretos, señala como factores fundamentales de la dinámica
social a las contradicciones económicas, los conflictos de clase, la alienación estatal y los
conocimientos políticos; pero esta lista no es exhaustiva, pues hay elementos tales como el desa-
rrollo científico, los prejuicios del momento o las actitudes morales de determinada clase que no de -
ben olvidarse, sino tenerse muy en cuenta según las circunstancias. Aunque esta conclusión no apa-

168
“Los cambios sociales nada son sin el movimiento intelectual”. Carta a Perennes, 16 de diciembre de 1839,
Correspondance, T. I, 166.
169
De la création de l’ordre, p. 67.
170
“Los hombres pasarán de la discordia a la armonía no sólo porque sabrán cuál es su verdadero destino sino
también gracias a las condiciones económicas, políticas y demás que hacen a la armonía dentro de la
sociedad”. Systéme des contradictions, T. II, p. 290.
rece explícitamente, los estudios históricos muestran que se dan diversas constelaciones sociales en
las que los distintos niveles de la realidad pesan más o menos según la situación histórica; en una
etapa revolucionaria puede ocurrir que la acción llegue a unificarse bajo la inspiración de una teoría
colectiva, en cuyo caso sí es la idea la creación social decisiva. Tal acaeció en los principios de la
Revolución de 1789, cuando el movimiento estuvo animado por la Voluntad consciente y aunada de
reconstituir la sociedad adoptando como única autoridad la de la razón. Mas también hay períodos
de sonambulismo, diríamos, durante los cuales el orden de las cosas priva sobre el orden de la razón
y se verifican transformaciones profundas sin ser ellas provocadas, ni aun acompañadas, por un
movimiento intelectual correspondiente171.

Vemos que el análisis no conduce a ninguna conclusión absoluta. La comprobación de esta


relatividad es empírica, y también teórica; ello se debe a la palpable diversidad de situaciones, pero
además a la índole misma de la realidad social. Proudhon admite como principio general que la
organización del trabajo determina los rasgos generales de la constitución social, mas se apresura a
añadir que el trabajo no es un orden material, que es inmediatamente práctica y teoría, obra e idea,
acto y lógica. El orden del trabajo no es un nivel de realidad capaz de producir una formulación
teórica homologa; constituye de por sí un orden que tiene su propia lógica, su sentido y, por ejem-
plo, sus contradicciones. Igualmente, la política no es una conjunción de actividades incoherentes,
posee una teoría inmanente que llega a esbozarse en forma más o menos clara y sólo aparece en to-
da su verdad para el pensador que la encara con juicio crítico. Así, la actividad social está empapa da
de sentido o, en las palabras de Proudhon, de ideas: lo social es “ideorrealista”. La teoría no in -
terviene, pues, como factor particular, aislado, en una práctica que sería esencialmente diferente de
ella: la teoría expresa al acto, pero más que eso, es inmanente a él. Se comprende, entonces, que una
transformación teórica perfectamente correspondiente a la práctica real pueda impregnar la acción,
modificar la actitud de los hombres, confundirse en un todo con la acción revolucionaría. Además,
si existe acuerdo entre la formulación teórica y la práctica espontánea, resulta imposible distinguir
lo que viene de la una o de la otra; cuando la palabra hablada o escrita es parte del pensamiento
colectivo, constituye de por sí una forma de acción. Si aceptamos la identidad entre hecho e idea,
entenderemos por qué el acto posee un patrón lógico y por qué la idea encierra la promesa de una
acción y es en sí una forma de acción.

Esta teoría de lo social, que es simultáneamente una teoría de la idea, impulsó a Proudhon a
centrar su atención en las dos teorías fundamentales que, a sus ojos, resumían las contradicciones
sociales existentes a mediados del siglo XIX: el cristianismo y el pensamiento revolucionario, la
teoría religiosa y la justicia.

2. LA RELIGIÓN

Proudhon consagraría sus estudios más exhaustivos a la sociología de las religiones, más exacta-
mente, del cristianismo. Lector asiduo de la Biblia, que nunca dejó de analizar y comentar; pro-

171
Por ejemplo, Proudhon escribe el 24 de abril de 1849: “Vivimos en una época rica en acontecimientos y
pobre en ideas”. Le Peuple, Lacroix, Mélanges, T. XVIII, p. 137.
fundo conocedor de la historia de las religiones, redactó dos importantes obras acerca de los orí -
genes del cristianismo que fueron publicadas después de su muerte172. Sin duda, la atmósfera cul-
tural de mediados del siglo XIX y la importancia que entonces tenían las discusiones sobre el te ma,
alimentaron el interés de Proudhon por el tópico, mas el motivo principal de ese interés ha de
buscarse en la significación que confería a la idea social. Si la idea es la teoría común a todos, en la
que las conciencias hallan su unidad, y es al mismo tiempo la forma general, la estructura de la
sociedad, cabe pensar que las reflexiones sobre la religión no atañerán exclusivamente al pen-
samiento de los hombres sino que incluirán a la totalidad social en sus relaciones fundamentales.
Inquirir acerca de la idea de Jehová en el Antiguo Testamento es, como indica en una página de sus
Carnets, inquirir acerca de toda la historia del pueblo judío 173, es considerar un elemento pri-
vilegiado de una sociedad a través del cual se dibujan los rasgos generales de la totalidad. Igual-
mente, cuando en La justicia Proudhon opone la Iglesia a la revolución, lo hace más para ver a
través de ellas el enfrentamiento de dos sociedades que para definir dos visiones distintas del
mundo.

La crítica de la religión parte del principio de que ésta es una creación del hombre. Anterior
a la filosofía y al conocimiento científico, la religión es el primer intento humano de “hallar la razón
de las cosas”174, de encontrar explicaciones en un momento del desarrollo humano en que el hombre
es todavía incapaz de fundar su conocimiento objetivamente. No establece fórmulas en base a la
observación, se contenta con inventar símbolos, imágenes concretas que son una especie de
materialización de la idea. La religión se expresa mediante figuras y alegorías, convierte cada hecho
natural o social en un símbolo que hace las veces de explicación. Pero, como todo sistema
intelectual, tiene su origen y su razón de ser en la sociedad misma; por eso es dable descubrir en sus
símbolos tanto las aspiraciones del individuo como las formas de la sociedad en la que ellas se han
formulado. Si bien las imágenes religiosas están ligadas a los sentimientos de debilidad e im-
potencia de la conciencia individual, la unanimidad social de la fe religiosa prueba de modo con-
vincente que la religión no es puramente obra del individuo. Tampoco ha de atribuirse la formula-
ción y mantenimiento de las religiones a una conjura de sacerdotes y reyes. La religión es creada
espontáneamente por la colectividad, que en ella representa, simboliza al mundo y a sí misma. El
mito divino no es una invención de la que se valen los sacerdotes para contener a las masas; emana
del pueblo, de la sociedad, que busca encontrar su sentido y su totalidad en una imagen que le es
análoga.

El simbolismo religioso ofrece a la conciencia crítica del mitólogo una traducción de lo


temporal, dado que el símbolo reproduce, si bien traspuestas, las formas sociales. Así, a una
sociedad marcadamente jerarquizada corresponderán imágenes religiosas en las que la autoridad
tendrá notable preponderancia175. Y la simbología de un pueblo belicoso exalta la fuerza y la
violencia: si la Biblia presenta a Dios con los rasgos de un jefe guerrero, ello se debe a que la
sociedad judía simboliza en esa imagen su propio espíritu bélico. La sociedad es originariamente

172
Jésus et Ies origines du christianisme. Césarisme et christianisme.
173
“Seguir la vida de Jehová es seguir casi toda la historia judía”. Carnets, 1853, reproducido en Ecrits sur la
religion, p. 283.
174
De la création de l’ordre, p. 46.
175
“Lo espiritual está indisolublemente ligado a lo temporal, que traduce a su manera. A la institución
religiosa corresponde la política y social; cuanto más predomine la autoridad en la primera, tanto más
predominará en la segunda”. La guerre et la paix, p. 456.
guerrera y religiosa, y los mitos representan la potencia del grupo; puede decirse que la guerra es
religiosa y la religión, guerrera. Los ritos primitivos, las inmolaciones, los sacrificios, las oraciones,
la acción de gracias, tienen su origen y su sentido en la violencia del pasado o en el temor a la
violencia. Pero es característico de la religión no conocerse a sí misma; se encierra en la repetición
de sus “ideas concretas”176, que se niega a comprender al convertir al símbolo en verdad. Las
ceremonias, los mitos, son otros tantos misterios sobre los que está prohibido indagar. La religión
presta a Dios lo que es propio del hombre. Atribuye a un poder sobrenatural, no importa cuál,
aquello que en realidad sólo pertenece al hombre o a la acción colectiva. Esto no vale sólo para el
cristianismo, se aplica a todo credo e incluso al socialismo cuando se hace de él una religión. Por
ser el conocimiento religioso una mitología formulada por el hombre y la sociedad, crea un universo
aparte y provoca una escisión de la conciencia. Puesto que Dios no es más que una “figuración de la
conciencia”177, la religión introduce un elemento de separación y le quita a la conciencia parte de sí.
Engendra una duplicidad, la “conciencia natural” o real, que si se autorreconociera en su integridad
destruiría toda forma de religión, y la “conciencia teológica”, que sólo contiene afirmaciones
figurativas178. Debido a esta división o alienación, la conciencia deja de conocerse en su verdad, se
adora a sí misma y se busca en una falsa imagen179.

Introducida en la acción social, esta alienación simboliza y consolida la subordinación.


Proudhon señala que la alienación intelectual va siempre ligada a la subordinación social; cuando la
sociedad crea un principio ideal superior a ella, una norma trascendente que le está vedado infringir,
fatalmente, dará al respeto por el principio preponderancia sobre el respeto por el hombre. La
religión despoja al ser humano de sus derechos y facultades; atribuye a Dios la justicia y la libertad
que, en realidad, no son más que atributos del hombre, con lo cual invierte, desnaturaliza las
relaciones e impone el mito. El hombre queda relegado a segundo plano: no es él quien crea el
derecho ni se le debe ante todo el reconocimiento de su dignidad humana plena. Los pontífices de la
religión sostienen que el derecho, el bien y la libertad emanan de Dios y así erigen un legislador
exterior y superior al hombre. Y subordinan a ese ser supremo al verdadero autor del derecho: el
sacerdote hace del hombre un fiel de la Iglesia, así como el hombre de Estado hará del ciudadano un
súbdito.

Al definir así la religión, Proudhon cree haber demostrado que existe una relación
fundamental entre el pensamiento religioso y sus dos consecuencias sociales, a saber el proceso de
degradación del hombre y la obstaculización del cambio social. Por otra parte, la interdependencia
entre la religión y la subordinación social no es más que un caso particular de la relación general
entre el idealismo y la desigualdad. Toda teoría que exalte un ideal apartado de la vida real provoca
una división de las fuerzas sociales. Cuando el ideal personal desplaza a la búsqueda de la justicia,
reina la fuerza en lugar de la cohesión social; cuando el idealismo político pone al príncipe no como
instrumento del derecho sino como su autor, posibilita y justifica el absolutismo que debilitará los
lazos sociales. La religión, forma particular del idealismo, reproduce el mecanismo general de és te:
por tomar un principio trascendente como fundamento del derecho, obligadamente privará al
hombre de su libertad y su dignidad. A esta característica social de la religión cabe agregar su
176
De la création de l’ordre, p. 48.
177
De la Justice, Quinto Estudio, T. II, p. 362.
178
Ibíd.
179
“...esta alienación del alma humana que, tomándose por Otro, se clama, se adora a sí misma... sin
conocerse”. Ibid., p. 351.
necesaria negación de la historia. Proudhon asocia en una relación insalvable a la mitología con la
negación de la evolución; la religión crea símbolos a los que da la categoría de verdad esotérica, con
lo cual santifica los mitos y los hace intocables; la ley que impone incluye el respeto absoluto por
una verdad intemporal. No apela a la razón, que significa análisis, enjuiciamiento, sino que recurre
a una tradición inamovible que las generaciones han de trasmitirse unas a otras. Vale decir que toda
religión es, por esencia, hostil a la discusión y a la ciencia; no por casualidad puso el cristianismo
siempre obstáculos al desarrollo de las ciencias. Por reconocer una verdad exterior a la inteligencia
humana, la religión exige la adhesión a una fe impuesta, de ahí que tema el libre razonamiento. En
términos generales, toda mitología le es inculcada al hombre como verdad inmutable. Al paso que
la ciencia va asociada al progreso y al cambio, la religión tiende de por sí a frenar todo avance. En
tanto que la ciencia busca el adelanto, la religión quiere permanecer intocada. De ahí que justifique
y apoye todo aquello que, en la sociedad, propende a la repetición y a la conservación; por ello el
gran estancamiento de toda sociedad atada a supersticiones y mitologías. El antiguo Egipto, el
Imperio de Oriente, la Edad Media, ofrecen otros tantos ejemplos de sociedades inmovilizadas por
el letargo religioso. Grecia, Roma. América y Europa moderna muestran el movimiento creador de
sociedades en las que la religión sólo cumple un papel secundario 180.

La historia del cristianismo sirve como caso ilustrativo de la teoría general de la religión
elaborada por Proudhon. Además de negar que el cristianismo tenga su origen en una voluntad
divina, sostiene que Jesús no fue su fundador. Un fenómeno tan importante como la formación y
difusión de esta fe de vocación universitaria no se puede explicar sino como producto de un proceso
anterior a la venida de Cristo y de las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales del
Imperio Romano181. De la maraña de factores que intervienen en esta creación histórica, Proudhon
entresaca tres fundamentales: el mesianismo judío, el fracaso y la reinterpretación mitológica del
mensaje de Jesús y la conciliación entre el mesianismo y el cesarismo dentro de la Roma decadente.
El mesianismo no fue originariamente un fenómeno religioso sino la aspiración social de reunir a
todos los pueblos bajo un solo gobierno, una sola ley, una sola lengua, un solo culto; en suma, la
aspiración de reconstituir en una unidad a todas las sociedades 182. Bajo esta forma general, el
mesianismo existió también en la tradición romana; pero fue sobre todo en el pueblo judío,
conmovido por sucesivas guerras de conquista y cautiverio, donde este anhelo habría de adquirir
toda su fuerza, por cuyo motivo pudo dar origen al cristianismo. La idea mesiánica data de varios
siglos antes del nacimiento de Jesús, y en las profecías atribuidas a Daniel existió revistiendo un
carácter de mito colectivo. La conquista romana habría de comunicarle una intensidad sin
precedentes, al sumir a los pueblos de Palestina y del Asia Menor en el desorden económico y el
estado de violencia. En la sociedad judía, desgarrada por las oposiciones entre grupos y castas, en la
que los fariseos acaparaban los privilegios y los escribas formaban una burocracia explotadora con
la anuencia de los sacerdotes, las masas sentían más vivamente la explotación y ansiaban un cambio
que mejorara su situación. En una sociedad como ésa, la tradición mesiánica debía renacer con
intensidad cercana al fanatismo: desesperadas por su presente, las multitudes esperaban con
exaltación un Mesías que habría de liberar su territorio, traer la paz e instaurar un poder capaz de
180
De la création de l’ordre, p. 54.
181
En pocas palabras Proudhon indica cómo conviene iniciar un estudio explicativo de los orígenes del
cristianismo: “Primero, descripción del estado moral, social, religioso, económico y político de los pueblos en
la época de Augusto y Tiberio. Resumen histórico; cuadro político, esperanza universal”. Jésus et les origines
du christianisme, p. 550.
182
Césarisme et christianisme, Marpon, 1883, T. I., pp. 5-6.
dominar a los pueblos extranjeros. Ya se percibe que aún entonces el mesianismo no estaba libre de
ambiciones políticas y que, a despecho de los conflictos momentáneos, podría hallar una fórmula
conciliadora con el cesarismo romano. Proudhon da a la persona y al mensaje de Cristo una
interpretación opuesta a la tradición cristiana. Jesús se habría ubicado exactamente en la antípoda
del mesianismo: lejos de reconocerse como el Mesías, habría querido combatir este mito
erigiéndose en defensor de una reforma social de las costumbres y las leyes. Cristo no trajo un
mensaje religioso utilizable en lo político; el suyo es un mensaje social de vocación revolucionaria.
Proudhon señala que el origen social de Jesús debía inclinarlo a compartir las aspiraciones de la
clase explotada porque no era hijo de David, como quiso hacerse creer después de su muerte, sino
de un artesano, de un “hombre de la masa” 183, miembro de una clase dominada por los propietarios
y los sacerdotes. Por otra parte, era galileo, pertenecía a un grupo social inferior despreciado por la
gente de Jerusalén y los doctores de la ley, y por tanto particularmente sensible a la opresión social.
El haber vivido las penas del oprimido debió despertar en él la conciencia de que era necesario
levantarse contra el orden social, que debía urgir al pueblo a sublevarse contra los fariseos y la casta
sacerdotal. Las enseñanzas de Jesús toman forma y significado en esa experiencia vital y en esa
situación social precisa. Intérprete del pensamiento de las masas, Cristo no incita a la revuelta
política ni se propone trastornar las creencias, elude las trampas tendidas por los teólogos y los
políticos y se concentra en la reforma moral y social, en la “renovación de las costumbres y de las
leyes”184. Usa un lenguaje religioso, dado que vive en una sociedad esencialmente pía, pero no es su
intención fundar una nueva secta. Pide la abolición del robo y de la prevaricación; ataca a la
explotación del pueblo por parte de los ricos. Hace la apología del pobre y exhorta a la caridad, vale
decir que condena el acaparamiento de las riquezas; predica la igualdad de los hombres ante Dios,
es decir que repudia la injusticia y la esclavitud y proclama la igualdad de todos los seres humanos.
Se cuida de atacar a la opresión romana por saber que sería inútil rebelarse contra ella y que un
llamado a una reforma de los usos económicos puede acarrear consecuencias mucho más profundas
que la simple oposición política. Tampoco censura directamente a los sacerdotes, pero al acometer a
los ricos hace vacilar el poder del episcopado y condena a todo el sistema sacerdotal basado en la
ley mosaico.

Vemos, pues, que las exhortaciones morales de Jesús conforman un verdadero llamado a la
revolución. Contrariamente a lo afirmado por interpretaciones ulteriores, la teología le preocupaba
muy poco. Nacido entre los pobres, reclamó la igualdad y la justicia para todos y fue, pese a quien
pese, un tribuno revolucionario y un socialista 185. No ha de sorprender, pues, que sufriera la
crucifixión. La palabra evangélica amenazaba el orden establecido y despertaba la hostilidad de las
jerarquías tradicionales. Los ricos temblaban ante la perspectiva de perder sus privilegios; los
sacerdotes veían tambalear no ya sus dogmas sino, lo que es más grave, su predominio social; y los
romanos, que no tenían por qué sentirse tan tocados, podían inquietarse ante críticas que incumbían
también al cesarismo. Pero las masas no captaron por completo el mensaje revolucionario, seguían
atadas al mito mesiánico y quedaron en parte defraudadas por aquel hombre qué se negaba a
anunciar el advenimiento de un nuevo imperio sobre la Tierra.

183
Jésus et les origines du christianisme, p. 536.
184
Ibid., p. 591.
185
Ibid., p. 540, “Jesús revolucionario”.
Por ende, el proceso evolutivo del cristianismo posterior a la muerte de Jesús es más que la
historia de un olvido: es la historia de una progresiva traición. La involución de la nueva doctrina
tiene también su, origen en las condiciones sociales, por eso debe buscarse su explicación en la
historia social de las ideas. Para seguir este proceso conviene estudiar las relaciones sociales vigen-
tes en las distintas sociedades donde se desarrolló, los sucesos políticos que acabaron con las an-
tiguas estructuras, las influencias culturales, la interacción de religión y filosofía y, por fin, la psi-
cología colectiva en su pasado y en sus transformaciones. Pese a la violencia con que atacó las re-
laciones sociales de la sociedad judía, el mensaje de Jesús no logró ponerles término y este fracaso,
simbolizado por la crucifixión, fue el punto inicial de una involución que llevaría a los cristianos a
renegar del carácter revolucionario del Evangelio. La caída de Jerusalén, la destrucción del Templo
y la dispersión de los judíos obligaron a revisar los confusos recuerdos que se conserva ban de la
vida de Jesús y de las leyendas que ya se habían tejido a su alrededor; desaparecido el Templo y
perdidas las esperanzas de reconstituir un imperio judío, era lógico afirmar, que Jesús, al que debía
erigirse en Mesías a toda costa, había anunciado el establecimiento de un imperio espiritual, no
temporal ni político. Además, el contacto con grupos no judíos, la realidad de las relaciones que se
entablaron con los gentiles, hicieron imperativo que se reconsiderara el carácter judaico de la
religión primitiva y se confiriera a la nueva una significación universal; el diálogo cultural con la
filosofía griega no dejó de favorecer la evolución hacia el concepto católico del cris tianismo. Así,
después de unos años, especialmente tras la caída de Jerusalén, la psicología y la memoria colectiva,
integraron y trasmutaron la imagen legendaria de Jesús según su propio modelo. Jesús combatió al
mesianismo y nunca aceptó que se lo considerara enviado de Dios; pero el profundo deseo colectivo
logró borrar esta parte de sus enseñanzas y convertirlo precisamente en el tan esperado Mesías.
Luchó contra las supersticiones, se negó obstinadamente a ocuparse de cuestiones teológicas, y sin
embargo se hizo de él una encarnación divina, el objeto de un nuevo refinamiento para la reflexión
de los teólogos. Peor aún, a través de múltiples debates y disensiones, la psicología colectiva llegó a
anular casi completamente el propósito fundamental del mensaje de Jesús: su intención
revolucionaria. La prédica de Jesús estaba encaminada a criticar a las instituciones, a denunciar la
injusticia y la explotación, e irónicamente, por un proceso de deificación, se convirtió a Cristo en un
ser trascendente, en un rey que justifica el orden establecido. En términos teológicos, se hizo de la
fe la virtud esencial en detrimento de las obras, siendo que el galileo, como verdadero tribuno
revolucionario, sólo se preocupó de la práctica. La falta de reconocimiento del sentido del mensaje
primitivo resulta particularmente patente en las Epístolas de San Pablo; Pedro mantenía aún cierta
fidelidad a los principios esencialmente morales, pero Pablo impuso un retorno a la teología, la fe,
la obediencia y la docilidad frente al orden social vigente. Esto posibilitó la conciliación entre el
antiguo mesianismo y el cesarismo, una conciliación que, en rigor, se venía preparando antes del
nacimiento de Cristo186.

Las últimas páginas de Cesarismo y cristianismo llegan hasta la caída del Imperio Romano
y sólo presentan una notas sucintas acerca del período feudal; de todos modos, las observaciones
expuestas en el libro muestran asaz claramente la continuidad que hubo entre el mesianismo —
afirmación más o menos mística de la reunificación de todos los pueblos en un solo culto y un solo
gobierno— y el cesarismo, organización política unitaria y despótica. A despecho de su aparente
186
De tal modo, el mensaje de Cristo sólo tuvo una influencia relativamente débil en la formación del
cristianismo; en último caso, aunque no sea totalmente exacto, “el cristianismo habría surgido sin Jesús”. La
Bible annotée, Riviére, p. 401.
oposición, el mesianismo acabó por unirse a una práctica política opresiva: contra la voluntad del
obrero de Nazaret, el cristianismo se convirtió en religión y terminó santificando una nueva
jerarquía social: el feudalismo.

Puesto que la religión renegó de su intención original, reconsiderar al cristianismo, en el


presente dentro del régimen de la propiedad, obliga a descubrir su sentido actual. Tal el objeto del
libro más extenso de Proudhon, La justicia en la Revolución y en la Iglesia, en el que nuestro pen-
sador inquiere acerca del significado del cristianismo en un momento de la historia en que se en-
frentan el proletariado y la burguesía, el trabajo y el capital, los principios revolucionarios y los
cristianos. La religión aparenta ser un sistema teórico, una teología, que se dice fundamentalmente
independiente del orden temporal; sin embargo, la crítica social demuestra que esto no es así, res -
tituye a la religión sus bases humanas y prueba que ella está profundamente ligada a la estructu ra
social. En apariencia, no hay relación ninguna entre la creencia religiosa y la propiedad privada,
entre el cristianismo y la explotación del hombre por el hombre; el espíritu religioso finge creer que
no existe conexión entre la verdad de la palabra divina y la organización social imperante. Ahora
bien, no hay idea que no tenga su origen, su realización y su práctica en la sociedad. Proudhon
presenta la tesis de que el cristianismo, tal cual se da a mediados del siglo XIX, es la “idea” de esa
sociedad desigual en la que la propiedad acapara lo esencial de las fuerzas colectivas, en la que el
productor está fatalmente condenado a la miseria y a la subordinación política. El cristianis mo
constituye la teoría general de esta sociedad históricamente perecedera, y si; lo encuentra implícito
en todos los planos, sea el económico, político, jurídico, intelectual o moral.

Proudhon puntualiza que la idea religiosa y la realidad social están ligada; por una relación
de analogía. Tras distinguir a grandes rasgos los tres niveles de la realidad lo económico, lo político
y lo religioso, establece entre estas categorías una relación fundamental de analogía que revelará su
unidad y sus nexos dialécticos 187 Hay entre las tres estructuras, aparentemente distintas cutre sí,
correlaciones analógicas por las que se descubre que la doctrina y la práctica religiosa contienen
todas las relaciones propias de la sociedad capitalista. Además, la crítica del cristianismo cumplirá
una función revolucionaria, ya que por estar la religión hecha a imagen de la sociedad, criticarla
equivaldrá a poner de manifiesto las fallas de la sociedad capitalista en su conjunto, en la plura lidad
de sus formas y contradicciones.

Las religiones atribuyen el principio de la verdad y el derecho a un ser trascendente, con lo


cual separan a los dioses de los hombres y colocan a los primeros en posición jerárquica superior.
Característicamente, establecen la desigualdad entre lo sagrado y lo profano, entre lo divino y lo hu-
mano. Y esta dicotomía de la desigualdad y el orden jerárquico se traducirá en lo político como
separación jerárquica de gobernantes y gobernados, de privilegiados y no privilegiados. Al afirmar
la trascendencia de lo sagrado, la religión no reconoce al hombre como creador de su derecho e
instaura una relación de autoridad y obediencia entre Dios y sus fieles; en términos generales, la
Iglesia opone el saber al no saber, la autoridad a la obediencia; y puesto que la verdad y el dere cho
provienen de Dios, el hombre debe acatar ciegamente esa verdad y ajustarse a ella. Tal relación
autoritaria es análoga al principio político de la subordinación del ciudadano a los poderes go -
bernantes. Así como Dios es dueño de la justicia, infalible y absoluto, el príncipe es el administra -

187
“El capital, cuyo análogo en el orden político es el gobierno, tiene como sinónimo, en el orden de la
religión, al catolicismo”. Confesiones de un revolucionario, p. 282.
dor de la justicia y el defensor de la vida social; así como el creyente acata la palabra divina y debe
obediencia a los representantes de Dios, el ciudadano acepta las decisiones de las autoridades
políticas y les debe obediencia. De este modo, la alienación religiosa conduce por analogía a la
alienación política: el fin de la vida del hombre no es él mismo sino su salvación; correlativamente,
el fin de la sociedad no es ella misma sino el poder del Estado. El engaño que divide a la conciencia
e induce al hombre a atribuir a lo divino algo que emana exclusivamente de él, escinde también al
cuerpo social y adscribe a los poderes constituidos una fuerza cuya única y verdadera fuente es el
esfuerzo colectivo. Por vías distintas y teorías divergentes, el pensamiento religioso y el político se
aúnan por definición en idéntico espíritu de despotismo.

También existe relación analógica entre el sistema religioso y el de la propiedad privada. La


Iglesia cristiana simula carecer de teoría propia en lo que respecta a la organización económica o
procura no tomar partido en el asunto; sin embargo, por su espíritu mismo, defiende los privilegios
y justifica teóricamente la explotación social. Sistematiza el principio de autoridad y establece una
desigualdad inamovible entre los elegidos para mandar y los condenados a obedecer. ¿Qué es esto
sino un patrón análogo al de las relaciones existentes entre propietarios y trabajadores? Con su
teoría del pecado original, la Iglesia afirma que los seres humanos están irremediablemente incapa -
citados para crear un orden social de igualdad y justicia, lo cual equivale a admitir que el destino del
hombre es vivir en el desorden y el dolor, sólo atenuables por la gracia divina. Consecuentemente,
la imagen cristiana de la situación humana se asemeja a la diseñada por la economía política clásica,
que nos dice que no puede existir igualdad de condiciones en la sociedad, que el hombre ha de
resignarse a soportar la pobreza porque la fatalidad así lo determina. Tanto como la gracia divina es
imprevisible y depende de un poder impenetrable, la riqueza material sólo depende de los azares del
nacimiento o del insuperable desorden de la economía. El caos es fatalmente inevitable e
incomprensible en el mundo de la religión; paralelamente, la anarquía económica es inherente al
sistema económico e igualmente ininteligible.

La magnitud de estas relaciones analógicas revela cuán profunda es la influencia ejercida


por la Iglesia en la sociedad capitalista; y si, además, pensamos que ese influjo llega a todos los
niveles de la vida social y obra directamente —de manera diríase “oculta”188— sobre la conciencia
individual, deduciremos su enorme importancia. La idea religiosa se presenta, como prototipo,
como “paradigma”189 de la sociedad en su conjunto y es, efectivamente, el signo característico de la
sociedad injusta y desigual así como una de sus causas. Proudhon considera que la religión no es
simplemente un fenómeno social secundario o una superestructura de la que no hay que decir sino
que guarda relación de analogía con las estructuras so ciales. Opina que, al servir de referencia intelec-
tual a la práctica social, la religión actúa sobre la .sociedad por intermedio de su teoría y a través del
aparato eclesiástico que se encarga de inculcarla.

La difusión de la idea religiosa trajo consigo la formación de un cuerpo social que


reproduce concretamente su teoría: la Iglesia. En ella, a la jerarquía divina corresponde la de los
rangos eclesiásticos, la autoridad absoluta tiene su equivalente en el poder autoritario de los
superiores en la escala de posiciones, y el despotismo divino halla su correlativo en la arbitrariedad
del gobierno clerical. Pese al debilitamiento de la fe en la Europa del siglo XIX, este organismo

188
La révolution sociale, p. 124.
189
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 197.
social interviene constantemente; en la política procurando imponer la suya propia y recuperar el
poder que tiende a escapársele de las manos. En virtud de su doctrina, la Iglesia se considera como
modelo, como “gobierno tipo”190 que debe absorber a todos los demás, hacerlos a su imagen. Por
creer en la preeminencia absoluta de lo divino, postula la primacía de lo espiritual sobre lo
temporal, en otras palabras su propia superioridad sobre el gobierno civil. De ahí que la política de
la Iglesia sea de suyo conservadora, favorable al mantenimiento de las jerarquías, de los poderes
centralizadores y de la opresión económica; de ahí que sea hostil al despertar y avance de la ciencia
y la razón, a las reivindicaciones igualitarias y anarquistas. Aunque haya varias iglesias, aunque
cada una siga su política, aunque existan divergencias entre el alto y el bajo clero, siempre, por
encima de estas pequeñas diferencias, triunfa el espíritu esencialmente antirrevolucionario de la
institución eclesiástica. La Reforma atacó el dogma de la autoridad, no los fundamentos teóricos y
prácticos del cristianismo, que conservó intactos, ya que sólo dio origen a otra Iglesia. A juicio de
Proudhon, la religión no puede ser partidaria de un régimen constitucional y menos aún
republicano; si devolviera a los hombres su libertad y les diera ocasión de organizar ellos mismos la
sociedad, desaparecería como religión.

Con todo, no debe tomarse a la Iglesia únicamente como un aparato social que lucha por
mantener una organización para defender sus intereses particulares. No olvidemos que esa
intención, manifiesta en la práctica, se justifica con una doctrina coherente, en la cual se funda la
Iglesia y en cuyo nombre actúa. Proudhon atribuye a la idea religiosa, como a todo idealismo, una
lógica y una necesidad específicas: es propio de las ideas místicas explícitamente formuladas y
acopladas el ahogar el pensamiento crítico en las supersticiones, esclavizar las voluntades, tender a
reglamentar los actos del hombre, absorber los intereses individua les en un interés abstracto 191. La
crítica no ha de circunscribirse, pues, al proceder circunstancial de la Iglesia; ha de ir al fondo de la
teoría en la que ésta se cimenta, a fin de preparar su caída.

La analogía entre la sociedad autoritaria y la religión prueba que ésta tiene que desaparecer
necesariamente192. Toda actividad creadora independiente, el progreso científico en especial, im-
pugna los dogmas religiosos: toda obra de la razón se opone, por su movimiento, a la docilidad de la
fe. El pensamiento racional, la libertad política, la emancipación moral, la reivindicación de los
derechos son manifestaciones humanas que escapan a la autoridad religiosa, limitan sus poderes y
se vuelven contra ella. Este eclipse progresivo anuncia el advenimiento de una sociedad que ex -
hortará al hombre a vivir sin religión. Tras seguir en una amplia visión el proceso evolutivo de la
sociedad, y pasando de la sociología a la filosofía de la historia, Proudhon concluye que la humani-
dad avanza penosamente, debatiéndose cual Prometeo contra Dios. El hombre no encuentra su
propia imagen en Dios, sino que se afirma como antagonista de éste en un movimiento progresivo y
temporal que se opone contradictoriamente a lo absoluto. Al paso que Dios simboliza el orden in-
temporal y ahistórico, las sociedades se van formando a través del tiempo y de una sucesión de
cambios. En tanto que lo divino representa el conocimiento infinito e infalible, la humanidad crea
una ciencia finita que se corrige incesantemente. La humanidad es y debe ser la antítesis de Dios.
Lejos de simbolizar la protección de la providencia, lo divino resume todo aquello de lo cual ha de
190
Ibid., p. 202.
191
De la Justice, Tercer Estudio, T. II, pp. 19-20.
192
“El hombre está destinado a vivir sin religión: infinidad de signos demuestran que la sociedad, por un
trabajo interior, tiende incesantemente a deshacerse de esa envoltura, que ahora es más inútil”. De la création
de l’ordre, p. 63.
deshacerse la sociedad que quiera ser libre: la autoridad, el fatalismo, la tiranía, la desigualdad de
clases y la miseria, en una palabra, el mal 193.

3. LA JUSTICIA

A la religión, teoría de la sociedad de la desigualdad y la alienación, Proudhon contrapone antitéti-


camente la justicia, teoría de la sociedad igualitaria y anarquista. Así como la religión es la idea y la
expresión de la desigualdad, la justicia sería la idea y la expresión de la igualdad. El vocablo justicia
no resulta del todo claro, sobre todo en la gran obra La justicia en la Revolución y en la Iglesia,
donde encontramos ciertos modos de decir que se prestan a confusión, que parecen reducir la
justicia a una representación intelectual y fundar la organización social en una noción abstracta. Sin
embargo, esto no es lo que Proudhon quiere dar a entender. Fiel a su teoría, a la que llama
“ideorrealista”, con esta nueva idea denota una relación concreta, un nuevo tipo de nexo social que
sería el fundamento de la sociedad no alienada. La justicia es, ante todo, una modalidad particular
de la relación socioeconómica, una forma de solidaridad entre dos partes o dos grupos. Se sabe,
empero, que la realidad de una relación social, sea de antagonismo o de reciprocidad, es de orden
dialéctico y corresponde idénticamente a una forma lógica; por tanto, tal relación puede expresarse
en una idea y la práctica, motivar una expresión, una representación. En este sentido, la justicia no
es sencillamente práctica, se reproduce en un ideal y no se excluye que tal representación preceda a
la acción. Entonces, habría probabilidad de una separación entre la teoría y la práctica. El pensador
revolucionario se encargará de delinear las características de la sociedad del futuro, de definir en lo
posible a la justicia, es decir las relaciones justas, aun cuando el pasado no le ofrezca ningún
ejemplo de sociedad justa. Pero, como recalca Proudhon, si la justicia puede ser objeto de una
representación teórica, ello se debe precisamente a que es ante todo una realidad, una práctica cuya
idea es sólo su expresión194.
La relación social de justicia es primordialmente una relación económica de
igualdad y reciprocidad aceptada voluntaria y libremente por las partes actuantes. El
concepto de justicia sintetiza las críticas proudhonianas contra el régimen de la propiedad:
en tanto que la propiedad privada crea de suyo una relación de desigualdad y de
apropiación entre los trabajadores y el capitalista, la relación justa instituye un cambio
equitativo entre los productores y entre las empresas obreras. Lo que en el régimen de la
propiedad es antagonismo y contradicción, en la economía anarquista pasa a ser equilibrio,
encadenamiento de transacciones recíprocas. La oposición entre riqueza y miseria es
reemplazada por la multiplicidad de equilibrios en renovación y transformación incesantes:
equilibrio de la oferta y la demanda, del comercio, el crédito y la población. La economía
social se basa en un amplio sistema de equilibrios o, mejor dicho, de igualdades 195. En la
economía anarquista, tal relación económica se traduce inmediatamente en una relación
social de igualdad. Al paso que el régimen de la propiedad impone la subordinación del
193
“...Dios es tiranía y misterio; Dios es el mal”. Sistema de las contradicciones, T I; p. 384.
194
“Es por eso que hemos dicho y repetido tantas veces que la justicia no es para nosotros solamente una idea,
que ella es también una realidad; que puede convertirse en idea únicamente a condición de ser primero una
realidad”. De la Justice, Séptimo Estudio, T. III, p. 300.
195
Ibid., Tercer Estudio, T. II p. 93.
trabajo al capital, la reciprocidad anarquista se efectúa mediante la libre concertación de
contratos entre compañías obreras y entre productores iguales ante la sociedad. El
equilibrio de las transacciones no sometidas a la coacción de un poder despótico y de una
autoridad capitalista, trae aparejada una reconstitución de las relaciones sociales sobre la
base de la reciprocidad de las partes actuantes. El término justicia quiere designar este todo
socioeconómico y sus relaciones generales, es decir la relación social igualitaria mantenida
espontáneamente, sin que medie ninguna coerción alienante.
Por ser esta realidad social, esta práctica concretada, por ejemplo, en las
asociaciones obreras mutuales, la justicia es también una representación, una idea que
formulada en el plano de lo teórico, nos da una visión de conjunto de la sociedad y una
filosofía práctica. Ello nos permite indagar cuáles han de ser los medios adecuados para
realizar esa justicia y cómo podremos, mediante la educación o la vida política, preservar la
igualdad de las relaciones sociales y de las personas. Fiel a su tesis de la inmanencia de lo
individual y de lo colectivo, Proudhon aclara que la justicia es también una actitud afectiva
propia de cada individuo, un sentimiento y una reivindicación de la persona que ella misma
está obligada a respetar. Claro que la justicia no tiene por único origen esta reivindicación
del yo, dado que existe y se realiza exclusivamente en la relación social y supone el
enfrentamiento de las personas. Así como la moral, en su forma acabada, es dada al
individuo por la comunidad social, la justicia en su plenitud sobrepasa al individuo. Sin
embargo, cada ser se siente absoluto, tiene un sentimiento inmediato de su propia dignidad,
y este sentimiento íntimo es una de las fuentes de la justicia y, en rigor, una facultad
inmanente a la conciencia. No es que la justicia se reduzca puramente a una exigencia del
individuo, pero es indudable que la experiencia despierta en el hombre un profundo sentido
de dignidad amén de la voluntad de mantenerse libre de toda opresión. Resulta, pues, que si
bien la justicia sólo se realiza en la práctica social, tiene sus raíces en la exigencia in-
dividual, en la reivindicación del derecho, que crea las condiciones aptas para el logro de la
armonía entre el individuo y el esfuerzo colectivo.
Por dar a la idea de justicia un significado tan amplio y sintético, Proudhon puede
llegar a la conclusión de que dicha idea constituye el eje, el pivot de una sociedad dueña de
sí, de que es la forma fundamental que moldea todas las relaciones sociales y las expresa en
su totalidad. Si la sociedad constituida se organiza según un principio, según una relación
esencial que se repite variadamente en todas las partes del cuerpo social, entonces el prin-
cipio de igualdad y de reciprocidad estará presente en cada nivel de la sociedad anarquista.
La justicia encuentra su realización y su fundamento en la reivindicación de la persona, en
los intercambios entre individuos, en las relaciones de producción y en la interconexión de
los grupos. En el individuo, no es solamente una representación ni aun un sentimiento, es
una exigencia práctica y una facultad imperiosa, motor que impulsa a la acción y al es-
fuerzo. En las relaciones económicas, la justicia nada tiene de representación intelectual
porque es la forma misma de la práctica o, en otras palabras, la práctica propiamente dicha:
la justicia es inmanente a la acción, mejor dicho es la acción en su realidad. En este sentido,
cabe decir que la justicia es una verdadera fuerza económica. Al dar libre curso a todas las
posibilidades materiales e intelectuales que permanecen alienadas dentro del régimen de la
propiedad, las relaciones de equilibrio producen una vitalidad, una fuerza social que supera
en mucho a la que se da en este tipo de sistemas. En su conjunto, las relaciones justas y
equilibradas engendran una potencia de magnitud superior a la que encontramos en la
sociedad basada en la desigualdad: la historia de las guerras y de las conquistas revela que
los pueblos que vencen e imponen su dominio son aquellos fundados, si no en la justicia, al
menos en relaciones más fecundas y mejor definidas, es decir las que más se acercan a las
delaciones de “derecho” en el sentido lato de la palabra.
La justicia, principio y teoría de la sociedad anarquista, se opone término a término
a la religión, principio y teoría de la sociedad dividida en jerarquías. Todas las religiones
afirman que el principio social tiene su realidad y su origen fuera de la vida social, con lo
cual someten al hombre a un principio trascendente. El anarquismo toma la práctica social
como fuente del derecho, se apoya exclusivamente en la espontaneidad colectiva, en tanto
que la religión lo hace en el poder; y rechaza toda autoridad trascendente. La religión le
quita al hombre lo que es del hombre, y con ello afirma la desigualdad de las personas y las
obliga a vivir en sujeción; la teoría revolucionaria reconoce a los hombres como seres
iguales, dueños y autores de sus derechos. Con su teoría de la prevaricación original y de la
gracia divina, la religión acepta la desigualdad material como resultado inevitable de la caí-
da del hombre, al paso que la revolución exige que se organice la economía de manera tal
que reinen la igualdad y la reciprocidad, que éstas no sean ya un simple precepto moral sino
una realidad económica. Con su teoría de la trascendencia, la religión postula el valor y la
necesidad del gobierno para imponer disciplina en una sociedad fundamentalmente
desordenada: por el contrario, la idea revolucionaria propugna la organización espontánea
del trabajo y de la sociedad económica, lo cual significa eliminar el poder y basar la
cohesión social en la acción recíproca de las fuerzas económicas. En su gran obra La
justicia, Proudhon elabora esta comparación antitética entre la Iglesia y la Revolución en
todos los niveles de la realidad individual y social, a saber los bienes materiales, el Estado,
la educación, el trabajo, las ideas, la conciencia, el progreso, el matrimonio y la moral. En
cada uno de estos dominios descubre y establece una contradicción radical entre la sociedad
fundada en el principio de la trascendencia y la sociedad anarquista basada en la
inmanencia de la justicia. Esta contradicción no tiene solamente un significado histórico
por señalar el paso de la acción jerarquizada a la anarquista: si bien la justicia advendrá un
día por discontinuidad histórica, Proudhon no niega que los tipos anteriores de sociedad
crearon, en su momento y en cierta medida, relaciones justas. Más exactamente, según
define en La guerra y la paz, esas sociedades llegaron a instaurar distintos derechos
sociales que eran consecuencia de la acción y de las luchas colectivas, derechos que son
cual fragmentos aislados de una teoría de la igualdad. En este sentido, la justicia es
histórica a la par que ahistórica: histórica en sus formas particulares, pero eterna en su
principio general.
La antítesis entre la religión y la idea revolucionaria tiene valor de método sobre todo
porque recalca el carácter radical de la crítica anarquista y advierte que no es posible construir una
sociedad justa sin eliminar previamente por completo la desigualdad y el despotismo. Es
fundamentalísimo comprender a fondo, hasta sus últimas consecuencias, ese concepto de
inmanencia que Proudhon aplica a los diferentes problemas: implica que nada existe fuera de la
práctica individual y colectiva, es decir que no debe reconocerse ningún poder, ninguna autoridad
absoluta, y que si algún límite se impone a la acción ello ha de ser por consentimiento y decisión
libre y directa de los productores. Luego, aun cuando se concentre más en las definiciones y
explicaciones que en el desarrollo de los aspectos prácticos de la cuestión, la teoría de la justicia
ofrece una clara idea del sentido de las exigencias de la anarquía positiva.
Resta determinar por qué proceso social puede la justicia llegar a la conciencia y cómo se
constituye espontáneamente al agruparse los individuos. Proudhon subraya una y otra vez que el ser
colectivo, además de realidad y acción, es conciencia y voluntad; señala, por otra parte, que la
justicia como práctica y como teoría no tiene origen suficiente en el individuo. Este, considerado
aisladamente, tiende siempre a afirmarse como ente absoluto; el hombre busca someter a su imperio
todo lo que le circunda, cosas y personas, verdades y sentimientos 196. Es ley de la individualidad y,
por ende, de la razón individual, el ubicarse como centro absoluto, el no aceptar ninguna resistencia
y erigirse en norma exclusiva. De tal suerte, existe analogía entre la razón individual, que se
constituye en eje y principio del universo, y las teorías del absolutismo, que dan a un principio
dominante el valor de poder social. Así como el individuo pretende ejercer un señorío total, el
gobierno absoluto quiere imperar sobre la sociedad entera y constituir la razón de Estado en razón
social. En efecto, en las sociedades opresivas, la llamada razón pública se apoya sólo en la identidad
de egoísmo; no es producto de la conjunción de los intereses de todos sino la suma de razones
particulares, de las que no difiere ni en su fondo ni en su forma. En una sociedad de esta índole, los
dirigentes y los privilegiados yuxtaponen su voluntad de dominio, y convierten su razón personal en
regla general, imponiendo a la sociedad el absolutismo de sus intereses. Gracias a esto, el capital
gobierna a la sociedad económica a su arbitrio, el Estado se planta como ente absoluto sobre el cual
los ciudadanos no tienen ningún poder, la justicia no es un derecho sino un mandamiento o deber
emanado directamente de lo divino. En este tipo de sistemas, la razón pública es una forma de la
razón individual, cuyas tendencias dominadoras prolonga. Igual sucede cuando un grupo se
considera como una unidad acabada y actúa como individualidad. Así, cuando en una elección la
colectividad vota en forma unánime, “como un solo hombre” según la acertada expresión popular,
sustituye el debate que permitiría llegar a una formulación de la razón colectiva con un sentimiento
particular que se ha hecho artificialmente común a todos197 . Del mismo modo, cuando un pueblo
está poseído de prejuicios nacionales o de odio contra otros, no reconoce su diversidad y se inclina a
tomarse como individuo, no admite su realidad colectiva y prefiere aceptar la ficción de
considerarse un organismo unitario. Tal sentimiento colectivo no traduce de ninguna manera la
razón del grupo, no es más que el sentimiento individual multiplicado por la cantidad de personas
que lo comparten.
Evidentemente, la razón colectiva es en esencia distinta de la individual. Al paso
que ésta se impone sin controversia o se expande por repetición, aquella surge únicamente
de la oposición de opiniones e intereses. La razón colectiva sólo comienza a esbozarse
cuando se contraponen los juicios antagónicos, cuando hay discusión abierta entre las
distintas voluntades y opiniones. Esta confrontación trae como consecuencia inmediata la
196
Ibid., Séptimo Estudio, T, III, p, 250.
197
Ibid., p. 270.
eliminación del absolutismo de la razón individual: ante su semejante, absoluto como él, el
hombre debe renunciar a sus deseos de dominio, a sus exigencias sin límites.
Necesariamente, se pone coto a las pretensiones de cada uno porque “un absoluto destruye
al otro”198 y de la razón de cada uno subsiste aquella parte que concierne a los intereses
comunes sobre los que gira el debate. Cuando se enfrentan dos grupos divergentes, la
discusión impide que el uno prive sobre el otro o, dicho de otra manera, frustra el
absolutismo. El mutuo contrapeso logra que el hombre y el grupo hagan a un lado su razón
particular y posibilita la elaboración de una razón colectiva conforme con la pluralidad de
fuerzas y la realidad social.
En consecuencia, la conjunción de los juicios personales no da por resultado una
coalición sino que engendra ideas que, al tiempo que desechan las pretensiones
individuales, son en esencia su síntesis, una síntesis distinta de sus componentes. La razón
colectiva es cuantitativamente superior a la individual como fuerza, dada su amplitud; mas
también es cualitativamente diferente de ella. La eliminación del absolutismo propio de la
razón individual muestra asaz convincentemente que la razón colectiva no es la
prolongación de la individual sino su transformación en una totalidad básicamente disímil.
La razón colectiva se constituye por obra de un movimiento análogo al que genera a la fuer-
za colectiva; ésta es la resultante de las fuerzas individuales, y la razón común es la
resultante de las opiniones individuales. En ambos casos, el producto final difiere
cualitativamente de los elementos que lo componen: así como la concurrencia de fuerza da
nacimiento a otra que no es igual a la suma de las fuerzas actuantes, el choque de volun-
tades genera una razón superior a las individualidades y susceptible de oponerse a ellas.
Existe, luego, una discontinuidad entre las pretensiones ilimitadas del individuo y la
voluntad general, un conflicto circunstancial entre el individuo y el veredicto colectivo.
Mas Proudhon recuerda que el hecho de que la razón individual sea fundamentalmente
distinta de la colectiva no implica condenación ni subordinación de la individualidad. Muy
por el contrario, la razón colectiva sólo puede formularse a través de la libre expresión de
las diferencias. Cada hombre ha de ser siempre él mismo, la personalidad individual ha de
afirmarse y desarrollarse en toda su originalidad y cada uno ha de defender sus intereses. La
razón común sólo puede surgir del enfrentamiento de individualidades, jamás de un
individuo aislado. Por otra parte, si cada hombre reclama para sí un poder ilimitado, exige
también que lo respeten en su dignidad; pero tal respeto es precisamente fruto de la
reciprocidad, de la mutua buena voluntad. De tal suerte, la superioridad de la razón
colectiva limita al individuo a la par que reconoce su dignidad. En tanto que la razón
individual da origen al despotismo y, por consecuencia, a las jerarquías, la razón colectiva
es de suyo reacia a toda subordinación, por eso sólo crea relaciones, equilibrios,
“ecuaciones” entre las partes y, por definición, no puede introducir un factor absolutista que
produzca jerarquías. La razón colectiva interconecta todas las opiniones y las fuerzas,
dejando que se opongan entre sí, que se mantengan igualmente activas y se afirmen
libremente. Luego, la razón colectiva no implica una negación de la individualidad; por el
198
Ibid., p. 250.
contrario, permite su afirmación aunque nace de una pugna en la que cada razón renuncia a
su absolutismo por respeto a otra que es superior a ella.
El movimiento por el cual se constituye la razón colectiva es índice suficiente de
que su contenido no puede ser otro que la idea de justicia y de que tiende a instaurar, contra
toda tiranía, una sociedad igualitaria. Mientras que la razón individual se inclina a justificar
los regímenes opresivos del capital, el Estado y la religión, la razón colectiva, por sólo
establecer las relaciones, expresa y justifica el equilibrio, la oposición no antagónica entre
los términos. Así, en política, la razón colectiva se contrapone al poder discrecional y convalida a
la anarquía; y en economía, expresa y fundamenta la teoría del equilibrio entre los grupos
productores. Todo aquello que en el pasado propendió a la pluralidad de equilibrios y de libertades
—la tolerancia, el reconocimiento de los derechos sociales, la mutualidad— procedió de la razón
colectiva; todo lo que dio base a la autoridad, el poder del Estado y la religión, provino de la razón
absoluta.

Sería caer en el mismo error que el absolutismo el reconocerle a la razón colectiva una rea-
lidad trascendente respecto al grupo que la engendra. Así como la fuerza colectiva no es una
realidad material distinta sino la acción misma del grupo trabajador, la razón colectiva es el grupo
en sí, la compañía industrial, la academia, la asamblea; en suma, cualquier conjunto de hombres en
el que todos debaten y buscan su derecho mancomunadamente. Dondequiera se produzca la libre
confrontación de opiniones, emergerá una forma de razón colectiva. Por otra parte, ésta jamás
generará una doctrina que quiera imponerse dogmáticamente a la totalidad. Las religiones
pretendían poseer el saber absoluto y por eso se erigían en dogma indiscutible; la razón colectiva se
propone enunciar relaciones variables entre términos en evolución, por cuyo motivo sólo puede
ratificar lo cambiante y rechazar la sistematización.
La negación de lo sistemático conduce a una doble conclusión que coincide con las tesis de
la anarquía positiva. El repudio de todas las invenciones de las filosofías de la trascendencia, como
la revelación, la autoridad, la disciplina y las jerarquías, involucra no admitir, como vocero de la
razón pública, a un cuerpo de sacerdotes, a un organismo social separado de la colectividad de los
ciudadanos. El reconocer cine la razón colectiva es únicamente la resultante de todas las razones o
ideas particulares contrapesadas en la crítica recíproca, significa postular que ninguna asamblea
puede tener el privilegio de expresar la razón social porque ella se expresará adecuadamente sólo a
través de las opiniones de todos los ciudadanos, siempre y cuando éstas no se aparten de los
verdaderos intereses de la totalidad. La teoría de la razón colectiva no acepta que un cuerpo
privilegiado o un Estado absoluto acaparen el pensamiento social. Además, por su índole, la razón
colectiva no puede producir un sistema intelectual o social definitivo199. Expresa relaciones
cambiantes entre términos iguales, por tanto no está en ella formular un sistema ordenado,
jerarquizado e inamovible, como la razón absolutista. Para la razón social, nada es absoluto e
intangible; no hay primacía ni verdad absoluta, sino solamente relaciones sociales y económicas en
transformación. Toda cosa establecida, toda constitución social puede ser recusada y objeto de
crítica. La razón colectiva exhorta a considerar toda creación humana como transitoria y a tener por
inmutable únicamente a la igualdad o, mejor dicho, a la justicia.

199
“La razón colectiva se reduce, mediante la eliminación de lo absoluto, a una serie de soluciones y
ecuaciones como las del álgebra, lo que equivale a decir que, para la sociedad, no puede haber ningún sistema
fijo”. Ibíd., p. 265.
CAPITULO VI

TEORÍA Y PRÁCTICA DE LA REVOLUCIÓN

El estudio no polémico de la sociología proudhoniana nos permite examinar la relación que hay en-
tre esta teoría de vocación explícitamente revolucionaria y la de Marx. La tradición del marxismo
ortodoxo persiste en considerar a Proudhon como teórico de la pequeña burguesía y, como tal,
incapaz de formular una verdadera teoría de la revolución. A su juicio, el antiestatismo
proudhoniano sería simplemente la expresión de una clase amenazada por el desarrollo industrial, y
su anarquismo, una nueva versión del socialismo utópico. Mas nosotros nos preguntamos si Marx
no habrá dirigido críticas tan vigorosas contra Proudhon por estar ambos tan próximos en sus
preocupaciones ideológicas, por pertenecer a un mismo movimiento intelectual en el que las
diferencias eran tanto más sensibles cuanto menores eran.
Dentro de la amplia gama de teorías sociales del siglo XIX, las de Proudhon y Marx dirigen
sus embates en un mismo sentido. En primer término, rechazan los postulados individualistas de la
economía política que llevan a aislar al régimen de la producción de la totalidad social y a negar que
exista una correlación entre la economía y el orden social. Ya en 1840, veinte años antes de la
publicación de El Capital, la crítica proudhoniana de la propiedad busca demostrar que la estructura
del sistema de la propiedad privada es paralela al régimen de explotación del proletariado y crea un
antagonismo insuperable entre el capital y el trabajo. Para enfocar adecuadamente la economía será
preciso, pues, valerse de una nueva ciencia que no se limite a lo económico, que abarque a la
totalidad social; es lo que Proudhon llama ciencia social y lo que Marx designa como ciencia de la
historia en La ideología alemana. Ni el organicismo tradicionalista ni el positivismo contienen los
elementos necesarios para dar un panorama exacto de la evolución social como totalidad histórica y
práctica. Proudhon ataca furiosamente a la sociología tradicional que, según él, confunde
organización social con organismo biológico. Ver lo social a imagen de lo orgánico es otorgarle a
las sociedades una estabilidad de la que carecen por su índole misma. La sociedad no es un ente
natural que se repite siempre de manera idéntica, ni posee una estructura intemporal científicamente
determinable: es el resultado de la acción solidaria de los hombres, una acción que está en constante
cambio y renovación Marx y Proudhon utilizan el mito de Prometeo para simbolizar ese laborioso
camino hacia la liberación que es la historia del hombre, que se hace en el trabajo y vive en pugna
con el destino. Según expresa el antiteísmo proudhoniano, la humanidad no está gobernada por la
providencia ni recorre una y otra vez resignadamente los caminos fijos que le señala la fatalidad;
no, el hombre lucha incesantemente por superar escollos de su propia naturaleza y los del mundo
circundante en un esfuerzo por hacer surgir de su acción y con su trabajo nuevas formas de vida.
Proudhon y Marx se muestran hostiles a la sociología positivista por iguales razones; no critican el
propósito de constituir una ciencia social, que coincide con sus propios objetivos, sen cillamente
sospechan que la preocupación por lo positivo involucra un desconocimiento de la práctica social y
de la posibilidad que tiene el hombre de modificar radicalmente las condiciones de existencia.
Proudhon se subleva contra las conclusiones autoritarias de Augusto Comte, a quien acusa de haber
trasferido a un nuevo poder espiritual lo que los tradicionalistas acordaban al poder monárquico
absoluto.
Toca entonces a los pensadores revolucionarios crear una nueva ciencia que sea a la vez
conocimiento de la totalidad social y de sus movimientos, que sea de por sí una crítica de la
sociedad capitalista y, tanto por su espíritu como por sus conclusiones, una ciencia revolucionaria.
A la violencia de los primeros escritos de Proudhon contra la propiedad, corresponde la violencia
corrosiva de El Capital. Uno y otro evidencian su intención de no separar lo explicativo de lo
acusatorio; y aunque, sin duda, la crítica es en general más moralizante en Proudhon, toda la obra de
Marx encierra una protesta indignada contra la desnaturalización que sufre el hombre a causa del
régimen capitalista, una protesta que no por poco declamatoria deja de ser virulenta. Los dos aúnan
la descripción de la práctica social con la crítica revolucionaria en base a una percepción dialéctica
de la realidad social, a la trasformación de la dialéctica abstracta en dialéctica de lo concreto. El
hecho de que no concordaran en sus interpretaciones no significa que haya existido una divergencia
fundamental entre ambos. Los guía el mismo propósito. Tanto el autor de Sistema de las
contradicciones como el de El Capital desean demostrar que la dialéctica no es simplemente un
método intelectual, sino que el movimiento social es dialéctico en sí, vale decir que se halla en
constante devenir por obra de las contradicciones. El concepto de contradicción revela los
profundos conflictos que desgarran al cuerpo social al mismo tiempo que sirve como instrumento
para llegar al conocimiento de la totalidad. Según sugiere el título de la obra proudhoniana, el estu-
dio de las contradicciones no sólo sacará a luz las distintas oposiciones que separan, por ejemplo, al
capital del trabajo, al propietario del productor, sino que, además, conducirá al conocimiento del
sistema como totalidad; de igual modo, en Marx el estudio de las contradicciones desembocará en el
conocimiento del régimen capitalista de producción como proceso total. Asimismo, la comprensión
del carácter dialéctico de lo real social permitirá comprobar que los hombres o las clases sociales,
que actúan en una sociedad que se les impone y los clasifica, obran incesantemente sobre sí mismos
y sobre las condiciones en las que están obligados a vivir. Más exactamente, la pluralidad de las
dialécticas y su diversidad precisarán cuáles son los modos de acción de que dispone el hombre y
cuáles le son accesibles; porque, contra el positivismo sociológico, no se trata solamente de dejar
sentado que el ser humano es a la vez sujeto cognoscente y sujeto actuante, sino de fijar qué acción
y, en particular, qué práctica revolucionaria puede y debe desarrollar una clase social en un
momento dado de su historia. El estudio dialéctico es el estudio de un supuesto social y de una
práctica social destinado a la elucidación de lo posible y de la práctica política.
A esta conexión epistemológica habrá que añadir la comunidad de conceptos en cuanto al
papel social de la teoría. En 1838, Proudhon manifiesta su intención de arribar a un conocimiento
crítico conducente a una definición política y que sea arma de defensa y ataque para las clases
obreras; cuando, en 1843, Marx abandona su posición liberal para tomar el partido del proletariado,
lo hace en términos similares, expresando el propósito de ayudar a los obreros a tomar conciencia
del estado de explotación en que viven. No los guiaba la idea de que la ciencia es meramente un
instrumento de lucha, forjado arbitrariamente para tal fin, sino la convicción de que el verdadero
saber social es indispensable para la liberación del proletariado, ya que las contradicciones
económicas tienden a preparar el terreno para una revolución cuyo agente y principal beneficiario
sería la clase obrera. El conocimiento social vendría a ser una clara definición de algo que es propio
del proletariado que éste no sabe ver; de modo que tal definición sería parte orgánica de la toma de
conciencia por parte de los obreros y, consecuentemente, de la práctica revolucionaria. Proudhon y
Marx no se consideran puramente pensadores revolucionarios, también quieren ser voceros y, en
buena medida, guías de las clases populares revolucionarias.
Tal identidad de propósitos explica por qué Marx se manifestó entusiasmado por la obra
escrita por Proudhon hasta 1844, un entusiasmo que se esfumó a partir de 1846. Si Proudhon
disgustó a Marx por tergiversar el socialismo científico, no se comprende como éste pudo llegar a
tenerlo por maestro del pensamiento, a no ser que antes de 1840 todavía no fuera el que conocemos.
Indudablemente, hay una distancia entre el Marx de la juventud y el de la madurez, pero ello no
cuenta, porque en 1844 ya estaban perfectamente formulados los lemas generales de los que se
ocuparon ambos autores: la crítica de la economía política y de las contradicciones capitalistas, la
teoría de las alienaciones y la de la emancipación del proletariado, que habrían de ser desarrolladas
posteriormente. Marx entabla arrebatada polémica cuando se da cuenta de que se ha producido la
divergencia. En los primeros escritos de Proudhon descubre una serie de tópicos que se promete
elaborar luego, a saber la contradicción social como producto de la explotación del trabajo, el
asomo de un movimiento proletario y la virulencia que trasforma al análisis económico en
llamamiento revolucionario. Y he aquí que, en 1846, Proudhon toma un camino distinto del
esperado, sus proposiciones irritan a Marx tanto como el hecho de que ellas versen precisamente so-
bre el mismo tema que él pensaba tratar y para lo cual había comenzado a reunir el material necesa -
rio. Según observó Proudhon tras leer Miseria de la filosofía, era lógico que Marx se sintiera
molesto al ver que se le habían adelantado.
No debemos dejarnos engañar por la acritud de la controversia. No sólo existen puntos en
común en cuanto a métodos e intenciones, también hay similitudes en las conclusiones que del
análisis del capitalismo extraen Proudhon y Marx. Uno y otro afirman que el nudo de las
contradicciones sociales y la dinámica fundamental del deber social han de buscarse en el sistema
económico, el régimen de la propiedad o el capitalismo burgués, en las expresiones de Proudhon.
Uno y otro llegan a la conclusión general de que las múltiples contradicciones crean una relación de
conflicto y explotación entre el capital y el trabajo. Ni uno ni otro quedan en la simple protesta
contra la desigualdad de la distribución de las riquezas, como tantos hacen.
Su propósito es analizar el mecanismo del régimen capitalista para probar que dentro de
este sistema la apropiación de lo ajeno es un hecho inevitable: al capitalismo no le basta acaparar
los instrumentos de trabajo y subalternizar a los trabajadores; por una necesidad científicamente
analizable, para mantenerse debe apoderarse incesantemente de la producción, lo cual condena
fatalmente al proletario a la condición de asalariado. El Capital retoma este propósito general y,
más exactamente, la teoría proudhoniana de la apropiación del trabajo, ya que la teoría de la
plusvalía es en rigor un comentario ampliatorio sobre los conceptos de Proudhon acerca del
capitalismo como robo. Los dos pensadores parten del principio, bien evidente para Proudhon, de
que el trabajo es lo único que crea el valor. Los dos plantean el problema del lucro y de las
ganancias arbitrarias en términos idénticos: admitido que el capital no puede de por sí crear el valor,
que se trata de una ficción ya denunciada por los economistas, ¿cómo se explica que obtengan
intereses y se acumulen ganancias? Es en el proceso laboral, en el aporte de la fuerza de los tra -
bajadores a la producción donde ha de buscarse la clave de ese misterio del capitalismo que es el
lucro. Dado que el trabajo es lo único que produce, los beneficiarios tienen que ser parte de él, cosa
que ocultan las apariencias del sistema capitalista. El crítico ha de concentrar toda su atención en un
punto: demostrar que el incremento del valor —base del acaparamiento— se origina en el acto
mismo de la producción. Si se puede probar que la apropiación no es simplemente causada por el
modo de repartición de las utilidades, que admitiría ser corregido, sino por la actividad productora
en sí, se habrá demostrado a un tiempo que el régimen capitalista es de suyo y de necesidad un
sistema de explotación y que para terminar con esa explotación es preciso destruir el sistema
capitalista de producción que la provoca. Vimos que Proudhon concreta el problema en términos
socioeconómicos en el concepto de fuerza colectiva. Según éste, el trabajo individual es en rigor
una apariencia que convalida al sistema jurídico capitalista; en verdad, el trabajo es fruto de
esfuerzos mancomunados y engendra una fuerza colectiva que nadie ve porque se acepta sin más
que el trabajo es obra individual: Marx dirá más exactamente que el trabajador aporta un tiempo de
labor, del cual una parte corresponde al salario y la otra posibilita la formación de la plusvalía; este
punto de vista permite un análisis más riguroso de los conflictos entre patrones y obreros, y hace
más palpable la realidad de la explotación en el nivel básico de la actividad productora. La
diferencia no es de fondo dado que, desde distinta mira los dos apuntan a lo mismo: probar que la
plusvalía es resultado del acaparamiento, del robo directo de la fuerza laboral. Así, Proudhon dice
que el capital puede lucrar porque no retribuye una parte del trabajo, porque le quita al trabajador la
posibilidad de consumir en su integridad la producción de la que es único artífice. Esta teoría se
sustenta en el imperio del principio del salario natural. Proudhon observa, sin explayarse, que el
salario obrero sólo provee para la manutención; y Marx afirma que es el medio por el cual se
renueva la fuerza del trabajo. Pese a reconocer que hay variaciones salariales, considera que el
salario natural es un principio inamovible, que en el capitalismo las remuneraciones jamás podrán
apartarse de este valor básico. Con esto, estiman haber probado que la explotación social es una
realidad innegable del régimen de la propiedad y que además, según asevera Proudhon, no hay
paliativo ni forma de remediar tal estado de cosas, salvo una reorganización radical de la economía.
A esta altura del análisis, se impone establecer el antagonismo de clases y sus raíces
económicas. Ni Proudhon ni Marx se proponen dar una definición rigurosa de los grupos sociales, y
asombra comprobar que, a pesar de conferir tan grande importancia histórica a las clases burguesas
y obreras, nunca se preocuparon de caracterizarlas con precisión. Es que a su juicio, el análisis
económico circunscribe suficientemente las características de cada clase, demuestra sin lugar a
dudas que las clases son una realidad social y que el papel que cada una cumple en la producción y
la calidad de propietario o no propietario son factores que la definen. Si bien saben que estos
aspectos son sólo una parte de la realidad de las clases, piensan que para definir a la burguesía y al
proletariado basta decir que una es la clase que posee los instrumentos de producción, pero no
participa directamente de ella, ya que la otra es la que no posee los instrumentos de producción,
pero interviene en ella con su esfuerzo personal. Las diferencias que existen entre el monto y el
origen de los ingresos de estas dos clases vienen a confirmar una oposición incrustada en la
estructura general de la economía capitalista. Pero además, al definir la clase como clase
económica, Proudhon y Marx le atribuyen funciones políticas e ideológicas. Marx afirma más
sistemáticamente que la clase que domina en el campo de la economía es también la que predomina
en lo político. Proudhon, que adscribe una dinámica particular al Estado centralizador, señala que la
clase burguesa no es el Estado centralizador, señala que la clase burguesa no es el Estado en sí sino
que más bien se impone a él; por añadidura, en el capitalismo, el Estado no es verdaderamente el
organismo de la colectividad porque, en rigor, actúa como defensor de los inte reses de la burguesía
o del feudalismo industrial.
Confirmaremos que estas dos sociologías tienen puntos de contacto con sólo comparar su
interpretación de la práctica revolucionaria. Aunque Proudhon no reduce la revolución a un
enfrentamiento de clases, sostiene que la clase, además de una realidad económica y política, es un
agente colectivo capaz de provocar la mutación fundamental de la sociedad y ser el protagonista de
una revolución. Estudiar la Revolución de 1789 será inquirir cómo la burguesía, en cuanto como
clase unificada y actuante, pudo derribar el edificio feudal; indagar acerca del fin del capitalismo
será descubrir cuáles son las condiciones en las que la clase obrera podrá actuar como clase política
y creadora. No debemos sobreestimar las divergencias entre Proudhon y Marx en lo que respecta al
papel que correspondería a la burguesía trabajadora. En 1848, Marx declaró a la burguesía liberal el
grupo más avanzado del momento, mientras que, en sus últimos escritos, Proudhon afirmaba que
dicha burguesía sólo entraría en acción a impulsos del movimiento obrero. Estas disparidades de
opinión son más que nada de apreciación, y en nada afectan, a la metodología por ambos
compartida. Proudhon y Marx ven el drama de las clases desde una misma óptica histórica: el ré -
gimen de la propiedad o capitalismo provoca fatalmente, a consecuencia de la apropiación del
trabajo, una separación social insuperable, que constituye su ley y su sentencia de muerte, su
“imposibilidad”, según la expresión que encontramos en la Primera memoria. Tal escisión es
simultáneamente enfrentamiento; más exactamente, instituye una relación de dominio-sujeción. En
efecto, tanto para Marx como para Proudhon, la clase proletaria se ve despojada de sus medios de
defensa y de autonomía junto con sus instrumentos de producción. Proudhon parece ir más lejos que
Marx en su descripción del sometimiento obrero cuando niega que la huelga sea un arma eficaz para
modificar la situación económica de las clases obreras, dado que el principio del salario natural
condena al proletariado, cualesquiera sean sus luchas económicas, a no recibir más que el
equivalente de lo que necesita para subsistir. La dicotomía que separa a la burguesía del
proletariado es la misma que separa a una clase operante de una clase dominada. Y lo que esperan y
quieren provocar los escritos revoluciones, es precisamente esa mutación histórica que hará la clase
obrera, a ejemplo de la burguesía de vísperas de 1789, la nueva clase revolucionaria. Proudhon y
Marx insertan la historia interna de la clase en otra historia, silenciosa y confusa, la de las tensiones
económicas. A despecho de las fórmulas simplificadoras que establecen un paralelismo entre el
desarrollo de las fuerzas productoras y la acción revolucionaria, no hay concordancia perfecta entre
ambas historias. Naturalmente, es la exacerbación de las contradicciones lo que llevará a los obreros
de la subordinación a la acción; sin embargo, el avance o retroceso en la toma de conciencia de
clase no va rigurosamente enlazada a la trama de la economía. Cuando Proudhon dice que, en 1848,
el proletariado planteó la cuestión revolucionaria de los derechos del trabajo, no busca atribuir esta
acción puramente proletaria a una tensión particular de los antagonismos económicos; y cuando
Marx exalta a la Comuna, considera que aquello fue un momento especial de una clase, mo mento
que significó una experiencia importante y no el simple efecto de una contradicción. No es siempre
una misma clase la que tiene la iniciativa de la acción ni tampoco es siempre dueña de lo que un día
dominó; y por no existir un paralelismo absoluto entre la historia de la economía y la del
antagonismo de clases, la burguesía perdió el terreno que había ganado. Cualesquiera sean los es-
fuerzos de la pequeña burguesía por aferrarse a sus débiles defensas, cualesquiera sean las tentativas
políticas del feudalismo industrial para adjuntarse el poderío del Estado, hay un drama silencioso
cuyo desarrollo condena a los viejos actores a desaparecer. Aunque Proudhon niegue que este
proceso obedecerá a una necesidad inexorable y Marx sea parco en sus expresiones proféticas, no
dejarán de ligar la historia de las clases a la historia de la sociedad económica y de diferenciarlas.
La coincidencia en el uso del concepto de alienación no se debe a una similitud lingüística;
es signo de un mismo enfoque crítico de la sociedad capitalista y sus tristes consecuencias, amén de
revelar una misma concepción general de la sociedad socialista. Y así como se ha intentado ver la
totalidad de la obra marxista a la luz del concepto de la alienación, también se podría sintetizar el
pensamiento proudhoniano tomando como eje su dialéctica de las alienaciones. Cuando, en los
Manuscritos del 44, Marx retoma la idea de la alienación para restituirle su significado sociológico
y determinar cuáles son las alienaciones de que se hace víctima a los trabajadores, puede a justo
título citar los estudios económicos de Proudhon, pues aseverar que la propiedad es un robo
equivale a definir una exteriorización y una alienación. Como dice Proudhon, los obreros venden
sus brazos, fuerza laboral, y es en este sentido que cabe atribuir al término alienación su significado
tradicional y jurídico, es decir el de enajenación, entendida como venta; pero esta supuesta venta
oculta la verdadera naturaleza del fenómeno, ya que esta alienación es en rigor un despojo. La
propiedad es un robo porque, en el proceso mismo de la producción, se le quita al trabajador aquello
que produce, es decir se lo despoja de su propio trabajo pues el producto no es otra cosa que
el trabajo realizado por el obrero. Sistema de las contradicciones continúa este razonamiento para
demostrar que este latrocinio llega a extenderse al hombre mismo, puesto que el trabajador,
sojuzgado, envilecido, rechazado por los azares del sistema, pierde todo dominio sobre su trabajo al
perder la posesión de los instrumentos. La dramática descripción del régimen de la propiedad nos
muestra una creación y una “exteriorización” que, lejos de asegurar la obtención de algo que los
hombres siempre buscaron, se vuelve contra ellos y destruye esos mismos objetivos. Es bien co-
nocido que, dentro del sistema de la propiedad y por un proceso de degradación, las funciones y los
fines sufren una inversión completa y que la obra del hombre, aparentemente razonable y adecuada,
se convierte en una fuerza destructora y exterior a él. Por tanto, para ambos pensadores la
revolución económica tendrá como objeto devolverle a la sociedad lo que el sistema capitalista le ha
arrebatado, de modo que al suprimirle esa apropiación indebida, el hombre pueda recuperar toda su
dignidad y valor.
No reconocer las discrepancias que existen entre las respectivas teorías de alienación
política de Proudhon y Marx sería negar su originalidad. En la medida en que éste pone
principalmente el acento en el nexo entre el Estado y la clase que domina la economía, tiende a
relacionar directamente la alienación política con el poder económico de la clase propietaria. Por su
parte, Proudhon ubica en primer plano la relación entre la sociedad toda y el Estado, entre la fuerza
colectiva y su apropiación, por lo cual se inclina a considerar la alienación política en su
especificidad y la política en su esencia. En su concepto, la alienación política no es tanto un efecto
de la alienación económica cuanto un aspecto más de una sociedad alienada en todas sus formas. De
allí, generaliza la exteriorización política y trata de descubrir sus distintas manifestaciones a través
del tiempo. Poco preocupado por las particularidades históricas, puede decirse que Proudhon es más
sociólogo, en tanto que Marx es más historiador. Este último propondrá que, para cada tipo social
histórico, se estudie el movimiento genético resultante del régimen de la producción: cada
modalidad productora genera una diferenciación de los tipos políticos. Por su parte, Proudhon juzga
que, más allá de las diferencias históricas, el Estado centralizador repite siempre un mismo molde
que encierra una dinámica generalizable. Igualmente, otorga mayor importancia que Marx a la
contradicción que, según cree ver, existe entre el Estado centralizador y opresivo y la sociedad
económica. El Estado acapara una fuerza que de ningún modo emana de él, esto es la fuerza
colectiva; y tiene el poder de tornarla exterior a la sociedad y volverla contra ella, de hacer que la
obra realizada por el esfuerzo mancomunado de los hombres vaya contra ellos. Resulta patente que
Marx, yendo más allá de la letra de su metodología, admite la posibilidad de tal exteriorización. En
efecto, al referirse en El 18 de Brumario al Estado francés burocrático, dice que el Estado de Napo-
león III se ha independizado de la sociedad francesa, a la que ahoga y oprime, a la que priva de toda
libertad e iniciativa. De tal modo, establece entre el poder gubernamental y la sociedad civil una
relación que no es de complementariedad sino de contradicción, comparable al esquema
proudhoniano. En términos generales, si nos atenemos a la problemática en su conjunto,
encontramos en Proudhon y Marx igual posición en lo que concierne al sentido presente y al futuro
del Estado: por grandes que sean las diferencias de interpretación, que enumeraremos luego, hemos
de recordar que los dos autores atribuyen al Estado un mismo pro ceso evolutivo, que lo conducirá
de la alienación a su decadencia y desaparición. Ambos opinan que el Estado se mantiene en la
sociedad capitalista merced a la opresión social, que persiste porque la sociedad económica no ha
podido todavía librarse de todo lo que traba su pleno desarrollo. Como dice Marx en sus obras de
juventud, la liberación social se producirá únicamente el día en que se desvanezca el Estado en sus
formas burguesas, el día en que éste quede “exterminado”, según expresa Proudhon.
Tampoco debemos desconocer la disimilitud que existe entre la posición de Proudhon y la
de Marx frente a la alienación religiosa. Proudhon dedicó especial interés al tema, como
comprobamos en el capitulo anterior, no así Marx. La divergencia reside principalmente en el grado
de importancia que otorgan a la religión dentro de la sociedad capitalista. Por considerar que todas
las alienaciones, ya políticas, ya intelectuales, tienen su origen en la alienación económica, Marx
afirma que esta última es la fundamental y se inclina a ver en la alienación religiosa más bien un
síntoma que la causa de determinada conducta social. En cambio, Proudhon, más atento a la
relación de analogía entre las alienaciones, sostiene sin reticencias la importancia social de las
ideologías: si, como dijo y repitió tantas veces, la teoría es una forma de la práctica, no hay razón
para aislar a la una de la otra; por tanto, la religión participa directamente de la ac ción a la que, sin
duda, modifica. Pese a estas discrepancias, cabe recordar puntos de semejanza en el pensamiento de
ambos autores, que establece un nexo directo entre la religión y las estructuras sociales, interpreta a
aquella como alienación individual y colectiva y no concibe la sociedad socialista sino liberada del
engaño religioso.
En fin, sin pretender aquí un cuadro de las complejas interrelaciones que aproximan o
separan a las teorías marxista y proudhoniana, creemos importante señalar que ambas vislumbran
un mismo futuro: el fin del capitalismo y la instauración de una sociedad socialista. El Capital
retoma el objetivo de Sistema de las contradicciones, a saber el demostrar que el régimen de
producción del capitalismo está plagado de contradicciones insuperables, que el desarrollo del
sistema tiende a fortalecer los elementos negativos que provocarán su desaparición. Por otra parte,
esta demostración debe poner en evidencia que no es posible reformar parcialmente ese sistema y
que sólo la revolución económica, es decir la reorganización radical de las relaciones sociales y las
estructuras económicas será capaz de poner término a las contradicciones del capitalismo. Proudhon
creía firmemente que la revolución no puede consistir en un cambio de políticos ni en la
reorganización de los poderes, sino en la total reconstrucción de la sociedad económica sobre la
base de la desalienación del trabajo. Es este tema constante del pensamiento de Proudhon y el
motivo por el cual combatió a los demócratas. Para los dos pensadores, la sociedad socialista estaría
definida en esencia por la completa liberación de las fuerzas económicas: en el socialismo o el
comunismo el trabajo recobraría todos los medios y todas las posibilidades porque la sociedad
económica volvería a ser dueña de sí, es decir pertenecería exclusivamente a los productores. El
hombre total que evoca Marx en sus obras de juventud, el hombre orgulloso y libre con que sueña
Proudhon, es, ante todo, el trabajador dueño de sí mismo, desembarazado de las cadenas y trabas
que la sociedad dividida en clases le ha impuesto siempre; es el trabajador convertido en modelo y
amo de la sociedad socialista.
De ahí que no nos sorprende comprobar que Proudhon y Marx tropezaron con idénticas
dificultades y vacilaron frente a los mismos problemas. Al querer demostrar que la evolución de la
sociedad humana conduce inexorablemente a la caída del capitalismo, se ven obligados a
preguntarse si tal demostración es válida y si es dable afirmar, al menos respecto a cierta fase de la
historia, que existe un determinismo histórico. Es notable observar que en lo atinente a este
problema, Proudhon siguió un proceso inverso al de Marx. Antes de la Revolución de 1848,
Proudhon se muestra convencido de que la economía sigue fatalmente un desarrollo determinado,
que las fases sucesivas se van encaminando según una necesidad absoluta, cual si la historia
económica dominara la actividad humana; después de la revolución, modifica su punto de vis ta,
pone claramente en duda el concepto de la necesidad histórica y asegura que el socialismo sólo
puede ser obra de la acción obrera. Marx sufre un proceso inverso. Mientras que, en sus escritos de
juventud, insiste sobre la importancia de la acción revolucionaria del proletariado, en El Capital
llega al extremo de comparar el desarrollo económico con el curso prefijado de los astros. La
respuesta al problema de la práctica revolucionaria depende de la respuesta a la espinosa cuestión
del determinismo. Si las contradicciones del capitalismo siguen una evolución necesaria que
conduce a la autodestrucción del sistema, el proletariado sólo tendrá que aguardar para instaurar sus
normas económicas, ya que la burguesía abandonará las suyas por si misma. Si, por el contrario, la
historia es un proceso confuso, producto de crisis y de rupturas relativamente inciertas, habrá que
dar a la acción obrera un contenido positivo y creador, considerar al proletariado como voluntad y
no meramente como resultado negativo de una evolución. Proudhon y Marx esperan
particularmente que estas dificulta des se superen en la práctica merced a la toma de conciencia de
clase; pero aunque al tratar este tema empleen el mismo vocabulario, es dudoso que le atribuyeran
igual significado.
Los dos hablan de contradicciones, dialéctica, clases, revolución social, conciencia de
clases, y es precisamente esta coincidencia de lenguaje lo que hace resaltar la oposición, que se
agudiza tanto más cuanto los objetivos parecen ser idénticos. En rigor de verdad, las mayores
discrepancias surgen en torno al problema de la práctica y la teoría revolucionaria, es decir de los
aspectos capitales de la cuestión, lo cual explica lo apasionado de la polémica.

Al definir, en 1848, lo que llama “la verdadera práctica revolucionaria”, Proudhon reclama la
emancipación de los trabajadores por propia mano e insiste en afirmar que la simple reforma
política sería sólo una engañifa. En la misma época, el Manifiesto del Partido Comunista llama a la
unión de todos los trabajadores para imponer una revolución social resultante de un cambio radical
de la economía. Pero si el lenguaje es muchas veces similar, en realidad esa aparente similitud
oculta dos conceptos de la práctica revolucionaria absolutamente divergentes. Marx pide la unión de
todos los obreros porque, según manifiesta en sus escritos de juventud, tiene la certeza de que la
situación de exclusión en que se encuentra el proletariado lo convierte automáticamente en clase
revolucionaria. La clase esclavizada, privada de esos privilegios que aun retiene la pequeña
burguesía, no puede sublevarse sin impugnar los fundamentos mismos de la sociedad burguesa.
Luego, la unión de los trabajadores equivaldría a una inmediata acción revolucionaria que debería
provocar de por sí la revolución social. A juicio de Proudhon, la unión de los obreros no es garantía
suficiente de su voluntad revolucionaria. Puede suceder, según vimos, que los obreros se dejen
subyugar por mitos conservadores y apoyen, por ejemplo, a un poder fuerte que se les presente bajo
una máscara demagógica. Además de ser vulnerables a las maniobras de la burguesía, las clases
obreras tienen una tradición plebeya de pasividad de la cual deben desprenderse urgentemente; en
su proceder, Proudhon descubre una inclinación “instintiva” a mostrarse dócil, a confiar
ingenuamente en el poder autoritario, “instinto” popular que va directamente contra los fines
revolucionarios y se concilia objetivamente con la política burguesa. La unión de los trabajadores,
tal cual la concibe Proudhon, ha de traducirse de inmediato en una práctica económica. En lo que a
este punto respecta, el pensamiento proudhoniano muestra una perfecta continuidad: antes de 1848,
cuando proyecta una asociación progresiva, Proudhon propone exhortar a los productores a
liberarse por sí mismos mediante la creación de relaciones económicas de mutualidad, en 1848
funda el Banco de cambio para dar impulso a una organización obrera autónoma llamada a destruir
al régimen de la propiedad; y en 1864, cuando define la idea obrera, sigue insistiendo en la
importancia de la acción económica.
Si bien tanto Marx como Proudhon coinciden en que la lucha revolucionaria sólo puede ser
librada por los productores mismos y ha de conducir a la emancipación del trabajo, disienten en su
enfoque. Para Marx, toca a los trabajadores llevar adelante la lucha en su calidad de excluidos de la
sociedad burguesa, y esa lucha debe propender inmediatamente al enfrentamiento político, del cual
surgirá la nueva organización económica. Para Proudhon, son los trabajadores quienes combatirán,
pero en su carácter de productores, y sus esfuerzos han de concentrarse sin tardanza en la creación
de un nuevo orden económico. La unión de los obreros debe adquirir significación práctica y eco -
nómica sin esperar que primero se realice una revolución; muy por el contrario, el éxito de la
revolución sería asegurado por el dinamismo y la eficacia de la organización obrera. El concepto
que tiene Proudhon de la acción revolucionaria pone una vez más de manifiesto la poca confianza
que le merecía lo político. Por no ser el partido obrero una agrupación de vocación política, ante
todo se apartará de los partidos burgueses, centrará su atención en los problemas de la producción y
creará sin dilación las organizaciones económicas obreras que prefiguren a la sociedad socialista.
Vemos, pues, que Proudhon anuncia una historia sindical particular, que nada espera ni
quiere de los partidos políticos, que se preocupa exclusivamente de lo económico y se propone
hacer la revolución, no por los rodeos de la política, sino mediante la acción directa de los
trabajadores. Y no deja de asombrar que el movimiento sindical que más se aproximó al
pensamiento proudhoniano, es decir el sindicalismo revolucionario de los años 1900 a 1910,
propugnara como principal arma de combate la huelga general, procedimiento sobre cuya eficacia
Proudhon siempre se mostró escéptico. Mas este escepticismo nos da precisamente la pauta de su
concepto sobre la lucha obrera. Al sostener que las huelgas parciales son inútiles, busca inducir a
los obreros a adoptar otros métodos que los arrancaría de cuajo de la sociedad burguesa y les
permitiría atacar directamente sus fundamentos. Estima que, al limitarse a los paros parciales, los
obreros dispersan sus esfuerzos y se someten a las condiciones impuestas por el capitalismo
burgués, con lo cual hacen obra reformista pero no revolucionaria. El enorme vigor de las leyes
económicas capitalistas hace imperioso que el trabajador se desprenda del sistema de las contra -
dicciones, que se desligue de él y lo supere mediante una práctica propia y fundada en principios
opuestos.
La fórmula de la “revolución desde abajo” reviste en Proudhon un significado bien preciso.
Según Marx, si la revolución es obra de los trabajadores, su objeto es destruir el poder de las clases
dominantes y apoderarse de las riendas de la sociedad económica. Según Proudhon, la revolución
desde abajo ha de ser un movimiento efectuado por los productores y de índole tal que modifique
las bases de la sociedad económica. No es cosa de adueñarse de un aparato para modificar su
rumbo, se trata de establecer una nueva economía en reemplazo de la de explotación, un cometido
que sólo pueden cumplir los obreros con una práctica que les sea absolutamente propia. Al negarse
a incitar a la lucha política, Proudhon invita a realizar una tarea difícil, ímproba, que dará a los
obreros la responsabilidad y la conducción de la economía, que los transformará en productores
verdaderos y conscientes de la necesidad de la producción. La idea marxista de que los trabajadores
habrán de emanciparse por sí mismos adquiere plena significación en el pensamiento de Proudhon,
cuando éste afirma que la obra emancipadora no consistirá en una acción pasajera destinada a
quebrantar el poder opresor, sino en una obra ilimitada, que comenzaría antes de la revolución con
la instauración de las primeras asociaciones, como paso previo para llegar a tomar el timón de la
sociedad económica toda. El ejercicio de una actividad económica autónoma contribuiría a formar a
los productores: mediante la práctica económica, los trabajadores adquirirán los conocimientos que
el capitalismo les impide alcanzar y así se irán desprendiendo de los mitos y desengañándose de las
quimeras que su pasividad los lleva a aceptar sin más.
La dictadura del proletariado es la idea que suscita más claras discrepancias entre Proudhon
y Marx. A no dudarlo, éste la formula con precaución: sólo puede definírsela en relación a su
negación dialéctica, a saber, el debilitamiento del Estado. La dictadura no sería más que un
instrumento provisional destinado a eliminar los obstáculos sociales e ideológicos opuestos por las
clases en decadencia. Pese a su cautela, Marx retoma aquí la tradición llamada jacobina, que
considera que el triunfo de la revolución requiere necesariamente el afianzamiento temporario de la
autoridad. Proudhon no habría de criticar explícitamente el concepto de dictadura del proletariado
porque la obra de Marx no era aún conocida en Francia y no tuvo ocasión de analizarla; con todo, su
concepto de la práctica revolucionaria constituye de por sí una crítica de dicha idea. No es que le
pareciera que en ningún caso habría que recurrir a la autoridad política; si en 1848, aceptó la banca
de diputado y propuso sus proyectos de reforma ante la Asamblea fue porque pensaba que un
gobierno sostenido por las clases obreras podría imponer autoritariamente una refundación de la
economía e imponerse por la fuerza a las clases hasta entonces privilegiadas. Siempre y cuando la
dictadura provisional persiga un objetivo auténticamente revolucionario, no queda excluida del
.pensamiento proudhoniano. Mas, según el espíritu que la anime, tal solución ha de adoptarse con
extrema desconfianza. Como comprobamos antes, no es seguro que la dictadura del proletariado sea
revolucionaria; muy por el contrario, debido a la unicidad y docilidad que involucra la dictadura, es
de temer que ella manifieste ese renunciamiento político al que se inclina la clase obrera, ante la
alarma de Proudhon. Si el proletariado gusta verdaderamente de la dictadura, esto no es signo de
una real vocación revolucionaria sino más bien de un instinto plebeyo de conformismo y sumisión.
Además, los incansables ataques de Proudhon contra los poderes autoritarios incluyen a toda forma
de dictadura; cuando dice que el poder estatal tiende irrefrenablemente a expandirse y ejercer
opresión, no exceptúa de esta censura al poder proletario. Visto que es propio del poder centralizado
absorber las fuerzas colectivas y volverlas contra la sociedad, todo poder, aun cuando sea obrero,
que se erija en autoridad central, adolecerá tarde o temprano de los defectos característicos de los
regímenes basados en la autoridad, es decir creará un poderoso aparato policial y burocrático,
reprimirá las libertades y tomará creciente ingerencia en la sociedad económica. Al concepto
político de la dictadura del proletariado, Proudhon opone la idea económica de la organización del
trabajo, según la cual la práctica obrera, mediante la multiplicación y el desarrollo de sus
organizaciones espontáneas, obligará a las clases hostiles a aceptar la teoría obrera y la sociedad que
será obra y dominio de los productores.
Ni Proudhon ni Marx explicaron su teoría del partido proletario con claridad suficiente
como para permitir una comparación exhaustiva. No obstante, encontramos dos interpretaciones
que corresponden a los dos conceptos de la acción obrera. Según el pensamiento marxista, el
partido ha de cumplir dos funciones: la de coordinar las luchas obreras y la de difundir la teoría
proletaria. Aunque Marx no se explaya en cuanto al papel histórico que atribuye al partido, su
definición de esas dos funciones confirma que otorga gran importancia a la organización central. En
efecto, puesto que la acción obrera no se coordina espontáneamente, toca al partido dar coherencia a
la lucha y conferirle así significación política. Asimismo, la práctica obrera no involucra una
conciencia ni una clara definición de la teoría revolucionaria, por cuyo motivo el partido debe
participar en la elaboración, la defensa y la distribución de las tesis revolucionarias. De tal modo, el
partido o, más exactamente, el consejo central, cumple la misión de estimular el desarrollo teórico y
práctico, y ejerce en cierta medida, una función directiva. Quizá cause extrañeza que Proudhon
respondiera a la carta de Marx de 1846, que dio motivo a su desavenencia, rechazando la propuesta
de crear una unión intelectual de los teóricos socialistas. Tal negativa traducía su desconfianza
natural respecto a toda organización centralista, aun cuando ella fuera de vocación revolucionaría.
Al decir “partido de la revolución” no se refiere a una agrupación política sino a un conjunto de
hombres partidarios de una misma teoría revolucionaria y que puedan llevarla a efecto. Sería
contrario a su concepto de revolución reconocerle una función privilegiada, en la dinámica
revolucionaria, a una entidad específicamente política; al poner toda su confianza en la actividad
económica de los productores, por definición relega a los jefes políticos. Tampoco cabe en él
aceptar que un partido sea portador del auténtico pensamiento revolucionario: sabe que las teorías
pueden ser formuladas por individuos y adelantarse a la práctica obrera, pero niega la efi cacia
histórica de tales formulaciones: para que una idea revolucionaria sea realizable, es preciso que
surja verdaderamente de la clase ascendente y que ésta la comparta, la reconsidere y la transforme.
Por cierto que la crítica general de la “exteriorización” es aplicable al concepto de partido, pues
siempre existe la posibilidad de que el partido se aparte de la sociedad económica, acapare una
fracción de las fuerzas colectivas y reconstituya un organismo parasitario susceptible de ejercer
opresión y de obstaculizar el dinamismo social.
Esta contraposición de carácter más político que sociológico se apoya en dos conceptos
distintos del proletariado, en dos sociologías del proletariado. El objetivo de la revolución es la
emancipación de la clase obrera. Así lo expresan; Marx y Proudhon, con las mismas palabras pero
diferente sentido. Para el primero, la clase proletaria es ante todo esa clase, forjada por el proceso
capitalista, que se define por su exclusión de la sociedad civil y cuyo trabajo es tratado como
mercancía. El proletariado, cuyo número ha ido en aumento junto con el poder del capitalismo, que
ha ido relegándolo cada vez más, constituye en primer lugar una fuerza social, una fuerza que, en
cuanto potencia, será decisiva para acabar con la alienación capitalista. Además, no hay por qué
atribuir al proletariado una idea que le sea estrictamente propia y surja de su acción particular; el
proletariado no es portador de una teoría original de la revolución, sino sólo el sujeto consciente, la
conciencia del capitalismo. Por estar excluido y explotado, se encuentra en situación de desentrañar
el sentido humano del capitalismo y comprender los fundamentos de este sistema, es decir la
interrelación de clases y la explotación. Captar el sentido social del capitalismo, entender y sentir la
realidad de la explotación es a un tiempo desear la desaparición del capitalismo y, por ende, la
apropiación colectiva de los medios de producción. Pero el cobrar conciencia no involucra
exactamente crear una teoría de la clase, no es más que el acto de tomar conocimiento de un
proceso que conduce al capitalismo a su perdición. Asimismo, la tarea del teórico no consiste en
determinar el pensamiento obrero, que no siempre es acertado, sino principalmente en descubrir el
movimiento histórico por el cual la descomposición económica hace del proletariado la negación
del capitalismo y la última clase histórica. Objeto pasivo del desarrollo capitalista, el proletariado se
convierte en sujeto de la historia al ingresar como unidad orgánica en la esfera de la acción política.
A juicio de Proudhon, las clases obreras poseen una teoría y una práctica propias y
originales. La clase trabajadora no es solamente conciencia de sí y conciencia de la explotación,
lleva en sí lo que Proudhon llama una idea, es decir una práctica particular y su correspondiente
teoría. El proletariado no es meramente esa fuerza social, constituida exteriormente, cuyo
crecimiento traerá consigo la unificación política; es una clase que tiene una práctica inmediata
propia que, si bien ya se ha concretado parcialmente dentro del sistema capitalista, cuando se
extienda significará la revolución. No liemos de interpretar mal a Proudhon cuando anuncia el fin
de lo político; al decir así, se refiere a la política tradicional, vale decir a la alienación de las fuerzas
colectivas por un estado centralista y autoritario. En realidad, atribuye a las clases obreras una
aptitud política específica, una práctica socioeconómica coherente y original capaz de reorganizar la
totalidad de la vida colectiva con sólo aplicarse en escala general. Hay en las clases obreras una
política inmanente y ellas forman, por la modalidad particular de su práctica, una comunidad natural
en la que tienden a fusionarse la conciencia, la teoría y la acción. Al paso que Marx considera al
proletariado primordialmente como la fuerza social cuyo desarrollo lleva a sus extremos las
contradicciones del capitalismo y a la que toca en lo político efectuar el pasaje dialéctico de la
apropiación privada a la colectiva, Proudhon opina que el proletariado interviene en la historia pura
imponer la ley de su ser, es decir su práctica original y espontánea.
De esta disensión deriva una serie de consecuencias prácticas. Marx urge a unificar las
fuerzas a los fines de desplegar una acción política revolucionaria y hace depender la coordinación
de la lucha de un partido político. Proudhon, por el contrario, insta a la acción económica inmediata
y progresiva como medio de cohesión de las clases obreras y como proceso revolucionario
espontáneo. Simplificando al máximo, podría decirse que el concepto leninista del partido político
inspira en Marx, en tanto que los consejos obreros y los soviets tienen su fuente en Proudhon. Marx
llama a una revolución cuya meta es demoler las estructuras capitalistas y que requiere casi
inevitablemente el uso de la violencia. Proudhon propugna una revolución que consiste en sustituir
la práctica burguesa por otra típicamente obrera y en la que la violencia sería sólo un episodio, ya
que la revolución no triunfará en la medida del grado de destrucción que provoque sino en la
medida de madurez del proletariado. Hay movimientos de fuerza cuyas consecuencias pueden ser
más perjudiciales que beneficiosas: lo importante no es la violencia, sino la coherencia de la acción
obrera. Marx afirma que es tarea específica del teórico revolucionario explicar las contradicciones
del capitalismo, de ahí que su aporte fundamental sea su análisis científico del capital; si bien
Proudhon no descuida este aspecto, consagra lo principal de su obra a definir la idea revolucionaria
y elabora sus conceptos sobro la economía socialista a fin de precisar cuál ha de ser la práctica
económica que adopten las clases obreras. Marx exhorta al proletariado a desarrollar una actividad
política, seguro de que ella tenderá indefectiblemente a efectuar la revolución; también Proudhon
insta al proletariado a entrar en el campo político, más como duda de que esa ac ción haya de ser
auténticamente revolucionaria, acompaña su llamamiento con una arrebatada crítica contra algunas
actitudes obreras y se declara abiertamente contrario a ciertos programas proletarios.
Desde la perspectiva proudhoniana, la acción revolucionaria no tiene por qué quedar
restringida a la clase trabajadora, lo cual explica que Proudhon se haya mostrado mucho tiempo
indeciso al respecto y a menudo haya acordado veleidades revolucionarias a la clase media. Para
Marx, el movimiento revolucionario es esencial y directamente consecuencia de la situación de
exclusión, y puesto que la única clase relegada por completo es el proletariado, cabe esperar que de
él surja el acto revolucionario. Proudhon estima que la revolución auténtica será obra de una clase
oprimida pero también de una clase capaz de organizar las fuerzas económicas por sí misma. En
este sentido, no se descarta que la pequeña burguesía trabajadora, despojada de sus instrumentos por
el acaparamiento capitalista, consciente de las necesidades de la producción y capacitada para
participar en ella, pueda cumplir un papel importante en la instauración del régimen socialista.

Comparar punto por punto las visiones marxista y proudhoniana de la sociedad del futuro sería una
empresa harto peregrina. Por un lado, Marx se niega a dar detalles sobre el tema; por el otro, Prou-
dhon no cesa de reexaminar la cuestión e insistir sobre la necesidad de proyectar de antemano la
economía anarquista. Para Marx, el mayor problema consiste en dilucidar cómo se estructurará la
revolución; por estar ya dado el contenido del programa revolucionario, al menos a grandes rasgos,
en la dialéctica histórica y en el movimiento negativo del capitalismo, no es preciso dibujar una
imagen exacta de la sociedad futura, lo cual será tarea posterior al acto revolucionario. A los ojos de
Proudhon, lo primordial es tener una idea de cómo será la sociedad, no sólo porque los
revolucionarios necesitan coordinar su acción según un proyecto aceptado por todos, sino también
porque el plan revolucionario es inmanente a la práctica y queda automáticamente puesto en marcha
cuando la que actúa es una clase que posee una teoría y una práctica inmanentes a ella.
No obstante, si Marx no se detiene a pintar una imagen exacta de la sociedad comunista, es
en parte porque piensa que su dimensión fundamental, la socialización de los medios de producción,
salta a la vista. La negación de la propiedad privada resultante del movimiento de la dialéctica
histórica anuncia suficientemente cuál ha de ser la característica capital de la sociedad futura: la
expropiación de los expropiadores y apropiación colectiva. Ahora bien, Proudhon nos advierte que,
pese a que todo parece señalarlo inequívocamente, este derrotero no es el correcto, pues se mantiene
dentro de los caminos del sistema de la propiedad; su crítica de la idea de la comunidad evidencia
que el comunismo no es más que la negación de la propiedad, una repetición del unitarismo y el
autoritarismo peculiares del sistema de despojo. Instaurar la sociedad socialista sería superar esta
antinomia eliminando los caracteres que son comunes a los dos términos en oposición. Y si las
críticas de Proudhon no están dirigidas efectivamente contra el colectivismo marxista, se aplican a
toda teoría social que proponga la centralización de los medios productivos y la conducción unitaria
de la economía, por cuyo motivo alcanza también por anticipado al comunismo marxista. No es la
expropiación lo que Proudhon encuentra peligroso en el comunismo, sino el unitarismo social que
pretende establecer. Claro está que considera necesario socializar la propiedad, pero sin instituir un
centralismo despótico en reemplazo del régimen de la propiedad. Tras demostrar que, por su
naturaleza, la centralización tiende a abarcar y tiranizar todo, Proudhon llega a la conclusión de que
la economía dirigida por un órgano central quitará libertad al individuo y entorpecerá el dinamismo
económico.
Al dogma comunista de la unidad, opone, en todos los dominios, el principio del pluralismo
y de la autonomía relativa de los distintos agrupamientos. Proudhon hace tanto hincapié en la
necesidad de basar la sociedad en el equilibrio, en el mutualismo y no en la síntesis porque, a su ver,
sólo así se podrá crear un sistema socialista que, en lugar de propender a la total unificación social,
se proponga establecer la unidad en la diversidad, respetar la independencia en la cooperación, Por
ser la cuestión social mucho más compleja de lo que su pone la utopía comunista, lo ideal sería
conciliar la pluralidad de grupos con la cooperación entre ellos, la independencia de planes y
decisiones con las necesidades del intercambio económico. La teoría del mutualismo persigue el
claro propósito de evitar la unificación centralizadora y asegurar el mantenimiento de la pluralidad
de grupos y de asociaciones de producción. El mutualismo, a diferencia del comunismo, se funda en
la simple interrelación de los centros de producción, separados a la par que unidos por las
necesidades del intercambio, y afirma que el principio de la sociedad económica no es la fusión o la
uniformidad de las fuerzas sino el equilibrio, la libre organización de fuerzas en constante
renovación. Además, el pluralismo no vale únicamente para lo económico; dado que los grupos
sociales más importantes pueden constituir los agrupamientos económicos, como las asociaciones
obreras, Proudhon pide que los grupos naturales, cuales son las comunas, gocen igualmente de
independencia relativa y se administren en forma autónoma. De tal modo, la sociedad quedaría
compuesta por múltiples agrupamientos: grupos naturales, locales y provinciales, grupos de
productores y de consumidores, cuyas relaciones, cuyos intercambios y antagonismos no
contradictorios garantizarían la movilidad y, como dice Proudhon, la plena vitalidad social.
Aunque en sus últimos escritos Proudhon no descarga ya las virulentas invectivas de otrora
y llega a admitir, con grandes reservas, que un Estado central puede ser relativamente útil, el eje de
su pensamiento es siempre la anarquía positiva, cuyo significado conservó intacto. ¿Qué es la
anarquía positiva? Sencillamente, la modalidad de una sociedad que deja decidir a cada uno de los
grupos que la integran, a los productores mismos. El productor independiente, como el campesino,
planeará su producción sin ningún control colectivo y la sociedad será para él garantía de seguridad,
lo protegerá en caso de dificultad; cuando se trate de productores asociados, los obreros organizarán
la producción de común acuerdo o nombrarán delegados para formar un “consejo”. El término de
anarquía tiene valor negativo en cuanto indica que las decisiones no deben ser tomadas por una
instancia exterior a los grupos directamente responsables de la producción. Proudhon no acepta que
se sustituya el autoritarismo propietario con una estatización de la economía, que pondría una
opresión estatal en lugar de la capitalista. Anarquía significa eliminación de toda forma de
autoridad, porque supone que no habrá de reconstituirse ningún poder que esté por encima de los
productores en su conjunto, ya que tal cosa significaría el retorno a la apropiación de las fuerzas
colectivas. Por otra parte, el vocablo anarquía tiene valor positivo por indicar que la vitalidad social
será consecuencia exclusiva del choque y el equilibrio dinámico de las decisiones y las actividades
de los diferentes grupos de productores. En la anarquía, los productores no orientarán su pro ducción
sin atenerse a ninguna norma; todo lo contrario, cada uno regirá su quehacer en función de las
exigencias de los demás productores o consumidores. Al desaparecer toda autoridad exterior, los
productores se encontrarán ligados por un nexo de reciprocidad o contrato, de modo que la diná-
mica social se basará en la totalidad de contratos concertados espontáneamente. Por lo tanto, el
anarquismo no es un individualismo, como podría creerse, dado que las decisiones no se toman
individual sino colectivamente y además, según sabemos por la teoría de la razón colectiva, el juicio
colectivo es fruto de la opinión puramente individual a la par que de su transformación fundamental
en el cotejo con los demás. Y aún en el caso del productor aislado, que aparentemente disfruta del
máximo de independencia, su actividad responde a la situación económica y a la acción de los
productores restantes o consumidores. El dinamismo de la economía está asegurado por la
liberación de las energías individuales, pero en rigor se funda, si se da el ca so, en el enfrentamiento
competitivo de individuos y grupos.
Proudhon planteó con singular maestría el problema de la conducción económica, cuya
gravedad pasó inadvertida a Marx. Este reservó toda su atención al derrocamiento del régimen
capitalista y se limitó a indicar que en la sociedad sin clases la economía se atendrá a un plan
destinado a satisfacer a todos por igual. No se preocupa por determinar quiénes tomarán las
decisiones y dirigirán la economía en la sociedad socialista; se conforma con postular que en una
sociedad desalienada las decisiones no podrían ir contra el interés colectivo. Proudhon sí plantea la
cuestión, que considera absolutamente imperioso resolver, porque teme que un poder central, sea
Estado o partido, reconstruya un aparato opresivo que aplastaría la libertad individual y la
espontaneidad de los productores. Le alarma pensar que puede formarse una “democracia
compacta” regida por un poder arbitrario que so pretexto de traducir la voluntad de las masas, la
destruirá por completo. Para ahuyentar este peligro, propone un sistema pluralizado que ponga la
dirección de la economía en manos de los propios productores y permita que las decisiones se
tomen en cada uno de los distintos niveles: los productores independientes resolverán por sí mis -
mos, las compañías obreras lo harán por intermedio de sus consejos y, en el plano de lo nacional,
serán los delegados temporarios de los productores quienes decidan. Añade que ningún organismo,
aún nacional, debe ser investido del poder de dirigir las opiniones y de imponer un parecer uniforme
a todos; la espontaneidad de la razón colectiva exige la libre expresión de las distintas opiniones,
para que ellas puedan confrontarse y sacar a luz los conflictos y los antagonismos objetivos. El
dinamismo social no dimanará de una síntesis acabada que destruiría las antinomias, por el
contrario, la espontaneidad social sólo se expresará y desarrollará a través de las tensiones y los
equilibrios siempre cambiantes.
Al hacer hincapié en la unidad y en la dictadura del proletariado, Marx anunció la creación
de partidos únicos, la centralización administrativa y económica, el concepto leninista del partido
obrero. Proudhon, en cambio, al dar importancia capital a la espontaneidad obrera y a la gestión
autónoma, anunció la creación de consejos obreros, el sindicalismo revolucionario y los actuales
intentos de autogestión. Quien perciba la trascendencia del problema que Proudhon quiso
solucionar, podrá imaginar mejor cuán grandes fueron las dificultades con que éste tropezó y
comprenderá que conceptos tan novedosos debían necesariamente despertar enconadas reacciones.

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