Sociología de Proudhon - Pierre Ansart
Sociología de Proudhon - Pierre Ansart
Sociología de Proudhon - Pierre Ansart
Leer a Proudhon hoy es visto como uno de los mayores anacronismos para el pensamiento
anarquista, significando muchas veces, un retroceso. Se tiende a pensar en Proudhon como un
pensador superado y muchas veces se piensa que con solamente leer Miseria de la filosofía de Marx
se puede prescindir de una obra de inmensa longitud y complejidad como es la del pensador
francés. Lo más razonable de ello es que la crítica de Marx se extiende por algunas 80 o 90 páginas
como mucho y la forma de acceder a Miseria de la filosofía es mucho más fácil que las ediciones de
las obras de Proudhon que pecan de, o ser muy antiguas (y por ende de valor elevado), o de tiraje
limitado.
Sin embargo, ciertas labores que han realizado varias editoriales de tratar de recuperar
ciertos escritos son algo que agradecer. Aunque superado ese problema se presenta otro. La obra de
Proudhon, aparte de extensa, es compleja de abordar. Para alguien recién iniciado en la lectura de
Proudhon, ciertos conceptos parecen contradictorios, extraños, incluso se puede pensar que el
francés escribía de una manera esquizoide, contradiciendo un postulado que había afirmado
anteriormente, etc.
Este libro de Ansart puede ser tomado como una síntesis del pensamiento proudhoniano así
como también una introducción para alguien que quiere aventurarse y esforzarse por entender el
pensamiento de Proudhon sin prejuicios y de una manera más “objetiva” –si es que se puede. Ansart
posee una ventaja frente a gran parte de los estudiosos de Proudhon, la inexistencia de la barrera
idiomática que lo pueda separar de la obra del “padre del anarquismo” significa la gran ventaja y
por tanto puede acceder a libros que prácticamente en el mundo hispanohablante no existen como lo
son De la Justicia en la Revolución y en la Iglesia o La Guerra y la Paz. La revisión hecha por
Ansart se nutre de un panorama completo del pensamiento proudhoniano, sin dejar de lado el
lenguaje accesible. Ansart escribiría dos libros más sobre Proudhon: Marx y el anarquismo, un libro
de un carácter académico mucho más marcado que el presente libro. El nacimiento del anarquismo
podría considerarse una ampliación o una segunda parte de Sociología de Proudhon orientada
principalmente a cuestiones históricas además de una revisión un poco más amplia del aspecto
teórico en Proudhon. Trabajamos actualmente en una re-edición de El nacimiento del anarquismo
tratando de poner a disposición el pensamiento de Proudhon de una manera menos tendenciosa.
Sociología de Prodhon es, por tanto, un libro que rescata de una manera monumental el
pensamiento de Proudhon, libre del prejuicio que levanta este pensador, del cual muchos, incluidos
varios anarquistas, prefieren olvidar o rescatar en algunos casos puntuales. Ansart, Gurvitch y
actualmente Daniel Colson y Jesse Cohn se han esmerado en re-estudiar y actualizar nuevamente el
pensamiento de Proudhon. Destaca principalmente Daniel Colson y su Pequeño léxico filosófico del
anarquismo, el cual muestra la actualidad del pensamiento de Proudhon. Esperamos, también, tener
dicho libro editado prontamente.
J.
CAPITULO I
E L MÉTODO
Más de un siglo después de acabada, la obra de Proudhon sigue suscitando cólera o entusiasmo, sea
por considerársela utópica y reformista, sea por ver en ella la expresión de un pensamiento
auténticamente revolucionario. Estas diferencias de interpretación prolongan las apasionadas
discusiones que provocaron los escritos de Proudhon en el momento de su publicación. En sus obras
de juventud, Marx interpreta la Primera Memoria sobre la propiedad, ¿Qué es la propiedad?
(1840), como fiel expresión del pensamiento proletario y proclama que esta declaración de guerra al
régimen capitalista es tan decisiva para el movimiento obrero como lo fue la proclama de Siéyes
para el tercer estado1. Pero algunos años más tarde, tras la ruptura de sus relaciones con Proudhon,
responde a Sistema de contradicciones económicas (1846) con una extensa crítica (Miseria de la
filosofía) en la que dice que el pensamiento proudhoniano es expresión de la ideología
pequeñoburguesa. No obstante, en esa misma época, el revolucionario Bakunin, conocedor de la
obra de Marx y de la de Proudhon, se niega a oponerlas mutuamente: admite que el análisis
marxista proporciona una visión más exacta del proceso capitalista, pero añade que el espíritu
proudhoniano antiautoritario y antiestatista aporta a la revolución el carácter anarquista y radical
que le falta a Marx. Hoy en día, mientras la tradición marxista sigue repitiendo los conceptos
críticos formulados por su fundador, los teóricos de la autogestión obrera subrayan la importancia
de la crítica proudhoniana, en particular su contribución a un socialismo descentralizado y basado
en la autoadministración2.
1
Marx, Sainte Famille, Costes, Oeuvres philosophiques, T. II, p. 53.
2
Daniel Guérin, L’Anarchisme, Gallimard, 1965, p. 170 y passim. Edición en castellano: El anarquismo. Bs.
As.5 Ed. Proyección, 1987.
3
“Nuestro principio, por el contrario, es la negación de todo dogma; nuestro supuesto primero, la nada.
Negar, negar siempre, he aquí nuestro método de construcción en filosofía”. Le Représentant du Peuple,
número del 16 de mayo de 1848. Solution du problème social, Lacroix, Verboeckoven (1867-1871), T. VI, P.
144.
Por otra parte, la diversidad de interpretaciones se debe también a la gran complejidad de la
obra proudhoniana, en la que la violencia puede llegar a ocultar los matices de sus análisis.
Proudhon tiene un agudo sentido de la fórmula agresiva, de la contradicción, pero ninguna de sus
célebres invectivas expresa adecuadamente su pensamiento; en él, la fórmula es siempre sólo un
aspecto de la verdad, según el principio general de que la verdad no es una, sino dialéctica, y que
una proposición debe corregirse inmediatamente con su contrario. De allí el movimiento de un
pensamiento capaz de afirmar sucesivamente que la propiedad debe ser destruida y que debe ser
conservada, movimiento incesante que pudo hacer creer a ciertos espíritus que la crítica
proudhoniana era pura sofística. Para comprender a Proudhon, es preciso captar desde dentro el ir y
venir de su pensamiento, que obedece a su lógica particular y trastorna los conceptos heredados de
la lógica tradicional. En Miseria de la filosofía, Marx se asombra de que Proudhon haya retenido
del método hegeliano únicamente la terminología y no el contenido; en efecto, como habremos de
demostrarlo, Proudhon sólo conserva de Hegel aquello que le sirve para aclarar su propio método y
se niega a adherirse incondicionalmente a una escuela. La dificultad se ve aumentada por el hecho
de que va creando su metodología a medida que encuentra nuevos escollos; no recibió de una
academia o de la práctica de determinada ciencia un método fijo que aplicaría en sus estudios.
Piensa como autodidacta, y con ello inicia una forma de pensamiento original que no cabe
interpretar ni por comparación con las escuelas filosóficas tradicionales —materialismo, empirismo,
individualismo o idealismo— ni por reducción a las ciencias que se esfuerza por superar, la historia
o la economía política.
Visto estas dificultades, creemos apropiado recordar ante todo las líneas generales de la
evolución proudhoniana, a riesgo de desatender por el momento detalles y matices. La sociología de
Proudhon es exclusivamente fruto de su guerra social y política, y sólo al evocar sus luchas y sus
críticas nos será dado descubrir el espíritu de la ciencia social por él elaborada y el método dialéc-
tico que propone.
4
¿Qué es la propiedad?, Primera memoria (1840). Oeuvres completes, nueva edición dirigida por C. Bouglé
y H. Meysset, París, M. Riviére, p. 215. (Salvo indicación en contrario, las obras de Proudhon citadas
mantiene la ficción del trabajo individual y del contrato privado entre empleador y trabajador.
Empero, todo trabajo, hecho posible por la totalidad de los trabajos efectuados anteriormente, es
esencialmente social y colectivo: desde el momento en que toma parte activa en la producción, el
hombre participa en una tarea común y contrae inmediatamente una deuda con la sociedad que
integra. Toda empresa de producción reúne esfuerzos individuales cuya división y cohesión
engendra una potencia económica y social que es en esencia diferente del aporte individual. La
ficción del salario le permite al capitalista guardar para sí los beneficios de dicha fuerza colectiva; al
retribuir las jornadas de labor, el empresario no reparte la producción ni realiza una división
equitativa de lo que el jornalero ha producido efectivamente. En el régimen de la propiedad los
obreros apenas reciben un salario cuyo valor se fija en base a sus necesidades mínimas; en cuanto al
producto real de su trabajo, que es el producto social y colectivo de sus esfuerzos, les es
incesantemente sustraído, robado por el capitalista.
Vemos, pues, que la Primera memoria va mucho más allá de una simple invectiva contra la
injusticia social: tiende a demostrar que el contrato individual que liga a capitalista y obrero
esconde una relación de explotación económica, que el régimen de la propiedad se apoya en el
antagonismo entre trabajo y capital y crea, ineluctablemente, una oposición entre la clase
trabajadora y la capitalista. En un sistema de tal índole, los beneficios se concentran en las manos
de los propietarios en tanto que los obreros, excluidos de la administración de las empresas y
privados de una justa repartición de aquellos, sólo reciben los medios para subsistir y en la medida
en que el capital los emplea. Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria,
obra de 1846, prosigue el análisis del tema y nos muestra cómo tal contradicción fundamental
engendra las múltiples contradicciones del capitalismo competitivo. Cada “época” del sistema —la
división del trabajo, el maquinismo, la competencia, el monopolio, los impuestos— suscita, en su
nivel, nuevas antinomias. Antinomias económicas entre el incremento de la producción y la
imposibilidad de consumirla, entre el enriquecimiento y la miseria, entre el poder a discreción y la
subordinación obrera; antinomias morales entre el perfeccionamiento y la pérdida de la capacidad
profesional, entre la especialización del hombre y su degradación. Esta descripción del sistema
económico y social sindica al régimen de la propiedad como un sistema dialéctico, de términos
antagónicos, que no admite reformas parciales, y en el que toda modificación de detalles está
condenada al fracaso por el encadenamiento de contradicciones; en suma, un régimen que
solamente una “mutación” radical de la organización económica podrá hacer desaparecer.
A esta crítica de la economía va aparejada una crítica de las relaciones de autoridad y de las
relaciones políticas instituidas por el capitalismo competitivo. En efecto, la apropiación privada crea
de sí relaciones sociales de autoridad y de sujeción. Los centros de producción, talleres o fábricas
no están organizados según el principio de igualdad y reciprocidad, sino según el de jerarquía y
explotación. Al apoderarse del trabajo, el capitalista se adueña simultáneamente de los hombres: la
propiedad confiere a su detentador un poder absoluto sobre aquellos que sólo pueden subsistir
ofreciendo su trabajo. Veremos además que la expansión industrial y, por ejemplo, el desarrollo del
maquinismo, fortalecen aún más esta forma de autoridad: a medida que se mecaniza el trabajo, los
obreros se encuentran más y más sometidos a técnicas que escapan a su dominio, técnicas dirigidas
exclusivamente por los empresarios y contra los trabajadores. El poder político no hace más que
corresponden a esta edición). Edición en castellano: ¿Qué es la propiedad? Bs. As., Ed. Proyección, 1970.
prolongar y expresar estas relaciones de dominio enraizadas en la organización fabril. Por poseer
los poderes económicos que le otorga la propiedad, la clase capitalista, dueña de la fuerza colectiva,
ejerce un poder directo sobre el Estado, al que utiliza para mantener y afianzar sus privilegios.
Contrariamente a lo que sostiene el mito de la democracia, el Estado no se halla en manos de toda la
sociedad, no es la universalidad de los ciudadanos: está acaparado por la clase propietaria así como
el poder económico está acaparado por el capital; la opresión que se ejerce sobre los trabajadores en
la fábrica encuentra su expresión homologa en el despotismo político.
Por otra parte, corresponde al régimen de la propiedad una serie de mitos y creencias que
participan directamente del sistema económico y actúan en su defensa. En su gran obra La justicia
en la revolución y en la Iglesia (1858), Proudhon se interroga sobre la significación social del
cristianismo a mediados del siglo XIX, en un momento de la historia en el que se enfrentan el ca-
pital y el trabajo, la burguesía y el proletariado, la idea de justicia y la de Dios. Allí enuncia la tesis;
general de que el cristianismo se ha convertido en la teoría, la idea de esta sociedad de la desigual-
dad, fundada en el acaparamiento de las fuerzas colectivas. La religión afirma ser un conjunto de
dogmas y verdades, claro está; pero no hay idea que no tenga su origen y realización en la sociedad,
y los dogmas cristianos, como toda teoría común, guardan relación analógica con la totalidad social.
Al sostener la supremacía de un poder absoluto, trascendente respecto del ser humano, la religión
expresa las relaciones de subordinación social y política. Los dogmas de la gracia y de la fe re-
presentan las actitudes de obediencia y justifican el sacrificio de las libertades individuales en aras
de los poderes despóticos; al negar la autonomía de la razón colectiva, justifica la oposición a la es-
pontaneidad social. La Iglesia simboliza las relaciones sociales de dominio y es una de las fuerzas
opositoras del movimiento revolucionario.
Por otra parte, Proudhon rechaza las teorías que, escudándose tras una fraseología social, en
realidad no hacen más que mantener las relaciones que se dan en el régimen de la propiedad
privada. Así, reprocha a los saintsimonianos proponer una constitución jerárquica que sólo crearía
nuevas desigualdades y un nuevo estado feudal. A los fourieristas les censura su respeto a la
propiedad capitalista: una reforma de la producción, por profunda que sea, no modificará
radicalmente las relaciones sociales si no contempla, ante todo, la abolición de la propiedad privada
en su forma capitalista.
Proudhon niega la originalidad del concepto de comunidad, y ello constituye una de sus
principales objeciones contra esta teoría. Lejos de salir de los caminos habituales de la economía
política en búsqueda de una sociedad socialista que respete la responsabilidad y la libertad de los
trabajadores, la teoría comunitaria se limita a repetir, oponiéndose a ellas, las formas del sistema de
la propiedad privada. En vez de destruir la concentración que significa el monopolio, la comunidad
lo prolonga en su forma estatal; y en lugar de queda el despotismo inherente a la propiedad privada,
fortalece el poder gubernamental por imponer un régimen policial a toda la producción. El error
fundamental de las teorías comunitarias consiste en suponer que un poder intensificado, una
ampliación sin límites de los poderes centralizados pueden lograr aquello que concretará
únicamente la iniciativa siempre renovada de los trabajadores. Proudhon no se cansará de señalar,
particularmente con referencia a Louis Blanc, lo que estima es el engaño fundamental de las sectas
auto-tituladas socialistas: su ilusoria esperanza de conseguir con una reforma iniciada desde arriba
algo que sólo puede obtenerse mediante una transformación desde la base de las relaciones de
producción. En las obras y los artículos escritos durante la Revolución de febrero ( Confesiones de
un revolucionario, 1849; Idea general de la revolución en el siglo XIX, 1851), Proudhon no cesa de
poner en guardia contra este error de principio. Al dar más fortaleza al gobierno, al acordar el
mayor poder de iniciativa al Estado, se mantienen los moldes de la sociedad opresora y resultan
inevitables la consolidación del despotismo, el crecimiento de la burocracia y la multiplicación de
las fuerzas contrarias a las fuerzas productivas.
Sería misión de la ciencia social el descubrir las leyes de la organización del trabajo y servir
de teoría para la instauración de una sociedad liberada de sus alienaciones y contradicciones.
Cumpliría las funciones críticas a la par que las positivas necesarias para la acción revolucionaria.
Ante todo, pondrá en evidencia el desorden, el despotismo y la injusticia propios de la sociedad
capitalista. A diferencia de la economía política, que se limita a convalidar los usos de la economía
sin preocuparse ni de las consecuencias humanas del sistema ni de las secuelas políticas de la
anarquía industrial, la ciencia social mostrará la significación social del régimen de la producción,
señalando así la opresión y la explotación de él derivadas. No asumirá la tarea de justificar el orden
existente sino de defender a las clases oprimidas y atacar a los privilegiados. Además, destruirá las
utopías y las ilusiones, que sólo sirven para disipar las energías y retrasar el establecimiento de la
democracia industrial; apuntará en particular los errores de los demócratas, empeñados en creer que
la revolución política sería el medio necesario y suficiente para lograr el advenimiento de una
sociedad igualitaria, siendo únicamente la transformación general de las relaciones económicas la
que puede instaurar las condiciones requeridas para la conciliación social. Esta ciencia no debe
partir de hechos imaginarios sino del descubrimiento de las leyes sociales y económicas que se
manifiestan en la historia, aunque más no sea parcialmente y aun a despecho de la anarquía y del
desconocimiento de las leyes sociales. Contrariamente a lo que afirman los utopistas, vano sería
pretender organizar el trabajo como si nada del pasado anunciara su constitución futura: en medio
del desorden, los trabajadores se organizan 5 y surgen espontáneamente empresas, como ciertas
asociaciones obreras, que presentan ya el modelo de la democracia industrial. En general, la vida
económica y social tiene sus propias leyes, que conviene desentrañar más allá de las apariencias y el
caos. La ciencia social, así cimentada en el conocimiento de las necesidades y de las leyes, cons-
tituirá la teoría de la sociedad socialista y la idea de una práctica revolucionaria. No será sencilla-
mente el conocimiento de las necesidades económicas, sino una teoría de la sociedad tomada en la
totalidad de sus caracteres y, por tanto, una teoría del trabajo, del Estado, de la libertad, de las ideas
y de la moral, puesto que las diversas formas de la realidad son inseparables. En una palabra, será la
teoría de la justicia por mostrar el avance progresivo de las relaciones justas en medio de la
anarquía de las fuerzas económicas, así como la posibilidad de implantar la justicia mediante la
democracia industrial. En este nivel, la ciencia social se transforma en teoría social y en filosofía.
Efectivamente, la teoría revolucionaria no se limita a proponer un modelo de constitución econó-
mica; también rechaza todas las ideologías anteriores y resuelve los problemas que ellas suscitaban
sin hallarles solución. La filosofía revolucionaria, que se opone sistemáticamente a la religión, es-
boza una práctica económica y política, considera la lógica inmanente a la humanidad, define el ob-
jeto de la educación, desarrolla una moral de la acción individual y social, evalúa el sentido de la
evolución social en su integridad.
La amplitud del campo abarcado por las reflexiones proudhonianas nos obliga a puntualizar
cuáles son, entre los problemas que se presentan, aquellos que conciernen a la sociología y a preci -
sar qué papel toca a los estudios puramente sociológicos. Si positivista es la sociología que examina
los fenómenos sociales tratando de mantenerse en situación de exterioridad respecto del objeto ob-
servado, que repudia toda teoría interpretativa y describe los actos de hombres y grupos haciendo
abstracción de sus intenciones y significados, indudablemente la sociología proudhoniana no
responde a una inspiración positivista. Proudhon se entrega a la observación sociológica como
hombre de acción deseoso de participar en la defensa de las clases desamparadas: toda su obra
manifiesta una vocación militante y constituye un apasionado alegato contra la sociedad basada en
la propiedad privada y contra la autoridad opresora. No se crea, por eso, que reniega de las
formulaciones teóricas; demuestra que los hechos humanos, en su efectividad, realizan una lógica,
la lógica dialéctica, y que el conocimiento de tal teoría es indispensable para comprender la historia
con exactitud. La humanidad es lógica, los hechos económicos y sociales son la concreción de un
movimiento que es análogo al proceso del pensamiento; de ahí que el método dialéctico nos permita
descubrir una realidad compleja que la observación parcial no puede develar. La teoría es
indispensable para el conocimiento social, pues ella es inmanente al actuar de los hombres. Mas el
que el devenir humano tenga carácter dialéctico no implica que la historia siga necesariamente
cierto proceso evolutivo y que sea posible prever completamente el curso de los acontecimientos. Si
en sus primeros escritos Proudhon tiende a aceptar que la revolución es el resultado “fatal” y la
única resolución de las contradicciones económicas, después de 1850 se inclina a dudar del rigor de
las leyes de la evolución social y pone sus esperanzas en la iniciativa, la acción y la práctica de las
clases obreras para el logro de la mutación revolucionaria. La sociología proudhoniana no es
positivista ni en su intención ni en su método, ni en sus conclusiones.
5
Sistema de las contradicciones económicas, T. I. p. 75. Edición en castellano: Sistema de las
contradicciones económicas. Bs. As., Ed. Americalee, 1945.
La sociología de Proudhon se ubica en tres planos: el de la crítica, el de la teoría social y el
de la doctrina política. La crítica del capitalismo se extiende simultáneamente a la sociedad del
capitalismo; el estudio de las contradicciones pone de manifiesto las consecuencias negativas de
este sistema económico y demuestra que causa el enfrentamiento de las clases sociales. No debemos
considerar al capitalismo meramente como un conjunto de procedimientos y técnicas destinado a la
producción y distribución de las riquezas; constituye un sistema económico social en el cual las
relaciones entre las clases son el fundamento de las reglas económicas a la par que el efecto
incesantemente renovado de los métodos de producción y repartición. De ahí que las observaciones
sociológicas acerca de las clases, de la acción de individuos y grupos y de la evolución social del
sistema, desemboque inevitablemente en una violenta crítica de la injusticia y la miseria. Es
imposible separar la crítica económica del estudio sociológico, dado que el objeto del análisis es
precisamente mostrar que las contradicciones al parecer de orden económico son en realidad de
carácter social, contradicciones que involucran un enfrentamiento entre el capital y el trabajo, es
decir entre las clases dueñas de uno y otro. Del mismo modo, la crítica del Estado no será tanto una
crítica política cuanto una crítica social de la vida política: su finalidad no será examinar las formas
constitucionales ni definir cuáles el mejor tipo de gobierno sino considerar las estructuras políticas
dentro de la totalidad social y determinar de qué modo se interconectan la denominación política y
la económica, amén de estudiar su causalidad y dialéctica. El enjuiciamiento de la autoridad, de la
concentración de poderes, de la burocracia y de la colusión entre las distintas fuerzas dominantes
dará pie a un análisis sociológico que sacará a luz las relaciones existentes entre los poderes y las
diversas fuerzas sociales. Por lo demás, la crítica de las ideologías, particularmente del cristianismo,
no se referirá solamente al contenido de verdad o error de estas teorías intelectuales, también
buscará interrelacionar estos sistemas con la práctica social a fin de mostrar que una teoría se
constituye en idea de una sociedad y que, por ejemplo, hay correspondencia analógica entre el
dogma de las jerarquías sagradas y la organización social opresiva. Vemos, pues, que la parte crítica
de la obra proudhoniana —trate sobre la sociedad económica anterior a 1848, sobre la Revolución
de febrero o sobre la organización social del Segundo Imperio— propone una definición so-
ciológica de la sociedad francesa de mediados del siglo XIX.
En suma, esta sociología general tiene valor de fundamento para la elaboración de una
doctrina económica y política, para la formulación de planes revolucionarios. En este punto se
produce una ruptura explícita entre la sociología y la doctrina, entre la observación y el mensaje
revolucionario; sería misión específica de la ciencia social salvar esta fractura dentro de lo posible.
En tanto que la utopía crea una discontinuidad entre la ciencia de lo social y la reforma política, la
ciencia revolucionaria lograría una continuidad dialéctica entre la teoría y la práctica, entre la
conciencia de un pasado anárquico y la idea de una sociedad equilibrada. El proyecto
revolucionario proudhoniano se articula, en todos sus aspectos, en un conocimiento de lo social.
Según veremos luego, al tratar el tema más a fondo, la doctrina que postula el derecho de los
obreros a ser dueños y señores de la sociedad económica se funda en el análisis de la fuerza
colectiva: puesto que la producción es única y exclusivamente obra del trabajo, del esfuerzo
organizado de los hombres, es lógico que el producto del trabajo vuelva en su totalidad a los
verdaderos productores; por ser el trabajo un quehacer social, debe y puede ser socializado. La
doctrina de la democracia industrial, de la descentralización de responsabilidades y decisiones se
basa en una visión pluralista de la sociedad: la vitalidad y el dinamismo social van necesariamente
asociados a la pluralidad de centros de producción, en tanto que la falta de movimiento va unida a la
centralización autoritaria; por ende es preciso romper el totalitarismo de los monopolios y conferir
autonomía relativa a los grupos productores. La doctrina antiestatista y federalista se apoya en el
conjunto de los estudios sociales que demuestran que el Estado centralizado, aun el democrático, es
indefectiblemente opresivo y conservador. La doctrina económico-política permitirá,
recíprocamente, esclarecer la teoría sociológica, así como la deducción posibilita la mejor
comprensión de los principios, y aunque el estudio de la sociología de Proudhon no incluye la
exposición detallada de sus doctrinas, creemos útil resumirlas aquí en líneas generales.
Las conclusiones polémicas que Proudhon extrae de estas definiciones preliminares nos dan
una idea de la significación de éstas. Asevera insistentemente que el ser colectivo obedece a leyes
específicas determinables, pues desea demostrar que es imposible comprender lo social tomando
exclusivamente la actividad individual o atribuyendo la producción colectiva al aporte personal.
Con esto, Proudhon anuncia su propósito de utilizar la ciencia social para criticar al individualismo
y al liberalismo económico: al probar que el acto de producir es colectivo, mostrará que ningún
individuo tiene derecho a reclamar para sí una parte privilegiada; al probar que el producto es
esencialmente distinto de los aportes particulares, mostrará que la producción no debe recaer en las
manos de uno sino, por definición, en las de todos. Se adivina que esta definición de la fuerza
colectiva servirá para poner en evidencia cuán injusto es el acaparamiento individual de la
producción, como sucede en el capitalismo. En su crítica a la propiedad, Proudhon se esforzará en
demostrar que el capital no produce por sí mismo, que la producción es únicamente obra de los
trabajadores y el lucro, por tanto, un acaparamiento fraudulento. En un nivel más general, hará
comprender que ningún aporte personal, ni siquiera el de un inventor o un genio, puede reclamar
parte privilegiada de lo producido. Todo hombre que participa socialmente en la producción y el
consumo se convierte inmediatamente en deudor de una acción colectiva que nadie tiene de recho a
dominar ni acaparar. Según esto, la ciencia social conduciría automáticamente a conclusiones
socialistas, inherentes a ella.
Igualmente, el reconocimiento del ser colectivo como cosa específica conduce, ipso facto, a
la crítica de lo que Proudhon reúne bajo el rótulo de teorías de la trascendencia, a saber las
religiones y los estatismos. Recrimina a estas doctrinas el buscar los principios de organización
fuera de la actividad social, como si la sociedad debiera organizarse desde afuera según normas
trascendentales. La tradición religiosa supone que la verdad y la ley son dictadas a la sociedad por
la palabra divina, a través de una revelación. Todas las teorías estatistas, sean monárquicas o
democráticas, presuponen que el orden social procede de una disciplina exterior que emana de la
voluntad de un príncipe o de un gobierno. En cambio, Proudhon afirma que la sociedad posee vida
propia, que el trabajo se organiza según necesidades inmanentes y según sus propios requisitos, que
los grupos se integran y se dividen espontáneamente según leyes internas, y que los conocimientos
y las creencias surgen de la vida colectiva, todo lo cual vendría a probar que las doctrinas de la
trascendencia invierten los términos y atribuyen a una invención humana el poder de crear la
realidad social. De este modo Proudhon invita a efectuar una inversión epistemológica radical: en
vez de indagar sobre el sentido o la verdad de las religiones y de las constituciones políticas, mejor
será interrogarse acerca del dinamismo creador de la sociedad y tratar de comprender el movimiento
que lleva a una sociedad a crearse una religión o un Estado. En primer lugar, habrá de señalar cuáles
son las razones por las que una sociedad hace surgir de sí un poder que tiene por superior a sí
misma, habrá de apuntar cuáles son las condiciones que hacen posible esta alienación para luego
determinar las consecuencias de tal creación, que es simultáneamente una “exteriorización”. Hecho
esto, el reconocimiento de que la realidad social es una realidad específica servirá de punto de
partida para la crítica de las alienaciones.
6
De la creation de I’ordre dans l’humanité y Sistema de las contradicciones económicas.
la razón colectiva7. El trabajo constituye la fuerza dinámica básica, la “fuerza plástica” de la socie-
dad; de ahí que las relaciones generales entre grupos están determinadas por la división del trabajo y
la coordinación de las funciones y que las transformaciones de los modos de producción traigan
aparejada una mutación de las relaciones sociales. La modalidad del cambio y de la distribución, el
sistema de crédito y la integración de capitales, todos son factores que gravitan directa mente en la
actividad social; veremos que la modificación radical del sistema de crédito podría socavar los
cimientos de la economía capitalista. Las normas jurídicas y, en particular, el derecho económico
son resultado y expresión de la organización industrial; además, fijan sus modalidades. Finalmente,
la razón colectiva, las ideas —de las que depende especialmente la orientación de la enseñanza y de
las ciencias— influyen en la formación de la actitud colectiva ante las transformaciones sociales,
haciéndola favorable o desfavorable a ellas. Todos estos factores y movimientos van generándose
unos a otros y, al combinarse íntimamente, producen ese sistema organizado en el que los diversos
elementos responden a la totalidad. Tal correspondencia constante entre la parte y el todo evidencia
que el elemento es expresión de la organización general y viceversa, y permite considerar la
combinación social en su conjunto desde distintos “puntos de vista”. Así, estudiar la propiedad es
estudiar un aspecto de la economía, pero también descubrir en un elemento simple la situación de
las clases, el sistema político, la legislación y, por último, toda una filosofía social particular: de
igual modo, decir que la sociedad moderna está vinculada a determinado régimen de propiedad, a
cierto sistema político o a una ideología dada. Podríamos escoger cualquiera de estos elementos
como punto de vista para conocer la organización en su totalidad.
8
De la Justice dans la Révolution et dans l’Eglise,Tercer Estudio, T. II, p. 155.
La antinomia es el principio mismo de la vida y del cambio. En la sociedad existe un
movimiento permanente merced al conflicto entre los términos y a la multiplicidad de
antagonismos. Contra la teoría conservadora de la perennidad de las jerarquías sociales, Proudhon
aduce que todos los fenómenos sociales están en constante transformación, que las formas jurídicas,
políticas e ideológicas no escapan a los procesos evolutivos y son susceptibles de sufrir mutaciones
revolucionarias. Ello no quita que haya contraposiciones que se prolongan a través del tiempo en las
sucesivas estructuras sociales; algunas antinomias —la autoridad y la libertad, lo mecánico y lo
espontáneo— son tan generales que cabe aceptarlas como inherentes a la sociedad. Otras, que son
puramente históricas, serán superadas en una sociedad capaz de conciliar los extremos, como es el
caso de la antinomia del capital y el trabajo, de la burguesía y el proletariado. Resulta, pues, que la
dialéctica es simultáneamente, ciencia del cambio y ciencia de la continuidad; a ella corresponde
señalar aquello que, en la revolución social, ha de desaparecer definitivamente y aquello que,
integrado en un sistema distinto, deberá continuarse bajo formas renovadas.
Finalmente, el hecho que la realidad social pueda tomarse como totalidad dialéctica, como
una totalidad de antagonismos, intercambios o equilibrios, indica que existe una relación dada entre
la idea y lo real, entre la razón y la práctica social. En efecto, una relación social como el cambio o
la división del trabajo representa a la vez una realidad práctica y una lógica particular. El cambio es
una actividad material, una realidad, pero se lo puede expresar también en forma de “ecuación”
matemática, es decir como un conjunto de relaciones representadas en símbolos. No solamente es
posible describir la realidad con un lenguaje, es además necesario considerar la relación lógica
como cosa inmanente a la práctica: el acto social es a un tiempo realidad y forma lógica. Al
constituirse en el equilibrio o el antagonismo, la realidad social se crea simultáneamente en su
realidad y en su idealidad, de allí que pueda verse todo el sistema económico como sistema lógico,
a condición de abandonar la lógica tradicional y reconocer la pluralidad de las dialécticas. Así, la
realidad social posee un carácter particularísimo que es misión de la ciencia definir exactamente.
Aparece, por una parte, como una realidad que se impone al sujeto y que el espíritu no puede
transformar arbitrariamente, pero no se la puede reducir a un caos de fuerzas materiales que la razón
debería estudiar como objeto. Por otro lado, configura un sistema lógico, mejor dicho, una idea,
puesto que la contradicción, el antagonismo, el equilibrio, la igualdad, son relaciones racionales: y
sin embargo la sociedad no podría reducirse a un sistema de representaciones. Aquí Proudhon
recurre momentáneamente a fórmulas propias de las filosofías materialistas o de las idealistas,
cayendo aparentemente en un contrasentido; ora afirmará que el trabajo y la organización de la
producción son una fuerza, la fuerza predominante; ora tomará a la sociedad como una idea, cual si
la célula del tejido social fuera de naturaleza intelectual. No todas sus formulaciones sobre el tema
son, según verificamos, perfectamente claras; y algunas, aisladas de su contexto, parecen nacidas de
una teoría intelectualista. En rigor, se esfuerza por definir un concepto dialéctico que haga de la
organización social un tipo de ente específico: la sociedad es una realidad irrefutable, como lo
demuestra la constancia de las relaciones de solidaridad o la creación de la fuerza colectiva; pero
también es una idea, dado que las relaciones sociales reproducen una lógica cuyas estructuras son
análogas a las de la razón.
CAPITULO II
LA SOCIOLOGÍA ECONÓMICA
1. Crítica de la propiedad
Proudhon aborda la crítica de la economía capitalista con un violento ataque contra la propiedad
privada. La propiedad es, como afirman los teóricos conservadores, el principio, la base de la
sociedad y el problema más importante de la cuestión social: pero no es el fundamento de una
sociedad conciliada, sino, por el contrario, el cimiento injustificable en teoría y en práctica de una
sociedad contradictoria, donde reina la desigualdad. Juzgar la propiedad privada significará criticar
a la sociedad en su conjunto, en sus bases económicas y sus justificativos racionales 10.
10
“En nuestro concepto, la cuestión social se resume por entero en la propiedad”. Banque d’échange (1848),
Lacroix, T. VI, p. 170.
11
"La propiedad es el derecho a la ganancia gratuita, es decir la facultad de producir sin trabajar”. Primera
memoria.
que no ha producido, quedará probado que la propiedad es un robo. Tal hará la teoría de la fuerza
colectiva.
14
“Es sobre todo en la familia donde se descubre el sentido profundo de la propiedad”, Sistema de las
contradicciones,. Cap. XI, La propiété, T. II, p. 196.
15
“Por tanto, la propiedad obstaculiza el trabajo y la riqueza, obstaculiza la economía social”. Ibid., p, 214.
16
“Así, la propiedad separa al hombre del hombre...”. Ibid., p. 220.
empresa, la gran empresa busca exclusivamente reunir beneficios, pero es aún más repudiable,
menos accesible a la piedad, más inflexible en su afán de lucro.
Yendo más allá del limitado problema de la propiedad, Proudhon se propone demostrar en
Sistema de las contradicciones económicas o filosofía de la miseria (1846) que el régimen
económico está totalmente constituido por fuerzas o términos antagónicos, y que esas
contradicciones, que desgarran a la sociedad económica, provocan la miseria y la subordinación de
las clases trabajadoras. Aunque habla de contradicción económica para dar a entender que intenta
estudiar los conflictos relativos al trabajo, la producción y la circulación de las riquezas, Proudhon
confiere a esa expresión un sentido que entra más bien en el campo de la socioeconomía o de la
sociología económica que en el de la economía política. La contradicción no nace de un sistema en
el cual los medios y los fines conciernen exclusivamente a la producción y la circulación sino de
una totalidad social cuyos términos se encuentran en conflicto. La oposición entre el capital y el
trabajo es, sin duda, un fenómeno económico; más no la abarcaremos cabalmente si no la
relacionamos con la división general de la sociedad en propietario y no propietario, en burguesía y
proletariado. En sus estudios, Proudhon pasa incesantemente del análisis económico —como el del
valor o del impuesto— al análisis de los antagonismos y de las relaciones sociales que les dan
sustento. Cuando trata de desenmascarar a la economía política clásica que, a su juicio, oculta las
consecuencias humanas del régimen de la propiedad, muestra la inserción social de la economía al
probar que por encima del simple enfrentamiento económico hay un profundo enfrentamiento
social. Tan pronto se detiene en problemas particulares de orden técnico o financiero, la división del
trabajo o la balanza comercial, tan pronto refiere estos fenómenos parciales a los objetivos de la
sociedad en su conjunto y a sus conflictos. Más que describir el sistema de las contradicciones
económicas, la obra busca estudiar el sistema social de las contradicciones y formular así una
denuncia contra él, demostrar que el régimen de la propiedad provoca necesariamente una oposición
entre las clases sociales amén del acaparamiento de las riquezas, con sus concomitantes: la pobreza,
el despojo, el despotismo, la explotación del hombre por el hombre.
Las contradicciones se sitúan en dos niveles: entre los términos económicos o "épocas” y
dentro de cada término considerado. Tras discutir la teoría del valor, Proudhon distingue diez
épocas sucesivas: la división del trabajo, las máquinas, la competencia, el monopolio, las
contribuciones, la balanza comercial, el crédito, la propiedad, la comunidad y la población. En el
plano de las contradicciones generales, cada término sería antagónico del anterior; así, el
17
La propiedad “no constituye todo el sistema. Vive en un medio organizado, rodeada de cierto número de
funciones análogas e instituciones especiales..., con las cuales, en consecuencia, debe contar”. Théorie de la
propriété, Lacroix 1866 pp. 176-177.
maquinismo habría surgido como respuesta a la división del trabajo, y el monopolio se opondría
dialécticamente a la competencia. Marx no dejó de poner de relieve el carácter artificial de algunas
de estas dialécticas; observa, por ejemplo, que lejos de contrarrestar la división del trabajo, el
maquinismo puede ahondarla18. En rigor, el orden en que Proudhon dispone las diez "épocas” y la
formulación de ciertas contradicciones obedece más bien a un afán de exposición lógica, sin ser fiel
reflejo de lo observado. Con todo, por discutible que se nos aparezca en esta obra, la metodología
de Proudhon permite hacer resaltar violentamente las contradicciones fundamentales del
capitalismo competitivo. Así, la dialéctica de la competencia y el monopolio dará pie para subrayar
la necesidad del antagonismo entre los dos términos: cada uno de ellos responde a funciones
imprescindibles y se contrapone obligadamente a su opuesto. En el régimen de la propiedad, la
competencia es tan esencial para la producción como la división del trabajo; corresponde a ésta y la
confirma, posibilita la fijación de los valores y asegura el dinamismo espontáneo de la economía
por otorgar libertad a los productores y enfrentarlos. Al preparar el terreno para la libre
competencia, la Revolución de 1789 no hizo más que concretar una exigencia fecunda de la
economía social. Esta libertad, empero, contiene su propia destrucción por obra de los conflictos y
males que ella misma causa. Lleva implícito el monopolio, su contrario, ya que cada centro de
producción tiende a erigirse en productor exclusivo: ante las dificultades y las pérdidas producidas
por la competencia, los capitalistas tienden a coligarse. El monopolio confiere al feudalismo
industrial un poder absoluto sobre los valores y el trabajo, de lo que resulta un aumento de los
precios y de la desocupación. Vemos, pues, que el sistema económico se debate entre dos principios
antitéticos igualmente necesarios, en una contradicción inevitable e inabolible dentro del régimen
de la propiedad: que sólo exista la competencia es tan imposible como absorber totalmente los
conflictos en un monopolio exclusivo. Ambos principios subsisten en permanente pugna, en un
conflicto causante de males económicos y sociales.
La crítica proudhoniana prosigue luego con el análisis de cada una de las antinomias de la
economía basada en la propiedad privada. La competencia es expresión de la espontaneidad de la
actividad económica y signo de libertad, pero librada a sí misma profundiza el pauperismo y
agranda la ya enorme desigualdad de riquezas. El monopolio favorece la estabilidad de la
producción, mas lleva al summum el aplastante poder de los industriales y la esclavización de los
20
“No podemos dejar de reconocer en la división del trabajo, como hecho general y como causa, todos los
caracteres de una ley; mas, dado que esta ley rige dos órdenes de fenómenos radicalmente inversos y que se
destruyen mutuamente, debemos admitir también que se trata de una ley de una especie desconocida en las
ciencias exactas; que se trata, cosa extraña, de una ley contradictoria, de una contraley, de una antinomia”.
Ibid., p 140.
21
Ibid., p. 194.
obreros. Los impuestos y el crédito deberían compensar los perjuicios del desarrollo industrial; en
rigor, sólo sirven para aumentar las cargas de los trabajadores y multiplicar las fortunas particulares.
Sistema de las contradicciones pinta el dramático cuadro de una sociedad pobre en solidaridad
humana, víctima de la inarmonía y juguete de las contradicciones: la actividad económica es
caótica, desordenada, reinan la explotación y el robo en todas sus formas; y para peor, cada
tentativa de cambio, cada modificación del sistema sólo logra acrecentar las tensiones y las
iniquidades sociales, puesto que se inserta necesariamente en la trama de las contradicciones.
Por encima de las oposiciones particulares está la separación de la sociedad en dos clases
antagónicas correspondientes al capital y al trabajo, la que resume y representa el cuadro social de
las antinomias, de las que es consecuencia. En efecto, por aplicarse dentro de una sociedad cuya
norma general es el robo y la explotación del trabajo, los principios económicos producen
incesantemente un ahondamiento del antagonismo social. La división del trabajo y la creciente
descomposición de las tareas convierten al antiguo artesano en simple mano de obra, un proceso
que envilece al trabajo y al trabajador, provoca el descenso de los salarios y así una mayor
diferencia entre ricos y pobres. La máquina subordina al obrero a los instrumentos y las técnicas
acaparadas por el capital, con lo cual consolida el poderío del propietario e instaura in salvables
relaciones de sometimiento y de jerarquía. El monopolio, por otorgar al capital plena libertad para
fijar sus beneficios sin ninguna consideración por el interés público, lleva a sus extremos el robo de
la fuerza colectiva que efectúa todo propietario. El monopolio es la clara realización de este error
de cuentas, de esta desproporción entre la suma de los salarios individuales y la de los valores
producidos. Según el axioma de Adam Smith, todo valor vale lo que el trabajo que lo ha creado y,
por tanto, la justa retribución del trabajador sería, deducidos los gastos y los excedentes necesarios,
la parte proporcional del valor producido que le corresponde. Tal axioma se ve radicalmente negado
por el monopolio, que dispone de los beneficios a su arbitrio y apenas si devuelve al obrero un
salario que no guarda proporción ninguna con los valores que éste crea, proceder que condena al
proletariado a no poder siquiera adquirir lo que él mismo produce.
De tal modo, cada época del sistema económico confirma la separación de la sociedad en
dos clases antagónicas y la explotación socioeconómica del proletariado. En lo social, los
mecanismos de la economía reducen irremediablemente al proletariado a un estado de
subordinación: la degradación, el envilecimiento, el embrutecimiento, la sumisión a las jerarquías,
privan al obrero de la participación directa propia del artesanado. En lo económico, la estafa de que
es víctima el asalariado por obra del robo capitalista le impide rotundamente el acceso a lo que
produce. Por ser el lucro capitalista simple y llanamente un despojo, la retención indebida de algo
ganado por el trabajador —según afirma Proudhon en su Primera memoria—, resulta evidente que a
éste se le arrebata una parte de su trabajo. Condición sitie qua non para que el capital obtenga
beneficios, es que el obrero esté absolutamente imposibilitado de comprar el fruto de su labor. Si,
descontado el excedente que debe dejar todo trabajo y corresponde deducir de los salarios, los
operarios recibieran en su integridad aquello que producen, la propiedad desaparecería de raíz
inmediatamente. Luego, para que haya propiedad privada es menester que el proletariado carezca de
poder adquisitivo, que se prive al trabajador de lo que produce a fin de que su miseria contrapese la
riqueza de los propietarios.
Proudhon, que describe con exactitud la dinámica de los antagonismos, es menos preciso en
sus indicaciones acerca de la probable evolución de la economía basada en la propiedad. Con todo,
surge de sus análisis que el sistema como totalidad contiene en sí un doble movimiento
contradictorio de destrucción y composición: por una parte, las crisis, la pauperización, la
disminución de las tasas de beneficio, tienden a acrecentar las tensiones y preparan el terreno para
la hecatombe; por otra parte, las trasformaciones de la propiedad y la tarifación de los productos
anuncian el advenimiento de una sociedad económica fundada en principios radicalmente distintos.
En la anarquía capitalista hay crisis periódicas debido a que la producción no puede ser
consumida en su totalidad. Durante los períodos de actividad, la sociedad entera trabaja y produce
como si todas las clases sociales tuvieran capacidad adquisitiva; los empresarios, para quienes la
producción en gran escala significa mayores ingresos, se esfuerzan por aumentarla al máximo. Pero,
cuanto más se produce, más se prepara la crisis, ya que, dentro de una organización social que no
permite la salida total de los productos, la venta chocará filialmente con la falta de mercado. La
crisis afectará moderadamente al pequeño campesino, que no depende tanto del derecho a la
ganancia gratuita; pero caerá con todo su rigor sobre los industriales y los jornaleros que ellos
ocupan. Tras el fracaso de la Revolución del 48, Proudhon quedó convencido de que el desarrollo
industrial predice crisis aún más violentas que las del pasado: la concentración del capital, el
crecimiento del número de asalariados, el debilitamiento de la población rural, el sometimiento de
la agricultura a las fuerzas financieras, son todos factores que, por contribuir a poner los poderes
económicos en pocas manos, favorecen la repetición y proliferación de las crisis.
Proudhon no afirma que el pauperismo crece obligadamente en la misma medida que las
trasformaciones económicas; dice, sí, que no puede desaparecer porque está orgánicamente ligado
al mecanismo del acaparamiento capitalista. No obstante, el hecho de que haya cada vez más
asalariados, que el campesinado vaya perdiendo posiciones y el capital se concentre cada vez más,
induce a pensar que la pobreza alcanzará a mayor cantidad de personas, lo que verifica la antinomia
según la cual el aumento de la miseria corresponde al de la riqueza 22.
Para terminar, Proudhon incluye entre los signos de derrumbe del régimen de la propiedad
la ley económica de la reducción de las tasas de interés: la multiplicación de los préstamos de ca-
pital, su mutua competencia y su creciente circulación impondrían la progresiva disminución de las
tasas de interés. Y dado que este robo es la razón fundamental del antagonismo social, el que tal
descenso haya de cumplirse ineluctablemente hace creer que se acerca el fin de la economía basada
en la propiedad.
No se crea que sólo las utopías socialistas impugnan la propiedad privada; esta también ha
sido atacada en el plano de la teoría y el de la práctica en el propio seno del régimen de la propie-
dad. Ya en el siglo XVIII, los teóricos fisiócratas exigían que la carga de los impuestos recayera ex-
22
“En la sociedad actual, el avance de la miseria es paralelo y correspondiente al de la riqueza”. Sistema de
las contradicciones, T. I, p. 89.
clusivamente sobre los terratenientes y que la industria fuera declarada libre; demandaban que se
favoreciera a los trabajadores y se tomaran medidas contra el monopolio propietario. De igual mo-
do, los economistas liberales que reclaman que se agoten todas las posibilidades del laissez-faire, es
decir que se quiten las trabas que limitan la libertad de producción y de comercio, a fin de cuentas,
combaten los antiguos monopolios y esperan multiplicar las formas de posesión individual. Por su
parte, al sostener que el trabajo es la única medida de los valores, Adam Smith y Ricardo dejan
sentado que la propiedad privada es el robo del trabajo obrero y definen los principios de una
economía verdadera, en la que los valores se fijarían en base al trabajo que los crea. La impugna-
ción no es menos decisiva en el terreno de la práctica. Visto cuánto atenta la propiedad absoluta
contra el interés general, se hizo necesario que los poderes públicos decretaran el derecho de expro-
piación, negando así el principio fundamental de la propiedad. Con decisiones de esta naturaleza, la
sociedad reniega de los mismos principios sobre los cuales pretende basarse; la legitimidad
incontrovertible de la propiedad y el derecho soberano de disponer de los bienes considerados
propios. Todo esto pone en evidencia el carácter contradictorio de la propiedad y demuestra que ella
es “imposible”, tanto de hecho como de derecho; pero también preanuncia su inevitable abolición,
la desaparición de toda ganancia gratuita en una sociedad nuevamente dueña de todo cuanto el
sistema de la propiedad le arrebata.
De este modo, el estudio de las contradicciones económicas muestra las antinomias del
sistema, la imposibilidad de la sociedad de llevar a cabo sus propios fines debido a la existencia de
la propiedad, y también la realidad de las leyes económicas, a las que no podría sustraerse la
democracia industrial. Por consiguiente, la revolución social ha de traer una “mutación” radical de
las formas económicas y sociales: es menester “que una fuerza mayor trastorne las fórmulas
actuales de la sociedad”24, escribe Proudhon. Pero también es necesario que la revolución se funde
en las leyes objetivas de la economía, de las que la anarquía capitalista nos da una imagen invertida.
23
De la création de l’ordre, p. 311; Sistema de las contradicciones, T. I, pp. 105-118.
24
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 348.
La solución no consistirá, pues, en rechazar principios económicos tales como la competencia o la
división del trabajo, ni en conquistar las fuerzas económicas para ponerlas al servicio de una clase
nueva, sino en someter las potencias sociales y económicas al trabajo colectivo. Es preciso que el
trabajo, “mediante una sabia combinación... entregue el capital y el poder al pueblo”25.
Uno de los argumentos que anima todo debate contra los partidarios de las reformas
políticas es el que señala la importancia decisiva de la economía dentro de la totalidad social.
Proudhon ataca sin descanso la absurda idea de que el cambio político basta para modificar las
relaciones sociales y constituye de por sí una revolución verdadera. No, la revolución debe ser ante
todo social, mejor dicho económico-social, y sólo la transformación de las relaciones de
producción, la organización del trabajo, puede destruir de raíz al régimen de la propiedad y acabar
con la explotación del hombre por el hombre. Aquí retoma el concepto sociológico intuitivo de
Saint-Simon, según el cual las verdaderas fuerzas de la sociedad no son de ninguna manera los
poderes políticos sino las fuerzas económicas de la industria. “La unidad constitutiva” de la
sociedad no es ni la familia ni el poder estatal: es el taller; y las relaciones que se establecen entre
los distintos centros de trabajo, entre propietarios y trabajadores, entre productores y consumidores
son las únicas que conforman la sociedad en su conjunto 26. Los tradicionalistas, que toman a la
familia como base y modelo de la organización social, proponen una imagen de la sociedad que va
contra las tendencias modernas. Con su unidad orgánica y sus vínculos de subordinación, la familia
fue el modelo de las sociedades antiguas y feudales fundadas en relaciones de soberanía y
autoridad, y éste es precisamente el tipo de organización que las democracias modernas tienden a
abolir. Los utopistas que sueñan con una sociedad constituida como una gran familia unida por
lazos fraternos, también están equivocados por ignorar que el fundamento social, el taller, no es una
unidad homogénea sino una suerte de coalición en la que cada uno es retenido por su propio interés.
Los economistas demostraron plenamente la importancia de las funciones económicas', mas no
supieron comprender que todas las relacione, sociales dependen de ellas; y se negaron a inquirir
acerca de la naturaleza del Estado, cual si esas funciones no tuvieran nada que ver con las poli ticas.
Ahora bien, según prueba ya la Primera memoria, estudiar la relación económica como la
propiedad privada significa en realidad analizar una relación social más general, a saber aquella que
divide a la sociedad en propietarios y trabajadores; significa también desentrañar el fondo de la
relación política entre gobernantes y gobernados y, como corolario, escudriñar el sentido de las
ideas morales de justicia y de injusticia. En resumen, plantear el problema de la propiedad es plan-
tear el problema de la constitución social en su conjunto. El taller no es sencillamente un centro de
producción, sino el centro social de producción en el que se establecen relaciones humanas
particulares, ya de igualdad, ya de subordinación; las relaciones entre los centros productores no son
25
Ibid.
26
“La unidad constitutiva de la sociedad es el taller”. Ibid., p. 238.
simplemente nexos económicos sino vínculos entre grupos sociales. Según vimos al referirnos al
maquinismo, las relaciones de autoridad se instauran dentro del taller y es allí donde surgen las
relaciones de autoridad política: poder, autoridad, soberanía, son otros tantos nombres de la subordi-
nación económica creada por el capital, el monopolio y la propiedad27.
La utopía comunista comete el error de querer aniquilar las antinomias con una nueva
autoridad y destruir la dinámica de las contradicciones en una síntesis estatal; ahora bien, el
movimiento social no puede sostenerse sino merced al libre cambio entre los diversos centros de
producción y entre los distintos productores autónomos. La solución del problema social no consiste
en quitarles autonomía a los productores sino en obtener el equilibrio entre ellos, un equilibrio que
27
Ibid., p. 195.
aparejaría la socialización del trabajo a la vez que su emancipación. Los economistas liberales se
equivocan al pretender basar la economía en un elemento simple, cual la propiedad, y negar con ello
las oposiciones dialécticas y sus leyes; al quedarse con un solo término, que conduce fatalmente a la
usurpación y el despotismo, el economista se incapacita para descubrir el incesante movimiento so-
cial que destruye el principio, dialectizándolo. La teoría de la propiedad y la teoría comunista come-
ten, en rigor, el mismo error; la una por no admitir la dialéctica, la otra por confundir la síntesis con
un unitarismo doctrinario. Ambas desembocan en lo mismo: fundan la economía y la sociedad en la
coacción y la fuerza. Una sociedad económica que concrete a la vez las aspiraciones de los
trabajadores y las leyes de la economía exige todo lo contrario, es decir que se conserve la
pluralidad y autonomía de los centros de producción cuidando que cada uno respete y equilibre la
libertad del otro, que se establezca una oposición y un equilibrio entre las libertades. Una economía
descentralizada y no autoritaria como la descrita, en la que los trabajadores —actuando
independientemente o unidos en compañías obreras— serían los únicos dueños de lo que producen
y, en consecuencia, los únicos amos de la sociedad entera, significaría la realización de la anarquía
positiva28. Cuando se proclama anarquista, Proudhon quiere dar a entender que, de hecho y de
derecho, la economía socialista —llámese asociación progresiva, mutualidad o federación agrícola e
industrial— debe traer consigo la desaparición de toda forma de mando y coacción, y ha de restituir
a los productores el poder social que la propiedad y el Estado les han enajenado. Con su sola
actividad, la organización autónoma de los trabajadores asociados anularía toda autoridad falaz y
exterior, la propiedad, el gobierno o la religión. La realización de la dialéctica negativa29, de la
dialéctica de los antagonismos en un equilibrio antiautoritario, correspondería a la verdadera
emancipación de los trabajadores, a la desaparición de todo absolutismo económico o político.
Dicha democracia industrial pondría en práctica tres principios justificados por el análisis
socioeconómico: la igualdad, la libertad y la responsabilidad. La igualdad de los productores se
deduce del hecho primordial de que el acto de producir es colectivo y no, como pretende la teoría de
la propiedad, individual. La teoría de la fuerza colectiva puso en evidencia que la unión de los
esfuerzos da nacimiento a una potencia cualitativamente distinta de la acumulación o la suma de los
aportes individuales; por eso, ningún trabajador, sea empresario o proletario, puede reclamar como
suyo el resultado final, y quien lo acapara comete un robo, porque es, en esencia, propiedad de
todos30. Los obreros que participan en la creación de un producto, del que son únicos autores dado
que el capital nada produce por sí mismo, deben ser sus únicos beneficiarios. Más exactamente,
como todo grupo de operarios utiliza medios que han sido acumulados por trabajos anteriores y, por
tanto, está en deuda con la sociedad, la producción colectiva debe corresponder a sus verdaderos
artífices, que son todos los trabajadores. En tanto participantes en una obra eminentemente colecti-
va, todos los trabajadores son fundamentalmente iguales y llenan funciones tan diversas como im-
prescindibles. A este principio, los defensores de la jerarquía de las funciones —tales como los
saint-simonianos— objetan que la desigualdad de capacidades y talentos justifica y cimenta la
desigualdad de condiciones. Esto, argumenta Proudhon, no es más que un prejuicio sostenido por
quienes tienen interés en mantenerlo. Decir que existen diferencias de capacidad que justifican las
28
Solution du probléme social, (1848), Lacroix, T. VI, p. 87.
29
Expresión que Georges Gurvitch emplea adecuadamente para caracterizar la dialéctica proudhoniana.
Dialectique et Sociologie, París, Flammarion, 1962, p. 105. Edición en castellano: Dialéctica y sociología.
Caracas, Ed. Universidad Central de Venezuela, 1965.
30
“Por ser todo capital, ya material, ya intelectual, una obra colectiva, constituye una propiedad colectiva”.
Primera memoria, p. 238.
diferencias de salarios, equivale a suponer que el trabajo es una guerra en la que se disputan
premios que conquistan siempre los más capaces31; de ser el trabajo un combate, no sería una pugna
entre productores sino la lucha de todos los hombres contra la naturaleza, una lucha en la cual se
coordinan y unen todas las funciones. Innegablemente, el carácter colectivo del trabajo impone la
igualdad: tanto el obrero como el empresario están asociados en una actividad que los solidariza.
Proudhon no infiere de ello que la igualdad absoluta de salarios deba ser regla imperativa y base
para fijar las normas de la distribución; por el contrario, reconoce que es necesario y conforme a la
ley de igualdad que la retribución del trabajo se rija según un principio de proporcionalidad. Su
intención es mostrar que, siendo el trabajo una actividad social que integra a todos los participantes
en un intercambio de servicios, preciso es considerar a todos los productores como asociados que se
encuentran en un mismo plano. Dado que en la actividad en común todas las funciones están funda-
mentalmente entrelazadas y son en esencia indispensables, por ser el salario la recompensa corres-
pondiente a un servicio prestado, es lógico que las retribuciones sean iguales, al menos dentro de lo
que permiten las anomalías o los males de los que la sociedad debe hacerse cargo. La base del
salario no ha de ser una estimación arbitraria dictada por los privilegios y los prejuicios, sino por el
tiempo de trabajo, cuya unidad es la jornada laboral. Al afirmar que todo producto vale lo que
cuesta, lo que el trabajo insumido en su producción, la economía política dejó sentado que no puede
haber otro criterio que el tiempo de trabajo y, con ello, la igualdad de las jornadas de labor, cual-
quiera sea la índole del trabajo efectuado 32. Con el movimiento del trabajo y la erradicación del
parasitismo propietario se impone una igualdad de condiciones que culminará con la asociación de
los trabajadores.
31
Ibid., p. 219.
32
“De suerte que la economía política afirma desde el principio... la igualdad de condiciones y de fortuna”.
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 129.
33
“No es cuestión de matar la libertad individual, sino de socializarla”. Ibid., p. 97.
34
Idee générale de la Révolution au XlXe siécle, p. 188.
tisfaría las exigencias de igualdad y de libertad simultáneamente. En este tipo de contrato, los par -
ticipantes tienen necesariamente el mismo grado de interés. Y ahí está la diferencia con el contrato
político de Rousseau. Por éste, el ciudadano aliena una parte de su libertad en beneficio de una con-
traparte aleatoria, mientras que por el contrato social, los contratantes se obligan a un intercambio
en plano de igualdad: la medida del derecho de cada uno está determinada por la importancia de su
aporte. Además, en el contrato social, los participantes discuten y aceptan libremente los términos
del convenio, ninguna autoridad exterior ejerce coacción sobre ellos. Cada uno conserva ín-
tegramente su libertad, porque acepta por propia voluntad cumplir lo pactado y se compromete a
proporcionar sólo aquellos servicios o productos que estipula expresamente el acuerdo. Esta forma
de contrato, igualitaria y libre, es la única que puede darle mayor libertad al hombre. El contrato so-
cial, verdadero cimiento de la república industrial, serviría para crear una sociedad solidaria y libre,
en la que la socialización de la libertad no afectaría a las libertades individuales. El contrato político
—monárquico o democrático— tenía por fin instituir una autoridad, y por efecto restringir la
libertad individual; el contrato social, cuyo objeto es la libre fijación de los cambios, tiene como
condición y como consecuencia el respeto de la verdadera autonomía de los productores.
Para Proudhon, esa libertad que reclama un respeto absoluto, es la que se manifiesta en el
acto de producir, es una libertad organizadora. A su ver, tanto la propiedad privada como la
comunidad tienen el defecto de no dar al trabajador participación personal ni responsabilidad en las
actividades económicas. El sistema de la propiedad excluye al trabajador de la parte organizativa,
exclusión que se agrava más aún con la división del trabajo y la mecanización. Darle libertad al
productor significa devolverle su responsabilidad en la parte organizativa de la producción, es
trasformar las condiciones de trabajo en una “gerencia responsable”35, otro de los significados de la
anarquía positiva. En lo que respecta a los productores aislados, tales como el pequeño campesino,
la autonomía quedará establecida tan pronto como cese la explotación por parte de; los propietarios,
puesto que el contrato sólo atañe al cambio y le (leja al campesino la libertad de organizarse a su
voluntad36. También en las grandes empresas —minas, ferrocarriles, industrias— es practicable el
principio de responsabilidad: debe ponérselas en manos de compañías de trabajadores
responsables37. En vez de pertenecer a un propietario capitalista, la empresa pasará a ser patrimonio
de una sociedad obrera encargada de dirigir y organizar libremente su producción, según las reglas
de la competencia y del contrato. De esta manera, el obrero dejará de ser un asalariado porque parti-
cipará en las ganancias y pérdidas de su establecimiento, tendrá voz en el consejo directivo, elegirá
a los dirigentes temporarios, en una palabra, intervendrá directa y efectivamente en las activi dades
de la industria en la que trabaja. Además, recibirá una educación que le permitirá recorrer todos los
tipos de trabajo y tomar parte en todos los aspectos del trabajo colectivo.
Los principios de igualdad, libertad y responsabilidad de que nos habla Proudhon nos dan la
pauta de lo que éste propone: una inversión radical de las formas de la vitalidad social. El régimen
de la propiedad y la teoría de la comunidad someten al trabajador a uña autoridad que se arroga el
35
De la création de l’ordre, p. 422.
36
En rigor, la dirección de la empresa agrícola sería confiada al padre de familia, pues Proudhon justifica la
autoridad paterna y hace violenta profesión de antifeminismo. Su defensa de la familia patriarcal le ha ganado
muchas críticas. Recordemos que, sin dejar de hacer la apología de la familia, señala que sería un error
tomarla como célula constitutiva de la sociedad. En su opinión, las relaciones de autoridad existentes dentro
de la familia no deben de ninguna manera trasladarse a da vida social.
37
Idee genérale de la Révolution, p. 276.
derecho de dirigir la economía y reducirlo al rango de mano de obra y de asalariado. Por su parte,
las teorías políticas, sean monárquicas o democráticas, suponen que la política es el centro
generador de la vida social y que conviene enajenar los derechos de los ciudadanos a una jerarquía
gobernante. En cambio, la anarquía exige que la jerarquía gubernamental sea sustituida por la
organización económica, para lo cual han de entregarse las riendas de la economía a los produc tores
independientes y asociados, quienes así se harán también cargo del destino de la sociedad toda. El
anarquismo no espera que la vida social descienda de los poderes constituidos, pretende que surja
de sus propias bases, que “despunte” desde abajo38.
Entre 1840 y 1865 el modelo de la república industrial y los medios de llevarla a la práctica
sufren cierta evolución que no afecta en nada a los principios fundamentales arriba esbozados.
Antes de 1848, en sus Carnets, Proudhon proyecta una asociación que designa indistintamente con
los términos de asociación progresiva, asociación obrera, sociedad progresiva, mutualismo y
mutualidad. Planea incitar a los trabajadores a tomar la iniciativa de formar uniones de productores
y consumidores según el principio de cambio recíproco. La asociación tomaría como punto de
partida la teoría de intercambio que postula que éste ha de realizarse en especie, producto por
producto, es decir, en realidad, trabajo por trabajo. Al agruparse así, los productores se
comprometerían a trocar las mercancías a precio de costo, calculado como cantidad de trabajo
invertido en ellas. De esta suerte, los trabajadores contarían con un mercado seguro, tendrían
garantizada la posibilidad de producir y de recibir y no estarían obligados a esperar hasta formar un
capital: la sociedad crearía su capital a medida que acumulara trabajo. El cambio de productos a
precio de costo provocaría una baja de los precios por eliminar el robo perpetrado por la propiedad
y las distintas formas de lucrar, lo cual permitiría una rápida expansión de la asociación. Proudhon
abriga la esperanza de que, al ir tomando incremento, la asociación se convierta en una implacable
máquina de guerra que logre demoler el régimen de la propiedad: incapaces de competir con los
precios bajos de las mutualidades, los propietarios perderán su clientela y deberán someterse al
nuevo régimen económico, que poco a poco se adueñará, por la fuerza o pa cíficamente de la
sociedad íntegra. Subraya entonces que es requisito esencial para el buen funcionamiento de la
asociación obrera la creación de una contabilidad perfecta. En efecto, como cada productor y centro
de producción debe llevar cuenta exacta de sus intercambios, de su debe y haber, y como esta
rendición de cuentas tiene que poder ser conocida por todos, el establecer una con tabilidad rigurosa
es sin duda condición fundamental para el justo funcionamiento de la economía.
Guiado por el propósito de poner sus principios en aplicación, Proudhon funda en 1840 el
Banco del Pueblo, por cuyo intermedio los productores practicarían el crédito mutuo y el cambio
igualitario. Este banco, fundado sin capital, tendría por única misión servir de intermediario entre
los productores, y entre éstos y los consumidores; no prestaría sumas de dinero para exigir intereses
por ellas, sino que pondría en circulación bonos de cambio garantidos por los productos. Sin
arriesgar ningún capital, cada adherente, productor individual o colectivo, obtendría un crédito igual
en valor al producto de su trabajo y se obligaría a aceptar los bonos como pago por sus mercancías.
Los bonos de cambio no tomarían como garantía el dinero en efectivo sino los productos ya
elaborados o en vías de elaboración, y que no pueden sufrir depreciación. Esta inversión total de las
reglas de la circulación, imaginaba Proudhon, haría desaparecer los intereses, cosa que socavaría los
cimientos de la propiedad privada. Sin necesidad de capital, el banco se encargaría de promover el
38
Sistema de las contradicciones económicas, T. I p. 242.
crédito y la circulación, sin percibir más que una comisión para cubrir sus gastos de funcionamien-
to. Con la supresión de los intereses, el capital dejaría de absorber dinero parasitariamente y el
régimen de la propiedad caería por sí solo, el oro perdería su poder y se daría fin a la explotación
social. Al poner los capitales gratuitamente a disposición de los trabajadores, la sociedad económica
quedaría constituida únicamente por los productores, que cambiarían sus mercancías a precio de
costo39.
Proudhon propone una pluralidad de asociaciones de distintas características según los tipos
de trabajo. En la labor agrícola —la que menos requiere la unión de los trabajadores— los produc-
tores podrían asociarse para ciertas tareas pero conservarían su independencia, siendo su único nexo
centralizador las mutuas garantías y los sistemas de crédito. En su última obra sobre la propiedad40
Proudhon reconsidera y corrige su teoría de la posesión: afirma que la propiedad es útil, siempre y
cuando la sociedad la controle y limite y no dé lugar a la reaparición de ganancias gratuitas. La
propiedad así concebida constituiría un invencible obstáculo contra los abusos del poder y ga-
rantizaría la libertad de los propietarios. Asimismo, en el comercio y la pequeña industria las
empresas mantendrían su independencia recíproca, siempre dentro de la mutualidad, la
responsabilidad y la garantía social. Por el contrario, toda industria, explotación o empresa que
exige el empleo de gran número de operarios de diferentes especialidades se constituiría en
compañía obrera, cuya producción y administración correría por cuenta de los propios trabajadores.
De las distintas industrias y profesiones surgirían así centros productores que se unirían en
federaciones nacionales, en las que se conciliaría la independencia mutua con la coordinación
necesaria para la buena marcha de la economía. El conjunto de todos estos grupos constituiría la
federación agrícola e industrial, que vendría a sustituir la centralización arbitraria del sistema de la
propiedad de la utopía comunista.
CAPITULO III
El análisis socioeconómico nos ha mostrado que el acaparamiento de los beneficios por parte del
propietario capitalista constituye el hecho fundamental de la sociedad económica y provoca un
antagonismo entre capital y trabajo. Además de separar a los hombres en propietarios y no
propietarios, el régimen de la propiedad crea una relación de explotación entre estas dos clases,
dado que el lucro que asegura la renovación del capital sólo puede provenir de la usurpación de lo
que pertenece naturalmente a los trabajadores. Por tanto, la división social se origina en un
mecanismo económico que se confunde con una relación de clases: la relación entre capital y
trabajo es homóloga de la que existe entre propietarios y trabajadores o, dicho de otra manera, entre
la burguesía y el proletariado. El análisis ulterior y los resultados de los estudios históricos acerca
de la acción de los diferentes grupos sociales en conflicto evidencia que las raíces económicas de
las clases no bastan para caracterizarlas, pero al mismo tiempo confirma la importancia primordial
de la relación de explotación económica, de donde se deduce la necesidad de definir las cla ses, en
primer lugar, como clases económicas.
Aunque Proudhon no se propuso definir las clases sociales del régimen de la propiedad, los
conceptos que expone configuran una consecuente definición socioeconómica. Burguesía y
proletariado se diferencian por su opuesta participación en la sociedad económica, su modo de
trabajo, sus fuentes de ingreso, su calidad de propietario o desposeído. La teoría de la fuerza
colectiva demostró que el trabajador es el único que produce, el único partícipe de la fuerza social
real, y que es erróneo considerar al capital como elemento productivo, dado que el burgués, por
vivir de sus rentas, es lo contrario del proletario: son como el parásito y su huésped. El jornalero se
sustenta con su salario, es decir subsiste merced a la retribución individual que recibe del
empresario a cambio del tiempo que invierte en su labor; el capitalista se alimenta del lucro, es decir
41
La Capacidad Política de las clases obreras, pp. 94-95
del constante robo que ejerce sobre el trabajo y contra los trabajadores. El despojo de que es
víctima, la carencia de bienes del proletario no es, pues, más que un aspecto de su situación, así
como la defraudación capitalista es un fenómeno que sólo ha de considerarse dentro del contexto de
las relaciones que unen y oponen antinómicamente al capital y al trabajo.
Por más que lleguen a la esencia, estos conceptos no abarcan a la clase social en todas sus
facetas. Encerrada en su situación y su vida económica, la clase tiende a constituir un “tipo aparte” 42
que posee costumbres, principios morales, ideas y programas políticos amén de una psicología
característica. Así, al examinar la historia de la burguesía Proudhon señalará que en la época de su
conflicto con la nobleza, la clase burguesa tenía un estilo, costumbres y hasta una literatura
particulares, atributos de una clase ascendente y segura de sí; añade que, a sus ojos, la burguesía se
desmoraliza, se descompone y pierde su capacidad para cumplir el papel de guía cuando se instaura
la nueva sociedad.
Como bien afirma Proudhon en Capacidad política de las clases obreras, su última obra
acerca del tema, una clase no es simplemente un conjunto de individuos que llenan idénticas
funciones en la producción y manifiestan una cultura y una psicología común a todos ellos; también
puede actuar como unidad orgánica en la vida política y ser protagonista de una acción social 43. El
que una clase se mantenga pasiva en el curso de un período histórico no prueba forzosamente que
ella sea incapaz de afirmarse como agente histórico: así como la Revolución del 89 marcó el
momento del triunfo de la burguesía sobre el orden feudal, la Revolución del 48 señala el instante
en que los obreros comienzan a constituirse en clase, anunciando su trasformación en clase
creadora. La acción autónoma está supeditada a dos requisitos previos: la clase debe tomar
conciencia de sí y formular su teoría. Para lograr la capacidad política necesaria con el fin de crear
un nuevo orden económico y político, es preciso que adquiera un concepto de cuál es su lugar en la
sociedad, cuáles las funciones que cumple y cuál el papel que le toca. Esto exige que los individuos
que componen esta colectividad se sientan y se sepan miembros de ella. El tomar conciencia de sí
significa cobrar conciencia del propio valor: al descubrir su identidad, la clase conscientede sí se
reencuentra con su “dignidad”, con sus valores, y comprende que es justo reclamar sus derechos y
defender sus intereses ante las clases que le son adversas. La segunda condición de Ta capaci dad
política es consecuencia de la primera. Para que una clase esté capacitada para actuar política mente,
es menester que cristalice una idea que corresponda a su ser. La definición teórica a que debe llegar
una clase es, efectivamente, la representación y la expresión de su propia existencia social: al
formular su idea, la clase se representa a sí misma y enuncia la ley de su ser44, expresa su consti-
tución particular dentro de la sociedad de la cual forma parte, descubre lo que es y, por ende, lo que
desea. Tal teoría, precisada, formulada en el plano del entendimiento, no podría ser una utopía, pues
para que la clase se reconozca en ella la teoría debe traducir su realidad, su existencia y su experien-
cia, sus relaciones efectivas con el Estado y los demás grupos colectivos. Esta concordancia con la
experiencia permite a la clase ver su presente y su futuro, establecer sus verdaderos objetivos, aunar
en una misma teoría la comprensión de las condiciones del momento y la fijación de los fines que se
propone alcanzar.
42
De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p. 139
43
La Capacidad Política de las clases obreras, p. 90.
44
Ibid.
En esta trasmutación de la clase por obra de la toma de conciencia y de la formulación
teórica, es fundamentalísima la separación de clases como hecho y como conciencia: para que un
grupo social adquiera capacidad política es condición primordial que se piense en su diferencia con
los demás, que se perciba como distinto de los otros. La conciencia de sí es conciencia de la propia
autonomía y de la oposición respecto de las clases rivales. Tomar conocimiento de su papel
significa, para el proletariado, descubrir que es distinto de las clases burguesas, es disociar sus
intereses y, en consecuencia, negarse a ser confundido con la burguesía. Enunciar su idea, formular
su ser y su experiencia, es afirmar su propia realidad frente a las demás realidades sociales, es
reivindicar su diferencia. En la conciencia de sí va incluida la voluntad de diferenciarse: la
conciencia es inmediatamente consciente de la distinción45 y de esta conciencia de sor otro nace la
acción autónoma y eficaz.
Dentro del régimen de la propiedad, esta diferenciación y contraposición de las clases está
inscrita en los fundamentos mismos del sistema económico por la naturaleza de la propiedad.
Cuando en 183846 Proudhon anuncia su propósito de defender la causa de las clases obreras, ratifica
la existencia de una diferencia y una oposición entre las clases laboriosas y las privilegiadas.
Caracteriza tal oposición diciendo que hay una “guerra”, una “lucha incesante” entre el trabajo y el
capital. Con todo, no llega exactamente a la conclusión de que la sociedad se basa en el
enfrentamiento de clases. La relación que separa y une al capital y al trabajo no es tanto una lucha
como una explotación económica. El expolio capitalista explica los enfrentamientos momentáneos,
las coaliciones y las huelgas; mas tales choques no son sino manifestaciones pasajeras de una
relación fundamental cuyo carácter es netamente socioeconómico. Al acaparar los frutos de la
fuerza colectiva, el propietario enajena el trabajo de otro, se apodera de un producto que es obra del
trabajador; de esta manera impide que el productor adquiera lo que ha producido y condena a una
parte del proletariado a la miseria y al hambre47. Esta explotación es una guerra permanente; toda
forma de actividad productiva dentro del régimen de la propiedad lleva implícito un acaparamiento
del trabajo y contribuye a crear las misérrimas condiciones de vida de la clase trabajadora. Esta
situación se mantiene, con medios violentos, mediante una subordinación coercitiva que le impide
al obrero recuperar lo que produce: la extorsión se lleva a cabo por la fuerza dentro de una sociedad
fundada en una relación de violencia.
Los vocablos robo, extorsión y explotación traducen mejor el pensamiento de Proudhon que
las palabras lucha o guerra. Si es que existe una guerra entre el capital y el trabajo, se trata de una
lucha desigual en la que los obreros son inevitablemente las víctimas. La contienda se reduce a una
coligación de los capitalistas contra el trabajo; los propietarios forman una especie de confederación
dirigida contra los trabajadores, quienes son despojados de los instrumentos económicos y políticos
que los capacitarían para presentar resistencia. Proudhon señala repetidamente que las coaliciones
obreras y las huelgas carecen de eficacia económica y no pueden trasformar la condición del
asalariado; a lo sumo logran mejorar temporariamente la situación de algunos obreros, pero el alza
de precios que provocan anula las mejoras obtenidas. En el estado de cosas propio del régimen de la
propiedad, la resistencia obrera es comparable a esos “paliativos” que jamás consiguen destruir la
configuración general de las relaciones económicas. La explotación no es tanto resultado del
45
“Distinguirse, definirse, es ser”. Ibid., p. 237.
46
Lettre de candidature à la pensión Suard, mayo de 1838, p. 16.
47
“Todo beneficiario ha firmado el pacto del hambre”. Primera memoria, p. 272.
proceder de una clase como consecuencia de una forma de relación incrustada en la totalidad del
sistema socioeconómico vigente. Ni el burgués ni el proletario son los culpables directos; por eso, la
crítica ha de recaer no sobre la acción de los individuos sino sobre el sistema en su conjunto. Al
apelar a la fuerza armada para reprimir una huelga, el empresario capitalista se limita a defender sus
intereses inmediatos, pero lo que hace, en rigor, es dar cumplimiento a un veredicto pronunciado de
antemano por un sistema que condena al proletariado a la sumisión y la miseria: la explotación no
tiene su origen en la voluntad particular de una clase sino en la organización general de un régimen
basado en el robo.
Tras demostrar la escisión existente entre el capital y el trabajo, Proudhon pasa a distinguir
en la burguesía dos clases bien diferenciadas: la alta burguesía, a la que llama feudalismo industrial
y mercantil, y la clase media49. Desde esta perspectiva, ya no hay dos clases antagónicas sino tres, a
48
“La burguesía aceptará cualquier cosa menos la emancipación de los proletarios”. Deuxième mémoire
(1841), p. 75. “A vosotros, burgueses, el homenaje de estos nuevos ensayos. Vosotros fuisteis en todo tiempo
los más intrépidos, los más hábiles revolucionarios”. Idée générale de la Révolution, Dedicatoria (1851), p.
93.
49
“La clase media. Se compone de empresarios, patrones, tenderos, fabricantes, agricultores, sabios, artistas,
etc., que viven, como los proletarios y a diferencia de los burgueses, mucho más de lo que producen
personalmente que de los beneficios de sus capitales, privilegios y propiedades; se distingue del proletariado
por trabajar, como se dice vulgarmente, por cuenta propia y cargar con la responsabilidad de las pérdidas así
saber: el feudalismo industrial, la burguesía trabajadora y las clases obreras. La alta burguesía res-
ponde exactamente a la definición de la explotación capitalista; dueña de importantes medios de
producción, explota los monopolios en su beneficio, hace fructificar su capital sin participar en ía
producción, se apodera del Estado para transformarlo en arma de defensa del sistema económico
imperante. De esta burguesía explotadora sólo es dable esperar una política absolutamente hostil a
la emancipación proletaria. El caso de la clase media, grupo que trabaja amén de usufructuar
parcialmente de ganancias arbitrarias y agiotajes, es mucho más complejo. Nada raro sería que las
contradicciones económicas la obligaran a adoptar una posición revolucionaria para escapar de
peligros que también la amenazan a ella.
como gozar exclusivamente de las utilidades, siendo que el proletariado está al servicio de otros y recibe un
salario". La Révolution sociale démontrée par le Coup d’État, p. 125.
50
Aimé Berthod, Proudhon et la propriété, un socialisme pour les paysans, París, Giard et Briére, 1910.
51
“Resulta, pues, que la causa de los campesinos coincide con la de los trabajadores de la industria; la
mariana de los campos corresponde a la social de las ciudades”. La Capacidad Política de las clases obreras,
p. 69.
52
“El campesino, que constituye la gran mayoría en Francia, es la clase más abominable, más egoísta, más
desprovista de instintos generosos, más venal, más estancada, más hipócrita, más aferrada furiosamente a la
propiedad”. Carnet N° 6 (1847) M. Riviére, T. II, p. 294.
derecho feudal. Será tarea del obrero abrirle los ojos al campesino, hacerle ver que el bien de uno es
el bien del otro y ayudarlo a desechar tan nefasto mito político 53.
Por tanto, pese a la importancia histórica adquirida temporariamente por las clases
secundarias, la suerte de la revolución se juega en el enfrentamiento de la burguesía y el
proletariado.
2. LA BURGUESÍA
Con anterioridad a 1789, cuando no era más que una parte de la sociedad feudal que luchaba contra
la nobleza y el clero, la burguesía formaba una unidad coherente. En un principio, el
establecimiento de las comunas significó que las poblaciones urbanas se constituyeran en clase
consciente de sí. Esta conciencia se mantuvo vital mientras la burguesía se vio obligada a luchar y a
autodefinirse frente a las castas privilegiadas 54. El opúsculo de Siéyes acerca del tercer estado
expresa esta conciencia y esta voluntad de llegar a ser la sociedad toda. Durante el período previo a
la Revolución, la burguesía, adalid de las aspiraciones de progreso, libertad e igualdad, tuvo una
idea, una voluntad política; y además, como resultado de su coherencia y de su conciencia de sí,
poseyó un espíritu, un estilo propio. Fue este espíritu burgués el que inspiró a los grandes escritores
del siglo XVIII y luego, a las asambleas revolucionarias 55.
Pero una vez que la burguesía se convirtió en ese todo deseado, una vez que desaparecieron
las castas que la forzaban a definirse por diferenciación, comenzó a perder el sentimiento de sí. A la
conciencia de clase sucedió la dispersión de los intereses individuales y la búsqueda del lucro perso-
nal. Como bien dijeron los economistas liberales, la doctrina individualista del laissez-faire, es decir
el conflicto anárquico de intereses, pasó a servir de teoría. Entonces empezaron a brotar las
contradicciones y los vicios inherentes a su naturaleza. En 1860 pinta Proudhon un cáustico cuadro
de la psicología burguesa, de sus características y actitudes. Mientras que el campesino produce
riqueza con su labor personal y el obrero obtiene un salario por su trabajo manual, el burgués ha
tratado siempre de rehuir el trabajo y extraer beneficios del comercio y el tráfico mercantil. Primero
fue comerciante, prestamista, banquero y financista; luego, cuando vino la industria, se dedicó a
fundar empresas más con espíritu de negociante que con ánimo de industrial; no le importaba
producir sino hacerse de buenas utilidades, no se deseaba confundir con la clase laboriosa, sino
especular. El único objetivo de la burguesía fue aumentar sus bienes para recoger, a título de
intermediaria, las ganancias que producen las transacciones comerciales: el agio, los intereses, la
usura56. El ídolo que reverencia la burguesía no es el arte, ni la justicia, ni Dios; sólo adora la
riqueza. Su única preocupación es, según su propia fórmula, hacer negocio, es decir, de acuerdo con
la definición económica de la propiedad, defraudar.
53
“Hemos de buscar en la democracia industrial de París y de las grandes ciudades, que ha tomado la
delantera, los puntos de acuerdo que existen entre ella y la democracia del campo”. La Capacidad Política de
las clases obreras, pp. 69-70.
54
“La clase burguesa se distinguía, se definía, se sentía, se afirmaba a través de su oposición a las clases
privilegiadas o nobles”. Ibid., p. 99.
55
De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p, 147.
56
Ibid., p. 141.
La actitud política de la burguesía es la resultante directa de ésta, su preocupación
excluyente: cualquiera que sea la situación, al burgués sólo le importa salvaguardar sus dineros, sin
cuidarse de principios ni pensar en el bien social o nacional. A pesar de sus protestas en contrario, la
burguesía es patriota a medias; aceptará la anexión de un territorio de su patria si ello conviene a sus
negocios, y preferirá ver a su nación invadida por otra antes que verla dirigida por un partido que
amenace sus riquezas57. Poco patriota, el burgués es aún menos democrático: le aterra la posibilidad
de que se establezca un sistema que entregue el poder al pueblo y haga tambalear sus privilegios. A
decir verdad, la forma política le preocupa poco y nada y por eso acepta la monarquía, los golpes de
Estado como el del 18 de brumario y el del 2 de diciembre y la monarquía constitucional; por eso,
en 1783, habría consentido entenderse con la nobleza si las castas superiores se hubieran dignado
admitirlo en la repartición del botín. Está dispuesto a tolerar el despotismo con tal que el déspota le
aseguro una participación en los privilegios y no le haga pasar sustos; ¿por qué, si no, apoyó la
dictadura de Bonaparte hasta que se produjo el bloqueo continental? Que le den la oportunidad de
gozar de las ventajas y las sinecuras otrora reservadas a la nobleza y la burguesía y ya se acomodará
a cualquier forma de gobierno. No obstante, preferirá el sistema parlamentario a la tiranía, no por-
que lo juzgue más moral o justo sino porque las garantías constitucionales le otorgan mayor
seguridad. Precia por sobre todo el mantenimiento del orden; le asusta el desorden, no el del caos
financiero, los abusos o la corrupción general, sino el de las manifestaciones y los motines que
provocan la baja de los valores58.
El burgués aprecia todas las cosas por su valor venal y mide su estima en bienes de fortuna;
en un hombre, no admira sus méritos sino sus caudales. Le gusta creer que el principal valor moral
es el del interés bien entendido y le viene como anillo al dedo el utilitarismo que confunde la ética
con las normas comerciales, pues éste le enseñará a preocuparse ante todo de la posición ante los
demás y del qué dirán que, en materia de negocios, pesan mucho más que el deber o la virtud.
60
"¿Qué quiere, pues, este burgués cauteloso, embrollón, ingobernable? A poco que lo presionéis para que
responda, os dirá que quiere hacer negocios; del resto nada le importa”. Ibid., p. 99.
61
“Se ha hecho una revolución sin idea”. Carnet N° 6, 24 de febrero de 1848.
bilidad que no descarta por completo en lo que se refiere a la burguesía media. En ese
entonces atribuye a las clases obreras la iniciativa de la mutación social62, pero las delimita
de modo tan impreciso que la pequeña burguesía queda en parte incluida entre los
trabajadores. En sus artículos de 1848 sigue sosteniendo que el proletariado puede hallar en
sí los medios dé su emancipación63 aunque ahora se esfuerza por devolverle la tranquilidad
a la clase media, a la que separa de la alta burguesía64. Hay que partir a la burguesía "en
dos”, escribe, para lograr que la clase media se decida a participar en la revolución
económica contra el gran propietario. Recomienda a sus colaboradores que prediquen “la
reconciliación” de esta burguesía con el proletariado y muestren que también ella se
beneficiará con la aplicación de las ideas socialistas 65. Se comprende, pues, por qué las dos
grandes obras que publicó durante ese período encierran un llamado a la burguesía. Con-
fesiones de un revolucionario (octubre de 1849) termina con un poscriptum donde asevera
que la revolución puede encarnarse en la clase media; e Idea general de la revolución (julio
de 1851) comienza con una dedicatoria dirigida a la burguesía para recordarle su pasado
revolucionario. Proudhon estima que, durante esta fase de la historia, las reformas sociales
no tienen probabilidad de imponerse si no reciben el apoyo del grupo más avanzado de la
burguesía. No se refiere que Proudhon habla para atraer a la clase media; es sincero cuando
insiste en decir, contra el prejuicio general, que la instauración de un régimen socialista o
mutualista será favorable a los intereses de la burguesía trabajadora porque la liberará de la
opresión del capitalismo y de los peligros con que la amenaza la anarquía económica.
Además, considera que en ese año de 1848 la opresión económica se hace sentir lo
suficiente como para que la clase media se incline a tomar parte en el movimiento
revolucionario: reprimida por el gran capital, humillada por sus propios representantes, la burguesía
verdadera puede llegar a abandonar su política reaccionaria. En 1850, Proudhon tendrá oportunidad
de ver tomar conciencia a los pequeños propietarios, industriales y comerciantes66.
Queda en pie, empero, el hecho de que la reforma social es asunto de las clases
laboriosas, que son ellas quienes exigen fundamentalmente y también las que resultarán
más beneficiadas. La actitud de Proudhon difiere según se dirija al proletariado o a la clase
media. Cuando habla al proletariado, trata de hacerle comprender que es en parte víctima de
mitos inaceptables y que en Vano deposita su confianza en la autoridad. Cuando le habla a
la clase media se esfuerza por convencerla de la validez del socialismo. Cualesquiera sean
62
“Obreros, trabajadores, hombres del pueblo, quienes quiera seáis, la iniciativa de la reforma os pertenece...
sólo vosotros podéis llevarla adelante”. Avertissement aux propriétaires (1842), p. 245.
63
“Sí, la clase trabajadora posee los medios para lograr su emancipación”. Argumont à la Montagne. Le
Peuple, 20 de noviembre de 18-18, Lacroix, Mélanges, T. XVII, p. 202.
64
“Separar en primer término a la aristocracia financiera y fabril, es decir a la banca, la bolsa, las minas, las
grandes industrias, los astilleros, como Le Cieusot, én suma, a todo el feudalismo industrial y mercantil de la
burguesía propiamente dicha, que es la clase media”. Carta a Darimon, 15 de agosto de 1850,
Correspondance, T. III, p. 322.
65
“Ha llegado el momento de mostrarle a la burguesía cuáles, son las ventajas que pueden depararle las ideas
socialistas”. Lo mismo, 14 de febrero de 1850, Ibid., p. 97.
66
“La clase media, el pequeño comerciante, el pequeño industrial, el pequeño propietario rural y urbano, pasa
en masa a la República. Todo se revoluciona...” Carta á Guillemin, 17 de diciembre de 1850, Ibid. p. 383.
las posibilidades y las veleidades de la pequeña burguesía, es preciso arrancarla de su rutina
e impulsarla a fijarse objetivos que corresponden en primer lugar a las clases obreras. Por
momentos, Proudhon pasa de la promesa a la amenaza. El 31 de julio de 1848 pide “que se
intime a la propiedad a proceder a la liquidación social”, y cuando le urgen a explicar el
sentido de tal proposición añade qué, “en caso de negativa”, el proletariado realizará la
liquidación sin el apoyo de la burguesía, es decir en contra de ella67.
Esta ínfima minoría constituye la “clase superior”, una nueva nobleza, diríase, dado su
pequeño número y su carácter parasitario. Entre sus miembros, Proudhon incluye a las notabilidades
dé la industria, el comercio, la agricultura, las finanzas y las ciencias, así como a los
administradores de grandes empresas cuyos ingresos provienen, en su mayor parte, de intereses o
privilegios; a estas dos categorías añade los altos funcionarios de la administración pública, la
magistratura, el clero y el ejército, quienes por los elevados emolumentos que reciben merecen
figurar en tan alto nivel social71. Proudhon opina, en 1853, que este, grupo tiende a instaurar un
régimen económico del tipo militarista que él denomina Imperio industrial 72. El feudalismo
industrial no es más que una continuación de la anarquía capitalista que lo precedió, pues conserva
sus contradicciones y sigue adelante con el proceso de concentración económica: a la anarquía de la
competencia agrega la ampliación de los monopolios, a la explotación del trabajo suma el
desmedido aumento del poder de una minoría. Las contradicciones que esto origina hacen
evolucionar la sociedad hacia una centralización más considerable aún, que se supone servirá para
ahogar las amenazas de guerra social. El Imperio político, convertido en Imperio industrial,
lograría, con su sistema monolítico, la máxima subordinación social, absorbería y dominaría todas
las actividades industriales con la complicidad de la clase privilegiada 73. Nada hará esta minoría
parasitaria para detener esta evolución: clase superior que goza de todas las ventajas del sistema,
únicamente le preocupa obtener cada vez más beneficios y es, por excelencia, la base del partido
conservador; frente al peligro, buscará desesperadamente un jefe, un salvador sin principios.
Tomada globalmente, la obra de Proudhon es cual largo camino que conduce al reconocimiento de
la capacidad política de las clases obreras, una justificación crecientemente sistemática de la
emancipación del proletariado por su propia mano. Comienza con el análisis socioeconómico de la
propiedad privada y concluye con una exhortación al proletariado a independizarse políticamente.
Señala a los obreros el sendero de la política autónoma en base a conclusiones fundadas en una
serie de observaciones de carácter sociológico, atinentes a la situación objetiva y subjetiva de las
clases laboriosas y a sus posibilidades concretas. Proudhon se niega a proponer una receta o una
panacea utópica, quiere que la democracia mutualista sea simultáneamente expresión de las
necesidades reales y de la idea de las clases trabajadoras. De allí que sea importante saber qué son y
qué quieren verdaderamente dichas clases, a las que designa a menudo con el término de pueblo, y
determinar particularmente si el proletariado es de por sí revolucionario y está preparado para
imponer las reformas sociales imprescindibles para instaurar una sociedad igualitaria.
Proudhon asume una actitud de total independencia respecto de las clases obreras al mismo
tiempo que proclama estar incondicionalmente enrolado en la causa del proletariado y anuncia su
voluntad de defender y justificar los actos populares en cualquier circunstancia. No acepta que se
“halague” demagógicamente al pueblo y censura a los teóricos que así proceden. No es partidario de
78
Carnet N° 5 (1847), T. II, p. 137.
79
“No le hablo al pueblo en nombre de la ciencia que me es propia; le hablo en nombre de su propia razón,
que quiero ayudarle a descubrir”. Ibid. p. 176.
80
"Porque... es característica de la razón colectiva no conocerse a sí misma” Ibid„ p. 137.
81
Ibid., p. 151.
la ciega aprobación de toda idea y, por ejemplo, toda decisión popular; por el contrario, cree nece-
sario atacar brutalmente, si se da el caso, aquello que, aunque emanado de él, no es realmente pro-
pio del pueblo ni expresión de su verdadera espontaneidad. El pueblo no es obligadamente, ni en
toda instancia, la fuerza de liberación; no es, por esencia, el salvador o el mesías de los tiempos
modernos, y si llega a serlo, ello sucederá únicamente después que se aclaren las ideas a través de la
lucha y se concreten en una práctica con la ayuda del teórico de la revolución.
Esta parte de confusión, ignorancia y corrupción que hay en las clases laboriosas, tiene sus
raíces en la situación económica de ellas. El régimen de la propiedad no sólo subalterna a los tra-
bajadores, también los envilece como personas. La división del trabajo priva al hombre de la inicia -
tiva personal y de la síntesis de la labor artesanal, con lo cual provoca su degeneración como indivi-
duo. Cuanto mayor la división, más se debilita y limita al obrero, según demostró A. de
Tocqueville82. El método de trabajo influye necesariamente sobre las ideas y las costumbres del que
lo practica: el sojuzgamiento del trabajador a la máquina de la que depende acarrea
indefectiblemente una degradación individual comparable a la producida antaño por la esclavitud.
Resumiendo, en el régimen de la propiedad, justificado por la religión y sostenido por el Estado, el
obrero es la víctima de un sistema que lo desprecia profundamente: clasificado, registrado,
numerado, objeto de inquisición permanente, destinatario de subvenciones, receptor de la
beneficencia pública, el trabajador es tratado por la sociedad con una falta de respeto ora brutal, ora
filantrópica. La miseria que debilita la voluntad, el trabajo parcial que embrutece, la ca rencia de
educación, el sistema todo condena al proletariado a ‘la infamia” material y moral 83. A no dudarlo,
el tomar clara conciencia de su situación convertiría al proletariado inmediatamente en
revolucionario84, pero justamente el sistema le quita totalmente o, cuando menos, entorpece su capa-
cidad para adquirir tal conciencia y, por el contrario, lo obliga a aceptar su situación.
Proudhon escribe en 1800 las páginas más violentas y desesperadas acerca de las
posibilidades revolucionarias del proletariado 85. Recuerda con amargura el fracaso de la Revolución
de febrero, rememora con cólera el apoyo dispensado a Luis Napoleón por una parte de las clases
populares y ataca con extrema vehemencia la pasividad obrera, señalado de este modo cuáles son
los factores psicológicos y culturales que le impiden al pueblo emanciparse por sí mismo. Dice que
el asalariado, aunque no sea siervo o esclavo, conserva rasgos de éstos y es comparable a la plebe.
Aunque quien percibe un salario no pertenece a un amo, en el fondo es tan poco libre como lo era el
siervo: trabajador mercenario, desprovisto de iniciativa, excluido de la conducción económica, se le
niega toda independencia material y moral. Es en esta subordinación donde han de buscarse las
razones de la pasividad política evidenciada durante tanto tiempo por las clases obreras. El plebeyo
deja que lo restrinjan a labores puramente materiales, piensa que ése es su destino y no se pregunta
si la miseria en la que vive sumido no se debe a una injusticia remediable. Habituado o depender de
su patrón, busca en él protección y seguridad, cree ingenuamente que el empresario es su amigo. Su
82
Sistema de las contradicciones económicas, T. I, p. 143.
83
Ibid., T. H, p. 197.
84
“...si, por imposible que fuera, el propietario pudiera llegar a cierto grado de inteligencia, se serviría de ella
en primer lugar para revolucionar la sociedad y cambiar todas las relaciones civiles e industriales”. Ibid. T. I,
p. 199.
85
De la Justice, Octavo Estudio, Burguesía y Plebe, T. III, pp. 459-479.
situación de dependencia le crea, como a todos los débiles, un "instinto de obediencia ” 8 6 que
oscurece en él la conciencia de estar así subordinado.
Estas observaciones satíricas encierran una provocación: Proudhon, que desea escribir para
los obreros revolucionarios, trata de provocar esa reacción de orgullo que habrá de sobrevivir
cuando el trabajador caiga en la cuenta de la esclavitud a la que ha estado sometido. Pero no duda
de que la docilidad manifestada, a sus ojos, por las clases proletarias, se deba en parte a los
obstáculos ideológicos, a la interiorización de su situación de dependencia. Agarrotado en una
constitución social hecha contra él, el trabajador es un ser “desnaturalizado por la ley del trabajo y
la explotación burguesa”87.
Cuando Proudhon escribe sus primeras obras, entre 1840 y 1848, no está convencido de que
las clases obreras, cuya defensa asume, se encuentren enteramente en condiciones de efectuar la
mutación radical de las relaciones sociales que postula Sistema de las contradicciones. Las clases
obreras pueden producir el gran cambio, pueden tomar la iniciativa: la “asociación progresiva” será
empresa de los obreros y los pequeños artesanos, como, por ejemplo, los tejedores de las sederías de
Lyon. Pero para que la asociación progresiva se llegue a concretar, es menester que las clases
obreras sufran primero ellas mismas una transformación práctica e ideológica; sólo así lograrán su
emancipación social. Deben desengañarse de paternalismos y utopías comunistas, emprender ellos
mismos la organización sin esperar, como lo han hecho siempre, que su salvación venga de la
acción de otras clases. Hay considerable distancia entre la práctica efectiva y la teoría presentada
86
Ibid. p. 402.
87
Ibid., p. 461.
por Proudhon como expresión del pensamiento obrero, a saber la teoría de la asociación progresiva,
pues ella configura un plan de reforma, un proyecto que, reconoce su propio autor, resulta muy
difícil de realizar debido a la pasividad y la ignorancia obreras.
El fracaso de la revolución, aun cuando muy amargo, no es para Proudhon una sorpresa
inesperada, dado que conoce bien las debilidades del movimiento obrero. El reflujo revolucionario
lo obligará a hacer un balance de las posibilidades de los trabajadores y lo llevará a señalar en parti -
cular dos puntos débiles del movimiento popular: la persistencia de los mitos cesarianos y el mal
criterio para resolver la lucha de clases. En tanto que el burgués es escéptico y desconfiado e
inventa argucias contra los poderes, el proletario sueña con un poder único e irresistible, quiere lo
88
“La revolución de febrero ha reclamado los derechos del trabajo, es decir la preponderancia del trabajo
sobre el capital”. Toast á la Revolution, octubre de 1848, Lacroix, T. XVII, p. 149.
89
“Al fundar Le Peuple, vocero del pensamiento obrero, acabamos de constituir la unidad de los trabajadores
frente a la anarquía de los privilegios, de plantear la idea revolucionaria, las ideas progresistas, frente a los
designios reaccionarios, a las ideas retrógradas”. Manifeste du Peuple, 2 de setiembre de 1848, Ibid., p. 136.
90
“Afirmamos algo en lo que los fundadores de Estados jamás creyeron: la personalidad y la autonomía de las
masas”. Résistance a la Révolution, La Voix du Peuple, diciembre de 1849, Lacroix, Mélanges, T. XIX, p. 12.
91
“Sí, la clase trabajadora posee los medios para lograr su emancipación...’’. "El proletariado, si desea librarse
de la explotación capitalista…” Argument à la Montagne, 20 de noviembre de 1848, Ibid, T. XVII, p. 202.
simple, no le interesa que se otorguen complicadas garantías a individuos y grupos, desprecia el
federalismo; su sueño dorado es la unidad, la centralización, el comunismo92. Esto explica por qué
el pueblo no opuso obstáculos a Napoleón III, que era la encarnación de esa unidad imaginaria.
Además, habituado por su condición de subalterno a creer que puede existir un buen patrón, un
buen burgués, un buen soberano, el pueblo no desconfía inmediatamente cuando le proponen un
emperador. Al presentarse como enemigo de ideólogos parlamentarios, Napoleón III halagó un
prejuicio popular y se acomodó a una modalidad que condecía con cierto instinto popular. Proudhon
señaló aquí algo que criticó en todo momento durante la Revolución de febrero: la ciega confianza
en el poder del Estado y el error fundamental de pensar que la reforma política puede aparejar la
reforma económica. Si en 1848 achacó este prejuicio sobre todo a los jefes demo cráticos, forzoso le
fue reconocer que en realidad estaba también muy difundido entre los obreros.
En cuanto a la torpeza para encarar la lucha de clases, Proudhon recuerda que en febrero de
1848 la clase media y el pueblo se hallaron conciliados en la revolución; entonces habría sido
posible la reforma social si ambas fracciones del mundo trabajador se hubieran unido contra las
castas superiores. Desgraciadamente, las dos tendencias, igualmente republicanas, no supieron
comprender que estaban ligadas por los mismos intereses, la clase media porque temió al socialismo
y el pueblo porque desconfió de la burguesía93. Recelo funesto que favorecía la elección de Luis
Bonaparte, pues los obreros votaron por el Imperio creyendo votar contra la burguesía, cuando en
realidad lo hicieron por el feudalismo industrial; y la prejuiciosa actitud popular confirmó los
temores dé la alta burguesía y la inclinó a favor del salvador militar.
Proudhon considera que los términos del problema no han variado con respecto a 1840.
¿Podrá el pueblo, o, más exactamente, la clase obrera afirmar su programa revolucionario, su idea?
¿Será capaz de decidirse a actuar autónomamente y a organizarse en forma espontánea fuera de la
sociedad burguesa y contra la integridad del régimen de la propiedad? En 1848 dieron varias veces
muestra de que ello era posible, pero en el Segundo Imperio se vio cuán débiles fueron estas
veleidades y con cuánta facilidad torcieron su rumbo. La presentación de candidatos obreros a las
elecciones de 1863 y sobre todo el Manifiesto de los Sesenta (febrero de 1864), en el que los
trabajadores proclamaban su voluntad de presentar candidatos propios, y librar una guerra social
independiente de la burguesía, alta o media, fueron a los ojos de Proudhon signos decisivos del
despertar de una nueva conciencia obrera. El Manifiesto de 1864, firmado por sesenta proletarios de
París, declaraba que los obreros no debían elegir como representantes a miembros de las clases
superiores porque ellos no defenderían sus intereses ni serían voceros de su voluntad. El texto
explicaba que la voluntad obrera no apuntaba a simples reformas políticas sino a la emancipación
social del proletariado mediante transformaciones económicas. Proudhon pudo reconocer en este
documento sus propios conceptos: dominio del capital, situación del asalariado, emancipación
social del proletariado, justicia; más precisamente encontró allí la idea siempre defendida por él, a
saber que los obreros efectuaran una revolución económica por propia iniciativa y acción y en base
a la asociación mutual.
Proudhon respondió a este manifiesto con su obra Capacidad política de las clases obreras,
en la que se refiere extensamente a la importancia capital que tiene para el proletariado el cobrar
92
“Se complace en lo grande; la centralización, la república indivisa, el imperio unitario. Por esa misma
razón, es comunista”. De la Justice, Octavo Estudio, T. III, p. 470.
93
“El pueblo desconfía de la clase media”. Manuel du spéculateur à Bourse, Lacroix, T. XI, p. 405.
conciencia de clase. Para que un grupo social adquiera capacidad política y se convierta en
protagonista de una acción social, se requieren tres condiciones: primero, que tome conciencia de sí
misma, de su lugar, de su papel, de sus funciones y, por consiguiente, de cuánto le corresponde
exigir; segundo, que afirme su idea, es decir que exprese y se represente “la ley de su ser”; tercero,
que lleve adelante una acción acorde con su teoría 94.
La segunda condición requerida para lograr la aptitud política, esto es la expresión de una
idea que se contraponga a la teoría de las clases rivales, el proletariado la alcanzó, aunque imperfec-
tamente; y Proudhon estipula que es tarea del teórico revolucionario contribuir a cristalizar esa idea.
Claro está que no fueron los obreros quienes primero plantearon los problemas sociales; ello fue
mérito de los economistas, de hombres de letras pertenecientes a las clases superiores como Saint-
Simon, Sismondi, Fourier, Pierre Leroux, V. Considérant, Louis Blanc, Cabet o Flora Tristan 96. Pe-
ro las clases trabajadoras no acataron ninguna escuela socialista porque una revolución no es obra
de nadie sino un proceso general que se cumple espontáneamente en todas las partes del cuerpo po-
lítico mediante la sustitución de un sistema social por otro. Este segundo sistema es lo que podemos
llamar idea y constituye, en efecto, una forma social a la par que la representación de ésta. Cuando
la burguesía impuso la gran revolución, la guiaba una idea social correspondiente a la conciencia de
sí que ella tenía: la idea de los derechos del hombre. Por ella se afianzaba la soberanía de la nación,
la realeza se reducía a una función, se abolía la nobleza, se limitaba la religión a una opinión per -
sonal y se postulaba la libertad económica. En 1864, abandonadas las garantías parlamentarias al
Estado imperial, la clase media ya no tiene pensamiento ni voluntad97; dedica su vida exclusivamen-
94
De la Capacidad política de la clase obrera, pp, 89-90.
95
Ibid., p. 93.
96
Ibid., pp. 105-109
97
Ibid., p. 100.
te a obtener beneficios monetarios y buscar nuevos medios de explotación; no es ya una clase que
piensa y desea, que trabaja y ordena; ha quedado convertida en una masa que comercia, en una
“muchedumbre informe”98. La idea obrera se fortalece frente a este vacío ideológico; como toda
idea de clase, no es otra cosa que la ‘noción de la propia constitución” 99, la expresión de la
existencia obrera: para que la idea guarde correspondencia con su sujeto, ha de ser la formulación
de la clase misma en su realidad, en su constitución y acción.
Nuevamente Proudhon se esfuerza por demostrar hasta qué punto la idea de comunidad,
definida por la Comisión de Luxemburgo en 1848, ya contra el verdadero pensamiento obrero.
Insistirá hasta el cansancio que la idea obrera propende a la creación de una sociedad de carácter
mutualista, federal y anarquista. La escuela de Luxemburgo restableció la centralización absorbente,
el poder indiviso y una forma de asociación que no admite el pensar individual por considerarlo
disociador; es decir, fabricó una nueva versión del antiguo absolutismo. Si el comunismo autoritario
es lo que pide el “instinto” de las masas, si corresponde a su supuesto deseo, previo a la toma de
conciencia, de someterse a un poder omnímodo, de ningún modo traduce el verdadero pensamiento
obrero. El comunismo no lo expresa en absoluto, sino que, por el contrario, lo reprime, por reducir a
las masas a una servidumbre general fundada, aparentemente, en su propia dictadura. Como
contraposición, Proudhon pone de relieve la importancia que se otorga en el Manifiesto de los
Sesenta a las sociedades de crédito mutuo y a los conceptos de libertad de trabajo, crédito y
supresión del estado de asalariado dentro de una sociedad igualitaria. Estas aspiraciones son
diametralmente opuestas a las burguesas y comunistas: el verdadero pensamiento obrero no repite
un modelo social basado en las jerarquías y en los principios de la autoridad y del poder del Estado,
proyecta crear un sistema social de equilibrio o reciprocidad, un “sistema donde reine el equilibrio
entre fuerzas libres”100. No tiene por contenido la autoridad o la caridad, sino la justicia, cuya
concreción práctica será la democracia industrial, una sociedad fundada en el principio de la
mutualidad y sometida a la jurisdicción de todos los trabajadores.
Pero si, en 1864, las clases obreras llenan las dos primeras condiciones necesarias para
lograr la capacidad política —conciencia de sí y teoría revolucionaria—, no han adoptado aún una
práctica política apropiada; les falta extraer de su idea las conclusiones políticas que les permitirían
imponer su programa a la totalidad social. También aquí trata Proudhon de dar su aporte indicado
en qué ha de consistir la acción revolucionaria. Vuelve a recalcar que las huelgas no son de ninguna
manera un instrumento de lucha: a más de ser inútiles desde el punto de vista económico, no
imponen una reforma social radical porque el obrero queda en su condición de subordinado que
espera del patrón la solución de sus dificultades 101. La acción de la democracia obrera debe apuntar
ante todo a la separación de clases, ha de afirmar su existencia independiente y rechazar la tutela
bajo la cual siempre la mantuvo la burguesía. Tal separación, que los trabajadores pondrán de
manifiesto particularmente en las elecciones, al negar su apoyo a los candidatos burgueses de la
oposición, es un “arma” política de fuerza suficiente como para permitir a una clase erigirse en
partido102; es el acto por el cual una clase cobra vida propia al definirse. Sin embargo, Proudhon no
98
Ibid.
99
Ibid., p. 91. Volveremos sobre este problema en el capítulo consagrado a la sociología del conocimiento.
100
Ibid., p. 124.
101
Sistema de las contradicciones, T. I, pp. 151-152 y 184-267. De la Justice, Octavo Estudio, T. III, pp. 467-
468, De la Capacidad política de la clase obrera, pp. 372-399.
102
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 237.
especifica cuáles son los medios particulares u ocasionales requeridos para concretar el acto
revolucionario, pues sólo explica que el movimiento de fuerza o el motín son simplemente etapas de
aceleración histórica. En el momento en que el proletariado descubre que la acción política es
limitada y lo que se requiere urgentemente es una revolución económica, se enfrenta a una tarea de
mucho mayor envergadura que un levantamiento: promover la organización autónoma de la clase
obrera en el plano económico, no creando pequeñas asociaciones sino desplegando una acción
general destinada a imponer la revolución social.
Proudhon se abstiene de incitar a la guerra civil; piensa que el antagonismo social no puede
ser sino temporario. La acción política de los obreros no tiene como propósito prolongar el
enfrentamiento de clases ni invertir los términos de la explotación, su fin es terminar con las
divisiones sociales y hacer desaparecer las clases. Sin proponer directamente la fórmula de la
“sociedad sin clases”, Proudhon desarrolla la siguiente idea: puesto que la división de clases es
producto del régimen de la propiedad y de la contradicción entre capital y trabajo, la instauración de
una democracia industrial tendría por efecto suprimir la oposición de clases y el concepto mismo de
burguesía y proletariado. Al no haber robo capitalista, tampoco habría acaparamiento de los
beneficios ni trabajo asalariado, y así se borraría la distinción entre burgués y proletario y se
restablecería la igualdad social con el equilibrio de las funciones. Este proceso no significaría
exactamente la conquista de la sociedad por una clase, porque, como bien dice Proudhon en Capa-
cidad política de las clases obreras, el proletariado impondrá su programa social a la sociedad ente-
ra, tal como lo hizo la burguesía en 1789, a costa de su propia destrucción, dado que el asalariado
sólo tiene realidad en el régimen de la propiedad privada. La sociedad sin clases, la sociedad
conciliada, no ha de ser proletaria ni burguesa, no prolongará ni mantendrá ninguna de las fallas
inherentes a las clases: consistirá en una sociedad de trabajadores que participará igualmente,
cumpliendo cada uno su función, en la conducción y producción económicas, ordenadas y
coordinadas libre y espontáneamente.
CAPITULO IV
La crítica del Estado es el punto de la doctrina proudhoniana que más habría de irritar a los de-
mócratas y socialistas contemporáneos de nuestro pensador. En tanto que Louis Blanc, E. Cabet y
Blanqui siguen llevando el sello de la tradición jacobina, Proudhon se esfuerza por demostrar no só-
lo que los instrumentos de la revolución deben buscarse en la reorganización económica sino
también que el objetivo de la revolución se sitúa más allá de cualquier mejoramiento de las formas
políticas. La creación de un nuevo Estado, sea éste el mejor que pueda existir, no es fin y meta de la
lucha revolucionaria; sí lo es la destrucción del Estado centralizado o, en otras palabras, la muerte
de la política. En 1840, la ideología jacobina no constituye un cuerpo de doctrina sistemático; esta
denominación engloba más bien una serie de actitudes e inquietudes que Proudhon rechaza en
forma contundente. Defiende la posición girondina y el federalismo, a los que postula como el
mejor medio para lograr la libertad y la igualdad, en contra de la tradición que propugna la
unificación nacional como arma más adecuada para destruir los privilegios. A quienes apoyan la
centralización política y el afianzamiento del poder, les responde que todo aumento de fuerza
política contribuye a quebrantar la espontaneidad revolucionaria. A quienes sostienen que la
revolución debe hacerse desde arriba, les contesta que la revolución ha de ser obra de “la iniciativa
de las masas”103 , según sus propias palabras. Desecha lo político para poner en primerísimo plano a
lo social, añadiendo a esto la crítica y la negación crítica del Estado. De tal suerte, sienta las bases
de una nueva teoría e invita a una práctica que, después de él, no cesaría de combatir a la tradición
marxista o de chocar con ella.
Proudhon parece tropezar desde el comienzo con una cuestión de fondo. Trata de probar
que el Estado cumplió otrora funciones sociales necesarias, como lo evidencia en particular el
fenómeno histórico de la guerra, no obstante lo cual llega a la conclusión de que el Estado es una
mistificación, y que la sociedad debe eliminarlo o, cuando menos, reducirlo a una situación
subalterna dentro del orden general. El paso del análisis social a la formulación de la idea anarquista
resulta tanto más delicado cuanto que la teoría de la espontaneidad de lo social implica que toda
creación humana importante llena siempre una función. Trátese, de la religión o del Estado, preciso
es descartar las explicaciones falaces, no aceptar sin más que son cosa casual o engañosa: así como
la religión no puededeningún modo ser simplemente producto de la maleficencia de los sacerdotes o
la ignorancia de los fieles, tampoco cabe admitir que el Estado es fruto de la violencia de una casta
o de la mistificación de los ciudadanos. Saint-Simon conciliaba la tesis de que el Estado cumple un
papel eficaz con la que sostiene la necesidad de su desaparición; relacionándolas, son dos fases
históricas sucesivas: el estadio socio-militar en el que la guerra es el objetivo de la colectividad y
que exige un Estado dominante dirigido por la casta feudal; el estadio industrial, en el cual la
103
Confesiones de un revolucionario, p. 82.
producción es el interés primordial, por lo cual se requiere la eliminación del Estado en cuanto
fuerza represiva. Proudhon retoma esta oposición y recuerda el carácter guerrero de la monarquía,
pero no se queda ahí y afirma que, puní comprender la índole del Estado, es menester considerarlo
en relación con la totalidad social, aparte de sus formas particulares, que van desde la autocracia
hasta la democracia representativa.
Esta definición preliminar anuncia las críticas que Proudhon habrá de dirigir contra todas
las teorías que encuentra sospechosas de individualismo o de estatismo. Reprochará a Rousseau el
tergiversar completamente la idea del contrato social. En lugar de definir la relación social que se
instituye entre los hombres a consecuencia de la producción y del intercambio, Rousseau se limita a
tratar de establecer la naturaleza del contrato político, como si éste fuera la base de la vida colecti-
va. Según esto, el problema se reduce a dos aspectos: la alienación de la libertad y el sometimiento
a la ley general, lo que equivale a decir que los males sociales sólo son producto del tipo de coac -
ción que se ejerce sobre el grupo humano 106. Antes de 1848, Proudhon atacará sin piedad a los
demócratas que pretenden llevar adelante la revolución social por medio de una revolución política,
doctrina que calificará de mistificación. Visto que el Estado es sencillamente la expresión alienada
de las fuerzas de la colectividad, el cambio del personal gobernante no serviría para obtener la
mutación social perseguida. Lo que es más grave aún, una reforma exclusivamente política que
provoque un incremento de la autoridad del gobierno y de su poder de iniciativa, tendrá resultados
104
Contradiclions politiques, Thèorie du mouvement constitutionnel au XIXe. siécle, p. 237.
105
“La alienación de la fuerza colectiva...”, De la Justice, Pequeño Catecismo Político, Cuarto Estudio, T. II,
p. 266.
106
Idee genérale de la Révolution, pp. 187-195.
diametralmente opuestos a los buscados: si el Estado se fortalece, también se afianzará la minoría
acaparadora de la fuerza colectiva y se dará impulso a los elementos retrógrados y
contrarrevolucionarios. La ignorancia que evidencian todos los intentos y teorías de este tipo se
debe a la incapacidad para reconocer que el Estado acapara indebidamente algo que es de todos y al
desconocimiento de la verdadera índole de lo social. Se insiste en creer que la vida de lo social
proviene del poder, cuando en rigor el poder ahoga la vida, le impide florecer y desarrollarse. El
tomar conocimiento de la verdadera naturaleza de la vida social, en su organización espontánea y su
movimiento propio, conducirá a las antípodas de las teorías estatistas, esto es a reclamar la
liberación anarquista de las fuerzas sociales.
De esta manera, la evolución del régimen capitalista en sus formas técnicas y sociales
ahonda una subalternización que es parte inseparable del régimen de la propiedad: cuanto más se
adueña del trabajo el capitalista empresario, tanto más se adueña de los hombres.
107
“La propiedad es el derecho de uso y abuso, en una palabra, el despotismo”. Sistema de las
contradicciones T. II, p. 212.
108
“En todo tiempo, la constitución política fue reflejo del organismo económico, y el destino del Estado
estuvo regido por las cualidades y los defectos de dicho organismo”. Manuel du spéculateur à la Bourse,
Lacroix, T. XI, p. 25.
fuerzas colectivas. La desigual distribución de las riquezas y la sujeción de las clases laboriosas
originan un conflicto económico latente y todos los movimientos de agitación del cuerpo social.
Para hacer frente a esta inestabilidad insoluble, resulta necesario organizar una fuerza pública, una
autoridad ante la cual deberá claudicar todo lo personal y doblegarse toda voluntad. Las relaciones
conflictivas obligan a recurrir a una institución fuerte capaz de disciplinar a la nación, mantener a
las clases inferiores en la miseria, combatir su rebeldía y asegurar la defensa de las jerarquías y los
privilegios. La jerarquía capitalista necesita de la coacción para aplastar las reacciones sociales que
ella provoca. Al mismo tiempo, los empresarios capitalistas concentran en sus manos poderes tan
amplios que pueden tomar injerencia directa en el Estado y ponerlo al servicio de sus intereses. En
tiempo de Luis Felipe, el Estado es sencillamente una coalición de burgueses contra los obreros;
durante el Segundo Imperio, se convierte fundamentalmente en instrumento de feudalismo
industrial y financiero. Los propietarios cuentan con la complicidad y el apoyo de las viejas
jerarquías, tales como la Iglesia y el ejército; pero aunque el Estado resulte ser en la práctica una
coalición de todas estas fuerzas conjugadas, su carácter despótico y su existencia misma en cuanto
fuerza represiva tienen siempre como base fundamental la desigualdad económica y las formas
sociales de la propiedad capitalista.
Esta crítica del Estado del capitalismo confirma el principio según el cual las características
de lo político derivan de lo económico y lo social. El despotismo del Estado capitalista no tiene su
origen en el modo de representación adoptado por el país sino en la estructura socioeconómica. Por
tanto, hay una sola conclusión posible: inútil es modificar las formas políticos si no se efectúa una
mutación básica de las relaciones socioeconómicas.
De ahí que Proudhon adoptara una actitud decididamente crítica respecto de la Campaña de
los Banquetes que se desarrolló en 1847. En la medida en que el objetivo primordial de este
movimiento era una mera reforma electoral, le pareció carente de interés; y como desviaba la
atención hacia problemas falsos, la juzgó perjudicial. Sólo después de la Revolución de febrero y
cuando pudo abrigar la esperanza de que la República se trasformaría en república socialista en
lugar de constreñirse a reformas constitucionales, se decidió a ingresar en la lucha política. Pero lo
hizo para combatir violentamente las tendencias llamadas democráticas del gobierno provisional así
como su política, a sus ojos, retrógrada109.
Como alternativa de esta democracia burguesa, Proudhon propone en 1848 una república
que habrá de ser auténtica expresión del pueblo. La teoría democrática presupone que el pueblo no
forma una unidad, que los grupos naturales no tienen existencia propia y que es conveniente
interrogar a los individuos tomados aisladamente; da por sentado que los grupos carecen de
voluntad y por ello ha de sustituirse a la soberanía popular con sus supuestos representantes. Este
razonamiento es característico de un sistema social desmembrado por los conflictos y en el que
pugnan voluntades contradictorias, por cuyo motivo resulta imperioso constituir una autoridad. Los
demócratas, al igual que todos los revolucionarios políticos, no buscan devolverle al pueblo su
soberanía eliminando las autoridades sino, por el contrario, erigir a la democracia en autoridad, lo
cual equivale a convertir al nuevo poder en una fuerza retrógrada. En una república, la ley debería
traducir la voluntad unánime de los ciudadanos, y los representantes ser plenipotenciarios de
mandato imperativo, y susceptibles de ser destituidos; en cuanto al pueblo, debería pensar y actuar
como un solo hombre. Pero república semejante sólo puede existir si se construye sobre la base de
una sociedad nueva, en la que se reemplace la jerarquía por la solidaridad de funciones, en la que el
trabajo destruya constantemente el poder y no haya otra iniciativa que la de los ciudadanos.
Las críticas contra la democracia valen a fortiori contra las teorías de la comunidad, dado
que la organización comunitaria del trabajo y la atribución exclusiva de los bienes y de la iniciativa
a la colectividad involucran un fortalecimiento de los poderes del Estado. Si mucho censura
Proudhon la economía comunitaria por juzgar que semejante absorción de la iniciativa individual
traerá aparejada una regresión de la actividad social, encuentra igualmente vituperable el aspecto
político de la doctrina comunista. So pretexto de suprimir las desigualdades sociales, impone una
uniformidad que exige el sometimiento de las voluntades individuales e instaurará así, una tiranía
política. Para mantener la disciplina y reprimir la libertad individual, la comunidad ha de
110
Ibid., p. 48.
transformarse en fuerza opresiva que somete al asalariado a una nueva servidumbre. La primacía de
la colectividad sobre el individuo, la falsa tesis de que es preciso que el in dividuo renuncie a su
singularidad para fundirse en la unidad, crean inevitablemente un sistema opresivo. Desde este
punto de vista, el comunismo repite los prejuicios tradicionales del régimen de la propiedad y de la
democracia política, cuyo principio fundamental conserva intacto, pese a los cambios sociales111. En
efecto, el feudalismo, la monarquía constitucional y la democracia burguesa se basaron en el
principio de autoridad, caracterizándose por tender a la instauración de la autoridad y cuidar que se
la respetara. Haya sido el Estado un imperio, una monarquía o una democracia, la relación política
fue siempre la misma, es decir de sometimiento a la autoridad, sin que nadie impugnara la idea de
que la subordinación es imprescindible para el buen funcionamiento de la vida social. El
comunismo retoma esta tradición y mantiene ese mismo concepto de la sociedad, con la diferencia
de que, en lugar de fundar la autoridad política en la palabra de Dios o en la voluntad de un
príncipe, la basa en la soberanía del pueblo y el derecho de la colectividad, al tiempo que sostiene
que el poder reside en el Estado, cuya acción coercitiva garantiza la vida social. Lejos de considerar
que el pueblo y los individuos pueden ser libres y que su soberanía proviene de ellos mismos, hace
depender el derecho del ciudadano de la soberanía del pueblo y la libertad queda reducida a una
resultante del poder colectivo. En la aplicación de estos principios, la teoría de la comunidad
restaura un poder que es por esencia idéntico a los poderes políticos del pasado. Por ende,
opuestamente a lo que hacen pensar las apariencias y por rara contradicción, el comunismo retoma
el modelo económico y político del régimen de la propiedad privada; así como la propiedad crea el
monopolio y la relación de subordinación entre propietario y no propietario, el comunismo sólo
apunta a la magnificación de la propiedad y tiende a ponerla totalmente en manos de un Estado
centralizador. En lo político, así como el capitalismo burgués es homólogo del despotismo, el
comunismo propende a englobar y destruir las libertades individuales y locales en el mito de una
libertad colectiva, afirmando el principio de la subordinación del individuo a la colectividad. A des-
pecho de los cambios de la organización económica, en una sociedad comunista el poder político
seguiría el molde tradicional del despotismo: poder indiviso, centralización absorbente, destrucción
de todo pensamiento o actividad individual y local “considerada disociante”, monstruosa policía
inquisitorial y restricción de la familia 112. En esta democracia compacta, que se transformaría
ineluctablemente en dictadura anónima, el sufragio universal se utilizaría para mantener el poder a
perpetuidad y la soberanía del pueblo, supuesta fuente de ese poder, quedaría reducida a la nada.
Cuando Proudhon formula su crítica del Estado, lo hace con la convicción de que ella toca a
cualquiera de los sistemas políticos, pues todos, absolutamente todos, desde la autocracia hasta la
democracia comunista, son a sus ojos idénticos. Se han hecho muchas reformas, cada sistema tiene
su propia constitución y, sin embargo, en lo fundamental, todos repiten el mismo patrón tradicional,
manifiestan igual respeto por la autoridad estatal y recrean las jerarquías, cada uno a su manera. La
teoría anarquista no será pues una variante más de la serie de formas constitucionales, será su nega-
ción general, por proponer una inversión total de las relaciones políticas usuales.
111
Recordemos que esta crítica no se refiere al comunismo marxista, que Proudhon no llegó a conocer. Sus
censuras van dirigidas contra sus contemporáneos socialistas, la tradición comunista y, en general, toda teoría
social que justifique el unitarismo económico y otorgue mayor poder al Estado.
112
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 115.
La revolución no tiene por objeto hallar alguna forma nueva de autoridad o de
subordinación de la libertad individual del Estado. No han de someterse las libertades al Estado sino
que, inversamente, ha de supeditarse el poder, el Estado, a la libertad individual 113. No ha de dejarse
que el Estado absorba a la sociedad económica y la vida colectiva; es preciso sojuzgarlo,
subordinarlo a la sociedad. De ahí que sea principal preocupación de Proudhon poner al descubierto
las ideas engañosas que se tejen en torno del poder político y enunciar una justa teoría del Estado.
Pese a la pluralidad de formas políticas, es aún posible establecer una teoría del Estado, pues las
modalidades particulares que éste ha ido adoptando en el curso del tiempo no lograron alterar sus
principios fundamentales. El Estado instituye y expresa una relación social caracterizada por el
orden jerárquico y la desigualdad. La expresa porque es ulterior a la organización social y depende
de las estructuras económicas; y la instituye porque su existencia confirma la desigualdad al
afianzarla. El Estado, sea autócrata o democrático, es por esencia una relación de desigualdad y de
subordinación, ya que concentra la autoridad y exige el sometimiento de los ciudadanos.
El mayor error consiste en atribuir al Estado una realidad, una fuerza específica, cual si
poseyera de por sí un poder, idea que avalan las teologías que vinculan el poder con una divinidad
trascendente. Los demócratas que piensan que la acción gubernamental basta para lograr la reforma
social caen en la misma equivocación por creer que un gobierno tiene el poder que se necesita para
modificar la sociedad económica. En realidad, si el Estado tiene fuerza, ella le viene únicamente de
la sociedad toda; es el organismo, el depositario de la fuerza colectiva, de allí la potencia que
muestra en casos de guerra, por ejemplo. En tales oportunidades, el Estado se convierte claramente
en una fuerza, pero ella es la de la sociedad en la pluralidad de sus actividades: el Estado es en esos
momentos la manifestación, “la expresión armada de la fuerza colectiva”114. Del mismo modo, las
fuerzas políticas emanan espontáneamente del grupo para llenar ciertas funciones, ciertas
necesidades de orden y de educación: al constituirse políticamente, el grupo crea instrumentos
destinados a mantener su disciplina, algo así como las restricciones que se imponen a los niños. El
carácter espontáneo e instintivodela génesis del Estado explica por qué los primeros sistemas
políticos estuvieron encuadrados dentro del modelo de la familia. En virtud de la constitución de la
familia, corresponde naturalmente al padre dirigir la fuerza dimanada del núcleo familiar y, cuando
la familia crece, ve aumentada su fuerza por el trabajo de los esclavos o se trasforma en tribu, el
padre conserva sus poderes y acrecienta sus dominios 115. Pasado este nivel, asoma ya la duplicidad
del Estado: hay un fenómeno espontáneo, pero también una alienación, pues si el grupo acepta
como cosa natural la autoridad del padre para guardar su cohesión, éste se apropia de las fuerzas de
su pequeña colectividad. Y cuanto más se trastornen las relaciones reales y los poderes se adueñen
de la sociedad de la cual son mera resultante, tanto más marcada será la alienación; tal como
acontece cuando la sociedad alcanza un desarrollo que supera a la tribu y la o las familias más
poderosas toman el poder así como la dirección de las fuerzas colectivas. Puede ocurrir, entonces,
113
Sistema de las contradicciones económicas, T. II, p. 293.
114
La Révolution sociale démontrée, p. 132.
115
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 266.
que el poder, constituido inicialmente sobre una enajenación, en vez de preocuparse del pueblo del
que emana, sólo procure acrecentar su dominio y cree un aparato policial y militar que empleará
como arma contra la nación. Consecuentemente, el Estado, cuya fuerza proviene de la sociedad, se
vuelve contra ella y puede llevarla a su perdición116.
Vemos, pues, que por esencia el poder se halla en relación ambigua con la sociedad que le
da vida real: no es más que el organismo de la fuerza colectiva, pero se mantiene ajeno a la sociedad
de la que roba esa fuerza, representa el derecho, pero sólo desde fuera 117. Esta relación de
exterioridad se acentúa como consecuencia de la tendencia del hombre a dar carácter mítico al
Estado. Siendo éste de por sí un mito, por no tener más realidad que la que le otorga la sociedad, es
únicamente un símbolo de lo social y sin embargo los pueblos lo rodean de atributos sagrados,
cayendo en un autoengaño que parece ser condición de la existencia del Estado. El pueblo teje
alrededor del Estado una fantasmagoría que ayuda a mantenerlo en la obediencia y la inacción. Esto
se vio en 1848, cuando los demócratas, todavía víctimas del mito, depositaron su confianza en un
poder superior en vez de encaminar sus esfuerzos hacia una transformación de las bases sociales. En
este sentido, el Estado es a la vida social lo que la religión a la vida moral: así cómo la religión
simboliza los valores y es también una alienación que arrebata al hombre su Voluntad moral, el
Estado, que representa a las fuerzas sociales sin identificarse con ellas, sustrae de la sociedad su
propia existencia. La religión es obra del grupo, una improvisación del pueblo: del mismo modo, el
hombre pone espontáneamente en el Estado un fervor religioso, una fe que alimenta el poderío de
éste. El ciudadano que se adhiere indiscriminadamente al mito del Estado hace de él una causa
superior e independiente, espera de él protección y remedio para sus males, tal como el creyente
acepta la realidad de su Dios, de quien aguarda una acción benéfica. En ambos casos, la humanidad
ignora qué es lo que busca y se oculta a sí misma el sentido de sus propias creaciones. La crítica de
las religiones demostró que, en las alegorías religiosas, la humanidad quiere encontrar su ideal y
que los dioses sólo son una proyección de lo humano; corresponderá a la crítica del Esta do probar
que éste nada es de por sí, que es sencillamente una fórmula en la cual la sociedad busca su libertad.
Y así como la religión no es más que la preparación para un estado superior en el que la humanidad
asumiría su propia moral, bien podría el gobierno no ser más que una etapa destinada a ser superada
en la organización autónoma de la sociedad118.
116
“El gobierno no es la salvación sino la perdición de los pueblos”. Confesiones de un revolucionario, p. 86.
117
Ibid., p. 62.
118
Ibid., pp. 61-62.
su férula119. Mueve al Estado una necesidad interior de acaparar y centralizar; movimiento de
centralización que, una vez iniciado, propende continuamente a crecer, a invadir la sociedad ín tegra.
Para prevenirse contra la aparición espontánea de intereses que podrían ponerlo en peligro, el
Estado debe inventar nuevos medios de control y reglamentar, las actividades desde el principio y,
por ende, aumentar su dominio y su poder a expensas de la iniciativa individual y colectiva120. Sin
duda, esta inevitable tendencia a la concentración y el acaparamiento está indisolublemente ligada a
la oposición de clases y al choque de intereses, y el Estado unitario es precisamente la confirmación
de esos conflictos: hay reciprocidad dialéctica entre el antagonismo de clases y el Estado, de suerte
que la centralización expresa y afianza la desigualdad social.
El Estado busca expandirse porque así fortalece su autoridad. No le basta encarnar a la auto-
ridad, también quiere magnificarla, lo cual involucra la negación y la supresión de toda libertad: su
movimiento natural es la absorción, es decir la eliminación de cualquier forma de independencia121.
El Estado es cual “trampa” tendida contra el trabajo autónomo y la libertad, por cuyo moti vo el
poder político, contrariamente a lo que imaginan los partidos y quiere el espíritu jacobino es
contrarrevolucionario por esencia. La revolución, que significa innovación y destrucción de las es-
tructuras sociales caducas, rompe los moldes impuestos por los poderes establecidos; el Estado
centralista, por su parte, tiende a ahogar las posibilidades de cambio. Ni las buenas intenciones de
uno que otro gobernante, ni los retoques deseosos de apuntalar el edificio del gobierno pueden
modificar esa necesidad peculiar del Estado que hace de él una fuerza contrarrevolucionaria122.
Vemos entonces cuán profundo fue el error de los demócratas que en 1848 pretendieron rea lizar una
revolución valiéndose de medios directamente opuestos a sus objetivos. En efecto, se limitaron a
exigir una reforma electoral, una enmienda de la constitución, con lo cual no se modificaban en
nada los fundamentos de la sociedad; muy por el contrario, se acordaban nuevos poderes al Estado
y se esperaba de él la iniciativa revolucionaria, proceder que sólo sirvió para privar a las fuerzas
innovadoras de toda posibilidad de realización y para levantar obstáculos cada vez más insalvables
al movimiento social. En suma, en nombre de la revolución se hizo una contrarrevolución.
Hay entre el Estado centralizador y la sociedad viva una inevitable contradicción de fondo,
en la que los rasgosdela sociedad se oponen a los caracteres del Estado. La vida social está he cha de
intercambios e interrelaciones que los hombres establecen espontáneamente entre sí; la ley que rige
tales relaciones permite el movimiento y garantiza la circulación; es la ley de reciprocidad. Ella
implica la igualdad entre quienes intervienen en la vida social; las relaciones son tanto más
fecundas y cambiantes cuanto que los contratos sociales no se efectúan bajo coacción sino para
llenar necesidades de los interesados. El Estado, en cambio, es imposición, obligación. Por ser la
autoridad y el uso de la coerción su ley íntima, necesariamente elimina el libre intercambio entre
entes autónomos, y pone en su lugar la ley del poder, vale decir, niega las relaciones de reciprocidad
en su vivo vaivén. También es la negación de la libertad: en tanto que la vida social es producto de
119
Idée genérale de la Révolution, p. 204.
120
“La centralización es expansiva, invasora por naturaleza; los atributos del Estado aumentan continuamente
a expensas de la iniciativa individual, corporativa, comunal y social”. De la Capacidad política de la clase
obrera, p. 297.
121
“Esta concentración liberticida, absorbente...” Idée genérale de ía Révolution, p. 151.
122
“El gobierno es por naturaleza contrarrevolucionario; se resiste, oprime, corrompe o causa estragos. El
gobierno no sabe, no puede, no querrá jamás otra cosa. Poned a un San Vicente de Paul en el poder: se
convertirá en un Guizot o Talleyrand”. Confesiones de un revolucionario, pp. 284-285.
la conjunción y el encuentro de las acciones espontáneas del hombre, el Estado se inclina a prohibir
toda manifestación nueva que lo impugnaría. Incansablemente se ha reclamado la libertad de
prensa, el derecho de examinar y discutir libremente los problemas sociales y políticos. Reclamo
inútil, dado que el poder unitario es absolutamente “incompatible” con la libertad de prensa pues,
por su índole, repele el examen y la crítica y tiende de por sí a ponerse en situación de
inviolabilidad, como toda autoridad constituida; y cuanto mayor la centralización, más violenta la
intolerancia y menos se soporta la oposición; de ahí que en un sistema unitario jamás pueda desa-
parecer la antinomia123. Por lo demás, la vida social es resultado de la pluralidad de relaciones entre
múltiples grupos: estos grupos y “subgrupos”, unos en formación y otros en vías de desaparición, se
cuentan en número indefinido, pluralismo que es precisamente uno de los caracteres fundamentales
de la vida colectiva. Inversamente, el Estado, tal cual lo concibe el sistema tradicional, es unitario y
trata de conservar o consolidar su propia unidad. Se establece así, entre la sociedad y el Estado, una
singular contradicción; por un lado, la vida tiende a mantener la diferenciación entre grupos y entre
localidades y, por el otro, la jerarquía unitaria busca simplificarse bajo un poder único. En resumen,
el antagonismo entre lo espontáneo y lo mecánico, lo móvil y lo estático se repite en la
confrontación entre la vida social y el Estado. La sociedad no es una realidad acabada, se halla en
continuo movimiento espontáneo, a impulsos de la pluralidad de intercambios y acciones; en los
períodos revolucionarios sucede particularmente que las fuerzas divididas, aún no ligadas por una
teoría común a todas, tienden a constituirse, a organizarse en una práctica conjunta. Vemos que la
sociedad se va haciendo, creando a sí misma constantemente, ya en la realización casi lúcida de un
programa, ya en su obrar a la deriva, caso más habitual por otra parte. A esta espontaneidad
creadora, lenta o rápida, consciente o inconsciente, el Estado opone en todo momento sus formas
acabadas, sus planes decretados, su sistema fijo. La sociedad viva y el poder político unitario
representan dos polos opuestos: lo espontáneo y lo ordenado, lo cambiante y lo petrificado, la
creación y la repetición.
La historia política subsiguiente a la gran Revolución de 1789 demuestra que, en una socie-
dad basada en la desigualdad, las contradicciones se van ahondando cada vez más y que el Estado
tiene que ser necesariamente centralizador. El hecho de que, entre 1789 y 1864, el Estado su friera
muchos retoques y se promulgaran quince constituciones distintas 124 no significa que se produjera
una mutación fundamental, pues los principios de autoridad y de jerarquía permanecieron
inalterados; las sucesivas transformaciones del Estado en nada modifican su esencia, aunque con-
duzcan de la autocracia imperial a la democracia representativa. En efecto, por asentarse en el an-
tagonismo social y ser una manifestación de la desigualdad de clases, mal puede el Estado cambiar
con simples modificaciones de detalle: él es la reafirmación de una sociedad desgarrada por
contradicciones. Dado que no se superó la oposición entre las clases, durante aquel período his-
tórico y a despecho de las tentativas revolucionarias y las insurrecciones, lo único que se hizo fue
repetir la relación de autoridad con distintas formas. La sucesión de cambios de gobiernos y de
enmiendas constitucionales confirma que la principal razón de la inestabilidad de los Estados es la
desigualdad social y que, mientras en una sociedad persistan contradicciones económicas, resulta
absolutamente imposible darle bases firmes y verdaderas. A los cuatro patrones económicos que
distingue Proudhon en 1853, a saber la anarquía industrial, el feudalismo, el Imperio industrial y la
123
De la Capacidad política de la clase obrera, pp. 316-333.
124
Contradictions politiques (1864), p. 198.
democracia, corresponden cuatro modelos políticos, de los cuales el último sería la negación de
todos los precedentes. La anarquía competitiva de la Restauración tendría su correspondiente en un
Estado parasitario, dominado por la burguesía y encargado únicamente de las funciones de policía y
de coacción. El Estado propio de la concentración capitalista y de la reconstitución del feudalismo
industrial se caracteriza por su marcada centralización y gran poder económico apoyado en los
monopolios estatales y el dominio de las finanzas: es el Segundo Imperio. Proudhon prevé entonces
que las tendencias inherentes a este sistema anuncian una centralización política todavía más
acentuada y fundada en la concentración capitalista extrema: tal sería el Imperio industrial. La
agravación de las contradicciones económicas y de los conflictos sociales trae consigo un
incremento de los poderes políticos destinados a combatir las amenazas de guerra social. El peso de
los prejuicios tradicionales acelera la evolución en este sentido cuando la sociedad sólo sabe
resolver los conflictos apelando a una mayor concentración de poderes; la tradición monárquica, los
mitos del viejo espíritu jacobino y el instinto popular se unen en la aceptación de las mismas
quimeras y favorecen así la expansión de los poderes 125. Pero al mismo tiempo, según hemos
comprobado, al fortalecerse el Estado se ahondan las contradicciones sociales, pues el exceso de
poder que se otorga a los gobiernos parece agrandar la distancia y, por tanto, la contraposición entre
gobernantes y gobernados. Además, si el Estado es por definición lo contrario de la vida, de la
actividad innovadora, también será por definición un ente no productivo; representa a la casta de los
improductivos y, por añadidura, encarece y entorpece la producción con el lastre de la burocracia
que se ocupa de dirigir el quehacer económico. Por ende, la creciente absorción de la economía por
el Estado autoritario crearía una situación sin salida de la que, por negación dialéctica, surgiría la
República industrial, la anarquía positiva.
Este último caso no entra en la misma serie que los precedentes. La autocracia, el imperio
constitucional, la monarquía parlamentaria y la democracia representativa conforman una sucesión
natural de formas políticas que van desde el imperio hasta la república; todos se basan en iguales
principios y leyes dentro de la modalidad particular del despotismo. La anarquía positiva no es un
modelo político más, sino la negación de lo político, el rechazo radical de cualquier gobierno; se
propone instituir una relación totalmente nueva entre individuos y grupos mediante la erradicación
del autoritarismo. Significa el repudio no de un tipo de gobierno sino de todas las formas de
gobierno habidas. Este rechazo absoluto no implica que, dentro del mismo despotismo, no se desa-
rrolle en el campo de la producción una acción que prepara el derrumbe de aquél. Haciendo a un
lado la idea de Saint - Simón de reconstituir completamente la sociedad en el aspecto económico sin
tocar los moldes políticos, Proudhon nota que las relaciones de autoridad se ven impugnadas por la
actividad social en el momento mismo en que ellas se establecen. Efectivamente, al ir
evolucionando y creciendo las relaciones económicas y la iniciativa industrial, se va creando entre
los productores un vínculo no basado en la autoridad de unos sobre otros, sino en un acuerdo
mutuo, en un contrato, y en la medida que el número de grupos participantes es suficientemente
grande; la iniciativa propia, el contrato, tienden a desplazar las relaciones de subordinación, de
autoridad. De igual modo, la creación de asociaciones de carácter mutualista, como las compañías
de seguros, preanuncia una organización económica en la que el gobierno sólo representaría la
interrelación de los distintos intereses, es decir en la que la autoridad política no existiría 126. La
125
Manuel du spéculateur á la Bourse Lacroix, T. XI, p. 6.
126
La Révolulion Sociale, p. 116.
afirmación de que “el taller traerá el fin del gobierno” 127 no se interpretará sólo como anuncio de
que algún día tendremos una sociedad en la que la actividad productora habrá destruido a la
política, sino también como descripción de una dinámica existente que propende a eliminar a la
autoridad. El trabajo, en la medida en que recrea necesariamente relaciones de cooperación,
constituye de por sí una crítica práctica de la jerarquía autoritaria y un proceso conducente a la
exclusión de lo gubernamental. Con todo, tal proceso no puede tener fuerza suficiente como para
demoler sin choques un aparato que data de siglos.
Estas observaciones reafirman la gran importancia que tuvo el Estado en todas las
sociedades antiguas, ya que los gobiernos fueron la representación externa del derecho y uno de los
instrumentos de defensa y expansión de las fuerzas de la nación; pero también confirman que la
sociedad industrial significa la muerte del Estado. Efectivamente, la causa principal de las guerras
fue siempre la falta de medios de subsistencia, el pauperismo; los pueblos recurrieron primero al
pillaje y luego a la conquista para remediar la pobreza que los aquejaba. Ahora bien, en el mundo
moderno la expoliación y la imposición de tributos a. otros pueblos ya no tienen importancia, por
lo, cual la guerra entre naciones resulta contradictoria e inútil. En verdad, la guerra se concentra en
el interior de los países, en el gubernamentalismo y la explotación económica, y es consecuencia de
127
A. P. Leroux. La Voix du Peuple, 13 de diciembre de 1849, Mélanges, Lacroix, T. XIX, p. 36.
128
La guerre et la paix, Recherches sur le principe et la constitution du droit des gens (1861).
la anarquía económica y del antagonismo de clases. La instauración de la sociedad igualitaria
marcará el fin de la guerra entre naciones y de la era del Estado.
3. EL ANARQUISMO
La crítica radical del Estado lleva a la negación radical de éste. Muestra la existencia de una anti -
nomia insalvable entre la libertad, la espontaneidad de la vida social y la centralización política. Por
más que se modifique o acomode el sistema gubernamental, éste, con su sola existencia, intro duce
un principio de autoridad, un principio exterior a la acción social. Mantener este principio significa
admitir que el hombre debe enajenar su libertad en beneficio de una autoridad, aceptar que se
constituya un poder superior encargado de dirigir la vida social, afirmar la necesidad de que
individuos y grupos se sometan en razón de su incompetencia. Acatar una autoridad equivale, por
otra parte, a postular la perpetuación de las desigualdades sociales y de los conflictos de clases,
puesto que el Estado nace como consecuencia de tales desigualdades y cumple la misión de impedir
que ellas desaparezcan. Una revolución, para sor auténtica, no ha de reclamar pues la reforma del
Estado ni la enmienda de las instituciones políticas, sino la eliminación radical del Estado, su
extirpación129 y el establecimiento de una sociedad sin gobierno. La teoría anarquista es ante todo
eso: el rechazo de toda forma de autoridad, particularmente del Estado. Las definiciones del
anarquismo propuestas por Proudhon a partir de 1840 insisten en primer lugar sobre este aspecto: la
doctrina es por sobre todo la negación del poder, de la soberanía del gobierno130. La palabra
anarquía no debe sugerirnos la idea de desorden. Las exposiciones de Proudhon están enderezadas a
demostrar lo falso de un mito generalmente aceptado, a saber que el orden sólo puede existir allí
donde hay un gobierno. No es así; lejos de crear orden en la actividad social, la autoridad sólo trae
confusión, porque opone tantos obstáculos a la espontaneidad social como medidas opresivas ins-
taura. En la vida colectiva, el verdadero orden no es el puesto desde fuera sino el que resulta de la
libre acción de todos, el que brota directamente del ser colectivo, al que corresponde y es Inma-
nente. La anarquía no es una simple actitud crítica respecto de vicios particulares o accidentales del
Estado; reniega de la alienación que deriva del Estado, cualquiera sea su forma, y con ello da a
entender cuál es el tipo de organización social que postula como el único verdadero: la anarquía
positiva, una sociedad económica cuyo rasgo primordial es la ausencia de todo modo de gobierno131.
Luego, el pensamiento anarquista marca una ruptura histórica con todas las teorías estatales
del pasado y los conceptos falsamente revolucionarios de los demócratas. La idea del gobierno
directo, desde el punto de vista monárquico hasta el democrático, involucra siempre los mismos
principios, cualesquiera sean las diferencias exteriores. En la monarquía, el príncipe se dice
representante del derecho divino y se arroga una autoridad absoluta que le viene de una revelación;
en el sistema de gobierno directo se conferirá al poder un derecho de autoridad cimentado en la
129
“...proceder a la reforma social mediante el exterminio del poder y de la política”. Sistema de las
contradicciones, T. I, p. 345.
130
Explications presentées au ministére public sur le droit de propiété (1842), p. 263, nota.
131
“Nada de autoridad, nada de gobierno, ni siquiera popular; en eso consisto la revolución”. Idée générale de
la Révolution, p. 199.
soberanía del pueblo; pero sea cual fuere el principio que se aplique, en todos los casos se da por
sentado que la sociedad es incapaz de administrarse por sí misma y se constituye un poder exterior a
la vida colectiva, con lo cual se mantiene en vigencia las formas tradicionales de la desigualdad so -
cial y de la injusticia. Si, por el contrario, se reconoce que el Estado es por esencia autoritario y
homólogo de las jerarquías sociales, resultará evidente que la revolución no ha de tener como idea
rectora la reforma del Estado sino la creación de una sociedad que acabe con todas las modalidades
del pasado, en la que la soberanía no sea ya exterior a la vida colectiva sino íntegramente in manente
a ella. Así como el racionalismo crítico, en su indagación sobre la idea de Dios, demuestra que la
religión es obra del hombre y que debe ser devuelta a su creador, la crítica revolucionaria revela que
el Estado es un producto y una alienación de la sociedad y propone un orden social que, con la
extirpación del poder, reconquistaría para la sociedad lo que el Estado le quita indebidamente. Esta
será, pues, la meta de la verdadera acción revolucionaria, una acción encarada desde una
perspectiva totalmente nueva. La destrucción del Estado significaría y tendría por consecuencia la
reapropiación por parte de la sociedad, de las fuerzas que la exteriorización estatal le enajena.
El análisis proudhoniano funda esta teoría política en la tesis sociológica de que el ser
colectivo es autónomo y espontáneo. Proudhon reprocha a los teóricos partidarios del Estado su
ignorancia de la realidad social: la sociedad es para ellos un ente abstracto, una palabra que designa
a un conjunto de individuos136; no ven en ella a un ser real y vivo sino a una caótica conjunción de
individuos aislados. Este error inicial los induce a pensar que se requiere una fuerza exterior para
mantener una cohesión artificial y que la política no puede ser objeto de una ciencia, ya que carece
de fundamento natural por ser artificio del hombre. La teoría del ser colectivo repudia estas ideas
falsas. Si el ser colectivo es un ente vivo, dotado de inteligencia y actividad propias, posee leyes y
propiedades que sólo pueden provenir de él mismo. Así, la solidaridad que une a sus diferentes
miembros no es resultado artificial de una comprensión exterior sino algo inherente a la vida social
que dimana directamente de su espontaneidad. Del mismo modo, las leyes económicas de la
división del trabajo o del intercambio no surgen de convenciones humanas, brotan naturalmente de
la acción, aparecen en el momento necesario para llenar una función y se modifican al ritmo del
dinamismo social. Los estatistas, fieles a una mistificación incontestada, persisten en creer que las
transformaciones sociales sólo pueden provenir de la iniciativa política, como si no pudiera haber
movimiento ni mutación en la sociedad sino por obra de un poder; guiados por este criterio, en 1848
los demócratas pidieron que se otorgara mayor capacidad de iniciativa al gobierno para que éste
llevara a cabo los objetivos revolucionarios. Es ésta una posición absolutamente) equivocada, según
la crítica proudhoniana, que arriba a la conclusión de que el Estado es eminentemente reaccionario.
En rigor, el estatismo está emparentado con la tradición religiosa que rechaza los cambios sociales y
el progreso, a los cuales opone una jerarquía estable y una serie de dogmas inamovibles. Ahora
bien, el cambio no es cosa propia del Estado ni hay poder capaz de provocarlo; sólo puede sur gir
133
Ibid. p, 300.
134
Ibid. p. 302.
135
De la Capacidad política de la clase obrera p. 198.
136
Systéme des contradictions. T I, p. 123.
del ser colectivo, que lo produce espontáneamente. Y lo que hace la anarquía al suprimir las
alienaciones políticas e intelectuales del pasado es, precisamente, dar libre curso a la espontaneidad
social, con lo cual devuelve a la sociedad la posibilidad de ir transformándose a voluntad según sus
necesidades y rever permanentemente su constitución. En tanto que el Estado impide la libre
mutación social, sea con un autoritarismo absoluto, sea con las limitaciones que aportan las leyes, la
anarquía, que confirma y pone en práctica la idea de progreso, otorgaría a la sociedad la per petua
facultad de reconsiderar sus formas económicas, los contratos que coordinan sus actividades137. La
anarquía positiva no consiste pues, exactamente, en la instauración de un nuevo orden; es la
sociedad misma en el proceso de concretar su propio orden y sus leyes inmanentes a través de la
acción de individuos y colectividades. Representa la desaparición de las alienaciones y de las
coacciones que, si bien antaño pudieron tener cierta utilidad, dejan de cumplir una función cuando
la sociedad descubre su equilibrio y sus leyes y los realiza espontáneamente. La anarquía es la
sociedad en sí, una sociedad viva y autosuficiente.
4. EL FEDERALISMO
137
Confesiones de un revolucionario, p. 223.
Las dos obras en las que Proudhon expone más ampliamente su visión anarquista de la sociedad
(Confesiones de un revolucionario e Idea general de la revolución) fueron escritas durante el perío-
do revolucionario que va de 1848 a 1852. Dirigidos contra el peligro conservador y las tendencias
estatistas de los demócratas, estos libros evidencian un marcado espíritu polémico que se suaviza en
obras posteriores. Nunca dejó de oponerse al Estado centralista pero, a partir de 1858, más
consciente de la importancia de las relaciones políticas internacionales, ya no da como salida la eli-
minación del gobierno como institución, sino que se lo limite dentro de un régimen federal 138
138
Principales escritos sobre el tema: La Fédération et l’unité en Italie (1862), El Principio Federativo et de la
necessité de reconstituer le parti de la révolution (1863), La De la Capacidad política de la clase obrera
(1865).
139
“Así transportado a la esfera política, eso que hemos llamado hasta ahora mutualismo o garantismo toma el
nombre de federalismo. En una simple sinonimia se nos da la revolución entera, en lo político y lo
económico”. Capacité politique des classes ouvrères, p. 198.
cohesión; sus funciones se ven reducidas a “subfunciones” de una sociedad ahora dirigida por los
productores.
Proudhon piensa que los centros autónomos que relegarán al poder político a un segundo
plano han de tener como base la soberanía local y los grupos profesionales. Según un plan esbozado
hacia 1848140, los talleres y las empresas industriales organizadas democráticamente se confedera-
rían por profesiones y por industrias, con lo cual se efectuaría una forma de centralización a nivel
nacional. Esta federación de industrias garantizaría la independencia de las agrupaciones ya que la
interrelación se basaría siempre en contratos y respondería a las exigencias de la coordinación de
cada momento. Más dentro de la sociedad federada, sólo cabe un tipo de agrupamiento autónomo:
considerando las relaciones entre los grupos locales, Proudhon sostiene que debe conservarse la in-
dependencia relativa de las comunas y de las diferentes regiones. Contrariamente a lo que ocurre en
la centralización, que no cesa de robar su soberanía a los municipios, el federalismo tiene que
reconocer y respetar esta forma de autonomía 141.
En este sistema, la comuna, grupo local y natural, reconquista su soberanía; tiene el derecho
de gobernarse, administrarse, disponer de sus propiedades, fijar los impuestos, organizar la
educación, tener su propia policía. En fin, tiene la posibilidad de llegar a una vida colectiva
verdadera, lo que significa que los problemas serán debatidos dentro de la comuna, que cada uno
expondrá y defenderá sus intereses, que se adoptarán reglamentos internos por común acuerdo. A
juicio de Proudhon, este aspecto es decisivo. No se trata simplemente de poner a los grupos como
dique de contención del poder estatal sino de afirmar la pluralidad de soberanías y, por ende, la
libertad efectiva del municipio. Si nos conformamos con otorgar cierto grado de libertad a la
comuna dentro de un sistema regido por las reglas de la centralización, se producirán conflictos
entre ésta y el Estado, ganará el más fuerte y, así, el municipio seguirá perdiendo cada vez más
terreno. Sólo una organización federal que aplique el principio de la pluralidad de soberanías
respetará la de la comuna y restituirá la plenitud de la vida colectiva a los núcleos que constituyen el
fundamento de la sociedad142.
El federalismo se aplicaría también a las relaciones entre los distintos pueblos; y así como
el sistema unitario de inspiración monárquica requería por su naturaleza los enfrentamientos milita-
res, la confederación de los Estados conduciría a una paz estable. Tal confederación sería posible si
uniera Estados de proporciones medianas e integrados, a su vez, por grupos federados. En efecto, un
Estado de grandes dimensiones, en el que los vínculos que unen a las partes son tanto más laxos
cuanto mayores sus proporciones, se verá siempre obligado a fortalecer los poderes centrales para
compensar la falta de unidad espontánea. Los Estados exageradamente vastos, en virtud de su
constitución social, tienen que desembocar en la centralización y su consecuencia, la guerra. En
cambio, cuando se trata de naciones medianas pueden establecerse relaciones similares a las del
mutualismo y, por tanto, pacíficas. Las guerras internacionales desaparecerán naturalmente como
resultado lógico de la concertación de un pacto federal entre los distintos pueblos y, en un plano
más profundo, de la federación de los grupos que integran cada país, dado que la distribución de los
poderes y la reciprocidad mutualista frustran toda posibilidad de dominación. Así, sin creer que
Europa podría llegar a unirse en una confederación única, Proudhon asevera que sólo cuando Eu-
ropa forme un Estado federal las guerras habrán pasado a la historia 144.
La teoría política de Proudhon tiene más de doctrina que de sociología. No ignora hasta qué
punto son poderosas las tendencias económicas e ideológicas que impulsan a la centralización polí-
tica y reconoce que, en este campo, sería menester invertir el sentido de la tendencia general. No
obstante, y como en toda su obra, la doctrina se funda en una teoría social que vale la pena precisar,
porque es aquí donde nos será dable comprobar si Proudhon renegó parcialmente de su anarquismo
en sus últimos escritos. Cabe preguntarse, en efecto, si el federalismo no representa al fin de cuentas
la aceptación, bajo nueva forma, de aquello que el anarquismo rechazó rotundamente: la
constitución política.
143
“El nacionalismo es el pretexto de que se sirven para eludir la revolución social”. De la Justice, Cuarto
Estudio, T. II, p. 289.
144
“Ya se está produciendo algo muy importante: Europa, va convirtiéndose paulatinamente en una suerte de
Estado federal, en el que cada nación es sólo un miembro”. Carta' a C. Edmond, 18 de diciembre de 1851,
Correspondance, T. IV, p. 154.
El federalismo parte de la idea de que la sociedad es fundamentalmente una pluralidad y
que diversidad es sinónimo de vitalidad, así como unidad centralizadora es sinónimo de opresión.
Trátese de la producción, de la circulación o de la vida política, Proudhon descubre siempre una
clara relación entre la pluralidad y el movimiento, entre lo unificado y lo estático. Luego, es propio
del Estado centralizado obstaculizar la transformación. social, actuar como factor de reacción, por-
que así lo impone su carácter unitario. El federalismo, en cambio, sería el tipo de organización
adecuada para mantener la pluralidad y, por ende, salvaguardar la libre iniciativa de los grupos
sociales y su libertad. Dicho de otra manera, el pluralismo es requisito esencial de una pluralidad
social no alienada: el federalismo no es un sistema preferible a otros porque reúne condiciones
como para dar mayor bienestar o libertad a los productores: es la expresión de la realidad social.
Proudhon admite que el unitarismo y el federalismo aparecen una y otra vez en la historia como dos
posibilidades concretas, pero añade que la centralización autoritaria tomó un carácter artificial que
agranda sus defectos. Considerada en su realidad viva, la sociedad es una y múltiple; pero esa
multiplicidad la hace vivir y avanzar; la vitalidad social no dimana de un centro rector, su fuente es
la encontrada actividad de los diferentes productores, son los contratos en los que cada uno busca,
libremente su interés. El movimiento social surge de las bases mismas de la sociedad y, más
exactamente, de la múltiple iniciativa de los productores y de las empresas. Cuanto más se respete
la pluralidad de iniciativas y encuentre oportunidad de concretarse, tanto más posible le será a la
sociedad evitar los conflictos y antagonismos que la asolaron constantemente en el pasado.
Por tanto, en una sociedad dueña de sí, el Estado queda reducido a la resultante de los
intereses de todos; esto no quita que conserve su facultad de tomar iniciativas, aunque en forma
condicional. En su etapa anarquista, Proudhon .afirma que el Estado autoritario y centralizado es
por esencia retrógrado e incapaz de participar en el avance Social; ahora piensa que el Estado
federal y pluralista tendría la posibilidad de asumir un papel activo y relativamente creador. No
reemplazaría a las fuerzas económicas y a los grupos de producción en la ejecución de obras y
trabajos, pero actuaría como factor creador porque tomaría iniciativas, decidiría en cuestiones
económicas y elaboraría planes 148. La dialéctica entre la sociedad y el Estado que, en los escritos
publicados entre 1848 y 1852, era presentada como la dialéctica contradictoria de la opresión y el
sometimiento, cede su lugar a una dialéctica complementaria que reconoce la función innovadora de
un consejo central. El Estado interviene únicamente para promover y elegir; de allí no puede pasar;
pero, dentro de sus limitaciones, le está dado obrar como elemento creador.
146
“El orden político descansa fundamentalmente sobre; dos principios contrarios, la autoridad y la libertad”.
El Principio Federativo, p. 27l.
147
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 198
148
“En una sociedad libre la función del Estado o gobierno es, por excelencia, de legislación, institución,
creación, iniciación, instalación; lo que menos tiene es de función ejecutiva”. El Principio Federativo, p. 326.
Si bien la evolución de Proudhon significa una enmienda de sus teorías políticas anteriores,
no implica una revisión de sus teorías sociológicas. El repudio del Estado centralizado dentro de un
régimen de propiedad privada subsiste con toda fuerza, lo mismo que sus conceptos acerca de las
causas de la tendencia estatal a la expansión y la concentración. Pero Proudhon estima que una
institución modifica completamente sus caracteres y necesidades cuando se la inserta en una nueva
estructura global. El hecho de que, en una sociedad injusta, el Estado sea necesariamente alienante y
opresivo, no significa que un consejo central que lo reemplace dentro de una totalidad distinta, haya
de conservar esas características. Es que las estructuras globales de una totalidad imponen sus
necesidades particulares a las partes y a las instituciones. La antinomia de las clases y la anarquía
industrial hacen necesario un Estado poderoso y opresivo, así como la organización federal de las
fuerzas económicas y la pluralidad de soberanías, necesita de un poder central pacífico que no se
encuentre en un plano de superioridad. En una armazón social de esta naturaleza, el concepto
mismo de gobierno pierde su sentido tradicional y se desvanecen el falso prestigio y los mitos que
lo rodeaban; pasa a convertirse en uno de los engranajes, una de las funciones de la sociedad iguali-
taria. La relatividad histórica de la institución gubernamental es otra prueba de la importancia se-
cundaria de la reforma política: la mutación revolucionaria no puede consistir en una simple en-
mienda constitucional, exige que se modifique profundamente la configuración general de la so-
ciedad, es decir las relaciones socioeconómicas. La organización de las fuerzas sociales y
económicas determinará las características y el modo de funcionamiento de las instituciones que
pasarán a cumplir nuevas funciones, adaptadas a las circunstancias.
CAPITULO V
Cuando afirma la realidad del ser social, Proudhon afirma al mismo tiempo la realidad de la fuerza
y la razón colectivas. El ser colectivo es una fuerza, según sabemos, esencialmente distinta de la
suma de las fuerzas individuales, pero también es una idea, un principio o una razón. Estas defini -
ciones se proponen subrayar ante todo que en la acción social no intervienen únicamente fuerzas
físicas, que la toma de conciencia y las teorías colectivas son parte constitutiva de la práctica. Al
criticar, por ejemplo, la religión cristiana, Proudhon señalará que no es una teoría, un sistema in-
telectual lo que refuta, sino un modo de ser y de actuar, una práctica social. Una religión no es una
teoría abstracta que no cumple ninguna función social; muy por el contrario, constituye la base de
una práctica, justifica una política, guía la acción e influye directamente en la orientación general,
económica y política de una colectividad. Siempre que tratemos de comprender o hallar la explica-
ción histórica de un suceso o de una revolución, aparte de estudiar los procesos o las contradiccio-
nes económicas, deberemos verificar hasta qué punto participaron las teorías, las utopías, las ideas o
las ideologías colectivas en la génesis del evento. Si bien reconoce la gravitación de las actitudes
morales, convencido de que el rigor o la relajación de las costumbres es un factor capital en el desa-
rrollo histórico, Proudhon funda su tesis acerca de la importancia de lo teórico en la práctica social
en una interpretación particular de la realidad social que desemboca en fórmulas que, no obstante a
veces difícilmente conciliables, nos dan a conocer su concepción “ideorrealista” de la trama social.
Para Proudhon, decir que la realidad social es dialéctica no significa solamente aseverar que la
práctica colectiva es tributaria de las representaciones, los mitos y las ideas de la colectividad, no es
simplemente señalar que los fenómenos sociales presentan rasgos contradictorios o antagónicos;
significa ir más allá, descubrir la existencia de una relación fundamental entre la práctica social y la
idea, entre las estructuras sociales y los principios que les son inmanentes. El fenómeno social es un
hecho, una realidad, los intereses son fuerzas de efectos y consecuencias visibles; pero éste es sólo
uno de los aspectos de lo social, sobre cuya esencia nada nos dice. Todo hecho social —trátese de
una estructura social o de una acción como el trabajo o la guerra— es “adecuado a una idea” 149,
contiene en sí su propio principio, su ley y su significado. La palabra idea no es la que más
conviene en este caso, por sugerir una representación consciente y una dualidad en la que hay un
sujeto que conoce y un objeto que es conocido. Ahora bien, si en la historia la idea se da a un
tiempo con la práctica, no es necesariamente consciente en los individuos que participan en la
acción. No hay de ninguna manera adecuación entre la práctica y la conciencia del significado de lo
que se hace. Los hombres pueden realizar actos cuyo sentido real no comprenden del todo o
entienden sólo a medias. Y son capaces de elaborar teorías que, en su esencia, justamente
tergiversan las relaciones verdaderas, cual hacen las religiones. Pueden también iniciar prácticas
parciales cuya idea, cuyo sentido profundo, escapa a su entendimiento; tal sucede a veces en los
períodos prerrevolucionarios. Por ejemplo, cuando los obreros organizan espontáneamente
asociaciones mutuales, prefiguran la idea revolucionaria con su acción sin cobrar totalmente
conciencia de lo que ella implica. Viven una idea al mismo tiempo que la crean, sin comprender
cabalmente el sentido de sus actos y las consecuencias del principio que los mueve.
1. LA IDEA Y LA PRÁCTICA.
150
“La idea, con sus categorías, nace de la acción... Esto significa que todo conocimiento, llamado a priori,
incluida la metafísica, surge del trabajo...”. De la Justice, Sexto Estudio, T. III, p. 69.
inexplicable: nace del instinto y de la acción por intermedio del objeto creado; su punto de partida
es la industria espontánea y se desarrolla por la conciencia de sus obras.
Lo dicho se aplica también a toda práctica social, singularmente, a toda práctica económica.
En Sistema de las contradicciones, Proudhon estudia las contradicciones del régimen de la pro-
piedad con el objeto de probar que cada práctica económica —la división del trabajo, el
maquinismo, la competencia— corresponde a una forma lógica. Así, la división del trabajo tiene
por estructura lógica el análisis; el maquinismo, la síntesis; y la competencia, el antagonismo de
términos. Los hechos económicos realizan una equivalencia de lo real y lo lógico 154 . Según esto, las
151
“Todos los sistemas filosóficos y religiosos tienen su origen y su razón de ser en la sociedad misma".
Deuxième Memoire, p. 121, nota.
152
“El intercambio, ese acto por así decirlo completamente metafísico, completamente algebraico, es la
operación por la cual una idea toma cuerpo, forma y todas las propiedades de la materia en la economía
social: es la creación de nihilo”. Systéme des contradictions, T. II, p. 71.
153
Ibíd., T. I, pp. 168-169.
154
“…equivalencia de lo real y de lo ideal en los hechos humanos”. Ibid., p. 169.
relaciones entro la realidad y las formas lógicas son absolutamente diferentes de las postuladas por
la religión o la filosofía crítica. La lógica no es obra de un espíritu trascendente ni simple expresión
del entendimiento humano, es la obra social en sí, la forma de la práctica. De ahí que Proudhon
afirme la identidad de la razón y de la acción económica. Pero si aquí retoma formulaciones
hegelianas, no infiere de ellas la identidad de lo real y lo racional: el descubrimiento de la lógica
práctica no lo llevó a la justificación de lo real sino a la crítica de las contradicciones.
Se plantea ahora el problema de la relación que existe entre las formas lógicas inmanentes a
la práctica y las teorías explícitas. La inadecuación entre unas y otras, entre la práctica y la
conciencia de ella, es una constante de la experiencia humana; y mientras subsistan las alienaciones
del Estado y de la religión, con los mitos que las acompañan, podemos considerar que la historia del
hombre es un continuo divorcio insuperado entre la práctica y la teoría. Sin embargo, las relaciones
pudieron haber sido infinitamente más complejas y no lo fueron, ya porque en determinado período
histórico la acción dio parcialmente forma a la teoría o un jefe político llegó a vivir y encarnar la
idea esencial de su sociedad; ya porque, a través de las alienaciones, una clase social consiguió
teorizar su idea e imponerla a las demás clases sociales, cual hizo la burguesía en vísperas de 1789;
ya porque, aun habiendo una regresión de la conciencia teórica, el devenir histórico mantiene una
continuidad. En este último caso se nos revela la posibilidad de una disociación entre acción y
teoría, de una independencia de ambos planos. Cuando en 1860, Proudhon declara que la sociedad
francesa ya no tiene teoría revolucionaria consciente y que, a pesar de ello, el movimiento
revolucionario sigue su marcha156, nos muestra que hay completa disparidad en el orden de cosas, es
decir en el encadenamiento de las prácticas económicas y la formulación explícita de la teoría. No
155
Capacité politiqué des classes ouvriéres, p. 90.
156
“Hoy ya no hay ideas…La revolución avanza, sí, y el progreso sigue su marcha; pero a impulso de las
cosas, no por iniciativa de nadie”. De la Justice, Quinto Estudio, T. II, p. 471.
es raro que sin previa toma de conciencia coherente, y a despecho de tal defección, el movimiento
social prosiga su camino, preparando las condiciones favorables para las formulaciones futuras.
Puede, incluso, producirse una revolución, como la de 1848 en sus primeras semanas, que no sea el
pronunciamiento de una idea clara y definida, sino una eclosión producida por la fuerza de las
contradicciones, por las imposibilidades sociales. Una revolución puede hacerse, pues, “sin idea”,
pero corre el grave peligro de fracasar.
Será bueno llevar hasta sus últimas consecuencias el principio de identidad entre el hecho
social y la idea. Sabemos que cada actividad social, como el intercambio o la mutualidad, está
inserta en lo real según una forma lógica, que contiene en sí una relación ideal; pero es preciso
extender esta teoría de la inmanencia a la integridad de la sociedad, a su organización como lo
talidad. Una sociedad, con sus divisiones y jerarquías, es un ser colectivo, una conjunción de
práctica, a la par que una forma expresable en una idea. La sociedad constituye una totalidad
organizada conforme con una forma fundamental y simple que corresponde a una idea, a un patrón
lógico inteligible. Los patricios, los clientes, determinado régimen de la propiedad, así puede
resumirse la idea romana original, de la cual derivó todo el sistema de la república. En la idea
imperial hay otra forma: un patriciado rebajado al nivel de la plebe y los poderes reunidos en manos
de un emperador que se encuentra a su vez bajo el control de la guardia pretoriana. De esta idea, de
este molde general, surgirían las jerarquías y la centralización política. La Revolución de 1789
llevaba en sí un orden que podía expresarse íntegramente en la noción de los derechos del hombre;
por este principio se declaraba a la nación soberana, la realeza quedaba reducida a una función, la
157
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 119.
158
“Actuar es siempre pensar; decir es hacer”. Confesiones de un revolucionario, p. 193.
nobleza desaparecía y la religión quedaba librada a la conciencia de cada uno 159. De tal modo, los
grandes sistemas sociales que se han sucedido en la historia —el despotismo oriental, el patriciado
romano, la teocracia papal, el feudalismo, el constitucionalismo burgués— fueron otros tantos
sistemas coherentes y característicos, otras tantas ideas diferentes unas de las otras. Es en este
sentido que Proudhon dice que toda sociedad se forma y se transforma según una idea; no quiere
dar a entender que la sociedad resulta de una representación teórica —puesto que la idea a la cual se
refiere es simplemente la forma inteligible de la totalidad— sino indicar que la forma global
constituye la esencia de la sociedad y que ella se transforma a la par de la estructura.
Cuando pasa de la totalidad social a las partes, Proudhon aplica el mismo método de
estudio, pues si la totalidad social configura una unidad real y lógica a la vez, las relaciones
particulares que se establecen entre las partes se integran en el conjunto y conservan los caracteres
de éste. Es así que, al tratar sobre las relaciones entre los términos, el método proudhoniano hace
resaltar la importancia de los antagonismos en la sociedad propia del régimen de la propiedad, así
como en todo otro tipo de sociedad. Sistema de las contradicciones se propone demostrar que todos
los elementos de la sociedad económica se hallan en relación de antagonismo, en relación
dialéctica, y que la exacerbación de las contradicciones anuncia y torna necesario el derrumbe del
régimen de la propiedad. La teoría de que lo real es idéntico a lo ideal permite hacer más
convincente esta demostración. Proudhon busca extraer la lógica interna del sistema para mostrar
que todas sus partes son antagónicas y se integran en una totalidad contradictoria. Abandona el
método histórico e intenta dar una visión del régimen de la propiedad como sistema, describirlo “en
el orden de las ideas”160 a fin de probar que tal sistema no puede mantenerse y contiene en sí la
necesidad de su destrucción. No deja de recurrir a la historia ni de indicar cuál podría ser la
evolución del sistema, pero se sirve del estudio de la estructura lógica para arribar a la conclusión
de que todo proceso evolutivo se inserta en el sistema sin modificarlo en lo fundamental, cuando no
viene a aumentar las contradicciones y, en consecuencia, a apresurar la ruina de dicho sistema.
Por todo lo dicho se comprende por qué Proudhon atribuyó siempre tanta importancia a la
“cristalización” de la idea revolucionaria. No concebía que la lucha política se limitara a una
práctica cotidiana o a una sucesión de motines. Si es cierto que una sociedad es esencialmente un
sistema, o mejor dicho, una idea, importa ante todo saber si el movimiento social contiene los
elementos como para fundar un sistema coherente y crear una conciencia de la teoría de esa
sociedad nueva. De ningún modo designa la idea revolucionaria un simple plan destinado a dar
coherencia a la acción; representa la imagen de las relaciones sociales que quieren instaurarse, así
como dichas relaciones en su realidad. Concretar el pensamiento de la revolución o su filosofía no
consiste en formular una teoría abstracta más, sino en descubrir la forma general, la estructura que
encierra en sí el movimiento social verdaderamente creador. En sus últimos escritos, Proudhon
adscribe exclusivamente a la clase obrera la creación de la idea cuando, antes de 1848, sostenía que
ello era misión de la ciencia social. Si bien este vuelco no deja de ser significativo, no hay
contradicción, ya que es natural suponer que toca a la espontaneidad obrera, capaz de expresar la
dinámica de la sociedad real liberada de sus alienaciones, realizar en la práctica lo presentido por la
ciencia social. Al encontrarse frente a las relaciones sociales en su realidad, esta ciencia se unirá a la
acción obrera que restituye la espontaneidad a la vida social.
159
De la capacidad política de la clase obrera, p. 111.
160
Sistema de las contradicciones, T. I, p. 179.
Esta teoría ideorrealista o dialéctica de lo social explica cómo una sociedad crea su teoría,
su religión, su filosofía. Contrariamente a lo que afirman los dogmas espiritualistas, cabe recordar
que no es la religión la que hace al hombre sino éste quien engendra a la religión 161 ; y decir el
hombre es decir la sociedad como totalidad lógica. Cualquiera sea la significación que tenga la
religión para el individuo aislado, el hecho es que sólo nos será dado comprender la génesis y la
forma de una religión si la consideramos como obra de la realidad social constituida. La sociedad,
por ser una suma de significado expresable en una idea fundamental, al crear una religión efectúa
una “traducción” teórica de sí, se simboliza en ella. La religión es la simbología de la sociedad, una
imagen distorsionada que se ignora a sí misma pero que constituye una expresión humana en la que
el pensador de espíritu crítico podrá descubrir los rasgos de la práctica social. En tanto y en cuanto
la religión simboliza las aspiraciones morales, representa las exigencias verdaderas del hombre; en
tanto y en cuanto simboliza la desigualdad social, representa los antagonismos sociales. Proudhon
no infiere que la teoría haya de considerarse como un epifenómeno de una práctica que la
determina; y aunque siempre recalcó la capital importancia de las relaciones económicas, cuando se
trata de la totalidad social no le interesa tanto esta relación de determinación como las relaciones de
analogía entre la teoría y el sistema social. La religión, símbolo de la sociedad, y el capitalismo son
análogos o sinónimos entre sí162. Más exactamente, la organización particular del contenido
dogmático de la religión tiene su semejante en la organización económica y política. Conforme
demostró la crítica del Estado, las relaciones políticas tienen sus raíces en las económicas, a las que
consolidan y expresan a su manera; pues bien, entre la religión y la totalidad social existe esa misma
relación de analogía y de justificación. El cristianismo presenta igual estructura que la vida política
y económica del capitalismo: a la realidad social de las jerarquías corresponderán los poderes
superiores y las jerarquías celestes; a la opresión social corresponderá el mito de la existencia de un
poder trascendente y absoluto. Afirmar esto significa, en cierta medida, reconocer algo de verdad en
la religión. Los críticos desdeñosos que sólo hacen hincapié en las ridiculeces o los crímenes de las
religiones despiertan la indignación de Proudhon porque, a su entender, toda religión es una mani-
festación espontánea de lo social y, como tal, posee un contenido de verdad, representa una imagen
deformada de la sociedad cuyo sentido puede desentrañarse mediante la intelección de las causas163.
Esta teoría sociológica de los conocimientos o, en otros términos, de las ideologías, permite
también reconocer la extraordinaria gravitación de los sistemas intelectuales en la práctica social.
Proudhon insistió mucho sobre este punto pues juzgaba muy importante la función que cumplen los
mitos, las utopías y las formulaciones explícitas, provengan de la religión, la filosofía o la
metafísica. El mito del Estado, por ejemplo, cumple un papel activo en la cohesión social a la par
que obstaculiza la acción revolucionaria; es creación espontánea del “idealismo popular”, tanto más
activo cuanto menos esclarecidos están los espíritus. El pueblo se considera como una unidad
misteriosa y quiere verse como tal porque teme todo aquello que signifique división y pluralidad;
ansia una representación de sí y la encarna en príncipes y reyes, que simbolizan la unidad mítica y
se erigen en ídolos intocables, sacrosantos. Mito ambiguo, puesto que si el pueblo quiere tenerse por
una totalidad acabada y abandonarse a un Estado, no deja de desconfiar de él; por eso recurre al de -
161
“No es la religión la que hace al hombre, ni el sistema político el que hace al patriota y al ciudadano; por el
contrario, es el hombre quien hace a la religión y el ciudadano quien hace al Estado”. De la Justice, Décimo
segundo Estudio, T. IV, pp. 492-493.
162
“El capital... tiene como sinónimo, en el orden de la religión, al catolicismo”. Confesiones de un
revolucionario, p. 282.
163
De la création de l’ordre, p. 65.
recho divino como norma rectora trascendente, cosa que a su vez confiere mayor fuerza al mito del
Estado, al otorgarle el aval de la divinidad. Esta mitología renace, bajo otra forma, en el “derecho
divino popular”164, por el cual el pueblo espera que de una asamblea de representantes, esta vez
electos, surja una soberanía también dotada de carácter sacro y casi místico. Tal mitología cumplió
un papel tan considerable como negativo durante la Revolución de 1848, cuando en lugar de buscar
la solución del problema social en una reorganización profunda de las relaciones económicas y so-
ciales, todos pusieron sus esperanzas en las medidas de gobierno. El mito del Estado conduce a los
ciudadanos a conferir a éste el máximo poder, a darle cada vez más intervención en todos los asun-
tos y a restringir la propia libertad. No se crea que el Estado tiende a aumentar su dominio y campo
de acción sólo porque ello es inherente a su naturaleza y a los antagonismos sociales que propende a
superar; esta tendencia es también resultado del engaño en que viven los ciudadanos, de la
mistificación a la que se adhieren y de la que son víctimas. Preciso es, pues, reconocer la
importancia histórica, la realidad social del mito, por cuya razón merece estudiarse su influencia so -
bre las restantes dimensiones de la práctica, a las que puede dar o quitar fuerza.
Tomemos el caso de la utopía. Ella es algo más que una ilusión cuyo error debemos poner al des-
cubierto; también es un elemento que desempeña un papel en el drama social 165 y por eso puede
decirse que los hombres son ellos mismos víctimas de las utopías que inventan 166. Tal autoengaño,
fomentado por los reformadores sociales o por el idealismo popular, sólo consigue desviar la acción
colectiva de objetivos concretos y realizables, orientar el pensamiento colectivo hacia
procedimientos directamente contrarios a los fines perseguidos. En 1848, las utopías contribuyeron
a debilitar el movimiento revolucionario y provocaron el fracaso de la empresa colectiva. Esta
experiencia nos enseña que la crítica y el rechazo de las utopías no es jurisdicción exclusiva del
intelectual: constituye una tarea social indispensable y una acción política eficaz.
Tras estas consideraciones, Proudhon vuelve a hacer hincapié en la importancia que reviste
para la revolución el que se formule y difunda la teoría que le es propia. La comprobación de la
eficacia de las religiones, las utopías y los diversos sistemas intelectuales lo conduce a pensar que la
idea revolucionaria puede dar cohesión a la práctica y ayudar a que la lucha revolucionaria llegue,
dentro de lo posible, a buen fin. Una idea colectiva es, efectivamente, un instrumento de cohesión
social; posibilita la convergencia de las acciones parciales. Cuando en Capacidad política de las
clases obreras puntualiza cuáles son las condiciones requeridas para que una clase social ingrese en
la vida política, indica que el proletariado debe tomar conciencia de sí y formular su teoría. Para
entrar en acción, se necesita afirmar una idea que sirva para orientarla. Una vez adquirida la
conciencia de sí, la clase obrera deberá “deducir” sus conclusiones prácticas de la idea formulada
explícitamente167, encontrar en su teoría la inspiración de sus actos. La clase burguesa pudo unificar
su lucha contra la nobleza y reorganizar la sociedad política en 1789, porque había enunciado ya su
idea, su programa, que se resumía en un principio, el de los derechos del hombre; una idea que le
señalaba el camino que debía seguir: la abolición de la nobleza, la libertad industrial, la supresión
de los poderes políticos del clero. Luego, la expresión coherente de la teoría revolucionaria es una
164
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 164.
165
“La utopía... expresión de partidos y sectas... desempeña un papel en el drama. Idée générale de la
Révolution, p. 155.
166
“Somos víctimas de una utopía. Mu 1848, en lugar de crear progreso hemos creado un absoluto”. A. M.
Trouessart, 31 de agosto de 1853, Correspondance, T. V, p. 227.
167
De la Capacidad política de la clase obrera, p. 90.
etapa decisiva y necesaria del proceso revolucionario. Cuando se produce un movimiento social
provocado por las contradicciones sin que medie una teoría que se ajuste a las exigencias de la
situación, ese movimiento quedará sólo en protesta y se verá obligado a retroceder ante la coalición
de las fuerzas retrógradas168.
168
“Los cambios sociales nada son sin el movimiento intelectual”. Carta a Perennes, 16 de diciembre de 1839,
Correspondance, T. I, 166.
169
De la création de l’ordre, p. 67.
170
“Los hombres pasarán de la discordia a la armonía no sólo porque sabrán cuál es su verdadero destino sino
también gracias a las condiciones económicas, políticas y demás que hacen a la armonía dentro de la
sociedad”. Systéme des contradictions, T. II, p. 290.
rece explícitamente, los estudios históricos muestran que se dan diversas constelaciones sociales en
las que los distintos niveles de la realidad pesan más o menos según la situación histórica; en una
etapa revolucionaria puede ocurrir que la acción llegue a unificarse bajo la inspiración de una teoría
colectiva, en cuyo caso sí es la idea la creación social decisiva. Tal acaeció en los principios de la
Revolución de 1789, cuando el movimiento estuvo animado por la Voluntad consciente y aunada de
reconstituir la sociedad adoptando como única autoridad la de la razón. Mas también hay períodos
de sonambulismo, diríamos, durante los cuales el orden de las cosas priva sobre el orden de la razón
y se verifican transformaciones profundas sin ser ellas provocadas, ni aun acompañadas, por un
movimiento intelectual correspondiente171.
Esta teoría de lo social, que es simultáneamente una teoría de la idea, impulsó a Proudhon a
centrar su atención en las dos teorías fundamentales que, a sus ojos, resumían las contradicciones
sociales existentes a mediados del siglo XIX: el cristianismo y el pensamiento revolucionario, la
teoría religiosa y la justicia.
2. LA RELIGIÓN
Proudhon consagraría sus estudios más exhaustivos a la sociología de las religiones, más exacta-
mente, del cristianismo. Lector asiduo de la Biblia, que nunca dejó de analizar y comentar; pro-
171
Por ejemplo, Proudhon escribe el 24 de abril de 1849: “Vivimos en una época rica en acontecimientos y
pobre en ideas”. Le Peuple, Lacroix, Mélanges, T. XVIII, p. 137.
fundo conocedor de la historia de las religiones, redactó dos importantes obras acerca de los orí -
genes del cristianismo que fueron publicadas después de su muerte172. Sin duda, la atmósfera cul-
tural de mediados del siglo XIX y la importancia que entonces tenían las discusiones sobre el te ma,
alimentaron el interés de Proudhon por el tópico, mas el motivo principal de ese interés ha de
buscarse en la significación que confería a la idea social. Si la idea es la teoría común a todos, en la
que las conciencias hallan su unidad, y es al mismo tiempo la forma general, la estructura de la
sociedad, cabe pensar que las reflexiones sobre la religión no atañerán exclusivamente al pen-
samiento de los hombres sino que incluirán a la totalidad social en sus relaciones fundamentales.
Inquirir acerca de la idea de Jehová en el Antiguo Testamento es, como indica en una página de sus
Carnets, inquirir acerca de toda la historia del pueblo judío 173, es considerar un elemento pri-
vilegiado de una sociedad a través del cual se dibujan los rasgos generales de la totalidad. Igual-
mente, cuando en La justicia Proudhon opone la Iglesia a la revolución, lo hace más para ver a
través de ellas el enfrentamiento de dos sociedades que para definir dos visiones distintas del
mundo.
La crítica de la religión parte del principio de que ésta es una creación del hombre. Anterior
a la filosofía y al conocimiento científico, la religión es el primer intento humano de “hallar la razón
de las cosas”174, de encontrar explicaciones en un momento del desarrollo humano en que el hombre
es todavía incapaz de fundar su conocimiento objetivamente. No establece fórmulas en base a la
observación, se contenta con inventar símbolos, imágenes concretas que son una especie de
materialización de la idea. La religión se expresa mediante figuras y alegorías, convierte cada hecho
natural o social en un símbolo que hace las veces de explicación. Pero, como todo sistema
intelectual, tiene su origen y su razón de ser en la sociedad misma; por eso es dable descubrir en sus
símbolos tanto las aspiraciones del individuo como las formas de la sociedad en la que ellas se han
formulado. Si bien las imágenes religiosas están ligadas a los sentimientos de debilidad e im-
potencia de la conciencia individual, la unanimidad social de la fe religiosa prueba de modo con-
vincente que la religión no es puramente obra del individuo. Tampoco ha de atribuirse la formula-
ción y mantenimiento de las religiones a una conjura de sacerdotes y reyes. La religión es creada
espontáneamente por la colectividad, que en ella representa, simboliza al mundo y a sí misma. El
mito divino no es una invención de la que se valen los sacerdotes para contener a las masas; emana
del pueblo, de la sociedad, que busca encontrar su sentido y su totalidad en una imagen que le es
análoga.
172
Jésus et Ies origines du christianisme. Césarisme et christianisme.
173
“Seguir la vida de Jehová es seguir casi toda la historia judía”. Carnets, 1853, reproducido en Ecrits sur la
religion, p. 283.
174
De la création de l’ordre, p. 46.
175
“Lo espiritual está indisolublemente ligado a lo temporal, que traduce a su manera. A la institución
religiosa corresponde la política y social; cuanto más predomine la autoridad en la primera, tanto más
predominará en la segunda”. La guerre et la paix, p. 456.
guerrera y religiosa, y los mitos representan la potencia del grupo; puede decirse que la guerra es
religiosa y la religión, guerrera. Los ritos primitivos, las inmolaciones, los sacrificios, las oraciones,
la acción de gracias, tienen su origen y su sentido en la violencia del pasado o en el temor a la
violencia. Pero es característico de la religión no conocerse a sí misma; se encierra en la repetición
de sus “ideas concretas”176, que se niega a comprender al convertir al símbolo en verdad. Las
ceremonias, los mitos, son otros tantos misterios sobre los que está prohibido indagar. La religión
presta a Dios lo que es propio del hombre. Atribuye a un poder sobrenatural, no importa cuál,
aquello que en realidad sólo pertenece al hombre o a la acción colectiva. Esto no vale sólo para el
cristianismo, se aplica a todo credo e incluso al socialismo cuando se hace de él una religión. Por
ser el conocimiento religioso una mitología formulada por el hombre y la sociedad, crea un universo
aparte y provoca una escisión de la conciencia. Puesto que Dios no es más que una “figuración de la
conciencia”177, la religión introduce un elemento de separación y le quita a la conciencia parte de sí.
Engendra una duplicidad, la “conciencia natural” o real, que si se autorreconociera en su integridad
destruiría toda forma de religión, y la “conciencia teológica”, que sólo contiene afirmaciones
figurativas178. Debido a esta división o alienación, la conciencia deja de conocerse en su verdad, se
adora a sí misma y se busca en una falsa imagen179.
Al definir así la religión, Proudhon cree haber demostrado que existe una relación
fundamental entre el pensamiento religioso y sus dos consecuencias sociales, a saber el proceso de
degradación del hombre y la obstaculización del cambio social. Por otra parte, la interdependencia
entre la religión y la subordinación social no es más que un caso particular de la relación general
entre el idealismo y la desigualdad. Toda teoría que exalte un ideal apartado de la vida real provoca
una división de las fuerzas sociales. Cuando el ideal personal desplaza a la búsqueda de la justicia,
reina la fuerza en lugar de la cohesión social; cuando el idealismo político pone al príncipe no como
instrumento del derecho sino como su autor, posibilita y justifica el absolutismo que debilitará los
lazos sociales. La religión, forma particular del idealismo, reproduce el mecanismo general de és te:
por tomar un principio trascendente como fundamento del derecho, obligadamente privará al
hombre de su libertad y su dignidad. A esta característica social de la religión cabe agregar su
176
De la création de l’ordre, p. 48.
177
De la Justice, Quinto Estudio, T. II, p. 362.
178
Ibíd.
179
“...esta alienación del alma humana que, tomándose por Otro, se clama, se adora a sí misma... sin
conocerse”. Ibid., p. 351.
necesaria negación de la historia. Proudhon asocia en una relación insalvable a la mitología con la
negación de la evolución; la religión crea símbolos a los que da la categoría de verdad esotérica, con
lo cual santifica los mitos y los hace intocables; la ley que impone incluye el respeto absoluto por
una verdad intemporal. No apela a la razón, que significa análisis, enjuiciamiento, sino que recurre
a una tradición inamovible que las generaciones han de trasmitirse unas a otras. Vale decir que toda
religión es, por esencia, hostil a la discusión y a la ciencia; no por casualidad puso el cristianismo
siempre obstáculos al desarrollo de las ciencias. Por reconocer una verdad exterior a la inteligencia
humana, la religión exige la adhesión a una fe impuesta, de ahí que tema el libre razonamiento. En
términos generales, toda mitología le es inculcada al hombre como verdad inmutable. Al paso que
la ciencia va asociada al progreso y al cambio, la religión tiende de por sí a frenar todo avance. En
tanto que la ciencia busca el adelanto, la religión quiere permanecer intocada. De ahí que justifique
y apoye todo aquello que, en la sociedad, propende a la repetición y a la conservación; por ello el
gran estancamiento de toda sociedad atada a supersticiones y mitologías. El antiguo Egipto, el
Imperio de Oriente, la Edad Media, ofrecen otros tantos ejemplos de sociedades inmovilizadas por
el letargo religioso. Grecia, Roma. América y Europa moderna muestran el movimiento creador de
sociedades en las que la religión sólo cumple un papel secundario 180.
La historia del cristianismo sirve como caso ilustrativo de la teoría general de la religión
elaborada por Proudhon. Además de negar que el cristianismo tenga su origen en una voluntad
divina, sostiene que Jesús no fue su fundador. Un fenómeno tan importante como la formación y
difusión de esta fe de vocación universitaria no se puede explicar sino como producto de un proceso
anterior a la venida de Cristo y de las condiciones sociales, económicas, políticas y culturales del
Imperio Romano181. De la maraña de factores que intervienen en esta creación histórica, Proudhon
entresaca tres fundamentales: el mesianismo judío, el fracaso y la reinterpretación mitológica del
mensaje de Jesús y la conciliación entre el mesianismo y el cesarismo dentro de la Roma decadente.
El mesianismo no fue originariamente un fenómeno religioso sino la aspiración social de reunir a
todos los pueblos bajo un solo gobierno, una sola ley, una sola lengua, un solo culto; en suma, la
aspiración de reconstituir en una unidad a todas las sociedades 182. Bajo esta forma general, el
mesianismo existió también en la tradición romana; pero fue sobre todo en el pueblo judío,
conmovido por sucesivas guerras de conquista y cautiverio, donde este anhelo habría de adquirir
toda su fuerza, por cuyo motivo pudo dar origen al cristianismo. La idea mesiánica data de varios
siglos antes del nacimiento de Jesús, y en las profecías atribuidas a Daniel existió revistiendo un
carácter de mito colectivo. La conquista romana habría de comunicarle una intensidad sin
precedentes, al sumir a los pueblos de Palestina y del Asia Menor en el desorden económico y el
estado de violencia. En la sociedad judía, desgarrada por las oposiciones entre grupos y castas, en la
que los fariseos acaparaban los privilegios y los escribas formaban una burocracia explotadora con
la anuencia de los sacerdotes, las masas sentían más vivamente la explotación y ansiaban un cambio
que mejorara su situación. En una sociedad como ésa, la tradición mesiánica debía renacer con
intensidad cercana al fanatismo: desesperadas por su presente, las multitudes esperaban con
exaltación un Mesías que habría de liberar su territorio, traer la paz e instaurar un poder capaz de
180
De la création de l’ordre, p. 54.
181
En pocas palabras Proudhon indica cómo conviene iniciar un estudio explicativo de los orígenes del
cristianismo: “Primero, descripción del estado moral, social, religioso, económico y político de los pueblos en
la época de Augusto y Tiberio. Resumen histórico; cuadro político, esperanza universal”. Jésus et les origines
du christianisme, p. 550.
182
Césarisme et christianisme, Marpon, 1883, T. I., pp. 5-6.
dominar a los pueblos extranjeros. Ya se percibe que aún entonces el mesianismo no estaba libre de
ambiciones políticas y que, a despecho de los conflictos momentáneos, podría hallar una fórmula
conciliadora con el cesarismo romano. Proudhon da a la persona y al mensaje de Cristo una
interpretación opuesta a la tradición cristiana. Jesús se habría ubicado exactamente en la antípoda
del mesianismo: lejos de reconocerse como el Mesías, habría querido combatir este mito
erigiéndose en defensor de una reforma social de las costumbres y las leyes. Cristo no trajo un
mensaje religioso utilizable en lo político; el suyo es un mensaje social de vocación revolucionaria.
Proudhon señala que el origen social de Jesús debía inclinarlo a compartir las aspiraciones de la
clase explotada porque no era hijo de David, como quiso hacerse creer después de su muerte, sino
de un artesano, de un “hombre de la masa” 183, miembro de una clase dominada por los propietarios
y los sacerdotes. Por otra parte, era galileo, pertenecía a un grupo social inferior despreciado por la
gente de Jerusalén y los doctores de la ley, y por tanto particularmente sensible a la opresión social.
El haber vivido las penas del oprimido debió despertar en él la conciencia de que era necesario
levantarse contra el orden social, que debía urgir al pueblo a sublevarse contra los fariseos y la casta
sacerdotal. Las enseñanzas de Jesús toman forma y significado en esa experiencia vital y en esa
situación social precisa. Intérprete del pensamiento de las masas, Cristo no incita a la revuelta
política ni se propone trastornar las creencias, elude las trampas tendidas por los teólogos y los
políticos y se concentra en la reforma moral y social, en la “renovación de las costumbres y de las
leyes”184. Usa un lenguaje religioso, dado que vive en una sociedad esencialmente pía, pero no es su
intención fundar una nueva secta. Pide la abolición del robo y de la prevaricación; ataca a la
explotación del pueblo por parte de los ricos. Hace la apología del pobre y exhorta a la caridad, vale
decir que condena el acaparamiento de las riquezas; predica la igualdad de los hombres ante Dios,
es decir que repudia la injusticia y la esclavitud y proclama la igualdad de todos los seres humanos.
Se cuida de atacar a la opresión romana por saber que sería inútil rebelarse contra ella y que un
llamado a una reforma de los usos económicos puede acarrear consecuencias mucho más profundas
que la simple oposición política. Tampoco censura directamente a los sacerdotes, pero al acometer a
los ricos hace vacilar el poder del episcopado y condena a todo el sistema sacerdotal basado en la
ley mosaico.
Vemos, pues, que las exhortaciones morales de Jesús conforman un verdadero llamado a la
revolución. Contrariamente a lo afirmado por interpretaciones ulteriores, la teología le preocupaba
muy poco. Nacido entre los pobres, reclamó la igualdad y la justicia para todos y fue, pese a quien
pese, un tribuno revolucionario y un socialista 185. No ha de sorprender, pues, que sufriera la
crucifixión. La palabra evangélica amenazaba el orden establecido y despertaba la hostilidad de las
jerarquías tradicionales. Los ricos temblaban ante la perspectiva de perder sus privilegios; los
sacerdotes veían tambalear no ya sus dogmas sino, lo que es más grave, su predominio social; y los
romanos, que no tenían por qué sentirse tan tocados, podían inquietarse ante críticas que incumbían
también al cesarismo. Pero las masas no captaron por completo el mensaje revolucionario, seguían
atadas al mito mesiánico y quedaron en parte defraudadas por aquel hombre qué se negaba a
anunciar el advenimiento de un nuevo imperio sobre la Tierra.
183
Jésus et les origines du christianisme, p. 536.
184
Ibid., p. 591.
185
Ibid., p. 540, “Jesús revolucionario”.
Por ende, el proceso evolutivo del cristianismo posterior a la muerte de Jesús es más que la
historia de un olvido: es la historia de una progresiva traición. La involución de la nueva doctrina
tiene también su, origen en las condiciones sociales, por eso debe buscarse su explicación en la
historia social de las ideas. Para seguir este proceso conviene estudiar las relaciones sociales vigen-
tes en las distintas sociedades donde se desarrolló, los sucesos políticos que acabaron con las an-
tiguas estructuras, las influencias culturales, la interacción de religión y filosofía y, por fin, la psi-
cología colectiva en su pasado y en sus transformaciones. Pese a la violencia con que atacó las re-
laciones sociales de la sociedad judía, el mensaje de Jesús no logró ponerles término y este fracaso,
simbolizado por la crucifixión, fue el punto inicial de una involución que llevaría a los cristianos a
renegar del carácter revolucionario del Evangelio. La caída de Jerusalén, la destrucción del Templo
y la dispersión de los judíos obligaron a revisar los confusos recuerdos que se conserva ban de la
vida de Jesús y de las leyendas que ya se habían tejido a su alrededor; desaparecido el Templo y
perdidas las esperanzas de reconstituir un imperio judío, era lógico afirmar, que Jesús, al que debía
erigirse en Mesías a toda costa, había anunciado el establecimiento de un imperio espiritual, no
temporal ni político. Además, el contacto con grupos no judíos, la realidad de las relaciones que se
entablaron con los gentiles, hicieron imperativo que se reconsiderara el carácter judaico de la
religión primitiva y se confiriera a la nueva una significación universal; el diálogo cultural con la
filosofía griega no dejó de favorecer la evolución hacia el concepto católico del cris tianismo. Así,
después de unos años, especialmente tras la caída de Jerusalén, la psicología y la memoria colectiva,
integraron y trasmutaron la imagen legendaria de Jesús según su propio modelo. Jesús combatió al
mesianismo y nunca aceptó que se lo considerara enviado de Dios; pero el profundo deseo colectivo
logró borrar esta parte de sus enseñanzas y convertirlo precisamente en el tan esperado Mesías.
Luchó contra las supersticiones, se negó obstinadamente a ocuparse de cuestiones teológicas, y sin
embargo se hizo de él una encarnación divina, el objeto de un nuevo refinamiento para la reflexión
de los teólogos. Peor aún, a través de múltiples debates y disensiones, la psicología colectiva llegó a
anular casi completamente el propósito fundamental del mensaje de Jesús: su intención
revolucionaria. La prédica de Jesús estaba encaminada a criticar a las instituciones, a denunciar la
injusticia y la explotación, e irónicamente, por un proceso de deificación, se convirtió a Cristo en un
ser trascendente, en un rey que justifica el orden establecido. En términos teológicos, se hizo de la
fe la virtud esencial en detrimento de las obras, siendo que el galileo, como verdadero tribuno
revolucionario, sólo se preocupó de la práctica. La falta de reconocimiento del sentido del mensaje
primitivo resulta particularmente patente en las Epístolas de San Pablo; Pedro mantenía aún cierta
fidelidad a los principios esencialmente morales, pero Pablo impuso un retorno a la teología, la fe,
la obediencia y la docilidad frente al orden social vigente. Esto posibilitó la conciliación entre el
antiguo mesianismo y el cesarismo, una conciliación que, en rigor, se venía preparando antes del
nacimiento de Cristo186.
Las últimas páginas de Cesarismo y cristianismo llegan hasta la caída del Imperio Romano
y sólo presentan una notas sucintas acerca del período feudal; de todos modos, las observaciones
expuestas en el libro muestran asaz claramente la continuidad que hubo entre el mesianismo —
afirmación más o menos mística de la reunificación de todos los pueblos en un solo culto y un solo
gobierno— y el cesarismo, organización política unitaria y despótica. A despecho de su aparente
186
De tal modo, el mensaje de Cristo sólo tuvo una influencia relativamente débil en la formación del
cristianismo; en último caso, aunque no sea totalmente exacto, “el cristianismo habría surgido sin Jesús”. La
Bible annotée, Riviére, p. 401.
oposición, el mesianismo acabó por unirse a una práctica política opresiva: contra la voluntad del
obrero de Nazaret, el cristianismo se convirtió en religión y terminó santificando una nueva
jerarquía social: el feudalismo.
Proudhon puntualiza que la idea religiosa y la realidad social están ligada; por una relación
de analogía. Tras distinguir a grandes rasgos los tres niveles de la realidad lo económico, lo político
y lo religioso, establece entre estas categorías una relación fundamental de analogía que revelará su
unidad y sus nexos dialécticos 187 Hay entre las tres estructuras, aparentemente distintas cutre sí,
correlaciones analógicas por las que se descubre que la doctrina y la práctica religiosa contienen
todas las relaciones propias de la sociedad capitalista. Además, la crítica del cristianismo cumplirá
una función revolucionaria, ya que por estar la religión hecha a imagen de la sociedad, criticarla
equivaldrá a poner de manifiesto las fallas de la sociedad capitalista en su conjunto, en la plura lidad
de sus formas y contradicciones.
187
“El capital, cuyo análogo en el orden político es el gobierno, tiene como sinónimo, en el orden de la
religión, al catolicismo”. Confesiones de un revolucionario, p. 282.
dor de la justicia y el defensor de la vida social; así como el creyente acata la palabra divina y debe
obediencia a los representantes de Dios, el ciudadano acepta las decisiones de las autoridades
políticas y les debe obediencia. De este modo, la alienación religiosa conduce por analogía a la
alienación política: el fin de la vida del hombre no es él mismo sino su salvación; correlativamente,
el fin de la sociedad no es ella misma sino el poder del Estado. El engaño que divide a la conciencia
e induce al hombre a atribuir a lo divino algo que emana exclusivamente de él, escinde también al
cuerpo social y adscribe a los poderes constituidos una fuerza cuya única y verdadera fuente es el
esfuerzo colectivo. Por vías distintas y teorías divergentes, el pensamiento religioso y el político se
aúnan por definición en idéntico espíritu de despotismo.
188
La révolution sociale, p. 124.
189
De la Justice, Cuarto Estudio, T. II, p. 197.
social interviene constantemente; en la política procurando imponer la suya propia y recuperar el
poder que tiende a escapársele de las manos. En virtud de su doctrina, la Iglesia se considera como
modelo, como “gobierno tipo”190 que debe absorber a todos los demás, hacerlos a su imagen. Por
creer en la preeminencia absoluta de lo divino, postula la primacía de lo espiritual sobre lo
temporal, en otras palabras su propia superioridad sobre el gobierno civil. De ahí que la política de
la Iglesia sea de suyo conservadora, favorable al mantenimiento de las jerarquías, de los poderes
centralizadores y de la opresión económica; de ahí que sea hostil al despertar y avance de la ciencia
y la razón, a las reivindicaciones igualitarias y anarquistas. Aunque haya varias iglesias, aunque
cada una siga su política, aunque existan divergencias entre el alto y el bajo clero, siempre, por
encima de estas pequeñas diferencias, triunfa el espíritu esencialmente antirrevolucionario de la
institución eclesiástica. La Reforma atacó el dogma de la autoridad, no los fundamentos teóricos y
prácticos del cristianismo, que conservó intactos, ya que sólo dio origen a otra Iglesia. A juicio de
Proudhon, la religión no puede ser partidaria de un régimen constitucional y menos aún
republicano; si devolviera a los hombres su libertad y les diera ocasión de organizar ellos mismos la
sociedad, desaparecería como religión.
Con todo, no debe tomarse a la Iglesia únicamente como un aparato social que lucha por
mantener una organización para defender sus intereses particulares. No olvidemos que esa
intención, manifiesta en la práctica, se justifica con una doctrina coherente, en la cual se funda la
Iglesia y en cuyo nombre actúa. Proudhon atribuye a la idea religiosa, como a todo idealismo, una
lógica y una necesidad específicas: es propio de las ideas místicas explícitamente formuladas y
acopladas el ahogar el pensamiento crítico en las supersticiones, esclavizar las voluntades, tender a
reglamentar los actos del hombre, absorber los intereses individua les en un interés abstracto 191. La
crítica no ha de circunscribirse, pues, al proceder circunstancial de la Iglesia; ha de ir al fondo de la
teoría en la que ésta se cimenta, a fin de preparar su caída.
La analogía entre la sociedad autoritaria y la religión prueba que ésta tiene que desaparecer
necesariamente192. Toda actividad creadora independiente, el progreso científico en especial, im-
pugna los dogmas religiosos: toda obra de la razón se opone, por su movimiento, a la docilidad de la
fe. El pensamiento racional, la libertad política, la emancipación moral, la reivindicación de los
derechos son manifestaciones humanas que escapan a la autoridad religiosa, limitan sus poderes y
se vuelven contra ella. Este eclipse progresivo anuncia el advenimiento de una sociedad que ex -
hortará al hombre a vivir sin religión. Tras seguir en una amplia visión el proceso evolutivo de la
sociedad, y pasando de la sociología a la filosofía de la historia, Proudhon concluye que la humani-
dad avanza penosamente, debatiéndose cual Prometeo contra Dios. El hombre no encuentra su
propia imagen en Dios, sino que se afirma como antagonista de éste en un movimiento progresivo y
temporal que se opone contradictoriamente a lo absoluto. Al paso que Dios simboliza el orden in-
temporal y ahistórico, las sociedades se van formando a través del tiempo y de una sucesión de
cambios. En tanto que lo divino representa el conocimiento infinito e infalible, la humanidad crea
una ciencia finita que se corrige incesantemente. La humanidad es y debe ser la antítesis de Dios.
Lejos de simbolizar la protección de la providencia, lo divino resume todo aquello de lo cual ha de
190
Ibid., p. 202.
191
De la Justice, Tercer Estudio, T. II, pp. 19-20.
192
“El hombre está destinado a vivir sin religión: infinidad de signos demuestran que la sociedad, por un
trabajo interior, tiende incesantemente a deshacerse de esa envoltura, que ahora es más inútil”. De la création
de l’ordre, p. 63.
deshacerse la sociedad que quiera ser libre: la autoridad, el fatalismo, la tiranía, la desigualdad de
clases y la miseria, en una palabra, el mal 193.
3. LA JUSTICIA
Sería caer en el mismo error que el absolutismo el reconocerle a la razón colectiva una rea-
lidad trascendente respecto al grupo que la engendra. Así como la fuerza colectiva no es una
realidad material distinta sino la acción misma del grupo trabajador, la razón colectiva es el grupo
en sí, la compañía industrial, la academia, la asamblea; en suma, cualquier conjunto de hombres en
el que todos debaten y buscan su derecho mancomunadamente. Dondequiera se produzca la libre
confrontación de opiniones, emergerá una forma de razón colectiva. Por otra parte, ésta jamás
generará una doctrina que quiera imponerse dogmáticamente a la totalidad. Las religiones
pretendían poseer el saber absoluto y por eso se erigían en dogma indiscutible; la razón colectiva se
propone enunciar relaciones variables entre términos en evolución, por cuyo motivo sólo puede
ratificar lo cambiante y rechazar la sistematización.
La negación de lo sistemático conduce a una doble conclusión que coincide con las tesis de
la anarquía positiva. El repudio de todas las invenciones de las filosofías de la trascendencia, como
la revelación, la autoridad, la disciplina y las jerarquías, involucra no admitir, como vocero de la
razón pública, a un cuerpo de sacerdotes, a un organismo social separado de la colectividad de los
ciudadanos. El reconocer cine la razón colectiva es únicamente la resultante de todas las razones o
ideas particulares contrapesadas en la crítica recíproca, significa postular que ninguna asamblea
puede tener el privilegio de expresar la razón social porque ella se expresará adecuadamente sólo a
través de las opiniones de todos los ciudadanos, siempre y cuando éstas no se aparten de los
verdaderos intereses de la totalidad. La teoría de la razón colectiva no acepta que un cuerpo
privilegiado o un Estado absoluto acaparen el pensamiento social. Además, por su índole, la razón
colectiva no puede producir un sistema intelectual o social definitivo199. Expresa relaciones
cambiantes entre términos iguales, por tanto no está en ella formular un sistema ordenado,
jerarquizado e inamovible, como la razón absolutista. Para la razón social, nada es absoluto e
intangible; no hay primacía ni verdad absoluta, sino solamente relaciones sociales y económicas en
transformación. Toda cosa establecida, toda constitución social puede ser recusada y objeto de
crítica. La razón colectiva exhorta a considerar toda creación humana como transitoria y a tener por
inmutable únicamente a la igualdad o, mejor dicho, a la justicia.
199
“La razón colectiva se reduce, mediante la eliminación de lo absoluto, a una serie de soluciones y
ecuaciones como las del álgebra, lo que equivale a decir que, para la sociedad, no puede haber ningún sistema
fijo”. Ibíd., p. 265.
CAPITULO VI
El estudio no polémico de la sociología proudhoniana nos permite examinar la relación que hay en-
tre esta teoría de vocación explícitamente revolucionaria y la de Marx. La tradición del marxismo
ortodoxo persiste en considerar a Proudhon como teórico de la pequeña burguesía y, como tal,
incapaz de formular una verdadera teoría de la revolución. A su juicio, el antiestatismo
proudhoniano sería simplemente la expresión de una clase amenazada por el desarrollo industrial, y
su anarquismo, una nueva versión del socialismo utópico. Mas nosotros nos preguntamos si Marx
no habrá dirigido críticas tan vigorosas contra Proudhon por estar ambos tan próximos en sus
preocupaciones ideológicas, por pertenecer a un mismo movimiento intelectual en el que las
diferencias eran tanto más sensibles cuanto menores eran.
Dentro de la amplia gama de teorías sociales del siglo XIX, las de Proudhon y Marx dirigen
sus embates en un mismo sentido. En primer término, rechazan los postulados individualistas de la
economía política que llevan a aislar al régimen de la producción de la totalidad social y a negar que
exista una correlación entre la economía y el orden social. Ya en 1840, veinte años antes de la
publicación de El Capital, la crítica proudhoniana de la propiedad busca demostrar que la estructura
del sistema de la propiedad privada es paralela al régimen de explotación del proletariado y crea un
antagonismo insuperable entre el capital y el trabajo. Para enfocar adecuadamente la economía será
preciso, pues, valerse de una nueva ciencia que no se limite a lo económico, que abarque a la
totalidad social; es lo que Proudhon llama ciencia social y lo que Marx designa como ciencia de la
historia en La ideología alemana. Ni el organicismo tradicionalista ni el positivismo contienen los
elementos necesarios para dar un panorama exacto de la evolución social como totalidad histórica y
práctica. Proudhon ataca furiosamente a la sociología tradicional que, según él, confunde
organización social con organismo biológico. Ver lo social a imagen de lo orgánico es otorgarle a
las sociedades una estabilidad de la que carecen por su índole misma. La sociedad no es un ente
natural que se repite siempre de manera idéntica, ni posee una estructura intemporal científicamente
determinable: es el resultado de la acción solidaria de los hombres, una acción que está en constante
cambio y renovación Marx y Proudhon utilizan el mito de Prometeo para simbolizar ese laborioso
camino hacia la liberación que es la historia del hombre, que se hace en el trabajo y vive en pugna
con el destino. Según expresa el antiteísmo proudhoniano, la humanidad no está gobernada por la
providencia ni recorre una y otra vez resignadamente los caminos fijos que le señala la fatalidad;
no, el hombre lucha incesantemente por superar escollos de su propia naturaleza y los del mundo
circundante en un esfuerzo por hacer surgir de su acción y con su trabajo nuevas formas de vida.
Proudhon y Marx se muestran hostiles a la sociología positivista por iguales razones; no critican el
propósito de constituir una ciencia social, que coincide con sus propios objetivos, sen cillamente
sospechan que la preocupación por lo positivo involucra un desconocimiento de la práctica social y
de la posibilidad que tiene el hombre de modificar radicalmente las condiciones de existencia.
Proudhon se subleva contra las conclusiones autoritarias de Augusto Comte, a quien acusa de haber
trasferido a un nuevo poder espiritual lo que los tradicionalistas acordaban al poder monárquico
absoluto.
Toca entonces a los pensadores revolucionarios crear una nueva ciencia que sea a la vez
conocimiento de la totalidad social y de sus movimientos, que sea de por sí una crítica de la
sociedad capitalista y, tanto por su espíritu como por sus conclusiones, una ciencia revolucionaria.
A la violencia de los primeros escritos de Proudhon contra la propiedad, corresponde la violencia
corrosiva de El Capital. Uno y otro evidencian su intención de no separar lo explicativo de lo
acusatorio; y aunque, sin duda, la crítica es en general más moralizante en Proudhon, toda la obra de
Marx encierra una protesta indignada contra la desnaturalización que sufre el hombre a causa del
régimen capitalista, una protesta que no por poco declamatoria deja de ser virulenta. Los dos aúnan
la descripción de la práctica social con la crítica revolucionaria en base a una percepción dialéctica
de la realidad social, a la trasformación de la dialéctica abstracta en dialéctica de lo concreto. El
hecho de que no concordaran en sus interpretaciones no significa que haya existido una divergencia
fundamental entre ambos. Los guía el mismo propósito. Tanto el autor de Sistema de las
contradicciones como el de El Capital desean demostrar que la dialéctica no es simplemente un
método intelectual, sino que el movimiento social es dialéctico en sí, vale decir que se halla en
constante devenir por obra de las contradicciones. El concepto de contradicción revela los
profundos conflictos que desgarran al cuerpo social al mismo tiempo que sirve como instrumento
para llegar al conocimiento de la totalidad. Según sugiere el título de la obra proudhoniana, el estu-
dio de las contradicciones no sólo sacará a luz las distintas oposiciones que separan, por ejemplo, al
capital del trabajo, al propietario del productor, sino que, además, conducirá al conocimiento del
sistema como totalidad; de igual modo, en Marx el estudio de las contradicciones desembocará en el
conocimiento del régimen capitalista de producción como proceso total. Asimismo, la comprensión
del carácter dialéctico de lo real social permitirá comprobar que los hombres o las clases sociales,
que actúan en una sociedad que se les impone y los clasifica, obran incesantemente sobre sí mismos
y sobre las condiciones en las que están obligados a vivir. Más exactamente, la pluralidad de las
dialécticas y su diversidad precisarán cuáles son los modos de acción de que dispone el hombre y
cuáles le son accesibles; porque, contra el positivismo sociológico, no se trata solamente de dejar
sentado que el ser humano es a la vez sujeto cognoscente y sujeto actuante, sino de fijar qué acción
y, en particular, qué práctica revolucionaria puede y debe desarrollar una clase social en un
momento dado de su historia. El estudio dialéctico es el estudio de un supuesto social y de una
práctica social destinado a la elucidación de lo posible y de la práctica política.
A esta conexión epistemológica habrá que añadir la comunidad de conceptos en cuanto al
papel social de la teoría. En 1838, Proudhon manifiesta su intención de arribar a un conocimiento
crítico conducente a una definición política y que sea arma de defensa y ataque para las clases
obreras; cuando, en 1843, Marx abandona su posición liberal para tomar el partido del proletariado,
lo hace en términos similares, expresando el propósito de ayudar a los obreros a tomar conciencia
del estado de explotación en que viven. No los guiaba la idea de que la ciencia es meramente un
instrumento de lucha, forjado arbitrariamente para tal fin, sino la convicción de que el verdadero
saber social es indispensable para la liberación del proletariado, ya que las contradicciones
económicas tienden a preparar el terreno para una revolución cuyo agente y principal beneficiario
sería la clase obrera. El conocimiento social vendría a ser una clara definición de algo que es propio
del proletariado que éste no sabe ver; de modo que tal definición sería parte orgánica de la toma de
conciencia por parte de los obreros y, consecuentemente, de la práctica revolucionaria. Proudhon y
Marx no se consideran puramente pensadores revolucionarios, también quieren ser voceros y, en
buena medida, guías de las clases populares revolucionarias.
Tal identidad de propósitos explica por qué Marx se manifestó entusiasmado por la obra
escrita por Proudhon hasta 1844, un entusiasmo que se esfumó a partir de 1846. Si Proudhon
disgustó a Marx por tergiversar el socialismo científico, no se comprende como éste pudo llegar a
tenerlo por maestro del pensamiento, a no ser que antes de 1840 todavía no fuera el que conocemos.
Indudablemente, hay una distancia entre el Marx de la juventud y el de la madurez, pero ello no
cuenta, porque en 1844 ya estaban perfectamente formulados los lemas generales de los que se
ocuparon ambos autores: la crítica de la economía política y de las contradicciones capitalistas, la
teoría de las alienaciones y la de la emancipación del proletariado, que habrían de ser desarrolladas
posteriormente. Marx entabla arrebatada polémica cuando se da cuenta de que se ha producido la
divergencia. En los primeros escritos de Proudhon descubre una serie de tópicos que se promete
elaborar luego, a saber la contradicción social como producto de la explotación del trabajo, el
asomo de un movimiento proletario y la virulencia que trasforma al análisis económico en
llamamiento revolucionario. Y he aquí que, en 1846, Proudhon toma un camino distinto del
esperado, sus proposiciones irritan a Marx tanto como el hecho de que ellas versen precisamente so-
bre el mismo tema que él pensaba tratar y para lo cual había comenzado a reunir el material necesa -
rio. Según observó Proudhon tras leer Miseria de la filosofía, era lógico que Marx se sintiera
molesto al ver que se le habían adelantado.
No debemos dejarnos engañar por la acritud de la controversia. No sólo existen puntos en
común en cuanto a métodos e intenciones, también hay similitudes en las conclusiones que del
análisis del capitalismo extraen Proudhon y Marx. Uno y otro afirman que el nudo de las
contradicciones sociales y la dinámica fundamental del deber social han de buscarse en el sistema
económico, el régimen de la propiedad o el capitalismo burgués, en las expresiones de Proudhon.
Uno y otro llegan a la conclusión general de que las múltiples contradicciones crean una relación de
conflicto y explotación entre el capital y el trabajo. Ni uno ni otro quedan en la simple protesta
contra la desigualdad de la distribución de las riquezas, como tantos hacen.
Su propósito es analizar el mecanismo del régimen capitalista para probar que dentro de
este sistema la apropiación de lo ajeno es un hecho inevitable: al capitalismo no le basta acaparar
los instrumentos de trabajo y subalternizar a los trabajadores; por una necesidad científicamente
analizable, para mantenerse debe apoderarse incesantemente de la producción, lo cual condena
fatalmente al proletario a la condición de asalariado. El Capital retoma este propósito general y,
más exactamente, la teoría proudhoniana de la apropiación del trabajo, ya que la teoría de la
plusvalía es en rigor un comentario ampliatorio sobre los conceptos de Proudhon acerca del
capitalismo como robo. Los dos pensadores parten del principio, bien evidente para Proudhon, de
que el trabajo es lo único que crea el valor. Los dos plantean el problema del lucro y de las
ganancias arbitrarias en términos idénticos: admitido que el capital no puede de por sí crear el valor,
que se trata de una ficción ya denunciada por los economistas, ¿cómo se explica que obtengan
intereses y se acumulen ganancias? Es en el proceso laboral, en el aporte de la fuerza de los tra -
bajadores a la producción donde ha de buscarse la clave de ese misterio del capitalismo que es el
lucro. Dado que el trabajo es lo único que produce, los beneficiarios tienen que ser parte de él, cosa
que ocultan las apariencias del sistema capitalista. El crítico ha de concentrar toda su atención en un
punto: demostrar que el incremento del valor —base del acaparamiento— se origina en el acto
mismo de la producción. Si se puede probar que la apropiación no es simplemente causada por el
modo de repartición de las utilidades, que admitiría ser corregido, sino por la actividad productora
en sí, se habrá demostrado a un tiempo que el régimen capitalista es de suyo y de necesidad un
sistema de explotación y que para terminar con esa explotación es preciso destruir el sistema
capitalista de producción que la provoca. Vimos que Proudhon concreta el problema en términos
socioeconómicos en el concepto de fuerza colectiva. Según éste, el trabajo individual es en rigor
una apariencia que convalida al sistema jurídico capitalista; en verdad, el trabajo es fruto de
esfuerzos mancomunados y engendra una fuerza colectiva que nadie ve porque se acepta sin más
que el trabajo es obra individual: Marx dirá más exactamente que el trabajador aporta un tiempo de
labor, del cual una parte corresponde al salario y la otra posibilita la formación de la plusvalía; este
punto de vista permite un análisis más riguroso de los conflictos entre patrones y obreros, y hace
más palpable la realidad de la explotación en el nivel básico de la actividad productora. La
diferencia no es de fondo dado que, desde distinta mira los dos apuntan a lo mismo: probar que la
plusvalía es resultado del acaparamiento, del robo directo de la fuerza laboral. Así, Proudhon dice
que el capital puede lucrar porque no retribuye una parte del trabajo, porque le quita al trabajador la
posibilidad de consumir en su integridad la producción de la que es único artífice. Esta teoría se
sustenta en el imperio del principio del salario natural. Proudhon observa, sin explayarse, que el
salario obrero sólo provee para la manutención; y Marx afirma que es el medio por el cual se
renueva la fuerza del trabajo. Pese a reconocer que hay variaciones salariales, considera que el
salario natural es un principio inamovible, que en el capitalismo las remuneraciones jamás podrán
apartarse de este valor básico. Con esto, estiman haber probado que la explotación social es una
realidad innegable del régimen de la propiedad y que además, según asevera Proudhon, no hay
paliativo ni forma de remediar tal estado de cosas, salvo una reorganización radical de la economía.
A esta altura del análisis, se impone establecer el antagonismo de clases y sus raíces
económicas. Ni Proudhon ni Marx se proponen dar una definición rigurosa de los grupos sociales, y
asombra comprobar que, a pesar de conferir tan grande importancia histórica a las clases burguesas
y obreras, nunca se preocuparon de caracterizarlas con precisión. Es que a su juicio, el análisis
económico circunscribe suficientemente las características de cada clase, demuestra sin lugar a
dudas que las clases son una realidad social y que el papel que cada una cumple en la producción y
la calidad de propietario o no propietario son factores que la definen. Si bien saben que estos
aspectos son sólo una parte de la realidad de las clases, piensan que para definir a la burguesía y al
proletariado basta decir que una es la clase que posee los instrumentos de producción, pero no
participa directamente de ella, ya que la otra es la que no posee los instrumentos de producción,
pero interviene en ella con su esfuerzo personal. Las diferencias que existen entre el monto y el
origen de los ingresos de estas dos clases vienen a confirmar una oposición incrustada en la
estructura general de la economía capitalista. Pero además, al definir la clase como clase
económica, Proudhon y Marx le atribuyen funciones políticas e ideológicas. Marx afirma más
sistemáticamente que la clase que domina en el campo de la economía es también la que predomina
en lo político. Proudhon, que adscribe una dinámica particular al Estado centralizador, señala que la
clase burguesa no es el Estado centralizador, señala que la clase burguesa no es el Estado en sí sino
que más bien se impone a él; por añadidura, en el capitalismo, el Estado no es verdaderamente el
organismo de la colectividad porque, en rigor, actúa como defensor de los inte reses de la burguesía
o del feudalismo industrial.
Confirmaremos que estas dos sociologías tienen puntos de contacto con sólo comparar su
interpretación de la práctica revolucionaria. Aunque Proudhon no reduce la revolución a un
enfrentamiento de clases, sostiene que la clase, además de una realidad económica y política, es un
agente colectivo capaz de provocar la mutación fundamental de la sociedad y ser el protagonista de
una revolución. Estudiar la Revolución de 1789 será inquirir cómo la burguesía, en cuanto como
clase unificada y actuante, pudo derribar el edificio feudal; indagar acerca del fin del capitalismo
será descubrir cuáles son las condiciones en las que la clase obrera podrá actuar como clase política
y creadora. No debemos sobreestimar las divergencias entre Proudhon y Marx en lo que respecta al
papel que correspondería a la burguesía trabajadora. En 1848, Marx declaró a la burguesía liberal el
grupo más avanzado del momento, mientras que, en sus últimos escritos, Proudhon afirmaba que
dicha burguesía sólo entraría en acción a impulsos del movimiento obrero. Estas disparidades de
opinión son más que nada de apreciación, y en nada afectan, a la metodología por ambos
compartida. Proudhon y Marx ven el drama de las clases desde una misma óptica histórica: el ré -
gimen de la propiedad o capitalismo provoca fatalmente, a consecuencia de la apropiación del
trabajo, una separación social insuperable, que constituye su ley y su sentencia de muerte, su
“imposibilidad”, según la expresión que encontramos en la Primera memoria. Tal escisión es
simultáneamente enfrentamiento; más exactamente, instituye una relación de dominio-sujeción. En
efecto, tanto para Marx como para Proudhon, la clase proletaria se ve despojada de sus medios de
defensa y de autonomía junto con sus instrumentos de producción. Proudhon parece ir más lejos que
Marx en su descripción del sometimiento obrero cuando niega que la huelga sea un arma eficaz para
modificar la situación económica de las clases obreras, dado que el principio del salario natural
condena al proletariado, cualesquiera sean sus luchas económicas, a no recibir más que el
equivalente de lo que necesita para subsistir. La dicotomía que separa a la burguesía del
proletariado es la misma que separa a una clase operante de una clase dominada. Y lo que esperan y
quieren provocar los escritos revoluciones, es precisamente esa mutación histórica que hará la clase
obrera, a ejemplo de la burguesía de vísperas de 1789, la nueva clase revolucionaria. Proudhon y
Marx insertan la historia interna de la clase en otra historia, silenciosa y confusa, la de las tensiones
económicas. A despecho de las fórmulas simplificadoras que establecen un paralelismo entre el
desarrollo de las fuerzas productoras y la acción revolucionaria, no hay concordancia perfecta entre
ambas historias. Naturalmente, es la exacerbación de las contradicciones lo que llevará a los obreros
de la subordinación a la acción; sin embargo, el avance o retroceso en la toma de conciencia de
clase no va rigurosamente enlazada a la trama de la economía. Cuando Proudhon dice que, en 1848,
el proletariado planteó la cuestión revolucionaria de los derechos del trabajo, no busca atribuir esta
acción puramente proletaria a una tensión particular de los antagonismos económicos; y cuando
Marx exalta a la Comuna, considera que aquello fue un momento especial de una clase, mo mento
que significó una experiencia importante y no el simple efecto de una contradicción. No es siempre
una misma clase la que tiene la iniciativa de la acción ni tampoco es siempre dueña de lo que un día
dominó; y por no existir un paralelismo absoluto entre la historia de la economía y la del
antagonismo de clases, la burguesía perdió el terreno que había ganado. Cualesquiera sean los es-
fuerzos de la pequeña burguesía por aferrarse a sus débiles defensas, cualesquiera sean las tentativas
políticas del feudalismo industrial para adjuntarse el poderío del Estado, hay un drama silencioso
cuyo desarrollo condena a los viejos actores a desaparecer. Aunque Proudhon niegue que este
proceso obedecerá a una necesidad inexorable y Marx sea parco en sus expresiones proféticas, no
dejarán de ligar la historia de las clases a la historia de la sociedad económica y de diferenciarlas.
La coincidencia en el uso del concepto de alienación no se debe a una similitud lingüística;
es signo de un mismo enfoque crítico de la sociedad capitalista y sus tristes consecuencias, amén de
revelar una misma concepción general de la sociedad socialista. Y así como se ha intentado ver la
totalidad de la obra marxista a la luz del concepto de la alienación, también se podría sintetizar el
pensamiento proudhoniano tomando como eje su dialéctica de las alienaciones. Cuando, en los
Manuscritos del 44, Marx retoma la idea de la alienación para restituirle su significado sociológico
y determinar cuáles son las alienaciones de que se hace víctima a los trabajadores, puede a justo
título citar los estudios económicos de Proudhon, pues aseverar que la propiedad es un robo
equivale a definir una exteriorización y una alienación. Como dice Proudhon, los obreros venden
sus brazos, fuerza laboral, y es en este sentido que cabe atribuir al término alienación su significado
tradicional y jurídico, es decir el de enajenación, entendida como venta; pero esta supuesta venta
oculta la verdadera naturaleza del fenómeno, ya que esta alienación es en rigor un despojo. La
propiedad es un robo porque, en el proceso mismo de la producción, se le quita al trabajador aquello
que produce, es decir se lo despoja de su propio trabajo pues el producto no es otra cosa que
el trabajo realizado por el obrero. Sistema de las contradicciones continúa este razonamiento para
demostrar que este latrocinio llega a extenderse al hombre mismo, puesto que el trabajador,
sojuzgado, envilecido, rechazado por los azares del sistema, pierde todo dominio sobre su trabajo al
perder la posesión de los instrumentos. La dramática descripción del régimen de la propiedad nos
muestra una creación y una “exteriorización” que, lejos de asegurar la obtención de algo que los
hombres siempre buscaron, se vuelve contra ellos y destruye esos mismos objetivos. Es bien co-
nocido que, dentro del sistema de la propiedad y por un proceso de degradación, las funciones y los
fines sufren una inversión completa y que la obra del hombre, aparentemente razonable y adecuada,
se convierte en una fuerza destructora y exterior a él. Por tanto, para ambos pensadores la
revolución económica tendrá como objeto devolverle a la sociedad lo que el sistema capitalista le ha
arrebatado, de modo que al suprimirle esa apropiación indebida, el hombre pueda recuperar toda su
dignidad y valor.
No reconocer las discrepancias que existen entre las respectivas teorías de alienación
política de Proudhon y Marx sería negar su originalidad. En la medida en que éste pone
principalmente el acento en el nexo entre el Estado y la clase que domina la economía, tiende a
relacionar directamente la alienación política con el poder económico de la clase propietaria. Por su
parte, Proudhon ubica en primer plano la relación entre la sociedad toda y el Estado, entre la fuerza
colectiva y su apropiación, por lo cual se inclina a considerar la alienación política en su
especificidad y la política en su esencia. En su concepto, la alienación política no es tanto un efecto
de la alienación económica cuanto un aspecto más de una sociedad alienada en todas sus formas. De
allí, generaliza la exteriorización política y trata de descubrir sus distintas manifestaciones a través
del tiempo. Poco preocupado por las particularidades históricas, puede decirse que Proudhon es más
sociólogo, en tanto que Marx es más historiador. Este último propondrá que, para cada tipo social
histórico, se estudie el movimiento genético resultante del régimen de la producción: cada
modalidad productora genera una diferenciación de los tipos políticos. Por su parte, Proudhon juzga
que, más allá de las diferencias históricas, el Estado centralizador repite siempre un mismo molde
que encierra una dinámica generalizable. Igualmente, otorga mayor importancia que Marx a la
contradicción que, según cree ver, existe entre el Estado centralizador y opresivo y la sociedad
económica. El Estado acapara una fuerza que de ningún modo emana de él, esto es la fuerza
colectiva; y tiene el poder de tornarla exterior a la sociedad y volverla contra ella, de hacer que la
obra realizada por el esfuerzo mancomunado de los hombres vaya contra ellos. Resulta patente que
Marx, yendo más allá de la letra de su metodología, admite la posibilidad de tal exteriorización. En
efecto, al referirse en El 18 de Brumario al Estado francés burocrático, dice que el Estado de Napo-
león III se ha independizado de la sociedad francesa, a la que ahoga y oprime, a la que priva de toda
libertad e iniciativa. De tal modo, establece entre el poder gubernamental y la sociedad civil una
relación que no es de complementariedad sino de contradicción, comparable al esquema
proudhoniano. En términos generales, si nos atenemos a la problemática en su conjunto,
encontramos en Proudhon y Marx igual posición en lo que concierne al sentido presente y al futuro
del Estado: por grandes que sean las diferencias de interpretación, que enumeraremos luego, hemos
de recordar que los dos autores atribuyen al Estado un mismo pro ceso evolutivo, que lo conducirá
de la alienación a su decadencia y desaparición. Ambos opinan que el Estado se mantiene en la
sociedad capitalista merced a la opresión social, que persiste porque la sociedad económica no ha
podido todavía librarse de todo lo que traba su pleno desarrollo. Como dice Marx en sus obras de
juventud, la liberación social se producirá únicamente el día en que se desvanezca el Estado en sus
formas burguesas, el día en que éste quede “exterminado”, según expresa Proudhon.
Tampoco debemos desconocer la disimilitud que existe entre la posición de Proudhon y la
de Marx frente a la alienación religiosa. Proudhon dedicó especial interés al tema, como
comprobamos en el capitulo anterior, no así Marx. La divergencia reside principalmente en el grado
de importancia que otorgan a la religión dentro de la sociedad capitalista. Por considerar que todas
las alienaciones, ya políticas, ya intelectuales, tienen su origen en la alienación económica, Marx
afirma que esta última es la fundamental y se inclina a ver en la alienación religiosa más bien un
síntoma que la causa de determinada conducta social. En cambio, Proudhon, más atento a la
relación de analogía entre las alienaciones, sostiene sin reticencias la importancia social de las
ideologías: si, como dijo y repitió tantas veces, la teoría es una forma de la práctica, no hay razón
para aislar a la una de la otra; por tanto, la religión participa directamente de la ac ción a la que, sin
duda, modifica. Pese a estas discrepancias, cabe recordar puntos de semejanza en el pensamiento de
ambos autores, que establece un nexo directo entre la religión y las estructuras sociales, interpreta a
aquella como alienación individual y colectiva y no concibe la sociedad socialista sino liberada del
engaño religioso.
En fin, sin pretender aquí un cuadro de las complejas interrelaciones que aproximan o
separan a las teorías marxista y proudhoniana, creemos importante señalar que ambas vislumbran
un mismo futuro: el fin del capitalismo y la instauración de una sociedad socialista. El Capital
retoma el objetivo de Sistema de las contradicciones, a saber el demostrar que el régimen de
producción del capitalismo está plagado de contradicciones insuperables, que el desarrollo del
sistema tiende a fortalecer los elementos negativos que provocarán su desaparición. Por otra parte,
esta demostración debe poner en evidencia que no es posible reformar parcialmente ese sistema y
que sólo la revolución económica, es decir la reorganización radical de las relaciones sociales y las
estructuras económicas será capaz de poner término a las contradicciones del capitalismo. Proudhon
creía firmemente que la revolución no puede consistir en un cambio de políticos ni en la
reorganización de los poderes, sino en la total reconstrucción de la sociedad económica sobre la
base de la desalienación del trabajo. Es este tema constante del pensamiento de Proudhon y el
motivo por el cual combatió a los demócratas. Para los dos pensadores, la sociedad socialista estaría
definida en esencia por la completa liberación de las fuerzas económicas: en el socialismo o el
comunismo el trabajo recobraría todos los medios y todas las posibilidades porque la sociedad
económica volvería a ser dueña de sí, es decir pertenecería exclusivamente a los productores. El
hombre total que evoca Marx en sus obras de juventud, el hombre orgulloso y libre con que sueña
Proudhon, es, ante todo, el trabajador dueño de sí mismo, desembarazado de las cadenas y trabas
que la sociedad dividida en clases le ha impuesto siempre; es el trabajador convertido en modelo y
amo de la sociedad socialista.
De ahí que no nos sorprende comprobar que Proudhon y Marx tropezaron con idénticas
dificultades y vacilaron frente a los mismos problemas. Al querer demostrar que la evolución de la
sociedad humana conduce inexorablemente a la caída del capitalismo, se ven obligados a
preguntarse si tal demostración es válida y si es dable afirmar, al menos respecto a cierta fase de la
historia, que existe un determinismo histórico. Es notable observar que en lo atinente a este
problema, Proudhon siguió un proceso inverso al de Marx. Antes de la Revolución de 1848,
Proudhon se muestra convencido de que la economía sigue fatalmente un desarrollo determinado,
que las fases sucesivas se van encaminando según una necesidad absoluta, cual si la historia
económica dominara la actividad humana; después de la revolución, modifica su punto de vis ta,
pone claramente en duda el concepto de la necesidad histórica y asegura que el socialismo sólo
puede ser obra de la acción obrera. Marx sufre un proceso inverso. Mientras que, en sus escritos de
juventud, insiste sobre la importancia de la acción revolucionaria del proletariado, en El Capital
llega al extremo de comparar el desarrollo económico con el curso prefijado de los astros. La
respuesta al problema de la práctica revolucionaria depende de la respuesta a la espinosa cuestión
del determinismo. Si las contradicciones del capitalismo siguen una evolución necesaria que
conduce a la autodestrucción del sistema, el proletariado sólo tendrá que aguardar para instaurar sus
normas económicas, ya que la burguesía abandonará las suyas por si misma. Si, por el contrario, la
historia es un proceso confuso, producto de crisis y de rupturas relativamente inciertas, habrá que
dar a la acción obrera un contenido positivo y creador, considerar al proletariado como voluntad y
no meramente como resultado negativo de una evolución. Proudhon y Marx esperan
particularmente que estas dificulta des se superen en la práctica merced a la toma de conciencia de
clase; pero aunque al tratar este tema empleen el mismo vocabulario, es dudoso que le atribuyeran
igual significado.
Los dos hablan de contradicciones, dialéctica, clases, revolución social, conciencia de
clases, y es precisamente esta coincidencia de lenguaje lo que hace resaltar la oposición, que se
agudiza tanto más cuanto los objetivos parecen ser idénticos. En rigor de verdad, las mayores
discrepancias surgen en torno al problema de la práctica y la teoría revolucionaria, es decir de los
aspectos capitales de la cuestión, lo cual explica lo apasionado de la polémica.
Al definir, en 1848, lo que llama “la verdadera práctica revolucionaria”, Proudhon reclama la
emancipación de los trabajadores por propia mano e insiste en afirmar que la simple reforma
política sería sólo una engañifa. En la misma época, el Manifiesto del Partido Comunista llama a la
unión de todos los trabajadores para imponer una revolución social resultante de un cambio radical
de la economía. Pero si el lenguaje es muchas veces similar, en realidad esa aparente similitud
oculta dos conceptos de la práctica revolucionaria absolutamente divergentes. Marx pide la unión de
todos los obreros porque, según manifiesta en sus escritos de juventud, tiene la certeza de que la
situación de exclusión en que se encuentra el proletariado lo convierte automáticamente en clase
revolucionaria. La clase esclavizada, privada de esos privilegios que aun retiene la pequeña
burguesía, no puede sublevarse sin impugnar los fundamentos mismos de la sociedad burguesa.
Luego, la unión de los trabajadores equivaldría a una inmediata acción revolucionaria que debería
provocar de por sí la revolución social. A juicio de Proudhon, la unión de los obreros no es garantía
suficiente de su voluntad revolucionaria. Puede suceder, según vimos, que los obreros se dejen
subyugar por mitos conservadores y apoyen, por ejemplo, a un poder fuerte que se les presente bajo
una máscara demagógica. Además de ser vulnerables a las maniobras de la burguesía, las clases
obreras tienen una tradición plebeya de pasividad de la cual deben desprenderse urgentemente; en
su proceder, Proudhon descubre una inclinación “instintiva” a mostrarse dócil, a confiar
ingenuamente en el poder autoritario, “instinto” popular que va directamente contra los fines
revolucionarios y se concilia objetivamente con la política burguesa. La unión de los trabajadores,
tal cual la concibe Proudhon, ha de traducirse de inmediato en una práctica económica. En lo que a
este punto respecta, el pensamiento proudhoniano muestra una perfecta continuidad: antes de 1848,
cuando proyecta una asociación progresiva, Proudhon propone exhortar a los productores a
liberarse por sí mismos mediante la creación de relaciones económicas de mutualidad, en 1848
funda el Banco de cambio para dar impulso a una organización obrera autónoma llamada a destruir
al régimen de la propiedad; y en 1864, cuando define la idea obrera, sigue insistiendo en la
importancia de la acción económica.
Si bien tanto Marx como Proudhon coinciden en que la lucha revolucionaria sólo puede ser
librada por los productores mismos y ha de conducir a la emancipación del trabajo, disienten en su
enfoque. Para Marx, toca a los trabajadores llevar adelante la lucha en su calidad de excluidos de la
sociedad burguesa, y esa lucha debe propender inmediatamente al enfrentamiento político, del cual
surgirá la nueva organización económica. Para Proudhon, son los trabajadores quienes combatirán,
pero en su carácter de productores, y sus esfuerzos han de concentrarse sin tardanza en la creación
de un nuevo orden económico. La unión de los obreros debe adquirir significación práctica y eco -
nómica sin esperar que primero se realice una revolución; muy por el contrario, el éxito de la
revolución sería asegurado por el dinamismo y la eficacia de la organización obrera. El concepto
que tiene Proudhon de la acción revolucionaria pone una vez más de manifiesto la poca confianza
que le merecía lo político. Por no ser el partido obrero una agrupación de vocación política, ante
todo se apartará de los partidos burgueses, centrará su atención en los problemas de la producción y
creará sin dilación las organizaciones económicas obreras que prefiguren a la sociedad socialista.
Vemos, pues, que Proudhon anuncia una historia sindical particular, que nada espera ni
quiere de los partidos políticos, que se preocupa exclusivamente de lo económico y se propone
hacer la revolución, no por los rodeos de la política, sino mediante la acción directa de los
trabajadores. Y no deja de asombrar que el movimiento sindical que más se aproximó al
pensamiento proudhoniano, es decir el sindicalismo revolucionario de los años 1900 a 1910,
propugnara como principal arma de combate la huelga general, procedimiento sobre cuya eficacia
Proudhon siempre se mostró escéptico. Mas este escepticismo nos da precisamente la pauta de su
concepto sobre la lucha obrera. Al sostener que las huelgas parciales son inútiles, busca inducir a
los obreros a adoptar otros métodos que los arrancaría de cuajo de la sociedad burguesa y les
permitiría atacar directamente sus fundamentos. Estima que, al limitarse a los paros parciales, los
obreros dispersan sus esfuerzos y se someten a las condiciones impuestas por el capitalismo
burgués, con lo cual hacen obra reformista pero no revolucionaria. El enorme vigor de las leyes
económicas capitalistas hace imperioso que el trabajador se desprenda del sistema de las contra -
dicciones, que se desligue de él y lo supere mediante una práctica propia y fundada en principios
opuestos.
La fórmula de la “revolución desde abajo” reviste en Proudhon un significado bien preciso.
Según Marx, si la revolución es obra de los trabajadores, su objeto es destruir el poder de las clases
dominantes y apoderarse de las riendas de la sociedad económica. Según Proudhon, la revolución
desde abajo ha de ser un movimiento efectuado por los productores y de índole tal que modifique
las bases de la sociedad económica. No es cosa de adueñarse de un aparato para modificar su
rumbo, se trata de establecer una nueva economía en reemplazo de la de explotación, un cometido
que sólo pueden cumplir los obreros con una práctica que les sea absolutamente propia. Al negarse
a incitar a la lucha política, Proudhon invita a realizar una tarea difícil, ímproba, que dará a los
obreros la responsabilidad y la conducción de la economía, que los transformará en productores
verdaderos y conscientes de la necesidad de la producción. La idea marxista de que los trabajadores
habrán de emanciparse por sí mismos adquiere plena significación en el pensamiento de Proudhon,
cuando éste afirma que la obra emancipadora no consistirá en una acción pasajera destinada a
quebrantar el poder opresor, sino en una obra ilimitada, que comenzaría antes de la revolución con
la instauración de las primeras asociaciones, como paso previo para llegar a tomar el timón de la
sociedad económica toda. El ejercicio de una actividad económica autónoma contribuiría a formar a
los productores: mediante la práctica económica, los trabajadores adquirirán los conocimientos que
el capitalismo les impide alcanzar y así se irán desprendiendo de los mitos y desengañándose de las
quimeras que su pasividad los lleva a aceptar sin más.
La dictadura del proletariado es la idea que suscita más claras discrepancias entre Proudhon
y Marx. A no dudarlo, éste la formula con precaución: sólo puede definírsela en relación a su
negación dialéctica, a saber, el debilitamiento del Estado. La dictadura no sería más que un
instrumento provisional destinado a eliminar los obstáculos sociales e ideológicos opuestos por las
clases en decadencia. Pese a su cautela, Marx retoma aquí la tradición llamada jacobina, que
considera que el triunfo de la revolución requiere necesariamente el afianzamiento temporario de la
autoridad. Proudhon no habría de criticar explícitamente el concepto de dictadura del proletariado
porque la obra de Marx no era aún conocida en Francia y no tuvo ocasión de analizarla; con todo, su
concepto de la práctica revolucionaria constituye de por sí una crítica de dicha idea. No es que le
pareciera que en ningún caso habría que recurrir a la autoridad política; si en 1848, aceptó la banca
de diputado y propuso sus proyectos de reforma ante la Asamblea fue porque pensaba que un
gobierno sostenido por las clases obreras podría imponer autoritariamente una refundación de la
economía e imponerse por la fuerza a las clases hasta entonces privilegiadas. Siempre y cuando la
dictadura provisional persiga un objetivo auténticamente revolucionario, no queda excluida del
.pensamiento proudhoniano. Mas, según el espíritu que la anime, tal solución ha de adoptarse con
extrema desconfianza. Como comprobamos antes, no es seguro que la dictadura del proletariado sea
revolucionaria; muy por el contrario, debido a la unicidad y docilidad que involucra la dictadura, es
de temer que ella manifieste ese renunciamiento político al que se inclina la clase obrera, ante la
alarma de Proudhon. Si el proletariado gusta verdaderamente de la dictadura, esto no es signo de
una real vocación revolucionaria sino más bien de un instinto plebeyo de conformismo y sumisión.
Además, los incansables ataques de Proudhon contra los poderes autoritarios incluyen a toda forma
de dictadura; cuando dice que el poder estatal tiende irrefrenablemente a expandirse y ejercer
opresión, no exceptúa de esta censura al poder proletario. Visto que es propio del poder centralizado
absorber las fuerzas colectivas y volverlas contra la sociedad, todo poder, aun cuando sea obrero,
que se erija en autoridad central, adolecerá tarde o temprano de los defectos característicos de los
regímenes basados en la autoridad, es decir creará un poderoso aparato policial y burocrático,
reprimirá las libertades y tomará creciente ingerencia en la sociedad económica. Al concepto
político de la dictadura del proletariado, Proudhon opone la idea económica de la organización del
trabajo, según la cual la práctica obrera, mediante la multiplicación y el desarrollo de sus
organizaciones espontáneas, obligará a las clases hostiles a aceptar la teoría obrera y la sociedad que
será obra y dominio de los productores.
Ni Proudhon ni Marx explicaron su teoría del partido proletario con claridad suficiente
como para permitir una comparación exhaustiva. No obstante, encontramos dos interpretaciones
que corresponden a los dos conceptos de la acción obrera. Según el pensamiento marxista, el
partido ha de cumplir dos funciones: la de coordinar las luchas obreras y la de difundir la teoría
proletaria. Aunque Marx no se explaya en cuanto al papel histórico que atribuye al partido, su
definición de esas dos funciones confirma que otorga gran importancia a la organización central. En
efecto, puesto que la acción obrera no se coordina espontáneamente, toca al partido dar coherencia a
la lucha y conferirle así significación política. Asimismo, la práctica obrera no involucra una
conciencia ni una clara definición de la teoría revolucionaria, por cuyo motivo el partido debe
participar en la elaboración, la defensa y la distribución de las tesis revolucionarias. De tal modo, el
partido o, más exactamente, el consejo central, cumple la misión de estimular el desarrollo teórico y
práctico, y ejerce en cierta medida, una función directiva. Quizá cause extrañeza que Proudhon
respondiera a la carta de Marx de 1846, que dio motivo a su desavenencia, rechazando la propuesta
de crear una unión intelectual de los teóricos socialistas. Tal negativa traducía su desconfianza
natural respecto a toda organización centralista, aun cuando ella fuera de vocación revolucionaría.
Al decir “partido de la revolución” no se refiere a una agrupación política sino a un conjunto de
hombres partidarios de una misma teoría revolucionaria y que puedan llevarla a efecto. Sería
contrario a su concepto de revolución reconocerle una función privilegiada, en la dinámica
revolucionaria, a una entidad específicamente política; al poner toda su confianza en la actividad
económica de los productores, por definición relega a los jefes políticos. Tampoco cabe en él
aceptar que un partido sea portador del auténtico pensamiento revolucionario: sabe que las teorías
pueden ser formuladas por individuos y adelantarse a la práctica obrera, pero niega la efi cacia
histórica de tales formulaciones: para que una idea revolucionaria sea realizable, es preciso que
surja verdaderamente de la clase ascendente y que ésta la comparta, la reconsidere y la transforme.
Por cierto que la crítica general de la “exteriorización” es aplicable al concepto de partido, pues
siempre existe la posibilidad de que el partido se aparte de la sociedad económica, acapare una
fracción de las fuerzas colectivas y reconstituya un organismo parasitario susceptible de ejercer
opresión y de obstaculizar el dinamismo social.
Esta contraposición de carácter más político que sociológico se apoya en dos conceptos
distintos del proletariado, en dos sociologías del proletariado. El objetivo de la revolución es la
emancipación de la clase obrera. Así lo expresan; Marx y Proudhon, con las mismas palabras pero
diferente sentido. Para el primero, la clase proletaria es ante todo esa clase, forjada por el proceso
capitalista, que se define por su exclusión de la sociedad civil y cuyo trabajo es tratado como
mercancía. El proletariado, cuyo número ha ido en aumento junto con el poder del capitalismo, que
ha ido relegándolo cada vez más, constituye en primer lugar una fuerza social, una fuerza que, en
cuanto potencia, será decisiva para acabar con la alienación capitalista. Además, no hay por qué
atribuir al proletariado una idea que le sea estrictamente propia y surja de su acción particular; el
proletariado no es portador de una teoría original de la revolución, sino sólo el sujeto consciente, la
conciencia del capitalismo. Por estar excluido y explotado, se encuentra en situación de desentrañar
el sentido humano del capitalismo y comprender los fundamentos de este sistema, es decir la
interrelación de clases y la explotación. Captar el sentido social del capitalismo, entender y sentir la
realidad de la explotación es a un tiempo desear la desaparición del capitalismo y, por ende, la
apropiación colectiva de los medios de producción. Pero el cobrar conciencia no involucra
exactamente crear una teoría de la clase, no es más que el acto de tomar conocimiento de un
proceso que conduce al capitalismo a su perdición. Asimismo, la tarea del teórico no consiste en
determinar el pensamiento obrero, que no siempre es acertado, sino principalmente en descubrir el
movimiento histórico por el cual la descomposición económica hace del proletariado la negación
del capitalismo y la última clase histórica. Objeto pasivo del desarrollo capitalista, el proletariado se
convierte en sujeto de la historia al ingresar como unidad orgánica en la esfera de la acción política.
A juicio de Proudhon, las clases obreras poseen una teoría y una práctica propias y
originales. La clase trabajadora no es solamente conciencia de sí y conciencia de la explotación,
lleva en sí lo que Proudhon llama una idea, es decir una práctica particular y su correspondiente
teoría. El proletariado no es meramente esa fuerza social, constituida exteriormente, cuyo
crecimiento traerá consigo la unificación política; es una clase que tiene una práctica inmediata
propia que, si bien ya se ha concretado parcialmente dentro del sistema capitalista, cuando se
extienda significará la revolución. No liemos de interpretar mal a Proudhon cuando anuncia el fin
de lo político; al decir así, se refiere a la política tradicional, vale decir a la alienación de las fuerzas
colectivas por un estado centralista y autoritario. En realidad, atribuye a las clases obreras una
aptitud política específica, una práctica socioeconómica coherente y original capaz de reorganizar la
totalidad de la vida colectiva con sólo aplicarse en escala general. Hay en las clases obreras una
política inmanente y ellas forman, por la modalidad particular de su práctica, una comunidad natural
en la que tienden a fusionarse la conciencia, la teoría y la acción. Al paso que Marx considera al
proletariado primordialmente como la fuerza social cuyo desarrollo lleva a sus extremos las
contradicciones del capitalismo y a la que toca en lo político efectuar el pasaje dialéctico de la
apropiación privada a la colectiva, Proudhon opina que el proletariado interviene en la historia pura
imponer la ley de su ser, es decir su práctica original y espontánea.
De esta disensión deriva una serie de consecuencias prácticas. Marx urge a unificar las
fuerzas a los fines de desplegar una acción política revolucionaria y hace depender la coordinación
de la lucha de un partido político. Proudhon, por el contrario, insta a la acción económica inmediata
y progresiva como medio de cohesión de las clases obreras y como proceso revolucionario
espontáneo. Simplificando al máximo, podría decirse que el concepto leninista del partido político
inspira en Marx, en tanto que los consejos obreros y los soviets tienen su fuente en Proudhon. Marx
llama a una revolución cuya meta es demoler las estructuras capitalistas y que requiere casi
inevitablemente el uso de la violencia. Proudhon propugna una revolución que consiste en sustituir
la práctica burguesa por otra típicamente obrera y en la que la violencia sería sólo un episodio, ya
que la revolución no triunfará en la medida del grado de destrucción que provoque sino en la
medida de madurez del proletariado. Hay movimientos de fuerza cuyas consecuencias pueden ser
más perjudiciales que beneficiosas: lo importante no es la violencia, sino la coherencia de la acción
obrera. Marx afirma que es tarea específica del teórico revolucionario explicar las contradicciones
del capitalismo, de ahí que su aporte fundamental sea su análisis científico del capital; si bien
Proudhon no descuida este aspecto, consagra lo principal de su obra a definir la idea revolucionaria
y elabora sus conceptos sobro la economía socialista a fin de precisar cuál ha de ser la práctica
económica que adopten las clases obreras. Marx exhorta al proletariado a desarrollar una actividad
política, seguro de que ella tenderá indefectiblemente a efectuar la revolución; también Proudhon
insta al proletariado a entrar en el campo político, más como duda de que esa ac ción haya de ser
auténticamente revolucionaria, acompaña su llamamiento con una arrebatada crítica contra algunas
actitudes obreras y se declara abiertamente contrario a ciertos programas proletarios.
Desde la perspectiva proudhoniana, la acción revolucionaria no tiene por qué quedar
restringida a la clase trabajadora, lo cual explica que Proudhon se haya mostrado mucho tiempo
indeciso al respecto y a menudo haya acordado veleidades revolucionarias a la clase media. Para
Marx, el movimiento revolucionario es esencial y directamente consecuencia de la situación de
exclusión, y puesto que la única clase relegada por completo es el proletariado, cabe esperar que de
él surja el acto revolucionario. Proudhon estima que la revolución auténtica será obra de una clase
oprimida pero también de una clase capaz de organizar las fuerzas económicas por sí misma. En
este sentido, no se descarta que la pequeña burguesía trabajadora, despojada de sus instrumentos por
el acaparamiento capitalista, consciente de las necesidades de la producción y capacitada para
participar en ella, pueda cumplir un papel importante en la instauración del régimen socialista.
Comparar punto por punto las visiones marxista y proudhoniana de la sociedad del futuro sería una
empresa harto peregrina. Por un lado, Marx se niega a dar detalles sobre el tema; por el otro, Prou-
dhon no cesa de reexaminar la cuestión e insistir sobre la necesidad de proyectar de antemano la
economía anarquista. Para Marx, el mayor problema consiste en dilucidar cómo se estructurará la
revolución; por estar ya dado el contenido del programa revolucionario, al menos a grandes rasgos,
en la dialéctica histórica y en el movimiento negativo del capitalismo, no es preciso dibujar una
imagen exacta de la sociedad futura, lo cual será tarea posterior al acto revolucionario. A los ojos de
Proudhon, lo primordial es tener una idea de cómo será la sociedad, no sólo porque los
revolucionarios necesitan coordinar su acción según un proyecto aceptado por todos, sino también
porque el plan revolucionario es inmanente a la práctica y queda automáticamente puesto en marcha
cuando la que actúa es una clase que posee una teoría y una práctica inmanentes a ella.
No obstante, si Marx no se detiene a pintar una imagen exacta de la sociedad comunista, es
en parte porque piensa que su dimensión fundamental, la socialización de los medios de producción,
salta a la vista. La negación de la propiedad privada resultante del movimiento de la dialéctica
histórica anuncia suficientemente cuál ha de ser la característica capital de la sociedad futura: la
expropiación de los expropiadores y apropiación colectiva. Ahora bien, Proudhon nos advierte que,
pese a que todo parece señalarlo inequívocamente, este derrotero no es el correcto, pues se mantiene
dentro de los caminos del sistema de la propiedad; su crítica de la idea de la comunidad evidencia
que el comunismo no es más que la negación de la propiedad, una repetición del unitarismo y el
autoritarismo peculiares del sistema de despojo. Instaurar la sociedad socialista sería superar esta
antinomia eliminando los caracteres que son comunes a los dos términos en oposición. Y si las
críticas de Proudhon no están dirigidas efectivamente contra el colectivismo marxista, se aplican a
toda teoría social que proponga la centralización de los medios productivos y la conducción unitaria
de la economía, por cuyo motivo alcanza también por anticipado al comunismo marxista. No es la
expropiación lo que Proudhon encuentra peligroso en el comunismo, sino el unitarismo social que
pretende establecer. Claro está que considera necesario socializar la propiedad, pero sin instituir un
centralismo despótico en reemplazo del régimen de la propiedad. Tras demostrar que, por su
naturaleza, la centralización tiende a abarcar y tiranizar todo, Proudhon llega a la conclusión de que
la economía dirigida por un órgano central quitará libertad al individuo y entorpecerá el dinamismo
económico.
Al dogma comunista de la unidad, opone, en todos los dominios, el principio del pluralismo
y de la autonomía relativa de los distintos agrupamientos. Proudhon hace tanto hincapié en la
necesidad de basar la sociedad en el equilibrio, en el mutualismo y no en la síntesis porque, a su ver,
sólo así se podrá crear un sistema socialista que, en lugar de propender a la total unificación social,
se proponga establecer la unidad en la diversidad, respetar la independencia en la cooperación, Por
ser la cuestión social mucho más compleja de lo que su pone la utopía comunista, lo ideal sería
conciliar la pluralidad de grupos con la cooperación entre ellos, la independencia de planes y
decisiones con las necesidades del intercambio económico. La teoría del mutualismo persigue el
claro propósito de evitar la unificación centralizadora y asegurar el mantenimiento de la pluralidad
de grupos y de asociaciones de producción. El mutualismo, a diferencia del comunismo, se funda en
la simple interrelación de los centros de producción, separados a la par que unidos por las
necesidades del intercambio, y afirma que el principio de la sociedad económica no es la fusión o la
uniformidad de las fuerzas sino el equilibrio, la libre organización de fuerzas en constante
renovación. Además, el pluralismo no vale únicamente para lo económico; dado que los grupos
sociales más importantes pueden constituir los agrupamientos económicos, como las asociaciones
obreras, Proudhon pide que los grupos naturales, cuales son las comunas, gocen igualmente de
independencia relativa y se administren en forma autónoma. De tal modo, la sociedad quedaría
compuesta por múltiples agrupamientos: grupos naturales, locales y provinciales, grupos de
productores y de consumidores, cuyas relaciones, cuyos intercambios y antagonismos no
contradictorios garantizarían la movilidad y, como dice Proudhon, la plena vitalidad social.
Aunque en sus últimos escritos Proudhon no descarga ya las virulentas invectivas de otrora
y llega a admitir, con grandes reservas, que un Estado central puede ser relativamente útil, el eje de
su pensamiento es siempre la anarquía positiva, cuyo significado conservó intacto. ¿Qué es la
anarquía positiva? Sencillamente, la modalidad de una sociedad que deja decidir a cada uno de los
grupos que la integran, a los productores mismos. El productor independiente, como el campesino,
planeará su producción sin ningún control colectivo y la sociedad será para él garantía de seguridad,
lo protegerá en caso de dificultad; cuando se trate de productores asociados, los obreros organizarán
la producción de común acuerdo o nombrarán delegados para formar un “consejo”. El término de
anarquía tiene valor negativo en cuanto indica que las decisiones no deben ser tomadas por una
instancia exterior a los grupos directamente responsables de la producción. Proudhon no acepta que
se sustituya el autoritarismo propietario con una estatización de la economía, que pondría una
opresión estatal en lugar de la capitalista. Anarquía significa eliminación de toda forma de
autoridad, porque supone que no habrá de reconstituirse ningún poder que esté por encima de los
productores en su conjunto, ya que tal cosa significaría el retorno a la apropiación de las fuerzas
colectivas. Por otra parte, el vocablo anarquía tiene valor positivo por indicar que la vitalidad social
será consecuencia exclusiva del choque y el equilibrio dinámico de las decisiones y las actividades
de los diferentes grupos de productores. En la anarquía, los productores no orientarán su pro ducción
sin atenerse a ninguna norma; todo lo contrario, cada uno regirá su quehacer en función de las
exigencias de los demás productores o consumidores. Al desaparecer toda autoridad exterior, los
productores se encontrarán ligados por un nexo de reciprocidad o contrato, de modo que la diná-
mica social se basará en la totalidad de contratos concertados espontáneamente. Por lo tanto, el
anarquismo no es un individualismo, como podría creerse, dado que las decisiones no se toman
individual sino colectivamente y además, según sabemos por la teoría de la razón colectiva, el juicio
colectivo es fruto de la opinión puramente individual a la par que de su transformación fundamental
en el cotejo con los demás. Y aún en el caso del productor aislado, que aparentemente disfruta del
máximo de independencia, su actividad responde a la situación económica y a la acción de los
productores restantes o consumidores. El dinamismo de la economía está asegurado por la
liberación de las energías individuales, pero en rigor se funda, si se da el ca so, en el enfrentamiento
competitivo de individuos y grupos.
Proudhon planteó con singular maestría el problema de la conducción económica, cuya
gravedad pasó inadvertida a Marx. Este reservó toda su atención al derrocamiento del régimen
capitalista y se limitó a indicar que en la sociedad sin clases la economía se atendrá a un plan
destinado a satisfacer a todos por igual. No se preocupa por determinar quiénes tomarán las
decisiones y dirigirán la economía en la sociedad socialista; se conforma con postular que en una
sociedad desalienada las decisiones no podrían ir contra el interés colectivo. Proudhon sí plantea la
cuestión, que considera absolutamente imperioso resolver, porque teme que un poder central, sea
Estado o partido, reconstruya un aparato opresivo que aplastaría la libertad individual y la
espontaneidad de los productores. Le alarma pensar que puede formarse una “democracia
compacta” regida por un poder arbitrario que so pretexto de traducir la voluntad de las masas, la
destruirá por completo. Para ahuyentar este peligro, propone un sistema pluralizado que ponga la
dirección de la economía en manos de los propios productores y permita que las decisiones se
tomen en cada uno de los distintos niveles: los productores independientes resolverán por sí mis -
mos, las compañías obreras lo harán por intermedio de sus consejos y, en el plano de lo nacional,
serán los delegados temporarios de los productores quienes decidan. Añade que ningún organismo,
aún nacional, debe ser investido del poder de dirigir las opiniones y de imponer un parecer uniforme
a todos; la espontaneidad de la razón colectiva exige la libre expresión de las distintas opiniones,
para que ellas puedan confrontarse y sacar a luz los conflictos y los antagonismos objetivos. El
dinamismo social no dimanará de una síntesis acabada que destruiría las antinomias, por el
contrario, la espontaneidad social sólo se expresará y desarrollará a través de las tensiones y los
equilibrios siempre cambiantes.
Al hacer hincapié en la unidad y en la dictadura del proletariado, Marx anunció la creación
de partidos únicos, la centralización administrativa y económica, el concepto leninista del partido
obrero. Proudhon, en cambio, al dar importancia capital a la espontaneidad obrera y a la gestión
autónoma, anunció la creación de consejos obreros, el sindicalismo revolucionario y los actuales
intentos de autogestión. Quien perciba la trascendencia del problema que Proudhon quiso
solucionar, podrá imaginar mejor cuán grandes fueron las dificultades con que éste tropezó y
comprenderá que conceptos tan novedosos debían necesariamente despertar enconadas reacciones.