Gallardo Sara - Eisejuaz
Gallardo Sara - Eisejuaz
Gallardo Sara - Eisejuaz
Serie Clásicos
Sara Gallardo
Eisejuaz
Sara Gallardo
Eisejuaz
Impreso en Barcelona
ISBN: 84-95594-67-6
Dep. Legal: 2.925-2001
Sara Gallardo
Eisejuaz
PRÓLOGO
Casi desconocida por el gran público por el lugar marginal que ocupa
en el canon literario actual (se editó sólo una vez, en 1971), la novela Eise
juaz confirma el decir de su autora, Sara Gallardo: «Escribir es un oficio
absurdo y heroico» (1977). Si las más de las escritoras escapan al canon
de la literatura argentina, este hecho no se debe específicamente ni a los
escritores ni a ellas mismas, sino al circuito difuso que dibujó la historia
de las instituciones bajo el dominio de una cultura masculina que, siste
máticamente, hubo de privilegiar el hacer del varón. Y no cualquier hacer
ni cualquier varón, porque también el del escritor es un oficio absurdo y
heroico, por lo menos en la Argentina. Sin embargo, las operaciones de
exclusión se han ejercido y ensañado históricamente con las mujeres,
cerrándoles el acceso político y público y estrechando el círculo del «reco
nocimiento social» sobre el espacio cerrado del hogar sin cuarto propio.
Entonces, son cuestiones referidas al poder y a la construcción social de
ambos géneros las que hicieron que esa diferenciación cultural fuera objeto
de desigualdad; situación que alcanza, también, en el campo de la litera
tura, a los textos cuya autora sea una mujer; no es dable asignar esa situa
ción de desigualdad a lo que se dio en llamar «escritura femenina». La
novela Eisejuaz viene a contradecir la concepción dicotómica que
opone la «escritura femenina» a la «escritura masculina» como si hubiese,
en la escritura misma, ciertos rasgos de diferenciación sexual. Es la
construcción sociocultural de los géneros la que viene a diferenciar la sub
jetividad femenina de la masculina, a través de unos rasgos — social e his
tóricamente variables— que no son inherentes a la escritura sino ante
riores y posteriores a dicha práctica, y que pueden o no ser asignados al
sujeto ficcional que ha sido creado en un texto. Ya lo había hecho notar
Virgina Woolfi la escritura literaria escapa a toda atribución sexual y ostenta
su neutralidad; (el Orlando sería el modelo de la transexualidad de la escri
tura o de la hibridez sexual desde la que el sujeto que está escribiendo
puede hacer hablar a mujeres y hombres; el lenguaje, aunque siempre
social, en la medida en que participa del mundo de la ficción, escapa a
la determinación del género respecto de su autoría). La escritura excede
los campos definidos de lo que puede ser una escritura femenina o mas
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el «avisado» y descreído lector postfreudiano, con lo que iguala a ambos
desde una escritura en la que caen entrampados dos siglos de lectores
— «inocentes» y «avisados»— a los que no les queda otra alternativa que
incrustarle algún sentido a lo que les es contado; y entonces, James, en un
doble movimiento, supera o cierra o denuncia la impostura de dos siglos.
Así, Sara Gallardo crea una subjetividad masculina de la que decidir si
es mísdca o psicótica (oye las voces del Señor y de sus mensajeros o ter-
ceriza sus múltiples voces subjetivas} implica más al lector (a su ideología,
supuestos y marcas culturales) que al personaje mismo y a la autora. Ambos
personajes son, por decir así, inocentes y, ambos, trágicos y creyentes;
ambos contradicen con la unicidad de su creencia el espacio que abren a
la duda del lector o al espejo de la «comprensión» del lector creyente.
En ambos casos, la unicidad de la creencia de los personajes se cons
truye y se paga con el alto precio de la escisión: escindidos ellos mismos
en el «yo» y el «ellos»; las figuras fantasmales que ve la institutriz de James;
las voces sacras o sacralizadas que oye(ri) Lisandro Vega (Eisejuaz, Éste
También, el comprado por el Señor, el dei camino largo; yo, Agua Que
Corre, inmortal). Y ése no es el único precio que pagan los inocentes de
toda inocencia: la institutriz paga con la muerte del niño al que cuida y
ama (sea que lo mate, sea que se lo arrebate un fantasma); Eisejuaz paga
con la pérdida del destino que había soñado para sí, que había sido augu
rado por su madre y esperado por la mínima sociedad de su tribu. Eise
juaz se debate entre la pérdida de su destino —la traición a su pueblo que
conlleva e¡ acto de servidumbre que dirige al mis vi! y andrajoso de todos
los «señores»— , y la salvación de su pueblo que deviene del acto incom
prensible para el que su Señor le compra las manos. «Te digo: [dice al
Señor] Es difícil cumplir en este mundo de sombras».
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No imagino cómo se te ocurrió, ni cómo te atreviste a emprenderlo.
¡Qué audacia! Todo se ajusta en él a la perfección: la psicología del con
movedor —tan humano y santo— indio mataco; la atmósfera en la
cual se desarrolla su vida; los personajes que lo rodean encabezados por
el infernal Paqui; el idioma con el cual Eisejuaz narra su historia terri
ble y absurda, una lengua que implica una verdadera creación, que
manejas admirablemente de un extremo al otro del libro, y que me
temo sea contagiosa. Ojalá la gente comprenda lo valioso de tu texto.
Ojalá —como me sucedió a mí— atraviese, deje atrás, la sorpresa, la
desazón de las primeras páginas y, una vez adaptada a las exigencias
de un relato que hubiese perdido notablemente si no hubiera sido redac
tado así, se interne en la singularidad alucinante del mundo que te adeu
damos. No sé —lo ignoro casi todo de la literatura latinoamericana—
si en otro país de nuestrp continente han intentado nada, por ese mismo
y peligroso camino. Aquí, tengo la certidumbre de que no existe nada
en el tipo de tu libro, el cual será seguramente imitado [...]. Nos lle
naremos, por causa tuya, de confesiones indias. Aunque, ¡quién sabe!
No es tan fácil. [...]
En fin, me despido saturado, gracias a ti, de imágenes nuevas y
quedo en compañía de un héroe mitad ángel y mitad monstruo que,
en el medio de la mediocridad intelectual que nos rodea, se alza con
la robustez de un testimonio.
Te abrazo. Manucho
[Carta inédita, facilitada por Paula Pico.]
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Manuel Mujica Láinez en La Cumbre, Córdoba). Allí encuentra, hojean
do Eisejuaz, la frase que había olvidado: «Un animal solitario termina
devorándose a sí mismo». Si la escritura es también una clave de la expe
riencia secreta de su autor, entonces ella sabe oírla, sabe que es la puerta
de un viaje y vuelve a partir: se instala —siempre con sus hijos— en Bar
celona (1977), Suiza (1980) y Roma (1982) sin poder sujetar en un
solo espacio su «cuerpo de mil vidas». Publica el libro de cuentos Elpaís
del humo (1977) y la novela La rosa en el viento (1979). Errática, nómade,
cosmopolita, vive de lo que le llega en suerte o de los caminos que le abren
sus amigos y amigas escritores: casi siempre se gana la vida escribiendo
para diarios y revistas (entre otros, La Nación). De esos trabajos elige los
que publica en las Páginas de Sara Gallardo (1987). Y escribe. La escritura
se lleva puesta a cualquier lugar del mundo y ella anda de una parte a otra
sin asiento fijo; ser escritora es para ella una fatalidad, una misión, un des
tino inevitable. Muere en forma imprevista en brazos de los suyos cuando
los visita en Buenos Aires, en 1988.
E l e n a V in e l u
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EL ENCUENTRO
Dije a aquel Paqui:
— Procura no morirte. A la tarde te ayudaré. Había llovido mucho
por esos días y los camiones no podían entrar en el pueblo. Renegaban
los camioneros a causa de la lluvia; renegaban, por tanta agua.
Yo no conocía a Paqui. Lo creí muerto, en el barro.
Pero me dijo:
— Algún día podés encontrarte como estoy yo. Iba a mi casa, al
otro lado del aserradero de don Pedro López Segura, donde fui motorista
cuando tuve los sueños. Manejaba la caldera en*aquel tiempo de los
sueños, ya pasado. Iba a mi casa y pensé: «¿No será el que estoy esperando?».
Por eso volví atrás:
— Procura no morirte. A la tarde te ayudaré.
Un camionero dijo entonces:
—Yerba mala nunca muere.
Él ni nada. Como muerto. Y semejante mugre. Llegué a mi casa y
dije al Señor «Si es éste, hacémelo saber». Tres, diez veces, veinte pedí: «Si
éste es, que yo lo sepa». Y nada no pasó. Ni paró la lluvia. Puse a cocinar
el pescado, y nada. Tenía un trabajo urgente, hice mi trabajo. Fui a bus
car a aquel Paqui.
Los camioneros estaban en el almacén de Gómez esperando que parara
la lluvia. «Ahí va Vega.» Otro: «¿Buscas un tesoro?». Nada no hablé. Lle
vaba una hamaca para envolverlo, porque no podía caminar.
— ¿Estás vivo? Vine a ayudarte.
No contestó.
— ¿Estás vivo? Vine, como te dije.
No contestó. Entonces pensé que me había equivocado, que no era
el mandado por el Señor. «Mejor para mí — pensé— . Mejor.» Iba a ale
grarme. Pero vi que había abierto un ojo y que lo cerró. Entonces lo envolví
en la hamaca y lo cargué en mi espalda.
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te mugre. Cuando pasamos por el almacén de Gómez los camíoneros dije
ron: «Ahí va Vega. Encontró su tesoro». Y a Paqui: «Vas en carroza, carroña».
Di una vuelta grande para no cruzar por el aserradero, llegué a mi casa,
dejé a ese Paqui en un rincón, calenté la sopa de pescado, hablé al Señor.
No supe con qué palabras, solamente le dije: «Aquí estoy, aquí estoy».
Llovió mucho esas noches, llovió esos días, ya no había ropa seca,
nada no había.
El Paqui era un estropeado, un paralizado, un enfermo. Yo no sabía
su nombre. Le saqué las ropas y las puse al lado del fuego. Me saqué las
ropas y las puse al lado del fuego. Pero el agua entraba por la puerta.
Dijo:
— Algún día podés encontrarte como estoy yo.
Dije:
—Ya estuve sucio, ahora estoy desnudo. ¿Qué más querés?
Dijo:
— Todos ustedes son sucios y desnudos. Te podés quedar duro, y
hacerte encima las suciedades; tener hambre y morder el bocado en la tie
rra. Y tener a las mujeres con el pensamiento. Es lo que te digo. Así podés
quedar. Así quiero verte.
«Aquí estoy, aquí estoy.» Di la sopa de pescado a aquel hombre y se
quedó dormido en el rincón. Dormido, en aquel rincón.
Dije al Señor: «No dejes que me arrepienta».
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Paqui siempre dormido en su rincón. Y tuve un pensamiento: «¿No
he visto a este hombre en alguna parte?».
Paqui, en su rincón:
— ¿Para qué me trajiste aquí, che, decime?
El fuego no había secado las ropas; le pasé un diario bajo del cuerpo
y otro por encima. «¿No he visto a este hombre en alguna piarte?»
— ¿Qué podes mover? Las manos, las patas, decí: qué.
Se puso a gritan
— No voy a vivir aquí, no voy a vivir aquí. Aquí no.
Le di la sopa y moví las ropas en el sol. Gritó:
— Salvaje. No sabés quién soy.
Colgué las ropas en el viento y me fui al pueblo.
En la puerta del hotel, doña Eulalia. Ingrato, me dijo. Yo la
saludé.
— Ayer cumpliste años. ¿Te acordaste?
Yo no me había acordado.
— Quince cumplías el día que te tomé en el hotel. Treinta y cinco has
cumplido ayer. El tiempo pasa.
— No se cumplimos años los que nacemos en el monte, señora.
SARA GALLARDO )5
Dijo:
— No hay que ser agreste, hijo, hay que agradecer.
Supe en esa hora que sí era Paqui aquel que me mandaba el Señor,
aquel que había esperado, y que podía tratarlo como mío. Dije:
— En ese tiempo empezaba el segundo tramo de mi camino, señora.
Hoy empezó el último.
Doña Eulalia me llamó incorregible.
— Siempre estás alto como la puerta, ancho como un caballo,
pobre Lisandro. El tiempo pasa. Ya me ves viejita y pesada. Pero San José
castísimo no abandona a sus corderos.
Yo le dije hasta luego señora. Doña Eulalia: si trabajaba de nuevo en
el aserradero, si era motorista otra vez, si hacía otro trabajo. «No, ya
no.» «Es feo ser haragán, Lisandro. Has sido buen trabajador.» Pero yo
seguí mi camino, y cuando estuve solo dije al Señor: «Era el que me man
dabas; aquel que me anunciaste. Bueno. Cumpliré. Bueno».
Caminé hacia el río por dentro del monte para no encontrar gente
ni camiones, y levanté los brazos. Y saludé al río porque es hermano del
Pilcomayo, y la tristeza me echó al suelo. Dije al Señor: «¿De dónde lo
sacaste así, tan malo?» Por Paqui lo decía. «¿Cómo lo pensaste así? ¿No
pudo ser de otro modo? ¿Por qué pensaste tu promesa de esta forma?»
Lloré: «¿No podía ser de otro modo?»
Me golpeé la frente y grité:
— ¿No podía ser de otro modo?
El Señor brilló sobre el río pero no me habló, movió el monte pero
no me habló.
—Aquí está Eisejuaz, Éste También, tu servidor, ¿y no le hablás? Ya
empezó el último tramo de su camino, ¿y no le hablás? Pero Eisejuaz, Éste
También, fue comprado por tu mano. Y en el hotel, lavando las copas,
oyó tu palabra.
Así lloré. El Señor movió el monte, y me sonrió.
Y me volví al pueblo sin secarme las lágrimas.
Los camiones pasaban para Salta llevando tablas. «¿Dónde dejaste
la bicicleta, Vega?» Y levanté el brazo para decir adiós. «Empezó el
tramo final», quería decir. Caminaba, y el barro me puso blancas las
zapatillas.
Tanta mosca y tanto olor del Paqui saliendo por la puerta de mi casa.
Y no era la puerta de mi casa, era la casa de los dos. Sin hablar quité los
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diarios sucios, le eché agua, lo sequé con pasto, con papeles, le di el cabo
del pescado, el final, lo que quedaba del pescado. Y ya no quedó pescado.
Gritó de nuevo:
—Aquí no voy a vivir, aquí no. Ni sabés quién soy.
Comí afuera de la casa una papa que tenía, pensando. Afuera de la casa,
pensando: «Hay que trabajar ahora, Eisejuaz, hay que alimentar, hay que
cuidar».
Me levanté:
— ¡Cuál es tu nombre?
Cerró los ojos.
— ¿Cuál es tu nombre?
Se puso a gritar:
— ¡No voy a vivir aquí! ¡Aquí no; aquí no voy a vivir; aquí no!
Busqué la hamaca, se la eché encima sucia como estaba, lo cargué en
la espalda.
Lo dejé cerca del zanjón.
— ¡Eh, ayudá, loco, ayuden, no me dejen morir!
Lo dejé allí, aunque llegaba la noche.
SARA GALLARDO 17
miento de todas las cosas. Pero eso también terminó. Y Mauricia, esa
muchacha ¡inda, siempre nos envidió.
Cuando vino la noche bajé al zanjón. Me senté a escuchar qué hablaba
solo aquel Paqui en aquel sitio, y hasta la medianoche lo escuché sin enten
der lo que decía. Fue mejor; sólo maldades salían de su boca. Y después
me vio, porque la luna había subido. Y gritó;
— ¡Otra vez!
Nada no hablé.
— ¡Tengo hambre! ¡Tengo frío!
Nada no dije. Lo miré y no hablé.
— Mátenme, entonces. Matame vos, que ni sabes quién soy.
— ¿Cómo es tu nombre?
— Paqui es.
— ¿Y qué es lo que vos querés?
— Morirme, eso quiero.
—Te mato ahora.
— ¿Para qué? —Asustado— . No te sirvo de comida.
— No se comemos gente pero sabemos matar.
— No soy gente.
— Ya sé.
— Soy una carroña.
—Ya sé. ¿Y qué es lo que querés?
— ¿Qué es lo que querés vos, así pegado a mí? He hablado a Paqui en
esa noche.
Dice Eisejuaz:
Yo le entregué mis manos al Señor, porque me habló una vez. Me
habló otras veces, antes, pero usando sus mensajeros. Me habló con
sus mensajeros en el Pilcomayo, cuando fui chico y anduve con las muje
res juntando los bichos del monte. Me habló con sus mensajeros en la
misión, y el misionero me puso siete días en penitencia. Pero lavando
las copas en el hotel me habló Él mismo. Tenía dieciséis años; recién
casado estaba con mi mujer. El agua salía por el desagüe con su remo
lino. Y el Señor de pronto, en ese remolino. «Lisandro, Eisejuaz, tus
manos son mías, dámelas.» Yo dejé las copas. «Señor, ¿qué puedo hacer?»
«Antes del último tramo te las pediré.» «Ya te las doy, Señor. Son
tuyas. Te las doy ya.» El Señor se fue. Quedó el remolino con la espuma
del jabón brillando. Gómez., el que tiene boliche, era mozo allí. Vio las
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copas sin secar, las secó y las llevó sin hablar. Siempre me tuvo miedo.
Porque yo, Éste También, Eisejuaz, sin ayuda arrastré la segunda viga
desde el camión hasta el comedor. La viga segunda de quebracho, grande
como cuatro hombres, yo solo, cuando hicieron la ampliación. La viga
primera se puso hace treinta años, cinco peones de doña Eulalia la movie
ron. Por eso Gómez no dijo nada. Por la fuerza que tengo, y si alguno
dice que fueron varios hombres los que movieron la viga, miente. Gómez
nada habló. Yo salí del hotel. Pasé tres días sin hablar, sin mirar, sin comer.
Mi mujer:
— ¿Qué hay en tu cara que no conozco?
Fue al hotel. «Mi hombre está enfermo. No habla, no mira, no come.»
«Llévalo al médico.» Yo no fui. No hablé. Era el cuarto día
Doña Eulalia en nuestra casa. «¿Cómo quieren civilizarse? Nadie los
va a comer en el hospital. Siempre lo mismo. Si no van, no pagaré estos
días de falta.» Nada no hablé. Mi mujer era buena, tenía conocimiento
de las cosas, y lloró. Tampoco esa noche hablé, ni comí.
El quinto día le dije:
— ¿Hay agua? Traé agua.
Trajo el agua. Era poca.
— Aquí el agua es poca. Aquí no hay agua. Ya lo sabés.
Sólo había un botijito de agua. Me levanté. Eché el agua sobre mi
cabeza y sobre mis manos. Y no hubo más.
— Prepará comida.
— Sólo hay una galleta y dos batatas.
— Es bastante.
Comimos la galleta y las batatas. Dije a mi mujer.
— El Señor me habló cuando lavaba las copas.
—Y ahora — dijo mi mujer—. ¿Qué vamos a hacer?
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hueso salía por abajo y la otra apuntaba por arriba. Todas las mujeres
empezaron a llorar y a gritar, y dos que eran viejas buscaron cómo arre
glar el brazo roto. «¡Quiere verte muerto! — gritó la mujer— . ¡Quiere que
el hijo sea jefe!» Quedó como muerta. Cric, cric, hacía el brazo. Los peda
zos de sus dientes rotos en la tierra. El jefe me miró. Nada dijo. Las muje
res lloraban. Él levantó el bastón para pegar a mi madre, y mi madre no
escapó, no saltó, no huyó. Pero él no golpeó. Sólo dijo: «¿Recién cam
biaste los dientes y ya querés ser jefe?». Nada dije. Y gritó a las que llora
ban: «¡Silencio!» Una vieja, que era su madre, levantó mucho la voz: «¿Que-
brás los huesos de una mujer y no debemos llorar?» Él alzó de nuevo el
bastón. «¡A tu madre, sí, golpéala, rompéle los huesos — gritó la madre
vieja— y no a aquella que busca tu muerte!» Él dijo: «Su cachorro apenas
ha cambiado los dientes. Su pichón no está emplumado todavía».
Entonces un mensajero del Señor pasó para hablarme. Era una lagar
tija. Pero con su color igual que el sol. Yo la seguí, la corrí. Llegué a un
claro. En ese claro no la encontré. La busqué y no la encontré.
Entonces, cuando vino la hora de comer, toda la gente estaba enojada.
Los hombres habían vuelto sin caza, la mujer del brazo roto gritaba: «Uuu
Uuu», y a mi madre, aunque no fue quien rompió el brazo, la amenaza
ron: «Te mataremos». Mi padre quiso golpear a mi madre también, y
ella no se movió, no huyó. Había mucho humo, humo sobre la mujer
enferma, y humo de los Riegos porque la leña estaba verde. Y la gente seguía
enojada, y sólo se comía lo que juntamos con las mujeres: langostas, lagar
tijas, las echábamos en las brasas, se retorcían, las comíamos. Y yo recordé
al mensajero del Señor que pasó esa tarde para hablarme. Era noche ya.
En el monte anochece muy temprano. Corrí para buscarlo. Estaba en el
tronco de un cevil, brillando. Nada dije, ni me moví tampoco. Esa lagar
tija tampoco. «Te va a comprar el Señor — me dijo— , le vas a dar las
manos.» Nada dije. «El Señor es único, solo, nunca nadó, no muere nunca.»
Yo la oía. Brillaba. Dijo: «Ahora habla». Yo le dije: «Sí. Bueno».
Pero todos habían salido con mucho ruido a buscarme, con luces,
por miedo al jaguar. Caminé y corrí, y llegué a donde estaban y se eno
jaron. Mi padre: qué hacía. Mi madre, también. Nada dije.
A la mañana me llevaron a mirar las huellas. Fuimos hasta el cevil,
y vi las huellas de mis pies. Y las huellas del jaguar daban cuatro vueltas
alrededor de mis huellas y después las seguían cuando caminé y cuando
corrí.
Yo no lo había visto. Él no me había tocado.
Desde ese día no me preguntaron nada.
20 EISEJUAZ
Yo soy Eisejuaz, Éste También, el del camino largo, el comprado por
el Señor. Paqui está aquí. Ya sale el sol. Ya sale el tren. La campana del
tren, la campana del franciscano. El último tramo del camino de Eisejuaz
empezó. El auto del reverendo sale para Salta porque es la fiesta de los
gringos noruegos; los hijos se ponen corbata de moño para la fiesta y son
como cría de gallina. «Hoy es tu cumpleaños, Lisandro —decían— y
pasado mañana la fiesta del noruego.» Pero Eisejuaz no puede volver con
los noruegos. Ya terminó el segundo y el tercer tramo de su camino.
Suena el tractor del núsionero gringo inglés y va al aserradero. Sue
nan los camiones, temprano, por la bruta calor. Paqui ha hablado:
— Tengo hambre y frío; qué es lo que querés conmigo, indio de por
quería, matame de una vez.
Puedo tratarlo como mío, es aquél que me mandó el Señor. Por eso
lo echo al agua del zanjón. A mediodía se bañan las mujeres del campa
mento y los vestidos se les hinchan. Mi mujer se bañaba. Se alegraba.
Jugaba en el agua con las mujeres y con los hijos de las mujeres. La
Mauricia se baña. Mi mujer ya murió, pero las otras se bañan. Paqui abre
la boca abajo del agua. Ya se va a morir.
Eisejuaz, el que llevó solo la viga del hotel, regaló sus manos al Señor.
El Señor se las dio a Paqui, el paralizado, el baldado, el enfermo, seme
jante mugre. A Paqui, la carroña. «Bueno, Señor. No dejes que me arre
pienta.» Lo he metido en la hamaca, he ido a casa de Eisejuaz, A la casa
que no es de Eisejuaz solo. Para secarlo, para vestirlo, para alimentarlo.
SARA GALLARDO 21
LOS TRABAJO S
Dije a Cándido Pérez:
— ¿No sabés de un trabajo?
Barre la plaza, mete la mano en las fuentes, saca las hojas.
— Busco un trabajo, ahora.
— No se comemos: no se trabaja bien. Así dice el doctor. No se come
mos, che, no hay fuerza.
— Yo busco un trabajo, ahora.
— En el aserradero, ¿no podés volver?
— Ya hay maquinista, ahora. No hay lugar para mí.
— En el aserradero, tu patrón te quería.
— No hay lugar para mí.
— No se comemos, che. ¿Por qué no te casás con mi hija?
— No me puedo casar, ya sabés, por cosas del Señor. Tu hija es buena,
fuerte, es linda. No me puedo casar, che.
— No te podés casar. Te casás con un blanco, un enfermo, un malo,
un maldito. La gente está enojada. Vas a trabajar para él. Y nosotros no
se comemos, no trabajamos, estamos enfermos.
Le dije al Señor: «No dejes que la sangre me entre en el corazón. Y
no dejes que me arrepienta».
Le dije a Cándido Pérez:
— Voy a pescar, entonces.
— Ya no dejan pescar al pobre. ¿No sabés? El río tiene dueños.
— Voy a pescar entonces, che. Adiós.
Sé pescar en el Bermejo, hermano del Pilcomayo, río traidor. Ha lle
vado gentes, animales, ha llevado pescadores de Salta, nadadores, se llevó
un tren. Yo sé dónde pescar. Sé pescar con la fija y con la red y con la mano
y con el hilo. De noche mejor que de día.
Allí me espera el dorado grande. Lo saqué. Lo esperé cinco horas,
viendo subir el sol y después bajar, y lo saqué. Lo llevo en la carretilla para
vender.
— Che —dice el dentista, el hombre gordo— , a cuánto el dorado.
— Doscientos pesos, señor.
— Qué doscientos; vení, te doy cien.
SARA GALLARDO 25
— No, señor.
Ahí, los de la ferroviaria:
— ¿Cuánto el dorado?
— Doscientos.
— Lindo bicho. Tomá.
— Gracias, señor.
El denosta comía demasiado. Fue y comió. Mezcló las bebidas y las
comidas. Llegó a su casa y se murió. Su mujer fue a dormir, lo encontró
muerto, gritó. La mujer era de los turcos, de los ricos. Gritó: «¿Quién me
lo devolverá ahora?».
Lo llevaron a enterrar en la bruta calor. El hermano de la señora se
murió en el camino, con el traje negro, en la bruta calor.
26 EISEJUAZ
— Ya sé lo que pensás: yo tan fuerte, en el gallinero. Con estos bra
zos, con este pecho de toro, con este pescuezo de buey. Hay que pedir
paciencia a San José, resignación a San Antonio. No te ha ido bien con
los noruegos, hijo. Nunca te pregunté qué te pasó. No te pregunto ahora,
ya me lo contarás algún día, no te voy a forzar. Yo te dije que fueras a San
Francisco. Pero ustedes: a los noruegos, a los ingleses, al hereje. No me
digas que ahora vas con los ingleses.
Buenos días, chifla ese tordo, hola, chifla, un chiflido más fuerte que
el de todo pájaro de aquí. Buenos días, nada más; hola, nada más, bue
nos días.
— Tu mujer era buena, hijo, pero las muchachas de ustedes son muy
ardientes. Limpian el hotel, y los viajantes, ya sabés, hijo. ¿Vivís con alguna
mujer? ¿No te has vuelto a casar? Si ellos tienen su necesidad, yo no tengo
por qué meterme, pero ellas están siempre dispuestas, hijo. Ya sabés la
historia de la Clorinda, siempre durmiéndose en la silla. Mirá hijo, ya sabés
dónde está el maíz. Cargá la bolsa, pues. Mira estas gallinas, ¿cuánto hace
que no comen? Por qué no seré joven otra vez, no andarían las cosas tan
mal. Siempre durmiéndose sentada, amamantando al hijo. Con ese pecho
tan grande lo ahogaba, ni se fijaba. ¿Te acordás qué pechos tan grandes
tenía la Clorinda, hijo? Ahogaba a las criaturas, ni se fijaba si se alimenta
ban, dormida se quedaba. No me pongas una cara brava, hijo. Te cuento
la verdad. Dos criaturas dejó morir así. De hambre. Inanición, dijo el doc
tor. A la tercera dije: no. Morenito era, de ojos azules. Algún viajante. Si
ellos tienen sus necesidades yo tengo que cerrar los ojos, la pieza que pagan
es su casa, ya comprendes, hijo. Te hablo así por ser vos. Dije no, y se lo lle
varon gentes ricas del Rosario: un auto con chofer tiene ahora para él solo
a los diez años. Me gusta hacer el bien, no sé por qué será, soy así, ya me
conocés. Mirá el rosal, hijo, si no da pena. ¿No te casaste?, ¿por qué? Te veo
grande y fuerte, Lisandro. Tenés que casarte. ¿Cómo podés vivir solo, hijo?
El hombre no es como la mujer. Una pobre mujer vieja como yo puede ser
viuda. Un hombre como vos, hijo, necesita mujer. Mujer buena, joven, ya
me entendés, hijo. Me dicen que te has vuelto agreste, cómo es eso, pues.
No es eso lo que te enseñaron los gringos. ¿O te enseñaron? Yo te dije: andá
a San Francisco. ¿Te enseñaron eso? ¿Es lo que enseñan?
«Que la sangre no me entre al corazón», digo al Señor. «Buenas tar
des, nada más; hola, nada más.» Tordo cruceño amigo del diablo.
Desde el tercer patio se lo oye.
— La Clorinda es una peria ahora, ves. Está en Salta, cuidando a los
hijos de mis parientes. Ya no se queda dormida en las sillas.
SARA GALLARDO 27
— No se comemos: no se trabaja bien, se es flojo.
—Anda a la cocina, hijo, que te den algo. Y después hay que limpiar
las jaulas.
— Yo sí comí.
En la cocina del hotel, lavando las copas, me habló el Señor. Apare
ció en el remolino. No me habla, ahora. No me habla ni me mira. No me
habla ni me manda mensajeros.
28 EISEJUAZ
LA PEREGRINACIÓN
Ya estaba solo. Ya se había muerto mi mujer. Yo salí de mi casa, en
el campamento del reverendo, de noche a causa de los mensajeros del
Señor. Hay tres algarrobos juntos y allí levanté los brazos:
—Angel del anta, haceme duro en el agua y en la tierra para aguantar
el agua y la tierra. Ángel del tigre, haceme fuerte con la fuerza del fuerte.
Ángel del suri, dejame correr y esquivar, y dame la paciencia del macho
que cuida de la cría. Ángel del sapo rococo, dame corazón frío. Ángel de
la corzuela, traeme el miedo. Ángel del chancho, sacame el miedo. Ángel
de la abeja, poneme la miel en el dedo. Ángel de la charata, que no me
canse de decir Señor. Díganme. Vengan aquí; prendan sus fuegos aquí;
hagan sus casas aquí, en el corazón de Eisejuaz, ángeles mensajeros del
Señor Ángel del tatú, para bajar al fondo, para saber, cuero de hueso para
aguantar. Ángel de la serpiente, silencio. Vengan, díganme, prendan sus
fuegos, hagan sus casas, cuelguen sus hamacas en el corazón de Eisejuaz.
El reverendo al lado del algarrobo.
— Cómo, reverendo, aquí, de noche.
— Cómo vos, Lisandro, aquí de noche.
— Tenía que hacer, que rezar.
— Ya te escuché. Tantos años me engañaste.
— No engaño, reverendo. No soy hombre que engaña.
— Las cosas que te enseñamos, el camino que hicieron tus padres,
el bautismo, para nada. Tus padres muertos, tus hermanos muertos, el
camino, para nada.
— Por mí se hizo ese camino. Yo dije: tenemos que ir.
— Sos un falso. Capataz de campamento traidor. Andate ahora de
aquí. Ya irás a la coca, al alcohol, al tabaco, al juego, a enfermarte, a no
tener trabajo. Por infiel, por traidor, por mal cristiano. Llevare tus cosas
hoy. Que mañana no salga el sol sobre vos aquí en el campamento, amigo
del diablo, veneno del alma de los matacos, de los tobas de la misión.
Pedí: «Que la sangre no me entre al corazón».
Dije:
— Lisandro no es traidor. Es buen cristiano. Pero conozco a los ánge
les del Señor, a los mensajeros del Señor. Yo los conozco. Mis ojos los ven.
SARA GALLARDO 31
Ellos me quieren. Han hecho sus fuegos en mi corazón, sus toldos en
mi corazón, han colgado sus hamacas en mi corazón. Pero ahora se van.
Los veo irse. Ya se van.
Yo grité: «¡Se están yendo! ¡Los veo irse, se van!».
Dije al reverendo:
— Dale mi casa a la Mauricia y al marido. De mis cosas no queda nin
guna, como sabés. Ahora me voy.
Levanté la voz, grité:
— Reverendo. Un día me verás llegar y la lengua que quiera llamarme
quedará pegada en tu paladar. La muerte vendrá para vos con golpes y
con fierros. Antes de morir pensarás en mí. Como el suri cazado ve correr
a su cría, muy demasiado chica para vivir, verás disparar a tus hijos y esta
rás muriendo. Eisejuaz no podrá impedirlo, nadie no podrí
Yo salté, bajé la cuesta. Pasé la canilla del agua, donde golpearon a mi
mujer.
— Canilla del agua, no te maldigo.
Salté el zanjón. No me cuidé de víboras. Ni de nadie.
Yo pedí: «Mensajeros del Señor, vuelvan. Vuelvan para que pueda
hablar al Señon>. Quedé sin fuerza. Quedé enfermo. Sin fuerza para levan
tarme, para trabajar en el aserradero. Abajo de un quebracho. Allí vi las
arañas y una bandera que habían tejido desde el quebracho hasta el incienso,
y allí estaban todas, como las estrellas en el cielo. Yo pensé: «¿Irá tal vez a
tejerse una tela para mi corazón?». No tenía fuerza, ni pude abrir los ojos.
Y lloré. «¿Qué te hice para que me retires tus mensajeros? Ahora me tengo
que morir.» Vacío de mensajeros, el corazón se estaba por apagar. Hueca,
el alma por irse. Dije: «Tanto sufrimiento, mi mujer no puede aconse
jarme. Qué te hice yo. ¿Para esto me compraste?». Vi las arañas como pája
ros en las lagunas, como pescados que bajaron por el río, todas juntas
en la bandera tejida desde el quebracho hasta el incienso. «¿Una red se irá
a tejer para pescar a los mensajeros y pegarlos de nuevo en mi corazón?»
Pero nadie no me contestó.
Así, la noche entera.
Vino un hombre, con una ropa blanca Era paisano. Mataco. La ropa
blanca como una flor. Yo no lo conocía. Habló pensando que me hubiera
picado la víbora.
— No fue la víbora, che, estoy enfermo, no tengo fuerza.
— Haré que avisen en la misión.
— Ya no vuelvo por la misión.
Quedó callado.
32 EISEJUAZ
— No puedo dejarte así, pero tampoco puedo llegar tarde a la escuela.
Supe quién era, entonces. Y él llamó a su gente, a sus hijos, y se fue.
Vinieron unos viejos, una mujer, y no tuvieron fuerza para llevarme. Los
chicos se reían, los viejos se lamentaban, pero nadie pudo moverme.
Hicieron un fuego cerca del quebracho. La vieja me dio agua, me pre
guntó: «¿Qué te duele?». No contesté. Uno de los viejos, el que caminaba
rengo, dijo: «Hay que avisar en la misión». Todos me conocían pero yo a
ellos no.
— En ningún lado avisen.
La vieja preguntó de nuevo:
— ¿Qué lugar tenés enfermo?
Pero no contesté.
Cuando vino el mediodía el hombre joven volvió.
— ¿Por qué no lo han llevado a casa?
— No tenemos fuerza para llevarlo.
Él tampoco no la tuvo, porque era alto pero flaco, y pensó pedir pres
tada una carretilla. Entonces un viejo, el que caminaba rengueando, se
levantó y le habló aparte: «Este hombre es muy grande. Come mucho.
No lo lleves a casa». El hombre joven se enojó: «Sí, lo voy a llevar». Y llamó
a su mujer para que hiciera la comida sobre aquei fuego que había cerca
del quebracho. Los hijos del hombre fueron a buscar la carretilla y la mujer
trajo una lata llena de agua, y en el agua la cabeza de una oveja.
— Si está enfermo no debe comer.
Así dijo el viejo que rengueaba; y rengueaba por una flecha que le
entró en la nalga cuando era chico y le salió por la cadera; pero eso me
lo contaron después. Dije:
— El corazón tenés torcido como las patas; no pasarán treinta días sin
que el Señor te castigue.
Quedó asustado. Pero yo vi que sin los ángeles mensajeros del Señor
en mi alma no podía hablar de las cosas del Señor, y que había
hablado con la lengua sola, y me mordí la lengua, y no volví a hablar.
La sangre de mi lengua corrió, y empezó a salir por un lado de la boca,
y goteó al suelo. Esa gente creyó que me moría. La mujer del hombre
joven se levantó a buscar al marido, y lloró, porque era buena. Pero yo
dije:
— No voy a comer. No necesito nada. Me mordí la lengua sola
mente.
Y en mi corazón decía al Señor: «¿Por qué pasó esto?». Era de día, y
todo lo veía como de noche. Forzaba los ojos, y veía oscuro. Miraba, y
SARA GALLARDO 33
veía negro. El alma ya se quería escapar. No había sitio para ella, vacía
como estaba. Sin fuegos, sin hamacas, sin casas para los mensajeros del
Señor lista para irse, no había sitio para ella en el mundo sin los ángeles
que atan al mundo.
El fuego que habían prendido cerca del quebracho, allí donde coci
naban, empezó a echar humo hasta las arañas: unas corrían, y muchas
empezaron a caer. Caían al fuego, o en la uerra, y la tela se volvió negra
y ni una sola de las arañas se vio por allí. Yo dije: «Así, mi alma quedará
como esa tela, y ya nada habrá para pescar a los mensajeros del Señor, ya
nada la habitará, ya está deshecha». Quise echar las culpas al reverendo,
pero no era culpa del reverendo. No sabía por qué se habían ido así los
ángeles mensajeros del Señor. Se me escapaban los quejidos.
Entonces el hombre joven trajo la carretilla, y entre todos pudieron
llevarme hasta la casa. No era de paja colorada ni de adobe la casa,
hecha de lata estaba y de pedazos de tablón. Allí me pusieron sobre la
tabla, allí me cuidaron. Yo no comí, no me moví, no miré. Ellos me cui
daron, ellos avisaron a don Pedro que no podía ir al aserradero a trabajar.
El hombre joven dijo:
— Don Pedro era nuestro padre; el padre de todos los paisanos; por
eso lo echaron; por eso ya no es intendente.
— Los turcos lo echaron, los ricos lo echaron, él quiso que nos
pagaran lo justo en los trabajos.
El hombre joven:
— Don Pedro me dio trabajo liviano cuando supo que yo estudiaba
en la escuela. Ordenanza fui, sentado en la silla, dentro de la intendencia.
Ya me lo quitaron. Con los camiones de la basura ando la tarde entera hasta
la noche. Y la mañana toda en la escuela. Uno se cansa. Aguanta poco.
Ya le dije:
— ¿No sabés hacer casas de paja colorada?
— Estamos aquí por un tiempo nomás. Venimos de Misión Cha-
queña. Cuando sea maestro nos vamos a volver al monte. Mucha mise
ria hay en el monte. Ya no hay para cazar. Ya no hay para pescar. Todos
los bichos huyen por los ruidos, por los motores, por los barcos, por los
cazadores, por los aviones. La gente se muere de hambre. Los paisanos
tienen que aprender a leer, aprender a trabajar, todos se están muriendo.
Le dije:
— ¿Te vas a acostumbrar al monte vos?
— Me voy a acostumbrar.
Esa noche el hombre y la mujer y los hijos dormían en la tabla, y
34 EISEJUAZ
los viejos hablaban afuera de la casa. La mujer vieja dijo: «Cuando yo
fui joven, la víbora picó a mi hermano en el monte, lejos de las casas.
No pudo volver a tiempo. Mucho cantó, mucho pidió el brujo, pero ya
se iba a morir mi hermano en medio de las casas. Todos los hombres can
taron en la noche con el brujo para salvar al que ya se moría, ese hom
bre joven, bueno, mi hermano. El jaguar saltó. Se llevó a mi hermano.
Abrió un rastro ancho por el monte, mi hermano arrancó ramas mar
cando el rastro. Todo perro disparó al monte a aullar, a llorar de miedo.
Toda mujer, todo chico, casi todo hombre se metió arrastrando en las
casas. Era tigre cebado, que no trepa al árboi. Cuatro hombres lo mata
ron a flechazos. Uno era el padre de mi hermano, mi padre. Otro el
jefe. Y otros dos. Trajeron a mi hermano. Las tripas le colgaban hasta el
suelo. Muerto como estaba, la cara del terror le había quedado».
Yo dije al Señor:
— ¿Qué me dice tu voz por esta vieja? ¿Muerto quedaré como su her
mano? ¿Muerta mi alma'1
El hombre joven se levantó antes de amanecer y dijo:
— Te quejaste dormido. Hoy buscaré al médico.
Yo le dije: «Hoy estaré bien».
Lo dije porque lo vi bueno, y su familia grande, y la comida falta.
— No podés estar sano si no comiste nada
Un viejo dijo fuera de la puerta:
— Llamemos a la que cura, la que está en la misión de San Fran
cisco y cuta sin que sepan los frailes.
El hombre joven se enojó:
— Soy cristiano y vos también. Aprendé a tener fe en Cristo.
Porque Misión Chaqueña es de los misioneros gringos ingleses.
— Ese hombre enfermo es cristiano también, aunque de otros. Es
hombre de la iglesia noruega. Ocho años ha sido capataz de la misión.
Cuando el hombre joven se fue a la escuela, dije a su mujer
— Si me prestás un hacha y la carretilla que te prestaron iré a hacer
carbón. De lo que venda te daré la mitad.
— No estás sano todavía. No tenés fuerza para hachar.
— Si me prestás esas cosas me sanaré antes.
La mujer temió por esas cosas que no eran de ellos pero me dijo:
—Antes parare, que te vea de pie.
No pude estar de pie. Quedé doblado, apoyado en un palo. «Igual
me voy.» Entonces mandó a sus hijos que llevaran la carretilla y el hacha
y un botijo de agua. Yo caminé doblado hasta la tierra. Los hijos eran tres.
SARA GALLARDO 35
No habían cambiado los dientes todavía. Dejaron las cosas donde les dije
y se volvieron para la casa. Y yo no tuve fuerza para levantar el hacha. Sen
tado me quedé. Dije al Señor: «¿Qué pecado levanté contra vos?». Pero
nadie no contestó.
Y también:
— ¿Qué has hecho de Eisejuaz? ¿Qué queda de Éste También? ¡El
hombre no puede vivir así!
Pero nadie contestó.
Recordé la lagartija de color de sol, mensajera que dijo: «El Señor está
siempre, vive siempre, nunca nació, no muere nunca».
— Pero has cortado a Eisejuaz de tu vestido. Lo has dejado caer de tu
collar.
Me levanté:
— ¡La cuenta que cae del collar se recoge en la mano!
Pero nadie me contestó.
— ¡El hombre no puede vivir así!
Pero nadie no contestó.
Una vieja apareció por allí. Yo no quería mirar a nadie, no le hablé.
— Te vi ayer desde mi casa, che, te he visto hoy. Vengo a verte.
Nada le hablé.
La vieja agarró el hacha.
— ¿Quién te dio esta hacha, che?
— Soltá esa hacha.
— ¿Quién te dio esta hacha?
— Soltá esa hacha o te la hago soltar.
Yo le arranqué el hacha de la mano. La vieja se enojó.
— ¿Son demasiado buenos los dueños para mí?
Era de 1a gente chahuanca, del botón verde en el labio.
— Te vi ayer desde mi casa, che, te he visto hoy, vengo a verte.
— ¿Cuál es tu casa?
— Por afuera y por adentro quedaste seco. Yo te puedo ayudar.
Nada quiero de esa vieja yo, amiga del diablo. Nunca la vi, nunca más
quiero verla.
— Demasiado orgulloso, muy soberbio seco así como estás. Para jefe
naciste, nunca serás jefe; para fuerte y estás sin fuerza; rico fuiste, con bici
cleta, y nada te queda. Mujer tuviste y se murió. ¿Adónde querés ir? Per
derás también tu trabajo en el aserradero. Te creiste elegido pero estás peor
que la iguana, peor que el tatú: ni cueva donde dormir tenés, ni fuerza
para cavártela. Yo te puedo ayudar y me ponés mala cara.
36 EISEJUAZ
Supe quién era.
— Vivís en la misión de San Francisco.
— ¿Me conoces?
Nada le hablé. Era una mala mujer, amiga del diablo. Mi padre
también curaba pero fue hombre bueno. Que llamar a los fuertes, a los
mensajeros, a los demonios que se esconden tenía, era hombre bueno y
curó a muchos; y no curó más, bautizado en el campamento. Cantó
cuando murió. Cantó su canto de muerte, como mataco macho, como
hombre mataco.
Dije al Señor
— ¿Vas a dejar que ella se burle?
Pero la fuerza no me volvió. Quedé sentado. Pedí otra vez:
— ¿Así vas a dejar las cosas?
Ella tocó el hacha. Tres veces la tocó, y se rió de mí:
— Buen carbón llevará tu carretilla.
Se rió de mí. Le dije:
— Otro día habremos de encontrarnos.
— Otro día. Yo sé cuál y vos no.
Así se burló. Y se fue.
En el camino, los tres hijos del hombre joven. Dos que lloran. Uno
muerto. Cargado en la carretilla lo vuelvo a su casa.
SARA GALLARDO 37
— Yo había dicho: no lo traigas a casa. Él se enojó.
Ya supe entonces lo que pregunté al Señor cuando dije: «¿Qué dice
tu voz por esa vieja que habla de tigre?». La muerte salta, está cebada, arre
bata en medio de las casas me había dicho.
Los viejos lloraban fuerte. La mujer no. Llegó el hombre joven de la
escuela, miró al hijo, tocó ai hijo. Cayó al suelo sin hablar, como muerto.
Abajo, en el camino, dice el doctor:
— ¿No sos Vega vos, el capataz de la misión?
—Soy, doctor.
— Enfermo te veo.
— Enfermo estoy.
— ¿Qué sentís? Dame esa mano.
—Sin fuerza me encuentro.
— Sin pulso. ¿Tenés un sueldo en el aserradero? ¿Te alimentas, vos?
— Sí tengo, me alimento.
— Me acuerdo de tu mujer, pobrecita. ¿Cuándo te has enfermado?
¿Por qué no fuiste al dispensario?
—Ya iré, doctor.
— Hoy mismo.
— Así será.
— Esa gente, ¿es de tu familia?
—No es, doctor. Es más que eso. Más que eso es, doctor.
38 EISEJUAZ
— No entraré. Aquí me quedaré. Abajo del palosanto dormiré. No
sé qué ha pasado en mi corazón: donde entro entra también la muerte.
— Un mal te han hecho. ¿Y la bicicleta?
— Se acabó para mí.
—No tenés hijos, no tenés mujer, no tenés nietos.
— Nada tengo, che. No tengo nada. Ni fuerza tengo ya.
Con mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, fuimos hermanos en el monte.
Ibamos en secreto a visitar a los chahuancos, esa gente brava, la más brava.
Chicos éramos y nunca nos echaron. Vimos hacer las máscaras, vimos la
piedra blanca que sirve de remedio; los brujos la guardan en bolsitas y
la calientan para curar. Mi padre no lo sabía, no las usaba. Los
chahuancos hacen veneno con grasa de víbora y lo echan en la chicha: al
otro día el hombre se enferma. En secreto íbamos con Yadí, Pocho Zava-
lía, de chicos en el monte. Ahí aprendimos. Recordando esas cosas él hace
máscaras, caretas grandes; las lleva al hotel, al Círculo, a la librería.
Hace el paisano con el arco, el paisano que lleva el agua en caña por el
monte, los paisanos que luchan, mueven los brazos, las piernas. Los sale
a vender.
—¿Qué hay de comer? Vengo vacío yo.
— Un puñadito de fideo. Malos días son éstos.
— El Señor me volverá la fuerza. Ya comeremos vaca, chivito, lechón,
gallina, oveja.
Las mujeres se ríen.
— Cuánto lujo, che, de dónde tanta riqueza.
Pero vi su corazón: asustadas, miedosas de mi corazón sin mensaje
ros; temiendo que les llegara un mal.
Por eso dije adiós.
Bajamos con mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, para el pueblo otra
vez, y vendió un tenedor de mora en la librería.
— ¿Por qué dos puntas solas, amigo? Te lo pago menos.
— Llevá comida a tu gente, che.
Pero hemos entrado en el almacén de Gómez. Allí, tantos paisanos
esperando; allí, tomando. Dice Gómez: «Vega, tanto tiempo. ¿Y el ase
rradero?». No contesté. «Burritos», ha dicho mi amigo Yadí, Pocho Zava
lía. Burritos nos sirvió, y burritos hemos tomado.
Llegaron tres autos de Tartagal. Bajaron siete hombres. Dijo uno, con
la baba salpicando mentiras, uno, con cuatro caras:
— Hay muchos amigos paisanos aquí. Que tomen todos. Yo convido.
Ha dicho:
SARA GALLARDO 39
—Amigos, yo tengo la amistad de diez caciques. Ya saben quién soy.
¿Conocen al cacique Carancho, al cacique Tigre? Amigos míos. Aquí
están.
Allí estaban. Ha dicho:
— Cómo los engañan, en qué miseria viven. ¿Qué esperan, allá afuera
de la puerta? Changas. Las changas no llegan. Cuando llegan ¿quién pone
el precio? El que encarga. Doscientos pesos una carretilla llena de leña
para carbón, hachada por ustedes, buscada por ustedes, traída por uste
des. Enfermos los veo. Sus hijos, sus nietos se mueren cada día. En el
monte, ¿se enfermaron alguna vez? Hasta los viejos eran sanos allí. Digan
si es verdad.
— Verdad — dicen todos— . Verdad era.
—Y toman burritos. No alcanza para comer, hay que beber. Otros
toman caña, toman whisky, toman ginebra; los paisanos toman alcohol
para farmacias con un poco de agua, burritos. Digan ahora: ¿Cuánto deben
al amigo Gómez? Todo lo que todavía no han ganado. Y está bien ami
gos, no se enojen con el amigo Gómez, quédense tranquilos. Si beben
para olvidar. El paisano era el dueño de la tierra, todos lo usan. Los
gringos lo usan, le enseñan a hablar en lenguas gringas, a rezar a otro Dios.
Todos lo usan. El paisano tiene que ser el ciudadano de honor de la patria
argentina. Estoy aquí para eso, y también mis diez caciques amigos y todos
sus hombres. 1
Un hombre falso, toba de raza, que anduvo por cada misión y apro
vechó a los gringos ingleses que enseñan carpintería, aprovechó a los grin
gos noruegos, aprovechó a los franciscanos, dijo: «¡Viva don Ornar!». Yo
he gritado al hombre de Tartagal:
— Vos mentís, querés política. Vos querés votos. Vos tenés patrón. El
gringo enseña a hablar en castellano, habla del Señor invisible. Vos
mentís.
Mi amigo Yadí:
— Está borracho, señor.
El cacique Tigre:
—Traidor.
Carancho:
—Traidor.
Todos:
—Traidor.
Yo grité: «Volvió la fuerza para castigarlos». Levanté una mesa en cada
mano, por la pata las hice revolear. «Caranchos, comedores de tripas, mien
40 EISEJUAZ
ten al paisano, usan al paisano, olvidan al paisano. Ya lo sabemos. Ya lo
hemos visto. No nos importa. Hay una sola ayuda: ese que alimenta los
corazones». Yadí ha dicho: «Vámonos». He cantado: «Aquí un barro haré
con la maldad, un barro con mis pies, una planta nacerá, la cortaré; una
flor echará, la quemaré». He cantado más: «Se acabó el tiempo de noso
tros, pero no importa. Amasen sus corazones, hagan un botijo, llénenlo
de agua, mensajera del Señor». Nadie habló. Nadie se movió por causa
de las mesas, que cortaban el aire.
Ha llegado la policía. Me golpearon de atrás. Golpearon a Yadí, Pocho
Zavalía. Nos llevaron.
En esa comisaría se oye también la voz que dice: «Vayan al cine, com
pren zapatos». Dice ahora: «Eisejuaz, Eisejuaz, Lisandro Vega». Yo: «¿Qué,
Señor?». Nadie me contestó.
Dice otra vez: «Vayan al cine».
Y la fuerza se me retiró de nuevo.
Ninguno de los ángeles mensajeros del Señor volvió.
Y yo dije: «En esta cárcel estuvo mi mujer aquel día que la golpearon
junto a la canilla del agua. Pero yo pasé y dije: “Canilla del agua, no te
maldigo. ¿No vale eso para que me mires, Señor?”. Dije a mi mujer: “Si
en este calabozo sufriste y pensaste en tu hombre y es verdad que estás con
el Señor y no necesitas ya mensajeros del Señor, hacé que me conteste”».
Ella me mandó un sueño en esa noche.
He soñado que entré en el aserradero esa noche para dormir en el
galpón, cerca de la caldera, porque es verdad que ya no tengo casa donde
dormir. Y estaban allí los troncos y las tablas que cortamos, tablones y
tablitas para cajones, y todo. Alcé los brazos y canté: «Ángeles mensa
jeros de los palos quédense en mí, hagan sus fuegos, cuelguen sus hama
cas en el corazón de Eisejuaz. Cevil, siendo corteza formás un agua
fuerte, curtís los cueros, en la tirantería del techo sostenés, yo
conozco tu secreto de semilla, mi padre lo supo, lo cumplió, vos lle
vaste su alma a caminar, a buscar sus mensajeros escondidos, esos que
curan. Cevil moro, este que no se raja, que no se rompa tampoco mi
corazón; este colorado que se raja, rómpase mi corazón, que se abra,
que reciba al Señor. Pacará bueno para el agua, para chalanas, que mi
corazón sepa flotar en el agua del Señor, que no pese, que no se hunda.
Enfermizo para hacer casas pacará, que el corazón de Eisejuaz sepa flo
tar sin salud, sin paz.
SARA GALLARDO 41
«Conozco dos palos que son fuego, un bejuco de hojas chiquitas, ese
con flor, ese nichauk. Esos que son fuego que vengan, que vivan en
Eisejuaz, que cuelguen sus hamacas, armen sus casas en la lengua de
Eisejua2.
«Digo al quebracho, al colorado: ¿y ese gusano? Le digo: ¿Y ese blanco,
ese grueso como el dedo, ese que camina hasta tu corazón? ¿No eras dura
como la piedra? He sabido ahora cómo los ángeles mensajeros del Señor
vienen con mezcla, enseñan a vivir con mezcla, colorado quebracho. Al
año de aserrado vienen a verte del ferrocarril; cuentan ciento y veinte y
ocho agujeros del gusano y no te quieren; ciento y veinte y siete y sí te
compran. ¿Y no sos duro como la piedra? Con mezcla vienen, enseñan
a vivir con mezcla, ángeles, enviados, hijos del Señor que es solo, quieto,
que vive siempre».
He despertado de ese sueño que me mandó mi mujer y he dicho a
Yadí, Pocho Zavalía, en ei calabozo:
— Mi mujer me ha mandado un sueño.
Pero él dormía. Otro que estaba allí me dijo:
— Mataco hediondo, a ver si te callás.
Lo dijo porque me vio sin fuerza. Yo le dije:
— Hablas así porque me ves sin fuerza. Hablás porque no sabes quién
soy. Pero yo sé quién sos, y que mataste a uno, y que mañana te llevan a
Salta y que vas a morir en Salta, viejo y maldecido.
Era un hombre joven, y ya estaba cuando nos metieron allí. Ahora era
de noche, y nada se veía.
— ¿Qué venís a contar, si me sacaron fotos en todos los diarios? ¿Mataste
a uno, decís? Yo no maté a uno. ¿Mataste a uno? A una maté, a esa vieja
que era mi mujer, esa que tuve encerrada cuatro años, esa que comía lo
que le echaba al piso, esa que amenacé cada día, de este lado del cogote,
del otro lado del cogote, y le corté el cogote, me quedé sin diversión, eso
fue, y me sacaron en todos los diarios, fotos al lado de la cama, al lado de
la puerta, al lado de la casa, si no leiste será porque no sabes leer.
— Sí, sé. Me enseñaron. Pero no leo. No leo.
— Podías haber mirado. Un gentío miraba, me quisieron matar.
Mi amigo Yadí, Pocho Zavalía, ha dicho:
— No se puede dormir.
— Mi mujer me ha mandado un sueño esta noche.
— ¿Bueno o malo?
— Bueno ha sido.
Hemos oído entonces una voz que gritaba en nuestra lengua. «Es mi
42 EISEJUAZ
mujer», dijo Yadí. Ha subido a mis hombros, ha gritado por la ventana:
«Estamos bien, estamos bien». Ahí entró el policía con una luz. «Quieren
escapar.» Nos han golpeado, nos han dejado mal.
Ahora salió el sol para un día triste. Don Pedro López Segura me vino
a hablar.
— ¿Qué te pasó, Vega?
—Ya no estoy más en la misión, don Pedro.
— Lástima, Vega. Allí siguen las órdenes del médico, no hay vicios,
es bueno para ustedes.
— Ya se acabó para mí, señor.
— ¿Qué te ha pasado, pues?
—Enfermo estoy, sin fuerza para nada.
Ahí habló el policía:
— Estaba en una borrachera, revoleaba una mesa en cada mano.
Ha insultado al señor Selim, de Tartagal.
Ahí don Pedro callado.
— Quiero trabajar, yo. Quiero volver al aserradero. Pero no encuen
tro la fuerza en mi cuerpo.
Don Pedro López Segura no quiere hablarme delante de ese policía.
Ha caminado un paso, me ha dicho:
— Vega, todos pasamos cosas malas. Ya me ves.Ya te acordás
cuando fui intendente, cómo los ayudé. Ya te acordás de la pileta que hice
abrir arriba en la misión, y los camiones que subían el agua. Ya te acordás
cuando vos y el viejo Torres fueron delegados. Ya te acordás cuando quise
que los dueños de las chacras pagaran lo que debían. Ya te acordás cuando
hice una escuela arriba y cuántos chicos fueron. Ya te acordás cómo los
turcos, y los dueños de las chacras, se juntaron para perderme. Ya
supiste cuando los diarios dijeron que yo era enemigo de la colectivi
dad. Ya me viste echado del puesto, ya viste la pileta vacía, la escuela vacía.
Ya viste atando nadie me saludaba en este pueblo. Te digo, Vega, que hay
que tener paciencia en la mala. Si vos sufriste mucho yo te digo que tam
bién sufrí mucho. Pero hay que aguantar, no hay que ponerse bravo.
SARA GALLARDO 43
«El Señor me va a mandar un sueño.» Me acosté a dormir antes de
que trajeran la comida. Pero no dormí. Y la voz: «Vayan al cine».
Después trajeron la comida, y comí. Echaron adentro varios hom
bres. «Hiede a indio.» Insultaron, gritaron; yo, tratando de dormir. Y
cuando dormí, no soñé.
Otra vez abren la puerta:
— Andate.
Me sacaron porque venían más hombres, de la ferroviaria, que habían
peleado, con mucho olor a vino. Llenaban el calabozo.
Fuera de la comisaría quedé, y ya había pasado la medianoche. Y me
reí: «Ésta ha sido tu casa, ésta la mujer que tuviste para cocinar, Eise
juaz, capataz de la misión, hijo de tu padre». El policía que estaba en la
puerta:
— ¿De qué te reís vos?
No contesté. Me fui a dormir en el borde de la escuela. Y no tuve sue
ños. Pero sí me fue mandado un pensamiento: visitar a Ayó, Vicente Apa
ricio, en Orán.
Allí me alcé antes que el sol naciera, antes que el cuidador de la escuela
se despertara, y me fui a sentar en un banco de la plaza.
Hice uaj, y cayó un gusano de mi nariz y empezó a caminar por el
banco. Yo lo miré. Hice uaj otra vez, y cayó un gusano de mi nariz y caminó
por el suelo. Pensé: «¿Qué es esto?». Y dije: «Ha entrado ya el gusano en
el hijo menor del hombre joven, el que llevó el botijo, el que murió por
causa mía». Y lloré. Dije: «A pies iré para Orán. No en tren, no en ómni
bus. A pies. Y a lo mejor vuelven los mensajeros a mi alma».
Un hombre de lentes, con barriga, pero no viejo, se paró y me habló.
Era gringo.
—Amigo. Te daría unos pesos. Te traería la chiripa, la vincha, el arco.
¿Dejarías que te saque una foto?
Nada le dije.
— No te enojes. Sos grande, fuerte, sos mataco puro. Sabrás que
hay una foto de Voyé en el Círculo.
Nada dije.
— Conociste a Voyé seguramente, aquel pobre enviciado de coca, el
que murió de un tiro robando una gallina. No fue grande, pero supo
alzar al hombro los durmientes del ferrocarril. Ahora su foto adorna el
comedor del Círculo Argentino, con la chiripa, la vincha, el arco, la fle
cha. Los ricos del pueblo comen allí, y lo miran. Los turistas comen
allí, y lo miran.
44 EISEJUAZ
Nada dije. Sonó la campana del franciscano.
— Saco muchas fotos. Yo te las mostraré.
Nada dije.
— Soy de aquí, de San Francisco; soy un franciscano.
Pero tenía pantalón gris, camisa gris, no el traje del franciscano. He
SARA GALLARDO 45
Esa vieja, esa sin ropas, la del pelo tan crecido me ha dicho:
— Ya no hago fuego. Sola estoy. Ya no hago fuego.
Porque yo había encendido un fuego con mi yesquero, y puesto sobre
la brasa una hoja y encima un sapo rococo grande como mi pie.
Le dije:
— Sin embargo conozco dos palos que son fuego. ¿No los conocés?
— Sí los conozco; ya no tengo fuerza para buscarlos; conozco también
esa piedra que es fuego, blanca y negra. Con un cachito de fierro viejo sale
el fuego.
— La conozco.
— Pero ya nada busco. Aquí me estoy. Busco de esa fruta, de esa raíz,
de ese gusano gordo.
Esa vieja mirando el fuego ha llorado.
— Es bueno el fuego.
Una pata del rococo y medio lomo arranqué. Se los di. Ha llorado.
Dijo:
—Era criatura allá en el monte, y me he perdido en el monte. Quieta
quedé. Oí silbidos: gente enemiga, tobas, chahuancos que juntan alga
rroba. Escondida, escuché. Sólo silbidos, y ninguna palabra. Tuve miedo:
señales para atacar, para incendiar allí donde están mis padres, para robar
a las mujeres. Escondida, espié. He visto dos serpientes, caminaban jun
tas, las más grandes que he visto. Silbaba una, y silbaba la otra, y cami
naban. Escondida, las seguí. Caminaban, entraron en una cueva y el final
de una cola sobraba afuera. Tan grandes eran.
Ha comido y lloró.
— ¿Qué haces por acá, solo, vos?
— Voy para Orán, a pedir consejo a un hombre anciano.
— ¿Cómo no vas por el camino?
— Conozco a camioneros, a gente que pasa, al del ómnibus, pero no
quiero hablar. Mi hijo trabajó en un obraje. Un quebracho le cayó encima.
Murió aplastado.
— Mujer, ¿por qué no vas al pueblo, a la misión? Allí hay paisanos,
hay fuego, casas de paja. No soy de allí pero puedo llevarte.
46 EISEJUAZ
— Ni ropa tengo. ¿Ves estas cosas? Fueron pechos, tuvieron leche. Ya
muerta estoy, terminada.
Así, hemos comido.
—Te doy esta camisa. Cuando vuelva de Orán te buscaré. Cuatro
camisas tuve, y ya me ves.
La camisa le llegaba al pie. Y se rió, aplaudió.
— Hombre que no se ríe, ¿a quién buscás en Orán?
—A Ayó, Vicente Aparicio, un hombre anciano.
— ¿Qué consejo querés? ¿Qué consejo te dio?
—Me dio, en el tiempo que tuve los sueños, un tiempo que ya pasó.
SARA GALLARDO 47
Vi dos vacas. La grande que entra a pelear. La chica en su debilidad
quiere esconderse. Tremendo animal la grande le hinca los cuernos, vuelve
a hincar, a atropellar. Aquel ruido, aquella lucha tal que asusta, y por miedo
subo a un cerro muy alto.
Desperté en la noche y aquel ruido sigue en mi corazón. He
despertado y el miedo me hace temblar. He despertado y llamo a mi
mujer.
— ¿Qué sueño he tenido?
— Por como es, hoy se va a cumplir. No tiembles más. Hoy se va a
cumplir.
Dice Eisejuaz:
En aquel día siete mujeres entraron en la casa mientras estaba en el
aserradero. Las manda esa vieja que peleó con mi madre en el monte, la
que perdió cuatro dientes, la del brazo quebrado. Entraron en la casa. Gol
pearon a mi mujer.
Y la esperan abajo, en la canilla del agua. Con piedras la golpean, la
hieren, la voltean. Mojada del agua, rotos los botijos, allí sangra en la
tierra. Allí la policía lleva a todas, la buena con las malas, la herida, la que
llora con las que insultan, la que piensa en mí con las que esperan
verme muerto. En la noche he encontrado mi casa vacía, sin fuego. Y en
la mañana soltaron a todas, la buena con las malas, sin justicia.
Ya nunca se sanó. No sanó mi compañera Quiyiye, Lucía Suárez,
ya no sanó. Su hombre a los quince de mi edad. Mi mujer a los trece. No
miró a otros. No tuvo hijos y lloró escondida. Tuvo conocimiento de las
cosas, supo de la vida humana, dijo: «¿Qué vamos a hacer?», cuando me
habló el Señor en el hotel, lavando las copas. No sanó. Fue hija de tobas
y matacos, mi compañera. Linda fue.
Allí vi toda cosa que viera en esos sueños. Mi patrón la mandó a Salta
a curar. Vi mi casa vacía. Me vi corriendo, Eisejuaz, Éste También, bus
cando. Viajando. Viniendo en bicicleta de Tartagal. Subiendo al ómni
bus, al tren. Buscando, Este También, por sitios nuevos, por calles, por
un pueblo. Salta era aquel pueblo, esas calles, aquel sido. Y aquel hombre
que me habló en el sueño salió del hospital y me habló. Buscando a mi
mujer, corriendo, trabajando en el aserradero.
No se curó. Uno dijo: es esto; otro: es aquello. La han operado, la han
tocado: es esto; aquello. Todo vendí por fin viajando, curándola. Esa bici
cleta, esa olla, las zapatillas, la manta. Y han traído a mi mujer de vuelta
para morir.
Entonces caminó, engordó, se rió.
48 EISEJUAZ
Pero tenía que morir.
En el suelo dormimos, sobre papel. Rompí mi ropa para secar
aquello que corría, aquel mal olor, y después papeles; y después ruda. Des
calzo me vi, desnudo en mi trabajo, sin pan. Grité al Señor: «Si levanté
un pecado contra vos hacémelo saber. Y si no ¿qué es esto?». Clamé al
último. No hubo contestación.
Dice Eisejuaz:
Dormido, sin cuidarla, en las noches me he visto. Sin cuidarla, cansado.
Una noche: «Eisejuaz, Eisejuaz». No me moví. «Eisejuaz.» Del
suelo me alcé.
Murió entonces. Ha muerto.
Murió, entonces, mi mujer.
He saltado por aquella barranca, golpeé la puerta del reverendo:
— ¿Cómo han sido estas cosas? ¿Por qué? ¿Cómo es?
— Por qué tienen que sufrir los mejores, no lo sabemos.
Dice Eisejuaz:
Allí quedé, en aquel campamento, sin cumplir mi venganza. Pudiendo
matar a cinco, a siete, a diez, y escapar al monte en la noche. Sin cum
plir venganza, en aquel campamento, de capataz quedé. Porque Eise
juaz no nació para esas cosas, comprado por el Señor antes de cambiar los
dientes. Y mis primeros dientes quedaron en el monte. Donde quedaron,
hablan por mí. Y los segundos dientes caminaron conmigo; volverán a la
tierra donde lo diga el Señor, el día que Él escribió sobre su labio, antes
de escupir a los mensajeros con su saliva, salidos de su boca para hablar
de Él.
SARA GALLARDO 49
no me duela, que no llore, que no diga ¿por qué? Y ese que se hace liviano
con el tiempo, ese palo que será poroso, que no pesa, que el sol no raja,
ese bueno para arzones, para bastos, cazazapallos.
»Y ese bueno para pilote cuadrado, para arantes, lapacho. Y ese fra-
gancioso roble, fraganciosa quina, fragancioso cedro. Ese urundel y ese
quebracho que arden, esa mora que no arde. Ese algarrobo que nunca se
gasta, que fue cama de carros, que es tablón de camiones, que es petiso,
que no pasa dos hombres. Y ese palosanto verde con perfume, duro como
piedra, amigo del fuego, que arde mojado. Curen, vengan, sanen, alimenten,
sostengan el corazón de Eisejuaz. Palos, ángeles de los palos, cada uno con
su sabor en la boca del leñador, cada uno con una palabra del Señor.»
Pasaban las luces de los autos y de los camiones, pero a nosotros no
nos veían. Y miré a la vieja que dormía al lado del fuego, respirando, y
dije al primer mensajero, que es el aire: «Angel primero, no descuelgues
tu hamaca, la que está sola en el corazón de Eisejuaz, hasta que pueda lle
gar y encontrar a los mensajeros de los bichos y curarme». Así dije al
primer mensajero, que es el aire.
Esa vieja se ha arrimado mucho al fuego buscando calor, y la camisa
se encendió en una punta. Le eché tierra y la pisé.
— No duermas tan cerca del fuego.
Despertó, vio la camisa quemada y ha gritado. Se la quitó y la tiró
al fuego. Hubo una llama grande y se quemó. La vieja quedó desnuda,
y lloró.
— Mujer sin seso, mujer estúpida, ¿qué has hecho?
Pero ella lloró. Yo apagué el fuego. Me fui.
Los chaqueños que despertaron cuando salió el sol eran tres. Uno me
vio, el que había cantado, y me invitó al fogón para comer. Nada pre
guntaron y nada hablé. Tenían los caballos abajo del algarrobo, lindos,
sanos. Nada preguntaron y nada hablé.
Comieron y comí.
Dinero llevaban en el cinto; no hablé. Enfermo me han visto, no pre
guntaron. Vi el agua buena que iba a caer sobre su campo, salida del jugo
de sus corazones; nada dije, me alegré.
— Adiós paisano, que se mejore, amigo.
— Adiós — les dije— . Gracias.
50 EISEJUAZ
En la bruta calor, caminé. Y llegando al ingenio, cerca de Orán, vi
al colla. Estaba a la orilla de la acequia, con sus mujeres y con sus hijos,
lavando las ropas, descansando de cortar caña, bañándose. Allí, como
aquellos pájaros en el estero, y los pescados que saltan en la red, como
aquellas arañas en la tela, tantos y tantas, el colla descamaba. Yo no miré.
Tuve miedo del colla, gente rara. Caminé despacio, con mi bastón, en esa
tarde.
SARA GALLARDO 51
Gritó una mujer, cerca ya la noche. Gritó, en una lengua que no
conozco, allí donde están las cañas cortadas del ingenio. El alma en
pena que corre por el monte revolviendo las plantas y los palos, que al
otro día se va a mirar y están sin huellas, grita en la noche como gritó
esa mujer llorando fuerte, bramando. Yo me levanté para mirar. Lloraba
sentada en la tierra, pasando las manos por su cabeza. Y estaba trasqui
lada, la cabeza entera desde la frente.
Allí apareció aquel hombre amigo del Señor, con el olor del pobre y
del cansado, el que vive en los puros huesos. Y quiso consolarla. Vi las
lágrimas en los ojos de él cuando regañó a todas en una lengua que no
conozco, a ella y a las otras que allí se lamentaban, todas de la gente orgu-
llosa de los chiriguanos, menos el hombre, que es gringo.
Bramaba la mujer, llorando fuerte, pasándose las manos por la cabeza.
El hombre después me miró. Y yo lo miré. Me miró y yo lo miré.
Se fue a las casas del ingenio. Yo lo seguí.
Entonces vi esa iglesia que el hombre rico hizo para el Señor en el
ingenio. Y tuve miedo de esas casas y de esas calles. Y me senté cerca de
las cañas grandes. Y esperé.
Apareció el hombre mensajero del Señor y me miró.
— Necesita comida, hijo. No ha comido.
Me hablaba en español. Nada dije. Solo había tomado agua en esos
días.
— Venga a comer.
Vestía la ropa grande de los franciscanos, pero bastante rota. Y dijo
a unas muchachas que me sirvieran de comer. Una le contestó con mal
modo. Supe lo que dijo, aunque no conozco su lengua. Fue:
— No sirvo a matacos.
Porque el hombre mensajero del Señor se enojó y dijo en español:
—Yo, sí. Con mis propias manos sirvo a mis hermanos.
Se levantó ese hombre cansado, buscó de comer en la cocina y me
lo trajo. La muchacha de los chiriguanos puso la boca en trompa y se fue
a encerrar. Las otras tuvieron miedo, pero pensaban como ella. El hom
bre de los franciscanos las mandó a dormir en otra casa, donde dormían.
52 EISEJUAZ
Y se fueron enojadas. Y de ellas solamente una criatura con los primeros
dientes, la del ojo enfermo, no tuvo pensamientos de desprecio por mí.
Entonces subió la luna y la vimos desde el patio mientras yo comía.
— Aquí todo era monte. ¿Oíste hablar del cacique Tatú Caru,
Quirquincho Tragón, chiriguano fuerte, aficionado a comer? Fuimos ami
gos. Era un gran jefe. Aquí está la escuela que hicimos con él, aquí viven
sus gentes, sus familias, en casas hechas por nuestras manos, aquí somos
felices.
Le dije:
— He visto un camino que sale de tu corazón. ¿Qué es?
Dijo:
— ¿Ya terminó de comer?
— He terminado de comer.
Ese hombre cansado me dejó dormir en el patio y se fue a dormir.
Y cuando era noche todavía ya lo vi en la iglesia, prendiendo las velas. Y
miré aquella iglesia que hizo en el tiempo viejo el hombre rico para el
Señor. Pero dije:
— He visto un camino que sale de tu corazón. ¿Qué es?
Me dijo:
— Nos echan de aquí. Necesitan la tierra para plantar caña. Pero es
mejor así.
Le dije:
— He visto un pozo de agua que sale de tu corazón. ¿Qué es?
Dijo:
— El día que tengamos un motor para sacar agua de aquel terreno
al que vamos, entonces podremos irnos, los chicos, las escuelas, las
casas, las mujeres, los hombres, y los viejos.
Caminé por ese camino que va desde el ingenio hasta Orán. Y allá
pensé en las dos serpientes. Silbaban fuerte, eran felices. Eisejuaz va calla
do, solo, y con dolor. Desde el ingenio hasta Orán, agachado, con aquel
bastón.
SARA GALLARDO 53
Un hombre espera el ómnibus que va desde el ingenio hasta Orán.
Se reía solo. Me miró, y yo lo miré. Quedó serio. Yo me senté en la zanja.
Pero pasaban esos camiones grandes del ingenio, como casas cargadas
de caña, y no venía ningún ómnibus. Ese hombre malvado esperó el ómni
bus. Y vino el ómnibus, y ese hombre se fue con su valijita.
Caminé por el camino que va desde el ingenio hasta Orán.
Y una nube que era verde como la lengua que ningún ojo puede ver
se levantó por encima de la ciudad. No dijo ninguna palabra Se levantó
por encima de la ciudad y allí estuvo, hablando a mi corazón sin mensa
jeros. Y supe que Ayó seguía vivo y que lo encontraría.
Las calles estaban rotas y abiertas hasta las venas que llevan el agua de
las ciudades, y así me recibió la ciudad de Orán, así que dije: «Rómpase
mi superficie, mi cáscara, mi corteza, para que pueda beber del agua de
los mensajeros, que brota desde el centro del corazón». Allí los hombres
trabajaban y golpeaban el suelo de las calles. Y los caños del agua, que
deben ser secretos, se veían.
Pero la nube se esfumó delante de mi vista, y nada quedó sobre el
cielo de esa ciudad de Orán. Yo caminé hasta la casa de Aparicio.
Nada dijo de mi bastón ni de mi aspecto ni de mi desnudez. Me
vio parado en la calle, habló a su mujer, y salió a la calle. Y caminamos en
la bruta calor.
Ayó, Tigre, Vicente Aparicio, el hombre anciano. Y yo, Eisejuaz, Éste
También, el comprado por el Señor.
— ¿A dónde se han ido todos esos que recibiste?
— ¿A dónde? No sé.
— Los mensajeros de la sangre caliente y de la sangre fría. ¿A
dónde?
— No sé.
En la bruta calor, llegamos a un lugar donde hay algunos árboles, y nos
sentamos para esperar la noche. Cuando vino la noche busqué en mi pan
talón unas semillas de cevil y se las di. Él se quitó un zapato y las puso aden
tro. Buscamos una piedra, un fierro, y encontramos un pedazo de la calle
rota, un cacho de piedra. Y molió las semillas de cevil. Mezcló ese polvo
con el tabaco. Y armó un cigarrillo. Y me miró, pero yo ya no tenía mi yes
quero. Entonces encendió el cigarrillo. Su alma salió de recorrida. Cantó:
«¿De qué vale la baya, la algarroba del mes de abril? Ya perdió el gusto,
ya perdió suavidad, pero ella no eligió la hora de su vida. Debe cum
plir. Debe ser molida, alimentar al hombre. Debe caer y sembrarse. Debe
cumplir.
54 EISEJUAZ
»¿De qué vale el hormiguero que quedó en el desmonte, donde la tie
rra es negra, donde pondrán la caña? ¿De qué vale? La hormiga mira lejos
y ve negro. Mira cerca y ve negro. No hay hojas, no hay pastos. Debe cum
plir. No eligió la hora de su vida. No eligió su lugar.
»No eligió. No eligió. Debe cumplir. Oh, no eligió. Debe cumplir.
»Se ha dicho: esos chiriguanos ofrecieron mistol, algarroba. Devol
vieron favores. Esos matacos dejados, torpes, brutos, pidieron vino, pidie
ron alcohol, sólo saben pedir.
»No eligió. No eligió. Debe cumplir. No eligió.»
He fumado con él, mi alma salió de recorrida, cantó:
«En el centro de la tierra está el viborón. Enrosca las raíces del monte.
Duerme con ellas. Nadie eligió, oh no, nadie eligió. Ha caído el monte,
han muerto los palos, nadie eligió, oh no, nadie eligió, nadie eligió.
Sólo ya los palos cantan para Eisejuaz, sólo el aire. Hay que cumplir.»
Ha cantado Ayó, su alma que fue de recorrida:
«He visto las últimas mujeres que baten el barro, y amasan, vuel
ven a amasar y forman el botijo, ese que suena como la campana del
gringo, ese redondo como la mujer y el hijo. Y ese alto con tres pan
zas. Y ese chiquito que lleva el agua al monte. Forman el botijo, y tan
tos hombres van y compran tarros, van y buscan latas. Pero ellas tienen
que amasar, tienen que hacer el botijo hermoso, que suene como la cam
pana del gringo. No eligió la hora de su vida, no eligió, oh no eligió;
debe cumplir.
»No lloremos si nuestro tiempo terminó.
»No lloremos ¿y para qué llorar?
«Morimos juntos: el tigre, el monte, los ríos sueltos como pelos del
Señor, y nosotros.»
Paró un auto y han gritado:
— ¡Flor de borrachera! ¡Dejen dormir!
Entonces quedamos callados. Ayó me agarró la mano. Sopló aden
tro de mi boca. Puso de su saliva sobre mi lengua. Caminamos después
volviendo para su casa, y pasamos por las calles abiertas de esa dudad, sin
obreros porque era de noche.
Estaba mareado todavía ese hombre anciano, y nos sentamos en la
calle.
Después me dijo:
— Hijo Eisejuaz, cuando entregues las manos ya será otra cosa. El
Señor no te ve bien así de solo; vas a perder la sed cuando entregues las
manos.
SARA GALLARDO 55
Y vi a ese hombre que había esperado el ómnibus con la valijita; allí
entraba en un hotel. Y también me vio.
La mujer de Ayó, que es gringa alemana, había preparado la comida.
—No quiero comer hoy — he dicho— . Tengo hambre, pero no he
de comer.
— Mañana vas a comer.
Tuve hambre y me senté con ellos y no comí. Y llegó una de sus hijas,
que son enteramente blancas y trabajan como sirvientas en la ciudad.
Comió con ellos, y todos estuvieron alegres.
56 EISEJUAZ
Me aburrí de ser bueno. Me cansé de preguntar al Señor.
Volví cerca de la canilla del agua, y esperé. Pero las mujeres pasan
siempre en grupos. Me escondí y esperé. La Mauricia pasó con su botijo
y la arrastré. Cada día se escapó después para encontrarme, temblando
por el miedo al marido, a veces temprano y a veces tarde, a aquel lugar
que yo conozco. A veces temprano y a veces tarde, y temblando por el
miedo al marido. En la casa que hice por mi mano, para vivir con mi
mujer, en la misión del gringo noruego vive con su marido. Y la lluvia le
entra por el techo. Tres años duran esos techos. No han cortado la paja,
no han arreglado el techo, no han pensado en buscarla. Hombre el
suyo, capataz ahora, que siempre sirvió de poco.
Iba también al almacén de Gómez, y a otro almacén de un gallego
que hay cerca de la casa donde aquel hombre degolló a su mujer. Y tomaba
burritos. No tenía casa, ni quería tenerla. Tomaba esos burritos y me que
daba dormido en el borde del camino, y no me cuidaba de víboras ni de
nada. Tomaba, y me iba saliendo del pueblo. No tenía ganas de comer,
ni me ocupaba de comer.
Me levantaba en el borde del camino, y me iba para el aserradero
sin lavarme, sin sacarme la tierra de encima. Y me había vuelto flojo para
el trabajo, como son los paisanos, que no tienen nunca para comer.
Puse mi sueldo una noche en un tablón de la casa del hombre joven, y
después volví en la misma noche y lo saqué. Y ese dinero lo apreté bien,
y lo enterré. Y allí se habrá podrido. Y lloré.
Iba a la estación del tren y miraba a la gente. Miraba a los paisanos,
a las mujeres con las cosas para vender, o sin nada. A las muchachas enfer
mas de andar con los hombres. Esa que se ha puesto pantalones y
nunca peinó su cabeza, y que se va a morir. Miraba. Nada le pedía al Señor,
ni le hablaba, ni tampoco oía su voz.
Muy bajo estaba el cielo en esos días y esos meses, como una nube
por encima del pueblo y del monte. Mis orejas no oían la voz que dice:
«Vayan al cine», ni la voz de nadie, ni tampoco el ruido de la caldera, ni
tampoco ningún motor de camiones, ni sierras del aserradero, ni tam
poco la campana del franciscano, ni el tractor del inglés, ni cómo saluda
SARA GALLARDO 57
el chaquefio cuando llega del campo, ni tampoco en los días domingo
el coro del noruego que sale por la puerta.
Maurida, la muchadia que siempre sufrió de envidia por causa de la
bicideta y también porque tuvimos olla, y más que nada porque su her
mana tuvo mayor conocimiento de las cosas, venía y se burlaba.
— ¿Y dónde tenés casa o bicicleta? ¿Dónde la olla para cocinar?
Yo no hablaba. Ella venía temblando. Se iba apurada, temblando por
el miedo.
«Sos la peor de todas. Ni buena ni mala. No sabés odiar, ni querer.
Sin corazón, sin nada; de todas, la peor» Y se enojaba, no venía, esa mucha
cha linda. Y al tercero, cuarto día venía otra vez. Yo estaba en d alma
cén. Volvía a irse escondida, corriendo. Yo miraba las hudlas. De nuevo
aparecía al otro día. La esperaba. Y a veces la cazaba por ahí, cuando no
me esperaba.
Don Pedro me llamó. Su señora allí, cuidando las flores que tiene
dentro de las piezas, limpiándolas con cepillo y con jabón.
—Ahora sí dirán que el paisano no tiene arreglo. Que no hay reme
dio para él ni compostura. Ni el mejor aguantó, van a decir. Espero
cada día que dejes de beber.
58 EISEJUAZ
Atrás del almacén del gallego he pasado muchas horas durmiendo
por el alcohol abajo de un árbol, el sábado y el domingo, y ya era la tarde.
Dormía y oía voces; dormía y oía silencio. Muchas horas pasé durmiendo.
Y desperté.
Cerca, aquel viejo que rengueaba por causa de la flecha que le
entró en la nalga cuando era chico. Me vio despertar, y esperó. Nada no
le hablé.
Me habló:
— He venido a pedirte una cosa.
No hablé. Dijo otra vez: «A pedirte una cosa».
Nada hablé.
— Me dijiste: no pasarán treinta días sin que el Señor te castigue.
No hablé.
— Vengo a pedirte que pares el castigo.
Nada dije. Ese viejo se quedó mirándome.
— Dejame, ahora. Ese castigo no te puede venir. Yo no tenía la fuerza
del Señor.
Ese viejo:
— Castigado estoy. Vengo a pedirte que pares el castigo.
El viejo se ha pasado las manos por la cara. Muchas veces. Se pasaba
las manos por la cara. Me miraba.
—Andate de acá, pues. No tengo dos palabras.
Ese viejo no se movió. Siempre mirándome.
Entonces me levanté, enojado. Me fui. Ese viejo detrás de mí, con su
renguera.
— Vejo, te voy a golpear. Dejame tranquilo.
Ese viejo quedó callado.
Seguí caminando. Me ha vuelto a seguir.
— ¿Qué querés de mí, vos?
— Que pares tu castigo.
— Te dije que ese castigo no viene de mí. Yo no tenía la fuerza del
Señor.
— Ese castigo me ha venido. Te pido que lo pares.
SARA GALLARDO 59
— Viejo, no tengo dos palabras. No tengo paciencia.
Caminé de nuevo, y ese hombre atrás de mí.
Levanté la mano para mostrarle enojo. Se tapó la cabeza.
Me miró.
—¿No comprendés lo que te hablo? ¿No tenés orejas para oír? Fue con
la lengua sola. No tenía la fuerza del Señor. Ese castigo no viene de mí.
— ¿Tenés ahora la fuerza del Señor?
—Tengo el corazón seco y también ciego; sordo también para pedir.
El viejo se tapó la cara con las manos, se pasó las manos por la cabeza.
— Hombre grande, escuchá mi pedido.
— Dejame.
— Escuchá mi pedido.
— ¿Qué querés?
— Mi hija ya se acaba en el hospital. Vení conmigo. Hacela sanar.
Le dije;
— Yo no vuelvo allí. No pisaré ese hospital. No me he acercado a
ese hospital desde un día que sé.
El viejo se pasó las manos por la cabeza, y allí donde he ido, allí me
ha seguido. Entonces fui con él a ese hospital que conozco muy bien, hasta
la sala de las mujeres.
La enfermera vieja, Margarita, a la hija del viejo:
—Andate a reventar a otra parte.
La hija, de odio años. Ya sin aire.
El viejo con la cabeza baja. No levantó el ojo del suelo. Y miré a la
vieja. Ella me vio. Dijo:
— San José purísimo, San Antonio bendito querrán mejorar a esa
nena. La Virgen sabe cuánto me aflijo por mis enfermos. ¿Cómo le va,
Vega? ¿Es pariente suya?
He seguido mirándola. Sacó del pecho tantas medallas, las ha besado.
— Santos del cielo que conocen mi alma afligida; cuánto me apeno
por mis enfermos. Veinte años en este hospital, veinte años que no vivo
de aflicción. Rezando noche y día por mis enfermítos.
La he mirado aún:
—Y los paisanos... — lia dicho.
Pero no habló ya; se fue apurada.
La hija del viejo con la respiración comida como tantos paisanos de
nosotros. Ya se estaba muriendo.
— Eso que le oíste decir a esa mujer vas a contárselo al doctor.
Pero el viejo tenía miedo.
60 EISEJUAZ
—Así nos tratan por causa de ese miedo. Así nos morimos.
— Cúrame a mi hija.
— No puedo curar.
— Hombre grande, retirá tu castigo. Te lo pagaré.
— No es mi castigo. Ya te lo dije.
— Buscá la fuerza del Señor, llamala.
— No tengo, no puedo hacer nada. Dejame ya, che.
Quiso agarrarme la mano. Yo lo empujé. Se ha caído al lado de la
cama, y la hija abrió los ojos y ha mirado.
Yo me fui. He visto un frasco de alcohol en la bandeja de la enfer
mera y lo llevé. Ese viejo me ha seguido. Fue a agarrarme de una pierna
y lo empujé. Quedó en el suelo, ese viejo.
Y fui a un lugar que conozco y allí me eché a tomar ese alcohol. Y ha
venido la noche.
Ha venido la noche con tanta oscuridad allí. Tanta negrura que bajaba
y se estiraba, y también crecía. Tanta oscuridad en ese calor. Se me cortó
el aire del pecho. No entraba ni salía. Quise gritar, y no tuve voz. Ya el pri
mer mensajero se había retirado, se cortó. Me he puesto de pie, y no entró,
ni salió. Agarré mi cogote y el aire no salió, ni vino. Me he caído con la
rodilla al suelo. Con la cara en el suelo. Todos esos ruidos que no oí, la
voz que dice vayan al cine, ese ruido de la caldera y ese de las sierras del
aserradero y también la campana del gringo, y también todos los men
sajeros de los bichos que habían vuelto, gritaron todos, han gritado todos
en mis orejas. He movido los brazos. Gritaron todos. Palabras que no
entendí. El aire, comido. Ya cortado. La lengua colgando afuera. Pegada
en la tierra del suelo, esa lengua. Esa nariz, sin aire. Ya se termina Eisejuaz,
Éste También.
Y el primer mensajero miró de nuevo. Dijo: veremos.
Los mensajeros de los bichos y las otras voces gritaban, todos grita
ban todavía sus palabras que no entendí.
Ha vuelto despacio, metió un dedo por mi boca. Ha entrado des
pacio, abriendo las respiraciones, esas de los brazos muertos, esas de los
pies, las piezas cosidas, ya selladas en el cuerpo de Eisejuaz, cerradas, ha
llevado su viento por todos los rincones. Gritó él también, ese primer
mensajero, despegó cada tripa pegada a otra tripa, ventiló ese corazón,
todo su viento ha soplado, ha crecido y ha sanado.
Me he levantado sobre mis pies y la humedad volvió a mi lengua. He
caminado por esa noche tan enteramente oscura. He visto el hospital. He
entrado. El guardia dijo:
SARA GALLARDO 61
— No se puede entrar.
Pero yo lo miré. Tuvo miedo.
Entré por ese hospital y fui a la sala de mujeres en esa poca luz. Y en
su cama la hija del viejo estaba bien. Ella dormía y respiraba.
Así curé esa noche a la hija del viejo, sin querer y sin rogar.
El viejo no comprendió estas cosas. El viejo pensó que la Margarita
con sus medallas ha curado a su hija, por temor de oírnos contar la mal
dad que salió de su boca.
Y el odio que tuvo ese viejo contra mí lo hizo buscar cada día
muerte.
62 EISEJUAZ
A G U A QUE CORRE
Como estuve curado me sentaba y miraba.
Me sentaba y pensaba cómo la vieja habló de dos serpientes juntas, y
cómo el hombre santo de los franciscanos dijo: un animal demasiado soli
tario se come a sí mismo, y cómo Ayó, Vicente Aparicio, el hombre anciano,
dijo: cuando entregues las manos perderás la sed.
Trabajaba en el aserradero y don Pedro estaba satisfecho otra vez. Dijo
su mujer: «Mi marido le habló y él se corrigió».
Yo no pensaba en esas cosas. No dije: «Curé a la hija del viejo y me
curé». Trabajaba y decía al espíritu que me habita: ¿Cuál es tu nombre?
Una mañana ha venido Pocho Zavalía, Yadí, por el fondo del ase
rradero. «¿Tenés algo de mora? ¿Algo de cedro?» Le di un cacho de mora
bueno para tenedores de mango largo, que no se queman, y fui a buscar
cedro que había atrás del galpón.
Vino allí un cambio de la luz.
En ese cambio de la luz vi a uno, parado, que me miraba. Era alto y
enteramente serio. Le dije:
— ¿Quién sos?
— Mirame bien para que me conozcas.
Y le dije otra vez:
— ¿Quién sos, señor?
— Soy ese espíritu que te fue dado.
— ¿Cuál es tu nombre, para que te sirva, para que sirvamos?
Y dijo ese alto en el cambio de la luz:
— Mi nombre es Agua Que Corre.
Y se fue.
He llevado aquel pedazo de cedro a Yadí, y volví a trabajar. Dije al
espíritu que me habita, ese que soy yo, Éste También, ese a quien debo
servir y llevar hasta el final del camino, ese que volará junto al primer men
sajero y quedará libre:
—Ahora sé. He comprendido las palabras que oí. Vendrá uno que
me mande el Señor. Y a ése entregaré mis manos. Yo seré cumplido de ese
modo. Y él será cumplido aceptándolas. Bueno. He dicho que bueno. Ya
lo sé. Digo que bueno.
SARA GALLARDO 65
Salí de allí y la Mauricia me estaba esperando.
— Hoy no te quiero ver.
Se echaba al suelo y abría las piernas. Pensé: «¿No querrá el Señor
mandarme otra compañera?». Pero compañera ya había tenido, y no había
más compañera para mí. Fui al suelo como ella quería y le dije:
— Ya pronto se acabará esto de vernos. Hoy conocí al espíritu que
guardo, y ahora mi vida va a cambiar.
Ella no dijo nada. Y ha dicho: «¿Si tengo un hijo de vos?».
— El hijo es del padre que lo cría. Yo no tengo hijos en esta derra.
Esa muchacha linda que no sabe querer ha dicho:
— Si mi hombre se muere podrás volver a la misión, a ser capataz;
acabarían las peleas allí. Sé cómo hacerlo morir. El reverendo nos casará.
Todos los días y todas las noches haremos sin miedo esto que hacemos
escondidos.
Le he dicho:
—Ya te dije que esto va a cambiar. No volveré a la misión. Muchas
cosas terminaron ya.
— Ser capataz es bueno, te obedecen.
— Ser capataz es una guerra y tu marido no sirve para eso. Yo sirvo,
porque soy jefe. Pero no he nacido para ser jefe. Puedo arreglar las cosas
de mi gente, y no he nacido para arreglar las cosas de mi gente.
Esa muchacha dijo:
— Probemos otra vez.
Le dije:
— Fue la última vez. Ahora me tengo que ir.
Bajé a un lugar, lejos de allí, tomé barro del suelo y me cubrí el cuerpo
con él. Barro blanco en todo el cuerpo, y barro colorado en el pecho. Me
cubrí con él y estuve así. Me puse de pie y canté al espíritu que me fue
dado:
— Agua Que Corre baja y lava, ataca, salta, empuja. Agua Que Corre
riega, alimenta, destruye, se alegra. No puede pensar ni remansar, no puede
sonreír, no puede dormir. No puede volver. Agua Que Corre topa, dis
para, se levanta, conduce, apura y rompe. Yo te vi, yo te vi, yo te vi. Yo
te llevo, Eisejuaz, Agua Que Corre, para cumplir.
Caminé por el monte y llegué al Bermejo. Me bañé en ese río trai
cionero hasta que el barro se salió y quedé lavado. Y cuando estuve seco
me vestí.
Así trabajé todo ese año en el aserradero. Y cuando ese año se cum
plió bajé al aserradero y dije a don Pedro:
66 EISEJUAZ
— No voy a trabajar más, don Pedro.
Me preguntó por qué, se afligió, pero yo no podía explicar. Me
dijo: «¿No hiciste nada malo? ¿No querrás escapar? ¿Tenés un trabajo
mejor?». Sabiendo que no había por allí ningún trabajo mejor.
Dejé de trabajar. Y me había hecho una casa de paja colorada bien
atrás de las vías del tren. Y volví a pescar, a hacer changas, preparándome.
Y pasé dos años preparándome, hablando con el Señor, esperando el día
escrito por él, la llegada de aquel que me anunciaron, ése a quien debía
entregar las manos. Y comiendo, durmiendo, pasé cada día, así como la
raza de los hombres los pasa en esta tierra, que es esperando.
SARA GALLARDO 67
PAQUI
Paqui habló solo. Y lo oí, sentado afuera de la casa.
— Hijo de perros, bestia hedionda, ¿quién te creés que soy? Mataco
inmundo, vagabundo, por los caminos sin camisa, con un palo en la mano.
Salvaje. Pobre corazón, pobre Paqui viejo querido, cómo te ves, dónde
quedaste. Y aquel traje de hilo, ah viejo llorón hablando de tus hijos, cobrá-
selo a tu abuela, viejo llorón. Y el traje marrón cruzado, con chaleco rayado.
¿Por qué tienen que llamarme traidor ustedes, hijos de ratas, si no
quedó ninguno para contar la historia? Paqui, Paqui querido; mataco hijo
de mil perros.
Entré, me senté cerca del fuego. Y lo miré.
Lo miré, pero él cerró los ojos. Y creyó que pensé que dormía. Me
senté cerca del fuego y allí estuve, mirándolo. Estuve allí desde que el sol
vino en la mañana hasta que llegó el final de la tarde, así como se espera
el pescado en el borde del río. Y en esa hora Paqui dijo: uuuuy. Se que
jaba. Pero yo nada dije, ni me moví.
Y él: Uuuuy.
Pero no hablé.
— No comés nunca, che mataco.
Y abrió los ojos. Y me miró.
Yo pensé: «¿Cómo es que me vio sin camisa, con aquel bastón?».
Y también: «Sé quién es».
Dije:
— Sé quién sos. Vos subiste en el ómnibus en el camino que va del
ingenio hasta Orán. Vos te reías solo. Yo te vi. Entraste en un hotel, te vi.
Cerró los ojos otra vez, como si durmiera otra vez. Y le dije:
— Sé ahora qué era aquello que llevabas en esa valijita. Sé por qué te
reías solo en el camino.
Pero no abrió los ojos.
Grité:
— Uevabas el pelo de esa mujer, y de otras mujeres que emborrachaste
en el ingenio. Vos lo vendés en las peluquerías de Salta. Vos sos una rata.
Me paré, y la rabia vino con su temblor desde el pie hasta la cabeza, y
me borró la vista. Ya no vi la casa hecha por mis manos. Ni vi nada. Allí
SARA GALLARDO 71
parado soporté esa rabia tan grande que no se me pasaba. Y las manos
me crujían. Los dientes me golpeaban. Esa rabia subió y me hinchó el
pescuezo. Golpeaba en cada lado del pescuezo para hacerlo reventar. Borró
la luz delante de mí. Pero allí parado la aguanté. Ella entonces volvió para
atrás y entró en mi corazón. Ese corazón pesó como las piedras. Ya pude
ver las cosas de la tarde y el humo que subía, ya pude respirar, ya me moví.
El corazón con ese peso tan pesado caminó, pero con lucha todavía. Allí
me senté al lado del fuego y puse una lata con agua y dos patas de vaca
sobre el fuego. No encima de las brasas; encima de unos alambres que trencé
y crucé en los años que trabajaba en el aserradero. Y allí puse la lata para
que el alimento se haga doble: sopa y comida. Pero las manos no querían
servirme por causa de la rabia. Y cuando la comida estuvo lista, no qui
sieron moverse ni alimentar a Paqui. Yo oré al Señor: «Son tuyas. ¿No me
las pediste para servir a este hombre, que no se vale? Préstales de tu fuerza».
Me oyó. Las manos cumplieron, no con mi fuerza.
Comió, apoyado en el poste de la casa. Yo comí después, y cubrí con
la ceniza toda brasa para que el fuego no nos falte.
Allí vomitó Paqui la comida.
De nuevo lo serví limpiándole, sacándole la ropa. Envolviéndolo en
papeles de diarios. Lavando esa ropa. Poniéndola a secar.
Mi lengua no quería hablarle. Ni mi corazón quererlo. Y probé de ser
fiel al pedido del Señor, que pedía las manos pero también el corazón. Y
hablé:
— ¿Tuviste un traje blanco y otro marrón rayado?
— Sí.
— ¿Dónde están esas ropas ahora?
—No sé. En Rosario, en la calle España. O las habrán robado.
— Cuatro camisas tuve en un tiempo, y ninguna me quedó. Ahora
tengo dos: una azul que ves, y ésta que es blanca. No conozco la ciudad
de Rosario.
— ¡Qué vas a conocer!
— Hombre flojo y estúpido, sólo importa conocer una cosa, y no la
conocés. ¿De qué podrías enorgullecerte?
— ¿Qué cosa sería, señor profesor?
Y no le contesté.
Vi la voz del Señor pintada y saltando en todos los lugares, brillando
y siempre tapada, cantando y siempre callada, en todas partes esa
misma voz de ese que es solo, no nació nunca ni nunca morirá. Y vi los
mensajeros de esa voz por todas partes, como los pescados en la red y las
72 EISEJUAZ
arañas en la tela, saltando y apretándose en su orden por todo el mundo,
sosteniéndolo. Y vi a ése de quien soy el cuerpo, Agua Que Corre, espe
rando mi cumplimiento para quedar libre y para brillar. Y vi a Eisejuaz,
Éste También, el comprado por el Señor, que empezaba el último tramo
de su camino. Levanté los brazos pero no canté, nada dije, sólo respiré
para que el primer mensajero trajera y llevara a los mensajeros del Señor
con libertad por adentro de mí.
Me miraba pero no habló. Nada dijo. Miraba.
Quiso burlarse, pero tuvo miedo de mí.
SARA GALLARDO 73
Alegre, tuve este pensamiento en el día: «Dejaré esto y me iré al monte.
Nadie recordará el nombre de Eisejuaz». Alegre, me reí. «Serviré a mis
hermanos del monte, que ya se mueren, Eisejuaz no nació para estas
cosas.»
Pero también: «¿Qué árbol te esconderá del Señor?».
Y dejé aquel pensamiento. El pensamiento que era alegre.
Atendí a aquel hombre cada día sin darle amistad y sin pedirla,
pero oía en mi oreja: «El Señor no está contento de vos». «Buscaré una
amistad entonces; compraré vino.»
Bajé al pueblo con la carretilla de carbón; pero ya otros habían ven
dido su carbón antes que yo. Nadie necesitaba mi carbón. Nadie me lo
pidió. Doña Eulalia en el hotel no lo necesitó, y en el Círculo ya habían
cerrado la parrilla. Hasta la tarde anduve con él y nadie me lo compró.
Una señora lo quiso después y me pagó de menos viendo que no era fácil
para mí venderlo. Y compré vino para abrir el corazón de Paqui y bus
car una hermandad.
Ya esa calor tan grande bajaba con la tarde y lo saqué arrastrando la
hamaca, a recostarlo en un incienso que hay ahí.
— Traje vino. Para que te alegres.
Se aiegró.
Comimos entonces y bebimos, y Paqui me quiso abrir su corazón.
— No sabés quién es este que vive en tu casa, cuánto ha vivido, qué
aventuras corrió. En el puerto de Rosario este que ves subió a un barco
para divertirse con los oficiales. Allí subieron mujeres; nunca te imagina
rás. Allí atamos a una, dejame que me ría, la sujetamos entre todos, nunca
te imaginarás. Con una vela encendida, dejame que me ría, dejame que
me muera de la risa, no pudo trabajar por meses. Ay, que me enfermo.
A veces me enfermo de la risa.
»No sabés quién es este que vive en tu casa, este que te habla como
un igual, éste que ves pobre y desvalido, pobre Paqui viejo querido. No
sabés quién es.
»No sabés cuántos viajes por tierra, por auto, por tren, por autobús,
cuántos hoteles, cuánta venta, jabones de tocador, amigo, no sabés.
»No sabés quién es éste, quién lo ha visto y quién lo ve, Paqui viejc
querido.
»Quién lo ha visto bailar y llevar el compás, zapato lustrado, vivir
como un rey.
74 EISEJUAZ
»Las mujeres lo han visto y se han hiuerto por él, pobre viejo querido.
Y él, el gran rey, el gran señor, el gran duque y que las mujeres engañen a
otros. Paqui las conoce bien. Ha entrado en las peluquerías de Salta a ven
der sus trenzas y sus copetes y las ha visto, feas, chanchas todas con la cabeza
en el tanque de metal. Ay que me enfermo, a veces me enfermo de la risa.
»Este que te habla como un igual sabe cómo tratarlas. «Salí de acá
—les digo— . Ese pelo es ajeno, a mí no me engañás, recién despiojado
está para más datos.» Echa su manotón el gran señor, el pelo cae, qué cara
ponen, los muchachos gritan de la risa, a veces me enfermo de la risa.
»Te gusta esa morocha, la sucia, la que escupe, pero si fueras Paqui
sabrías qué son mujeres de verdad, qué son hombres, qué es la vida, qué
es la ciudad, qué es la grandeza y la risa, pobre salvajón, no sabés quién te
habla, aquí estoy yo, pobre viejo querido, quién te vio y te ve, pobre viejo
de mi alma, saludos de mi parte y llámenle traidor a su abuela.
Ha llorado después de tanta risa. Lloró por su valija. Su valijín que le
han robado. Allí donde lo alcé, allí en el barro estaba, dijo.
— Prometeme que lo buscarás. Nada tengo más que esas cosas.
Y lloró. Le di promesa de buscarlo. Esas cosas que tanto necesita le
dije que encontraré. Sus manos soy, sus piernas porque el Señor lo quiso.
La noche sin embargo pasé afuera de la casa donde él dormía, por
que abierto su corazón con el vino, peor me resultó. Menos lo quise. Mayor
enemistad sentí.
SARA GALLARDO 75
— Es importante y se va a perder y no podré seguir viviendo.
— ¿Qué guardabas allí?
— Ninguna cosa para ser explicada.
Y gritó más.
Esperé los días que hubo que esperar hasta que aquel camionero vol
vió al pueblo. Y íui a hablarlo allí donde estaba.
— ¿Qué valija? — ha dicho. Y ha dicho otra vez— : ¿Qué valija, Vega?
Y durante dos días no recordó qué valija era ésa.
Bajé al almacén de Gómez y me paré en la puerta sin hablar.
— ¿Viste a Galuzzo, Vega?
Nada no contesté.
Aquel hombre pasó por allí esa tarde y me ha visto.
— Paisano — ha dicho— . Ahora sé de qué hablabas. Pregúntale a mi
hermano, pero no digas valija sino valijín.
Busqué al hermano, que riene otro camión, y lo encontré en el ase
rradero.
— Vengo a hablarte de un valijín. El hombre que encontré enfermo
en el barro perdió su valijín en aquel día, y lo necesita. He sabido que tenés
una respuesta para mí.
Aquel hombre traía una carga muy grande de palos en su camión. Se
ha dado vuelta y me ha mirado.
— Vega, ¿trabajas de nuevo en el aserradero?
— Ya no trabajo aquí. He venido a pedirte una respuesta.
— ¿Y qué quiere ese hombre de ese valijín?
Dije:
— No apoyes la mano ahí.
La víbora salió de los troncos, cargada con su veneno, bajó con enojo,
con miedo, la golpearon, la han muerto, la vi delante de mis pies cami
nando en la muerte y ya quieta, pregunté al Señor: «¿Quién es ésta?».
— ¿Cómo la viste?
— No la vi. El que es ojo abierto me la mostró antes que saliera.
— En el hotel de la viuda flaca, donde yo duermo, está el valijín que
andas buscando. Ella lo guarda en su ropero. Andá y decile que Galuzzo
el rubio te manda.
He ido a aquel hotel, que está cerca de la estación del tren. La viuda
me dio el valijín de Paqui, aquel que vi en su mano cuando tomó el ómni
bus, en el camino de Orán, aquel donde llevaba el pelo de la mujer que
vi llorar.
Caminé para volver a mi casa y una mujer me dijo:
76 EISEJUAZ
—Ha muerto la muchacha que se ponía pantalones, esa que se paraba
en la estación del tren.
Caminé para volver a mi casa, y un viejo:
— ¿Qué llevas ahí para mi hambre?
— Dos brazos tengo para tu hambre. Mañana trabajaré para vos.
— Hombre grande, traidor, llevas riqueza y la escondés.
— No sé qué llevo aquí porque nada de esto me pertenece.
Aquel viejo gritó:
—¿Desde cuándo hubo tuyo y mío entre paisanos?
Caminé para volver a mi casa, y tuve vergüenza.
He dado a Paqui su valijín.
En esa tarde abrió Paqui su valijín con sus manos enfermas escon
diéndose de mí. Se ha reído, alegre. Hecha la comida y dada en su boca
se ha dormido con ese valijín debajo del cuerpo. Cuando io lavé de su
roña en el amanecer se rió otra vez. Ha dicho:
— ¿Viste las cosas que guardo allí?
— No las he visto, che, no las vi.
— ¿Quisieras verlas?
— Quisiera y no quisiera. Es igual para mí.
Ha abierto el valijín con sus manos enfermas, con esa tardanza grande.
Vi dos jabones nuevos, unas peinetas de mujer, unos broches con vidrios.
— ¿Por estas cosas dijiste: es importante y se va a perder y ya no podré
seguir viviendo? ¿Por estas cosas sufrí vergüenza delante de mis hermanos
que tienen hambre, que me pidieron?
Se enojó. Muchísimo se ha enojado. Y no me habló una palabra en
varios días.
SARA GAILAR00 77
y los tres chaqueños con sus caballos, y el colla en la orilla de la acequia,
y la mujer de los chiriguanos trasquilada de su pelo, y después el hombre
santo, el hombre cansado que tiene que irse, echado por el rico atado a su
riqueza como es el rico, y después la nube de color verde sobre la ciudad
de Orán, y después aquel hombre anciano Ayo, Vicente Aparicio, que me
trajo de vuelta los mensajeros del Señor. Caminé en mi pensamiento el
camino entero que era mi camino desde que mi madre me parió en el
monte hasta que Eisejuaz, Éste También, encontró a Paqui en el barro.
78 EISEJUAZ
— Con una mano te puedo desnucar. Puedo echar tu cabeza a
rodar por el camino. Puedo dejar tu cuerpo pataleando sin cabeza. Tu
cabeza haciendo muecas sin cuerpo. Con una sola mano, rata deshecha.
En el otro día tomé la carretilla y el hacha y el botijo de agua, como
si fuera a hacer carbón. Pero me escondí.
Allí llegó Mauricia, disimulándose. Y me acerqué a esa casa para
mirar. Y terna uno de esos broches con vidrios en el pelo. Y para ese hom
bre enfermo hacía lo que no debe.
Con mis brazos arranqué la pared de paja colorada. Con mi mano la
cacé del pelo. Así como estaba la eché al camino.
He destruido el techo y las paredes de la casa y esparcí las pajas en el
viento. Y desparramé las brasas del fuego y las apagué con tierra.
He ido detrás de la Mauricia y me la he llevado.
Y dejé a Paqui solo en ese lugar.
Así viví con esa muchacha sin dejarla volver a casa del marido. Si
me iba, la ataba. Si volvía, la desataba. Comida fiada, alcohol fiado
tomé a Gómez. Allí por la mañana y en todas las horas hicimos lo que
queríamos hacer, allí tomé alcohol y tomó ella. Tenía miedo, lloraba. Entre
plantas, sin casa, sin techo, sin abrigo. Bien poco se comía en ese lugar.
Ella tenía miedo del reverendo y del comisario, de que la buscaran. Miedo
de volver al marido. Miedo de mí.
Dijo:
— No me ates, que me va a comer el tigre, me va a morder la
víbora. Necesidades tengo, no me puedo mover.
Dije:
— Se acabó el correr y el engañar, se acabó el tapar huellas, se
acabó el mentir. Ahora estás aquí en la pura verdad. De verdad sin
escapar, sin engañar y para aquello que se quiera hacer. ¿Acaso te va a llo
rar ese marido?
Darme quiso de beber para escaparse. Bebía, se reía, quería arañarme
la cara, bailaba, hacía burla de su marido, del reverendo y de las mujeres
del campamento.
— ¿Vive todavía aquella mujer vieja a quien mi madre quebró los
dientes?
— Ya se murió la vieja.
Imitaba a la vieja, que asomaba la lengua para hablar a causa de los
dientes rotos. Y quiso también hablar contra mi mujer, su hermana.
SARA GALLARDO 79
— No fue hecha tu boca para nombrar a esa que tuvo alma, y vos
no tenés. No te dieron espíritu bastante para nombrarla. Colgada en el
árbol me esperarás cuando me vaya: como la araña cuelga del hilo.
Se asustó; aprendió a cuidar sus palabras.
Hemos vivido así, entre plantas, sin casa, sin techo, por días. Bien
poco se comía. Sí se bebía.
En un amanecer dijo una voz:
— ¿Qué hiciste con aquel que te di?
Esa muchacha dormía, atada a mi brazo. He visto un tatú que cavaba
la tierra. Lo miré y me miró. Pero se escapó. Y cuando me he sentado,
ya no vi ni tierra removida. Corté la cuerda, corrí, con esa vergüenza en
el corazón. He subido la loma, he corrido, con esa vergüenza. Corrí, y el
día se nublaba delante de mis ojos.
Corrí, y he llegado a la que fue mi casa, a esos palos donde hubo fuego,
donde viví. Corrí, y vi ese árbol, ese incienso que dio sombra. Corrí, y
vi a ese hombre que se moría allí. Muerto de roer el pasto, de morder, la
boca en la tierra
Yo lo levanté. Yo le puse la boca, yo le grité:
— Vos. Vos. Viví. Estoy aquí.
Ha abierto los ojos ese hombre casi muerto.
Le he dicho:
— Caminá. Vos. Caminá. Caminá. Vos, caminá, Paqui.
Ha estirado una pierna, dio un paso, ha estirado una pierna, dio un
paso. Dos pasos dio con sus piernas, tres pasos dio, cuatro pasos. Y allí
cayó. Ya no caminó.
Dije al Señor: «Cumpliré, entonces».
80 EISEJUAZ
LAS TENTACIONES
Cinco veces habló una voz para descorazonarme.
Una, los hombres del campamento sentados a la puerta de mi casa:
— Es necesario que vuelvas, sumamente necesario que vuelvas y orde
nes en el campamento de la misión. El desquicio está allí, la pelea. De
nada sirve el que es capataz, que vive donde viviste y no tiene pecho
para órdenes. Mientras estabas, vivimos. Cada cual se apretó, se mantuvo
en su sitio. Ibas al aserradero, y se dijo: «Vean cómo esta gente puede
trabajar, puede ser más que el blanco». Ahora te hablamos: es necesario
que vuelvas al campamento y pongas orden. El mejor de nosotros no
puede vivir en esta forma, para servicio de una carroña de los blancos.
Dije a aquellos hombres:
— No por mi voluntad me fui de la misión, ni tampoco por la del
reverendo, aunque me echó de una manera injusta que ustedes no supie
ron. Fue la voluntad de ese que nadie conoce, pues la ceguera es nuestra
herencia. Por esto se retiraron en aquel momento sus mensajeros de mí,
ellos a quienes yo llamaba y alababa en esa hora. Los mensajeros de los
bichos, los de cuatro patas, los de dos, de los insectos con alas y de aque
llos que se arrastran por la tierra y por debajo de la tierra, y en el agua. Así
quedó mi alma negra, sin mensajeros ángeles del mundo. Y otro paso
padecí: se retiraron los mensajeros de los palos también por un tiempo:
los mensajeros de los que son fuego, de los que son sombra, de los que
son muerte, de los que son saludo, de los que son señal, de los que son
remedio y alimento. Sólo me fue dejado el primer mensajero, que es el
aire. Y solo él quedó para mantenerme en el mundo mientras todo era
negrura. La muerte salía de mi mano, de mi respiración. Allí donde toqué,
llegó la muerte. Por qué ocurrieron estas cosas, no lo sabemos. Pero había
terminado el tercer tramo del camino. Y ahora ha empezado el último.
Dijeron, sentados frente a la puerta de mi casa.
—No entendemos todas las cosas que hablás, pero sabemos que fuiste
nuestro jefe, y queremos que vuelvas. En el monte hubieras sido jefe, y
en la misión lo fuiste. Ahora todo es tristeza, revoltijo, celos. Miramos:
nada vemos. Miramos otra vez: nada vemos. No sabemos hacia dónde
pueden marchar nuestros pensamientos.
SARA GALLARDO 83
Les dije:
— ¿Creen que Eisejuaz no sufre? Es jefe, y no nació para ser jefe. Ha
visto al espíritu que lo habita y conoció su nombre, pero sus hermanos
están fuera de ese nombre. Y las razones de esto no las sabemos.
Uno de ellos:
— No comprendemos todas tus palabras pero comprendemos cómo
nuestra vida se ha vuelto mala.
Yo les dije:
— ¿Adonde irán los piojos del hombre que muere? Ya su cabeza se
enfría. "Vahuyen, turbados y perdidos, sin saber a dónde van. Ciegos corren
por el polvo, ajeno, enemigo, que no los recibe. Angustiados, no saben
a dónde los guía su corazón. Buscan nuevo calor, allí se meterán, sin ele
gir. Si hay piojos en aquel lugar, malo será el encuentro. Si quieren vivir
allí, se harán insoportables. Lavados, morirán, unos y otros. Ciegos y tur
bados han corrido, sin saber a dónde ir. Su cría bajo la tierra, con aquel
hombre muerto, olvidará el calor y los mensajeros de la vida. Los gusa
nos serán sus compañeros, y su recuerdo se perderá. Así digo a mis her
manos matacos y también a los tobas: ¿a dónde iremos, ahora que el monte
se ha enfriado? A los chahuancos, a los chiriguanos, a los chaneses y a todos
digo: ¿a dónde iremos? No hay lugar para nosotros ni allá ni acá. Allá el
ruido de los blancos termina con nuestro alimento. Y aquí nos alimen
tamos de peste y de miseria.
Y gritaron:
— ¿Qué tenemos que ver nosotros con los chiriguanos?
Un viejo:
— ¿Acaso no tenemos salvación?
Dije:
— Ha terminado nuestro dempo y el de todos los paisanos. Ahora
cada cual debe vivir como pueda. Por qué nos ha tocado nacer en estos
tiempos, no ío sabemos. Todos los hombres tenemos la ceguera como
triste herencia.
Uno dijo:
— No son las palabras de los misioneros.
Dije:
— Este incienso que nos da sombra tiene esa marca. Es de una
rama que arranqué con mi mano un día. Fue una herida grande pero
vivió, a causa de sus otras ramas y de sus hojas y del tronco. Pero si todas
sus ramas se hubieran roto y la corteza arrancada y las hojas molidas no
podría vivir. Así nos ha pasado, esto ha ocurrido.
84 EISE.UAZ
Dijeron:
— Eso queremos. Un hombre capaz de arrancar con su mano
semejante rama.
Contesté:
— Padres mfos, hombres míos, hermanos míos. Soy un jefe, hecho
para ustedes aunque no comprendan ninguna de mis palabras, y es
justo que me busquen. Pero el Señor no me llamó para eso. Ése es mi
dolor. Y será el dolor de ustedes. Y por qué esto es así, no lo sabemos.
Se levantaron con enojo. Se alejaron. De lejos gritaron:
— ¿Naciste para ser mujer de una carroña blanca?
Se han echado a correr.
SARA GALLARDO 85
Hemos hablado en esta forma con mi amigo Yadí, Pocho Zavalía.
Y cuando se fue tomé su regalo y comí la mitad, y di la mitad a Paqui.
Y lloré también, en secreto, delante del Señor.
Allí la fiesta patria en la plaza del pueblo, con la música grande del
soldado, del que dice: «Vayan al cine», y tantos para aplaudir, tantos de
las escuelas con delantales blancos. El intendente que habla fuerte y la
campana del franciscano sonando. Allí la bandera. El cura allí, doña Eula
lia, el turco, el doctor, el rico, en el palco del color celeste y blanco. El
hombre joven con su delantal en la fila con los que aprenden en la escuela.
Y el paisano parado lejos, mirando. Dice el viejo Torres, paisano viejo:
— Te acordás, vos y yo en aquel palco, de ropa nueva vos y yo, en
nombre del paisano para la fiesta patria? ¿Te acordás de don Pedro que
fue tu patrón, que fue intendente, che, que nos ha nombrado?
Dije:
— Don Pedro sufre desde aquel tiempo si sale a la calle. Nadie no lo
quiere saludar.
— ¿Él te lo dijo?
— Él me lo dijo.
Dice el viejo Torres:
—Ya te acordás, aquel piletón que mandó don Pedro hacer arriba en
la misión, y los camiones que subían el agua, tantos años vacío desde
entonces, vacío con la víbora que cae, el sapo que cae.
—Ya me acuerdo. No vivo ni voy allí, pero me acuerdo.
—Adentro se ha caído el viejo ciego; quebrado está; bebido estaba.
Dijo el reverendo: «¿Había bebido?». «No», hemos dicho. «Sí», ha dicho
el capataz, ese hombre inútil ha dicho «Sí». El reverendo: «Si bebe otra
vez, el viejo ciego quedará fuera de la misión. Quien bebe se muere, se
pelea, se enferma. Lisandro Vega bebió. Ya no trabaja en la caldera, loco
está, lo saben todos».
Ahora la sangre me ha entrado al corazón con su calor. Pido: «No
dejes que esta sangre me borre la visca. No dejes que me entre en las manos».
Los asados para la gente en la plaza, las mesas en la sombra, y los panes.
Para el pobre y para el rico dijo el intendente, para todos. El paisano
con ese temor no se acerca.
Acá mi amigo Yadí, Pocho Zavalía:
—Comida hay, comamos. Una vez, comamos, paisanos. Carne hay,
pan hay. ¿No nos acercaremos? ¿No comeremos?
86 EISEJUAZ
Su mujer no quiere.
— ¿Qué tiene ru mujer, che? ¿Qué sufre tu compañera?
— Nuestro hijo enterramos ayer. Nuestro hijo, el mayor. El primero,
lo enterramos ayer. No quiere comer. Pero tristes, hay que comer; con
tentos, hay que comer. Una vez hay que comer. Una vez carne, pan.
Aquel franciscano de los lentes, de la camisa gris:
—Aquí anda usted de nuevo, amigo. ¿Querrá sacarse aquella foto con
la flecha, con la chiripa? Sano lo veo. Lo vi amarillo, flaco. Lo veo
fuerte. Esto está bien. Hay que alegrarse.
Lo he mirado. Se fue.
Una mujer de los nuestros, mi hermana en el monte:
—No sé contar pero soy de tus días. ¿Qué días tenés, ahora?
— Doce años cuando se vinimos. Dije a mis padres: «Se tenemos que
ir». Lo dije por la palabra del misionero. Y ellos: «Bueno; ya en el monte
no se puede vivir». Tantos días a pies, saliendo del Pilcomayo, caminando.
Pero todos vinieron a morir con la peste del blanco. Treinta y ocho de mi
edad tengo. Treinta y ocho tenés.
Esa mujer sin dientes, con nietos, mi hermana en el monte, a mí:
— He comido carne, pan. Como borracha, con sueño, como de vino
estoy, para recordar, para hablar lo que vi. Cosas que viste, cosas que viví.
El hermano de mi padre, ese joven Guanslá. Contento de su mujer linda,
de gente churupís. Traída de la guerra, gorda, con buena voz. Cada día se
aleja, cada día volvió. Nadie tuvo malicia, nadie desconfió. Su marido
contento, nunca la receló. Ha dicho: «Me he dormido». Dijo: «Frutas
busqué*. Ella tiene hombre suyo, del tiempo de antes, y lo va a encontrar.
Una tarde: «Encontré un anta muerta, es fresca, vámosla a buscar». Siete
hombres han ido, y el primero Guanslá. Allí los esperaban, matan a cinco,
uno puede escapar. El séptimo lo llevan, lo van golpeando, y es
Guanslá. Grito me viene ahora, gana de matar. Lo achicharran, lo pin
chan, ella se ríe sin parar: con machete chaqueño corta la boca de Guanslá.
De puro diente queda, sin risa de verdad. Esa que baila y que le escupe la
hombría le va a cortar. Lo pinchan con las flechas, le ponen brasas, no
dejan de cantar, la tierra que levantan sobre la sangre se va a pegar. Ya abre
su boca rota, ya se muere el alegre Guanslá. Le ha atravesado un ojo:
«Te dejo el otro por bondad. Así me ves contenta, contento a mi hombre
y después reventás». Ya viene aquel muchacho, el escondido, el que espió.
Ya cuenta lo que ha visto. Tu padre llama, el jefe alza la voz. Mandamos
nuestros hombres, pero no hay rastros, esa gente escapó. Al año vino bata
lla, matamos todos, el mataco venció. A la mujer y al hombre trajeron
SARA GALLARDO 87
vivos, quién no los vio. Ya le queman los pechos, mi madre la cuereó; tu
madre con tizones su hembraje le quemó. Como tigra gritaba, le arran
camos la piel. Le cortamos las manos, los dedos de ¡os pies. Los perros los
tragaban, con bramidos gritó. Al fuego la tiramos, un humo espeso hedió.
AI hombre le sacaron todo el pelo y la piel. Vi su cabeza cruda, le colgaba
la piel. La sangre que escurría la quería beber.
Dije:
—Mujer desgraciada, mujer sin seso ¿qué palabras me venís a hablar?
— Son cosas que recuerdo, cosas que recordás.
Se alzaron mis pensamientos; la muerte me golpea: «¿Qué esperás?
¿Por qué tanta paciencia?».
Empujé a esa mujer:
—Te conozco. Me engañaste y ahora te conozco.
Salté, corrí lejos de allí. Lejos de la Muerte Vengadora, que embo
rracha todo corazón.
88 EISEJUAZ
No supe qué pensar. Y estaba por alegrarme. «¿He hecho mal? Pero
no me lo diste como prisionero.» Y estaba por alegrarme. Turbado en el
corazón, sin pensamiento fijo: «¿No era el anunciado? ¿Cuál cumpli
miento? ¿No es este cumplimiento? ¿No empezó el último tramo?».
Sin respuesta me vi.
Molí semilla de cevil y la fumé para buscar contestación.
Como pajas en el viento, como flechas, como pájaros en el mundo,
vi los buenos mensajeros, los malos mensajeros del que es solo, nunca
nació, no muere nunca. He cantado allí:
— Eh, eh, eh. Digan. Eh, eh, eh.
Bailé.
—Vengan. Eh, eh, eh. Vengan. Eh, eh, eh.
Como las moscas sobre el guerrero muerto, como choca y da vueltas
el pescado en el agua, como lluvia que brilla, que se mueve, alrededor
de mí. Vinieron a mi boca.
Serpiente.
— ¿Qué de mí? Dormía y, ¿qué de mí? Descansé y, ¿qué de mí?
— Vos. Para saber de la callada, de la silbadora, para dónde mi oído,
para dónde mi ojo, cómo el cumplimiento aquél.
—Eso lo esperarás. Eso verás.
Caballo.
— ¿Qué de mí? Corría y ¿qué de mí? Golpeaba con mis patas y
¿qué de mí?
— Vos. Para saber, aquí. Del alto, del que tiene el trueno en cada pie,
para dónde este oído, cómo será.
—Eso lo esperaras. Eso verás.
He bailado, y golpeé el suelo con mis pies. Como el murciélago en
verano, como hojas en el viento frío, alrededor de mí.
—Ángeles mensajeros, busco la palabra del que es solo, no nació, no
morirá. Aquí del tatú, cuero de hueso, aquí del suri, buen esquivador, aquí
del rococo, escuchador con la garganta, aquí de los palos, mensajeros
del Señor. Aquí de la lluvia fuerte y de la que es mansa, del viento grande
y de los vientos, mensajeros, ángeles del Señor. Díganme. Cómo es el
cumplimiento, cómo será. Cómo vino, cómo vendrá.
Dando vueltas: «Eso esperarás». Girando: «Eso verás. Eli, eh, eh. Eso
verás».
Hablaban por mi boca y la espuma salió de mi boca, mojó mi pecho,
mojó el suelo. Hablaban por mi boca y he bailado, golpeé el suelo con
mis pies.
SARA GALLARDO 89
Como el mosquito en el pantano, como el gusano, revolviéndose,
empujándose.
— Eh, eh, eh. Vos y vos. Eh, eh, eh. Vos y vos.
— Eso lo esperarás. Eso verás. Eh, eh, eh. Eso verás.
Llamé a los pueblos chicos de bajo tierra. Los hombres chicos del pan
tano, del agua. Los sin peso que corren por el monte, pueblo chico corre
dor del monte. Los que andan, los que vigilan, los que roban, los que
curan. Como ratones, como bicherío que escapa en la creciente, y no chi
lla ni habla, corre y no mira, corre y se empuja, así vinieron los pueblos
chicos de bajo tierra, del pantano, del agua, y el pueblo corredor del
monte.
Hablaron por mi boca.
— ¿Qué es? Descansaba y aquí, ¿qué es? Descansaba y aquí, ¿qué es?
Como buitres moviendo las colas, picando, arrancando, moviendo
las cabezas, los pueblos chicos, los hombrecitos corredores, a mis pies.
Bailé, el suelo golpeé con mis pies. Y hablaron por mi boca:
—Ya verás. Ya verás. Ya verás.
Y se han ido todos. La oscuridad me recibió el corazón. Allí quedé, y
descansé. Y me he levantado. He mirado el incienso aquel que está a la
puerta de la casa que hice con mis manos. Un viento grande se alzó en ese
momento y lo revolcó. Un viento lo enroscó, lo arrancó.
Esa casa y aquel lugar se llaman desde ese día: Lo Que Se Ve.
Una vez más habló esa voz para descorazonarme, la quinta vez.
En la canilla del agua aquella criatura, la hija del viejo que renguea
por causa de la flecha, esa que curé sin haberlo pedido, y me curó a mí. Y
al verme ha levantado su bodjo vacío, echó a correr.
— ¿Por qué te vas? ¿Qué te he hecho?
Lejos se paró a mirarme.
— ¿Sin agua vas a volver a subir?
Y nada me contestó. Me enojé.
— Veni a buscar tu agua o te voy a correr.
Y bajó con mucho miedo hasta la canilla del agua. Le temblaban las
piernas. No podía esperar.
— ¿Qué miedo tenés de mí? ¿Qué mal te hice?
Pero no quiso hablar. Así, me enojé de nuevo. Y dijo:
— Te he visto empujar a mi padre, que es viejo, en el hospital. Te he
visto robar una botella de alcohol. Y no quisiste pedir la salud para mí.
90 EISEJUAZ
Me he reído. Fuerte, me he reído. Se le cayó el botijo entonces. Se
le rompió.
Lloró esa chica viendo el botijo roto, el agua esparcida.
—No llores. Este botijo mío te lo doy.
Y ha llorado más.
—¿Por qué debes llorar? Curada estás, y debías estar muerta. Alegre
tendrías que estar. La vida te vi retirada, el aire se te iba, roto el aliento.
Los mensajeros del mundo han vuelto a tu corazón.
Dijo:
— ¿No necesitás mujer para casarte?
— ¿Ya sos mujer? ¿Mujer, sos? ¿Mujer, serías?
— Sí, soy.
Y ha llorado otra vez.
Dije:
— Si el Señor quiere que me case, con vos será. Pero mi vida ya entró
en su última parte y no me piden eso. Otra cosa me piden, que ahora
no sé cuál puede ser.
Dijo:
— ¿Cómo es qUe echaste a morir a aquel blanco que habías recogido?
Y dijo:
— Vivo lo hemos visto pero ya va a morir. Nadie lo ha tocado por
temor a t^,persona.
— ¿Dónde está?
— Atrás de la casa perdida, de la casa rota.
Así, he corrido. Y he visto a aquel hombre sucio y para morir, igual
que la primera vez. De nuevo le dije: «Esperame. No te mueras». Corrí.
Volví con la hamaca. Lo cargué. Y lo llevé a la casa, igual que la pri
mera vez.
Igual que la primera vez.
Cada día cuidé a ese hombre, cada día gritó, se burló de mí. Cada día
hizo sus suciedades, cada día chiflaba. Cada día me vio hablar al Señor y
armó risas. Cada día cuidé a ese hombre. No dije ya: «¿Acaso nació
Eisejuaz para estas cosas?». Trabajé, y no hablé para quejarme.
SARA GALLARDO 91
EL DESIERTO
Estando en la primera casa tuve un sueño, y por él fuimos a vivir al
monte. Dos años pasamos en el monte. Fue un sueño de nosotros dos
caminando por un camino largo, y de bastón llevaba aquel incienso que
fue arrancado por los mensajeros el día que me hablaron. Pasamos un río
caminando por encima del agua. Dijo Paqui en aquel sueño: «Hemos
pasado el agua que corre; ya estamos contentos».
Dije en la mañana:
— Un sueño bueno. Tenemos que ir más lejos para bien de los dos.
Trabajé con el hacha, puse palos haciendo bordes en la carretilla, y los
ajusté con alambre, con bejuco fino y corteza blanda que conozco. De las
cosas que tenía busqué dos botellas que estaban llenas de miel del monte,
fui a casa de Yadí, Pocho Zavalía, mi hermano en el monte, y se las di a
su compañera. Pero no dije: me voy. Volví a mi casa, la casa de los dos, y
dormí esa noche.
Antes que el sol, subió la estrella temprana. Mensajera estrella her
mosa salió grande, blanca. Subió tranquila. Alegre subió en la mañana.
Me miró, la miré. La saludé. Ella que da conocimiento a los hombres, a
los ciegos que somos. También me saludó. Ésa, me ha saludado.
Puse a Paqui en la carretilla y su espalda en los palos del borde. Ya
gritó, preguntó. Ya quiso bajar.
De las cosas que teníamos hice así:
El hacha, la parrilla de alambres, dentro de la hamaca. De tres latas
que me dieron en la cocina del hotel: dos chatas y una de durazno para el
agua del Paqui, metí dos en la hamaca, dejé una afuera. Y la grande de
cocinar, en la hamaca. Las camisas, la azul, la blanca, y una colorada del
Paqui, en la hamaca. Lo de pescar, en la hamaca. Un zapallo, en la hamaca.
Envolví la hamaca, la metí abajo de las piernas del Paqui. Un pedazo de
rueda de autos que es la almohada del Paqui, atrás del Paqui.
El botijo del agua nuevo lleno de agua. Y las brasas del fuego las envolví
en hojas de banano, las puse en aquella lata que dejé aparte, y até bien
para que no se cayeran de la carretilla.
Una carne seca en la cintura, con un alambre.
El cuchillo en la cintura.
SARA GALLARDO 95
Salió el sol. Nos miró.
Lo saludé. Mensajero grande. Señor mensajero. Señor grande.
Nos ha mirado.
Nada fácil llevar aquella carretilla. La llevé por senderos. Dije al Se
ñor: «Este que me diste no puede dormir sobre los árboles. Por eso cui-
dalo, ya que has dicho que viajemos por el monte. ¿No es también tu hijo
el tigre? Sujétalo, entonces. Cuidanos en este viaje».
Diez días anduvimos por el monte y no era fácil. Por senderos que
sé, con tanto bejuco, tanta raíz, el árbol caído: sacando al Paqui, atándolo
con sogas, subiéndolo, descolgándolo, y subir después la carretilla, y cada
cosa. Cruzar aguas. No fue fácil el viaje aquél.
Llegamos al claro que sé.
Entonces puse a aquel hombre que me dieron, el Paqui, en el cen
tro del claro redondo que hizo el fuego en el tiempo antiguo, donde no
volvió a nacer palo grande. Lo puse al sol. Y puse formando una rueda
alrededor cada cosa de nosotros: la carretilla, el hacha, lo de pescar, la parri
lla de alambres, la hamaca, las camisas, las dos latas, el zapallo, la goma
del auto, mi cuchillo. A un lado el botijo del agua, con su agua. Al otro
lado la lata con la brasa del fuego. Y yo entré en aquella rueda, junto al
Paqui, entre el fiiego y el agua.
— Eh, eh, eh, aquí estamos, para cumplir.
96 EISEJUAZ
En ese tiempo vi que Paqui lloraba cada día. Para alegrarlo traje un
mono y lo crié. Allí saltó, jugó aquel animal bueno, subió y bajó.
Aprendió. Sacó el piojo de los pelos al Paqui. Le dio la comida en la boca.
También se la quitó, fue a comerla en el árbol, la comió arriba de la
casa. El Paqui se rió.
Para alegrarlo traje un loro, que le enseñara a hablar. Se arrimaba;
ladeaba la cabeza, miraba. El Paqui silbó: él silbó. Cantó: él cantó. Y una
vez, volviendo del monte, oí todas las palabras sucias del blanco. El Paqui
le enseñó. Una mañana el mono le arrancó la cola. El Paqui se rió. Quedó
sin cola aquel animal hablador de maldad, triste el animal sin culpa.
Junté la semilla del zapallo que trajimos del pueblo y trabajé con el
cuchillo la tierra que está cerca de la casa; y sembré. Aquel hombre en su
hamaca se rió, y el loro con él. Silbaban canciones de mofa.
Paqui, un día:
— ¿En qué pensás?
Mi corazón: «No le digás».
Él, ese día:
— ¿Qué pensás?
Mi corazón: «No le digás».
Yo, a mi corazón: «¿Por qué no hablaré a quien me fue dado por com
pañero? Ahora tengo ganas de hablarle». Dije:
— Pensaba en el día que contó aquella mujer durante la fiesta
patria. Cuando trajeron a la que traicionó y al hombre del enemigo. Dijo
verdad aquélla en la fiesta patria: bailamos, pinchamos, quemamos, la cor
tamos. Los perros se comían sus pedazos delante de sus ojos y ella gritó.
Yo y esa que fue después mi compañera éramos de unos diez años. Cor
tamos cada cual una oreja de ella, las echamos en la brasa, nos burla
mos: «Linda oreja tostadita, buena de comer».
— ¿Qué gusto tiene, salvajón?
—No somos gente que coma gente. Y no tampoco nadie tuvo gana
de comer en ese día por el olor del sangre, quitador de la gana. Y después
no dormimos; cerrábamos el ojo y se veía tanta cosa fea, y brava. Después
un día el reverendo en la misión vino a decir cómo aquel hombre amigo
del Señor, San Pedro, cortó la oreja de uno, y el Señor Jesucristo Hijo del
Señor se enojó, pero lo perdonó. Me habló bajito aquella que fue después
SARA GALLARDO 97
mi compañera: «Entonces también podrá perdonarnos nuestras orejas».
Dije «Sí» pero me reí por «Nuestras orejas». El reverendo: «¿Qué es lo que
hablan?». Dijimos: «Nada». Nos puso en penitencia por hablar.
MÍ corazón; «Qué mal hiciste; hablar de estas cosas con éste».
98 EISEJUAZ
Vino alto, como ventarrones, hinchado, a tirarme del pelo, a
empujarme, a silbar. Cansado, resollando, tirado en el suelo, fatigado,
Eisejuaz.
— Hacete ver, mostrate nomás.
Se mostró como fibras, como unos trompos girando y empujando.
—¿No ves que el Señor me protege, che?
Seiba.
En la noche gritaba él y gritaba yo. Salían los animales del monte a
mirarnos. Miraban, los ojos como luces, los pelos parados. Las serpien
tes, las corzuelas, los tigres miraban, los chanchos del monte, cómo era la
lucha, y cómo gritaba yo y el Malo con su ruidaje me atacaba, cómo me
golpeaba.
— No podés contra el Señor, flojo, bandido.
Lloró Paqui.
—Volvamos donde estaba la primera casa, cerca del pueblo. Tengo
miedo. Todo es gritar aquí. Todo es magia. Te has vuelto amarillo y flaco.
¿Quién me va a cuidar?
— Yo te abandoné dos veces; el Señor nunca.
— ¿De qué Señor me hablas? Soy hombre de la ciudad, uno que sabe.
En esos días llegó una gente a aquel lugar. Paisanos de mi raza traji
nados, el hombre y la mujer, los hijos en los brazos.
— ¿Está lejos el pueblo? Nos perdimos de un grupo que venía. Del
Pilcomayo caminamos, semanas que marchamos. Ya en los huesos vivimos
allí, pura miseria. Ya nos venimos, por la palabra del misionero.
Vi cómo se iban a morir los cinco en el pueblo con la peste del
blanco.
—Asé un mono esta mañana; comámoslo. Tengo agua; bebamos.
Comían, y fui detrás de la casa. Dije al Señor: «¿Por qué tienen que
morir? ¿Se han cansado tus mensajeros, que quieren quitar así a esta gente
el aire que respira y los otros bienes? ¿No podías hacerlo de otro modo?
¿Por qué tienen que morir?».
Volví donde estaban y corté del mono para Paqui y se lo di en la boca.
Dijeron:
— Sufrimos mucho miedo en esta noche. En tanta oscuridad, los
bichos del monte salieron afuera de sus casas, con pelos tiesos, con gol
pear de dientes, con ojos como luces y miraban: había gritos, una bata
lla, voces; y no de alma en pena; de otra cosa.
SARA GALLARDO 99
— Es el Malo, que pelea conmigo por las noches y a veces en el día.
Los bichos se asustan, salen a mirar. Ya no hay caso de miedo; hay uno
que es más fuerte.
Así hablé, sin saber que iba a sendr miedo otra vez.
Volví detrás de la casa y dije al Señor: «Es necesario que estos cinco
vivan, y el perro que llevan también. ¿Por qué los hiciste encontrarme si no
querías que vivieran? ¿No se morimos cada día demasiados? Dame señal».
Y me acerqué a comer con esa gente.
Una noche vino el tigre. Caminó y olió. Rascó la pared de paja colo
rada: trrr. Olfateó. Cada noche vino, y olió. Furr, furr, el aire de su nariz.
Paqui temblaba.
— Levantá el fuego, subí la llama que está oscuro.
— ¿No sabés que el fuego alto llama al tigre, que salta por encima?
Me levanté y fui a la puerta:
—Tigre, a vos te digo que te vayas. Ni te mataré ni nos matarás, por
que no vinimos aquí buscando tigres.
Aquel tigre ya no vino de noche. Vino cuando el sol se ponía. Sen
tado debajo de una quina nos miraba. Traía a su compañera.
Paqui:
—A mí no me dejás aquí, solo entre las fieras. ¿Qué te creés que
soy, un postre? Si te vas a cazar hacé un cerco bien hecho, con palos gran
des, para que las fieras no vengan a comerme en mi hamaca.
— No puedo hacer un cerco. Un cerco se ve desde el aire. Muy pocos
bichos hay aquí para comer, hemos sufrido hambre; he tenido que apren
der de nuevo a cazar, a pescar, a hacer flechas, a tirar; me costó mucho.
No tengo perro para cazar, sin un buen perro la vida es demasiado dura
100 EISEJUAZ
en el monte. Si hago un cerco, el blanco en el avión volará bajo para mirar;
es conocido por curioso; y los bichos no volverán aquí.
— Vos quisiste venir. Yo soy hombre de pueblo y acostumbrado al
pueblo. No es justo que me dejes tirado entre las fieras mientras te vas al
monte.
— El Señor no nos hizo venir para ser comidos.
—Soy hombre de ciudad; no me hablés de esas cosas. Yo no te elegí
por compañero. Haceme el cerco.
Ya las semillas del zapallo habían brotado, y comíamos zapallo, así
que aproveché para cortar los palos del cerco. Sembré las semillas otra vez;
brotaron; una noche vino la corzuela y comió. Le dije en la mañana:
— ¿Todo el monte recibiste para tu alimento y te has comido el nues
tro? Pero yo ni te cacé, ni usé tu piel, ni asé tu carne todavía. Aquí vivo
cuidando a uno que no se vale por orden del Señor, no por mi gusto. Y
vos ¿en qué nos ayudaste para nuestro cumplimiento?
Volvió con su familia y comieron los tallos hasta la tierra. Allí me
enojé. Grité en mi enojo. Pero la corzuela no volvió por causa del jaguar
que venía a la quina con su compañera.
El Paqui:
—Te digo que tengo algo para hablar con vos. Es un asunto serio y
escúchame bien, que no sos hombre acostumbrado a ideas. Yo lo he pen
sado, y no soy don nadie. Te digo: ¿por qué no vamos a trabajar a un circo?
Harías estas pruebas con los animales y con las flores. La vida será mejor
que aquí. En el circo hay mujeres. Hay viajes. No tendrás que andar sal
tando atrás de la comida; hay letrinas, no irás buscando arbustos. Y
plata para los dos. He dicho para los dos porque yo sé hablar, soy edu
cado, viajé, vendí jabones de fina calidad, viví en hoteles, llegué al Para
guay. Este Paqui que aquí ves hablaría por vos. Vos no hablás castellano.
No te acuso, pensando que has nacido entre las fieras del bosque, y que
tu idioma parece la tos de los enfermos. Hablaría por vos al director del
circo. Yo afeitado, de corbata, con zapato lustrado. Vos igual que ahora,
con semejante melena y algunas plumas de colores. Hablaría para que
hagas estas pruebas con fieras y con flores. ¿Cómo es que te oigo reír? Es
la primera vez. No son bromas. Y tenés buenos dientes. Eso te envidio,
che. Pobre Paqui viejo querido, ni un diente sano en su lugar. Y te digo:
¿por qué razón pensás que tu dios te obliga, salvajón mataleones que
sos, a cuidar del gran señor, del caballero? Para enseñarte a ser civilizado.
Un día sonaron las plantas y llegó el perro de aquella gente que dis
cutí al Señor. Llegó cansado, pelado, mordido, sucio, asustado. En mi ale
gría, lo abracé. Me lamió. Lo curé, lo alimenté. «Su gente está en el pue
blo», dijo mi corazón. Buen amigo, buen cazador, ese perro blanco y negro;
buen perseguidor; cazamos juntos el tatú, el perezoso, el chancho jabalí,
el suri. Ahumados, del techo los colgué. Puse los cueros en otro palo, con
el cuero del primer viborón y de tantos otros bichos, monos, chanchos,
y muchos animales que comimos porque ya se cumplía el año que está
bamos allí.
Éramos cinco en aquel sitio, con el Paqui, el mono, el loro, y el perro
que me mandó el Señor. Buenos meses vinieron. Como tuvimos carne,
pude cortar los palos para el cerco de Paqui sin pensar en cazar con apuro.
102 EISEJUAZ
También eché picadas las entrañas, el seso, los ojos de todos los bichos en
el agua, para aquel pescado chico que vivía allí y que se amontonaba para
comer. Lo pesqué con la red fina que hice una vez; lo asé en paquete de
hojas; lo comimos.
Medio cerco tenía levantado por aquel dempo, y vino una tormenta.
Oscuridad como ésa, ruido igual no se vio muchas veces en el mundo,
el trueno juntándose con el trueno, eí rayo dando su grito.
El agua no entraba en la casa hecha por mis manos. Era un buen
techo, y yo lo revisaba.
En esa noche vino el Malo otra vez; parado sobre el fuego.
De nuevo tuve miedo. Se me pegó la lengua, no pude decir Señor.
Temblaron mis rodillas. Sudé. No me moví.
Por ese miedo pasó esto:
El rayo fue a caer en un árbol grande. Y d árbol: «¿Dónde iré a caer?».
El miedo: «Aquí, donde nadie nombra al Señor». El árbol cambió su pen
samiento, cayó sobre la casa, hundió el techo. Murió el fuego, aqud que
traje del pueblo un año antes. En tal negrura, en esa agua, gritó el
Paqui: «Salvame de aquí. Me muero. Me mojo». El loro, chilló. El mono,
chilló. El perro, contra mi cuerpo, callado.
En mi vergüenza, oí la risa del Malo.
En mi vergüenza: «Señor, Señor».
Oscuro todo, en el agua, sin fuego, y con la pierna quebrada.
104 EISEJUAZ
— ¿Qué es eso?
— Señal de que está; ya no hay veneno.
Mi corazón: «Matalo. Te dije matalo ya». Y contesté: «¿Cómo voy
a matar a quien quité a la muerte? No se regala lo mismo que se ha
robado. Puedo matar a otro, si tan necesario te parece». Pasó el pájaro
grande que llaman charata, me alcé, tiré la flecha, murió. Caliente y ale
teando la trajo el perro. Arranqué la flecha marcada con mi dibujo y
con ella salió la vida de la charata. Y en su tristeza por morir, lloró. Afilé
cada punta de un palo y clavé las alas bien abiertas, que se le viera
cada pluma. Y la puse en el lugar de ese hombre, sobre el calor y la marca
de su cuerpo.
Sobre mi espalda lo llevé, su arma en la mano. Descontento por haberlo
encontrado, no le hablé. Como muerto, flojo, lo llevé. Paqui se alegró al
verlo.
Dejé al hombre en la sombra. Alimenté a Paqui.
—Si éste abre los ojos decile dónde está el agua. Lo picó la víbora pero
ya lo curé. Me voy. Ese quirquincho debe de estar ya bastante lejos.
Caminamos con el perro hasta el fin de la tarde sin comer. «¿Cómo
puede andar tanto este quirquincho? ¿Qué pensamiento lo hace caminar
así?» En el monte oscurece temprano, y su noche es negra. En la última
luz, la cueva del quirquincho. Allí llené su entrada con hoja verde y rama
seca que encendí, tapé con tierra y apisoné saltando y empujando con mis
pies. Con otra brasa cociné dos sapos rococos que agarré en el camino.
Cansados, comimos. Cansados, bebimos del botijo chico.
Dije al perro: «Pasaremos la noche aquí. Mañana sacamos el tatú, lo
ahumamos, lo llevamos».
Me levanté a cortar palos para formar cama sobre un árbol flaco,
donde no suba el tigre. Y en esa hora sonaron los tiros. Todo pájaro del
monte se asustó y voló; todo bicho quedó mudo. Sonaban lejos, de un
lado, muchos. Y del lado de la casa, pocos.
Mi corazón saltó, se calentó: «¿Cómo no pregunté a aquel hombre si
estaba solo? Estarán ahora todos en la casa, y algo va a pasan>.
Al perro: «Nos vamos aunque no es bueno andar de noche por el
monte. Mañana buscaremos el tatú».
Pero el perro no quiso caminar de noche. Se sentaba sobre mis pies y
lloraba. Lo levanté y caminé. Caminamos la noche entera.
En lo oscuro del alba fui a la quina, me trepé para mirar por encima
del cerco, y sentí mis pies mojados. Vi los cazadores hablando, las carpas,
el fuego alto.
106 EISEJUAZ
aire, en el viento. El nombre, que no debe decirse de esa forma, el secreto
del hombre. El corazón vio negro, perdió el sentido. Vine a caerme desde
la quina y quedé en el pasto, escondido, diciendo al Señor: «¿Qué des
gracia me preparas ahora que mi nombre sonó de esa manera, por cual
quier parte, en cualquier boca? El agua derramada no se junta más. El
viento no vuelve atrás. El espíritu que llevo, Agua Que Corre, se escon
dió, no respira con fuerza».
Dentro de esa hora mala, más antes o más después, oí otro tiro. Pasé
allí mucho tiempo a causa de mi nombre dispersado. Y cuando mis
ojos vieron, el sol había caminado. La sangre del tigre estaba negra, al lado
de la quina, al lado mío, y las moscas cantaban sobre ella.
Se habían ido. Abierto el cerco, caída la traba del portón, que era
un tronco puesto por mí y que ellos movían entre dos. Se fueron con
sus autos de monte, se llevaron a Paqui.
Todo se llevaron, por palabra de Paqui:
El hacha, la carretilla, la hamaca, las camisas: la colorada, las mías azul
y blanca, la red fina, la goma de auto, lo de pescar; el botijo del agua, la parri
lla de alambres, las tres latas chicas y la grande de cocinar, los cueros de to
dos los bichos, las plumas, los huevos de suri que colgué vacíos por adorno,
y cascarones de quirquincho, los zapallos para comer, la carne ahumada.
— Es todo mío. Él come carne cruda, bebe en el río, es salvaje.
En esa casa vacía, parado, mirando.
Y pensé en el perro.
En esa hora vi al loro. Muerto de un tiro que le pasó el cuerpo.
Ese tiro mismo llegó al perro, le entró en el hígado. Como el tigre,
ese perro encontró su final en aquel día. Yo salté, lo toqué, era mi com
pañero. Abrió su ojo triste y vomitó una sangre. Y se murió.
Allí me subió al pescuezo la tristeza, la rabia; me apretó, me hizo arder.
Muertos aquellos bichos sin culpa, y su sangre en el suelo, y la hormiga
oliendo.
Pensé enterrar al perro en el medio del daro, en el medio del cerco
que hice con mi mano. Y al loro debajo de la quina donde está el mono.
El que me habita se levantó y me liabló: «¿Es justo lo que estás pen
sando?».
Con mi cuchillo y con mis manos hice por eso un pozo en medio del
claro y del cerco y lo forré con hojas grandes. Puse allí al perro y al loro
juntos, como es justo. «Cumplieron, ya pueden descansar», les dije, tres
veces. Los tapé con tierra hasta que no se vio nada, ni una pluma, ni un
pelo, y apreté con mis pies.
108 EISEJUAZ
LA VUELTA
Ya iba llegando al pueblo en el camino y frenó el auto del reverendo
allí enfrente de mis pasos, y sus hijos, como cría amarilla de gallina, iban
con él. Al menor, que me quería más que ninguno, vi crecido; y no me
miraba. Ninguno, sólo el reverendo me miró a la cara:
— ¿Sos vos, Lisandro Vega?, ¿vos desnudo, vos rengo, con esa traza?
¿Ves qué sucede cuando se deja el camino del bien? Acercare, vení que
te muestro, a ver si te atrevés todavía a pisar nuestro pueblo, a ver si se te
mueve el corazón olvidado de toda enseñanza. Leé este diario.
—Ya no leo, reverendo.
— ¿Veinte años en la misión y no leés?
—No leo. Sé leer pero no leo.
Miré aquel diario que me mostró en su enojo. Vi la foto del Paqui
afeitado, vestido. Y la foto de la carretilla que arreglé con su borde de palos,
y de los cueros de los bichos y toda cosa que se trajo con él.
— Te diré lo que dice este diario entonces. Dice que vos, capataz de
la misión de los noruegos, robaste este hombre enfermo y lo llevaste a vivir
en el monte. Que cada noche gritaste hablando solo, que comiste las ore
jas de una mujer asadas en la brasa, que diste insectos para comer al hom
bre enfermo, y que unos cazadores lo salvaron. Ha venido una inspección
de la iglesia noruega. Después de tantos años de beneficios ¿no hay una
voz que mueva tu corazón? Es necesario que dejes al demonio. Arrodi
llare aquí en la tierra y pedí perdón al que todo lo puede y todo lo per
dona. En la tierra; ahora; aquí.
— No puedo pedir perdón por mentiras, reverendo. Por otras cosas
puedo, pero no por éstas.
— ¡Sí, por éstas! No hay un solo paisano en la misión ni uno en el
pueblo que no sepa que es verdad: que robaste ese enfermo, que lo lle
vaste al monte. Lo dijeron el día de la inspección.
En mi vergüenza, no hablé. La fuerza que traía del monte, fuerza pres
tada que achicó al tigre, que hizo nacer la flor en el invierno, me faltó.
Miré a los hijos del reverendo pero ninguno levantó los ojos para mirarme.
— ¡Adiós entonces, Vega! ¡Tal vez tu santa mujer te ayude desde el
cielo!
SARA GALLARDO 11
Salió con su auto de monte. Dobló en la curva, la tierra se levantó
alta.
Allí sonó aquel ruido. Allí las plantas de la barranca removieron lo
verde, se doblaron, se rompen. Corrí. Aquel auto había volcado, había
rodado, vi las ruedas en el aire, corriendo como en la tierra. Vi los hijos,
como los pollos, juntándose, gritando. Grité, bajé por la barranca. Los
hijos dispararon de mí, corrían.
Muerto, el reverendo. H seso afuera. El caracú saliendo del espinazo.
Grité a los hijos:
— ¡No corran! ¡Vuelvan!
Corrieron lejos, gritaron.
Saltó un ruido. Y el fuego. Alto apareció, en los asientos, en la ropa,
más alto, en las plantas, se hicieron rojas, negras. Había llovido y por
eso no ardió la barranca entera en esa hora. Alto, gritó el fuego. Abrió su
boca para gritar. Como leche, hirvió el seso del reverendo, hirvió el caracú
en su hueso. Mostró los dientes en el calor.
Subí la barranca. Los hijos corrían y gritaban y se caían; gritaban, se
levantaban y corrían y llegaron al pueblo.
112 EISEJUAZ
—Amigo, las cosas han cambiado. La gente se enojó con vos. Un
tiempo te quisieron como a nadie, un tiempo que ya pasó. Tu amigo, mi
hijo, se enojó también. Precisaban un jefe en su miseria, eras jefe, y te
fuiste con aquel hombre. Se hablan cosas que no deben hablarse. No te
enojes, no te levantes, he visto en este mundo mucho enojo que crece y
que se apaga; he visto que todo pasa.
—Ya no me enojo como antes, y la muerte no me corre a las manos
como ayer. Me han dado una fuerza nueva allá en el monte. Pero me
levanto. Pero digo: fui buen hermano para tu hijo en cada hora; allí en
el monte y aquí en el pueblo. Sin esconderme del patrón ni de nadie le di
madera del aserradero, comida si pude, trabajo si pude le encontré. No
se enojó en ese tiempo conmigo. No es justo que se enoje ahora,
cuando nada no tengo para dar.
En esa tarde caminé a aquella casa que hice con mis manos, bien atrás
de las vías del tren. El sirio que fue llamado Lo Que Se Ve, y que era santo,
donde me hablaron los mensajeros y arrancaron el incienso, estaba ocu
pado, lleno de gente, familia de blanco pobre que vivía en la casa.
Y me acordé del sueño que me fue mandado antes de salir, donde
cruzamos aquel río sin mojarnos y llevé aquel incienso como bastón.
— Sé que no me engañé. Sé que cumplimos tu mandato.
Aquella gente se apuró a hablarme: «No hay reclamos. La casa es
nuestra».
Yo me acordé: la estrella de la mañana y cómo me saludó; el sol, y
cómo nos miró. Nada dije. No les hablé. Me fui.
En esa tarde pasó el entierro del reverendo por el pueblo. Pasaron los
hijos, el doctor, la enfermera del dispensario, los paisanos de la misión
levantando tierra en esa tarde, en el entierro del reverendo.
Una vez dije a ese hombre que me enseñó las cosas del cristiano:
«Como el suri cazado ve correr a su cría, muy demasiado chica para vivir,
verás disparar a tus hijos y estarás muriendo. Eisejuaz no podrá impedirlo,
nadie no podrá». Ya veo por qué lo dije; ya lo veo enterrar.
Alguien se ríe, cerca de mí. La vieja de los chahuancos, amiga del
demonio, se rió de mí:
— Yo sabía cuándo, vos no. Ahora todavía sé cuándo, vos todavía no,
nos vamos a encontrar.
114 EISEJUAZ
Eisejuaz en la casa de las mujeres llevó el agua, barrió. Jefe en su cora
zón, no habló. Trajo la leña, cargó la ropa sucia. Limpió la casilla del fondo
con el olor de tanta suciedad. Conocedor del mal entre los suyos, vio una
tristeza nueva. No dijo nada. Oyó pelear, vio llanto, vio risa, vio mise
ria. Vio el hijo sin nacer lleno de moscas en el fondo del pozo.
Atrás de la pared, en tierra de ninguno, se hizo un rincón para dormir.
Dijo a aquel que sabe lo por qué:
«Ya no pregunto nada. Estoy aquí. Tampoco no te pregunto por aquel
que me encargaste. Ya recuerdo cómo tus mensajeros cantaron una vez:
eso esperarás, eso verás».
SARA GALLARDO 11
lo vio desde el palco, la dueña del hotel, y cuando la miró, miró a otra
parte. La mujer del que fue su patrón, López Segura, miró a otra parte.
Dijo este hombre a aquel que lo ve todo:
«No me quejo, pero esto sucede por aquello que dejaste que saliera
en el diario. Te pido pues: hacé que mi corazón no se canse demasiado,
porque esto es cansadon>.
Pasaron los soldados de Tartagal con su tambor, con su bandera, mar
chando, sonando con el pie, lindo de mirar. Y uno que era paisano mataco
se equivocó una vez con su paso. Pasaron las escuelas y el hombre joven aquel
que estudiaba ya no estaba allí. Pasaron, y la gente alegre, aplaudiendo.
En la tarde:
— Vega, andá a traer vino, que vienen los soldados.
Vino traje en damajuanas grandes.
— Traé botellas de caña; trae carne; traé chorizos.
— Más leña.
— Vega, vas a hacer un asado.
Llegaron los soldados, llenaron el pasillo, el pauo, bebieron, gritaron,
se cantó. Las mujeres corrieron en la noche, se rieron.
Hice aquel fuego, puse los asadores como rueda, inclinados, que les
diera el calor. El fuego levantó su llama, contento prendió la leña, que era
seca, sin humo. Aquellos chorizos en la parrilla los puse en filas y los pin
ché, y salpiqué la carne con salmuera de la botella y la salmuera chistó en
la calor de la carne.
Los soldados, de broma:
— ¿Falta mucho? ¿Puedo ayudar?
En su hora desparramé la brasa en la tierra y el jugo de los chorizos
caía sobre las brasas, y el sudor de mi cuerpo caía en el suelo. Puse ladrillos
de cada lado y acosté los asadores, una punta sobre unos ladrillos y otra
sobre los otros. Con un palo acomodé las brasas. El calor subió parejo y
la carne se asó. Siempre escaseaba mi comida en aquel sitio. Saqué dos
chorizos y un pan y los metí en la tapia, que tenía agujeros, y tapé con un
cacho de palo.
Vino la vieja a mirar el asado:
— Faltan chorizos. Había treinta y seis, hay treinta y cuatro.
No la miré, ni le hablé.
Buscó al hombre que parecía el dueño, el que se sienta cada tarde
en el patio a leer el diario, y lo trajo con ella.
— ¿No ve que faltan chorizos? Había tres docenas, faltan dos.
Parados allí contaron los chorizos de la parrilla. El hombre:
116 EISC.UAZ
— Vega: es un buen asado.
Y se fue.
Los soldados, gritando: «Está listo. Está listo»; alzando los brazos:
«Comamos».
Comieron, se rieron, pusieron música, levantaban los vestidos de
las mujeres.
Saqué mi comida, salté al otro lado de la tapia y comí. Se alegró mi
cuerpo con esa comida caliente. El jugo de los chorizos goteó en mis bra
zos y lo lamí. Contento, me levanté a mirar, porque la luna había salido.
Y vi una nube chica delante de la luna, con dos colores en el borde. La
miré, porque parecía queriendo hablarme aquella nube chica, pero no me
habló, pasó delante de la luna, caminó su camino con paz y sin apuro.
Mirando al mundo en esa noche aquella nube santa que yo miré.
Después me puse en el rincón aquél hecho por mí con una tabla y
con ramas en ese terreno de nadie, y me dormí tranquilo.
En el patio se peleó aquella noche.
La mujer vieja:
— ¡Vega, Vega, Vega, Vega!
Allí salté.
Contra de la mesa, levantando el cuchillo, aquel soldado paisano que
erró su paso en el desfile. Ya se muere su compañero blanco cerca del fuego,
una tripa con grasa amarilla saliendo de la panza.
— ¿Qué hiciste? —yo, en nuestra lengua— . Dame ese cuchillo.
Se asoman, desnudos, de las piezas. Y el soldado blanco se revolcó,
murió; la tripa oscurecida en la ceniza.
En aquella hora vi su alma que se levantaba, asustada, mirando a cada
uno, queriendo ya perderse, equivocar el camino. La señalé. Le he gritado
en mi lengua;
— ¡No! ¡No vas a andar así como estás queriendo, en pena, haciendo
ruido y alborotando y sufriendo! Eisejuaz, Éste También, el del camino
largo, el comprado por el Señor; Agua Que Corre el espíritu que lo habita
te mandan: Andate a ni descanso, olvidare de este mundo de sombras y
de golpes. Olvidá a tus padres, que te esperan, a tus hermanos en Tarta-
gal. El mundo a donde vas es bueno. Búscalo. Te lo mando.
El alma aquella obedeció, encontró su camino, se fue.
La gente asustada, vistiéndose, mirando.
Y miré a aquel mataco joven con el cuchillo en la mano, con sus pier
nas temblando de la rabia, cómo ya se asustaba, movía los ojos, no sabía
qué hacer; la boca, seca, se le abría; el corazón se le apocó.
Una mujer de aquella casa, hija de gringos, rubia, se lavaba más que
las otras y lavaba sus ropas, y se compró un balde grande para el agua.
Dijo:
—Vega, te pido que me traigas este balde cada día a mi pieza porque
sos forzudo, y nada más que en eso te voy a molestar.
Dije:
— Bueno.
Y le llevé cada día aquel balde.
Esa mujer hablaba mucho con los hombres y la vieja le dijo:
—No charlés tanto porque otros esperan y no hay que perder tiempo.
No cambió su costumbre de charlar. La vieja entonces fue y habló
con el hombre en aquel patio. A la mujer:
—Te lo digo por última vez, y don Mario lo sabe.
— Sí, señora.
Galuzzo el camionero, el hermano de aquel que salvé de la víbora por
causa del valijín de Paqui, fue una noche con aquella mujer rubia hija
de gringos. Y la vieja se levantó a escuchar. Y llamó al hombre aquél del
patio, y escucharon los dos parados cerca de la puerta. La oyeron charlar
y reírse con aquel camionero Galuzzo.
Bien tarde en la noche castigaron a la mujer con rebenques, la sacaron
al patio el hombre y la vieja, la empujaron, se fueron. Subí por la tapia.
En el suelo, sangrando, rota la nariz, aquélla. Traje agua, la ayudé.
— Mi madre me salvaría, pero no vive, no vive, no vive ya.
Aquélla se escapó después de aquella casa. Las otras: «Ya la van a aga
rrar». Una, llorando: «Nadie escapa de acá». Dormía con ella por las noches.
«Nadie se escapa.» Y también, enojada: «¿Por qué no me lo dijo a mí?».
118 EISEJUAZ
La trajeron después de un mes. Flaca como los muertos, cada hueso
afuera con su piel. Ya no habló con los hombres, ni con nadie, ni abrió su
boca para hablar.
Y cuando pasó el tiempo engordó de nuevo, hasta se rió.
Me dijo:
—No creas que no sé agradecer. Serás paisano, pero nadie más que
vos me ayudó. Una vez, estoy para tu gusto.
Atrás de la casilla del fondo le agradecí, y allí me hizo aquel favor.
120 EISEJUAZ
— ¡Por tu culpa, por vos estoy aquí!
— ¡Sáquenlos! —las mujeres— . ¡Apesta a indio en esta casa! ¡Ya no
es vida, aquí! ¡Fuera, los salvajes! —También— : ¡Vestite, negra roñosa!
El hombre Mario y la vieja a agarrarla, a sujetarla:
— No la toquen ustedes a ésta.
— Llévala a su pieza. Vega, que se calle.
La policía llegando.
— Llévala, cerrá la puerta. Cierren sus puertas. Silencio.
La pieza de aquella muchacha, luz colorada y cama hermosa de fie
rro tan revuelta en sus mantas, y tanta flor de aquélla de lavar con
jabón.
Tanta lágrima cayendo, y sin abrir sus ojos. Pero una vez había abierto
los ojos, me vio empujar a su padre, robar el alcohol del hospital. Pero ha
metido la cabeza abajo de su almohada y gritó como alma que huye, como
la tigra, saltó con su cuerpo sucio de la tierra del patio y de la sangre en
las piernas, bramando en su vergüenza y su rabia. Y dijo:
— ¡Sola quiero estar! ¡Sola nomás!
122 EISEJUAZ
Chaqueña. Siendo de seis años me cosí un vestido. Siendo de siete remendé
ropas de él. ¿No lloró en el hospital? Ahora me dijo: «En aquel lugar
estarás bien, pero he visto allí a Eisejuaz, el hombre malo». Pensé: «Iré y lo
veré. Iré y le hablaré». Contenta: «Iré, allí estará». Con mi primera san
gre de mujer fui a la canilla del agua para buscarte. Bajo del quebracho
te había visto, para morir, y dije: «No es así, él». Te vi en el hospital: «No
hay como él». Te vi: «Es bueno, grande en su alma. Ningún hombre me
mirará ni me tendrá. Con mi primera sangre seré su mujer». Ahora ya me
has visto en aquel patio, delante de tus ojos y de todos los ojos. Ya viste
cada cosa de mí. Ya me viste allí. Me viste. Me viste allí.
— No llores tan grandemente mucho, vos, que sos una flor en este
mundo. Si te vendió tu padre, a mí te trajo. Si te perdió, yo te gano. Si
te dejaron, te encontré.
— Mi padre es viejo, enfermo, sufre necesidad. Pero vos me viste, me
hablaste en la canilla del agua. Te dije: «¿No necesitás mujer para casarte?».
Dijiste: «¿Sos mujer? ¿Mujer serías? Pero mi vida ya entró en su última
parte y no me piden eso. Otra cosa me piden, que ahora no sé cuál puede
ser». Y corriste. Buscaste a aquel sucio, que se moría, lo cargaste, lo lle
vaste a vivir. Pero ¿y yo? ¿No era más que aquel pedazo podrido de los
blancos? ¿Y yo? Pero hubiera ido a servirte a vos y a él, a buscar agua
para vos y para él, a buscar comida para vos y para él, a coser la ropa
para vos y para él, a prender el fuego para vos y para él. Pero ¿me miraste?
Yo dije: «Soy mujer», lloré por mi vergüenza. No me miraste, corriste a la
casa rota a levantar a aquella parte muerta de los blancos, a cargarla, a ser
virla. ¿Creés que no te vi trabajar para él? Me diste tu botijo. Lo llevé. No
lo rompí. Cuidé de ese bodjo. Ya no lo necesito más. Mi padre lo usará,
él que me trajo aquí, me dejó sola, no me dijo adiós. Abrieron la puerta
de mi pieza y creí que era él; y era esa vieja. Abrieron y creí que eras vos;
pero era el que viste de Tartagal, primero que tuve en mi cama. Pero yo
te había dicho: «¿No necesitás mujer para casarte? Ya soy mujer». Viejo te
veo, no caminás como antes, pero sos fuerte igual, y para mí siempre estás
bien. Tengo catorce de mi edad.
— Tengo cuarenta y dos. Quince tenía cuando me casé con mi mujer.
Rengo quedé en el monte, castigado por mi debilidad. ¿Pero mejor que
tu padre camino todavía?
— Nunca te vi reír. Te has reído, y se ha calmado mi corazón.
— Me he reído, y el espíritu que me habita vio mejor, sintió su fuerza.
— Digo y digo: ¿Por qué estas cosas, para qué esperé, para qué cubrí
mi cuerpo con vestidos?
124 EISEJUAZ
cada día en aquel trabajo. Pensé en el toba, en el chahuanco, en
muchos. Mi pensamiento se levantaba En ese tiempo me habló el Señor
«Un día me darás las manos». Por cinco días con sus noches no hablé,
ni comí. Después esperé: «Daré mis manos; por esto de mi pueblo ha
de ser». Después tuve un pensamiento nuevo: «Ya terminó la hora de noso
tros en el monte, ya terminó el monte y todo bicho del monte. Es la hora
del blanco. El camino del paisano tendrá que pasar por allí». Me preparé,
hablando al Señor, trabajando, de día y de noche. Me liicieron capataz de
la misión. «Aquí voy a aprender. Estaré listo en la hora que el Señor diga.»
Me vi delegado del paisano, hablando al intendente, mi patrón, López
Segura. «Aquí aprendo.» Nada. Me vi echado de la misión. Los mensaje
ros de la vida me fueron retirados. En esa hora me viste, para morir, abajo
del quebracho. Caminé a pedir consejo a un hombre sabio. A cada
paso, oí sonar esta palabra: «Entregarás las manos y empezará el bien».
Volviendo, pensé: «Me fue dado conocer al hombre joven que se va al
monte como maestro. Él es pensador, yo soy jefe. Juntos, podremos tra
bajar». Pero en ese tiempo me aburrí de nombrar al Señor y una noche
negra me tapó. Vos me sanaste, en el hospital. Yo te sané, sin pedirlo ni
saberlo. Curado, esperé. Supe que debía entregar las manos al que oí lla
mar carroña de los blancos. Cumplí. Frené mis pensamientos. En el monte
me fue dada una fuerza nueva. Ahora paso el día esperando un aviso y no
puedo alegrarme pensando: «Soy libre. Serviré a mi pueblo». Mi pueblo
me odia; el blanco no me quiere; y tengo que servir todavía a ese que
me entregaron y que no sé dónde está. Te digo: Es difícil cumplir en
este mundo de sombras. Pero no podemos llorar por lo que somos. Sólo
decir: «Aquí estoy, y en mi ceguera digo: bueno». Así como dice en su
ceguera la semilla que nada sabe, y nace el árbol, que ella no conoce.
— Yo no quiero decir: bueno; ni digo: bueno; ni diré: bueno. Yo te
digo: Sacame de aquí antes que me oigas pedirte: No me lleves, estoy
mejor aquí que en otro lado.
—Yo te veo enferma, lastimada. No digo bueno a eso. Digo: dormí
conmigo, dejá aquella cama, vámonos.
—Yo te veo caído, miserable. Digo: para mí estás bien, siempre estás
bien.
En aquel rincón que hice con ramas fue mi mujer esa que vi cria
tura de la muerte. Pero me dijo, viendo salir el sol:
— Escuché en mi sueño las palabras que hablaste ayer: ¿qué significa:
«Paso el día esperando un aviso, tengo que servir a ese que me entregaron
y que no sé dónde está»?
126 EISEJUAZ
Nada dije. Y ella:
— Hombre casado. Gómez, el que dene almacén.
En aquella hora mi corazón vio negro. Caminé y salí al monte.
Hice mi pintura con carbones y pinté negro mi cuerpo, negra mi cara.
Llamé a los mensajeros de la muerte, que me dieran su fuerza. Mensaje
ros del golpe, de la sangre. Vinieron, me dieron a beber el jugo negro de
sus bocas. Lamieron mi cuchillo. Lavé mi cara pero guardé mi cuerpo
negro debajo de la ropa, y negra la frente debajo del pelo.
Y caminé para volver al pueblo. Caminé para matar a Gómez en su
almacén, atrás del mostrador.
Caminé, y una mujer venía caminando. De los nuestros, maraca. Con
su pañuelo en la cabeza y la cuerda en la frente llevando carga sobre el
lomo, y era carga de bananas. Me dijo:
— ¿Adonde vas, Eisejuaz, Éste También?
Pensé: «¿Cómo se atreve a nombrarme?».
— ¿Dónde estás yendo, caminante?
Se me cayó el cuchillo en esa hora. Lo recogí, y esa mujer no estaba.
¿Quién era, conocida de mi corazón?
Y dije:
— Era Quiyiye, Lucía Suárez, mi compañera.
Grité. No estaba. Quise correr. Adónde.
Vi en el suelo la marca de su pie, con la seña que tenía en la planta.
Lloré en aquella hora hablando a mi mujer, Lucía Suárez, Quiyiye,
mi compañera. Volví al monte, lloré, me lavé todo lo negro.
SARA GALLARDO
darán. Un día que no conozco nos veremos de nuevo. Quiero que
sepas: Ya no me queda mucho tiempo en esta tierra.
— ¡Entonces me quedo aquí, donde te veo! ¡Entonces quiero morir
con vos!
— Si no te vas mañana antes que el sol, ya no saldrás de aquí más que
vieja, enferma, o muerta.
Una de las mujeres:
— ¡Ni al baño se puede ir tranquila ahora con estos negros ladrando
y metiendo la nariz en todas partes!
Antes que la luz primera del sol aquella muchacha, saltando por la
tapia. Y en las manos no traía nada.
El ómnibus que viaja para Orán con sus luces abiertas; ya roncaba; y
he comprado un boleto.
— No sé subir en esto, y tengo miedo.
—Cuando suban los otros vos subís; y te sentás; te va a gustar. Este
dinero es tuyo; te servirá.
Dijo:
— Dáselo a mi padre. Es viejo, está impedido, ya no sabrá dónde
encontrar dinero.
— No es hombre que merezca nada.
— Él me cuidó cuando no podía valerme, cuando mi madre me
dejó. Cocinó frutas, las aplastó, me las puso en la boca; buscó el gusa
no gordo; me cantó. No hablo de merecer. No quiero que sufra por el
hambre.
Dije:
— Llevá entonces esta parte de dinero y dásela a la mujer de Ayó, por
que las mujeres ponen el ojo en cosas distintas que el hombre. Y esta parte
será para tu padre.
— ¿No me dijiste: dormí conmigo, dejá aquella cama, vámonos? Dejé
la cama, y todas las cosas nuevas que tenía allí. ¿Cómo no venís?
— Por qué, lo sabe ya tu corazón.
Salió el sol, señor de los mensajeros. Tocó el ómnibus, y el ómnibus
aquel brilló, saludó. Tocó las casas, y la madera de las casas se alegró, cantó.
Y el cartel de ese almacén con su botella. El del ómnibus:
— Nos vamos. Hola, Vega. ¿No venís?
—No. Esta que es mi hermana se va para Orán. Cuidala, che.
Subió aquélla, y vi cómo el velo que dije ya cubría sus pasos. Nadie
128 EISEJUAZ
no la iba a conocer, nadie a tocar ni a detener. Subió, con su miedo. Subió,
y se sentó. Subió, y me ha mirado. Aquel ómnibus se fue.
Se han reído cerca de mí. La vieja del chahuanco, sentada en el suelo,
con un bastón.
Y la he mirado, vieja amiga del diablo, en aquella hora. Vino una risa
a mi corazón. Y se levantó esa risa, alta, fuerte, mensajera del Señor, lavó
cada cosa. La vieja, asustada, quiso alejarse, caminó. El espíritu que llevo,
Agua Que Corre, se desplegó. Cada cosa brilló ante su mirada.
134 EISEJUAZ
san más que en estas cosas, llenen la sangre fuerte, no los deja dormir. Ya
me imagino que te pagarán bien. Sin embargo hijo es un sitio maligno
para la salud. No te hablo del alma solamente sino del cuerpo. Hay enfer
medades que te infectan la sangre desde la raíz. Los hombres no piensan
en nada cuando les entra ese capricho en la cabeza. Te lo digo, pobre vieja
devota de San José castísimo que soy, porque deseo tu bien. El reuma
no me deja dormir. Me ahogo. Siete almohadas uso en la cama y no me
sostienen para mi descanso. Lloro, y nadie me quiere consolar. Una nuera,
¿de qué vale para una vieja abandonada? Sólo para desear la muerte de
quien le ha dado todo. Le ha dado su hijo, le ha dado casa, le da todo. Un
hijo, si está casado, escucha más a su mujer que a la madre que le sacri
ficó la vida. ¿Sirvientas? Ya sabés cómo son. De noche no están. La de
turno lo pasa en las piezas de los viajantes. Ya sabés hijo: hay que hacer
ojos ciegos, pues la pieza que alquilan es su casa. Hijo, sólo me resta en
mi ancianidad recurrir al que siempre se apiada, ese que yo te dije que es
nuestro único consuelo, pero vos no me oíste. Mirá, de los muchachos
que trabajaron aquí en aquel tiempo en que eras lavacopas, solo Gómez
se ha vuelto hombre decente, de provecho. Vos tuviste todo y lo dejaste
perder. Y te has ido a esa casa donde ya me imagino cuántos bochinches
verás, cuántas vergüenzas, cuántas mujeres perdidas y hombres extravia
dos. Verdad será lo que dicen, que hay mujeres desnudas en las fiestas y
hombres borrachos que hacen lo que quieren con ellas, y que les rompen
las blusas y ellas se ríen, que el Señor bendito las perdone. ¿Es verdad? ¿Sí?
¿Lo viste? ¿Eh? Pero San José protege a sus fieles, el castísimo santo del
cielo. Hijo, Lisandro, he sabido sobre vos cosas que no he creído, en fin,
hasta el diario las publicó. Ahora te digo para qué te he llamado, porque
a vos hay que llamarte, agreste como sos, orgulloso, ingrato, que no venís
a saludar a los protectores de tu juventud. Sé que conocés a ese hombre
maravilloso, ese santo. Los árboles han ardido en Tartagal por su palabra.
La gente reunida vio aquello, gritó. Se curaron muchos. Algunos malva
dos se hicieron buenos. En cambio ya viste el final del pastor noruego. Yo
te dije: «No vayas con ellos, son herejes, son extranjeros». Pero ¿quién
puede cambiar esa cabeza dura? Hijo, sólo quiero pedirte una cosa. Ese
hombre viene al pueblo mañana. Sólo te pido: abrime paso hasta él, vos
que lo conocés, vos que sos fuerte, a mí que estoy pesada y ciega. Decile
una palabra por mí.
— ¿Mañana viene?
— Hijo, lo trae la piedad popular. Una cosa te pido, una sola: vení
al hotel; búscame a las nueve de la mañana; acompañame; abrime paso.
Esa noche en aquel terreno hablé a los mensajeros y los vi. Sal
tando, volando en todas partes. Y vi al mensajero de la noche por la pri
mera vez. Se levantó; azul; alto; lo conocí, lo saludé.
136 EISEJUAZ
En aquel desorden dos mujeres con cintas rojas, con canastas: «La
donación, la donación». Monedas, pesos, anillos, un pañuelo recogían,
zapallo, huevos, un poco de fideo. «La donación», aquellas mujeres en ese
ahogo, empujando, de mal corazón. Y tanta gente afligida, gritando, can
sada: «¡El santo! ¡El santo! ¡La palabra!» «La donación», aquellas dos. Tan
tos que tosían en el humo, se desmayaban. Doña Eulalia:
— Me muero, me siento mal. Hijito mío, no te veo, dónde estás. No
me empujen.
Una colcha colgaba en el fondo de aquella pieza. Una mujer, de las
de cinta roja:
— ¡Silencio! ¡Silencio para recibir la palabra!
En aquella hora han corrido la colcha que colgaba en el fondo. Vi
una puerta cerrada.
Un viejo:
— ¡Estoy curado! ¡Puedo caminar!
Se levantó, lloró. Esa gente:
— ¡Milagro!
Un grito grande solo.
Y una de las mujeres, levantando sus brazos:
— Silencio.
Se callaron. Y callados lloraban, esperaban. Y se abrió la puerta. Y en
la puerta, en una cama alta, con barba, el Paqui.
Los árboles se rompieron delante del cine con sus ramas llenas de
gente, y la tierra de la calle fue una nube grandísima por aquel pataleo y
revolverse y andar de tantos; la fila del policía con sus palos se cortaba,
se sacudía. Vi a aquel franciscano de pantalón gris sacando fotos, y dijo:
— El obispo de Orán tiene que intervenir.
Hombres apurados con una máquina bajaron de un camión.
En esa hora vi a aquella gente de los míos que se perdió en el
monte, dueña del perro que fue mi compañero, la que peleé a la muerte
hablando con el Señor. Un blanco los traía.
— Aquí están. Hablen. Es la televisión.
138 EISEJUAZ
La mujer, asustada:
— Sí. Es verdad. Comiendo con él volvió la leche a mi cuerpo y brotó
la flor en el invierno.
El marido:
— Lo vi y es verdad. Comiendo con este que llaman el Maestro.
Hablaban nuestra lengua. Un paisano lo dijo en español.
El blanco, fuerte:
— ¿Qué comieron en aquella soledad, en la choza aquélla?
Callados, les dio vergüenza decir mono. Dijeron:
— No nos acordamos.
Llegó el camión colorado del Paqui, la gente a arrancarle pedazos, a
chillar. La policía con sus palos, golpeando, empujando. El Paqui, en la
camilla, asustado. El camión caminó para atrás entrando en el cine. Y los
carteles del cine se cayeron con el peso de tanta muchedumbre.
Entré con mucha fuerza en aquel lugar que no conocía, y de nuevo
las banderas, los gritos, el enfermo en mantas, aquel olor, el canto aquél;
de nuevo aquellas mujeres: «la donación, la donación». Y cada cual
daba lo que podía.
Una mañana anduvieron bichos del monte por las calles: el chancho,
la corzueia, el mono sobre los techos de las casas; la víbora corría sin mirar
a los lados, se subió en los bancos de la plaza. La gente:
140 EISEJUAZ
— ¡El río! ¡Entró en el monte! ¡Crece!
Trepaban a las lomas. En autos ponían sus muebles, sus hijos; y a
los camioneros del ganado, de la nafta, del palo, a los hombres del ómnibus:
—Amigo, le pago, lléveme mi gente, mis cosas.
Hablaban por las calles, asustados.
— ¡Se llevó el puente nuevo y dos autos que lo estaban cruzando! Ese
río Bermejo es sin medida.
— ¡Entró en el cementerio, ha roto mucho!
El cajón de aquel turco de los ricos, el que murió en la bruta calor
volviendo de! entierro del dentista, se lo lleva aquel río para abajo, apu
rado, flotando. Dos mujeres de la casa aquélla, en la mañana:
—Adiós Vega. Andá a mirar. Se ha roto el cajón de doña Eulalia, la
vieja del hotel; el pelo le ha crecido, la enterraron con traje de fiesta.
Se reían. La gente se apuraba. El Paqui con su camión andaba lejos,
por otros pueblos.
Encontré un paisano viejo en la canilla del agua. Cargó unas latas lle
nas en una carretilla de palo y no tenía fuerza para hacerla andar. Se la
llevé hasta arriba, a la puerta de la misión donde fui capataz por tantos
años
— Gracias, che. ¿Viste el río? Tal como está, no viene solo.
— No te comprendo, che padre.
—Algo de otro lo va a acompañar; muy mucha lluvia, muy mucho
frío, vaya a saber.
— ¿Frío, acá?
—No te descuides.
Pensando: «Los viejos saben cosas, y ha de ser lluvia», arreglé el techo
de mi casa, que era la más peor de las casas hechas por mis manos, por
que ya no tenía mi hacha, y recogía lo que encontraba y lo ponía allí
encima- Y aunque el río no entró en el pueblo, por causa de aquella cre
ciente hubo trabajo para mí, de cargar, de llevar, de traer, de levantar, en
el puente y en el cementerio viejo, y en otro que hicieron después en un
sitio que no alcanza el río. Me compré un hacha.
Pero fue frío. El más grande que el pensamiento piense, y nadie no
recordó uno igual. De los paisanos murieron canddades, enfermos, débi
les como andan, y más que nada chicos, viejos, y de aquellos muchos con
el aliento roto en el pecho. Murieron blancos, y cómo no. Se helaron
las frutas todas de las quintas de los gringos: frutillas y de toda clase de
142 EISEJUAZ
En aquel frío, en el amanecer, en la puerta de mi casa, el Paqui. Nada
hablé. Lo metí adentro. Con los ojos cerrados, no quiso hablar. Puse leña
en el fuego. No me miró. Calenté agua, le eché yuyo, lo hice tomar. Tomó.
No me miró. Allí me he reído.
— ¿Te reís? — enojado.
— Es lo mejor que me enseñantes.
No habló. Flaco, temblando, sucio. Callado, en su rincón.
Aquella muchacha y el chico miraron por la puerta. Se rieron,
mirándolo.
— No se rían. Sufre, y hay que dejarlo en paz.
— Quiero decirte a vos: encontré a mi padre; lloraba; le regalé dos
papas.
El Paqui:
— ¡No quiero oír más ese ladrido asqueroso, ese ruido a vómitos!
¿Aquí tengo que verme otra vez? ¿Aquí, aquí? ¡En esta miseria, otra vez,
en esta basura, otra vez!
El sol subía en aquel frío matador de tantos y aquel hielo como polvo
sobre el pasto se hacía agua, y en aquella humedad se mojaban los pies del
caminante.
— Si no hubieras robado todo al irte, algo verías para tu utilidad.
Miseria encontrás, miseria nos dejaste. ¿Y qué podías hacer vos con el
hacha, con mis camisas, con la carretilla? ¿Por qué debieron morir el loro
y el perro? Pura maldad. Aquí estás, y de lo que tuviste nada te queda, ni,
por obra tuya, me queda a mí para hacerte la vida más mejor.
Enojado, sucio, callado, temblando, en su rincón, lloró.
144 EISEJUAZ
— ¿Dónde estabas? — aquella muchacha— . ¿Qué hay en tu cara que
no conozco? Habíame a mí. Contéstame.
Dije:
— Habíame vos.
— Ha venido mi padre. Saludó al enfermo blanco. Miró, se fue. Trajo
regalos. Dijo: «Felicidad para tu hombre». Quiero decirte: ¿Vas a
comer? Cociné dos batatas, una galleta.
— Dámelas.
Las aplastó, las comí.
Aquel chico, Félix Monte de nombre por voluntad de la mujer que
perdió un hijo por mi causa, esposa del maestro que está enfermo en su
lucha, aquel chico:
— Una mujer rubia como los hijos de los gringos ha traído esto
para vos. Dijo: «Vega me conoce. Es un regalo y le servirá».
Vi una pala.
— Gracias. Es una buena pala. Ponela allí.
En esa hora gritó el Paqui, gritó. Corrí. Vomitó, gritó. Movió los bra
zos, se paró. Gritó:
— ¡Me muero, che!
Caminó. Salió.
— Che amigo, che, sosteneme, che, no veo, che, adiós.
Le dije:
— Paqui. Adiós. Te busca tu ángel, che. Adiós, amigo. Adiós.
Cayó allí. Se revolcó. Murió.
El Paqui allí, hermoso, entre los yuyos. Limpio, allí, quedó.
Aquel chico, Félix Monte, corriendo:
— ¿Quién trajo esto? ¿Quién trajo esto acá?
La muchacha:
— Mi padre. Es un regalo. Es comida. Hace trac sobre el fuego como
el maíz.
El chico:
— ¿No lo sabés? Huevos de sapo. ¿No conocés? Rococo grande; es
veneno, y ¿no sabés?
Ella:
— ¡Vos lo comiste, hombre fuerte, por mi mano, con la batata, con
la galleta! Era un regalo de mi padre. Se lo dio una amiga que tiene, vieja,
del chahuanco. Para vos me lo trajo. Me alegré. Te lo di. Le di a este blanco,
146 EISEJUAZ
Y salió el sol en esa hora cantando un canto que nunca no le oí. Cantó
su canto apareciendo tan grande y sonaba para todos dando gloria, cono
cimiento, grandeza. Cantaba y canté con él, grandemente canté con el
señor de los mensajeros del Señor.
He gritado.
Dije a aquélla y al chico:
—Cuando esté muerto pónganme en ese pozo, al lado de ese hom
bre, y tápenme con hojas como yo lo tapé. Con la pala cúbrannos de
tierra hasta arriba, y apreten bien la tierra saltando con sus pies. Este lugar
y estas casas se llaman ahora Lo Que Está y Es. No duerman, ya habrá
tiempo de dormir. No lleven nada de aquí en sus manos. Caminen a
donde les dije y párense al lado del surtidor de nafta. Y sepan que Agua
Que Corre es inmortal y los seguirá siempre.
Rompí mi cuchillo. Puse cada parte en un bolsillo de mi pantalón.
Y vino una negrura alta a taparme los ojos. Grité:
— ¡Habíame, muchacha!
— Mi hombre, mi marido, mi señor.
Dije:
— Por vos el mundo no se ha roto, y no se romperá.
Agua Que Corre se levantó, y una alegría lo llenó, y lo pintó de un
color que no puede decirse, y estuvo libre, y abrió el brazo que tiene y que
es verde, color de la lengua que nadie puede ver, y gritó. Y se fue. Eise
juaz, Éste También, quedó para ser barro y pasto. Y cumplió.
SARA GAUARDO