Barbusse Henry - El Infierno
Barbusse Henry - El Infierno
Barbusse Henry - El Infierno
HENRY BARBUSSE
CIRCULO DE LECTORES
EL INFIERNO
Encerrado en la habitación de un hotel, un hombre observa por una rendija
abierta en la pared a los huespedes que, sucesivamente, ocupan el cuarto de al
lado. El mirón contempla sin ser visto a clientes solitarios, amantes adolescentes,
parejas. Con un lenguaje directo y preciso, que encierra un hondo aliento político,
Henri Barbusse construye una novela inimitable, en la que se dan cita todas las
obsesiones del hombre: el amor, el engaño, la sexualidad, la religión, la muerte.
Publicada por primera vez en 1908, El Infierno conserva la frescura y fuerza
imperecederas de los grandes relatos y convierte al lector en un espectador
privilegiado de los sentimientos humanos más profundos. Aplaudida
internacionalmente por la crítica y el público, su primera edición vendió en Francia
más de 200.000 ejemplares, lo que convirtió a El Infierno en un fenónemo social
que hizo temblar los planteamientos más conservadores de la Europa de la época.
Título del original francés: L´enfer
Traducción: Juana Bignozzi
Cubierta: Marigot
Ediciones Nacionales
Círculo de Lectores
Edinal Ltda.
Calle 57, 6—35, Bogotá
©Editions Albin Michel. París
Impreso y encuadernado por
Printer Colombiana
Calle 64, 88A—30
Bogotá, 1982
Printer in Colombia
Edición no abreviada Licencia editorial para Círculo de Lectores por
cortesía de A.C.E.R., Agencia Literaria
I
La señora Lemercier la patrona, me dejó solo, en mi cuarto, después de
señalarme todas las ventajas materiales y morales de la pensión familiar Lemercier.
Permanecí de pie, inmóvil, frente al espejo, en el medio de esa habitación en la que
iba a vivir durante algún tiempo. Miraba el cuarto y me miraba a mí mismo. La
habitación era gris y conservaba olor a polvo. Vi dos sillas; encima de una estaba
mi maleta; dos sillones de delgado respaldo y tela grasienta, una mesa con un
tapete verde y una alfombra oriental que con su arabesco repetido sin cesar trataba
de atraer las miradas. Pero en ese momento de la tarde, la alfombra era de color
tierra. Todo me era desconocido; y sin embargo, cómo lo conocía: la cama de caoba
falsa, el tocador, frío, esa inevitable disposición de los muebles y el vacío entre esas
cuatro paredes.
Es un cuarto usado, pareciera que por él han desfilado infinitas personas.
Desde la puerta hasta la ventana la alfombra muestra su trama; de día en día, sobre
ella ha caminado una multitud. A la altura de las manos, las molduras están
deformadas, ahuecadas, flojas, y el mármol de la chimenea, tiene los bordes
redondeados. En contacto con los hombres, las cosas se borran con una lentitud
desesperante. Y también se oscurecen. Poco a poco el cielo raso se ha cubierto de
sombra como un cielo de tormenta. En los paneles blancos y en el papel rosa los
lugares más tocados se han ennegrecido; el batiente de la puerta, el agujero de la
cerradura pintada del armario, y a la derecha de la ventana, en la pared, el lugar
desde donde se tiran los cordones de las cortinas. Todo un mundo ha pasado por
aquí como si fuera humo. Sólo la ventana sigue siendo blanca. ...¿Y yo? Yo, soy un
hombre como los otros, al igual que este crepúsculo es un crepúsculo como los
otros.
Desde esta mañana viajo; la prisa, las formalidades, los equipajes, el tren, el
aliento de los distintos pueblos. Ahí hay un asiento; me derrumbo en él. Todo se
vuelve más tranquilo y suave. Mi traslado definitivo de la provincia a París marca
una gran etapa en mi vida. He logrado un empleo en la banca. Mi vida va a
cambiar. Y por causa de ese cambio esta noche me alejo de mis pensamientos
habituales y pienso en mí. Tengo treinta años; los cumpliré el primer día del mes
próximo. Perdí a mi padre y a mi madre hace dieciocho o veinte años. Ese
acontecimiento es ya tan lejano que resulta insignificante, no tengo hijos y no los
tendré. Hay momentos en que esto me perturba: cuando pienso que conmigo
terminará un linaje tan antiguo como la humanidad. ¿Soy feliz? Sí; no tengo
aflicciones, ni nostalgias, ni deseos complicados; por lo tanto, soy feliz. Recuerdo
que cuando era niño tenía esas revelaciones de sentimientos, enternecimientos
místicos, un gusto enfermizo por encerrarme a solas con mi pasado. Me otorgaba a
mí mismo una importancia excepcional; ¡llegaba a pensar que era más que los
otros! Pero esto se ha ido ahogando poco a poco en la nada positiva de los días.
Y ahora estoy aquí. Me inclino en mi asiento para estar más cerca del espejo
y me miro con atención. Más bien pequeño, de aspecto reservado (aunque tenga
mis momentos de exhuberancia); correcto en el vestir; en mi personaje exterior no
hay nada reprochable ni llamativo. Miro de cerca mis ojos que son verdes aunque
por una aberración inexplicable generalmente se los considere negros. Creo
confusamente en muchas cosas; antes que nada, en la existencia de Dios aunque no
en los dogmas de la religión; aunque tengan sus ventajas para los humildes y para
las mujeres, que tienen un cerebro más pequeño que el de los hombres. En cuanto a
las discusiones filosóficas las considero absolutamente vanas. Nada podemos
controlar o verificar. La verdad, ¿qué quiere decir eso? Tengo el sentido del bien y
del mal; aunque estuviera seguro de la impunidad no cometería una falta de
delicadeza. Tampoco podría admitir la menor exageración en lo que fuese. Si todos
fueran como yo, todo andaría bien.
Ya es tarde. Hoy no haré nada más. Me quedo sentado mientras se pierde el
día, frente a un ángulo del espejo. Distingo en la decoración que empieza a invadir
la penumbra, el modelado de mi frente, el óvalo de mi cara y bajo mis párpados
que pestañean, mi mirada, por la cual entro en mí como en una tumba. La fatiga, el
tiempo desapacible (oigo la lluvia en la noche), la oscuridad que aumenta mi
soledad me agiganta a pesar de todos mis esfuerzos y algo más, no sé qué, me
entristecen. Y me molesta estar triste. Reacciono. ¿Qué pasa? Nada. Sólo estoy yo.
No estoy solo en la vida como lo estoy esta noche. El amor toma para mí el rostro y
los gestos de Josette. Hace mucho que estamos juntos; hace mucho tiempo que en
la trastienda de la casa de modas en la que trabaja en Tours, al ver que me sonreía
con singular persistencia, le tomé la cabeza, la besé en la boca y bruscamente me di
cuenta que la amaba. Ya no recuerdo demasiado bien la extraña felicidad que
sentíamos en desnudarnos. Es verdad que aún hay momentos en que la deseo con
tanto enloquecimiento como la primera vez; sobre todo cuando no está. Cuando
está a mi lado hay momentos que siento rechazo. Volveremos a vernos allá, en las
vacaciones. Si nos atreviéramos... podríamos contar los días que nos veremos antes
de morir. ¡Morir! Decididamente, la idea de la muerte es la más importante de
todas las ideas. Un día me moriré. ¿Lo he pensado alguna vez? Recuerdo. No,
nunca lo pensé. No puedo. Al igual que no puede mirarse el sol fijamente no se
puede mirar cara a cara el destino aunque sea gris. Y la noche llega como llegarán
todas las noches hasta aquella que será inmensa.
Pero de pronto me levanto, tambaleando, con el corazón que me palpita
como un batir de alas... ¿Qué pasa? En la calle ha sonado un cuerno, toca un aire de
caza... Al parecer, algún montero de una casa importante, de pie junto al mostrador
de una taberna, los carrillos inflados, la boca impetuosamente apretada, con
aspecto fiero, maravilla y silencia a la gente. Pero no es sólo una fanfarria que
retumba en las piedras de la ciudad... Cuando era pequeño, en el campo donde me
crié, oía estos sonidos a lo lejos por los senderos de los bosques y del castillo. El
mismo aire, todo igual; ¿cómo puede parecerse tan inmensamente? Y a pesar de
mí, mi mano se ha apoyado sobre mi corazón con un gesto lento y tembloroso.
¡Antes... hoy... mi vida... mi corazón... yo! De pronto pienso en todo esto, sin
motivo, como si me hubiera vuelto loco.
...Desde entonces, desde siempre, ¿qué he hecho de mí mismo? Nada y ya
he iniciado el descenso. ¡Ah! Porque ese aire me recordó el tiempo pasado, me
parece que he terminado, que no he vivido, y siento deseos de una suerte de
paraíso perdido. Pero es en vano que suplique, y me rebele, ya no queda nada para
mí: de ahora en adelante no seré ni feliz ni desdichado. No puedo resucitar.
Envejeceré tan serenamente como lo estoy hoy en este cuarto en el que tantos seres
dejaron su marca, y en el que ninguno dejó en verdad la suya. Un cuarto como éste
se encuentra a cada instante. Es el cuarto de todo el mundo. Se lo cree cerrado y no
lo está: se abre a los cuatro vientos del espacio. Está perdido en medio de cuartos
parecidos, como la luz en el cielo, como un día entre los días, como yo en todas
partes. ¡Yo, yo! Ahora no veo sino la palidez de mi rostro, con órbitas profundas,
hundido en la oscuridad, y mi boca invadida por un silencio, que suave pero
seguramente, me ahoga y me aniquila. Me yergo sobre el codo como si fuera un
muñón de ala. ¡Quisiera que algo del infinito me alcanzara! No tengo talento ni me
espera una misión por cumplir, ni puedo ofrecer un gran corazón. Nada tengo y
nada merezco. Pero a pesar de todo quisiera alguna recompensa... El amor; sueño
con un idilio increíble, único, con una mujer lejos de la cual hasta este momento
hubiera perdido todo mi tiempo; cuyos rasgos no vislumbro pero cuya sombra
imagino por el camino al lado de la mía. ¡Lo infinito, lo nuevo! Un viaje
extraordinario al que arrojarme, en el cual multiplicarme. Partidas lujosas y
ajetreadas entre el apresuramiento de la gente humilde, lenta acomodación en
vagones que ruedan con toda su fuerza como truenos, entre los paisajes
desperdigados y ciudades que de pronto crecen como el viento. Barcos, mástiles,
maniobras dirigidas en lenguas bárbaras, desembarcos en muelles de oro, rostros
exóticos y curiosos al sol, vertiginosamente semejantes, monumentos cuyos perfiles
conocíamos y que por algo que pareciera el orgullo del viaje se han acercado a
nosotros. Mi cerebro está vacío; mi corazón agotado; nadie me rodea y nunca
encontré nada, ni un amigo. Soy un pobre hombre desbarrancado durante un día
en el suelo de un cuarto de hotel al que llega todo el mundo, del que todo el
mundo se va, y sin embargo, quisiera la gloria. Gloria unida a mí mismo como una
asombrosa y magnífica herida que sentiría y de la que todo el mundo hablaría;
aspiro a una multitud en la que sería el primero y mi nombre se aclamaría con un
grito desconocido bajo la faz del cielo. Pero siento que mi grandeza se derrumba.
Mi imaginación pueril juega en vano con esas imágenes desmesuradas. Nada hay
para mí: sólo yo que despojado por la noche, asciendo como un grito. La hora casi
me ha enceguecido. Me adivino en el espejo más de lo que me veo. Veo mi
debilidad y mi cautiverio. Adelanto, hacia la ventana, mis manos de dedos tensos,
con su aspecto de cosas desgarradas. Desde mi rincón de sombra alzo mi rostro
hasta el cielo. Me echo hacia atrás y me apoyo en la cama, ese gran objeto que tiene
una imprecisa forma viviente, como un muerto. ¡Dios mío, estoy perdido! ¡Tened
piedad de mí! Me creía sensato y satisfecho con mi suerte: decía estar exento del
instinto de robo. ¡Ay, ay, no es verdad, ya que quisiera apoderarme de todo lo que
no es mío!
II
Hace mucho que ha cesado el sonido del cuerno. Las calles y las casas están
en calma. Silencio. Me paso la mano por la frente. Este ataque de enternecimiento
ha terminado. Tanto mejor. Con esfuerzo de voluntad recobro mi equilibrio. Me
siento a la mesa, y del portafolios que hay sobre ella saco unos papeles. Tendré que
leerlos y luego acomodarlos. Algo me aguijonea; voy a ganar un poco de dinero.
Podría enviarle algo a mi tía que me educó y siempre me espera en la sala de abajo
donde por las tardes el ruido de su máquina de coser es monótono y matador
como el de un reloj, y donde por la noche, a su lado, hay una lámpara que no sé
por qué se le parece. Los papeles... Los elementos del informe que servirá para
juzgar mis aptitudes y hará definitiva mi admisión en la banca Berton... El señor
Berton, que puede hacer todo por mí, que sólo tiene que decir una palabra, el señor
Berton, el dios de mi vida actual... Me apresto a encender la lámpara. Froto una
cerilla. No se enciende. El fósforo se descascarilla, se rompe. Lo arrojo, y un poco
cansado, espero... Entonces oigo un canto murmurado muy cerca de mi oído.
Pareciera que alguien, inclinado sobre mi hombro, cantara para mí, sólo para mí,
confidencialmente. ¡Ah! Una alucinación... Tengo enfermo mi cerebro... Es el
castigo porque hace un momento pensé demasiado. Estoy de pie, la mano crispada
en el borde de la mesa, ahogado por la impresión de lo sobrenatural; husmeo al
azar, parpadeante, atento y desconfiado. El canturreo continúa; no me libero. Doy
vuelta la cabeza... Viene del cuarto de al lado... ¿Por qué es tan puro y tan
extrañamente cercano? ¿Por qué me conmueve de esta manera? Miro la pared que
me separa del cuarto vecino y ahogo un grito de sorpresa. Arriba, cerca del cielo
raso, por encima de una puerta clausurada, hay una luz centelleante. El canto cae
desde esa estrella. En ese lugar el tabique está agujereado y por allí la luz del
cuarto vecino entra en la oscuridad del mío. Me subo a la cama. Me estiro con las
manos en la pared y alcanzo el agujero con mi cara. Un maderamen carcomido,
dos ladrillos separados; se ha desprendido un poco de yeso. Tengo ante mis ojos
una abertura del ancho de la mano, pero que las molduras hacen invisible desde
abajo. Miro... veo... El cuarto de al lado se me ofrece totalmente despojado. Ante mí
se extiende esa habitación que no es mía... La voz que cantaba se ha ido; esa
partida dejó la puerta abierta, y aún casi se mueve. No hay más que una vela
encendida que tiembla sobre la chimenea. Allá lejos, la mesa parece una isla. Los
muebles azulados, rojizos, semejan órganos dispuestos allí, imprecisos y
oscuramente vivos. Contemplo el armario, que se yergue en confusas líneas
brillantes con los pies en la sombra; el techo, el reflejo del techo en el espejo, y la
ventana pálida como un rostro contra el cielo. Vuelvo a mi cuarto —como si de
verdad hubiera salido de él— asombrado, con las ideas embarulladas, hasta
olvidarme de quién soy. Me siento en la cama, reflexiono rápidamente, un poco
tembloroso, sofocado por el futuro... Domino y poseo ese cuarto... Mi mirada
penetra en él. Estoy presente en él. Todos los que allí entren, allí estarán sin
saberlo, conmigo. ¡Los veré, los oiré y presenciaré plenamente todo lo de ellos
como si la puerta estuviera abierta!
Después de un instante, con un largo estremecimiento alzo la cara hasta el
agujero y miro otra vez. La vela se apagó pero allí hay alguien. Es la criada. Sin
duda, entró para arreglar el cuarto pero se detuvo. Está sola. Muy cerca de mí. No
veo muy bien al ser vivo que se mueve, tal vez porque estoy deslumbrado al verlo
de manera tan real: lleva un delantal azulado, de color casi nocturno que cae por
delante de ella como también los rayos de la noche; puños blancos, manos más
oscuras a causa del trabajo. La cara es imprecisa, borrosa y sin embargo
conmovedora. Los ojos están ocultos, pero brillan; los pómulos resaltan y relucen;
la curva del moño refulge por encima de la cabeza como una corona. Hace un
momento, en el rellano, vi a esa muchacha doblada, frotando el pasamanos, con la
cara encendida y muy cerca de sus toscas manos. La encontré rechazante con sus
manos negras y los trabajos sucios en los que se encorva y se arrodilla... También la
vi en el pasillo. Caminaba delante de mí, con aire palurdo, el pelo colgando,
emanaba un olor soso de toda su persona que se presentía gris y envuelta en ropa
sucia.
Y ahora la miro. La noche aleja suavemente la fealdad, borra la miseria, el
horror; cambia, a pesar de mí, el polvo en sombra, como una maldición en una
bendición. De ella sólo queda un color, una bruma, una forma; ni siquiera eso: un
estremecimiento y el latido de su corazón. No queda de ella más que ella misma.
Porque está sola. Cosa inaudita, un poco divina, está verdaderamente sola. Está en
esa inocencia, en esa pureza perfecta: la soledad. Violo su soledad con mis ojos,
pero ella no lo sabe, y no es violada. Va hacia la ventana con los ojos iluminados,
las manos colgantes y el delantal celeste. Su rostro y la parte alta de su cuerpo
están iluminados: parece estar en el cielo. Se sienta en el canapé, grande, bajo, rojo
oscuro, que ocupa el fondo del cuarto al lado de la ventana. La escoba está
apoyada al lado de ella. Saca una carta del bolsillo y la lee. En el crepúsculo, esa
carta es la más blanca de todas las cosas existentes. La doble hoja se mueve entre
sus dedos que la sostienen con mucha precaución, como una paloma en el espacio.
Se lleva a la boca la carta palpitante y la besa. ¿De quién será esa carta? No de la
familia; una joven cuando ya es mujer, no conserva una piedad familiar tan fuerte
como para besar una carta de sus padres. De un amante, sí de un novio...
Desconozco el nombre de ese amado que tal vez muchos saben; pero veo su amor
como ninguna persona lo ha hecho. Y ese simple gesto de besar el papel, ese gesto
amortajado en un cuarto, ese gesto que la sombra descarna, tiene algo de augusto y
aterrador. Se levanta y se acerca a la ventana con la carta blanca doblada en su
mano gris. La noche se adensa por todas partes y me parece no saber ya su edad, ni
su nombre, ni el oficio que por azar cumple, ni nada de ella, nada... Mira la
inmensidad pálida que la alcanza. Sus ojos brillan; se diría que lloran, pero no, sólo
rezuman claridad. Los ojos no son la luz por ellos mismos; no son nada más que
toda la luz. ¿Qué sería esta mujer si la realidad floreciera sobre la tierra? Suspira y
llega hasta la puerta con pasos lentos. La puerta se cierra como algo que cae. Se ha
ido sin hacer otra cosa que leer su carta y besarla.
Vuelvo a mi rincón, solo, más inmensamente solo que antes. La simplicidad
de este hallazgo me ha turbado divinamente. Y sin embargo, allí no había otra cosa
que una criatura como yo. Entonces, ¿nada es más suave y más fuerte que
acercarse a un ser, cualquiera que sea? Esta mujer afecta mi vida íntima, participa
en mi corazón, ¿Cómo, por qué? No lo sé... Pero, ¡qué importancia ha adquirido!...
No por ella misma: no la conozco ni me preocupa conocerla; sino por el único valor
de su existencia que se me reveló durante un instante, por su ejemplaridad, por la
huella de su presencia real, por el verdadero ruido de sus pasos. Me parece que el
sueño sobrenatural que tuve hace un momento ha sido atendido y que la parte de
infinito que reclamaba ha llegado. Sin saberlo, me lo ha ofrecido esta mujer que
acaba de pasar profundamente ante mis ojos, al mostrarme su beso despojado, ¿no
es la especie de la belleza reinante y cuyo reflejo cubre de gloria?
En el hotel suena el timbre para la cena. Este llamado a la realidad cotidiana
y a las ocupaciones usuales cambia por un momento el curso de mis pensamientos.
Me preparo para ir a la mesa. Me pongo un chaleco de fantasía y un traje oscuro.
Pincho una perla en mi corbata. Pero enseguida me detengo y presto atención, al
lado —a lo lejos— esperando volver a oír un ruido de pasos o una voz humana.
Mientras realizo los gestos necesarios, sigo sufriendo la obsesión del gran
acontecimiento que se ha producido: esa aparición. Bajo entre los que viven
conmigo en la casa. En el comedor, marrón y oro, colmado de luces, me siento a la
mesa grande. Es un centelleo, general, una algazara, el gran apresuramiento vacío
del comienzo de las comidas. Hay muchas personas allí, y van ocupando su lugar,
con la discreción de la gente bien educada. Por todas partes hay sonrisas, ruidos de
sillas llevadas a su lugar, palabras lanzadas al azar, voces que se buscan y retoman
el contacto, diálogos que se esbozan... Luego el concierto de los cubiertos se
concreta, ritmado y en aumento. Mis dos vecinos hablan cada uno por su lado.
Oigo su murmullo que me aisla. Levanto los ojos. Frente a mí se alinean frentes
brillosas, ojos brillantes, corbatas, camisas, manos ocupadas hacia adelante, sobre
la mesa enceguecedora de blancura. Todas estas cosas atraen mi atención y al
mismo tiempo la repelen. No sé qué piensa esa gente; no sé quiénes son; se
esconden los unos a los otros y se protegen. Choco contra su luz, contra frentes
como límites.
Pulseras, collares, anillos... Los gestos brillantes de las joyas me empujan
tan lejos como lo harían las estrellas. Una joven me mira con sus ojos azules y
vagos. ¿Qué puedo hacer contra esa especie de zafiro? Hablan, pero ese ruido deja
a cada uno consigo mismo y me ensordece como antes me encegueció la luz. Sin
embargo, esa gente, como al azar de la conversación pensaron en cosas que les
pesaban en el corazón, por un momento se han mostrado como si estuvieran solos.
Reconocí esa verdad y palidecí por un recuerdo. Hablan de dinero; la conversación
sobre ese tema se generaliza y todos parecen sacudidos por una impresión del
ideal. Un deseo de aprehender y de tocar se ha trasparentado en los ojos, en la
superficie como un poco de adoración adorada afloró en los de la criada cuando se
sintió sola: infinitamente tranquila y liberada. Han evocado triunfalmente héroes
militares. Los hombres pensaron: "¡Y yo!" y se han enfebrecido mostrando lo que
pensaban, a pesar de la desproporción ridícula y la servidumbre de su posición
social. El rostro de una joven mostró deslumbramiento. No contuvo un suspiro de
éxtasis. Por la acción de un pensamiento inadivinable, enrojeció. Vi la onda
sanguínea que se expandía por su rostro; vi irradiar su corazón. Se discutió sobre
fenómenos de ocultismo, sobre el más allá: "¡Quién puede saber!" dijeron; luego
hablaron de la muerte. Mientras se hablaba, dos comensales, de una punta a la otra
de la mesa, un hombre y una mujer —que no se dirigían la palabra y parecían
ignorarse— cambiaron una mirada que sorprendí. Y comprendí, al ver surgir esa
mirada de los dos al mismo tiempo ante el impacto de la idea de la muerte, que
esos seres se amaban y se pertenecían en el fondo de las noches de la vida.
...Terminó la comida. Los jóvenes pasaron al salón. Un abogado contó a sus
vecinos un caso juzgado ese día. A causa del tema se expresaba con contención,
casi confidencialmente. Se trataba de un hombre que había degollado a una
jovencita al mismo tiempo que la violaba, y que para que no se escucharan los
gritos de la pequeña víctima cantaba a toda voz. En la Audiencia ese bruto declaró:
"Lo mismo la hubieran oído, de tanto que gritaba, si por suerte no hubiera sido tan
jovencita". Una a una callaron todas las bocas, y todos aunque no lo demuestran,
escuchan y los que están lejos quisieran acercarse y llegar hasta el narrador. En
torno a esa imagen evocada, alrededor de ese paroxismo aterrador de nuestros
tímidos instintos, el silencio se propagó circularmente, como un fragor formidable
en las almas. Luego oigo la risa de una mujer, de una mujer honrada: una risa seca,
cascada, que ella tal vez considera inocente pero que al surgir la acaricia toda: un
estallido de risa que, hecha de gritos informes e instintivos, es casi una obra de
carne... Se calla y se cierra. Y el narrador continúa con voz calma, seguro de su
efecto, arrojando sobre esa gente la confesión del monstruo: "¡Tenía vida resistente,
y gritaba! Me vi obligado a partirla con un cuchillo de cocina". Una madre joven
que tiene a su lado a su hijita, se levanta a medias, pero no puede irse. Vuelve a
sentarse y se inclina hacia adelante para disimular a la niña; tiene deseos y
vergüenza de escuchar. Otra mujer permanece inmóvil con el rostro inclinado;
pero tiene la boca apretada como si se defendiera trágicamente y casi veo dibujarse
bajo la compostura mundana de su rostro, cual escritura, la sonrisa loca de la
mártir. ¡Y los hombres!... A éste que es plácido y simple claramente lo he oído
jadear. Aquél otro, fisonomía neutra de burgués, habla con gran esfuerzo de
diferentes cosas con su joven vecina. Pero la mira con ojos que quisieran llegar
hasta su carne, y aun más lejos, una mirada más fuerte que él, de la que él mismo
siente vergüenza, cuyo resplandor lo hace parpadear y cuyo peso lo aplasta. Y
también otro del que he visto su mirada cruda y su boca estremecerse y tratar de
entreabrirse; sorprendí la puesta en marcha de ese engranaje de la máquina
humana, la dentellada convulsa hacia la carne fresca y la sangre del otro sexo. Y
todos se han explayado, contra el sátiro, en un concierto de injurias demasiado
grandes. ...Y es así que durante un momento no mintieron. Casi se han confesado,
tal vez sin saberlo y aun sin saber qué confesaban. Casi fueron ellos mismos.
Surgieron la envidia y el deseo. Pasó su resplandor y se vio qué había en el
silencio, sellado por los labios. Esa especie de pensamiento, ese espectro vivo, eso
es lo que quiero contemplar. Me levanto, presionado, empujado por la premura de
ver desplegarse ante mis ojos, a pesar de su fealdad, la sinceridad de hombres y
mujeres, como una obra maestra y ya otra vez en mi cuarto, con los brazos abiertos,
con ademán de abrazarla, miro el cuarto. Está allí extendido ante mis pies. Aun
vacío está más vivo que la gente con la que nos cruzamos y con la que vivimos, esa
gente que tiene la inmensidad de su número para borrarse, para hacerse olvidar,
que tiene una voz para mentir y un rostro para ocultarse.
III
La noche, noche total. La sombra compacta como terciopelo se inclina sobre
mí por todos lados. Todo, alrededor de mí, ha caído en las tinieblas. En medio de
esa negrura, estoy acodado a la mesa redonda que ilumina la lámpara. Me he
instalado allí para trabajar pero en verdad no tengo nada que hacer más que
escuchar. Hace un momento miré el cuarto. No hay nadie, pero sin duda alguien
llegará. Alguien llegará, tal vez esta misma noche, mañana u otro día; alguien
vendrá fatalmente y luego se sucederán unos a otros. Espero, y me parece que he
nacido sólo para esto. Esperé durante mucho tiempo sin animarme a descansar.
Luego, muy tarde, cuando hacía tanto que reinaba el silencio que me paralizaba,
hice un esfuerzo. De nuevo me aferré a la pared y ofrecí mis ojos suplicantes. La
habitación estaba a oscuras, colmada por lo desconocido, por todas las cosas
posibles. Me dejé caer de nuevo en mi cuarto. Al día siguiente vi el cuarto a la
simplicidad de la luz del día. Vi cómo el alba se extendía por él. Poco a poco
empezó a surgir de sus ruinas y a elevarse. Está amueblado y dispuesto según el
mismo modelo que el mío; en el fondo, frente a mí, la chimenea con un espejo
encima; a la derecha la cama; a la izquierda al lado de la ventana, un canapé... Los
cuartos son idénticos, pero el mío ha terminado y el otro aún está por empezar...
Después de un nebuloso almuerzo, vuelvo al punto preciso que me atrae, la fisura
en el tabique. Nada. Vuelvo a bajar. La atmósfera está pesada. Aun aquí persiste
algo del olor de la cocina. Me detengo en la grandeza sin límites de mi cuarto
vacío. Entreabro y abro mi puerta. En los pasillos, las puertas de los cuartos están
pintadas de marrón, con los números grabados en placas de cobre. Todo está
cerrado. Doy algunos pasos que sólo yo escucho, que oigo demasiado, en esta casa
grande como la inmovilidad. El rellano es largo y estrecho, la pared está cubierta
con una imitación de tapicería con follaje verde oscuro en la que brilla el cobre de
un aplique de gas. Me acodo en la baranda. Un criado —el que sirve la mesa y que
en este momento lleva un delantal azul y no se lo reconoce con el cabello
desordenado— baja a saltos del piso superior, con unos periódicos bajo el brazo.
La hija de la señora Lemercier sube apoyando la mano en la baranda, el cuello
estirado como el de un pájaro y comparo sus pequeños pasos con fragmentos de
segundos que pasan. Un señor y una señora pasan delante de mí e interrumpen su
conversación para que no los oiga, como si me negaran la limosna de sus
pensamientos. Estos leves acontecimientos se desvanecen cual escenas de comedias
sobre las que cae el telón. Camino a través de la tarde deslentadora. Tengo la
impresión de estar solo contra todos mientras vago por esta casa y sin embargo
fuera de ella. A mi paso, una puerta vuelve a cerrarse rápido en el corredor y
ahoga una risa de mujer sorprendida. La gente escapa, se defiende. Un ruido sin
sentido, se desprende de las paredes, confuso, pero es el silencio. Debajo de las
puertas repta, aplastada, muerta, una línea de luz, pero es la sombra. Bajo la
escalera. Entro en el salón desde donde me reclama el murmullo de las
conversaciones. En grupos, algunos hombres dicen frases que no recuerdo. Salen;
al quedarme solo los oigo discutir en el corredor hasta que finalmente sus voces se
ensordecen. Luego entra una dama elegante envuelta en un ruido de seda, en un
perfume de flores y de incienso. Ocupa mucho lugar a causa de su perfume y su
elegancia. Esta dama tiende ligeramente hacia adelante un hermoso rostro
alargado, adornado por una mirada de gran dulzura. Pero no puedo verla bien
porque no me mira. Se sienta, toma un libro, lo hojea y las páginas confieren a su
rostro un reflejo de blancura y de pensamiento. Examino con disimulo su pecho
que sube y baja y su rostro inmóvil y el libro vivido unido a ella. Su tez es tan
luminosa que la boca parece casi negra. Su belleza me entristece. Contemplo a esta
desconocida de pies a cabeza con una sublime nostalgia. Me acaricia con su
presencia. Una mujer siempre acaricia a un hombre cuando se le aproxima y está
sola; a pesar de tantas clases de separaciones, siempre hay entre ellos un espantoso
inicio de felicidad. Pero ella se va. Todo lo de ella ha terminado. Nada hubo y sin
embargo ha terminado. Todo esto es demasiado simple, demasiado fuerte,
demasiado verdadero. Esta tierna desesperación que antes no hubiera sentido me
inquieta. Desde ayer estoy cambiado: la vida humana, la verdad viviente, la
conocía como la conocemos todos y la practicaba desde mi nacimiento. Pero ahora
que se me ha aparecido de manera divina creo en ella con una especie de temor.
He vuelto a subir a mi cuarto, la tarde se eterniza pero la noche llega. Desde
mi ventana miro la noche que sube hacia el cielo, ascensión tan suave que se la ve y
no se la ve; y la multitud que se desperdiga por el pavimento de las ciudades. Los
transeúntes vuelven a las casas en las que van pensando. Oigo a lo lejos a través de
las paredes cómo va llenándose de huéspedes ligeros, la casa en la que estoy, de
débiles rumores. Del otro lado del tabique se deja oír un ruido... Me estiro contra la
pared y miro hacia el cuarto vecino que ya está gris. Oscuramente percibo a una
mujer.
Se ha acercado a la ventana como hace un momento me acerqué yo a la mía.
Sin duda, es el eterno gesto de los que están solos en un cuarto. A medida que mis
ojos se acostumbran se va precisando, la veo cada vez mejor; me parece que se
acerca caritativa. En este comienzo de otoño lleva uno de esos trajes claros con los
cuales las mujeres se iluminan mientras aún hay sol. Los rayos mortecinos de la
ventana la cubren en un reflejo casi apagado. Su vestido tiene el color del inmenso
crepúsculo, el color del tiempo como en los cuentos de hadas. Llega hasta mí un
hálito del perfume que lleva, un olor de incienso y de flores, y en ese perfume que
la nombra con su verdadero nombre la reconozco: es la joven que hace un
momento estuvo cerca de mí y que luego se evaporó. Ahora está allí detrás de la
puerta cerrada, a merced de mis miradas. Mueve los labios, no sé si habla muy bajo
o si canturrea... Está allí, cerca de la blancura triste de la ventana, al lado de la
imagen de la ventana en el espejo, en ese cuarto impreciso que va decolorándose;
está allí con sus ojos oscuros y su carne oscura, con la claridad en el rostro,
acariciado por tantas miradas desde que existe. El cuello blanco, aterradoramente
hermoso, se inclina hacia adelante, el perfil al lado de la ventana en la que apoya la
frente, se ahoga con la penumbra azulada como si el pensamiento fuera azul y
flotando sobre la masa tenebrosa de los cabellos, una débil aureola indica que son
rubios. Su boca es oscura como si la tuviera entreabierta. Tiene la mano apoyada en
el vidrio azul celeste de la ventana, como un pájaro. Su blusa es de tono pálido, y
sin embargo, intenso, verde o azul. Lo ignoro todo de ella y está tan lejos de mí
como si nos separasen mundos o siglos, como si estuviera muerta. Sin embargo,
nada hay entre nosotros. Estoy cerca de ella, estoy con ella, me extiendo sobre ella
temblando. ...Mis manos tienden a abrazarla. Soy un hombre como los demás,
siempre tristemente dispuesto a deslumbrarse por la primera mujer que aparezca.
Es la imagen más pura de la mujer amada: la que aún no conocemos totalmente, la
que se revelará, la que tiene en sí el único milagro viviente que existe en la tierra.
Se da vuelta y se desliza por la nocturna habitación, como una nube, con
sus formas redondeadas que se mecen. Oigo el susurro profundo de su vestido.
Busco su cara como una estrella. Pero su rostro se me oculta como su pensamiento.
Busco el sentido de sus gestos pero éste se me escapa. ¡Tan cerca que estoy de ella y
no sé qué hace! Los seres que vemos sin que ellos lo sospechen parecen no saber
qué hacen. Cierra la puerta con llave y esto la diviniza aún más. Quiere estar sola.
No hay duda de que entró en el cuarto para desvestirse. Al igual que no pienso
pedirme cuentas del crimen que cometo al poseer a esta mujer con los ojos, no
busco explicarme a qué circunstancias responde su presencia. Sé que nos hemos
encontrado y con todo mi corazón, toda mi alma, le suplico que se muestre a mí.
Parece recogerse, titubear. Me figuro no sé qué gracia cándida de su persona
entera, que espera estar sola hace mucho tiempo para mostrarse. Sí; se siente aún
azotada por el aire de fuera, rodeada por los transeúntes, tocada por los rostros
tensos de los hombres; y refugiada entre esas paredes, aguarda a que ese contacto
esté más alejado para quitarse la ropa. Me complazco en leer en ella el virginal y
carnal pensamiento; tengo la sensación de que, a pesar de la pared, mi cuerpo se
inclina hacia el suyo.
Va hacia la ventana, levanta los brazos, y luminosamente cierra las cortinas.
La oscuridad completa cae entre nosotros. ¡La perdía!... Sentí un dolor agudísimo
en mi ser, como si la luz me hubiera abandonado... Y permanecí allí, boquiabierto,
conteniendo un quejido, acechando la sombra que se confundía con su aliento... A
tientas tomó unos objetos. Adiviné, vislumbré una cerilla que se encendía en la
punta de sus dedos. Con lentitud surgió su imagen. Vi aparecer las débiles
blancuras de sus manos, su frente y su cuello. Su cara surgió ante mí como un
hada. Durante los breves segundos en que el mínimo resplandor me ofreció su
aparición, no distinguí los rasgos de ese rostro de mujer. Se arrodilló ante la
chimenea con la llama entre los dedos. Oí y vi un crepitar un claro de leña seca en
la humedad negra y fría. Tiró la cerilla sin encender la lámpara, y no hubo más luz
en el cuarto que ese resplandor que venía de abajo. Enrojecióse el hogar, mientras
ella pasaba y repasaba por delante de él, con un rumor de brisa, como por delante
de un sol poniente. Se veían moverse los contornos de su gran cuerpo esbelto, sus
brazos oscuros y sus manos de oro y rosa. Su sombra se arrastraba a sus pies,
trepaba por las paredes y volaba por encima de ella por el techo incendiado. La
asaltaba el brillo de la llama, que, como si fuese la llama misma, se lanzaba hacia
ella. Pero se protegía en su sombra; estaba oculta todavía, recubierta aún y gris; su
vestido caía tristemente alrededor de ella. Se sentó en el diván, de cara a mí. Su
mirada revoloteó dulcemente por todo el aposento. Por un instante, se posó en la
mía; sin saberlo, nos miramos. Después, como otra mirada más aguda, de ofrenda
más cálida, su boca, que pensaba en algo o en alguien, se entreabrió; sonreía. La
boca es sobre la cara desnuda algo desnudo. La boca, está roja de sangre, que
sangra eternamente, es comparable al corazón: es una herida, es casi una herida
ver la boca de una mujer. Y yo comenzaba a temblar ante esta mujer que se
entreabría y sangraba con una sonrisa. El diván se hundía tibiamente bajo el peso
de sus amplias caderas; sus finas rodillas se habían aproximado, y todo el centro de
su cuerpo tenía la forma de un corazón. ...Medio tendida sobre el diván, presentó
sus pies al fuego, levantando un poco su falda con las dos manos, y en ese
movimiento descubrió las piernas, que colmaban sus medias negras. Y mi carne
gritó, marcada como con un hierro candente por la línea voluptuosa que
desaparecía, ensanchándose, en la sombra, y se perdía en las profundidades
extraordinarias. Crispé los dedos, desgarrada la mirada, hasta tal punto estaba allí,
ofrecida, abierta, imprecisa, la frente hundida en la sombra, mientras el sangriento
fulgor que se arrastraba por tierra subía desesperadamente encima de ella, en ella,
como un esfuerzo humano. Volvió a estirarse la falda. La mujer tornó a ser lo que
era. No, es otra. Porque he vislumbrado un poco de su carne prohibida. Estoy al
acecho de esa carne, en las sombras confundidas de nuestras dos habitaciones. Se
levantó el vestido, realizó el gran gesto sencillo que los hombres adoran como una
religión, e imploran, aun contra toda esperanza, con toda razón, el gesto
deslumbrador y a veces deslumbrado. De nuevo anda por la habitación y ahora el
rumor de sus faldas es un aletazo en mis entrañas. Mi mirada, rechazando su
rostro pueril, en el que se demora, distraída, su sonrisa, rechazando y olvidando a
la fuerza su alma y su pensamiento, apresa su forma y quiere su sangre, como el
fuego que la asedia y no la abandona: pero mis miradas no pueden sino caer a sus
pies y rozar débilmente su falda, como las llamas del hogar, las llamas magníficas
y suplicantes, las llamas desolladas, las llamas en jirones que serpentean hacia el
cielo. Por fin se muestra profundamente. Para descalzarse, cruzó las piernas muy
arriba, tendiéndome el abismo de su cuerpo. Dejábame ver su pie delicado,
aprisionado por el zapato reluciente, y en la media de seda, de un negro más mate,
su menuda rodilla y la pantorrilla ampliamente ensanchada, como una fina ánfora,
sobre la gracilidad de los tobillos. Por encima de la corva, en el sitio en que
terminaba la media en un cáliz blanco y nebuloso, vi quizás un poco de carne pura.
No distinguía la ropa de la piel en aquellas alocadas tinieblas y el reflejo palpitante
de la hoguera que la asediaba. ¿Es el delicado tejido de la ropa interior o es la
carne? ¿Es nada o es todo? Mis miradas disputaban esa desnudez a la sombra y a la
llama. La frente y el pecho apoyados en la pared, las palmas apoyadas en la pared,
impetuosamente, como si quisiera derribarla y traspasarla, me torturaba los ojos
con esa incertidumbre, tratando por maña o por fuerza de ver mejor, de ver más. Y
me abismaba en la gran noche de su ser, bajo el ala dulce, caliente y terrible de su
ropa levantada. Los pantalones de broderie se entreabrían en una ancha hendidura
oscura, henchida de sombra, y mis ojos se lanzaban allí y se enloquecían. Y tenían
casi lo que querían en aquella sombra abierta, en aquella sombra desnuda, en el
centro de ella, en el centro del leve vestido que, vaporosamente ligero y oloroso de
ella, no es más que una nube de incienso alrededor de la mitad de su cuerpo, en
esa sombra que, en el fondo, es un fruto. Durante un instante, fue así. Yo estaba
pegado a la pared, frente a esa mujer que, hacía un momento —recordaba el gesto
—, tuvo miedo de su propio reflejo, y ahora había tomado, en la castidad perfecta
de su soledad, la actitud de la niñita que se restriega ante las miradas del hombre
atraído por ella... Pura, se ofrecía y se abría... La llama de la chimenea se apagaba y
casi no la veía ya, cuando comenzó a desnudarse: esta inmensa fiesta de ella y de
mí iba a celebrarse en la noche. Vi la forma alta, difusa, implacable, en su belleza
casi distinguida, agitarse con dulzura, envuelta en finos rumores, acariciantes y
tibios. Vislumbré sus brazos que se movían gravemente y por el resplandor
exquisito de un gesto que los redondeó, supe que estaban desnudos. Lo que
acababa de caer sobre el lecho, en un tenue jirón sedoso, leve y lento, era la blusa,
que le apretaba dulcemente el cuello y con fuerza la cintura... Entreabrióse la
nebulosa falda, y escurriéndose hasta sus pies, la iluminó por completo, muy
pálida, en medio de las profundidades. Me pareció verla desprenderse de esa falda
marchita, que sin ella no era nada, y distinguí la forma de sus dos piernas. Tal vez
sólo lo imaginé, porque los ojos ya casi no me servían, no sólo por la falta de luz,
sino también porque me cegaban el sombrío esfuerzo de mi corazón, los latidos de
mi vida y todas las tinieblas de mi sangre... No eran mis ojos los que perseguían la
forma sublime, era más bien mi sombra la que se acoplaba con la suya. Un grito me
colmaba por entero. ¡Su vientre! ¡Su vientre! ¿Qué me importaban sus senos, sus
piernas? Me preocupaba tan poco de ellos como de su pensamiento y de su rostro,
ya abandonados. Era su vientre lo que quería y trataba de alcanzar como mi
salvación. Mis miradas, a las que mis manos convulsas cargaban con toda su
fuerza, mis miradas pesadas como la carne, necesitaban su vientre. Siempre, a
despecho de leyes y de ropas, la mirada masculina se lanza y trepa hacia el sexo de
las mujeres como un reptil hacia su agujero. Ella ya no era para mí más que su
sexo. Ella no era más que la herida misteriosa que se abre como una boca, sangra
como un corazón y vibra como una lira. Y se exhalaba de ella un perfume que me
invadía, no ya el perfume artificial que impregnaba su ropa, el perfume con el que
ella se viste, sino el olor profundo de ella, salvaje, vasto, comparable al del mar; el
olor de su soledad, de su calor, de su amor, y el secreto de sus entrañas. Con los
ojos inyectados y rojos como dos bocas pálidas, me adhería yo a esta aparición de
terrible atractivo. Me volvía feroz en mi triunfo. Y su boca era un largo beso que
pasa, y yo crispaba mi boca en un largo beso estéril. Entonces ella se quedó
inmóvil, inexplicable, borrada... En un sobresalto violento, quise, en realidad,
tocarla... Derribar esa pared o salir de mi cuarto, destrozar la puerta, arrojarme
sobre ella... ¡No, no, no! Una intuición me devolvió clara y nítidamente a mi
juicio... Apenas tendría tiempo para rozarla. Me detendrían, mi reputación
mancillada, la cárcel, la infamia, la negra miseria, todo estaba cerca: un escalofrío
me dejó clavado en mi sitio. Pero enseguida me asaltó otra idea, un ensueño
penetró en mi cama. Pasado el primer espanto, ella tal vez no resistiría, se
contagiaría, se inflamaría como una cosa a mi contacto, en un extravío de
gratitud... ¡No, otra vez no! Porque entonces sería una prostituta, y de ésas se
encuentran las que se quiere. Es fácil tomar en nuestros brazos a una mujer y hacer
de ella lo que queramos: es un sacrilegio marcado por una tarifa. Hasta hay casas
donde pagando, se puede ver a través de las puertas cómo se hace el amor. Si era
una de ellas, no sería ya la que está angelicalmente sola. Debo meterme bien esto
en la cabeza y en el cuerpo: que si tan perfectamente la hago mía, es porque está
separada de mí y sólo hay entre nosotros un resquicio. La soledad la hace brillar,
pero la defiende triunfalmente. Su revelación se compone de su verdad virgen, del
universal aislamiento en que es reina y de la certidumbre con que vive de ese
aislamiento. Se muestra desde lejos, a través de su virtud, y nos entrega: se asemeja
a una obra maestra; permanece tan distante, tan inmutable, en la separación del
abismo y del silencio, como pueden estarlo la estatua y la música. Y todo lo que me
atrae me impide aproximarme. Es necesario que me sienta desgraciado, que sea a
la vez ladrón y víctima... No tengo otro remedio que desear, superarme a mí
mismo a fuerza de deseo, de ensueño y de esperanza, de desear y poseer mi deseo.
Durante un instante he tenido vuelta la cabeza, tan poderosa y cruel es la
alternativa en que me debato, y en el agujero que se abre sin límites bajo mis ojos
he dejado perder los dulces ruidos que ella hacía... ¿Me volveré loco? No, la verdad
es la que está loca. Con todo mi cuerpo, con todo mi pensamiento, domino mi
flaqueza carnal, se acalla mi carne y no sueña ya, y por encima de mis pesadas
ruinas, vuelvo a mirar. Como si tuviera piedad de mí, vuelve a vestirse, se cubre
toda. Ahora ha encendido la lámpara. Se ha puesto otro traje; me oculta todos los
bellos secretos que oculta a todos; a vuelto al luto de su pudor. Aún sorprendo
algunos gestos sueltos de ella. Ahora se está midiendo la cintura; ahora se pone un
poco de carmín en el borde de la oreja, después se lo quita; sonríe al espejo, de dos
maneras distintas, y hasta por un instante adopta una postura contrariada. Inventa
mil pequeños movimientos inútiles y útiles... Descubre gestos de coquetería que,
como los de pudor, revisten una especie de la austera belleza de haberse cumplido
en la soledad. ...Luego, en el instante en que lista y maravillosamente hermética en
sus atavíos, acaba de contemplarse con una sublime ojeada suprema, vuelven a
cruzarse nuestras miradas. Tiene apoyada una mano en la mesa, donde brilla una
luz sin pantalla... Cara y manos resplandecen y el libre resplandor de la lámpara
baña con fulgor más vivo su barbilla, el perfil de la cara y la parte inferior de sus
ojos. Ya no la reconozco al verla surgir de la sombra con esta máscara de sol; pero
nunca he visto un misterio desde tan cerca... Sigo allí, envuelto en su luz,
palpitando por ella, enteramente trastornado por su presencia desnuda, como si
hasta entonces hubiese ignorado qué es una mujer. Igual que hace un momento,
sonríe ahora antes de apartar sus ojos de mí, y siento el valor extraordinario de esa
sonrisa y la riqueza de esa cara... Se va... La admiro, la respeto, la adoro; siento por
ella una especie de amor que nada real destruirá y que ninguna razón tiene para
esperar ni para terminar. No; verdaderamente, no sabía qué es una mujer. No bajó
a comer. Se fue de la casa al día siguiente. Volví a verla en el momento de partir.
Me encontraba al pie de la escalera, en la penumbra del vestíbulo, mientras se
afanaban delante de ella. Bajaba; su mano tan fina, con guante blanco, revoloteaba
sobre la brillante baranda negra, corno una mariposa. Su pie apuntaba hacia
adelante, menudo y brillante. Me pareció no tan alta como la víspera, pero era
idéntica en todo a como la vi la primera vez. Tenía una boca tan pequeña, que
parecía que la empequeñecía. Estaba vestida de gris perla y el vestido parecía
gorjear... Pasaba, se iba, se evaporaba, perfumada... Me rozó. Hubiera podido
verme en aquel momento; pero, naturalmente, no me vio, ¡y sin embargo, en la
sombra de nuestras habitaciones, ambos fundimos nuestras sonrisas! Volvía a ser
la luz tapada, sin piedad, como son las personas que encontramos entre las demás.
No había pared entre nosotros; había el espacio infinito y el tiempo eterno: existían
todas las fuerzas de este mundo. Así fue como la vi en mi última ojeada, sin
comprender del todo, porque nunca se comprende del todo una partida. No
volvería a verla. Tantos hechizos se ajarían y se disiparían, tanta belleza, dulce
debilidad, tanta dicha, estaban perdidos. Huía lentamente, hacia la vida incierta y
luego a la muerte cierta. Cualesquiera que hubiesen de ser sus días, caminaba hacia
su día último. Eso era todo cuanto podía decir de ella..., Esta mañana, mientras la
luz del día se difundía en torno de mí, dando a cada detalle una precisión solitaria,
mi corazón se debatía y se quejaba. Por doquiera se extendía el vacío. Cuando algo
termina verdaderamente, ¿no parece que todo ha terminado? No sé su nombre...
Seguirá su destino, como yo el mío. Si nuestras dos existencias se hubiesen
enlazado, casi no se conocerían; y ahora, ¡qué oscuridad! Pero nunca olvidaré la
noche incomparable en que estuvimos juntos.
IV
Pienso esta mañana en la visión tan grande y dichosa de anteayer. Pero la
evoco ya con menos emoción. Está alejada un poco de mi corazón, porque ha
pasado un día. ¿Morirá sin que haga nada por ella? Me acomete un deseo: escribir,
fijar de manera definitiva todos los pormenores de lo que he experimentado, para
que los días, al pasar, no los dispersen como polvo. Pero, al momento, la blancura
del papel me trae el olvido de lo que voy a decir y un dulce deslumbramiento en
que se funde toda la precisión de mis recuerdos. Gracias a una atención tensa y
recogida sin cesar, a pesar de la fatiga que crece detrás de los ojos, escribo, escribo
todo. Tengo fiebre. Creo que traduzco exactamente la realidad de las cosas. Luego
vuelvo a leer lo escrito, y ya no es nada, sino palabras que yacen ante mí. ¿Dónde
están la opresión extraordinaria, la trágica sencillez, la armonía intensa y
desgarrada? Esta escritura no tiene vida. Es como un entretejido de palabras
puestas sobre la realidad; las frases están ahí, negras y regulares, sobre el papel,
como cadenas. ¿Qué habría que hacer para que de estos muertos signos surja la
verdad? He probado superar el obstáculo. Busqué el detalle típico, evocador...
Recordando una impresión que tuve cuando la vi de pronto en la claridad de la
ventana, quise insistir en esta impresión. "Había sobre ella azul, verde, amarillo." Pero
esto no fue nunca así; estos garabatos de colegial no son la verdad; los destruyo...
Lo esencial es describir su cuerpo. A ello me consagro minuciosamente, hago
comparaciones con una estatua antigua. Al releerlo, presa de su arrebato de cólera,
anulo de un trazo ese empaste. Ensayo palabras crudas, más enérgicas, según creo,
y poco a poco me dejo llevar hasta inventar pormenores para conseguir la agudeza
del recuerdo. "Ella adoptaba posturas lúbricas..." ¡No! ¡No! ¡No es verdad! Todo eso
son palabras inertes que dejan subsistir, sin poder tocarla, la magnitud de lo que
fue; ruidos inútiles y vanos; algo parecido al ladrido de un perro o al ruido de las
ramas ante el soplo del viento. Abro la mano y suelto la pluma, agobiado de
impotencia, de derrota, de sombría locura. ¿Por qué no se podrá decir lo que se ha
visto? ¿A qué se debe que la verdad huya delante de nosotros, como si no fuese la
verdad, y que no podamos ser sinceros, a pesar de su sinceridad? No se evoca una
cosa llamándola por su nombre. Las palabras, las palabras, de nada sirve
conocerlas desde la infancia, no sabemos qué son. Mi estremecimiento, melancolía
y desamparo son inútiles. Estoy condenado a que me olviden. Pasarán por delante
de mí sin mirarme o sin verme. No se preocuparán por lo que lleve en mí. Sobre la
tierra no puedo ser más que un creyente. Estuve muchos días sin ver nada. Fueron
días tórridos. Al principio el cielo estaba gris y lluvioso; ahora llamea setiembre
moribundo. Viernes... Bueno; ya hace una semana que estoy en esta casa... Una
tarde pesada, después del almuerzo, me sumía, sentado en una silla, medio
adormilado, en una impresión de cuento de hadas. ...La linde de un bosque; en el
bosque bajo, sobre la alfombra de esmeralda oscura, redondeles de sol; a lo lejos, al
extremo del llano, una colina, y por encima de los follajes encrespados de los
árboles, amarillos y verdinegros, un lienzo de pared, y una torrecilla,
cuadriculados, como una tapicería... Se adelantaba un paje, vestido como un
pájaro. Un zumbido de moscas. Era el ruido lejano de una cacería del rey. Iban a
ocurrir cosas extraordinariamente gratas.
La tarde siguiente fue también soleada y ardorosa. Me acordaba de otras
tardes parecidas, de hacía muchos años, y me pareció vivir en aquella época
desaparecida, como si el restallante calor borrase el tiempo y ahogara todo lo
demás bajo su empolladura. La habitación de al lado estaba casi negra... Habían
cerrado las persianas. Por entre los dobles visillos de delgada tela, veía la ventana
rayada por barras ardientes como la parrilla de un brasero. En el silencio tórrido de
la casa, en el vasto sueño encerrado, subían risas vanamente desgranadas; las voces
se perdían, como ayer, como siempre. De este lejano tumulto surgió preciosamente
un rumor de pasos. Venían hacia mí... Me volví hacia el ruido, que iba en
aumento... Se abrió la puerta del cuarto cercano, deslumbrante, empujada, al
parecer, por la luz misma, y aparecieron dos sombras mezquinas, roídas por la
claridad. Parecían perseguidas. Titubearon en el umbral, pequeñas, enmarcadas
una junto a otra, y luego entraron. Oí cerrar la puerta: la habitación vivía. Examiné
a los recién llegados; los vislumbraba dulcemente por entre los nimbos rojo y verde
oscuro con que el golpe de luz de su entrada había poblado mis ojos. Eran una
muchacha y un muchacho, de doce o trece años. Se habían sentado en el canapé y
se miraban sin decir nada, con sus rostros casi semejantes.
Se elevó la voz de uno de ellos y murmuró: —Ya ves que no hay nadie. Y
una mano señaló la cama sin sábanas, los percheros sin prendas, la mesa desierta:
la cuidadosa devastación de las habitaciones vacías. Luego, ante mis ojos, esa mano
se puso a temblar como una hoja. Yo oía los latidos de mi corazón. Las voces
susurraron: —Estamos solos... No nos han visto. —Se diría que es la primera vez
que estamos solos. —Sin embargo, nos conocemos desde siempre... Una risita
balbuceó. Parecía que sintieran necesidad de su soledad, primera etapa de un
misterio al que se encaminaban juntos. Se habían escapado de los demás; se los
habían quitado de su alrededor. Habían creado una soledad prohibida. Pero bien
se veía, que, luego de hallar la soledad, ya no sabían qué más buscar. Entonces oí
balbucear con un gran temblor, casi desolado, casi un sollozo: —Nos queremos
mucho... Luego subió una frase tierna, jadeando, ensayando las palabras, poco
segura, como un pájaro demasiado pequeño: —Quisiera quererte más. ...Al verlos
así inclinados uno hacia otro, en la cálida sombra que los rodeaba velando sus
edades en sus rostros, se hubiese podido pensar en dos amantes, que se acercaban.
¡Dos amantes! Eso es lo que soñaban ser, sin saber qué era. Uno de ellos pronunció
estas palabras: la primera vez. Era la primera vez que les parecía estar a solas,
aunque se hubiesen criado juntos. Era aquella quizás, era sin duda la primera vez
que los dos amigos de la infancia querían salir de la amistad y de la infancia. La
primera vez que un deseo de deseo iba a asombrar y turbar dos corazones que
hasta allí habían dormido juntos...
De pronto se incorporaron, y el delgado rayo de sol que pasaba por encima
de ellos y caía a sus pies dibujó su forma, les iluminó la cara y el pelo, de manera
que su presencia iluminó el cuarto. ¿Iban a irse, a abandonarme? No, volvieron a
sentarse; todo se sumió de nuevo en la sombra, en el misterio, en la verdad. ...Al
contemplarlos, experimentaba una mezcla confusa de mi pasado y del pasado del
mundo. ¿Dónde estaban? En todas partes, ya que estaban... Ellos están a orillas del
Nilo, del Ganges o del Cidno, al borde del eterno curso de las edades. Son Dafnis y
Cloe, junto a un matorral de mirto, en la luz griega, iluminados por un verde
reflejo de follaje y sus caras se reflejan una en otra. Su confuso balbuceo zumba
como las dos alas de una abeja, junto al frescor de las fuentes y al calor que devora
los campos, mientras a lo lejos pasa un carro cargado de gavillas y de azul. Se abre
el mundo nuevo; la verdad descarnada está ahí. Están desasosegados, temen la
brusca aparición de alguna deidad; son desventurados y dichosos; están lo más
cerca posible pues se han ofrecido uno al otro cuanto pueden. Pero ni siquiera
sospechan lo que se brindan. Son demasiado pequeños, demasiado jóvenes, casi no
existen; cada uno es para él mismo un sofocante enigma. Como todos los seres,
como yo, como nosotros, quieren lo que no tienen, mendigan. Pero piden limosna a
ellos mismos, piden ayuda a sus presencias y sus personas. El, ya un hombre, y ya
empobrecido por su compañera, arrastrándose hacia ella, le tiende los brazos
inseguros y torpes, sin atreverse a mirarla. Ella, ya mujer, ha echado hacia atrás,
sobre el respaldo, su cara de brillantes ojos, un tanto regordeta y toda sonrosada,
colorida y entibiada por su corazón. La piel de su cuello, satinada y tirante, palpita:
es, entre su cara y su seno, el punto precioso y delicado de su pulso. Medio
cerrada, atenta, un poco voluptuosa por lo que ya está emanando de ella, parece
una rosa que se respira a sí misma. Se ven sus finas piernas hasta las rodillas, con
medias de hilo amarillo, bajo el vestido que envuelve su cuerpo presentándolo
como un ramillete. Y yo no podía apartar la vista de sus gestos, y bebía este
espectáculo, con la cara pegada a ese grupo, como un vampiro.
Tras un largo silencio, él murmuró: —¿Quieres que nos llamemos de usted?
—¿Por qué? Parecía absorto en un esfuerzo de atención. —Para volver a empezar
—dijo al fin. E insistió: —¿Quiere usted? Ella tembló visiblemente al contacto de
esta nueva forma de hablarse, de esa palabra de "usted", como bajo una forma de
primer beso. Se aventuró a decir: —Parece que es como una cosa que nos cubría y
que nos quitan... Ahora, él se atrevió más: —¿Quiere usted que nos besemos en la
boca? Sofocada, no pudo ella sonreír del todo. —Quiero —dijo. Se tomaron de los
brazos y de los hombros. Y se alargaron los labios, llamándose muy bajito, como si
sus bocas fueran pájaros. —Juan... —Elena... Era lo primero que inventaban. ¿Besar
al que se besa no es la caricia más tiernamente menuda que se puede encontrar y el
lazo más estrecho? Y además, ¡es algo tan prohibido!... Por segunda vez me pareció
que ese grupo ya no tenía edad. Se asemejaban a todos los amantes, al tomarse las
manos, las caras juntas, trémulos y ciegos, en la sombra del beso. Sin embargo, se
detuvieron, se apartaron de la caricia que aún no sabían usar. Hablaron con sus
bocas tan inocentes como antes. ¿De qué? De lo pasado, de aquel pasado tan
próximo y breve. Salían del paraíso de la infancia y de la ignorancia. Hablaron de
una casa y un jardín donde habían vivido. Aquella casa les preocupaba. Estaba
rodeada por la tapia de un jardín, de manera que, desde el camino, no se veía más
que lo alto del tejado y no se veía lo que hacían en ella. Balbucearon: —Las
habitaciones, cuando éramos pequeños, qué grandes eran... —Costaba menos
trabajo andar por ellas que por cualquier otro sitio. De creerles, había entre
aquellas paredes algo propicio e invisible, difundido por todas partes, algo como el
buen Dios del pasado... Ella tarareó un aire oído allá, y dijo que la música se
recuerda mejor que las personas. Habían vuelto a caer en el pasado por la dulzura
natural de su peso; se acurrucaban friolentamente en el recuerdo. —El otro día, el
día antes de partir, recorrí sola, con una luz en la mano, las habitaciones, que se
despertaban apenas para verme pasar... En el jardín, tan cuidado y tranquilo, sólo
pensaban en las flores, y no mucho más que ellas. Con la vista abarcaban la
alberca, la alameda cubierta y el cerezo, que, en invierno, cuando el césped está
blanco, tiene demasiadas flores. Todavía ayer en aquel jardín eran como hermano y
hermana. Ahora parecía que la vida se había puesto de pronto seria y que ya no
sabían jugar. Se veía que ansiaban matar lo pasado. Cuando somos viejos, lo
dejamos morir; cuando somos fuertes y jóvenes, lo matamos... Ella se irguió. —No
quiero acordarme más —dijo. Y él: —No quiero que nos parezcamos. Ya no quiero
que seamos hermanos. Poco a poco se abren sus ojos. —¡No tocarse más que las
manos! —murmuró el temblando. —Ser hermanos no es nada. Había llegado la
hora de las grandes decisiones perturbadoras, de los frutos prohibidos. Antes no se
pertenecían; era llegada la hora de que se ocuparan de recuperarse por entero, para
hacer de ellos lo que quisiesen. Ya tenían un poco de vergüenza y de conciencia de
sí mismos. Algunos días antes, al caer la tarde, saborearon un grave deleite al
desobedecer, saliendo al jardín contra la prohibición de sus padres. —Vino la
abuela, desde lo alto de la escalinata, toda gris, a llamarnos para que entráramos...
"Pero nosotros nos fuimos los dos; atravesamos la cerca por el sitio en que
generalmente pía un pájaro y hay una brecha. El pájaro echó a volar y su canto
también. No había viento y casi tampoco luz. Las ramas de los árboles callaban, a
pesar de ser tan sensibles. El polvo estaba por tierra, muerto. La sombra nos
envolvió consigo misma, tan dulcemente, que casi le hubiéramos hablado.
Teníamos miedo al ver venir la noche. No tenían ya color las cosas; sólo un poco de
claridad en la negrura: las flores, el camino, hasta los trigales, eran de plata... Y fue
la vez que más cerca tuve mi boca de la suya. —La noche —dijo ella con el alma
exaltada en una efusión de belleza—, la noche acaricia las caricias... —Yo le tomé a
usted la mano y comprendí que toda usted vivía. Antes, decía: "Mi prima Elena",
pero no sabía lo que ahora sé al hablar así. Ahora, cuando diga: "ella", no hará falta
más... Otra vez unieron sus labios. Sus bocas y sus ojos eran los de Adán y Eva. Yo
evocaba el infinito ejemplo ancestral del que la historia santa y la humana fluyen
como de una fuente. Vagaban en la luz penetrante del paraíso sin saberlo; eran
como si no fuesen. Cuando —por el efecto del triunfo de la curiosidad, prohibida
nada menos que por Dios en persona— llegaron a descubrir el secreto, conocieron
la separación acariciante y vislumbraron la gran voluntad de la carne, el cielo se
oscureció. Cayó sobre ellos la certidumbre de un porvenir de dolor. Los ángeles,
como buitres, los arrojaron del paraíso. Rodaron por la tierra, día a día, pero
habían creado el amor y sustituido la riqueza divina por la pobreza de ser el uno
para el otro. Esos dos adolescentes ocuparon su lugar en el eterno drama. Se
hablan, y devuelven al tuteo toda su importancia reconquistada. —Quisiera
quererte más... quisiera sobre todo quererte con más fuerza, pero no sé cómo...
Quisiera hacerte daño, pero no sé cómo. Ya no hablan, como si no tuvieran más
palabras. Están al borde de ellos mismos y se ve cómo sus manos tiemblan entre
ellos. Obedecen a esta inspiración de sus manos; van a tientas hacia la dicha
extraña y trágica, hacia el pecado feliz que se comete al mismo tiempo, hacia el
enlace por el cual dos seres empiezan de nuevo a vivir, íntimamente confundidos,
como un solo ser informe. Ya no los distinguía... Me pareció que él tendía las
manos hacia ella, mientras ella le aguardaba con los ojos resplandecientes.
Parecióme que, en la ardiente sombra que los envolvía, él estaba semidesvestido, y
que de la confusión de las ropas, su desnudez se erguía... Flor extraña, profunda,
que es la misma cosa que sus entrañas, que toda su carne, que su corazón, y que es
entre ellos como un misterio vivo, un milagro, un niño... ...Sin duda, él le había
levantado la ropa, porque hasta mí llegó esta frase exhalada muy por lo bajo,
confusa, apegada, sacrificada, en el silencio terrible: —Es tu verdadera boca. Y yo
palpitaba por encima de ellos, mientras un amor espantoso, un amor enorme por la
verdad, desmembraba mi cuerpo sobre la pared... Como si mi aliento los quemase
y los enloqueciese, tuvieron miedo y se levantaron. Había terminado. La punzante
aventura que, por casualidad, había preludiado bajo mis ojos continuaría en otra
parte y terminaría en otra parte... Apenas se habían levantado cuando se abrió la
puerta. La abuela está ahí, y se asoma. Llega de la oscuridad de los fantasmas, del
pasado. Los busca como si se hubiesen perdido. Los llama a media voz... Por una
coincidencia extraordinaria que se armoniza con su presencia, pone en su acento
una dulzura infinita, casi —¡oh prodigio!— algo de tristeza. —¿Estáis ahí, hijos
míos? Y con una risa pura, sin segunda intención, dijo: —¿Qué hacéis? Venid, os
están buscando... Ella es vieja, marchita; pero es angelical con su traje cerrado hasta
el cuello. Junto a ellos, que se preparan para la vida inmensa, la abuela es ahora
como un niño: inactiva, inútil... Se arrojan en sus brazos, alzan sus frentes hacia su
santa boca abandonada. Parece que le dicen adiós para siempre.
Se va. Y un instante después se van también ellos, con mucha prisa, igual
que vinieron: unidos por el invisible y sublime lazo del mal; de tal modo unidos,
que ya no se toman de la mano como al entrar. Pero en el umbral se miran. Y
mientras el cuarto queda vacío como un santuario, pienso en su mirada, en su
primera mirada de amor, que yo he visto. Nadie, antes que yo, pudo ver una
primera mirada. Estaba al lado de ellos, pero lejos de ellos. Comprendía y leía, sin
verme envuelto en el aturdimiento de la acción, ni perdido en la sensación. Por
esto vi esa mirada. Ellos ignoraban cuándo empezó y que era la primera; más
adelante la olvidarán; los rápidos progresos de sus corazones destruirán estos
preludios. La primera mirada es tan imposible de conocer como la última. Yo me
acordaré cuando ellos ya no recuerden. Yo no recuerdo mi primera mirada, mi
primera dádiva de amor. Y, sin embargo, existió. Esas divinas simplezas se han
borrado de mí. ¡Oh, Dios mío! ¿Qué es lo que recuerdo que valga tanto como ellas?
La criaturita que era yo ha muerto del todo bajo mis ojos. Sobrevivo a ella, pero el
olvido me atormentó y luego me venció. La tristeza de vivir me ha arrasado y casi
ni sé lo que sabía. Me acuerdo de algo, al azar, pero lo más hermoso y dulce ha
caído en la nada. Pues bien: ese cántico tiernísimo que acabo de escuchar, pleno de
infinito, rebosando sonrisas nuevas, ese canto precioso, lo tomo, lo tengo y lo
guardo. Palpita en mi corazón. He robado, pero he salvado la verdad.
V
Durante todo un día la habitación estuvo vacía. Dos veces sentí una gran
esperanza y luego una desilusión. La espera se había convertido en mi costumbre,
mi oficio. Faltaba a las citas, dejaba para otro día las diligencias, ganaba tiempo, a
riesgo de comprometer mi posición; arreglaba mi vida como para un amor nuevo.
No salía de mi cuarto sino para bajar al comedor, donde nada me distraía ya. Al
segundo día, vi que habían preparado la habitación para recibir un nuevo
huésped. La habitación esperaba. Me hice mil ilusiones sobre ese huésped,
mientras ella guardaba su secreto, como alguien que medita. Llegó el crepúsculo,
tras él la noche, que la agrandó sin cambiarla, y ya desesperaba, cuando la puerta
giró en la sombra y vislumbré en el umbral el espectro de un hombre.
Apenas si se distinguía de la noche. Ropa negra o tirando a negro; puños de
una palidez lechosa, por los que salían manos grises que se afilaban; un cuello de
una blancura algo más viva que el resto. En la cara redonda y grisácea se cavan los
sombríos hoyos de los ojos y la boca; bajo la barbilla, una cavidad de sombra; el oro
de la frente brillaba confusamente; los pómulos se subrayaban con un trazo oscuro.
Hubiérase dicho un esqueleto. ¿Quién era aquel ser cuya fisonomía presentaba esa
monstruosa simplicidad?... Se acercó, se fue animando. Vi que era hermoso. Tenía
una cara encantadora y seria, rodeada por una fina barba negra, los ojos brillantes
y la frente alta. Una gracia altiva guiaba y contenía sus ademanes. Avanzó dos
pasos; luego se volvió hacia la puerta, que había quedado entornada. Tembló la
sombra de la puerta, dibujóse luego una silueta y cobró cuerpo. Una mano
enguantada en negro se crispó sobre la hoja y una mujer se asomó a la habitación,
con rostro interrogante. Sin duda había venido algunos pasos detrás de él por la
calle. No quisieron entrar juntos en la habitación donde ambos se refugiaban para
escapar a alguna persecución. Empujó ella la puerta; se apoyó con todo el cuerpo
sobre la hoja cerrada, para cerrarla aún más, con su vida. Y fue ella la que volvió
lentamente la cabeza hacia él, paralizada un instante, según me pareció, por el
espanto de que no fuera él... Se miraron cara a cara; hubo entre ellos un grito
apasionado y contenido, casi mudo, que repercutió de uno en otro, y con el cual
pareció abrírseles de nuevo una común herida. —¡Tú! —¡Tú! Ella estaba casi
desfalleciente y se reclinó en su pecho, como si una borrasca la hubiese lanzado
sobre él. Tuvo sólo la fuerza necesaria para caer en sus brazos. Vi las grandes
manos pálidas del hombre, abiertas, apenas crispadas, sobre la espalda de la mujer.
Una especie de palpitación desesperada se apoderó de ellos; se hubiera dicho que
ese aposento era un enorme ángel que forcejeaba y en vano buscaba huir
infinitamente. El cuarto me parecía demasiado pequeño para esta pareja, por más
que estuviera colmado por la noche. —¡No nos han visto! Era la misma frase que el
día anterior balbucearon los dos niños. El le dijo: "Ven"; y la condujo al diván, junto
a la ventana. Se sentaron sobre el terciopelo rojo. Veíanse sus brazos que los unían
como ligaduras. Permanecieron allí hundidos, recogiendo toda la sombra del
mundo, animándose con ella, volviendo a vivir, encontrándose en su elemento de
noche y soledad. ¡Qué entrada, qué entrada! ¡Qué impulso de maldición! Había
creído, cuando la idea del adulterio se presentó a mis ojos, cuando la mujer
apareció en el umbral, empujada visiblemente hacia él, asistir a una beatífica
alegría no exenta de hermosura en su plenitud, a una alegría salvaje y animal,
grandiosa como la naturaleza. Por el contrario, esta entrevista se asemejaba a un
adiós desgarrador. —Pero, ¿hemos de tener miedo siempre?... Apenas se había
sosegado un poco, cuando dijo esto mirándolo ansiosa, como si verdaderamente él
fuera a contestar. Se echó a temblar, hecha un ovillo en las tinieblas, estrechando y
martirizando con su mano febril la mano del hombre, erguido el busto, rígidos los
dos brazos. Se veía su garganta subir y bajar como el mar. Se abrazaban, se
tocaban; pero un resto de espanto rechazaba las caricias entre ellos... —Siempre
miedo... Siempre... Siempre... Lejos de la calle, lejos del sol, lejos de todo... ¡Yo que
tanto anhelé siempre un destino de luz y a pleno día! —dijo ella mirando al cielo. Y
su perfil azuleaba a medias, mientras volaban sus palabras. Tienen miedo. El
miedo los moldea, hurga en ellos. Sus ojos, sus entrañas, sus corazones, tienen
miedo. Su amor, sobre todo, tiene miedo. ...Una triste sonrisa se deslizó por la cara
del hombre. Contempló a su amiga y balbuceó: —Piensas en él... Con los puños en
las mejillas y los codos sobre sus rodillas, la cara hacia adelante, ella no respondió.
Sí; ardiente, encogida, pequeña como una niña, miraba a lo lejos hacia el que no
estaba allí. Encorvaba los hombros ante esta imagen, como si le suplicase apañando
los ojos y recogiendo de ella un reflejo divino. El que no está allí, el que es
engañado y existe. El ofendido, el herido, el dominador. El que está en todas
partes, menos donde están ellos; el que ocupa la inmensidad de fuera y cuyo
nombre les hace doblar la cerviz; aquél cuya presa son. Caía la noche, como si la
vergüenza y el espanto fuesen sombra, sobre este hombre y esta mujer que venían
a ocultar estrechamente su unión en este cuarto como en una tumba donde habita
el más allá.
El le dijo: —¡Te amo! Oí claramente esa gran frase. ¡Te amo! Toda mi vida
tembló al recoger la palabra profunda que salía de esos dos seres casi mezclados
ya. ¡Te amo! La palabra que ofrece corazón y carne al gran grito abierto de la
criatura y de la creación. ¡Te amo! Veía el amor cara a cara. Luego, me pareció que
la sinceridad se desvanecía en las palabras precipitadas e incoherentes que
pronunció después acercándose, resbalando sobre ella. Hubiérase dicho que quería
desembarazarse de las palabras necesarias, y que instintivamente se daba prisa,
como podía, para llegar a las caricias: —Hemos nacido el uno para el otro... Hay
entre nuestras almas una fraternidad que fatalmente triunfará. Tan imposible sería
que nos impidiesen reconocernos y pertenecemos, como evitar que nuestros labios
se unan en el momento en que se aproximan. Qué nos importan las convenciones
morales ni las separaciones sociales... Nuestro amor se compone de infinito y de
eternidad. —Sí —dijo ella, acunada por su voz. Pero yo, que los escuchaba
profundamente, comprendí que él mentía o se extraviaba con tales palabras... El
amor se convertía en un ídolo, en una cosa. El blasfemaba, invocaba en vano el
infinito y la eternidad, que honraba de dientes afuera nada más, con la plegaria
cotidiana, ya gastada. Dejaron caer la trivialidad proferida... Después de quedarse
un rato pensativa, la mujer movió la cabeza y pronunció la palabra de disculpa, de
glorificación; más que eso: la palabra de verdad. —Era demasiado desgraciada...
—Cuánto tiempo hace... —empezó a decir ella. Era su obra de arte, su
poema y su rezo el repetir aquella historia, con voz queda y agitada como en un
confesionario... Adivinábase que llegaba a ese punto muy naturalmente, sin
transición, de tal manera la colmaba siempre que se encontraban solos. ...Vestía con
sencillez. Se había quitado los guantes negros, la chaqueta y el sombrero. Llevaba
falda oscura y blusa roja, sobre la que brillaba una cadenilla dorada. Era una mujer
de unos treinta años, de facciones regulares y pelo cuidado y sedoso. Me parecía o
que ya la conocía o que no la reconocería. Empezó a hablar de ella misma en voz
alta, a evocar un pasado de infinito agobio: —¡Qué vida llevaba! ¡Qué monotonía,
qué vacío! El pueblo, la casa, el salón, con los muebles colocados en su sitio, que
nunca cambiaban de lugar, como piedras sepulcrales... Un día, se me antojó poner
de otro modo la mesa del centro. No pude. Palideció su semblante, se volvió más
luminoso. El la escuchaba. Una sonrisa de paciencia y resignación, que no tardó en
parecer de cansancio algo molesto, resbalaba por su rostro fino. ¡Ah! Era
verdaderamente hermoso, aunque algo desconcertante, con sus ojazos que uno
sentía adorados, el bigote caído, su aire tierno y lejano. Parecía una de esas dulces
criaturas que piensan demasiado y hacen el mal. Se hubiera dicho que estaba por
encima de todo y era capaz de todo... Un poco ausente de lo que ella decía, pero
conmovido, sin embargo, por el deseo de ella, parecía esperar. ...Y bruscamente, los
velos se desgarraron ante mis ojos y ante mí se desencadenó la realidad. Vi que
entre esos dos seres había una diferencia inmensa y como un desacuerdo infinito,
sublime para ser visto, a causa de sus profundidades, pero tan conmovedor, que yo
sentía mi corazón herido. No lo movía a él sino el deseo de ella; y a ella sólo el
ansia de cambiar su vida. Sus anhelos no eran los mismos; aquella pareja que
parecía muy unida, en realidad no lo estaba. No hablaban la misma lengua; no se
entendían aunque dijesen las mismas cosas; y a mis ojos, desde los primeros
instantes, su unión apareció más quebrada que si nunca se hubieran conocido. Pero
él no decía lo que pensaba. Se notaba eso en el sonido de su voz, aun en el encanto
de su acento, en la busca cantarína de sus palabras: buscaba agradarle a ella, y
mentía. Era evidentemente superior a ella; pero la mujer lo dominaba por una
suerte de sinceridad genial. Mientras él era dueño de sus palabras, ella se
entregaba en las suyas....Describía ella el decorado de su vida anterior. —Desde la
ventana de la alcoba y del comedor veía la plaza. La fuente en el medio, con la
sombra a sus pies. Miraba la luz del día dar la vuelta a esa pequeña plaza, blanca y
redonda como un cuadrante. »El cartero la recorría diariamente, sin pensar;
delante de la puerta del arsenal, un soldado no hacía nada... Y ya no se veía un
alma en cuanto sonaba el mediodía, como un doblar a muerto. Me acuerdo sobre
todo de las campanadas de las doce: la mitad de la jornada, la perfección del
aburrimiento. »Nada llegaba para mí, nada. Nada me pertenecía. El futuro no
existía ya para mí. Si mis días transcurrían así, nada me separaba de la muerte;
¡nada, ah, nada!... Aburrirse es morir. Mi vida estaba muerta, y, sin embargo, había
que vivirla. Era un suicidio. Otros se matan con un arma o con el veneno; yo me
mataba con los minutos y las horas.» —¡Amada!... —exclamó el hombre. —
Entonces, a fuerza de ver a los días nacer en la mañana y abortar en la noche, tuve
miedo de morir, y ese miedo fue mi primera pasión... A menudo en las visitas que
hacía, o de noche mientras volvía a casa, después de las compras, a lo largo de la
tapia de las Religiosas, temblaba esperanzada a causa de esa pasión... »Pero, ¿quién
me sacaría de allí? ¿Quién me salvaría de ese invisible naufragio que yo misma no
advertía sino de tanto en tanto? Alrededor de mí había una especie de
conspiración, hecha de envidia, maldad e inconsciencia... Cuanto veía y oía trataba
de mantenerme en el camino recto, en mi pobre camino recto. »...La señora de
Martet, ya la conoces, mi única amiga un poco íntima, que me lleva solamente dos
años, me decía que hay que contentarse con lo que se tiene. Yo le contestaba: "Si
hay que contentarse con lo que se tiene, se ha acabado todo. La muerte no tiene ya
nada que hacer. ¿No ve usted que con esa palabra termina la vida?... ¿Cree usted
verdaderamente lo que dice?" Ella me respondía: "Sí". ¡Ah, qué cochina mujer!
»Pero no era suficiente tener miedo, me faltaba el odio a ese aburrimiento. ¿Cómo
logré ese odio? No sé. »Ya no me reconocía, no era yo, tanta necesidad tenía de otra
cosa. Ya ni sabía cómo me llamaba. »Un día, me acuerdo bien (y sin embargo, no
soy mala) tuve un sueño delicioso; soñé que mi marido estaba muerto, el pobre de
mi marido, que nada me había hecho, y que me encontraba libre, todo lo libre que
es posible. »Esa situación no podía prolongarse. No podía detestar por mucho
tiempo hasta tal punto la monotonía, la devastación y la costumbre. ¡Oh! La
costumbre es, de todas las sombras, la más verdadera, y comparada con ella, no es
noche la noche... »¡La religión! No es con la religión que puede colmarse el vacío de
esos días, es con la propia vida. No eran creencias ni ideas las que tenía que
combatir, era conmigo misma. »Y de pronto, di con el remedio.» Hablaba casi a
gritos, ronca, admirable: —¡El mal, el mal! El crimen contra el aburrimiento, la
traición para romper la costumbre. ¡El mal, para ser nueva, para ser otra, para
odiar la vida más que lo que ella me odiaba, el mal para no morir! »Te encontré,
hacías versos y libros; eras distinto de los demás; tenías una voz trémula que daba
la impresión de lo bello, y, sobre todo, estabas allí, en mi vida, frente a mí, sólo
tenía que tenderte los brazos. Y entonces te amé con todas mis fuerzas, si a esto,
pobrecito mío, se le puede llamar amar.» Hablaba ahora en voz baja y precipitada,
con agobio y entusiasmo, y jugaba con la mano de su amigo como con una
pequeña cosa. —Y tú también me amaste, naturalmente... Y cuando un día fuimos
al hotel (la primera vez), me pareció que la puerta se abría por sí sola y me di
gracias a mí misma por haberme rebelado y haber quebrado mi destino como se
desagarra un traje. »¡Y luego!... ¡La mentira (que a veces nos hace sufrir, pero que
cuando se reflexiona ya no se la detesta), los riesgos y peligros que dan sabor a las
horas, las complicaciones que multiplican la vida; estas alcobas, estos escondrijos,
estas prisiones negras que han desplegado el sol que en mí había!» ¡Ah! —exclamó
ella. Y me pareció que suspiraba como si cumplida su aspiración, no pudiese ya
existir nada tan hermoso delante de ella.
Se recogió en sí misma, y dijo: —He aquí lo que somos... ¡Oh! Creí en el
primer momento en una especie de rayo, en un flechazo, una atracción
sobrenatural y fatal, a causa de tu poesía, pero en realidad vine hacia ti, apretados
los puños y con los ojos cerrados. Añadió: —Se miente mucho a propósito del
amor. Casi nunca es como se dice. »Puede que haya atracciones magníficas entre
hombres y mujeres. No niego que tal amor pueda existir entre dos seres. Pero esos
dos seres no somos nosotros. Nunca hemos pensado sino en nosotros mismos. Bien
sé que yo me he amado en ti. Por tu parte ha sido igual. Pero tú tienes un aliciente
que no existe para mí, puesto que no obtengo ningún placer. Ya ves, hacemos un
trato, en el que uno da ilusión y el otro placer. Todo eso no es el amor.» El hizo un
gesto (duda, protesta); no quería hablar. Sin embargo, balbuceó débilmente: —
Siempre es así; hasta en el amor más puro, no puede uno salir de sí mismo. —¡Oh!
—exclamó ella en un ataque de protesta piadosa, cuya vehemencia me sorprendió
— ¡no siempre ocurre así; no lo digas, no lo digas...! Me pareció percibir en su tono
una nostalgia, y en su mirada la ilusión de una ilusión nueva. Sacudió la cabeza
para rechazarlas. —¡Qué feliz he sido! Me sentía rejuvenecida, nueva. Había en mí
retoños de candor. Recuerdo que no me atrevía ya a enseñar, por debajo de la
falda, ni la punta del pie; tenía hasta el pudor de mi rostro, de mis manos, de mi
nombre...
Entonces, el hombre retomó la confidencia en donde ella la había dejado, y
habló de los primeros tiempos de su unión. Quería acariciarla con palabras,
envolverla poco a poco en sus frases, enredarla a fuerza de recuerdos. —La
primera vez que estuvimos a solas... Ella lo miró. —Fue en la calle, una noche —
dijo—. Te tomé del brazo. Te fuiste apoyando más y más en mí. Poco a poco sentí
todo el peso de tu cuerpo, sentí tu carne creciendo. El mundo bullía, pero nuestra
soledad parecía extenderse. Todo se transformaba a nuestro alrededor en un
desierto llano, llano... Me parecía que los dos habíamos empezado a caminar sobre
el mar. —¡Ah! —exclamó ella— ¡Qué bueno eres! No tenías, aquella primera noche
nuestra, la misma cara que luego has tenido, aun en los mejores momentos... —
Hablábamos de todo tipo de cosas. Y mientras yo te apretaba contra mí y abrazaba
como a un ramo de flores, tú me hablabas de las personas que conocíamos, me
hablabas del sol que hizo durante el día y del frescor de la noche. Pero, en realidad,
lo que me decías era que venías a mí... Las palabras de la confesión yo las oía a
través de tus palabras, y si no me las decías sí me la ofrecías. »¡Ah! ¡Qué grandes
son las cosas en los comienzos! Nunca en los principios hubo pequeñeces... »¡Una
vez que nos volvimos a encontrar en el jardín y yo te acompañaba, a media tarde,
por las afueras!... El camino estaba tan tranquilo y silencioso, que parecía que
nuestros pasos conmocionaban toda la naturaleza. La inmóvil ternura retrasaba
nuestra marcha. Me incliné y te besé.» —Aquí —dijo ella. Puso un dedo sobre el
cuello. Este ademán iluminó su nuca como un rayo. —Poco a poco, el beso se hizo
más profundo. Revoloteó alrededor de tus labios y se detuvo en ellos; la primera
vez equivocándose, la segunda haciendo que se equivocaba... Poco a poco sentí
bajo mi boca... Habló en voz baja: —¡Tu boca se abría y estallaba! Ella bajó la
cabeza y dejó ver su boca, botón de rosa y de rocío. —Todo eso —suspiró ella,
volviendo siempre a su patética y dulce preocupación— era tan hermoso, en medio
de la vigilancia que me aprisionaba... ¡Cuánta necesidad tenía, inconsciente o no,
de la excitación del recuerdo! La evocación de los dramas y peligros pasados
desplegaba sus ademanes, rehacía su amor. Por eso había contado todo. Y él la
empujaba hacia la tierna locura. Renacía el entusiasmo primero, y sus palabras
buscaban ahora los recuerdos más vibrantes antes de transformarse en cosas. —Me
dio mucha tristeza cuando, al día siguiente de haber sido mía, te vi en tu casa, en
una recepción, inaccesible, en medio de la gente. Consumada dueña de casa, tan
amable con unos como con otros, un poco tímida, distribuías a cada uno palabras
triviales y a todos les prestabas vanamente —tanto a mí como a los demás— la
belleza de tu rostro. »Te habías puesto aquel traje verde, de un color tan fresco, a
propósito del cual te hacían bromas... Yo recordaba, mientras tú pasabas y no me
atrevía a seguirte con los ojos, qué locos habíamos sido en nuestros primeros
arrebatos; me decía a mí mismo: "He tenido alrededor de mi cuello el enorme
collar de sus piernas desnudas; he tenido en mis brazos su cuerpo liviano y tenso;
la he acariciado hasta hacerla sangre." Fue un gran triunfo, pero no un triunfo
tranquilo, pues en ese momento te deseaba y no podía tenerte. El abrazo había
sido, volvería a serlo indudablemente, pero no lo era, y aunque todas tus riquezas
me habían pertenecido, yo era pobre en aquel momento. Y además, cuando no se
tiene, ¡quién sabe si se volverá a tener! —¡Ah, no! —suspiró ella en una creciente
belleza de sus recuerdos, de sus pensamientos, de toda su alma— ¡el amor no es en
absoluto lo que se dice! También yo he sido sacudida por la angustia. ¡Cómo he
tenido que esconderme, disimulando todo signo de felicidad, encerrándolos
apresuradamente en mi corazón! Al principio, no me atrevía a dormirme, por
miedo a pronunciar tu nombre en sueños, y a menudo, ahuyentando la invasión de
la locura del sueño, me incorporaba y me quedaba así, con los ojos abiertos,
velando heroicamente sobre mi corazón. Tenía miedo de que me conociesen. Temía
que no viesen la pureza de que estaba bañada. Sí, la pureza. Cuando, en mitad de
la vida, se despierta una a la vida y ve otro brillo en la claridad y vuelve a crear
todo, yo llamo a eso pureza.
—¿Te acuerdas de la carrera loca que dimos en coche, por París, el día en
que él creyó reconocernos de lejos y subió precipitadamente a otro coche, que se
lanzó en nuestro seguimiento? Ella tuvo un sobresalto de emoción, de éxtasis. —
¡Oh, sí —murmuró—, fue la gran vez! Hablaba con la voz temblorosa, una voz que
se confundía con las palpitaciones de su corazón, y este corazón decía: —De
rodillas sobre el asiento, mirabas por la ventanilla de atrás, mientras yo acariciaba
tu cuerpo, con mis manos en ti, y tú me decías: «Se acerca... Se aleja... Se ha
perdido... ¡Ah!» Y con un solo e idéntico movimiento, sus labios se unieron. Ella
dijo, con un soplo: —Fue la única vez que he gozado. —Siempre tendremos miedo
—dijo él. Sus palabras se acercaban unas a otras, se estrechaban, se cambiaban en
besos, susurrados por toda la carne. El tenía sed de ella, la atraía, su boca la
llamaba con todas sus fuerzas. Sus manos estaban inertes; toda su vida subía hasta
sus labios. Y todo se borraba ante este deseo reconstruido por el espíritu del mal.
Sí; hubieran necesitado resucitar su pasado para amarse; hubieran necesitado
recogerlo continuamente a fragmentos, para impedir que su amor se aniquilara en
la costumbre, como si sufriesen, en sombra y polvo, un apaciguamiento glacial, el
aplastamiento de la vejez y la huella de la muerte. Se abrazaban. Uníanse las
manchas pálidas de sus caras. No los distinguía pero me parecía verlos cada vez
mejor, porque vislumbraba el gran móvil profundo de su acoplamiento. Se
encerraban en la noche; caían, caían en la sombra, en el abismo que habían
deseado; se deslizaban en las tinieblas que tanto buscaban e imploraban sobre la
tierra. El balbuceó: —Siempre te amaré. Pero ella y yo bien sabemos que miente
como hace un instante; no nos engaña. Pero ¡qué importa, qué importa! Con los
labios de él sobre los suyos, murmuró ella, como una caricia aguda dentro de la
caricia: —En un momento estará ahí. ¡Qué poco unidos están! ¡Sólo tienen en
común su espanto, y qué bien comprendo que lo aviven desesperadamente...! Pero
su inmenso esfuerzo por comulgar en algo iba a cumplirse. La mujer, en la
proximidad de la fiesta oscura, empezaba a tomar una importancia sublime, que
sonreía y lloraba de sombra, se llenaba de resignación y de soberanía. Ya no hay
palabras; éstas cumplieron su obra de renovación... Ahora toca el turno a los
abrazos y a la carne, a la gran ceremonia de silencio y ardor que se esboza:
suspiros, gestos torpes, ruidos humanos de telas. Ella está ahora de pie, medio
desnuda; se ha vuelto blanca... ¿Se desnuda ella o él la despoja de su ropa?... Se ven
sus amplios muslos, su vientre argéntea en el cuarto como la luna en la noche...
Una gran línea negra cruza ese vientre: el brazo del hombre. La estrecha, la oprime,
agarrado al diván. Y la boca de él está cerca de la boca del sexo de ella, y se acercan
ambas para un beso de monstruosa ternura. Veo el cuerpo oscuro arrodillado ante
el cuerpo pálido, y ella deja caer sobre él desde ese cuerpo, grandes miradas.
Luego murmura, con voz radiante: —Tómame... Tómame una vez más, después de
tantas veces. Mi cuerpo es mío y te lo doy. ¡No! No es mío. ¡Por esto te lo brindo
con tanta alegría! Ahora él la tiende sobre sus rodillas... Creo que está desnuda; no
distingo bien líneas ni formas. Pero tiene la cabeza echada hacia atrás, en el reflejo
de la ventana, y veo esa cara de noche, en la que los ojos brillan, en la que la boca
brilla tanto como los ojos, una cara constelada de amor. La estrecha contra él, ese
hombre desnudo en la sombra. Hasta en medio de su consentimiento mutuo, hubo
una suerte de lucha; una emoción extraordinaria, santa y salvaje, reinó en el cuarto,
y aunque yo no lo viese, supe el momento en que la carne del hombre penetró en la
de la mujer. ...Mi inmovilidad prolongada me molía los músculos de los riñones y
de los hombros, pero yo me aplastaba contra la pared, pegaba mis ojos en el
agujero; me crucificaba para gozar del cruel y solemne espectáculo. Abrazaba esa
visión con toda mi cara, la estrechaba con todo mi cuerpo. Y la pared parecía
devolverme las palpitaciones de mi corazón. ...Los dos seres, encerrados el uno en
el otro, temblaban como árboles enredados. La voluptuosidad, locamente, por
encima de las leyes, por encima de todo, hasta de la sinceridad de los amantes,
preparaba su obra maestra de dulzura. Y era un movimiento tan lanzado, tan
furioso y fatal, que supe que ni dios, a menos de matar a aquellos seres, hubiera
podido detener su cumplimiento. Nada hubiera podido conseguirlo, y eso hace
dudar del poder y aun de la existencia de un dios. Por encima de la maraña de sus
cuerpos, él levantaba la cabeza, y la echaba hacia atrás, y aún había claridad
suficiente para que yo viese esa cara, su boca abierta en un gemido entrecortado y
cantante, en espera de la voluptuosidad. Y vino, desbordante, inaudita. La sentí
llegar como un acontecimiento. Conté hasta cuatro. Durante ese fragmento de
tiempo no perdí de vista el rostro del hombre que estaba allí, azotando el aire con
una mano mientras sus entrañas babeaban. Hace gestos violentos, sonriendo,
sombrío de sangre, semejante a un mártir divino, a un arcángel a la vez caído y en
vuelo. Lanza pequeños gritos de sorpresa, como deslumbrado por algo magnífico e
inesperado, como si no hubiera sospechado que aquello sería tan hermoso,
asombrado del prodigio de alegría que encierra su cuerpo. En este instante
comulgan. Acaso no sienta ella placer; pero puede decirse, se ve, que goza con el
goce de él; y ese es un indecible milagro femenino. —¿Eres feliz?... Tuve la
impresión extraordinaria de que se dirigía a mí... Y yo casi tenía razón. Porque
estando tan cerca de su boca desnuda, era a mí al que hablaba. Con los ojos hacia el
cielo, encadenado aún a ella por la carne, él murmuró: —¡Juro que esto lo es todo
en el mundo! Luego, enseguida, como ella sintiese que el aletazo de felicidad había
terminado y no vivía ya sino en el recuerdo, que el éxtasis, por un instante posado
entre ellos, se les escapaba, y su ilusión, la suya, se borraría y la abandonaría, dijo
casi lastimeramente: —¡Que Dios bendiga el poco placer que tenemos!... Grito
mezquino, primera señal de una caída desde lo alto, plegaria blasfematoria, pero,
divinamente, plegaria. El hombre repetía maquinalmente. —¡Todo en el
mundo!... ...El grupo carnal se deshizo. El hombre estaba saciado. Vi con mis ojos
que, poco a poco, un pesar, un remordimiento, lo hostigaba, lo apartaba de la carga
de la mujer, que no comprendía en su carne este alejamiento. Ella no se había
desembarazado y vaciado de placer, como él, de golpe. Pero comprendía que él no
había buscado, no había mirado más allá, y que llegaba al final de su ensueño... Y
también pensaba ya sin duda en que un día todo acabaría igualmente para ella, y el
destino recomenzado no valdría más que el anterior. Y en ese instante, con mi
encarnizamiento de visionario casi creador, me parecía seguir en sus rostros este
reflujo de desamparo, y también en el aire, lleno todavía de aquellas palabras:
"¡Esto lo es todo en el mundo!"; él gimió: —¡Ah! ¡Es nada, es nada! Ajenos uno a
otro, un mismo pensamiento les recorría. ...Mientras ella descansaba aún sobre él,
vi que las miradas del hombre se dirigían, con una torsión de su cuello, hacia el
reloj, hacia la puerta, hacia la partida. Luego, como la boca de su amante seguía
cerca de la suya, apartó la cara suavemente —yo fui el único que lo vio—, con una
leve crispación de molestia, casi de asco: lo había rozado el aliento corrompido de
todos los besos encerrados hacía un instante en aquella boca como en un ataúd.
Ella pronunciaba ahora sola, con su pobre boca, la respuesta a lo que él dijo antes
de la posesión: —No, tú no me amarás siempre. Me dejarás. Pero a pesar de eso, no
lamento nada. Y no lamentaré nada. Cuando, después de "nosotros", vuelva a la
gran tristeza, que ya no me abandonará, me diré: "¡Tuve un amante!" y saldré de mi
nada para ser dichosa un momento. El no quiere, ya no puede responder. Balbucea:
—¿Por qué dudas de mí?... Pero los ojos de ambos se vuelven hacia la ventana.
Tienen miedo y frío. Miran cómo, a lo lejos, en el hueco entre dos casas, queda
todavía una borrosa estela del crepúsculo que se va como un navío de gloria. Me
parece que la ventana, al lado de ellos, empieza a desempeñar un papel. La
contemplan, descolorida, inmensa, borrándolo todo a su alrededor. Y tras la
repugnante tensión carnal y la inmunda brevedad del placer, están anonadados
como ante una aparición, ante el azul sin mancha y la luz que no sangra. Luego sus
miradas vuelven a caer una en la otra. —Ves —dice ella—, estamos aquí
mirándonos como los dos pobres perritos que somos. Se sueltan las manos, las
caricias se deshacen y derrumban, la carne se viene abajo. Se alejan uno de otro. El
movimiento la arroja a un extremo del diván. El, sentado en una silla, la cara triste,
abierto de piernas, desabrochado el pantalón, jadea lentamente mancillado por
todo el placer muerto y frío. Tiene reabierta la boca, la cara contraída, marcadas las
órbitas y la mandíbula. Se diría que ha enflaquecido en un instante y se trasluce en
él el eterno esqueleto. Exhala de él un esfuerzo doloroso y pesado. Parece gritar y
estar mudo en el fondo de la polvareda del crepúsculo. Y ambos se parecen por fin
uno a otro, en medio de las cosas, tanto por su miseria, como por su rostro
humano. ...Ya no los veo en la sombra. Se ahogaron en ella. Hasta me asombro de
haberlos podido ver antes. Fue necesario que el ardor tumultuoso de sus cuerpos y
de sus almas pusiera en el grupo que formaban una especie de luz. ¿Dónde está,
pues, dios? ¿Dónde está? ¿Por qué no interviene en la crisis vaporosa y regular?
¿Por qué no impide por medio de un milagro el milagro espantoso por el cual lo
que es adorado se convierte de pronto o poco a poco en algo detestable? ¿Por qué
no preserva al hombre del enlutamiento tranquilo de todos sus sueños y también
del dolor de esa voluptuosidad que crece desde su carne y vuelve a caerle encima
como un escupitajo? Quizá porque soy un hombre como éste y como los demás,
quizá porque el que es bestial y violento atrae más fuertemente mi atención en este
instante, estoy espantado sobre todo por el retroceso invencible de la carne. "¡Es
todo! ¡Es nada!" El eco de esos dos gritos resuena aún en mis oídos. Esos dos gritos,
que no fueron lanzados en voz alta, sino proferidos en un tono muy quedo, apenas
perceptible, ¿quién dirá su grandeza y la distancia que los separa? ¿Quién lo dirá?
Sobre todo, ¿quién lo sabrá? Es preciso haber sido empujado como yo por encima
de la humanidad, es preciso hallarse a la vez entre los hombres y separado de ellos,
para ver trocarse la sonrisa en agonía, degenerar el júbilo en hartazgo y
descomponerse el abrazo. Porque cuando se está de lleno en la vida, no se ve ni se
sabe nada de eso; pasa uno a ciegas de un extremo a otro. El que lanzó esos dos
gritos que aún oigo: "¡todo! ¡nada!", había olvidado al primero cuando fue
arrebatado por el segundo. ¿Quién lo dirá? Quisiera que alguien lo dijese. ¿Por qué
las palabras, el decoro, la costumbre secular del talento y el genio han de detenerse
en el umbral de esas descripciones, como si eso les estuviese vedado? Hay que
decirlo en un poema, en una obra maestra, decirlo hasta el fondo, hasta lo último,
aunque sólo fuera para mostrar la fuerza creadora de nuestras esperanzas y
deseos, que, en el instante en que resplandecen, transforman el mundo y
conmocionan la realidad. ¡Qué limosna más rica se podría dar a esos dos amantes
cuando de nuevo su alegría muera entre ellos! Porque esta escena no es la última
de su doble historia. Volverán a empezar, como todos los que viven. De nuevo
probarán el uno y el otro, como les sea posible, defenderse contra las derrotas de la
vida, exaltarse, no morir; otra vez buscarán en sus cuerpos fundidos un alivio y
una liberación... Volverán a ser presa de la vibración mortal, la fuerza del pecado,
que se adhiere a la carne como un jirón de carne. Y otra vez el vuelo de su ilusión y
del genio de su deseo los enloquecerá en la separación, y hará que olviden lo
pasado, sublimará la vileza, perfumará la basura, santificará las partes más
malditas y oscuras de sus cuerpos, que sirven también para las funciones sombrías
y malditas, y pondrá en todo esto por un instante todo el consuelo del mundo. Y
luego, una vez más, cuando vean que en vano colocaron lo infinito en el deseo,
serán castigados por su grandeza. ¡Ah! No me pesa haber violado el sencillo y
terrible secreto. Puede que sea mi única gloria haber abrazado y contenido ese
espectáculo en todo su alcance, y haber comprendido, gracias a él, que la verdad
viva es más triste y grandiosa de lo que hasta entonces había sido capaz de creer.
VI
Todo se ha callado. Partieron; se han escondido en otra parte. Parecía que el
marido iba a venir. No entendí bien del todo. ¡Es que sé bien qué dijeron! La
habitación se ha quedado sola... Yo merodeo por la mía. Luego ceno, como en
sueños, y salgo, atraído por la humanidad. Fuera encuentro las casas a pico y
cerradas. Los transeúntes se alejan de mí; por todas partes veo paredes y rostros.
Delante de mí, un café. La violenta iluminación que reina en su interior me invita a
entrar. Esta luz artificial me agrada, me tranquiliza, y sin embargo me desazona.
Me siento y entorno los ojos. Gente tranquila, sencilla, despreocupada, y que no
tiene como yo, ninguna misión que cumplir, forma grupos acá y allá. Sola
totalmente ante un vaso lleno, mirando a un lado y a otro, hay una mujer con la
cara muy pintada. Tiene sobre las rodillas una perrita, cuya cabeza sobresale por
encima de la mesa de mármol, y que, zalamera, mendiga para su ama las miradas
de los que pasan y también su sonrisa. La mujer me mira con interés. Ve que no
espero a nadie, que no aguardo nada. Una seña, una palabra, y ella, que aguarda a
todo el mundo, vendría sonriente con todo su cuerpo... Pero no, no es eso lo que
deseo. Soy más sencillo que todo eso. No tengo necesidad de una mujer. Si me
turbo al contacto de los amores, es a causa de un gran pensamiento y no de un
instinto. Se acerca a mí. ¡No sabe quién soy! Me aparto. ¿Qué me importan el
rápido y grosero éxtasis,—la comedia sexual? He mirado sobre la humanidad,
sobre los hombres y las mujeres, y sé lo que hacen. El tufo del café y del tabaco,
unido a la tibieza del ambiente, forman una atmósfera lánguida. Los ruidos, el
choque de un platillo, el abrirse y cerrarse de la puerta de entrada, la exclamación
de un jugador, se funden. En todas las caras se posa un reflejo verdoso. La mía
debe ser más impresionante que las de los otros. Parecerá estragada por el orgullo
de haber visto y por la necesidad de ver más. ...Hace un momento, él la llamó
"Amada". No sé si es su nombre o una confesión. No sé los nombres, no sé los
detalles, no sé nada de eso. La humanidad me muestra sus entrañas; deletreo lo
profundo de la vida, pero me siento perdido en la superficie del mundo. Tuve que
hacer un esfuerzo, hace un momento, para deslizarme por entre los transeúntes,
sentarme en este lugar público y pedir lo que quería. ...Al pasar por la calle, creí
reconocer la silueta de un compañero de hotel a lo largo de la luz del café. Me eché
hacia atrás. No estoy en vena para hablar de cosas indiferentes; más adelante ya
reanudaré esa taciturna costumbre. Bajo la cabeza, hacia la mesa, me acodo a ella
con los puños en la cabeza, para no ser visto de los conocidos, si por casualidad
pasara alguno. Ahora camino por las calles. Pasa una mujer. Maquinalmente la
sigo... Tiene un vestido de gro azul; un gran sombrero negro. Es tan distinguida
que por la calle es un poco torpe. Se recoge la falda con bastante torpeza y enseña
la fina botita ajustada alrededor de su pierna delgada con media negra
transparente... Me tropiezo con otra; la miro con avidez... A lo lejos, una grisalla
femenina atraviesa la calle; mi corazón palpita como si despertara. ¿Curiosidad?
No, deseo. Hace un instante no tenía deseo, y ahora me aturde... Me detengo... Soy
un hombre como los demás: tengo mis apetitos, mis sordos deseos; y en la calle
gris por la que voy, no sé adónde, quisiera acercarme a un cuerpo de mujer.
...Imagino la pura desnudez de esa borrosa figurilla que, no lejos de mí, roza las
paredes... Tiene unos pies pequeños que no se ven. Lleva sobre los hombros un
pañuelo. Un bulto en los brazos. Se echa hacia adelante, tal prisa tiene, como si
quisiera, puerilmente, adelantarse a sí misma. Bajo esa pobre sombra hay un
cuerpo de luz, que se ilumina a mis ojos en la liviana vaguedad en que se oculta...
Pienso en la belleza de estrella disimulada que podría revelar, en la irradiación de
su cabellera disimulada y recogida bajo el sombrero, en la gran sonrisa que
encubre en la seriedad de su cara. Permanezco inmóvil un segundo en mitad de la
calle. El fantasma de mujer está ya lejos. Si hubiese encontrado sus ojos, hubiera
sido verdaderamente un dolor. Siento en mis rasgos una crispación que me
desfigura, me transfigura. Allá arriba, en la imperial de un tranvía, va una
muchacha sentada. Su falda, un poco levantada, se ahueca. Desde abajo se la
podría ver toda. Pero un atasco de coches nos separa. El tranvía se escurre, se
disipa como una pesadilla. En un sentido y otro, la calle está llena de faldas que se
balancean, que se ofrecen, tan ligeras, con sus orlas medio levantadas: ¡Las faldas
que se levantan y sin embargo no se levantan! En el fondo de un cristal alto y fino
de escaparate, me veo adelantándome, un poco pálido, dilatados los ojos. No es
una mujer lo que yo querría, sino todas, y las busco a mi alrededor, una a una.
Pasan y se van, después de haber parecido acercarse a mí. Vencido, me he
entregado a mí mismo, al azar. He seguido a una mujer que me acechaba desde su
rincón. Luego, caminamos uno al lado del otro. Cambiamos algunas palabras, y me
lleva a su casa. En el rellano de la escalera, cuando abrió la puerta, he sido
sacudido por un estremecimiento de ideal. Luego tuve que sufrir la escena trivial.
Pasó todo tan rápido como una caída. Me veo otra vez en la acera. No estoy
tranquilizado, como lo esperaba. Una inmensa turbación me desconcierta. Se diría
que no veo ya las cosas como son; veo demasiado lejos y demasiadas cosas. ¿Qué
es lo que me pasa? Me siento en un banco, cansado, superado por mi propio peso.
Empieza a caer la lluvia. Los transeúntes se apresuran, son escasos; luego aparecen
los paraguas chorreando, los canalones se desbordan, las aceras son negras y
brillantes, se extiende el semisilencio, el luto de la lluvia... Mi mal es tener un
sueño más vasto y fuerte de lo que puedo soportar. ¡Desdicha a los que piensen en
lo que no tienen! Tienen razón, pero demasiada razón, y por eso mismo se hallan
fuera de lo natural. Los simples, los débiles, los humildes, pasan despreocupados
junto a lo que no es de ellos, se rozan con todo, con todos y con todas, sin
angustias, y eso que esas pequeñas almas desean pequeñas cosas minuto a minuto.
¡Pero los otros, yo! ¿Qué hacer con ello? ¡Querer atrapar lo que no se tiene, robar!
Me ha bastado ver a algunas criaturas debatirse desde el fondo de su verdad, para
penetrarme de la creencia de que el hombre se mueve y gira en ese sentido, tan
seguramente como la tierra gira en el suyo. ¡Ay! No sólo he aprendido esa
simplicidad pavorosa; he sido apresado en su engranaje. He sufrido su contagio.
Mi deseo, el mío, se agrava y se extiende. Quisiera vivir todas las vidas, pesar en
todos los corazones, y me parece que lo que no es mío se retira de mí y que estoy
solo, abandonado. Y hecho un ovillo sobre este banco, en la ancha calle desierta y
movediza por la lluvia, azotada por el viento, encogiéndome para abrigarme
mejor, me desespero porque lo amo todo como si yo fuera demasiado bueno. ¡Ah!
Preveo cómo seré castigado por entrar en los secretos más íntimos de los hombres.
Seré castigado por aquello en lo que pequé. Sufriré lo infinito de la miseria que leo
en los demás. Seré castigado en cada misterio que se calle, en cada mujer que pase.
Lo infinito no es lo que se cree. Se lo suele colocar en el alma poética de algunos
héroes de leyenda o de obra maestra; nos ataviamos con él como con un traje
teatral, la tumultuosa excepción de algún Hamlet romántico... Lo infinito vive
dulcemente en ese hombre cuyo incierto reflejo me enviaba hace un instante el
cristal de un escaparate, en mí, tal como soy, con mi cara vulgar y mi nombre
común, y que quisiera todo lo que no tengo... Porque no hay razón para que esto
termine; voy así paso a paso sobre las huellas de lo infinito, y este errar sin
horizonte es comparable al de los astros del firmamento. Alzo los ojos extraviados
hacia ellos. Sufro. Si alguna falta he cometido, esta gran desgracia, en la que llora lo
imposible, me redime. Pero no creo en la redención, en ese fárrago moral y
religioso. Sufro, y sin duda tengo el aire de un mártir. Es menester que vuelva para
cumplir este martirio en toda su longitud, en toda su pobre longitud; es preciso
que siga contemplando. Pierdo mi tiempo en el espacio de todo el mundo. Vuelvo
a mi cuarto, que se abre como un ser. Paso dos días vacíos, mirando sin ver.
Retomé algunas gestiones, apresuradamente, y logré, no sin trabajo, ganar algunos
días más de respiro, para que me olvidaran otra vez. Permanecí encerrado entre
aquellas cuatro paredes, febrilmente tranquilo y ocioso como un preso. Gran parte
del día daba vueltas por la habitación atraído por la abertura del tabique, sin
atreverme a apartarme de allí. Transcurrían las largas horas; y al llegar la noche me
sentía rendido por mi infatigable esperanza. En la noche del segundo día me
desperté de pronto. Me encontré, con un estremecimiento, fuera de mi cama. Mi
habitación estaba fría como las calles. Me estiré a lo largo de la pared, que, bajo mis
manos vacilantes, se reveló muerta y helada. Miré. El reflejo de la luna entraba en
el cuarto contiguo, cuyas persianas no estaban cerradas como las del mío. Me
quedé de pie, en el mismo sitio, todavía impregnado de sueño, hipnotizado por
aquella atmósfera azulada, sin ver claro otra cosa sino el frío que hacía... Nada...
Me sentí solo, como alguien que ha rezado. Luego estalló una tormenta que
amagaba ya al final del día. Empezaron a caer gotas, las ráfagas de viento se
hundían, bruscas y largas, en el espacio. Un zumbar de truenos sacudía el cielo. De
minuto en minuto arreciaba la lluvia. Ahora el viento soplaba más suave y
seguido. Las nubes ocultaron la luna. A mi alrededor se hizo la oscuridad
completa. La pantalla de la chimenea tembló, y luego se calló. Y sin saber por qué
me había despertado ni por qué estaba allí, permanecí en presencia de esa sombra
interminable, de toda la noche, en presencia del mundo que se levantaba ante mí
como un muro. Entonces, por el negro espacio se deslizó un ruido ligero... Sin
duda, algún lejano estrépito de tormenta. No... Un murmullo muy cercano, un
murmullo o un ruido de pasos. Alguien... alguien estaba allí... ¡Al fin! El instinto,
que me había arrancado de la estrechez de la cama, no me había engañado. Hice
un esfuerzo enorme con los ojos; pero la oscuridad era impenetrable. Apenas si la
ventana azuleaba en la profundidad espesa, y hasta ignoraba si era ella o si era yo
que la creaba.
Repitióse el rumor, esta vez más prolongado. Pasos, sí, pasos... Alguien
andaba: un aliento, objetos cambiados de sitio, sonidos furtivos, indefinibles,
entrecortados por silencios que me parecían no tener razón... Un instante después,
dudaba... Me preguntaba si no habría sido una alucinación creada por las
sacudidas de mi corazón. Pero el sonido de una voz humana llegó divinamente a
mí.
¡Qué baja sonaba, y sobre todo, qué extrañamente monótona era aquella
voz! Parecía recitar una letanía o un poema. Retuve el aliento para no ahuyentar
esta aproximación de vida... ...Ella se desdobló... Eran dos voces que se respondían.
Desbordaba de ellas una insondable tristeza, como de todas las voces muy
quedas... Una tristeza de música... Sin duda, tenía ante mí dos amantes refugiados
por unos momentos en el cuarto deshabitado. Dos criaturas había allí, mutuamente
atraídas, en la soledad compacta, en el abismo sin color. E incapaz de distinguirlas,
las sentía moverse como mi corazón en mi pecho. Buscaba la pareja perdida. Toda
mi atención iba a tientas hacia esos dos cuerpos. En vano. La oscuridad entraba en
mis ojos y me cegaba. Cuanto más miraba, más daño me hacía la sombra. En un
instante, sin embargo, creí vislumbrar una forma que se dibujaba, muy oscura,
sobre la ventana oscura... Se detuvo... No... la noche, las tinieblas inmóviles como
un ídolo... ¿Quiénes eran aquellos seres vivientes? ¿Qué hacían? ¿Dónde estaban,
dónde estaban?
Y de pronto, de ese montón de tinieblas oí salir una palabra nítida, que
tenía forma humana: la palabra "¡Aún más!". ¡Aún más!... Este grito salía de la
carne de ellos. Me los mostraba por fin. Me pareció que sus caras, fuera de la
bruma, se desnudaban. Luego, entre apresurados balbuceos, en una especie de
combate, brotó otra palabra, lanzada con voz ahogada y dichosa: —¡Si ellos
supiesen!... ¡Si se supiera! Y estas palabras fueron repetidas con fuerza contenida,
con voz cada vez más baja, hasta el silencio. Luego rompieron a reír a carcajadas. Y
el ruido de un beso se extendió y lo cubrió todo. En el seno de las sombras
acumuladas, este beso surgió como una aparición.
Brilló un relámpago, que transformó durante una fracción de segundo el
cuarto en un asilo descolorido; luego, volvió la noche negra. El resplandor eléctrico
me hizo levantar los párpados, que instintivamente tenía entornados, ya que mis
ojos me resultaban inútiles. Mis miradas invadieron la habitación, pero no vi alma
viviente... ¿Los dos huéspedes que estaban allí se habían acurrucado en algún
rincón y se ocultaban aun de las tinieblas? Parecía como si no hubiesen visto ese
relámpago. Con regularidad desesperante me asaltaban las mismas palabras, pero
más pesadas, menos frecuentes, más perdidas: —¡Si se supiese!... ¡Si se supiese! Y
yo escuchaba este grito, inclinado sobre ellos, con atención sagrada, como sobre
moribundos. ¿Por qué este temor eterno que los sacudía y temblaba en sus bocas?
¿Qué loca necesidad tenían de estar solos y ocultos, para lanzar este pobre grito de
gloria semejante a un grito de auxilio? ¿Qué abominación cometían, qué vicio se
escondía en aquel abrazo? Recibí un golpe agudo en el corazón. Las dos voces eran
demasiado semejantes. Comprendo: son dos mujeres, dos amantes que vienen en
la noche a celebrar su extraña unión.
¡Ah! Escucho... Nunca me he apoyado tanto en la oscuridad; y
verdaderamente, con toda mi vida, juntas las manos y desorbitados los ojos,
interrogo a los negros amantes que están allí en el lecho de sombra... Siento la
estremecedora apoteosis que las invade: —¡Dios nos ve! ¡Dios nos ve! —balbucea
una de las bocas. ¡También ellas tienen necesidad de que dios las vea para
embellecerse!... ¡Lo mismo que los desolados, lo llaman en su ayuda!
...Dudo ahora de que sean dos mujeres. Me parece distinguir la gravedad
de una voz masculina. Escucho, comparo, manoseo estos fragmentos de voces
tratando, en un esfuerzo supremo, de desembarazarme de la sombra. Luego oigo
clarísimamente la ardiente plegaria que estalla, muy por lo bajo, en palabras que se
aprietan, estrujadas por las dos bocas, mojadas, ahogadas en sangre de besos: —
¿Quieres? ¿Quieres? Y la pregunta toma una gran importancia trémula. Es la
pregunta de todo un ser que se ofrece, entrabierto o rígido. Luego, de un aletazo
sube una gran voz: —Sí. —¡Ah! —balbucea el otro cuerpo. ¿Qué medio misterioso
y desordenado intentan para conocerse y tocarse? ¿Qué forma tiene esa pareja?
¿Qué forma? ¡Qué importa la forma del amor! Salgo de esta ansiedad, y me parece
que asisto de un golpe, a toda la tragedia de amar. Se aman; lo demás no significa
nada. Sean depravados o normales, benditos o condenados, se aman y se poseen
todo lo que es posible aquí abajo. Se esconden de todos después de haberse
llamado; ruedan en las tinieblas como en sábanas o sudarios; se aprisionan;
detestan y huyen de la luz como de un castigo de honestidad y paz. "¡Si se
supiera!", han gritado, llorado y reído. Se glorifican de su soledad, se flagelan y se
acarician con ella. Se han arrojado fuera de la ley, de la naturaleza, de la vida
normal compuesta de sacrificio y de nada. Tratan de unirse; chocan una con otra
sus frentes de mármol. Cada uno se ocupa de su cuerpo; cada uno se siente
estrechado por un cuerpo sin pensamiento. ¡Oh! Qué importa el sexo de sus manos
buscando a tientas la voluptuosidad dormida, de sus bocas que se aferran, de sus
dos corazones tan ciegos y mudos... Todos los amantes del mundo son semejantes:
se enamoran por casualidad; se ven y se sienten atraídos por las facciones de sus
rostros; se iluminan mutuamente por la áspera preferencia que es comparable a la
locura; afirman la realidad de las ilusiones; truecan durante un momento la
mentira en verdad. Y en aquel instante oí algunas palabras desgarradas de sus
confidencias: —Me perteneces, me perteneces... Te poseo, te tomo... —Sí, te
pertenezco... Ese es el amor por entero, cerca de mí, echándome a la cara, como un
incienso, con su vaivén, el olor y el calor de la vida mientras realiza su obra de
demencia y esterilidad. Vuelven los diálogos, más dulces y calmos, y los oigo como
si se dirigiesen a mí. Primero, una frase temblorosa, casi soñada: —Adoro nuestras
noches, detesto nuestros días. Y la voz desgrana lentamente sus razones como
distraída, en un acunamiento de satisfacción. A veces se funden las palabras y ya
no tienen forma. Las dos bocas están juntas como dos labios: —De día, se dispersan
las personas, se pierden. De noche es cuando se encuentran verdaderamente. —
¡Ah! —dijo la otra voz—. Quisiera que nos amáramos de día. —Tal vez... ¡Ah! más
adelante... Las palabras resuenan en un largo y lejano eco. Luego, la voz dijo: —
Dentro de poco... —¡Dios mío! —dijo la otra con un temblor de esperanza. Ya he
oído una queja idéntica; es la misma, como si hubiese pocos temas de quejas en la
tierra. "¡Yo que tanto deseé siempre un destino de luz!", oí gemir a la mujer
adúltera. Luego, en frases cuyos principios se me escapan y que no logro unir unas
a otras, hablan de enramadas soleadas, de parques con céspedes negros, de
grandes avenidas de oro y anchos estanques curvos, tan resplandecientes y
centelleantes al mediodía, que igual que al sol no se les puede mirar. Anegados de
sombras, sombras también ellos, crean la luz. Piensan en el día, se lo apropian, y
sale de sus voces una especie de monumento de azul y de verano. Y mientras más
hablan del sol, sus voces bajan hasta extinguirse. Tras un silencio más grave y
tierno, oigo: —¡Si tú supieras cómo te embellece el amor, cómo ilumina tu sonrisa!
Todo el resto se borra, no se ve más que esa sonrisa. Luego, la melodía de su
ensueño cambia de imágenes sin cambiar de claridad. Evocan salones, espejos, y
lámparas enguirnaldadas... Evocan fiestas nocturnas por el agua liviana llena de
barcas y globos de colores —rojos, azules, verdes— comparables a sombrillas de
mujer bajo el sol en un parque. De nuevo, un silencio; luego, una de las voces
vuelve a hablar, en un tono de súplica, mostrando la inmensa obsesión, la
necesidad inmensa de realizar el sueño, rayando en la locura. —Tengo fiebre. Me
parece que tengo el sol en las manos.
Y un instante después, precipitadamente: —¡Estás llorando! Tienes la
mejilla mojada como la boca. —Nunca tendremos nada de eso —gimió una de las
voces implorantes—, nunca tendremos esa luz más que en nuestros ensueños
nocturnos, cuando nos encontramos. —¡Lo tendremos! —exclamó la otra voz—.
Un día se acabarán todas las tristezas. Añadió magníficamente: —Ya casi lo
tenemos. ¡No lo ves! —¡Ah, si se supiese! —volvieron a exclamar, como con algo de
remordimiento a causa de que no se sabía—. Todos nos tendrían envidia, ¡hasta los
amantes, aun los que son felices! Luego repitieron que Dios los veía. Este grupo de
tinieblas esculpido en las tinieblas se hacía la ilusión de que Dios lo veía y lo tocaba
como una iluminación. Sus almas enlazadas vivían con mayor profundidad y
grandeza. Recogí esta palabra: "¡Siempre!" Aplastados, reducidos a nada, aquellos
seres que adivinaba arrastrándose bajo las sábanas, uno junto a otro, como larvas,
decían: "¡Siempre!" Lanzaban el grito sobrehumano, la palabra sobrenatural y
extraordinaria. Todos los corazones se asemejan en su creación. El pensamiento
colmado de lo desconocido, la sangre nocturna, el deseo comparable a la noche,
lanzan su grito de victoria. Los amantes, cuando se abrazan, luchan cada uno para
sí y dicen: "Te amo". Esperan, lloran, sufren y dicen: "Somos felices". Luego se
dejan, ya desfallecientes, y dicen: "¡Siempre!" Se diría que, en el abismo en que se
hunden, han robado el fuego del cielo como Prometeo. Y yo los buscaba, atento a
sus alientos... ¡Cómo hubiera querido verlos en aquel instante! Lo deseaba tanto
como vivir: descubrir esos gestos, aquella rebeldía, aquel paraíso, aquellos rostros
que tanto exhalaban. Pero no podía llegar a la verdad; apenas si veía la ventana, a
lo lejos, borrosa como una vía láctea, en la inmensidad negra del cuarto. No oía ya
palabras, sino un susurro, que no podía decir si eran sus consentimientos unidos
otra vez o quejas arrancadas a la llaga de sus bocas. Luego, hasta ese murmullo
cesó. Acaso, sin soltarse, se habían echado a dormir, lejos uno de otro. Acaso se
habían ido a deslumbrarse en otra parte con su único tesoro. La tormenta, que
parecía haberse calmado, recomenzó y continuó. Mucho tiempo he luchado contra
la sombra; pero es más grande que yo y me amortaja. Me derrumbo en la cama, y
me quedo en la oscuridad y en el silencio. Me incorporo, balbuceo plegarias;
mascullo: De profundís. De profanáis... ¿Por qué ese grito de terrible esperanza, de
miseria, suplicio y terror sub£ esta noche de mis entrañas a mis labios?... Es la
confesión de las criaturas. Cualesquiera sean las palabras pronunciadas por
aquellas cuyo destino he vislumbrado, esto era lo que gritaban en el fondo. Y
después de tantas noches y días escuchando, eso es lo que oigo. Esa invocación
desde el abismo hacia la luz, ese esfuerzo de la verdad oculta hacia la verdad
oculta, se eleva de todas partes y de todas partes vuelve a caer, y yo, habitado por
la humanidad, estoy colmado de ese grito. Yo no sé lo que soy, ni adónde voy, ni lo
que hago; pero, yo también he gritado desde el fondo de mi abismo, hacia un poco
de luz.
VII
La habitación está en el desorden húmedo de la mañana. Amada se
encuentra allí con su marido. Llegan de viaje. No los oí entrar. Sin duda estaba
demasiado cansado. El tiene puesto el sombrero. Está sentado en una silla al lado
del lecho, sin deshacer, aunque distingo en él la huella dejada por un cuerpo o una
pareja. Ella se está vistiendo. Acabo de verla desaparecer por la puerta del tocador.
Miro al marido, cuyas facciones me parece que presentan una gran regularidad y
hasta cierta nobleza. La línea de la frente está bien dibujada; sólo la boca y los
bigotes son algo vulgares. Tiene aspecto más sano y fuerte que el amante. La mano,
que juega con un bastón, es fina, y todo él, en conjunto, revela una poderosa
elegancia. Este es el hombre al que ella engaña y odia. Son esa cabeza, esa
fisonomía, esa expresión, las que se han arruinado y desfigurado a sus ojos, y se
confunden con su desgracia. De pronto, aparece ella. Mis miradas le dan de lleno.
Mi corazón se detiene, luego se ahoga y me tira hacia ella. Está medio desnuda.
Una camisa de color malva, corta y ligera, estirada y ahuecada por sus senos, se
ciñe dulcemente, cuando anda, a la redondez de su vientre. Vuelve del tocador,
algo floja y cansada por las mil naderías que ha hecho allí, con un cepillo de
dientes en la mano, la boca muy mojada y roja, los cabellos sueltos. Tiene la pierna
delgada y bonita y el pie pequeño muy combado sobre el alto tacón fino del
zapato. La habitación, hecha un caos, está llena de una mezcla de olores: jabón,
polvos de arroz, aroma agudo del agua de colonia en la pesadez de la mañana
encerrada. Ella se ha eclipsado. Reaparece tibia y jabonosa; luego muy fresca,
enjugándose las gotas de agua que resbalan del rostro enrojecido. El habla, explica
un asunto. Ha estirado a medias las piernas, y unas veces la mira y otras no. —
Sabes que los Bernard no aceptaron el negocio de la estación... Esta vez la sigue con
los ojos mientras habla, luego mira a otro lado, deja vagar la vista sobre la
alfombra, chasquea la lengua despechado, fijo en su idea, mientras ella va y viene,
mostrando la curva de sus caderas, su talle nervioso, el pálido vientre y la espesa
sombra del bajo vientre. Me palpitan las sienes. Toda mi carne va hacia esa mujer
casi desnuda y encantadora en la mañana y en el transparente vestido que encierra
su dulce fragancia... Y siguen resonando las frases triviales del marido, la frase
ajena a ella, la frase que resulta blasfema, en un aposento donde ella aporta su
desnudez. Ella se pone el corsé, las ligas, los pantalones, la falda. El hombre
continúa en su indiferencia bestial; vuelve a caer en sus reflexiones. ...Ella se ha
instalado ante el espejo de la chimenea, con unos potes y otros objetos. El espejo
del tocador no le parece, sin duda, suficiente para lo que quiere hacer. Mientras
hace su tocado, habla sola, locuaz, alegre, animada, a causa de que aún están en la
primavera del día. ...Y se aplica y se multiplica; tarda mucho tiempo en arreglarse,
pero son horas importantes y aprovechadas. Y además se apresura. Ahora abre un
armario y saca un traje frágil y ligero, que sostiene en sus brazos, hacia adelante,
como una nidada de pájaros. Se pone ese traje. Luego, de pronto, se le ocurre una
idea y sus manos se detienen. —No, no, no, decididamente —dice. Se quita el traje
y va a buscar otro: una falda oscura y una blusa. Saca el sombrero, arregla un poco
la cinta, mantiene cerca de su cara, ante el espejo, el adorno de rosas del sombrero,
y satisfecha sin duda, canturrea......¡El no la mira, y cuando la mira no la ve! ¡Ah!
Esto es solemne; es un drama, un drama sordo, y, por lo mismo, mucho más
angustioso. Ese hombre no es feliz, y sin embargo, yo envidio su dicha. Díganme
qué puede responderse a esto, sino que la dicha está en nosotros, en cada uno de
nosotros, y que es el deseo de lo que no se tiene. Esos seres están juntos, pero, en
verdad, se hallan ausentes el uno del otro; se han abandonado sin abandonarse.
Hay sobre ellos una especie de intriga y de nada. Ya no se volverán a unir, porque
entre ellos el amor terminado ocupa todo el lugar. Ese silencio, esa ignorancia
mutua, son lo más cruel que hay en la tierra. No amarse ya es peor que odiarse,
porque, por más que digan, la muerte es peor que el sufrimiento. Tengo piedad de
aquellos que andan de a dos, encadenados por la indiferencia. Tengo piedad del
pobre corazón que posee tan poco tiempo lo que posee; tengo piedad de los
hombres que tienen un corazón para no amar mas. Y por un instante, ante esta
escena tan simple y desgarradora, sufro un poco el martirio enorme, incontable, de
los que ya no sufren. Ella ha terminado de vestirse. Se puso una chaqueta del color
de la falda, que mostraba ampliamente su blusa de lencería, cuya parte alta es
transparente y rosada, al comienzo y en la aurora de su cuerpo. Y se va. El también
se dispone a irse por su lado. Vuelve a abrirse la puerta. ¿Es ella que vuelve?... No;
es la criada. Hace ademán de retirarse. —Venía a arreglar el cuarto, pero si molesto
al señor... —No; puede usted quedarse. La criada acomoda unos objetos, cierra
cajones... El ha alzado la cabeza y la sigue con el rabillo del ojo. Se levanta y se
aproxima, torpe, como fascinado... Un pataleo, un grito que se ahoga en una
carcajada; ella suelta su cepillo y la prenda que tenía en las manos... El la abraza
por detrás y con ambas manos estruja a través de los pechos de la muchacha. —
¡Ah! Bueno, en verdad... ¿qué le pasa a usted? El no responde, la cara inyectada de
sangre, fijos los ojos, ciegos. Apenas puede lanzar un grito inarticulado: la palabra
es muda donde sólo piensa el vientre... Por entre los labios encendidos,
ligeramente levantados hasta enseñar los dientes, un jadeo de máquina... Se ha
agarrado a aquella carne, el vientre pegado a la grupa, como si fuese un mono o un
león. Ella ríe con su ancha cara rubicunda. El pelo a medias suelto le cae sobre la
frente, y sus abultados pechos se hunden bajo los dedos crispados que los aprietan.
El trata de sacarle la falda, de levantársela. Ella junta los muslos y se sujeta la falda
con las manos. No lo logra del todo. Se le ven las medias, que hacen arrugas sobre
la pierna redonda y vasta, una punta de la camisa y sus chancletas. Patalean sobre
el vestido de Amada, que la muchacha soltó de las manos y que está delicadamente
caído. Luego, ella considera que esto dura demasiado: —¡Ah, no; basta ya, largo! El
no dice nada, acerca su mandíbula a la nuca como la fauce del deseo; ella se enoja:
—¡Basta! ¡Déjeme en paz! El acaba por dejarla, y se va riendo con una risa
condenada, de vergüenza y de cinismo, tambaleándose por efecto de una enorme
excitación. Va a la calle, entre las mujeres que pasan, obsesionado por una pesadilla
que les levanta las faldas. La savia burbujea en él y quiere salir. Si lo que le
obsesiona no saliera, se le subiría a la cabeza como la leche a las madres. Allí va ese
impreciso padre de hombres, a tientas, con los brazos extendidos para el abrazo,
corroído por una herida que terminará, tambaleándose hacia una cama, con todo
su peso. Pero lo que le mueve no es sólo el enorme instinto; porque hace un
instante revoloteaba delante de él una mujer exquisita (y la luz que jugaba con sus
velos aéreos mostraba y nimbaba todo su cuerpo) y no la deseó. Acaso se hubiera
ella negado, quizás existe algún pacto entre los dos... Pero yo vi muy claro que no
la deseaba ni con los ojos: esos ojos que se le iluminaron en cuanto esta muchacha,
esta innoble Venus de pelo sucio y uñas negras, apareció en el cuarto; y de ella sí
estaban hambrientos. Todo porque no la conoce, porque es otra mujer que la que
conoce. Tener lo que no se tiene... Así, por raro que pueda parecer, es una idea, una
alta idea eterna que guía al instinto. Es una idea, lo que ante una mujer
desconocida cambia al hombre en una fiera que acecha con la atención
reconcentrada y las miradas como zarpas, movido por un encarnizamiento tan
trágico como si necesitara asesinarla para vivir. Yo —a quien es dado dominar
estas crisis humanas tan desatadas, que Dios a su lado resulta inútil— comprendo
que muchas cosas que ponemos fuera de nosotros están en nosotros, y ése es todo
el secreto. ¡Cómo caen los velos, cómo aparecen las simplicidades y la sencillez!
El almuerzo en la mesa redonda, tuvo para mí un mágico atractivo.
Escudriñaba las caras, por tratar de sorprender a los dos seres que se habían
amado durante la noche. Fue en balde que yo interrogase los semblantes de dos en
dos y tratase de ver un punto de semejanza; no tuve guía. No pude conocerlos más
que cuando estaban sumidos en la noche negra. ...Hay cinco muchachas o mujeres
jóvenes. Es una de ellas por lo menos, la que guarda encerrado en su cuerpo el vivo
y ardiente recuerdo. Pero una voluntad más fuerte que la mía cierra su rostro. No
acierto, y me agobia la nada que veo. Se han ido una a una. No sé... ¡Ah! Mis dos
manos se crispan en lo infinito de la incertidumbre y aprietan el vacío entre sus
dedos; mi cara está ahí, precisa, frente a todo.
¡Aquella señora!... ¡Reconozco a Amada! Habla con la patrona junto a la
ventana. No la vi enseguida a causa de los huéspedes que se interponían entre
nosotros. Come unas uvas con gran delicadeza y gestos un poco estudiados. Me
vuelvo hacia ella. Se llama señora Montgeron o Montgerot. Ese nombre me parece
raro. ¿Por qué se llamará así? Me parece que ese nombre no le sienta o es inútil. Me
impresiona el carácter artificial de las personas y de los signos. El almuerzo toca a
su fin. Se ha ido casi todo el mundo. Las tazas de café, las copitas pegajosas del
licor están esparcidas por la mesa, donde brilla un rayo de sol que hace ondas en el
mantel y centellea en los vasos. Una mancha de café, extendida, seca, olorosa. Me
uno a la conversación de la señora Lemercier y de ella. Me mira. Y apenas si
reconozco su mirada, que he visto toda entera. El mucamo llega a la patrona y le
dice por lo bajo unas palabras. La señora Lemercier se levanta, se excusa y se retira.
Estoy al lado de Amada desde hace un momento. No hay en el comedor más que
dos o tres personas, que discurren sobre el modo de pasar la tarde. No sé qué
decirle a esta señora. Nuestra conversación languidece, decae. Seguramente
supone que ella no me interesa, una mujer cuyo corazón veo y cuyo destino
conozco tan bien como Dios podría conocerlo. Alarga la mano hacia un periódico
que lleva hacia la mesa, se absorbe un instante en la lectura, luego dobla la hoja, se
levanta y se va. Desalentado por la trivialidad de la vida y amodorrado además
por la hora, pongo los codos sobre la mesa infinita, iluminada por el sol, sobre la
mesa que se desvanece, hago un esfuerzo para que no se me aflojen los brazos, se
me hunda el mentón ni se me cierren los párpados. Y en el salón que abandonaron
los huéspedes, discretamente asaltado ya por los criados, que tienen prisa por
quitar los manteles y arreglarlo otra vez para la comida de la noche, me quedo casi
solo, sin saber si soy muy dichoso o muy desgraciado, sin saber qué es lo real y qué
lo sobrenatural. Luego, lo comprendo, dulce, pesadamente... Miro a mi alrededor,
contemplo todas esta cosas simples y apacibles, cierro los ojos y me digo, como un
elegido que poco a poco se da cuenta de su revelación: «Pero lo infinito está aquí;
es verdad, no puedo ya ponerlo en duda». Esta afirmación se impone: no hay cosas
extrañas; lo sobrenatural no existe, o mejor dicho, está en todas partes. Está en la
realidad, en la simplicidad, en la paz. Está aquí, entre estas paredes que aguardan
con todo su peso. Lo real y lo sobrenatural son la misma cosa. No puede haber
misterio en la vida, como no puede haber otro espacio en el cielo. Yo, que soy
semejante a los demás, estoy modelado en infinito. Pero ante mí ¡qué borroso y
confuso se presenta todo! Y pienso en mí; en mí, que no puedo ni conocerme bien
ni deshacerme de mí; en mí, que soy como una sombra pesada entre mi corazón y
el sol.
VIII
El mismo fondo los rodeaba, los envolvía la misma penumbra que la
primera vez que los vi juntos. Amada y su amante estaban sentados, no lejos de mí,
uno al lado del otro. Sin duda hacía ya un rato que hablaban cuando me incliné
hacia ellos. Ella estaba detrás de él, en el canapé, oculta por la sombra de la noche y
la sombra del hombre. El, pálido y borroso, las manos en las rodillas, estaba
inclinado hacia adelante en el vacío. La noche aún se hallaba revestida de la
dulzura gris y sedosa de la tarde; pronto quedaría desnuda. Iba a caer sobre ellos
como una de esas enfermedades de las que uno no sabe si curará. Parecía que, al
presentirlo, procurasen defenderse y quisiesen tomar contra las tinieblas fatales, las
precauciones sutiles de las palabras y de los pensamientos. Empeñábanse en hablar
de unas cosas y otras, sin fuerza, sin interés. Oí nombres de lugares y de personas;
hablaron de una estación, de un paseo público, de un vendedor de flores. De
pronto calló ella, y me pareció que se ensombrecía, y ocultó el rostro entre sus
manos. El la tomó por las muñecas, con una lentitud triste que indicaba qué
acostumbrado estaba a esos desfallecimientos, y le habló sin saber qué decir,
balbuceando, acercándose a ella como podía: —¿Por qué lloras? Dime por qué
Iloras. Ella no respondió; luego se quitó las manos de los ojos y lo miró: —¿Por
qué? ¡Si yo lo supiera! —dijo—. Las lágrimas no son palabras.
Yo la veía llorar, anegarse en lágrimas. ¡Ah, qué importante es hallarse en
presencia de un ser razonable que llora! Una criatura demasiado débil y
quebrantada que llora, da la misma impresión que un dios todopoderoso al que se
le ruega; porque, en su flaqueza y en su derrota, está por encima de las fuerzas
humanas. Una especie de admiración supersticiosa se apoderó de mí, ante aquel
rostro de mujer bañado por la inagotable fuente, ante aquel rostro al mismo tiempo
sincero y verídico.
Ella dejó de llorar. Levantó la cabeza, y sin que él le preguntase, dijo: —
Lloro porque uno está solo. »No se puede salir de sí misma, no se puede ni siquiera
hacer confidencias; me siento sola. Y luego, todo pasa, cambia, huye, y desde el
momento que todo huye, se está sola. Hay horas en que veo esto más claro que en
otras. Y entonces, qué podría impedirme llorar. En la tristeza en que por momentos
naufragaba, tuvo un ligero estremecimiento de orgullo. En su máscara de
melancolía vislumbré el dulce mohín de una sonrisa. —Yo soy más sensible que los
demás. En mí repercuten cosas que para la gente pasarían inadvertidas. Y en esos
instantes de lucidez, cuando me miro, veo que estoy sola, completamente sola.
Inquieto al ver que aumentaba su congoja, él trató de reanimarla: —Nosotros no
podemos decir eso, porque hemos rehecho nuestro destino... Tú has llevado a cabo
un gran acto de voluntad... Pero estas palabras fueron arrebatadas como manojos
de paja. —¡Para qué! Todo es inútil. Por más que he hecho, sigo sola. »¡No ha de
ser un adulterio lo que cambie la faz de las cosas, aunque esa palabra sea dulce!
»No se llega a la dicha por medio del mal; ni tampoco por medio de la virtud. Ni
siquiera con ese fuego sagrado de las grandes resoluciones instintivas, que no es el
bien ni el mal. Con nada de eso se llega a la felicidad; nunca se llega hasta ella.» Se
detuvo, y dijo como si sintiese que el destino se le venía encima: —Sí, sé que he
hecho mal; que los que más me quieren me aborrecerían de muchas maneras si
supiesen... ¡Si lo supiese mi madre, que es tan indulgente, se sentiría tan
desgraciada! Sé que nuestro amor está hecho con la reprobación de todo lo que es
prudente y justo y con las lágrimas de mi madre. ¡Pero esta vergüenza de nada
sirve ya! ¡Oh, madre! ¡Si lo supiese, tendría piedad de mi dicha! El murmuró
quedamente: —Eres mala... Ella acarició la frente del hombre con un ligero
revolotear de su mano, y con voz sobrenaturalmente segura dijo: —De sobra sabes
que no merezco ese nombre. Sabes que hablo por encima de nosotros. »Muy bien
sabes, mejor que yo, que estamos solos. Un día que yo hablaba de la alegría de
vivir y tú estabas iluminado de tristeza, como lo estoy yo hoy, me dijiste, después
de mirarme, que no sabías qué pensaba yo, a pesar de mis palabras; que no sabías
si la sangre que me subía a la cara era un maquillaje viviente. »Nuestros
pensamientos, así los más grandes como los más pequeños, sólo son nuestros.
Todo nos arroja a nosotros mismos y nos condena a nosotros solos. Dijiste aquel
día: "Hay cosas que me ocultas, y que nunca sabré aunque me las digas". Me
demostraste que el amor no es sino una especie de fiesta de nuestra soledad, y
concluíste por decirme, ahogándome en tus brazos: "Nuestro amor, soy yo". Y yo te
respondí con la respuesta ¡ay! inevitable: "Nuestro amor, soy yo". El quiso hablar.
Ella le puso la mano en la boca con un gesto amistoso y desesperado, y más alto,
con una armonía más trémula y penetrante: —Escucha... Tómame, apriétame los
dedos, levanta mis párpados, reclina todo tu pecho contra el mío; húrgame con tus
manos o tu carne; abrázame mucho, mucho tiempo, hasta que respires con mi
boca, hasta que no sepamos ya cuáles son nuestras bocas; haz de mí lo que quieras
para acercarte, acercarte... Y respóndeme: «Aquí estoy para sufrir ¿Sientes mi
dolor?». El no dijo nada, y en el sudario crepuscular que los envolvía y los anegaba
inútilmente uno sobre otro, vi que su cabeza hacía el inútil gesto de negativa... Vi
toda la miseria que se exhalaba de aquel grupo que, por una vez, por azar, en la
sombra, no sabía ya mentir. Es cierto que están ahí y que nada los une. Hay un
vacío entre ellos. Es inútil que hablen, que actúen, que se rebelen, que se levanten
con rabia, que se debatan y amenacen; el aislamiento los domina. Veo que nada los
une, nada. —¡Ah! —dijo ella—. No hablemos más, no hablemos jamás de dolor y
de alegría; su división es verdaderamente un acto demasiado imposible. Pero hasta
la penetración del espíritu por el espíritu nos está vedada. No hay en el mundo dos
seres que hablen el mismo lenguaje. En ciertos momentos, sin razón alguna, unos
se acercan; luego, sin razón suficiente, vuelven a alejarse. Nos tropezamos, nos
acariciamos, nos llagamos y mutilamos; reímos cuando habríamos de llorar, sin
que podamos hacer nada. Una pareja es siempre loca. Eres tú mismo quien lo ha
dicho; yo no inventé esa frase. Tú, que tienes tanta inteligencia y tanto sabes, me
dijiste que dos interlocutores son dos ciegos, uno frente a otro, y casi dos mudos, y
que dos amantes que ruedan juntos, continúan siendo tan ajenos como el viento y
el mar. Un interés personal o una orientación diferente de los sentimientos e ideas,
un cansancio, o, por el contrario, una acerada punta de deseo, distraen la tensión,
impiden su verdadera pureza. Cuando se escucha, no se oye; cuando se oye, no se
entiende. Toda pareja es siempre loca. El parecía acostumbrado ya a estos tristes
monólogos, recitados en el mismo tono, inmensas letanías a lo imposible. No
contestaba. La tenía, la mecía un poco, la mimaba con cuidado y ternura. Parecía
conducirse con ella como con un niño enfermo, al que se cuida sin darle
explicaciones... Y así, estaba tan lejos de ella cuanto era posible estarlo. Pero se
conmovía a su contacto. Aun agobiada, caída y desolada, palpitaba cálidamente
junto a él; hasta viéndola herida, ansiaba él esa presa. Distinguí brillar sus ojos
mientras ella se entregaba a la tristeza, con una entrega perfecta de sí. Se inclinó
sobre ella. Lo que quería era su cuerpo. Dejaba de lado las palabras que ella decía;
le eran indiferentes, no lo acariciaban. ¡Él la quería a ella, a ella! ¡Separación! Eran
muy semejantes en ideas y alma, y en aquel momento se ayudaban mutuamente.
Pero yo, espectador liberado de los hombres, que lanza por encima sus miradas,
notaba que eran ajenos y que no se veían ni se entendían... Ella, triste y algo
animada quizá por el orgullo de persuadir; él, excitado y deseoso, tierno y animal.
Se contestaban como mejor podían, pero no les era posible hacerse concesiones, y
trataban de vencerse. Y esta especie de terrible combate me desgarraba.
Ella comprendió su deseo, y con tono lastimero, como una niña descubierta
en falta, dijo; —Estoy indispuesta... Luego la acometió un triste frenesí. Se levantó
y apartó sus ropas, se liberó de ellas como de una prisión viva, y se ofreció a él, casi
desnuda, del todo sacrificada, con su herida de mujer y su corazón. ... El gran
velamen oscuro de las ropas se abrió y cerró. Y una vez más se cumplió la
confusión de los cuerpos y la lenta caricia ritmada y sin límites. Y una vez más
contemplé la cara del hombre mientras le invadía el deleite. ¡Ah! ¡Lo vi muy bien:
estaba solo! Pensaba en sí mismo; se amaba. Con la cara hinchada de venas,
ahogado de sangre, se amaba. Se extasiaba mediante la mujer, instrumento carnal
como él. Pensaba en sí, maravillado. Era feliz con todo su cuerpo y todo el
pensamiento. Su alma, su alma brotó, irradió, se asomó toda a su semblante...
Flotaba en la alegría... Susurraba palabras de adoración. Divinizado por ella, la
bendecía. No están unidos porque tiemblan y se mueven a un tiempo y un poco de
su carne les sea común. Por el contrario, están solos, hasta el deslumbramiento.
Cada uno de ellos cae y no sabe dónde, con la boca y los brazos entreabiertos.
Gozar juntos. ¡Qué desunión! Luego se levantan, se sacuden el ensueño
bruscamente cortado que los arrojó por tierra. El parece tan triste como ella. Me
inclino para aprehender su palabra, queda como un suspiro. Dice: —¡Si yo hubiera
sabido! Ambos, postrados, pero más desconfiados uno con respecto al otro, como si
tuviesen un crimen por medio, en la pesada oscuridad, en el fango de la noche,
parecen arrastrarse lentamente hacia la ventana gris, que aclara un poco de luz.
¡Cómo se parecen a lo que fueron la otra noche! Es como la otra vez. Nunca he
sentido hasta este punto la impresión de que las acciones son vanas y pasan como
fantasmas. El hombre tiembla, y vencido, despojado de todo su orgullo, de todo su
pudor viril, no tiene ya fuerzas para contener la confesión de un vergonzoso
arrepentimiento. —No puede uno dominarse —balbucea, bajando más la cabeza—.
Es una fatalidad. Se toman de las manos, temblando, jadeando, golpeados,
martilleados por sus propios corazones. ¡Una fatalidad! Ven más allá de la carne y
del acto consumado, cuando hablan así. La desilusión sexual, por sí sola, no los
hundiría hasta ese punto, en esa servidumbre de remordimiento y de asco. Ven
más allá. Se sienten invadidos por una impresión de verdad desierta, de sequedad,
de una nada creciente, al pensar que tantas veces han tomado y soltado y vuelto a
tomar en vano, su frágil ideal carnal. Sienten que todo pasa, que todo se gasta y
termina, que todo lo que no está muerto, va a morir, y que ni siquiera los lazos
ilusorios que los unen son perdurables. El eco de las palabras de la inspirada
resuena como el recuerdo de una espléndida música que permanece: «Desde el
momento que todo huye, estamos solos». Pero ni ese triste pensamiento los acerca;
por el contrario, son dos, al mismo tiempo, doblegados en el mismo sentido... Un
mismo escalofrío, llegado del mismo misterio, los empuja hacia el mismo infinito.
Están separados por toda la fuerza de sus dolores. ¡Sufrir juntos, ay, qué desunión!
Y la condenación del amor mismo sale de ella, fluye y cae de ella en un grito de
agonía: —¡Oh, nuestro grande, nuestro inmenso amor! ¡Siento que poco a poco me
voy consolando de él!
Ella echó atrás la cabeza y alzó los ojos. —¡Oh, la primera vez! —dijo. Y
añadió, mientras ambos veían aquella primera vez en que sus dos manos se
encontraron por entre los seres y las cosas: —Ya sabía yo que toda esa emoción
moriría un día, y a pesar de tus palpitantes promesas, no hubiese querido que el
tiempo pasase. »Pero el tiempo ha pasado. Casi no nos amamos ya... Hizo un
ademán que volvió a caer. —No eres tú solo, querido mío, quien se va, sino yo
también. Creí al principio que eras tú solo, pero luego he comprendido, pobre
corazón mío, que, a pesar tuyo, no podía nada contra el tiempo. Dijo lentamente,
mirándolo y luego apartando los ojos de él, para después volver a mirarlo: —¡Ay!
Quizás un día te diré: «ya no te amo». ¡Ay! ¡Ay! Quizás un día te diga: «Nunca te
he amado».
—Esa es la llaga: el tiempo que pasa y que nos cambia. La separación de
seres que se enfrentan no es nada en su comparación. Podríamos vivir a pesar de
eso. ¡Pero el tiempo que pasa! Envejecer, pensar de otro modo, morir. Yo envejezco
y muero. He tardado mucho en comprenderlo, puedes imaginarlo. Envejezco; no
soy vieja, pero envejezco. Tengo ya algunas canas. La primera cana, ¡qué golpe! Un
día, al mirarme al espejo, lista ya para salir, vi en una de mis sienes dos canas. ¡Ah!
Eso es serio; es una advertencia franca, de lleno. Aquella vez, me senté en un
rincón del cuarto, vi en conjunto toda mi existencia, desde el principio hasta el fin,
y creí que me había engañado cada vez que reí. ¡Canas yo también! ¡Yo!... Pues sí,
yo. Había visto muchas veces la muerte a mi alrededor, pero mi muerte, la mía, no
la había visto. Y ahora la veía, aprendía que era un asunto entre ella y yo. »¡Ah!
Librarse de ese desteñimiento, que cae entre nosotros, que nos apresa como a
monigotes, desde arriba; de esa extinción del color de los cabellos, que nos cubre
con la palidez del sudario, de la osamenta y de las losas...» Se levantó y gritó en el
vacío: —¡Escapar de la red de las arrugas!
Ella continuó: —Yo me digo: «Dulcemente, vas hacia allí, ya llegas. Se
secará tu piel. Tus ojos, que hasta en sueños sonríen, llorarán solos... Tus senos y tu
vientre se ajarán, como los pingajos de tu esqueleto. El cansancio de vivir apartará
tus mandíbulas, que bostezarán continuamente, y sin cesar tiritarás a causa del
gran frío. Tu cara será terrosa. Tus palabras, que antes parecían seductoras, luego
serán odiosas cuando se quiebren. La ropa, que te ocultaba demasiado a los ojos
del tropel masculino, no ocultará luego bastante tu desnudez, y apartarán de ti los
ojos, y ni siquiera se atreverán a pensar en ti». Sofocada, llevándose las manos a la
boca, se ahogaba, se ahogaba de verdad, como si verdaderamente tuviese
demasiadas cosas que decir. Y esto era magnífico y aterrador. El la tomó en sus
brazos, perdido. Pero ella parecía delirar, arrebatada por el universal dolor. Se
hubiera dicho que acababa de enterarse de la verdad, fúnebre como una mala
noticia inesperada, de un nuevo duelo. —Te amo, pero amo al pasado aún más que
a ti. Lo quisiera, lo quisiera, me consumo por él. ¡El pasado! ¡Oh! ¿ves? Lloraré,
sufriré, mientras el pasado no exista.
—Pero en vano es amarlo, ya no se moverá... Por doquiera la muerte: en la
fealdad de lo que fue demasiado tiempo hermoso, en la suciedad de lo que fue
claro y puro, en el castigo de los rostros que amábamos, en el olvido de lo que está
lejos, en la costumbre, ese olvido de lo que está cerca. Sólo vislumbraremos la vida:
mañana, primavera, esperanza, y sólo tenemos tiempo de ver bien la muerte...
Desde que el mundo es mundo, la muerte es lo único palpable. Sobre ella
caminamos y hacia ella vamos. ¿De qué sirve ser hermosa y tener pudor?
Caminarán sobre nosotros. Hay en el fondo de la tierra muchos más muertos, que
vivos en su superficie; y nosotros, tenemos más muerte que vida. No son sólo los
otros seres (nuestros seres) los que en otro tiempo nos rodeaban, y ahora yacen
aniquilados, sino que también, de año en año, la mayor parte de nosotros mismos
muere. Y lo que aún no es morirá también. Casi todo está muerto. »Llegará un día
en que yo no exista. Lloro porque seguramente, he de morir. »¡Mi muerte! Me
pregunto cómo podemos vivir, hacernos ilusiones, dormir, cuando hemos de
morirnos. Estamos cansados, ebrios. »A pesar del inmenso, del paciente, del eterno
esfuerzo y de los grandes asaltos deliberados de la energía, se oyen las mentiras
del destino en los juramentos que hacemos. Yo las oigo. Cada vez que decimos sí
interviene un no infinitamente más fuerte y verdadero, que sube y se apodera de
todo. »¡Ah! Hay momentos, de noche sobre todo, en que parece que el tiempo
vacila, gastado y dulcificado por nuestros corazones. Gozamos del espejismo
delicioso de una inmovilidad de las horas. Pero eso no es verdad. Existe en todo
una nada invencible, y pasamos la vida emponzoñados por ella. »Mira, querido
mío, cuando se piensa en esto, se perdona; se sonríe, ya no sentimos encono contra
nadie, pero esta especie de bondad vencida es más pesada que todo.»
El le besaba las manos, inclinado sobre ella. La cubría de un tibio y piadoso
silencio; pero, como siempre, yo sentía que era dueño de sí mismo... Ella hablaba
con una voz cantarína y cambiante: —Siempre he pensado en la muerte. Una vez le
confesé a mi marido esta obsesión. Se puso furioso. Me dijo que estaba
neurasténica y que era preciso que me cuidara. Me comprometió para que fuese
como él, que nunca pensaba en esas cosas, porque era sano y equilibrado de
espíritu. »Eso no es verdad. El era quien estaba enfermo de tranquilidad e
indiferencia: una parálisis, una enfermedad gris, y su ceguera era una enfermedad,
y su sosiego el de un perro que vive por vivir, de una bestia con cara humana.
»¿Qué hacer? ¿Rezar? No; el eterno diálogo en que siempre uno está solo, es
agobiante. ¿Entregarse a una ocupación, trabajar? Sería en vano. ¿El trabajo no es
una cosa que siempre tenemos que rehacer? ¿Tener hijos y criarlos? Eso da la
impresión de que termina una y vuelve a empezar inútilmente. Sin embargo,
¡quién sabe!» Por primera vez se ablandaba. —La asiduidad, la sumisión, la
humillación de ser madre, me faltaron. Quizás eso me hubiese guiado en la vida.
Soy huérfana de un niño... Por un instante, la vista baja, caídas las manos, dejando
que reinase la maternidad en su corazón, sólo pensó en amar y añorar el hijo
ausente, sin advertir que si lo consideraba como la única salvación posible era
porque no lo tenía... —¿La caridad?... Dicen que lo hace olvidar todo. Luego
murmuró, mientras yo sentía el estremecimiento de frío lluvioso de la noche y de
todos los inviernos que fueron y serán: —¡Ah, sí, ser buena! Ir a repartir limosnas
contigo por los caminos cubiertos de nieve, envuelta en una gran capa de pieles.
Hizo un ademán de cansancio. —No sé. »Me parece que no es eso, todo eso es
aturdirse y en nada cambia la verdad, porque todo esto no es la verdad... ¿Qué es
lo que ha de salvarnos? Y además, ¡aunque nos salváramos! ¡Moriremos, vamos a
morir!» Gritó: —Demasiado sabes que la tierra aguarda nuestros ataúdes, y que los
tendrá, y no ha de tardar mucho. Salió de su llanto, se secó los ojos, adoptó un tono
positivo tan sosegado que daba impresión de extravío: —Querría hacerte una
pregunta. Respóndeme con sinceridad. ¿Has tenido el valor alguna vez, mi
querido, aun en el fondo más secreto de ti, para proponerte una fecha, una fecha
relativamente remota, pero precisa, absoluta, con cuatro cifras, y decirte: «Por
mucho que yo viva, para esa fecha ya me habré muerto, mientras todo continuará,
y poco a poco, mis lugares vacíos se irán destruyendo o colmando?» El tembló ante
lo directo de esta pregunta. Pero me pareció que trataba sobre todo de evitar darle
una respuesta, que avivaría su obsesión. Era evidente que comprendía él todas
estas cosas —entre las cuales resonaba a veces, según afirmaba ella, un eco de sus
palabras—, pero parecía comprender sólo teóricamente, a la luz de las grandes
ideas y en una fiebre filosófica o artística distinta de su sensibilidad. Mientras que
ella estaba sacudida y aplastada por la emoción personal y su razonamiento
sangraba...
Ella permaneció un rato atenta, inmóvil. Luego, después de dudarlo,
añadió en voz baja, atropellada, con un movimiento más desesperado de su
exaltado dolor: —¿No sabes qué hice ayer? No me riñas. Estuve en el cementerio,
en el Pére-Lachaise. Anduve por las alamedas, y luego, por entre las tumbas, fui
hasta el panteón de mi familia, el mismo donde, apartando una losa, bajarán mi
ataúd con cuerdas. Y me dije: «Aquí será donde mi cortejo fúnebre vendrá un día,
un día próximo o lejano, pero seguramente un día, a eso de las once de la
mañana». »Estaba cansada y hube de apoyarme en un sepulcro; y por una especie
de contagio del silencio, del mármol y de la tierra, tuve la visión de mi entierro. El
camino era en subida y fatigoso. Había que tirar de los caballos del coche fúnebre
por la brida (muchas veces lo ha visto hacer así en aquel sitio). Era terrible tener
que subir aquel camino en tales circunstancias. Cuantos me conocían y amaban
estaban allí, vestidos de luto; y el cortejo se apiñó, desparramado, por entre las
losas sepulcrales (es absurdo, esas piedras tan pesadas sobre los muertos) y por
entre los panteones, cerrados como casas, a la sombra de esa tumba que tiene
forma de capilla o rozando aquel panteón que está cubierto de un sillar de mármol
nuevo, todavía bastante nuevo para dar la nota clara. Yo estaba allí... en el coche
fúnebre, o mejor dicho, no era yo. Ella estaba allí... Y todos en aquel momento me
amaban con terror; y todos pensaban en mí, pensaban en mi cuerpo. La muerte de
una mujer tiene algo de impúdico, porque hace pensar en toda ella. »Y tú también
estabas allí, con tu pobre carita crispada de dolor y de energía mudas, y nuestro
gran amor no era ya más que tú y mi imagen, y ni siquiera tenías el derecho a
hablar de mí... Y al fin te fuiste, como si nunca me hubieras amado. »Y al regresar,
helada, me dije que esta pesadilla era la más real de las realidades, la cosa servilla,
verdadera por excelencia, y que a su lado todas las acciones que yo viviese en
plena vida no eran sino espejismos». Lanzó un grito apagado, que la hizo
estremecer largo rato. —¡Qué desolación arrastré conmigo hasta mi casa! Fuera, mi
tristeza lo nublaba todo, aunque brillase el sol. ¡Los estragos que hacemos en toda
la naturaleza que nos rodea, el mundo de dolor que traemos al mundo! No hay
buen tiempo que resista cuando nuestra tristeza avanza. »Todo me pareció herido,
condenado por el ángel malo de la verdad, que nunca vemos. »La casa se me
apareció como es verdaderamente en el fondo: desnuda, agujereada, blanqueante...
Y de pronto, ella recuerda una cosa que él le dijo; la recuerda con una suerte de
ingenio extraordinario, de admirable habilidad para taparle de antemano la boca y
torturarse más. —¡Ah, mira, oye!... ¿Te acuerdas?... Una noche, a la luz de la
lámpara. Yo hojeaba un libro; tú me mirabas. Te acercaste a mí, te arrodillaste. Me
rodeaste la cintura, pusiste la frente en mis rodillas y lloraste. Aún oigo tu voz.
"Pienso —decías— que este momento no volverá. Pienso en que vas a cambiar y
morirte, en que te vas, y en que ahora, sin embargo, estás aquí... Pienso, con
inmenso fervor de verdad, en lo preciosos que son los instantes, en lo preciosa que
tú eres, tú, que ya no volverás a ser lo que eres, e imploro y adoro tu presencia
indecible de este momento." Miraste mis manos, te parecieron pequeñas y blancas,
y dijiste que era un tesoro extraordinario que desaparecería. Luego repetiste: "Te
adoro", con voz tan trémula, que yo nunca he oído nada más verdadero ni
hermoso, porque tú tenías razón a la manera de un dios. »Y otra cosa más: una
noche que habíamos estado mucho tiempo juntos, sin que nadie pudiera disipar
tus sombrías preocupaciones, te tapaste la cara con las manos y me dijiste esta frase
espantosa, que me traspasó y se quedó clavada en la herida: "Cambias, has
cambiado; no me atrevo a mirarte por miedo de no verte". »Recuerda, fue aquella
noche cuando me hablaste de las flores cortadas: cadáveres de flores, como tú
decías, comparándolas con pajarillos muertos. Sí, fue la noche de aquella gran
maldición que nunca olvidaré, y que tú lanzaste de golpe, como si llevaras muchas
en el corazón, a propósito de las flores cortadas. »¡Cuánta razón tenías en sentirte
vencido por el tiempo, en humillarte y decir que nada somos, ya que todo pasa y a
todo se llega!»
El crepúsculo invadía el cuarto, doblegando como un huracán a este pobre
grupo empeñado en mirar las causas del sufrimiento, en hurgar la miseria para
saber de qué está hecha. —¡El espacio, que está siempre, siempre, entre nosotros; el
tiempo que se nos pega como una enfermedad!... El tiempo es más cruel que el
espacio. El espacio es algo muerto, el tiempo tiene algo de asesino. Todos los
silencios, ya lo ves, todos los sepulcros, tienen en el tiempo su tumba... ¡Oh, las dos
cosas tan invisibles y tan reales que se cruzan sobre nosotros en el preciso instante
en que existimos! Estamos crucificados; no como Dios, que lo fue en carne sobre
una cruz, sino (y ella se apretó el cuerpo con los brazos, se encogió, era pequeñita)
que estamos crucificados sobre el tiempo y el espacio. Y se me aparecía, en efecto,
crucificada en los dos sentidos de su plegaria, ostentando sobre el corazón los
estigmas sangrientos del gran suplicio de vivir. Ella parecía mostrarse con toda su
fuerza. Se asemejaba a todos aquellos a los que yo había visto en aquel mismo sitio
en que ella estaba, y que también querían liberarse de la nada y vivir más; pero su
confesión, la de ella, la salvaba. Su humilde corazón genial iba, en su efusión,
desde toda la muerte a toda la vida. Tenía vueltos los ojos hacia la ventana blanca,
y la más grande petición posible, el mayor de los deseos humanos, palpitaba en
aquella especie de asunción de su rostro hacia el cielo. —¡Oh! ¡Deten, deten el
tiempo que huye!... ¡Pero ay! no eres más que un pobre hombre, un poco de
existencia y de pensamiento perdidos en el fondo de un cuarto, y yo te digo que
detengas el tiempo e impidas la muerte! Apagóse su voz, como si nada pudiese ya
decir, agotada toda su súplica, gastada hasta el límite. —¡Ah!... —dijo el hombre. El
miró las lágrimas que caían de sus ojos, el silencio de su boca... Luego, bajó la
cabeza. Quizá se entregaba a un desaliento supremo; acaso despertaba a la gran
vida interior. Cuando volvió a levantar la cabeza, tuve la vaga intuición de que
hubiera podido responder, pero que aún no sabía cómo hacerlo, como si toda
palabra empezara por ser demasiado pequeña. —¡Esto es lo que somos! —repitió
ella alzando la cabeza y mirándolo como si esperase una contradicción imposible
—, como un niño que pide una estrella. El murmuró: —¡Quién sabe qué somos!
Ella lo interrumpió con un gesto de infinito cansancio que imitaba por
inconsciente gloria el guadañazo de la muerte, y con voz sin acento y los ojos
vacíos dijo: —Ya sé qué vas a contestar. Vas a hablarme de la belleza de sufrir. ¡Ah!
Conozco tus hermosas ideas. Me placen, amado mío, tus bellas teorías; pero no
creo en ellas. Creería si me consolasen, si borrasen la muerte. Haciendo un esfuerzo
manifiesto, inseguro también él, buscando un camino: —La borrarían quizá si
creyeses en ellas... —murmuró él. —No, no la borran, no es verdad. No importa
qué digas, uno de nosotros morirá antes y el otro también morirá. ¿Qué me
respondes a esto, di, qué me respondes? ¡Oh, contéstame! No contestes
indirectamente, sino dame una respuesta a esto. ¡Oh! Trastórname, cambíame con
una respuesta que me toque, personalmente, lo mismo que estoy aquí. Se volvió
hacia él y tomó una de sus manos entre las dos suyas. Lo interrogaba con todo su
ser, con implacable paciencia, luego se deslizó de rodillas ante él, como un cuerpo
sin vida, rodó por tierra, naufragada en el fondo de la desesperación, muy abajo
del cielo, e imploró: —¡Oh, respóndeme! ¡Me harías tan dichosa que me parece que
puedes hacerlo! Alargaba la mano, mostrando con el dedo la visión obsesionante;
la dolorosa verdad cuya fórmula había encontrado, el más amplio nombre del mal:
el espacio que nos oculta, el tiempo que nos desgarra. En el cuarto, que a causa del
crepúsculo parece más bajo y más angosto, donde el pobre cielo muestra el espacio
y el reloj monótono afirma y afirma el tiempo, él, inclinado sobre ella como al
borde de un abismo de interrogación, repitió: —¡Quién sabe lo que somos! ¡Todo lo
que decimos, pensamos y creemos es poco seguro! No sabemos nada; nada sólido
hay. —Sí —exclamó ella—, te engañas; hay algo; nuestro dolor y nuestra necesidad
son perfectos absolutos. Esa es nuestra miseria: la vemos y tocamos. Podrán negar
todo lo demás, pero nuestra mendicidad ¿quién podría negarla? —Tienes razón —
dijo él—; es la única cosa absoluta que existe. Era verdad que ella estaba allí; era
verdad que la veían y la tocaban sobre sus caras pasmadas...
El repitió: —Nosotros somos la única cosa absoluta que existe. Se aferraba a
esto. Había encontrado un punto de apoyo en medio de la fuga del tiempo.
«Nosotros...», decía. Había hallado el grito contra la muerte, y lo repetía y lo
ensayaba: «Nosotros... nosotros». En el crepúsculo ya sin horizonte del cuarto,
contemplaba yo al hombre, con la mujer a sus pies, como una nube y como un
pedestal... La frente de él, sus manos, sus ojos, toda su luz pensante, emergían
como una constelación. Y era sublime verle empezar su resistencia. —Nosotros
somos lo que permanece. —¡Lo que permanece!... No; somos, por el contrario, lo
que pasa. —Nosotros somos lo que ve pasar. Somos lo que permanece. Ella se
encogió de hombros en señal de protesta, de desacuerdo. Su voz era casi rencorosa.
—Sí... no... Tal vez, si te empeñas... Después de todo ¿qué más da? Eso no consuela.
—¿Quién sabe si tenemos necesidad de la tristeza y de la sombra para crear alegría
y luz? —La luz existiría sin la sombra. —No —dijo él dulcemente. Ella respondió
por segunda vez: —Eso no consuela. Luego él recordó que ya había pensado en
todo eso. —Escucha —dijo con voz palpitante y un tanto solemne, como si hiciese
una confesión—. Una vez imaginé dos seres que se hallan al fin de su vida y
recuerdan todo lo que sufrieron. —¡Un poema! —dijo ella con desaliento. —Sí —
dijo él—, uno de esos poemas que ¡podrían ser tan hermosos!... Cosa rara, pareció
él animarse progresivamente. Parecía sincero por primera vez, al abandonar el
ejemplo vivo de su destino para aferrarse a la ficción de su imaginación. Al hablar
de ese poema tembló. Se adivinaba que iba a ser verdaderamente él mismo y que
tenía fe. Ella levantó la cabeza para escucharlo, trabajaba por su necesidad tenaz de
una palabra, por más que no tuviera confianza. —Están ahí —dijo él—. El hombre
y la mujer. Son creyentes. Se hallan al término de sus vidas y se consideran
dichosos al morir por las mismas razones que hacen que uno esté triste de vivir.
Son una especie de Adán y Eva que piensan en el paraíso al que van a volver. —¿Y
nosotros volveremos a nuestro paraíso —preguntó Amada—, a nuestro paraíso
perdido: la inocencia, el comienzo de la vida, la blancura? ¡Ay, como creo en él, en
ese paraíso! —Blancura, eso es —dijo él—. El paraíso es la luz, y la vida terrestre la
oscuridad. Ese es el tema de ese canto que he bosquejado; la luz que anhelan y la
sombra que son. —Como nosotros —dijo Amada..., También ellos, estaban allí, tan
cerca de la oscuridad un poco movediza, un pálido esfuerzo hacia la palidez casi
borrada del cielo cíe la ventana, con su pensamiento y su voz invisibles... »Esos
creyentes piden la muerte, como nosotros pedimos la subsistencia. En aquel día
supremo, han cambiado por fin una palabra de su plegaria cotidiana: la muerte en
lugar del pan. »Al saber que al fin van a morir, dan gracias. Yo quisiera que esa
acción de gracias se extendiese al principio de todo, como el alba. Ellos muestran a
dios sus manos y sus bocas oscuras, su corazón tenebroso, sus miradas que no
arrojan luz, y le piden que cure su incurable oscuridad. »Un razonamiento
elemental se transparenta en medio de su súplica. Quieren salir de la sombra
porque intercepta la luz divina a través de su humanidad. Sólo percibieron de esa
luz reflejos o fugaces relámpagos, y aspiran a la totalidad de ese dios del que sólo
vieron los pálidos destellos en el firmamento: »¡Danos —claman—, danos la limosna
del rayo cuyo reflejo nos ampara a veces como un velo y desde el infinito cae hasta las
estrellas! »Alzan sus brazos pálidos como dos pobres rayos pesados y demasiado
cortos...» Y yo me preguntaba si el grupo que tenía ante mis ojos no estaba ya en la
noche de la muerte; si no era su alma común la que, exhalándose en un último
suspiro, llegaba a herir mi oído... La poesía los traduce, los designa; quita la vida, a
pedazos, del silencio y de lo desconocido. Ella se adapta exactamente a su
profundo secreto. La mujer ha vuelto a doblar el cuello, ya magníficamente
agobiada. Ella lo escucha. El es más importante que ella, es más hermoso que ella
bella. »Vuelven sobre ellos mismos. En el umbral de la felicidad eterna, repasan la
obra vital que llevaron a cabo en toda su longitud. ¡Cuánto duelo, cuántas
angustias y espantos! Dicen todo lo que les fue enemigo, nada olvidan, nada
pierden ni derrochan del pasado terrible. ¡Qué poema el de todas esas miserias que
vuelven de golpe! »Primero, las necesidades brutales. Nace el niño; su primer
vagido es una queja; la ignorancia es igual al saber; luego, la enfermedad, el dolor,
todos esos lamentos con que apaciguamos el indiferente silencio de la naturaleza;
el trabajo con el cual hay que bregar desde la mañana a la noche, para poder,
cuando casi no se tienen ya fuerzas, tender la mano hacia un montón de oro que se
derrumba como un montón de ruinas; todo, hasta las viles basuras, hasta la
suciedad y la acumulación del polvo que nos acecha y del cual nos hemos de
purificar a cada instante, como si la tierra tratara de poseernos sin tregua, hasta el
amortajamiento final; y el cansancio, que nos envilece, que ahuyenta del semblante
la sonrisa y hace que de noche el hogar parezca casi desierto, con sus espectros
preocupados con el descanso.» ...Amada escucha, asiente. En ese momento se lleva
la mano al corazón y dice: «¡Pobre gente!» Luego se mueve con debilidad; le parece
que va demasiado lejos; no quiere tanta negrura, sea que esté cansada o que,
descrito por otra voz, el cuadro le parece exagerado. Y por una admirable unión de
sueño y realidad, la mujer del poema protesta también en ese momento. »La mujer
alza los ojos y dice tímidamente en son de protesta: "El hijo... el hijo que vino a
socorrernos..." "¡El hijo, al que se da la vida y que se deja morir!", responde el hombre...
No quiere que se disimule el sufrimiento, y encuentra en el pasado más desventura
de lo que él creía; hay una especie de perfección en su búsqueda; su juicio sobre la
vida es hermoso como el juicio final: "£/ hijo, por el que la herida humana sangra
todavía. ¡Crear, empezar de nuevo un corazón, hacer que renazca una desdicha; parir:
sacrificar a un ser! ¡Engendrar, aullando, una llaga más! ¡El dolor de parir! No concluyen
nunca: se inmensifi—ca en angustias, en desvelos!..." Y esa es toda la pasión de
maternidad, el sacrificio, el heroísmo, a la cabecera de la pequeña alma vacilante,
animándose apenas a vivir, poniendo cara de dicha cuando se está acongojado
hasta llorar y la sonrisa que se desliza... Y la incertidumbre constante: ""Acuérdate
del fin del trabajo, y por la noche, al poniente, la dulzura tan triste de sentarse... ¡Oh,
cuántas veces, por la noche, fijos los ojos sobre la pollada que tiembla incesante,
penosamente salvada, rozaban mis manos vacilantes las frentes amadas, y luego dejaba caer
mis dos brazos inermes, y me quedaba allí, llorando, vencido por la debilidad de los míos!..."
Amada no pudo dejar de hacer un gesto. Me pareció que iba a decirle que era
cruel... —Crecen y luego... El dice, con los ojos llameantes: «Caín». Ella, con voz
sollozante: «Abel». Ella padece con el recuerdo de los dos hijos que se odiaron y
golpearon. La hirieron a ella, porque los llevaba en el corazón, y era como si aún
estuviesen en su carne. Luego, otro recuerdo la llama por lo bajo: piensa en el
pequeño que murió: «El menor, el mejor... No existe ya, y yo sin cesar lo veo». Alarga
los brazos hacia lo imposible, y gime, desgarrada por el beso vacío: «¡Ya no existe, y
yo lo acaricio!» Y el hombre refunfuña: «La muerte, la maldad de los seres adorados,
bondad siniestra que nos abandona». Y ella lanza este grito supremo: «¡Oh, la
esterilidad de ser madre!» Yo me sentía arrebatado por la voz del poeta, que recitaba
balanceando ligeramente los hombros, poseído por la armonía. Yo me sentía
transportado hasta el sueño realizado... —Luego vuelven a verse abandonados por
sus hijos, apenas se hicieron grandes y amaron. «Vivo o muerto, el hijo nos deja,
porque es grato odiar la vejez cuando se es joven, se es fuerte, y se es claro. La primavera
terrible sepulta el invierno, y un beso no es profundo sino en labios nuevos. Abandonarás a
tu padre y a tu madre y rehuirás el abrazo estéril y gravoso de sus brazos...» Yo pensaba
en la escena que había visto la otra noche en la que este hombre hablaba, en ese
drama en mi vida. Sí, así fue. La anciana había rodeado a la juvenil pareja,
oscuramente liberada, con un abrazo inútil, con un abrazo perdido. Tenía razón
aquel vago recitador, aquel vago cantor, aquel pensador. —Ningún remedio contra
la incansable desventura de la vida; ni siquiera el sueño: «Dormir... Por la noche, se
olvida... No, soñábamos; el descanso se acuerda, se llena de espectros verdaderos. Nuestro
sueño nunca duerme: agoniza... A veces nos acaricia con sus formas grises el sueño que
soñamos. Siempre nos hace daño: triste, malogra nuestras noches; dulce, malogra nuestros
días...» »"Sin embargo, éramos dos", murmura la esposa... Y contemplan el amor.
Terminado el trabajo, iban juntos a fundir a lo largo de la noche, el reposo y la
ternura... "Pero por la noche sólo un instante éramos el uno del otro. Cuando buscábamos
por todos los caminos el nuestro y apresurábamos nuestros pasos oscuros hacia el cobijo
mal cerrado, como hacia un buque naufragado en el seno de todas las olas, cuando la
sombra se confundía en el fondo del valle con tu ropa gastada, humilde y como azotada, mis
ojos, bajo los rayos de luz que a coro se extinguían, contemplaban el latido casi desnudo de
tu corazón. Solos los dos. ¿Qué decíamos?... Nos decíamos: Te amo...'³. »Pero esa palabra
¡ay!, no tiene sentido, porque cada uno está solo, y dos voces, cualesquiera que
sean, se susurran incomprensibles secretos. Y aparece el anatema contra la soledad
a que están condenados: "¡Oh separación de los corazones, tierra amontonada sobre cada
uno de ellos, silencio pavoroso del pensamiento! Amantes, amantes, nos buscamos hasta el
infinito. Estábamos allí, nada había que nos uniese, y próximos y trémulos bajo los astros
imperantes, enlazados los dedos, no éramos sino dos limosnas". —¡Ah! —dijo Amada—.
¿Confiesas eso en tu poema? No deberías hacerlo... Es demasiado verdadero... —...
Luego, llegaba el momento del beso y el abrazo... Pero los cuerpos se penetran
tanto como las manos, pese a las osadías del pensamiento, y no era unión, sino dos
delirios uno sobre otro. —¡Ya lo sé! —dijo Amada temblando de doble vergüenza
con todo su cuerpo. —Y en las horas de desesperación, el dolor no hacía más que
agravar sus dos aislamientos: «Hundidos en nuestros cuerpos corno en sudarios,
nuestros ojos mezclaban sus lágrimas nuestros corazones lloraban solos; yo te veía frágil,,
infinita y profunda. Tú llorabas... yo sentía que cada uno de nosotros es un mundo.» »Y
así, la miseria y el mal se muestra» por entero en rina^ gran conciencia que nada
perdona. La imprecación ha concluido. También ha acabado la vida. Esta es la
última vez que hablarán de esas cosas. La mujer mira hacia adelante con la misma
curiosidad que tuvo al entrar en la vida. Eva termina como empezó. Toda su alma
sutil y viva de mujer sube hacia el secreto como una suerte de beso a los labios de
su vida. Quisiera ser dichosa, ya...» Amada se une aún más a las palabras de su
compañero. La imprecación hermana de la suya le ha infundido confianza. Pero
parece como empequeñecida delante de no* sotros. Hace un instante lo dominaba
todo; ahora escucha, espera, está dominada. —Nosotros también, ¿no es verdad?
—acaba de decir. Es conmovedora esta suerte de obra doble de vida y arte. Es
lírica; es dramática. Ellos son a la vez creadores, actores y víctimas. No se sabe ya
qué son. No hay sino una gran verdad, la misma para las palabras y para el
destino. ¿Dónde empieza el drama que representan y el que se representa con
ellos?... —Una inmensa piedad los devora de esperanza: «¡Creo en Dios y ya no creo
en mí!» Pero se entromete la curiosidad incansable, se desliza. ¿Cómo será el
paraíso, cómo no se sufrirá ya...? »El paraíso —dice él— lo entrevimos pobremente
sobre la tierra. Esperanzas, emociones, bellas efusiones y recompensas interiores
del orgullo, todo eso fue algo de paraíso. Fueron como breves momentos de Dios...
Pero pronto fueron ocultados por nuestra ignominia, nuestra humana negrura.
Ahora, nuestro triste camino se termina y Dios no tendrá fin. La mujer replica:
¿Qué será de mí?" Amada dice: —Tienes razón. Porque al fin, ¿qué hay que
contestarle? —El le demuestra que la dicha perfecta es una entidad cuya naturaleza
se nos escapa. No se puede palpar la eternidad, y menos experimentarla. Es
necesario confiar en Dios y dormirnos como niños en la noche de nuestras noches.
—Sin embargo... —objeta Amada. —Pero presa de una intuición que poco a poco
domina, la mujer plantea de nuevo la insuluble cuestión vital: ¿Qué será de
nosotros? »Y entonces, otra vez, él le contesta diciéndole lo que no serán. Por más
que quisiera decirle algo positivo la verdad se apodera de él y lo empuja hacia la
negación: «No seremos ya nuestros harapos, nuestras carnes ni nuestros
sollozos...», y se hunde en su sombra para negarla. «¿Qué será de nosotros?»,
clama ella temblando. No más sombra; no más separación, ni espanto, ni duda. No
más pasado, ni porvenir, ni deseos: el deseo es pobre, ya que no tiene. No más
esperanza. —¿No más esperanza?... —La esperanza es desgraciada, puesto que
espera. No más plegaria: la plegaria está despojada también, porque es un grito
que se eleva y nos abandona... No más sonrisa: ¿la sonrisa no es siempre triste a
medias? No sonreímos sino a nuestra melancolía, a nuestra inquietud, a la soledad
de la víspera, al dolor que huye. La sonrisa no dura, porque si durase no existiría;
su condición es ser moribunda... «Pero ¡qué será de mí, de mí!» Ese grito «de mí»
ocupa poco a poco todo el sitio, vibra y exige. Y una vez más él le arroja palabras
fantasmales, porque le preguntan qué será y él responde que ya no será. De nuevo
despliega como un espantajo los males sufridos. Los saca de la hondura del
misterio. Confiesa lo que nunca confesó. «Mira, existe esto que siempre te oculté.»
«Yo te decía esto, pero mentía.» Había inventado en la necesidad de encontrar
alguna respuesta a aquella interrogación tan sencilla. Enumera los deseos, y cada
uno de estos jirones de frases evoca un gehena. Lo ha deseado todo: el bien ajeno,
el destino ajeno, la gloria, la muchedumbre inmortal. Hasta deja entrever todo un
gran poema posible: «Infierno más pavoroso y atroz todavía: ¡nuestra hija, que se
asemeja a tu aurora!» No sucumbió a sus deseos, pero los sufrió más que
intensamente. Llevó consigo, bajo apariencia de calma, la tentación eterna:
«Clavada en mí, toda entera y en toda su magnitud... ¡Oh, agazapado en mi corazón,
torturador y oculto, el inconfesable mal de no haber pecado!» »El, por encima de todo, ha
deseado su pasado y vuelve sobre este sufrimiento tan simple y tan seguro: el
pasado que está muerto. Hubiese querido penetrar en el pasado, en el porvenir y
en el corazón amado. Pero el recuerdo es implacable. Es: nada; es: nunca más, y el
que vuelve a verlo sufre y siente el remordimiento de antaño como un malhechor.
Y así estaba él; y así estaban los dos, pese a su piedad, que arraigaba en ellos con la
vejez, obsesionados por la idea de la muerte. La idea de la muerte estaba en todas
partes. Porque lo espantoso no es la muerte, sino la idea de la muerte, esa idea que
arruina toda actividad, proyectando sombra subterránea. La idea de la muerte: la
muerte que vive... "¡Oh, cuánto he sufrido!... ¡Cuánto he debido sufrir!" »Esto es lo que
fue, y al fin, ya no será más. Todas las formas de tinieblas que nos han defendido
contra la perdurabilidad de la dicha. Todo se reduce a la invasión y a la negrura de
que la vida quiere evadirse. "Nosotros somos aquellos —exclama él, como al principio
—, nosotros somos aquellos que nunca tuvieron Luz, que La sombra universal recuperaba
cada noche, aquellos cuya sangre viva y profunda es negra, cuyo sueno oscuro mancilla
todo lo que toca, y nuestros ojos son tan tenebrosos como nuestras bocas. Vacíos y negros,
nuestros ojos son ciegos, nuestros ojos están apagados: necesitan el gran socorro de los
cielos..." Acuérdate cuando muy juntos, bajo la serena tempestad de la tarde,
reteníamos un rayo de luz en nuestras cabezas y queríamos que por mucho tiempo
no llegase la noche. Tu débil brazo, reciamente apoyado en el mío, palpitaba...
Hollando nuestro taciturno vuelo, la noche acababa por quitarnos la luz robada...
»La sombra se expandía desde ellos como de una herida en el costado;
verdaderamente creaban la sombra... Y limitado, deslumbrado por su
razonamiento de niño, él exclama: "La noche se hundirá: tú serás la luz!" Pero la
mísera promesa inmensa no ejerce influjo alguno sobre el espanto de la mujer, que
sigue preguntando qué será de ella, de ella; porque la luz no es nada. Nada, nada...
En vano busca luchar contra esa palabra. »El la recrimina por estar en
contradicción con ella misma al reclamar a la vez la dicha terrestre y la dicha
celestial; ella le responde, desde el fondo de sí misma, que la contradicción no está
en ella, sino en las cosas que ansia. »Entonces se agarra él a otra tabla de salvación,
y con una avidez desesperada explica, grita: ¡No se puede saber! ¿Cómo seria
posible? ¿Locura, sacrilegio intentarlo? ¡Se trata de un orden de cosas tan distinto
del que concebimos! La dicha divina no tiene la misma forma que la dicha
humana: í(La felicidad divina está fuera de nosotros." »Ella se incorpora temblando:
"¡No es verdad! ¡No es verdad! No, mi dicha no está fuera de mí, puesto que es mi dicha..."
"El universo es el universo de Dios, pero de mi dicha el dios soy yo." "Lo que
quiero —añade con una sencillez definitiva— es ser dichosa; yo, la misma que
ahora es y padece." Amada se estremeció; pensaba sin duda en lo que había dicho
hacía un momento: «Una respuesta que me concierna personalmente, tal como yo
estoy aquí». Y ella se parecía más a aquella mujer que a sí misma... —«Yo, la misma
que padece» —repitió el hombre. »¡Expresión importante, que nos pone
claramente ante esta gran ley: la felicidad no es un objeto ni una expresión de
cálculo. Nace de la miseria y en ella reside totalmente, y no podemos disociar la luz
de la sombra, no podemos separar la alegría del sufrimiento. Al separarlos
desgarramos a ambos! »"Yo, la misma que padece." Cómo ser felices en una calma
perfecta y una claridad pura, abstractas como una fórmula. Estamos hechos de
demasiadas necesidades y de un corazón demasiado descontrolado. Si nos
quitasen todo lo que nos hace mal, ¿qué quedaría? Y la dicha que de ello resultase
no sería para nosotros sino para otro. El razonamiento que dice creyendo razonar:
Tuvimos un vislumbre de felicidad que la sombra borró; al desaparecer la sombra,
tendremos toda la dicha; es una mentira enloquecida. Y otra mentira es decir:
Tendremos una felicidad pura que no podemos imaginar. »Y la mujer dice: "¡Dios
mío, yo no quiero cielo!" —¡Cómo! —dijo Amada temblando—. ¡Es menester que
fuéramos desgraciados en el paraíso! —El paraíso es la vida —dijo él. Amada se
calló, y permaneció allí, levantada la frente, comprendiendo por fin que, con todas
aquellas palabras él le contestaba sencillamente a ella y que le había rehecho en su
alma un pensamiento más elevado y justo. —El hombre está ahora al unísono con
la mujer —continúa. Además, hacía ya unos momentos que sentía el error contra el
cual se estrellaba su cólera. Y subraya y perfecciona la dramática verdad entrevista
en el destello femenino. «¿Y Dios, y Dios?», dijo ella. Dios no puede hacer nada por
los hombres. No hay nada que hacer. El no es lo imposible; no es más que Dios. »Y
entonces, ¿qué hacen esos dos creyentes inconsolables, a pesar de Dios?...
Reconstruyen confusamente, recuerdo por recuerdo, su vida y la adoran en su
miseria, en la que hay de todo. Junto a cada uno de esos destellos de alegría u
orgullo que hace un momento confesaron ser partículas de Dios, ven la sombra que
lo consentía, la flaqueza que lo preparaba, el peligro y la duda que lo
acompañaban, el temblor que le daba vida... El aspecto de su destino, que vuelve
así realmente a su vista, se funde con el de su amor, tanto más deslumbrado
cuando más torturado. Si él no hubiera sido pobre no habría experimentado toda la
caridad de que ella le colmó, cuando se fue acercando a su luz que le era necesaria,
y a su boca de mujer que llamaba en silencio. »Parece que reviven, que imitan lo
pasado.. Se diría que se conocen mal y que poco a poco se van conociendo,
evaluándose y uniéndose. Buscamos —dicen— la sombra. Se ven uno a otro
buscando, durante el día, el crepúsculo en el corazón de los aposentos, en el seno
de los bosques. Contemplaban, comprendían la naturaleza. La comprendían
demasiado y la daban lo que no era suyo, cuando su mortal emoción concedía una
suprema sonrisa a la tarde... Y a nuestro alrededor, el día ¡ay! moría.» Yo no sabía ya
en nombre de quién hablaba aquella criatura humana delante de mí, y si en su
boca se trataba de ella misma o de las demás. Encerrado entre aquellas paredes,
arrojado al fondo de aquel aposento como un harapo mojado, parecía realizar este
hombre una de esas grandes obras en que se funden letra y música. —«Teníamos
miedo, teníamos frío... Tú estabas rodeada de tiniebla: nuestra tarde, tus ropas, tu
pudor... Pero ¡qué aurora cuando yo iba hacia ti!» «¡Ah! Cuando yo estrechaba en mis
brazos conquistadores, bajo los velos de la tarde, tu preciosa cabeza, cuando vislumbraba en
tus gestos rotos tu boca y su silencio infinito de besos, tu carne, que en la noche es blanca
como un ángel...» Cuando me acercaba a tu cara como el espejo de mi sonrisa;
cuando en pie junto a ti, sosteniéndote y por ti sostenido, abismaba mis ojos
cerrados en el sol de tus cabellos, para deslumbrarme cuando recorría tu sombra
con mis manos plenas. —Nos necesitábamos mutuamente, sufríamos el uno por el
otro... ¡Oh! ¡Dudar, ignorar, esperar, llorar! Y así fue siempre. Pese a flaquezas,
olvidos, debilidades y pobrezas, la gran pobreza de nuestro arrtor reinó... —¡Ah!
—exclamó Amada—. No hay que maldecir ni lamentar. Es preciso amar a su
corazón. El continuó sin hacerle caso: —Y los moribundos dicen: «Y cuando la
vida, a la larga, sin acercarnos más de lo que es preciso, ¡ay! sin hacer de dos seres
uno solo, nos hizo, sin embargo, bastante semejantes para que la ternura nos
volviese, por milagro, sensibles uno a otro, adquirimos ambos un recogimiento y
un culto —una suerte de religión que tiembla— para nuestra misma miseria. La
encontrábamos en todas partes con la muerte; adorábamos la flaqueza humana en
el viento que se siente temblar, y se acerca y sigue siempre adelante; en el ocaso
que se despoja; en el verano que vemos sufrir y declinar; en el otoño, cuya belleza
encierra presentimientos, y en cuyas hojas muertas apagan tristemente el rumor de
las pisadas; en el cielo estrellado, cuya grandeza parece una locura; y hasta se hace
difícil creer que la piedra tenga un corazón de piedra y el porvenir no sea inocente
y expuesto a error. Y nosotros resistíamos, y nos tendíamos llenos de esperanzas.»
»Acuérdate cuando caía sobre las hondonadas la noche en que sentíamos llegar la vejez,
como juntábamos de a dos nuestras manos insuficientes, y a pesar de todo volvíamos los
ojos hacia el porvenir. ¡El porvenir! Sobre tu mejilla infinita una arruga sonreía. Todo era
magnífico y tembloroso, la prudente verdad caía del cielo espléndida, y su último reflejo se
posaba en tu blanca frente. Avarientos, cansados, abriendo apenas los párpados, llenos del
pobre pasado que no puede sanar, esperábamos; la noche ablandaba las piedras, tus ojos
eran dorados, yo te sentía morir. «La vida se exalta con una especie de perfección en la
vida que termina.» «Es hermoso —canta él con voz aún más profunda—, es
hermoso llegar al fin de nuestros días... Así es como hemos vivido el paraíso.» »Y
concluyen diciéndose tímida, torpemente: "Te amo". En el umbral del azul perenne
prueban a realizar el humilde comienzo de la vida expiatoria. Y hasta llegan a
asegurar que Dios sufre con verlos morir, y lo compadecen. Luego, los que ya no
quieren sufrir más, se dicen un adiós espantoso, con el que termina el drama». —
Tienen razón —dice Amada con un grito en el que está toda ella. —Esa es la
verdad —dice el poeta—. Pero la verdad no borra la muerte, no amengua el
espacio ni retrasa el tiempo; hace de todo ello y de la idea que de ello tenemos los
sombríos elementos esenciales de nosotros mismos. La felicidad necesita la
desgracia; la alegría se hace, en parte, con tristeza; gracias a nuestra crucifixión
sobre el tiempo y el espacio, nuestro corazón, en el centro, palpita. No hay que
soñar con una especie de absurda abstracción; hay que conservar el lazo que nos
ata a la sangre y a la tierra. «¡Tal como somos! Acuérdate. Somos una gran
amalgama; somos más de lo que creemos: ¡Quién sabe qué somos!...». Sobre la cara
femenina que el espanto de la muerte contrajo rígidamente, revivió una sonrisa.
Amada preguntó con infantil grandeza: —¿Y por qué no me dijiste todo eso
enseguida, cuando te pregunté? —No podías comprenderme entonces. Habías
colocado tu sueño de desamparo en un callejón sin salida. Era menester dar a la
verdad otro giro para presentarla de nuevo. Todavía algo, que veo en ellos, les
hace vibrar: la belleza, la bondad de haber hablado. Sí, esto les nimba durante el
breve espacio en que aún no han caído de su ensueño. —¡Qué bueno es —suspiró
ella— tener a mano todas esas palabras, que dicen exactamente lo que está en
contra de nosotros! —Expresarse, despertar lo que está vivo —dijo él—, es lo único
que da verdaderamente la impresión de la justicia. Tras esa gran frase se callaron.
Durante una fracción de tiempo estuvieron tan cerca uno de otro como es posible
estarlo aquí abajo, a causa del augusto asentimiento a la alta verdad, a la verdad
ardua, porque es duro de entender que la felicidad sea a la vez feliz y desgraciada.
Sin embargo, ella lo creía, ella la rebelde, la incrédula, a la que él le ofreció para
tocar un verdadero corazón.
IX
La ventana estaba abierta de par en par. Entraba la noche vibrante y
abundante como una estación. Vi en los polvorientos rayos del poniente tres
personas colocadas a contraluz de los largos reflejos cobrizos. Un anciano, de
aspecto fatigado y triste, con la cara surcada de arrugas, sentado en el sillón que
habían arrimado a la ventana; una mujer joven, alta, de pelo muy rubio y cara de
madona. Un poco más allá había sentada otra mujer, encinta, y con los ojos fijos
parecían contemplar el porvenir. Esta última no se mezclaba en la conversación, ya
porque fuese de condición más modesta, ya porque tuviese todo su pensamiento
concentrado en el suceso de su carne. En la penumbra, donde se había retirado, se
veía su forma abultada y dulcemente monstruosa, y un tierno rictus de éxtasis. Los
otros hablaban. El hombre tenía una voz cascada y desigual. A veces estremecía
sus hombros un temblor febril y de cuando en cuando hacía bruscos movimientos
involuntarios. Tenía los ojos rasgados y su habla tenía la marca de un acento
extranjero. Ella se mantenía tranquilamente a su lado, con esa claridad y su
dulzura del norte, tan blanca y dorada, que la luz del día parecía morir, más
lentamente que en otra parte, sobre su pálida cara plateada y la difusa aureola de
sus cabellos. ¿Eran padre e hija, hermano y hermana? Se veía que él la adoraba,
pero que no era su mujer. La miró con sus ojos rasgados, en los que el sol que la
iluminaba puso un reflejo. Y dijo: —Uno está a punto de nacer y otro a punto de
morir. La mujer embarazada hizo un movimiento. La otra exclamó a media voz,
vivamente inclinada sobre él: —¡Qué dice usted, Felipe!... El se mostró indiferente
al afecto causado por sus palabras, como si esta protesta no fuese sincera o fuera
inútil. Quizá no era viejo. Me pareció que su pelo apenas empezaba a encanecer.
Pero era presa de un sufrimiento misterioso, que sobrellevaba mal, en una
crispación continua. No le quedaba mucho tiempo por vivir. Se adivinaba esto por
ciertas señales eternas alrededor de él: una piedad asustada y demasiado discreta
en las miradas, un duelo ya casi insoportable. Volvió a hablar él tras un esfuerzo de
su carne para romper el silencio. Como se hallaba entre la ventana abierta y yo, sus
palabras se pierden en parte en el espacio. Habla de viajes. Creo también que habla
de su matrimonio, pero no llego a oír lo que dice. Se reanima, alza la voz, que es
ahora de una sonoridad profunda y angustiosa. Vibra; una pasión contenida anima
sus gestos y miradas, templa y agiganta sus palabras. Se trasluce en él al hombre
activo y brillante que debió ser antes que la enfermedad lo quebrantase. Vuelve un
poco la cabeza y puedo oírlo mejor. Recuerda las ciudades y países recorridos, y
los enumera. Parece invocar nombres sagrados, suplicar a cielos lejanos y
diferentes: Italia, Egipto, la India. Vino de allá entre dos viajes, para descansar; y
descansa, inquieto, como se esconde un fugitivo. Tendrá que volver a partir, y sus
ojos resplandecen. Dice todo lo que aún desea ver. Pero el crepúsculo se adensa
poco a poco; la tibieza del aire se disipa como un buen sueño; él ya sólo piensa en
lo que vio: —¡Todo lo que hemos visto, todo el espacio que llevamos con nosotros!
Dan la impresión de un grupo de viajeros jamás tranquilos, fugitivos eternos,
detenidos por un instante de su vagabundeo insaciable en un rincón del mundo
que parece pequeño a causa de ellos. —... Palermo... Sicilia. Trata de embriagarse
con el recuerdo espacioso, ya que no se atreve a aventurarse en el porvenir. Veo el
esfuerzo que realiza por acercarse a algún punto luminoso de los pasados días. —
¡Carpeia, Carpeia! —exclama—. ¿Se acuerda, Ana, de aquella mañana encantada
de luz? El barquero y su familia estaban sentados a la mesa, en pleno campo.
¡Cómo llameaba la naturaleza!... La mesa, redonda y pálida, parecía un astro. El río
brillaba. En la orilla florecían tamarindos, y adelfas. No lejos de allí estaba la
barrera del Sol, el remanso brillante de rio que chispeaba... Y el sol hacía florecer
todas las hojas. La hierba lucía como si estuviese empapada en rocío. Los
matorrales parecían encerrar joyas. El viento era tan débil, que parecía una sonrisa;
no, un suspiro... Ella escuchaba; recogía sus palabras, sus revelaciones, plácida,
profunda y límpida como un espejo. —La familia del barquero —continuó él— no
estaba completa. Faltaba la hija joven que se había apartado, y lejos de su gente lo
bastante para no oírlos, soñaba, sentada en un banco rústico. Veo la sombra
dulcemente verde del gran árbol sobre ella. Estaba al borde del misterio violáceo
del bosque, con su pobre vestido. »Y oigo las moscas que zumbaban en aquel estío
lombardo, alrededor del río sinuoso que costeábamos y que poco a poco se
desplegaba con gracia. »...¡Quién podrá decir —murmuró el evocador—, ni
traducir en una obra el zumbido de una mosca! ¡Es imposible! Quizá porque ese
zumbido no resuena nunca aislado, y todas las veces que lo oímos está mezclado
con la música universal de un instante.» —Donde recibí la más viva impresión del
sol del mediodía —continuó él, contemplando otro recuerdo— fue en Londres, en
un museo. Delante de un cuadro que representaba un efecto de sol en la campiña
romana, un italiano con su traje, un modelo, alargaba el cuello. Entre la
inmovilidad de los empleados taciturnos, en la húmeda corriente de los visitantes,
en el gris y en la oscuridad, el italiano irradiaba. Estaba mudo, sordo a todo, lleno
de sol secreto, y tenía las manos juntas, casi cruzadas. Oraba al divino cuadro. —
Volvimos a ver Carpeia —dijo Ana—. El azar de nuestros viajes hizo que
pasásemos por allí en noviembre. Hacía mucho frío; nos habíamos puesto los
abrigos; el río estaba helado. —Sí, y se andaba sobre el agua. Era desolado y
curioso. Todos los que vivían del agua, barqueros, pescadores, marineros,
lavanderas y los maridos de las lavanderas, todos andaban sobre el agua. El hizo
una pausa; luego preguntó: —¿Por qué ciertos recuerdos son inexplicablemente
imperecederos? Hundió la cara en sus manos tristes y nerviosas, y murmuró: —
¿Por qué, por qué? —Nuestro oasis —continuó ella, ayudándole en esa obra de
recuerdo, o quizá porque también sintiese el vértigo de revivir— era, en el castillo
que poseía usted en Kief, el rincón de los tilos y de las acacias. «Todo un trozo de
césped se halla cubierto siempre de flores en verano y de hojas en invierno...» —
Allí —dijo él— es donde todavía veo a mi padre. Tenía aspecto bondadoso. Usaba
un gran capote de paño afelpado y gorra de fieltro encasquetada hasta las orejas.
Tenía una gran barba blanca, y le lloraban un poco los ojos, a causa del frío. Volvió
a su idea: —¿Por qué conservo de mi padre ese recuerdo más que otro? ¿Qué signo
extraordinario me lo designa? No sé, pero esa es su imagen. Así vive en mí y así no
está muerto. Luego dijo, casi temblando: —Me gusta Bakú. No veré más ese país.
Junto a los pozos de petróleo, el gran paisaje gris, desmesurado. Fango, charcos de
aceite muy oscuros e irisados. Un vasto cielo, despojado de azul. Caminos
interminables, donde las huellas de los carros relucen como rieles. Edificios negros
y relucientes como los hombres. Olor a petróleo. En todas partes, hasta en las
flores, el eterno olor al mal subterráneo. No volveré a ver ese país. Además, ya no
conozco allí a nadie. El último año aún estaba allí el viejo avaro Borine amasando y
contando su dinero. —Cuando sintió llegar la muerte —dijo la mujer joven—
exclamó: «Voy a quedar arruinado». Anochecía. La joven era cada vez más visible
entre los otros, y cada vez más bella. —También él tenía cara de muy bueno. ¿Por
qué los avaros, que aman con ardor una cosa, no pueden tener cara de buenos? Un
ligero temblor estremeció los hombros del enfermo. —Cierre la ventana, haga el
favor —dijo—. Tengo frío. Cuando la cerraron se produjo el silencio. Ella dijo: —
Recibí carta de Catalina de Berg. —¿Sigue igual? —Sí, se muere de pesadumbre. En
vano viaja de país en país. La semana pasada estaba en las Baleares. Por todas
partes va arrastrando, como una suerte de pereza, su viudez. ¡Qué fuerza se
necesita para ser tan inconsolable! Combate su juventud y su belleza. No viaja para
atenuar su duelo, sino para aumentarlo, para llevarlo a todas partes por el mundo.
En realidad, no quiere ninguna distracción. Cuando, por un desquite de la vida,
olvida un momento, se desespera. Un día la vi llorar porque había reído. Y sin
embargo, su pena es tranquila a la vista, tan sosegada como la gracia de su
semblante. Yo veía el perfil del hombre sobre las cortinas descoloridas: espalda
encorvada, cabeza temblorosa, cuello flaco. Alzó las manos. —El dolor verdadero
permanece en nosotros —dijo—; casi no se ve ni se siente. Pero detiene todo con
facilidad, hasta la vida. El dolor verdadero reviste las formas grandiosas del hastío.
Con un movimiento casi torpe, sacó una cigarrera de su bolsillo. Encendió un
cigarrillo. Vi sus facciones demacradas, a las que la viva lucecilla del fósforo se
adhirió como una brillante máscara. Luego siguió fumando en la penumbra, y sólo
se alcanzaba a ver el cigarrillo ardiendo, movido por un brazo tan borroso y ligero
como el humo que exhalaba. Al llevarse el cigarrillo a la boca, veía yo la luz de su
aliento, cuya bruma había visto antes en la frescura del espacio. ... No era tabaco lo
que fumaba: sentí el rechazo de un olor a farmacia. Alargó la mano suavemente
hacia la ventana cerrada, modesta, con sus visillos medio levantados. —Miren
ustedes... Benarés y Hallihabad... Incendio de oro rojo en lo oscuro; un centelleo de
extraños seres humanos. No son criaturas, sino estatuas de dioses, bajo el cielo
violeta de la tarde. Se mueven... No... Sí. Es una suntuosa ceremonia, en la que se
confunden tiaras, insignias y ornamentos femeninos... En primer término, el gran
sacerdote, con su complejo tocado en escalones y sus manos en actitud ritual. Una
borrosa pagoda. Arquitectura, época, raza. ¡Qué diferentes somos de esas criaturas!
¿Quién tendrá razón? Luego ensanchó el círculo de lo pasado. Parecía hacerlo en
un penoso y gran esfuerzo, como si agrandase un círculo de infierno y de súplica.
—Los viajes: todos esos lugares que abandonamos; todo eso es inútil. Los viajes no
agigantan; ¿y por qué había uno de agigantarse con los pasos que da? Además,
¿tiene uno tiempo de dejar a un lado la carga de su alma para ver verdaderamente
aquello por cuyo lado pasa? Y aun así... Los viajeros sólo pueden conocer un punto
de la superficie de este momento. Pensé esta noche (cuando me acosaba el recuerdo
de los acantilados, de las landas, de las selvas galesas) en los caballeros de la Tabla
Redonda. El rey Arturo y sus compañeros... Me parecía estar no lejos de ellos y
adelantarme. Sólo veía a uno, que llevaba un casco raro. Su pupila color de
esmeralda me miró y me dejó helado. Los otros se esfumaban, eran fantasmas. La
mesa de piedra era redonda en el claro del bosque otoñal. El gris de la bruma se
confundía con el velo rojizo del bosque. La mesa era redonda, para que, cuando se
pusieran los caballeros de pie a su alrededor, ninguno de ellos tuviese la
preeminencia. Era como una gigantesca muela. Era muy blanca, y sus bordes
nítidos. No hacía mucho tiempo que había sido tallada. Era nueva. ... ¡Mil años!...
Dos mil, tres mil años; luego vi la ribera de Troya... »¿Recuerda, Ana la línea de oro
frente a la que pasamos? El héroe griego camina por la arena, ligeramente dorada
por la aurora. Veo la ancha huella, acompasada y sólida, que deja en la arena. Al
borde de cada una de estas huellas, luego que ha pasado, se desgrana un poco de
arena de oro. El mar muere a su lado. Veo la estela (un fino rodete espumoso) que
la última ola acaba de dejar sobre la arena mojada, más hundida que la que él pisa.
Un guijarro rechina bajo el bronce de su calzado y rueda. Oigo el ruido de sus
pasos. Piense en esto, Ana; sus pasos, el rumor de sus pasos, ahogado desde hace
tantos miles de años. Piense en el aletazo que hay que dar para aproximarse a eso;
esas pisadas, de las que al día siguiente no quedaba huella, y que, sin embargo,
existen. ¿Dónde están, dónde están? Están en nosotros, puesto que las vemos, las
advertimos. El tiempo no es el tiempo; el espacio no es el espacio.» Se hizo un
silencio sobre la admirable frase, sobre este misterio de lucidez. La mujer no se
sintió capaz de interrumpir el silencio en el que planeaba una verdad que, sin
duda, ella no alcanzaba. —Su espada chocó en una roca, y aún se oye el vibrante
estrépito de la hoja en la vaina. Su recia mano, para escalar una cuesta, se agarró al
vástago de un pino, del que se desprendieron algunas agujas secas. ¿Qué es eso
que corre por aquel pinar de la costa? Un animal, un perro; el perro de aquel
hombre. Trae en la boca un objeto: un cinturón de cuero endurecido y arrugado
por la sal y el viento, un cinturón troyano, vestigio casi desvanecido de la matanza
que dentro de centenares y centenares de años cantará Hornero. »El guerrero ha
llegado a un promontorio. Alarga la cabeza, dirigiendo sus miradas al mar. Su
nariz es recta y firme, la línea de la frente resalta, clara, bajo el hierro del casco; el
arco de las cejas es muy saliente: las pestañas palpitan sobre los chispeantes ojos.
Pero yo examino principalmente su mano, entreabierta, de uñas cortas, los dedos y
el dorso de un color quemado tirando a rojo, como esculpidos en ladrillo, y las
uñas abombadas, como guijarros incrustados. »Ve la ribera. Los marineros se
afanan por echar al agua barcas innumerables. Las arrastran y las empujan aguas
adentro para evitar el golpe de los arrecifes de la costa. La flota griega zarpará esta
noche, porque sólo se puede navegar a la luz de las estrellas, y se aparejan,
mientras la mañana brilla sobre el azul del mar.» Tras esta contemplación de sol,
bajó el hombre la frente. —Tengo la visión de una extensión de agua. Veo de cerca
ese agua, esas olas que en un silencio absoluto chapotean, grises y argentadas, bajo
una rara luz. ¿Por qué ese infinito silencio? Están en otro planeta, alejadas de
nosotros no sé cuántos centenares de siglos. Contemplo lo que él dice y lo miro a
él. El espectáculo que no existe y el hombre que en la sombra casi no existe ya. La
evocación, el evocador... Pienso en la inaudita diferencia de magnitud entre el que
piensa y lo que piensa. Su cara es una mancha tenue, disputada, borrada en el
principio del desenvolvimiento de los países y las épocas. Y otros recuerdos y otros
aún se amontonan, se apretujan. Se lo adivina asaltado por un mundo; presa de
demasiados recuerdos: de los que acaba de balbucear y de otros que no tiene el
tiempo o el poder de decir. No puede desprenderse de la luminosa grandeza que
está en él. Echa hacia atrás el rostro; sin duda ha cerrado los párpados... Y yo
cuento y mido sus recuerdos por la expresión de sufrimiento que revela una cara
que se deja contemplar de esa manera. Ahora, él, que hace un instante se extasiaba,
se queja: —Me acuerdo... me acuerdo... Mi corazón no tiene piedad de mí. «¡Ah! —
sollozó con un gesto de resignación—. No puede decirse adiós a todo.» Ella está
allí, y nada puede, aunque él la adore. No puede nada contra ese adiós infinito que
llena las últimas miradas de un hombre. Está allí solamente con toda su belleza y
toda su sonrisa... Y la sobrehumana visión se multiplica en vano de nostalgia, de
remordimientos y deseos. No quiere que todo aquello termine. Lo que él evoca, lo
que él llama, querría recuperarlo. Ama su pasado. Inexorable., inmóvil, el pasado
tiene la forma de una divinidad, porque para los creyentes como para los
negadores, la grandeza de Dios es dejarse suplicar. La embarazada se fue. La vi
escurrirse, llegar a la puerta, tiernamente, con precauciones maternales hacia ella
misma. Se quedaron los dos solos... La noche tenía una realidad imponente:
parecía vivir, haber echado raíces y ocupar su lugar. Nunca el cuarto estuvo tan
pleno de ella. El dijo: «Otro día que se termina». Y continuando su pensamiento: —
Es preciso —añadió— preparar todo para el casamiento. —¡Miguel! —exclamó la
joven instintivamente como si no pudiera contener ese nombre. —Miguel no se
molestará por eso —respondió el hombre—, sabe que usted lo ama, Ana. No se
asustará de la formalidad pura y sencilla —insistió, sonriendo para consolarse de
estas palabras— de un matrimonio in extremis. La sombra los presentaba dulce
únicamente uno a otro, los tenía juntos. Se contemplaron. El era seco, ardiente; sus
palabras resonaban en los huecos de su vida; ella, blanca y ancha, y vibraba crasa y
luminosamente. Fijó en ella los ojos, hacía él un visible esfuerzo, como si no se
atreviera a tocarla con una palabra. Luego se abandonó al impulso. —¡La amo
tanto! —dijo sencillamente. —¡Ah! —dijo ella—. Usted no morirá. —¡Qué buena ha
sido —respondió él— consintiendo en ser tanto tiempo mi hermana! —¡Cuánto ha
hecho usted por mí! —exclamó ella, uniendo las manos e inclinando sobre él todo
el busto magnífico, como si se prosternase. Se advertía que se hablaban con el
corazón en la mano. ¡Qué cosa tan admirable esto de hablarse con el corazón en la
mano, sin reticencia, sin la ignorancia vergonzosa y culpable de lo que se dice
yendo rectamente uno a otro! Es casi un milagro de irradiación, de paz y de
existencia. El callaba. Había cerrado los ojos, aunque seguía viéndola. Volvió a
abrirlos sobre ella. —Usted es mi ángel que no me ama. Al decir esto se empañó su
rostro. Este sencillo espectáculo me agobió; la parte de infinito del corazón que
participa de la naturaleza: su rostro se ensombreció. Yo veía con cuánto amor se
elevaba hacia ella. Ella lo sabía: había en sus palabras, en mantenerse cerca de él,
una inmensa dulzura. La mujer no lo animaba, no le mentía, pero siempre que le
era posible, con una palabra, con un gesto entregado o con algún hermoso silencio,
intentaba consolarlo del mal que le hacía con su presencia, con su ausencia.
Después de haberla mirado de nuevo, mientras la sombra le acercaba más a ella,
muy a su pesar, dijo: —Usted es la triste confidente de mi amor hacia usted. Volvió
a hablar del matrimonio. Ya que todo estaba listo, ¿por qué no celebrarlo en
seguida? —Todo será para usted: mi fortuna, mi nombre, Ana, el contacto puro
que de mí quedará en usted cuando... cuando yo sólo sea alguien que ha pasado.
Quería esparcir con su mano el bienestar perdurable en el porvenir indeciso, su
caricia demasiado ligera, ¡ay! como una bendición. En el presente, no aspiraba sino
a la débil y ficticia unión con el nombre de matrimonio. —¿Por qué hablar de
eso?... Ella no respondía directamente, presa de una repugnancia casi invencible, a
causa sin duda del amor por otro que ella guardaba en su pecho y del amor que el
enfermo declaraba por ella. Aunque había consentido en principio —ya que
estaban cumplidas todas las formalidades—, nunca había respondido claramente a
aquella súplica que, siempre que estaban solos, iba de él a ella como una mirada.
¿Pero esta noche no estaba ella al borde del consentimiento, de la decisión que
había de tomar —pese al material interés que podía encontrar que tomaba en su
alma tan blanca que enseguida se la conocía— para someterse a él y permitirle ese
pobre acercamiento? —¿Qué dice usted? —murmuró él. Miramos su boca... Casi
sonreía ya, esa boca suplicada como un altar, como el semblante de una deidad,
preciosa por las esperanzas que se tendían hacia ella, al mismo tiempo que todas
las bellezas de la noche. El moribundo, sintiendo llegar la aceptación, murmuró: —
Amo la vida... Movió la cabeza: —Me queda tan poco tiempo, tan poco tiempo
para mí, que no quisiera ya dormirme de noche... Luego se calló para oírla. Ella
dijo: «Sí», y tocó con su mano, apenas, la mano del viejo. Y a pesar mío, mi
implacable atención advirtió que ese gesto estaba marcado de solemnidad teatral,
por una grandeza consciente de sí misma. Por más que sea leal y casto, sin segunda
intención, el sacrificio lleva consigo un orgullo glorificador que yo veo, yo, que veo
todo. En el hotel no se habla más que de los extranjeros. Ocupan tres habitaciones,
traen mucho equipaje, y, según parece, el hombre es muy rico, aunque de gustos
sencillísimos. Permanecerán en París hasta el alumbramiento de la embarazada,
que será madre dentro de un mes y dará a luz en una casa de salud del barrio. Pero
el hombre, según dicen, está muy enfermo. La señora Lemercier está
extremadamente contrariada por ello, pues teme que muera en su casa... Se
avergüenza por adelantado. El alquiler de los cuartos lo hicieron por carta, porque
sino no habría recibido a estos huéspedes, a pesar de la atracción de su fortuna.
Espera que el enfermo resistirá hasta que partan; pero se la nota muy
preocupada. ... Cuando vuelvo a ver al enfermo, pienso que, verdaderamente, está
a punto de morir. Se le ve hundido, con los codos apoyados en los brazos del
sillón, las manos colgantes. Parece que mirar le costara esfuerzo. Como tiene la
cabeza baja, la claridad de la ventana ilumina, no sus pupilas, sino el contorno de
sus párpados inferiores, de manera que parece tener la cara como desollada. El
recuerdo de lo que dijo el poeta me hace temblar delante de este hombre que
termina, que domina casi toda su existencia con una soberanía espantosa, revestido
de una hermosura ante la que el mismo Dios es impotente.
X
Hablaba de la música. —¿Por qué —dijo— hace en nosotros tanta
impresión el ritmo? "En medio del desorden de la naturaleza, la creación humana
lleva, dondequiera que se manifiesta, su gran principio de regularidad y
monotonía. Sólo obedeciendo a esa dura ley medra y se afianza de un modo sólido
una obra, cualquiera que sea. Esa austera virtud diferencia la calle del valle y eleva
una escalera de peldaños uniformes en la montaña del ruido. Porque el desorden
no tiene alma, y la regularidad es pensante.» Habló después de la proporción, de la
armonía y de la unidad. Sólo oía fragmentos de sus frases, como si el viento me
trajese a bocanadas el olor del campo y del amplio mar. Llamaron a la puerta. Era
la hora del médico. El se levantó, vacilante, agotado y vencido delante de ese
dueño. —¿Cómo va desde ayer? —Mal —respondió el enfermo. —Vamos, vamos
—dijo tranquilamente el recién llegado. Les dejaron solos a ambos. El enfermo se
volvió a sentar, con una lentitud y una torpeza ridículas. El doctor quedaba de pie
entre él y yo. Luego preguntó: —Bueno; ¿y ese corazón? Durante un instante, que
me pareció trágico, ambos bajaron la voz, y así, en tono quedo, hizo el enfermo a
su médico la confesión de otra jornada más de su enfermedad. El hombre de
ciencia escuchaba, interrumpía, movía la cabeza en señal de aprobación. Dio por
terminado el relato repitiendo, esta vez en voz baja, la jovial y tranquilizadora
interjección de antes, con el mismo ademán amplio, sosegado. —¡Vaya, vaya, veo
que no hay novedad!... Se apartó hacia un lado, y vi al enfermo: las facciones
tensas, los ojos despavoridos por haber hablado del lúgubre misterio de su mal. Se
calmó un poco y se puso a hablar con el médico, que, con el aire más bonachón del
mundo, se había repantingado en una silla. Tocó algunos temas triviales de
conversación, y luego, como un maldecido por su mal, volvió a aquella cosa
siniestra que llevaba consigo: la enfermedad. —¡Qué vergüenza! —dijo. —¡Psch! —
hizo el médico, aburrido. Después se levantó. —¡Vaya! Hasta mañana. —Sí; para la
consulta. —Eso es. Hasta mañana. Y el médico se fue con paso ligero, llevando
consigo todos sus sangrientos recuerdos, toda esa carga de miserias cuyo peso
ignora. Acababa sin duda de terminar la consulta. Se había abierto la puerta.
Entraron dos médicos; me parecieron incómodos a juzgar por sus movimientos. Se
quedaron en pie. Uno era joven y el otro viejo. Se miraron. Yo trataba de penetrar
el silencio de sus ojos, la sombra que había en sus cabezas. El más viejo se acarició
la barba, se apoyó en la chimenea, puso la vista en el suelo y soltó estas palabras:
—Casus Lethalis... y yo añadiría: properatus. Había bajado la voz, por temor a ser
oído por el enfermo y también por la solemnidad de aquella sentencia de muerte.
El otro movió la cabeza en señal de aprobación; hubiérase dicho de complicidad.
Ambos se callaron, como niños en falta. De nuevo se miraron. —¿Qué edad tiene?
—Cincuenta y tres años. El médico joven observó: —Suerte ha tenido en llegar
hasta esa edad. A lo que el viejo replicó filosóficamente: —Sí que la tuvo. Pero ya se
acabó. Un silencio. El hombre de la barba gris murmuró: —Sentí el sarcoma, al
tacto, precisamente detrás de la carótida. Se llevó un dedo al cuello. —
Precisamente, aquí lo he visto. El otro movió la cabeza —desde que entró, parecía
animada esta cabeza de un movimiento continuo— y murmuró: —Sí, no hay
operación posible. —Naturalmente —dijo el viejo con los ojos brillantes por una
suerte de siniestra ironía—; sólo una le podría quitar eso: ¡la guillotina! Además, la
generalización adelanta a pasos agigantados. Hay núcleos en los ganglios
submaxilares y suclaviculares, y sin duda también en los axilares. El proceso es
fulminante. Dentro de poco quedarán obstruidas las tres vías: respiratoria,
circulatoria y digestiva; la estrangulación será rápida. Lanzó un suspiro y continuó
en la misma postura, con un cigarro sin encender en la boca, la cara rígida y
cruzado de brazos. El joven se había sentado, y recostado en el respaldo del sillón,
golpeaba el mármol de la chimenea con sus dedos inútiles. Uno de los dos dijo: —
¡Cuando se encuentra uno en presencia de casos semejantes, llega a pensar, en una
especie de deslumbramiento, que el cáncer ha elegido su sitio! —Maestro, ¿qué le
hemos de decir a la mujer? —Decirle que está grave, muy grave, con un aire
vencido; invocar los infinitos recursos de la naturaleza. —Conozco la frase... —
Mucho mejor —dijo el viejo. —¿Y si insiste, si se empeña en saber? —Entonces no
se le responde y se vuelve la cabeza a otro lado... —¿No le infundiremos un poco
de esperanza? ¡Es tan joven! —Precisamente por eso, la menor esperanza crecería
en ella. Hijo mío, nunca hay que decir lo que es inútil. Sólo conseguiríamos que nos
tachasen de ignorantes y nos tomasen odio. —¿Y él sabe?... —Lo ignoro. Mientras
lo estaba reconociendo, ya lo notaría usted, traté de darme cuenta tirándole de la
lengua. Unas veces creía que no sospechaba nada; pero otras me pareció que se
veía a sí mismo como yo lo veía. Otra vez quedaron silenciosos durante un rato.
Hubiérase dicho que esos dos científicos habían venido a la habitación más bien
para callarse que para hablar. Apenas sí se habían movido de su sitio, y cambiaron
las pocas palabras anteriores con cierta dificultad, con precaución. Luego, frente a
la repulsiva llaga, vista de cerca una vez más, se elevaron a pensamientos más
generales, más grandes. Yo presentía el trabajo que se operaba en sus cerebros. Al
cabo, se oyeron estas palabras: —Se forma lo mismo que un niño. El viejo empezó a
hablar. —Como un niño. El germen obra sobre la célula, como ha dicho
Lancereaux, al modo de un espermatozoide. Es un espermatozoide. Es un
microorganismo que penetra el elemento anatómico, lo selecciona y lo impregna, le
comunica un poder vibratorio, le da otra vida. Pero el agente excitador de esta
actividad intracelular, en vez de ser el germen normal de la vida es un parásito.
»Cualquiera que sea la naturaleza de este primun movensy ya sea el micrococus
neoformans, ya la espora todavía invisible del bacilo de Kock, o cualquier otro, lo
cierto es que el tejido parasitario canceroso evoluciona al principio como el tejido
fetal. »Pero el feto termina. Hay un momento en que la masa embrionaria
enquistada en la matriz, se vuelve, por decirlo así, adulta. Constituye sus
membranas superficiales que Caludio Bernard, en su terminología profunda, llama
limitantes. El feto está ya formado: va a nacer. »El tejido canceroso, por el
contrario, no acaba; sigue y sigue, sin alcanzar jamás el límite. El tumor (no hablo,
entiéndase bien, de fibromas, miomas ni cancroides simples, que son los «tumores
de buena índole») permanece eternamente en estado embrionario; no puede
evolucionar en un sentido armónico y completo. Se extiende. No sabe sino
extenderse, sin llegar a adquirir una forma. Si se le extirpa vuelve a proliferar, o
por lo menos en el noventa y cinco por ciento de los casos. ¿Qué puede nuestro
cuerpo entero contra esa carne que no se organiza y no sale? ¿Qué puede el
equilibrio tan minucioso y frágil de nuestras células contra esa vegetación
desordenada que, en medio de nuestra sangre y nuestros órganos, a través del
armazón óseo y de todas las redes, incrusta una masa insoluble e ilimitada? »Si, el
cáncer es, dentro de nuestro organismo, en el sentido estricto de la palabra,
infinito.» El médico joven asintió con la cabeza y dijo, con una profundidad que fue
a buscar no sé dónde, al contacto con la idea de infinito: —Es como un corazón
podrido. Estaban ahora sentados frente a frente. Acercaron sus sillas. —Es peor
todavía de lo que decimos —añadió el más joven de ambos interlocutores, con voz
tímida, contenida. —Sí —asintió el otro con la cabeza. No nos encontramos en
presencia de una enfermedad local contraída misteriosamente; no se trata, como
cree el vulgo, de un siniestro accidente interior. El cáncer ni siquiera es contagioso.
Nos encontramos frente a la crisis patológica aguda y rápida de toda una categoría
de debilitados; frente a una de las formas elementales de la enfermedad humana.
»Es un estado general que necesita y precisa el mal; es el enfermo mismo,
podríamos decir, el que reclama los estragos del parásito. ¡Es su organismo que lo
quierel »¡El parásito! Tal vez no es más que uno solo, que se diferencia según los
medios, y engendra en los locales orgánicos apropiados las diferentes
enfermedades. La bacteriología está aún en mantillas; cuando empiece a hablar,
nos anunciará, sin duda, esta noticia, que dará a la medicina algo más trágico aún
que su grandeza presente.» —En cuanto a mí, creo en la unidad parasitaria. —Esa
teoría está de moda —dijo el médico viejo—. No se puede negar que es tentadora y
hay que reconocer que la medicina, la química y la física, a medida que
profundizan, tienden por todas partes a la unidad de los elementos materiales y de
las fuerzas. Así es aunque no haya todavía pruebas irrefutables. ¿Qué puede ser
más probable que esa terrible simplificación de que usted habla? —Sí —dijo el otro
a media voz, como si reflexionase— todas las enfermedades están hechas de las
mismas cosas. Es la misma vida imperceptible que nos conduce a todos a la
muerte. —Y habrá entre todos nosotros —murmuró el otro bajando igualmente la
voz —la misma fraternidad en el mal que en la nada. —El único germen de
muerte, lo infinitamente pequeño que siembra en las carnes la espantosa cosecha,
sería ese microbio cuyo rol parecía hasta ahora neutral, y a cuyo lado pasamos sin
verle: el bacterium termo. »Es muy abundante en el intestino grueso y existe por
miles de miles en el individuo sano. »Es el que, en un terreno fosfatado, se
convierte en el estafilococo dorado, el agente del forúnculo y el ántrax que
mortifican las concavidades de las carnes. »Y es también el que en el intestino
delgado, se convierte en el bacilo de Eberth, autor de la pústula tífica El hombre de
ciencia adoptaba una apariencia más solemne y penetrante, a medida que iba
precisando el nombre del enemigo no vencido hasta entonces. —Y también es el
que en un terreno desfosfatado, se convertiría en bacilo de Kock. —El bacilo de
Kock no es solamente la tuberculosis en sus formas pulmonar, laríngea, intestinal,
ósea. Landouzy ha denunciado su presencia en los líquidos de pleuresía y Kuss en
los abscesos fríos. —Pero —interrumpió el viejo médico, cuya mirada se había
vuelto atenta y grave— ¿se ha descubierto integralmente la inmensa variedad de
lesiones de origen tuberculoso? —Tomémosla en el pulmón, ya que éste se halla
siempre afectado en el enfermo adulto. »La aparición provoca la formación de
tubérculos, tumores pequeños que se necrosan por ausencia de vasos sanguíneos, y
cuyo reblandecimiento y expectoración acarrean la desaparición del órgano y la
muerte por asfixia. Ese tubérculo es una neoplasia en su primer grado. El bacilo de
Kock es neoformans, todo microorganismo es neoformans en el organismo. Esto es
más que una delimitación científica un epíteto homérico, inspirado por su potencia
de creación. El tubérculo SQ multiplica, pero continúa siendo pequeño. Por eso
dijcj Virchow que era un neoplasma pobre.» —Pero en los artríticos con depresión
nerviosa y baja temperatura, el parásito no puede provocar la tuberculosis. »Pasa a
la sangre con las peptonas por los quilíferos. La sangre se carga de glicógeno, y
este azúcar humano no consumido por la temperatura elevada lo deposita la
estasia venosa en cantidad exagerada en los elementos anatómicos de los tejidos
glandulares o pasivos. Desarróllase entonces en frío lo que pudiéramos llamar una
neoplasia rica; en vez de muchos tubérculos, no hay más que uno que evoluciona,
enorme. Es el cáncer, en todas sus formas y con todos sus nombres; sarcoma,
carcinoma, epitelioma, esquirro, linfadenoma. »El cáncer es, pues, el producto
incoherente de la acumulación de glicógeno en un artrítico adulto debilitado y sin
fiebre.» —Sí, sí —dijo el anciano—; puede ser, pero, ¿y las pruebas? Hermosa
teoría pero, ¿y su confirmación práctica? Porque, a pesar de todo, hay una
diferencia morfológica entre el tumor y el tubérculo. Parecía que se volvía irónico,
hostil, pronto a erguirse y a buscar en todo su saber y experiencia. —Si
examinamos cierto número de especies de tumores —respondió su interlocutor—
comprobaremos que su número está en razón directa y su volumen en razón
inversa de la temperatura del individuo que los fabrica. Volvía a encontrar hechos
y cifras, y los lanzaba como armas. Estaba animado por el afán de hacer una
exposición completa, implacable, para defender su amplia idea de simplificación,
que dramatizaba de golpe a toda la humanidad. —De 44° a 45°, evoluciona la
tuberculosis de las aves con sus tumores casi microscópicos e incontables. De 40° a
41°, evoluciona la tuberculosis llamada miliar, porque sus productos son del
tamaño de un grano de mijo. De 39° a 40°, la tuberculosis granular; de 37° a 38°,
una tuberculosis lenta, de grandes ganglios superficiales; a los 37° tumores
ganglionares muy voluminosos, que desembocan en abscesos fríos (en esta
categoría entra la coxalgia, los tumores blancos, el mal de Pott); a los 36,5°, los
voluminosos tumores de las paperas de las vacas; a los 28°, encontramos con
Duward, los enormes tumores gibosos y oscuros que desfiguran los costados de los
peces. Se detuvo, después de haber amontonado estos ejemplos, y luego continuó:
—Se puede provocar experimentalmente el retroceso de una afección a otra. Se
toma un conejo y se le inocula la tuberculosis; cuando el animal presenta ya
síntomas inequívocos de consunción, se le convierte en animal de sangre fría
dándole un corte rápido en el nivel de la última vértebra cervical y de la primera
vértebra dorsal. Si el animal no muere de parálisis, no tarda en formársele en el
abdomen o en una de sus articulaciones un tumor voluminoso que tiene toda la
apariencia y desarrollo del cáncer. Miraba cara a cara a su colega. —Recuerdo lo
que dice De Backer: «hemos observado simultáneamente el desarrollo de la
tuberculosis y la cancerosis, y hemos comprobado siempre que el cáncer dejaba de
nutrirse y se secaba, mientras los tubérculos se robustecían y evolucionaban en una
temperatura superior a 38°. En general —añade—, la tuberculosis dominaba el
drama». »La formación y distribución interior del azúcar, eso es todo. Esa
distribución está regulada por el calor orgánico, que quema el azúcar según se va
produciendo en el tuberculoso; en el canceroso el glicógeno se acumula por falta de
calor. El cáncer es azucarado. De Backer ha puesto en claro el proceso que hace de
la cancerosis una especie de diabetes localizada. »Se ha probado la presencia de
azúcar fabricando champán con líquidos cancerosos. Yo he repetido este
experimento. Conseguí diez kilogramos de materias cancerosas, resultado de las
operaciones hechas en dos mañanas en los hospitales de París. »Después de
triturarla en la secadora, esa masa me proporcionó dos litros y medio de un líquido
turbio y fétido, más cargado de azúcar que la orina más diabética. Sembrado de
fermentos, se produjo en el líquido una fermentación fuerte y muy aromática. El
alcoholómetro marcó 6°. En el alambique obtuve alcohol de 60°, del cual extraje ese
champán de laboratorio. »Así pues, invadidos y dominados por el mismo germen
patógeno, los hombres evolucionan según sus temperamentos; los deprimidos
febriles, que gastan más que lo que reciben, hacen tubérculo (tumor enano); los
artríticos fríos, que reciben más que lo que consumen, hacen cáncer (tubérculo
gigante). Ambas enfermedades a veces intercambian sus enfermos. La mayor parte
de los cancerosos son tuberculosos curados y enfriados. Dubard fue quien primero
lo observó. Lo que para unos es una salvaguardia (la riqueza en glicógeno o la
sobrealimentación), es una amenaza para otros.» El médico viejo meditaba. Oía con
atención, pero con la cara inexpresiva del que tiene ideas propias. Su interlocutor
guardó silencio un instante; luego dijo: —Es preciso mirar la verdad cara a cara, sin
flaquear. Para eso estamos nosotros, y no sentir miedo de abrir a la curación de la
tuberculosis esa puerta misteriosa y terrible. —De todas maneras —dijo el médico
viejo—, esa analogía, esa relación inversa que usted cree descubrir entre los dos
males, se hallan anunciadas ya hasta cierto punto por las estadísticas. Es un hecho
comprobado que esas dos estadísticas se apoyan mutuamente y forman un cuerpo
único. En París hay un canceroso por cada cuatro tuberculosos. Cuando en la
ciudad cada semana mueren doscientos sesenta tuberculosos y sesenta y cinco
cancerosos. En Francia, a las ciento ochenta mil muertes causadas cada año por la
tuberculosis, corresponden las treinta y seis mil víctimas de la cancerosis: una por
cinco. Cada día mueren de tuberculosis quinientos franceses; cien mueren cada día
de cáncer. —¡Cuántos no morirán mañana! —dijo el joven alzando sus ojos fríos y
lúcidos, en una consciente e inútil plegaria. —Porque sólo hemos levantado una
punta del velo y hemos confesado sólo una parte de la verdad... —Sí —dijo el
maestro—, hay mucho más aún. »Los estragos del cáncer aumentan día a día. Sin
duda se debe a que la vida moderna multiplica los casos de receptividad mórbida,
especialmente favorables al mal. »El estado general trae consigo la fatalidad de la
lesión. Lo repito: el enfermo tiene la culpa de que la enfermedad sea incurable.
¿Para qué curarla localmente, mediante la extirpación de la masa dañina, si el
enfermo librado a él mismo rehace la enfermedad? ¡Hemos de limitarnos al papel
de espectadores! Un tuberculoso al que se le sacasen los tubérculos y nada más,
sería un operado condenado a la recaída. De igual modo, el escalpelo no constituye
un medio de defensa suficiente contra los tumores malignos. Por lo demás, los
hechos hablan: por cada cien cancerosos de los huesos, operados, hay noventa y
dos recaídas; e igual número de recaídas para el cáncer de mama. En el epitelioma
uterino, noventa y seis; para el cáncer de recto noventa y ocho; para el cáncer de
lengua —con la cabeza señaló la puerta— noventa y nueve.» Mientras pronunciaba
estas palabras, tomó de encima de la chimenea una hoja de papel de carta y un par
de tijeras, y maquinalmente se puso a recortarlo. De pronto, comprendiendo el
vago instinto de su gesto, soltó los dos objetos. Se incorporó. —Empieza por atacar
a las jóvenes... (¡Ah! ¡Veo, veo en mi memoria la inexorable imagen de un ángel, de
ojos claros, con un seno enorme y amoratado lo mismo que un repollo!) ¡El cáncer
se extiende por la humanidad como en un solo individuo! ¡Si no se le detiene —
añadió con lúgubre ironía que ya había notado yo en su voz— no tendremos
necesidad de preguntarnos si el mundo acabará por la extinción del Sol! —A ese
parentesco fantástico de los dos flagelos más terribles que existen —dijo el
estudioso joven, llevándose las manos a la frente—, ¿cuántos otros no se unen? La
sífilis, de la que no hablé. ¿Y cuántos más? ¿Adonde me conducirán, a qué me
condenarán las investigaciones que seguiré haciendo cuando salga de aquí? No
sé... ¡A ver de una sola ojeada toda la podredumbre de la carne humana, todo el
lado pestilente de nuestra miseria, todo ese desamparo en que se hunde
efectivamente el género humano y que es de tal nivel que uno se pregunta cómo
tenemos valor para hablar de estos dramas! Pero después de decir esto añadió,
alargando sus manos que temblaban como las de un enfermo, por una especie de
contagio sublime: —Acaso, sin duda, se logrará la curación de los males humanos.
Puede que cambie todo. Se encontrará el régimen apropiado para evitar lo que no
se domina. Y sólo entonces tendremos el valor de decir toda la matanza producida
por las enfermedades hoy incurables y crecientes. Hasta puede que se llegue a
curar ciertas afecciones incurables. Aún los medicamentos no han tenido tiempo
bastante para ser probados. Curaremos a otros, seguro; pero no lo curaremos a él.
De manera instintiva dejó caer los brazos y su voz se detuvo en un silencio de
duelo. El enfermo lograba una grandeza santa. A pesar de ellos, desde que estaban
allí, dominaba sus palabras, y si generalizaron el tema fue quizá para liberarse de
un caso particular. —¿Es ruso o griego? —No sé. ¡Yo, a fuerza de mirar en el
interior de los hombres, los encuentro a todos semejantes! —¡Son semejantes más
que nada —susurró el otro— por su odiosa pretensión de ser diferentes y
enemigos! Me pareció que se estremecía como si esta idea despertara en él una
pasión. Se levantó lleno de ira, transformado. —¡Ah! —dijo— ¡Que vergonzoso
espectáculo el que da la humanidad! Se ensaña consigo misma, pese a las
espantosas heridas que sufre. Nosotros, que nos inclinamos sobre las llagas,
podemos apreciar mejor que nadie todo el daño que voluntariamente se hacen los
hombres. Yo no soy político ni un militante. Mi oficio no es el de ocuparme de
ideas sociales: bastante tengo que hacer con lo mío, pero algunas veces siento
impulsos de piedad grandes como ensueños. ¡Por momentos quisiera tanto
castigar a los hombres como suplicarles! El médico viejo sonrióse
melancólicamente por esta vehemencia, pero su sonrisa se desvaneció, ante tanta
miseria clara e innegable. —¡Es verdad! ¡Siendo tan desgraciados aún nos
destrozamos, con nuestras propias manos! La guerra... Para quien nos mira desde
lejos y quien nos mira desde arriba, somos bárbaros y locos. —¡Por qué, por qué! —
dijo el médico joven cuya turbación iba en aumento—. ¿Por qué seguimos siendo
locos ya que conocemos nuestra locura? El viejo se encogió de hombros; el mismo
gesto que hizo antes cuando hablaban de enfermedad incurable. —La fuerza de la
tradición, azuzada por los interesados... No somos libres, estamos atados al
pasado. Escuchamos lo que siempre se hizo y volvemos a hacerlo; y lo que se hizo
es la guerra y la injusticia. Puede que un día la humanidad logre liberarse de la
pesadilla de lo que fue. Hay que esperar que algún día saldremos de esta era
larguísima de matanzas y de miserias. ¿Qué más podemos hacer sino esperar? El
viejo se detuvo ahí. El joven dijo: —Quererlo. El otro hizo un movimiento vago con
la mano. Luego, el joven exclamó: —La úlcera del mundo tiene una causa general.
Usted la ha nombrado: la servidumbre al pasado, el prejuicio secular, que impide
que se rehaga todo pulcramente, según la razón y la moral. La humanidad está
inficionada del espíritu de tradición; y los nombres de dos de sus espantosas
manifestaciones son... El anciano se incorporó en su silla, esbozando ya un gesto de
protesta, como si quisiera decir «¡no lo diga!». Pero el joven no podía dejar de
hablar. —Son la propiedad y la patria —dijo. —¡Shhh...! —exclamó el médico viejo
—, en este terreno yo no lo sigo. Reconozco los males presentes. Apelo con toda el
alma a una nueva era. Es más: creo en ella. ¡Pero no hable así de los dos principios
sagrados! —¡Ah! —dijo con amargura el joven—. Habla usted como los otros
maestro... Y sin embargo, hay que remontarse a la fuente del mal, de sobra lo sabe
usted, y lo sabe —con violencia—. ¿Por qué hace usted como si no supiese?... Si
queremos curar la opresión y la guerra, tenemos razón en atacar con todos los
medios útiles, todos, el principio de la riqueza individual y el culto a la patria. —
No, no es lícito —exclamó el anciano, que se levantó muy alterado, y lanzó a su
interlocutor una mirada dura, casi salvaje... —¡Sí, sí es lícito! —gritó el otro. De
pronto doblegóse la cabeza canosa, y el viejo dijo en voz baja: —Sí, es verdad, es
lícito. Luego continuó: —Me acuerdo... que un día, durante la guerra, nos
hallábamos reunidos alrededor de un moribundo. Nadie lo conocía. Lo habían
recogido de entre los restos de una ambulancia bombardeada, premeditadamente
o no, para el caso es lo mismo; tenía mutilado el rostro. No sabíamos quién era;
únicamente se podía asegurar que pertenecía a uno de los dos ejércitos. Gemía,
lloraba, aullaba, inventaba gritos espantosos. Tratábamos de percibir en su agonía
una palabra, un acento que nos hubiese indicado por lo menos su nacionalidad.
Inútil: ningún sonido claro surgía de aquella especie de rostro que jadeaba sobre la
camilla. No dejamos de mirarlo y escucharlo hasta que calló. Cuando hubo muerto
y nosotros dejamos de temblar, durante un momento vi y comprendí. Comprendí
que todas las palabras de odio y rebeldía contra el ejército, que todos los indultos a
la bandera y todos los llamamientos antipatrióticos resuenan en el ideal y en la
belleza. »¡Sí, es lícito, es lícito! Y desde ese día, muchas veces he logrado llegar
hasta la verdad. Pero, ¿qué quiere usted?... ¡Yo soy ya viejo y me faltan ánimos para
permanecer en ella!» —¡Maestro! —murmuró el joven, de pie, en un tono de
emocionado respeto. El estudioso viejo siguió hablando, exaltándose en una
revelación sincera, embriagándose de verdad: —¡Sí, lo sé, lo sé, se lo aseguro! Sé
que, pese a la maraña de argumentos y el dédalo de casos especiales en los que nos
sentimos perdidos, nada quebranta la simplicidad absoluta con que podemos decir
que la ley que hace nacer a unos ricos y a otros pobres y perpetúa en la sociedad
una desigualdad crónica, es una suprema injusticia, sin más fundamento que la
que antaño creaba razas de esclavos. También sé que el patriotismo se ha
convertido en un sentimiento estrecho y ofensivo que fomentará, mientras exista,
guerras horrorosas y el agotamiento del mundo; que ni el trabajo, ni la prosperidad
material y moral, ni las nobles delicadezas del progreso, ni los prodigios del arte
necesitan una emulación rencorosa, y que, por el contrario, todo ello lo aplastan las
armas. Sé que el mapa de un país se compone de líneas convencionales y nombres
mal barajados; que el amor innato de nosotros mismos nos acerca más al hombre
que a los individuos que forman parte de un mismo grupo geográfico; que somos
compatriotas, en mayor medida, de los que nos comprenden y aman y se hallan al
mismo nivel de nuestra alma o padecen la misma esclavitud, que de aquellos que
curamos en la calle... Las agrupaciones nacionales, unidades del universo
moderno, son lo que son. Por deformación creciente, monstruosa, del sentimiento
patriótico, la humanidad se mata, la humanidad se muere y la época
contemporánea es una agonía. Tuvieron idéntica visión, y al mismo tiempo dijeron:
—Es un cáncer, es un cáncer... El maestro se animó ante la evidencia: —Sé, lo
mismo que usted, que la posteridad juzgará severamente a los que cultivaron y
difundieron el fetichismo de las ideas de opresión. Sé que la curación de un abuso
sólo comienza cuando las gentes se niegan al culto que lo consagra... ¡Y yo que,
durante medio siglo, me asomé a los grandes descubrimientos que cambiaron la
faz de las cosas, sé que, cuando uno comienza, tiene en contra la hostilidad de todo
lo que existe! »No se me oculta que es un vicio pasarse años y siglos diciendo el
progreso: "Lo quisiera, pero no lo quiero", y sé que si para realizar ciertas reformas
se necesitara el consentimiento universal, no se realizarían nunca, sé que el
universo también se siembra. ¡Lo sé! ¡Lo sé! »Sí... ¡Pero me reclaman demasiadas
obligaciones y me acapara demasiado trabajo; y además, ya se lo he dicho, soy
muy viejo. Esas ideas son demasiado nuevas para mí. La inteligencia del hombre
no es susceptible de abarcar más que cierto quantum de creación y de novedad.
Cuando se agota esa parte, cualquiera sea el progreso ambiente, se obstina uno en
no ver ni avanzar. Soy incapaz de arrojar en la polémica la exageración fecunda.
Soy incapaz de la audacia de ser lógico. ¡Se lo confieso, hijo mío: no tengo ya
ánimos para tener razón!» —Querido maestro —dijo el médico joven con un acento
de reproche que despertaba embellecido y sincero ante esta sinceridad—, ¡Usted ha
manifestado públicamente su desaprobación contra los que combaten en público la
idea del patriotismo! Y para atacarlos se han valido de la importancia de su
nombre. El anciano se incorporó. Su rostro se coloreó. —No admito que expongan
mi país a grandes peligros... No lo reconocía. Caía de la altura de su gran
pensamiento, no era ya él. Me sentí desalentado. —Pero —murmuró el otro— todo
eso que acaba usted de decir... —No es lo mismo. Los individuos a que usted se
refiere nos han lanzado retos. Se presentan como enemigos y justifican por
anticipado todos los ultrajes. —Quienes los insultan cometen un crimen de
ignorancia —dijo el joven con voz trémula—. Desconocen la lógica superior de las
cosas que se están creando. Se inclinó hacia su compañero, y con voz firme, le
preguntó: —¿Cómo lo que comienza podría no ser revolucionario? Los que
primero gritaron estaban solos, y por fuerza habían de ser ignorados o aborrecidos,
usted acaba de decirlo. ¡Pero la posteridad recogerá esa vanguardia de sacrificio,
aclamará a los que arrojaron la duda sobre la equívoca palabra patria y los acercará
a los precursores, a los que nosotros mismos hemos hecho justicia, con los de la
gran Revolución que ya recibieron nuestro homenaje! —¡Nunca! —exclamó el
anciano. Había seguido las últimas palabras con inquietos ojos. Su frente se frunció
en un pliego de terquedad e impaciencia y sus manos se crisparon de rabia. Se
recuperaba. No, no era lo mismo. Estas discusiones tampoco conducían a nada, y
más valía que, esperando que cada cual cumpliese con su deber, fuesen a cumplir
con el suyo, diciendo a aquella pobre mujer la verdad. —¡Quién nos la dirá a
nosotros! Esta frase surgió inesperada. El joven titubeó, con la ansiedad en el
rostro; luego dejó escapar este gran llamamiento, pleno de significaciones. —¡De
qué sirve que nos la digan cuando creemos saberla! —¡Ah! —exclamó el joven
sobresaltado de pronto por un encanto invisible que yo no comprendía, y que de
pronto pareció desequilibrarlo— ¡Querría saber de qué he de morir! Añadió con
una palpitación visible: —Quisiera estar seguro... Su ilustre colega lo miró,
asombrado, con el gesto suspenso: —¿Tiene usted síntomas que le inquietan? —No
estoy seguro; me parece... No creo, sin embargo... —¿Es de lo que hablábamos?...
—¡Oh, no! Es otra cosa —respondió el joven con tono evasivo. Así como hacía un
momento lo transfiguró una especie de ardor, ahora daba señales de decaimiento
que hacían de él otro hombre. —Maestro, usted ha sido mi maestro... Usted fue
testigo de mi ignorancia y lo es ahora de mi flaqueza. Se frotaba torpemente las
manos y se había puesto colorado como un niño. —¡Vamos! —dijo el viejo médico
sin preguntarle más—. Ya sé lo que es eso. Yo también tuve miedo hace tiempo,
primero del cáncer y luego de la locura. —¡De la locura, maestro, usted! —Todo ha
ido pasando año a año... Y ahora —dijo con voz alterada, a su pesar —ya sólo
tengo miedo de la vejez. —Es cierto, maestro —respondió el discípulo, que se había
recuperado un poco y creyó que podía sonreír ante la evidencia—; esa es la única
enfermedad que usted puede temer. —¡Usted cree! —exclamó el viejo con una
vehemencia que no pudo reprimir y que dejó al joven perplejo. El anciano se
avergonzó de la ingenuidad lastimosa de su protesta, y balbuceó. —¡Ah! ¡Si usted
supiera! ¡Si usted supiera qué es esa enfermedad tan simple, tan simple, ese
desgaste y esa infección generales, tan inevitables, tan suaves! ¡Ah! ¿Surgirá antes
de que muramos el que cura la decrepitud? El médico joven no sabía qué decir a
este hombre desarmado de pronto, como él lo había estado hacía un instante. Salió
de sus labios un comienzo de palabra, luego miró al médico viejo, y su
contemplación alertó y mitigó un poco su propio tormento. Yo seguía con los ojos
este rápido trueque de angustias y no acababa de darme cuenta si el sentimiento
que atenuaba su desamparo ante el del maestro era un sentimiento vil o un
sentimiento sublime. —¡Hay —aventuró al fin—, gente que pretende que lo que
hace la naturaleza está bien hecho! —¡La naturaleza! El viejo prorrumpió en una
risa sarcástica que me dejó helado. —La naturaleza es maldita, la naturaleza es
mala. La enfermedad es también naturaleza. Puesto que lo anormal es fatal. ¿No es
como si fuese lo normal? Añadió, sin embargo, ablandado por su derrota.
—«¡Cuanto hace la naturaleza está bien hecho!» ¡Ah! Esa es, en el fondo, una
máxima de la desdicha, por la que no se puede pedir cuenta a los hombres.
Esperan fascinarse y consolarse con el sentimiento de una regla y de una fatalidad.
Precisamente porque no es verdad que lo pregonen. Como al principio, se miraron.
—Somos unos pobres diablos —dijo uno de ellos. —Naturalmente, repuso el otro
con dulzura. Se dirigieron hacia la puerta. —Vámonos de aquí. Esa mujer nos
espera. Llevémosle la condena irremediable; no solamente de muerte, sino además
de muerte inmediata. Es como si fuesen dos condenas. El médico viejo añadió
entre dientes: —«¡Condenado por la ciencia!» ¡Qué expresión estúpida! —Los que
creen en Dios deberían remontar la responsabilidad más arriba. Ante la palabra de
Dios, se detuvieron en el umbral. De nuevo decayeron sus voces, se tornaron
apenas perceptibles, trémulas, ensañadas. —¡Ese —exclamó el viejo muy bajo—
está loco! —¡Ah! ¡Mejor es para él que no exista! —refunfuñó el otro con enconado
sarcasmo. Vi al sabio volverse desde el fondo del cuarto gris hacia la ventana
blanqueante y tender un puño hacia el cielo a causa de la realidad. ... El enfermo
ocultaba su semblante tras el enrejado de sus largos dedos. Un ensueño espléndido
y preciso salía de su boca descompuesta, que nutría el mal abyecto, y todo su
pensamiento puro anegaba a la mujer, con la que, sin duda, ya habían hablado los
médicos. —¡La arquitectura! ¡Qué sé yo de eso! Veamos por ejemplo... Una plaza
enorme: una sábana, una llanura de baldosas desmesuradas, arrojada a las alturas
de la ciudad, hacia el lado de los barrios extremos. Luego se inicia un pórtico.
Nacen columnas. Al punto se apretujan, se multiplican, vertiginosas, tan altas que
sus largas líneas fugitivas dan la impresión de deshilacharse en sus cúspides y la
techumbre parece la sombra de la tarde o de la noche. Hay un cuarto de plaza
cubierto. Es como un palacio colosal, abierto de par en par, revestido de una
especie de importancia seminatural, digno de recibir como huéspedes al sol levante
y al sol poniente. De noche, la inmensa selva pálida escurre sobre el suelo de
piedra una ancha claridad difusa: la aurora boreal de un firmamento de lámparas.
»Allí dentro se concentra una gran parte de la actividad pública: el tráfico, la Bolsa,
el arte, las exposiciones y las ceremonias. La muchedumbre hormiguea en este
recinto y forma oleadas y corrientes, que bullen con lentitud en las encrucijadas, y
la vista se pierde, en el ensueño de las líneas verticales. »De costado, la columnata
cae a pico sobre el otro barrio de la ciudad, como un acantilado. Nada de eso tiene
estilo; no lo tiene. La inmensa arquitectura se presenta con sencillez. Pero sus
proporciones son tan vastas que marean la vista y sobrecogen el corazón.» Miraba
yo fijamente a ese hombre, en el que los despojos aumentaban momento a
momento, y de pronto reparé en su cuello. Era enorme y estaba hinchado por
aquella especie de ser que crecía allí dentro... Mientras hablaba, casi se le veía, allá
en lo hondo, en lo negro de la boca. —Desde lejos —continuó—, cuando se llega en
ferrocarril, se ve que la columnata está plantada en lo alto de una montaña, y por el
lado opuesto a la línea de los pórticos de entrada desciende una escalera hacia la
llanura de los jardines. ¡Qué escalera! No se parece a nada de cuanto existe, como
no sea, quizás, a las ruinas de las pirámides de Egipto. Es tan ancha, que se
necesita una hora para recorrer, sólo en el sentido de su anchura, un solo peldaño.
Está nublada por los ascensores que suben y bajan como pequeñas cadenas;
erizada de plataformas movedizas, montacargas y trenes. Es una escalera grande
como una montaña, la naturaleza martirizada en una extensión de kilómetros
cuadrados, rehecha por el diluvio lineal, presentada con armonía (porque, de
arriba o de abajo, puede abarcarse toda la escalera de una sola ojeada) y esculpida
en profundidad. Bloques, colinas enteras pesan sobre ella y la dominan, animados
con una vida extraña: son estatuas... Esa borrosa eminencia pulida y lisa, que se
arquea y dobla siguiendo una curva que al principio no se comprende, es un brazo.
Hablaba con una voz penetrante que anunciaba y reproducía verdaderamente la
belleza de su ensueño. Seguía hablando de cosas magníficas, cuando sólo unos días
lo separaban de la tumba. Y yo, que lo escuchaba distraído, asombrado
principalmente por la antítesis entre su cuerpo y su alma, hubiera querido saber si
él lo sabía... —... Todo escultor es un niño; ideas elementales, blancas, de líneas
sencillas, rígidas, de una pieza. ¡Qué ideal tan difícil el que persigue, casi
desarmada ante la trivialidad, son su rudimentaria herramienta! Los escultores son
niños, y pocos escultores son niños prodigios. Buscó estatuas en su ensueño: —Es
necesario que la obra escultórica sea dramática, teatral hasta cuando consta sólo de
un personaje. No comprendo el «busto», que no tiene alma ni miembros y es la
traducción en piedra de un cuadro, que siempre es más verídico, porque el cuadro
tiene la sombra en común con el modelo. Pareció mirar y decir lo que veía: —La
estatua en mármol de la Caída. ¿Adónde cae sin tregua esa inmovilidad? »Un gran
tema para una escultura: el ser adorado que hemos perdido, levantando la losa de
su sepulcro y mostrándonos el rostro. Esa cara humana es a la vez infinitamente
deseable y aterradora, por ella y por su muerte. Se levanta, cadáver, del fondo de la
tierra, y está, sin embargo, bajo el cielo, puesto que está allí, y la miramos. Por
detrás de la sombra de la cabeza, la sombra de la mano sostiene la losa. »No sé si es
un muerto o una muerta; es una cabeza amada, cuyas facciones tienen para nuestro
corazón una vida conmovedora; cuya imagen cumple el milagro de ser buena. Pero
está inmóvil y cenagosa como la tierra, y aunque se vuelve hacia nosotros, no oye
nada. La boca sonríe en una mezcla indefinible de amor y de espanto, porque es su
sonrisa, pero también el rictus de agonía... ¿De qué está húmeda la boca sonriente?
¿Sobre qué mundo de los infinitamente pequeños, sobre qué gran hálito helado
está entreabierta? Los ojos lloran vagamente pero es tal vez que se licúan. Se piensa
en el recuerdo cuya huella perdura sobre esta cara y en el cuerpo que está debajo
de ella. El cuerpo solo en las tinieblas, confuso, desapareciendo desparramado en
los escondrijos de la tierra; y en lo alto de la cabeza, blanca, eterno náufrago que
flota, se acerca, nos mira, nos dirige su sonrisa y su mueca... ¡Dulce monstruo
pavoroso que entreabre las fauces del sepulcro, quién sale de él, amigo, y quién
queda en él, enemigo!...» Después habló de pintura. Dijo que ésta tiene un realce
del que carece la estatuaria. Evocó la inmovilidad increíble de los bellos retratos y
el celoso imperio del rostro pintado que atrae las miradas. Suspiró: «Los artistas
son unos desdichados: tienen que volver a hacer todo de nuevo. Todo depende de
ellos, ¿sabe uno nunca qué guarda la parcela de realidad que se presenta? Se
necesita mucha clarividencia para eso. Sí, demasiada; una clarividencia, que raye
en alucinación. Los grandes están fuera de la naturaleza. Rembrandt tuvo visiones,
Beethoven oye voces». Este nombre lo llevó a hablar de música. Dijo que, aunque
la música haya llegado a una perfección de la que no hay otro ejemplo desde que el
hombre se ensaña con la innúmera obra de arte —a causa únicamente de
Beethoven—, hay, sin embargo, entre las artes una jerarquía según la parte de
pensamiento que abarcan Por esta razón la literatura está por encima de todo lo
demás. Por grande que sea la cantidad de obras maestras actualmente realizadas,
la armonía de la música no vale lo que la voz baja de un libro. —Ana —dijo—,
¿quién es más poeta, el que en la sonoridad de las bellas frases traduce las
imágenes bellas que se presentan a nosotros, apretadas, regias y triunfales como
los colores a la luz del día, o el poeta del norte que, en el fondo desnudo y triste de
rincones sombríos, bajo la humareda amarillenta de las ventanas, en unas cuantas
palabras muestra cómo los rostros se transfiguran y cómo en la sombra que separa
a dos interlocutores está el único infinito que existe? —Sin duda, los dos tienen
razón. —Yo, que en mi infancia me sentía atraído por los poetas de la exuberancia,
y del sol, prefiero ahora a los otros, hasta el punto de no creer sino en ellos. El color
está vacío y se extiende. Ana, Ana, el alma es un pájaro de la noche. Todo es bello;
pero la belleza sombría es primordial y materna. En la luz, la apariencia; en la
sombra, nosotros. La sombra es la realidad de milagro que traduce lo invisible. Un
movimiento casi en redondo, me mostró del todo la magnitud extensa de su cuello.
—Sí, sí —continuó con un gesto estrecho, pero que tenía una suerte de importancia
celestial, un pobre gesto profético—. En la literatura es donde se encuentra el más
alto y pleno consenso a lo que existe; ella es la que asegura de la manera más
perfecta (casi la perfección misma) la recompensa de expresarse... Sí... por más que
Shakespeare haya transmitido soplos del mundo interior y Víctor Hugo haya
creado un esplendor verbal tal que después de él parece cambiado el escenario del
universo... el arte de escribir no ha tenido aún su Beethoven. Es que en la literatura,
el acceso a la más alta cumbre es mucho más arduo y vedado; es que aquí, la forma
no es sino la forma, y se trata de la verdad toda entera. Nunca se ha llevado a una
gran obra (las obras secundarias no existen) la verdad misma, que continúa siendo
hasta aquí, por la ignorancia o timidez de los grandes escritores, tema de
especulación metafísica o un objeto de plegaria. Permanece encerrada y
enmarañada, en tratados de aspecto científico o en lamentables libros santos que
no se ajustan sino al deber moral, y que no se comprenderían si su dogma no se
impusiera a algunos por razones sobrenaturales. En el teatro, los literatos se
devanan los sesos para hallar fórmulas de distracción; en el libro, son formas de las
caricaturistas. »Nunca se ha fundido el drama de los seres con el drama de todo.
¿Cuándo se unirán al fin, la verdad profunda y la alta belleza? Es necesario que se
unan, ya que, cada una, une a los hombres; porque, a causa de la transgresión de
las vagas admiraciones, pasan los puros momentos en los que no hay fronteras ni
patrias, y gracias a la verdad una ven los ciegos, y fraternizan los pobres, y un día
los hombres conseguirán lograr la razón. El libro de poesía y de verdad es el
descubrimiento más grandioso que queda por hacer.»
XI
Estaban las dos solas asomadas a la ventana, abierta de par en par, que
dejaba ver el espacio, cuya grandeza atraía. En la luz llena y discreta del sol otoñal,
vi que ajado tenía su semblante la embarazada. De pronto, esta cara tomó una
expresión de espanto. La mujer retrocedió hasta la pared, se apoyó en ella y se
derrumbó, lanzando un grito ahogado. La otra la tomó en sus brazos, la llevó hasta
el timbre y llamó, llamó... Luego se quedó allí, sin atreverse a hacer un
movimiento, sosteniendo en sus brazos a la mujer pesada y delicada, el rostro
pegado a ese rostro cuyos ojos se extraviaban y cuyo grito sordo y emparedado
subía en forma de aullido. Abren la puerta. Entran. Se apresuran. Detrás de la
puerta fisgonea el personal. Vislumbro a la dueña que no oculta su cómico
disgusto. Han tendido a la mujer en la cama; mueven vasijas, extienden toallas,
dan órdenes precipitadas. La crisis se sosiega, se acalla. La mujer se siente tan
dichosa por no sufrir ya, que ríe. Un reflejo un poco forzado de su risa marca los
rostros inclinados. La desvisten con precaución. Se deja manejar como un niño...
Arreglan la cama. Sus piernas parecen empequeñecidas, su rostro se encoge,
reducido a nada. Sólo se ve su vientre enorme en medio del lecho. El pelo suelto se
desparrama inerte alrededor de su cara come un charco. Dos manos de mujer lo
recogen aprisa. La risa se detiene, se quiebra, se hunde. —Vuelve a empezar... Un
quejido que aumenta, otro aullido... La mujer—la joven— su única amiga,
permanece allí. La mira y la escucha, llena de pensamientos; piensa que también
ella encierra esos dolores y esos gritos. ... Esto ha durado todo el día. Durante
horas, desde la mañana hasta la noche, oí subir y bajar el desgarrador quejido del
ser doble y lamentable. Vi hendirse, quebrarse, rajarse corno una piedra la elástica
carne. En ciertos momentos, caigo rendido; no puedo ya mirar ni oír; renuncio a
tanta realidad. Luego, otra vez, hago un esfuerzo, me adhiero a la pared y la
traspaso con mis miradas. Las dos piernas están separadas. Se las sujeta rectas y
apartadas. Se diría dos arroyos de sangre que manan de su vientre; ¡la sangre de
las mujeres, con tanta frecuencia derramada!... Su pudor, su religioso misterio, han
sido arrojados a los vientos. Toda su carne se revela, abierta y roja, expuesta como
sobre un mostrador, desnuda hasta las entrañas. La joven la besa en la frente,
acercándose animosa junto al inmenso grito. Cuando ese grito toma forma, es el
de: «¡No! ¡No! ¡No quiero!» Rostros casi envejecidos en algunas horas, de
cansancio, desaliento y gravedad, pasan, se acercan, y vuelven a pasar. Oigo que
alguien dice: —No hay que ayudarla, es necesario dejar obrar a la naturaleza. Ella
sabe qué tiene que hacer. Esa frase despierta en mí un eco. ¡La naturaleza!
Recuerdo que el otro día la maldijo aquel estudioso. Y mis labios repiten con
asombro la mentira proferida, mientras mis ojos contemplan a la frágil e inocente
mujer presa de la vasta naturaleza, que la aplasta, la envuelve en su propia sangre,
saca de ella todo el sufrimiento de que es capaz. La comadrona se levanta las
mangas y se pone unos guantes de caucho. Se la ve agitar como palas, estas
manazas brillosas de un rojo oscuro. Y todo eso se convierte en una pesadilla, en la
que apenas creo, la cabeza pesada y la garganta sofocada por un acre hedor a
matanza y a ácido fénico, que vierten de las botellas. Veo jofainas llenas de agua
roja, de agua color rosa, de agua amarillenta. Un montón de ropa sucia en un
rincón, y más lienzos por todas partes, abriéndose como alas, con su olor fresco. En
un momento de descanso he oído el grito separado de ella. Un grito que casi no es
más que un ruido de cosa, un ligero chirrido. Es el nuevo ser que se desprende de
ella, que no es todavía más que un pedazo de carne, su corazón que acaban de
arrancarle. Ese grito me ha conmovido hasta lo más profundo. Yo, que soy testigo
de cuánto sufren los hombres, he sentido vibrar en mí, a esa primera señal
humana, no sé qué fibra paterna y fraternal. Ella sonríe. —¡Que pronto ha
terminado! —dice. Declina el día. Todo está silencioso a su alrededor. Una simple
lamparilla; la lumbre que apenas se mueve a intervalos, el reloj, esa pobre, pobre
alma. Casi nada alrededor del lecho, como en un templo verdadero. Ella está allí,
tendida, quieta en una inmovilidad ideal, los ojos abiertos, vueltos hacia la
ventana. Poco a poco ve caer la noche sobre el más hermoso de sus días. Sobre este
bulo postrado, sobre esa cara abatida, irradia la gloria de haber creado una especie
de éxtasis que agradece el sufrimiento; y se ve el mundo nuevo de los
pensamientos que de él se eleva. Piensa en el niño ya crecido; en las alegrías y
pesares que le causará; y sonríe al futuro hermano o hermana. Y yo pienso en eso
al mismo tiempo que ella, y veo más claro que ella su martirio. Ese suplicio, esa
tragedia de la carne, es tan corriente y trivial, que todas las mujeres llevan su
recuerdo y su marca. Y, sin embargo, nadie sabe bien qué es eso. El médico, que
pasa ante tantos dolores semejantes, no puede ya enternecerse; la mujer, que tiene
demasiada ternura, no puede acordarse. Interés sentimental en los unos, desapego
profesional en los otros, el mal se atenúa y borra. Pero yo, que veo por ver, he
conocido en todo su horror ese tormento de parir, que, como dijo el hombre que
antes oí, no cesa nunca en las entrañas de una madre; y nunca olvidaré el gran
desgarrón de la vida. Han puesto la lamparilla de modo que el lecho queda
sumido en sombra. No veo ya a la madre; no la conozco ya. Creo en ella. Hoy la
parturienta fue trasladada con exquisitas precauciones a la habitación contigua, la
que ocupaba antes, más espaciosa y cómoda. Han limpiado el cuarto de arriba
abajo. Y no costó poco trabajo. Vi recoger sábanas rojas, llevarse aprisa la
manchada ropa del lecho, donde la podredumbre no hubiera tardado en
desarrollarse, lavar toda la cama y hasta la parte delantera de la chimenea. La
criada apenas podía empujar con un pie este revoltijo de ropas, algodones y
frascos. Hasta las cortinas mostraban huellas de dedos ensangrentados, y la
alfombrilla, al pie de la cama, estaba cargada de sangre como una fiera ahita. Era
Ana la que hablaba ahora: —Tenga cuidado, Felipe; usted no comprende la religión
cristiana. No sabe a punto fijo qué es. Habla de ella —añadió sonriendo— como las
mujeres hablan de los hombres o como los hombres cuando quieren explicar a las
mujeres. Su elemento fundamental es el amor. Es un convenio de amor entre seres
que, por instinto, se detestan. Y es, asimismo, en nuestro corazón, una riqueza de
amor que responde por sí sola a todas nuestras aspiraciones cuando somos niños, y
a la que toda ternura se añade luego, como un tesoro a otro tesoro. Es una ley de
efusión a la que se entrega una, y al mismo tiempo el alimento de esta efusión. Es
la vida, casi una obra, una creación, y casi alguien. —Pero, hermosa Ana, la religión
cristiana no es eso. Es usted, que... En medio de la noche oí hablar a través del
tabique. Dominé mi cansancio y miré. El hombre está solo tendido en el lecho. Le
han dejado en el cuarto, una lámpara que da muy poca luz. Se mueve débilmente.
Duerme. Habla... Sueña. Ha sonreído; por tres veces dijo: «No», con un éxtasis que
iba en aumento. Luego, la sonrisa que dirigía a esta visión que le colmaba decreció,
se disipó. Su rostro permaneció un instante rígido, fijo, como en una espera, y
después dibujóse en sus labios un ligero mohín. De pronto, puso cara de espanto,
se le abrió la boca. «¡Ana! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah! ¡Ah!, gritó sin cerrarse, amordazada de
sueño. Luego se despertó, miró a un lado y a otro, lanzó un suspiro y se sosegó.
Estaba incorporándose, impresionado aún y espantado de su sueño; sentado en la
cama aún aterrado por lo de hacía unos segundos; paseó sus miradas para
calmarlas, sacándolas de la pesadilla en que estaban enredadas. El espectáculo
familiar de la habitación, en cuyo centro campea la lámpara tan juiciosa e inmóvil,
sosiega y cura a ese hombre que acaba de ver lo que no existe, que acaba de sonreír
y de palpar fantasmas, que acaba de estar loco. Me he levantado esta mañana
rendido de cansancio. Estoy inquieto; siento un dolor sordo en la cara. Al mirarme
al espejo me pareció que tenía los ojos ensangrentados, como si me miran a través
de un velo de sangre. Ando y me muevo con dificultad, medio paralizado.
Comienzo a ser castigado en mi carne por las largas horas que me paso unido a la
pared, con la cara pegada al resquicio. Y esto va aumentando. Además, me asaltan
preocupaciones de todo tipo cuando estoy solo, libre de las visiones y escenas a las
que consagro mi vida. Son preocupaciones por mi situación que estoy estropeando,
empeñado por el contrario en apartar de mi todas las obligaciones absorbentes, en
aplazarlo todo para luego y rechazar con todas mis fuerzas mi destino de
empleado, envuelto en el engranaje lento y el tic—tac del reloj de una oficina.
También menudas preocupaciones, asediantes porque se agregan de continuo,
minuto por minuto, unas a otras; no hacer ruido en mi habitación, no encender la
luz cuando el cuarto contiguo está a oscuras, ocultarme, esconderme siempre. La
otra noche, me dio un ataque de tos mientras los miraba hablar. Abracé una
almohada, hundí en ella la cabeza y ahogué mi boca. Me parece que todo va a
conjurarse contra mí, por no sé qué venganza, y que no podré resistir mucho
tiempo. Continuaré, sin embargo, mirando mientras tenga salud y coraje, porque
esto es para mí más que un deber. El hombre declinaba. Era evidente que la muerte
estaba en la casa. Era ya muy entrada la noche. Estaban los dos frente a frente, con
la mesa de por medio. Yo sabía que su matrimonio se había celebrado aquella
tarde. Habían llevado a cabo esta unión, que no era sino una solemnidad más para
el próximo adiós. Algunas corolas blancas: lirios y azaleas cubrían la mesa, la
chimenea y un sillón. Y él estaba tan moribundo como esas cabezas de flor
cercenadas. —Nos hemos casado —dijo—; ¡Es usted mi mujer, es usted mi mujer,
Ana! Había esperado tanto sólo por la dulzura nupcial de pronunciar estas
palabras. Sólo por eso. Pero se sentía tan pobre y con sus días contados, que
aquello era toda la dicha. La miró, y ella alzó los ojos hasta él. Hasta él, que
adoraba su ternura fraternal, ella, que se había inmolado a su adoración. ¡Qué
infinita emoción en aquellos dos silencios que se confrontaban con cierto enlace, en
el doble silencio de aquellos dos seres que, según yo había notado, no se tocaban
nunca ni con la punta de los dedos!... La joven se incorporó y dijo, con voz
insegura: —Es tarde. Voy a acostarme. Se levantó. La lámpara, sobre la chimenea,
iluminaba todo el cuarto. Ella parecía palpitar. Parecía en medio de un ensueño sin
saber cómo obedecer a ese ensueño. De pie, como estaba, alzó los brazos y se soltó
la cabellera. La vi fluir y en plena noche, parecía iluminada por el poniente. Hizo
un movimiento brusco. El la miraba asombrado. Ni una palabra. Ella se quitó el
broche de oro que cerraba el cuello de su blusa, y quedó al descubierto la garganta.
—¿Qué hace usted, Ana, qué hace usted? —Nada... me desvisto... Quiso decir esto
con naturalidad, pero no pudo. El respondió con una interjección inarticulada, con
un grito de su corazón herido en lo vivo... El estupor, la melancolía desesperada, y
también el deslumbramiento de una inconcebible esperanza, le agitaban y
agobiaban. —Usted es mi marido. —¡Ah! —dijo él—. Ya sabe usted que no soy
nada. Tartamudeaba con voz débil y trágica, frases cortadas, sonidos sin relación.
—... Casados por pura ceremonia... Ya lo sé, ya lo sé... una mera fórmula... cosas
convenidas... Ella se detuvo. Su mano sobre la garganta, flotaba como una flor
prendida en la blusa. Y dijo: —Usted es mi marido y tiene derecho a verme. ÉI
esbozó un gesto... Ella se apresuró a añadir. —No... No es que tenga derecho, es
que yo lo quiero... Empecé a comprender hasta qué punto deseaba ser buena.
Quería dar a aquel hombre, al pobre hombre que se apagaba a sus pies, una
recompensa digna de ella. Quería hacerle la limosna, la dádiva de su
contemplación. Pero era más difícil que todo esto. No debía parecer el pago de una
deuda; él no lo hubiera aceptado a pesar del júbilo que se agrandaba en sus ojos.
Era necesario que creyera que era un acto de esposa, una caricia libre sobre su vida.
Era menester ocultarle como un defecto la repugnancia y el sufrimiento. Y
presintiendo cuánta delicadeza genial y cuánto valor le serían necesarios para
ofrendar el sacrificio, sintió miedo de sí misma. El se resistía: —No... Ana... Ana
querida... piense... Iba a decir: «Piense en Miguel». Pero no tuvo valor para
expresar en aquel instante el único argumento decisivo; no tuvo valor y sólo
murmuró: —¡Usted!... ¡Usted!... Ella repitió: —Lo deseo. —Pero yo no quiero... no...
no... Lo decía cada vez más débilmente, dominado por el amor y el deseo loco de
que se realizase lo que ella quería. Por instintiva nobleza de alma, se había tapado
los ojos con la mano; pero poco a poco su mano caía, caía vencida. Continuó
desvistiéndose. Sus gestos ya no sabían seguir y por momentos se detenían y luego
continuaban. Ella estaba magníficamente sola. Sólo tenía la ayuda de un poco de
gloría. Se quitó la blusa negra, y su busto emergió como el día. Tembló ella
carnalmente no bien la tocó la luz, y cruzó sobre el pecho sus brazos
deslumbrantes y puros. Luego, con los brazos en asa, alargando el purpúreo
semblante, atentamente apretados los labios como si sólo pensase en lo que hacía,
se soltó la falda que resbaló a lo largo de sus piernas. Cayó con un murmullo dulce
comparable al que hace el viento en todo jardín profundo. Se quitó la enagua negra
que enlutaba y entibiaba sus formas, el corsé, aquella fuerza que se apoyaba
atrevidamente en ella, los pantalones, que, por su forma y sus pliegues, remedaban
blandamente su desnudez... Se recostó en la chimenea. Tenía movimientos
amplios, majestuosos y bellos; y con todo, lindos y femeninos. Se quitó una media,
y sacó del tenue velo tenebroso una pierna amplia como la de una estatua de
Miguel Ángel. En aquel momento se estremeció y se quedó inmóvil, presa de
repugnancia. Se repuso, y dijo, para explicar el temblor que la había detenido: —
Tengo algo de frío... Luego siguió descubriendo y violando su inmenso pudor, y se
llevó una mano a la cinta de su camisa. El hombre exclamó, muy quedo, para no
asustarla con su voz: —¡Virgen santa!... Y estaba allí hecho un ovillo, acurrucado,
toda su vida concentrada en los ojos, ardiendo en la sombra, con su amor tan
hermoso como ella. Decía jadeante: «¡Más, más todavía!...». ¡El gran instante, el
vasto coloquio de mutismo, de ardor y de virtud! Los pobres y apagados ojos del
moribundo la desfloraban, se hundían en ella, y tenía que luchar con la
vehemencia misma de su propia súplica, conjurarla. Todo estaba contra la acción
de ella: él y ella. Sin embargo, con una dulce coquetería sencilla y augusta, dejó
resbalar la camisa sobre el caliente mármol de sus hombros, y quedó desnuda ante
él. Yo nunca había visto una mujer tan radiantemente bella. Nunca tampoco soñé
nada igual. Desde el primer día me sorprendieron la regularidad y el brillo de su
rostro, y con ser tan alta —más alta que yo—, me pareció a la vez opulenta y fina,
pero no hubiese creído jamás en tal perfección de esplendor en las formas.
Hubiérase dicho una Eva arrancada de los grandes frescos religiosos, con sus
proporciones sobrehumanas. Enorme, suave y elástica, tenía esa abundancia
carnal, la luz sencilla, el gesto mesurado e importante. Anchos hombros, los senos
erguidos, los pies menudos, los muslos amplios y las pantorrillas redondas como
dos pechos. Había asumido instintivamente la actitud suprema de la Venus de
Médicis: medio arqueado un brazo delante de los senos, alargado el otro, la mano
abierta cubriendo su vientre. Luego, en una exaltación de ofrenda, elevó ambas
manos hasta sus cabellos. Brindaba a las miradas del hombre todo lo que había
ocultado su ropa. Toda aquella blancura, que nadie había visto antes sino ella, la
ofrecía en holocausto a la atención viril del que iba a morir pero que aún vivía.
Todo: su liso vientre de virgen, con amplio vellón de oro; su piel fina y sedosa, de
tonos tan puros y luminosos, que en algunos sitios tenía reflejos de plata, y en la
garganta y las ingles traslucía algo del azul de las venas, resaltando sobre el color
de la carne, como un escalofrío azul; el pliegue que trazaba su doblada cintura, y
que, con el collar vivo de su garganta, era la única línea que surcaba su cuerpo; y
sus caderas amplias como el mundo; y la turbada y límpida mirada que tenía
cuando estaba desnuda. ...Habló ella, y dijo con una voz de ensueño llevando más
allá aún el don supremo. —Nadie —y recalcó esta palabra con un ahínco que
designaba a alguien— nadie, óigame bien, pase lo que pase, sabrá nunca lo que he
hecho esta noche. Luego que hubo ofrecido por toda la eternidad este secreto al
adorador rendido ante ella como una víctima, todavía se arrodilló a sus pies. Sus
rodillas claras y brillantes hollaron la alfombra vulgar; y así, cerca de él,
verdaderamente desnuda por la primera vez en su vida, ruborizada hasta los
hombros, florida y ataviada con su castidad, balbuceó informes palabras de
gratitud como si comprendiese que lo que hacía estaba por encima de su deber y la
superara en hermosura, y ella misma se sintiese deslumbrada. Cuando volvió a
vestirse y oscurecerse para siempre, y se separaron sin atreverse a decirse nada,
una gran duda me asaltó. ¿Ella había hecho bien o mal? Vi que el hombre lloraba, y
lo oí murmurar: —¡Ahora, ya no sabré morir!
XII
Ahora el hombre está siempre acostado. Se mueven a su alrededor con
precaución. Hace pequeños gestos, pronuncia escasas palabras, pide de beber,
sonríe, ante el fluir de sus pensamientos. Esta mañana adoptó la forma hereditaria,
juntó las manos. Lo rodearon, lo miraron. —¿Quiere un sacerdote? —Sí... no... —
dijo. Salieron, unos momentos después como si esperara detrás de la puerta,
apareció un hombre de oscuro. Estaban solos. El moribundo volvió la cara hacia el
recién llegado. —Voy a morir —le dijo. —¿De qué religión es usted? —preguntó el
sacerdote. —De la región de mi país, ortodoxa. —Es una herejía y debe abjurar
enseguida. Sólo es verdadera la religión católica romana. Continuó: —Confiésese...
Lo absolveré y lo bautizaré. El otro no respondió. El cura repitió su pregunta: —
Confiésese. Dígame qué ha hecho de malo, además de su error. Arrepiéntase y
todo le será perdonado. —¿De malo? —Piense... ¿Tengo que ayudarlo? Señaló la
puerta con la cabeza. —¿Esa persona que está allí? —Estoy casado con ella —dijo el
hombre vacilando. Y esto no escapó al rostro inclinado sobre él, con oído atento. El
sacerdote husmeó algo: —¿Desde cuándo? —Desde hace dos días. —¡Oh, dos días!
¿Y antes pecó con ella? —No —dijo el hombre. —¡Ah!... Supongo que no miente.
¿Y por qué no pecó? No es natural. Porque, bueno —insistió— usted es un
hombre... Y como el enfermo se agitó, se asombró: —No se asombre, hijo mío, si
mis preguntas son tan directas y nítidas hasta el punto de llevarlo a gritar. Lo
interrogo con toda sencillez y al amparo de la misma sencillez augusta de mi
ministerio. Respóndame de la misma simple manera, y se entenderá con Dios —
añadió con cierta serenidad. —Es una joven —dijo el viejo—. Está prometida. La
recogí cuando era muy niña. Ha compartido las fatigas de mi vida viajera, me ha
cuidado. Me he casado con ella antes de morir porque yo soy rico y ella es pobre.
—¿Sólo por eso? ¿No hay otra cosa, algo más? Miraba fijamente el otro rostro con
atención, interrogativa, con mirada exigente. Luego dijo «¿eh?» sonriendo con su
boca despejada y con un guiño comprometedor, casi cómplice. —La amo —dijo el
hombre. —Bueno, lo confiesa —dijo el sacerdote. Continuó, mirando fijamente al
moribundo, alcanzándolo con el hálito de sus palabras: —Entonces, usted deseó a
esa mujer, la carne de esa mujer, y durante mucho tiempo, eh, mucho tiempo,
¿pecó con el pensamiento?... —Dígame, durante esos viajes en común, ¿cómo
arreglaban ustedes lo de los hoteles, las habitaciones y las camas? —Dice que lo
cuidó. ¿Qué tenía que hacer para ello? Estas preguntas, por las cuales el hombre
sagrado trataba de entrar en la miseria del que estaba allí caído, los separaba como
injurias. Se consideraban ahora, uno al acecho del otro, y yo veía crecer el
malentendido en el que cada uno se hundía. El moribundo se había cerrado, duro e
incrédulo, frente a ese extraño de cara vulgar en cuya boca las palabras Dios y
verdad tomaban un gran aspecto cómico y que pretendía que le abriese el corazón.
Pero hizo un esfuerzo: —Para hablar como usted, si pequé con el pensamiento, eso
prueba que no pequé y entonces ¿por qué tendría que arrepentirme de lo que sólo
fue pura y simplemente sufrimiento? —¡Oh! no teorice. No estamos aquí para eso.
Yo le digo, comprende, yo, que la falta cometida en el pensamiento se comete en la
intención, o sea que es una falta efectiva de la que hay que confesarse y
recuperarse. Cuénteme en qué condiciones el deseo incitó al pensamiento culpable;
y dígame cuántas veces sucedió. Deme detalles. —Todo lo que tengo que decir —
gimió el desdichado— es que resistí. —No es suficiente. La mancha, creo que está
persuadido de lo exacto de este término, la mancha debe ser lavada por la verdad.
—Sea —dijo el moribundo vencido—. Confieso que cometí ese pecado y me
arrepiento. —No es una confesión y no me basta —replicó el sacerdote—. ¿En qué
circunstancias, exactamente, se entregó, en lo que concierne a esa persona, a las
sugestiones del espíritu del mal? Un acceso de rebeldía sacudió al hombre. Se
incorporó a medias, apoyado en un codo hizo frente al extraño que lo miraba a los
ojos. —¿Por qué tengo en mí el espíritu del mal? —preguntó. —Todos los hombres
lo llevan en ellos. —Entonces Dios se lo ha dado ya que Dios los creó. —¡Ah! Es
discutidor. Le contestaré. El hombre tiene a la vez el espíritu del bien y el espíritu
del mal, es decir, la posibilidad de hacer una u otra cosa. Si sucumbe al mal, está
maldito; si lo vence, es recompensado. Para salvarse, debe merecerlo, luchando por
él con todas sus fuerzas. —¿Qué fuerzas? —La virtud, la fe. —Y si no tiene
suficiente virtud y fuerza, ¿es su culpa? —Sí, porque entonces tiene demasiada
iniquidad y enceguecimiento en el alma. El otro repitió: —¿Y quién depositó en ese
alma su dosis de virtud y su dosis de iniquidad? —Dios le dio la virtud, y también
le dejó la posibilidad de actuar mal; pero al mismo tiempo le otorgó el libre
albedrío y de esta manera le permitió elegir según su voluntad el bien o el mal. —
Pero si tiene más instintos malos que buenos y además son más fuertes, ¿cómo
podría volcarse del lado del bien? —Por el libre albedrío —dijo el sacerdote. —El
libre albedrío no es más que un buen instinto, y si... —El hombre sería bueno si
quisiera. Además, nunca terminaremos de discutir lo indiscutible. A lo sumo
puede decirse que las cosas sucederían de otra manera si Lucifer no hubiera sido
maldito y si el primer hombre no hubiera pecado. —No es justo —dijo el enfermo,
reanimado por la lucha, y que sin duda volvería a quedar sumido— que
arrastremos la culpa de Lucifer y de Adán. »Pero sobre todo es monstruoso que
ellos hayan sido maldecidos y castigados. Si sucumbieron fue porque Dios los sacó
de la nada, de la nada, ¿comprende? es decir que les dio todo lo que había en ellos,
les dio más vicio que virtud. ¡Los castigó por haber caído en donde él los arrojó!»
El enfermo, acodado, con el mentón entre las manos, delgado y oscuro, miraba a su
interlocutor con grandes ojos y lo escuchaba como a una esfinge. El sacerdote
repitió, como si no comprendiera otra cosa: —Pudieron ser puros, si hubieran
querido; eso es el libre albedrío. Su voz era casi suave. Parecería que no lo habían
alcanzado la serie de blasfemias del hombre al que había acudido a socorrer. Se
desinteresaba de esa discusión teológica y contribuía a ella sólo con las palabras
indispensables, por costumbre. Tal vez esperaba que el discutidor se cansara de
hablar. Y como éste respiraba lentamente, extenuado, dejó oír, mostró esta frase
nítida y fría como una inscripción en la piedra: «Los malos son desdichados; los
buenos o los arrependidos son felices en el cielo.» —¿Y en la tierra? —En la tierra,
los buenos son desdichados como los otros, aun más que ellos, porque cuanto más
sufrimos aquí abajo, más nos recompensan allá arriba. El hombre volvió a
incorporarse, invadido otra vez por la cólera que lo desgastaba como la fiebre. —
¡Ah! —dijo— aun más que el pecado original, aun más que la predestinación, el
sufrimiento de los buenos en la tierra es una abominación. Nada lo disculpa. El
cura miraba al rebelde con ojos inexpresivos... (Sí, yo lo veía muy claro; esperaba).
Con gran sosiego, dijo: —¿Y si no fuera así cómo podrían probarse las almas? —
¡Eso no tiene disculpa! Ni siquiera esa razón pueril basada en la ignorancia de que
Dios no puede conocer la verdadera condición de las almas, los buenos no
deberían sufrir si hubiese justicia en alguna parte. No deberían sufrir ni por un
instante en la eternidad. «Es necesario padecer para ser dichoso.» ¿Cómo es posible
que no se haya levantado alguien para protestar contra esa ley salvaje? Se
agotaba... Enronquecía... Todo su cuerpo castigado jadeaba. Se abrían huecos en
sus palabras. Nada se hubiera podido responder a esa voz acusadora. Continuó: —
Ya puede usted darle vueltas y más vueltas a la bondad divina en todos los
sentidos, manosearla y hacer con ella lo que quiera; ¡no logrará borrar la mancha
que arroja sobre ella el sufrimiento inmerecido! —Pero la felicidad ganada a fuerza
de dolor es el destino universal, la ley común... —Por ser la ley común, hace dudar
de Dios... —Los designios de Dios son impenetrables. El moribundo alargó sus
brazos flacos; los ojos parecía que iban a saltársele. Y gritó: —¡Mentira! —Basta ya
—dijo el cura—. He escuchado con paciencia sus divagaciones, que me inspiran
lástima; pero no se trata de esos razonamientos. Debe prepararse para comparecer
ante ese Dios, del que me parece vivió apartado. Si ha sufrido, en su seno hallará
consuelo. Debe bastarle con saber eso. El enfermo había caído postrado.
Permaneció un rato inmóvil bajo los pliegues de la sábana blanca, como una
estatua de mármol con rostro de bronce tendida sobre un sepulcro. —Dios no
puede consolarme. —Hijo mío, hijo mío, ¿qué dice? Su voz volvió a cobrar vida: —
Dios no puede consolarme, porque no puede darme lo que deseo. —¡Ah, pobre
criatura, cómo está hundido en la ceguera!... Y el poder infinito de Dios, ¿dónde lo
deja? —¡Ay! Ni pienso en él —dijo el enfermo. —¡Cómo! ¿El hombre se debatiría
toda la vida penando, atenazado por el dolor y no habría de hallar consuelo? ¿Qué
puede usted responderme a eso? —¡Ay! Esa no es una pregunta —exclamó el
moribundo. —¿Por qué me mandó llamar? —Esperaba, esperaba. —¡Cómo! ¿Qué
esperaba usted? —No sé; siempre se espera lo que no se sabe. Sus manos se
agitaron y volvieron a caer... Los dos hombres permanecieron mudos, invariables...
Yo adivinaba que en sus mentes le daban vueltas al problema de Dios. ¿Es que
Dios no existe? ¿Es que el pasado y el porvenir están muertos?... A pesar de todo,
hubo algo de aproximación, el tiempo que dura un relámpago, entre estos dos
seres preocupados por la misma idea, entre estos dos suplicantes, entre estos dos
hermanos en la desemejanza. —El tiempo pasa —dijo el cura. Y reanudando el
diálogo en el punto en que lo había dejado hacía un momento, como si nada se
hubiera dicho, continuó: —Dígame las circunstancias de su pecado carnal.
Dígame... Cuando estaba usted a solas con esa persona, junto a ella, a su lado
¿hablaba usted o se callaba? —No creo en usted —dijo el hombre. El cura frunció el
entrecejo. —Arrepiéntase y dígame que cree en la religión católica y se salvará.
Pero el otro sacudió la cabeza con una inmensa congoja y negó toda felicidad. —La
religión... —empezó a decir. El cura le cortó brutalmente la palabra. —¿Va usted a
volver a empezar? Cállese. Todas sus argucias las borro yo con un ademán.
Empiece por creer en la religión y luego verá qué es. No querrá usted creer en ella
porque le agrade, ¿supongo? Así que toda esa palabrería suya sobra. Yo he venido
para obligarlo a creer. Era un duelo a todo trance, un encarnizamiento. Ambos se
miraban uno a otro, al borde del sepulcro, como dos enemigos. —Hay que creer. —
No creo. —Es necesario. —¿Quiere usted cambiar la verdad con amenazas? —Sí. Y
recalcó la nitidez rudimentaria de su mandato: —Persuadido no, crea usted. No se
trata de evidencia, sino de creencia. Es preciso empezar por creer, si no, se expone
uno a no creer para siempre. Dios no se digna convencer por sí mismo a los
incrédulos. Pasó ya el tiempo de los milagros. El único milagro somos nosotros y es
la fe. «Cree y el cielo te hará creer.» ¡Cree! Le lanzaba esta misma palabra sin cesar,
como si fueran piedras. —Hijo mío —siguió diciendo, con tono más solemne, de
pie, alzando su mano regordeta—, exijo de usted un acto de fe. —Váyase —dice el
enfermo con encono. Pero el cura no se movió. Aguijoneado por el apremio,
impulsado por la necesidad de salvar aquella alma aun a pesar de ella, se volvió
implacable. —Va usted a morir —le dijo— se va usted a morir. Sólo le quedan unos
instantes de vida. Sométase. —No —dijo el enfermo. El hombre de la sotana negra
le tomó las manos. —Sométase. No insista en discusiones como esa en que acaba
de perder un tiempo precioso... Nada de eso tiene importancia... El viento se lo
lleva... Estamos solos, usted y yo con Dios. Bajó la cabeza de pequeña frente
abombada, nariz saliente y redonda, que se abría en dos ventanillas húmedas y
sombrías, labios delgados y amarillentos que dejaban asomar los dientes
puntiagudos y aislados en la oscuridad; la cara surcada de líneas a lo largo de la
frente entre las cejas, en torno a la boca, y cubierta por una capa gris en la barbilla y
en las mejillas. Luego dijo: —Yo represento a Dios. Usted se halla delante de mí
como delante de Dios. Diga sencillamente «creo» y lo absolveré. «Creo», eso es
todo. Lo demás me es indiferente. Se inclinaba cada vez más, pegando casi su cara
a la del moribundo, intentado asestarle su absolución como una puñalada. —Diga
sencillamente conmigo: «Padre nuestro, que estás en los cielos». No le pido otra
cosa. La cara del enfermo, contraída en el rechazo, hacía el ademán de la negativa:
No, no... De pronto se irguió el cura, con aire triunfal: —¡Por fin! Ya lo dijo usted.
—No. —¡Ah! —refunfuñó el cura entredientes. Le estrujaba las manos, se
adivinaba fácilmente que lo habría tomado entre sus brazos para envolverlo en
ellos y sofocarlo, que lo habría asesinado si su estertor se hubiera convertido en
una confesión; tan ansioso estaba por persuadirlo, por sacarle la palabra que había
ido a recoger de sus labios. Soltó las manos fláccidas del enfermo y recorrió la
habitación como una fiera. Luego volvió a la cabecera de la cama —Piensa que vas
a morir y a pudrirte —le gritó al infeliz—. Muy pronto estarás en la tierra. Di
«Padre nuestro». Sólo esas dos palabras. Nada más. Se había echado sobre el
enfermo y espiaba su boca, encogido y tenebroso como un demonio al acecho de
un alma, como toda la Iglesia sobre la humanidad moribunda. —Dilo... dilo...
dilo... El otro se debatió para liberarse de su asedio y murmuró con rabia, muy
bajo, con todo el resto de voz; —No. —¡Canalla! —gritó el cura. —Pero lo mismo
morirás con un crucifijo entre tus garras —refunfuñó. Sacó un crucifijo del bolsillo
y se lo colocó sobre el pecho pesadamente. El otro trató de defenderse con un
sordo horror, como si la religión fuera contagiosa, y tiró al suelo el objeto. Se
agachó el cura farfullando improperios: «¡Podredumbre, quieres reventar como un
perro, pero aquí estoy yo!» Recogió la cruz, la retuvo en su mano y echando
chispas por los ojos, seguro de sobrevivir y de aplastar, esperó por última vez. El
moribundo jadeaba, completamente extenuado, rendido. El cura, creyéndolo de
nuevo en su poder volvió a plantarle el crucifijo en el pecho. Y el otro ya no tuvo
fuerzas para rechazarlo, se limitó a mirar el objeto con ojos de rencor y de derrota.
Pero no logró que sus miradas lo hicieran caer al suelo.
Cuando ya de noche, el hombre de negro se fue, y su interlocutor poco a
poco se despertó y empezó a liberarse de él, pensé que ese cura, con toda su furia y
su tosquedad, horriblemente tenía razón. ¿Mal sacerdote? No. Muy bueno, porque
había hablado sólo según su conciencia y su fe, empecinado en aplicar los
preceptos de su religión tal como ésta es, sin concesiones hipócritas. Ignorante,
torpe, zafio, pero honrado y lógico hasta en su terrible atropello. Durante la media
hora que lo estuve oyendo, intentó, con todos los medios que la religión emplea y
recomienda, cumplir con su oficio de reclutador de fieles y dispensador de
absoluciones; dijo todo lo que un cura está obligado a decir. Todo el dogma
aparecía nítido y explícito a través de la basta vulgaridad de su servidor, de su
esclavo. En cierto momento, desalentado, gimió con verdadero dolor: ¿«Qué quiere
que haga?» Si el hombre tenía razón, el cura también la tenía. Era el buen cura, la
bestia religiosa. ...¡Ah! Eso que se mueve, rígido, al lado de la cama... Ese algo
grande y alto que no estaba antes y que ahora se interpone entre la luz de la bujía
junto al enfermo y la habitación... Tal vez al apoyarme en la pared hice algo de
ruido, sin darme cuenta, porque con mucha lentitud el bulto miró en mi dirección
con cara de tal espanto que logró espantarme. Esta cara demudada me resultaba
conocida... ¿No era la del dueño del hotel, hombre de extraños manejos, al que se
veía poco? Había rondado por el pasillo, esperando el momento en que el enfermo,
en la confusión que aquellos días reinaba en sus habitaciones, se quedara solo. Y
estaba de pie junto al moribundo adormecido o desarmado, por el debilitamiento.
Alargó la mano hacia un maletín colocado al lado de la cama. Al hacer ese
movimiento, no perdía de vista al moribundo, de manera que su mano, dos veces,
no encontró el objeto que buscaba. Se oyeron ruidos en el piso de arriba y
temblamos. Se oyó un portazo; el ladrón se levantó como para contener un grito. ...
Abrió con cuidado el maletín. Y yo, yo que ya no me reconocía, temí que no tuviera
tiempo... Sacó del maletín un paquete que crujió suavemente. Y al ver en sus
manos ese fajo de billetes de Banco, su cara reverberó con una luz extraordinaria.
Se iluminaba con todos los sentimientos del amor: adoración, misticismo y también
amor brutal... especie de éxtasis sobrehumano y de satisfacción grosera que
vislumbraba ya goces próximos... Sí, todas las formas del amor por un momento
aparecieron en la profunda humanidad de esa cara de ladrón. ... Alguien vigilaba
tras la puerta entornada... Vi un brazo que hacía una seña... El se fue de puntillas,
con precipitación.
Yo soy un hombre honrado, y sin embargo, contuve el aliento al mismo
tiempo que él. Lo comprendí... Sería en vano defenderme. Con horror y júbilo
hermanados a los de él, he robado con él. ... Todos los robos son pasionales, hasta
ese tan cobarde y vulgar (¡oh su mirada de infinito amor por el tesoro logrado de
pronto!). Todos los delitos, todos los crímenes, son atentados que se cumplen a
imagen del inmenso deseo de robo, que es nuestra esencia misma y la forma de
nuestra alma al desnudo: tener lo que no se tiene. Pero, entonces, ¿habrá que
absolver a los criminales? ¿La punición es una injusticia?... No; hay que defenderse
de ellos, ya que la sociedad humana tiene sus cimientos en la honradez, castigarlos,
para confinarlos en la impotencia, y sobre todo para impactar con el horror y
detener a los otros en los umbrales de la mala acción. Pero luego de comprobada la
falta, no se la debe disculpar a todo trance, por miedo a disculparla siempre. Hay
que condenarla de antemano, en virtud de un frío principio. La justicia ha de ser
helada como un arma. La justicia, a pesar de lo que pareciera dar a entender su
nombre, no es una virtud, es una organización cuya virtud reside en ser insensible:
no hace expiar, nada tiene que ver con la expiación. Su misión simplemente, es
presentar ejemplos: transformar al culpable en una especie de espantajo, arrojar en
la meditación del que se inclina hacia el crimen el argumento de la crueldad. Nadie
tiene derecho a imponer expiaciones y además nadie puede hacerlo. La venganza
está demasiado separada del acto y afecta, por así decirlo, a otra persona. La
expiación es, pues, una palabra que no tiene ninguna forma de aplicación en el
mundo.
XIII
No se movía, debilitado, debilitado. El peso siniestro de su carne lo
mantenía extendido y mudo. La muerte ya se había apoderado de sus gestos, de
sus estremecimientos perceptibles. La admirable compañera se había colocado
exactamente dentro del campo de la mirada inmóvil del hombre, sentada al pie de
la cama, frente a él; sus brazos estaban estirados horizontalmente en el respaldo y
en el borde superior flotaban sus dos hermosas manos. El perfil ligeramente
inclinado, ese perfil de menudas líneas tan dulce, escritura luminosa en la bondad
de la tarde. Bajo el arco delicado de la ceja palpitaba el ojo grande, claro, puro; un
cielo niño. La finura de la piel de la mejilla y de la sien irradiaba palidez y su
cabellera suntuosa, esa cabellera que yo había visto suelta dominaba con graciosos
rizos la frente en la que el pensamiento permanecía invisible como Dios. Estaba
sola con el hombre tirado allí como un montón, como si ya estuviera en el fondo de
un agujero, ella que quiso unirse a él con un estremecimiento y ser, por si moría,
púdicamente viuda. Sólo él y yo veíamos en el mundo su rostro; y en verdad no
había otra cosa en las sombras profundas de la tarde: su altivo rostro sin veladuras
y también sus dos manos magníficas que se asemejaban como la gloria y la ternura.
Una voz surgió de la cama. Apenas la reconocí. —No he terminado de hablar —
dijo la voz. Ana se inclinó sobre la cama como sobre el borde de un ataúd, para
recoger esas palabras exhaladas por última vez, desde ese cuerpo sin movimiento y
casi sin forma. —Tendré tiempo... tendré... Se oía dificultosamente un cuchicheo
que casi no salía de la boca. Luego, una vez más, la voz se acostumbró a la
existencia y se volvió nítida: —Quisiera hacerle una confesión, Ana. No quiero que
esto muera conmigo —continuó la voz casi resucitada—. Tengo piedad de ese
recuerdo. Tengo piedad... ¡Ah! que no muera... «Amé a una mujer antes que a
usted. »Sí... amé. Triste y dulce imagen... quisiera arrancarle esa presa a la muerte.
Se la entrego a usted, ya que está aquí.» Se recogió para contemplar a aquella de la
que hablaba. —Era rubia y blanca —dijo. «No debe sentirse celosa, Ana (aunque no
se ame a veces se está celoso). Hacía apenas unos años que usted había nacido. Era
una pequeña por la que, en la calle, sólo las madres se daban vuelta. »Nos hicimos
novios en el parque señorial de sus padres. Tenía bucles rubios llenos de cintas. Yo
caracoleaba a caballo delante de ella, ella sonreía ante mí. »Entonces yo era joven,
fuerte, lleno de esperanza y empuje. Creía que iba a conquistar el mundo y hasta
pensaba poder elegir los medios... ¡Ay, no hice más que pasar rápido por su
superficie! Ella era aun más joven que yo; tan recién florecida que un día, lo
recuerdo, en el banco del parque donde nos habíamos sentado, y no lejos de
nosotros, estaba su muñeca. Volveremos los dos a este parque cuando seamos
viejos, ¿no es cierto? Nos amábamos... Comprende... No tengo tiempo para
decírselo, pero usted comprende Ana, que estas reliquias de recuerdo que le
entrego al azar, ¡son bellas, más bellas que lo que se piensa! »Ella murió esa misma
primavera, no he olvidado el detalle, de que al estar ya fijada oficialmente la fecha
de la boda decidimos tutearnos. Una epidemia que arrasó nuestro país hizo de
nosotros dos víctimas. Sólo yo curé. Ella no tuvo fuerzas para escapar al monstruo.
Hace veinticinco años, veinticinco años entre su muerte y la mía, Ana. Y ahora el
secreto más precioso: su nombre... Murmuró. No lo oí. —Repítalo, Ana. Ella repitió
vagas sílabas que llegaron hasta mí confusamente sin que pudiera unirlas para
formar una palabra, porque hay que escuchar muy atentamente para retener un
nombre propio desconocido. Las otras partes de una frase se suplen, se evocan,
pero el nombre aparece solo. Y continuó, con la voz de los recuerdos que iba
cayendo como el día: —Se lo confío porque está aquí. Si no estuviera usted se lo
confiaría a cualquiera con tal de salvarlo de mí.
Agregó con voz mesurada y sin acento, para que pudiera servirle hasta el
final: —Tengo que confesar algo más, una culpa y una desgracia... —¿No le confesó
la falta al sacerdote? —le preguntó ella. —Le dije casi nada —se contentó con
responder. Y continuó con esa voz tan calma: —Durante ese noviazgo hice versos
sobre nosotros. El manuscrito llevaba el mismo nombre que ella. Leíamos juntos
esos versos, a los dos nos gustaban y los admirábamos. «¡Qué hermoso! ¡Qué
hermoso!» decía ella batiendo palmas, cada vez que le mostraba una nueva poesía;
y cuando estábamos juntos, siempre había un manuscrito al alcance de nuestra
mano, el libro que nunca se hubiera escrito, según nuestro parecer. Ella no quería
que esos versos se publicaran y de esa manera salieran de nosotros. Un día, en el
jardín me manifestó su deseo: «¡Nunca! ¡Nunca!», decía. Lo repetía como una niña
obstinada y rebelde, y hacía el efecto que esa palabra era demasiado grande para
ella, mientras sacudía su linda cabeza en la que bailaban los bucles. La voz del
hombre se hizo a la vez más segura y más temblorosa al completar y animar
algunos rasgos de esa antigua historia. Otra vez, en el invernadero, cuando desde
la mañana había caído la lluvia, una larga lluvia inmóvil, me dijo: —Felipe... Me
llamaba Felipe como me llama usted. Se detuvo, asombrado por la simplicidad
demasiado elemental de la frase que acababa de decir. »Ella me dijo: "¿Conoce la
historia del pintor inglés Rossetti?" Y me contó ese episodio cuya lectura la había
impresionado vivamente: prometió a la dama que amaba dejarle para siempre el
manuscrito del libro escrito para ella y en caso de que muriera se lo pondría en el
ataúd. Ella murió y él, en efecto, la hizo enterrar con el manuscrito. Pero luego,
aguijoneado por el amor a la gloria, violó tanto su promesa como la tumba. "¿Si
muero antes me dejará el libro y no lo recuperará Felipe?" y se lo prometí riendo y
ella también rió. »Me repuse de mi enfermedad lentamente. Cuando estuve
bastante fuerte me dijeron que ella había muerto. Cuando pude salir, me llevaron a
la tumba, el amplio monumento de su estirpe que en alguna parte guardaba el
nuevo y pequeño féretro. »Para qué contar la miseria de mi duelo... Todo me la
recordaba, ¡estaba colmado de ella y ella ya no existía! Como mi memoria se había
debilitado, cada detalle me mostraba un recuerdo y mi duelo fue un espantoso
recomienzo de mi amor. Al ver el manuscrito recordé la promesa. Lo coloqué en
una caja sin volver a leerlo aunque ya no lo conocía pues tenía el espíritu lavado
por la convalecencia. Conseguí que levantaran la losa y que abrieran el cajón, luego
introduje el libro, según el deseo de la muerta. Un criado que me acompañó me
dijo: "Lo hemos puesto entre sus manos". »Viví. Trabajé. Traté de hacer una obra.
Escribí dramas y poemas; pero nada me satisfacía y poco a poco, tuve necesidad de
nuestro libro. »Sabía que era hermoso y sincero con las vibraciones que le habían
dado dos corazones y entonces, cobardemente, tres años después, me esforcé por
rehacerlo, por enseñárselo a la gente. ¡Ana, debemos tener piedad de todos
nosotros!... Pero, debo decirlo, no era sólo como para el artista inglés el deseo de
gloria, de homenajes que me impulsaban a no escuchar la dulce voz tan fuerte en
su impotencia sin embargo, que surgía del pasado: "No me lo quitará, Felipe..."
»No era sólo para enorgullecerme a los ojos de los demás por una obra con la
fuerza de la irresistible belleza de lo que fue. Era para volver a recordar mejor,
porque todo nuestro amor estaba en ese libro. »No logré reconstruir la serie de
poemas. El debilitamiento de mis facultades poco después de haberlos escrito, los
tres años durante los cuales puse devoto cuidado para no resucitar con el
pensamiento esas poesías que ya no debían vivir, todo eso había borrado la obra.
Apenas podía encontrar y casi siempre por azar, los títulos de los poemas y
algunos versos, y a veces una especie de sonoridad confusa, de halo de maravilla.
Hubiera necesitado el manuscrito que estaba en la tumba. »... Y una noche sentí
que iba hacia allí...»Sentí que iba, después de vacilaciones y combates interiores
que es inútil contar ya que fueron inútiles... Y pensaba en el otro, en el inglés, en mi
hermano semejante en miseria y crimen, costeando la pared del cementerio,
mientras el viento me helaba las piernas. Me repetía: "No es lo mismo" y esa
palabra enloquecida bastaba para hacerme continuar el camino. »Había dudado si
llevar o no luz; con la luz acabaría más pronto; vería en seguida el cofre y no
tendría que tocarla sino a ella (¡pero lo vería todo!) y preferí tantear... Me había
puesto en la cara un pañuelo empapado en perfume, y nunca olvidaré la mentira
de ese olor. Lo primero que toqué en ella no lo reconocí, aturdido de espanto... Era
un collar... su collar cincelado... volví a encontrarlo vivo. ¡La caja! El cadáver me la
devolvió con un rumor mojado. Algo me rozó débilmente... »Sólo quería decirle
unas palabras, Ana. Creí que no tendría tiempo de decirle cómo sucedieron las
cosas. Pero es mejor para mí que lo sepa por completo. La vida, que ha sido tan
cruel conmigo, me vuelve tierno en este momento porque me escucha usted, que
ha de sobrevivirme, y ese deseo de expresar lo que siento, de resucitar el pasado,
que hizo de mí un maldito durante los días de los que le hablo, esta noche es un
bienestar que va de mí a usted y de usted a mí.» Y la mujer, se inclinó con atención
hacia él, silenciosa e inmóvil... ¿Quién hubiera podido decir o hacer algo más dulce
que aquella atención?
—Todo el resto de la noche lo pasé leyendo el manuscrito robado. ¿No era
mi único recurso para olvidar su muerte y recordar su vida? »Bien pronto
comprendí que mis versos no eran lo que yo había creído. »Los poemas me
producían una impresión creciente de ser confusos y largos. El libro tanto tiempo
adorado no valía más que lo que había escrito después. Recordaba paso a paso el
paisaje, el episodio, el gesto aniquilado que me inspiraron aquellos versos; y a
pesar de esa resurrección los encontraba de una gran trivialidad, cuando no de un
énfasis excesivo. »Una desesperación helada me inundó, en tanto bajaba la cabeza
ante aquellos restos de canto. El tiempo que pasaron en el sepulcro habían
desfigurado e inanimado mis poesías. Eran tan lamentables como la mano
consumida a la que se los había quitado. ¡Y esas manos habían sido tan suaves!
"¡Qué hermoso! ¡Qué hermoso!" exclamó tantas veces la voz dichosa mientras sus
manos se unían en un gesto admirable. »Es que la voz y los poemas entonces
estaban vivos; es que el ardor y el delirio del amor engalanaban sus rimas con
todos mis dones, es que todo aquello pertenecía al pasado y en realidad el amor ya
no existía... »Era el olvido lo que leía al mismo tiempo que mi libro... Sí, había
sufrido el contagio de la muerte. Mis versos habían permanecido demasiado
tiempo en el silencio y en la sombra. ¡Ay! y ella estaba allí desde hacía mucho
tiempo, ella la que dormía con sosiego espantoso, en aquel sepulcro al que yo no
habría osado entrar si mi amor la mantuviera aún con vida. Pero estaba
verdaderamente muerta. »Y yo pensé que mi acción había sido un sacrilegio inútil
y que cuanto prometemos y juramos en este mundo es un sacrilegio inútil. »Ella
estaba verdaderamente muerta. ¡Ah! ¡Cómo la lloré esa noche! Aquella fue mi
verdadera noche de duelo... Cuando acabamos de perder a un ser amado, hay un
miserable momento (pasado el golpe brutal) en que empezamos a comprender que
todo ha terminado, y entonces la desesperación se desnuda, se difunde por todas
partes y se agranda. Así fue esa noche, bajo el imperio de la emoción de mi crimen
y del desencanto de mis poemas, más grande que el crimen y más grande que todo
el desencanto. »Volví a verla. ¡Qué linda era con aquellos gestos vivos y claros en
que ponía toda su alma y la animada gracia con que se multiplicaba, su risa que la
rodeaba sin cesar y la infinidad de preguntas que siempre hacía!... Volví a ver, en
un rayo de sol sobre el césped de un verde vivo, el frunce aterciopelado y sedoso
de su falda (de satén rosa viejo muy pálido), aquel día en que inclinada y sujetando
la falda con ambas manos, miraba sus pequeños pies y no lejos de allí resaltaba la
blancura del pedestal de una estatua. Cierta vez me entretuve en mirar de cerca su
cutis, para ver si le encontraba algún defecto, y ninguno encontré en esa frente, ni
en esas mejillas y ese mentón, ni en todo aquel semblante de piel fina y tersa
detenido un momento en su perpetuo vuelo para entregarse a mi experimento. Y
exclamé balbuceando, con un enternecimiento próximo al llanto, sin saber qué
decía: "Es demasiado... es demasiado...". Era la princesa de cuantos la veían. Los
tenderos de la población se consideraban dichosos de estar en los umbrales de sus
negocios cuando ella pasaba. Y todos, hasta los viejos, se le acercaban con respeto.
¿No tenía acaso el aspecto de una reina, cuando se recostaba sobre el respaldo del
gran banco de piedra tallada del parque, ese gran banco que luego fue como un
sepulcro vacío? »Conservaba algunos objetos de ella: un abanico, que yo manejaba
y movía un poco; sí, yo movía ante mis ojos ese abanico muerto; su diminuto
guante frío, y sus cartas que se mostraban impúdicamente... »¡Oh! Por un instante
en medio del tiempo, supe cuánto la había amado, a ella, que estuvo viva y ahora
era una muerta, que fue sol y sonido y ahora, bajo tierra, era una especie de fuente
oscura. »Y lloré también por el corazón humano. Aquella noche, mi comprensión
estuvo a la altura de mis sentimientos. Luego vinieron el olvido lógico, los
instantes en que no me entristecía recordar que había llorado.»
—Esta es la confesión que deseaba hacerle, Ana... Quería que esta historia
de amor, con una vejez de un cuarto de siglo, no terminara tan pronto. Fue tan
trémula y real, fue tan grande, que yo se la cuento con toda sencillez, a usted, que
ha de sobrevivirme... »Luego la amé a usted y sigo amándola. Yo le ofrezco como
única soberana, la imagen de la criatura que siempre tendrá diecisiete años...»
Suspiró y dejó caer esta frase, que demostró una vez más la pobreza de la religión
ante los corazones humanos: —Yo, que la adoraba a ella y que era adorado por ella,
la adoro a usted únicamente, ¡Ah! ¡Cómo es posible que haya un paraíso donde
volvamos a encontrar la felicidad!... Su voz se eleva, tiemblan sus brazos inertes.
Sale por un instante de la inmovilidad profunda. —¡Ah! ¡A Usted! ¡A usted! ¡Sólo a
usted! Es una gran evocación sin límites: —¡Ah! ¡Ana, Ana! Si yo me hubiese
casado verdaderamente con usted, si hubiésemos vivido como marido y mujer, si
hubiésemos tenido hijos, si la hubiese sentido junto a mí como esta noche, pero
verdaderamente a mi lado... Volvió a caer. Había gritado tan fuerte, que aunque no
hubiese existido esa rendija en el tabique lo habría oído desde mi cuarto. Declaraba
todo su ensueño, lo entregaba, lo entregaba a su alrededor, enloquecidamente.
Aquella sinceridad indiferente a todo tenía un significado definitivo que me
desgarraba el corazón. —Perdóneme, perdóneme... Es una blasfemia... Pero no
pudo contenerme... Se cortaron sus palabras: se adivinaba que su voluntad le
serenaba el rostro y que su alma lo hacía callar. Pero sus ojos parecían gemir.
Repitió más bajo, como para sí mismo: «¡Usted!... ¡Usted!...» Y se adormeció
repitiendo esta palabra: ¡Usted!...
Ha muerto esta noche. Lo vi morir. Por rara casualidad, estaba solo en el
momento de morir. No tuvo estertor ni agonía propiamente dicha. No se aferró a
las sábanas con los dedos, ni habló ni gritó. No hubo último suspiro ni alucinación.
Nada hubo. Le pidió a Ana de beber y como se había acabado el agua y no estaba
la enfermera, salió ella rápidamente para traerla. Ni siquiera alcanzó a cerrar la
puerta. El resplandor de la lámpara inundaba el cuarto. Yo le miré la cara y
comprendí por no sé qué señal, que en aquel preciso momento se hundía en el gran
silencio. Entonces, instintivamente le grité, no pude dejar de gritarle para que no
estuviera solo: —¡Yo lo veo! Mi voz extraña, que había perdido la costumbre de
hablar, penetró en la habitación. Pero murió en el mismo instante en que yo le
hacía esta limosna de loco. Su cabeza cayó hacia atrás, rígida, con los ojos en
blanco. En aquel momento volvió Ana. Debió oír confusamente mi voz porque se
apresuró. Ella lo vio. Lanzó un grito espantoso, con toda su fuerza, con todo el
poder de su carne sana, un grito puro y verdaderamente viudo. Se arrodilló
delante de la cama. La enfermera llegó en aquel instante y levantó los brazos al
cielo. Reinó el silencio, el fulgor de increíble lástima que donde quiera que estemos
y trátese de quien se trate, nos sobrecoge totalmente en presencia de un muerto. La
mujer arrodillada y la que estaba de pie miraban al que estaba allí, extendido,
inerte, como si nunca hubiera sido. Ambas parecían casi muertas. Luego Ana lloró
como una niña. Se levantó; la enfermera fue a buscar a la gente. Ana que tenía una
blusa clara tomó instintivamente el chal negro que la vieja enfermera había dejado
en una silla y se envolvió con él. El cuarto, tan silencioso en los últimos tiempos, se
animó y se llenó de vida. Encendieron velas por todas partes y las estrellas que
hasta ese momento se veían a través de la ventana desaparecieron. ... Se
arrodillaron, lloraron, rezaron. El mandaba ahora. Todos decían «él». Había caras
de criados que yo no había visto hasta entonces, pero que él conocía muy bien.
Parecía que toda esa gente le mendigara, sufriese y muriese y que él estuviera vivo.
—Ha debido de sufrir mucho para morir —dijo el médico a media voz a la
enfermera, en un momento que estaba muy cerca de mí. —¡Sin embargo, estaba tan
débil el pobre! —Pero —dijo el médico— la debilidad no impide que se sufra.
Al amanecer, una luz descolorida rodea esos rostros y esas luces
martirizadas. La presencia del día naciente, sutil y frío, hace pesada la atmósfera
del cuarto, la torna más asfixiante y turbia. Una voz muy, queda, vergonzante,
rompe un momento el silencio que dura desde hace varias horas. —No abran la
ventana; se descompondría más pronto. —Hace frío... —susurra alguien. Dos
manos recogen y doblan unas pieles. Alguien se levanta y vuelve a sentarse. Otro
levanta la cabeza. Se oye un suspiro. Se diría que aprovechan las pocas palabras
pronunciadas para salir del sosiego en que se entumecían. Luego dirigen una
mirada renovada al hombre colocado en la capilla ardiente, inmóvil,
inexorablemente inmóvil, como el ídolo crucificado que hay en las iglesias. Creo
que hace un momento me quedé adormilado en mi cama... Sin embargo, debe de
ser muy temprano. De pronto, oigo llegar del cielo gris un repique de campanas.
Después de la noche angustiosa, actúa sobre nosotros a pesar de todo, una flojedad
contra la inmovilidad cadavérica de nuestra atención, y no sé qué dulzura,
ayudada por ese tañido, despierta en mí con fuerza recuerdos de infancia. Evoco
un campo que me retiene estrechamente y que la voz de las campanas cubre de un
cielo empequeñecido y sensible, una patria calma en la que todo es bueno, en la
que la nieve significa Navidad y el sol es un disco tibio que se puede y se debe
mirar... Y en medio de todo eso, siempre en medio de todo, la iglesia. Ha
terminado el tañido. Calla poco a poco su resonancia de luz y el eco de su eco...
Pero he aquí otro tañido: el de la hora. Ocho horas, ocho toques, sonoros,
esparcidos, de una regularidad terrible, de una calma invencible, sencillos,
sencillos. Los cuenta uno, y cuando ya dejaron de atravesar el aire, no se puede
menos de volver a contarlos. El tiempo que pasa... El tiempo informe y el esfuerzo
humano que lo precisa y regulariza, y hace de él una obra del destino. Y yo pienso
en la gran sinfonía de esos dos motivos celestiales. Las notas claras siembran luz...
Se estrechan cada vez más, y se ve el firmamento estrellado trastocarse en aurora.
La iglesia irradia con la amplia y fina vibración que penetra sus muros; el decorado
familiar de las habitaciones se presenta a los ojos más tiernamente. La naturaleza
se engalana, la lluvia sobre las hojas son perlas y una nube de muselina cubre el
cielo; la escarcha pone en los cristales un recamado que parece hecho por manos
femeninas. El tañido se lleva a medias los días y las horas y los aligera; a cada día
le basta con su trabajo. Cuando se renuevan las estaciones ese tañido hace pensar
en el modo diferente que cada una de ellas tiene de ser buena; afianza las ilusiones
en la suerte futura; cada uno está contento con su vida y todo el mundo se
consuela por adelantado. Tras el enjambre multicolor y diverso, cuya danza etérea
domina y regula toda la fiesta, un solo corazón lanza su grito. Ese grito tiene un
movimiento sencillo, pero se adivina que no ha de tener fin ni límites y que, en
cierto modo, toma la forma del azul. Confunde su vuelo con el de la voz religiosa;
sube al mismo tiempo que ella, a cada sobresalto de sus tres aletazos o en un
temblor de incontables latidos cuando se expande en los carrillones. Pero hay algo
aquí que todos olvidaban, algo más grande que la alegría, que señala con golpes
sordos su indesarraigable existencia. Se lo presentía, se lo oye, se lo siente. El
péndulo va a machacar los sueños, a imponerse a las ilusiones, insensible a las
tiernas caricias contrarias, y cada golpe penetra como un clavo. Por grandioso que
sea el canto del Ángelus, la palabra superior de las horas lo envuelve con su calma.
Esa palabra se amplifica en días, en años, en generaciones. Domina el mundo,
como el campanario domina la aldea. El grito del corazón resisten
apasionadamente. Está solo. El cántico piadoso no está sostenido por el cielo, como
el del tiempo por la sombra. La hora es un gran ritmo monótono, y cada una de sus
sonoras advertencias corta la infatigable esperanza que sube en un movimiento
perpetuo pero que no altera el motivo inmortal, el adagio definitivo que cae del
reloj... Y la melodía quebrada no puede menos que cambiar la tristeza en belleza.
XIV
Esta noche estoy solo. Velo ante mi mesa. La lámpara zumba como el
verano en los campos. Levanto los ojos. Encima de mí las estrellas alejan y empujan
el cielo, la ciudad se hunde a mis pies, eternamente el horizonte huye por mis
costados. Las sombras y las luces forman una esfera infinita porque yo estoy aquí.
Esta noche no estoy tranquilo, me invade una inmensa angustia. Me senté como
quien se derrumba. Igual que el primer día, vuelvo mi rostro hacia el espejo,
atraído por mí mismo: hurgo mi cara, y al igual que el primer día sólo puedo
lanzar un grito: «¡Yo!». Quisiera saber el secreto de la vida. He visto hombres,
grupos, gestos, caras. Vi brillar en el crepúsculo los ojos temblorosos de seres
profundos como pozos. Vi la boca que en un estallido de gloria decía: «¡Yo soy más
sensible que las demás!» Vi la lucha por amar y hacerse comprender: el rechazo
mutuo de dos interlocutores y el enredo de dos amantes, los amantes de sonrisa
contagiosa, que sólo son amantes de nombre, que se socavan a besos, que aplastan
llaga contra llaga para curarse, que no están unidos, y que a pesar de su radiante
éxtasis, fuera de la sombra son tan extraños como la Luna y el Sol. Oí a los que sólo
encuentran un poco de paz en la confesión de su vergonzosa miseria, y los rostros
que han llorado, pálidos, con ojos como rosas. Quisiera abrazar todo esto a la vez.,
Todas las verdades forman una sola verdad (tuve que llagar hasta este momento
para comprender eso tan simple); y esa verdad de las verdades es la que necesito.
No es por amor a los hombres. No es verdad que amemos a los hombres. Nadie
amó, ni ama ni amará a los hombres. Es por mí, sólo por mí por lo que trato de
llegar y ganar esa verdad plena que está por encima de la emoción, por encima de
la paz, por encima de la vida, como una especie de muerte. Quiero abrevar en ella
una orientación, una fe; quiero usarla para mi salvación. Miro los recuerdos
cautivados desde que estoy aquí; son tan numerosos que me he convertido en un
extraño para mí mismo, ya casi no tengo nombre; los escucho. Me evoco a mí
mismo, inclinado hacia el espectáculo de los otros, colmando como dios, ¡ay! y con
una atención suprema trato de ver y de escuchar qué soy. ¡Sería tan hermoso saber
quién soy! Pienso en todos aquellos que hasta llegar a mí —estudiosos, poetas,
artistas— buscaron, penaron, lloraron, sonrieron hacia la realidad, en templos
cuadrados o bajo una bóveda ojival o en jardines nocturnos cuyo suelo no es más
que un ligero perfume negro. Pienso en el poeta latino que quiso tranquilizarse y
consolar a los hombres mostrándoles la verdad sin velos, como una estatua. Un
fragmento de su preludio me vuelve a la memoria, aprendido en otro tiempo y
luego rechazado y perdido como casi todo lo que me tomé el trabajo de aprender
hasta ahora. Dice en su lengua lejana, bárbara, en medio de mi vida cotidiana, que
velaba en las noches serenas para buscar en qué palabras, en qué poema, aportará
a los hombres las ideas que los liberarán. Desde hace dos mil años los hombres
siguen necesitando que los tranquilicen y los consuelen. Desde hace dos mil años
espero liberarme. Nada ha cambiado la faz de las cosas. La enseñanza de Cristo
tampoco la habría cambiado aunque los hombres no lo hubieran destrozado hasta
el punto de no poder ya servirse honestamente de ella. ¿Aparecerá el gran poeta
que delimite y eternice la creencia, el poeta que sea no un loco, no un ignorante
elocuente, sino un sabio, el gran poeta inexorable? No lo sé, aunque las grandes
palabras del hombre que así terminó me den una vaga esperanza sobre su llegada
y el derecho a adorarlo desde ahora. Pero, ¿y yo, y yo? Soy sólo una mirada, como
las que he recogido del destino. Estoy aquí para volver a recordarlas. A pesar de
todo, me asemejo a un poeta al borde de su obra. Poeta maldito y estéril que no
dejara gloria, al que el azar le otorgó la verdad que el genio le hubiera dado; obra
frágil que terminará conmigo, mortal y cerrada a los otros como yo, pero sin
embargo, obra sublime, que mostraría las líneas esenciales de la vida y relataría el
drama de los dramas.
¿Qué soy yo? Soy el deseo de no morir. No sólo esta noche en que me
impulsa la necesidad de construir el sueño sólido y poderoso que ya no
abandonaré, sino siempre. Todos somos, siempre, el deseo de no morir. Es
innumerable y variado como la complejidad de la vida, pero en el fondo es esto:
continuar siendo, ser cada vez más, expandirse y perdurar. Todo lo que tenemos
de fuerza, energía y lucidez sirve para exaltarse, sea como fuere. Nos exaltamos
con impresiones nuevas, con nuevas ideas. Nos esforzamos por aprender lo que no
tenemos para sumárnoslo. La humanidad es el deseo de lo nuevo sobre el miedo a
la muerte. Es así, yo lo he visto. Los movimientos instintivos y los gritos libres se
dirigen siempre en el mismo sentido como señales y en el fondo, las palabras más
diferentes son semejantes.
Pero luego... ¿Dónde están las palabras que iluminen el camino? Así es,
¿qué es la humanida4 en el mundo y qué es el mundo? Me acuerdo, me acuerdo,
cómo se pediría auxilio... Se planta un jalón, un límite donde se detenga esta santa
inquietud: la importancia de un ser humano entre las cosas, esa importancia a la
que para comprenderla dediqué toda mi vida... La inmensidad de cada uno de
nosotros: primer gran signo en la oscuridad. Es verdad que el corazón cumple su
duelo o su fiesta con toda la naturaleza, y a los ojos del más humilde de los
contempladores, es verdad que en el cielo de Provenza las estrellas palidecieron
cuando Mireille apareció en su ventanita. Estoy en medio del mundo. Los astros
me coronan. La tierra me contiene y me eleva. Estoy en la cima de los siglos. Recojo
todo hacia mí, las vastas o las pequeñas cosas del espíritu y del corazón. Con la
mano delante de los ojos hago la noche, y en la noche, me oculto en la negrura; si
cierro los ojos, el azul ya no puede existir. A partir de mí empiezan a
empequeñecerse.
Apoyo la cabeza en la mano. Mis dedos sienten los huesos del cráneo: las
órbitas, la depresión de la sien, la mandíbula. Un cráneo... ¡Un cráneo! ¡Lo conozco!
¡Mi cráneo es semejante a los otros! Nunca había pensado en esta semejanza entre
yo y todos. Y la veo. Veo a través de un poco de sombra mis huesos, mi osamenta.
Reconozco en mí mismo mi eterno fantasma de polvo, mi esqueleto, como se
reconoce a alguien. Lo toco, lo palpo, a este monstruo silencioso y blanco que, en el
fondo, soy yo... Mis sueños de grandeza se han derrumbado, ya que mi cráneo es
semejante a los otros, a todos los que fueron. ¿Cuántos hubo? Si la humanidad data
de hace mil años, lo que sin duda está por debajo de la verdad, ya que viven en la
tierra mil millones y medio de habitantes que se renuevan cada treinta años, esto
hace un total de cuatro mil quinientos mil millones que se deshacen en polvo
desde que el hombre existe.
Iré a parar a la tierra. Tendré una enfermedad o una llaga que harán pudrir
más rápido una parte de mi carne. Sin duda moriré por enfermedad, con algún
órgano atrofiado, roto, paralizado o que, en un enloquecimiento destrozará todo el
reto. Moriré de una enfermedad, con toda mi sangre dentro... (más me gustaría
dejarme ir en la púrpura de una herida...). Y a mí también me enterrarán como a
los otros, por extraño que pueda parecer. Y ya como una advertencia del fango (las
palabras del poeta vuelven a mí y me agobian) recibo este polvo que cae sobre mí
todos los días, que me veo obligado a lavarme, del que me defiendo y escapo: es el
ángel sombrío de la tierra. En el frágil ataúd, mi cuerpo será presa de los insectos,
del pulular irresistible de sus larvas. ¡Inabarcable invasión que se multiplica!
Linneo dijo que tres moscas consumen un cadáver tan rápido como lo hace un
león. Abro un libro que tengo aquí. Me hundo en los detalles. ¡Y me entero de lo
que me espera! Conozco mi historia futura. Los bichos de los cementerios aparecen
por períodos. Cada especie llega en su momento de manera que puede reconocerse
la edad de un cadáver por el hormigueo que se sacia en él. A través de los cuerpos
abandonados pueden notarse ocho migraciones sucesivas que corresponden a ocho
fases de la fermentación pútrida por las cuales, poco a poco, se manifestará el
exterior del cuerpo. Quiero conocerlas, ver por adelantado lo que no veré y
palpitar con lo que no sentiré. Unas moscas pequeñas, las courtoneuras, invaden el
cuerpo unos momentos antes de la muerte... Las oiré. Algunas emanaciones les
indican la inminencia de un acontecimiento que va a procurarles con abundancia
desbordante, alimentos para sus larvas y, henchidas de huevos se encarnizan ya en
depositarlos en las narices, en la boca, en el rabillo del ojo. No bien termina la vida
afluyen otras moscas. Y apenas se siente el hálito de corrupción acuden otras: la
mosca azul, la mosca verde, cuyo nombre científico es Lucilia Caesar, y la gran
mosca de tórax rayado en blanco y negro llamada «gran sarcofagiana». La primera
generación de estas moscas que acuden ante la espantosa señal, ella sola puede
formar en el cadáver siete u ocho generaciones, que se prolongan y superponen de
tres o seis meses: «Cada día —dice Megnin— las larvas de la mosca azul aumentan
doscientas veces su peso...» La piel del cadáver es entonces amarilla tirando
ligeramente a rosa, el vientre verde claro, la espalda verde oscuro. O al menos esos
serían sus tonos si todo no ocurriera en la sombra. Luego la descomposición
cambia de naturaleza. Se cumple la fermentación butírica, que produce ácidos
grasos llamados vulgarmente grasa de cadáver. Es el momento de los desmestos,
insectos carniceros cuyas larvas están cubiertas de pelo, y de las mariposas: las
aglosas. Las larvas de los dermestos y las orugas de las aglosas presentan la
particularidad de poder vivir en las materias grasas «que se amoldan como sebo en
el fondo del ataúd». Algunas de esas materias cristalizarán y brillarán como
lentejuelas, más tarde, en el polvo definitivo. Y ahora aparece la cuarta escuadra.
Acompaña la fermentación caseica y está compuesta por moscas, piefilas, que
producen los gusanos del queso —reconocibles por dar unos saltos característicos
— y unos coleópteros, los corinetes. La fermentación amoniacal, la licuefacción
negra de las carnes, atrae una quinta invasión: en ella hay moscas, las loncheas,
ofiras; y las foras, tan numerosas en los cadáveres exumados durante ese período,
los restos negruzcos de sus crisálidas semejan, según la expresión de un médico
legista «el empanado de las piernas de jamón» y las nubes de moscas escapan del
ataúd cuando se lo sube y se lo abre. La composición delicuescente negra también
es la preferida por los coleópteros: las sílfides, y las nueve especies de necróforos.
En ese momento la putrefacción casi ha cumplido su obra. Se abre el período de la
desecación y de la momificación del cadáver en su sudario, en sus envolturas
almidonadas por los líquidos gelatinosos del período precedente. Todo lo que
queda de materia blanda, masa orgánica, harinosa y friable y jabones amoniacales,
es devorado por otro tipo de bichos: los acarios, redondos y ganchudos, apenas
visibles a simple vista. Cada quince días su número se duplica; al comienzo habían
veinte, al cabo de dos meses y medio, hay dos millones. A los acarios les sucede
una séptima migración. Son una especie de polillas, las aglosas, que ya estaban
presentes en el momento de la destilación de los ácidos grasos y que luego
desaparecieron. Roen, serruchan, desmenuzan los tejidos apergaminados, los
ligamentos y tendones —transformados en materia dura de apariencia resinosa—
así como los pelos, los cabellos y las telas. En ese momento el cuerpo toma un color
dorado, bronceado, y expande un fuerte olor a cera. Y al cabo de tres años, acude la
última nube de trabajadores. ¿Qué devoran? Todo lo que queda, hasta los restos de
los insectos que en estado larval se han sucedido en el cadáver. Y el arrasador
supremo, es un pequeño coleóptero negro cuyo nombre científico es tenebrio
obscurus. Después de él y a su pesar ya no queda más que restos de restos
alrededor de huesos blanqueados y una pequeña masa compacta en el fondo de la
caja craneana. Esta especie de mantillo oscuro y granuloso, espolvoreado por sobre
la piedra humana y que podría caerse el último residuo de las carnes, no llega ni a
ser eso. Es la acumulación de las caparazones, pupas, crisálidas y excrementos de
las últimas generaciones de insectos devoradores. Tres años han pasado. Todo ha
terminado. La criatura que fue adorada y adoró, en sólo tres años ha vuelto
totalmente al reino mineral. El hedor ha desaparecido; era la última señal de vida;
ahora se sumerge y ya no queda el luto de ella. Y todos los habitantes del mundo,
en unos años, pasarán por lo mismo. Desde que medito sobre esto, tal vez desde
hace un cuarto de hora, en el mundo han muerto un millar de seres humanos. Sus
cuerpos, aglomeraciones de células, sus células, aglomeraciones de átomos
(fragmentos indivisibles de materia) han sido arrojados a otras combinaciones. ¡La
célula! Esa unidad orgánica tiene una dimensión que varía entre una milésima y
diez milésimas de milímetros. ¡El átomo! Es un elemento desconocido e hipotético.
Si se le otorga una dimensión más o menos de acuerdo con lo verosímil,
basándonos en la pequeñez de los elementos anatómicos, nos encontramos con que
en una esfera de materia del diámetro de una cabeza de alfiler hay un número
representado por un ocho seguido de veintiún ceros, y que para contar todos los
elementos primordiales de una cabeza de alfiler, a razón de uno por segundo y por
hombre, la humanidad entera, dedicada de manera constante a esa tarea, tardaría
doscientos mil años. Y el globo está hecho de ese polvo. Y el mismo globo no es
nada en el universo. ... En una hoja de papel, un punto, apenas visible; alrededor
trazamos una circunferencia que ocupa todo el ancho de la hoja; el punto es la
tierra; el círculo representa el Sol; esa es la proporción. En otra hoja, un punto, que
se hace apoyando apenas la punta de la pluma; es el Sol que era tan ancho en la
otra hoja. Una esfera está representada por un círculo que abarca de un extremo al
otro del papel: es Canope, una estrella. El Sol es tan pequeño con respecto a
Canope como la Tierra con relación al Sol. Ese color gris sobre un papel no es un
tono gris sino pequeños puntos uno al lado de otro. Y Betelgeuse, ese celeste punto
dorado que tanto amaban nuestros antepasados, tiene un diámetro tan grande
como la distancia de la Tierra al Sol. Cada uno de estos puntos es una estrella,
como el Sol o como Canope, o aún más grande... Es un fragmento del mapa celeste.
Fragmento ínfimo ya que se evalúa en cien millones el número de estrellas cuya
imagen percibimos y en esta hoja hay sólo unas tres mil. Se perciben cien millones
de estrellas y no más porque los instrumentos de óptica sólo pueden ampliar el
campo visual hasta las estrellas de vigésima primera magnitud y sólo permiten ver
diecisiete mil veces más estrellas que a simple vista. Pero ¿quién se animaría a
afirmar que las últimas estrellas que logramos ver limitan el universo? Y el tamaño
de las estrellas por enorme que sea no es nada respecto de los espacios vacíos que
las separan. La estrella más cercana a nosotros, después del Sol, es Alfa de la
constelación del Centauro que dista de la Tierra diez mil millones de leguas.
Arturo se halla a una distancia de trecientos veinticuatro mil millones de
kilómetros. Se mueve en el espacio a razón de dos mil seiscientos cuarenta
millones de kilómetros por año y en los tres mil años que hace que se lo observa y
se le marca su sitio en los mapas astronómicos, parece no haberse movido. La
estrella 1830 del catálogo de Greenwich se halla a una distancia de ochocientos mil
millones de kilómetros... A causa de su formidable velocidad, la luz ha de reducir
locamente las cifras, haciéndonos más sensibles sus inmensidades... La luz recorre
el éter a razón de trescientos treinta mil kilómetros por segundo. Tarda un poco
más de ocho minutos en llegar al Sol; de manera que la imagen que de él tenemos
es la del astro ocho minutos antes del instante de nuestra contemplación. Para
llegar la luz a nosotros desde la estrella más próxima, tarda cuatro años y cuatro
meses; y treinta y seis años en llegar desde la Estrella Polar... Emplea varios siglos
para llegar a nosotros desde ciertas estrellas, que se nos presentan por lo tanto,
según eran hace varios siglos. Y si esas estrellas nos miran, nos verán con el mismo
vertiginoso retraso... Esa constelación que corona la ciudad viviente y moribunda
como una diadema triste por demasiado grande, no sabemos qué es. Sospechamos,
a lo sumo, que cada uno de sus puntitos tendrá alguna analogía con el ardiente Sol,
esa bola de fuego erizada de llamas tan grandes como la distancia de la Tierra a la
Luna. Si los ojos de una de esas estrellas son más perspicaces que los nuestros ¿qué
verán aquí abajo en el momento en que hablo? Entre las formas terrestres que aun
se contraen y tiemblan a consecuencia de una gran crisis geológica, verían sobre
una cumbre a un ser único desprenderse de la tierra que atrae sus cuatro
miembros, erguirse vacilando todavía con un semblante aun bestial y extraviado
en la oscuridad, que levanta los ojos... Y tal vez entre otra estrella y nosotros
todavía no ha habido intercambio de luces desde que existe, y cuando lleguen
hasta nosotros quizá haga eternidades que ha sido destruida... Y esas eternidades
me hacen pensar en el tiempo. ¿Cuánto tiempo hace que la Tierra existe? ¿Cuántos
millones de siglos transcurrieron desde que la masa gaseosa se desprendió del
ecuador de la nebulosa solar? No lo sabemos. Se supone que para la segunda fase
—la más corta— de su transformación, es decir, para pasar del estado líquido al
sólido, se necesitaron trescientos cincuenta millones de años. Hablaba hace un
momento del átomo, el elemento más pequeño de la materia. Veamos ahora el
mayor elemento que se conoce: el mundo estelar. No el conjunto real, visible del
firmamento, que es inconmensurable, sino la parte del mismo, que ha sido medida
por la ciencia. La investigación científica se limita a un radio de ochocientos mil
millones de millones de kilómetros, a partir de la Tierra. Más allá de ese radio, que
sólo abarca los astros más cercanos, los mundos no presentan, con respecto al
movimiento de la Tierra, un desplazamiento aparente que nos permita apreciar su
distancia, y no tenemos ningún dato sobre los espacios siderales. El universo
explorado por el cálculo se halla, pues, representado por una esfera cuyo radio es
de ochocientos mil millones de millones de kilómetros. Los números que
determinan esa esfera son los guarismos más grandes que se puedan aplicar a la
realidad. Arrojan un volumen de dos mil ciento cuarenta y cinco sexdecillones, de
metros cúbicos. Como, por otra parte, el número de átomos contenido en un metro
cúbico es, refiriéndonos a la dimensión hipotética que hemos concedido al átomo,
de un decillón, la relación entre lo más grande y lo más pequeño es un número tal,
que la ciencia no tiene término apropiado para expresarlo. Nunca lo utilizó
alguien; yo soy, quizás, el primer hombre que lo hace, por la necesidad de
precisión enorme que me atormenta esta noche. Según la etimología latina de los
nombres de los números, ese número virgen, que formula los átomos que puede
contener el universo, se empezaría a enunciar así: «dos octovigentillones»...
Compónese de un dos seguido de ochenta y siete cifras. Nada puede dar idea de la
inmensidad de ese número, que expresa a la naturaleza desde sus cimientos hasta
su última frontera alcanzable. Y sin embargo, esa cifra que parece un monstruo aún
hay que multiplicarla por cincuenta tollones, transformarla en «ciento
duotrigentillones» es decir, en un número de ciento dos cifras, si admitimos la
teoría de Newcomb que, basándose en los movimientos y velocidades de los
astros, según la ley inmutable de gravitación, limita nuestro sistema estelar entero
a una esfera de un espacio de sesenta quintillones de kilómetros de diámetro, en la
que caben armónicamente ciento veinticinco millones de estrellas. ¿Qué podemos
contra todo esto? ¿Qué es lo que puedo yo, que estoy aquí, deslumbrado por los
papeles que leo, al pie de una lámpara que forma una sombra octogonal que roza
mi tintero, y cuya claridad difusa apenas si me muestra el cielo raso y la ventana,
negra y brillante tras sus cortinas, y que casi no logra sacar de la noche las paredes
de la habitación? Me levanto y me pongo a dar vueltas por el cuarto. ¿Qué soy?
¿Qué soy? Tengo que contestar a esta pregunta, porque hay otra suspendida de ella
como una amenaza: ¿Qué va a ser de mí? Frente al gran espejo que está sobre la
chimenea contemplo mi imagen y busco en mí la respuesta que podría dar a mi
pequeñez. Si no logro librarme de ella estoy perdido... ¿Soy lo poco que parezco
ser? ¿Estaré inmovilizado y ahogado en este aposento como en un ataúd
demasiado ancho? Instintivamente, una plácida intuición, sencilla como yo mismo,
rechaza el espanto que me asalta y me dice que eso no es posible y que hay en todo
un inmenso error.
¿Quién me ha dictado lo que acabo de pensar? ¿A quién obedecí? A una
creencia que han acumulado en mi cerebro el sentido común, la religión, la
ciencia... El sentido común es la voz de los sentidos y ese vozarrón me dice que las
cosas son según las vemos. Pero en el fondo sé que no es verdad. En principio hay
que liberarse de esta basta corteza de la vida corriente. Las contradicciones que
entraña esa realización simplista de la apariencia, los incontables errores de
nuestros sentidos, las fantásticas creaciones del ensueño y de la locura, no nos
permiten escuchar tan lastimosa enseñanza. El sentido común es un animal
honrado, pero ciego. No ve la verdad, que escapa casi siempre a la primera mirada
y, según la magnífica palabra del antiguo sabio «está en un abismo». La ciencia...
¿Qué es la ciencia? Si es pura, una organización de la razón por sí misma; aplicada,
una organización de la apariencia. La «verdad» científica es una negación casi
íntegra del sentido común. Casi no hay detalles de la apariencia que la afirmación
científica correspondiente no contradiga. La ciencia dice que el sonido y la luz son
vibraciones; que la materia es un compuesto de fuerzas... Decreta un materialismo
abstracto. Reemplaza con fórmulas la apariencia grosera; o sea, la admite sin
examen. Las mismas contradicciones plantea la ciencia en un orden más complejo
y arduo; las mismas contradicciones que el realismo superficial. Hasta en su
terreno experimental o lógico, se ve obligada a valerse de datos ficticios, de
suposiciones. Ya se la empuje del lado de la grandeza del mundo, ya del de su
pequeñez, siempre se queda corta. Abajo se detiene ante el problema de la
divisibilidad del espacio; arriba, ante el dilema de las absurdidades, como por
ejemplo: «el espacio no termina en ninguna parte», o «en alguna parte termina el
espacio.» Al igual que el sentido común no ve la verdad. Es cierto que no ha sido
tampoco creada para ver la verdad, puesto que sólo tiene por objeto la
sistematización abstracta o práctica de elementos cuya realidad profunda no
discute. La religión... Con razón dice que el sentido común miente y la ciencia no
se compromete a nada. Y añade: sin la garantía de Dios, de nada estaríamos
seguros. Y de esta manera la religión detiene a Pascal, interponiendo su doble
fondo entre la verdad y él. Dios no es más que una respuesta hecha al misterio y a
la esperanza, y no hay otra razón para la realidad de Dios, fuera del deseo que
tenemos de él. ¿Este mundo limitado que acabo de ver levantarse contra mí,
descansa, pues, en nada? Entonces, ¿quién es el que está seguro? ¿quién es el
fuerte?
Y para ayudarme evoco una vez más a los seres vivos en los que tengo fe,
los seres cuyos rostros vi abrirse y desencadenarse sus miradas. Vuelvo a ver, en el
de profanáis de la noche, emerger rostros como victorias supremas. Uno contiene lo
pasado; otro se llena de azul, volcada toda su atención hacia la ventana; otro, en la
húmeda negrura de la bruma, sueña con el sol como un sol; otro, pensativo y
alargado, colmado de la muerte que lo devoraba y todos se hallan rodeados por
una soledad que empieza en este cuarto pero que nunca acaba. Y yo, que soy como
ellos; yo, que encierro en el interior de mi pensamiento el pasado implacable, el
porvenir soñado y la magnitud de los otros; yo, que lamento, deseo y pienso con
mi cara incurable y abierta, ¿yo habré de convertirme en polvo luego del sueño de
estrellas que acabo de tener? Es posible que sea nada, cuando en ciertos momentos
me parece que soy todo? ¿Soy nada? ¿Soy todo? Entonces empiezo a comprender...
En esta evocación del orden de las cosas no tuve en cuenta el pensamiento. Lo
consideré como encerrado en el cuerpo, sin salir de él, sin agregar nada al
universo. ¿En nosotros será nuestra alma sólo un soplo como el soplo vital, un
órgano? ¿Ocuparemos el mismo lugar tanto si estamos vivos como muertos? ¡No!
Y en este punto es donde palpo el error. El pensamiento es la fuente de todo. Por él
hay que empezar siempre. La verdad se apoya en su base. Y ahora veo estos signos
de locura en mi meditación de hace un momento. Esa meditación era lo mismo que
yo: probaba la grandeza del pensamiento que la estaba pensando, y sin embargo,
decía que el ser pensante es nada. ¡Me anonadaba a mí mismo que la creaba! ...
Pero, ¿no seré presa de una ilusión? Me oigo objetarme a mí mismo: lo que existe
en mí es la imagen, el reflejo, la idea del universo. El pensamiento no es sino el
fantasma del mundo prestado a cada uno de nosotros. El universo existe por sí
mismo fuera de mí, independientemente de mí, con tal intensidad que es causa de
que yo sea nada y ya esté como muerto. Y es inútil que no sea o cierre los ojos, el
universo seguiría existiendo. Una congoja, una llaga incipiente me lacera las
entrañas... Pero veo que se eleva un grito en mí, un grito lúcido, consciente e
inolvidable, como un acorde sublime toda esa música: «¡No!» No. No es así. No sé
si el universo fuera de mí tendrá alguna realidad. Lo que sí sé es que su realidad no
se manifiesta sino por intermedio de mi pensamiento, y que existe sólo por la idea
que tengo de él. Yo soy quien hace que surjan las estrellas y los siglos, quien se ha
sacado el firmamento de la cabeza. No puedo salir de mi pensamiento. No tengo
derecho a hacerlo sin caer en falta o en mentira. No puedo. Inútil es que forcejee
para escapar de mí mismo. No puedo conceder al mundo otra realidad que la de
mi imaginación. Creo en mí, y estoy solo, puesto que no puedo salir de mí. ¿Cómo,
a no ser un loco, podría figurarme que no estoy solo? ¿Quién podría demostrarme
que, más allá del pensamiento infranqueable, el mundo tiene una existencia
separada de mí? Escucho a la metafísica, no es una ciencia; se sitúa más allá del
programa científico; es más bien asimilable al arte, pues, como él busca la verdad
verdadera; porque si un cuadro tiene fuerza y un buen verso es bello, se debe a la
verdad. Repaso los libros, consulto a sabios y pensadores, recojo todo el arsenal de
certidumbres que el humano ha podido reunir, escucho la gran voz del que pasó
todas las creencias y sistemas por el cedazo de su razón terrible, y leo esta verdad
que se me impone a mí también: «No se puede negar el pensamiento que se tiene
del mundo, pero tampoco se puede certificar que exista fuera del pensamiento que
de él se tiene». Y ahora que poseo esta afirmación enmarcada, precisa y
efectivamente, en palabras, ahora que tengo esta sublime riqueza, no puedo
apartarme del milagro de simplificación que aporta. No, no es seguro que la
verdad que empieza en nosotros continúe en otra parte; y cuando, después de
haber dicho esa frase que ya nadie pudo luego ni pensar en negar: «Pienso, luego
existo», el filósofo trató de llegar, de razonamiento en razonamiento, a la existencia
de algo real fuera del sujeto pensante, salió paso a paso de la certidumbre. De toda
la filosofía pasada, sólo queda ese imperativo de evidencia que pone en cada uno
de nosotros el principio de todo; la búsqueda humana sólo queda en un libro,
sobre el recomenzar y la soledad de cada semblante. El mundo, según lo vemos, no
prueba sino que existimos nosotros que creemos verlo. El mundo exterior, es decir,
el globo terrestre, con sus once movimientos en el espacio, sus horizontes y el
vaivén del mar, sus mil millares del millón de kilómetros cúbicos, sus ciento veinte
mil especies vegetales, sus trescientas mil especies animales, y todo el mundo solar
y sideral, con sus transformaciones y su historia, sus orígenes y vías lácteas, es un
espejismo y una alucinación. Y pese a las voces que, aun en el fondo de nosotros,
claman contra lo que he tenido la osadía de pensar, como una turba se alza contra
la belleza; pese al sabio que, después de confesar que el mundo es una alucinación,
añade sin pruebas que es una «alucinación verdadera», digo que el infinito y la
eternidad del mundo son dos dioses falsos. Soy yo el que ha dado al universo esas
virtudes desmesuradas que tengo en mí —debo habérselas dado, porque, aunque
él las tuviese, yo no podría comprobar en él lo incomprobable, y las añadiría de mi
propio acervo a la limitada imagen que tengo de él—. Nada prevalece contra el
absoluto de decir que yo existo y no puedo salir de mí y que todo, espacios,
tiempo, razonamientos, no son sino modos de imaginarme la realidad y como
vagos poderes que poseo. Con cierto estremecimiento encontré en el libro austero
esa traducción de los clamores de la humanidad que han llegado hasta mí. El
corazón sangra y se explaya a través de las líneas frías y calculadas del escritor
alemán. Quizá se necesite cierta gravedad para emanciparse de la apariencia y
comprender las fórmulas grandiosas de la verdad así purificada. Pero yo digo que
esas palabras del libro del filósofo de Koenigsberg la obra que más se acerca a la
Biblia. Las palabras de Cristo dirigidas a dominar la sociedad según nobles
designios a su lado resultan superficiales y utilitarias.
Es algo importante, solemne y capital arrancarle al silencio las verdaderas
palabras, poner la razón en su sitio y volver a colocar a la verdad en el suyo. No se
trata de una vana discusión de fórmulas, sino de un pavoroso problema personal
que me interesa por entero; de una cuestión de vida o muerte para mí, de un gran
juicio sin apelación en el que estoy implicado. Todo está en mí y no hay luces ni
hitos ni límites para mí. El de profundis, el esfuerzo por no morir, la caída del deseo
con su grito que sube, nada de eso se detiene. Con libertad inmensa se ejerce el
mecanismo incesante del corazón humano —¡siempre distinto, siempre!—. Y esta
expansión es tal que borra hasta la muerte. Porque ¿cómo podría imaginar mi
muerte, sino saliendo de mí mismo y contemplándome como si yo fuera no yo sino
otro? No se muere... Cada ser está solo en el mundo. Parece absurdo,
contradictorio enunciar semejante frase. Y sin embargo, así es... Pero hay muchos
seres como yo... No, no se puede decir eso. Para decirlo hay que colocarse al
margen de la verdad en una especie de abstracción. Sólo puede decirse una cosa:
«Estoy solo». Y por eso morimos. Encorvado en la noche, el hombre dijo: «Después
de mi muerte la vida continuará. Seguirán subsistiendo todas las cosas del mundo
y ocupando plácidamente los mismos lugares. Persistirán las huellas de mi paso,
que poco a poco morirán; persistirá mi vacío, que se cerrará». Se engañaba. Se
engañaba al hablar así. Se llevó toda la verdad consigo. Sin embargo, nosotros lo
vimos morir. Murió para nosotros, no para él. Siento que hay ahí una verdad
espantosamente difícil de alcanzar, una contradicción formidable; pero sostengo
los dos cabos mientras busco a tientas al balbuceo informe que pueda traducir esto.
Algo como: «Cada ser es toda la verdad...» Vuelvo a lo que decía hace un
momento: no morimos porque estamos solos; son los otros los que mueren. Y esta
frase que asoma temblando a mis labios, a la vez siniestra y radiante, anuncia que
la muerte es un dios falso. Pero ¿y los demás? Admitiendo que yo tenga la sensatez
todopoderosa de librarme de la pesadilla de mi propia muerte, siempre quedará la
muerte de los otros y la muerte de tantos sentimientos y de tanta dulzura. La
concepción de la verdad no es la que cambiará el dolor; porque el dolor es como la
alegría: un absoluto. ¡Y sin embargo!... La infinita grandeza de nuestra miseria se
confunde con la gloria y casi con la felicidad, con la dicha altiva y fría. ¿Es por
orgullo o por alegría que empiezo a sonreír a las primeras claridades del alba,
junto a la lámpara asaltada por el azul, y a medida que me veo universalmente
solo?
XV
Es la primera vez que la veo de luto; y vestida de negro su juventud
resplandece más que nunca. Se acerca el momento de partir. Mira a un lado y a
otro, por si olvida algo en el cuarto, que ya han arreglado para nuevos huéspedes,
un cuarto informe y abandonado. Se abre la puerta y a la vez que la joven que
suspende su ligera ocupación levanta la cabeza; aparece un hombre en el hueco
soleado. —¡Miguel! ¡Miguel! ¡Miguel! —grita ella. Le abre los brazos y en un gesto
ondulante, con su rostro fijo en él, permanece unos segundos inmóvil. Luego, a
pesar del lugar donde se hallan, de la pureza de su corazón y de su pudor de
siempre, sus piernas de virgen se estremecen y está a punto de caerse.
El arroja el sombrero sobre la cama con amplio ademán romántico. Llena la
habitación con su sola presencia, y con su paso. Sus pisadas hacen crujir el parquet.
Se arroja sobre ella y la abraza. A pesar de lo alta que es, él le lleva una cabeza. Sus
facciones marcadas son recias y admirables; su cara, coronada por una espesa
cabellera negra, es clara, enérgica y como fresca. Los bigotes son negro oscuro y
sombrean una boca de un rojo vivo, gloriosa como una bella herida natural. Apoya
sus manos en los hombros de la joven, la mira mientras esboza e inicia su famélico
abrazo. '
Se estrechan uno contra otro, tambaleándose... Se dicen al mismo tiempo la
misma palabra: «¡Por fin!» Sólo eso han dicho; pero, durante un momento,
repitieron esas palabras a media voz, las cantaron. Sus ojos se dicen el dulce grito,
sus pechos se lo comunican. Pareciera que con esa palabra se enlazan y se
penetran. Por fin ha terminado la larga separación y su amor es el vencedor; ¡por
fin se hallan juntos!... Y la veo temblar desde la nuca hasta los pies, veo como todo
su cuerpo lo recibe, mientras sus ojos se abren y se cierran sobre él. Con gran
trabajo tratan de hablar, porque necesitan hablarse... Los jirones de las palabras
que intercambian los mantienen un momento de pie. —¡Qué espera, qué
esperanza! —tartamudea él, enloquecido—. ¡Nunca dejé de pensar en ti ni de verte!
Luego agrega más bajo y con voz cálida: —A veces, en medio de una conversación
trivial, tu nombre pronunciado de pronto me roía el corazón. Su voz sorda jadea;
tiene sonoridades que estallan. Parece que no sabe hablar bajo. —¡Cuántas veces,
en la azotea de la casa, del lado del estrecho, me sentaba en la baranda de ladrillos
y me tapaba la cara con las manos! No sabía siquiera en qué parte del mundo
estabas, y a pesar de hallarte tan lejos de mí, te seguía viendo. —Muchas veces, en
las noches cálidas, me asomé a la ventana abierta... —dijo ella inclinando la cabeza
—. El aire solía tener una dulzura sofocante, como hace dos meses en la Villa de las
Rosas. Y los ojos se me velaban de lágrimas. —¿Llorabas? —Sí —dice ella en voz
baja—, lloraba de alegría.
Unieron sus bocas, sus bocas pequeñas y purpúreas, las dos del mismo
color. Casi se confundían ambos, tensos en el silencio creador del beso, que los
reúne interiormente y hace de ellos un solo y oscuro río de carne. Luego él se echó
hacia atrás para verla mejor. La tomó de la cintura con un brazo, y la estrechó
fuerte, de costado, mirándola. Luego puso la otra mano sobre el vientre. Se
dibujaron las formas de sus dos piernas y del vientre. Aparecía entera en el gesto
brutal, pero soberbio con que él la esculpía. Sus palabras martilleantes caen sobre
ella, más graves. —Allá, entre los incontables jardines de la costa, quería hundir
mis dedos en la tierra oscura. Vagando trataba de figurarme tus formas y buscaba
la fragancia de tu carne. Tendía los brazos al espacio, para abarcar lo más posible
de tu sol. —Yo sabía que me esperabas y me amabas... —dijo ella en una armonía
más dulce, pero igual de profunda—. En tu ausencia veía tu presencia. Y a
menudo, cuando un rayo de luz de la aurora entraba en mi cuarto y llegaba hasta
mí, me imaginaba estar inmolada a tu amor y ofrecía mi cuello al sol. Luego
añadió: —Muchas veces, por la noche, en mi cuarto, pensaba en tí y... me
admiraba... Sonrió temblorosa. El repetía siempre lo mismo y casi con las mismas
palabras: como si no supiera otra cosa. Tenía un alma pueril y un espíritu limitado
tras la perfecta escultura de su frente y sus inmensos ojos negros donde yo veía con
claridad la blanca cara de la mujer, tan próxima, que flotaba como un cisne. Ella lo
escuchaba devotamente, la boca entreabierta, la cabeza ligeramente echada hacia
atrás. De no sostenerla él, hubiese resbalado hasta caer de rodillas delante de ese
dios tan hermoso como ella. Ya tenían los párpados fatigados por su fuerte
presencia. —Tu recuerdo turbaba mis alegrías, pero consolaba mis tristezas. No
puedo asegurar quien dijo esto... Se abrazan violentamente. Forman un remolino;
podía decirse que eran dos grandes llamas. Su cara ardía. —Te amo... ¡Ah! ¡En mis
noches de insomnio y de deseo, con los brazos abiertos ante tu imagen, qué
crucificada estaba mi soledad!... ¡Sé mía, Ana! Ella quería, quería. Era toda ella un
consentimiento radiante. Sin embargo, su mirada desfallecida se fijó en el cuarto.
—Respetemos este lugar... —murmuró con un soplo de voz. Luego le dio
vergüenza de haber rehusado y balbuceó: —¡Perdona! El hombre, detenido en el
perturbador impulso de su deseo, contempló el aposento. Frunció la frente en un
pliegue de desconfianza huraño, salvaje, y se traslució en sus ojos la superstición
de su raza. —¿Fue aquí... donde murió?... —No —dijo ella meciéndose en sus
brazos. Era la primera vez que dentro de la simplicidad de ese encuentro se
hablaba de la muerte. El amante, arrebatado por el amor, hasta entonces sólo había
hablado de sí mismo. Ella no sólo cede sino que trata de concertar sus gestos con
los de él, atenta a su deseo de hombre. Pero no sabe hacer otra cosa que estrecharse
contra él y atraerlo, y esta escena silenciosa es más patética que las pobres palabras
que estaban diciéndose. Y de pronto ella lo ve a medias desnudo, con el cuerpo
cambiando de forma. El rostro se le cubre de rubor, de tal manera que pareciera
que mana sangre; pero sus ojos sonríen con aterrada esperanza y aceptan. Lo
adora, lo admira por entero, lo desea. Sus manos aprietan el brazo del hombre.
Toda la imprecisa tentación oscura sale de ella y sube hacia la luz. Descubre lo que
callaba el virginal silencio; muestra su amor brutal. Luego palidece y se queda un
instante inmóvil, como una muerta crispada. La siento presa de una fuerza
superior que tan pronto la hiela como la abrasa... Su cara, uno de los más bellos
adornos del mundo, tan luminosa que parece adelantarse hacia la mirada, se
contrae convulsivamente, se altera; una mueca la disimula; la amplia y lenta
armonía de sus gestos se extravía y se rompe. El ha llevado hasta la cama a la alta y
suave joven... Se ven sus muslos separados, abriendo la desnudez frágil y sensible
de su sexo. El se le echa encima, se pega a su cuerpo con un bufido, tratando de
herirla, mientras ella aguarda, ofreciéndose por entero. El quiere desgarrarla, se
apoya en ella. Una rabia sombría refulge en su cara pálida, en los ojos entornados y
azulados, en la boca entreabierta sobre los dientes como sobre la abyección de un
esqueleto. Se diría dos condenados ocupados en sufrir horriblemente, en un
silencio jadeante del que va a levantarse un grito. Ella gime suavemente: «Te amo».
Es un cántico de acción de gracias. Y mientras él no la ve yo solo, yo, he visto su
mano blanca y pura guiar al hombre hacia el centro sangrante de su cuerpo. Al fin
brota el grito de este trabajo de violación, de este asesinato de su resistencia pasiva
de mujer virgen. —¡Te amo! —aulla él, con júbilo triunfante y frenético. Y ella
aulla: «¡Te amo!» con tanta fuerza, que las paredes han temblado dulcemente. Se
hunden uno en el otro y el hombre se precipita hacia su placer. Se levantan como
oleadas; veo sus órganos llenos de sangre. Son indiferentes a todas las cosas del
mundo, al pudor, a la virtud, al punzante recuerdo del desaparecido; están
tendidos por encima de todo y todo aplastan. He visto el ser múltiple y
monstruoso que forman. Pareciera que intentaran humillar, sacrificar todo lo que
en ellos hay de hermoso. Sus bocas se crispan, se exponen a la mordedura; se les
marcan en la frente arrugas negras de furor y del esfuerzo desesperado. Una de las
piernas magníficas cuelga fuera de la cama, el pie se contrae, la media resbala por
la hermosa carne marmórea y dorada, el muslo está manchado de espuma y de
sangre. La joven tiene el rostro de una estatua caída de su pedestal y mutilada. Y el
perfil masculino de encarnizada mirada, parece el de un loco criminal cuyas manos
están alteradas por la sangre. Están tan cerca uno del otro como es posible estarlo;
se aferran con ambas manos, con la boca, con el vientre, apretujan una contra otra
sus caras que no logran verse, se ciegan los ojos demasiado próximos. Luego
tuercen el cuello y desvían la mirada, en el momento en que uno más usa al otro.
Por casualidad los dos llegan a la felicidad al mismo tiempo, se esperan
mutuamente en los acordes más largos del éxtasis. Todo el contorno de la boca de
la mujer está mojado y brilla, como si los besos chorreantes irradiasen de ella. —
¡Ah! ¡Te amo! ¡Te amo! —canta, arrulla y jadea ella. Luego deja caer gritos
inarticulados y una risa entrecortada. Dice: «¡Querido, querido, queridito mío!»
Balbucea con una voz que quebrara el llanto: «¡Tu cuerpo! ¡Tu cuerpo!» y una serie
de frases incoherentes que ni siquiera me atrevo a recordar.
Y después, como los demás, como siempre, como ellos mismos lo repetirán
muchas veces en el futuro extraño, se levantan pesadamente y dicen: «¡Qué hemos
hecho!». No saben qué han hecho. Los ojos se les entrecierran, se vuelven hacia
ellos mismos, como si todavía se poseyesen. El sudor se desliza como un llanto y
cava su surco. No la reconozco. Parece otra. Tiene la cara marchita y ruinosa. No
saben cómo volver a hablar de amor; sin embargo, han cambiado una mirada, llena
a la vez de orgullo y de servilismo, pues son dos. A pesar de su igualdad, la mujer
está más turbada que el hombre: está marcada para siempre, y lo que ella hizo es
más grande que lo que hizo él. Ella aprisiona y conserva al huésped de su carne,
mientras el vaho de su aliento y de su calor los rodea.
¡El amor! Pero esta vez no ha sido un incentivo equívoco el que lanzó uno al
otro a estos seres. No hubo veladuras, ni noche, ni sutileza culpable. No hubo sino
dos cuerpos jóvenes y bellos como dos magníficos animales pálidos, que se unieron
con los sencillos gestos y gritos de siempre. Si olvidaron recuerdos y virtudes a
ellos los llevó la fuerza de su amor y su ardor todo lo purificó como una hoguera.
Fueron inocentes en el crimen y en la fealdad. No se arrepienten ni sienten
remordimientos. Siguen triunfando. No saben qué han hecho; creen que se han
unido. Se han sentado en el borde de la cama. A pesar de mí, retiro la cabeza con
angustia al verlos tan cercanos y tan terribles. Siento miedo del ser enorme y
todopoderoso que me aplastaría si supiese que estamos frente a frente. Él,
preocupado por el acto que acaban de cumplir, enseñando entre sus ropas abiertas
el gran pecho de mármol, toma con su mano morena la dulce mano tranquila,
adormecida, y le dice: —Ahora eres mía para siempre. Me has hecho conocer el
éxtasis divino. Tu tienes mi corazón y yo tengo el tuyo. Eres mi esposa eterna. Ella
dice: —Tú eres todo. Y se inclinan más uno hacia el otro, abrumados por una
adoración creciente y exigente. Al igual que antes no supieron qué hacían ahora no
saben qué dicen, con sus bocas mutuamente empapadas y sus ojos fijos y
deslumbrados que sólo les sirven para abrazarse, y sus cabezas invadidas por
palabras de amor. Entran en la vida como unos amantes de leyenda, inspirados y
ardientes; el caballero, que sólo tiene de tenebroso el negro mármol de sus cabellos
y que por encima de su frente blande alas de hierro o crines de animal, y la
vaporosa sacerdotisa, hija de dioses paganos, ángel de la naturaleza. Brillarán al
sol; nada verán alrededor de ellos, cegados por la luz no conocerán otra lucha que
la de sus dos cuerpos en las cóleras soberbias de su pasión o en los embates de sus
celos, porque dos amantes son mucho más que dos enemigos que dos amigos. Sólo
padecerán por la tensión aguda de su deseo, cuando la noche oprima sus cuerpos
en una tibieza tan ardiente como la de un lecho. Me imagino siguiéndolos con la
mirada a través de las apariencias que prestan las épocas y los paisajes, a través de
la vida, que para ellos se reduce a llanuras, montañas y selvas; los veo, cubiertos
con una especie de luz, protegidos durante algún tiempo contra los hechizos
indefinidos del recuerdo y del pensamiento, defendidos contra el valor de la
sombra y las infinitas emboscadas del inmenso corazón que a pesar de ellos
mismos llevan consigo. Y estos preludios de su destino puedo leerlos en ellos
desde esta primera cópula, cuyos pormenores valoró mi alta contemplación, a la
que vi en toda su grandeza y en todas sus pequeñeces y que hice bien en verla.
Hay una forma femenina en el fondo del cuarto gris... ¿Otra mujer? Me parece, en
realidad, que es siempre la misma... Está en la penumbra, desnuda, blanca, pálida
con unos paños ensangrentados junto a ella. Curvada la espalda, inclinada la
frente, sangra... Pendiente de su debilidad y acongojada, se mira sangrar como una
urna derramada. Nunca tuve hasta este punto la impresión de la pobreza sagrada
de los seres humanos. No es una enfermedad, es una herida, un sacrificio. No es
una enfermedad, como tampoco lo es su corazón. Ostenta su púrpura como una
emperatriz. ... Por primera vez desde que estoy aquí, un impulso de piedad me
hace apartar la vista. El reino oscuro del creyente tiene sus recompensas.
Admiramos todo lo que nos tomamos el trabajo de profundizar. Para cada uno de
nosotros nuestra madre no es más que una mujer mejor comprendida.
Ya no miro. Me siento y me acodo a la mesa. Pienso en mí. ¿Adónde he ido
a parar? Estoy muy solo. Mi posición está perdida. Dentro de poco se me acabará
el dinero. ¿Qué voy a hacer en la vida? No sé. Buscaré; habré de encontrar algo. Y
tranquila, lentamente, espero. ... No más tristeza, congojas y fiebre... ¡Lejos, lejos de
todas esas espantosas cosas tan graves, cuya visión es terrible de soportar, que el
resto de mi vida transcurra en la calma y en la paz! En alguna parte llevaré una
vida sensata, ocupada, y la ganaré día a día. Y tu estarás allí, hermana mía, hija
mía, esposa mía. Serás pobre para parecerte más a todas las mujeres. Para que
podamos vivir trabajaré todo el día y seré tu servidor. Tú trabajarás
afectuosamente para nosotros en este cuarto, donde, durante mi ausencia, no
tendrás a tu lado más que la presencia pura y simple de tu máquina de coser...
Practicarás el buen orden, que nada olvida, la paciencia larga como la existencia, la
maternidad pesada como el mundo. Yo volveré y abriré la puerta en la oscuridad.
Del cuarto próximo de donde traerás la lámpara, te oiré llegar. El alba te anunciará.
Me distraerás con la confesión plácida y sin otro fin más que ofrecerme tu palabra
y tu vida, de lo que habrás hecho en mi ausencia. Me contarás tus recuerdos de
infancia. Yo casi no los comprenderé porque forzosamente me darás de ellos
detalles insignificantes; no los conoceré ni llegaré a conocerlos, pero amaré esa
dulce lengua extraña que murmurarás. Hablaremos del futuro niño; y ante esa
visión, inclinarás tu frente y tu cuello, blancos como la leche, y oiremos por
anticipado balancearse la cuna con un rumor de alas. Y cansados y hasta
envejecidos, tendremos sueños frescos sobre la juventud de nuestro hijo. Después
de estas ensoñaciones, nuestro pensamiento no irá más lejos, pero se llenará de
ternura. En la tarde, pensaremos en la noche. Tú estarás invadida por un
pensamiento dichoso. La vida interior será alegre y luminosa, no por lo que veas,
sino por tu corazón. Tu irradiarás como una ciega. Velaremos, el uno frente al otro.
Pero, poco a poco, a medida que avance la hora, las palabras se irán volviendo más
borrosas y espaciadas. Será el sueño que deshoja tu alma. Te quedarás dormida
sobre la mesa y me sentirás velar cada vez más... La ternura es más grande que el
amor. No admiro el amor carnal, donde se muestra solo y desnudo. No admiro su
paroxismo desordenado y egoísta, tan toscamente breve. Y sin embargo, sin el
amor, la unión de dos seres es siempre débil. Al amor debe añadirse el afecto, se
necesita lo que él aporta a una unión: el exclusivismo, el acercamiento y la
simplicidad.
XVI
He andado por las calles como un desterrado, yo, el hombre común, que se
parece a tantos otros, que se parece demasiado a todos. He recorrido las calles y
atravesado las plazas con los ojos fijos en lo que se me escapa. Parece que camino;
pero lo que hago es caer de sueño en sueño, de deseo en deseo... Una puerta
entornada, una ventana abierta, otras que se anaranjan dulcemente sobre las
fachadas azuladas por la tarde, me angustian... Una mujer que pasa me roza sin
decirme lo que tendría que decirme... Pienso en la tragedia de ella y en la mía.
Entra en una casa. Desapareció; ha muerto. ... Con el cuerpo deslumbrado por otro
perfume que acaba de desvanecerse, permanezco, asaltado por mil pensamientos,
ahogado bajo el velo de la tarde... De la ventana cerrada de una planta baja, a cuyo
lado me encuentro, se eleva una armonía. Percibo —lo mismo que oiría unas claras
palabras humanas— la belleza de una sonata, con su movimiento profundo. Y
durante un rato, escucho lo que ese piano confía a los que están allí. Luego me
siento en un banco. Al otro lado de la avenida, que atraviesa el sol poniente, hay
otro banco en el que se han sentado dos hombres. Los veo muy bien. Parecen
agobiados por una misma suerte y la semejanza de una ternura los une: se ve que
se aman. Uno habla, el otro escucha. Imagino alguna tragedia secreta que sale a la
luz... Durante toda su juventud se amaron infinitamente; sus ideas eran semejantes
e intercambiables. Uno de ellos se casó. Es el que habla y que parece alimentar la
tristeza de ambos. El otro frecuentó con discreción la casa del amigo, tal vez deseó
vagamente a la mujer, pero respetó su paz y su felicidad. Esta tarde su amigo le
cuenta que su mujer ya no lo quiere, mientras él sigue adorándola con toda su
alma. Ella no le hace caso, lo esquiva, sólo ríe y sonríe cuando no están solos.
Confiesa esta desgracia, esta herida en su amor y en su derecho. ¡Su derecho! Creía
tenerlo sobre ella, y vivía en esa creencia inconsciente, pero luego ha mirado bien y
vio que no tenía ninguno... Y entonces, el amigo piensa en alguna palabra amable
que la mujer le dijo, en alguna sonrisa que le dirigió. Por más que sea bueno e
ingenuo y todavía perfectamente puro, una tierna, ardiente e irresistible esperanza
se insinúa en él. Poco a poco, a medida que oye la desesperada confidencia, alza la
frente y sonríe a aquella mujer... Y nada puede impedir que la noche ya oscura que
rodea a los dos hombres no sea al mismo tiempo un fin y un principio. Una pareja,
hombre y mujer —las pobres criaturas casi siempre vamos apareadas— llega, pasa
y se va. Se ve el espacio vacío que los separa. En la tragedia de la vida, lo único que
se ve es la separación. Fueron dichosos y ya no lo son. Son casi unos viejos; no la
quiere y sin embargo sabe que se acerca el momento en que la perderá; ¿qué se
dicen? En un segundo de abandono, confiado en la gran paz presente, él le confiesa
una antigua falta, la traición, escrupulosa y religiosamente silenciada hasta
entonces... ¡Ay! Sus palabras engendran un irreparable dolor. El pasado resucita;
los días pasados que parecieron felices se han vuelto tristes y todo está de duelo.
Esos transeúntes quedan borrados por otra pareja muy joven, cuyo diálogo me
imagino. Empiezan; van a amarse. Sus corazones emplean tantas timideces para
reconocerse. «¿Quieres que parta para ese viaje?»... «¿Quieres que haga esto o
aquello?» Ella contesta: «No». Un sentimiento de indefinible pudor da a la
declaración primera, tan humildemente solicitada, la forma de un desaire... Pero ya
secreta y atrevidamente, el pensamiento se regocija con el amor aprisionado entre
esas ropas. Y siguen pasando parejas... Veamos ésta... Ella calla, él habla; apenas y
dolorosamente es dueño de sí. ¡Le suplica que diga qué piensa! Ella responde. El
escucha. Luego, como si nada hubiera oído, vuelve a suplicar más fuerte. El está
ahí, inseguro, vacilando entre la noche y el día. Ella sólo tendría que decir una
palabra para que él la creyese. En la inmensa ciudad, se lo ve aferrado a ese único
cuerpo. Un rato después me veo separado de esos amantes que piensan, se miran y
se persiguen. Por todas partes, el hombre y la mujer aparecen y se yerguen uno
contra otro; el hombre que ama cien veces, la mujer que tiene la fuerza de amar y
de olvidar tanto. Vuelvo a caminar. Voy y vengo por entre la realidad desnuda. No
soy el hombre de las cosas raras y de las excepciones. Codicioso, ruidoso,
imprecador, me reconozco en todas partes. Reconstruyo en todo el mundo la
verdad deletreada en aquella habitación cuyo secreto he sorprendido, la verdad
que es ésta: «Estoy solo y quisiera lo que no tengo y lo que ya no tengo». Por esta
necesidad vivimos y morimos. Paso junto a varias tiendas situadas en plantas bajas
y oigo chillidos: «¡Sí! ¡No!» Me detengo, asombrado por la fuerza de esos gritos.
Vislumbro, en una jaula, un poco de sombra que se agita. Es un loro, y el grito que
escucho no es más que un gran ruido ciego, el sonido emitido por una cosa... Pero
precisamente por hallarse fuera de la humanidad aunque tenga forma humana,
este grito me devuelve la importancia del grito de los hombres. Nunca pensé con
tanta fuerza en todo lo que puede contener la afirmación o negación salida de una
boca pensante: la dádiva o el rechazo del ser humano que pone sin cesar ante mis
ojos creyentes, para atraerme y guiarme, en la luz, el corazón en tinieblas, y en la
sombra el semblante. Pero nada es para mí. Ahora ya estoy fatigadísimo por haber
deseado excesivamente; me siento viejo de pronto. Nunca sanaré de esta herida
que llevo en el pecho... El ensueño de paz que tuve hace un instante sólo me atrajo
y sedujo porque estaba lejos. Si llegase a vivirlo, soñaría otro, porque mi corazón es
otro ensueño. Ahora busco una palabra. Esas gentes que viven mi verdad, ¿qué
dirán cuando hablen de ellos? ¿Sale de sus bocas el eco de lo que yo pienso, o el
error y la mentira? Ha caído la noche. Busco una palabra semejante a la mía, una
palabra en la que apoyarme y sostenerme. Y me parece que camino a tientas, como
si, en una esquina, fuera a surgir alguien para decírmelo todo. No volveré a mi
cuarto esta noche. No quiero apartarme de la muchedumbre. Busco un lugar vivo.
Entré en un gran restaurant para rodearme de voces. No bien traspongo la puerta
espejeante que un criado de librea abre y cierra continuamente, mil colores,
perfumes y murmullos me atrapan. Me parece que la elegante concurrencia —
cortes nítidos e impecables de los trajes negros, matices brillantes y como
alternados a capricho de los tocados femeninos— ejecuta una especie de ceremonia
preciosa en aquel gran invernadero de lujo, alfombrado de rojo. Luces por todas
partes, en guirnaldas de plata, en puntos de oro, en suaves pantallas anaranjadas
que formaban minúsculas auroras en medio de cada grupo de comensales. Había
pocos sitios libres; me senté en un rincón al lado de una mesa ocupada por tres
personas. Estaba atraído por la bulliciosa iluminación, y mi alma, pacientemente
avezada e iniciada en las grandes cosas nocturnas, estaba allí como un búho
arrancado al ancho cielo negro y arrojado irrisoriamente en medio de unos fuegos
artificiales. Traté de calentarme en esta gran luminosidad... Luego de pedir la
comida, con una voz que debió ir afirmándose, me interesé por las fisonomías.
Pero era difícil captar bien las que me rodeaban. Los espejos las multiplicaban al
mismo tiempo que el decorado; veía la misma hilera de frente y de perfil,
llamativa... Parejas y grupos se iban retirando entre la premura de los camareros
que acudían llevando en el brazo pellizas y abrigos delicados, complejos como
mujeres. Llegaban nuevos parroquianos. Yo observaba que las mujeres, a la
primera ojeada, resultaban adorablemente lindas, y que además se parecían todas
con sus caras empolvadas y sus bocas en forma de corazón. Luego, según se iban
acercando, aparecían uno o varios defectos, borrándose el prestigio ideal con que
las había adornado la primera mirada. La mayor parte de los hombres, según la
moda que reinaba en ese momento, iban afeitados, usaban sombreros de alas
planas y gabanes de hombros caídos. Mientras mis ojos seguían maquinalmente la
mano enguantada de hilo blanco que vertía en mi plato la sopa presentada en una
escudilla plateada, prestaba oídos al murmullo de las conversaciones que me
rodeaban. No oía más que lo que decían mis tres vecinos. Hablaban de las personas
que conocían en el salón y también de otros muchos amigos, con un tono de ironía
y burla constantes que me sorprendió. No encontraba nada en lo que decían. Esta
noche iba a ser tan inútil como las demás. Momentos después, el camarero,
mientras ponía en mi plato unos filetes de lenguado, con una espesa salsa rosa que
traía en una fuente oblonga de metal, me señaló con un movimiento de cabeza y
un guiño de soslayo a uno de mis vecinos. —Es el señor Villiers, el célebre escritor
—me susurró con orgullo. Era él, en efecto. Se parecía bastante a sus retratos y
llevaba con gracia su gloria incipiente. Yo envidiaba a este hombre que sabía
escribir y decir lo que pensaba. Contemplaba con cierta admiración la distinción de
su porte mundano. La línea moderna y fina de su perfil huidizo, en el que resaltaba
la deshilachada seda del bigote, la curva perfecta del hombro y el ala de mariposa
de su corbata blanca. Me llevaba a los labios mi vaso —tan delicado que el aire de
la calle lo hubiera quebrado sobre su pie— cuando me detuve y sentí que toda la
sangre afluía a mi corazón. Oí esto: —¿Cuál es el tema de tu próxima novela? —La
verdad —respondió Pedro Villiers. —¡Cómo! —exclamó el amigo. —Un desfile de
personas sorprendidas tal como son. —Pero ¿y el argumento? —le preguntaron. Lo
escuchaban. Dos jóvenes que cenaban no lejos de esa mesa, haciéndose los
distraídos evidentemente prestaban oídos a lo que se decía. En un rincón de
púrpura suntuosa, un caballero de frac fumaba un grueso cigarro, con los ojos
hundidos, las facciones tensas, su vida entera concentrada en el fuego fragante del
tabaco. La mujer que lo acompañaba apoyaba en la mesa el codo desnudo, rodeada
de perfumes y deslumbrante de alhajas, agobiada por la pesada realeza artificial
del lujo, y volvía hacia el escritor su cara de naturaleza y de luna. —Este es —dijo
Villiers— el tema que me permite ser divertido y verdadero a la vez. Un individuo
abre un agujero en el tabique de un cuarto de hotel y mira a través de él lo que
pasa en el cuarto de al lado.
En aquel momento debí echar sobre los interlocutores una mirada
extraviada y lamentable... Luego bajé la cabeza, con el gesto ingenuo de los niños
que temen ser vistos... Habían hablado de mí y yo sentía a mi alrededor una
extraña intriga policial. Luego, de pronto, esa impresión con la que mi sentido
común se había enloquecido, desapareció. Evidentemente era coincidencia. Pero
me quedó la vaga aprensión de que iban a darse cuenta de que sabía, de que iban a
reconocerme. Seguían hablando de la idea... Ajeno a todo lo demás, preocupado
por el esfuerzo único de oírlos sin que notasen que los escuchaba, me pegué a su
conversación como un parásito. Uno de los amigos del novelista le instó para que
hablara más en detalle de su obra... El accedió ¡Iba a hacerlo delante de mí!
Contó el libro que había escrito. Con un arte admirable de palabras, gestos
y mímica, con una elegancia espiritual y vivaz y una risa comunicativa, evocó ante
los ojos del auditorio una serie de escenas imprevistas, brillantes, aturdidoras. Al
amparo de su original argumento, que daba a todas las escenas tanto realce e
intensidad, puso de manifiesto mil ridiculeces, anécdotas divertidas, pormenores
pintorescos y picantes, nombres propios típicos e ingeniosos, todo esto
entremezclado con situaciones hábilmente preparadas, para obtener efectos
irresistibles, y todo a la última moda. Decían: «¡Ah!» «¡Oh!». Abrían los ojos. —
¡Bravo! Gran éxito seguro. El tema no puede ser más inquietante. —¡Todos los
tipos que desfilan ante el mirón son divertidos, hasta el tipo que se mata! ¡No se ha
olvidado nada! ¡Ahí está toda la humanidad! Pero yo nada había reconocido en
todo lo que mostró. Me agobiaba una especie de estupor y de vergüenza a medida
que oía a este hombre ponderar el partido que podría sacarse de la sombría
aventura que desde hacía un mes me martirizaba. Recordaba la gran voz, ahora ya
apagada, que con acento definitivo y fuerte había proclamado que los escritores de
hoy imitan a los caricaturistas. Yo, que me había metido en medio de la humanidad
y volvía de ella, no encontraba nada humano en esta caricatura que bailoteaba. ¡Era
tan superficial que resultaba mentira! Delante de mí, testigo terrible, decía: —El
hombre despojado de las apariencias, eso es lo que quiero que se vea. Otros
escritores son la imaginación, yo soy la verdad. —Eso tiene un alcance filosófico. —
Quizá... ¡Pero yo no lo he buscado! ¡Gracias a Dios, soy un escritor, no un
pensador! Y siguió disfrazando la verdad, sin que yo pudiese evitarlo: la verdad,
esa cosa profunda cuya voz tenía yo en los oídos, su sombra en los ojos y su gusto
en la boca.
¿A tal extremo llega mi abandono?... ¿Nadie me dará esa limosna? He
salido, por entre los anchos espejos de las puertas. Entro en un teatro, donde
representan una obra cuyo estreno fue acogido, hará ocho días, como un
acontecimiento importante, y de cuyo éxito me queda eco en la memoria. Su título,
El derecho del corazón, me tienta y me atrae. Me siento y me encuentro en medio de
la gran sala de espectáculos envuelto por la cálida multitud. Se levanta el telón,
arrojando sobre el público su gran y fresco aliento, y todo el mundo se mueve con
una especie de esperanza, al acecho de los seres que allí van a vivir. Miro la escena
con los mismos ojos con que miraba el cuarto de al lado. Escucho, registro cada
palabra, deletreo... ...El joven escultor Juan Darcy, que vuelve de Roma con sus
sueños de mármol, está en una velada en casa del banquero Loewis. En los salones
dorados se hacina una brillante concurrencia, miembros del Instituto con la cinta
de comendador de la Legión de Honor se codean con opulentos hombres de
mundo; todas las celebridades del arte, de las letras, la magistradura, la política y
las finanzas, se disputan la palma de la maledicencia y la sonrisa de las mujeres
hermosas. La conversación de los invitados se centraliza en un corrillo donde todos
bajan ligeramente la voz. Hablan del dueño de casa. «Saben que va a ser noble: ¡el
conde Loewis! —Ha prestado grandes servicios al papa, en estos tiempos duros y
confusos; Su Santidad siente afecto por él. —Pareciera, dice una jovencita ingenua,
que lo llama «papa», en italiano, directamente. —¡Un nuevo blasón! ¡Se siente la
necesidad de él! —¡Oh!; este no tendrá olor y con razón! —¿Y que divisa tendrá el
blasón? Propongo una: «El que se pierde gana». —Y yo: «Sálvate y el cielo te
salvará.» —Y yo, dice un personaje con perfil de Levantin: «Nihil circonscire sibi.»
(Una dama de mundo que señala con la cabeza al que acaba de hablar dice a su
vecino, detrás del abanico): Ve la paja en el ojo ajeno y no la viga en el propio. —
Dejémonos de bromas: saben, algo confidencial, el futuro conde funda un
periódico. —No, no lo sabía. —Yo tampoco. Es curioso lo poco que se sabe una
cosa confidencial. —Un periódico de gran información. Pero, en el fondo, son
negocios: lanzamiento de proyectos, etc... —La fuga en el próximo número. —¡Ah!
Eso podría decirse del dueño de casa si fuéramos una mala lengua. Y la dueña...
¿del dueño de casa? —Es una nueva; no lo deja, lo sigue a todas partes. —Ella
quiere ver Bélgica. —Se asegura mala boda. Sólo superficialmente, a pesar de su
deseo; es un ambicioso, pero un poco cansado. Tiene cabeza y estómago pero eso
es todo. ¿Sabe que sobrenombre le dan? El sátiro... ¡Oh! Sabe, le es indiferente: ella
ha pasado una pequeña operación y ahora es... es la tumba de las Danaidas. —
Parece que tenía cincuenta millones de dote; pero él debía tener algo propio... —Lo
calumnian. En verdad a los veinte años tenía una herencia de veinte millones de
su... —¿Del único hombre que, indiscutiblemente, no era su padre?... —El mismo.
Y bien, todo se ha evaporado; pero sabe agradar. —Sé muy bien que la medalla
tiene su reverso, y que al parecer ha sido cruelmente castigado al pasar de una a
otra. —Sí,... ¡qué vamos a hacer, las mujeres no saben guardar una enfermedad
secreta! —En fin, aparte de esto, tenía razón en decir al marqués de Canossa: «Las
mujeres se me han dado bien», que respondió simplemente: «Excepto su señora
madre.» —¡Su madre! ¡Todo un personaje! Cuando murió la situación no era
brillante. En su entierro colocaron un montón de mesas con cuadernos de colegio,
para las condolencias. —Eso disimulaba la ausencia del mobiliario vendido. Pero
sólo hubo tres firmas. —¡Pobre vieja, felizmente le ahorraron esta última etapa! —
Sí, lo recuerdo: era delgada como la caridad. Había que ser como yo para ir. ¡No
era agradable! Por suerte, me dolía el pie y eso me distrajo. —En fin, murió. Está en
el cielo. Mucho mejor: al menos ella nos escucha. —Hizo política hace diez años.
Después de una serie de fracasos menores, dijo a los que lo habían sostenido y
rabiaban: «De qué se quejan; nada pude hacer por las ideas de ustedes, pero al
menos les di un jefe.» —También él era el que decía (nunca se supo si era
ignorancia del valor de las palabras o demasiado conocimiento de su propio valor):
«Podría como tantos otros, jactarme de haber aportado al edificio social mi
pequeño escollo!...» —No te han hablado de una historia a causa de Miss Lemmon
con la que estaba a partir de un confetti. —La creía impregnada en devoción: se
decía corrientemente que era una beguina. —Precisamente, para él era un beguin 1.
—¡Ah! Sí, la amante religiosa, ¿y la historia? —Ella le ponía los cuernos; terminó
por sorprenderla con Renaudes; se le cayó el velo de los ojos. —Siempre es una de
menos. —Quiso retirarse con tranquilidad porque no le gustaban las historias; pero
¡zas! el asunto se complicó: altercado público y patada. Estaba muy molesto por
todo ese incidente por una patada que, para él, no merecía ser tomada en cuenta.
Cuando le anunciaron los padrinos del señor, exclamó: «Pero qué quiere esa gente,
¡venir a molestarme en mis propias narices!» —Si al menos se comiera bien en su
casa. ¡Qué cena! ¿Observó los guisantes? Perfectamente, estaban descoloridos; ¡y
qué tamaño! hubieran podido servir uno solo. ¡Y el café! era tan liviano que ni tuve
fuerzas para protestar. —Agua filtrada. —Pero no se comió tan mal; por el
contrario esta cena me reconcilia con él: la salsa hace que se pueda tragar al dueño
de casa. —¡Yo encontré excelente esa comida, volvería a repetirla! —Pide sus
comidas a casas de segundo orden y pasadas de moda: a X... No cito los nombres,
si los conociera pasaría por un ignorante. —Parece que el otro día, en el menú,
había algo como «Entremeses a discreción». Fue su hijo, el joven Paul el que le dijo:
«¡Ah, no, esta vez papá, es demasiado!» —Ese es otro. ¡Hace versos! ¡Poeta! Poeta
moderno, feroz y arribista: el luth por la vida. —Lo llaman así, a causa de su
originalidad: Francisco Copiado. —Maneja pequeñas revistas feministas, para
vírgenes de veinte años o semi vírgenes de cuarenta. —Parece que está con la flaca
señora X... —La del Cid con el lúgubre Z... —El sauce llorón, la lengua llorona 2. —
¡Cuidado! Tiene pico y garras. —¡Vamos! ¡Es muy gentil! No le hace mal a nadie. —
Por el contrario, sólo a las mujeres. —Por otra parte, él está muy cansado de la
relación. —¿Por qué es una mujer de mundo? —Sobre todo porque es una mujer.
—¡Ah! sí, parece que está claro que tiene costumbres especiales... No me animo a
hablar delante de las señoras... porque no les interesa. —Sabe que escribe para el
teatro; ha hecho algo para el teatro de los Italiens. —¿Él, un acto? ¡Un acto contra
natura, sí! —Hay que ser justo, sólo tiene esos gustos... cuando encuentra en eso su
interés. —¡Oh! es maligno; sabe darse vuelta. —Comprendo porqué su madre
decía el otro día: «¡Es un veleta!». —¿Qué hará en ese periódico de su padre? —Jefe
de ventas. —No, compaginador. —¡Malvado! Nunca habla mal de los demás. —
No, sobre todo cuando están de espaldas. —En todo caso, es un escupitajo, un
grosero: el otro día, en casa dijo que tenía el plafond bajo. —Todavía creía estar
debajo de la mesa. —¡Bajo el plafond de mi casa! —El hecho es que, querida
señora, hay reverberos en su antecámara. —Por otra parte toda la familia de
nuestro anfitrión es de una insigne grosería: soy demasiado amigo como para no
haberme dado cuenta hace ya tiempo. —La sobrina es la que se lleva la palma. —¡Y
qué tipo tiene! —Está tan pintarrajeada que nunca se sabe si es ella o su retrato. —
Se instaló por su cuenta, ¿no es cierto? —Sí. Sí. El otro día dijo (estaba en un
momento de enternecimiento) a esa sucia periodista que se parece a una cocinera y
que llaman la Victoria de Cramograsa, que ganaba por ser conocida. «Nadie en
París duda de esto», respondió la pelirroja. —Tiene sueños de pureza, pero una no
se transforma porque sí en una semivirgen. —Parece, se lo digo en gran secreto,
que desde hace tiempo está con un viejo señor. Y bien, se espera que sea su padre...»
Ese se espera suscitó por primera vez un ligero murmullo en la sala, pero fue una
protesta por pura fórmula, y en el fondo halagadora... Todo lo demás era acogido
con viva y creciente alegría, a medida que aquellos chistes poco limpios salpicaban
a los hombres de fracs negros y a las mujeres descotadas. Después del primer acto,
en que se esbozan los amores de Juan Darcy con la hermosa y comprensiva Juana
de Floranges —papel que desempeñaba una gran actriz—, pudo observarse en los
pasillos esa animación febril que acompaña al éxito. —¡Palabras, palabras! —
decían todos encantados—. ¡Nada más que palabras! El segundo acto era parecido
al primero. Por más que fuese movido y variado, se hallaba construido de la misma
manera: con ligeras y artificiales combinaciones de episodios y diálogos, que
buscaban el efecto. Por otra parte, éste a veces era brutal y punzante, por la
violenta ilusión que produce en nuestra sensibilidad el espectáculo de las
emociones de un ser semejante a nosotros que se mueve a unos pasos. Pero a pesar
de todo, se traslucía lo burdo del procedimiento. Sí; no eran más que palabras,
frases que se desvanecían, e imitaban mal, para mostrárnosla, alguna verdad seria.
Pero no me engañaban. Termina el segundo acto y empieza el tercero. Juana de
Floranges se pregunta si tiene derecho a encadenar su destino al del joven artista
que la ama tanto como ella a él; pero que es pobre y si se casa con ella le sacrificará
—a causa de las absorbentes necesidades materiales— su genio y su gloria futura.
Como la heroína es una mujer superior, tras una lucha de conciencia, que se
complica con un enredo de celos, considera que no tiene ese derecho y aparta de su
lado para siempre al escultor Juan Darcy, haciéndole creer que comparte el
capricho del brillante Santiago de Liniéres. Juan desprecia a la que creía su ángel e
inspiradora, pero sanará y podrá casarse con Raquel Loewis, que no obstante el
ambiente rico y corrompido en que se crió, es una joven intachable y ama en
secreto al artista. Este realizará su obra. El derecho del corazón queda vencido por
el derecho del porvenir. En la sala se produce el delirio. Terminado el último acto,
en que se discute la tesis del sacrificio, resolviéndola de manera afirmativa, se
presenta violentamente la traición heroica, en un inopinado movimiento frontal,
como un golpe para el amante y para el público. La gente se rompe las manos
aplaudiendo. Patalea y ladra, golpea en el suelo con el pie o con los bastones.
...Luego empieza a salir el público, y la escasa gravedad del éxito se disipa en los
grupos de señores con pelliza y damas envueltas en sus abrigos que lentamente se
dirigen hacia la puerta. —Todas estas obras son lo mismo. Después de verlas no
queda nada en la memoria. —Y ¿qué más da? Yo vengo al teatro a distraerme y no
en busca de ideas. —No sé si se sostendrá hasta las cien representaciones...
Después de todo, ya la hemos visto más de cien veces. Oigo el nombre del señor
que ha dicho eso. Es Pedro Corbiére, autor dramático, cuya obra El zigzag ocupa el
cartel de un gran teatro cercano: tres actos, que hierven según dicen, en alusiones a
personas vivas. Reconocen al escritor. Hay en torno a él un movimiento circular de
sombreros como si se levantasen al viento de su paso; y las manos privilegiadas se
adelantan para tener el honor de tocar la suya. El sale adulado y triunfante. Es
como el otro. Ha ganado dinero y fama halagando al público con su fácil ingenio,
su mezcolanza de parisianismo y actualidad, dirigida a la plebe adinerada que
frecuenta las salas de espectáculos. Lo desprecio y lo odio.
Ahora vagabundeo bajo el cielo, por esas llanuras del cielo donde van a
parar tantas palabras huecas. Todo lo que he visto se pudrirá pronto. Es demasiado
a la moda para no ser anticuado mañana. ¿Dónde están los brillantes autores de
estos últimos años? Sus nombres sobrenadan no se sabe sobre qué. El contacto con
la verdad me ha enseñado a la vez el error y la injusticia, y me obliga a detestar
esas distracciones ligeras del momento, porque miman simiescamente la obra de
arte. El éxito que obtienen no es serio. El entusiasmo por una primera actriz de
prestigio suele ser un acontecimiento insignificante, y todas esas obras —títulos,
argumentos e intérpretes— se borran pronto y se entierran unas a otras. Pero
entretanto, se lucen unas cuantas noches, se aprovechan y gozan de un triunfo
efectivo. Yo querría que se les diese muerte apenas surgen.
El cuarto brillaba con los rayos de luna, que atravesaban la ventana lo
mismo que el espacio. En este decorado magnífico, había un grupo oscuro y
blanco: dos seres silenciosos, con sus caras de mármol. El fuego se había apagado.
El reloj, cansado, se había callado y escuchaba con su corazón. La cara del hombre
dominaba el grupo. La mujer estaba a sus pies; permanecían tiernamente sin hacer
nada. Miraban la luna como si fuesen monumentos. El habló. Reconocía esa voz,
que de un golpe alumbró a mis ojos su cara sepultada. Era el amante y el poeta sin
nombre que ya había visto dos veces. Decía a su compañera que aquella tarde, al
volver, se habían encontrado una mujer, una pobre que llevaba un niño en los
brazos. Vagaba, empujada, llevada por la muchedumbre de regreso, porque ciertas
calles populosas por la tarde se orientan todas en el mismo sentido. Lanzada bajo
un portal de piedra, junto a un poyo parecido a un arrecife, la mujer se detuvo,
pegada a las paredes. —Me acerqué —dijo él— y vi que sonreía. —¿A qué sonreía?
A la vida, a causa de su hijo, bajo el refugio asediado de aquel portal donde se
había ovillado, frente al sol poniente, pensaba en el florecer del hijo en los días
futuros. Por terribles que estos pudieran ser, estarían alrededor de él, para él y en
él. Serían lo mismo que su respiración, que sus pasos y sus miradas. »Sí, esa era la
sonrisa profunda de aquella creadora que llevaba su carga, y alzaba la cabeza y
miraba la luz, sin bajar la vista hacia el niño oscuro, ni prestar oídos al lenguaje de
loco que balbuceaba. »He escrito una cosa sobre esto... Permaneció un momento
inmóvil; luego dijo dulcemente, sin detenerse, con esa voz de más allá que
adoptamos siempre que recitamos, siempre que obedecemos a los que decimos ya
no somos su dueño: —La mujer, corroída por la sombra, sonríe a la tarde, vago
reflujo, desde el fondo de sus harapos confusos y desgarrados como una ribera...
Muda bajo las mudas olas, naufraga de todos los martirios, ilumina su rostro con
una sonrisa como si todos le suplicasen. Junto al poyo, sin pensamiento, con el
niño en los brazos, permanecía. Debía de tener un corazón divino para poder estar
tan cansada. Está allí, nada la protege, y sin embargo, es la primera en sonreír. Le
gusta el cielo, la luz que amará su hijo; ama la friolenta aurora, el mediodía pesado,
el soñador ocaso. El crecerá, salvador impreciso, para que todo eso siga viviendo.
El que fue oscuro y tembló en el fondo de la senda empinada, volverá a comenzar
la vida, único paraíso que existe y ramillete de la naturaleza; hará bella a la belleza
y rehará la eternidad con su canto y su murmullo. Y estrechando al recién nacido
en la tarde que dora sus harapos, con ojos enrojecidos mira todo el sol que ella ha
dado... Sus brazos tiemblan como alas, sueña con palabras acariciadoras, y
deslumbraría a los transeúntes si fijaran los ojos en ella. Y el poniente le baña el
cuello y la cabeza con rosados reflejos; y es como una gran rosa que se abre y se
inclina hacia todo... Mi atención encuentra las rimas, como la ternura tropieza en la
sombra con la ternura. ¡El ritmo! Yo sentía profundamente su dominio y su marca.
Ya me había turbado la otra tarde, cuando él arrebataba a su memoria, merced a un
esfuerzo consolador, fragmentos de su poema y las palabras trabajadas brillaban
bruscamente en la sombra como diamantes. Pero esto, por un presentimiento, me
parecía más importante. Se balancea un poco, poseído por la música invencible,
obedeciendo a ella tan completamente como al acompasado temblor de su corazón,
y yo sentí vivir en el latido de su dulce palabra. Parecía buscar, volver a ver y creer
infinitamente. Estaba en otro mundo, donde todo lo que se ve es verdad y lo que se
dice es inolvidable. Ella seguía apoyada en sus rodillas. Alzaba hacia él los ojos. No
era sino una atención que se iba colmando como un vaso precioso.
—Pero su sonrisa —añadió él— no era sólo de admiración hacia el
porvenir. Había también en ella algo trágico que comprendí y me traspasó.
Adoraba ella la vida, pero detestaba a los hombres y les tenía miedo, a causa del
hijo. Se lo disputaba ya a los vivientes entre los que casi no se contaba aún. Les
dirigía con su sonrisa un reto. Parecía decirles: «Vivirá pese a ustedes, florecerá
contra ustedes y se servirá de ustedes; los manejará para dominarlos o para ser
amado y ya los desafía con su débil aliento el que yo tengo en mis garras
maternales». Era terrible. De pronto la vi transformada en un ángel de inclemencia
y de rencor. Veo una especie de odio por aquellos que habrán de maldecirlo, veo
contraerse su cara, donde resplandece la maternidad sobrehumana, y su corazón
sangrante colmado de un solo corazón, que prevé el mal y la vergüenza, odia a los
hombres y los cuenta como un ángel devastador, desollada en la gran marea, la
madre de uñas terribles que sigue sonriendo con su boca desgarrada. Amada
mirada a su amante envuelto en los rayos lunares. Me pareció que las miradas se
confundían con las palabras... El dijo: —Y termino con la magnitud de la maldición
humana, como en todo lo que hago y que voy repitiendo con la monotonía de los
que tienen razón... «¡Oh! Sin Dios, sin puerto, sin refugio que nos baste, sólo nos
queda la rebeldía de sonreír, de pie sobre la tierra de los muertos, la rebeldía de
estar en fiesta en el crepúsculo, lento desangrarse... Estamos divinamente solos, el
cielo ha caído sobre nuestras cabezas.» ¡El cielo ha caído sobre nuestras cabezas!
¡Qué inmensa frase acababa de ser pronunciada! Esta frase, que todavía murmura
en silencio, era el clamor más alto que había lanzado la vida, era el grito de
liberación que hasta allí había buscado mi oído a tientas. Yo lo había presentido a
medida que veía como una especie de gloria terminaba siempre por engrandecer a
las pobres sombras vivientes, a medida que veía el mundo volver siempre al
pensamiento humano... Pero yo necesitaba que fuese dicha, para unir al fin la
miseria y la grandeza, y que fuese la clave de la bóveda celeste. Ese cielo, es decir,
el azul que ven nuestros ojos hundidos y el que está más allá y sólo vemos con el
pensamiento; el cielo: la pureza, la plenitud y el infinito de los suplicantes, el cielo
de la verdad y de la religión, está en nosotros, ha caído sobre nuestras cabezas. Y
Dios mismo, que es todas esas formas de cielos, también ha caído sobre nuestras
cabezas, como el trueno, y su infinito nos pertenece. Tenemos la divinidad de
nuestra gran miseria, y nuestra soledad, con su labor de ideas, de lágrimas, de
sonrisas, es fatalmente divina por su extensión perfecta y su irradiación...
Cualesquiera que sean nuestros males, nuestro esfuerzo en la sombra, el inútil
trabajo de nuestro corazón incansable, y nuestra ignorancia abandonada y las
heridas que son para nosotros los demás seres, hemos de considerarnos a nosotros
mismos como una especie de devoción. Ese sentimiento es el que nos dora la
frente, nos eleva el alama, embellece nuestro orgullo, y pese a todo, nos consolará,
cuando nos acostumbremos a ocupar cada uno en nuestras humildes tareas el
lugar que ocupaba Dios. La verdad misma da una caricia efectiva, y por decirlo así,
religiosa, al suplicante, en el que florece el cielo.
Hablaba bajo, sin hilación, a propósito de sus versos, pero vertía en los
oídos de la que lo escuchaba palabras cada vez menos importantes, y sus conceptos
se iban, digamos, empequeñeciendo. Ella seguía a sus pies, pero con el rostro
levantado; él, más arriba, se inclinaba. Un anillo brillaba en el grupo. Yo veía el
óvalo del rostro femenino, la curva de la frente del hombre y, a partir de ellos, la
sombra que se dilataba sin límites. Después de haber demostrado que somos
divinos, decía que sus profundos elementos son sólo comunes a los seres. Los
caracteres, los temperamentos, bajo la reacción provocada por circunstancias
innumerables son tan múltiples y vacíos como las facciones de la cara, pero en el
fondo hay grandes semejanzas desnudas que se corresponden como la palidez de
las calaveras. Por eso toda obra artística que asimila dos casos y dice que un rostro
es la imagen de otro es una herejía, a menos que sea santamente profunda. —Por
eso mismo —dijo el hombre— el verdadero poema de la humanidad no está hecho
de color local, ni de documentación social, ni de pasatiempos verbales, ni de
ingeniosas intrigas, sino que nos traspasa por su frío religioso. Lo constituye el
secreto pavorosamente monótono y eternamente desgarrador de los seres,
alrededor de los cuales la sombra y la soledad borran eí lugar en que están y la
época en que viven. Luego habló de la poesía, para decir que el mérito de un
poema reside únicamente en el movimiento, es decir, en el arranque de cada
estrofa, en el modo como cada comienzo de frase descubre la verdad, y que la
dificultad está en que hay que tener la impresión de conjunto, para guiarse por ella
antes de empezar; y que la elaboración de un poema era claramente, por corto que
sea, crear palabras, ellas mismas cosas borrosas que sorprenden cuando se las
ordena, pero que en el momento de tomarlas de la circulación son ordinarias y
encubren su sentido. Hizo esta confesión: —Tengo tal respeto a la verdad
verdadera, que hay momentos en que no me atrevo a llamar a las cosas por su
nombre. ...Ella le escuchaba. Decía, sí, muy bajito, y finalmente se calló. Todo
parecía arrebatado en una especie de suave torbellino. —Amada... —dijo él a
media voz. Ella no se movió; se había dormido, con la cabeza en las rodillas de su
amigo. Se creyó solo. La miró y sonrió. Una expresión de piedad y bondad erró por
su rostro. Sus manos se alargaron a medias hacia la durmiente con la dulzura de la
fuerza. Vi cara a cara el glorioso orgullo de condescendencia y de la caridad al
contemplar a este hombre al que una mujer postrada ante él divinizaba.
XVII
Me he despedido. Me iré mañana, por la noche, con mi inmenso recuerdo.
Cualesquiera sean las tragedias, los acontecimientos que me reserve el porvenir, mi
pensamiento no será más importante ni más grave cuando haya vivido mi vida con
todo su peso.
El último día. Me empino para mirar. Pero todo mi cuerpo es un solo dolor.
No puedo tenerme en pie; me tambaleo. Caigo sobre el lecho, rechazado por la
pared. Trato de volver a mirar. Mis ojos se cierran y se colman de lágrimas
dolorosas. Quiero quedar crucificado sobre la pared que no puedo. El cuerpo se
hace cada vez más pesado y lacerante; la carne se ensaña conmigo, y el dolor se
multiplica, me azota la espalda, la cara, me revienta los ojos y solivianta el corazón.
Oigo hablar a través de la pared. El cuarto contiguo vibra con un sonido lejano,
una bruma de sonido que apenas si atraviesa la pared. No podré seguir
escuchando; no podré volver a mirar ese cuarto. A partir de ahora no podré ver
nada con claridad ni oír nada verdaderamente. Y yo que no he llorado desde mi
infancia, lloro como un niño por culpa de todo lo que no tendré. Lloro por la
belleza y la grandeza perdidas. Amo todo lo que he podido abarcar. Desfilarán por
ahí de nuevo, a lo largo de los días y de los años, todos prisioneros de los cuartos,
pasarán con sus pedazos de eternidad. A la hora en que todo se decolora, se
sentarán cerca de la luz en un sitio lleno de aureolas; se inclinarán y se arrastrarán
hasta el hueco de la ventana. Se comunicarán con sus bocas; cruzarán una primera
o una última mirada inútiles. Abrirán los brazos, se entregarán a sus titubeantes
caricias. Amarán la vida y tendrán miedo de desaparecer. Buscarán aquí abajo una
unión perfecta entre los corazones, y en el cielo una permanencia entre los
espejismos y un dios entre las nubes.
El monótono murmullo de voces tiembla sin cesar a través del tabique. Sólo
oigo el ruido. Soy igual a todos los que se encuentran en un cuarto. Estoy perdido
como la primera vez que llegué, como la noche en que tomé posesión de este
cuarto, con su pátina de desaparecidos, y de muertos, antes que se cumpliese en mi
destino este gran cambio de luz. Y quizás a causa de mi fiebre, tal vez a causa de
mi gran dolor, me imagino que al lado declaman un gran poema, que hablan de
Prometeo. Le robó la luz a los dioses y siente en sus entrañas el dolor siempre
renaciente y siempre nuevo, que se ceba cada noche, cuando el buitre vuela hacia
él como hacia su nido, y es indudable que todos somos como él por culpa del
deseo. Pero no hay buitre ni dioses. No hay otro paraíso que el que aportamos a la
gran tumba de las iglesias. No hay más infierno que el furor de vivir. No hay fuego
misterioso. He robado la verdad. He robado toda la verdad. He visto cosas
sagradas, trágicas y puras y he hecho bien. Vi cosas vergonzosas y he hecho bien. Y
por eso he estado en el reino de la verdad, si es que hablando de ella podemos
usar, sin mancillarla, la expresión que usa la mentira y la blasfemia religiosa.
¿Quién escribirá la biblia del deseo humano, la biblia terrible y sencilla de
lo que nos empuja de la vida a la vida, de nuestro gesto, de nuestra dirección, de
nuestra caída original? ¿Quién se atreverá a decirlo todo? ¿Quién tendrá la
genialidad de verlo todo? Creo en una forma elevada del poema, en la obra donde
la belleza se mezclará con las creencias. Cuanto más incapaz me siento de hacerla
más posible la creo. Ese triste esplendor con que me abruman algunos recuerdos
me indica desde lejos que es posible. Yo mismo he sido algunas veces algo sublime,
una obra maestra. A veces mis visiones estuvieron transidas por un
estremecimiento de evidencia tan fuerte y creador, que todo el cuarto palpitaba
como un bosque y hubo en verdad momentos en que el silencio parecía gritar. Pero
todo esto lo he robado. Me lo conquisté, me aproveché de ello, gracias a la
impudicia con que se mostraba la verdad. En el cruce de tiempo y espacio en el que
me encontraba por casualidad, sólo tuve que abrir los ojos y tender mis manos
mendicantes para lograr algo más que un sueño y casi una obra. Cuanto he visto
desaparecerá, porque no haré nada por todo eso. Soy como una madre cuyo fruto
carnal perecerá después de haber sido. ¡Qué importa! He tenido la anunciación de
lo que de más hermoso existe. A través de mí ha pasado, sin detenerse, la palabra,
el verbo que no miente, y que repetido, saciará. Pero he terminado. Me acuesto y
como he dejado de ver, mis pobres ojos se cierran como una herida que sana, mis
pobres ojos se cicatrizan. Y busco un alivio para mí. ¡Yo! el último grito igual al
primero. Sólo tengo un recurso: recordar y creer. Conservar en mi memoria con
todas mis fuerzas la tragedia de este cuarto, a causa del vasto y difícil consuelo
con el que a veces resonó el fondo del abismo. Creo que frente al corazón humano y
la razón humana, hechos de imperecederos llamamientos, sólo existe el espejismo
de lo que desean. Creo que, alrededor de nosotros, por doquiera, sólo hay una
palabra, esa palabra inmensa que despeja nuestra soledad y desnuda nuestra
irradiación: Nada. Creo que esto no significa nada ni nuestra desdicha, sino por el
contrario, nuestra realización y nuestra divinización, porque todo está en
nosotros. notes
Notas a pie de página
1
Juego de palabras beguina: mujer que observa una conducta y pertenece a
una comunidad de tipo monacal. beguin: capricho. 2 Juego de palabras: sanie: sauce;
solé: lenguado.