Qué Es Un Cuento Corto

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Cómo escribir

cuentos cortos
La escritura no solo es la forma de ganarse la vida de
muchas personas, es también una gran afición para
muchas otras. Los cuentos cortos son una excelente
manera de dar rienda suelta a tu creatividad. ¿Quieres
saber cómo escribir cuentos cortos? Sigue leyendo y
descubre las pautas para hacerlo con éxito.

Qué es un cuento corto

Se considera un relato corto, o cuento corto, aquel que no


sobrepasa las 750 palabras. Si lo hace, ya no será
considerado corto.
Pasos para escribir cuentos cortos

1. Acción: vas a contar una historia, así que céntrate


en la acción, en lo que sucede, en cómo pasa el
tiempo dentro de la misma. No importa que sea
corto, aún con ese límite de palabras puedes
escribir historias apasionantes. Las descripciones
tienen que ser breves pero muy definitorias para
que el lector lo tenga todo claro.
2. Abarca lo justo: al escribir cuentos cortos debes
ajustarte al límite, por lo que abarca lo que
realmente puedes abarcar. De nada vale poner
muchos personajes si no vas a saber ubicarlos y
explicarlos a todos. Es mejor dos personajes bien
desarrollados y con peso en la historia que más que
te dejan a medias.
3. Ideas: simplifica tus ideas para que encajen con el
tipo de historia que vas a contar, que en este caso
será corta. Una vez simplificada, añade las acciones
y detalles más importantes para completarla. Busca
el impacto con cada momento que relates.
4. Detalles: es muy importante que muestres los
detalles de lo que hace cada persona, incluso si está
esperando un autobús… ¿está mirando el móvil?
¿está hablando con alguien? ¿se rasca la cabeza?
Leemos, no vemos, por lo que todos los detalles
pueden ser determinantes en la historia.
5. Estructura: es indispensable que tu cuento, y en
general cualquier historia que vayas a escribir, sea
cual sea su duración, tenga una estructura. Debes
incluir introducción, un nudo y un desenlace. La
introducción te sitúa en la historia, el nudo te
muestra lo que sucede y el desenlace muestra cómo
se llega al final de la historia.
6. No todo se explica: hay cosas que no es necesario
explicar. Por ejemplo, tu historia la protagoniza una
persona que ha perdido su casa. No es necesario
que digas que está triste por su situación, es algo
que ya va implícito en la misma.
7. Frases: al ser un relato corto, cada frase cuenta, y
mucho. Todas deben estar en el lugar que están por
un motivo, con un sentido y un objetivo. No hay
lugar para el relleno como sí puede suceder en
historias largas.
8. Suspense: como en cualquier historia, sea del estilo
que sea, procura mantener el suspense hasta el
final. Es lo que hará que el lector se sorprenda,
especialmente si hay un giro final que nadie se
espera.
9. Impacto: algo muy difícil al escribir una historia,
ya sea un cuento, una serie, una película… es sin
duda lograr un impacto en el lector/espectador.
Triunfarás cuando con tu historia consigas dejar
huella en el interior de las personas, cuando les
hagas reflexionar sobre lo que han visto, sobre los
sentimientos que han tenido.
10. Título: dejamos para el final lo que tiene que ser
el principio, lo primero que los lectores verán, que
es el título del cuento. Debe sugerir e intrigar
acerca del contenido de la historia, mostrar de qué
va pero sin dar demasiados detalles para que al
menos tengan la intriga de empezar a leerla.

El secreto de Saúl

Un cuento intrigante para niños fantasiosos

Saúl era un niño que vivía rodeado de


comodidades y privilegios. Su padre era un
experto cirujano y su madre una escritora
de éxito, así que la familia residía en una
enorme casa con jardín, piscina y un
garaje en el que dormían dos coches de
alta gama. A sus once años no le faltaba
de nada: vestía a la última moda, tenía un
cuarto privado repleto de juegos, y en la
pared de su dormitorio colgaba una
televisión tan grande que más bien parecía
una pantalla de cine.

A pesar de su gran fortuna, Saúl se


pasaba el día con el ceño fruncido y
mostrando una actitud tan apática que
daba la sensación de estar enfadado con
el mundo.  Últimamente no soportaba
madrugar y odiaba tener que ir al colegio
cinco días por semana, sobre todo porque
su profesor le parecía un señor
insoportable y cada vez hablaba menos
con sus compañeros de aula.  ¿Para qué
fingir que sus temas de conversación le
parecían interesantes?… Por si esto fuera
poco, ni una sola asignatura atraía su
atención. Malgastaba el tiempo mirando a
las musarañas y abriendo la boca para
soltar ruidosos bostezos cada dos por tres.
Si hacía buen tiempo, cuando a las tres
terminaba la jornada escolar, Saúl cruzaba
la calle cargado con su mochila y
caminaba un corto trecho hasta llegar al
Parque de los Almendros.  Era su lugar
favorito para desconectar de los problemas
de matemáticas y la larga lista de capitales
de países que le obligaban a memorizar.
Una vez allí, solía sentarse en un banco de
madera  desde el cual podía contemplar
una panorámica preciosa de la arboleda y
del lago con forma de corazón donde
siempre chapoteaban unas cuantas
familias de patitos.

Sucedió que, una de esas tardes, se


acercó a su banco habitual, tomó asiento,
y al mirar al frente descubrió que a pocos
metros habían colocado una estatua de
mármol blanco. Le llamó mucho la
atención, pues representaba la figura de
un niño de su edad, descalzo y cubierto de
harapos, que parecía mirarle fijamente.

– ¡Qué estatua tan deprimente! Podían


haber puesto la figura de un príncipe o una
diosa romana en vez de la de un andrajoso
mendigo.

Según pronunció estas palabras, escuchó


una voz infantil.

– ¿De verdad crees que solo soy un trozo


de piedra al que un escultor ha dado
forma?

Saúl dio un respingo y su corazón empezó


a latir a toda velocidad. Tras unos
segundos de desconcierto, se abanicó con
la palma de la mano y trató de
recomponerse. ¡El calor de esos primeros
días de verano le estaba haciendo delirar!
– ¡Qué susto! Por un momento pensé que
la estatua me estaba hablando. ¡Será
mejor que me vaya!

Se estaba poniendo en pie cuando volvió a


escuchar la misma voz.

– Sí, te hablaba a ti. ¡Aguarda, por favor!

Saúl miró de izquierda a derecha  por si


algún paseante había  oído lo mismo que
él, pero sorprendentemente nadie parecía
percatarse de nada. Atemorizado, anduvo
unos pasos y se situó junto a la escultura
anclada al pequeño pedestal.  A simple
vista calculó que el chico de piedra tenía
su misma edad y estatura, pero cuando lo
miró con más detenimiento se estremeció
porque se parecía muchísimo a él: la
misma forma ovalada del rostro, los ojos
rasgados, la nariz respingona heredada de
su abuelo… ¡Era una réplica casi perfecta
de sí mismo!

– ¡¿Pero qué está pasando aquí?!

Se le ocurrió que quizá todo era parte de


un programa de televisión de esos que
gastan bromas pesadas a la gente que va
tan tranquila por la calle, así que se fijó en
los árboles cercanos por si entre las ramas
localizaba alguna cámara oculta. No vio
nada extraño y se le erizó la piel. La
situación comenzaba a producirle pavor.

– No te preocupes, no estás loco. Por


increíble que parezca, me estoy
comunicando contigo y solamente tú
puedes escucharme. Tócame, que te
prometo que soy completamente
inofensiva.
Saúl obedeció.  Aparentemente la estatua
era como otra cualquiera: dura, fría e
impasible, pero  la escuchaba hablar como
si fuera un humano de carne y hueso.
¿Cómo era posible? ¿Utilizaba un sistema
de telepatía? ¿Alguien la dirigía desde una
torre de control? ¡Estaba tan perplejo que
ya no era capaz de distinguir si las
palabras le entraban por las orejas o iban
directamente a su cerebro!

– ¿Quién eres?… ¿Quién te ha fabricado y


por qué te pareces a mí?

– La historia es muy larga de contar, pero


para resumir te diré que soy el resultado
de un impresionante experimento
científico.
A Saúl empezaron a temblarle las piernas
como flanes y se puso tan nervioso que
creyó que iba a desmayarse.

– ¿Un experimento? ¿Cómo esos que


salen en las pelis de ciencia ficción?

– ¡Exacto, has dado en el clavo!

Su cara se desencajó y  notó que el sudor


le caía a chorros por el cuello.

– No tienes nada que temer; lo entenderás


en cuanto te lo explique.

– ¡Pues no sé a qué estás esperando!

– Un grupo de expertos lleva años


trabajando en un importante centro de
investigación de esta ciudad con un
objetivo: lograr que todos los niños que
viven aquí sean felices.
Saúl suspiró profundamente.

– ¡Ah, vale, eso no parece peligroso!

– No, no lo es, pero se requieren muchos


años de trabajo para desarrollar un
proyecto tan complejo.

– ¡Ah! ¿Sí?

– ¡Ni te lo imaginas! Han colaborado


decenas de especialistas y se ha invertido
muchísimo dinero en la tecnología más
avanzada que existe. Por suerte, todo ha
salido a las mil maravillas y los resultados
están siendo inmejorables.

A Saúl la historia le sonaba a pura


fantasía, pero estaba tan intrigado que no
podía dejar de escucharla.
– Lo primero que han tenido que hacer es
instalar un sistema de radares especiales
en todos los barrios de la ciudad.

– ¿Radares?… ¿Para qué?

– Para detectar las emociones de las


personas desde que nacen hasta el día
que comienzan su vida adulta, es decir,
durante toda la infancia y adolescencia. Si
algún radar registra que algún niño o joven
necesita ayuda, el centro de investigación
pone en marcha el Plan de Rescate
Emocional.

– ¿El plan de rescate qué?

– De rescate emocional. No te preocupes,


se trata de algo muy sencillo: estudian el
problema para saber por qué es infeliz, y el
laboratorio diseña un tratamiento a medida
para acabar con su tristeza.
Saúl estaba completamente alucinado,
como si estuviera dentro de una película
futurista o se hubiera adelantado
quinientos años en el tiempo.

– ¿Y qué es lo que hacen exactamente?


¿Te pinchan con jeringas gigantes? ¿Te
meten en cabinas para recibir ondas de
choque? ¿Te rodean la cabeza con cables
y te conectan a un generador eléctrico?

– ¡Ja, ja, ja! ¡Qué va!  ¡Menudas


ocurrencias tienes!  Los métodos para
sanar emociones son muy variados y
ninguno duele ni nada parecido. En tu
caso, han decidido fabricar una estatua
con tus rasgos utilizando una impresora 3D
y un dispositivo  de sonido de última
generación. O sea… ¡yo!

Saúl se sintió ofendido.


– ¿En mi caso? ¿Qué quieres decir con
eso?

– Pues que he venido para ayudarte. ¡Me


han diseñado exclusivamente para ti!

– ¡¿Qué?!

– Lo que oyes. Estoy aquí para tener una


charla contigo porque soy tu medicina
emocional.

El chaval se indignó, y con cierto


desprecio, miró a la estatua de arriba
abajo.

– ¡Qué bobadas dices, yo no necesito


ayuda! Además, tú no eres mi otro yo.
Vale, te pareces a mí físicamente, pero vas
con ropa vieja,  no llevas zapatos…
La estatua puso en marcha el tratamiento
especial, que como ya habrás adivinado,
consistía en hacerle pensar.

– Sí, tienes razón. Soy una versión un


poco diferente de ti. Digamos que
represento lo que podrías haber sido tú si
no hubieras nacido en una familia rica y de
buena posición.  ¿Alguna vez has pensado
cómo sería vivir en un barrio pobre, en una
casa sin agua ni calefacción? ¿Te
imaginas tu vida sin chocolate, sin tu
reproductor de audio digital o sin esas
zapatillas tan modernas que calzas?

Saúl fue sincero.

– No, la verdad es que no.

– Pues muchos chicos de tu edad viven


con muy poco, yo diría que con casi nada,
en muchísimos lugares del mundo. De
hecho, no hace falta salir de nuestra
ciudad para encontrarlos.

El muchacho se encogió de hombros.

–  Ya, pero yo no tengo la culpa de eso.

La estatua le dio la razón.

– ¡Desde luego que no! Nadie elige dónde


nace y hay personas con más suerte que
otras desde la cuna, pero todos tenemos la
capacidad de cambiar ciertas cosas
haciendo un pequeño esfuerzo.

– Ya, bueno, si tú lo dices…

– Nuestros radares han detectado que tú,


teniéndolo todo, padeces una gran
insatisfacción.

Saúl sintió mucho agobio, pero el chico de


piedra fue contundente.
– Sé sincero contigo mismo: tienes tanto
que te sientes abrumado y no disfrutas de
casi nada. Deberías ser muy feliz y, sin
embargo, te pasas el día refunfuñando y
comportándote de manera inapropiada.

Por alguna razón, el niño tuvo ganas de


desahogarse con ese extraño compañero
de conversación.

– Sí, últimamente todo me aburre y no me


apetece hacer nada.

– ¡Bravo, reconocerlo ya es un paso!  ¿Por


qué crees que te sucede algo así?

– No lo sé, de verdad que no lo sé.

– Estás afligido, desganado, y  estar mal


contigo mismo también te aleja de la
gente. Sé que ya no te queda más que un
buen amigo.
Saúl estaba a punto de echarse a llorar.

– Sí, se llama Jorge, pero no le veo mucho


últimamente. No me extraña, a veces
resulto insoportable.

– ¿Ves cómo van saliendo las cosas? Tú


lo que necesitas es recobrar la ilusión.
Cierra los ojos y, durante unos segundos,
piensa en algo que te haría feliz.

El niño obedeció y se puso a reflexionar.

– Pues me conformaría con menos cosas


materiales a cambio de estar más con
Jorge, como en los viejos tiempos.

La estatua verificó  todos los datos


recibidos, activó su chip solucionador de
problemas y, automáticamente, obtuvo una
receta personalizada para Saúl:
– Mi propuesta es la siguiente: ¿Por qué
no sugieres a tu amigo que te ayude a
seleccionar todos esos juguetes que ya no
usas? Seguro que la mayoría están casi
nuevos y otros niños los podrán
aprovechar.  Cuando hayáis llenado unas
cuantas bolsas, tus padres te
recomendarán a dónde llevarlos. ¡Esa
experiencia  hará que te sientas
muchísimo mejor contigo mismo y te
enseñará a valorar lo que tienes!

– No es mala idea…

– ¡Misión cumplida! Hasta siempre, mi


querido doble humano.

Y, de repente, sucedió algo asombroso: la


estatua, que hasta ese momento no se
había movido porque lógicamente las
estatuas nunca se mueven, le guiñó un ojo
y se esfumó.  Despareció de su vista
como si jamás hubiera existido.

A Saúl casi se le corta la respiración. Allí


estaba él, parado en medio del parque,
preguntándose  si todo había sido un
sueño, una alucinación, o simplemente se
estaba volviendo majareta. En cualquier
caso, tuvo la sensación de que en su
interior algo había cambiado, como si se
hubiera encendido una lucecita al final de
un oscuro túnel.

Se fue corriendo a casa, llamó por teléfono


a su amigo Jorge y le contó lo que tenía
pensado hacer.

– ¿Te apetece ayudarme, amigo?

– ¡Cuenta conmigo, voy para allá!


Media hora después, los dos niños se
pusieron a abrir armarios y a seleccionar
muñecos,  juegos, puzles… Un montón de
cosas más que llevaban años olvidadas en
los cajones. Lo metieron todo en bolsas y
después fueron al porche de la entrada.
Saúl quería pedir consejo a su padre.

– Papá, quiero donar muchos de mis


juguetes. ¿Podrías acercarnos a algún
lugar donde los necesiten de verdad?

El hombre, que estaba tumbado en una


hamaca leyendo una novela, respondió
entusiasmado:

– ¡Claro que sí! Conozco el sitio perfecto.

Echó un vistazo a su reloj de muñeca.


– Si mis cálculos no fallan, ahora mismo
está abierto. Creo que nos dará tiempo.
¡Vamos!

Se dieron prisa en cargar el maletero del


coche y acudieron a la sede de una ONG
que se dedicaba a recoger juguetes de
segunda mano.  Germán, el director, les
recibió con los brazos abiertos.

– ¡Gracias por vuestra visita!  Es fantástico


que vengáis a conocer nuestras
instalaciones y que tengáis tantas ganas
de aportar vuestro granito de arena.

Saúl estaba contentísimo.

– Mi amigo Jorge y yo hemos juntado más


de treinta juguetes y mogollón de libros,
pero me gustaría saber cuál será su
destino.
Germán, encantado, se lo aclaró:

– Una parte se repartirá por diferentes


hospitales para que los niños enfermos
puedan entretenerse durante el tiempo que
estén ingresados.  ¡No os imagináis cuánto
les beneficia y ayuda a superar los malos
momentos!

Saúl y Jorge aplaudieron entusiasmados.

– Y la otra se regalará a familias


desfavorecidas que no tienen suficiente
dinero para comprar a sus hijos ni un
simple muñeco de trapo. Para muchos
pequeños recibir uno de estos juguetes
será uno de los días más emocionantes de
su vida, os lo aseguro.

Saúl tuvo que hacer un gran esfuerzo para


no ponerse a llorar, desbordado por la
emoción.
– ¡Por favor, por favor, llévaselos cuanto
antes!

Germán se rio.

– ¡No te preocupes! Mañana mismo una


furgoneta  de la organización se encargará
de que todos lleguen a su destino en
perfectas condiciones.

Saúl y Jorge se abrazaron. Acababan de


hacer algo realmente bonito por los demás
y los dos sintieron que ese acto reforzaba
su amistad.

– Gracias por tu ayuda, Jorge. Ha sido


genial pasar el día contigo organizando
todo esto.

– ¡De nada, amigo! Si te parece, la


semana que viene podrías venir tú a mi
casa y ayudarme a revisar mis cosas.
¡Seguro que conseguiremos llenar algunas
cajas más para traerle a Germán!

– ¡Por supuesto!

Completamente eufóricos se despidieron


del director de la ONG, salieron a la calle y
subieron al automóvil aparcado en la
puerta.  ¡El tiempo había pasado volando y
ya casi era la hora de cenar! Padre e hijo
llevaron a Jorge a casa, y después
reanudaron la marcha por las carreteras
medio vacías del centro. El niño, sentado
en el asiento de atrás, estaba radiante de
felicidad.

– ¿Sabes una cosa, papá?

– Dime, hijo.
– Hoy me he dado cuenta de lo afortunado
que soy. No tengo derecho a estar todo el
día quejándome por tonterías.

– Me alegra que digas eso, Saúl. Nunca es


tarde para pararse a valorar las cosas que
de verdad merecen la pena, y lo bonito que
es ser solidario con los que menos tienen.

– Creo que de mayor quiero ser como


Germán. ¡A partir de mañana estudiaré
mucho y algún día haré algo grande por
los demás!

– Eso es fantástico, cariño. Aún eres


pequeño, pero a lo largo de los años irás
descubriendo tu vocación; si al final te
decides por una profesión que sirva para
mejorar el mundo, tu madre y yo nos
sentiremos muy orgullosos.
De camino al hogar pasaron por delante
del Parque de los Almendros. Saúl acercó
su carita al cristal de la ventanilla y, a
pesar de que estaba anocheciendo,
distinguió su banco favorito, la gran
arboleda y el brillo del lago al fondo. Sin
retirar la mirada, preguntó a su padre:

– Papá, ¿piensas que hoy en día existen


radares potentes que controlan las mentes
de los humanos?

– ¡¿Pero qué dices?! ¿Te encuentras


bien?

– ¡Lo digo en serio! ¿Crees  posible que


los habitantes de esta ciudad seamos
parte de un gigantesco experimento
científico?

El hombre se partió de risa.


– ¡Ja, ja, ja! ¡Ay, hijo, qué cosas tan raras
se te pasan por la cabeza! ¡Creo que
deberías ver más documentales de historia
y menos cine fantástico!

A Saúl se le escapó una sonrisilla y, en


ese mismo instante, decidió que guardaría
su pequeño gran secreto el resto de su
vida.

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