1 - El Capitalismo Agrario Pampeano 1880-1930 PDF
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transformaciones producidas en las dos últimas décadas del siglo XIX y las
primeras del actual imprimieron a la Argentina características tan perdurables que
muchas de ellas pueden reconocerse todavía en el país de hoy. «Varios estudios de
carácter predominantemente descriptivo —dice Alfredo Pucciarelli— ya han
destacado los rasgos más notorios del crecimiento económico operado en aquella
época. Otros han intentado profundizar el análisis, pasando los datos empíricos por el
tamiz de las concepciones económicas desarrollistas o… las teorías funcionalistas
sobre el proceso de modernización. Sin embargo, tanto unas como otras han mostrado
en el plano teórico explicativo… signos definitivos de agotamiento». El presente
ensayo procura situar el problema sobre bases distintas, partiendo del estudio de la
naturaleza y evolución de las clases y fracciones de clase en el ámbito agrario para
«redefinir tanto el perfil estructural de la sociedad argentina en la etapa examinada
como las fuerzas sociales que su dinámica pone en movimiento». Ello, espera el
autor, permitirá en el futuro estudiar desde otra perspectiva la historia del período y
reconceptualizar la relación establecida entre las principales fuerzas sociales y los
movimientos políticos.
Página 2
Alfredo Pucciarelli
ePub r1.0
et.al 25.05.2020
Página 3
Alfredo Pucciarelli, 1986
Retoque de cubierta: et.al
Editor digital: et.al
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
Prólogo
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4. La gran estancia ganadera (más de 5000 hectáreas)
5. El proceso de acumulación capitalista
6. desarrollo del capitalismo agrario y transformación de la empresa ganadera
Sobre el autor
Notas al Capítulo I
Notas al Capítulo II
Notas al Capítulo IV
Notas al Capítulo V
Página 6
PRÓLOGO
Este texto, que por razones involuntarias pongo a consideración de los lectores con
muchos años de atraso, tiene orígenes un tanto remotos y una pequeña aunque
azarosa historia que comienza a fines de la década del sesenta y luego acompaña a su
modo, como tantas otras, el largo y doloroso proceso de persecuciones con que asoló
el país la última dictadura militar. Concebido al principio como tesis de grado, se
sustenta en una investigación sociohistórica elaborada con el objetivo de poner punto
final a un prolongado y fructífero ejercicio de reflexión colectiva, realizado en el
transcurso del ciclo de estudios de doctorado dictado por ese entonces en la Facultad
de Humanidades de la Universidad Nacional de La Plata.
La versión definitiva de la tesis fue sometida ajuicio del jurado examinador a
mediados del año 1974, pero la discriminación académica desencadenada en el
ámbito universitario durante el gobierno de Isabel Perón le impidió cumplir con su
cometido: el trabajo fue censurado y parte del jurado debió abandonar primero la
Universidad y luego el propio país. Posteriormente, una editorial argentina decidió
incluirlo en su plan de publicaciones del año 1976, pero antes de realizarlo sufrió
presiones que la obligaron a suspender definitivamente sus actividades en el país. Por
fin, sobrevino la diáspora y con ella la necesidad que muchos tuvimos de adaptarnos
a otro medio y de responder a nuevos requerimientos intelectuales. En tales
circunstancias, la reflexión sobre los problemas de nuestra sociedad resultaba
acuciante aunque extremadamente ardua y dolorosa; el tema quedó congelado y el
manuscrito archivado, esta vez sin esperanzas.
En esto último, sin embargo, nos equivocamos. El nuevo clima de libertad
ideológica y política que hoy disfrutamos nos permitió reinsertarnos en el ámbito
académico, retomar viejos temas que todavía continúan vigentes y entablar
enriquecedoras polémicas sobre los problemas de reconstrucción de nuestro pasado.
Además, la revisión de la bibliografía sociohistórica nos permitió comprobar que, a
pesar de los años transcurridos, el estudio de la naturaleza y la evolución de las clases
sociales en la Argentina no ha sido abordado todavía. La publicación de algunas
importantes investigaciones no logra disimular el enorme vacío de conocimientos
existentes en este campo, ni permite satisfacer la necesidad que hoy tenemos de
reconocemos también a través de la recuperación de la historia de nuestras entidades
colectivas.
Tal verificación, realizada en el nuevo contexto de intercambio de distintos
enfoques historiográficos, nos alentó a descongelar nuestro tema, corregir y modificar
una parte de los manuscritos, volver a presentar la tesis de grado, que finalmente fue
aceptada, y preparar ahora su publicación. Debo aclarar, sin embargo, que el trabajo
de actualización del material original no es del todo suficiente, especialmente en los
primeros capítulos, donde ahora observo cierta rigidez en el uso de algunas categorías
teóricas y en la estructura del marco analítico. Se nota también la ausencia de algunos
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aportes teóricos recientes, que han intentado enriquecer el estudio de la relación
existente entre tipo de capitalismo, tipo de desarrollo agrario y estructura de clases.
Por esas razones, el trabajo se mantiene, en ciertos aspectos conceptuales, demasiado
apegado al modo de pensar imperante en la época de su gestación. Pero todo ello no
alcanza a condicionar, en mi opinión, la interpretación de los resultados obtenidos en
la investigación, la probable validez de sus afirmaciones, ni su actualidad, en la
medida en que intenta elaborar nuevas respuestas para un conjunto de viejos
interrogantes que han sido prácticamente desestimados hasta el momento.
Quiero expresar, por último, varios agradecimientos. A Miguel Murmis,
coordinador de los seminarios de doctorado, director de la tesis de grado e inspirador
de todo lo bueno que pueda contener este trabajo. A mis antiguos compañeros de ese
curso con quienes confronté los resultados y mantengo todavía un fructífero diálogo
intelectual. A José Panettieri, Osvaldo Guariglia, Horacio Pereyra y Norberto
Rodríguez Bustamante, por la amplitud de criterios con que lo juzgaron y elaboraron
sus comentarios críticos. A los investigadores del Centro de Estudios de la
Transformación Argentina (CETRA), institución en la que realicé esta última tarea,
por los valiosos comentarios recibidos. A Ada Solari, que realizó con agudeza y
desusado empeño la revisión final del manuscrito destinado a la publicación.
A. P.
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CAPITULO I
TIPOS DE CAPITALISMO
Y ESTRUCTURA DE CLASES
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evolucionismo empirista del desarrollismo y deducir, a la vez, una serie de propuestas
renovadoras se basa en la redefinición de la legalidad histórica que rige la evolución
de los países periféricos. Desde esa perspectiva, la historia de las regiones
colonizadas es la historia de la dominación ejercida por los centros metropolitanos;
las diversas etapas del desarrollo de éstos implican consecuentes etapas de
dependencia en aquéllas. Así, se analiza la expansión mundial del capitalismo como
un proceso en el cual el desarrollo de unos pocos países supone, simultáneamente, el
subdesarrollo de todos los demás y la expropiación de las regiones marginales
representa un aporte sustancial a la mecánica de acumulación de los países
capitalistas.
Pero, al destacar el papel determinante de las relaciones de dominación
establecidas entre países y regiones, esta concepción ubica en un plano totalmente
subordinado el estudio de la relación existente entre la modalidad de la dominación
externa y la naturaleza del sistema de dominación generado entre los grupos sociales
internos, componentes de la sociedad dependiente. Antes de arribar a este punto, la
«teoría de la dependencia» se agota y deja un enorme vacío analítico que debe ser
cubierto por un nuevo enfoque capaz de desentrañar también la naturaleza del sistema
de explotación implantado en el interior de los propios países dependientes.
Orientado en esa dirección, este estudio sobre la naturaleza material de las clases
sociales en el sector agrario argentino intentará aportar, precisamente, un nuevo
marco de análisis, destinado a redefinir tanto el perfil estructural de la sociedad
argentina en la etapa examinada como las fuerzas sociales que su dinámica pone en
movimiento. Con esos datos se podrá aspirar, en el futuro, a estudiar desde otra
perspectiva el significado de los hechos históricos más importantes, y a
reconceptualizar la relación establecida entre las principales fuerzas sociales y los
movimientos políticos de la época. De ese modo, intentamos superar no sólo las
limitadas concepciones desarrollistas o funcionalistas, sino también ciertos análisis
pretendidamente marxistas, ocupados en interpretar a su manera diversos
acontecimientos del pasado sin haber tratado de investigar seriamente, una sola vez,
las características de la estructura de clases de nuestro país.
Como la relación entre estructura social y de clases se ubica en un espacio teórico
y empírico de fronteras relativamente móviles y difusas, el estudio de este segundo
aspecto nos obliga a precisar desde el principio el carácter general de las relaciones
sociales que le sirven de fundamento en última instancia. Por eso, resulta de
primordial importancia reconocer que el proceso de transformaciones sociales
operado a partir de la penetración imperialista es, paralelamente, tal como trataremos
de demostrar, el proceso que conduce al nacimiento, expansión y consolidación de las
relaciones capitalistas de producción, en especial en las zonas urbanas y rurales de la
Pampa húmeda. Pero este tipo de capitalismo agrario atrasado, deformado y
dependiente presenta una serie de rasgos estructurales específicos que lo diferencian
sensiblemente tanto de las formas cristalizadas en el capitalismo originario de ciertos
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centros metropolitanos como de la mayoría de las formaciones sociales periféricas
generadas por la división internacional del trabajo. Lo mismo ocurre,
consecuentemente, con las posiciones básicas de clases. El desarrollo de nuestro
capitalismo las modifica en forma considerable y da lugar, a la vez, a la aparición de
una nueva dinámica social y al desempeño de nuevos sujetos sociales diferenciables
de ambos modelos estructurales. Veamos entonces, antes de comenzar el análisis
empírico, algunos aspectos centrales de la evolución de clases en el primero de ellos,
es decir, en la sociedad que ha servido para caracterizar la forma más pura y acabada
del capitalismo originario.
2. EL CAPITALISMO CLÁSICO
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circulación y comercialización de los productos lanzados al mercado. De ese modo,
el conjunto del capital social se articula en tres fases interdependientes, constituyendo
un ciclo —el denominado «ciclo de capital»—, donde la forma y la masa de
aplicación, así como la cuota de ganancia media en cada sector se fija de acuerdo con
las necesidades y posibilidades del capital industrial.
Esta situación de subordinación al capital industrial, especifica del proceso
clásico, no reconoce otros antecedentes históricos, ni se prolongó más allá de la etapa
de libre concurrencia. En efecto, en los momentos de gestación del nuevo modo de
producción, es decir durante el tránsito de la producción manufacturera a la
producción fabril, predominó el capital comercial. En el período de concentración y
centralización del capital, con la aparición del monopolio, comienza a desarrollarse el
capital financiero, un nuevo sector que pasa a orientar las políticas de inversión del
resto y comanda, además, el proceso de expansión imperialista hacia las áreas
periféricas. En la etapa clásica, en cambio, tanto el punto de partida como el punto de
llegada en la rotación del capital se hallan en la rama industrial. Allí se genera el
excedente y, además, se produce la acumulación y la reproducción ampliada del
capital. Esta línea de desarrollo, en la cual intervienen una cantidad de nuevas
relaciones sociales, se sintetiza en la constante transformación de las fuerzas
productivas, la modificación de la composición orgánica del capital y la extracción de
plusvalía relativa a la fuerza de trabajo disponible. Así, en función de las necesidades
de acumulación, la tendencia ilimitada hacia el incremento de la productividad social
del trabajo y la permanente expansión del «ejército de reserva» resultan ser los dos
extremos opuestos y contradictorios de un mismo proceso de polarización y
homogeneización de clases sociales, inherentes a la naturaleza del sistema.
La propia dinámica del desarrollo capitalista conduce, de ese modo, a la
reproducción ampliada de sus dos protagonistas principales, el capital y el trabajo.
Este proceso de reproducción se realiza aumentando la tendencia natural hacia la
polarización entre ambos factores: el capital deviene más concentrado y productivo, y
la fuerza de trabajo, vendida en el mercado, más numerosa y homogénea. La
generalización de las relaciones capitalistas implica, entonces, la desaparición o la
subordinación de las relaciones de producción que no se adecuen al proceso de
polarización. Así, desaparecen el productor familiar y el productor directo, a la vez
que el capital comercial pierde el papel hegemónico que tuvo en las etapas anteriores.
Ahora reina el capital industrial y con él, por primera vez, la fracción de la burguesía
que recibe sus ingresos del beneficio capitalista, subordinando dentro de un mismo
bloque de poder a las restantes fracciones de la misma clase, especialmente a aquellas
que viven del interés del capital y de la ganancia comercial.
En medio de esto, el capital se dirige hacia el campo para revolucionar del mismo
modo y con los mismos instrumentos materiales y sociales las relaciones de
producción preexistentes. Acuciado por el incremento de la demanda urbana, su
objetivo fundamental es transformaren mercancías los principales productos del
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sector agrario. Es claro que la expansión del capitalismo en el campo como en la
ciudad, en la agricultura como en la industria, depende de la separación del trabajador
de los medios de producción. Por lo tanto, esta expansión afectará sobre todo al
productor directo, siervo o campesino —atado por relaciones semiserviles a los
propietarios feudales de la tierra— que es separado de su antigua posesión territorial,
tomándose mano de obra asalariada. Así como sucedió con la pequeña industria
artesanal, los nuevos métodos y las nuevas maquinarias que introduce el capital en el
campo desplazan la heterogénea diversidad de formas familiares de producción
dando lugar a un profundo y simultáneo proceso de diferenciación y
homogeneización entre los dos sectores ya mencionados, el capital y el trabajo. El
campo se vuelve más capitalista cuanto más avanzado es el proceso de disolución de
las formas de explotación campesina y más numeroso el contingente de peones
asalariados dispuesto a vender su fuerza de trabajo a los nuevos empresarios,
radicados en el sector o en otras ramas de la economía.
Es distinta la situación del terrateniente, el tercer personaje involucrado en este
proceso. Como es sabido, para ampliar la producción de mercancías en el sector
agrario el capital debe disponer de la tierra necesaria, del mismo modo que dispone
de la fuerza de trabajo. Pero la tierra no es una mercancía como las demás formas del
capital, no es producto del trabajo humano, no tiene valor aunque tenga precio, no
puede ser producida o reproducida como los restantes elementos en que se basó
históricamente la organización social del trabajo y, además, se halla apropiada por
una clase social ajena al nuevo modo de producción. Los derechos jurídicos
heredados de los terratenientes les permiten monopolizar la oferta de tierras y
constituir un obstáculo prácticamente insalvable para la libre inversión del capital en
el campo. Presa en medio de esa contradicción original, la burguesía se enfrenta con
dos alternativas históricas para encarar una solución: utilizar el poder del nuevo
estado burgués para confiscar las grandes propiedades retenidas por la nobleza
terrateniente, abriendo nuevos canales de penetración del capital en el medio agrario
o respetar sus derechos consuetudinarios y abrir un frente de conciliación social, un
principio de acuerdo político basado en la aceptación de los argumentos que
justifican, al fin y al cabo, un tipo de propiedad distinto pero no antagónico de la
propiedad del capital.
No es necesario discutir aquí las razones históricas que indujeron a la burguesía a
escoger el segundo camino. Importa señalar solamente que actuando de ese modo
logró eliminar eficientemente las barreras que se interponían a la libre circulación del
capital en el sector agrario, pero lo hizo a costa de una nueva especie de tributo, la
renta capitalista de la tierra. Expresión de la nueva articulación económica
establecida entre empresarios y terratenientes, la renta capitalista se diferencia
sustancialmente tanto de las diversas modalidades de apropiación del trabajo
campesino agrupadas bajo el concepto de renta precapitalista, como de las demás
formas de apropiación específicas de la economía capitalista; no surge de la
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explotación directa del trabajo familiar, pero tampoco se confunde con el beneficio
del capital. Es producto de un sistema de relaciones que permite distribuir la totalidad
del excedente agrícola generado bajo relaciones capitalistas en dos grandes cuotas
correspondientes a la ganancia media y a la ganancia extraordinaria del capital
invertido. La primera es apropiada por el empresario agrícola, de acuerdo a los
principios de regulación que rigen en el resto de la economía, y la segunda constituye
el monto de retribución concedido a los propietarios del suelo, bajo la forma de renta,
por el sólo hecho de permitir el desarrollo de nuevos procesos de producción en sus
dominios, dentro de los cuales no tienen ningún tipo de participación.
Considerada en relación a la lógica global de reproducción de este tipo de
capitalismo, la renta que retribuye el monopolio territorial de los grandes propietarios
se convierte en una rémora, o sea en la prolongación transfigurada de un tipo de
vínculo económico heredado de regímenes anteriores que no cumple ningún rol
esencial en la organización de la nueva economía agrícola. Por la naturaleza de los
procesos económicos que la hacen posible se constituye también en factor de
distorsión de una de las leyes fundamentales del nuevo régimen, el desarrollo de las
fuerzas productivas. Por la desviación que provoca de una parte del excedente hacia
propietarios improductivos, genera un obstáculo permanente al proceso de
acumulación de capital. A causa de estos factores, el sector agrario se mantiene en un
estado de atraso relativo del resto de la economía, pero ésta respeta sus principios de
funcionamiento y tiende a absorber sus efectos negativos para no violar las
condiciones de convivencia, de tolerancia mutua, pactadas desde su origen en el
plano de la política y en la constitución del estado moderno entre las dos grandes
clases de propietarios, la burguesía capitalista y la noble aristocracia terrateniente.
No es arriesgado suponer, por lo tanto, que la existencia de una de las dos
modalidades en que se presenta la renta capitalista, es decir la renta absoluta de la
tierra, resulte un efecto casi exclusivo de este tipo de desarrollo capitalista que no se
reproduce con las mismas características en otras circunstancias históricas. En éstas,
que constituyen la inmensa mayoría, una distinta relación social y política establecida
entre empresarios y terratenientes se tradujo en un distinto régimen de tenencia de la
tierra y en otra modalidad de renta y de desarrollo capitalista, como lo veremos más
adelante.
Para fundamentar este principio de interpretación deberíamos analizar más
detalladamente la teoría general de la renta de la tierra, una tarea que excede
ampliamente las pretensiones de esta breve presentación introductoria. Nos
contentaremos con abrir un breve paréntesis para mostrar el contexto hipotético y los
procesos específicos que permiten la formación de la ganancia extraordinaria en el
sector agrícola, su transformación en renta diferencial y renta absoluta de la tierra y la
generación de su consecuencia más importante, el atraso relativo de las fuerzas
productivas. El análisis de la compleja articulación de los diversos elementos que
componen esta cuestión deberá extraerse de la lectura de las fuentes.[1]
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Si se tiene en cuenta que la tierra es un bien escaso y no reproducible por el
capital, el aumento de la producción destinado a satisfacer el incremento incesante de
la demanda urbana de materias primas y alimentos provoca un incremento
equivalente en la demanda de nuevas tierras explotables. Si la oferta de tierras se
halla monopolizada por los grandes terratenientes, los potenciales inversores
capitalistas atraídos hacia ese sector por la modificación del mercado se verán
obligados a ceder una parte de sus beneficios a los propietarios del suelo bajo la
forma de renta. Pero, en ese caso, se hallarían en desventaja frente a los que invierten
en otras ramas de la economía y desistirían de invertir en la agricultura, agravando los
desajustes originales. Para resolver ese grave problema existen dos caminos posibles:
eliminar por medio de algún mecanismo coactivo no económico la propiedad privada
de la tierra y los derechos de los terratenientes a exigir renta, o generar un nuevo
conjunto de relaciones exclusivamente económicas que permita crear, retener o
absorber una cuota adicional del excedente económico, que pueda ser transformada
en renta sin afectar los niveles normales de beneficio de la inversión capitalista en el
sector agrícola. Como ya hemos visto, la alianza original entre burgueses y
terratenientes excluyó el primero de los caminos y abrió la posibilidad del segundo. A
partir de tal constatación histórica, el problema de la determinación de la naturaleza
económica de la renta agraria en el capitalismo se resume en el siguiente interrogante:
¿de dónde se extrae ese plus de riqueza social de que se apropian los terratenientes
sin expropiar a los capitalistas, ni a los campesinos que ya no existen y sin contratar
mano de obra asalariada? La respuesta tiene dos partes.
En primer lugar, el incremento de la demanda urbana tiende a ser satisfecho
ampliando la frontera agrícola, lo cual supone un paulatino desplazamiento de los
productores desde las tierras más fértiles ya utilizadas hacia las menos fértiles, de las
más cercanas al mercado hacia las más alejadas, y así sucesivamente. En ese caso,
para conservar los mismos incentivos de inversión capitalista en las tierras más
desfavorables, habrá que garantizarle al empresario una cuota de ganancia por lo
menos similar a la de los restantes sectores de la economía. Para que ello sea posible,
el precio de mercado se fijará teniendo en cuenta el valor de producción resultante en
la explotación de las peores tierras incorporadas al mercado. Así, el precio comercial
no surge, como en la industria manufacturera, de la media de productividad calculada
en cada rama, sino de los valores de producción calculados en las tierras menos
fértiles. Por ese mecanismo, todas las demás explotaciones, con valores de
producción menores a los de las peores tierras, reciben una cuota de ganancia
extraordinaria, proporcional a la diferencia entre sus propios valores de producción y
el precio del mercado. Surge de ese modo la expresión más visible de renta
capitalista: la renta diferencial de la tierra, una cuota de ganancia extraordinaria
absorbida por los propietarios de la tierra y ubicada por encima de la ganancia media
que es retenida, como en las demás ramas de la economía, por el empresario
capitalista. Existen varios tipos de renta diferencial, producidos por una serie de
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factores económicos y naturales que inciden sobre los niveles de productividad de la
tierra, pero los mecanismos de generación y apropiación de la ganancia extraordinaria
se hallan asociados, en todos los casos, al funcionamiento del mercado capitalista.
Pero, en segundo lugar, la explicación anterior no concluye con el problema: no
da cuenta del proceso de generación de ganancia extraordinaria en las peores tierras,
aquellas que, por definición, no pueden obtener renta diferencial alguna. Allí los
terratenientes no tendrían la oportunidad de hacer valer frente a los empresarios sus
derechos monopólicos, no podría existir renta sin cercenar la cuota de ganancia. Sin
incentivos económicos los terratenientes no encontrarían razón para elevar la oferta
de tierras, a menos que los inversores se resignaran a obtener en esa porción del
territorio un beneficio menor o que se genere otro tipo de relación que permita
obtener por otros medios una nueva cuota de excedente adicional para destinarla al
pago de la renta sin afectar el beneficio normal de los productores. En este último
caso se estarían creando las condiciones adecuadas para la aparición de la renta
absoluta de la tierra. La explicación de la naturaleza de la renta absoluta en tierras
donde el valor de producción tiende a ser igual al precio de mercado resulta más
compleja y difícil, razón por la cual ha dado lugar a diferentes tipos de
interpretaciones.[2] Siguiendo la línea que nos hemos trazado, presentaremos sólo
algunos aspectos del razonamiento sin considerar su fundamento teórico,
especialmente aquellos que giran alrededor de la conceptualización del valor y el
precio de producción.
La distribución general del excedente económico en el sistema capitalista se rige,
entre otras, por una ley fundamental: la transformación de la ganancia en ganancia
media. Constituye éste un proceso extremadamente complejo generado para resolver
una de las grandes paradojas en que se asienta la organización social de la
producción: las empresas que tienen menor composición orgánica de capital —las
que realizan mayores inversiones en mano de obra en relación a las maquinarias
dentro de la inversión total— generan por cada unidad de inversión una cantidad
mayor de excedentes económicos que las que operan con criterio inverso, o sea que
tienen mayor composición orgánica de capital. Si sus efectos no fueran corregidos y
neutralizados en el proceso de circulación del excedente, buscando la forma de
favorecer a estas últimas, que son las más tecnificadas y productivas, se desalentaría
la innovación e inversión en tecnología, eliminando la posibilidad de crear
condiciones adecuadas para el crecimiento del sistema. Ese factor de corrección, si
funciona adecuadamente, supone, sin embargo, una especie de apropiación de parte
del excedente producido en las empresas menos tecnificadas que favorezcan un
mayor nivel de acumulación en las más adelantadas. Por esa causa, el precio
comercial de las mercancías no se determina teniendo en cuenta las condiciones de
producción de cada empresa sino las condiciones medias de la rama de la producción
a que pertenece. De igual modo, la cuota de ganancia del capital invertido no se
determina en función de la masa de excedentes generada en cada rama de la
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producción, sino a partir de una especie de promedio en el cual se ponderan las
distintas cuotas de ganancia de las ramas de la producción, para incluir a las que
tienen mayores y menores niveles de composición orgánica de capital. A través de
este mecanismo, las ramas con menor composición orgánica —que generan una
proporción mayor de excedentes en relación al capital invertido y deberían recibir
una mayor cuota de ganancia— transfieren al resto una masa de excedentes igual a la
diferencia entre su propio valor y el valor promedio.
Ahora bien, a pesar del sensible aumento de productividad que conlleva la
inversión de capital, la agricultura es una de las ramas más atrasadas de la
producción. Conserva una muy baja composición orgánica del capital, porque las
estrategias de producción y los procesos de innovación tecnológica se hallan
severamente condicionados por las restricciones que impone la producción de
mercancías en base a la explotación de recursos naturales. Por ello la masa de
excedentes generados en relación al capital invertido es una de las más altas de toda
la economía, y también su cuota de ganancia; es decir que genera un plus que le
debería ser expropiado, a través de la fijación de la cuota media de ganancia, para
compensar a las ramas de la industria que producen con mayor composición orgánica
de capital. Pero ¿qué ocurriría si a través de los mecanismos de fijación de los precios
agrícolas ese plus no formara parte del proceso de determinación de la ganancia
media y quedara en manos de la rama agrícola? Aparecería una ganancia
extraordinaria que estando por encima de la ganancia media que reciben los
empresarios capitalistas podría ser transferida bajo la forma de renta del suelo a los
propietarios de la tierra a cambio de la autorización para la explotación de todas las
parcelas, aun de las peores, aquellas que no producen renta diferencial.
Así se explica la existencia de la renta absoluta de la tierra, una relación
económica que se basa, en última instancia, en la elevación de los precios relativos de
las mercancías agropecuarias y que, por esa razón, se convierte en un tributo pagado
por toda la sociedad a los dueños de la tierra. La renta absoluta se genera porque los
terratenientes pueden transformar sus derechos jurídicos en un monopolio
económico, o sea que existe porque existe la propiedad privada de la tierra. La renta
diferencial, en cambio, en la medida en que retribuye mayores niveles de
productividad, es producto de la competencia en un mismo mercado de unidades
heterogéneas, surge de la naturaleza misma del régimen capitalista y existe mientras
exista la propiedad privada de los medios de producción y la producción de
mercancías. En definitiva, puede agregarse, cuando corresponde, a la renta absoluta,
pero no puede ser eliminada con ésta liquidando la propiedad privada de la tierra,
sino aboliendo las leyes del sistema capitalista en su conjunto.
Estamos en condiciones de presentar ahora a un nuevo sujeto social, el
arrendatario capitalista, agente principal del proceso de penetración del capital en el
ámbito agrario en este tipo de desarrollo capitalista. Se relaciona con los antiguos
propietarios terratenientes pagando un canon de arrendamiento que no afecta su cuota
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de ganancia, y ésta se obtiene con nuevas estrategias de producción donde nuevos
criterios de uso del suelo, nuevas tecnologías y nuevas formas de organización del
trabajo son debidamente articuladas con el empleo de mano de obra asalariada,
reclutada en un nuevo mercado formado especialmente por los campesinos
despojados del usufructo de sus parcelas ubicadas en los ex dominios señoriales.
Expresado con categorías económicas, el terrateniente percibe sus ingresos de la
ganancia extraordinaria transformada en renta del suelo, el arrendatario recibe el
beneficio medio correspondiente al capital invertido en la explotación de la tierra que
no es suya y el proletariado rural percibe únicamente, como su hermano de la ciudad,
la parte del producto destinada a reponer su fuerza de trabajo. Así, el capital respeta
la figura del terrateniente ausentista y penetra en el campo de la mano del
arrendatario, agente del desarrollo de las fuerzas productivas. Si la existencia de las
rentas no constituye una rémora demasiado onerosa, las mismas leyes que imponen la
competencia entre los capitalistas manufactureros irán modificando poco a poco la
composición orgánica del capital, aunque siempre a un ritmo más lento del que se
verifica en el sector industrial. También aquí la forma de producción más avanzada,
más capitalista, la que abre mayor cauce al desarrollo de las fuerzas productivas, es
aquella que logra eliminar totalmente las formas anteriores de organización del
trabajo, basadas en la cooperación simple del grupo familiar dirigido por el productor
directo. Terrateniente, capitalista-arrendatario y obrero-asalariado son las figuras
centrales de la estructura clasista generada por el capitalismo clásico en el sector
agrario que, junto a capitalistas y asalariados del sector industrial, constituyen el
emergente de un esquema de relaciones sociales único e irrepetible en la historia del
capitalismo mundial.
3. EL CAPITALISMO TARDÍO
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Como en todas las sociedades donde las relaciones de producción capitalista se
imponen hegemónicamente sobre el resto, aquí la acumulación de excedente a través
de la apropiación de plustrabajo se halla en el centro del sistema. Pero, a diferencia
del modelo clásico, los mecanismos fundamentales de acumulación no se definen por
la apropiación de plusvalía en la producción manufacturera. En el proceso de
circulación, la centralidad del capital se desplaza desde el sector industrial hacia otros
sectores frenos dinámicos y productivos. Estructuralmente débil, condicionada en su
desarrollo por la presencia dominante del capital financiero, la industria no halla
condiciones ni tiene capacidad suficiente para dar un ritmo adecuado al proceso de
concentración y modificación de la composición orgánica del capital. Por ambas
razones no puede hacerse cargo de la disolución de todas las formas de organización
social del trabajo heredadas del pasado precapitalista, ni impulsar el proceso de
polarización y homogeneización de las dos clases fundamentales, burguesía y
proletariado, transformando la fuerza de trabajo en mercancía y los medios de
producción en capital. En el lugar central se halla el capital financiero, nacido a la
sombra de las crecientes necesidades de un tipo de Estado cada vez más dependiente
de uno de sus recursos fundamentales, la deuda pública. Al solventar periódicamente
la deuda pública, el capital financiero transfiere en su beneficio la mayor parte de la
riqueza social, obtenida por el Estado mediante la progresiva implantación de
impuestos a la inmensa mayoría de la nación, es decir, a los pequeños campesinos
parcelarios y pequeños propietarios de la industria y el comercio. En este caso, la
clave que permite el buen funcionamiento del mecanismo global de acumulación
reside en la posibilidad de controlar el aparato del Estado para diseñar desde allí la
política financiera y abrir el acceso hacia sus dos ramas complementarias: los
negociados y la especulación. El mercado capitalista, ámbito natural de las
transacciones mercantiles de manufacturas y fuerzas de trabajo, es desplazado en
importancia por la bolsa, el principal mercado para la especulación financiera y el
juego transitorio de las inversiones improductivas.
Sin embargo, el control indirecto del aparato del Estado no garantiza por sí solo la
constitución de este modelo de acumulación. Para asegurar su reproducción, el gran
capital debe fomentar la expansión de un régimen de producción basado en la
actividad económica de los trabajadores independientes, un sector que tiene
capacidad para producir los excedentes que alimentan los ingresos fiscales, directos e
indirectos, del Estado, pero que, por su propia dispersión, no puede modificar los
mecanismos de apropiación determinados a través del recaudador de impuestos por el
capital financiero. La debilidad individual de los trabajadores independientes se
contrapone a su gran peso numérico, razón por la cual se constituyen en la clase
social más numerosa y a la vez menos influyente de la sociedad. Se halla compuesta
principalmente por una gran cantidad de empresas familiares, pequeñas unidades del
comercio y la producción, entre las cuales se destacan, por su peso demográfico,
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económico y social, los pequeños campesinos parcelarios, surgidos del reparto de
tierras realizado después de la revolución.
El campesino parcelario es un pequeño productor mercantil, propietario de una
mínima porción de tierra que, por su extensión y sus características, linda con el
minifundio. Incapaz de absorber las necesidades de trabajo de la unidad familiar, la
pequeña parcela es sometida a un intenso proceso de sobreexplotación que va
deteriorando paulatinamente las propiedades nutritivas del suelo agrícola. Por tal
causa, a la subdivisión de las pequeñas parcelas —provocada por el incremento de la
población rural— se agrega la pérdida de la fertilidad del suelo, creando la necesidad
de realizar nuevas inversiones para asegurar su restauración y mejoramiento. De ese
modo, se incrementa el costo social de producción en la misma medida en que baja la
productividad y decae la agricultura, y el campesino comienza a compensar sus
saldos negativos a través del endeudamiento, es decir, a través de la hipoteca. Bajo la
forma de intereses por hipoteca o de adelantos no hipotecarios del capital usurario, el
campesino cede al capitalista no sólo la renta del suelo, no sólo el beneficio de su
pequeño capital, sino incluso una parte de su propio salario. Individualmente, el
capital usurario explota al campesino por medio de la hipoteca; socialmente, como
clase, termina de expropiarle el excedente a través de los sucesivos incrementos de la
carga tributaria.
La pequeña producción mercantil del campo, junto a la de la ciudad, conforma la
ancha base social que sustenta, en última instancia, el mecanismo de reproducción del
capital financiero. Su persistencia y su particular inserción en la dinámica del
desarrollo capitalista se explican no sólo por la incapacidad del capital industrial para
transformar las relaciones de producción preexistentes sino por la propia necesidad de
acumulación del capital financiero.
En ese sentido, no se trata de un estado transicional de la economía, en el que las
formas más avanzadas se van imponiendo sobre el resto, sino, más bien, de un nuevo
sistema en el cual la relación de explotación entre el capital financiero y la pequeña
producción mercantil se reproduce simultáneamente con las formas de organización
del trabajo basadas en la extracción de plusvalía. La presencia dominante del capital
financiero se asocia, a su vez, con un mayor peso del sector rentístico en el campo y
con la persistencia de los productores familiares, vinculados de manera precaria al
mercado capitalista y explotados simultáneamente por los propietarios de la tierra y
las diversas ramas del capital parasitario.
La modificación de los parámetros de acumulación, organizados en base a las
necesidades específicas del capital financiero, la debilidad del sector industrial y la
subordinación de sectores sociales próximos al régimen de producción preexistente
conforman una peculiar estructura de clases. En ella, el menor peso social de los
sectores específicamente capitalistas es consecuencia del rol hegemónico de los
terratenientes y la aristocracia financiera y de la multitudinaria presencia del
campesino parcelario en el campo y la pequeña burguesía comercial e industrial en la
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ciudad. La burguesía industrial se opone a la aristocracia financiera, pero sin fuerza,
porque, a diferencia de otros países industrializados, en este modelo de capitalismo
tardío predomina la agricultura y las industrias no han logrado avanzar en el proceso
de concentración y centralización del capital, ni en el establecimiento de un ciclo
integrado de reproducción ampliada. Al no poder imponer sus intereses específicos
en la alianza establecida con los sectores propietarios de la tierra y el capital, la
burguesía es incapaz de romper el círculo que la asfixia, o de intentar la orientación
de las políticas económicas del Estado en beneficio de su propio proyecto.
La gran concentración geográfica del proletariado y el nivel político de su
enfrentamiento de clase con la burguesía presionan para que ésta identifique sus
intereses con los de la aristocracia financiera, aceptando la disminución de su cuota
de ganancia y de sus propias posibilidades de expansión. Apartadas de la estructura
de dominación del capitalismo clásico, las clases propietarias presentan importantes
diferenciaciones internas, que no se articulan en función del desarrollo capitalista, lo
cual impide que una fracción domine al resto nítidamente, en forma estable. Del
mismo modo, las clases explotadas aparecen escindidas en una minoría asalariada y
una enorme masa de pequeños productores independientes, que son la base de la
explotación del capital improductivo. La clásica contradicción burguesía-proletariado
se atenúa y deforma porque ni la burguesía industrial puede afirmar su hegemonía
entre los propietarios ni el proletariado puede representar al conjunto de los
explotados. Además, como resultado del esquema de las posiciones básicas de clase,
aparece una nueva clase, el lumpenproletariado, formada por una masa urbana
claramente diferenciada del proletariado, compuesta principalmente por quienes
desempeñan ocupaciones marginales y circunstanciales.
Por todo esto se trata de un tipo de capitalismo deformado que redefine el
comportamiento de las clases en el nivel de la vida social, política e ideológica. Fue
Marx quien, al analizar este tipo de capitalismo tardío en la formación social francesa
de mediados del siglo pasado, indicó, por primera vez, no sólo su desplazamiento
cronológico respecto del modelo originario sino, además, las características
especiales de su atraso y deformación.
4. EL CAPITALISMO DEPENDIENTE
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parte de un largo proceso, iniciado en América Latina a partir de la colonización
española. Alrededor de este fenómeno existe, además, una polémica abierta —aún
insuficientemente apoyada en investigaciones empíricas adecuadas— sobre el
carácter especifico de las relaciones de explotación impresas en las diversas etapas de
la sociedad colonial y poscolonial durante la época de predominio del capital
mercantil e industrial en las sociedades europeas. A pesar de las distintas posturas en
la mayoría de los trabajos realizados sobre el tema se reconoce que la primera etapa
de dominio del capital monopolista, aun siendo un momento más del largo proceso
histórico de la dependencia, resulta una de las más importantes, porque marca el
inicio de la progresiva constitución de una nueva trama de relaciones sociales
capitalistas. El explosivo aumento de la producción de materias primas, el incremento
del capital social básico y la creciente complejidad general de la economía en las
regiones mejor dotadas de recursos naturales aptos para la producción de materias
primas, indican que el imperialismo no provocó en esta etapa el estancamiento, sino
más bien un tipo de desarrollo sui generis propio de capitalismo dependiente. El auge
sin precedentes de la producción exportable y la activación general de la economía
promovieron, en efecto, una marcada acentuación de las relaciones de dependencia,
mediante una gama variable de nuevas relaciones de integración con las economías
dominantes.
Tanto las inversiones imperialistas como las nuevas formas de sujeción a los
dictados del mercado internacional incrementaron a través de diversos mecanismos la
masa absoluta de transferencia de valor desde la periferia hacia el centro, pero
hicieron posible, a la vez, la circulación de una parte del excedente dentro de las
fronteras de las economías nacionales. Los nuevos canales de acumulación y
circulación interna del excedente fueron condicionados, desde el principio, por la
naturaleza dominante del mercado externo, deformando en su origen las leyes
reguladoras de la relación entre las tasas de plusvalía y las de inversión, es decir, el
núcleo motor del desarrollo capitalista autónomo. Aun producido en el interior de las
economías dependientes, el plusvalor incorporado a las materias primas se distribuyó
a partir de su realización en el mercado externo y fue utilizado para alimentar las
necesidades de acumulación del gran capital monopolista y para importar la mayor
parte de los bienes industriales.
Sin embargo, una significativa proporción del excedente obtenido se reintrodujo
en el circuito productivo, allí donde emergieron, impulsadas por el alto ritmo de
crecimiento económico, ciertas oportunidades de inversión en sectores generalmente
desvinculados de la producción manufacturera. Así, la naturaleza y el ritmo de
crecimiento de los países monoproductores no sólo dependió de la suerte que les cupo
a sus materias primas en el mercado y de los mecanismos de apropiación impuestos
por el capital monopolista. Aunque con menor relevancia que los elementos
anteriores, también incidió significativamente el volumen, la forma de circulación y
el destino final que se le dio al excedente retenido por las clases sociales de origen
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nacional. Es ésta una cuestión de especial importancia para llegar a comprender el
grado de complejidad de cada tipo de capitalismo dependiente, su peculiar
composición de clases y la forma específica en que los grupos locales dominantes
estructuraron un sistema político y económico capaz de adaptarse a las nuevas
exigencias del período imperialista.
La inmensa área geográfica y social cubierta por el mundo periférico no ofreció el
mismo tipo de atractivos para estimular la inversión del capital monopolista. De la
enorme diversidad de regiones marginadas de la producción capitalista, las
metrópolis imperialistas eligieron aquellas que por sus condiciones ecológicas y
sociales se adecuaban mejor a la producción de alimentos y de las materias primas
requeridas para acelerar el desarrollo industrial. Con ese criterio, las inversiones de
capital se dirigieron, en primer lugar, hacia zonas de clima templado, aptas para la
producción agropecuaria, impulsando desde épocas tempranas la colonización
dependiente de los espacios vacíos localizados en las estepas pampeanas de
Argentina, en Nueva Zelandia, en Australia, etc. Se trata de un grupo de países que,
por razones tanto geográficas como economicosociales, desarrollan un tipo de
estructura capitalina más abierta y dinámica que la de otras regiones, menos
favorecidas por la inversión de capital y por el valor asignado a sus materias primas
en el mercado internacional. Aun así, la naturaleza del crecimiento capitalista no
dependió exclusivamente de esos factores. Influyeron además en el proceso las
modalidades diversas de la inversión realizada, los mecanismos de expropiación
externa que les corresponden, el tipo de propiedad y organización del trabajo
heredados de etapas anteriores y el volumen y forma de circulación del excedente
retenido dentro de los marcos de la economía nacional.
Según haya sido la articulación del proceso de crecimiento impulsado desde
afuera con las condiciones sociales preexistentes, la irradiación del capitalismo en
América Latina abre cauces a la configuración de una nueva serie de formaciones
sociales distintas, desde economías nacionalmente controladas, propias de los
espacios vacíos incorporados a la producción agropecuaria extensiva, hasta
economías de enclave, especificas de explotaciones intensivas de algún recurso
mineral, pasando por un conjunto de situaciones híbridas o intermedias, donde se
combinan, por ejemplo, economías de subsistencia, economías de plantación y ciertos
sectores de recursos básicos nacionalmente controlados.
A pesar de las notables diferencias que se registran tanto entre como entre
regiones y subregiones, la implantación del capitalismo dependiente se transforma en
un rasgo histórico del período, en el cual aparecen involucrados la mayoría de los
países periféricos y mucho más aun los países agropecuarios latinoamericanos. Esta
proyección mundial del capitalismo hacia la periferia contiene, además, otra
característica distintiva: se trata de una expansión horizontal, es decir, en extensión
más que en profundidad, por lo que genera un nuevo tipo de relaciones capitalistas
que no tienen la fuerza disociadora de su antecesor histórico, el capitalismo clásico.
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Pero el atraso estructural del capitalismo dependiente no es el resultado de la
importación de los elementos materiales y las relaciones sociales propias de las
primeras etapas del desarrollo capitalista sino, al contrario, de la incorporación
sectorial de algunas de sus últimas transformaciones históricas, como son,
principalmente, las variadas formas del capital monopolista industrial, comercial y
financiero.
La presencia de las inversiones monopolistas constituye, precisamente, el punto
de partida para explicar, en todos los casos, la constitución de una nueva trama de
relaciones capitalistas, en la que los centros de reproducción ampliada del capital se
hallan localizados fuera de las economías nacionales periféricas. Pero eso no es todo:
sólo el análisis particular del volumen y las formas de radicación sectorial podrá
explicar la conformación de distintos tipos de capitalismo dependiente, los cuales
tendrán características particulares en el ritmo de desarrollo de las fuerzas
productivas, en la implantación de nuevas relaciones de explotación, en la
composición de las clases sociales fundamentales y, en síntesis, en la conformación
de la estructura social predominante.
Así, el capitalismo dependiente no sólo se define por las relaciones de
subordinación y complementación a que lo someten los centros imperialistas sino
también por su atraso y deformación en relación con el modelo del capitalismo
clásico. Esta deformación estructural —efecto de la propia situación de dependencia
— es común a la mayoría de los países sojuzgados en el mercado internacional no
obstante pueda manifestarse de diferentes formas. Pero, cualquiera sea la nueva
situación creada por el efecto disolvente del capital y el mercado externo, es evidente
que no repetirá en rigor ninguno de los modelos clásicos de organización del trabajo
ni reproducirá un sistema de explotación y de acumulación basado en la presencia
exclusiva de burgueses y proletarios en la ciudad, terratenientes, arrendatarios,
capitalistas y obreros asalariados en el campo. Además, el lento desarrollo de las
fuerzas productivas no supondrá, en este caso, el incremento exclusivo de las
relaciones salariales ni de la tendencia a la homogeneización y polarización de las dos
clases fundamentales.
La estrategia de penetración y el rol desempeñado por el capital monopolista en la
producción, circulación, expropiación y apropiación del excedente económico en
cada una de las sociedades nacionales generan una serie de rasgos estructurales
diferentes, que autorizan a pensar en la existencia de diversos tipos de capitalismos
dependiente. Sin embargo, esa posible multiplicidad de tendencias de desarrollo
capitalista, que debe ser incorporada al análisis, no implica negar la existencia de
procesos comunes, rasgos compartidos y estructuras equivalentes que hacen plausible
una caracterización general del capitalismo dependiente en nuestro continente. Para
iniciar una aproximación a ese problema, agruparemos los rasgos empíricos
compartidos en cuatro grandes categorías.
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El núcleo original de la formación social capitalista dependiente se desarrolla a
partir de la penetración del capital monopolista extranjero en las antiguas y
heterogéneas estructuras nacionales precapitalistas. Se trata de un capital altamente
concentrado que domina y pone a su servicio un conjunto de formas de producción
diferentes, sin tener necesidad de disolverlas previamente ni de constituir un mercado
homogéneo de tierras, capitales y mano de obra, lo que distorsiona los mecanismos
capitalistas que regulan la producción y acumulación de la riqueza social. Además,
por su vinculación con el capital metropolitano no tiende a reproducirse en el interior
de las economías en las cuales se implanta.
El capital extranjero se ubica en diversos sectores de la economía, adopta
diferentes formas y elabora variadas estrategias de valorización, pero nunca llega a
convertirse en un tipo de capital centralmente industrial. Sea capital agrícola o minero
de enclave, sea capital comercial asociado a la producción de materias primas o
capital financiero dedicado a desarrollar la infraestructura, su forma de penetración
no conduce, en ningún caso, al desarrollo y consolidación de una rama industrial
manufacturera hegemónica, vinculada a la transformación del mercado interior. Por el
contrario, la condición especial de su presencia en el país dependiente se asocia con
una política diseñada para cumplir los requisitos de la división internacional del
trabajo. Su penetración, directa o indirecta, en el sector agrario se caracteriza,
además, por reforzar el peso relativo del latifundio en la producción de materias
primas y promover el aumento absoluto de la masa de excedente apropiada bajo la
forma de renta.
La presencia de unidades de producción capitalistas altamente concentradas no
excluye la proliferación de una gran cantidad de empresas capitalistas pequeñas y
medianas en la ciudad y en el campo, cuyo gran peso demográfico es inversamente
proporcional a su peso económico y social. Esta heterogeneidad creciente del sistema
económico —muy acentuada en algunos países donde la penetración es antigua—
redefine sustancialmente los mecanismos de acumulación del capital genera formas
particulares de desarrollo combinado e influye decisivamente en la evolución del
régimen de organización social del trabajo y en los mecanismos de fijación de precios
en el mercado.
Aun con desarrollo capitalista, la consolidación de las nuevas formaciones
sociales será realizada en base al desarrollo combinado de relaciones de producción
capitalistas, protocapitalistas o incluso precapitalistas. Cada forma particular
expresará, seguramente, la manera en que se articularán las condiciones naturales de
la región, la presencia y el peso de situaciones sociales preexistentes y las
necesidades y naturaleza del capital invertido. En muy pocas ocasiones se han
desarrollado relaciones puramente capitalistas; en general tienden a coexistir e
integrarse con otras más atrasadas, tanto en el interior de las empresas como en la
relación de las unidades productivas entre si. De ese modo, el sector capitalista puede
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apropiarse del excedente a partir de la extracción o transferencia de plustrabajo
obtenido de unidades no capitalistas.
El desarrollo combinado de las relaciones sociales de producción redefine,
además, la distribución de las posiciones básicas de las clases sociales, aunque la
forma en que se concreta y los múltiples efectos que provoca en el plano de la
economía, la política y la ideología, pueden variar dentro de un conjunto limitado de
posibilidades. Estos limites cerrados de variación posible, determinables
empíricamente, son los que otorgan referencias específicas al conjunto de situaciones
deformantes, comunes a todas las formaciones dependientes.
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Así, los diversos procesos de penetración del capital surgen de distintas formas de
combinación que se producen entre el tipo de capital, los volúmenes de inversión, el
rol que desempeña en el sistema productivo y las modificaciones que provoca o
induce en algunos o todos los grupos de fenómenos indicados. Con esos criterios se
pueden reconstruir, como formando partes de un mismo sistema, la producción,
circulación y consumo de mercancías y lo que ellos contienen oculto: la producción,
circulación y apropiación del excedente económico. Ambas cuestiones definen las
nuevas modalidades de desarrollo agrario que, cuando son analizadas poniendo
especial atención en el origen y la naturaleza de los sujetos o de las clases sociales
fundamentales, aparecen mencionadas como nuevas «vías de desarrollo capitalista».
Este nos permite introducir un nuevo y breve esquema comparativo de algunas
experiencias históricas que, analizadas con parámetros similares, muestran radicales
diferencias entre si y con la Argentina; aunque, como veremos más adelante, ciertas
caracterizaciones pueden ser adaptadas para enriquecer nuestras propias
interpretaciones.
Comenzamos reinterpretando las características del ya analizado proceso de
desarrollo capitalista agrario del modelo «clásico». En él se mantiene inmodificado el
régimen de propiedad y se transforma el régimen de tenencia de la tierra. Los grandes
terratenientes continúan monopolizando la mayor parte del suelo agrícola y los
campesinos son desalojados violentamente de sus parcelas. En la medida en que el
proceso de acumulación es realizado fundamentalmente al margen de la producción
agropecuaria, el capital penetra desde afuera, disolviendo relaciones de producción
preexistentes, y con ellas la figura del trabajador familiar atado por medio de
ligaduras semiserviles al gran propietario territorial. Este último, como vimos,
perdura asociándose con el arrendatario capitalista. Entre ambos se distribuyen la
plusvalía expropiada al tercer personaje, el obrero asalariado, única fuente creadora
de riqueza social. En términos comparativos con el sector industrial, el grado de
concentración y centralización del capital es más bajo, del mismo modo que la
composición técnica y orgánica del capital, del cual depende, en última instancia, la
apropiación de renta absoluta por parte de los propietarios terratenientes.
De ese modo, las posiciones de clase se definen con relativa pureza, debido a que
este tipo de desarrollo evita, por su misma naturaleza homogeneizadora, la
posibilidad de nuevas combinaciones. El terrateniente recibe sólo renta y se halla
subordinado a la dinámica del capital. El capitalista se identifica con el arrendatario,
invierte fundamentalmente en la esfera de la producción, extrae plusvalía y retiene su
cuota de ganancia media. El productor directo ya no existe, ha sido eliminado para
dejar lugar al trabajo libre del obrero asalariado. La tendencia de desarrollo de esta
estructura marca, a su vez, un progresivo predominio del sector arrendatario
capitalista, el cual por medio de la acumulación y constante reinversión va
disminuyendo paulatinamente el peso relativo de la renta de la tierra y con él, el peso
social de los propietarios terratenientes. Se constituye, en esa dirección, como sector
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hegemónico y a la vez autogenera la cúspide de un nuevo sistema de clases en el cual
no habrá lugar para sectores intermedios, ni para la proliferación de viejos sectores
especulativos. Ademas de los asalariados persistirán los antiguos propietarios de la
tierra, siempre y cuando el peso de la renta que se apropian no oponga trabas
fundamentales al desarrollo progresivo de inversión capitalista.
El proceso denominado, por algunos autores, «vía junker» o «camino prusiano»,
difiere completamente del anterior, pero presenta algunos rasgos similares a los de la
transformación capitalista agraria operada en nuestro país. Con él se hace referencia
simultáneamente a un ejemplo histórico, la Alemania de la segunda mitad del
siglo XIX y a un nuevo mecanismo de penetración de capital en las grandes haciendas
terratenientes.[5] En este caso se mantiene intacto el régimen de propiedad, de igual
forma que en el modelo clásico, pero se modifica en otro sentido el régimen de
producción. Los propios terratenientes se van convirtiendo lentamente en empresarios
capitalistas, manteniendo grandes unidades de producción en las cuales el régimen de
servidumbre es reemplazado por la explotación del trabajo asalariado y los métodos
tradicionales de uso del suelo por la nueva tecnología. La renta y la ganancia son
absorbidas por el mismo sujeto y la primera tiene posiblemente mucho más peso que
en el caso anterior. No hay arrendatarios puesto que su función es llevada a cabo por
los mismos terratenientes. La conformación de grandes complejos territoriales orienta
de un modo especial la conducta económica de estos nuevos sujetos: junto al capital y
la mano de obra asalariada se introduce la explotación moderna pero extensiva de la
tierra, lo que provoca un lento desarrollo de las fuerzas productivas. Por otra parte, en
la medida en que el régimen de servidumbre permanece entremezclado con métodos
atrasados de explotación de la mano de obra liberada se limita la expansión de las
relaciones sociales capitalistas. La ambigüedad se expresa en la naturaleza social de
los nuevos capitalistas terratenientes, síntesis de la contradicción entre la renta y el
capital, que no aparece como tal sino como traba objetiva a la reproducción ampliada
del modelo global.
Existen, además, otros caminos que modifican simultáneamente el régimen de
propiedad y el régimen de producción. Así ocurrió con la expropiación de los
terratenientes realizada por el poder burgués durante la Revolución Francesa y el
traspaso de los derechos de propiedad a una enorme legión de campesinos
parcelarios. Allí desaparece la renta absoluta de la tierra y se generaliza un tipo de
producción familiar, mercantil simple, que termina subordinada al capital comercial y
financiero. Por el bajo nivel de acumulación de los pequeños productores hay un
escaso desarrollo de la tecnología y de la utilización de mano de obra asalariada, que
solo complementa estacionalmente a la organización familiar. Además la
acumulación del excedente agrario no es realizada por los pequeños productores sino
que es succionado en el proceso de circulación por otras formas de capital con la
participación activa del Estado, que actúa como agente intermediario. Se arma, de
este modo, un esquema en el cual el atraso agrario alimenta la acumulación de
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capitales no agrarios pero se transforma en una traba formidable al desarrollo del
capitalismo nacional. Lo primero constituye uno de los aspectos de la ambigüedad de
esta forma de desarrollo capitalista y lo segundo una contradicción sin posibilidades
de resolución.[6]
En la vía farmer o camino norteamericano, la modificación del régimen de
propiedad implica, en algunos casos, la expropiación de los grandes propietarios
terratenientes y, en otros, la ampliación de la frontera agrícola hacia tierras vírgenes
donde no existen obstáculos sociales ni jurídicos a los nuevos métodos de
apropiación territorial. Las exigencias del proceso de colonización parecen
condicionar las formas de organización social del trabajo. La empresa familiar es la
que mejor se adapta a la necesidad de implantar nuevos cultivos en contextos
territoriales y sociales relativamente aislados de los núcleos tradicionales de
crecimiento económico. Sobrevive a la natural hostilidad del medio y se fortalece a
través del tiempo, favorecida por la ausencia de terratenientes y grandes capitalistas.
No paga rentas territoriales, ni es expropiada por el capital comercial. Puede
acumular casi todo el excedente generado en sus pequeñas explotaciones, pero ese
excedente no proviene de la expropiación de plustrabajo a la mano de obra asalariada,
sino de la autoexplotación del trabajo familiar. A pesar de su origen, el excedente se
transforma en capital fijo revolucionando constantemente los métodos de producción
y la tecnología. Se abre, de ese modo, un ancho cauce al desarrollo de las fuerzas
productivas, pero éstas no se combinan con la utilización creciente de mano de obra
asalariada; sirven, en todo caso, para aumentar la capacidad de producción de la
organización familiar y su posibilidad de explotar mayores extensiones territoriales.
El proceso de expansión llega, sin embargo, a un limite a partir del cual la utilización
de la mano de obra asalariada es imprescindible, pero su incorporación es parte de un
tipo de organización en el cual la mano de obra familiar continúa siendo
preponderante. Nos hallamos en este caso frente a un nuevo sujeto social, el
empresario familiar capitalista, que puede acumular grandes cantidades de excedente
y transformarlas en capital, permitiendo el libre desarrollo de las fuerzas productivas,
sin tener necesidad de explotar grandes volúmenes de mano de obra asalariada. En su
figura se sintetiza la ambigüedad de esta vía de desarrollo, pero la ambigüedad no
parece generar contradicciones insalvables en la estructura agraria. En algunos casos,
la acumulación conduce a un proceso de concentración que va eliminando
progresivamente el trabajo familiar, para imponer definitivamente los criterios de
organización capitalista en grandes unidades de producción. En otros casos, lo
familiar-capitalista se estabiliza, la acumulación no es acompañada por la
concentración y llega a un punto en que ese sistema de reproducción pone una traba
objetiva a la incorporación de un tipo de tecnología que sólo es rentable en las grades
unidades capitalistas.
La lenta expansión del capitalismo agrario en la mayoría de los países
dependientes latinoamericanos durante la etapa de organización de la división
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internacional del trabajo recorre un camino sensiblemente diferente al de los modelos
anteriores. Aunque esto es así, conviene señalar que carecemos todavía de estudios
empíricos adecuados para profundizar su análisis y extraer consecuencias en lo que se
refiere, entre otras cosas, a la naturaleza y función de las distintas clases sociales. De
cualquier modo, sabemos que en las antiguas economías señoriales la penetración del
capital monopólico extranjero y la nueva forma de inserción de la producción en el
mercado mundial no cuestionan esencia ni el sistema de distribución ni el régimen de
propiedad de la tierra. Se trata de un sistema basado en el irrestricto predominio de la
gran propiedad latifundista, complementada por una amplia constelación de pequeños
satélites minifundistas, que comienzan a transformarse internamente a partir de su
creciente vinculación con el comercio exterior pero sin modificar los patrones de
asentamiento sobre la tierra. En ese contexto, Argentina constituye desde su más
remotos orígenes un caso sensiblemente diferente. Hasta las últimas décadas del
siglo XIX la producción pecuaria extensiva se basa en el latifundio pero excluye
unidades minifundistas y formas de organización familiar de la producción que son
creadas durante el proceso de penetración del capital en el ámbito agrícola y también
ganadero de la región pampeana.
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principalmente extranjero, e incorporación de un impresionante volumen de mano de
obra inmigrante de origen europeo.
Articulando a su modo esos nuevos factores, el proceso global de valorización del
capital consolida las líneas fundamentales de su futuro predominio alrededor de tres
tipos de actividades, que se constituyen, por esa razón, en las tres vías principales del
desarrollo capitalista argentino. Ellas son: las actividades no agrarias vinculadas
directa o indirectamente a la exportación, dominadas por el capital monopolista; el
nacimiento de la industria de manufacturas destinada al mercado interno, impulsada
principalmente por el capital nacional; y la expansión de la producción agropecuaria
requerida por el mercado externo, en la cual predomina la gran propiedad
terrateniente.
Por razones que examinaremos más adelante, la evolución global de este tipo de
capitalismo presenta, además, tres rasgos fundamentales. En relación al bajo y lento
desarrollo de sus fuerzas productivas es un capitalismo atrasado. Es también un tipo
de capitalismo deformado, por el importante peso que van adquiriendo las
«relaciones combinadas de producción», por el peso decisivo de la renta terrateniente
en los mecanismos de apropiación del excedente, por la articulación de ésta con el
capital financiero en la subordinación del capital industrial y en deformación del ciclo
del capital, etc. Es, a la vez, dependiente por su carácter de «apéndice agrario» en el
mercado internacional, por el papel hegemónico que adquiere el capital monopolista
en la orientación del proceso global de producción y en la instalación de mecanismos
de apropiación diseñados en función de una estrategia mundial de acumulación.
Veamos, brevemente, algunos de esos rasgos predominantes.[7]
a) La inversión del capital extranjero. Como es sabido, el capital monopólico
arriba a nuestro país para cumplir un doble objetivo: impulsar la transformación de la
economía agropecuaria sobre nuevas bases capitalistas, adecuando su estructura
productiva a las cambiantes exigencias del mercado internacional, y generar ciclos
internos de acumulación y reproducción del capital directamente asociados a los
nuevos mecanismos de apropiación y exportación del excedente económico. De su
enorme peso cuantitativo y de su papel tempranamente hegemónico en los sectores
estratégicos del crecimiento económico nace su influencia decisiva a la conformación
de nuestro capitalismo agrario dependiente. Al monopolizar, preferentemente, las
relaciones económicas en el ámbito de los servicios básicos, comerciales o
financieros, su actividad implica, simultáneamente, la explotación de la fuerza de
trabajo empleada en sus empresas y, en especial, la apropiación de una buena parte de
la ganancia obtenida por los grupos propietarios de origen nacional. Impulsando el
crecimiento y la modificación cualitativa de las actividades productivas controladas
por el capital nacional, abre, por un lado, indirectamente, un ancho cauce al
desarrollo de las fuerzas productivas y a la transformación de las relaciones de
producción, pero, por otro lado, anuda nuevos vínculos de explotación, más sólidos y
permanentes con los sectores menos concentrados del capital, y de dependencia
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global con respecto a las economías metropolitanas. De allí deviene el carácter
contradictorio de su influencia objetiva: promueve, obstaculiza y deforma, a la vez, la
constitución de una nueva estructura social donde las relaciones capitalistas se
imponen hegemónicamente sobre el resto.
Teniendo en cuenta las funciones diversas que desempeña en la promoción del
capitalismo agrario y en la creación de los nuevos mecanismos de dominación, la
penetración imperialista en el período puede ser dividida en dos etapas. En la
primera, iniciada unos años antes de 1880 y prolongada hasta la crisis de 1891, su rol
primordial consistió en dotar de base metálica al sistema financiero nacional. A través
de la emisión de títulos nacionales, el gobierno argentino logra incorporar desde el
exterior una enorme masa de capital, destinado a sostener el proceso de expansión de
la economía argentina. El esfuerzo que significó poner en funcionamiento un nuevo
sistema agroexportador moderno, que requería grandes inversiones en capital social
básico, determinó un déficit comercial crónico en los primeros veinte años de este
ciclo, sólo amortiguado con los empréstitos públicos que concurrieron a equilibrar la
balanza de pagos. Así, los beneficios de las inversiones directas remesados a los
países de origen y los intereses devengados por la colocación de empréstitos en
general ocasionaron un proceso de drenaje ininterrumpido de la economía nacional
hacia los centros financieros metropolitanos. Como se ha afirmado reiteradamente, la
obligación de pago de estos servicios fue requiriendo nuevos empréstitos y cada vez
mayor endeuda miento. Por otra parte, el incipiente desarrollo de la estructura
productiva y la rápida valorización de los bienes inmuebles impidieron canalizar la
mayor parte de los recursos hacia las actividades productivas, desplazándolos hacia el
crédito y la especulación. Este proceso alcanzó su mayor auge en el quinquenio
1885-1890, hasta que el crack de 1891 produjo una abrupta retracción de las
inversiones, que sólo se recuperaron algunos años después de iniciado el siglo XX. A
partir de entonces, recomienzan un vertiginoso ciclo de expansión, fechado alrededor
de 1905, pero ahora vinculado a otros objetivos y con características distintas de las
anteriores.
Esta segunda etapa, en la que predominan las sociedades anónimas, se caracteriza
por dos rasgos centrales: el primero consiste en el alto grado de concentración de las
inversiones en las actividades de servicios de infraestructura, financieros y
comerciales, desde donde orientan y condicionan el desarrollo del sistema
productivo. El segundo rasgo es el carácter predominantemente especulativo de las
inversiones, armado a través de una complejísima articulación de los intereses
financieros con el sistema productivo, especialmente el sector agropecuario, donde se
origina una parte de los capitales acumulados que son reinvertidos en el sector
inmobiliario.[8]
Tal como ha sido reiteradamente señalado, el rubro principal de In inversión
imperialista en infraestructura es el desarrollo del sistema ferroviario. Este sector,
además de garantizar elevadas tasas de rentabilidad a la inversión, cumple una doble
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función estratégica: posibilita la incorporación de nuevas tierras a la producción y
unifica el mercado nacional. A través de su sistema tarifario promoverá la producción
de los sectores ligados a la exportación, desalentando la actividad industrial
competitiva del interior y desarticulando el sistema de transporte que la sustenta. A
medida que se constituye en la condición necesaria para el funcionamiento de las
economías exportadoras, se convierte en uno de sus núcleos estratégicos. Solo su
presencia permite la realización del proceso de acumulación capitalista en su
conjunto posibilitando la producción agropecuaria y su posterior realización en el
mercado externo. Por último origina una decisiva distorsión en el sistema de
inversión de capitales, al orientarlos hacia la producción de bienes cuya demanda
monopólica es detentada por el sector externo.
El comercio constituye, junto con la producción agropecuaria, la actividad
económica fundamental del país. Dentro de este sector, el rubro importación-
exportación es el más significativo cuantitativa y cualitativamente, en relación al
volumen de los productos que pone en circulación y a la concentración del capital
invertido. En el sector más concentrado tienen predominio absoluto, precisamente,
los grupos monopolistas extranjeros. Ellos se ocupan de regular el volumen, la
calidad y la composición interna de la producción agropecuaria demandada por las
metrópolis. Se ocupan también de controlar rigurosamente el abastecimiento de los
bienes de capital y las manufacturas demandadas por el mercado interno. Controlan,
de ese modo, con un alto margen de libertad, los mecanismos de regulación de
precios internos y externos. Operando en el plano de la circulación, como
representante del mercado internacional, el sector comercial del capital monopolista
también promueve el desarrollo de la producción, especialmente de la producción
agropecuaria; pero al impedir toda forma de expresión en los precios de la relación
oferta-demanda, condiciona y limita, según sus intereses, el proceso de acumulación
de los grupos nacionales vinculados a la producción, y con ello impone un formidable
freno al desarrollo de las fuerzas productivas. Operando con otros medios, el capital
financiero provoca los mismos efectos. Debido a que orienta la mayor parte del
capital disponible hacia las actividades especulativas o simplemente improductivas y
a la financiación de las grandes empresas agropecuarias controladas por el núcleo
terrateniente, deja librados al sector industrial y a los medianos productores agrarios a
las exigencias del capital usurario.[9]
En el sector industrial, la presencia del capital monopolista se limita casi
exclusivamente a la transformación de las materias primas agropecuarias, y dentro de
ella a la elaboración de carne para exportación. Participa en un grupo de empresas
azucareras, vitivinícolas, molineras, etc., cuyo rasgo más peculiar es la convergencia
de sus capitales con los de la gran burguesía terrateniente, lo cual permite articular
una vasta red de intereses comunes dentro del sector. En los frigoríficos se concentra
la casi totalidad de la inversión extranjera, contrastando con el resto que se
desenvuelve, en la mayoría de los casos, con mayor participación de capital nacional.
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En relación al mercado, los frigoríficos se diferencian, asimismo, del resto por su
orientación hacia el mercado externo, en tanto el resto se limita a abastecer la
demanda global del mercado interno. Este hecho, como es sabido, le confiere al
monopolio frigorífico una posición privilegiada dentro de la economía nacional,
similar a la del monopolio comercializador de las restantes materias primas no
elaboradas. Además, al controlar la demanda y los precios externos condiciona el
ritmo de crecimiento de las actividades agropecuarias dependientes de la exportación.
b) Las industrias nacionales. La segunda vía del desarrollo capitalista en nuestro
país estuvo directamente asociada al surgimiento de un significativo núcleo de
actividades industriales apoyadas, especialmente, en el aporte del capital nacional. En
efecto, excluyendo la industria frigorífica, controlada por el capital extranjero, los
recuentos estadísticos de la época indican el notable crecimiento de un grupo de
empresas vinculadas a la expansión del mercado interno y radicadas preferentemente
en el litoral pampeano. De la heterogénea composición de este sector, podemos
distinguir principalmente tres clases de establecimientos: las industrias
«transformadoras» de las materias primas producidas en el país, las industrias
manufactureras destinadas a la producción de bienes de consumo final y los
numerosos talleres pequeños dedicados a actividades artesanales y semiartesanales.
[10]
Las primeras constituyen un núcleo de establecimientos de carácter «extractivo»,
ocupados en procesar en forma simple los productos de la tierra. Se trata
especialmente de molinos harineros, fábricas de vino, hornos de ladrillos, ingenios
azucareros, etc. Contaron con importantes inversiones de capital, provenientes en lo
fundamental de la capitalización de la renta agraria y la reasignación en el sector
industrial de las ganancias comerciales. De allí su estrecha vinculación con las
actividades económicas de la burguesía terrateniente y el capital comercial y
financiero de origen nacional. Su producción, destinada a abastecer el creciente
consumo interno de productos alimenticios, no llegó a competir con los rubros de
importación metropolitana; por el contrario, consiguió, en algunos casos, enviar
remesas hacia el exterior. Estas industrias, desarrolladas en base a un importante
proceso de concentración técnico-financiera, fueron, junto a los frigoríficos, las de
mayor crecimiento durante el período 1880-1914. Por su estrecha vinculación con los
sectores dominantes de la economía, recibieron en todo momento, y a diferencia de
los grupos restantes, los beneficios de una política de fomento realizada por el Estado
que se tradujo en protecciones aduaneras, regulaciones de precios y apoyos
financieros.
Las industrias manufactureras, dedicadas a la transformación de bienes
intermedios y materias primas de origen extranjero, surgen en función de la creciente
capacidad adquisitiva del mercado interno y se desarrollan especialmente en las
ramas textil, metalúrgica, química, etc. Carecieron, en general, de apoyo estatal y
soportaron tanto el peso de la competencia extranjera (favorecida por franquicias
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aduaneras) como la ausencia absoluta de una industria nacional de bienes de
producción. Su crecimiento crecimiento dependió de las fluctuaciones del mercado
interno, pero mucho más de su capacidad de importar los insumos necesarios desde
los países industrializados.
Su actividad fundamental, o mejor dicho, el hecho mismo de su existencia,
depende de una demanda parcial no cubierta por la importación. Esta condición,
limitativa de su desarrollo, se refleja en la composición poco diversificada de su
producción —artículos de consumo inmediato— y en la escasa incorporación de
tecnología moderna. Son empresas con muy baja composición orgánica de capital. El
bajo nivel de acumulación que las caracteriza impide, además, una reinversión
significativa de los excedentes, tanto en su propio sector como en otros destinados a
fundar un ciclo de complementación industrial relativamente autónomo de las
importaciones. La naturaleza misma de la estructura agrario-exportadora le impone
un tímido rol de agente complementario de las importaciones, que no pueden
satisfacer el incesante aumento y los cambios estructurales de la demanda interna.
Es precisamente en los momentos de mayor demanda cuando se revela el carácter
dependiente y subordinado de este sector respecto de las estrategias de inversión
externa. Las necesidades de equipamiento y de importación de insumos abren la
posibilidad de fusiones, a través de diversos mecanismos, entre los débiles sectores
nacionales y el capital extranjero. Por esa razón comienzan a crecer, alrededor de
1905, las sociedades anónimas industriales, cuyos paquetes accionarios pasan a ser
controlados por entidades financieras metropolitanas. Este tipo de sujeción
económica articula nuevas relaciones dependientes en el campo de la tecnología, de
la implementación financiera, del abastecimiento, etc., a través de las cuales se
inaugura una corriente más de apropiación, destinada a reforzar el proceso de
reproducción ampliada en las metrópolis.[11]
A la inversa, se impide de ese modo el desarrollo de un capitalismo industrial
autónomo, integrado a la producción agropecuaria. Pero aun siendo dependiente, la
actividad industrial influye decisivamente en la conformación de una estructura
productiva relativamente diversificada, punto de partida para la reasignación de
recursos agropecuarios en el sector manufacturero, que la gran burguesía terrateniente
realizaría después de la crisis del año 1930.
Vistos desde la perspectiva de su composición orgánica, ambos grupos de
empresas aparecen, por diversos motivos, incapacitados para inducir un proceso
independiente de reproducción ampliada del capital invertido. Pese a que las
empresas transformadoras importan la tecnología más moderna y adecuada para su
especialización, su propio carácter meramente transformador las lleva a incorporar un
caudal elevado de mano de obra no calificada. Además, su condición dependiente se
expresa nuevamente en la necesidad de radicar y renovar de modo permanente bienes
y equipos de fabricación extranjera. Esto no sucede, en cambio, en las empresas
manufactureras, constreñidas por la limitada capacidad de importación que le brinda
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al país el saldo de la balanza comercial, así como por su propia incapacidad de
acumulación.
En ese contexto, el núcleo estratégico de la producción transformadora se halla
constituido por los frigoríficos, que se destacan por el volumen de producción, el
monto de los capitales invertidos y la mano de obra empleada. Este pequeño grupo de
empresas absorbe el mayor porcentaje de capitales extranjeros y orienta su
producción hacia el mercado externo. Controla desde su origen en forma monopólica
la demanda de los productos ganaderos, independientemente de la situación del
mercado interno. Por la misma circunstancia, el volumen de producción crece o
decrece atendiendo a los requerimientos de los centros de consumo metropolitanos y
la política de precios y la provisión de insumos es establecida con relativa
independencia de las condiciones de producción imperantes en el país. El resto de las
empresas transformadoras se integra con establecimientos fundados por capitales de
origen mixto, con preponderancia de grupos nacionales, y con una producción
dependiente, en lo fundamental, de las características de la demanda global interna.
La industria manufacturera presenta, en cambio, una serie de características
especiales que la ubican en una posición estructural diametralmente opuesta. En
primer lugar, la producción se orienta exclusivamente hacia el mercado interno. Pero,
como es sabido, de acuerdo con las leyes de la división internacional del trabajo, el
consumo interior se abastece principalmente con manufacturas importadas. Así, el
sector nacional se hace cargo, solamente, de la parte del mercado no satisfecho por
esas manufacturas. Aprovecha para ello la asincronía forzosa que se produce entre el
crecimiento de la demanda interna —provocado por el intenso incremento
demográfico y el proceso de concentración urbana— y los mecanismos normales de
abastecimiento externo. De esta manera, la industria manufacturera nacional resulta
complementaria de la importación.
En segundo lugar, la composición del capital es predominantemente nacional.
Desde su origen se halla asociada a la emergencia de un importante sector de
mediana burguesía industrial urbana. Es ésta una clase que, por la naturaleza misma
de sus actividades, nace estructuralmente dependiente de las orientaciones
económicas generadas por la cúpula del sistema. Además de las frecuentes
asociaciones que establece con el capital extranjero para lograr la supervivencia, o
para posibilitar de otro modo el crecimiento de las empresas, la subordinación de este
grupo al funcionamiento global de la economía se presenta, como vimos, en tres
niveles: por su forma residual de participar en el mercado, por su condicionamiento a
las fluctuaciones del intercambio comercial externo y, por último, por su absoluta
dependencia tecnológica.
c) El desarrollo capitalista agropecuario. Para diseñar y promover el rol asignado
a las economías dependientes en esta nueva etapa, el capital imperialista encontró en
nuestro país dos condiciones especialmente favorables: la excepcional aptitud
potencial de nuestras praderas pampeanas y un tipo de estructura social agraria
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relativamente permeable a la penetración del capital en el campo. Tanto las
condiciones del suelo como la ausencia de una masa campesina preexistente, atada a
relaciones de producción precapitalistas, favorecieron la inmediata habilitación de
nuevas formas de explotación agropecuaria fácilmente adaptables a las necesidades
del mercado internacional. Por esa razón, Argentina se convirtió en una de las
regiones de mayor atracción para las corrientes inmigratorias y para las inversiones
externas de varios países metropolitanos.
Sin embargo, para el pleno desarrollo de los objetivos imperialistas, el vacío
demográfico y las ventajas naturales fueron contrapesados por un arraigado sistema
de apropiación territorial latifundista, consumado en sus rasgos fundamentales
durante la etapa anterior. Desde el comienzo, el capital inversor debió negociar con
una sólida burguesía terrateniente su papel y su grado de participación en la nueva
estructura dependiente. En la distribución de funciones, el capital extranjero localizó
sus actividades, como hemos visto, en el desarrollo de la infraestructura, en el sector
industrial extractivo y en los rubros vinculados con la circulación del capital y las
mercancías.
La gran burguesía terrateniente, que lo obligó a respetar sus intangibles derechos
de propiedad, se hizo cargo de la producción agropecuaria. Favorecida por la gran
expansión, nació además una limitada burguesía rural media, dedicada especialmente
a la producción de cereales y a la cría de ganado para exportación.
La combinación de estos factores provocó el surgimiento de un nuevo tipo de
capitalismo agrario, basado fundamentalmente en la transformación de los antiguos
latifundios pastoriles, pero también en el nacimiento de ciertas empresas intermedias,
dotadas de una serie de rasgos específicos que complican sensiblemente la imagen
que nos hemos formado hasta ahora de nuestra estructura social agraria. Junto a ellas
crece y se subordina un numeroso sector de pequeñas explotaciones mercantiles que,
como veremos, tienen poca significación en la evolución general de la producción.
Por eso, la tercera vía de nuestro desarrollo capitalista implica la acelerada
implantación de un nuevo régimen de producción, caracterizado por la creciente
inversión de capital, el uso extensivo de la tierra y la escasa utilización de mano de
obra asalariada.
Debido a que una gran parte del excedente generado en el sector proviene de la
renta diferencial obtenida en el mercado internacional, las relaciones de producción
capitalistas hallan un freno en la explotación extensiva de la tierra, en la persistencia
del latifundio y en el lento avance de las innovaciones tecnológicas. Una vez
establecido, el capitalismo agrario detiene sus propios impulsos de crecimiento,
comienza a replegarse sobre sí mismo y se resigna a reproducir en forma simple las
condiciones de producción y acumulación que le dieron origen; crece en extensión
más que en profundidad.
Durante la primera mitad del siglo XIX, después de la independencia, la estructura
productiva de la zona pampeana continúa un proceso de adaptación al mercado
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mundial que ya había iniciado en la época colonial. La conversión de los
terratenientes ganaderos en clase hegemónica nacional —consolidada con la
instalación del saladero— no se produjo como consecuencia de una ampliación del
mercado interno sino del mercado externo. De allí que esta clase rechace todo
proyecto social destinado a la implantación de un proceso de desarrollo capitalista
autónomo. La dialéctica de su comportamiento consistió en afirmar desde el
comienzo de la revolución de 1810, y especialmente durante el rosismo, la imagen de
una nación ganadera proveedora de los mercados de ultramar, y negar
permanentemente cualquier otro intento de constituir una nación efectivamente
independiente. Aquí se halla la clave del origen de la acumulación de capital en la
Argentina. Mientras en los países desarrollados se daba, en el siglo XIX. la
acumulación con centro en la industria pesada y manufacturera, aquí la capitalización
estuvo signada por los limitados estímulos provenientes de la estancia, el saladero y
la comercialización hacia el exterior. Esto determinó la hipertrofia del capital
comercial y su incapacidad de escindirse de la clase terrateniente ganadera.
Por esa razón, cuando en el último tercio del siglo XIX los países capitalistas
avanzados entraban en la fase de dominio del capital financiero, aquí apenas se había
completado una peculiar forma de acumulación originaria de capital. A diferencia de
las clásicas experiencias europeas, la acumulación originaria no implicó la separación
previa de la agricultura y el artesanado, ni la subsunción formal de los productores
mediante la usura, ni el desarrollo de un capital comercial separado de la propiedad
territorial. Se operó dentro del latifundio que ya producía para el mercado exterior,
fue la acumulación capitalista dentro de una matriz latifundista de país dependiente.
[12] En lo económico, esta etapa es reconocida por varios signos: modificación de la
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estructurales del atraso y la deformación. A pesar de ello, su continuidad histórica
refuerza la tesis de que el capitalismo en la Argentina no marchó contra el latifundio,
sino que operó desde dentro de la gran propiedad territorial en estrecho
entrelazamiento con el capital extranjero.
La gran burguesía terrateniente se apresuró a sellar del mejor modo posible las
relaciones de dependencia con el gran capital, que se ocupó en desarrollar
paralelamente las industrias de transformación y la infraestructura de servicios
físicos, comerciales y financieros. La clase alta debió ocuparse de llevar adelante dos
procesos: en el plano político, unificar y organizar el naciente país burgués,
administrando las reglas de un sistema donde las relaciones capitalistas se imponen
hegemónicamente sobre el resto; y en el plano económico, adecuar la naturaleza de la
producción agropecuaria, eje articulador de la expansión capitalista, a las nuevas
condiciones creadas por el mercado exterior y por la presencia dominante del capital
imperialista.[13] Así, el capitalismo agropecuario en la Argentina nace doblemente
condicionado por la orientación económica que le impone el latifundio y por las
oscilaciones y condiciones de expropiación externa trazadas desde el mercado
exterior.
La particularidad de este tránsito hacia la gran propiedad territorial capitalista y
de su secuela, la importante constelación de empresas pequeñas y medianas de la
misma naturaleza, reside en que se operó como respuesta a la modificación del
mercado externo y en estrecha dependencia del capital extranjero, y no como
producto de un desarrollo interno, autónomo e integrado a la expansión de un sector
industrial hegemónico. Por ello, afirmar que las relaciones sociales establecidas
durante el período en el sector rural de la región pampeana son predominantemente
capitalistas es atender a la modificación interna del latifundio, combinada con la
explotación de miles de inmigrantes constituidos en pequeños productores familiares,
y al crecimiento de una burguesía rural media de origen capitalista también
dependiente de los núcleos internos y externos de dominación económica.
En ese contexto, promovida y condicionada, a la vez, por los mismos factores,
nace la agricultura, uno de los objetivos específicos de la exploración que intentamos
en los capítulos siguientes. En este sector, el problema básico, el punto de arranque
para el estudio de las relaciones sociales de producción que impone el capitalismo, se
refiere a las variadas formas de inserción de la pequeña producción mercantil en un
nuevo sistema de explotación, diseñado y comandado por el latifundio y el gran
capital. En efecto, el arrendatario del campo, el colono, el mediero, especies
particulares de un tipo de productor familiar independiente, encarnado generalmente
en la figura histórica del inmigrante europeo, ingresan a la producción sin controlar la
tierra, el capital, el mercado, ni el propio proceso de producción. La mecánica de su
incorporación debe mostrar, en principio, el proceso por medio del cual el excedente
por ellos creado se transforma en reposición de su fuerza de trabajo, en renta para el
terrateniente y en ganancia extraordinaria para el capital monopolista. No son agentes
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originarios de la penetración del capital en la agricultura; resultan en todo caso uno
de los soportes, una consecuencia del modo particular en que el nuevo régimen de
producción es impulsado por el gran capital desde la esfera de la circulación.
Para su instalación, el pequeño productor debe concertar con el gran propietario,
en primer lugar, las condiciones de uso y explotación de la tierra, es decir, las
características y el volumen de la renta. A pesar de estar inscrito en un nuevo régimen
de producción globalmente capitalista, los cálculos económicos del pequeño
productor no se guían por los criterios del empresario; su situación estructural es
distinta y distintas las posibilidades de negociación con los propietarios de la tierra y
el capital. El terrateniente tendrá por definición el poder suficiente para imponer
discrecionalmente los cánones de arrendamiento, por medio de los cuales tenderá a
extraer la mayor masa de excedentes posible, sin tener en cuenta otras limitaciones
que las propias posibilidades del productor y la necesidad de respetar las cuotas de
apropiación de las otras formas concentradas del capital. Se fijará, entonces, algún
tipo de renta precapitalista, aunque, como se verá, en nuestro caso existirán
necesidades especificas y ciertas expectativas de los terratenientes respecto al rol de
la agricultura que pondrán un limite objetivo a esta forma de apropiación.
Pero el acceso a la explotación de la pequeña parcela de tierra no es suficiente.
Para poner en movimiento la producción de acuerdo a las exigencias del mercado se
necesita, además, una dotación mínima de capital. Entre uno y otro extremo —
producción y mercado— se define, precisamente, el espacio propio del capital
monopolista. Por un lado, representa el mercado, establece las condiciones mínimas
de cantidad y calidad que debe satisfacer el producto; por otro, maneja y controla los
mecanismos de comercialización. Promueve directa o indirectamente la instalación
del pequeño productor y se transforma en capital financiero para fijarlo a la tierra. El
manejo de la situación del productor a dos puntas, financiamiento y comercialización,
le permite articular un sistema permanente de control casi absoluto del proceso
productivo a través del cual extrae no sólo su cuota normal de ganancia, sino una
cuota aun más alta de ganancia extraordinaria.
Aprisionado de ese modo, el pequeño productor sólo puede retener, al finalizar el
ciclo anual del cultivo, una masa de excedentes aproximadamente igual al valor de
reposición de la fuerza de trabajo empleada por la organización familiar. Esto indica
el nivel máximo de explotación a que puede ser sometido por el gran capital sin
correr el riesgo de desestabilizar el sistema y provocar su transformación en
asalariado de la ciudad o del campo. Sin embargo, para retenerlo como productor
independiente a cargo de su pequeña explotación es necesario brindarle algo más.
Además de la reposición de la fuerza de trabajo familiar, debe tener la posibilidad
objetiva de conservar, por un cierto tiempo, sus limpias expectativas de acumulación.
Aunque como clase los pequeños productores mercantiles no puedan zafarse de los
mecanismos de expropiación que obstaculizan el proceso de acumulación, como
individuos o como pequeños grupos deben tener alguna posibilidad de movilidad
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interna ascendente, de tal forma que se justifique subjetivamente para la mayoría
continuar en el mismo puesto, pugnando, a la vez, por abandonarlo.
Un rasgo singular de esta estructura radica precisamente en el hecho de que
ambos supuestos hayan podido ser holgadamente satisfechos, tanto por la propiedad
terrateniente como por el gran capital. También aquí vuelve a desempeñar un rol
decisivo la renta diferencial de la tierra, derivada en algunos casos del mejoramiento
de las condiciones naturales y el aumento de la productividad y, en otros, del
incremento de los precios de mercado, debido a modificaciones de la oferta global a
nivel internacional. Durante las coyunturas en que ambos fenómenos aparecen
superpuestos, la masa de excedentes que se pone en circulación es tan grande que,
aun incrementando los márgenes de ganancia y los mecanismos de apropiación del
gran capital, el pequeño productor consigue, después de saldar sus deudas, reponer
sus insumos y pagar su fuerza de trabajo, acumular una parte de la gran masa de
excedentes que ha generado. Es en espera de estas coyunturas favorables, producto
del azar, es decir, de condiciones económicas y naturales que no controla, que el
productor soporta, a veces durante muchos años, la reproducción estática de su
posición original.
Cuando la expansión económica conduce a un proceso tan vertiginoso de
incremento de la riqueza social, la buena utilización de los márgenes de capital
acumulado, aún los pequeños, favorece su rápida reproducción y el cambio de las
posiciones sociales desempeñadas anteriormente. Esto es lo que ocurrió con los
privilegiados que pudieron sacar suficiente provecho de las situaciones favorables.
Constituyeron el grupo que, desde dentro mismo de la masa campesina, inició un
nuevo proceso de diferenciación interna y abrió otro cauce al desarrollo de las
relaciones de producción capitalistas dentro del sistema.
Este proceso de acumulación y diferenciación campesina se orienta en varias
direcciones, distintas pero complementarias; sin embargo, la más destacada, la que
toma más complejo al régimen de producción capitalista, es la que conduce a la
ampliación de las unidades de explotación, aumenta los niveles de inversión de
capital y combina la autoexplotación del trabajo familiar con la explotación del
trabajo asalariado. Constituye el tránsito de la explotación familiar hacia la empresa
capitalista. Pero, si bien el tránsito significa históricamente el momento del pasaje
hacia un nuevo modelo de acumulación y explotación del trabajo asalariado, no se
reduce sólo a eso, es decir a una instancia provisoria e inestable. Una vez consolidada
su expansión, se transforma en una posición estable y permanente, un modo
particular de producir excedentes para el mercado, un nuevo eslabón en la cadena de
empresas que el incremento de la acumulación y la inversión de capital en la
producción van creando. Se constituye, por otra parte, en una nueva manifestación
parcial del carácter atrasado y combinado de las relaciones de producción que induce
la presencia hegemónica del capital monopolista. El trabajo familiar no desaparece,
continúa desempeñando su papel predominante en la organización social del trabajo,
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pero se combina ahora con la apropiación de plusvalía generada por el trabajador
asalariado y con el propósito de extraer mayor rentabilidad al capital invertido en
maquinaria y mano de obra. La renta puede continuar siendo precapitalista, los
mecanismos de apropiación monopólica se reproducen con iguales características, la
ganancia del productor no es todavía un tipo de ganancia capitalista, pero la masa
global de excedentes retenida aumenta en términos absolutos y relativos.
Este desarrollo tiene un límite cuando las proporciones se invierten y el trabajo
asalariado pasa a jugar un rol fundamental en la organización del trabajo,
subordinando bajo su peso el papel originario del trabajo familiar. Nos hallamos, en
este caso, ante algo distinto: la empresa agrícola campesina. En ella, con la pi esencia
dominante de un nuevo sujeto económico, el asalariado del campo, comienza a crecer
la figura de su contraparte, el empresario agrícola. Con mayor capacidad de
acumulación, el empresario capitalista, o cuasicapitalista, incrementa a la vez su
capacidad de negociación con la cúpula del sistema. Si es arrendatario, la renta de la
tierra que tributa tiende a adoptar o adopta la forma y el precio de la renta capitalista,
se fija tratando de respetar su cuota de ganancia. La mayor disposición de capital lo
libera, en principio, de la tradicional sujeción al capital usurario, le permite el control
de su propio proceso de producción y circunscribe la acción del gran capital a la etapa
de la comercialización. A pesar de ello, la situación no genera contradicciones: todos
continúan apropiándose de su respectiva cuota de excedentes, pero en este caso se
respetan en mayor medida las necesidades de acumulación del empresario, porque
con él crecen la producción y la productividad. En consecuencia, crece la masa total
de excedentes y la cuota que le corresponde a cada uno, aunque, con la inclusión del
empresario, los criterios y los valores de la distribución hayan variado en términos
relativos.
Incrementando periódicamente las necesidades y posibilidades de contratación de
mano de obra asalariada, las empresas capitalistas tienden a convertirse en lideres del
proceso de expansión de la producción. Pero su lógica natural de crecimiento halla en
este punto, es decir, en el aumento de la plusvalía absoluta extraída a cantidades cada
vez mayores de trabajadores asalariados, un nuevo obstáculo para el desarrollo de las
fuerzas productivas y la profundización del régimen capitalista de producción. En
efecto, como se indicó reiteradamente, la región pampeana durante este período es, en
términos demográficos, un espacio casi vacío como consecuencia del latifundio, de la
ganadería extensiva y de una serie de factores históricos, económicos y naturales que
serán analizados más adelante. El aumento de la densidad de ocupación es obra casi
exclusiva del chacarero inmigrante, pero éste se incorpora a las tareas del campo
como productor familiar independiente, para encarar la producción bajo su cuenta y
riesgo; acepta solo en situaciones excepcionales su transformación en proletario de la
agricultura y aun en ese caso prefiere la migración a zonas urbanas, donde la
estructura ocupacional es más diversificada y compleja. Por esa razón, la economía
agrícola no cuenta con fuentes de reclutamiento de mano de obra asalariada,
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especialmente de la mano de obra estacional, porque tampoco el semiproletariado
llega a satisfacer los altos niveles de demanda que crea la expansión horizontal de los
cultivos. Aparece, entonces, un nuevo fenómeno social, la «inmigración golondrina»,
el desplazamiento anual en épocas de cosecha de enormes contingentes de fuerza de
trabajo asalariada, de origen transoceánico.
Pero aun con el decisivo aporte periódico de los inmigrantes temporarios,
arribados al sur para «hacer la América» rápidamente, la expansión incesante de los
cultivos agudizó, año a año, la escasez y el aumento del costo de la mano de obra
asalariada. Dentro de los estrechos márgenes que le imponía su dependencia del gran
capital, el naciente empresariado agrícola sorteó el obstáculo imprimiendo una nueva
orientación al proceso de capitalización: realizó en forma temprana y acelerada, la
mecanización extensiva de la producción agrícola. Esta dinámica de inversión —que
lleva a la modificación de la composición orgánica del capital— permite incrementar
la productividad del trabajo manteniendo inmodificada la relación del capital con la
tierra explotada. Mediante el aumento de la dotación de capital se puede explotar más
tierra con menos hombres, se puede acelerar la expansión horizontal de los cultivos,
pero no se marcha hacia la constitución de una agricultura intensiva, ni se modifican
los índices de productividad del suelo, que continúa aportando altas cuotas de renta
diferencial debido a su fertilidad natural.
El capitalismo se expande pero no se profundiza; se ahorra mano de obra, pero se
aumenta la dependencia de la incorporación de nuevas tierras, cada vez más caras;
desarrolla la mecanización, pero con ella se acrecienta el monopolio detentado por el
agente de importación; disminuye los costos de producción, pero agrava los
problemas creados por el «vacío demográfico». De ese modo, el conductor del
proceso de mecanización, el empresario agrícola, no puede imponer definitivamente
sus intereses y sus necesidades particulares de desarrollo, ni ante la presión que ejerce
la propiedad terrateniente en la dinámica del sistema, ni sobre la múltiple articulación
de la dominación establecida entre el capital monopolista y la pequeña producción
mercantil. Los empresarios crecen en un espacio intermedio, se convierten en el
sector de productores agrícolas más importante, pero no pueden adquirir gran
predominio, ni imponer sucesivas transformaciones a la organización social del
trabajo, a la implementación tecnológica, a los criterios de inversión del capital.
Finalizan constriñendo sus expectativas de crecimiento y acumulación al horizonte
limitado que les fijan los núcleos dominantes, entre los cuales se imponen en última
instancia los dictados del gran capital. Pasan a formar parte de una estructura
productiva desigual y heterogénea, de aspectos contradictorios y presidida por leyes
particulares que imposibilitaron en Argentina la apertura de cualquier otro tipo de
transformación agraria, especialmente el «camino norteamericano», un modelo de
estructura social basada en el farmer, que subyugó a más de un político y estadista de
la época.
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Esta breve descripción introductoria del proceso que constituyó nuestro particular
capitalismo agrario no pretende reemplazar la presentación del contexto global en el
cual se desenvuelve. La perspectiva adoptada implica analizar la formación social
argentina como un «apéndice», o sea como una economía complementaria, de los
grandes centros metropolitanos, pero también como una sociedad penetrada, en todos
los niveles, por las diversas formas de inversión del capital monopólico. Estos
elementos de la dominación externa son los que impiden el desarrollo de adecuados
núcleos internos de reproducción ampliada de capital. La integración de ambas
perspectivas permitirá ampliar la comprensión de las leyes que regulan el
funcionamiento de este modelo de producción, distribución y acumulación de la
riqueza social. La problemática se halla abierta y la tarea está aún por realizarse.
Surgirá de allí, seguramente, un nuevo esquema interpretativo del papel y la
contradicción de las clases sociales, que supere los estrechos marcos descriptivos a
que se han autolimitado la mayoría de los trabajos, aun los de orientación marxista,
escritos durante los últimos años.
Nosotros abordaremos sesgadamente la cuestión, concentrando nuestro análisis en
el funcionamiento particular de las relaciones de producción en el sector
agropecuario. Allí veremos cómo el imperialismo domina, impulsa, traba y vuelve
estructuralmente dependiente el conjunto de la actividad agropecuaria, operando
tanto desde el sector externo, es decir a través de las relaciones de complementación
en el mercado, como en los centros estratégicos de la producción y la circulación
interna del capital y las mercancías. Esto nos permitirá analizar, con cierto detalle, las
causas que más influyeron en la constitución de esta forma especial de capitalismo
agrario, basado en importantes inversiones de capital, pero que se destinan a la
utilización extensiva de la tierra más que a la explotación de la fuerza de trabajo.
Intentaremos explicar también quiénes fueron los protagonistas principales y los
beneficiarios del proceso de modernización tecnológica y del desarrollo general de
las fuerzas productivas, y cuáles fueron las influencias directas o indirectas que todo
esto tuvo en la articulación de un tipo de estructura de clases completamente distinto
al de la mayoría de los países dependientes. En ese sentido, vamos a aportar nuevos
elementos estadísticos e históricos, que intentaremos tomar verdaderamente
inteligibles a partir de la redefinición y articulación de un conjunto de categorías
teóricas deficientemente utilizadas hasta ahora.
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CAPITULO II
Año 1876. Don Nicolás Avellaneda, último presidente del período de transición hacia
la Argentina moderna, hace ante el Congreso de la Nación un anuncio de
trascendental significado para la futura desarticulación de la vieja Argentina pastoril:
varios miles de toneladas de trigo, cosechadas en suelo santafecino, habían sido
embarcadas en el puerto de Rosario con destino a los mercados de exportación. El
valor del producto, 1 350 000 pesos fuertes, era todavía insignificante, pero ponía en
evidencia por primera vez, a nivel nacional, los frutos obtenidos por el trabajo
sacrificado y tenaz de los colonos inmigrantes empeñados en radicar la agricultura en
zonas despobladas, y los nuevos rumbos que comenzaba a tomar la economía
mundial. De ese modo, la Argentina del cuero, la carne y la lana, tradicional
importadora de cereales para consumo interno, iniciaba su transformación agraria.[1]
Y no era este, como es sabido, un mero hecho episódico. Por el contrario, estaba
reflejando el advenimiento de nuevos tiempos para el desenvolvimiento de los países
periféricos: la inauguración de una era en la que los países metropolitanos,
impulsados por sus transformaciones internas, iban imponiendo paulatinamente la
remodelación de los flujos del intercambio internacional.
La necesidad de satisfacer con alimentos baratos la creciente demanda de la
población industrial había hecho sonar la hora de la nueva integración económica
entre la producción de los «espacios abiertos» y el consumo de los antiguos centros
imperiales. La región pampeana, una de las zonas naturales más privilegiadas del
mundo, seria transformada mediante las nuevas formas de colonización ensayadas
por el capital en su etapa monopolista. Comenzaba a imponerse la división
internacional del trabajo, y con ella sobrevendría la radical modificación de las
experiencias agrarias que habían hecho posible los primeros cupos de exportación.
Inglaterra, el más avanzado de los países capitalistas del siglo XIX, fue líder en
este proceso. La vertiginosa expansión de su economía durante el siglo anterior se
había basado también en el incremento de la productividad agrícola. Pero al
promediar el siglo XIX, agotadas ya las tierras económicamente explotables, descubrió
que su capacidad de producir materias primas no podía adecuarse al aumento
sostenido de la población ocupada en los centros manufactureros. La lucha por la
provisión de alimentos, en condiciones naturales cada vez menos favorables dentro
de sus propias fronteras, amenazaba seriamente los ritmos de crecimiento y
acumulación que venían registrándose en el sector industrial.
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Para bajar el costo de la fuerza de trabajo sobrevino, entonces, la necesidad de
compensar las limitaciones ecológicas de los países europeos incorporando a su
esfera de dominio ciertas zonas marginales, que habían actuado tradicionalmente
como fuente proveedora de materias primas de consumo industrial. Este objetivo fue
posible cuando se produjeron algunas innovaciones tecnológicas —especialmente en
el sistema de transportes— que superaron los obstáculos que habían retardado el
lanzamiento del proyecto durante las décadas anteriores. La nueva dimensión de los
transportes era indispensable para incorporar, en condiciones de rentabilidad
económica, la producción de las tierras «de pan llevar» a los nuevos centros de
consumo. El desarrollo del ferrocarril la modificación tecnológica de la navegación
marítima y la utilización de nuevos procedimientos para la conservación de los
productos perecederos transformaron el proyecto en realidad. De allí en más,
Australia, Nueva Zelandia, Canadá, Sudáfrica, Uruguay y Argentina, países de clima
templado y praderas fértiles, entraron en un vertiginoso proceso de colonización,
basado en la inversión de capitales metropolitanos y en la incorporación masiva de
mano de obra extranjera. El análisis de la composición de las importaciones
británicas, antes y después de iniciado este proceso, pone claramente de manifiesto
los resultados obtenidos: entre 1859 y 1913, las importaciones realizadas desde los
«países nuevos» (espacios abiertos) se elevan del 8% al 18% respecto del total,
mientras que las de las áreas periféricas tradicionales descienden en una proporción
equivalente y las de los países industriales se mantienen prácticamente constantes.[2]
Por tales razones, Inglaterra interviene tempranamente como protagonista
principal en la lucha que venían librando desde tiempo atrás algunos sectores
minoritarios para imponer la agricultura en nuestro país contra la inercia o la abierta
oposición de los tradicionales productores latifundistas. Inclinó la balanza en su favor
esgrimiendo un arma fundamental, la exportación de capitales, pero con ella impuso a
la vez, como veremos, las condiciones del futuro desarrollo de la agricultura.
Con la fundación del Banco de Londres y América del Sur y la Instalación del
Ferrocarril de Buenos Aires al Gran Sud, en el año 1862, comienza la penetración del
capital británico en la Argentina Después del cuestionado préstamo concedido al
gobierno de Rivadavia en 1825, la Baring vuelve a ofrecer sus servicios al Pitado
recién en 1866. Un año antes se estimaba que las inversiones de ese país sumaban un
poco más de 23 millones de libras esterlinas, una cifra insignificante si se la compara
con los 174 millones registrados en 1890 y los 1555 millones de libras acusados en
1913, al promediar el período. Sumadas las inversiones menores realizadas por otros
países, el capital total radicado en la Argentina llegaba, en ese último año, a los 10
000 millones de dólares. Según estimación de Aldo Ferrer, esa cifra representaba el
8,5% de las inversiones extranjeras de los países exportadores de capital de todo el
mundo, el 33% de las inversiones totales en América Latina y, para el caso de
Inglaterra, el 42% de la inversión total realizada en esta región.[3] Se ha llegado a
afirmar, incluso, que en los últimos años de la década del ochenta, nuestro país llegó
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a absorber entre el 40% y el 50% de las inversiones realizadas por el Reino Unido en
todo el mundo.[4] La confrontación de la estructura de las inversiones entre las dos
fechas indicadas, 1865 y 1913, señala por otra parte la incidencia creciente que va
adquiriendo el desarrollo de la infraestructura en el proceso de colonización del
espacio y la economía. Si en 1865 el 56,2% de la inversión total corresponde a bonos
de la deuda pública y el 28,6% a la instalación de ferrocarriles, en el año 1913 el
primer valor desciende al 31%, el ferrocarril asciende al 36% y se agrega el rubro
comercio y finanzas con el 20% del total.[5]
El ferrocarril es, en efecto, uno de los protagonistas principales de este proceso.
En sus orígenes, durante la segunda mitad del siglo XIX, provocó una importante
revolución técnico-económica en los países metropolitanos. Su desarrollo inyectó
nuevos impulsos de crecimiento a la economía capitalista, cuando reiteradas crisis
cíclicas amenazaban conducirla al estancamiento. Pero abrió, a la vez, un ancho
cauce a las tendencias que, desde el centro mismo del sistema, pugnaban por quebrar
definitivamente el precario equilibrio del régimen de libre concurrencia, mediante un
acelerado proceso de concentración y centralización de capital Las grandes
compañías financieras organizaron la industria del ferrocarril en los países centrales e
hicieron posible su implantación, como servicio de transporte con similares
características monopólicas, en los países periféricos. La fabricación y la instalación
de los ferrocarriles exigieron cuantiosas inversiones de capital que en aquella época
sólo se hallaban al alcance del Estado, de poderosos grupos empresarios o de grandes
consorcios financieros. La rentabilidad de estas inversiones dependía tanto del
volumen y el valor de la carga que podía transportarse como de la extensión de sus
áreas de influencia.
Por esa razón, una empresa que, como afirmaba Ortiz, tema invertidos, a
principios de siglo, capitales superiores a los 100 000 pesos por kilómetro,[6] no podía
permanecer indiferente a los problemas de la producción y comercialización de las
tierras agropecuarias. La extensión de redes y ramales en el desierto pampeano fue
objeto, seguramente, de previos cálculos económicos y agronómicos sobre las
características del potencial productivo de ciertas regiones; capacidad potencial que
debía ser desarrollada, promoviendo de algún modo la articulación de la tierra con los
factores todavía ausentes, el capital y la mano de obra agrícola. Las empresas
ferroviarias tuvieron decisiva influencia en ciertas formas de asentamiento del
inmigrante en el campo y de organización social del trabajo que caracterizó a algunas
zonas cerealeras de Santa Fe y Córdoba a fines del siglo XIX. El Estado nacional
dominado por las clases ligadas al capital extranjero, alentó, por su parte, el carácter
originalmente monopólico de estas empresas. Les aseguró, mediante la «ley de
garantías», una cuota mínima de rentabilidad al capital invertido y les cedió, además,
la casi total iniciativa en la habilitación de ciertas zonas económicas.
De ese modo, el ferrocarril quedó históricamente ligado al destino agropecuario
del país. Agilizó el transporte de la producción de las zonas económicamente activas,
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incorporó al mercado nuevas regiones abiertas a la explotación privada después de la
conquista del desierto y, en la región meridional, organizó las actividades agrícolas
donde aún no se habían desarrollado. Para esto ultimo recibió, además de la
concesión y las tarifas garantidas, grandes extensiones de tierras del Estado en forma
gratuita. Al Ferrocarril Central Argentino, por ejemplo, se le concedieron 5 km de
terreno al costado de la red, a lo largo de todo su recorrido. Para administrar tal
cantidad de terreno se le autorizó a fundar, simultáneamente, la famosa Compañía de
Tierras, una empresa subsidiaria de aquella destinada a negociar por su cuenta con
valores inmobiliarios.[7] Nació de ese modo un nuevo tipo de empresa colonizadora,
dotada de múltiples funciones y recursos para asegurar a la empresa madre, la
compañía de ferrocarril, un volumen de producción creciente que fuera tomando cada
vez más redituable el negocio del transporte de materias primas agropecuarias. Para
ello, vendió o arrendó, en pequeñas parcelas agrícolas, la mayor parte de la tierra
obtenida gratuitamente, fomentó por diversos medios la inmigración para asegurarse
la incorporación de mano de obra rural, financió los gastos de traslado, instalación y
desarrollo de los nuevos productores y controló a través de créditos y de otros
mecanismos los canales de comercialización de la cosecha.
Ahora bien, el proceso de colonización de las tierras despobladas no tuvo en
todos los casos las mismas características, ni el capital inmobiliario utilizó en todas
las circunstancias los mismos mecanismos de localización de la mano de obra
extranjera. Muchas empresas ferrocarrileras recibieron concesiones para instalar
nuevas redes y garantías tarifarias sin donación de tierras publicas, y la mayoría de
las compañías colonizadoras se fundaron sin participación de capitales asociados a la
explotación ferroviaria. La política de colonización que incluía desde la provisión de
vivienda hasta la constitución de canales de comercialización, como la desarrollada
por la Compañía de Tierras, respondió a la necesidad de sustentar la expansión del
tráfico ferroviario; sin embargo, a partir de la década del ochenta, el incremento del
área agrícola, de la población y de la producción comenzó a ser impulsado por otro
tipo de mecanismos económicos e institucionales. Para aprovechar más
adecuadamente el incesante aumento de la demanda de tierras agrícolas, que
acompañó al primer boom cerealero en las provincias del litoral, se adoptó un nuevo
sistema, denominado de «colonización privada», que ya venían practicando desde
tiempo atrás casi todas las empresas dedicadas a la especulación inmobiliaria.[8]
Librados de la necesidad de facilitar los mecanismos de asentamiento rural, que
comenzaron a darse en: forma espontánea, los empresarios dedicados a fundar las
colonias privadas se limitaron a especular con el precio de la tierra: adquirían grandes
extensiones, generalmente incultas, las subdividían en una gran cantidad de pequeños
lotes, aptos para la instalación de un chacarero y su familia, y los ofrecían en venta,
pagaderos en cuotas, bajo garantía hipotecaria. Casi el 60% de la tierra colonizada en
la provincia de Santa Fe, durante el período 1858-1895, estuvo a cargo, dentro de este
sistema, de grandes compañías fraccionadoras, de grandes hacendados y de
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comerciantes de la región enriquecidos con el aumento de los flujos de exportación.
El predominio de hacendados y capitalistas en el control de la tierra disponible se fue
acentuando aun más durante la primera década de este siglo.[9]
Los cambios de los patrones de asentamiento de la población inmigrante en las
provincias del litoral no modificaron los rasgos fundamentales de la organización
social del trabajo ni el sistema de explotación de los productores por parte del capital
comercial. Como veremos, el menor peso de los arrendamientos en la zona cerealera
permitió un proceso de ascenso social, limitado, sin embargo, por el aumento del
dominio del capital monopolista, especialmente extranjero. En la provincia de
Buenos Aires, donde no hubo lugar para la actividad de las compañías colonizadoras,
los términos se invierten. El régimen de tenencia de la tierra es controlado por el gran
terrateniente ganadero, y la agricultura se desarrolla, posteriormente, condicionada
tanto por ese régimen de tenencia de la tierra como por la necesidad de perfeccionar
la preparación de praderas artificiales. La subordinación de la agricultura a la
ganadería, mediante el régimen de rotación trienal de cultivos, y la instalación
precaria del productor agrícola, a través del arrendamiento, modifican
sustancialmente el panorama economicosocial del ámbito rural en esa provincia. En
ciertas zonas, la agricultura será subsidiaria durante un largo período de los nuevos
requerimientos de la mestización del ganado. En otras, logrará desarrollarse, como
veremos, con relativa independencia y características sensiblemente diferentes de las
del resto de la región pampeana, dando lugar a un nuevo tipo de productor
empresario, elemento dinamizador de un tejido social igualmente diferente.
Acerca del papel desempeñado por el ferrocarril, cabe también señalar la estrecha
correlación que se observa entre la extensión de las redes, el aumento de la
producción agrícola y la progresiva integración de la región pampeana alrededor del
puerto de Buenos Aires. Respecto a esto último, en la década del sesenta se inicia una
breve etapa en la que se insinúa un frustrado intento de diversificación espacial y de
funciones. Comienza el desarrollo paralelo de dos sistemas: uno se abre en abanico
desde Buenos Aires hacia el norte, el oeste y el sur de la región para servir a las
necesidades de la producción ganadera; el otro arranca en el puerto de Rosario y
penetra en el corazón de la zona meridional con el objeto de canalizar hacia la zona
fluvial la producción cerealera de Santa Fe y Córdoba. A partir de 1880, la
introducción masiva de capital monopolista en la explotación ferroviaria y la
incorporación de la provincia de Buenos Aires al cultivo del cereal modifican
sustancialmente esa tendencia. Las cuatro puntas de riel, extendidas años antes desde
el puerto hacia el interior por empresas nacionales o del Estado, entran en vertiginoso
desarrollo cuando comienzan a operar las compañías extranjeras. El ferrocarril del
Oeste, vía Junín, se extiende hacia la región de Cuyo, con ramales hacia la zona
semihúmeda de La Pampa. El ferrocarril del Sud se interna en el área conquistada
recientemente a los indios y establece sus terminales en Mar del Plata, Tres Arroyos y
Bahía Blanca, con posteriores conexiones hacia la Patagonia. El Buenos Aires-
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Rosario, interconectado con el Central Argentino, Rosario-Córdoba, y combinado
con el de Santa Fe hacia el Norte, pone a las provincias y los puertos santafecinos en
comunicación directa con el puerto de Buenos Aires.
De ese modo, la red incorpora en veinte años más de 14 000 kilómetros de vías
férreas, de las cuales la mayor parte constituyen la estructura de un sistema radial con
centro en Buenos Aires. El 75% de las instalaciones y del capital invertido quedaron
concentrados en la zona del cereal y la carne.[10]
El núcleo de este nuevo sistema ferroviario se encontró rápidamente trustificado,
con predominio absoluto del capital inglés, responsable del tendido de 16 500 km,
con una inversión total de 460 millones de pesos oro, realizada por sólo cuatro
empresas. Mediante la integración horizontal, las grandes compañías, centralizadoras
a su vez de los concesionarios menores, no sólo vincularon los intereses ferroviarios
de la Argentina con los de otras partes del mundo sino que los pusieron en estrecha
conexión con otras ramas del capital monopolista, directa o indirectamente
interesadas en su desarrollo. La integración horizontal intentó armar una política
uniforme para todos los grupos ferroviarios, y la integración vertical expandió esos
intereses en varias direcciones hacia la fabricación de productos complementarios —
carbón, siderurgia, etc.—; hacia la producción y comercialización de los productos
transportables por el ferrocarril y hacia otras formas de transporte relacionadas con el
mercado ultramarino.
Así, la forma más avanzada del capitalismo metropolitano, el trust monopólico
integrado a todos los niveles —financiación, producción y comercialización—,
comenzó su actuación dentro de nuestro país durante la época de mayor prosperidad y
desarrollo a través del oligopolio ferrocarrilero. No es casual, como dice Scalabrini
Ortiz, que para esa fecha se haya inaugurado en Londres el célebre River Plate
House, un edificio central destinado a albergar la administración de siete diferentes
compañías instaladas en la Argentina. Analizando la biografía de algunos de sus
dirigentes, Ricardo Ortiz encuentra que las diversas compañías a que se hace
referencia no constituyen sino una sola, la cual presenta, además, múltiples
conexiones con otras similares establecidas en América del Sud. «En 1899 —dice
este autor— ocupaba la gerencia del Ferrocarril Sud el señor Henderson, que había
prestado servicios en la administración del Ferrocarril de Cartagena, España, en la de
Tal Tal, Chile, y en la del Ferrocarril Central del Uruguay. El señor Jorge Drable,
integrante del directorio de Londres, fundador del frigorífico de Campana, miembro
del directorio del Banco de Londres y Río de la Plata y de los ferrocarriles Oeste,
Central de Chubut, Buenos Aires, Rosario y Central del Uruguay. El señor Henry
Bell era miembro de la casa Bell Hnos., conocida firma armadora de Glasgow, que
poseía importantes y numerosas unidades a flote, director del ferrocarril del Uruguay,
del Oeste de Buenos Aires y del Sud. El señor John Griffiths era socio de la firma
Deloitte, Dever y Griffiths, miembro del directorio del Ferrocarril Sud; el señor Neild
desempeñaba la presidencia del directorio del Ferrocarril del Oeste, la de los
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ferrocarriles Sur, Buenos Aires y Rosario, Entre Ríos, Gran Oeste, tranvías de la
ciudad de Buenos Aires, Compañía Dock Sur, Aguas Corrientes de Rosario,
Compañías de mandatos y préstamos del Río de la Plata y director del ferrocarril de
Uruguay; y finalmente el señor Frank Parish, presidente del directorio en Londres del
ferrocarril Sud, era asimismo miembro del directorio de los ferrocarriles Oeste, Entre
Ríos, Central del Uruguay y Gran Oeste del Brasil y de la Compañía Sudamericana
de tierras».[11]
Además, como es sabido, la dirección de los negocios ferroviarios fue realizada
en nuestro país por súbditos de las metrópolis inversoras. Pero no sólo eso, según
Vázquez-Presedo la administración y el funcionamiento de casi todo el sistema
incluía la participación de personal extranjero. Desde los empleados jerarquizados,
pasando por los jefes de estación, hasta los maquinistas fueron importados, junto con
el equipo rodante y el material de instalaciones. A los aspirantes criollos se les
concedió una posición relativamente significativa cuando por sus vinculaciones
políticas pudieron hacer de nexo frente a los poderes del Estado. Aunque, con el paso
del tiempo, el sistema de doble pertenencia comenzó a producir ascensos en ambos
sentidos: demostrando fidelidad a los intereses de la compañía, los pretendientes
podían ingresar, impulsados y sostenidos por ésta, a las funciones de gobierno. Y, a la
inversa, ejercitando desde la función pública la complacencia con los intereses
extranjeros se podía acceder a ciertos puestos expectables de la compañía. Desde la
gestión entreguista de Juárez Celman en adelante, no hubo mejor carta de
presentación para ingresar a la política que haber sido, por ejemplo, un fiel abogado o
un testaferro de alguna empresa monopolista.[12]
Los extranjeros, por su parte, ampliaron su primitiva esfera de actividades de dos
maneras. Individualmente, los más poderosos adquirieron grandes estancias, se
dedicaron a la ganadería en gran escala y entrelazaron sus vínculos económicos y
familiares con los miembros más prominentes de la oligarquía. Institucionalmente,
representaron la política inversora de las compañías en una enorme cantidad de
negocios complementarios. Pasaron así a formar parte de los cuerpos ejecutivos de
compañías de tierras e hipotecas, frigoríficos, depósitos, comercios de importación,
tranvías, electricidad, construcción de puertos, etc., etc. Desde sus posiciones
originales, el capital extranjero fue extendiendo su influencia decisiva hacia todos los
sectores dinámicos de la economía, o, simplemente, hacia aquellos que por su
demanda redituaron los mayores márgenes de ganancia. Nadie pudo, cualquiera fuese
su origen, competir con el poder del monopolio sin correr el riesgo de desaparecer o
quedar subordinado.
La oligarquía, que bastante había aprendido sobre esta clase de manejos,
aprovechó la coyuntura para asociarse en los beneficios, pero sobre todo para hacer
valorizar sus campos con el trazado de las redes ferroviarias. En ese sentido, ya han
sido descriptos por varios autores los ingeniosos mecanismos elaborados por los
grandes terratenientes y los especuladores en tierras urbanas para forzar el tendido
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irracional de ramales secundarios sin valor económico. Esto explica, en buena
medida, el incremento desmesurado de las redes secundarias, como también su
trazado acelerado, espontáneo y asistemático. Guiada exclusivamente por el interés
particular del monopolio y los terratenientes, y realizada sin control alguno por parte
del Estado, esta política inversionista dejó al finalizar su expansión, en 1914, el
resultado esperado: sobrevaluación de las tierras beneficiadas con las nuevas trazas,
reforzamiento de los bloques monopólicos y sobresaturación de redes inútiles en toda
la región pampeana a costa de la postergación del interior que continuó vinculado al
puerto de Buenos Aires sólo a través de algunas capitales provinciales.
Para los políticos que esbozaron difusamente la imagen de un nuevo país capitalista
agrario después del gobierno de Rosas, la inmigración, antes que la introducción del
gran capital, debía tener la misión histórica de transformar la vieja sociedad pastoril
asentada en la simple combinación entre latifundio y saladero. La introducción del
ovino y la consecuente modificación de los métodos de cría provocó algunos cambios
en ese sentido, pero no los suficientes. La verdadera revolución social en el campo
debía producirse descabalgando al peón de estancia, fijándolo a la tierra por medio
del arado y la explotación intensiva de la tierra. El fomento de la inmigración europea
del norte, heredera de la revolución agrícola, portadora de hábitos racionales y
espíritu capitalista, fue una seria preocupación para varios de los gobernantes de las
provincias del litoral. Pero aunque poco hayan podido realizar en ese sentido —
trabados por sus propias limitaciones, las presiones internas y el juego de una serie de
intereses económicos ligados al mantenimiento del statu quo—, intentaron
reconstruir tímidamente en la Pampa los modelos de organización agraria que estaban
predominando en Estados Unidos y en algunos países europeos. Fomentaron la
inmigración proveniente de tales sociedades, pero sin crear las condiciones que
permitieran reproducir a pleno la experiencia de aquellos países. Limitaron
seriamente, de ese modo, el efecto social buscado con la implantación de las nuevas
colonias. A pesar de ello, los primeros colonos, convocados antes de la llegada del
gran capital, delinearon con alguna aproximación los perfiles de la estructura social
europea. Pero eran minoría y estaban aislados. La debilidad política y financiera de
los gobiernos provinciales sometidos a la iniciativa y los intereses de los grandes
terratenientes dejaron las áreas colonizadas libradas a su propia suerte. Además,
transfirieron prematuramente a la especulación de las empresas privadas las tareas de
promoción y asentamiento que con tanto éxito había inaugurado el Estado a través de
la Colonia Esperanza, al promediar la década del cincuenta. En efecto, entre esa fecha
1895, el Estado impulsó la ocupación de sólo el 5% de la tierra destinada a la
explotación agrícola en la provincia de Santa Fe, mientras que los comerciantes se
hicieron cargo del 22%, los hacendados del 16% y las compañías colonizadoras del
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21%. Ademas, algunos miembros de las primeras colonias agrícolas, inmigrantes
enriquecidos mediante la explotación del trigo y que luego emprendieron el negocio
de la especulación, llegaron en pocos años a negociar con el 15% del área cultivada.
[13]
La aparición del empresario particular subdividiendo la tierra del Estado y la de
algunos latifundios privados inicia la primera etapa de los grandes negociados y
especulaciones con la tierra destinada a la fundación de colonias. A pesar de ello, los
primeros asentamientos creados, defendidos a brazo partido por los colonos contra las
invasiones de indios, las adversidades climáticas, el aislamiento geográfico y el
abandono de los gobiernos, demostraron que las explotaciones familiares, escasas de
capital pero abundantes en mano de obra, podían incrementar aceleradamente la
producción agrícola extensiva, mejorar en poco tiempo las condiciones técnicas de
producción e iniciar, en los momentos de mayor prosperidad, las primeras etapas de
acumulación.
La experiencia de las primeras colonias inició una tendencia de desarrollo que fue
abortada prematuramente. En ello reside su importancia. En el aspecto demográfico,
por el contrario, su aporte es poco significativo: dejó un saldo neto anual de 10 000
nuevos habitantes hasta 1880, de los cuales la mayor parte se radicó posteriormente
en localidades urbanas.
Debido a la escasa población nativa de la época, su contribución al crecimiento
general fue relativamente elevada, si bien la proporción de extranjeros por cada 100
habitantes es inferior a la registrada durante los años posteriores. La composición por
nacionalidades muestra, a su vez, la significativa presencia de colonos noreuropeos:
el 28% del total corresponde a inmigrantes franceses, suizos y alemanes, en contraste
con el 7% registrado veinticinco años después.
En relación con la mano de obra agrícola, el boom posterior, registrado entre
1880 y 1914, adquiere un significado completamente distinto. Con la iniciación de la
agricultura de forrajeras, la aparición del capital monopolista y el incesante aumento
de la demanda, se modifican, como hemos visto, los patrones de asentamiento del
inmigrante en la tierra. Continúa extendiéndose la pequeña explotación familiar, pero,
a diferencia de las etapas anteriores, es instituido como regla en toda la región el
sistema de arrendamientos. Para la mayoría de los arrendatarios pobres el acceso a la
propiedad de la tierra se toma paulatinamente inabordable, a medida que se
incrementan las actividades especulativas y sube vertiginosamente el precio venal de
la tierra. Mientras tanto, luchan infructuosamente por zafarse de los mecanismos de
explotación que les imponen conjuntamente el terrateniente y el capital comercial.
Cuando no se reúnen en un mismo sujeto social, capitalistas y terratenientes
combinan su participación en la organización del trabajo, tratando de mantener sin
modificaciones la explotación familiar del arrendatario pobre. El ejemplo heredado
de las primeras colonias agrícolas ha servido como modelo, pero deviene, por sus
efectos, en lo contrario: el pequeño productor mantiene la propiedad de sus medios de
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producción, pero no de la tierra que trabaja; es responsable de la marcha de los
cultivos, pero esta imposibilitado de acumular algún excedente cuando los resultados
de la cosecha son favorables; continúa asentado sobre la tierra que trabaja junto a su
familia, pero es obligado, ahora, a desalojar el predio si no puede pagar las deudas
contraídas con el capital usurario o si así lo disponen los intereses del propietario
latifundista.
De ese modo, la explotación de la mano de obra familiar por el capital y el
terrateniente generó un sistema sui generis que impidió la subdivisión de la tierra, el
poblamiento en gran escala de las mejores zonas agrícolas y el desarrollo de una
vigorosa clase de empresarios capitalistas, independiente del sector monopolista y de
la oligarquía terrateniente. La extremada movilidad ocupacional y geográfica de la
población inmigrante y los altos índices de radicación urbana así lo atestiguan. Sin
embargo, la dinámica de este sistema permitió la emergencia de ciertas tendencias
contrapuestas, por medio de las cuales una afortunada minoría pudo acumular capital
durante los años de mayor prosperidad y constituir, como veremos, un importante
sector de medianos y grandes empresarios agrícolas.
Cuadro II.1
Producción y exportación de cereales en Argentina (1870 a 1930)
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transformaciones económicas y sociales del país durante el período 1880-1930. La
evolución paralela del crecimiento de la mano de obra disponible, de la inversión de
capital en infraestructura, de la ampliación de la frontera agrícola y de la expansión
de la producción y exportación de cereales, nos permite subdividir, a grandes rasgos,
el período de expansión agrícola en cuatro etapas.
En las dos primeras líneas del cuadro incluimos datos correspondientes a un lapso
anterior que, a pesar de la opinión de algunos historiadores, no pertenece al ciclo que
analizaremos. Si bien las cifras de esa etapa indican el tímido nacimiento de las
actividades agrícolas, impulsadas por los mismos factores, su significado social es,
como hemos visto, sensiblemente diferente. Alude a un proceso primigenio de
colonización frustrada, por medio del cual se pretendió organizar un tipo de sociedad
agraria que no pudo desarrollarse por la acción del sector terrateniente y la posterior
influencia decisiva del capital monopólico extranjero.
Por insuficiencia de los registros, la primera etapa, iniciada en la década del ochenta,
presenta estadísticas completas y confiables recién en 1888. Las cifras indican que ha
comenzado con ritmo sostenido la producción destinada a la exportación: el producto
de las 2500 ha sembradas en ese año genera un valor de 16 millones de pesos oro en
el mercado internacional, que significa el 16% de la exportación total. Doce años
después, al finalizar esta etapa, el persistente incremento de la producción permite
negociar cereales por un monto superior a los 65 millones de pesos oro. Desplazando
aun más a los tradicionales productos ganaderos, los granos llegan a ocupar el 35%
del total en la composición de las exportaciones. Por su parte, la distribución de los
cultivos manifiesta una característica que se mantendrá constante en los años
posteriores: el predominio absoluto de los cereales en el total de la producción
agrícola, y dentro de éstos la mayor importancia del maíz y el trigo, especialmente el
último. Entre ambos llegan a representar casi el 90% de los valores cerealeros
negociados en el mercado. Sobre un total de 71 millones de pesos oro vendidos al
exterior en 1900, estos dos productos representan el 17% y el 69%, respectivamente.
El intenso crecimiento de la producción cerealera empalma, al comienzo de esta
etapa, con la virtual iniciación de la explotación forrajera, destinada a satisfacer las
nuevas necesidades de la mestización ganadera.
Así, la alfalfa, el producto principal que no tiene registro antes de 1888, se
extiende de 390 000 ha sembradas en ese año a 1,2 millones para fines de siglo. La
generalización de las praderas artificiales impulsa el crecimiento incesante de este
rubro a medida que la instalación de los frigoríficos y el paso del congelado al
enfriado va imponiendo una nueva orientación económica a la ganadería. Este
proceso de complementación agrícola-ganadera, fundamento de los métodos de
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producción de carne fina para el mercado europeo, coincide a su vez con la
incorporación y creciente predominio de la provincia de Buenos Aires, área
tradicionalmente pastoril, a la producción de cereales de exportación.
Simultáneamente, se advierte la decisiva importancia del capital y la mano de
obra inmigrante en la difusión de las actividades agrícolas: si la extensión del área
cultivada se eleva, en poco más de diez años, de 2 a más de 6 millones de hectáreas,
la población, que en 1888 sumaba casi 2,5 millones de habitantes, se incrementa
hacia fines de siglo a más de 4,5 millones. La acumulación de contingentes
inmigratorios supera en ese lapso el millón de personas. Las redes ferroviarias, por su
parte, se multiplican vertiginosamente en la región del cereal y la carne: los 4000 km
instalados hacia 1880 se cuadruplican en las proximidades del nuevo siglo. Ambos
factores se complementan, especialmente en la provincia de Buenos Aires, con la
ampliación de las fronteras, la liquidación del predominio indígena en el sur y el
oeste de la región y el afianzamiento del latifundio en manos de los antiguos
productores ganaderos.
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intervinientes en la producción, la tierra, muestra los primeros síntomas de
agotamiento, y se trastocan los términos del comercio internacional por efecto de la
guerra de 1914, el crecimiento se detiene, la euforia del Centenario comienza a
atemperarse y se inicia un largo período de estancamiento agrícola que continúa hasta
nuestros días, con excepción de la breve recuperación de los años treinta.
Las cifras hablan por si mismas con elocuencia: entre los años 1900 y 1914, que
marcan el principio y fin de este período, la producción de cereales se eleva de 5
millones a 15 millones de toneladas: se incrementa así en un 200% en tan sólo quince
años.
Excluyendo los sembradíos de alfalfa, la superficie cultivada, que a principio de
siglo ocupaba un poco mas de 6 millones de hectáreas, ubicadas principalmente en
Santa Fe. Córdoba y Entre Ríos, se extiende, mediante la decidida participación de la
provincia de Buenos Aires en la explotación cerealera, hasta 22 millones de
hectáreas, con un incremento global del 226% para todo el ciclo.
La agricultura se convierte, de ese modo, en el motor del desarrollo agropecuario
argentino, desplazando año a año en importancia a los tradicionales productos
ganaderos, los cuales deben resignar paulatinamente su participación históricamente
dominante en el mercado exterior a favor de los cereales. En el valor total de las
ventas, estos últimos, que representaban un poco mas del 30% a fines del siglo
anterior, se ubican en la nueva etapa entre el 45 y 50%, pasando por un máximo del
58% en el quinquenio 1905-1910. Esa posición es alcanzada a través de la
exportación de alrededor de 8.5 millones de toneladas en 1914, por un monto cercano
a los 200 millones de pesos oro, de los cuales el trigo representa el 40% del total; es
evidente el contraste con los 3 millones de toneladas negociadas en 1900 por valores
inferiores a los 70 millones de pesos oro.
Cuadro II.2
Comercio exterior de la República Argentina (1880 a 1913)
Por habitante
Importación Exportación Comercio total Saldo de la balanza comercial
Año Import. Export. Comercio total
($ oro) ($ oro) ($ oro) ($ oro)
($ oro) ($ oro) ($ oro)
1880 45.535.880 58.380.787 103.916.667 12.844.907 18,2 23,4 41,6
1890 142.240.812 100.818.993 243.059.805 41.421.819 42,1 29,8 71,9
1900 113.485.069 154.600.412 268.085.481 41.115.343 24,6 33,6 58,2
1913 496.227.094 519.156.011 1.015.383.105 22.928.917 66,3 69,4 135,7
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a 72,7 pesos oro en 1915. Para redondear esta imagen, transcribimos (véase cuadro
II.2) unas pocas líneas del célebre cuadro publicado en el Anuario Tornquist.[14]
Siguiendo un curso paralelo a estos factores, la población aumenta
vertiginosamente con una tasa acumulativa de crecimiento del 3,5% anual. Los 4
millones de habitantes contabilizados en el censo de 1895 se transforman, veinte años
después, en casi el doble: 7,8 millones de personas. La inmigración, como se sabe,
contribuyó a las transformaciones demográficas en forma decisiva. Así, la tasa de
crecimiento de la población extranjera durante el período intercensal 1895-1914
resulta un 50% superior a la de la población nativa, aumentando, de ese modo, su
participación de 25 a 30 extranjeros cada cien habitantes entre ambas fechas. En
términos absolutos, los enormes saldos migratorios introducidos en el segundo lustro
del nuevo siglo, colocan a la población extranjera por encima de los 2 millones de
habitantes.
Su influencia sobre la región del cereal resultó, sin embargo, aún más importante.
Sobre un total de 5 millones de habitantes, los extranjeros radicados en el litoral
representaban en 1914 más del 40%. A esta selectiva concentración regional se suma,
empero, otra tendencia de distribución espacial, índice elocuente del carácter
contradictorio y deformado del desarrollo agropecuario, basado en la utilización
extensiva de la tierra antes que en la aplicación intensiva de capital y mano de obra.
Paradójicamente, durante el período de mayor auge de las actividades agrícolas, la
inmigración representó la base del extraordinario crecimiento de los centros urbanos
que indica el censo de 1914.
En efecto, la transformación de las grandes ciudades obedeció, principalmente, al
aporte de los extranjeros y coincidió con los momentos en que los saldos migratorios
resultan más voluminosos. El desproporcionado aumento de la población urbana
resultó desde el principio uno de los más importantes obstáculos interpuestos al
desarrollo armónico de la región. El fenómeno resulta, a la vez, causa y efecto de una
estructura ocupacional relativamente rígida y deformada por la superabundancia de
actividades improductivas, concentradas en los grandes centros urbanos. De ellos,
Buenos Aires absorbe la mayor cantidad de funciones y, paralelamente, los mayores
aportes migratorios, agravando aún más las tendencias estructurales de desequilibrio
demográfico. La «Gran Aldea» de los años setenta se transformó, súbitamente, en la
«Perla del Plata», una desmesurada y ostentosa metrópoli de dimensión americana
que no podía ocultar, a pesar de todo su brillo, la presencia de los miles y miles de
inmigrantes pobres que prefirieron hacinarse en los conventillos del sur antes que
intentar la aventura incierta de la colonización sin tierra en las zonas rurales
dominadas por el latifundio y el gran capital.
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Cuadro II.3
Porcentaje de extranjeros sobre la población total, según el tamaño del centro principal (1869 a 1914)
Las cifras del cuadro II.3 permiten convalidar lo que venimos afirmando. En primer
lugar la extraordinaria atracción ejercida por Buenos Aires sobre la población
extranjera, que ya en 1869 constituía el 50% de la población de la ciudad,
manteniendo ese peso relativo, con leves variaciones, hasta 1914. En segundo lugar,
el notable incremento de los extranjeros en los centros de mas de 100 000 habitantes,
durante las tres últimas décadas del siglo anterior y su posterior estancamiento. En
tercer lugar, la existencia de un fenómeno similar en las ciudades de 20 000 a
100 000 habitantes, pero mucho más atenuado, tanto en lo que se refiere al
crecimiento en el siglo XIX, como al peso relativo del 25% en que se estabiliza la
participación de extranjeros sobre el total durante el lapso posterior. En cuarto lugar,
hay que destacar el nítido perfil que presenta el proceso opuesto, es decir la muy
escasa incidencia que tienen los inmigrantes de ultramar en el poblamiento de la
campaña. En 1869 su participación en los centros de menos de 2000 habitantes es
prácticamente insignificante y muy débil su crecimiento en lo que resta del sigla, en
1914, cuando el boom cerealero tocaba a su fin y ya había provocado los efectos
sociodemográficos mas significativos, la participación de extranjeros apenas llegó al
14% del total, una cifra que representa menos de la mitad del aporte realizado en los
centros de más de 100 000 habitantes. A pesar de la consabida importancia que
tuvieron los extranjeros en el desarrollo de la agricultura, el grueso de la inmigración
se ocupó en el mercado de trabajo urbano o se orientó, como dijimos, hacia las
industrias semiartesanales, el pequeño comercio u otros sectores donde los canales de
movilidad social resultaban mas fluidos y accesibles.
A medida que las tierras disponibles van disminuyendo parcialmente, agotadas
con el uso, y que aumentan los saldos migratorios, el asentamiento del chacarero sin
capital se toma cada vez más dificultoso y la explotación de su fuerza de trabajo más
intensa. Por ello, aunque la demanda de tierras continúe en alza, las nuevas
condiciones de desempeño desalientan la radicación del extranjero en las zonas
rurales, provocando el retomo hacia los centros desde donde se desplazó
originalmente para intentar, sin fortuna, su conversión en productor independiente.
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Junto a los grandes contingentes radicados desde el principio en las ciudades,
constituyen la mayor parte de la mano de obra urbana, absorbida tanto por los
servicios como por las grandes obras de infraestructura y por la incipiente
manufactura nacional y extranjera. Al final del proceso, el balance indica la
existencia de sólo 37 extranjeros por cada 100 personas ocupadas en la producción de
materias primas, mientras que en los sectores restantes la participación asciende al
52%.
Hacia el año 1914, el crecimiento agrícola se detiene y entra en una nueva etapa.
Exceptuando la breve recuperación de los años inmediatos de posguerra, la
producción se estanca por un largo período que se extiende hasta el quinquenio
1925-1930. Sólo entonces aparecerán signos de recuperación, cuando las
modificaciones de la demanda internacional impulsen una nueva expansión del área
explotada, aunque los ritmos de incremento estarán ya muy por debajo de los valores
registrados en los primeros quince años del siglo.
Esta abrupta interrupción de una tendencia que se suponía indefinida en la época
del Centenario, se debió principalmente a las modificaciones producidas en el
mercado internacional por la Primera Guerra Mundial. Con respecto al consumo de
cereales en los países metropolitanos, la guerra provocó dos fenómenos
contradictorios. Incrementó los precios y la demanda de la producción americana por
la ausencia forzada en el mercado de algunos países beligerantes, pero, a la vez,
trastornó el sistema regular de transporte, elevando significativamente el precio de los
fletes marítimos. Condicionada por esa doble situación, la producción argentina no
pudo aprovechar la coyuntura, impedida de compensar con los mayores márgenes de
ganancia el alto costo de las bodegas. Resignó, de ese modo, su participación en el
mercado a favor de los países competidores más próximos al viejo continente.
Estados Unidos y Canadá se convirtieron así en los principales proveedores de
Europa.
A la inversa, la producción ganadera pudo sacar provecho de la nueva situación.
El incremento de la demanda de carne barata para consumo de los ejércitos
combatientes y el aumento del costo del transporte le permitió desplazar
relativamente del mercado a Australia y Nueva Zelandia, más alejados que Argentina
de los centros de consumo.
Expresado en cifras, el proceso de estancamiento agrícola y recuperación de la
producción ganadera se presenta del siguiente modo. La superficie ocupada por los
cultivos agrícolas, que había llegado a su punto máximo durante la cosecha
1914-1915, con algo más de 22 millones de hectáreas, se encuentra diez años después
prácticamente ante el mismo tope, es decir, 22,5 millones de hectáreas. Con la
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exportación de cereales ocurre otro tanto: 8,4 millones de toneladas en 1914 y 8,3
millones para el año 1925. El avance de los activos ganaderos se manifiesta, por su
parte, de diversos modos: indirectamente, mediante el aumento del área sembrada con
cultivos forrajeros, que llegan a ocupar en los años de mayor auge, 1912-1922, el
40% de la superficie total; y, directamente, por el incremento de los planteles, que
prácticamente duplican en menos de diez años el número de cabezas de ganado
bovino. La exportación de carne congelada y envasada se inscribe también en la
misma línea de desarrollo: a partir de 1914 aumenta su volumen físico de 220 a
350 000 toneladas, pasando previamente por un máximo de casi 400 000 en el año
1912.
Esta tendencia incluye, además, la existencia de dos ciclos coyunturales casi
superpuestos, orientados en dirección contraria al tipo de evolución positiva que
venimos describiendo. En efecto, la virtual interrupción del comercio de carne barata
provocada por la acumulación de stocks y la disminución de la demanda en los países
aliados después de la guerra, condujo a la producción ganadera hacia una aguda
crisis, de la cual salieron perjudicados los medianos productores de ganado
semirrefinado y, especialmente, los improvisados invernadores especuladores de
origen urbano, lanzados al negocio agropecuario durante los años de mayor demanda.
El aumento del precio de la tierra, los endeudamientos producidos por la
sobreutilización de la prenda agraria y la caída vertical de los precios en el mercado
provocaron a comienzos de la década del veinte un éxodo masivo de este sector de
los accidentales empresarios, desalentados o arruinados. Por ello, parte de las tierras
libres, abandonadas por la ganadería, y del capital disponible fueron reasignados a los
cultivos agrícolas, los cuales iniciaron así un breve período de recuperación,
prolongado hasta el año 1922.
La guerra y sus trastornos repercutieron no sólo en la producción agropecuaria.
Su efectos se extendieron al conjunto de la economía nacional, y, obviamente, a las
relaciones con el mercado internacional, obligando a redefinir ciertas reglas de
funcionamiento que habían permanecido estables durante más de veinticinco años.
La suspensión casi total de las inversiones externas y la forzosa reducción de las
importaciones fueron los problemas más importantes. La cesación de flujos
monetarios externos tomó tal dimensión, que la Argentina llegó a convertirse, durante
ese lapso, de importador en exportador de capitales, obligado por la crisis a saldar
con su propio excedente las deudas contraídas en años anteriores. La infraestructura
resultó el sector más perjudicado, especialmente el ferrocarril, que recibió aportes
insignificantes comparados con los niveles de preguerra Su crecimiento se detuvo
cuando ya había llegado al fin la expansión horizontal de las actividades agrícolas en
la región pampeana.
Estas, a su vez, intentaron una nueva etapa de desarrollo mediante la introducción
de nuevas maquinarias en el campo. Al haberse agotado las tierras disponibles y ante
el avance de los cultivos forrajeros, se intensificó aun más la tendencia hacia la
Página 61
agricultura extensiva mecanizada, un sistema que permitió, ademas, compensar el
encarecimiento de la mano de obra durante períodos posteriores. Es por eso que,
mientras la importación de maquinaria agrícola asciende de 144 a 273 millones de
pesos entre 1914 y 1917, la introducción de equipos para transporte desciende de 114
a 4 millones de pesos. La inversión neta en este último rubro es, por su parte, la que
declina más rápidamente: pasa de 1000 millones a sólo 260 millones en un lapso de
apenas cuatro años. Es equivocado considerar, sin embargo, la interrupción de estos
flujos de capital como un producto exclusivo de las modificaciones provocadas por la
guerra en los países metropolitanos. Su ausencia, notable también en los años
posteriores a la contienda mundial, obedece a otra causa, que ha sido, posiblemente,
la determinante en ultima instancia. Las convulsiones de este período no dejan ver, a
veces, un hecho sustancial: a mediados de la segunda década del siglo, la
colonización de tierras aptas para la agroganadería extensiva ha culminado dentro de
los límites de la región pampeana. En lo sucesivo, los incrementos de la producción
ganadera se realizarán, básicamente, restando tierras a los cultivos agrícolas y, a la
inversa, éstos crecerán en detrimento de la primera. Este funcionamiento pendular,
observable desde el principio de los años veinte, acepta sólo una leve excepción: la
incorporación de 4 millones de hectáreas en el período 1925-30, es decir en los años
próximos a la gran crisis mundial del capitalismo, por lo que no constituyó una
oportunidad favorable para nuevas radicaciones de capital en transportes ni para la
especulación inmobiliaria. Capitales de otro origen vendrán a cubrir oportunamente el
vacío dejado por los inversores ingleses, pero cumplirán otras funciones, ligadas al
crecimiento de nuevos sectores de la economía.
La inmigración, en cambio, se pliega a la tendencia general, pero fluctuando en
consonancia con las vicisitudes provocadas por la guerra en el otro continente. En el
año 1914 se interrumpe casi la entrada de extranjeros y comienza, a la vez, una
corriente retornista de tal magnitud que cambia súbitamente el signo de los saldos
migratorios. Durante cuatro años la Argentina se convierte en un país de emigración;
las salidas hacia el exterior son más numerosas que el saldo del crecimiento
vegetativo, aunque, de acuerdo a las estimaciones efectuadas en la época, el volumen
total de la población parece crecer levemente. Mostrando una gran plasticidad, la
dirección de la corriente se invierte nuevamente en los años de posguerra. Ya en 1919
el saldo es casi equilibrado y comienza a ascender positivamente desde el año
siguiente, hasta llegar siete años después a 170 000 personas, cifra récord de la etapa,
muy próxima al valor máximo registrado en el Centenario.
La paralización del crecimiento agrícola provoca, por últimos algunas
modificaciones secundarias en la estructura social del campo. Una de ellas, la más
importante, se vincula con la caída vertical de la demanda de mano de obra familiar
para la explotación de tierras vírgenes. Confluyen en este proceso varios factores,
algunos de los cuales ya han sido mencionados. La extensión del ferrocarril
encuentra, por un lado, barreras ecológicas a la expansión de los cultivos que venia
Página 62
promoviendo: las tierras aptas para la producción extensiva del cereal ya habían sido
totalmente ocupadas. Los monopolios que dirigen la comercialización, sin incentivos
en el mercado, restringen las operaciones de crédito destinadas a facilitar la iniciación
de los chacareros sin capital. Sin nuevas tierras para colonizar, faltos de créditos y
obligados a afrontar precios de arrendamientos en constante aumento, los inmigrantes
pobres dirigen sus expectativas de ascenso social hacia otras ramas de la estructura
ocupacional o hacia otras regiones agrícolas del país.
En la región pampeana, la producción y las relaciones de producción tienden, de
ese modo, a estabilizarse alrededor de un sistema de explotación articulado mediante
la acción de los sujetos económicos que históricamente han ido generando: el capital
monopolista, el terrateniente y el capitalista agrario, por un lado; el pequeño
productor, el chacarero pobre y el proletario rural, por el otro. Más adelante veremos
el rol que corresponde a cada uno de ellos, tanto en la producción como en la
apropiación y expropiación del excedente económico.
En este marco de estabilidad general comienza, sin embargo, un proceso de
diferenciación interna entre ciertas clases, que preanunciará el sentido de otras
modificaciones de mayor envergadura ocurridas durante la última etapa de expansión
agrícola a partir del año 1925. El aumento del canon de arrendamiento que venia,
operándose desde principio de la segunda década y el traslado de 3 millones de
hectáreas dedicadas a los cultivos cerealeros hacia la producción de plantas forrajeras
refuerza aun mas la situación de explotación del chacarero arrendatario dependiente
del terrateniente ganadero. En búsqueda de su objetivo principal, las praderas
artificiales, el terrateniente utiliza su posición monopólica respecto a la utilización de
la tierra y recurre a mecanismos de explotación que amplían la esfera de influencia de
las relaciones económicas más atrasadas.
Por medio de ellas, como se sabe, el trabajador sin tierra, privado de otras
alternativas, debe aceptar condiciones de producción basadas en la rotación trienal de
los cultivos y la entrega del predio alfalfado, una vez cumplido el plazo de
arrendamiento. El nomadismo forzoso que este sistema supone lo obligará a
trasladarse posteriormente a otras parcelas, para trabajar en las mismas condiciones, o
hacia nuevas actividades ubicadas fuera de la economía agropecuaria. La
superexplotación y la inestabilidad ocupacional propias de este régimen convierten al
pequeño productor, privado de ahorrar una parte del producto de su trabajo, en
migrante potencial. En ese caso no es impropio suponer que la mayor parte de este
sector social, transitoriamente abultado por el crecimiento de los cultivos forrajeros,
haya engrosado los contingentes migratorios internos, movilizados por la crisis
agropecuaria y la expansión industrial posterior al año 1930. La reactivación
cerealera y la expansión del área cultivada no pudieron absorberlo, como ocurrió en
épocas anteriores, porque, junto a la desvalorización de su trabajo, fuéronse
modificando las condiciones de desempeño en las explotaciones familiares,
Página 63
desvinculadas relativamente de las relaciones de dependencia impuestas por los
grandes terratenientes ganaderos.
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promueve de ese modo un nuevo proceso de diferenciación interna en el sector
ganadero que influye, simultáneamente, en el sector agrícola.
Debido al desplazamiento del mercado de los productores pequeños y medianos,
la mayor parte del incremento de la producción de carne chilled queda a cargo de las
grandes explotaciones. Pese a ello, una parte del sector desplazado continúa
practicando la ganadería, pero a condición de aceptar el desempeño de un nuevo rol
en la distribución técnica del trabajo: la cría de ganado fino para los campos de
invernada, monopolizados por los grandes terratenientes vinculados al frigorífico. El
resto mantiene ciertos lazos con la ganadería, pero realiza, a la vez, un importante
desplazamiento de tierras hacia el cultivo de cereales, reforzando así el grupo de
productores capitalistas. Debido a su anterior acumulación de capital, estos pueden
acentuar aun más la tendencia apuntada hacia la mecanización extensiva.
Mientras los terratenientes, la cúspide del sistema, suministran un porcentaje cada
vez mayor de la producción vendida al frigorífico, y los sectores medios ganaderos
combinan sus actividades tradicionales con la agricultura, incrementando la
disposición de capital en ese sector, los grupos inferiores, representados por las
explotaciones familiares, continúan avanzando en el proceso de diferenciación
interna señalado más arriba.
La disminución de los alfalfares provoca desocupación entre los chacareros más
pobres, que, imposibilitados de ingresar sin capital a la producción cerealera
independiente, se ven obligados a emigrar hacia otras actividades. Asimismo entre los
chacareros pobres dedicados tradicionalmente a la producción de granos, aquellos
que no tuvieron la fortuna de acumular una parte del fruto de su trabajo para ingresar
en la carrera de la mecanización extensiva, deberán dejar su lugar a los más aptos y
engrosar, junto con los anteriores, los nuevos contingentes de mano de obra
disponible para el futuro desarrollo de la industria.
La naturaleza de este nuevo proceso de expansión, los elementos económicos y
materiales que le sirven de sustento y las relaciones sociales que desata permiten
explicar, simultáneamente, la ausencia en esta etapa del capital extranjero y de la
mano de obra inmigrante, dos factores productivos que jugaron un papel fundamental
durante los dos períodos de colonización. En efecto, aunque continúan ingresando al
país con cierta abundancia después del fin de la guerra, el desarrollo agrícola ya no
los requiere.
El grueso de las inversiones inglesas directas vuelve a canalizarse hacia los
ferrocarriles, que trasponen los límites de la región pampeana y se dirigen hacia el
interior, para promover otro tipo de economías regionales. Comienza, igualmente, un
proceso de radicación en el sector industrial no vinculado a la rama agropecuaria,
donde el capital británico debe compartir desde el principio el lugar de preeminencia
con el capital monopolista norteamericano. Entre 1927 y 1932 se instalan en el país
veintisiete sucursales de grandes empresas capitalistas extranjeras: de ellas sólo tres
corresponden al rubro alimentos y bebidas, y la mayor parte se ubica en las industrias
Página 65
química, del caucho, metalúrgica y radioeléctrica. El origen del capital muestra el
proceso de penetración yanqui y de relativo desplazamiento de los ingleses: de las
veintisiete empresas, dieciocho pertenecen a capitales estadounidenses, cinco a
diversos países europeos y sólo tres a los monopolios radicados en el Reino Unido.
La inmigración, que dejó un saldo de 900 000 nuevos habitantes en poco más de
diez años, cifra sólo superada por el boom de la primera década, no se orientó, en
general hacia las zonas rurales de la región pampeana. Para los pocos inmigrantes
extranjeros con vocación o aptitudes agrícolas, se abrió durante este período la
posibilidad de colonizar, siempre bajo el mando del capital monopolista, las nuevas
zonas de cultivos industriales abiertas en los territorios nacionales. La mayor parte
prefirió, por el contrario, iniciarse en ocupaciones urbanas asociadas al desarrollo del
comercio, la industria y los servicios, que en esa época adquieren un gran impulso,
especialmente en los grandes centros urbanos del litoral.
El descalabro económico internacional del año treinta tuvo, como es sabido,
honda repercusión sobre las economías de los países periféricos. La modificación de
los patrones de consumo en los países industrializados y el consecuente proceso de
deterioro de los términos del intercambio afectaron profundamente la estabilidad del
sistema de acumulación, reproducción y expansión existente en los sectores
dinámicos de sus economías. En la Argentina se sintieron los primeros efectos de la
crisis con la caída vertical de los precios agropecuarios en el mercado internacional.
La caída de precios, sumada a la sequía del año agrícola 1929-1930 y a la
consecuente disminución de las exportaciones provocó una aguda escasez de divisas,
que vino a agravar aun más el déficit crónico de la balanza de pagos. En los años
siguientes, la situación general continuó empeorando: sin embargo, los grandes
rendimientos obtenidos en las cosechas del cereal compensaron, en parte, la caída de
los precios internacionales, ingresando una masa adicional de divisas que salvó al
país de un colapso total. Los grandes volúmenes de exportación de trigo, las medidas
favorables hacia la actividad agrícola tomadas por el nuevo gobierno conservador y la
disminución de las importaciones permitieron obtener, muy poco tiempo después, un
considerable superávit en la balanza comercial.
Es por ello que la crisis del treinta, si bien provoca un reordenamiento general de
nuestra economía y un replanteo de sus relaciones con el mercado internacional, no
modifica sustancialmente las condiciones de funcionamiento del sector agrícola.
Reforzado con la reasignación de recursos realizada por el sector ganadero, el cultivo
de cereales será el único rubro que mantendrá su ritmo de crecimiento hasta fines de
la década. Si dejáramos de lado por un instante los profundos efectos reordenadores
de toda la estructura desatados por la quiebra del equilibrio internacional, no habría
lugar para hacer un corte en la periodización de la evolución agrícola a partir de la
crisis de 1930. Los factores estructurales son, sin embargo, determinantes y obligan a
relacionar las transformaciones del sector agropecuario en su conjunto, con las
características generales de la nueva etapa: retracción de la producción ganadera,
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reasignación de recursos hacia el sector agrícola y hacia el sector industrial,
predominio creciente de la actividad sustitutiva de importaciones, expansión del
mercado interno, desarrollo de las economías regionales y de los cultivos industriales,
etcétera.
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delimitada la región del cereal y de la carne. Más allá comienzan las tierras
marginales, las que no permiten producir mercancías para el mercado internacional.
La coincidencia no asombra; por el contrario, emerge con toda su lógica histórica, si
se reconocen los datos anteriores, aquellos que indicaban la estrecha correlación que
hubo, en el desarrollo agrícola, entre la inversión ferroviaria y la colonización, por un
lado, y la explotación y poblamiento de las tierras incultas, por otro.
De ese modo, la región en su conjunto quedó habilitada con 56 millones de
hectáreas explotables, de las cuales un poco más de 3 millones corresponden a
montes y bosques, 24 millones son utilizadas para el desarrollo de cultivos anuales y
permanentes, y los casi 29 millones restantes corresponden a praderas naturales.
Analizando el destino final de la producción agrícola, encontramos, sin embargo, que
la agricultura independiente de la ganadería ocupó en el quinquenio 1925-1929 14
millones de hectáreas, mientras que la superficie asignada directa o indirectamente a
la ganadería mediante la utilización de praderas naturales, campos alfalfados o zonas
de rastrojos y verdeos, suma 32 millones de hectáreas, el 57% de la superficie total. A
éstas deben agregarse además otros 8 millones de hectáreas utilizadas en la cría de
animales de trabajo.
El desarrollo de la infraestructura y la aptitud de los suelos incidieron además en
la distribución de funciones productivas entre las distintas subregiones en que quedó
dividida el área del cereal y la carne. Empujadas por una tendencia natural hacia la
especialización, fuéronse conformando con el tiempo una serie de arcas homogéneas,
donde la explotación casi unilateral de un solo producto fue absorbiendo la mayor
parte de la tierra, el capital y la mano de obra. Así, dentro de un marco general que
indica el predominio territorial absoluto de la ganadería sobre la agricultura, y, dentro
de la ganadería el uso de praderas naturales sobre las artificiales, se identifican como
áreas agrícolas las que dedican alrededor del 30% de la tierra laborable al desarrollo
de los cultivos. Las más definidas en ese sentido son las subregiones agrícola o
maicera del norte y agrícola o triguera del sur. La primera, una zona comprendida por
varios partidos del norte de la provincia de Buenos Aires y departamento del sur de la
provincia de Santa Fe, alcanza los valores más altos de tierras destinadas al cultivo
agrícola, el 36% del total, de las cuales la mayor parte son dedicadas a la producción
del maíz. Es la que registra, además, uno de los porcentajes más bajos de praderas
naturales, el 39,4%, y simultáneamente uno de los valores más altos de tierras
dedicadas a la implantación de praderas artificiales. En la segunda subárea, situada en
el sur de la provincia de Buenos Aires, la mayor parte de los cultivos son de trigo.
Sobre una superficie explotada levemente superior a la anterior, la agricultura
representa el 36% del total, y las praderas artificiales el 50%. En la producción
ganadera se mantiene todavía el ovino, que representa el 23% del total de cabezas que
alberga la zona.
En el extenso territorio en el que predominan las explotaciones ganaderas se
destacan nítidamente subregiones dedicadas a la cría y otras dedicadas al engorde de
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los planteles vacunos. La zona de cría se halla localizada en los partidos del centro
hacia el oeste de la provincia de Buenos Aires; allí se manifiesta, junto con el
predominio de los grandes latifundios, una acusada tendencia al uso extensivo de
praderas naturales. Por ello, las actividades agrícolas presentan el índice mas bajo de
toda la región: sólo un 14% del total de tierras es dedicado al cultivo de cereales y un
3% a la preparación de pasturas permanentes.
La subregión de invernada, situada en el noroeste de la provincia de Buenos
Aires, incluye además los partidos fronterizos de La Pampa; presenta una estructura
relativamente combinada entre la producción de granos harineros y el cultivo de
plantas forrajeras, con desarrollo de pasturas permanentes. Siendo la zona clásica de
engorde vacuno, las necesidades forrajeras subordinan el desarrollo del resto de las
sementeras, entre las cuales se destaca el trigo, que alcanza a cubrir más del 30% del
total.
Para calificar el resto de la región, el valor de los indicadores resulta menos
nítido. A pesar de ello es posible identificar otra subregión, circundante al
conglomerado urbano de la Capital Federal, dedicada especialmente a la producción
lechera y que combina esa función con la ganadería de cría e invernada. Por ello, los
pocos partidos que la integran muestran el 76% de la tierra ocupada con
explotaciones ganaderas, y dentro de éstas sólo el 5% corresponde a praderas
artificiales.
Hasta aquí, quedan sin identificar la zona semiárida de la provincia de Córdoba,
el centro de Santa Fe y la provincia de Entre Ríos. Ninguna de ellas presenta
características homogénea claramente distinguibles. A pesar de ello, se acepta que
tanto la zona semiárida cordobesa como el centro santafecino combinan una
importante producción de trigo con la cría de ganado vacuno, mientras que en Entre
Ríos se destacan las explotaciones de ganado ovino y la cría de vacuno
semirrefinado.
Así conformada, la región pampeana ha absorbido paulatinamente la inmensa
mayoría de los impulsos de crecimiento y transformación capitalista generados por la
inversión extranjera y la ampliación del mercado internacional. Poco antes de que la
crisis del año 1930 provocara el derrumbe definitivo de tal esquema de desarrollo
dependiente y exogenerado, la región creaba el 80% del producto bruto agropecuario
del país y casi el 100% de las exportaciones agrícolas y ganaderas. Ademas de
proveer al mercado interno, sus sementeras producían el 60% del maíz, el 15% del
trigo y el 50% del lino absorbidos por el mercado internacional. En sus estancias se
producía el 10% de la lana consumida en los países europeos y el 40% de la carne
faenada en los frigoríficos de todo el mundo.
Refiriéndose a este asunto, Bunge trazó una semicircunferencia sobre el mapa del
país con centro en Buenos Aires y superpuesta a los límites naturales y económicos
de la región. En esa pequeña porción del territorio nacional halló concentrados el
67% de la población, el 86% de la superficie cultivada con cereales y lino, el 65% de
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los vacunos y el 46% de los lanares, así como también el 71% de los aparatos
telefónicos, el 79% de los automóviles y el 78% del capital invertido en industrias
manufactureras y extractivas.[15] Un extraordinario ritmo de crecimiento de las
actividades económicas y de expansión de la riqueza social que tiene un solo
fundamento: la circulación y reproducción de una gran parte del excedente
agropecuario dentro del mismo ámbito regional en que se realiza su producción. El
fenómeno es sumamente conocido, por lo que no es necesario volver a describirlo; lo
subrayamos, empero, para ampliar la justificación de nuestro objeto específico de
estudio, esto es, la modificación de las relaciones sociales que acompañan e
impulsan, a la vez, la dinámica de este particular estilo de desarrollo económico en la
región pampeana.
En efecto, tal como lo venimos afirmando, la conformación económica y espacial
del área cerealera y su relación con el resto del país se producen en una coyuntura
histórica en la que el aumento de la demanda externa, por un lado, y la especial
condición de nuestro suelo por otro —dos fenómenos independientes y de distinta
naturaleza— son conjugados entre sí mediante la acción simultánea del capital
monopolista y la mano de obra inmigrante. La conjunción de estos factores origina
una nueva estructuración del espacio social con características propias, netamente
diferenciadas de las relaciones predominantes en el resto de la sociedad argentina.
La región pampeana no es sólo la región más rica y mas dinámica, el centro de
atracción de capitales y mano de obra, el eje del crecimiento económico nacional, el
lugar privilegiado por la aptitud productiva del suelo y la ubicación geográfica de sus
puertos, el ámbito donde se incluye Buenos Aires, el gran centro urbano
monopolizador de la industria, del poder económico, político y cultural. La región
pampeana es eso y algo mas. Es el lugar donde se va tejiendo una nueva y compleja
trama de relaciones sociales entre los protagonistas recién llegados y los viejos
sujetos económicos, herederos de la miseria o de los privilegios establecidos por el
régimen anterior. Lo mismo ocurrió con las leyes de funcionamiento de todo el
sistema y con las clases sociales que van naciendo y consolidándose al calor de las
nuevas transformaciones. Uno y otras reproducen, en lo esencial, al proceso de
penetración y ampliación de las relaciones capitalistas en el sector agropecuario,
fenómeno que con mayor o menor intensidad ocurre en la mayoría de las economías
periféricas enlazadas a la división internacional del trabajo. Pero ese proceso se torna
en nuestro medio sumamente complejo debido a una serie de particularidades que
reflejan la singular combinación estructural de los diversos factores productivos
puestos en juego. El capital es desde el principio, capital monopólico, pero además es
capital comercial no vinculado directamente a la producción. La tierra colonizable es
de propiedad privada, parcelada en grandes latifundios improductivos. La mano de
obra es mano de obra familiar, aplicada sobre la tierra en forma de pequeñas
explotaciones, trabajadas con muy poco capital propio y en estricta dependencia del
terrateniente y el monopolio comercializador. El crecimiento agropecuario aumenta la
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renta de la tierra, el crecimiento general amplía la posibilidad de inversión en otros
rubros e incrementa el precio de la mano de obra, en una economía en la que el gran
capital no aborda la producción manufacturera y los centros del acumulación se
hallan ligados a las industrias agropecuarias y a los servicios comerciales y
financieros; donde los canales de reproducción ampliada son derivados, además,
hacia los sectores estratégicos de los países metropolitanos. Todo ello imprime al
desarrollo del capitalismo argentino un sello propio, expresión del la combinación
desigual entre los impulsos de crecimiento y modernización de la producción con
marcados rasgos de atraso y dependencia estructural. Del conjunto de relaciones
sociales generadas por esta dinámica particular surgen las nuevas clases sociales,
impulsadas y obstaculizadas, a la vez, por el carácter contradictorio de nuestro
desarrollo capitalista.
Así como el volumen creciente de producción y riqueza transforman la región
pampeana en el núcleo más dinámico de la economía, la modificación de las
relaciones sociales genera allí una estructura de clases que se convierte en la
estructura hegemónica y dominante de la sociedad nacional. En ella surgen las clases
propietarias de la tierra y el capital, que subordinan al conjunto de las clases
propietarias del país, pero en ella surgen también las únicas clases sociales que desde
distinta perspectiva inician el cuestionamiento, a su modo, del sistema de apropiación
de la riqueza o del poder, arrastrando tras de sí la tímida adhesión de los lectores
relativamente afines ubicados al margen de la nueva estructura. Dicho de otro modo,
el avance cuantitativo y cualitativo de la región sobre el resto le otorga hegemonías
posibles que se trasladan a todos los niveles de la vida social y en particular a la
dinámica de las clases sociales.
El estudio de la estructura de clases en la región pampeana permitirá, entonces,
descubrir la raíz que nutre la naturaleza de las relaciones materiales, fundamento de
la práctica social, política e ideológica de los distintos grupos que las representan.
Este análisis nos parece fundamental no sólo por el alto grado de especificidad que
presenta dicha estructura de clases sino, también, porque ofrece una nueva
perspectiva para explicar la naturaleza de ciertas practicas políticas e ideológicas,
dominantes en toda la sociedad argentina. Ayudará, a su vez, a comprender mejor las
causas de la creciente marginación de las regiones del interior y los efectos
producidos sobre la conciencia social de sus principales protagonistas.
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CAPITULO III
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algunos de los obstáculos sociales que el régimen de tenencia de la tierra opone a la
libre inversión del capital; crea condiciones propicias para disolver o subordinar
ciertas formas de producción no capitalistas e integrar a otras que, a pesar de
mantenerse como tales, son puestas al servicio del proceso de valorización del
capital; crea y controla un nuevo tipo de mercado de trabajo, estacional y permanente,
destinado a proveer de mano de obra asalariada a las empresas capitalistas en proceso
de consolidación.
El crecimiento de la producción, basado en la especialización requerida por el
mercado externo, se limitó al ámbito que, por sus condiciones naturales, era apto para
la implantación de ciertos cultivos. Para aprovechar la capacidad potencial del medio
físico y respetar, a la vez, sus propias restricciones, la división social fue acompañada
de una nueva subdivisión interna en la región pampeana. Cada subregión se fue
definiendo por el predominio de algún producto principal, acompañado por una
pequeña constelación de productos secundarios, y por las características técnico-
económicas de ciertas estrategias de producción. Pero la distribución territorial de los
productos principales y la implantación de ciertas estrategias de producción no sólo
obedecieron a las determinaciones del medio natural: ambas fueron profundamente
condicionadas, de un lado, por el régimen de tenencia de la tierra, y de otro lado, por
la naturaleza y la estrategia de penetración del capital, factores que convergen en la
determinación de las formas preponderantes de la organización social de la
producción.[1]
La presencia de esos cuatro factores en la determinación de las características de
la organización social de la producción requiere, sin embargo, de un elemento de
mediación: la organización técnica de la producción, que incluye los criterios
predominantes de uso del suelo, la forma de organización social del trabajo y las
características del desarrollo tecnológico. El ritmo y la modalidad de las
transformaciones técnicas influyen decisivamente, de un lado, en el incremento de los
niveles de productividad, en la adecuación de esos niveles a las necesidades del
intercambio intersectorial y, de otro lado, en las posibilidades de modificación de las
relaciones sociales de producción. Pero estas transformaciones son, en el sector
agrario, muy lentas, discontinuas y heterogéneas. A diferencia de lo que ocurre en las
restantes ramas de la producción, donde el desarrollo de las fuerzas productivas sólo
guarda relación con las estrategias de expansión del capital, aquí se halla
condicionado, ademas, por el régimen de tenencia de la tierra y por las limitaciones
que la naturaleza impone a la modificación de los procesos de trabajo. Por tal razón
las fuerzas productivas mantienen un nivel constante y permanente de «atraso
relativo», que tiene tres importantes consecuencias: limita el incremento de la
productividad, obstaculiza la penetración de capital y dificulta la generalización de
nuevas relaciones sociales de producción.[2]
En efecto, mientras la humanidad continúe alimentándose con los frutos
producidos por la naturaleza y no aparezca una nueva rama industrial elaboradora de
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alimentos sintéticos, el trabajo del hombre en ese ámbito deberá seguir sujeto a la
determinación de cierto tipo de leyes naturales. A pesar de los grandes cambios
tecnológicos introducidos, continuará, en lo esencial, limitado a su función
primordial: provocar, incentivar y proteger el crecimiento de los seres vivos que le
han proporcionado, a lo largo de su historia, los nutrientes necesarios para asegurar su
propia reproducción biológica. El hombre trabaja, pero la naturaleza brinda sus
productos a través de procesos vitales que aceptan ser interferidos en algunos
aspectos, siempre y cuando se respeten sus mecanismos fundamentales de
crecimiento y reproducción. Se trata de una relación entre trabajo y objeto de trabajo,
que limita severamente la autonomía que ha tenido el hombre en otros sectores de la
producción para organizar los procesos de trabajo de acuerdo a las necesidades
sociales de cada etapa de la historia. Estos limites surgen de la necesidad de adaptar
las labores de activación realizadas por el hombre con los procesos de reproducción
realizados por la naturaleza.[3]
Esa necesidad de adaptar los procesos de trabajo a las características del objeto de
trabajo genera entre ambos una especie de relación heterónoma que obstaculiza la
introducción de innovaciones científico-tecnológicas y varía en función de las
peculiaridades de los seres vivos. A diferencia de lo que ocurre en otros sectores de la
producción, la innovación agrícola es de carácter adaptativo, porque los principios
reguladores del proceso de trabajo se hallan ubicados fuera de su ámbito, es decir, en
el proceso de reproducción autónomo que contiene su objeto de trabajo. La
heteronomía del proceso de trabajo y el carácter adaptativo de las innovaciones
tecnológicas interponen enormes obstáculos a la libre utilización de las técnicas, los
instrumentos y los medios de producción creados por el capitalismo en el sector
industrial. Priva en este sector el principio de «innovación adaptativa», un proceso
que tiende a incrementar la productividad de la tierra y el trabajo sin modificar las
leyes que regulan el equilibrio de los ecosistemas naturales.
Los aspectos anteriores influyen, por otro lado, en los esquemas de organización
técnica y social de la producción. En la agricultura es imposible producir «en serie»,
de la misma forma en que lo hace la industria; la división de funciones y el
desdoblamiento del trabajo en el tiempo se hallan también condicionados por las
características del ciclo de evolución natural. La aplicación de criterios de
«racionalidad» en la coordinación del trabajo es, por tanto, diferente: en la industria
predomina la repetición constante de procedimientos, es decir, la especialización; en
la agricultura la concentración discontinua de grandes volúmenes de trabajo. Cada
tipo de labor agrícola es realizada solamente un par de veces, dentro de un largo
proceso temporal de producción; la cantidad de trabajo que requieren las distintas
labores es sumamente variable y el momento de su realización no depende,
generalmente, ni de la disponibilidad de mano de obra, ni de la mejor forma de
utilización de los medios de producción, sino que está regulado por el ciclo de
reproducción biológica de las plantas y los animales.
Página 74
La concentración discontinua de la mayor parte de las labores agrícolas crea una
enorme cantidad de tiempo muerto de trabajo entre cada una de ellas, lo que modifica
sustancialmente el régimen de contratación y las condiciones de trabajo de la mano
de obra asalariada. Los trabajadores eventuales, contratados para la ejecución de
tareas que absorben mayor cantidad de trabajo en un lapso corto, superan
ampliamente a los trabajadores que realizan tareas regulares en forma permanente. La
ocupación estacional de los asalariados temporales crea enormes dificultades, a su
vez, para organizar un mercado de trabajo donde la oferta sea adecuada, estable y
homogénea, debido a que la concentración discontinua obliga a los trabajadores a
desarrollar estrategias complementarias de sobrevivencia durante el tiempo muerto de
trabajo. Algunos se transforman en migrantes rurales permanentes, formando un
contingente que se desplaza por el territorio, en función de la demanda estacional.
Otros utilizan el tiempo muerto de trabajo para sembrar cultivos de subsistencia en
pequeñas parcelas minifundistas. Entre ambos extremos, se desarrolla una serie de
alternativas diferentes, que dependen de un sinnúmero de particularidades, originadas
tanto en el contexto social como en las propias características de los sujetos.
La necesidad de explotar recursos naturales para obtener alimentos y materias
primas no solo condiciona la ubicación espacial de los factores de la producción,
también los fija al suelo. La necesidad de obtener productos de la germinación de
ciertas especies, en una cadena en la que el momento de la siembra y el de la
recolección son insoslayables y fundamentales, le otorga a la tierra un papel
primordial en la producción junto al capital y el trabajo. Pero, a diferencia de estos
dos últimos, la tierra en condiciones de producir es, como vimos, un bien económico
limitado, escaso, desigualmente distribuido en el planeta y, ademas, irreproducible.
Este conjunto de particularidades provocan severas restricciones a la libre
expansión y transformación de la producción agraria, restricciones que inciden, a su
vez, sobre las formas de su organización económica y sobre las características
sociales de sus sujetos fundamentales. La escasez relativa de tierras aptas limita los
alcances de la relación con otros sectores de la economía, es decir la posibilidad de
satisfacer adecuadamente la demanda del resto de la sociedad. La apropiación privada
de un recurso no reproducible genera una situación de monopolio, en la cual emerge
un reducido sector social con capacidad de impedir u obstaculizar la libre circulación
y aplicación del capital y la fluida incorporación del trabajo libre y de las
innovaciones tecnológicas.
El problema generado por el control privado de la tierra se superpone, entonces,
al del control del capital, dando lugar a una serie de contradicciones especificas del
sector agrario. Una de esas contradicciones se resuelve por medio de la renta
capitalista de la tierra, un mecanismo económico que expresa, en ese nivel, una
decisión social de no enfrentamiento, de coexistencia mutuamente tolerada entre
capitalistas y terratenientes. Pero la posibilidad de su permanencia depende, como
vimos, de la prolongación del «atraso relativo», es decir de un atraso permanente en
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la evolución de las fuerzas productivas y en la composición orgánica del capital. La
renta permite la expansión del capitalismo sin necesidad de modificar el régimen de
propiedad de la tierra, pero crea simultáneamente las condiciones para inducir la
penetración de un tipo dominante de capital, aquel que garantice el «atraso relativo»,
no provoque profundas modificaciones en el desarrollo tecnológico y no se exceda en
la profundizaron de las relaciones capitalistas de producción.
El «atraso relativo» es el resultado, entonces, de dos causas diversas: una de
origen social, la monopolización privada de la tierra, se expresa bajo la forma
económica de la renta: otra de origen natural, la necesidad de adecuar la organización
de la producción a las leyes de la reproducción biológica, se presenta como
restricción a los procesos de innovación tecnológica y de organización del trabajo.
Ambas obstaculizan la expansión del capitalismo en el sector agrario, que se
caracteriza por una gran heterogeneidad en los tipos de explotaciones dominantes, en
las relaciones de producción y en la naturaleza de las clases sociales. Dicho de otro
modo, las dos causas fundamentales del atraso relativo se refuerzan mutuamente y
exacerban las características del desarrollo desigual y combinado, generando una
estructura productiva y de clases sumamente heterogénea e inestable.
Esta estructura resulta heterogénea porque, a través de diversos mecanismos de
penetración, el capital se halla presente en distintos tipos de explotaciones, es decir en
unidades productivas donde la calidad y la extensión de la tierra se combinan de
distinto modo con la tecnología y la organización social del trabajo. Así, aparecen
latifundios con diversos grados de capitalización y distintos regímenes de explotación
de la mano de obra, junto a empresas modernas altamente capitalizadas y empresas
familiares que explotan mano de obra asalariada y acumulan excedentes. Igualmente,
junto a las diversas estrategias de acumulación de capital, se aglutina un significativo
número de formas no capitalistas de producción; grandes latifundios tradicionales
donde superviven formas disimuladas de sujeción personal de trabajadores y
campesinos y, especialmente, un numeroso contingente de explotaciones familiares
de diverso tipo, sometidas a un intenso proceso de expropiación de recursos y
excedentes.
Lo anterior provoca, además, un acelerado proceso de fusión, entrelazamiento y
combinación entre diversos grupos sociales y distintas formas de obtener o apropiar
excedentes. La renta se funde con el capital y genera un nuevo sujeto social, el
capitalista terrateniente, que combina los atributos de ambos, pero se comporta de un
modo diferente. El ingreso del trabajo familiar se une, en el extremo más alto de la
escala campesina, con la explotación de trabajo ajeno, y en el mas bajo, con la venta
de fuerza de trabajo: procesos complejos que oscurecen la imagen tradicional del
campesinado pero que no conducen, como tantas veces se ha afirmado, a su
disolución; se transforma, en todo caso, en estrategias de crecimiento o
sobrevivencia, elaboradas en un medio plagado de contradicciones. El capital
moderno explota mano de obra asalariada, pero se alimenta también de la succión de
Página 76
los excedentes campesinos, creando complejos de producción que integran la
participación de trabajadores libres en esos establecimientos con la sujeción del
trabajo familiar aplicado en parcelas independientes. Este panorama puede ser
enriquecido con un amplio repertorio de situaciones deformantes de la lógica de
acumulación capitalista; algunas son conocidas, otras, posiblemente la mayoría,
esperan nuevas investigaciones.
En nuestro caso, los rasgos predominantes de este complejo proceso toman una
dimensión particular, que es necesario dilucidar adecuadamente. Para ello debemos
enfrentar, sin embargo, algunas dificultades de orden metodológico, derivadas de la
falta de correlación existente entre la relativa precisión conceptual aportada por las
explicaciones teóricas y los criterios utilizados para identificar e interpretar los
fenómenos empíricos a que hacen referencia. Dificultades a las que se agrega,
ademas, la necesidad de sortear ciertos obstáculos interpuestos por la naturaleza de la
información estadística y documental disponible. Es indispensable, por lo tanto,
aportar mayor rigor metodológico y una información más completa y precisa para
eludir ciertos criterios implícitos en los estudios tradicionales referidos a este tema en
nuestro país, que han elaborado explicaciones sugerentes, pero poco consistentes,
basadas en datos generales y poco confiables.
En efecto, ni los censos, ni los escasos relevamientos estadísticos de la época,
permiten utilizar información cuantitativa directa sobre la mayoría de los fenómenos
involucrados en este problema. Por tal razón, nos veremos obligados a combinar el
análisis de la información parcial que brindan esas fuentes con la descripción
cualitativa extraída de otro tipo de materiales documentales. Sólo así es posible
reconstruir, a grandes rasgos, las características específicas del régimen de propiedad
y del proceso de trabajo generados por la penetración del capitalismo en el campo, y
deducir, a partir de allí, los métodos vigentes de apropiación y expropiación del
excedente agrícola.
A pesar de sus limitaciones, los censos aportan un relevamiento completo del
número de establecimientos agrícolas, clasificados de acuerdo a una serie de
características económicas. Incorporamos esos datos y aceptamos como cierto, a la
vez, que —de acuerdo al tipo de producción y al desarrollo medio de la productividad
del trabajo— a cada tipo de extensión de las explotaciones corresponde un modo
particular de organización de la producción, de utilización de la mano de obra
familiar o asalariada y de aplicación del capital constante y variable. En ese caso, al
correlacionar en forma general las características económicas de las empresas
agrícolas con las unidades territoriales de explotación que históricamente les
corresponden, podremos analizar el peso cuantitativo y cualitativo de las empresas
que sirven de soporte a las distintas clases sociales, a pesar de que en realidad
estaremos confrontando solamente datos referidos a la explotación de la tierra. Así
planteado, el procedimiento es útil y legítimo. Partiendo de él se profundizará el
análisis de la base estructural de las clases sociales en el campo, es decir, la relación
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de los distintos grupos con la propiedad de la tierra, de los medios de producción y
del trabajo, así como sus distintos roles en la producción y apropiación del excedente.
Si logramos cumplir adecuadamente con este objetivo, habremos avanzado un
cierto tramo en el largo camino que falta recorrer para llegar al conocimiento de la
evolución histórica de la estructura social de nuestro país. A su vez, creemos que tal
tipo de conocimiento puede ayudar a «releer» o reinterpretar, desde otra perspectiva
analítica, los escasos estudios realizados hasta ahora, aun aquellos que han intentado
utilizar, en forma distinta a la nuestra, el método y las herramientas conceptuales de
la teoría marxista.
Son estos últimos, precisamente, quienes han puesto mas énfasis en la utilización
de datos estadísticos referidos a la extensión territorial de las explotaciones para
caracterizar el régimen de tenencia de la tierra y el tipo predominante de unidades de
producción en la agricultura y la ganadería. Al contraponer la gran extensión de las
estancias ganaderas con el enorme peso numérico de las pequeñas explotaciones
agrícolas, han resaltado aún más las características regresivas del monopolio
territorial detentado por la oligarquía terrateniente. De la influencia que tal régimen
de propiedad tiene en la organización de la producción deducen, además, su
consecuencia principal: el predominio del arrendamiento en la constitución de las
formas de apropiación del trabajo familiar. El rol primordial asignado al
arrendamiento precapitalista no ha sido, sin embargo, adecuadamente demostrado, ya
que no resulta de investigaciones mas amplias, capaces de analizar los diversos tipos
de relaciones sociales de producción ocultos detrás de este sistema. El conocimiento
del número de propietarios y arrendatarios no aporta mayor ilustración sobre la
naturaleza de tal sistema si, entre otras cosas, no se aclaran debidamente las distintas
condiciones que cada tipo de explotación ha debido satisfacer para integrarse al
nuevo mercado capitalista en expansión.
Para cubrir ese inexplicable vacío, comenzaremos haciendo una nueva
clasificación de las explotaciones, según su extensión. Deduciremos así,
indirectamente, la existencia de una compleja estructura estratificada de distintas
empresas agrícolas. A pesar de sus variaciones, entre las empresas agrícolas
predominan básicamente dos formas de organización del trabajo: de un lado, la
explotación familiar, basada en la producción mercantil simple, y del otro, la empresa
capitalista sustentada en la explotación del trabajo asalariado y organizada de acuerdo
a ciertas reglas relativamente avanzadas de la economía de la época. Entre ambos
extremos, se despliega un conjunto de situaciones transicionales, que tienen poco
peso sobre el conjunto.
De acuerdo con las afirmaciones de varios autores, las explotaciones familiares
propiamente dichas se extendían, en la zona cerealera, por encima de las 10 ha.[4]
Entre 10 y 50 ha se ubicaban las explotaciones familiares más pequeñas. En ellas, si
se producía para el mercado, un matrimonio chacarero con un hijo lograba
mantenerse precariamente en la parcela, a condición de soportar toda clase de
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penurias; a veces llegaba a alimentar hasta a dos menores improductivos. Utilizaba
para su trabajo los instrumentos de producción más simples y no contrataba mano de
obra, ni aun en las épocas de siembra y cosecha.[5]
Por encima de las 50 y hasta las 100 ha se extendía la explotación familiar
mediana, la chacra típica del campesino arrendatario o propietario de la zona
cerealera. Según Scobie, la explotación familiar ideal tenía, en la época,
aproximadamente 75 ha. Hasta ese límite podía ser dirigida sin utilizar mano de obra
libre de carácter permanente.[6] La trabajaban, generalmente, un matrimonio
inmigrante con la ayuda de dos o tres hijos de catorce a dieciocho años, y con el
aporte temporario de mano de obra contratada para las faenas de siembra y cosecha.
Su puesta en marcha, según los cálculos del Ministerio de Agricultura, requería una
inversión fija de 3500 pesos de aquel momento, más un 80% adicional destinado a la
contratación de siembra, trilla y otros gastos generales.[7]
Desde ese límite y hasta las 200 ha el manejo de la chacra exigía la duplicación
de los enseres de trabajo y en general del capital constante y variable.[8] Era
manejada, como las anteriores, por la familia, pero en este caso debía contar con la
utilización de mano de obra permanente —alrededor de cinco peones para todo
trabajo— y un número mucho mayor de mano de obra temporaria en las épocas de
siembra y cosecha.[9] Contrataban maquinaria para siembra y trilla y, en algunos
casos, intentaban diversificar la producción hacia otras ramas de la agricultura.
Cuando la explotación superaba las 200 ha la chacra comenzaba a ser explotada
«económicamente», en forma de gran explotación, con maquinaria agrícola
permanente y abundante utilización de mano de obra: algo más de veinte peones cada
500 ha, además de administrador, capataces y empleados de contabilidad. La mano de
obra era sobreexplotada, y la organización del trabajo adquiría todas las formas
características de las empresas capitalistas. Así lo atestigua, por ejemplo. Bialet
Massé: «El trabajador —dice— hace una vida casi común con el pequeño colono,
come mejor y hace el trabajo más a gusto, pero con el colono en grande que los
maneja por medio de capataces se encuentra mucho peor, porque se le da mal de
comer y se le exige el máximo de trabajo».[10] Opiniones similares se encuentran en
el libro de Nicolás Repetto, donde también aparece una clara imagen de inversión y
organización capitalista en la explotación de un campito de 600 ha que él tenia en
copropiedad con su amigo Juan B. Justo cerca de Villa María, en el corazón de la
zona triguera cordobesa.[11]
Las explotaciones capitalistas mayores de 200 ha pueden ser clasificadas, a su
vez, en dos categorías. Entre 200 y 500 ha se agrupan las empresas medianas. Entre
500 y más de 1000 ha, las que llamaremos grandes empresas, en las que las tareas
agrícolas son combinadas frecuentemente con la ganadería, ya sea la ganadería
intensiva destinada a la producción lechera, en el centro de la provincia de Buenos
Aires y sur de Santa Fe y Córdoba, o a la ganadería ovina, especialmente
desarrollada, junto a la producción triguera, en el sur de la provincia de Buenos Aires.
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Teniendo en cuenta la clasificación anterior, podemos medir ahora el peso relativo
de cada tipo de explotación agrícola sobre el total de establecimientos, sobre el total
de la superficie cultivada y sobre el volumen global de la producción cerealera
generada en la región pampeana. Para ello utilizaremos los datos del Censo
Agropecuario de 1908 y del Tercer Censo Nacional, de 1914. Las fechas de ambos
relevamientos se sitúan en los tramos finales de la etapa de gran expansión iniciada
alrededor de 1900, es decir, en la última etapa de las grandes transformaciones
sociales provocadas por el desarrollo del capitalismo y por la vertiginosa expansión
de los cultivos. El censo de 1914 se halla precisamente en la frontera que delimita el
período de crecimiento finalizado con la Primera Guerra Mundial y el largo período
de estancamiento posterior, cuando las formas de reproducción de la estructura de
clases consolidada se imponen abrumadoramente sobre las modificaciones
secundarias de algunos sectores aislados. Se trata de una posición privilegiada, ya que
nos permite realizar una especie de radiografía de la situación de los diversos
sectores, incluyendo el resultado final de las anteriores modificaciones. Por
consiguiente, la imagen que nos brinda el Censo de 1908, corroborada por el Censo
de 1914, puede ser considerada, en sus rasgos generales, la imagen de la base
material de la estructura de clases imperante hasta el año 1930.
En otro sentido, la proximidad temporal de los dos relevamientos impone algunas
limitaciones. Entre otras, no permite seguir la evolución cuantitativa de las posiciones
de clase tal como se desarrolló entre los dos momentos fundamentales del período,
1880 y 1914. Obligados por esa circunstancia, presentaremos primero los resultados
estadísticos aportados por esas fuentes, y desde allí construiremos posteriormente,
utilizando otros elementos, el sistema de relaciones de clase que nos van sugiriendo
los datos. Reconstruiremos, además, la historia de las modificaciones del sistema y de
los canales internos y externos de movilidad social, para finalizar proyectando hacia
las etapas posteriores el papel de cada clase o sector en el sistema de reproducción de
las situaciones ya consolidadas.
Los primeros resultados tienden a modificar algunos rasgos de la imagen
tradicional del campo argentino de esa época, elaborada por la mayoría de los análisis
conocidos, donde, sin desplegar mucho esfuerzo ni imaginación, se ha establecido
una relación extremadamente dependiente y poco convincente entre la actividad
agrícola y el proceso de refinamiento del ganado vacuno.
Tal relación se apoya en tres argumentos principales: a) la producción de granos
crece, se dice, impulsada por la ganadería mediante relaciones de dependencia. La
ganadería impone no sólo los tipos de producción más adecuados a la implantación
de praderas artificiales, sino también las relaciones de producción que mejor se
integran con las necesidades rentísticas de los grandes latifundios; b) como
consecuencia, el sistema de aparcería y arrendamiento impuesto por los grandes
ganaderos bonaerenses a partir de la década del ochenta da la tónica predominante en
la producción agrícola, donde se concentran las relaciones de producción
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precapitalistas del campo argentino; c) esto da lugar a la aparición de un amplio
sector de arrendatarios agrícolas, que llegan a hacerse cargo de la mayor parte de la
producción de granos finos, como complemento obligado de la preparación de
pasturas adecuadas a las necesidades del engorde vacuno. Ello permite explicar, entre
otras cosas, su baja productividad, la situación de explotación del chacarero pobre y
el carácter extensivo y mono-productor de sus explotaciones. Más adelante
analizaremos en profundidad estos argumentos, que asocian indebidamente el sistema
de tenencia de la tierra, dominada por el latifundio y el arrendamiento, con relaciones
de producción precapitalistas.
Los datos del cuadro III. 1 nos permiten, en primer lugar, refutar estadísticamente la
tercera de las afirmaciones referidas según la cual el peso de la producción agrícola
de exportación recayó en la actividad de los pequeños chacareros arrendatarios.
Cuadro III.1
Establecimientos, producción y superficie agrícola explotada en cuatro provincias de la región pampeana
(1908 y 1914)
1908 1914
Extensión Est. Sup. expl. Est. Sup. expl.
Provincia N.º est. Prod. N.º est.
(ha) (%) (%) (%) (%)
0-100 16.248 66,8 19,1 20,3 30.030 62,7 16,3
Buenos Aires 101-200 4.753 17,4 18,8 20,8 9.670 20,2 21,8
201 y + 4.300 15,8 62,1 58,9 8.236 17,1 61,9
0-100 13.274 62,7 26,2 30,6 18.547 63,0 27,5
Santa Fe 101-200 5.265 26,6 35,2 29,8 7.761 26,0 33,8
201 y + 2.300 10,7 38,6 39,6 3.244 11,0 38,7
0-100 4.927 80,2 42,1 39,5 7.621 63,8 27,2
Entre Ríos 101-200 859 13,9 23,1 20,5 3.209 26,6 38,4
201 y + 375 5,9 34,8 40,0 1.127 9,6 34,4
0-100 6.919 56,3 10,8 16,6 8.676 44,2 7,0
Córdoba 101-200 2.798 22,7 24,7 23,0 4.012 20,2 17,2
201 y + 2.587 21,0 64,5 60,4 7.123 35,6 75,8
0-100 43.348 64,7 20,7 21,3 64.872 59,3 18,3
Región 101-200 14.036 21,0 24,9 24,4 24.654 22,6 23,8
201 y + 9.562 14,3 54,4 54,3 19.730 18,1 57,9
Elaborado en base al Censo Nacional Agropecuario, 1908, tomo II; y al Tercer Censo Nacional, 1914, tomo V.
Al aceptar que los establecimientos superiores a las 100 ha excluyen, término medio,
las formas de explotación familiar, podemos agrupar las explotaciones restantes en
una sola categoría que las contenga. En ella aparecerán una serie de empresas cuyos
rasgos capitalistas van acentuándose a medida que crece la cantidad de tierra
explotada, obligando a invertir cantidades crecientes de capital fijo, a emplear
mayores volúmenes de mano de obra asalariada y a aumentar la productividad
racionalizando el trabajo. Para no cometer exageraciones, el cuadro confronta las
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características de los establecimientos de hasta 100 ha con los que superan las 200 ha,
dejando en el medio una franja convencional mente indefinida, ocupada por los
establecimientos de 100 a 200 ha. Aun así, las cifras nos revelan una estructura de
uso de la tierra agrícola realmente sorprendente. En 1908, sobre un total de 66 946
establecimientos distribuidos en la región pampeana, la inmensa mayoría corresponde
a chacras de producción familiar, de menos de 100 ha. En efecto, mientras las
explotaciones más definidamente capitalistas, ubicadas por encima de las 200 ha, sólo
suman 9562 establecimientos, es decir un 14,3% del total, los chacareros pobres
llegan a ocupar 42 348 unidades productivas, que significan el 65% del total.
Las distancias aumentan, obviamente, si se suman las parcelas de 100 a 200 ha al
grupo de las explotaciones familiares; en ese caso, las explotaciones menores
constituyen más del 85% del total.
El predominio numérico del chacarero pobre en el conjunto de los sujetos
económicos vinculados a la agricultura, señalado por las caracterizaciones anteriores
queda, hasta aquí, plenamente convalidado por las cifras. Pero si comparamos éstas
con la participación porcentual de cada grupo de explotaciones en el total de la tierra
ocupada, hallaremos que las relaciones aparecen invertidas. Así, de los 8,5 millones
de hectáreas cultivadas con cereales y oleaginosas, sólo un 21% corresponde a las
explotaciones familiares propiamente dichas (0-100 ha), un 25% se lo adjudican las
parcelas con características convencionalmente indefinidas (100-200 ha), mientras
que el 54% restante indica con claridad el gran predominio de las empresas
capitalistas sobre la tierra explotada por el conjunto. Otro tanto ocurre con las cifras
de la producción agrícola: el 21% de la cosecha es realizada por las explotaciones
familiares, el 24% por las explotaciones indefinidas, y casi el 55% restante por las
empresas capitalistas. Los datos de 1914 confirman la imagen, aunque tiende a
disminuir aun más el peso relativo de las explotaciones familiares en favor de las dos
categorías restantes, y los 19 248 establecimientos superiores a las 200 ha pasan a
ocupar más del 57% de la superficie cultivada.
Si bien la relación entre el abultado número y la escasa magnitud de las
explotaciones familiares ya ha sido puesta de manifiesto en varios estudios
económicos para señalar la injusta distribución de la tierra que impone la presencia
del latifundio y el monopolio en el sector agrario, no se había analizado hasta ahora el
peso real que los pequeños productores directos han tenido en el conjunto de la
actividad agrícola de la región. Aunque su importante presencia cuantitativa pareciera
mostrar lo contrario, con los datos del cuadro queda definitivamente demostrada la
escasa participación de las explotaciones familiares en el crecimiento del producto
bruto agrícola iniciado en la década del ochenta. Precisamente, la sobrestimación a
dicha participación en el análisis de la cuestión agraria argentina es la que ha
provocado las sucesivas deformaciones en la imagen de la estructura de nuestro
campo transmitida por la mayoría de las descripciones realizadas hasta ahora. En
ellas, la actividad del chacarero pobre, explotado alternativamente por el terrateniente
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o por el gran capital, y el sistema de arrendamiento impuesto en beneficio de los
sectores propietarios de la tierra parecen ser el único instrumento utilizado para
promover la expansión de las actividades agrícolas, mientras que el productor
ganadero con capital se dedicaba exclusivamente a la preparación de planteles
refinados con destino a la exportación.
Sin embargo, el proceso de articulación entre la producción agrícola y la industria
ganadera parece ser distinto en algunos aspectos. Aunque existe un gran número de
pequeños productores agrarios, dependientes de las condiciones de explotación que
les imponen la gran estancia o la compañía colonizadora a través del sistema de
arrendamiento, el centro de la producción se desplaza hacia los medianos y grandes
establecimientos agrícolas capitalistas. En estas empresas, la utilización de mano de
obra se convierte en norma y la inversión de capital es el medio principal para
aumentar la productividad del trabajo y la inserción competitiva en el mercado. Por lo
tanto, la importancia otorgada a la pequeña producción agraria es válida si se acepta
que el sector capitalista engloba un conjunto heterogéneo de establecimientos con
predominancia de rasgos capitalistas, pero que en él se incluyen o superviven otras
formas atrasadas que, como veremos más adelante, conspiran contra su pleno
desarrollo.
La estructura social del sector agrícola en la región pampeana muestra, como vimos,
un absoluto predominio numérico de las empresas no capitalistas sobre el conjunto de
las explotaciones cerealeras. Aunque las empresas familiares y las empresas en
transición (o convencionalmente indefinidas) generan en conjunto sólo el 45,6% de la
producción en 1.908 y reúnen el 42,2% de la tierra cultivada en 1914, concentran la
mayor parte de la mano de obra dedicada a las faenas agrícolas. Su importante
gravitación demográfica les ha otorgado un lugar destacado en las no muy numerosas
páginas de nuestro folklore rural. Tanto las descripciones impresionistas como las
pocas obras literarias que intentaron rescatar los aspectos más salientes de la
colonización comandada por el latifundio y el gran capital han elaborado, salvo
excepciones, una imagen relativamente veraz, pero decididamente unilateral, de la
situación económica del pequeño productor y de la composición social del sector
agrícola. Debido a ello, aún hoy se considera que la expansión cerealera se ha
sustentado en el crecimiento casi exclusivo de una de las modalidades asumidas por
la pequeña producción mercantil, aquella que impusieron los terratenientes a los
inmigrantes sin tierra, sin capital y sin posibilidades de acumulación.
Empresa familiar paso a ser, de ese modo, sinónimo de campesino pobre, de
colono extranjero improductivo y descapitalizado, expropiado, tanto por el dueño de
la tierra como por las variadas formas del capital vinculadas al proceso de circulación
del excedente agrícola. Todo lo cual es verdadero cuando se refiere al grupo más
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numeroso de las explotaciones familiares, pero no tanto cuando se engloba en la
misma caracterización a los diferentes estratos de ese conglomerado relativamente
heterogéneo que hemos denominado genéricamente la pequeña producción mercantil.
Para reconstruir con cierto rigor la realidad histórica de este proceso es necesario,
por consiguiente, captar los rasgos comunes de las explotaciones familiares, pero
delimitando, a la vez, aquellos otros que permitieron realizar experiencias
económicas diferentes. Así aparecen, entre los primeros, tres elementos de primordial
importancia: la monoproducción para el mercado, la organización del trabajo, basada
en la preeminencia absoluta de la mano de obra familiar, y las relaciones de
dependencia y subordinación con el capital comercial y financiero. Estos tres
fenómenos, columnas vertebrales del sistema global de producción y apropiación del
excedente en el sector, se integran de diversos modos con otros factores no menos
importantes que los anteriores. Tan importante como ellos es la relación establecida
entre la organización familiar y el tipo de uso de la tierra, ya sea en lo referente a la
propiedad o no propiedad del suelo cultivado como a la diversa extensión territorial
de las explotaciones. Igualmente significativa es la relación establecida entre los tipos
de usos del suelo, las características del capital fijo y variable invertido y la
proporción de la mano de obra familiar o asalariada empleada en cada ciclo
productivo. Las formas de combinación de estos factores generan, además, como
síntesis final, diversas posibilidades de acumulación, un rasgo fundamental que
permite definir el nivel y el grado de estabilidad económica de los distintos estratos
componentes de la pequeña producción mercantil. Estas posibilidades de
acumulación pueden surgir de la retención de una parte de lo producido por la fuerza
de trabajo familiar, de una parte alícuota de los incrementos de productividad
generados por inversiones de capital, de la apropiación de las plusvalía extraída a la
mano de obra contratada, etcétera.
Cuadro III.2.1
Producción y superficie agrícola explotada por establecimientos familiares de la región pampeana (valores
absolutos)
1908 1914
Extensión Sup. expl. Prod. Extensión Sup. expl.
N.º est. N.º est.
(ha) (ha) (t) (ha) (ha)
0-10 11.262 56.316 66.346 0-10 16.624 87.074
11-50 16.123 488.733 607.453 11-100 48.248 2.577.599
31-100 15.963 1.197.414 1.406.322
101-200 14.036 2.105.336 2.489.955 101-200 24.654 3.460.574
200 y + 9.362 4.383.876 5.482.052 200 y + 19.730 8.385.659
TOTAL 66.946 8.431.893 10.052.128 TOTAL 109.236 14.510.906
Elaborado en base el Censo Nacional Agropecuario, 1908, tomo II, y al Tercer Censo Nacional, 1914, tomo V.
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denominación genérica padecerá de un cierto grado de ambigüedad. Ambigüedad ésta
que nos obligara a tratar con algún detenimiento cada subgrupo por separado, para
identificar, junto a los rasgos comunes enunciados, la diversidad de matices
específicos que hicieron posible, entre otras cosas, la inserción de algunos en el
proceso de movilidad social generado por la colonización en sus distintas etapas
históricas.
Cuadro III.2.2
Producción y superficie agrícola explotada por establecimientos familiares de la región pampeana (porcentajes)
1908 1914
Extensión Sup. expl. Prod. Extensión Sup. expl.
N.º est. N.º est.
(ha) (ha) (t) (ha) (ha)
0-10 16,8 0,7 0,7 0-10 15,2 0,6
11-50 24,1 5,8 6,0 11-100 44,1 17,7
51-100 23,8 14,2 14,0
101-200 21,0 24,9 24,8 101-200 22,6 23,8
200 y + 14,3 54,4 54,5 200 y + 18,1 57,9
TOTAL 100,0 100,0 100,0 TOTAL 100,0 100,0
Elaborado en base el Censo Nacional Agropecuario, 1908, tomo II, y al Tercer Censo Nacional, 1914, tomo V.
Para ello utilizaremos, al comienzo, los datos de los cuadros III.2.1 y III.2.2.
En este cuadro, las explotaciones familiares son clasificadas de acuerdo a la
caracterización previa, realizada en páginas anteriores. Cada categoría de extensión
corresponde a un tipo de unidad económica media, identificada no sólo por el uso de
la tierra sino por el tipo de organización interna y por la disposición básica de sus
recursos productivos. Así, la pequeña producción mercantil, desarrollada, por
definición, en parcelas de hasta 200 ha de extensión, presenta una composición
interna basada en la existencia de cuatro subgrupos fundamentales, a saber:
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ellos, el más numeroso se halla compuesto por unidades cerealeras minifundistas,
trabajadas por arrendatarios pobres, que utilizan los instrumentos de labranza más
simples, con muy bajos niveles de producción, de productividad y de ingresos. Por
esa causa, el productor se halla obligado a emplear fuera de la parcela su tiempo
muerto de trabajo, convirtiéndose en mano de obra parcialmente disponible, una
especie de semiproletario que colabora durante media jornada o se emplea a destajo
con los productores pequeños y medianos; se oferta, igualmente, como mano de obra
temporaria durante los reclutamientos masivos en épocas de cosecha. Por esta razón
en la provincia de Santa Fe —el área de mayor predominio de los establecimientos
familiares en toda la región— las explotaciones marginales, con el 2,1% del total,
presentan un peso relativo insignificante.
Allí donde el grueso de la producción agrícola está a cargo de la mano de obra
familiar, el semiproletariado es casi inexistente; en las provincias de Buenos Aires y
Córdoba, en cambio, caracterizadas por tener una alta proporción de establecimientos
capitalistas mayores de 200 ha, la situación es distinta; el minifundio, asiento del
semiproletario, representa el 19% y el 31% de los establecimientos, respectivamente.
Debido a que la explotación marginal no puede sostener las necesidades mínimas del
consumo familiar, éstas son satisfechas, según las regiones y las distintas épocas, con
la obtención de medio salario permanente o con salario completo en los momentos de
siembra y cosecha.
La misma extensión territorial puede ser utilizada también para desarrollar algún
tipo de cultivos intensivos, en especial hortalizas destinadas al consumo de la
población urbana. En ese caso, las condiciones de productividad son mejores, y la
producción ocupa, seguramente, a la totalidad de la mano de obra familiar en forma
permanente, obligando en ciertos casos a la contratación temporaria de mano de obra
asalariada. Esas unidades de producción se integran plenamente al mercado
capitalista pero sin entrar en el circuito de apropiación que exprime al pequeño
productor de cereales para exportación. Su ventaja diferencial decisiva y, aun más, su
propia posibilidad de existencia dependen de la proximidad respecto a centros
urbanos de cierta significación. Aunque no es posible determinar con precisión el
peso que estos pequeños establecimientos intensivos tienen en el conjunto de
explotaciones de su categoría, los datos sobre tipos de cultivos del censo de 1914 nos
permiten sugerir que representan alrededor del 40% del total.
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nuestro campo las unidades mínimas de producción mercantil deben ocupar alrededor
de 40 hectáreas. Sólo en esas condiciones pueden absorber completamente la fuerza
de trabajo familiar y abastecer en forma permanente los requerimientos del mercado
consumidor. El cuadro III.2.1 pone de manifiesto que constituyen el grupo más
numeroso, algo más de 16 000 establecimientos en 1908, que significaban el 24% del
total. Pero, como en el caso anterior, el área que cubren sus sementeras es casi
irrelevante, pues ocupan solamente el 6% de la superficie total, con un volumen de
producción apenas superior a las 600 000 toneladas.
Esta categoría, que reúne a los niveles más bajos de las empresas familiares, se
halla compuesta por dos tipos distintos de explotaciones: las pequeñas unidades de 33
ha dirigidas por colonos propietarios, ubicadas especialmente en las provincias de
Santa Fe y Entre Ríos, y las extensiones de 50 ha ocupadas precariamente bajo el
sistema de mediería o aparcería en la provincia de Buenos Aires. A pesar de las
diferencias que existen entre ambos tipos de tenencia y explotación de la tierra, las
situaciones del colono y del mediero, especialmente del mediero incorporado a la
producción agrícola durante la primera etapa de expansión, no diferían
sustancialmente. Tanto uno como otro jugaban su suerte, año a año, en el resultado de
las cosechas; una breve sucesión de años malos podía resultar ruinosa para ambos de
la misma forma. Aunque el colono contaba con cierta garantía en su maquinaria y en
la parte ya pagada del precio de su tierra, mientras no hubiera amortizado el precio
total de la hipoteca se hallaba tan sujeto a ser expropiado por deudas impagas como el
mediero por no poder entregar el canon anual de arrendamiento. Con la diferencia de
que éste realizaba mínimas inversiones, porque sus expectativas resultaban siempre
más modestas. Los dos estaban condicionados, además, por la misma carencia de
inversiones productivas, las cuales eran compensadas mediante una abundante
utilización de supertrabajo familiar. Por la misma razón, tenían muy pocas
posibilidades de acumulación, si no se sucedía un período de buenos precios y buenas
cosechas, que impidieran su transformación en arrendatarios nómades, en
trabajadores golondrinas o en jornaleros permanentes.
El sistema de mediería, implantado alrededor de 1885 en la provincia de Buenos
Aires y rápidamente extendido a toda la región, consistía en un contrato de
explotación conjunta de la tierra establecido entre el terrateniente propietario del
predio y el productor directo. El agricultor aporta su trabajo, el de su familia, y una
parte de los instrumentos de labranza; el terrateniente, además de la tierra, invierte
una parte del capital fijo necesario y la totalidad del capital variable. El producto de
la cosecha se divide entre ambos en partes iguales. El agricultor se halla obligado a
aceptar condiciones tan onerosas porque le falta capital suficiente para convertirse en
arrendatario por dinero, y el terrateniente recibe renta e interés por el capital invertido
a medias con el productor, aunque, en verdad, esta doble forma de apropiación
esconde el hecho de que el monto de la renta se establece arbitrariamente, a expensas
de la ganancia que debería retener el arrendatario. Por medio de este sistema, los
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terratenientes argentinos abordaron la preparación de praderas artificiales para iniciar
el refinamiento del ganado vacuno. Para ello entregaron, además del uso de la tierra y
las semillas, los útiles de labranza, a cambio del trabajo simple del chacarero y su
familia. Este debía, a su vez, sembrar, en el siguiente orden, trigo, lino y alfalfa, y
abandonar el predio cuando la alfalfa estaba crecida.
Durante la etapa de iniciación (1880-1900), cuando la adaptación del latifundio
ganadero a las nuevas condiciones del mercado exige la multiplicación de praderas
artificiales, los terratenientes fijan bajos cánones de arrendamiento y ofrecen ciertas
facilidades, con el objeto de atraer el mayor número de agricultores hacia sus
explotaciones. Le suministran útiles y animales de trabajo, créditos para la
adquisición de maquinaria, etc. En esas condiciones ventajosas de trabajo y de
arrendamiento, el chacarero pobre puede obtener ciertos niveles mínimos de
acumulación.[12] Poco tiempo después, cuando la oferta de mano de obra agrícola
supera ampliamente las estrechas necesidades de los ganaderos, las condiciones de
arrendamiento se modifican y los pequeños mecanismos de acumulación dejan de
reproducirse para los nuevos chacareros. Sin embargo, los que lograron beneficiarse
de la coyuntura se transformaron, después de muchos años de nomadismo, en
arrendatarios capitalistas de más de 200 ha, o en propietarios de predios menores en
las nuevas zonas agrícolas habilitadas por la extensión del ferrocarril. «Si las
cosechas eran buenas durante varios años —dice Scobie— el mediero podía elevarse
a la categoría de arrendatario, o si era realmente prudente regresaba a la ciudad con
su pequeño capital acumulado».[13] Por esa razón, cuando el alfalfado cumplió su
primer ciclo, los medieros tendieron a declinar, a medida que se expandía el cultivo
del trigo. Quienes no tuvieron la fortuna de los primeros, iniciaron los movimientos
migratorios hacia Buenos Aires para engrosar el mercado de trabajo urbano. Otros
poblaron las ciudades de provincia, trabajando en la construcción, en las pequeñas
industrias locales y en las «obras» del ferrocarril.
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mencionadas permiten la acumulación de una parte del excedente generado por el
trabajo del productor si ciertos factores incontrolables, como el clima y la cotización
del cereal en el mercado internacional, resultan favorables durante un período
relativamente prolongado. Determinado por un contexto en el que predomina la
explotación extensiva y monocultural de la tierra, este agricultor se va convirtiendo
en una especie de productor especulador sui generis, debido a la transitoriedad que el
arrendamiento trienal y el creciente dominio del capital comercial imponen en la
orientación económica de la producción del campo argentino. Ocupa, además, el
peldaño más alto de la jerarquía interna establecida entre los chacareros pobres.
Arrendatario o colono, desempeña su trabajo dentro de un pequeño sistema
económico caracterizado por su hibridez —ya que los rasgos capitalistas
predominantes se combinan con otros que no lo son— y en el que dominan los
mecanismos que le impiden acumular los beneficios de su trabajo y transformarse en
un verdadero empresario agricultor.
Siendo un grupo casi tan numeroso como el anterior —15 963 establecimientos
registrados en 1908— ocupan más del doble de superficie cultivada: 2 millones de
hectáreas, que representan el 14% del total. De la misma forma, la producción, con
otro 14%, conforma el único volumen significativo generado por el trabajo de las
explotaciones familiares puras. Evidentemente, tanto el número de establecimientos
como la superficie explotada y el volumen de producción que conforman esta
categoría serian mayores si se incluyera en ella la parte de los predios de 100 a 200 ha
explotados por pequeños productores familiares sin utilización de mano de obra
asalariada.
El carácter especifico de la organización económica de este grupo de unidades
familiares de producción —motivo de una extendida polémica, referida, entre otras
cosas, a la naturaleza de las relaciones de producción dominantes en el sector agrícola
— se manifiesta, además, en una aguda contradicción: las expectativas de rápido
enriquecimiento del chacarero inmigrante, alentadas por los resultados espectaculares
obtenidos en la producción extensiva de cereales en esta etapa, se contraponen con
las onerosas condiciones materiales generales en que debe organizar el trabajo en su
pequeña empresa agrícola. A pesar de ello, arriesga sus insignificantes ahorros con la
esperanza de recoger prontamente abundantes frutos de su trabajo, ayudado por la
suerte, es decir por factores externos a la organización de la producción tales como
condiciones favorables del clima y del régimen de precios. En ese contexto, se
encuentra obligado a librar una lucha desfavorable, contra el terrateniente y el gran
capital al mismo tiempo, para retener una parte del excedente obtenido en la parcela:
lucha en la cual termina generalmente arruinado, después de haber sido explotado
durante un buen número de años.
Con todo, cuando la acumulación de excedentes resulta posible, el capital rara vez
puede utilizarse en la adquisición de su parcela u otra extensión equivalente, debido a
que los precios de la tierra se encuentran inflacionados y fuera del alcance de su
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capacidad de inversión. Por lo tanto, el capital toma dos direcciones, que dependen de
las características de la zona y de la época. Hasta 1905, se utiliza para explotar en
arrendamiento una parcela más extensa —alrededor de 200 ha— en la misma zona o
en áreas semimarginales, donde la tierra todavía no ha sido roturada, o donde, por
efecto de la distancia, de las dificultades de transporte o de la productividad del suelo,
la renta diferencial de las parcelas es sensiblemente más baja. Después de esa fecha,
es altamente probable que el capital acumulado produciendo cereales se haya
inclinado, en su mayor parte, a generar nuevas actividades no agrícolas, tratando de
aprovechar la rápida expansión económica y demográfica de los centros urbanos. Se
abren, de ese modo, nuevos rubros de producción mercantil manufacturera y se
multiplican los pequeños y medianos comercios, dirigidos por empresarios
individuales u organizados en forma de «sociedades de responsabilidad limitada»
compuestas por socios connacionales, especialmente en las ciudades de la región
triguera de Santa Fe y Córdoba.
Hay que advertir, sin embargo, que tales procesos de acumulación fueron poco
frecuentes; en la mayoría de los casos predominó la tendencia al estancamiento o,
cuando se sucedieron años de bajos precios y malas cosechas, la presión agobiante
del acopiador de cereales y el usurero provocó la pérdida total del exiguo capital
invertido. En este último caso, la pérdida de los ahorros se suma a la expulsión de la
parcela, causas de la migración y del descenso en la estructura ocupacional. También
para el movimiento descendente las aperturas son dobles: mano de obra asalariada en
la ciudad, o mediero o jornalero si insiste en continuar ligado a la aventura del trigo,
para volver a probar fortuna.
El sistema de arrendamiento trienal con rotación de cultivos llevaba implícito,
además, como veremos, el desplazamiento forzoso del arrendatario hacia otras
parcelas, para permitir la ocupación ganadera de las nuevas praderas artificiales. Es
altamente probable que la mayor parte de estos chacareros condicionados por tal
imposición, hayan pasado toda su vida deambulando de predio en predio, sin poder
modificar sustancialmente esa situación, para terminar, cuando declinaba su
capacidad de trabajo, desempeñando las ocupaciones menos calificadas y peor
remuneradas.
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exhaustiva de toda la jornada de trabajo no permite retener al productor más que el
equivalente destinado a la reposición de la fuerza de trabajo familiar.
La capitalización, en esas condiciones, es ínfima o nula y la posibilidad de
intentar otro tipo de relación contractual, o de ampliar la extensión de tierra
disponible para aplicar la misma fuerza de trabajo, es casi inexistente. Con todo, si en
condiciones tan desfavorables se produce el paso a la categoría superior, la escasez de
capital, ausencia de maquinaria, falta de crédito, etc., convierten al productor en presa
fácil de los mecanismos de expropiación. Estos lo obligan a permanecer tributando
eternamente la mayor parte de su excedente acumulado en base a su propia
superexplotación, o a emigrar para tentar fortuna en las ocupaciones urbanas. La
situación es menos desfavorable, cuando el arrendatario cuenta con un monto de
capital suficiente para intentar la explotación de 100 ha, evitando las formas de
aparcería. En ese caso, tiene alguna posibilidad de acumular cuando se le presentan
condiciones favorables para la comercialización de la cosecha.
Pero las exigencias para poner en producción una explotación de 200 ha
sobrepasan, en la mayoría de los casos, las posibilidades de inversión y de trabajo de
un chacarero pobre. En primer lugar, el capital necesario para la roturación del campo
es aproximadamente el doble del utilizado en las categorías inferiores. En segundo
lugar, 200 ha no pueden ser trabajadas por una unidad familiar. Para ello son
necesarias la contratación de mano de obra permanente y la utilización de
maquinaria, que el chacarero no tiene, para los trabajos de la cosecha, mientras que,
en las categorías anteriores, éstos se realizan utilizando básicamente personal
jornalizado. Esto último permite al productor explotar a la mano de obra en el mismo
nivel, o en un nivel superior al que él es explotado por el terrateniente y el capital
monopolista. En cambio, el arreglo con los contratistas, propietarios capitalistas de la
gran maquinaria agrícola, se realiza en base a la explotación de la mano de obra
provista por ellos, que deja un beneficio del cual, obviamente, no participa el
productor. Diríamos que los trabajos de cosecha son pagados por el productor al
precio más aproximado a su valor, en función de una tasa de ganancia estipulada por
el contratista. Así es impulsado a mecanizar ciertas tareas agrícolas para abaratar su
costo, de acuerdo a los niveles de productividad media vigentes en el mercado. Pero,
si bien la mecanización le permite mantenerse acorde con dichos niveles, la forma en
que la máquina se incorpora a la vieja organización del trabajo reduce los márgenes
de explotación del chacarero sobre la mano de obra contratada para realizar la
siembra y cosecha. La imposibilidad de apropiar parte del valor generado en las
actividades donde se contrata maquinaria ajena obliga al productor, además, a buscar
canales de compensación en las actividades restantes. Para ello, aumenta la
productividad, racionalizando el trabajo e incorporando nuevos enseres de su
propiedad: trata de ampliar su capacidad de negociación frente a los acopiadores, al
capital usurario y al terrateniente, evitando el endeudamiento previo típico de las
categorías anteriores.
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Para evitar la explotación combinada del terrateniente y el capital, el productor
debe contar previamente con el capital suficiente para embarcarse en la aventura del
trigo o del maíz en forma relativamente autónoma. En esas condiciones, el chacarero
pobre no puede instalarse para explotar una extensión que exceda sus posibilidades.
El chacarero rico prefiere explotar extensiones mayores, que hacen más económica la
incorporación de maquinaria y más factible la explotación de mayores volúmenes de
mano de obra. Por tales razones, en este tipo de establecimientos se encuentra a ex
arrendatarios de 100 ha que, pudiendo acumular muy poco capital en base al trabajo
familiar, buscan ampliar modestamente los horizontes económicos de la empresa
mediante la contratación de mano de obra asalariada, y también, en menor
proporción, a inmigrantes recién llegados al campo con cierto capital acumulado,
generalmente en algún tipo de actividad urbana.
De ese modo, llegan a combinar en forma inestable las relaciones de producción
especificas de las explotaciones familiares menores, donde la renta continúa fijándose
a expensas de la ganancia y el capital continúa cobrando intereses usurarios, con otro
tipo de relaciones específicamente capitalistas, basadas en la contratación de mano de
obra asalariada permanente, en la inversión de capital y en el aumento de la
productividad del trabajo.
Cuando el equilibrio se rompe y las relaciones más avanzadas toman posible la
acumulación del productor, esos mismos mecanismos económicos promueven el
ascenso hacia categorías productivas superiores. En ese caso, aparecen como
alternativas inmediatas: a) la explotación de establecimientos superiores a las 200 ha,
donde las relaciones capitalistas tiene mayor vigencia; b) la propiedad de gran
maquinaria agrícola para contratar en tareas de siembra y cosecha; c) la pequeña
propiedad industrial o comercial establecida en núcleos urbanos; d) la propiedad del
predio que explota, o de otros mayores ubicados en zonas marginales.
Como se desprende los cuadros III.2.1 y III.2.2, este grupo de productores
representa —en 1908— el 21% del total y ocupa un poco más de 2 millones de
hectáreas, lo que significa una extensión relativa del 25%, con una producción
cercana a los 2,5 millones de toneladas. Su carácter transicional se refleja en la
comparación cuantitativa con las explotaciones familiares más atrasadas, que reúnen
el 65% de los establecimientos y el 21% de la tierra, y con las definitivamente
capitalistas que, aun siendo menos unidades, explotan el 55% del área cultivada. Por
otra parte, su presencia en el conjunto se reduce todavía más si le descontamos una
parte no cuantificable de predios que, a pesar de tener hasta 200 ha, son explotados
exclusivamente por mano de obra familiar, como ocurre por ejemplo con el cultivo
del maíz en el norte de la provincia de Buenos Aires, o con la producción de trigo en
ciertas zonas marginales de la Pampa semihúmeda.
4. EL ARRENDATARIO POBRE
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Cuando se está analizando la situación de las empresas familiares en el conjunto de la
economía agrícola, es imposible soslayar el problema de los arrendamientos. Así lo
impone no sólo la realidad, sino también la tradición literaria que hemos heredado
sobre este tema. Si nos atenemos a las estimaciones realizadas en base a los datos de
1914, el peso cuantitativo de los arrendatarios familiares nos obliga, en verdad, a
profundizar los estudios anteriores. Los mismos datos nos autorizan, sin embargo, a
minimizar, en parte, la función estratégica que a este sistema se le ha asignado en las
diversas teorías elaboradas para explicar el atraso endémico del campo argentino. Es
preciso señalar que, históricamente, la cuestión agraria en nuestro país no se reduce,
ni mucho menos, a la explotación del chacarero por medio del sistema de
arrendamientos, ni al enriquecimiento, por la misma vía, de los grandes
terratenientes, ya sean éstos propietarios ausentistas, productores ganaderos,
empresarios arrendadores o compañías colonizadoras de Santa Fe y Córdoba.
En páginas anteriores hemos demostrado con cifras que las explotaciones
familiares, a pesar de su importancia numérica, sólo dan cuenta del 42% de la
producción agrícola. No constituyen, por lo tanto, el sector responsable de la
expansión de los cultivos que caracteriza al período hasta 1914. Con los productores
familiares arrendatarios ocurre algo similar. Según nuestros cálculos, los 51 000
establecimientos menores de 200 ha incluidos en ese sistema apenas alcanzan a
generar el 25% de la producción, es decir 3,6 millones de toneladas de cereales en el
año 1913. ¿De dónde sale, entonces, el excedente apropiado bajo la forma de
arrendamiento que pueda explicar los aspectos fundamentales de las relaciones de
producción en el sector agropecuario? Evidentemente, no está localizado en este
sector ni en este tipo de relación de explotación el núcleo fundamental de la
evolución histórica de nuestra estructura social agraria. Si insistiéramos en el
tratamiento privilegiado de esa temática, habríamos de aportar muy poca luz sobre la
multiplicidad de aspectos desconocidos que presenta el desarrollo del capitalismo en
nuestro campo.
Apoyados en tal evidencia, nos propondremos, por consiguiente, abrir el campo
de análisis en dos direcciones. Para explicar las relaciones sociales predominantes en
el minoritario grupo de empresas que, por su gran peso cualitativo, generan la mayor
parte de la producción cerealera, estudiaremos el desarrollo especifico de las
relaciones sociales capitalistas en las explotaciones ubicadas por encima de las 200
ha. Para delimitar los niveles de atraso y las formas de explotación externa de la
pequeña producción mercantil, estudiaremos la situación economicosocial de los
productores y arrendatarios familiares. Las relaciones establecidas en uno y otro caso
con el sector terrateniente y el gran capital nos permitirán diferenciar las causas que
determinan el escaso desarrollo de las fuerzas productivas en la agricultura. En el
primer caso, nos interesa identificar con cierta precisión a los protagonistas
principales de la expansión agrícola: en el segundo, queremos postular una
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redefinición del sistema de explotación que ha impedido desde el principio el
progreso económico y el asentamiento del pequeño agricultor sobre la tierra.
¿Cuáles son, entonces, los mecanismos de apropiación externa que han impedido
la acumulación y el desarrollo de las fuerzas productivas en el sector más numeroso
—la pequeña producción mercantil? El pago de arrendamientos es uno de ellos, pero
no el único ni el más importante en algunas etapas del período considerado. Veamos.
En 1905, por ejemplo, cálculos del Ministerio de Agricultura de la Nación
indicaban que la incidencia del arrendamiento apenas superaba el 7% de los costos
totales de producción. En 1912, en cambio, las estimaciones de un periódico rosarino,
defensor de la huelga agraria iniciada con el grito de Alcorta, ponían esa cifra por
encima del 25%.[14]
En efecto, la incidencia del alquiler de la tierra fue creciendo junto con la
acumulación de contingentes migratorios, el paulatino agotamiento de las parcelas
agrícolas disponibles y el incremento incesante del precio de la tierra. La conjunción
de estos factores y la caída sustancial de los precios en el mercado internacional
condujeron, precisamente, a la crisis del año 1912 y a la creación del movimiento
agrario que cuestionó masivamente por primera vez en el país, el sistema de
arrendamientos. De todos modos, el cálculo mencionado en segundo término alude a
una situación coyuntural creada porosos factores y no halla corroboración en los
datos básicos referidos al precio de los alquileres publicados en el Censo de 1914. De
acuerdo a estos y a otros testimonios publicados con posterioridad, la participación de
los arrendamientos en el costo de producción no llegaba a superar el 20% del total.
Un valor que se mantuvo constante, en general, hasta bien entrada la década de 1920.
Superado el período de estancamiento, los precios relativos de los alquileres
volvieron a aumentar, significando en las proximidades del año 1930 alrededor del
25% de los gastos de producción.[15]
La naturaleza misma del movimiento de Alcorta, su composición, su programa y
las reacciones que produjo en diversos sectores, denuncian con tanta claridad la
explotación progresiva de los terratenientes por la vía del arrendamiento como la
existencia de una complicada estructura de explotación, donde participan desde el
pequeño capital usurario hasta el gran capital comercial y financiero, pasando por el
Estado. Cuando los chacareros, limitados por una visión inmediatista del problema,
concentran su ataque en los propietarios de la tierra, éstos se ocupan de descargar
parte de su responsabilidad en la prolongación de la crisis desmontando
minuciosamente las diversas piezas que coadyuvan al funcionamiento de un
mecanismo del que aparecen como los principales beneficiarios. Más adelante
volveremos sobre el tema.
La mención nos sirve, por ahora, para insistir nuevamente sobre la misma
cuestión: no es posible explicar las relaciones atrasadas del campo argentino, y en
particular la de la pequeña producción mercantil, basándose exclusivamente en el
análisis del arrendamiento. Hay que ubicar junto a él, atribuyéndole la importancia
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que les corresponde, los restantes mecanismos de explotación, generados
principalmente por la presencia del gran capital.
En la citada memoria del Ministerio de Agricultura se presenta en cifras una parte
de la relación establecida entre la propiedad terrateniente y las diversas formas del
capital, especialmente del capital extranjero. Estimando en valores de la época la
relación de gastos y beneficios de un productor familiar, ubicado en un
establecimiento tipo de 100 ha, muestra elocuentemente la conjunción de factores
negativos que condicionan las distintas fases del proceso de producción y
comercialización recorridos por el agricultor.[16]
$ %
Costo de producción del trigo 320 8,76
Alimentación y vestido anual 736 20,15
Laboreo 1379 37,75
Trilla 448 12,26
Bolsas 140 3,83
Flete 336 9,20
Impuestos provinciales 44 1,21
Arrendamiento 250 6,84
Total gastos 3653 100,00
Total producto 3055
Déficit 597
Como se ve, aquí aparecen delimitados dos aspectos estrecha mente vinculados, pero
distintos, de la situación económica del chacarero arrendatario. De un lado, está la
composición de costos, donde los 250 pesos pagados en concepto de arrendamiento
significan menos del 50% del déficit crónico soportado por el agricultor. Este es,
quizás, el fenómeno menos importante. Mucho más significativo es el hecho mismo
del déficit, el cual impediría, de acuerdo a los cálculos, la mera reposición anual de la
fuerza de trabajo familiar. ¿Es posible, entonces, que el productor, después de haber
invertido su pequeño capital, continúe sembrando en esas condiciones? No se trata de
una situación que impide la acumulación —contrariando las expectativas de ascenso
del productor— o la reproducción simple del capital y el trabajo aplicados en cada
ciclo —lo que lleva a la descapitalización progresiva. El fenómeno es mucho más
grave, porque coloca al agricultor en condiciones económicas más desfavorables que
las del propio asalariado. Si ello es así, el cambio de posición ocupacional se impone,
a menos que los cálculos resulten exageradamente negativos, obedezcan a una
coyuntura desfavorable o no se haya tenido en cuenta la existencia de otros factores
equilibrantes.
La respuesta no es nada fácil. El tema de la situación crónicamente deficitaria de
la agricultura familiar parece ser un leit motiv de la literatura durante todo el período.
Sin embargo, la aplicación de un mínimo sentido común obliga a considerar que las
formas de explotación al pequeño productor tienen, en todas las circunstancias, un
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límite: aquel que le permite reproducir, al menos, su pequeño capital y su fuerza de
trabajo. De otro modo, se marcharía aceleradamente a la disolución de esta categoría
de trabajadores para absorberlos en otros tipos de empresas como mano de obra
asalariada o para dejarlos flotando, simplemente, como mano de obra marginal en el
mercado ocupacional. Pero ni una ni otra cosa ocurrió en la agricultura pampeana
hasta principios de la década del veinte; por el contrario, las explotaciones familiares
Se incrementan progresivamente, aunque su posición original en relación con la
expansión de los cultivos vaya disminuyendo con el pasar del tiempo.
Preocupado por la misma evidencia, el Ministerio de Agricultura trata de hallar
explicación a sus propios interrogantes. Pero, para proponer una política global
tendiente a resolver el problema de la radicación y estabilidad de los inmigrantes en
el campo, debe referirse explícitamente a la situación de empobrecimiento progresivo
a que los ha llevado el sistema. En ese sentido, aunque las causas continúan sin
develarse, las respuestas resultan tan significativas como los propios cálculos. En
primer lugar, el déficit crónico que amenaza al trabajo familiar se atenúa —afirma—
cuando «el capital de instalación no es amortizado y el laboreo donde no participa el
productor se paga por debajo de su precio». En ese caso, trasladando hacia el sector
asalariado temporario parte de la explotación a la que él es sometido, puede
compensar la diferencia y llegar a cubrir sus gastos de alimentación y vestido, pero
no tiene posibilidad de obtener ahorro. Además se descapitaliza, puesto que el
material obtenido a crédito para iniciar la producción, debe ser refinanciado hasta la
próxima cosecha. Allí comienza a tallar, si no ha ingresado previamente, el capital
intermediario, imponiendo condiciones usurarias. Difiere los pagos anteriores y
aporta los montos de reposición necesarios para reiniciar el ciclo económico,
asegurando su amortización por medio de una serie de cláusulas prendarias, que
refuerzan la sujeción del productor al capital. En otras ocasiones, «cuando el precio
de venta es mayor que el medio, la diferencia a favor del productor compensa el
déficit, aunque tampoco permite realizar ningún ahorro». Igualmente, «si el
rendimiento de 700 kilos, que es una media, resulta mayor en algunas chacras o en un
año especial; un solo quintal más producido por hectárea cubriría la diferencia,
dejando en favor del colono como ahorro su propio jornal».[17]
Si el testimonio es verdadero, la mera reposición de la fuerza de trabajo familiar
dependerá de circunstancias excepcionales. En ningún caso se abren posibilidades de
reponer el capital invertido, y en la mayoría de ellos resultará menos ruinoso
conchabarse por jornal en las explotaciones capitalistas. Así lo reconoce explícita
mente la memoria, cuando niega la posibilidad de fundamentar In existencia de un
amplio estrato campesino con tan desfavorable condiciones: «el conjunto de la
economía rural —dice— tiene que reposar sobre términos medios en todos los gastos,
en Ion rendimientos y también en los precios del trigo. De otro modo la ganancia es
insegura y constituiría siempre la perdida para algunos, el equilibrio de los gastos y
los productos para otros y alguna ganancia para los menos».[18]
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Ahora bien, la precisión utilizada para describir la insorportable situación del
chacarero no aparece en el análisis de las relaciones ocultas que fundamentan tal
estado de atraso y dependencia. Sucede que las soluciones propuestas para mejorar
sus posibilidades económicas son coincidentes con el ocultamiento interesado de los
verdaderos factores actuantes en este caso.
En rigor, tales soluciones persiguen un único objetivo: reducir el valor de la
fuerza de trabajo. Por ello se limitan a proponer una merma sustancial de la presión
tributaria; subsidiariamente, para llevar el déficit a cero, se sugiere la rebaja de los
fletes de ferrocarril. Pero, obviamente, ninguna de las dos medidas contempla
seriamente la posibilidad de acumulación por parte del productor. Ella dependería, en
ultima instancia, de la productividad de la tierra, del clima o de los precios
transitoriamente favorables. «Si suponemos —afirma el ministro— que en los gastos
de instalación y vestido y en los de laboreo y trilla, se reduzcan los impuestos de toda
clase bajándolos en un 10% solamente, y que el costo de las bolsas se disminuya a
una tercera parte, por el movimiento de trigos a granel; que las tarifas del ferrocarril
se abaraten siquiera una tercera parte y que se supriman los impuestos provinciales
sobre las trilladoras y el trigo, podría formularse una cuenta de reducción de gastos
que nos daría un total de $ 538,40».
Objetivos de tan corto alcance lo llevan, sin embargo, a volverse súbitamente
optimista. Aunque de los cálculos realizados nada puede deducirse en ese sentido,
piensa que «si los arrendamientos no suben exageradamente, los agricultores ganarían
con una cosecha media lo suficiente para constituir ahorros que les permitan en pocos
años hacerse propietarios de la tierra, y que en los casos de malas cosechas, les
costeen, por lo menos, su alimentación y su vestido anual».[19]
Es bien sabido que la premonición oficial fue minuciosamente desmentida por los
hechos históricos. No hubo para la inmensa mayoría de estos chacareros
posibilidades de ahorro, ni canales de acceso a la propiedad de la tierra. No se dio
ninguna de las condiciones exigidas en el análisis: los arrendamientos continuaron
subiendo, los impuestos, los fletes ferroviarios y el interés del capital también, y en
relación inversa disminuyó el ingreso medio de los pequeños productores. El Estado,
por su parte, continuó contemplando impávido la consolidación de una estructura de
dominación, cimentada ahora por la presencia protagónica del capital monopolista.
Por eso, las consideraciones del ministro, representante de la gran oligarquía
terrateniente, sonarían tan hipócritas como tímidamente utópicas si no supiéramos
que su preocupación fundamental era imponer, precisamente, el funcionamiento
equilibrado de un esquema de explotación, en el que cada cual recibiera parte del
excedente apropiado, pero sin llegara afectar la estabilidad misma del pequeño
productor.
En su afán de poner límites a la voracidad natural de los capitales individuales y
de organizar adecuadamente el negocio global de la producción de cereales sin
desestabilizar el sistema, asegurando la permanencia del chacarero en su parcela,
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elaboró este testimonio. En él se contrapone el análisis realista de los hechos
superficiales con una difusa identificación de las causas económicas que impiden el
mejoramiento social de los pequeños productores arrendatarios. De cualquier modo,
el adecuado ordenamiento de los datos recogidos y el alto valor documental que le
otorga su origen institucional lo convierten en un buen punto de partida para el
análisis de la cuestión.
Nos corresponde a nosotros, ahora, continuar profundizando para aportar mayor
precisión en la descripción de la situación social de este estrato campesino.
Veamos, en primer lugar, cómo llega a radicarse el productor en el campo. El
establecimiento de una explotación realmente independiente no era, como se supone,
accesible a cualquiera. De acuerdo con varias estimaciones realizadas en la época, la
explotación de una parcela de 100 ha requería aproximadamente la inversión de unos
3000 pesos en instalaciones fijas, maquinaria y animales de trabajo.[20] Ese monto de
capital se hallaba muy por encima de las posibilidades económicas del productor
familiar aspirante a arrendatario. Las escasas posibilidades de acumulación ofrecidas
por el sistema ahuyentaban al pequeño productor capitalizado, dejando un hueco para
la inserción de una capa más pobre que, con menos disposición de recursos para
ubicarse en otros sectores de la estructura ocupacional, se avenía a intentar la
aventura de la producción agrícola.
En el escalón más bajo, estos hombres ingresaban como medieros, invirtiendo una
parte relativamente igual a la que proporcionaba el propietario de la tierra. En el
estadio inmediatamente superior, el arrendatario, con algo más de capital, se
responsabilizaba de la totalidad de la inversión, y obtenía más libertad que el mediero
para organizar la producción y controlar el resultado de las cosechas. Conquistaba de
ese modo la independencia formal, y con ella mayores posibilidades de acumulación
en tiempos de buenas cosechas. En compensación, debía hacerse cargo de todos los
riesgos; para ello le faltaba, en la mayoría de los casos, el dinero suficiente para
prescindir de los recursos financieros externos.
Pensando en ese tipo de situación generalizada, Scobie afirma, con razón, que el
pequeño colono arrendatario, escaso de capital, herramientas y otro tipo de
implementos, convertía la producción agrícola en una especie de operación a crédito,
destinada a respaldar las sucesivas inversiones exigidas por ese proceso.
Además, los recursos económicos puestos en juego durante el ciclo de producción
son recuperados recién al año, debido al carácter monocultural de los cultivos. Se
impone, así, un prolongado período de espera, durante el cual el colono no dispone
del dinero necesario para afrontar los gastos diarios de la empresa familiar, lo que lo
obliga a recurrir nuevamente al crédito, otorgado, para esos efectos, por el bolichero
de campaña.[21]
A falta de créditos bancarios privados u oficiales, los pequeños recursos
monetarios requeridos por el chacarero fueron adelantados por dos siniestros
personajes que, cobrando intereses discrecionales, se garantizaban el pago de las
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deudas con las hipotecas de las cosechas. Así se enriquecieron el almacenero de
ramos generales y el acopiador de frutos de la zona.[22]
En ocasiones, la función de ambos sujetos económicos se unía en un mismo
establecimiento. En otras, la mayoría, el almacén privó en esas funciones, hasta ser
desplazado, hacia fines de siglo, cuando el mercado de cereales concentró sus
impulsos en la exportación, por un sistema eslabonado de representantes directos de
las tres firmas monopólicas extranjeras que llegaron junto con el mercado
internacional. La ausencia de créditos bancarios directos —dice Repetto— permitía a
los intermediarios retirar préstamos de los bancos al 6 o 7% y transferirlos al
agricultor cobrándole entre el 10 y el 12% de interés.[23] Así creció el capital
usurario. Personalizado especialmente en la figura del comerciante rural y del
mediano propietario capitalista, llegó a absorber cantidades crecientes de la riqueza
generada en el sector, aprisionando al productor comprometido dentro de un circulo
de hierro, alimentado por una serie continua de obligaciones diferidas, que casi nunca
llegaban a saldarse definitivamente.
Para iniciar la explotación, el chacarero comprometía, en primer lugar, un
porcentaje de la cosecha, o su equivalente en dinero destinado al pago del
arrendamiento. Una vez instalado en su parcela, si no era aparcero debía adquirir a
crédito material de instalaciones, semillas e instrumentos de labor, o repuestos y otros
elementos varios si decidía reincidir en el mismo lugar. En este caso, el saldo del
ciclo productivo anterior le había dejado, seguramente, disfrazada bajo la forma de
ganancia, la simple reposición de la fuerza de trabajo familiar. Con esa pequeña masa
de dinero lograba saldar en parte las deudas contraídas con anterioridad, pero,
simultáneamente, debía recibir «al fiado» artículos de alimentación y vestido,
implementos generales y las semillas necesarias para reproducir las sementeras. Si el
ciclo productivo era realizado con ayuda de mano de obra asalariada, solicitaba,
además, un nuevo adelanto de dinero, en forma de préstamo. Más adelante, cuando
comenzaba a madurar el grano, volvía a endeudarse para afrontar los gastos de mano
de obra o para adquirir bolsas, repuestos y otros elementos necesarios para encarar las
tareas preparatorias de la cosecha.
La casi total dependencia financiera del agricultor ampliaba, en consecuencia, los
márgenes de maniobra del comerciante especulador. Amparado en su condición de
acreedor permanente, este personaje adquiría cada vez mayor libertad para establecer
discrecionalmente no sólo los precios de venta y el interés del capital, sino también
las condiciones de pago y la cotización del cereal previamente hipotecado. La época
de cosecha le brindaba para ello las mejores oportunidades. Sabía que durante la
recolección el chacarero jugaba, con medios económicos sumamente limitados, el
todo o nada de su suerte. Si el desarrollo de los cultivos habíase consumado sin
inconvenientes, la iniciación del verano lo lanzaba a una especie de desenfrenada
carrera contra el tiempo, destinada a evitar con sus métodos precarios los frecuentes
perjuicios provocados por las variaciones del clima. En esas circunstancias, el
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chacarero necesita urgentemente capital dinero para contratar peones, «arrendar» la
trilladora y resolver los complicados problemas del almacenamiento y transporte.
Pero allí el comerciante se retrae, y le concede nuevos créditos sólo hasta el momento
en que el grano se halla maduro en las sementeras. Si la cosecha es mala, el agricultor
es ejecutado o reendeudado. Si la cosecha es buena, el usurero exige el pago
inmediato de la deuda atrasada, que incluye en muchos casos el arrastre de años
anteriores, fijando el precio del grano a niveles inferiores a los de la cotización
obtenida en la bolsa de cereales.
Una vez saldada la deuda comprometiendo una parte del producto, cuando el
chacarero más necesita del crédito para encarar el almacenamiento, transporte y
venta, el dinero le es negado hasta la iniciación del nuevo ciclo, o le es acordado
obligándolo a aceptar intereses y condiciones de pago expoliadoras. En ese caso, el
chacarero puede recorrer sólo dos caminos: aceptar las onerosas imposiciones del
capitalista, enajenando su producción a precios no remunerativos, o encarar por su
cuenta, sin capital, las negociaciones de venta en el mercado.
En tales condiciones lo recibe inerme, sin recursos y apremiado por desprenderse
del producto, el otro pulpo explotador la compañía comercializadora de granos.
Cuando el chacarero decidía concurrir libremente al mercado, afrontando por su
cuenta riesgos y beneficios, el sistema montado por el gran capital le imponía el
cumplimiento de varios requisitos. En primer lugar, para poder negociar, debía
envasar el cereal en bolsas de arpillera. Aunque el transporte a granel resultaba mas
económico y ayudaba a simplificar las operaciones a cargo de los pequeños
productores, la persistente negativa del Estado, el ferrocarril y la compañía
comercializadora a invertir en depósitos, silos y material rodante difirió su
implantación durante varias decenas de años. Mientras tanto, la exigencia de entregar
el grano embolsado representó un costo adicional de material y mano de obra,
absorbido por el chacarero, y abrió, para la compañía comercializadora, un canal
adicional de especulación mediante la venta, en condiciones monopólicas, de bolsas
de arpillera. En efecto, como la debilidad financiera del pequeño productor le
impedía adquirirlas y almacenarlas en períodos anteriores a la cosecha, su demanda
estacional creaba las mejores condiciones para la especulación. Analizando ese tema,
dice Scobie que las tradicionales maniobras especulativas en este rubro inflaban los
precios durante las buenas cosechas en un 300%, llegando a representar casi el 8%
del costo de producción.[24] Gastón Gori cuenta, por su parte, que en años de aguda
escasez de circulante, el capital monopolista, especulando con el hilo para las
máquinas engavilladoras que los ingleses producían en la India y con las bolsas de
cereales, hacía subir el precio de esos elementos en un 40% respecto de su valor real.
[25]
Una vez acondicionado el producto, el chacarero se veía obligado a enfrentar un
segundo problema, el transporte. Este se efectuaba en dos etapas, una a cargo directo
del productor, y otra bajo la responsabilidad de la compañía comercializadora y el
Página 100
ferrocarril; aunque, en definitiva, el costo de ambas era asumido por el primero a
través de los precios en el mercado.
En la etapa inicial —transporte de la chacra hasta la estación del ferrocarril—
poníase nuevamente de manifiesto el carácter atrasado e improductivo de las
pequeñas explotaciones. Como el chacarero no podía almacenar sus productos por
falta de instalaciones adecuadas y galpones, debía tratar de transportarlo rápidamente
para evitar que cambios súbitos en el clima perjudicaran el resultado de un año de
trabajo. Pero contra su interés conspiraba no sólo la precariedad del transporte
utilizado sino también el lamentable estado de los caminos, intransitables en épocas
de lluvia.
El paso siguiente, puesto bajo responsabilidad del acopiador, contenía dos
procesos, uno a cargo de él mismo, y otro que dependía de su relación con el
transporte ferroviario. Las empresas ferrocarrileras, que habían diseñado su estrategia
general teniendo en cuenta las características de la expansión ganadera, no percibían
en el voluminoso transporte estacional de cereales las señales económicas que las
decidieran a ampliar la inversión de capital en nuevas unidades de material rodante.
En efecto, el carácter estacional de la demanda agrícola implicaría dejar parcialmente
ocioso, durante casi todo el año, una buena parte del equipo requerido para hacer
circular fluidamente la producción de granos almacenada en sus estaciones. Pero,
para compensar esta falencia, tampoco construían en esos puntos las instalaciones
adecuadas. Por tal causa, el acopiador se hallaba obligado a correr con todas las
pérdidas si las bolsas de trigo apiladas a la intemperie resultaban deterioradas por los
efectos de algún accidente climático. Para cubrirse de esas frecuentes eventualidades
aseguraba la cosecha; pero el costo del seguro era deducido, a su vez,
proporcionalmente del precio total percibido por cada uno de los chacareros.
El elevado precio del transporte afectaba, en cambio, a ambos sujetos: productor
y acopiador. Pero este último tenia mejores posibilidades de resarcirse de dicha
perdida manipulando según su conveniencia los precios ofrecidos al chacarero, en los
cuales aparecía frecuentemente una disminución equivalente al incrementó de los
costos de traslado. Como es sabido, la empresa ferrocarrilera aprovechó
sistemáticamente su privilegiada posición monopólica y la complicidad del Estado
para establecer políticas y fijar precios que le permitieran elevar hasta el máximo
tolerable su correspondiente cuota de ganancia extraordinaria. Se trataba de un
fenómeno tan evidente y persistente que el Ministerio de Agricultura entrevió la
posibilidad de rebajar en un 50% las tarifas ferroviarias vigentes en el año 1906, para
enjugar con esa parte de los beneficios obtenidos por el monopolio un porcentaje del
déficit crónico que amenazaba la estabilidad de los pequeños agricultores
arrendatarios. «Las utilidades del ferrocarril francés —dice Gori— cuyas redes y
ramales fueron construidos atendiendo el transporte de cereales de las colonias,
fueron en el año 1899, año de enormes pérdidas para los colonos, de 1 016 430 pesos
[…] y en 1900, que comprende el transporte de la cosecha de 1899, de 2 033 500
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pesos; habiéndose aumentado en 1/6 la cantidad bruta de carga transportada, aumentó
su ganancia en 100% gracias a la elevación de las tarifas autorizadas atendiendo a la
depresión económica […] Mientras tanto a los colonos se les remataba la tierra por
falta de pago, a causa de los fracasos de esos años».[26] El cálculo realizado por un
diputado de la provincia de Buenos Aires, en 1936 sobre las tarifas del Ferrocarril
Pacifico, que realizaba el transporte entre General Lavalle y el puerto, le permitió
sacar la siguiente conclusión: el trigo pagaba el 24,7% sobre el valor del producto
transportado, el lino pagaba el 16%, la avena el 32%, mientras que los novillos
aportaban sólo el 6% de su cotización.
Superados estos escollos, aparece en último término la negociación del producto
en el mercado. Para defenderse de las maniobras especulativas del capital
intermediario, el chacarero necesita contar, también en este caso, con cierto capital
adicional. Lo necesita, primero para invertir en instalaciones de almacenamiento, y
segundo, para poder lanzar al mercado sus productos cuando las cotizaciones del
cereal en la bolsa superan la depresión provocada por el incremento de la oferta. Pero
la falta de graneros en las chacras, y de capital liquido en los bolsillos del productor
para atemperar las obligaciones acumuladas, lo impulsan a desprenderse rápidamente
de la cosecha, precisamente cuando las dificultades de transporte son mayores, los
fletes más caros, los riesgos más altos y los precios más bajos. En ese contexto, las
maniobras del comerciante especulador o del capital monopolista pueden consumarse
sin oposición.
Hasta principios de la década del noventa, mientras el destino de la producción
cerealera se mantenía aún concentrado en la provisión del mercado interno, el
proceso de comercialización corrió por cuenta de los comerciantes de campaña. Pero
cuando la actividad agrícola se orientó principalmente hacia la exportación, los
volúmenes incluidos en las operaciones ampliaron de tal modo sus dimensiones que
se modificaron cualitativamente las reglas y procedimientos de comercialización. Por
tal circunstancia, los requerimientos de la comercialización superaron, a fines de
siglo, la capacidad empresaria y financiera de los pequeños usureros-comerciantes
que se habían enriquecido durante las tres décadas anteriores. Aunque la actividad
económica de los agricultores arrendatarios continuó dependiendo, como en el
período anterior, de los créditos hipotecarios garantizados con las cosechas, las
operaciones financieras en gran escala se desplazaron hacia las empresas
comercializadoras de granos, interesadas en intensificar la producción para adecuarla
a las nuevas exigencias del mercado mundial. Utilizando todo el poder de su capital y
el control de la exportación, las empresas monopolistas desplazaron o suplantaron al
pequeño y mediano capital usurario. Las relaciones entre el nuevo acopiador,
dependiente de las firmas exportadoras y el comerciante de ramos generales variaron
en las distintas zonas de la región. En la mayoría de los casos el bolichero volvió a
sus ocupaciones originales, en otros logro resistir con cierto éxito la presión del
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capital monopolista, a condición de desempeñar, básicamente, las mismas funciones
en escala mucho más modesta.
De cualquier modo, si los cambios incluyeron alguna modificación en la relación
del productor con el mercado, ésta atentó aun más contra su limitada posibilidad de
acumulación. Durante la etapa de provisión al consumo interno, las operaciones de
comercialización resultaban relativamente sencillas: transacción con el comerciante
de campaña o con el molino harinero, de acuerdo a precios fijados por una relación
relativamente estable entre oferta y demanda, compensada en años de déficit con
importaciones circunstanciales del exterior. Aunque la demanda se hallaba
considerablemente monopolizada, los precios no eran afectados por grandes
oscilaciones. Su determinación se hallaba sujeta a ciertas condiciones que el
chacarero podía eventualmente manejar cuando pretendía intentar alguna defensa del
valor de su cosecha.
Con la preeminencia del mercado exterior se modifica el ordenamiento financiero
y comercial de la producción cerealera, dando lugar a la instalación de un reducido
grupo de empresas extranjeras dedicadas a la exportación. A fines de la década del
ochenta se radican en el país Bunge y Born y Dreyfus, a las cuales se agregan
después Weil Brothers y Huni Wormser. A principios de siglo las cuatro empresas,
con gran predominio de las dos primeras, controlaban más del 90% de la
comercialización de cereales hacia el exterior.[27] El capital monopolista cumplió en
esta nueva etapa dos funciones. En primer lugar, representó en el país al mercado
internacional. Por su intermedio se impusieron los precios de venta, los volúmenes de
producción y la calidad exigidas por éste. Su posición monopólica le permitió
manejar todos los mecanismos reguladores del mercado para aumentar sus márgenes
de ganancia, a los cuales contribuyó directamente el productor nacional resignando
sus propias cuotas de acumulación. En segundo lugar, cubrió las funciones no
desempeñadas por las instituciones bancarias, proporcionando en gran escala créditos
y adelantos suficientes para que el productor empobrecido pudiera encarar los
cultivos con el grado de especialización necesario.
Por consiguiente, la demanda de productos agrícolas en la etapa de gran
expansión se realizó dentro de un sistema en el que sólo rigieron las leyes reguladoras
establecidas de hecho por el capital monopolista.
Los mecanismos fueron variados. Todos se apoyaron, sin embargo, en dos
condiciones favorables, ya usufructuadas en parte por los comerciantes usureros del
mercado local: conocimiento exclusivo de los movimientos del mercado exterior y
abundante disposición de capital, destinado a financiar las operaciones económicas
del pequeño agricultor. De esta forma se introduce en la estructura social del campo
un nuevo personaje, el acopiador de frutos, representante de la compañía de
exportación. Viene a cumplir en delegación de ésta las tres funciones centrales
analizadas anteriormente: alentar la producción especializada del cereal, satisfacer
con capital de la compañía las necesidades del productor en todas las fases del ciclo y
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asegurar la compra de la cosecha en las condiciones de calidad exigidas por el
mercado exterior y de acuerdo a los precios fijados por los consorcios monopolistas.
«De Bunge y Born o Dreyfus —dice Scobie— provenían los fondos que
permitían al acopiador o al comerciante local —a su turno— anticipar dinero y
mercancías al agricultor mucho antes de la cosecha».[28] Por medio de esos
mecanismos el agricultor volvió a sufrir la misma forma de exacción de los períodos
anteriores, realizada ahora en vasta escala y por los representantes de firmas
poderosas y desconocidas para él. La especulación continuó aprovechando con nuevo
rostro la situación de dependencia que ataba al productor a sus acreedores y su
desconocimiento del mercado para ampliar, si ello era posible, los márgenes de
explotación a los que lo había sometido el sistema. Scobie nos aporta una nueva
muestra cuando describe, por ejemplo, el «contrato de compra a fijar precio», uno de
los tantos resortes utilizados por los intermediarios para trampear al chacarero en las
operaciones de comercialización de la cosecha. «Si cien kilos de trigo —dice ese
autor— eran entregados por un agricultor a un acopiador, o por éste a una casa
exportadora, un día en que el precio del mercado era de diez pesos, el recibidor
adelantaba el 80% de ese precio. El que había entregado el trigo tenía opción de
elegir el día que lo vendería, pero al mismo tiempo se hacia cargo de los gastos de
depósito, los intereses y mermas para cubrir los cuales se le había retenido el margen
del 20%. El sistema operaba en beneficio del recibidor cada vez que disminuía el
precio del trigo. El vendedor se veía entonces obligado a reintegrar los fondos
necesarios en forma de anticipo, pero muy pocas veces estaba en condiciones de
hacer tal cosa. El comprador podía escoger entonces el día que se exigiría la entrega
al chacarero. Este mecanismo provocó frecuentes acusaciones de que las firmas
exportadoras se combinaban en mayo o junio para producir una caída artificial en los
precios del trigo en Buenos Aires y Rosario, y de tal modo imponer en el mercado
valores convenientes para ellos».[29]
La recopilación exhaustiva de los innumerables mecanismos de apropiación
fraudulenta imaginados y puestos en práctica por los diversos sectores asociados a
este sistema global de explotación nos obligaría a compaginar, seguramente, un
grueso volumen. En él podría quedar testimoniada la forma en que cada grupo de
propietarios intenta obtener la mayor cuota posible de la plusvalía arrancada al
trabajo familiar del pequeño campesino. Podría mostrar, además, cómo en cada zona,
de acuerdo a la fertilidad del suelo, y en cada época, de acuerdo con el desarrollo de
la colonización, el incremento del excedente obtenido por el trabajo del chacarero
permite la inserción de otros sectores parasitarios —entre los cuales el empresario
subarrendador resulta un ejemplo arquetípico— aceptados a modo de socios menores
en el funcionamiento del sistema. O, a la inversa, cómo la menor productividad del
trabajo, es decir, la disminución relativa del excedente disponible para la
expropiación, obliga a la eliminación de los grupos menos poderosos, vinculados a la
circulación del pequeño capital, para dar lugar a la realización de la ganancia
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extraordinaria requerida por los terratenientes y el gran capital. Aparecerían
localizados, también, los mecanismos subsidiarios de apropiación impuestos por los
socios mayores en las regiones más productivas, así como los periódicos
enfrentamientos de intereses entre los diversos miembros de la sociedad y la forma en
que se alinean junto a algunos de ellos los intereses propios de los campesinos.
A pesar de sus múltiples expresiones específicas, el «sistema» se organiza a través
de cinco líneas generales de expropiación: la renta de la tierra, el precio inflado
artificialmente de los insumos agrícolas y de las mercancías de consumo directo, el
precio y las condiciones de amortización del capital, el precio de las materias primas
otorgadas a crédito y, por último, el precio y las formas de adquisición de la
producción en el mercado. Otros mecanismos, como el contrato de pago a término o
la serie de obligaciones accesorias incluidas en los contratos de arrendamiento, sólo
son posibles cuando el productor se halla suficientemente inmovilizado y sin
capacidad propia de maniobra para contener, aunque sea en parte, la voracidad
expoliadora de los personajes más poderosos.
El desarrollo armonioso de este gigantesco negocio anudado a varias puntas
obliga, sin embargo, a respetar una condición fundamental. Cualquiera sea la
composición interna de los grupos propietarios integrantes del sistema y el monto
global del excedente producido, la explotación de los pequeños agricultores no debe
exceder ciertos límites. En efecto, ellos no pueden reducirse a aceptar la mera
reproducción de la fuerza de trabajo familiar, deben lograr, además, como mínimo, la
reproducción simple del pequeño capital propio aportado. Aun más, en ciertas
coyunturas especiales tiene que haber lugar para un acotado proceso de acumulación
que posibilite el ingreso de una minoría en los canales de movilidad social
ascendente. Tales reglas deben respetarse porque el pequeño productor mercantil es
un sujeto social obviamente distinto del simple trabajador asalariado. A diferencia de
éste, el chacarero arrendatario, aun el más pobre, ingresa a la explotación de la tierra
cumpliendo ciertos requisitos, propios de una cierta capa de trabajadores
independientes: se inicia en la producción aportando un pequeño capital acumulado
previamente, contrae una serie de deudas destinadas al establecimiento de sus
sementeras, contrata esporádicamente mano de obra en su propio beneficio, organiza,
dirige y se hace responsable de la totalidad del ciclo económico, etc. Es por lo tanto
un embrión de empresario, decidido a afrontar los riesgos de la producción
independiente bajo el acicate de expectativas de acumulación a breve plazo. Son
causa y efecto de esa tendencia cortoplacista las precarias condiciones de
asentamiento en la tierra, el carácter monocultural y extensivo de los cultivos y el
bajo desarrollo de sus implementos técnicos. La producción del cereal en esas
circunstancias es —como afirma Scobie— una aventura, casi una actividad
especulativa, en la que la conjunción de ciertos factores accidentales viene a jugar un
rol importantísimo en el balance anual de cada campesino. La contradicción entre
ambos niveles (las condiciones materiales de acumulación y sus propias expectativas
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de rápido enriquecimiento) es la que perpetúa y dinamiza el sistema, asegurando la
radicación del número de agricultores requerido por la oferta de tierras disponibles, a
pesar del alto grado de explotación a que son sometidos, que incluso tiende a
aumentar en las épocas de mayor prosperidad económica. Pero todo ello es posible a
condición de que, en la mayoría de los casos, pueda mantenerse la posición social
adquirida, que en algunos actúe el proceso de acumulación como efecto de
demostración para el resto, y que en otros, como corresponde a toda actividad
empresaria independiente, se produzca la emigración o el descenso hacia niveles
inferiores de la estructura ocupacional.
Si, por el contrario, los impulsos maximizadores del capital intermediario y la
avidez de los terratenientes negaran al productor su pequeña cuota de acumulación,
destinada a la reproducción simple, se estaría quebrando la tendencia general de
equilibrio del sistema. Lo cual no quiere decir que el equilibrio no se haya roto en
innumerable cantidad de situaciones. Presionada tanto por las crisis periódicas de
producción o de precios en el mercado internacional como por la competencia y la
dificultad de ajuste espontáneo entre los sectores propietarios, la reproducción
armónica del esquema de explotación fue seriamente cuestionada en más de una
oportunidad. Precisamente, para llamar la atención sobre la necesidad de reequilibrar
las tendencias originarias, surgieron en su momento y con sus respectivas
particularidades la preocupación expresada en la Memoria del Ministerio de
Agricultura, el Grito de Alcorta, la huelga agraria de 1921 y la propia política agraria
del presidente Yrigoyen.
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obtuvo, después de un largo período de venturas y desventuras en el trabajo de «su
chacra», la posibilidad de amortizar definitivamente la deuda hipotecaria y traspasar
en herencia a su numerosa prole una pequeña propiedad de 50 a 100 ha, albergue de
una sola familia. El resto debió desplazar sus expectativas de ascenso hacia las
ocupaciones urbanas, o reiniciar las tareas agrícolas desde los escalones más bajos.
Los mecanismos de asentamiento impulsados por el gobierno de la Confederación
consistieron en la cesión directa de 33 ha de tierra virgen a cada familia inmigrante.
Después de cinco años de explotación ininterrumpida, la parcela pasaba a propiedad
del chacarero, quien además recibía durante ese lapso semillas e implementos para el
laboreo agrícola amortizables a largo plazo y de acuerdo al resultado de las cosechas.
Un balance retrospectivo, realizado varios años después, cuando la oligarquía
bonaerense, al retomar la hegemonía política del país, logró interrumpir la
experiencia, indicaba la presencia de unas 8000 familias, que llegaron a cultivar,
superando los inconvenientes propios de la época, la despreocupación del Estado y la
ausencia de un mercado firme y remunerativo, casi 5000 ha. A pesar de su ínfimo
desarrollo, pudieron iniciar una serie de modificaciones de la estructura agraria.
Mostraron a todos que la agricultura era posible y constituía, además, un negocio
ventajoso: estimularon el crecimiento del comercio rural a través de las casas de
ramos generales; incidieron en el trazado de nuevas líneas regulares de transporte,
etc. Pero el aporte más importante de estas primeras colonias se relaciona con el
proceso de valorización territorial y con la preparación de la etapa de colonización
particular, previa a la explotación por arrendamiento. Posibilitó también la formación
de una capa de campesinos medios propietarios, de la que surgió posteriormente la
nueva burguesía agraria.[30]
En la segunda etapa, el sistema de colonización particular abrió el cauce a una
nueva actividad dentro de la producción agrícola: la especulación de tierras,
desarrollada por una capa social todavía en formación, reforzada desde el principio
por la significativa participación del capital inglés. Así nacieron las compañías
colonizadoras. Gracias a su estrecha vinculación con la clase terrateniente, con el
poder político y con las empresas de ferrocarril, lograron hacer en poco tiempo
negocios fabulosos, en base al trabajo de los 50 000 colonos que ubicaron en las
tierras marginales de la provincia de Santa Fe. De esa época es, por ejemplo, la
conocida sociedad de Cabal. Oroño y Casado, mencionada por Ortiz, que llegó a
poseer en un momento determinado como adquirente y fraccionadora hasta 800
leguas de tierra, y que permitió al primero de los nombrados lograr una significativa
posición como banquero y hombre de negocios vinculado a los manejos del capital
extranjero. Ya hemos mencionado también a la Compañía Central de Tierras, creada
por el Ferrocarril Central Argentino para colonizar parte de la franja de tierra cedida
por el Estado nacional. De sus contratos copiaron los empresarios privados las
cláusulas hipotecarias, advertidos de la creciente incidencia de la colonización
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agrícola, no sólo en la valorización de las tierras parceladas, sino también en la de las
vastas extensiones mantenidas en reserva o dedicadas a la explotación ganadera.
En cuanto el terrateniente comprendió que estaba en su interés vender al
empresario una parte de la tierra por su valor para poder valorizar el resto, la
actividad de las compañías resultó relativamente sencilla. Así, el empresario, o la
compañía integrada con capital externo, podía ofrecer en venta parcelas de 30 a 60 ha
en condiciones contractuales que le permitían, además de recuperar en corto tiempo
el capital invertido con su ganancia correspondiente, extraer al colono una buena
parte del excedente generado por su trabajo. Para ello, el contrato establece un
sistema de dependencia entre el colono y la compañía, organizado en cuatro niveles:
a) por las condiciones de pago; b) por las estipulaciones especificas de la hipoteca,
que incluían entre otras cosas las mejoras introducidas por el colono; c) por las
condiciones impuestas para la comercialización, que debía realizarse exclusivamente
con la compañía y al precio que ésta determinaba; d) por las obligaciones financieras
diferidas, que forzaban al productor a sembrar la cantidad y calidad de granos
exigidas por la empresa. Basado en un análisis parecido. Gori insiste en afirmar que
este tipo de colono, imposibilitado muchas veces de cumplir con tantas exigencias,
debió abandonar el campo con las mejoras que hubiera realizado. De esa forma, la
compañía, una vez recuperado y valorizado el predio, podía volver a venderlo en
condiciones más ventajosas para su negocio. «Es cierto que la tierra no era muy cara
—dice el autor mencionado—, que de esas operaciones surgieron propietarios
agricultores que pasaron a formar la pequeña burguesía agraria. Pero teniendo
presente el medio millón de campesinos inmigrantes que desaparecieron del campo,
júzguese el negocio de una empresa: de 20 leguas cuadradas donadas a la Sociedad
de Colonización Suiza en Santa Fe, luego Beck-Herzog y Cía., después que hubo
establecido cincuenta familias extranjeras, le quedaron 16 leguas libres que fueron
vendidas entre 1865 y 1893. De esas 16 leguas se fraccionaron colonias y dos de
ellas, divididas en 696 concesiones, fueron vendidas a la suma de 210 671 pesos…
Esta fabulosa ganancia no era todo el negocio. Un elevado porcentaje de colonos
hipotecarios debía entregar —como si éstos fueran a la vez arrendatarios— al
apoderado de la empresa —banquero y molinero— un tercio de la cosecha, supletorio
de la amortización del dinero».[31]
Esta etapa colonizadora tuvo cierta trascendencia en el desarrollo de los cultivos.
Pero cuando comenzaron a sentirse los primeros estímulos estables del mercado
exterior, el incremento del valor venal de la tierra resultó más importante que la
expansión de arca sembrada. La especulación sobre la tierra parcelada fue llevando a
limites tan altos el precio de las unidades que éstas se fueron tomando gradualmente
inabordables para el colono sin capital. Se generó así la posibilidad de abrir nuevos
mecanismos de explotación, más adecuados a la naturaleza social de los inmigrantes,
atraídos masivamente por la aventura del trigo pampeano.
Página 108
Nace entonces la colonización por arrendamiento, un sistema que hegemonizaría
las relaciones de producción en la agricultura durante la época de su mayor
crecimiento. El arrendamiento, fuera de Buenos Aires, fue iniciado por la Compañía
de Tierras subsidiaria del Ferrocarril en 1870 y legalizado por el Estado nacional
mediante la ley de colonización dictada en 1876.
A partir de la década del ochenta, las colonias de arrendamiento permiten
eslabonar una cadena de beneficiarios improductivos, nacidos a la sombra de dos
nuevos factores: sustancial incremento de la oferta de mano de obra agrícola, e
ilimitada disposición de tierras excepcionalmente aptas para el cultivo de cereales. El
incremento de la demanda y los precios internacionales del trigo transforman a la
tierra de la región pampeana en una nueva fuente de renta. Con el sistema de
arrendamiento ésta se distribuirá, en distintas cuotas, entre el terrateniente ausentista,
las compañías nacionales y extranjeras de colonización y los arrendatarios
principales, quienes, pagando un alquiler, en especie o en dinero, de alrededor de 8%
del valor de la cosecha, subarriendan a los colonos pobres a un precio que en algunos
casos supera el 30% de aquel valor. Todos actúan con la anuencia explícita del
Estado, activo colaborador del proceso mediante la cesión periódica de enormes
extensiones de tierras a las compañías colonizadoras, que pasan a hacerse
responsables de la organización de la producción y del asentamiento de la población
inmigrante.
De ese modo, a excepción de los inmigrantes, todos realizan un buen negocio.
Los propietarios latifundistas reciben renta por tierras anteriormente incultas y
valorizan otras, sin tener necesidad de vender, como ocurría con el sistema de
colonización hipotecaria. Las empresas colonizadoras reciben en donación o
adquieren a bajos precios tierras fiscales, valorizadas súbitamente por los loteos;
destinan una parte al arriendo o subarriendo y, una vez poblada, venden el resto con
créditos hipotecarios. Así, la actividad realizada por unos valoriza la tierra vendida a
otros y viceversa. Los arrendatarios principales, generalmente comerciantes o
propietarios enriquecidos en el lugar, embolsan su cuota correspondiente por el solo
hecho de promover y controlar el establecimiento de los trabajadores directos. «Así
se explica —dice Puiggrós— el papel protagónico que ha tenido en la organización
de la economía agraria argentina la burguesía intermediaria. Tiene vieja historia. Data
de los albores de la colonia. Pero con la colonización capitalista su poder se
multiplicó y se extendió. La colonización misma fue en gran parte su obra. Financió
el traslado y la radicación de los inmigrantes e instaló los primeros almacenes de
ramos generales, institución típica del campo argentino que oficia de compradora de
cosechas, acopiadora, depositaría, prestamista, vendedora de toda clase de artículos y
termina por adueñarse de las tierras. Forman la burguesía intermediaria exportadores,
importadores, mayoristas, minoristas, consignatarios, comisionistas, cerealistas,
rematadores, etc. […] y los arrendatarios principales, parásitos que no eran
terratenientes ni chacareros, sino que subarrendaban a los segundos las tierras que
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arrendaban a los primeros, obteniendo grandes ganancias. En 1912 había en la zona
cerealera arrendatarios principales que pagaban de 7 a 14 pesos y cobraban de 10 a 55
pesos por hectárea».[32]
En una memoria elevada al ministro de Trabajo, Julio Lezama describe el caso
más extremo, la relación de subarrendamiento en la provincia de La Pampa. Después
de detallar pacientemente la serie de restricciones y obligaciones impuestas al colono,
y de establecer la relación de éstas con el atraso crónico de la agricultura en ese
territorio, concluye: «Bien se ve que tal sistema de explotación agrícola constituye el
extremo más odioso de ausentismo, pues se interpone entre el colono y el propietario
una persona que, por la naturaleza misma de las cosas, no puede ver en éste y en la
tierra sino los instrumentos de su negocio […] no le mueve otro anhelo que el buen
éxito de la cosecha, porque de su abundancia depende la prosperidad de su negocio.
El ha de procurar, como es lógico, cubrirse el precio del arrendamiento o de la
proporción que de productos le corresponde, de los anticipos que ha hecho el colono
en dinero, en máquinas, en vestido y en alimentos: y de allí que en la liquidación del
contrato no pueda hacerle grandes concesiones, que muchas veces se vea en la
necesidad de apremiarlo […] Así se explica que el colono cargue exclusivamente con
todos los gastos que se ocasionen desde que abre el surco para arrojar la semilla hasta
que pone el grano cosechado en el ferrocarril […] mientras que el colonizador no
hace más que recibir su parte, libre de polvo y paja, en el mismo punto de embarque y
en condiciones de exportación».[33]
A pesar de todo, un alto porcentaje de los colonos hipotecarios y la minoría de los
chacareros arrendatarios lograron acceder, en la etapa de expansión finalizada en
1914, a la propiedad de la tierra. Los más favorecidos por la fortuna o por algunas
coyunturas históricas continuaron ascendiendo e ingresaron en la esfera de la empresa
capitalista rural o urbana: la mayoría, por el contrario, integró la legión de los
pequeños propietarios, típicos de la región cerealera mediterránea. Esta capa social, si
bien logró retener en su beneficio el excedente destinado a la renta de los
terratenientes, no pudo evitar otras múltiples presiones expropiadoras, impuestas por
el sistema regenteado a medias entre la burguesía intermediaria y el capital
monopolista. Algunos de esos mecanismos son similares a los que afrontó el
chacarero arrendatario; otros, como el proceso de mecanización extensiva, afectan
más a los propietarios.[34] Todos tienden, sin embargo, a achicar las desigualdades
que supone la relación de propiedad o no propiedad de la tierra, y su consecuente
influencia sobre las posibilidades abiertas a la acumulación. Es en el nivel de
consumo familiar, en las condiciones generales de vida y en las posibilidades de
ascenso posgeneracional donde las diferencias de ingreso se vuelven ostensibles,
hasta el punto de justificar la separación entre chacareros arrendatarios y colonos
propietarios en dos capas distintas. Pero ambos aparecen unidos en el destino casi
común de la pequeña producción mercantil, un sector de la economía agraria en el
que las relaciones de producción capitalistas se toman más atrasadas y dependientes
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del capital monopolista. Así ocurrió, especialmente, con el proceso de mecanización
desarrollado en la primera década del siglo. Mientras que para un sector minoritario
significó la instalación definitiva en el sector decididamente capitalista, en la gran
mayoría de las explotaciones familiares, especialmente entre los pequeños
propietarios, contribuyó a reforzar aun más las relaciones de atraso y dependencia.
Cuadro III.3
Importación de maquinaria agrícola (1890-1910)
Año Cosechadoras Trilladoras Año Cosechadoras Trilladoras
1890 1.045 43 1901 5.882 274
1891 1.382 47 1902 8.093 167
1892 4.908 328 1903 13.133 434
1893 9.034 338 1904 14.572 745
1894 9.633 1.569 1905 14.402 909
1895 2.723 299 1906 20.739 1.136
1896 3.056 93 1907 17.334 490
1897 1.985 31 1908 18.772 969
1898 5.872 22 1909 13.672 1.576
1899 11.058 152 1910 18.513 807
1900 6.094 228
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Hubo además otros factores que impulsaron tempranamente la tendencia a la
mecanización, presionando fuertemente sobre la burguesía agraria en formación para
fundamentar su desarrollo en la inversión de capital. Uno de ellos, el más importante,
fue la escasez crónica de personal asalariado. En ese sentido, afirma Ortiz: «El censo
de 1908 encuentra acentuado todo ese conjunto de maquinarias; aparecen ya entonces
ciertos tipos de mecanismos, como los vagones de segadoras y trilladoras, las
desgranadoras, la renovadora, cuya utilización y cuyo precio indica la constitución de
una capa de campesinos más acomodados y la de empresas destinadas a realizar el
trabajo agrícola o parte de él; la existencia de estas últimas supone la aparición del
proletariado agrícola, cuya aparición en el censo de 1895 se traducía en cifras
bastante considerables. El censo de 1914 halló muy acentuado ese proceso […] Las
instalaciones fijas y la maquinaria y útiles habían experimentado notables aumentos.
Si se observa no obstante que el capital variable había permanecido aproximadamente
igual en ambas fechas, porque el número de obreros utilizados era siempre de dos
millones y los jornales no habían variado mayormente, se deduce que la composición
orgánica del capital se ha acrecentado entre ambas fechas a causa de las adquisiciones
realizadas en los medios de producción».[35]
La descripción del fenómeno es acertada, pues se ajusta a la realidad de la época,
así como las conclusiones. Lo que Ricardo Ortiz no realiza es un análisis adecuado de
las causas que provocaron esta importante transformación. En ese sentido, es
necesario contemplar el grave desfasaje que aparece cuando la expansión
ininterrumpida de la frontera agrícola y el incremento del área cerealera elevan
excesivamente la demanda de mano de obra asalariada, que no llegó a ser satisfecha
con la oferta estacional de ocupaciones temporarias, a pesar del incremento constante
de la inmigración extranjera. Esto conduce, a su vez, a la elevación del valor de la
fuerza de trabajo, tal como lo afirma el autor mejor informado sobre este tema. «A
pesar de la gran cantidad de peones y jornaleros que ingresaron al país en las zonas
cerealeras, la escasez de brazos constituyó un serio problema que se buscaba conjugar
por diversos medios. Los altos jornales no constituían un incentivo suficiente, porque
además de las brutales jornadas de trabajo, la labor era peligrosa y poco alentadora».
[36]
La diferencia de valor entre salarios urbanos y rurales nos permite explicar
parcialmente ese fenómeno tan peculiar de nuestra estructura agraria que se dio en
llamar «la inmigración golondrina». Mientras la mano de obra urbana disponible para
el desarrollo de las industrias se hallaba subocupada en actividades terciarias
improductivas, el incremento de la producción agrícola debía satisfacer sus crecientes
necesidades estacionales empleando a trabajadores migrantes de origen europeo.
Estos se desplazaban anualmente, en épocas de cosecha, desde sus lugares de origen
hasta nuestras pampas, costeándose el pasaje de ida y vuelta, con el único propósito
de realizar aquí una breve temporada de trabajo intensivo y transformar en ahorros
una buena parte de los salarios obtenidos. Como es obvio, el volumen de los ahorros
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debía justificar no sólo el gasto en pasajes sino el hecho mismo del desplazamiento
temporario. Después de trasegar los campos de trigo y lino en Santa Fe y Córdoba, se
trasladaban a la provincia de Buenos Aires. Una vez terminadas allí sus tareas
volvían a cruzar el Atlántico con unas 400 liras en el bolsillo, o sea el equivalente
aproximado de diez o doce meses de sueldo de un trabajador rural permanente.[37]
Descontado el valor de los pasajes, se estimó que la masa de dinero retirada del país
por los migrantes temporarios llegó a superar en algunos años los 10 millones de
pesos.[38]
Entre otras cosas, la ponderación exacta de este fenómeno obligaría a precisar el
alcance de algunos conceptos utilizados hasta ahora para explicar la naturaleza de
nuestro desarrollo capitalista. Algunos de ellos han comenzado a ser revisados, como
ocurre por ejemplo en el intento parcial realizado por Laclau para demostrar la
inexistencia de un ejército de reserva vinculado al desarrollo de las actividades
industriales. Con todo, es posible que cierta parte del sector subocupado en Buenos
Aires se haya integrado a las corrientes migratorias pendulares cuando el desarrollo
del ferrocarril facilitó los traslados temporarios hacia el interior del país.[39] Lo que
resulta entonces definitivamente confirmado es el costo desproporcionado de la mano
de obra temporaria respecto a los demás insumos de la producción agrícola, una
situación que obligó a tomar conciencia del problema y a proponer soluciones.
Algunos sectores intentaron crear condiciones favorables para transformar a la
población golondrina en un nuevo contingente de pequeños productores familiares;
otros, más realistas e identificados en la línea de desarrollo capitalista que había
tomado la economía agrícola, buscaron la forma de prescindir parcialmente de sus
servicios mediante la profundización de la mecanización extensiva. Esta consistió,
simplemente, en la incorporación de técnicas y maquinarias modernas destinadas a
elevar la productividad del trabajo, sin modificar la capacidad de producción de la
tierra.
El reemplazo del trabajo humano por el mayor rendimiento de las maquinarias
modificó la composición orgánica del capital agrícola, incentivó la corriente
importadora de implementos modernos y generó, a la vez, una incipiente industria
nacional productora de elementos de labranza más simples. La disminución del
personal transitorio en las tareas agrícolas está registrada claramente en cifras: entre
1908 y 1937, sobre un total general prácticamente similar de población ocupada en el
sector, el porcentaje de obreros rurales transitorios desciende del 67% al 35%,
mientras que el área explotada en el país asciende de 117 a 175 millones de hectáreas
y sube de 58 a 88 el número de hectáreas explotadas por persona ocupada.[40] Al
trasladar, de ese modo, una parte del excedente absorbido por los altos salarios
estacionales hacia la amortización de la maquinaria, pudo aliviarse la presión sobre
los precios y remediar la escasez crónica de mano de obra en el mercado de trabajo.
Se trató, en suma, de la implantación de un mecanismo típico de la economía
capitalista, que tuvo una importante repercusión en la modernización del trabajo
Página 113
agrícola, es decir, en el desarrollo de las fuerzas productivas y en la composición de
los sectores sociales predominantes en el campo argentino. Mientras se mantuvieron
los métodos tradicionales, empleados en las colonias santafecinas hasta fines del
siglo XIX, la aguda escasez de mano de obra estacional se convirtió en una traba para
el desarrollo de los cultivos. El equipo agrícola moderno permitió aumentar la
productividad, pero, lo que es más importante, contribuyó a extender, en algunas
zonas, el límite máximo de las explotaciones familiares de 30 hasta 150 ha. Ello
explica, entre otras cosas, el hecho de que ya en 1903 apareciera en nuestro país la
primera máquina juntadora de maíz, o que a partir de 1900, además de utilizarse la
producción local, se importaran anualmente 50 000 arados de Inglaterra y Estados
Unidos. En ese sentido, Scobie describe con cierta precisión la primera etapa del
proceso eliminatorio de mano de obra a través de la aplicación de maquinaria
importada, destinada especialmente a las operaciones de siega y trilla.[41]
Así, aunque los investigadores de este tema disientan en algunos aspectos
parciales, existe un criterio unánime acerca de que el proceso de mecanización, que
ya estaba avanzado al finalizar la primera década de este siglo, se incrementó después
de la guerra del catorce y alcanzó su máximo desarrollo en el período 1920-1930,
especialmente a partir de 1925, cuando se llegó a utilizar una cosechadora cada 250
ha, cifra similar a la registrada en Estados Unidos.[42]
Ahora bien, esta transformación que involucró a la totalidad de los productores
agrícolas no pudo ser realizada del mismo modo por cada uno de los sectores
económicos fundamentales, ni produjo los mismos efectos sociales en todos los
casos. Como todo proceso dirigido a modificar la composición orgánica del capital, la
paulatina introducción de maquinaria avanzada contribuyó a acelerar la
diferenciación natural entre los empresarios capitalistas y la pequeña producción
mercantil. En efecto, la necesidad de invertir cada vez mayores porcentajes del escaso
excedente acumulado para adecuarse a la tendencia general produjo,
paradójicamente, en la mayoría de los pequeños productores un efecto contrario al
que le dictaban sus expectativas. En vez de permitirle ampliar su independencia y
acelerar el proceso de acumulación, la incorporación de maquinaria agrícola reforzó
la situación de dependencia que lo ataba al capital intermediario y la tendencia a la
inestabilidad crónica en el manejo de las explotaciones.
Ese es el caso de los chacareros pobres, y aun más el de los arrendatarios de hasta
200 ha, obligados a «arreglar», por contrato, los trabajos de cosecha con ciertos
empresarios de maquinarias, indicados previamente por el terrateniente o la compañía
colonizadora.
En un articulo de un contrato de este tipo, reproducido por Tenembaum, se
establecía explícitamente que la trilla debía efectuarse con una sola máquina
trilladora para todo el campo, y que esa máquina seria la elegida por el propietario,
quien se reservaba, además, el derecho a suspender el trabajo si la máquina no
funcionaba bien o si aparecía alguna otra razón circunstancial. Asimismo, el orden de
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prioridad en la utilización de la maquinaria era establecido, sin tener en cuenta las
necesidades del chacarero, por la persona responsable del trabajo. Entre las
reivindicaciones mas importantes de los chacareros durante la huelga de Alcorta
figura, precisamente, el derecho a elegir la trilladora de acuerdo al precio que le
resultara más conveniente, aceptando las máquinas del propietario cuando éstas se
adecuaran a las cotizaciones del mercado. Presionado por las imposiciones arbitrarias
de los propietarios, el arrendatario intentó, cuando pudo, superar esa situación de
dependencia, tratando de realizar por su cuenta la mayor parte de los trabajos. Así,
incrementó paulatinamente su capital de explotación, incorporando, además de los
arados de rejas múltiples, primero la segadora, después la segadora-atadora y por fin
la máquina espigadora, si su situación resultaba muy próspera. Lo que no podía
realizar, ni en la mejor de las condiciones económicas, era la trilla; no sólo por las
obligaciones contraídas en el contrato, sino por el costo desproporcionado que esa
maquinaria tenia en relación con su tierra y su capital. La trilla era realizada o bien
con el método tradicional o bien a través de un contrato con algún empresario.
La introducción de maquinaria produjo en esta capa de agricultores un aumento
de la productividad del trabajo, lo cual suponía, a la vez, un incremento proporcional
del excedente. De ser apropiado por el productor, este excedente podría haber servido
para amortizar la inversión de capital y para aumentar la cuota de acumulación. Sin
embargo, las condiciones de contratación de las tareas mecanizadas, por un lado, y
las condiciones de adquisición de sus propias máquinas, por otro, llegaron a producir
un efecto económico inverso: crearon en el primer caso una nueva relación de
dependencia con los contratistas, quienes pasaron a absorber la mayor parte del
excedente generado a partir del aumento de la productividad; en el segundo caso,
mucho más importante aún, abrieron nuevas fuentes de endeudamiento del agricultor
con los representantes de las empresas importadoras, que venían a ser las mismas
instituciones comerciales dedicadas al préstamo usurario y a la comercialización de
las cosechas. Una mala cosecha era suficiente para tirar abajo los márgenes de
ganancia calculados, y para llevar a la insolvencia al agricultor, que ahora se hallaba
obligado a responder no sólo por los clásicos adelantos en dinero, sino también por la
amortización de la maquinaria. Se creaba de ese modo una nueva situación, en la que
el chacarero, más indefenso aun, debía aceptar las condiciones de refinanciamiento y
comercialización indicadas por las empresas monopolistas y el terrateniente.
La mecanización moderna se integró a la economía agrícola, pero al mismo
tiempo que ahorraba mano de obra y ampliaba los límites de la explotación familiar,
reforzaba la dependencia del arrendatario, agotando por completo sus escasos
ahorros. La inversión en maquinaria no significó, entonces, un aumento de la
capacidad de acumulación de la pequeña producción mercantil. Por el contrario, su
desarrollo aceleró la tendencia hacia la polarización entre pequeños y grandes
productores que ya se observa en la primera década del siglo. De un lado, mayor
sumisión hacia las formas intermediarias del capital, unida a una menor probabilidad
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de mantener tasas de acumulación acordes con el monto del capital invertido, por
escasez de tierra, de recursos financieros y de mano de obra barata. Del otro, apertura
de los márgenes económicos para que una minoría, cada vez más poderosa, acometa
empresas de mayor envergadura, incrementando el valor real del capital y con él las
cuotas de excedente apropiado.
La situación del colono propietario es, en algunos aspectos, distinta. Liberado de
la renta y asentado definitivamente en la tierra, puede encarar la implantación de
instalaciones fijas que el arrendatario no realiza por las razones ya descriptas;
depósitos, galpones y otras instalaciones que le sirven para proteger su maquinaria y
el grano cosechado. Así puede negociar más favorablemente con los acopiadores,
especulando con las oscilaciones de la cotización, si su pequeña capacidad financiera
se lo permite. Como no se halla atado a contrato alguno, puede convenir precios
razonables para las tareas realizadas por los grandes empresarios y en consecuencia
retener una fracción mayor del excedente generado por el aumento de la
productividad del trabajo.
Pero se trata de una maquinaria apropiada para el laboreo extensivo y
monocultural, cuya capacidad productiva no puede ser utilizada a pleno por las
pequeñas explotaciones familiares. Esta capacidad ociosa —que se refleja en la
relación entre los beneficios de la utilización de la maquinaria y el monto de las
cuotas destinadas a su amortización— coloca al colono en situaciones semejantes a
las del chacarero pobre. También aquí, un súbito cambio de fortuna en la marcha de
las cosechas es suficiente para perder parte del capital invertido o para ingresar
nuevamente en el circulo de los préstamos hipotecarios.
Para la pequeña producción mercantil, la introducción de la mecanización en las
estrategias de producción extensiva resulto ciertamente perjudicial. Ni el tamaño de
las explotaciones ni los proyectos empresariales justificaron tales grados de
endeudamiento que, por otra parte, no hallaban relación, ni con el monto del capital
acumulado ni con el volumen de la mano de obra empleada. Bialel Massé describe
muy despectivamente las condiciones desfavorables que debió enfrentar el pequeño
productor cuando comenzó el proceso de mecanización introducido por otros sectores
sociales directamente interesados en su desarrollo. «El advenimiento de las
maquinarias modernas —dice— ha tomado al colono en una completa falta de
instrucción y de espíritu de asociación para aprovecharlas, y ha tenido que someterse
a la imposición de terceros, que si no tenían mayor instrucción que él, sabían o medio
sabían lo que decían los prospectos que acompañan a las máquinas y las instrucciones
completas y breves que les daban los montadores que las llevaron».[43]
A este sector social se aplica, entonces, la caracterización realizada por
Tenembaum y otros para indicar la dirección asumida por el capital constante en el
conjunto de la economía agrícola. Para este autor, como veremos, la producción de
trigo es obra exclusiva de la pequeña producción mercantil, especialmente
arrendatarios empleados por el grupo terrateniente con el objeto de expandir el área
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forrajera. De allí concluye que la utilización extensiva de maquinaria es irracional y
antieconómica, y que su importación masiva obedece mucho más a las presiones de
la propaganda y a los intereses de los vendedores que a las verdaderas necesidades de
los agricultores.[44] Como Tenembaum reconoce a un solo sector social en la
producción del trigo, se ve obligado a articular explicaciones un tanto sofisticadas.
Por esa razón habla de «exceso de mecanización en el campo», cuando en realidad el
exceso de mecanización afecta solamente a los pequeños productores familiares,
imposibilitados de evitar, bajo el riesgo de quedar marginados, el avance de una
tendencia impuesta conscientemente y con objetivos más precisos por otra clase
social. De cualquier modo, los efectos de la mecanización entre los pequeños
productores está correctamente descripto, en términos que abonan nuestra propia
caracterización. «La compra de tales elementos —dice— importa un gasto muy
grande, y rara vez el agricultor está en condiciones de pagarlo a corto plazo. De modo
que siendo a un plazo relativamente largo la deuda que contrae el colono, y el
aprovechamiento de la maquinaria por falta de cuidado, de una duración precaria, los
intereses y amortizaciones se transforman en un factor negativo para la economía del
agricultor. En resumen, el exceso de la mecanización de la agricultura en las
explotaciones extensivas se efectúa en forma irracional, siendo su repercusión
antieconómica, por cuanto más que una necesidad para la economía de la chacra es
una consecuencia del sistema monocultural y extensivo que los colonos se ven
obligados a adoptar».[45]
Aunque la presión para comprar maquinaria agrícola haya sido tan grande como
supone Tenembaum, resulta igualmente difícil de entender que, siendo tan perjudicial
para la independencia y estabilidad del campesino, esta práctica haya sido tan
extendida. Ni los efectos de la propaganda ni las necesidades de ampliar los límites
de las explotaciones familiares son argumentos convincentes para explicar la
naturaleza de este proceso. Esta interpretación surge, en definitiva, de una
caracterización deficiente de la estructura del campo argentino, que no ha podido
visualizar la emergencia de un nuevo sector social, interesado en el desarrollo
capitalista de la producción agrícola. No han sido los productores familiares quienes,
superando sus limitaciones, impulsaron tales modificaciones. Las verdaderas causas
del fenómeno hay que buscarlas en otro sitio, allí donde se expresan las necesidades
expansivas de las empresas capitalistas, ubicadas en explotaciones superiores a las
200 hectáreas.
Al transponer las fronteras del trabajo familiar, la situación económica de las
empresas agrícolas se modifica cualitativamente. En lo que respecta a la organización
del trabajo, la contratación de asalariados temporarios para realizar grandes cosechas
se convierte en una operación económica de primera magnitud. No sólo requiere el
desembolso de considerables volúmenes de capital, sino el funcionamiento de un
sistema de explotación eficiente y redituable. Por ello, cuanto más grande es la
explotación, mayores son los problemas estacionales para reclutar y organizar
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aceleradamente a los trabajadores, y más aun si la fuerza de trabajo es escasa y su
precio relativamente caro. Aunque las condiciones de trabajo sean de
superexplotación, con jornadas prolongadas desde el amanecer hasta la caída del sol,
sin vivienda, con mala alimentación, etc., el salario es alto, porque la oferta se vuelve
inelástica a causa de los sucesivos incrementos del área explotada.
La modificación de la composición orgánica del capital cumple, por consiguiente,
dos funciones: aumenta la productividad del trabajo en áreas de explotación en las
que la aplicación de maquinaria es realmente redituable, y reequilibra la relación
entre oferta y demanda de mano de obra asalariada, corrigiendo las deformaciones
que impiden disminuir su precio en el mercado. Así lo entiende, desde otra
perspectiva, Gastón Gori, cuando analiza los cambios operados en el trabajo de trilla:
«Abandonando este sistema, por ser más gravoso para el agricultor, los poseedores de
trilladoras redujeron a un tercio el total de los salarios, reduciendo a un día el trabajo
de tres que insumía el trillado a una de yeguarizo. El precio obtenido por el cereal,
como consecuencia de los menores gastos de producción, disminuyó. El colono
estaba casi en lo mismo, pero algunos con la visita anual de las máquinas
modernas…».[46]
Si se realizara un balance aproximado de los efectos logrados por el proceso de
mecanización extensiva, aparecerían cumplidos, probablemente, ambos objetivos, es
decir el incremento de la productividad del trabajo y la disminución, en términos
relativos, de la demanda de trabajo. En efecto, a pesar de la permanente incidencia de
los factores que obstaculizaron la difusión de las innovaciones mecánicas —precios
elevados de las unidades importadas, condiciones poco favorables de financiación,
dependencia de las evoluciones cíclicas del mercado externo, etc.— el volumen de
producción por persona ocupada se elevó de 1,3 a 1,9 toneladas entre los años 1908 y
1914. El crecimiento de la superficie sembrada fue mayor que el de la población
activa en el sector agrícola; la incorporación de 150 000 nuevos trabajadores en el
mercado no impidió que el coeficiente de ocupación descendiera del 0,09 al 0,06
personas por hectárea en el mismo lapso.
En contraste con lo ocurrido en las explotaciones familiares, la posibilidad de
incrementar la explotación del trabajo en estos nuevos establecimientos fue
relativamente grande, aunque también halló sus limites estructurales en el carácter
atrasado y dependiente de todo el sector agropecuario. Es lógico suponer, entonces,
que la concentración de maquinaria moderna se produjera con más intensidad en este
tipo de empresas que en las restantes. Ello fue así no sólo porque la dimensión de las
explotaciones y la magnitud de las empresas multiplicara la necesidad de encontrar
un mayor equilibrio en el mercado de trabajo, sino también porque la mediana o gran
empresa capitalista se encontraba liberada de ciertos mecanismos de apropiación que
afectaron preponderantemente a los pequeños productores mercantiles. De esta
forma, pudieron eliminar algunos de los riesgos corridos por el colono o el chacarero
arrendatario y ampliar la posibilidad de obtener adecuados márgenes de beneficios
Página 118
del capital invertido, dejando el grueso de las ganancias extraordinarias a los
terratenientes y el sector intermediario.
Así lo sugiere nuevamente Gastón Gori, al analizar una etapa previa, en la que
esta tendencia recién comenzaba a esbozarse: «Las maravillas mecánicas del
siglo XIX que llenaron de asombro y entusiasmo a los ministros de Agricultura,
pasaron a ser instrumento en manos de unos pocos, dueños de grandes
establecimientos agrícolas o industriales de los pueblos».[47]
Con todo, es posible que el proceso de capitalización haya sido seriamente
condicionado, no sólo por los factores mencionados, sino también por el régimen de
tenencia de la tierra. Respecto a los arrendatarios familiares no existen dudas y las
trabas son conocidas; en cambio, en los arrendatarios capitalistas influyó
principalmente el carácter especulador y temporario que imprimían a sus actividades
algunos empresarios, especialmente los venidos del medio urbano que, atraídos por la
inmediata posibilidad de incrementar rápidamente el capital, intentaron la aventura
del trigo, disponiendo lo estrictamente necesario, sin voluntad de afrontar los riesgos
permanentes de la explotación.
En consecuencia, si bien es necesario aceptar que el proceso de mecanización
extensiva afectó al conjunto de las actividades agrícolas, elevando los niveles de
productividad general, hay que reconocer igualmente el carácter contradictorio de sus
efectos sociales. Tal como ocurre normalmente con la modificación de la
composición orgánica del capital, la evolución no sólo fue distinta sino que se
desarrolló en direcciones opuestas para cada uno de los grupos fundamentales del
campo argentino. Los productores familiares, por un lado, acrecentaron su capital fijo
en desmedro del capital dinero imprescindible para realizar las operaciones
económicas y productivas fundamentales. Sufrieron, de ese modo, un proceso de
descapitalización relativa y aumentaron las relaciones de dependencia con el capital
monopolista y sus representantes. La introducción de maquinaria moderna permitió,
por otro lado, a los poseedores de capital y tierra o sólo de capital aplicado a
extensiones medianas y grandes, acelerar su propio desarrollo mediante una
explotación más amplia y racional de la mano de obra existente.
Estancamiento o pauperización y dependencia para la mayoría; acumulación
creciente y expansión, limitada por la presencia del monopolio y el capital
intermediario, para la nueva burguesía agraria que aprovechó mejor las coyunturas
favorables generadas por el incremento de la demanda exterior.
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predominante que ha tenido en la conformación de la estructura social agraria. Una
omisión que parece totalmente injustificada si se tiene en cuenta, por otra parte, que
una simple organización de datos estadísticos reveía rápidamente su predominio
territorial dentro del conjunto, en efecto, aun excluyendo las explotaciones de 100 a
200 ha las empresas que superan ese limite, es decir las empresas no familiares, en las
que comienzan a combinarse, en grado correlativo a su extensión, la mano de obra
familiar con la inversión en maquinaria y personal asalariado, hasta terminar en las
formas más típicas del capitalismo, reúnen casi el 60% de la tierra explotada en 1914,
con un importantísimo volumen de producción, que ya en 1908 supera los 5 millones
de toneladas, alrededor del 55% del total. Dicha omisión, o en algunos casos la mera
referencia accidental a una «capa de campesinos acomodados» que no lleva a extraer
ninguna consecuencia relevante para explicar la estructura de clases, ha obedecido
quizás a la incidencia de dos factores: la deficiente presentación de las categorías de
explotación en los censos, especialmente en el de 1914, y los limites espaciales de
tales trabajos, ceñidos casi exclusivamente al estudio de la Pampa gringa en la
provincia de Santa Fe. Allí, el desempeño del empresario agrícola es difícil de
visualizar debido a que las explotaciones no familiares sólo significan el 10% del
total y apenas cubren el 38% de la tierra cultivada. Pero la actividad agrícola
desborda ampliamente ese privilegiado y reducido núcleo territorial de la región
pampeana. Recordemos que en la etapa de gran expansión la provincia de Buenos
Aires generaba algo más del 45% de la producción total, superando en más de un
50% los cultivos santafecinos. Es allí, precisamente, donde un reducido numero de
explotaciones no familiares pasa a controlar casi un 65% del área agrícola. Otro tanto
ocurre con la provincia de Córdoba, que a pesar de hallarse ubicada muy por debajo
en volúmenes de producción presenta una estructura económica relativamente similar
a la de Buenos Aires.
Cuadro III.4.1
Producción y superficie agrícola explotada por establecimientos no familiares de la región pampeana (valores
absolutos)
1908 1914
Extensión Sup. expl. Prod. Extensión Sup. expl.
N.º est. N.º est.
(ha) (ha) (t) (ha) (ha)
0-200 57.384 3.848.019 4.570.075 0-200 89.526 6.125.247
201-500 7.430 2.240.457 2.641.795 201-300 10.482 2.645.196
301-500 6.343 2.438.096
501-1000 2.292 1.628.291
501 y + 2.132 2.343.419 2.840.257 1001 y + 614 1.674.076
Total 66.946 8.431.895 10.052.128 Total 109.256 14.510.906
Elaborado en base al Censo Nacional Agropecuario, 1908, tomo II; y al Tercer Censo Nacional, 1914, tomo V.
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Cuadro III.4.2
Producción y superficie agrícola explotada por establecimientos no familiares de la región pampeana
(porcentajes)
1908 1914
Extensión Sup. expl. Prod. Extensión Sup. expl.
N.º est. N.º est.
(ha) (ha) (t) (ha) (ha)
0-200 85,7 45,6 45,5 0-200 81,9 42,1
201-500 10,2 26,6 26,2 201-300 9,6 18,3
301-500 5,8 16,8
501-1000 2,1 11,3
501 y + 4,1 27,8 28,3 1001 y + 0,6 11,5
Total 100,0 100,0 100,0 Total 100,0 100,0
Elaborado en base al Censo Nacional Agropecuario, 1908, tomo II; y al Tercer Censo Nacional, 1914, tomo V.
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establecimientos agrícolas realizado en algunos partidos de la provincia de Buenos
Aires a fines de la década del veinte.[48]
Sin embargo, la mayoría de las explotaciones capitalistas parecen haber encarado
la producción cerealera en forma exclusiva, es decir sin relacionarla con estrategias
dirigidas a incrementar los índices de reproducción ganadera. Los agricultores,
propietarios o arrendatarios de extensiones que oscilan entre 200 y 1000 ha,
aproximadamente, invierten su propio capital en instalaciones y maquinaria moderna,
además de la contratación de mano de obra estacional y permanente. Los primeros
obtienen, al final del ciclo de producción, ganancia del capital invertido más renta de
la tierra que poseen; los segundos ceden la renta al terrateniente, pero retienen una
cuota de excedentes aproximadamente similar al beneficio que le correspondería a
una inversión igual de capital en cualquier otro sector de la economía. Esta cuota de
ganancia media puede ser recortada, sin embargo, por la elevación del precio relativo
de los arrendamientos en zonas donde la productividad natural del suelo brinda bajos
niveles de renta diferencial, o en ciertas épocas de gran expansión en las cuales el
explosivo incremento de la demanda de tierras eleva rápidamente su precio y amplía
el margen para maniobras especulativas. Puede disminuir, también, cuando en épocas
de contracción de los precios internacionales, el capital monopolista comercial
aumenta su presión sobre el productor para impedir que la desfavorable coyuntura del
mercado achique sus margenes de ganancia extraordinaria. Pero es conveniente
resaltar que ninguno de estos procesos pone en cuestión el principio mismo de la
acumulación en el largo plazo para este tipo de capital; constituyen, en todo caso,
contradicciones que frenan el ritmo de expansión capitalista en un contexto global
dominado por el capital monopolista y la gran propiedad territorial.
De acuerdo a estimaciones realizadas en base a datos del censo, en 1914, entre el
40% y el 60% del total de las parcelas superiores a las 200 ha y dedicadas a la
producción cerealera es controlado por agricultores arrendatarios independientes.[49]
La fracción restante debe subdividirse, por consiguiente, en proporciones que no
pueden ser cuantificadas, entre los propietarios agrícolas independientes y los lotes
agrícolas de las grandes estancias ganaderas.
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Cuadro III.5
Uso del suelo y organización de la producción en partidos seleccionados de la provincia de Buenos Aires (1914)
Densidad de la Población Proporción de explot. Proporción de
Importancia de la Cultivos
Partidos explot. ocupada en agrícolas no arrend.
explot. agrícola predom.
ganadera agricultura familiares agrícolas
(1) (2) (3) (4) (5) (6)
Cnel.
Baja Media Trigo/avena Media 57% 81%
Dorrego
Necochea Baja Media Trigo Media 63% 91%
Tres
Media Media Avena/trigo Media 51% 74%
Arroyos
Tornquist Baja Media Trigo Alta 56% 80%
Lobos Alta Baja Maíz Baja 13% 52%
Navarro Alta Baja Maíz/trigo Baja 10% 36%
Cañuelas Alta Baja Maíz/avena Baja 6% 41%
Mercedes Alta Baja Maíz Baja 1% 46%
San
Baja Alta Maíz Alta 2% 47%
Nicolás
Baradero Media Alta Maíz Alta 6% 31%
Pergamino Media Alta Maíz Alta 8% 60%
(1) Según número de cabezas bovinas por hectárea; (2) según porcentaje de la superficie explotada total; (3)
según porcentaje del cultivo sobre la superficie cultivada con cereales; (4) Según porcentaje de la población
ocupada en establecimientos agrícolas sobre la población ocupada en el total de establecimientos; (5) porcentaje
de explotaciones agrícolas de más de 200 ha sobre el total; (6) porcentaje de establecimientos agrícolas
arrendados sobre el total de establecimientos agrícolas.
Elaborado en base a datos del Tercer Censo Nacional, año 1914, tomo IV. Cuadro V; tomo V. Cuadro II; tomo VI.
Cuadros I, V, VII, VIII, IX, X y XI.
Página 123
de población activa ocupada en el sector. La actividad agrícola es escasa ya que se
limita al cultivo de forrajeras (y, en algunos casos, al lino, que requiere una ecología
similar a las forrajeras).
Allí donde no hay prácticamente producción para la exportación, tampoco existen
explotaciones superiores a las 200 ha; sólo en algunos casos llegan a cubrir el 20%
del total. El porcentaje de arrendamientos es, a la vez, relativamente bajo,
especialmente si se lo compara con las demás regiones de la provincia. La estancia
latifundista ganadera se destaca nítidamente sobre el conjunto, e impone un tipo de
división del trabajo rural basado en la estricta subordinación de los cultivos a sus
necesidades de expansión. Tanto el maíz como la alfalfa son desarrollados por un
pequeño número de arrendatarios pobres, dominados por los dueños de la tierra
mediante las relaciones de producción más atrasadas.
A juzgar por el porcentaje de población ocupada en tareas agrícolas, la zona
maicera del norte presenta características diametralmente opuestas. Existe allí un
claro predominio de los cultivos abastecedores del mercado externo. La producción
ganadera, más intensiva que en otras zonas, ocupa, respecto a la agricultura, la menor
proporción de extensión territorial de toda la provincia. La mayor parte del suelo
agrícola es utilizado, a su vez, por explotaciones familiares desligadas de la
producción ganadera. El terrateniente sólo arrienda, pero no impone condiciones de
complementación con sus actividades. Arrendatario o propietario, el pequeño
productor monocultural de maíz forma parte de un sector económico independiente
de la ganadería. Sólo mantiene relaciones de subordinación con el terrateniente a
través del alquiler de la tierra, y con el capital usurario y comercial a través de los
mecanismos analizados anteriormente.
En consecuencia, así como en los partidos ganaderos predominan las
explotaciones familiares en la implantación de las praderas artificiales, en algunos
partidos agrícolas tal tipo de explotación se concentra en la producción de maíz para
exportación.
La producción de granos finos, especialmente trigo, parece realizarse en partidos
donde la estructura productiva presenta características diferentes. En primer lugar, la
ganadería es más extensiva: mientras que los índices más elevados de densidad
ganadera se ubican entre las 70 y las 100 cabezas, en esa subregión oscilan entre
apenas 10 y 50 cabezas por kilómetro cuadrado. En segundo lugar, la participación
relativa del sector agrícola es un poco más baja que en la región maicera, y un
elevado porcentaje de la superficie cultivada está dedicado exclusivamente a la
producción de granos finos. En tercer lugar, la proporción de ganado refinado es
sensiblemente inferior. Mientras que en la subregión ganadera el porcentaje de
ejemplares puros, utilizados para la mestización, oscila entre el 10 y el 20%, y el de
ganado criollo no supera el 8%, en la zona triguera, en cambio, los planteles criollos
se ubican entre el 10 y el 15% y el número de ejemplares puros apenas representa el
5%. La cosecha de granos finos de esta zona es la más alta de la provincia, como lo
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muestran, por ejemplo, las cifras de producción acusadas por los tres partidos
seleccionados. Entre los tres reunieron, en 1908, un alto porcentaje del volumen
comercializado el año siguiente. Por otra parte, dado que el número de cabezas
vacunas criadas en sus campos apenas alcanza a cubrir una pequeña parte del plantel
total de la provincia, resulta evidente que la producción triguera no se desarrolla
impulsada por las necesidades de la ganadería. Como en la región maicera, allí creció
un sector económico vinculado directamente a la exportación, en este caso de granos
finos, pero, a diferencia de aquélla, el mayor peso de la agricultura independiente
recae sobre las explotaciones no familiares. En efecto, la inmensa mayoría de la
cosecha es levantada por empresarios medianos y grandes, en explotaciones que
superan las 300 ha, y que constituyen el núcleo fundamental de la estructura agrícola.
La región triguera cubre un espacio muy definido del sur de la provincia. Forma
una especie de triángulo, con vértices en Necochea, Trenque Lauquen y Bahía
Blanca. La región, en su conjunto, se halla dotada de suelos y climas
excepcionalmente aptos para el cultivo del trigo, pero además presenta una
característica especialmente favorable para la localización de las actividades
agropecuarias en aquella época: es la región de Buenos Aires más alejada de los
frigoríficos y del gran puerto de exportación.
Por la influencia de factores históricos y naturales, adquirió rápidamente una serie
de rasgos particulares que la diferenciaron nítidamente de otras zonas provinciales,
como la zona deprimida ubicada en el centro-este, la llamada zona central, de
absoluto predominio ganadero, y la mencionada zona agrícola del norte.[50] Es
posible, sin embargo, que tal división regional haya sido sólo el resultado de una
etapa en el desarrollo agropecuario, revelado por los censos de principio de siglo y
que evoluciones futuras —provocadas por la modificación de algunos parámetros
económicos— hayan conducido a la transformación de su fisonomía. Por ejemplo, la
introducción en la industria frigorífica del proceso de enfriado, y con el la aparición
de una nueva demanda de carne | refinada, incidió, como es sabido, no sólo en la
diferenciación entre criadores e invernadores, sino también en la forma de
complementación entre agricultura y ganadería, lo cual debe haber provocado,
seguramente, ciertas modificaciones en la naturaleza de las cuatro zonas y en la
delimitación de sus fronteras. Por otra parte, el ferrocarril que no había desplegado
todavía todos sus ramales secundarios mantenía precariamente intercomunicado al
interior de la provincia de Buenos Aires. Estos dos factores, especialmente el
primero, tendrán mayor incidencia en la modificación de la configuración regional
después de 1918, cuando se incremente y consolide la demanda de carne chilled
suspendida durante la guerra. Con todo, ninguna de estas modificaciones llegó a
desplazar de su lugar dominante a la agricultura capitalista independiente, que en la
década de 1920 continúa incrementando sus volúmenes de producción sin necesidad
de recurrir a la ampliación del área cultivada.
Página 125
Con estos elementos, podemos iniciar la revisión de una cuestión central,
vinculada a la descripción tradicional de la relación entre agricultura y ganadería en
la provincia de Buenos Aires. En tal relación, según se ha afirmado reiteradamente,
juega un rol fundamental el régimen de arrendamiento, utilizado por los terratenientes
para acomodar el desarrollo de los cultivos a las nuevas necesidades de mestización
ganadera surgidas a partir de la década del ochenta. Esta interpretación —formulada
originalmente de forma clara y exhaustiva, en el trabajo de Juan L. Tenembaum—[51]
resulta convincente porque tiene la virtud de integrar las relaciones establecidas entre
el crecimiento agropecuario, el régimen de tenencia de la tierra y ciertas relaciones de
producción implantadas en el campo argentino.
Según esta caracterización, la agricultura autónoma de las colonias santafecinas
fue desplazada, a partir del lustro 1885-1890, cuando los terratenientes de la
provincia de Buenos Aires se interesaron por la expansión de los cultivos de alfalfa
requeridos por la ganadería.
En esta segunda etapa, marcada por la creciente hegemonía de la principal
provincia ganadera, el objetivo central consiste en adecuar la producción pecuaria a
las nuevas exigencias de la demanda, satisfecha por la exportación de ganado en pie,
en un principio, y luego, a partir de la instalación de los frigoríficos, en la primera
década del siglo XX, de carne congelada o enfriada. Para ello, los terratenientes
descubren, accidentalmente, un particular sistema de explotación destinado a
desplazar, en poco tiempo, al utilizado por las colonias durante el primer período de
expansión. Así, aprovechando el incremento incesante del precio de la tierra, el
aumento de la mano de obra disponible y la indigencia económica de los inmigrantes
recién llegados al campo, los dueños de la tierra imponen, rápidamente, el sistema de
mediería, o arrendamiento, por medio del cual reciben dos clases de beneficios. Por
un lado, comienzan a percibir una renta anual por el alquiler de una tierra dedicada
hasta ese momento a alimentar ganados criollos de poco valor. Imponiendo la
rotación trienal de los cultivos se aseguran, por otra parte, la implantación sin
esfuerzo por su parte, de nuevas praderas artificiales, utilizadas después para
alimentar el ganado en vías de mestización. «Y como era un problema que urgía
solucionar —dice Tenembaum refiriéndose a la necesidad de campos verdes— el
estanciero que no quiere abandonar su tradicional habito de vivir tranquilo, de llevar
una vida de modorra, difícil de dejar, para no molestarse mayormente en adquirir
implementos y efectuar la siembra por cuenta propia, resuelve el problema buscando
algún gringo a quien da la tierra para que haga en ella su cosecha […] esta solución,
fruto de las circunstancias, se transforma con rapidez en sistema que se generaliza.
Adquiere el nombre de sistema por mediero, y no sólo resuelve el problema del
alfalfado, sino que se transforma en factor único en el avance de los cultivos».[52]
De esa forma, la rápida expansión del sistema de mediería crea una numerosa
capa de chacareros pobres arrendatarios, obligados a cumplir especialmente dos
funciones: roturar los lotes incultos de las grandes estancias para convertirlos en
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praderas artificiales permanentes, o preparar el cultivo de forrajeras, destinadas a la
alimentación del ganado durante el período de inverne. Por lo tanto, el cultivo del
trigo, lino o maíz sólo adquiere un carácter instrumental, simple medio para la
preparación previa de la tierra destinada a las pasturas permanentes, y accesoriamente
producto de comercialización, fuente de renta en mercancías o en dinero apropiada
por el terrateniente. El cultivo del trigo sirve, además, para atraer al inmigrante,
creándole expectativas de acumulación a corto plazo —el mismo plazo que dura el
contrato trienal de arrendamiento— con poca o ninguna inversión de capital y sin
contratación de mano de obra. «El aumento de la alfalfa —dice Tenembaum— es el
que mayor impulso cobra durante el período […] donde más se nota el aumento
después de la alfalfa es en el lino, y se debe precisamente a que dicha oleaginosa se
siembra en campo virgen, y es la que más se siembra con alfalfa […] como corolario
de esta situación aumenta también el área que se cultiva con trigo, ya que
generalmente se le siembra después del lino y precediendo a la alfalfa o es también
mezclada con la misma alfalfa, pues el método de cultivo del mediero era justamente
el señalado, es decir el primer año sobre campo virgen lino; el segundo año trigo, y el
tercer año, alfalfa mezclada con cualquiera de los dos».[53]
En la descripción se incluyen, sin duda, varios elementos verdaderos. Aunque el
gran productor ganadero no presente semejanza alguna con las descripciones que lo
muestran como una especie de «barón criollo» surgido después del ochenta, y
ocupado en malgastar minuciosamente una enorme masa de renta, sin preocuparse
por rozar las formas de producción capitalistas, el chacarero pobre fue una categoría
social demasiado numerosa como para no situarla en un lugar relevante cuando se
analiza la estructura del campo argentino. Resulta ilegítimo, sin embargo, deducir de
su enorme peso cuantitativo un peso igual en la generación del producto bruto
agrícola. Por el contrario, si con base en los datos del cuadro III.1, suponemos que
son chacareros pobres todos los agricultores que siembran hasta 100 ha, concluimos
que reuniendo el 63% de las parcelas censadas sólo llegan a producir el 20% de los
cereales cosechados en el año 1908 en la provincia de Buenos Aires. Si suponemos,
además, que la totalidad de esos agricultores se hallan ligados al terrateniente por
medio del contrato de arrendamiento trienal con rotación de cultivos, comprobamos
que esa forma de subordinación impuesta a la agricultura por la ganadería no alcanza
a cubrir el 17% de la superficie explotada en esa provincia en el año 1914. Y, si para
evitar cualquier otro tipo de errores, decidimos ampliar exageradamente el estrato de
chacareros pobres incluyendo a las explotaciones de 101 a 200 ha, obtendremos que
en conjunto llegan a reunir el 35% de la superficie, mientras que las explotaciones no
familiares se hacen cargo del 65% restante.
Aun aceptando la caracterización de Tenembaum, y de sus múltiples epígonos, en
todos sus términos —términos harto problemáticos en muchos aspectos de la cuestión
que discutiremos en el capitulo siguiente—, las cifras nos autorizan a pensar que, si la
ganadería impuso sus condiciones al desarrollo agrícola, lo hizo solamente en el
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sector de los chacareros pobres, mientras que el grueso de la producción granífera se
generaba más allá del sistema trienal y de las relaciones de producción
precapitalistas.
Más del 60% del trigo embarcado a fines de la primera década fue producido,
entonces, por un reducido grupo de agricultores capitalistas, diferenciados claramente
de los pequeños productores familiares dominados por los propietarios terratenientes.
Propietarios o arrendatarios, estos nuevos burgueses del campo argentino debieron
luchar contra otros mecanismos de explotación que les impidieron convertirse, por
otras causas, en modernos y pujantes empresarios innovadores tal como lo
reclamaron ciertas concepciones que enfatizaron el carácter precapitalista del
desarrollo agrario argentino. Pero no fueron, como se ha afirmado reiteradamente, las
fáciles presas del latifundista ganadero o del propietario «ausentista», ávido de renta
y castrador de sus posibilidades de desarrollo. El problema resulta más complejo,
porque la realidad fue mucho más rica que esas simples generalizaciones
circunstanciales. La burguesía agraria en formación debió enfrentar, desde el
principio, más que a los dueños de la tierra, a los capitalistas nacionales y extranjeros
encarnados en las empresas financieras y de comercialización interesadas en su
desarrollo dependiente. Estas fijaron límites estrictos a sus posibilidades de
acumulación y a su desarrollo como clase independiente y por la misma razón la
transformaron en un grupo relativamente inestable, habituado a trasladar
periódicamente sus actividades de un sector a otro de la economía. Así los caminos se
cruzaron: cuando hubo acumulación de capital suficiente en la producción agrícola, la
misma sirvió para intentar empresas menos riesgosas, y también más redituables a
largo plazo, en la industria y el comercio u otros servicios. Cuando el crecimiento de
las actividades urbanas, especialmente en el interior de la región, elevaba a algunos
individuos hacia las capas medias, el campo constituyó una renovada tentación para
realizar la aventura anual de la producción cerealera, o una forma de inversión
inmobiliaria aseguradora del capital acumulado. Puiggrós avala este análisis del
siguiente modo: «Los comerciantes de ramos generales, los abogados, los médicos,
los farmacéuticos y otras gentes que se enriquecían en los pueblos de campaña y
también en las ciudades, invertían sus capitales en tierras, además de las sociedades
anónimas que se formaban para explotar grandes extensiones, y de los industriales y
comerciantes que desplazaban al campo sus ganancias».[54]
En busca de beneficio, de renta, o de ambas cosas a la vez, el capital se vinculó
decididamente a las explotaciones que desarrollaron la agricultura en forma
independiente y sin relación directa con la producción de las estancias. La influencia
del latifundio se hizo sentir más seguramente a través de las mediaciones políticas e
institucionales, reforzando no sólo su asociación con el capital monopolista, sino la
propia orientación de la estructura social en su conjunto, e impidiendo toda
posibilidad de apoyo y fomento financiero a los empresarios agrícolas independientes
por parte del Estado.
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El grupo de agricultores independientes dotado de atributos fuertemente
capitalistas fue engrosado por diversos sectores sociales. En el medio rural, uno de
los principales fue probablemente el de los ex medieros afortunados incorporados al
sistema productivo agropecuario de la provincia de Buenos Aires durante los últimos
quince años del siglo XIX. Las condiciones favorables de trabajo propuestas por los
terratenientes interesados en la introducción de la agricultura dentro de sus estancias,
al principio de este proceso, cuando todavía existía escasez relativa de mano de obra
familiar, permitieron al chacarero retener una parte del producto de su trabajo. En
ciertas circunstancias, el ahorro se convirtió en acumulación de pequeños capitales
que, invertidos en las nuevas zonas agrícolas ubicadas en los confines de la región e
Incorporadas al mercado por la expansión de la red ferrocarrilera, generaron la
posibilidad, primero, de aumentar los márgenes de beneficio obtenidos por la
autoexplotación del trabajo familiar y posteriormente, de ampliar la superficie
sembrada en las explotaciones, incorporando cantidades crecientes de mano de obra
asalariada.
Otro sector lo constituyó el importante grupo de propietarios de almacenes de
ramos generales, ubicados en la gran cantidad de localidades rurales diseminadas en
todas las latitudes de la región. Como hemos visto, estos pequeños comerciantes
enriquecidos lograron acumular cantidades crecientes de capital durante la primera
etapa de expansión cerealera, otorgando préstamos usuarios y traficando tanto con los
insumos requeridos como con los productos generados por el pequeño agricultor.
Posteriormente, cuando el acopiador de frutos, es decir el consignatario, representante
de las grandes casas exportadoras, penetra en el mismo ámbito y les sustrae una
buena parte del negocio, sometiéndolos a una desventajosa competencia, se sienten
obligados a diseñar nuevas estrategias de inversión para continuar manteniendo el
ritmo de acumulación original. Una de las alternativas fue el desplazamiento hacia
actividades industriales y comerciales en los grandes centros urbanos, la otra el
desarrollo de la agricultura cerealera en mayor escala, a la que ingresaron como
arrendatarios capitalistas o como propietarios de medianas explotaciones
agropecuarias.
Sin pretender agotar la identificación de todos los sectores sociales que convergen
en este proceso, mencionamos, por último, a los primeros colonos propietarios,
localizados en las áreas meridionales, predominantemente cerealeras, de la región.
Las descripciones realizadas por Gastón Gori nos permiten reconstruir con cierta
aproximación la naturaleza de dos tendencias de signo opuesto. Una de ellas lleva al
colono hipotecario de fines del siglo XIX a obtener la propiedad definitiva de su
parcela, pero pasivamente sujeto al sistema de explotación que le impone la compañía
colonizadora en combinación con el capital comercial, el capital financiero y el
Estado. Sin posibilidades de acumulación, logra cancelar el crédito hipotecario
después de muchos años de trabajo, sin escapar por ello de la desventajosa situación
en que lo mantiene, dentro de una estructura atrasada y dependiente, el predominio de
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las formas monopólicas del capital. Ese fue el destino mayoritario de los colonos
radicados en Córdoba, Santa Fe y Entre Ríos antes de finalizar el siglo anterior.
Cuando se reemplazó la colonización hipotecaria por el sistema de arrendamiento, la
situación del colono en esas provincias pasó a ser igual o peor que la de los medieros
bonaerenses.
La otra senda fue recorrida por algunos colonos que accedieron a la propiedad de
su parcela antes de la década del noventa. En esos momentos la demanda de tierras
agrícolas se hallaba aún en los comienzos y los precios inmobiliarios recién
comenzaban a incrementarse, lo cual les permitió acumular capital y tierra e ingresar
en lo que Gori denominó «nuestra pequeña burguesía agraria». Aunque, como dice
Bagú, nuestra burguesía agraria resultaba pequeña si se la comparaba con la
oligarquía ganadera propietaria de 300 000 hectáreas, pero no lo era tanto si se trataba
de cuantificarla en términos menos relativos.
Son dos los canales de acumulación utilizados por estos primogénitos del sistema
de colonización hipotecaria. De un lado, se transforman en empresarios, propietarios
capitalistas y a la vez locadores de tierras agrícolas ubicadas en zonas nuevas donde
la renta diferencial es menor, también en prestamistas usureros preocupados por
realizar diversos tipos de operaciones inmobiliarias. De otro lado, se convierten en
propietarios de explotaciones modernas, donde la mayor parte del beneficio proviene
del incremento de la productividad y de la explotación intensiva de la mano de obra.
Por el primer camino, el colono propietario con cierto capital acumulado adquiere
a plazos, en su misma colonia o en otras ubicadas en las proximidades, nuevas
parcelas y las encomienda al trabajo de nuevos productores familiares recién
ingresados al sistema. Recibe así, en concepto de arrendamiento, una cuota de
excedente similar a la que necesita para amortizar las cuotas hipotecarias. Por medio
de ese mecanismo se convierte, al cabo de cierto tiempo, en propietario de varias
unidades colocadas en arrendamiento, con las cuales incrementa un capital destinado
a financiar usurariamente la producción de los campesinos caídos bajo su
dependencia. Este peculiar emergente de nuestro sistema social agrario no hizo nada
más que aplicar en escala reducida los mismos mecanismos expoliadores utilizados
con amplitud por la gran burguesía monopolista y terrateniente. Usufructuando este
sistema, combinado con la explotación capitalista de grandes extensiones de tierra.
Giusseppe Guagnone, personaje legendario de la «Pampa gringa», llego a convertirse
en el productor triguero más grande del mundo.[55]
El segundo camino no excluye del todo al anterior; en todo caso, se complementa
con las formas de producción capitalistas más avanzadas. Consiste en la expansión de
las empresas hasta limites que justifiquen la incorporación de grandes máquinas
agrícolas y la realización de inversiones fijas destinadas a la modernización de los
establecimientos. Si en esos casos el productor contaba, además, con suficiente
capital variable como para sostener durante un año las inversiones restantes, podía
eludir con cierta seguridad los mecanismos impuestos por el capital monopolista para
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expropiar a los productores familiares. El propietario puede inundar simultáneamente
pequeñas unidades familiares de las cuales obtiene sólo renta, pero a las que obliga a
contratar las maquinas cosechadoras de su propiedad.
Un ejemplo interesante de este tipo de organización, así como mi ejemplo de
reasignación agrícola de un capital acumulado en actividades urbanas, puede hallarse
en el citado testimonio de Nicolás Repetto. Allí cuenta como, a medias con Juan B.
Justo, adquirieron, prepararon y explotaron un campo de 1000 ha ubicado en el
corazón de la zona triguera cordobesa.
Sin embargo, esta burguesía agraria que aprovechó como pudo las alternativas de
acumulación creadas por un sistema de explotación en el que ella como clase no era
tenida demasiado en cuenta, resultó a la postre, como se sabe, una victima más del
propio sistema. Su desarrollo burgués encontró una valla infranqueable en la ausencia
de tierras baratas disponibles, en la falta total de créditos estatales y especialmente en
la total mistificación de las actividades intermediarias. Ello explica dos cosas a la
vez: el bajo nivel de productividad, propio de una agricultura extensiva y
monoproductora, y su carácter dependiente de un mercado monopolizado, al cual
tuvo obligatoriamente que adecuarse. Además explica el anormal proceso migratorio
de los capitales hacia actividades urbanas durante un período en que la expansión de
la producción agrícola no lo justificaba. Las actividades emprendidas por los
inmigrantes enriquecidos después de la primera etapa de acumulación resultaron muy
variadas. Pero en todas ellas, las tasas de beneficio obtenidas, y especialmente la
seguridad de las inversiones, resultaron más ventajosas que las actividades
originarias.
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CAPITULO IV
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tierra, tienden a imponer una cierta gama de explotaciones con características propias.
Así como es muy difícil hallar latifundios dedicados a la producción de maíz, es casi
imposible encontrar pequeñas parcelas prósperas especializadas en ganadería o a
ambos subordinados dentro de un complejo agroindustrial productor de legumbres,
altamente tecnificado. Del mismo modo, la naturaleza del proceso de trabajo influye
significativamente sobre las características de la inversión de capital y del empleo de
mano de obra. En la mayoría de las explotaciones pobladas con cultivos permanentes,
por ejemplo, es imposible realizar grandes modificaciones en la composición
orgánica del capital; allí predomina la inversión en especies vegetales y en trabajo
vivo, debido a que es imposible reemplazar con maquinaria la recolección manual sin
alterar las propiedades de los frutos de la cosecha. Estas limitaciones son mucho
menos restrictivas en las unidades cerealeras, donde la introducción de la
mecanización exige una composición orgánica de capital relativamente alta, la
utilización de mano de obra calificada, menor cantidad de fuerza de trabajo estacional
y la reiteración de una serie de labores que justifican una mayor proporción de
asalariados permanentes. Por último, también es diferente el esquema de las grandes
explotaciones ganaderas extensivas, en las cuales una parte del capital se inmoviliza
con la adquisición de tierras, pero la otra se reproduce rápidamente junto con la
renovación periódica de los planteles, y en las que no hay necesidad de utilizar fuerza
de trabajo estacional puesto que un pequeño núcleo de asalariados permanentes
dedicado a la vigilancia y mantenimiento de los rodeos resulta suficiente.
Por tales causas, las diversas estrategias de penetración del capital en el campo no
logran desarrollar un amplio entramado de relaciones sociales homogéneas y se
hallan obligadas a recorrer un camino sinuoso, plagado de obstáculos y
contradicciones, que supone, a la vez, la apertura de diferentes alternativas de
desarrollo, Tal carácter heterogéneo aparece con suma fuerza también cuando se
confrontan los rasgos de la estructura social del sector agrícola cerealero con las
modificaciones operadas, durante el mismo período, por la inversión de capital en el
sector ganadero.
Para ello comenzaremos estudiando, de igual modo qué en el caso anterior, la
estructura interna y la forma de distribución de los diversos tipos de explotaciones
ganaderas, utilizando los mismos indicadores que nos permitieron analizar la
evolución de las unidades de producción agrícola: volumen medio de producción
anual y extensión media de la superficie ocupada por cada uno de los
establecimientos. Por resultar más adecuado que los métodos tradicionales,
adaptamos para ello el sistema clasificatorio de Peter Smith.[1] En él se establece el
corte entre las diversas categorías de explotación tomando como dato inicial el
volumen medio de producción y, a la vez, los mecanismos de inserción en el mercado
consumidor. De acuerdo a ese criterio, existirían en la Pampa húmeda, a partir de
1880, cuatro grandes grupos de empresas ganaderas: a) las que producen menos de
200 cabezas de ganado vacuno por establecimiento; b) las que producen de 200 a
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1000; c) las que se ubican entre 1000 y 3000 y d) las que superan las 3000 cabezas
por establecimiento.
En el peldaño más bajo se ubican los productores de menos de 200 cabezas, que
por ausencia de medios técnicos y escasez de capital, están al margen del mercado
exportador. Sus actividades se orientan hacia el mercado interno, abasteciendo la
demanda del matadero local. En el más alto, definimos a la gran empresa
agropecuaria, propietaria de rodeos superiores a las 3000 cabezas. Gracias a la
plasticidad que adquiere para satisfacer con buenos precios y alta calidad las
necesidades cambiantes de la demanda y a su enorme respaldo financiero, se
convierte en el cliente preferido del frigorífico extranjero. En el espacio intermedio,
se instalan empresas que dirigen alternativamente sus actividades hacia uno u otro
mercado, predominando entre los menos poderosos la orientación hacia el consumo
interno, mientras que entre los otros se impone la dirección opuesta cuando su
ubicación regional, la aptitud de la tierra y la disposición de capital les permiten
lograr, a precios competitivos, la calidad de carne exigida por el mercado de
exportación.
Cuadro IV.1.1
Explotaciones ganaderas de la región pampeana. Producción y superficie ocupada (valores absolutos)
1908 1914
Escala de magnitud
(ha) Sup. Valor del ganado Sup.
N.º expl. N.º expl.
(ha) (miles de pesos) (ha)
0-100 69.615 2.343.245 36.471 16.482 941.700
101-500 45.808 11.055.400 133.572 21.104 5.490.400
501-2.500 12.709 12.441.816 255.984 9.880 10.496.084
2.501-5.000 2.019 7.370.575 118.080 1.802 6.557.908
5.001-12.500 1.285 9.841.950 148.853 1.070 8.334.825
12.501 y + 433 10.745.750 143.839 289 7.190.358
TOTAL 131.869 53.798.736 807.399 50.627 39.011.275
Fuente: Censo Nacional Agropecuario, año 1908, tomo III; Censo Nacional, año 1914, tomo XI.
Por otra parte, transformando los datos del Segundo y Tercer Censos nacionales e
índices de uso del suelo ganadero, podemos identificar cinco grandes categorías de
ocupación de tierra explotada. Los establecimientos menores ocupan, término medio,
entre 100 y 500 ha, ampliando su limite superior hasta las 1000 ha en las zonas
menos aptas para la ganadería extensiva. El segundo grupo en orden de importancia
se extiende entre alguno de esos límites y las 2500 ha. Por encima de él se ubican las
categorías en las que se concentra el proceso de capitalización y modernización de las
empresas: ocupan de 2500 a 5000 ha en un caso y más de 5000 cuando se trata de los
establecimientos instalados en la cúpula del sistema. Estas cuatro categorías
involucran a establecimientos que de distintas maneras participan del circuito de
comercialización del ganado vacuno. Para completar el cuadro es preciso mencionar,
además, al numeroso grupo de explotaciones subfamiliares, con extensiones menores
de 100 ha, que tanto por el volumen de producción como por las condiciones de
Página 134
trabajo imperantes no están conectadas con el mercado consumidor de forma regular.
En base a este criterio podemos analizar, ahora, los datos de los cuadros IV.1.1 y
IV.1.2.
Cuadro IV.1.2
Explotaciones ganaderas de la región pampeana. Producción y superficie ocupada (porcentajes)
Escala de magnitud 1908 1914
(ha) Expl. Sup. Valor del ganado Expl. Sup.
0-100 53,5 4,6 4.5 32,5 2,4
101-500 34,4 20,4 16,6 41,7 14,3
501-2.500 9,4 23,0 27,9 19,7 26,6
2.501-5.000 1,5 13,7 14,7 3,5 16,9
5.001-12.500 0,9 18,3 18,4 2,1 21,3
12.501 y + 0,3 20,0 17,9 0,5 18,5
TOTAL 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Censo Nacional Agropecuario, año 1908, tomo III; Censo Nacional, año 1914, tomo XI.
En el censo de 1914 fueron relevados algo más de 50 000 establecimientos, una cifra
mucho más acorde con la realidad que las casi 132 000 unidades registradas en el
censo de 1908. En efecto, según opiniones vertidas por el compilador del Tercer
Censo Nacional, el relevamiento ganadero de esta última fecha presenta un conjunto
de deficiencias imposibles de salvar. Estas se refieren al abultamiento exagerado de
las categorías menores y, consecuentemente, a la extensión total de la tierra ocupada
por las explotaciones ganaderas. Para analizar los cuadros IV.1.1 y IV.1.2 nos
atendremos por tanto a las cifras de 1914 y sólo utilizaremos las de 1908 en lo que se
refiere al valor de la producción.
Si aplicamos el criterio propuesto por Smith para separar las unidades de
producción de acuerdo a su relación con el mercado consumidor, hallamos que las
explotaciones menores de 500 ha, marginadas del comercio exterior por las razones
indicadas más arriba, suman nada menos que 37 586 establecimientos, cerca del 75%
del total. A la inversa, el núcleo dinámico del crecimiento agropecuario en el período,
el verdadero negocio de la carne, aparece concentrado en una reducida élite que
apenas alcanza en conjunto a las 13 000 unidades, es decir, menos del 26% del total.
Un número tan pequeño de establecimientos concentra, sin embargo, el 84% de la
tierra utilizada para ganadería, con un valor estimado en 1908, de aproximadamente
640 millones de pesos.
Este sector se presenta a su vez nítidamente escindido en dos grupos. En relación
a su importancia cuantitativa las medianas y Lindes empresas exportadoras se dividen
casi equitativamente tanto los volúmenes de producción, como las proporciones de
nen a explotada. La enorme diferencia estriba, obviamente, en que las primeras
resultan mucho más numerosas que las grandes estancias latifundistas.
Queda diseñada de este modo una imagen estructural de la producción
agropecuaria en la región pampeana, dividida en tres grandes grupos de empresas: la
pequeña producción mercantil (ocupa hasta 500 o 1000 ha), la estancia ganadera
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(ocupa de 1000 a 5000 ha) y la gran estancia ganadera (ocupa más de 5000 ha). En
las paginas que siguen se las analiza por separado.
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obra temporaria o permanente contratada para algunas labores particulares. Debido a
las limitaciones que presenta el relevamiento censal para el análisis cuantitativo de
esta categoría es imposible estimar qué porcentaje del total de establecimientos era
explotado intensivamente. A pesar de ello, si nos atenemos a algunas descripciones
generales y a las características productivas de la época, podemos inferir sin grandes
márgenes de error que su número es mucho menor del que corresponde a su
equivalente en el sector agrícola: las unidades hortícolas de 10 hectáreas.
«Todos los que conocen la forma en que la explotación ganadera se lleva a cabo entre
nosotros —dice Alberto P. Martínez, compilador del Censo de 1908— saben que en
la República Argentina no existen establecimientos ganaderos de 10 y menos
hectáreas; o de 20, 30, ni de 50 ha; e, igualmente, que no es cierto que las
explotaciones de esa categoría representen el 54% del número total».[3] Pero, aun
siendo abultadas, las cifras del censo correspondientes a las explotaciones menores de
100 ha indican un amplio estrato de explotaciones marginales, de producción
esporádica, sin conexión regular con el mercado consumidor.
Las explotaciones comerciales comienzan en las unidades superiores a las 100 ha,
extensión mínima que permite mantener un rodeo permanente, ovino o bovino, que
ingresa periódicamente ni circuito comercializador. Ahora bien, las condiciones de
producción, basadas en la utilización extensiva de praderas naturales, con muy baja
incorporación de capital, destinado solamente a la compra y reposición de planteles,
sin producción de pastos cultivados ni de cereales forrajeros, convierten a las
condiciones naturales en factor predominante. Esto influye necesariamente en la
relación que se establece entre extensión de tierra ocupada y magnitud de la empresa
agropecuaria, ya que de acuerdo a la zona donde ha sido implantada, el límite
máximo de una explotación familiar puede variar entre las 500 y las 1000 ha. Si nos
atenemos a los valores medios que arrojan las cifras del censo, el límite superior de
las explotaciones familiares puede ser ubicado en las 500 ha. Sin embargo, es
necesario recalcar que en las regiones menos aptas, o donde los métodos de
producción son más atrasados, especialmente en la cría del bovino, 1000 ha pueden
dar ocupación apenas a un núcleo familiar, con excedentes de producción
escasamente superiores a la reposición de la fuerza de trabajo y el interés del capital
invertido.
El volumen de producción medio por establecimiento, 70 cabezas de ganado
vacuno o 162 de ganado ovino, con un valor total de 3000 pesos por unidad, indica la
presencia de empresas comerciales vinculadas exclusivamente al mercado interno.
Carentes de extensiones adecuadas para producir en forma extensiva y a buen precio
carne fina de exportación, estos establecimientos tratan de compensar sus
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limitaciones preparando pequeños planteles de ganado semirrefinado, adaptados a las
menores exigencias del mercado regional. Contrariamente a lo que pueda suponerse,
no encaran la introducción de praderas artificiales; continúan practicando el pastoreo
natural, con la sola excepción de los campos destinados a alimentar razas lecheras en
los pequeños tambos proveedores del mercado local urbano. Invierten una mayor
proporción de capital en la modernización de las instalaciones fijas y organizan la
producción contratando, principalmente, mano de obra asalariada permanente.[4] El
carácter extensivo de la explotación, más acusado que en los establecimientos de
dimensión superior a las 10 000 ha, se hace más evidente comparando la relación
entre superficie ocupada y volumen de los planteles; mientras que en los grandes
establecimientos, donde se supone que la gran extensión incita a la subutilización de
la tierra disponible, el coeficiente de la densidad se ubica en 0,34 cabezas por ha, y en
los establecimientos medianos oscila alrededor de 0,40 cabezas por ha, en este grupo
la misma relación apenas alcanza a 0,28 cabezas por hectárea.
Una buena parte de estos establecimientos tiene su origen histórico en la cría del
ganado lanar. Así lo indican, al menos, reiteradas afirmaciones testimoniales
recogidas por algunos historiadores del período. Rodríguez Molas, por ejemplo,
reproduce el editorial de un diario de la época, en el cual se afirma que, al promediar
la década del sesenta, la campaña bonaerense se hallaba compuesta por tres clases
sociales: estancieros, en su mayor parte ausentistas, pequeños propietarios,
productores de ganado lanar, y vagos, asimilando estos últimos a los gauchos que
todavía no habían sido reducidos a la condición de asalariados rurales.[5] Puiggrós
indica, apoyándose en fuentes similares, que los pequeños criadores de ovejas
poseían o arrendaban entre 200 y 500 ha a principios de la década de 1850, y que su
zona de influencia se desplazó durante el período de auge de la producción lanar
hacia las zonas de frontera.[6] En efecto, el origen y la difusión de la pequeña
propiedad ganadera se remonta, como en el caso de los colonos propietarios, al
período de la organización nacional. En esa época, un núcleo en expansión de
inmigrantes vascos, ingleses e irlandeses comenzó la producción de lana para
exportación, aplicando nuevos métodos de cría y producción desconocidos por el
estanciero criollo, productor exclusivo de carne vacuna para el tasajo de exportación.
Personajes de este tipo han sido retratados, quizás con un poco de exageración, en
una etapa posterior, por Adolfo Bioy: «El precio mayor de la lana lo obtenía con su
majada —dice— don Juan Escaray, un vasco francés, alto y seco, que usaba una
ancha y larga barba blanca, y el bigote afeitado. Diríase que era un pastor de la
Arcadia, cuidaba sus ovejas de a pie, en su mano les daba de lamer terrones de sal,
parecía conocerlas individualmente, les hablaba».[7]
Con la modificación del mercado exterior, promotor del auge del ovino durante la
etapa 1860-1880, los grandes estancieros desplazan sus planteles de ganado criollo
hacia las nuevas zonas marginales, abiertas por la conquista del desierto. Los
espacios desocupados, dotados de las mejores pasturas naturales y ubicados en las
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proximidades del puerto principal, se van poblando con nuevas majadas ovinas,
transformadas a partir de la introducción y cruza de reproductores importados desde
Inglaterra. El nuevo tipo de producción modificó sustancialmente la organización del
trabajo que había regido hasta ese momento en la estancia tradicional, desarrollada a
campo abierto. Junto con la introducción del alambrado, surgió la necesidad de
implantar nuevos métodos de cría, para los que estaban especialmente preparados los
inmigrantes provenientes de regiones tradicionalmente ovejeras. Codiciados por sus
mejores hábitos y conocimientos para el manejo de las majadas, adquiridos en sus
países de origen, los pastores irlandeses y vascos se convirtieron en mano de obra
rural especializada y altamente cotizada por los terratenientes criollos, deseosos de
desarrollar rápida y eficazmente los nuevos productos de exportación que estaba
exigiendo la modificación de la demanda exterior. Así se generalizó la relación de
«puestería» para el cuidado de las majadas ovinas, un sistema de contratación en el
que el propietario suministraba, además de la tierra y la vivienda, el capital invertido
en ganado. El puestero aportaba el trabajo y sus conocimientos especiales para el
cuidado de las majadas hasta el momento de la esquila. Para ello, era «interesado», es
decir, asociado con una parte proporcional del rodeo, y otra parte, aun mayor, del
incremento del plantel básico.[8]
Favorecidos por el súbito incremento de la demanda, los pastores inmigrantes
pudieron incrementar, sin demasiado esfuerzo, sus remuneraciones y acumular,
durante el período de mayor auge, pequeños capitales, con los cuales se
transformaron en arrendatarios independientes o pequeños y medianos propietarios de
campos ubicados en las «tierras de afuera». Algunos pudieron, posteriormente,
aprovechar la coyuntura abierta con la conquista del desierto y con la nueva
modificación de la demanda exterior para ingresar a la pequeña élite de propietarios
latifundistas, integrada especialmente por los herederos de la estancia ganadera
tradicional. «La escasez de brazos rurales —certifica Gibson— había conducido a la
práctica de interesar a los pastores en el producto de sus rebaños. Las majadas fueron
pastoreadas de día y rodeadas de noche por medieros que recibían en lugar de sueldo
y manutención, la mitad del producto líquido y la mitad del aumento. Obtuvo este
sistema no solamente la concurrencia de la mejor clase de trabajo, el trabajo que
participa con el capital de los beneficios producidos por su unión, sino que dio lugar a
la formación de un nuevo gremio de ganaderos que, teniendo por base el aumento
acumulado que había logrado después de una serie de años de puestero interesado,
salía con sus pequeñas majadas para instalarse independientemente en campos
abiertos y despoblados de la frontera. Es de tal modo que se extendía al oeste y al sur
el creciente rebaño nacional; encontrándose siempre en la vanguardia, luchando con
los indios y los matreros, pasando todas las penas que aguarda al pionero, el mediero
de ayer, arrendatario de hoy, y futuro estanciero agricultor».[9]
Es más adecuado suponer, sin embargo, que sólo un pequeño núcleo de
extranjeros pudo llegar a gozar de un destino tan venturoso. La mayoría de los
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pastores que iniciaron su actividad sin capital lograron ascender solamente hasta los
estratos intermedios, adecuando la estrategia de producción de sus pequeños y
medianos establecimientos a los cambios sucesivamente operados en la demanda
interna y externa a partir de la década del ochenta. Como ocurrió en ciertos casos
mencionados anteriormente, la intensa movilidad de capitales operada entre la ciudad
y el campo favoreció la radicación en este sector de nuevos pequeños empresarios
que habían iniciado su acumulación original en las actividades terciarias.[10]
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Cuadro IV.2.2
Producción y superficie ocupada por explotaciones ganaderas de más de 500 ha en la región pampeana
(porcentajes)
1908 1914
Escala de magnitud (ha)
Expl. Sup. Valor del ganado Expl. Sup.
500-1.000 49,4 14,9 14,7 48,2 11,8
1.001-2.500 27,8 16,0 20,6 27,7 20,4
2.501-5.000 12,3 18,2 18,6 13,8 20.1
5.001-12.500 7,9 24,2 23,5 8,1 25,7
12.501 y + 2,6 26,2 22,6 2,2 22,0
TOTAL 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0
Fuente: Censo Nacional Agropecuario, año 1908, tomo III; Censo Nacional, año 1914, tomo XI.
Si aceptamos que las explotaciones que ocupan más de 500 ha entran, en general,
dentro de esta última caracterización, el régimen de distribución del suelo dedicado a
la ganadería presenta una imagen sorprendente: casi el 50% del total de
establecimientos corresponde a las pequeñas unidades de 500 a 1000 ha; ese abultado
grupo reúne, sin embargo, sólo el 15% de la superficie y del valor total de la
producción. En el extremo opuesto, en cambio, sólo 1718 explotaciones mayores de
5000 ha, que representan el 10% del total, acaparan el 50% de la superficie y generan
el 46% de la producción. Esto hace, además, que la producción media por unidad sea
en el primer grupo de 11 200 pesos, mientras que en los grandes latifundios
superiores a las 12 500 ha se distribuyen 143,8 millones de pesos entre 433 empresas,
lo que arroja un promedio de casi 335 000 pesos por unidad.
«Entre nosotros —atestigua Alberto P. Martínez en el trabajo ya citado— al revés
de lo que acontece en Estados Unidos y en todos los países europeos, preponderan las
grandes propiedades en las explotaciones agrícolas y ganaderas […] En Estados
Unidos, según un reputado escritor, los 336 millones de hectáreas […] están
repartidos entre 5 739 657 explotaciones diversas, que tienen así, término medio, un
poco más de 58 ha cada una. En Francia, según la estadística agrícola de 1892, se
cuentan 5 702 000 explotaciones rurales, es decir, casi tanto como en los Estados
Unidos, pero su extensión media no es más que de 8,5 ha. En la Gran Bretaña, según
la estadística de 1895, existían 520 000 explotaciones con una superficie media de 25
hectáreas».[11] En la República Argentina, agregamos nosotros para cotejar, las
222 174 explotaciones ganaderas registradas en 1908 ocupaban más de 295 millones
de ha con una extensión media superior a las 1300 ha, cifra más de 20 veces superior
a la de Estados Unidos y 150 veces por encima de las parcelas francesas. En la región
pampeana, aun siendo más bajos —400 ha por explotación— los guarismos superan
con exceso las cifras de los países extranjeros traídas a colación, tal es el grado
superlativo de concentración que caracteriza al sistema de propiedad en nuestro país.
Con todo, el enorme espacio abierto entre los pequeños y grandes
establecimientos vinculados a la exportación es cubierto por un conglomerado de
explotaciones intermedias, asiento de estancieros ricos y grandes arrendatarios, que
ocupan los 15 millones de ha restantes, con una producción cercana al 40% del total y
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con un valor promedio de producción levemente superior a los 37 000 pesos por
unidad. Estas empresas, extendidas entre 1000 y 5000 ha, presentan particularidades
que obligan a un análisis por separado. En el capitulo siguiente veremos que pueden
ser asimiladas, por su valor de producción, a los establecimientos agrícolas superiores
a las 500 ha. Ambas constituyen lo que podría denominarse la explotación
agropecuaria media, a partir de la cual se desarrolla una burguesía rural poderosa,
aunque dependiente del capital monopolista y en muchos casos de las grandes
explotaciones pecuarias. A pesar de ello, su ubicación se halla igualmente distante de
la gran burguesía terrateniente ganadera (propietaria de extensiones superiores a las
5000 ha) y de la pequeña burguesía rural constituida por pequeños capitalistas
agrícolas (propietarios de 300 a 500 ha) y por pequeños productores ganaderos
(ubicados en explotaciones de 500 a 1000 hectáreas).
Siendo mucho más numerosas, las estancias de 1000 a 5000 ha reúnen, en
conjunto, una superficie explotada menor que la de los grandes establecimientos,
pero, favorecidas por una mayor intensidad en el uso del suelo, acrecientan su
porcentaje de participación en la producción total. En efecto, las explotaciones de
1000 a 5000 ha presentan una densidad de poblamiento por hectárea cercana a 0,5 y
1,5 cabezas de ganado vacuno y ovino, respectivamente. En las mayores, ubicadas
entre 2500 y 5000 ha, disminuyen un poco las dos densidades, pero éstas se
mantienen igualmente distantes de los valores registrados en los pequeños
establecimientos y las grandes estancias. Analizando el valor de producción por
unidad de superficie, revélase el mismo fenómeno: mayor productividad relativa de
estas explotaciones. Mientras que en los pequeños y los grandes establecimientos se
generan alrededor de 1,4 pesos por ha, en los medianos las cifras oscilan entre 1,6 y
2,1 pesos por ha. A pesar de ello, el valor de producción por establecimiento en las
unidades medias se halla más cerca de las pequeñas explotaciones que de la gran
estancia.
Por otra parte, en las explotaciones medianas aparece una| particularidad que las
distingue claramente del resto, esto es, un mayor peso relativo de la población ovina
con respecto al ganado vacuno. Mientras que participan con el 38% del total de la
producción bovina, en ganado ovino su participación se eleva al 45% del total. En el
extremo superior, en cambio, los grandes establecimientos componen su producción
inversamente: 48% del primero y solamente 39% del segundo. Los pequeños
establecimientos reparten los valores en forma casi equilibrada, 13 y 15% de uno y
otro respectivamente.
Mayor productividad, utilización más intensiva del suelo y mayor peso de la
producción lanera respecto a la carne vacuna de exportación resultan los rasgos
distintivos de la actividad económica desarrollada por las medianas estancias
ganaderas. Rasgos estos que, al expresarse en un importante conjunto de
explotaciones que ocupan un poco más de un tercio de la tierra utilizada por la
ganadería y generan casi el 40% del producto bruto del sector, requieren un
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tratamiento diferenciado capaz de definir su naturaleza empresaria, sus relaciones con
los demás sectores claves de la economía y las condiciones históricas que hicieron
posible su inserción y desarrollo en la estructura productiva.
La organización del trabajo en este grupo no difiere de la que se implanta en otras
explotaciones ganaderas. Exceptuando las cabañas reproductoras, donde las formas
capitalistas son más avanzadas, el esquema se repite, con la intervención de los
mismos personajes: patrón o administrador, capataces y peones asalariados
permanentes constituyen un elenco al que se agregan los «puesteros» en los
establecimientos mayores, los peones temporarios contratados para realizar algunas
tareas específicas no permanentes como la doma, la yerra, el arreo, etc., y el personal
jornalizado para la época de la esquila. «No queremos tomar por base en el presente
estudio —confirma Daireaux— ningún tipo de establecimiento en particular.
Consideramos que, sea la estancia de una legua cuadrada o de diez, los elementos del
problema son iguales, del punto de vista que nos interesa, pues los sistemas de trabajo
y de producción poco cambian, va sean aplicados en 5000 ha o en 20 000».[12]
En el caso de la inserción del chacarero con relación a la implantación del sistema
de arrendamiento, tampoco se observan inferencias entre los establecimientos
medianos y grandes. Como es sabido, en este sistema la apropiación y el pago de la
renta constituyen el mecanismo económico fundamental, instalado en el centro de las
relaciones de producción que vinculan al propietario latifundista y el pequeño
productor de cereales, delimitando y condicionando, a la vez, tanto las orientaciones
de inversión del primero, como las posibilidades de expansión, modernización y
acumulación del segundo. La implantación de pasturas artificiales, a partir de la
década del ochenta, avanza en los establecimientos medianos y grandes mediante la
utilización del mismo sistema: incorporación paulatina del pequeño arrendatario
independiente. Por consiguiente, la discusión de los resultados y consecuencias del
arriendo agrícola es válida del mismo modo para ambos, aunque en los primeros,
especializados en la cría y no en el engorde, el cultivo de forrajeras es poco
significativo, con excepción de las pasturas permanentes.
A la inversa de lo ocurrido con este aspecto de la renta agraria, que, como
veremos más adelante, asemeja la posición estructural de los establecimientos
ganaderos medianos y grandes, la relación de dependencia establecida con el
frigorífico, después de la introducción del congelado, permite distinguir con cierta
nitidez la situación de los primeros con respecto al resto del sector ganadero. En
efecto, bloqueada la exportación del ganado en pie a fines de 1900, los productores
de carne volvieron a establecer vínculos con el mercado internacional, durante el
primer lustro del siglo actual, por intermedio de una nueva rama del capital
monopolista implantada en el país. El frigorífico, en pleno proceso de expansión,
desplazó súbitamente el interés del mercado hacia la carne bovina congelada e
introdujo nuevos métodos de comercialización, profundizando la escisión de intereses
que ya comenzaba a esbozarse entre medianos y grandes productores.
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Posteriormente, la aparición del «enfriado», y la creciente hegemonía del trust
norteamericano, se tradujo en la formación de dos bloques distintos aunque no
antagónicos: criadores e invernadores. La escisión reflejaba no sólo la magnitud y
eficiencia de los establecimientos controlados por uno y otro grupo, sino también la
mayor o menor articulación de intereses con el frigorífico. El libre envío de rodeos
hacia el mercado de Liniers pasó a ser reemplazado paulatinamente por las
negociaciones directas con el corredor del frigorífico en la estancia. El estanciero
medio pierde la iniciativa en el mercado y la cede al frigorífico que, tomándolo
aislado, puede ejercer sobre él todos los medios de coerción monopólica que las
circunstancias y sus intereses le aconsejan. Al dominar el mercado, el frigorífico se
convierte en árbitro absoluto del proceso de producción, y desde esa posición de
privilegio impulsa una política de alianzas económicas con los grandes
establecimientos, en detrimento de las posibilidades de expansión de los
establecimientos medianos. «El tantas veces mencionado debate de 1913 —dice Ortiz
— permitió conocer parte de esa modalidad y constituyó el primer manifiesto de los
productores en el sentido de intervenir también en la última instancia del proceso
ganadero».[13] Con todo, la oposición de intereses entre medianos y grandes
propietarios que introduce el frigorífico mediante los nuevos métodos de
comercialización y mistificación de la industria de la carne no puede ser homologada
a la escisión que el sistema de enfriado produjo posteriormente entre los criadores e
invernadores de novillos chiller. Si bien los invernadores de la década del veinte
constituyeron el núcleo principal de los grandes ganaderos, entre los criadores
existieron también propietarios de enormes establecimientos, con grandes volúmenes
de capital como para introducir periódicamente, sin esfuerzo, reproductores finos
importados directamente de Inglaterra: «Por cada Anchorena entre los invernadores
—dice Smith— había un Martínez de Hoz o un Pereda entre los criadores».[14] Un
cuadro presentado por este autor muestra estadísticamente que, si bien la mayoría de
los invernadores son propietarios de grandes establecimientos, las explotaciones
menores, favorecidas por las condiciones de productividad y la cercanía del mercado
consumidor, también contienen un porcentaje considerable de campos destinados al
engorde. A pesar de ello, la actividad de los medianos productores se orienta
preferentemente hacia la cría de ganado y el abastecimiento a los invernadores,
quienes, intermediando entre aquéllos y el frigorífico, los obligan a aceptar
pasivamente las oscilaciones de precios impuestas por el frigorífico. «Cuando
declinaban los precios del ganado —confirma el mismo autor— los frigoríficos y los
invernadores podían concebiblemente proteger los márgenes de ganancia a expensas
de los criadores».[15]
Sin embargo, las contradicciones producidas entre invernadores y criadores deben
ser desplazadas hacia otro eje mas significativo: la oposición entre medianos y
grandes productores, que incluye a la primera, en un mecanismo de subordinación
más amplio. Generalizada la ganadería extensiva, la productividad media del sector
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es impuesta por las condiciones de producción del latifundio, más vinculadas a la
utilización de bajas densidades de ocupación en campos semicultivados con pasturas
artificiales permanentes y sistemas de pastoreo casi naturales, que a la introducción
de técnicas intensivas basadas en la combinación agricultura-ganadería y en la
alimentación favorecida por el uso permanente de cereales forrajeros. Nemesio de
Olariaga, el mejor representante de los ganaderos medianos, reconoce que se
necesitan al menos 10 000 ha para producir a precios competitivos en el mercado de
exportación, lo cual supone que los márgenes de beneficios acordados con el
frigorífico provienen de los cálculos de costos realizados por los poderosos, que
llegan a controlar las más vastas extensiones de suelo productivo.[16] El resto,
organizado en base a la utilización de criterios más racionales y modernos, pero
desfavorecido por la estrechez relativa de sus explotaciones y por su ubicación
subregional, debe reducir sus márgenes de ganancia así como pagar un precio mayor
por los insumos que el abonado por los grandes ganaderos. Presionados para reducir
costos, estos estancieros medianos podían optar por dos alternativas, aumentar la
densidad de inversión en elementos productivos por hectárea o, a la inversa, seguir
profundizando la tendencia al pastoreo extensivo aumentando la superficie de sus
explotaciones. Con relación a la primera alternativa, es posible que mayores
inversiones de capital destinadas a desarrollar las fuerzas productivas no rindieran los
mismos beneficios que la renta diferencial otorgaba a las grandes explotaciones
ubicadas en las tierras más aptas, ni obtuvieran los bajos costos de producción que
resultaban de numerosos rodeos implantados en grandes extensiones de suelo
seminaturales. Por lo tanto, la inversión en nuevas unidades productivas resultaba
más conveniente que el incremento de capital para modernizar las explotaciones. Así
se explica la persistente tendencia del ganadero medio a inmovilizar cantidades
crecientes de excedente en la adquisición de nuevas tierras, es decir, a convertirse en
gran terrateniente, en detrimento de un mayor aumento de la productividad de sus
explotaciones. De ese modo, la tendencia a acaparar mayores extensiones de tierra
para ampliar el ámbito de la producción ganadera extensiva y aprovechar las ventajas
diferenciales de suelo y clima, tal como lo hacen los grandes establecimientos, marca
un límite estructural al proceso de capitalización de los medianos. Aunque realizan un
uso un poco más intensivo de la tierra disponible, es altamente probable que la mayor
rentabilidad del capital invertido, con respecto a las grandes explotaciones, no pueda
ser mantenida con nuevas inversiones mas allá de ciertos limites. Los costos de
producción que arroja el pastoreo de 10 000 cabezas en 20 000 ha resultan
posiblemente más bajos que los de un establecimiento de 5000 ha que, combinando
agricultura de forrajeras y modernos métodos de explotación, logre mantener un
plantel de 4 o 5000 cabezas gracias al aumento de la densidad de ocupación.
Si agregamos, además, la presión del sistema hacia la especulación en tierras,
durante una época en que todavía se expanden la infraestructura y el área explotada,
tendremos una imagen verosímil del carácter contradictorio-no antagónico de la
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conducta del productor terrateniente: maximizador de ganancia por un lado, rentista
especulador por el otro. Del mismo modo, la oposición de intereses entre medianos y
grandes productores se resuelve sin antagonismos, mientras el ascenso hacia
categorías superiores de explotación es posible por medio de la adquisición de nuevas
tierras. Adaptado a estos mecanismos, el estanciero medio resigna hasta límites
tolerables sus márgenes de ganancia, siempre que le sea factible reducir costos
mediante la ampliación de los establecimientos, para mejorar de ese modo su
posición relativa en el mercado.
Con todo, la situación intermedia de estos productores, propietarios de
voluminosos planteles de ganado mestizo, les permitió acumular durante el período
de expansión capitales que en otros países, con menor concentración de la propiedad
de la tierra y sin una burguesía terrateniente tan poderosa como la nuestra hubieran
sido considerados grandes fortunas. A pesar de la subordinación que les impusieron el
gran terrateniente y el frigorífico extranjero mediante la regulación monopólica de
precios en el mercado, la acumulación fue posible porque no debían transferir parte
de sus ganancias al capital usurario y al rentista terrateniente. Por el contrario,
tratándose de productores dispuestos a invertir grandes sumas de capital en la
adquisición de tierras, planteles y reproductores, tuvieron libre acceso al crédito
bancario mediante el cual realizaron, frecuentemente, buenos negocios,
especialmente si se hallaban vinculados a algún sector de la clase gobernante. El
sistema de préstamos creado por los bancos oficiales, destinado a facilitar el
desarrollo de la gran burguesía terrateniente, les permitió también a ellos contar con
el auxilio del ahorro nacional para aumentar la capitalización de sus explotaciones,
aunque en escala mucho más modesta. El mecanismo de crédito era sencillo y
eficiente: consistía simplemente en la financiación, a muy bajo interés, de las
inversiones necesarias para poner en marcha un ciclo productivo, durante el lapso que
necesitaba la realización del capital en el mercado. Como la mayor parte de ese
capital era destinado a la adquisición y reproducción de los planteles, la recuperación
era muy rápida y superior al monto de la deuda, que una vez saldada se contraía
nuevamente para reiniciar otro ciclo productivo. De ese modo el crédito financiaba la
casi totalidad de la inversión, por períodos cortos, dejando en mano de los
propietarios una diferencia que acumulaban sin invertir. Para ello contaban
nuevamente con el apoyo financiero del banco. Aun más, existieron casos,
posiblemente muy numerosos, en que el crédito oficial financió no sólo el ciclo
productivo, sino también la conversión de productores potenciales sin capital en
propietarios terratenientes. Gracias al apoyo del Estado lograron trasladarse de las
actividades urbanas a la cría del ganado, insertándose en uno de los canales de
movilidad ascendente que el crecimiento económico generó durante este período.[17]
Un ejemplo sumamente expresivo de esta clase de proceso lo encontramos, entre
otros, en la modificación de la posición social de Hipólito Yrigoyen. Después de
haber incursionado en distintos tipos de ocupaciones urbanas, casi todas vinculadas al
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comité o al parlamento, Yrigoyen, político sin fortuna pero vinculado al Partido
Autonomista dirigido por el general Roca, resolvió en un momento de su vida
abandonar la actividad pública y dedicarse a las faenas rurales. Veamos, a través de la
cita de uno de sus biógrafos, cómo la iniciación fue posible, y cómo los sucesivos
pasos de su engrandecimiento económico lo convirtieron en arquetipo de las «nuevas
fuerzas sociales» que el desarrollo de la ganadería estaba impulsando en la Argentina.
«Y fue precisamente en esa circunstancia cuando H. Yrigoyen decidió hacerse
estanciero. Tenia unos pesos ahorrados, pero eran pocos y no le alcanzaban para
empezar. Necesitaba algo más. No se desanimó. Existía gran facilidad de crédito.
Tenía muchas relaciones, era un hombre bien conceptuado en la sociedad y, por lo
tanto, no le era difícil conseguir un préstamo. Solicitó un crédito al Banco de la
Provincia de Buenos Aires y éste se lo concedió. Entonces con sus ahorros y esos
recursos, adquirió los campos “Santa María” y “Santa Isabel”, situados en el partido
de Nueve de Julio y los pobló con hacienda. A partir de ese momento, Hipólito
Yrigoyen alternaba su permanencia en la ciudad con sus idas a la campaña. En
realidad, por sus intereses, se convirtió en un hombre de la provincia de Buenos
Aires. Comenzó entonces una nueva etapa de su vida. Se hizo hombre de campo,
propietario de tierras y hacienda, enraizándose en la economía y la política de la
campaña bonaerense […] fue pionero de la invernada. En sus campos se dedicó a esta
nueva labor de la ganadería […] Al comienzo no cría animales; compra novillos, los
engorda y luego los vende a los consignatarios y a los frigoríficos. Casi no se ocupa
directamente de los trabajos de la estancia».
Así es el comienzo. La consolidación deviene, en esta época de rápido
enriquecimiento, al muy poco tiempo:
«En 1888 muere su padre. Con lo que tiene ahorrado y lo que recibe de herencia,
compra en ese mismo año una de las buenas estancias de la provincia de Buenos
Aires, partido de Las Flores conocida con el nombre de “El Trigo”. En ese importante
establecimiento ya se dedica a la cría y el engorde de hacienda. Ahora amplía su
actividad rural y una parte del enorme campo lo destina a la agricultura: siembra y
cosecha trigo, avena y maíz, interviniendo así en el fomento agrícola del país creando
la estancia mixta».[18]
Félix Luna, que también historió su vida, realiza un balance más exhaustivo de su
fortuna y de los rápidos traspasos de dominio que sufrieron sus propiedades, varias de
las cuales le sirvieron para financiar distintos aspectos de su actividad política. «En el
curso de su vida —dice— llegó a ser propietario de casi 25 leguas, distribuidas a
través de las más feraces regiones del país».[19] Además de las tres estancias
mencionadas, señala la existencia de «La Seña» en el departamento de Anchorena
(San Luis) que conservó hasta su muerte. En Fraga, cerca de Villa Mercedes (San
Luis), poseyó un campo que también conservó hasta su muerte: a poca distancia de la
ciudad de Córdoba tuvo dos leguas, en sociedad con un amigo, y cerca de Bahía
Blanca fue dueño de «El Quemado» en condominio con su hermano Martín. Hubo
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también otros establecimientos, no se sabe cuántos, que explotó en arriendo, como el
de «Los Médanos» ubicado en N. de la Riestra, provincia de Buenos Aires.[20] Otra
larga cita, extraída del trabajo de Sommi, nos permite ver el significado que la
actividad económica de Yrigoyen tiene como prototipo de la emergencia de la
burguesía rural media de origen ganadero, así como de su forma de inserción y
desarrollo dentro de una estructura económica iluminada por la gran burguesía
terrateniente y el capital monopolista.
«En la novena década del siglo pasado, Hipólito Yrigoyen de Balvanera se eleva
en la sociedad como un hombre de la burguesía rural de Buenos Aires. Desde este
momento sus intereses se vinculan estrechamente a los intereses fundamentales de la
producción del país.
»Hace fortuna, se aburguesa [Sin embargo] no es Hipólito Yrigoyen un hombre
de la oligarquía terrateniente. Las fuerzas rurales están diferenciadas. El no pertenece
a la aristocracia de la tierra y del vacuno. Su fortuna no la heredó; en lo fundamental,
él mismo la ha forjado. No es por la extensión de sus estancias, ni por las cabezas de
ganado que pastan en sus praderas, ni por las toneladas de trigo, avena y maíz que
cosecha cada año, ni por los fondos depositados en el banco, ni por su prosapia, ni
por sus ideas políticas, un hombre de la oligarquía. Económicamente, es una
expresión concreta de esa burguesía media de la campaña integrada por
terratenientes, agricultores y ganaderos formados en los últimos años bajo el signo de
la prosperidad en que se desenvuelven los negocios […] Es una manifestación de la
expansión rural de las industrias y del desarrollo del capitalismo en el campo. Estas
nuevas fuerzas agropecuarias son las primeras en sufrir las consecuencias de la crisis
económica y entran en choque con los grandes terratenientes ganaderos que, en santa
alianza con el imperialismo, controlan el gobierno, los bancos, el transporte, los
frigoríficos y el comercio exterior».[21]
Si Yrigoyen murió pobre, después de haber recorrido una apasionante y fecunda
trayectoria de caudillo popular, fue sin lugar a dudas porque así decidió hacerlo. La
historia es conocida. Sin embargo, impuestos de sus antecedentes, se nos ocurre
pensar que nada hubiera impedido su prosperidad económica de haber perseverado en
la expansión de los negocios agropecuarios. Esta suposición nos lleva a otras, más
adecuadas al tenor de nuestras preocupaciones: si el enriquecimiento de Yrigoyen no
fue producido por la buena ventura ni representó un caso aislado en el conjunto de las
transformaciones sociales operadas en la época, ¿cuántos afortunados como él
transitaron caminos similares, consolidándose definitivamente como burgueses
terratenientes ganaderos? ¿Y cuántos lograron ingresar, por la misma vía, a la gran
burguesía agropecuaria? No han sido pocos, creemos, los que alcanzaron primer
destino; posiblemente la mayor parte de los que en 1914 figuraban dentro de la
categoría que estamos analizando, sumados a todos aquellos que no tuvieron registros
estadísticos, pero fuéronse integrando durante las dos décadas posteriores. Los menos
se sumaron a la privilegiada élite oligárquica, tan grande era la distancia social que
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separaba a ambos grupos. Proviniendo de orígenes distintos, marcando con huellas
inéditas los nuevos rumbos que les permitió abrir el proceso de transformación
capitalista operado en los sectores claves de la economía argentina, llegaron a formar
una clase social con ciertos perfiles propios, objetivos relativamente comunes y
conductas más o menos diferenciadas de los patrones impuestos por la oligarquía
terrateniente. No fueron los agentes exclusivos de la transformación capitalista, como
lo deja traslucir Sommi en la cita anterior, contraponiéndolos a la gran burguesía
terrateniente, pero pudieron jugar, a pesar de su situación estructuralmente
dependiente, un papel importantísimo en el avance y transformación de las fuerzas
productivas y de las relaciones sociales que imperaron en el campo durante toda esa
época.
Como dijimos, el origen social y los canales de ascenso transitados no fueron
similares para todos aquellos que ya a fines de la primera década de este siglo habían
logrado convertirse en prósperos estancieros capitalistas. Algunos, desde la ciudad,
recorrieron el mismo camino que Yrigoyen, favorecidos por las mismas
circunstancias o por otras quizás menos vinculados a las actividades políticas de la
clase gobernante. Recordemos nuevamente el caso de Juan B. Justo, mencionado en
el capítulo anterior, que pudo reunir el capital necesario para adquirir 1000 ha en
Córdoba debido a la súbita valorización de una pequeña chacra que poseía en las
afueras de Buenos Aires. La mayoría, sin embargo, avanzó hacia las nuevas
posiciones desde los niveles inferiores de la estructura agropecuaria misma. Su
desarrollo estuvo más vinculado al trabajo y al ahorro que al favor político, el
negociado y la especulación rentísticas, generados primordialmente en el medio
urbano.
De origen rural es la transformación del pequeño productor ovejero, incorporado
al sistema como mano de obra especializada en la década del sesenta. Como vimos, la
introducción de innovaciones en los métodos tradicionales de crianza vacuna
permitió a estos inmigrantes, llegados al país para impulsar el desarrollo del ovino,
incrementar sus ingresos de forma considerable y así acumular pequeños capitales
con los cuales llegaron a convertirse rápidamente en productores independientes. Este
proceso fue tan intenso que, según la opinión de Scobie, un obrero especializado de
ese tipo podía adquirir 1500 ovejas e instalarse como criador independiente con el
salario acumulado en tres semanas de trabajo.[22] La estimación resulta seguramente
exagerada, pero ilustra elocuentemente el funcionamiento de una coyuntura única de
enriquecimiento acelerado para esa ciase tan peculiar de trabajadores. Explica, a la
vez, la rápida proliferación de establecimientos menores, inexistentes en la época de
predominio vacuno. «Las estancias dedicadas a la cría de ovejas se multiplican en la
provincia de Buenos Aires —afirmaba entusiasmado Estanislao Zeballos— gracias a
la llegada masiva de vascos, irlandeses y escoceses. Ellos compran campos y forman
sus establecimientos generalmente pequeños, pero suficientes para la explotación
ovina».[23] Sommi, por su parte, aporta otras evidencias en el mismo sentido.
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Transcribiendo el conocido manual de Mulhall, dice: «Los ingleses eran dueños de
gran número de estancias. Se dividían en dos sectores: irlandeses en el norte y centro
de la provincia de Buenos Aires, y escoceses en el sur. Se calculaba que los irlandeses
producían la mitad de la lana. Estaban repartidos en diez capellanías, con sus iglesias,
escuelas, bibliotecas y sociedades propias».[24]
Ahora bien, si sólo los irlandeses podían producir, como lo afirma el manual,
nada menos que 4 millones de arrobas de lana, es evidente que nos hallamos ante la
presencia de un nuevo tipo de establecimientos, vinculados en su origen con las
modestas 300 ha, pero convertidos ahora en pequeñas y medianas estancias mediante
la sucesiva incorporación de nuevas tierras durante el período de más intenso
crecimiento ovino. También deben haber aparecido, directamente como tales, por la
inversión proveniente de sectores urbanos, cuando el proceso de expansión y
consolidación del mercado ya estaba maduro. En ambos casos, jugó un papel
fundamental la apertura de la frontera y la incorporación de nuevas tierras ganadas al
indio.
En la década del setenta, la instalación de explotaciones en una zona donde la
invasión esporádica de los malones indígenas, precariamente controlados por la
famosa «zanja» y el sistema de «fortines» ideado por Alsina, no había permitido
todavía asegurar el predominio definitivo de los productores bonaerenses, hizo
posible la aparición de nuevos criadores, propietarios algunos, encargados otros, pero
todos imbuidos de un espíritu de aventura tan grande como escaso era su capital,
dispuestos a aceptar y afrontar la multitud de riesgos físicos y económicos que
entrañaba la empresa.[25] De estos, los que sobrevivieron a las condiciones impuestas
por la hostilidad del medio, el aislamiento, la falta de apoyo del Estado, la escasez de
recursos y las invasiones indígenas, pudieron aprovechar, en una pequeña parte, las
posibilidades de apropiación de tierras, abiertas una vez liberado el territorio con la
conquista del desierto. Otros, sin haber pasado por las tierras de frontera,
enriquecidos con la producción de lana en pequeñas explotaciones ubicadas en las
zonas más aptas de la provincia, pegaron el salto hacia la propiedad de
establecimientos mayores cuando la conquista del desierto abrió nuevos horizontes y
permitió aliviar la presión que la «superpoblación» de ganado ovino había provocado
en las zonas tradicionales, descargando parte de las majadas en los campos del sur y
del oeste. Los menos, propietarios de capital suficiente, ingresaron directamente a la
misma categoría cuando la expansión de la frontera dejó, a pesar de la
monopolización que hizo la oligarquía, un margen de oferta para la adquisición de
tierras que todavía no se hallaban plenamente integradas al sistema productivo.
Así lo expresa con suficiente elocuencia un cronista de la época: «Tan fácil era
ahora adquirir en pocos años la propiedad del terreno a un precio nominal de 500 a
800 libras por legua cuadrada; tan bajo era el precio de las ovejas con que poblarlo;
tan vasta la extensión de terrenos, sobre que podían aumentarse; tan pequeño el
trabajo o costo de cuidarlas, que el hombre, usando una figura, se acostaba a dormir y
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amanecía rico por el natural aumento del ganado. Pero, agregado a esto, tan rápido y
grande era el aumento del valor de los terrenos y ganados, que en ocho o diez años,
por medio del aumento y creciente importancia del producto de los ganados, el valor
de los terrenos se hizo diez veces superior, y el de los ganados aumentó también
mucho. Parecerá una consecuencia que, por el aumento acumulativo de los ganados,
su valor mejorado, y el valor diez veces mayor de los terrenos, los que empezaron
temprano la cría de ovejas, tuvieron una extraordinaria concurrencia de
circunstancias, que levantaron sus fortunas sin ningún esfuerzo por parte de ellos.
Esto no sólo se hizo extensivo a los propietarios de terrenos y ganados, sino también
a los pastores, a quienes se les pagaban sus servicios con la mitad del aumento de las
majadas y del producto de la lana y que pronto adquirieron propiedades y muchos
todavía pudieron comprar terrenos cuando aún valían poco».[26]
El segundo y más intenso proceso de modernización, realizado posteriormente
para impulsar la mestización del vacuno destinado al frigorífico, encontró a estos
grupos relativamente avanzados en instalaciones fijas para adecuar sus
establecimientos a las exigencias de la producción ovina. Pudieron, de este modo,
combinar los dos tipos de cría con la agricultura, el mejoramiento de los ganados y
algunas transformaciones industriales de su materia prima.
En esta etapa, mientras avanza el proceso de expansión vacuna, la ampliación de
las grandes empresas agropecuarias, operada mediante la fusión y coordinación de
establecimientos distintos ubicados en varias zonas de la región, incrementó la
tendencia secular al «ausentismo» de los grandes propietarios terratenientes radicados
en Buenos Aires o, temporariamente, en algunas de las nuevas residencias rurales.
Impedidos de controlar directamente la marcha de los negocios y el aumento de los
planteles, los grandes terratenientes viéronse obligados a generalizar un método de
administración que, en menor medida, ya había sido implantado para mantener en
funcionamiento algunas estancias tradicionales. Así apareció el administrador o
mayordomo, como solía denominarse en la época, personaje encargado de la
dirección del personal del establecimiento, del control y organización de las distintas
fases del proceso de producción y del manejo indirecto de ciertos aspectos vinculados
con las negociaciones en el mercado. Por la responsabilidad que entrañaba, la tarea
fue desempeñada cada vez más por personal especializado, «de confianza» y de
origen generalmente extranjero, como lo atestigua Daireaux a principios del siglo:
«En las estancias donde no vive el patrón, que son las más, tiene que haber quien lo
reemplace y mande en su lugar. Es el mayordomo, puesto que en otros tiempos era
ocupado casi siempre por algún criollo de pocas letras y profunda práctica campera;
hoy reservado, casi en todas partes, a ingleses, en general, digámoslo, con gran
ventaja para el dueño».[27] Dada la importancia del trabajo, los administradores,
favorecidos por la posición estratégica que ocupaban en la marcha del
establecimiento, recibieron muy buenas remuneraciones, complementadas, en la
mayoría de los casos, con alguna participación en las ganancias obtenidas con la
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hacienda puesta bajo su cuidado, y por pequeños negocios clandestinos, consumados
al margen de sus obligaciones contractuales con el propietario. De ese modo, después
de dirigir durante algún tiempo un establecimiento de envergadura, podían acumular
el capital necesario para tentar empresas por su propia cuenta, claro que con
márgenes de seguridad y rendimiento menores a los de las empresas que habían
administrado por encargo.
También acceden a esta categoría de estanciero medio sectores ajenos, en
principio, a la producción de la tierra, enriquecidos en el comercio, la usura y otros
servicios desarrollados aceleradamente con el crecimiento de los núcleos urbanos
vinculados a la actividad rural. Especialmente después de la década del noventa, a
través del arriendo, la compra y las autoexplotaciones, se convirtieron en nuevos
productores, y llegaron a compensar la escasez de capital propio con un relativo
acceso a las fuentes de créditos rurales, manejadas por los bancos estatales. En ciertas
coyunturas favorables, como lo fue, por ejemplo, la violenta expansión de la demanda
de carne congelada provocada por la guerra de 1914, este grupo se amplió
rápidamente; llegó a ser tan numeroso coma inestable. Trasladando, en forma
especulativa, ingresos obtenidos en el medio urbano, con la expectativa de obtener
grandes ganancias en un corto plazo, arrendaron campos «vacíos» para organizar
precarios e improvisados establecimientos ganaderos. En un estudio sobre la crisis
ganadera del año 1922, Oscar Colman describe, entre otras cosas, la desesperación
que cunde en este grupo, crecido al amparo de las modificaciones temporarias de la
demanda, cuando el reequilibrio del mercado, después de la guerra, amenaza con el
derrumbe masivo de las actividades especulativas.[28]
Por último, puede sumarse al grupo, con las reservas del caso, a un sector de
viejos estancieros tradicionales, parecidos a los nuevos productores por la extensión
de tierra que explotan y por el volumen global de producción antes que por los
métodos de trabajo utilizados y por la calidad del ganado que hacen pastorear en sus
campos. Si la acumulación de tierras y capitales, realizada al calor del proceso
expansivo de la etapa, abrió los canales de movilidad social por donde transitaron los
nuevos burgueses terratenientes, este subgrupo llegó a posiciones similares por un
camino inverso: se trata de un remanente de los viejos establecimientos ganaderos
vinculados a la exportación del tasajo, que al no haber adaptado sus métodos de
producción a las nuevas exigencias del mercado fueron marginados poco a poco y sin
conflicto del núcleo dominante en el mercado exterior constituido por la aparición del
frigorífico.
Llegaron a criar en el mejor de los casos ganado semirrefinado para exportación
en pie hasta fines del siglo XIX. A partir de allí quedaron aferrados a sus métodos
tradicionales de cría, para seguir abasteciendo los pocos establecimientos del interior
que continuaban salando carne para los reducidos mercados donde aún predominaba
la mano de obra esclava. Aunque participaban con reducidos márgenes en el proceso
de capitalización, su ideología conservadora les impedía realizar cambios
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significativos en la transformación de explotaciones en las que predominaban el
pastoreo natural y la baja utilización de mano de obra. A diferencia de los nuevos
estancieros, compensan sus bajos niveles de productividad con la utilización
extensiva de la tierra, en unidades en muchos casos superiores a las 5000 ha, y con la
disminución de los insumos. Por ese camino se transforman paulatinamente en viejos
estancieros declassés, con apellidos ilustres prestigiados en épocas anteriores, pero
ubicados ahora precariamente en posiciones intermedias, más como propietarios
terratenientes que como empresarios capitalistas adaptados a las exigencias de la
producción moderna.
Volvamos a las cifras del cuadro IV.2.2, de páginas anteriores. Analizamos ahora la
cúspide de la estructura agropecuaria, es decir, las explotaciones ganaderas de más de
5000 ha. En el año 1014 eran solamente 1359 empresas, algo más de 10% del total de
explotaciones vinculadas al comercio exterior. A pesar de ello, monopolizaban 15
millones de ha, o sea el 47% del suelo ganadero. Criaban, en 1908, el 48,1% del
ganado vacuno y el 39,5% del ganado ovino, con un valor de producción cercano a
los 300 millones de pesos, algo más del 45% del total.
Sin embargo, para comprender el verdadero alcance de la concentración
territorial, expresado en parte por las cifras del censo, debemos remitirnos a otro
aspecto de este mismo proceso, no revelado por las estadísticas. Nos referimos a la
centralización de las grandes explotaciones. En efecto, las 25 000 hectáreas de
extensión media correspondientes a las 433 unidades mayores de 12 500 ha no
pueden dar cuenta de los enormes patrimonios territoriales constituidos mediante la
reunión de grandes extensiones territoriales, divididas nominalmente en
establecimientos distintos, pero controladas, dirigidas y administradas por un mismo
núcleo propietario. Esta dispersión e independencia formal de las grandes estancias es
el resultado de un criterio utilizado por las familias propietarias para distribuirse los
bienes heredados de antiguos acaparadores, o bien para adecuar la organización de las
empresas a los nuevos métodos de producción, exigidos por el mestizaje vacuno.
Estancias que originalmente reunían enormes extensiones de tierra inculta, en su
mayor parte despobladas y abiertas a campo raso, fueron subdividiéndose cuando el
proceso de valorización llegó a su ámbito y cuando se introdujeron las innovaciones
técnicas que hicieron posible la conversión del suelo virgen en praderas artificiales.
Para cumplir los mismos fines, pero recorriendo un camino inverso, la centralización
favoreció la fusión de patrimonios de distinto origen, reunidos por matrimonios de
descendientes de las tradicionales familias terratenientes.[29] Por medio de este
sistema centralizado, la familia, o la empresa, explota o arrienda sus campos,
distribuidos en distintas zonas de la región, tratando de combinar suelos de diferentes
aptitudes en un único proceso productivo. Los grandes propietarios pueden combinar,
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de ese modo, cría y engorde, colocando en los campos de invernada el ganado
adquirido a criadores y también el propio, hecho pastar en sus otros establecimientos,
donde además se mejora la mestización, utilizando reproductores preparados en
cabañas de su propiedad.
Aunque relevada por otras fuentes estadísticas recién en 1928, la concentración y
centralización de la propiedad rural se desarrolló paralelamente al proceso de
enajenación de la tierra pública que inician las sucesivas ventas a particulares
realizadas por el gobierno de la provincia de Buenos Aires durante el período
1836-1867; cobra su mayor intensidad, después de la campaña de Roca, con la
ampliación del área explotable por la conquista del desierto y se estabiliza en los diez
años que siguieron a la crisis de 1890. A pesar de la incesante movilidad de la
propiedad territorial, impulsada por la expansión del área explotada, por el
incremento de la producción y por el auge de la especulación, el proceso de
apropiación se consuma, en sus rasgos fundamentales, durante la primera década de
este siglo. Las grandes estancias, consolidadas y fusionadas en enormes complejos
territoriales durante la etapa anterior, se convierten en el núcleo central del sistema y
factor condicionante del conjunto de leyes que regirán la futura evolución de nuestra
estructura agropecuaria.
Por esa razón, los datos presentados en la guía de contribuyentes de la provincia
de Buenos Aires de 1928[30] reflejan con bastante precisión la naturaleza centralizada
del régimen de tenencia de la tierra impuesto en las décadas anteriores. Allí se
muestra que de los 7 millones de ha monopolizadas quince años antes por las
explotaciones mayores de 5000 hectáreas en la provincia de Buenos Aires, 4 600 000
son retenidas por cincuenta familias. Entre ellas se destacan nítidamente Pedro Luro,
Pereyra Iraola, Álzaga Unzué y Anchorena con 411 000, 382 000, 232 000 y 191 000
ha, respectivamente. Cuatro familias poseen, en Buenos Aires solamente, más de
1 200 000 ha, o sea más del 20% de la superficie explotada en la provincia durante el
año 1914. De las restantes, cinco familias poseen extensiones que oscilan entre
150 000 y 180 000 ha cada una, seis familias acaparan, del mismo modo, entre
100 000 y 150 000 ha; otras dieciséis se han apropiado entre 50 000 y 100 000 y, por
último, dieciocho familias, el grupo más numeroso, se adjudica explotaciones que
van entre 30 000 y 50 000 ha. Como se ve, nada parecido a este proceso pudo ser
descubierto ni inferido analizando las cifras de los censos, y sin embargo esta es la
característica principal de la evolución de la propiedad, desarrollada paralelamente a
la expansión del producto bruto, de las exportaciones agropecuarias y del régimen
capitalista de producción en el campo.
Si recogemos de la misma publicación los datos referidos a la valuación de las
tierras en el año 1928, hallamos nuevamente al señor Pedro Luro al tope de la tabla
con más de 110 millones de pesos, a la familia Pereyra Iraola con 67 millones de
pesos, a un grupo numeroso que reúne entre 20 y 40 millones y, más lejos, al resto
con 10 millones cada uno.
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La misma tendencia hacia la polarización de la propiedad fue indicada con menos
precisión por Emilio Lahitte, algunos años antes. En su trabajo de alcances más
limitados, indica que en las 7 334 000 ha ocupadas por establecimientos de más de
10 000 ha, puede identificarse la posición predominante de seis familias, que reúnen
en conjunto más de un millón de hectáreas; algo así como el 3% de la superficie total
de la provincia, con una media de 180 000 ha cada una.[31]
Utilizando testimonios de Huret, Sergio Bagú estimó que, antes del Centenario,
un propietario con 4 establecimientos de 12 000 ha llegaba a obtener un ingreso anual
líquido de 5 millones de pesos papel, monto similar, por ejemplo, al presupuesto del
Ministerio de Relaciones Exteriores de la Nación en el año 1915. Sin embargo, el
volumen de ingresos acumulado por este tipo de ganaderos, aun siendo muy alto, no
es representativo de los beneficios que podía obtener el estanciero más rico y
poderoso de la época. Como lo indican las cifras anteriores y la opinión del mismo
autor, existe una reducida casta de grandes terratenientes, financistas e industriales
agropecuarios, convertida en el núcleo más selecto de la clase alta argentina: la
aristocracia terrateniente de la provincia de Buenos Aires, que no reúne más de 300
familias, propietarias de extensiones superiores a las 100 000 ha, ubicadas en las
mejores zonas de la región. La autoexplotación y el arrendamiento de esas tierras, a
las que se sumaron nuevas propiedades en las provincias que se iban incorporando a
la producción, les significaba un ingreso neto anual que oscilaba entre 10 y 30
millones de pesos papel de aquella época. Digamos, para comparar, que el
presupuesto de cuatro ministerios nacionales —Guerra, Agricultura, Hacienda y
Obras Públicas— sumaba, en 1915, alrededor de 66 millones de pesos moneda
nacional, y se tendrá una idea de su inmenso poder y de la distancia que separa su
posición del resto de la clase alta argentina.[32]
Como hemos dicho, el proceso de concentración-centralización se basó
fundamentalmente en la reunión de extensiones superiores a las 5000 ha. La
necesidad de organizar grandes empresas modernas con enormes inversiones de
capital en voluminosos planteles, criados mediante el pastoreo extensivo, presionó
para aumentar las extensiones de las propiedades existentes, convirtiendo a la
estancia de 10 000 ha en una explotación de dimensión óptima. A pesar de esa
tendencia a extender los limites de las explotaciones por encima de las 5000 ha, parte
de los establecimientos medianos pasó a formar parte de estos grandes complejos
agropecuarios. Especialmente aquellos que, por su favorable ubicación geográfica o
por su aptitud para la invernada, llegaron a compensar con sus virtudes los
inconvenientes creados por su menor extensión. Por otra parte, las subdivisiones
patrimoniales no siempre respetaron la necesidad de mantener grandes estancias. En
ese caso, se realizó generalmente una nueva distribución de las antiguas heredades,
reuniendo las unidades menores, pertenecientes a distintos miembros de la familia,
mediante la formación de asociaciones comerciales. Se superaba de ese modo, con la
organización centralizada de varios tipos de estancias, los inevitables parcelamientos
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y subparcelamientos fundiarios. Es así que, revisando someramente el registro
catastral de 1939, nos encontramos en algunos partidos tomados al azar a varias
familias, integrantes del núcleo más poderoso, que poseen, en medio de enormes
establecimientos superiores a las 10 000 ha, algunos que, por las razones apuntadas,
no alcanzan a 5000; por ejemplo, Zuberbühler y Ortiz Basualdo en Salto, Pereyra
Iraola y Álzaga en Balcarce, Álzaga en Nueve de Julio, Pradere en Coronel Suárez y
General Villegas, etc. De cualquier modo, la incorporación de explotaciones no tiene
casi significación en el incremento de los patrimonios familiares, ni en la dinámica de
funcionamiento de los grandes complejos agropecuarios. Sólo influye, a nivel
estadístico, en el recuento de los medianos establecimientos, dando una imagen
distorsionada del volumen total de estancias ganaderas dirigidas por estancieros
independientes. Este será proporcionalmente menor a la cantidad de unidades
creadas, absorbidas o integradas por los grandes establecimientos.
Centralizadas o independientes, formando parte de constelaciones empresarias
administradas desde Buenos Aires o dirigidas desde el lugar por sus mismos
propietarios, las grandes estancias ganaderas constituyeron, en este período, el núcleo
dinámico que fue más lejos en la capitalización y modernización de la producción.
Así lo hicieron para adecuar la oferta en todos los niveles —calidad, cantidad y
precios— a las variables exigencias presentadas, en distintas etapas, por el comercio
exterior, lana primero y reses ovinas después, con la implantación de los primeros
frigoríficos; exportación de ganado mestizo «en pie», hasta la clausura del mercado
inglés, a fines del siglo; preparación para el congelado en las dos décadas siguientes;
y mayor refinamiento aun para la elaboración del chilled, en la última etapa del ciclo
expansivo cerrado por la crisis del año 1930.
Aunque limitados por su origen y sus hábitos, así como por la naturaleza de la
estructura económica que ayudan a conformar en este período bajo el férreo control
del mercado de exportación, estos grandes productores capitalistas del campo
argentino aprovechan la oportunidad histórica que les brinda la extraordinaria
expansión de la demanda para asociarse estrechamente al capital imperialista llegado
al país en forma de monopolio comercializador de cereales, de industria frigorífica
mistificada, de empresa ferrocarrilera, etc. Realizan, entre ambos, el negocio de la
producción y comercialización de las materias primas agropecuarias. Así llegan a
obtener en poco tiempo fabulosas ganancias, provenientes no sólo de la plusvalía
apropiada al trabajo del inmigrante y el peón criollo, sino también, como veremos, de
la renta diferencial de la tierra.
En ese marco, debemos reintroducir el análisis de la relación social terrateniente-
chacarero, para clarificar ahora la posición estructural y la conducta que, en esta
circunstancia, presentan los grandes propietarios de la tierra. El vinculo de unión
entre ambos sujetos económicos es, como vimos, un tipo de arrendamiento que por su
naturaleza tiende a absorber totalmente los limitados márgenes de ganancia del
pequeño productor semiindependiente. Por eso, las relaciones de producción
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derivadas de este sistema no llegan a ser plenamente capitalistas; consecuencias de
ello son el bajo nivel de las fuerzas productivas, el estancamiento o lento crecimiento
de la productividad agrícola, la imposibilidad di acumulación del productor, etc. Sin
embargo, cuando se profundiza la cuestión, la imagen del atraso se torna, en cierto
modo, ambigua, o por lo menos notoriamente insuficiente para explicar los efectos
que la relación produce en los dos sujetos.
Es cierto, y ya lo hemos apuntado, que el chacarero pobre, explotado por el
latifundista y el monopolio comercializador, arrastró, salvo excepciones, una
existencia miserable después de que las praderas artificiales fueron implantadas, a
fines del siglo XIX. Es cierto que la relación de dependencia impuesta por ambos
sectores al pequeño agricultor se aproxima a los métodos de explotación utilizados en
las economías precapitalistas, basadas casi exclusivamente en la apropiación del
excedente generado por el trabajo familiar. Es cierto que un capitalismo menos
deformado que el desarrollado en el campo argentino durante este período debería
haber subyugado a la fuerza de trabajo disponible mediante su compra y venta en el
mercado y también debería haber impulsado la organización de empresas modernas,
eficientes, con adecuados niveles de inversión en máquinas y herramientas. O, en otro
caso, el capitalismo en el campo podría haber avanzado a través de la proliferación de
pequeños y medianos productores independientes, propietarios de la tierra trabajada,
dueños de cierta masa de capital y libres de la explotación ejercida por el monopolio
comercializador. El contraste con ambos modelos resulta evidente, y la tentación de
resolver eficazmente este aspecto nodal de la cuestión agraria argentina desliza los
análisis hacia la elaboración de ciertos esquemas de relación en los que todos los
personajes expresan conductas más congruentes con modelos «semifeudales» que con
otros quizás inéditos, pero no por ello menos reales en países dependientes como el
nuestro.
La exploración que intentamos se orienta, precisamente, en este último sentido.
Pretende demostrar la existencia y consolidación de un sistema de relaciones
capitalistas, propio de algunos países periféricos, caracterizado por tres rasgos
fundamentales: primero, en relación con el bajo desarrollo de las fuerzas productivas,
es este un capitalismo atrasado; segundo, es también una variante deformada de
capitalismo, teniendo en cuenta no sólo su base agraria sino además la presencia de
relaciones económicas que, como el arrendamiento a chacareros pobres, limitan el
desarrollo de una vigorosa burguesía rural basada en la reproducción ampliada del
capital; tercero, es, a la vez, dependiente, por la decisiva influencia adquirida por los
monopolios imperialistas durante el período de mayor expansión.
El capitalismo atrasado, o el atraso del capitalismo agrario, puede ser ilustrado
con mayor claridad si volvemos a analizar desde otra perspectiva las relaciones entre
agricultura y ganadería. O, mejor dicho, entre los personajes que establecen el nexo
entre ambas ramas de la producción agropecuaria: latifundistas y chacareros
arrendatarios. La actividad agrícola, destinada a la preparación de praderas
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artificiales, fue realizada, como vimos, mediante el sistema más atrasado, la mediería
y aparcería. Esto indujo a pensar que los dos personajes implicados en el proceso
expresaban, de distinto modo y en posiciones opuestas, el mismo nivel de atraso que
las relaciones que los vinculaban a la producción. Sin embargo, ese criterio es errado:
la mediería no permite calificar unívocamente, como si formaran parte exclusiva de
un sistema único, a ambos personajes sociales. Vale para definir la posición del
chacarero, para quien el arrendamiento al 30% de la cosecha se convierte en el
elemento decisivo para explicar la naturaleza económica y social de su situación
estructural. El terrateniente, en cambio, si no es un arrendador ausentista, recibe la
mayor parte de sus ingresos como beneficio del capital invertido o como renta
diferencial producida por las tierras que él mismo explota. En ese contexto, la
importancia de la relación con los pequeños agricultores se minimiza, debido a la
escasa superficie que ocupan y el reducido volumen de producción que lanzan al
mercado. Precisamente, en la base de las interpretaciones que asignan un carácter
semifeudal a los terratenientes ganaderos aparece, como hicimos notar, una
inadecuada exaltación del papel económico cumplido por las pequeñas explotaciones
familiares.
Por otra parte, con el alfalfado permanente, el terrateniente recibe, además del
alquiler del lote, el campo preparado para el pastaje del ganado mestizo. Ese es su
objetivo principal. Como su verdadero negocio se halla vinculado al desarrollo de la
ganadería y no a la explotación del agricultor mediante la participación en la venta de
los cereales en el mercado, le permite al chacarero retener una parte del excedente
generado por su trabajo. Por ese medio, intenta mantenerlo sujeto a la imperiosa tarea
de roturar la mayor cantidad posible de campo virgen, para destinarlo a la producción
del nuevo tipo de carne requerida por el mercado internacional. Como apologista de
la burguesía terrateniente, Heriberto Gibson describe la esencia de este proceso,
aunque exagerando las posibilidades de acumulación de los gringos agricultores a fin
de minimizar el grado de explotación a que los sometiera la oligarquía ganadera:
«Debemos señalar —dice— como origen inmediato del cultivo de nuestra enorme
extensión de tierra vegetal, la empresa individual del ganadero. La escasez de pastos
naturales en toda la zona fuera de las tierras aluvionales; la facilidad con que se
arraigaba y prosperaba esa reina de las plantas forrajeras, la alfalfa, sirvieron para
determinar al ganadero a llamar a su lado al agricultor para sembrar durante un
período de tres a cinco años sus cereales, y luego, a expensas del ganadero, semillar
la tierra de alfalfa. Hoy establecida y próspera la agricultura, ofrece en arrendamiento
al propietario un precio de alquiler que la ganadería sólo puede aventajar practicando
las reglas más modernas de explotación. Pero no así al principio, el ganadero tuvo
que ofrecer la tierra gratis y dar todo género de facilidades para atraer al colono.
Inconscientemente, cuando así lo hizo, tomó el primer paso para arraigar en sus
propios terrenos la población que hoy empieza a competir con el mercado extranjero
para el consumo de sus reses».[33]
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El excedente expropiado al agricultor toma, en este caso, independientemente de
su magnitud, tres formas: alquiler de la tierra arrendada, interés del capital invertido y
apropiación del trabajo directo mediante la preparación de las pasturas cultivadas. La
relación de explotación se halla, por consiguiente, muy distante de los modelos en los
que prevalecen las reglas del trabajo capitalista. La multiplicación de pequeñas
explotaciones familiares a cargo de productores sin capital reemplaza la organización
de la gran empresa agrícola moderna, de producción intensiva, basada en la inversión
de capital en instrumentos modernos y en la contratación de mano de obra asalariada.
Crea un tipo de productor familiar independiente que se acerca a los limites Inferiores
del capitalismo más atrasado o a formas inestables de transición hacia él, que han
sido suficientemente analizadas en el capítulo anterior.[34]
Sin embargo, analizando la misma relación desde la posición del productor
ganadero, la subordinación impuesta al pequeño productor se convierte en un
mecanismo destinado a favorecer el desarrollo capitalista de sus explotaciones
ganaderas, en las que la agricultura juega un rol totalmente secundario y subordinado
a lo que para él y para el mercado es el desarrollo del producto principal, la carne fina
para el mercado exterior. Para el terrateniente, la explotación del pequeño productor
está muy lejos de convertirse en objetivo principal. De él no extrae ni remotamente
las grandes masas de excedente que acumula en este período: sólo es un medio, con
indudable repercusión en el desarrollo deformado de toda la agricultura, para adecuar
con el menor gasto posible su empresa capitalista a las transformaciones estructurales
que le impone la nueva forma de la demanda exterior. «El estanciero actual —dice
Daireaux— poseedor de algún latifundio, como todavía los hay, de 20 a 50 leguas
cuadradas, en el fondo odia cordialmente al colono, al agricultor, a esa gente que
pulula. Lo emplea momentáneamente, porque no puede hacer de otro modo, para
poner su campo en condición de mantener mucha hacienda, pero cuanto antes lo
despacha con el arado a otra parte, anheloso de realizar su sueño: no ver en el campo
más que un máximum de animales cuidados por un minimum de gente».[35]
Posteriormente, cuando la roturación de campos vírgenes llegó a su fin, marcando
los limites de la expansión agropecuaria, el contrato de aparcería fue reemplazado,
poco a poco, por un nuevo sistema de arrendamiento, que eliminó el aporte de capital
por parte del terrateniente y la amortización de la renta con trabajo directo, mediante
el alfalfado permanente, por parte del productor independiente. Creadas las praderas
artificiales, el arrendamiento de una pequeña parte del campo ya no resulta de interés
para el gran propietario, a menos que el canon supere los límites de la renta obtenida
con la explotación ganadera.
Ello explica, entre otros factores, el persistente aumento de los alquileres durante
el último período de auge anterior a la guerra de 1914. El precio de los
arrendamientos llegó a extremos tan elevados en el decenio 1905-1915, que,
superando sus propios límites, se superpuso a los mecanismos de apropiación que ya
había impuesto el monopolio comercializador. Esa fue, como dijimos, la causa
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fundamental del levantamiento masivo de agricultores iniciado con el grito de
Alcorta. Las cifras del censo de 1914 expresan las características del fenómeno con
cierta claridad: para esa fecha los arrendamientos concertados por tres años, en los
que se supone implícita la terminación con alfalfado permanente, significan
solamente el 13% de todos los arrendamientos agrícolas; los precios en especie
oscilan alrededor del 30% de la cosecha (en 1905 se fijaban en montos cercanos al
10%), y los contratos por menos de tres años superan el 50% del total. Por
consiguiente, si la inferencia es correcta, se puede afirmar que para fines de la
primera década del siglo los sistemas de aparcería con rotación trienal de cultivos
habían dejado de tener vigencia: implicaban en la provincia de Buenos Aires
solamente a 4000 establecimientos con una superficie cultivada no superior a las
300 000 hectáreas.
El vertiginoso ascenso de la renta y la paralela disminución de los plazos de
arrendamiento, al volver más dificultoso y oneroso el asentamiento del chacarero,
parecen estar mostrando con cierta claridad una modificación importante en la
conducta económica de los terratenientes. Aun partiendo de un mismo marco teórico,
este cambio de orientación puede ser interpretado en dos sentidos opuestos. Si se
pone el énfasis en la conducta especulativa de los grandes terratenientes, puede
asignárseles, equivocadamente, una excesiva preocupación por la extracción de
excedentes en forma de renta a los pequeños productores agrícolas. Así se deduce,
además, que el aumento de la renta en las explotaciones ganaderas se debe al papel
predominante de los cereales, como alimento principal, en la fijación del precio de los
productos agropecuarios en el mercado.[36] Si, por el contrario, reconociendo la
tendencia especuladora de los cálculos económicos de los grandes propietarios, se
considera que ella viene integrada por adición a sus funciones productivas, puede
considerarse que la imposición de un nuevo canon es producto de un proceso inverso.
No es la actividad agrícola y la demanda de mayores tierras para su explotación la
causa del incremento de la renta, sino a la inversa, es la producción ganadera,
producto principal para el mercado, la que fija los niveles de rentabilidad en las
tierras afectadas a la producción pecuaria.
En efecto, si la ganancia extraordinaria que se obtiene criando ganado se acerca,
por ejemplo, a los 20 pesos anuales por hectárea, con la inversión de capital en
planteles e instalaciones que ello requiere, los arrendamientos agrícolas, realizados al
mismo precio, o a un precio mas bajo todavía, pueden resultar un buen negocio pura
el propietario de la tierra. Se impulsa, de ese modo, un doble proceso de poblamiento:
vacas y chacareros. Pero, la condición esencial para que la combinación entre
producción ganadera y agrícola brinde el máximo beneficio al terrateniente es
independiente de la agricultura: depende exclusivamente de que haya buenos precios
y altos márgenes de ganancia y renta en la elaboración del producto principal, la
carne de exportación.
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Por tal razón, la anterior distribución espacial de las chacras en el interior de las
estancias se va modificando paulatinamente. Las explotaciones agrícolas, cumplida
su función primordial de roturación, son expulsadas hacia la periferia y se desarrollan
con independencia total de los procesos destinados a la producción de carne. En ese
contexto, la explotación del chacarero es más Intensa porque el canon de renta
depende del nivel de productividad de la ganadería realizada en la misma tierra, y
porque su función ya no se enlaza con la posibilidad de expandir y mejorar los
planteles ganaderos. Pero aun así, la masa total de renta que de la agricultura obtiene
el estanciero es, por regla general, absolutamente insignificante si se la compara con
el volumen de ganancia y renta diferencial que consigue por medio de la gran
explotación ganadera.
A medida que avanza el negocio de la carne congelada y se completa la expansión
de las praderas artificiales, la pequeña explotación agrícola se vuelve cada vez más
prescindible, tanto en términos técnicos como en términos económicos. El negocio
principal del estanciero dependía de la expansión de los rodeos. De ellos extrajo la
enorme masa de renta que le permitió atesorar grandes fortunas. La clave estaba, sin
lugar a dudas, en el mercado internacional y en los bajos costos comparativos que
suelo y clima le otorgaban a la región pampeana argentina. Un técnico
norteamericano en la materia, enviado por los monopolios frigoríficos para estudiar el
futuro desarrollo de la industria, comentaba a principios de siglo: «Muchos países
podrán producir cereales más baratos que la Argentina, considerando su rendimiento
actual por hectárea; pero ningún otro país podrá producir carne en calidad y cantidad
al precio que puede producir la República Argentina en sus alfalfares. El cultivo de la
alfalfa ha aumentado la capacidad de los campos de pastoreo de 3 a 25 veces, y con él
se ha asegurado la estabilidad de la industria ganadera; por otra parte, se ha
conseguido el aprovechamiento de tierras relativamente estériles o improductivas
para la agricultura extensiva. En condiciones ordinarias un alfalfar bien constituido
dura casi indefinidamente en cierto localidades. En otros tiempos se ha cometido el
error de recargo demasiado los campos alfalfados; pero la experiencia ha hecho
conocer los limites de resistencia y ahora se observan otro prácticas […] los inviernos
son tan benignos en la República Argentina que no es indispensable hacer provisión
de heno, como ocurre en otros países». En cuanto a las perspectivas del mercado
internacional, el informante agrega las conclusiones de uní asamblea de productores
—entiéndase propietarios de industrio frigoríficas— realizada en Estados Unidos en
1905: «Los países europeos no pueden ser productores de carne y en adelanta
tampoco lo serán los Estados Unidos, puesto que tienen que importarla para su propio
consumo. Los países exportadores de carne serán la Argentina, Canadá y Nueva
Zelandia; y de éstos, la Argentina es, indudablemente, la que puede ofrecer la mayor
provisión de carne al mercado universal, dadas las favorables condiciones del medio
en que se ha de desenvolver su ganadería».[37]
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Por otra parte, en las grandes explotaciones agrícolas —mayores de 200 ha—
aunque subsista el sistema de arrendamiento, esto no supone tampoco relaciones de
complementación entre agricultura y ganadería. Por el contrario, de acuerdo a nuestra
tesis, las contrataciones destinadas a la explotación de la tierra se establecen
primordialmente entre terratenientes y empresarios capitalistas, y siempre y cuando
exista la posibilidad de obtener, por lo menos, tasas medias de beneficios similares a
las de los otros sectores de la economía. Lo mismo ocurre con los arrendamientos
ganaderos; allí el volumen de capital invertido en instalaciones fijas, en reproductores
y planteles, supone la existencia de empresarios capitalistas aun más poderosos que
los grandes arrendatarios agrícolas.
«Existen hacendados —afirmaba un comentarista del censo de 1914— con
cultura personal y cultura en sus métodos de explotación que se manifiestan
satisfechos con el rendimiento de un 8 a un 10% anual, en el período de un
quinquenio, por ejemplo, sobre su capital de conjunto […] siendo el interés del dinero
en la actualidad del 8%. Pero es indudable que no es con ese producido que han
elaborado sus cuantiosas fortunas muchos ganaderos, a los que no es aplicable la
valorización de la tierra por haberse elaborado en campos arrendados» (el
subrayado es nuestro).[38]
Con todo, las afirmaciones anteriores no deben oscurecer el efecto que la
obtención de grandes masas de renta y el creciente aumento del precio de la tierra
tienen sobre la deformación de la conducta económica de los terratenientes
ganaderos. Esto supone encuadrar en un marco contextual más amplio los fenómenos
que, siendo propios del sector agrícola-ganadero, son afectados por las nuevas
condiciones de funcionamiento que crean las transformaciones producidas en otros
sectores de la economía. Así, el persistente aumento de la renta agraria y su
consecuencia directa, la elevación del precio de la tierra, deben ser explicados no sólo
por la renta diferencial que extrae la región pampeana del mercado internacional, sino
también por la naturaleza de la estructura productiva argentina, que se expande
articulándose alrededor de un solo núcleo impulsor, la producción agropecuaria y el
mercado internacional. Hacia él se dirigen todas las modificaciones sustanciales
producidas en la época, y es en función de su desarrollo que se introduce la mayor
parte del capital extranjero invertido en el país. El sector industrial gira,
sencillamente, alrededor de su órbita, crece en correspondencia con sus períodos de
auge y sufre igualmente en los ciclos depresivos. No adquiere independencia ni
estabilidad suficientes para convertirse en núcleo interno de desarrollo y campo de
inversión alternativo, seguro y permanente, para los excedentes de capital acumulado,
tanto en el propio sector industrial como en el comercio y las finanzas. De allí que se
superponga al incremento de la renta y a la expansión de la infraestructura de
transportes otro factor de mucho peso en el aumento del precio de la tierra: la
creciente presión de la demanda proveniente de los excedentes de capital acumulados
y no reintroducidos en las actividades económicas de origen urbano.
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Presión que trastorna aun más las funciones reguladoras del mercado, a medida
que la incorporación de peores tierras a la producción aumenta la concentración de la
oferta en pocas manos. Para el terrateniente, especular con el aumento del precio de
la tierra, o con la elevación de la renta, mientras continúa ascendiendo el ritmo de
expansión agropecuaria y la incorporación de nuevas tierras al mercado, es una
decisión acertada, si busca maximizar beneficios, aunque por ese camino le fije
límites estructurales a la transformación capitalista de nuestro campo. Si la masa de
beneficios que el productor recibe se descompone en renta, ganancia y renta
capitalizada por el aumento del precio de la tierra, su conducta económica tratara de
encontrar un punto di confluencia óptimo en la combinación de los tres factores.[39]
En ese sentido, resulta posible que sin ser un terrateniente semifeudal, el incremento
de la renta en sus dos formas lo presione para inmovilizar excedentes en la compra de
nuevas tierras, más que para invertir en la transformación de sus haciendas en
explotaciones intensivas, lo que constituye un freno al desarrollo de las fuerzas
productivas. Sin embargo, esta orientación es revertida cuando la inversión en la
adquisición de nuevas unidades resulta menos beneficiosa que la ampliación de las
unidades existentes o que la traslación de ese excedente hacia otros rubros
complementarios de la producción agropecuaria. Así, se comprende que para lograr el
máximo desarrollo de la ganadería extensiva los terratenientes hayan realizado, sin
limitaciones y en el momento oportuno, las inversiones necesarias para adecuar las
viejas estancias pastoriles a las exigencias del mercado internacional.
Asimismo, la oligarquía terrateniente se apresuró a sellar del mejor modo posible
las relaciones de dependencia que le propuso la nueva alianza con el capital
monopolista. Mientras el gran capital se ocupó en desarrollar, paralelamente a la
industria agropecuaria, la infraestructura de servicios físicos, comerciales y
financieros, la clase alta debió ocuparse de llevar adelante dos procesos: en el plano
político, unificar y organizar el naciente país burgués, ejerciendo su hegemonía en un
sistema en el que las relaciones capitalistas se imponen sobre el resto; y en el plano
económico, adecuar la naturaleza de la producción agropecuaria, eje articulador de la
expansión capitalista, a las nuevas condiciones creadas por el mercado y por la
presencia dominante del capital imperialista. La evolución concertada y articulada de
ambos procesos condujo, sin sufrir conflictos de envergadura, a la constitución de un
nuevo tipo de capitalismo expansivo con un núcleo dinámico, la producción
agropecuaria, un destino invariable, el mercado exterior, y un factor condicionante de
todo su desarrollo, el capital imperialista. Así, el capitalismo agropecuario nace en la
Argentina doblemente dependiente: de la orientación económica que impone el
latifundio y de las oscilaciones y condiciones de expropiación trazadas por el
mercado exterior y la presencia hegemónica del capital monopolista inglés.
Directamente asociada a ese destino, la burguesía terrateniente impulsa el
proyecto capitalista dependiente desde el poder. Poder que venia detentando desde la
época en que las limitaciones del mercado exterior y la ausencia del capital
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monopolista la constreñían todavía a un pasar austero, de costumbres provincianas y
economía pastoril. Pero antes como ahora, la fuente de su riqueza y la posibilidad de
poder le deviene de un solo mecanismo. Control privado sobre la propiedad de la
tierra. Monopolizándo la tierra en un país que a lo largo de su historia dependió
siempre de la producción primaria para el mercado externo, la clase terrateniente
pudo imponer al resto de las clases sociales, no sólo la orientación del sistema
productivo, sino también las condiciones de funcionamiento de un régimen de
explotación que le garantizara, en lo esencial, la reproducción permanente de su
privilegiada posición.
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nueva clase social en formación que mostró durante un breve lapso cierta vocación
para diseñar una estrategia de desarrollo basada en la agroindustrialización, la
dinamización del mercado interno y la redefinición de las imposiciones del mercado
internacional. Por esa razón, el estudio de la evolución de la estructura de clases
adquiere una particular importancia ya que por su naturaleza se diferencia claramente
de la que aparece en los momentos posteriores. En efecto, acicateadas por la
modificación cualitativa de la demanda, la vieja aristocracia liberal y parte de la
burguesía comercial porteña recorren un tramo decisivo de la fructífera marcha que
les permitió transformarse, a la postre, en gran burguesía terrateniente; una clase
destinada a comandar y definir, en el futuro, el sistema de alianzas con el
imperialismo inglés. Realizan, para ello, el proceso de acumulación de tierras y
capital —dos factores decisivos— para lograr el control de la estructura productiva a
partir de la coyuntura económica creada por la expansión del ovino. El tipo de
acumulación realizado por la burguesía terrateniente tendrá un papel central en la
definición del carácter capitalista deformado de la expansión agropecuaria posterior.
Como todo proceso de acumulación originaria, el nuestro se caracteriza por la
tendencia a concentrar en un grupo reducido de propietarios la mayor parte de la
riqueza producida por la sociedad. Los mecanismos de apropiación realizados por la
oligarquía pampeana no se basan, sin embargo, en la superexplotación de una enorme
masa de trabajadores, ni en relaciones comerciales excepcionalmente favorables, ni
en la subsunción formal de los productores mediante la usura. La fuente principal de
acumulación se halla asociada a la posibilidad de obtener renta diferencial en el
mercado internacional. Por ello, el control de la tierra productiva, la producción de
nuevas materias primas destinadas a la exportación y la acumulación de grandes
excedentes son tres aspectos indisolublemente ligados entre si, de un mismo proceso.
La acumulación de capital sólo es posible en esta etapa mediante la acumulación de
tierras, y a la inversa, pero con una diferencia: si al capital se llega explotando en
condiciones muy favorables la tierra, ésta se acumula si, además del capital, se cuenta
con el control de los centros de poder político y social. Porque, si bien la acumulación
primitiva no se basó principalmente en la explotación del trabajo social, tuvo su
punto de partida en la apropiación de un bien de propiedad social que hasta ese
momento se hallaba controlado por el Estado. A medida que el avance de la
producción mercantil fue transformando la tierra en mercancía, ésta fue literalmente
arrancada del control social, mediatizado por el Estado, y transferida en grandes
proporciones a manos de unos pocos particulares.
Por la misma razón, siendo la mayor parte de la tierra pampeana propiedad de los
estados provinciales o del Estado nacional, la historia del proceso de apropiación
privada que culminó en la década del noventa es, simétricamente, la historia de los
distintos mecanismos puestos en juego para hacer posible la enajenación de la tierra
pública. Por esa vía se promovió, en todos los casos y en todas las subetapas, la
creación y desarrollo de una reducida casta de acaparadores: empresarios,
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comerciantes, burócratas, militares, financistas usureros y también de algunos
productores rurales que aprovecharon en ese sentido y del mejor modo posible el
poder decisivo que les otorgaban sus vinculaciones interesadas con los grupos
políticos de turno. Unitarios o federales, porteños o provincianos, «crudos» o
«cocidos», republicanos o autonomistas, todos coincidieron, más allá de sus
diferencias, en utilizar sistemáticamente la tierra de propiedad social para favorecer a
los grupos, circunstanciales o permanentes, allegados al poder del Estado. «En
ningún país de la tierra —afirmaba Oddone— el proceso de formación de la
burguesía terrateniente se ha realizado con mayor rapidez y con rasgos tan peculiares
como entre nosotros. Unas cuantas leyes sancionadas exprofeso, para crear la
burguesía rural, o favorecer a los amigos, bastaron para que hombres pobres, casi
siempre especuladores, pasaran de repente a la categoría de propietarios. Así fue
como las provincias y territorios perdieron en pocos años sus mejores tierras en
provecho de aquellos hombres, que fueron los primeros terratenientes argentinos».[42]
Para no remontarnos hasta épocas muy remotas, y ateniéndonos a los rasgos
fundamentales de este proceso, podemos iniciar el análisis de los mecanismos de
transferencia de la tierra publica describiendo las características de la apropiación
privada que realizó la primera tanda de enfiteutas acaparadores surgidos en la época
de Rivadavia. A ellos les vendió posteriormente el gobierno de Rosas, en 1836, los
primeros 3,7 millones de ha liberadas por el gobierno de la provincia de Buenos
Aires. Los compradores, ocupantes precarios de la tierra, o arrendadores dedicados al
diversas ocupaciones urbanas, pudieron adquirir por precios irrisorios un promedio
aproximado de 16 000 ha cada uno, aunque, nuevamente, ciertos apellidos
tradicionales figuraron con extensiones mucho mayores, como, por ejemplo, Tomás
de Anchorena, que incorporó a su patrimonio 75 000 ha desembolsando menos de
120 000 pesos, o Félix de Álzaga, que compró 150 000 ha por sólo 180 000 pesos.
La segunda subasta de tierras públicas autorizada por el gobierno de Buenos
Aires corresponde al mismo período, año 1838. Por medio de un simple sistema de
prórroga de arrendamientos a altos precios en algunos lotes, y ventas de otros a bajo
precio, permitió acaparar al mismo grupo, constituido por unos 300 enfiteutas, 6,2
millones de ha en Buenos Aires, casi una cuarta parte del total de tierra cultivada en
el año 1914.[43] La mayor parte de esas tierras fue a parar a manos de los mismos
compradores que hicieron el gran negocio en la venta anterior. Llegaron a ellas para
cubrir diferencias entre las tierras adquiridas y las que tenían en enfiteusis, o por
medio de transferencias de títulos anteriores. Un pequeño porcentaje fue recibido por
los propios enfiteutas ocupantes, los auténticos productores que recién entraban, de
ese modo, a la categoría de propietarios.[44]
Caído Rosas, los gobiernos que le sucedieron en el mando de la provincia
continuaron operando con el mismo criterio. Pareciera que la tierra quemara en las
manos de los gobernantes, reflexionaba Cárcano, tanta era la rapidez con que
procuraban otorgársela a sus favoritos, con el pretexto de ponerla al alcance de todos,
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como en una feria. No hubo política de colonización, ni criterios mínimamente
racionales para su distribución, pero hubo, eso sí, una especie de furor repentino, que
por momentos fue delirio, de entregar a unos pocos particulares la mayor parte del
patrimonio nacional.[45] Favorecido por la política del Estado, impulsado por los
nuevos incentivos del reactivado mercado internacional, que vincula, por primera
vez, el consumo inglés con nuestra producción agropecuaria, y por el consecuente
proceso de valorización y capitalización de la tierra, el mecanismo de acumulación
primitiva se encuentra ya en su apogeo y llega a agotar, en poco tiempo, la
disponibilidad de las tierras de «adentro» de la frontera. La tierra, entregada al
principio en arrendamiento por el Estado, pasó de ese modo totalmente a manos de
productores y especuladores, por medio de la venta o, simplemente, de la donación en
premio de servicios prestados por civiles y militares.
Sin embargo, la continua expansión de la producción, que agregaba lana, una
mercancía valiosa, a los rubros tradicionales de exportación, siguió agudizando el
interés de la clase dominante por acaparar nuevas extensiones. Para eso, intento el
asalto de las tierras «de afuera», ubicadas allende la línea de fronteras, donde los
malones indios se enseñoreaban todavía en medio territorio de la provincia. El primer
intento de envergadura para correr la frontera hacia el sur y el oeste a través del
poblamiento se manifestó en una ley promulgada en 1857. Para incentivar la
ocupación de esa zona, se dispuso la concesión de nuevas tierras «de afuera» en
forma gratuita y bajo una serie de condiciones a establecer por el gobierno, durante
un período de ocho años. De ese modo se entregaron «con dispensación de
arrendamiento» 1500 leguas de tierras a los escogidos postulantes que manifestaron,
simplemente, la intención de construir en las concesiones un pozo de balde y un
rancho, aunque después violaran el compromiso, como lo hicieron los especuladores,
quienes arrendaron estas tierras a los verdaderos pobladores por el mismo lapso.
Cuando el plazo de tenencia precaria concluyó, el gobierno volvió a dictar una nueva
ley, en 1867, prohibiendo la renovación de los contratos y disponiendo la venta de la
tierra que para ese entonces ya se encontraba dentro de los limites de la línea de
frontera. Como en los casos anteriores, la tierra fue adquirida, por ejercicio de sus
derechos prioritarios, por los primitivos concesionarios, que de esa forma pudieron
incorporarla a su patrimonio anterior sin haber llegado siquiera a conocerla.
Refiriéndose a este proceso, Oddone permitió afirmar taxativamente: «Aseguramos
que los derechos de propiedad de la mayoría de los terratenientes de hoy, cuyos
nombres no figuran en la lista de los enfiteutas anteriores, exceptuando a los que
obtuvieron tierras por donación, arrancan, salvo excepciones, de la ley de enero de
1867».[46]
El mecanismo de apropiación resultaba, como se ve, relativamente sencillo. Era
necesario cumplir, eso sí, con un requisito esencial, nada simple: había que detentar el
control del Estado, o tener, al menos, importantes vinculaciones con el poder político
de turno. De ese modo, era posible recibir cantidades discrecionales de tierras en
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arriendo o concedidas en posesión precaria y controlarlas sin tener necesidad de
ponerlas en explotación. De ello se encargaban los arrendatarios o subarrendatarios,
que además cedían en pago una cuota de excedente similar a la que los especuladores
comprometían con el Estado. A veces, la cuota absorbida por el grupo que controlaba
el negocio desde Buenos Aires resultaba superior a sus propios compromisos, y
dejaba en ese caso un remanente destinado a integrar un fondo de capital para ser
utilizado en la realización de compras futuras. Esta ultima alternativa resultaba más
factible aun si operaban dos factores favorables: la expansión del mercado y el
correlativo aumento de la demanda de nuevas tierras, para satisfacer las crecientes
necesidades de la explotación. Eso fue lo que ocurrió, precisamente, en las décadas
posteriores a 1860 con el inicio de la inmigración, con la introducción del ovino, y
con su consecuencia más importante, el alambramiento de los campos de pastoreo.
Así surgió el segundo proceso: acumulación, acompañada de la valorización de la
tierra y el ganado, que concentrada en el pequeño núcleo de ex enfiteutas y de
arrendatarios-acreedores los convirtió de la noche a la mañana, sin esfuerzo alguno,
en una poderosa clase de grandes propietarios terratenientes, poseedores, además, de
una inmensa masa de riqueza social transformada súbitamente en capital. Tal
capacidad de acumular permitirá a esta rejuvenecida clase de mercaderes y ex
patricios provincianos intentar, en sociedad, la nueva línea de enriquecimiento
propuesta por el capital inglés, cuando el interés por el consumo de lana se traslade
hacia la mestización del vacuno. Ataúlfo Pérez Aznar, en uno de los pocos estudios
que intenta clarificar las diferencias sociales y políticas de los grupos asociados a este
sistema de apropiación, les puso un nombre: la oligarquía de factores. «La oligarquía
terrateniente —decía— no es la consecuencia del acceso de los estancieros al poder,
sino que, por el contrario, nace de la riqueza que da el poder. La tierra pública, el
crédito oficial y la especulación monetaria, multiplican la riqueza del “grupo de
factores” vinculado al comercio y a la banca internacional, en una compleja trama
que se integra con la intervención política más o menos disimulada del club de
residentes extranjeros, algunas logias masónicas y varios diplomáticos acreditados en
Buenos Aires y se complementa con el remington y el ferrocarril. El poder político de
la oligarquía terrateniente se consolida entre 1854 y 1880 como una manifestación
visible de la “oligarquía de factores”».[47] Esta nueva clase se diferencia desde el
principio de los estancieros que explotaban personalmente sus campos y vivían en
ellos; aunque después, en la etapa del frigorífico, ambos sectores se fusionaron.
Pero, antes de que el nuevo ciclo se ponga en marcha, otra coyuntura política de
indudable repercusión económica permitirá a los enriquecidos terratenientes de 1880
acompañar al constante crecimiento de la demanda externa con nuevas apropiaciones
de tierra y capital. La conquista del desierto, consumada al finalizar la década del
setenta, abrió a la especulación más de 400 000 km2 de territorio. Se incorporaron de
ese modo a la producción todas las tierras de la provincia de Buenos Aires. La Pampa
y San Luis, aliviando la presión que la creciente población ganadera estaba ejerciendo
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sobre las tierras «de adentro». La forma en que las nuevas tierras se introdujeron en el
mercado estuvo, sin embargo, nuevamente condicionada por los renovados
mecanismos de apropiación selectiva que puso en funcionamiento la clase
beneficiada por las cesiones de los períodos anteriores. Los resultados también fueron
los mismos: quienes ya tenían grandes extensiones obtuvieron mucho más; muy
pocos de los que poseían alguna fracción lograron incrementarla: los que nada tenían
obtuvieron tan poco, y en condiciones tan desfavorables, que nada intentaron hacer
para resistir el despojo sistemático ejercitado por terratenientes y especuladores. La
escandalosa historia de los fabulosos negociados realizados por éstos con la tierra
conquistada al indio, igual que muchos otros acontecimientos de este tipo, no ha sido
escrita todavía; circulan solamente algunos testimonios aislados y una importante
memoria del Ministerio del Interior, donde se ponen claramente en evidencia los
ingeniosos mecanismos, legales o ilegales, utilizados para acelerar el proceso de
concentración de la propiedad.[48]
El proceso de apropiación privada de la tierra se desarrolló, entonces,
paralelamente al reemplazo del vacuno criollo por la producción lanera para consumo
industrial. Ausentes los elementos técnicos indispensables, no había llegado todavía
para los países metropolitanos la hora de desplazar hacia zonas periféricas como la
nuestra la elaboración de materias primas alimenticias. Mientras tanto la relativa
caída del comercio internacional causada por la decadencia del consumo americano
de carne salada fue superada con creces por la demanda de las manufacturas textiles
en continua expansión. Además, la producción lanera se vio favorecida con las alzas
repentinas de precios, provocadas por las periódicas contiendas bélicas europeas y la
guerra civil de los Estados Unidos. Las ventajas naturales de nuestros campos para la
cría y reproducción de los planteles ovinos mestizados nos permitieron ingresar con
bajos costos en el mercado internacional y mantener elevados durante un largo
período los margenes de beneficio y renta. La elaboración de lana fina y la
producción de materias primas para las graserías recientemente instaladas provocaron
el vuelco masivo de antiguos y recientes estancieros hacia el nuevo rubro ganadero.
«El ejemplo de rápidas y grandes fortunas magnetizó a Buenos Aires —afirma un
estudioso del período— produciendo un movimiento hacia la cría del ovino que se
comparó con la fiebre del oro californiana. Habitantes de la capital emigraron a la
campaña; estancieros que no poseían ovinos, vendían campos y vacunos para
comprarlos. Las ovejas, que se cotizaban a dos pesos en 1852, en cinco años llegaron
a valer hasta 35 pesos».[49]
Por otra parte, la apertura del nuevo ciclo de predominio lanar impulsó
sustanciales cambios en la estructura económica agropecuaria, cambios que
prepararían las transformaciones introducidas por el frigorífico y la agricultura, en las
postrimerías del siglo XIX. La modificación de la demanda impulsó un mayor
aprovechamiento de la capacidad natural de producción del suelo; al cuero y al tasajo
vacuno se sumaban ahora la lana, el cuero y las grasas ovinas, productos sumamente
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valorizados en el mercado exterior. Las nuevas actividades productivas modificaban,
a su vez, sensiblemente, el panorama social del campo. Aumenta la densidad de
población en las áreas rurales, se multiplican los establecimientos, emerge una
importante capa de pequeños productores de ovinos, crecen inusitadamente los
planteles ganaderos, mientras desde Buenos Aires continúa la presión de los
aspirantes a estancieros para penetrar en el nuevo sistema abierto en la coyuntura.
La preocupación desmedida de los sucesivos gobiernos por desprenderse sin
control de la tierra pública disponible y los reiterados intentos por ampliar la línea de
frontera encuentran cabal significación en este contexto de euforia generalizada. La
implementación de los nuevos métodos de cría no sólo aumenta la intensidad del uso
del suelo sino que impulsa, simultáneamente, la expansión del área explotada hasta
los limites que imponen sus propias condiciones naturales y la presencia de los
malones indios. En un marco de crecimiento general, la expansión favorece
especialmente la acumulación acelerada de quienes han podido apropiarse de grandes
extensiones de tierra. Los altos precios del mercado y los bajos costos de producción
por unidad de trabajo invertido convierten a la renta de la tierra, antes que a la
explotación masiva de la mano de obra, en la fuente principal de acumulación
originaria. Por último, directamente vinculada a la acumulación, se produce una
tendencia generalizada hacia la capitalización de las estancias, la modernización de
los métodos de cría y la reorganización del trabajo, simbolizadas principalmente por
la introducción del alambrado y la proletarización del gaucho.
Expresados en cifras, los resultados de la expansión se presentan del siguiente
modo: en 1865 se embarcan hacia el exterior 54 900 t de lana, un volumen cuatro
veces superior a las 12 500 t exportadas diez años antes, pero, a la vez, muy inferior a
las 64 700 que se producen un lustro después, y a las 111 000 registradas en 1882.
Aparece así un incremento superior al 100% en tan sólo diecisiete años. El valor en
metálico de la exportación ovina incrementóse, por su parte, de 15,7 a 35,8 millones
de pesos fuertes entre 1865 y 1882. La participación de la región pampeana en la
elaboración de este producto, siendo ya muy alta en 1865, con el 59%, llega a su
punto más alto en la década del ochenta con un valor aproximado al 65% del total de
la exportación nacional. Dentro de ese ámbito, la provincia de Buenos Aires
concentra al principio la mayor parte de los incrementos ganaderos: su población
ovina asciende de 15 a 57,8 millones de cabezas entre 1852 y 1881. Después de esa
fecha la cría de la oveja comienza a desplazarse, como es sabido, hacia el sur y el
oeste, cuando la conquista del desierto abre nuevas arcas y se introduce en las pampas
bonaerenses la mestización del vacuno. Sin embargo, el resto de las zonas aptas para
este tipo de pastoreo continúa con sus majadas originales, que siguen aumentando su
rendimiento: si en 1860 se contaba con 14 millones de cabezas de las cuales se
extraían 45 millones de libras de lana, treinta años después, las estadísticas muestran
un incremento del 457% en el ganado y del 588% en la producción de lana. En
algunos momentos los incrementos de los planteles resultaron espectaculares, como
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ocurrió, por ejemplo, con el aumento del 60% comprobado en un solo año, al
principio de la década del sesenta. Fueron frecuentes, además, momentos en los que
la reproducción osciló entre el 15 y el 25% de los planteles existentes.
La cría del ovino amplia enormemente, entonces, los margenes de ganancia en el
sector, impulsando un proceso de rápida capitalización de los nuevos empresarios y
atrayendo, a la vez, durante un período relativamente largo, la mayor parte del
excedente disponible hacia la inversión agropecuaria. En este sentido, Eduardo
Olivera, el representante más lúcido y audaz de los nuevos empresarios innovadores,
nos ha dejado un importante testimonio. Analizando la crisis de 1866, atribuye parte
de las perturbaciones originadas por el brusco descenso de los valores del mercado
interno a la aguda escasez de circulante y crédito, que manteniéndose estacionarios
no podían reflejar correctamente, a su nivel, las crecientes necesidades monetarias
surgidas del aumento de la producción. Por eso, en su opinión, el escaso capital
financiero librado de la tendencia a la inversión directa en la cría del ovino llegó a
cobrar normalmente hasta el 24% de interés anual.[50]
Atrás iban quedando los viejos tiempos y las circunstancias desfavorables para el
negocio ganadero. La producción pastoril de ganado criollo en la estancia tradicional
ya no ahuyentaba las radicaciones de capital en el campo. Se había revertido
definitivamente la tendencia al estancamiento, provocada indirectamente después de
1850 por la rigidez del mercado tasajero. Aunque contemporáneo al auge del ovino,
el conocido cálculo realizado por Cárcano en 1863 reflejaba, precisamente, las
contradicciones de una realidad económica que venia transformándose
aceleradamente. La estancia tradicional, una especie de establecimiento imaginario,
creado por el autor para analizar las posibilidades de la ganadería del momento, era,
en realidad, una explotación monoproductora de vacunos criollos criados a campo
abierto. Se manejaba exclusivamente con los instrumentos e instalaciones de la
estancia pastoril, no invertía en alambrados, contaba todavía con pozos de balde,
jagüeles y rancho, con lo cual no podía hacer pastar, sobrecargando el campo, más
que 2000 cabezas por legua cuadrada.[51] En esas condiciones, no es de extrañar que
el cálculo demostrara taxativamente la inconveniencia de la inversión en ese Upo de
explotaciones. En un establecimiento con 2000 vacunos, prescindiendo del capital en
campo, las características de la inversión son las siguientes: 159 000 pesos en ganado
e instalaciones fijas, y 25 850 pesos en mantenimiento y pago de salarios. El producto
anual, suponiendo circunstancias climáticas favorables y una reproducción óptima,
ascendía, según sus estimaciones, a los 43 652 pesos. O sea que, deduciendo los
gastos de mantenimiento y fuerza de trabajo, quedaban libres solamente 17 775
pesos. Ese monto no representaba ni siquiera el interés mínimo corriente de) capital
invertido, pues ese capital de 159 000 pesos nos daría, al 1% mensual, la cantidad de
19 080 pesos.
La realidad de las nuevas empresas que venían abriéndose paso en el contexto de
la estructura tradicional era, sin embargo, completamente diferente. Infortunadamente
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no poseemos, para comparar con aquel análisis, estimaciones correspondientes a las
estancias dedicadas al ovino. Ante esta carencia, habremos de utilizar cálculos
referidos a establecimientos similares instalados ni otro lado del Río de la Plata.
Como la aptitud del suelo, el sistema de tenencia de la tierra, los métodos de
producción y la vinculación con el mercado son semejantes en ambas márgenes del
río, los resultados serán igualmente válidos para uno y otro tipo de establecimiento y,
por lo tanto, aplicables, con cierto margen de error, al funcionamiento de la economía
bonaerense. La cuestión central, también aquí, es la siguiente: ¿cómo y dónde
obtuvieron los estancieros capital para alambrar los campos e iniciar las sucesivas
transformaciones económicas del período? Basados en la reunión de datos dispersos,
a veces contradictorios, y especialmente en el testimonio de los propios ganaderos,
los autores de un estudio sobre la economía rural en el Uruguay llegan a conclusiones
exactamente opuestas a las afirmaciones de Cárcano.[52] Según los testimonios, en el
período 1861-1881, la ganancia sobre el monto de capital total invertido en un
establecimiento osciló, durante el primer año de giro, en alrededor del 18%. Este era
el porcentaje de ganancia más alto al que podía aspirarse en la época in vertiendo en
cualquier sector de la economía; lo superaba solamente la tasa de beneficio
correspondiente a la usura montevideana. Similares conclusiones extraen del análisis
de la ganancia redituada por el capital invertido en «poblaciones» (ganados y
mejoras); el promedio de ganancia ponderado se elevaba aquí al 20% hasta 1875. En
las estancias donde era mayor la preponderancia del ovino, el lucro se elevaba, sin
embargo, hasta el 31,8% en los mejores años y llegó a descender, en los peores, al
25%. Pero, desechando los testimonios y aplicando a los datos contables de la época
criterios de análisis más ajustados a la realidad económica del capitalismo que venia
gestándose, los autores llegan a esta sorprendente conclusión: el promedio ponderado
sobre la misma serie de años da nada menos que una ganancia de 117%, es decir, casi
6 veces más que el porcentaje calculado por los propios hacendados. «Esta es la
verdadera ganancia —dicen— de acuerdo a criterios estrictamente económicos, ya
que es inadmisible considerar, como los ganaderos lo hacían, dentro de los gastos, el
total de inversión en tierras, mejoras y ganados, que quedaban en la estancia como
bienes de capital y no se podían amortizar en un año».[53]
Resultados tan halagüeños pueden corroborarse revisando estimaciones mas
precisas de la época, incluidas en secciones del mismo libro. Los gastos estimados
para implantar un nuevo establecimiento dan el siguiente resultado: tres suertes de
campo apropiadas para la cría de ovejas, a razón de 8000 pesos fuertes cada suerte,
suman 24 000 pesos; 15 000 ovejas, a 3 pesos cada una, suman 45 000 pesos;
poblaciones, corrales, implementos, etc., suman 3000 pesos. El gasto total de
inversión se eleva, de ese modo, a 72 000 pesos. Teniendo en cuenta que el plantel
ovino inicial se duplica cada dos años, a los 4 años habrá 60 000 cabezas, valuadas en
180 000 pesos. De ellas se extraerán 10 000 arrobas de lana, que al precio de 5 pesos
por arroba, representaran 50 000 pesos. El valor total de lo producido se elevará,
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entonces, a 230 000 pesos. Descontando de ese total, precio pagado por el campo,
igual a 24 000 pesos y el valor de las 15 000 ovejas primitivas, o sea, 45 000 pesos,
quedará una utilidad liquida de 161 000 pesos. Si se deducen, además, para mayor
exactitud, los gastos correspondientes al ganado perdido y a otras perdidas generales,
se arribará, todavía, a una ganancia definitiva cercana a los 110 000 pesos.[54]
En el mismo texto aparecen otros cómputos, que demuestran que la ganancia total
llegó a ser, en algunos casos, superior al 160% aunque sin descontar los gastos de
amortización de la tierra, un bien que, por otra parte, fue obtenido, generalmente, al
margen de las leyes del mercado, por medio de métodos tan ilícitos como los que
utilizó en Buenos Aires nuestra oligarquía terrateniente. Basándose en ese conjunto
de cifras, los investigadores extraen una serie de conclusiones, de las cuales nos
interesa destacar en particular las tres siguientes: a) después de cuatro o cinco años de
explotación, el estanciero recobraba como mínimo el total de las inversiones
realizadas en tierras; b) o, en igual plazo, la inversión original en ganados; c) aunque
la estimación resulta difícil, es posible que el estanciero de la década del setenta
pudiera obtener en dos meses de producción un equivalente al gasto anual en mano
de obra contratada.
La elocuencia de los resultados nos exime de mayores comentarios. Queda
demostrado que la cría del ovino produce una transformación sustancial en las
limitadas estructuras de nuestro sector pecuario. Paso a ser, en esa época, la única
fuente de acumulación en gran escala. Debido al carácter extensivo de la producción
y al enorme peso de la renta, el grupo social que logró controlar mayores cantidades
de tierras se convirtió, a la vez, en el centro de acumulación de todo el sistema.
Acumulación de tierras y capital serán los mecanismos principales de gestación de la
futura gran burguesía agropecuaria. Aun cuando los métodos de estimación utilizados
por los autores uruguayos citados pudieran inducir a alguna exageración en cuanto a
las bondades del negocio ganadero, los márgenes de beneficio descubiertos son tan
abultados, que nuestra tesis sobre la supercapitalización de los grandes productores se
halla cómodamente a resguardo de ajustes futuros, destinados a corregir o adaptar las
cifras a las condiciones particulares de la Argentina.
Niveles de beneficio tan elevados, obtenidos durante un período de quince a
veinte años, provocan un proceso de acumulación acelerada en beneficio de quienes
controlan los recursos económicos fundamentales. Esto es imaginable, sin embargo,
sólo en circunstancias especiales, cuando ciertos mecanismos del mercado, el
monopolio de recursos naturales o técnicos o una gran disponibilidad de mano de
obra se alistan coyunturalmente, y con carácter transitorio, para forzar, durante un
breve período de tiempo, las leyes naturales del mercado capitalista. Por eso, con
mucha razón, los testigos presenciales compararon este período con la «fiebre del
oro» que volcó sobre los confines californianos a miles de aventureros de todo el
mundo, ávidos de obtener legendarias fortunas de las fabulosas riquezas imaginadas
en la entraña de la tierra. En nuestros campos, por el contrario, la producción
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ganadera, favorecida por los excepcionales precios que le brindó el mercado
manufacturero, pudo extraer del fértil suelo pampeano otro tipo de riquezas —lana,
cuero, sebo, grasa—, que se transformaron después en una enorme masa de capital
contante y sonante en el bolsillo de los nuevos empresarios capitalistas; surgió así la
base de una nueva clase, socia futura del capital inglés para la colonización definitiva
de la economía argentina.
La biografía de Bernardo de Irigoyen nos brinda una preciosa síntesis individual
de este proceso. Como en el caso de mucho otros grandes personajes de la época, la
vida de don Bernardo ejemplifica la fulminante capitalización que hizo posible la
explotación del ovino, inclusive para aquellos que no dispusieron en sus inicios de un
control significativo sobre la tierra y el capital. A pesar de sus modestos orígenes,
pudo integrar, en sus años postreros, la gran burguesía terrateniente consolidada a
partir de la década del ochenta. Abogado, político prominente, experto en relaciones
exteriores, su actividad lo mantuvo siempre, de una u otra forma, directa o
indirectamente, cerca del poder, durante un largo período, desde el gobierno de Rosas
hasta la segunda presidencia del general Roca. A pesar de haber militado más de una
vez en corrientes opositoras a los gobiernos oligárquicos; surgidos después de la
federalización de Buenos Aires, fue embajador, procurador del tesoro, varias veces
ministro, gobernador de la provincia y candidato frustrado del Partido Autonomista a
la sucesión presidencial, cuando Roca decidió promover en 1886 la candidatura de su
cuñado Juárez Celman. Los aspectos contradictorios de su historia política —ministro
de Roca y candidato del PAN, por un lado, organizador de la Unión Cívica, animador
de las revoluciones del 90 y del 93, así como candidato de la Unión Cívica Radical,
por el otro— no frenaron la vertical trayectoria ascendente que, desde el poder o
desde sus proximidades consiguió imprimirle a sus prósperos negocios. En 1852,
mientras se desempeñaba como embajador de Urquiza ante los caudillos del interior,
recibió en herencia, por la muerte de su padre, unas 600 ha de buena tierra, ubicadas a
cierta distancia de Buenos Aires. En ese momento, y sin apresurarse por conocer a
fondo las tareas del campo, decidió engrosar las filas de los primeros productores de
ganado ovino. Para ello se asoció con un banquero de Buenos Aires, un tal Mr. Lumb,
que le facilito 5000 pesos, con los cuales adquirió la primera majada de ovejas y los
implementos para su manejo, y realizó las instalaciones fijas necesarias. En esas
condiciones comenzó la producción, obteniendo desde el inicio los mejores
resultados. Compraba «al corte» vendía lo grande y se quedaba como beneficio con
lo chico, que pasaba a otros campos, arrendados posteriormente para tal efecto. Dos
años después de haberse instalado, comenzó a hacer acopio de lana, contando para
ello con los fondos que le seguía proporcionando el banquero. Hubo años que recibió
hasta 2 millones de pesos papel para la compra de lana y haciendas. Luego, sus
negocios tomaron un ritmo vertiginoso: compra de campos, combinación con
agricultura, fábrica de manteca, alfalfares, importación periódica de reproductores de
raza, comercio de importación, exportación de ganado en pie, etc.[55] En síntesis, las
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actividades típicas del gran burgués terrateniente, artífice, junto al imperialismo, de la
transformación capitalista de nuestro país agrario y dependiente.
El grupo de empresarios ejemplificado por don Bernardo de Irigoyen debe,
además, sus grandes progresos económicos en la etapa de acumulación a las
sustanciales modificaciones que se introdujeron en la estructura de la explotación
ganadera misma. Tratándose de la cría del ovino, un animal con costumbres distintas
a las del vacuno y expuesto reiteradamente a pestes y epidemias, la reproducción
exigió vigilancia y cuidados permanentes, ya que no podían realizarse a campo
abierto, en base a aguadas naturales. Para ello se implantó oportunamente el sistema
de potreros cercados con alambre, ausentes en la estancia tradicional. Las enormes
erogaciones de capital en material importado, destinado a la implantación paulatina
del alambrado, fueron una exigencia impuesta por la necesidad de resguardar los
campos de la voracidad vacuna de limitar la tendencia natural de la oveja, animal
caminador, a los grandes desplazamientos. De ese modo se posibilitó la vigilancia
permanente, la selección de planteles, la mestización y la rotación del pastaje en
praderas de pasto tierno, previamente adaptados por el vacuno. Aunque todavía la
gran burguesía no había comenzado a multiplicar los alambrados como una forma de
ostentación, la importación de alambre en cuatro años, de 1877 a 1881, sumó casi 56
millones de toneladas.[56]
Las innovaciones técnicas y los nuevos criterios utilizados para modernizar la
producción amplían sensiblemente los rubros de inversión en instalaciones fijas,
mediante la introducción de alambrados, galpones, potreros, molinos, instrumentos de
esquila, etc., e impulsan, a la vez, la modificación parcial de la organización del
trabajo. En efecto, para avanzar en la racionalización del trabajo se generaliza el
sistema de puesterías, facilitando el control directo de las majadas en grandes
extensiones, y se acentúa, como dijimos, la tendencia hacia la proletarización del
gaucho, elemento imprescindible en la transformación de los establecimientos. El
gaucho, peón de estancia y soldado en los fortines, será en esta nueva época
sistemáticamente perseguido, acorralado y trampeado en aras de la acumulación
primitiva. La explotación y la persecución será sacramentada, después de Caseros,
por el cuerpo legal que los grandes terratenientes hacen dictar al gobierno de la
provincia de Buenos Aires. Así se busca consumar jurídicamente el nuevo tipo de
relaciones que las modificaciones de la producción venían gestando desde tiempo
atrás en la estructura social del campo.
El Estado, por su parte, amplía sus roles coercitivos para garantizar con mayor
eficacia el proceso de acumulación. No sólo cederá la tierra a la apropiación
particular; también impondrá las condiciones de su uso y la intangibilidad de la
propiedad privada de los bienes productivos, de acuerdo con los mecanismos de
funcionamiento de un nuevo sistema de explotación, basado en las leyes del mercado
capitalista en formación. En ese sentido, fue don Valentín Alsina, a la sazón
gobernador de la provincia, quien tomó la iniciativa al reunir a los estancieros de
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mayor prestigio y poder económico —entre los que figuraban Iraola, Guerrico,
Martínez de Hoz, etc.— en una comisión de consulta destinada a asesorar los
organismos competentes en la redacción de un nuevo Código Rural. Después de que
los hacendados, conocedores, como se afirmaba, de las necesidades de la campaña,
hicieron llegar sus sugerencias y propuestas de modificación, el Código fue
promulgado, al promediar el año 1865. Una parte de su articulado está destinado a
reglamentar minuciosamente el contenido de las nuevas relaciones capitalistas que
estaban imponiéndose en las empresas ganaderas. Para que estas relaciones se
tornaran dominantes, el capital debía obtener la mediación del Estado e imponer
mecanismos de coacción extraeconómica, destinados a someter al gaucho,
representante de esa masa de mano de obra fluctuante que todavía resistíase, aunque
sin alternativas propias, al ineluctable avance de un sistema de explotación articulado
alrededor de la compra y venta de la fuerza de trabajo.
«Para lograr que el paisano quedara ungido al trabajo de la estancia —indica
Reinaldo Frigerio, el único autor que analiza explícitamente el proceso de
acumulación primitiva— la vieja ganadería había elaborado su Reglamento,
pintoresca mezcla de reminiscencias feudales y formas de explotación características
del capitalismo. Sin embargo, mientras hubiera tierra al alcance de la mano, mientras
existiera ganado alzado, mientras los campos permanecieran sin cercar, mientras
existiera la pampa inmensa, el paisano —sin ley ni rey—, libre como el ave salvaje,
podía negar al vacuno sus habilidades de trabajador ganadero. No es una casualidad,
por eso, que el primer código dictado en nuestro país sea el Código Rural de la
provincia de Buenos Aires, verdadero monumento ejemplificador criollo de las “leyes
de vagancia” que Marx comenta en el primer tomo de El Capital».[57]
Aunque aparentemente contradictorias, las disposiciones básicas del nuevo
reglamento están destinadas a orientar la organización social del trabajo rural en un
mismo sentido: consolidación jurídica de la propiedad privada de la tierra y los
ganados, profundización de las relaciones salariales, ampliación del mercado de
trabajo e incremento del suelo disponible para la implantación de nuevas
explotaciones. Ausente, todavía, la mano de obra inmigrante, el Código expresa la
necesidad de estructurar definitivamente un nuevo sistema de explotación de la fuerza
de trabajo de origen criollo. Para ello debe basarse en las condiciones históricas
heredadas: la existencia de una población rural ambulante, sin hábitos de trabajo fijo
y permanente, rebelde al sometimiento contractual. Esto impone al nuevo patrón de
estancia la necesidad de apelar a la fuerza legalizada para erradicar tal tendencia
natural al nomadismo, un modo de vida tolerado, y a veces fomentado, por su
antecesor, el señor de la hacienda pastoril, en la medida que se integraba
armónicamente a los métodos tradicionales de explotación ganadera superextensiva,
desarrollada a campo abierto. Respecto de las relaciones de trabajo, el Código
comienza definiendo la naturaleza de los dos sujetos económicos fundamentales,
propietarios y trabajadores: «es patrón —dictamina— quien contrata los servicios de
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una persona en beneficio de sus bienes rurales; y es peón rural quien los presta
mediante cierto precio o salario». Del mismo modo, «es persona rural, el dueño
arrendatario, poseedor o principal administrador de un establecimiento de campo que
resida habitualmente en él, e igualmente sus dependientes o asalariados».[58] Se
reconoce así explícitamente la existencia del patrón como empresario capitalista: él
debe establecer relaciones salariales, y no de otro tipo, con la mano de obra empleada
en las estancias, el paisano, que desde entonces será denominado asalariado, de
acuerdo con las nuevas características que pretende imponer a su desempeño.
Las condiciones de trabajo y remuneración fijadas por común acuerdo entre estas
dos partes pasan a ser registradas en un nuevo documento, el contrato de trabajo; el
Estado, a través de su representante específico, el juez de paz, vigilará su
cumplimiento por ambas partes y arbitrará en casos de mala intención o conflicto. Tal
como ocurre en las etapas históricas de acumulación primitiva capitalista, el Código
no deja de legislar, además, con cierta precisión, sobre las condiciones de
sobrexplotación permitidas en la utilización de la fuerza de trabajo. En efecto, la
jornada de labor no se fija en horas, sino que corresponde al tiempo transcurrido entre
la salida y la puesta del sol. La única oportunidad de usar luz natural para tareas
ajenas al trabajo, el descanso dominical, no es reconocido, para los peones, en época
de cosecha y esquila. Sí se concede durante el resto del año, siempre y cuando resulte
conciliable con la clase de servicio para que se halle contratado el peón. Este se
compromete, además, a realizar toda clase de tareas fuera de las horas establecidas
«si es requerido al efecto por el patrón».
Si aparecen conflictos, en caso de duda o discusión respecto al pago de los
servicios prestados, «el juez de paz, a falta de otro género de pruebas, fallará con
arreglo al libro de cuentas que lleve el patrón, agregándose el juramento que este
mismo prestará» al efecto. Por otra parte, el patrón tiene derecho a violar las
relaciones contractuales si, a su juicio, el dependiente resulta «desobediente, haragán
o vicioso», aunque éste puede, si se creé injustamente perjudicado, «recurrir al juez
de paz exigiendo su vindicación o la subsanación del perjuicio que el hecho le
causase». Estas indicaciones, a las que podrían sumarse muchas otras, tipifican tan
precisamente los rasgos generales de los sistemas de sobreexplotación capitalista
generados en la etapa de acumulación originaria que resulta innecesario agregar
mayores elementos probatorios. En caso de conflicto, por ejemplo, palabra contra
palabra vale siempre el juramento del patrón, documento contra documento resulta
más confiable el registro de cuentas del estanciero que el contrato firmado ante el
mismo ente que juzga. Si el asalariado no cumple, de acuerdo al juicio del patrón, con
las condiciones establecidas, puede ejercerse sobre él violencia legítima a través de la
justicia. Si, por el contrario, los términos se invierten, y quien no cumple es el patrón,
el asalariado dependerá de su juramento, o del buen juicio de la autoridad formal, el
juez, un personaje proclive a ceder, reverente, ante las sugerencias o imposiciones del
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poder real, el capital, haciendo pasar inadvertidas todas las violaciones a la ley que
perjudiquen los derechos de los paisanos.
Puesto en vigencia el Código, los mecanismos de explotación se aplicarán
libremente, ya que la justicia, administrada generalmente por un terrateniente o un
caudillo complaciente, se atiene a las necesidades del propietario, amo y señor de la
comarca, nacida a la sombra de sus latifundios. En ellos se asienta el poder real
ejercitado en la campaña, aunque las relaciones economicosociales y los cuerpos
jurídicos vayan cambiando de contenido con el advenimiento de los nuevos tiempos.
El reglamento sirve, además, para aplicar con mejores resultados los mecanismos de
coacción extraeconómica. Siendo el gaucho un sujeto errante, sin destino fijo ni
fuente de trabajo establecida, el terrateniente identifica la prosperidad de su naciente
empresa con la necesidad de transformarlo definitivamente en peón aquerenciado.
Para ello, el Código enuncia una serie de disposiciones destinadas a obstaculizar y
restringir la movilidad de la mano de obra en el mercado de trabajo, violando
explícitamente las leyes de libre concurrencia y contratación entre sujetos autónomos.
Las famosas leyes sobre vagancia, citadas reiteradamente, han hecho pensar en la
persistencia de relaciones sociales muy próximas a los sistemas de servidumbre
semifeudal, ocultas, en cierto modo, bajo denominaciones jurídicas aparentemente
modernas. Sin embargo, aunque cierta forma de servidumbre existe y es mantenida
mediante la coacción extraeconómica, ella tiene un significado exactamente opuesto
al que le adjudican los escritores liberales. La coacción extraeconómica se impone, en
esta etapa, porque es la única alternativa que tiene el Estado para reunir a los paisanos
sin tierra en un mercado estable de trabajo, libremente explotable por el capital en
función de su creciente demanda de nuevos factores productivos. Aunque resulte
contradictorio, las particularidades de nuestra estructura rural obligaron a los
estancieros en tránsito hacia el capitalismo a revivir disposiciones coactivas de
épocas anteriores para producir el salto hacia la organización de un sistema de
explotación capitalista más armónico, que se consolidó definitivamente treinta años
después, cuando la proletarización del gaucho habíase consumado y las formas de
coacción policial quedaron sepultadas en el olvido.
Dentro de ese contexto deben interpretarse, por ejemplo disposiciones como la
siguiente: «Necesitando un patrón emplear uno o más peones fuera de los limites de
su partido, les muñirá con un documento fechado, que exprese los días que calcule
durará la comisión o trabajo; vencidos los cuales, el peón hallado fuera de dichos
límites, y que no acreditase haberlo observado […] será remitido por el juez del
partido en que sea hallado, al partido de su residencia para que lo entregue al patrón y
se le imponga una multa de 50 pesos a beneficio de la municipalidad».[59]
Pero no sólo por las razones apuntadas se recogieron en el Código las antiguas
leyes sobre vagancia. Además de asegurar el mercado de trabajo, el sistema se vio
obligado, cada vez más, a reducir la zona de influencia del indio para incorporar esas
tierras a la explotación ganadera. Sensible ante esa necesidad, el Estado nacional
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equipó y reorganizó el ejército de línea, encomendándole la tarea perentoria de
extender las fronteras y asegurar con su presencia la permanencia y seguridad de los
pobladores que habían ido infiltrándose en las áreas semiconquistadas. El leve
desplazamiento y la característica inestabilidad de las fronteras bonaerenses de los
períodos anteriores incitaban ahora a promover nuevas campañas, más agresivas, con
el objetivo de obtener definitivamente las tierras «de afuera», una extensa zona de
aproximadamente 150 000 km de inmejorables campos para pastoreo, dominados
todavía por ranqueles y araucanos.
Ambos mandatos fueron cumplidos. Se alistó para ello un nutrido ejército de
soldados «enganchados», formado principalmente por la mano de obra rebelde del
campo, el gaucho que intentaba todavía resistirse al sometimiento capitalista. Más
tarde, cuando las campañas de Alsina agotaron las fuentes de reclutamiento que las
leyes de vagancia permitían obtener, se incluyó en las periódicas «remontas» toda la
mano de obra semiocupada, aun aquella que había logrado asentarse precariamente
alrededor de los grandes establecimientos. Por eso la aplicación de las disposiciones
sobre vagancia tomó tanta actualidad, antes de la definitiva conquista del desierto,
dando lugar a una serie de atropellos, arbitrariedades y manejos políticos de la masa
campesina, reiteradamente denunciados, en su momento, por algunas figuras políticas
en la prensa y el parlamento. Según el Código se declaraba «vago» a todo aquel que
«careciendo de domicilio fijo y de medios conocidos de subsistencia, perjudique la
moral por sus malas costumbres y vicios habituales». La clasificación de vago era
función exclusiva del juez de paz, quien decidía, basándose en su propio testimonio,
el tipo de pena que pudiere corresponder, multas o castigos corporales, en la menor
parte de los casos, o condena a servir por tres años en los fortines militares, en la
mayoría de las oportunidades. La diligencia en la tarea dependía de las necesidades
de reclutamiento. Así, por ejemplo, el gobierno provincial remitió, en vísperas de la
campaña de Alsina, una circular a los juzgados ordenando la urgente remisión al
«batallón de guardia provincial» de «todos los individuos declarados vagos, con
arreglo a las disposiciones del Código Rural».[60] Estamos ya, comenta Rodríguez
Molas, en el ámbito histórico y geográfico del Martín Fierro. Tres años después, el
poema de Hernández simbolizará dramáticamente la alternativa que la expansión
capitalista en el campo presenta al gaucho bonaerense: se conchaba en la estancia, se
acerca al juez de paz, se convierte en asalariado, o lo transforman en «vago», sujeto
sin ley, marginado social que pagará, a la postre, sirviendo en los fortines, el delito de
resistirse a aceptar las formas de sujeción que le impone, mediante la transformación
de la división social del trabajo, el ingreso del capital en la economía terrateniente.[61]
La conquista del desierto, consumada casi al finalizar la etapa, y la introducción
del frigorífico ovino, que abre el período de expansión capitalista propiamente dicho,
consolidan el proceso de acumulación originaria, una especie de plataforma de
lanzamiento para el acelerado desarrollo de nuestra gran burguesía agraria en las
décadas posteriores. Antes de hacerse presente la mestización del vacuno, el
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frigorífico trustificado, el monopolio de los transportes, la inmigración, la agricultura
y las grandes inversiones financieras, los terratenientes de la región ya habían logrado
el control de los dos factores estratégicos de la expansión económica posterior, la
tierra y el capital.
Usufructuando sistemáticamente los mecanismos de apropiación privada —
donaciones, premios militares, compras al Estado, arrendamientos especulativos,
expropiación de pequeños propietarios, etc.—, un reducido grupo de grandes
estancieros, acaparadores y especuladores logra concentrar, como vimos, la mayor
parte de la tierra sustraída a la influencia del indio. Los beneficiados fueron, más
precisamente, tres sectores: en primer lugar, la antigua clase de hacendados señoriales
con raigambre colonial; junto a ellos un importante grupo de comerciantes y
especuladores porteños vinculados al comercio de importación y exportación; por
último, un minoritario sector de medianos empresarios rurales incorporados a la
producción en la época de auge del ovino.
Para reforzar aun más el proceso de acumulación, aumenta el valor de la tierra a
medida que va siendo apropiada. Por convergencia de varios factores deformantes, la
expansión capitalista inicia un ciclo de valorización ascendente que, con diferencias
de ritmo, continuará vigente durante todo el período, hasta la crisis del año 1930. Este
incremento del precio de la tierra no obedece simplemente a la especulación, como se
afirma generalmente: su causa es más profunda ya que se vincula al aumento de los
rendimientos provocados por las sucesivas modificaciones producidas en la estructura
y destino de la producción ganadera. Cada nuevo rubro incorporado, como
complemento o sustitución de los ya existentes, aumenta la renta y la cuota de
beneficio que puede extraerse, tanto de la tierra como del capital invertido en ella. La
elaboración de la lana, siendo más intensiva en la utilización de los factores
productivos —tierra, capital y mano de obra— y remunerada con mejores precios en
el mercado, permite extraer mayores excedentes del suelo e incorporar nuevas
parcelas con menores ventajas diferenciales que las existentes. La nueva renta,
capitalizada, empuja hacia arriba los precios de la tierra; éstos se favorecen, además,
por las sucesivas inversiones de capital realizadas en las haciendas, por el desarrollo
de la red de transportes que vincula las tierras más lejanas con el mercado y abarata
costos, por el aumento de la población rural y por la formación de un mercado de
trabajo relativamente estable, a lo cual se suma la presión ejercida por la ampliación
de la demanda, renovada constantemente con nuevos compradores, productores en
potencia que descubren en las actividades agropecuaria, posibilidad de realizar ciertos
negocios de envergadura. El constante aumento de excedentes que la concentración
territorial, las inversiones realizadas en los nuevos rubros productivos y el aumento
de los precios arrojan en manos de los productores terratenientes conducen a
incrementar el valor de los bienes requeridos en las empresas agropecuarias. Un
viajero inglés, testigo del proceso desde sus orígenes, ofrece en el año 1867 la
siguiente descripción: «Tan grande y rápido era el aumento del valor de los terrenos y
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ganados, que en ocho o diez años, por medio del aumento y creciente importancia del
producto de los ganados, el valor de los terrenos se hizo diez veces mayor, y el de los
ganados aumentó también mucho. Parecerá una consecuencia que, por el aumento
acumulativo de los ganados, su valor mejorado, y el valor diez veces mayor de los
terrenos, los que empezaron temprano la cría de ovejas, tuvieron una extraordinaria
concurrencia de circunstancias, que levantaron sus fortunas sin ningún esfuerzo por
parte de ellos».[62]
De ese modo, los grandes productores-especuladores pudieron contabilizar a su
favor, cuando promediaba la década del ochenta, además del capital acumulado, la
propiedad sumamente valorizada de enormes extensiones de tierra productiva,
distribuida en todas las latitudes de la región. La tierra se valorizó aun más cuando la
introducción del capital inglés y la nueva expansión de la demanda metropolitana la
transformaron para siempre en la mercancía más codiciada del mercado nacional.
Pero ya antes de esa época, el incremento de la demanda y la especulación la
introdujeron en una espiral inflacionaria que sólo detuvo momentáneamente la
depresión de 1890.
En las postrimerías del siglo, la tendencia a la valorización de los bienes entra en una
segunda etapa. En ella, el refinamiento del ganado vacuno y la producción de cereales
para el mercado exterior adquieren mayor predominio sobre el conjunto de las
actividades agropecuarias. En el sector ganadero, por ejemplo, el valor total de las
especies más importantes sube de 379 millones de pesos oro en 1895 a 1049 millones
en 1914. El ganado vacuno mestizado absorbe la mayor parte de ese incremento; el
valor de sus planteles pasa de 223 millones a 960 millones de pesos oro. Esto le
permite acrecentar del 58 al 68%, su participación en el producto total generado por
la ganadería. El precio de la tierra, por su parte, registra indices de crecimiento aun
más elevados que en los ciclos anteriores.
Ahora bien, si la etapa que culmina con la conquista del desierto y la repartición
de los últimos fragmentos de tierra disponible tiene en la acumulación primitiva y en
la preformación de la gran burguesía agraria terrateniente su signo distintivo, la
década del ochenta, junto con la fabulosa valorización de los bienes, inaugura la
historia contemporánea de la argentina capitalista dependiente. El capitalismo, como
hemos dicho, avanzó hacia el sector agropecuario impulsado por el incremento y
cambio de composición de la demanda, por la inversión monopolista en
infraestructura, industrias transformadoras, comercios y servicios financieros, y por la
asimilación de una gran masa de mano de obra inmigrante. Pero a la acción
combinada de estos tres grandes mecanismos exógenos de desarrollo capitalista
deben agregarse, además, inversiones internas de considerable magnitud, realizadas
por medianos y grandes terratenientes en las empresas agropecuarias. Por este medio
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se opera la segunda transformación estructural de las haciendas, un cambio sustancial
vinculado, esta vez, a la producción de un nuevo tipo de carne vacuna refinada,
destinado a satisfacer los requerimientos del creciente consumo metropolitano.
El incesante ritmo de transformación de las fuerzas productivas y la
generalización y profundización de las nuevas relaciones de producción provocados
por la inserción capitalista en el mercado mundial no eliminan ni ocultan, sin
embargo, el enorme peso gravitante de ciertos factores retardatarios heredados del
pasado. Entre ellos se destaca, en primer plano, el efecto más importante del sistema
de tenencia de la tierra: el aumento absoluto y la acelerada concentración de la masa
de excedentes apropiada bajo la forma de renta. Generada especialmente en los
grandes latifundios ganaderos, la masa absoluta de renta crece en proporción al
incremento de la tierra explotada. En este proceso desempeña un rol fundamental la
expansión de la infraestructura, que al posibilitar la conexión fluida y económica de
las nuevas células productivas con los grandes centros de consumo no sólo acrecienta
el valor de las tierras marginales, sino que hace que las zonas tradicionales se vean
favorecidas por nuevas ventajas diferenciales. El volumen de renta aumenta, por otra
parte, con el incremento de los precios agropecuarios en el mercado. Pero la
valorización posible tiene como requisitos fundamentales un uso más intensivo de la
tierra, destinada ahora a cultivos agrícolas y a la preparación de praderas artificiales,
y una mayor inversión de capital en instalaciones, implementos y mano de obra.
Impulsado, además, por modificaciones externas al sector, el volumen de la renta
aumenta aun más cuando la expansión demográfica y la acumulación realizada en
actividades urbanas comienzan a elevar fuertemente la demanda de tierras.
Orientados en un mismo sentido y sumados a los efectos distorsionadores de la
especulación inmobiliaria, estos fenómenos instalan en el centro del sistema una
tendencia permanente al incremento artificial del precio de la tierra y de los
arrendamientos.
El aumento de la renta y de la renta capitalizada dependen cada vez más, por
consiguiente, de las inversiones de capital. En ese sentido, queda por determinar si el
incremento del volumen de venta provocado por esa inversión modifica la tasa de
renta, es decir, si el excedente apropiado bajo esa forma aumenta o disminuye
proporcionalmente en relación a los beneficios del capital. La oscuridad conceptual
instalada alrededor de este problema y la falta casi absoluta de datos empíricos
apropiados para analizarlo cuantitativamente nos obligan a apartarnos de un tema
que, por su envergadura y especificidad, excede en mucho los límites de nuestro
trabajo. Sin embargo, una cabal comprensión de las trabas que caracterizaron a la
expansión capitalista del período, depende, en una buena parte, de la elucidación de
dicha cuestión.
Con todo, aun sin poder cuantificarlo y relacionarlo con el proceso de circulación
del capital, sabemos que el volumen de excedente apropiado bajo la forma de renta es
enorme, y que el incremento de ésta y de todas las otras formas de ganancia
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extraordinaria dependen, en la ganadería, de dos clases de inversión: la inversión en
infraestructura y en industrias, realizada por el capital imperialista, y la inversión
destinada a transformar la estructura de las viejas estancias ganaderas, llevada a cabo
por los grandes productores especuladores, favorecidos con el proceso de
acumulación originaria.
Así como la apropiación de tierras no condujo directamente, en la etapa anterior,
al control del aparato del Estado, sino que por el contrario, el manejo del poder fue,
como vimos, la base de la acumulación de tierras públicas, la acumulación de
excedentes en el campo proviene, principalmente, de la renta de la tierra. La
introducción del frigorífico, en la primera década del siglo, impone, sin embargo, al
gran propietario, nuevas condiciones para continuar incrementando en su beneficio la
masa de renta territorial. Todas esas condiciones se ligan directa o indirectamente al
aumento de la inversión de capital. Por ello es erróneo analizar la modernización y el
avance del capitalismo solamente en relación a los posibles incrementos de la mano
de obra asalariada. En la ganadería, la creciente disponibilidad de tierras y las
tendencias naturales hacia el uso extensivo del suelo que ella fundamenta conspiran
contra las líneas históricas conocidas del desarrollo capitalista, propias de la
producción agrícola y la industria manufacturera. El avance del capitalismo en la
Argentina se halla ligado principalmente a la persistente inversión de capital en las
empresas para modificar, adaptar y racionalizar la producción ganadera en relación
con las modificaciones de la demanda. La inversión de capital provoca, de ese modo,
un sensible desarrollo de las fuerzas productivas, modifica la naturaleza de las
relaciones de producción preexistentes y crea, a la vez, otras nuevas. Este proceso en
su conjunto es limitado, sin embargo, por el enorme peso de la renta y de la ganancia
monopolista, y también por la escasa magnitud de la mano de obra puesta en juego.
Esos fenómenos se constituyen, como veremos, en factores estructurales de atraso y
deformación, que incitan, entre otras cosas, a la inmovilización de excedentes en la
compra de nuevas tierras y a la especulación en sus variadas formas y alternativas,
entre las cuales se destacó el sector financiero.
De esta forma, la tendencia hacia la acumulación, abierta por el sistema mundial
desde la época de Rosas, se completa. Si el poder fue condición indispensable para
realizar la apropiación de tierras y, a continuación, la cría del ovino posibilitó la
primera etapa significativa de producción y capitalización, las nuevas condiciones de
inserción en el mercado mundial imponen una segunda etapa de grandes inversiones
—cualitativamente distinta— desarrollada a partir del proceso de acumulación
originaria. La relación entre el manejo del poder político, los mecanismos de
apropiación territorial y la apertura de nuevos canales hacia la capitalización ya ha
sido analizada; veamos ahora cómo se conjugan los términos de esta nueva ecuación
económica en el ámbito de la producción agropecuaria.
Para ello, partimos de la descripción testimonial más importante que nos ha
dejado aquella época. Corresponde a Godofredo Daireaux, un estanciero afortunado,
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de personalidad multifacética, enriquecido en el transcurso de las últimas décadas del
siglo XIX. Además de productor, fue comerciante, especulador en tierras, fundador de
pueblos en varias provincias, escritor, prolífico periodista y, por sobre todas esas
cosas, un profundo conocedor e innovador de las costumbres de nuestra campaña.
Aunque su visión se inscribe, lógicamente, en los marcos del mito ideológico
elaborado por la naciente burguesía agraria asociada al capital inglés, los datos que
aporta, y su indiscutida autoridad en el tema, resultan de un valor inestimable para
medir en sus verdaderos alcances el proceso de transformaciones sufrido por las
grandes haciendas ganaderas durante este período de expansión capitalista.[63]
Coincidiendo con el criterio general, que es también el nuestro, Daireaux
confirma que el año 1878, con la conquista del desierto y la modificación del
mercado internacional, marca el inicio de una nueva era, plagada de importantes
modificaciones en la organización de la producción agropecuaria. Señala la existencia
de una etapa de transición, desde ese momento hasta 1890, caracterizada sobre todo
por el éxodo masivo de las haciendas, desde los campos de adentro hacia los campos
de afuera, es decir, hacia las 4000 leguas de tierras vírgenes cedidas al patrimonio
privado por el gobierno de la Nación. La apertura de esos nuevos campos consolidó,
por otra parte, la tendencia histórica de los criadores hacia el uso extensivo del suelo.
Eso ocurre, precisamente, cuando el abarrotamiento de los campos de adentro
comenzó a crearles una disyuntiva: el estancamiento de la producción o la
implantación de nuevos métodos de cría, destinados a favorecer un uso más intensivo
de la tierra. De ese modo, la gran disposición de tierras menos fértiles compensó, en
parte, el superpoblamiento de las antiguas praderas de mejor calidad, haciendo
prosperar extraordinariamente los rebaños y los ingresos de muchos ganaderos,
resignados, antes de la conquista, a vegetar sin horizontes en los campos cercanos a la
ciudad de Buenos Aires.
Superada la etapa de transición, que permitió, a partir de la incorporación de
nuevas tierras, mantener el tipo de producción extensiva, comienzan a perfilarse los
rasgos de la estancia moderna: el aumento de la población y de los rebaños, la
agricultura incorporada aceleradamente, la penetración de las vías férreas, que facilita
la dirección centralizada de los establecimientos desde Buenos Aires, y el
surgimiento de las industrias agropecuarias. Y con ellos el proceso, siempre presente,
de valorización de los campos. «Ya no se trata de vender leguas a 10 o 20 mil pesos
—dice Daireaux— sino a 10, 20, 30, 60 o 100 000 pesos, cada una de sus 2500 ha».
Las grandes ganancias que se obtienen mediante la negociación de la tierra
acumulada son utilizadas, en parte, para la modernización de las estancias. Las
instalaciones y la maquinaria se hacen más complejas, se mestiza el ganado, se
introducen reproductores, se implantan cabañas integradas a la agricultura de
forrajeras, etc. La transformación es tan profunda que Daireaux, exagerando
interesadamente la realidad, se permite emitir juicios como el siguiente: «La estancia
argentina puede, en 1908, competir victoriosamente con los establecimientos
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similares de cualquier parte del mundo, y en ese sentido, mas de lo que pueda
escribirse respecto a los progresos admirables de la estancia argentina, lo enseñará en
oportunidad, un paseo de una hora por la Exposición Rural. Y el estanciero argentino
que allí no se sienta orgulloso, o algo picado de envidia cualquier criador venido de
otro país, es que no sabrá ver ni sentir».
La modificación de los criterios técnicos utilizados para alimentar el ganado,
combatir las enfermedades, controlar el proceso de crecimiento, elevar los índices de
reproducción y mejorar la calidad de los rodeos se convirtió en uno de los ejes
fundamentales de la nueva organización del trabajo. La instalación del alambrado,
destinado a delimitar el contorno y subdividir en grandes parcelas la superficie de las
estancias adquirió una enorme importancia estratégica. Su decisiva función
renovadora explica la enorme difusión que tiene en un lapso tan corto, a pesar de las
grandes inversiones de capital que supone. Sólo subdividiendo las grandes
extensiones territoriales es posible instrumentar métodos adecuados de combinación
y purificación de razas y de mestización del ganado criollo; lo mismo ocurre con la
introducción de la agricultura, el aprovechamiento de los forrajes, la separación de
los rodeos y la plena utilización de las praderas artificiales. Por eso, sólo los grandes
establecimientos que dispusieron, entre otras cosas, de capital suficiente para
extender el alambrado pudieron ubicarse a la vanguardia del proceso de
modernización. La inserción en el gran mercado exportador no dependía solamente
de la posibilidad de controlar grandes extensiones de suelos aptos para expandir los
planteles ganaderos y aumentar la producción de carne: era necesario superar los
métodos tradicionales, realizando grandes inversiones de capital para explotar con
criterios modernos los recursos naturales disponibles y, de ese modo, obtener
adecuados niveles de ganancia y renta.
El mismo fenómeno, en menor escala, apareció cuando los nuevos métodos de
control de la alimentación y crecimiento del ganado exigieron la instalación de
aguadas artificiales. Durante el periodo en que el pastar de la hacienda dependía de la
mayor o menor accesibilidad a las fuentes naturales de agua, la ponderación de la
productividad del suelo se hallaba determinada, tanto por su aptitud morfológica
como por la disponibilidad de aguadas permanentes; este doble condicionamiento
obligó, en muchos casos, a despreciar campos fértiles por la escasez de ese recurso.
Las primitivas aguadas artificiales —jagüeles y pozos de balde— resolvieron en parte
el problema. Sin embargo, la solución definitiva se produjo con la introducción de la
tecnología más avanzada de la época, o sea con la instalación de molinos de viento,
bombas de succión y pozos artesianos. «Hoy los gastos para establecer las aguadas
necesarias —dice Daireaux— en muchos establecimientos son muchísimo más
elevados que en aquellos tiempos bíblicos. Pero se preocupan mayormente los
estancieros actuales, de la cuestión, pues lo principal es tener aguadas buenas, cuesten
lo que cuesten».
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Súbitamente enriquecidos por la progresiva valorización de los campos y la
hacienda, los grandes terratenientes comienzan a inmovilizar una parte de sus
excedentes en la construcción de los nuevos «cascos de estancias». De ese modo, la
fastuosidad de los nuevos palacios implantados intempestivamente en medio de la
Pampa, al estilo de los señores feudales europeos, comienza a poner de manifiesto los
dos componentes contrapuestos, aunque no contradictorios, de la conducta de una
clase opulenta que construye su autoimagen imitando ostentosamente los hábitos y
costumbres de la aristocracia europea tradicional.[64] Una clase que, si por un lado,
invierte capital para transformar las viejas estancias pastoriles en modernas empresas
agropecuarias y amplia el ámbito de sus negocios trasladando ingresos hacia otras
actividades productivas, comerciales y financieras, por otro lado, destina un volumen
desproporcionado de su fortuna a una amplia gama de consumos improductivos. Esa
contraposición se revela incluso en los criterios utilizados para remodelar las grandes
estancias, donde junto a los suntuosos «cascos» se construyeron las instalaciones fijas
necesarias para asegurar una adecuada organización del trabajo. Así, el refinamiento
de la hacienda exigió la construcción de amplios galpones y pesebres debidamente
implementados, la agricultura de forrajeras requirió depósitos de maquinarias
agrícola que también sirvieron para realizar la esquila de millones de ovejas, o para
establecer lecherías, fábricas de queso, manteca, etc. Cargando las tintas, Daireaux
proporciona una imagen idílica:
«La estancia argentina, cueva, rancho o casucha en tiempos que claramente
percibe la memoria de muchos no muy avanzados de edad, se va volviendo todo en
pueblito: casa elegante y confortable, o mansión, para el estanciero y su familia, casa
higiénica grande y cómoda para el personal subalterno; casa para mayordomo y la
administración; galpones para depósito y pesebres vacunos; cochería, herrería,
carpintería; edificios adecuados para las industrias agrícolas indispensables;
mantequería y quesería; establos para los reproductores de majadas; cameros, ovejas,
corderos, y para los cerdos, cuya cría se impone en todo país agrícola, productor de
maíz, como es el nuestro.
»La estancia argentina, en 1908 parece colonia; y lo es, y cada día más lo será,
aun en los vastos campos alfalfados donde pastan puras vacas».
La introducción de forrajeras marca el punto más avanzado de las
transformaciones enumeradas. Significa una verdadera revolución en los métodos de
producción, aunque sus reales efectos; transformadores se encuentren limitados,
desde el principio, por la presencia del sistema de arrendamiento. Estando en pleno
proceso de expansión, la mayoría de los establecimientos miden su progreso por la
extensión de sus praderas artificiales. La agricultura de cereales poco importa; su
implantación transitoria sólo sirve para mejorar las condiciones del suelo destinado a
albergar nuevas pasturas permanentes. Aun así, arar y sembrar la tierra parece ser,
según Daireaux, la preocupación permanente de los propietarios. «Es que ya saben
ahora —afirma— que es ilusión creer que solamente el pisoteo de los animales
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compone el suelo; que tener en el campo centenares o miles de yeguas para mejorar
la tierra, es un engaño ruinoso, que sólo el arado y la siembra valen para desterrar el
pasto duro, y de la estancia primitiva que nada produce, hacer la estancia moderna
enriquecedora».
Además de los gastos en instalaciones, en los cuales ha invertido cantidades
crecientes de capital, el gran ganadero debe incorporar otros medios de trabajo para
adecuarse a las exigencias modernas de la producción. A pesar de no ser demasiado:
complicados todavía, los nuevos implementos agrícolas y ganaderos —máquinas de
esquilar, bretes, instalaciones y herramientas diversas— parecen no estar, en su
conjunto, al alcance de los criadores menos poderosos. Hasta tal punto esta limitación
constriñe las posibilidades de desarrollo de los productores medianos, que el autor les
aconseja la creación de formas asociativas para utilizar en común las máquinas más
costosas —aquellas que sólo están al alcance de los grandes establecimientos—, ya
que de lo contrario la productividad de sus explotaciones se ubicaría muy por debajo
de la media del sector. De no hacerlo; —les dice— deberán resignarse a soportar una
disminución de los margenes de ganancia, situación tolerable mientras subsistan altos
precios para los productos ganaderos, pero muy riesgosa si llegaran a revertirse las
tendencias alcistas impuestas por el mercado internacional.
Ahora bien, si la calidad de los nuevos rodeos expresa las sensibles
transformaciones operadas en la estancia moderna, una simple comparación con las
características de establecimientos ganaderos europeos de la época no puede obviar
las considerables diferencias que separan los respectivos criterios de producción. Al
mencionar este punto, la argumentación de Daireaux se vuelve estratégica para
comprender y medir tanto el alcance como los limites del desarrollo capitalista en las
explotaciones extensivas. En efecto, no es sólo el peso de la renta, ni tampoco la
explotación masiva de los chacareros arrendatarios lo que permite explicar la
posición social y la conducta económica de los grandes ganaderos, oscilante entre el
capitalismo productivo y la especulación rentística y financiera. Existen otras causas
que, integradas a aquellas, determinan el atraso estructural de la empresa
agropecuaria argentina. Reiterando el tono enfático. Daireaux las expresa con suma
claridad: exalta por un lado desmedidamente sus aspectos positivos, pero deja
entrever, al mismo tiempo, el origen de sus limitaciones. «Estamos muy lejos de
adoptar en un todo —dice— los sistemas y métodos de las regiones muy pobladas,
como Inglaterra y Francia, donde la estabulación permanente es, casi en todas partes,
la regla: pero no los adoptamos, justamente porque tenemos la suerte de no
necesitarlo, por la suavidad de nuestro clima, la extensión de nuestras pampas y la
fertilidad de su suelo […] La técnica de nuestros trabajos de campo, en estancias de
simple cría de hacienda corriente, sigue siendo muy criolla, y tanto las faenas de
rodeo y de corral como el cuidado general de la hacienda requiere cierto tipo de
conocimientos que ignora, y con razón, el criador europeo […] El hacendado europeo
es un pastor de a pie, que cuida bajo techo pocas vacas y las conoce por su nombre y
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por el día de nacimiento; el hacendado argentino cuida sus vacas a caballo, porque
son muchas, en mucho campo. Diferencia capital, que a pesar de achicarse cada día
más, por la división de las herencias y el refinamiento de las haciendas, todavía
dictará en la pampa sus leyes —leyes zootécnicas al fin— por una larga serie de
años».
La convalidación de la estructura empresaria latifundista es clara, explícita y, a
pesar del tono francamente laudatorio, parece convincente porque retoma una
cuestión que ya hemos presentado en páginas anteriores: el latifundio no excluye la
inversión de capital ni las transformaciones tecnológicas; por el contrario, contiene a
ambas dentro de un esquema en el cual el régimen de tenencia de la tierra, la
naturaleza del producto principal y las características de los recursos naturales
disponibles condicionan y orientan las estrategias de producción. En efecto, si como
ocurre en Europa —contexto social que se toma como referencia para definir la
intensividad del uso del suelo—, el clima resulta relativamente desfavorable, la tierra
escasa, la población rural demasiado numerosa y la subdivisión parcelaria excesiva,
las estrategias de producción agropecuaria tienden a basarse en el uso intensivo de los
pocos recursos naturales existentes. En cambio, si el clima es favorable, la población
escasa y la tierra relativamente abundante, el régimen latifundiario, previamente
consolidado, permite la utilización de extensas praderas, excepcionalmente aptas para
el desarrollo de la ganadería extensiva a campo abierto, evitando los grandes costos
que implica la estabulación permanente. Su nivel de «modernidad» y su modo de ser
capitalista deben ser analizados desde esa perspectiva. El nivel de productividad
física de la tierra utilizada será, probablemente, mucho menor, pero la rentabilidad
del capital invertido mucho más elevada en este segundo caso, aunque la
organización del trabajo en la Pampa sea mucho más simple y el volumen de mano de
obra empleada mucho más reducido.
La indebida comparación, implícita o explícita, entre ambos tipos de estrategias
productivas, resultado de circunstancias diferentes, ha dificultado la comprensión del
carácter de las grandes estancias de nuestro país. Resaltando excesivamente los
rasgos no capitalistas de sus relaciones internas de producción, entre las cuales
predominan las formas de renta precapitalista, se han perdido de vista no sólo sus
sensibles transformaciones, sino también los determinantes estructurales que la
convierten en una de las unidades básicas del capitalismo agrario atrasado,
deformado y dependiente que se constituye en este periodo. Atraso en el ritmo de las
transformaciones tecnológicas y deformación de las relaciones sociales que se
expresan, por ejemplo, dentro del contexto de crecimiento acelerado de la
producción, en el desarrollo simultáneo del sistema de arrendamiento agrícola a
chacareros sin capital y de las modernas cabañas reproductoras de razas puras, en las
cuales se realizan grandes inversiones de capital en instalaciones, maquinaria, mano
de obra y toda clase de insumos importados. Tanto aquel sistema como estas
modernas empresas tiene su lugar dentro de un mismo esquema productivo,
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rediseñado para hacer compatibles los intereses de los empresarios terratenientes con
los requerimientos del nuevo mercado, monopolizado por las grandes empresas de la
industria frigorífica. En rigor, el destino de las inversiones no fue decidido en función
de reducir la magnitud de la misma sino de acuerdo con los criterios que permitieran
obtener el mayor margen de beneficios. La necesidad de ampliar ese margen —
combinando ganancia del capital y renta diferencial de la tierra— impuso la forma
particular de articulación entre el desarrollo tecnológico, la organización económica y
el papel de ciertos grupos sociales en las grandes estancias ganaderas.
Por tal razón, cuando nuevos incrementos de la producción generaron factores de
incertidumbre, es decir cuando el mercado externo emitió señales de saturación, los
excedentes de capital acumulados por los grandes terratenientes fueron trasladados —
tal como lo plantea adecuadamente Jorge Sábato— hacia otros sectores de la
economía, tratando de mantener o ampliar aún más sus grandes márgenes de
beneficio.[65] Pero si ese capital no se invirtió para introducir procesos productivos
técnicamente más avanzados, que rindieron sus frutos en otras regiones donde las
condiciones naturales y sociales eran completamente diferentes, es porque la
adopción de esos criterios no hubiera respondido a una adecuada conducta empresaria
en busca de mayores beneficios. En cambio, cuando se debió invertir para importar y
criar reproductores de nuevas razas, el proceso fue llevado hasta sus últimas
consecuencias, sin retacear montos y sin atarse a criterios tradicionales. Si las
cabañas desarrolladas en los grandes establecimientos superaron en poco tiempo los
modelos copiados del extranjero fue porque así lo requirió la producción barata de
carne fina exigida por la demanda externa. Por el contrario, la agricultura dependiente
de la ganadería, al margen de este tipo de exigencias, no llegó a superar los limites de
la pequeña producción familiar.
Otros juicios podrían emitirse sobre esta cuestión si la agricultura hubiera sido
incorporada por los productores terratenientes bajo formas tradicionales, rechazando
y obstaculizando los efectos transformadores que lleva implícita. Sin embargo, un
planteo de esta naturaleza nace de una deficiente conceptualización, tanto de la
coyuntura histórica, como de la estructura social y del comportamiento económico de
nuestras clases dominantes. El negocio propuesto por el gran capital extranjero a los
grandes terratenientes argentinos consistió exclusivamente en la producción
especializada de carne fina, sin otras pretensiones. La forma en que éstos
respondieron los fue llevando hacia un tipo particular de capitalismo agrario, que se
convirtió en el núcleo irradiador de los impulsos y de los límites deformantes de todo
el capitalismo argentino de este periodo. El llamado proceso de modernización no es
otra cosa que el tránsito hacia el capitalismo, operado en una estructura social
dominada por el capital monopolista, donde las grandes empresas agropecuarias
latifundistas marcan el ritmo de desarrollo a la vez que determinan los factores de su
atraso y deformación. Pretender que su presencia constituyó un obstáculo insalvable
para el pleno desarrollo de otro tipo de relaciones de producción, instaladas como
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germen en los demás sectores de la economía, especialmente en el sector industrial
ligado al mercado interno, oponer ilegítimamente un esquema abstracto de sociedad
posible a la forma histórica concreta que asumió el capitalismo dependiente en un
segmento de la periferia latinoamericana. Es no comprender que en el campo y en las
demás ramas de la economía en expansión, el capitalismo nace y adquiere su
naturaleza particular directa o indirectamente condicionado por la predominancia de
aquel núcleo original. En ese sentido, es sensiblemente distinto afirmar que los
aspectos tradicionales y atrasados del campo fueron las trabas fundamentales que
impidieron el desarrollo de capitalismo industrial esbozado tímidamente en los
núcleos urbanos del litoral, que concebir a éste como formando parte subordinada de
un sistema regional relativamente integrado, aunque no exento de importantes
contradicciones internas.
Así, producto del desarrollo combinado entre relaciones de producción avanzadas
y atrasadas, se va configurando a nivel global y sectorial una especie de sistema
híbrido, regido por leyes específicas, en el cual se articulan las diversas formas de
apropiación del excedente que ya hemos analizado. En el campo, la expansión del
salario y la ganancia capitalista acompañan el crecimiento de las distintas formas de
renta y de ganancia extraordinaria asociadas a la especulación y a la presencia del
capital monopolista. El capital y el trabajo asalariado se imponen sobre el conjunto, y
las relaciones de producción restantes, más atrasadas, menos capitalistas, no se
constituyen en obstáculos, ni tienden a disolverse; son subsidiarias del eje principal y
crecen junto a él. Estas formas atrasadas se expresan, principalmente, en la
agricultura de forrajeras realizada por medieros y aparceros y, en la ganadería, en la
expansión del sistema de puesteros utilizado en las grandes haciendas. En ambos
casos, las relaciones atrasadas, casi tangenciales con el precapitalismo, no se heredan,
se crean deliberadamente para explotar del mejor modo posible las características de
la mano de obra disponible.
El régimen de producción más avanzado arraiga, por su parte, en las industrias
transformadoras de derivados agropecuarios y en las cabañas reproductoras,
instaladas en los grandes establecimientos, propiedad de los ganaderos más
poderosos. «Existen —dice Daireaux— cabañas reproductoras, con su dotación de
toros y vacas puros, importados, sin fijarse por lo demás en el costo, en las cuales se
siguen en un todo las reglas y costumbres europeas: estabulación continua, cuidado
esmerado, vigilancia higiénica y sanitaria, a cargo de veterinarios patentados y de
personal competente, registros de estado civil llevados con toda exactitud y selección
hábilmente dirigida para evitar la consanguinidad, fijar cualidades adquiridas y
eliminar los defectos amenazadores. De dichas cabañas, ya bastante numerosas, y
afamadas algunas de modo suficiente para que ciertos de sus productos hayan
conseguido, en los últimos años, precios que todavía nuestros hacendados no habían
pagado por toros importados directamente de Inglaterra. Y si estas cabañas, respecto
a cuidados zootécnicos, están a la altura de las mejores europeas, siéndoles en su
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mayoría superiores en extensión y número de animales, las estancias más lejanas van
aplicando también, cada vez más estrictamente, todas las reglas del arte […] tal como
lo explica la zootecnia más avanzada».
Aceptemos que la caracterización del autor es exageradamente laudatoria, que
como parte interesada le preocupa brindar una imagen desproporcionada de los
progresos y modificaciones realizados en la producción y en la organización del
trabajo de los grandes establecimientos. Convengamos también que las cabañas
reproductoras no constituyeron, como él pretende, complejos laboratorios
veterinarios donde la ciencia y las últimas adquisiciones de la técnica fueron puestos
al servicio de la elaboración de las mejores especies ganaderas. Así y todo, el cúmulo
de importantes transformaciones concentradas en este tipo de establecimientos deja
clara constancia de la evidente preocupación empresaria de los grandes estancieros
por mejorar, en base a la inversión de capital y a la introducción de las técnicas más
adecuadas, la calidad de los rodeos hasta el límite que les fijó la industria frigorífica.
Ello explica, por otra parte, que hayan logrado superar, en ese rubro, los
resultados obtenidos por las explotaciones más avanzadas del mundo. Si aparecieron
importantes trabas al desarrollo técnico y a la transformación permanente de los
métodos productivos, ellas deben buscarse en la tendencia a la producción extensiva
que alientan la fertilidad natural y el latifundio. Pero esta tendencia se adecua a un
medio ecológico donde la abundancia de tierra y pastos naturales reemplaza en buena
parte la necesidad de complicados manejos agrícolas. Al posibilitar un tipo de
producción basado en la sobreutilización de tierra, el latifundio rechaza los criterios
de producción basados en la aplicación intensiva de trabajo y capital. Por ello, la
cabaña reproductora pudo obtener equilibradamente sus objetivos económicos
cuando logró producir un conjunto de especies ganaderas que, partiendo de los
métodos utilizados en la Pampa, pudieran satisfacer holgadamente la cantidad y
calidad de carne exigida por el mercado internacional.
Sin aminorar esfuerzos empresarios ni retacear inversiones, los objetivos fueron,
tal como lo querían sus socios ingleses, debidamente cumplidos. La burguesía
terrateniente no se orientó hacia la industria transformadora de exportación, es decir
hacia el frigorífico, porque ello formaba parte del acuerdo establecido con el capital
monopolista. Cerrado ese camino, reconocido y aceptado el rol hegemónico del trust
frigorífico en los negocios de exportación, los grandes establecimientos incorporan la
industria de derivados a sus complejos agropecuarios para abastecer con diversas
clases de productos el mercado interno en expansión.
Se promueve, de ese modo, una nueva etapa en el proceso de especialización de
las industrias, que llegaron en algunos casos, después de cubrir la totalidad del
consumo interior, a participaren el comercio de exportación. La importación de
máquinas especializadas y la instalación de fábricas de queso y manteca comienza a
fines de siglo y tiene su período de mayor auge durante la Primera Guerra Mundial;
así llegan a consolidarse importantes núcleos industriales, como La Martona, La
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Delicia y La Tandilera, distribuidos en distintas latitudes de la región pampeana. La
mayor parte de ellos deben su desarrollo, sin duda, a las inversiones y a la actividad
empresaria de la gran burguesía terrateniente.
La rápida capacidad de adaptación y la dependencia, tanto de los estímulos
externos como de las oscilaciones del mercado, figuran entre los rasgos más
característicos de la gran burguesía terrateniente. Dentro de los estrechos marcos de
una economía agraria y dependiente, despliega una serie de actividades que la
vinculan simultáneamente con los grupos monopolistas instalados en el aparato de
comercialización externa y con el desarrollo de los núcleos productivos más
importantes del país. Aunque gran parte de sus ingresos proviene de la renta de la
tierra, su orientación económica fundamental se asocia con el nacimiento y
consolidación del capitalismo deformado en la Argentina. Un tipo de capitalismo que
se basa en un desarrollo limitado de las fuerzas productivas y le permite ubicarse,
como clase, en la cúspide del nuevo sistema. Tanto el desarrollo capitalista como la
posición hegemónica de la burguesía terrateniente tienen su antecedente en el proceso
de acumulación originaria y su origen histórico y estructural en las modificaciones de
la gran empresa ganadera.
En ese sentido, Daireaux brinda nuevamente una elocuente descripción de esa
conducta adaptativa y de los cambios acontecidos en la coyuntura. Aunque el aporte
es un tanto extenso, lo incluimos para finalizar apoyando nuestro criterio con un
importante testimonio, de alto valor documental, construido desde adentro, como
autoimagen, por uno de los más lúcidos intelectuales de este grupo terrateniente.
«La zootecnia —dice— no es una ciencia matemática: se amolda a las
circunstancias, al clima, al ambiente social y comercial de cada país. Sus reglas
primordiales de mejoramiento físico de los animales, entendiéndolo en el sentido de
mayor provecho para el hombre, no son inmutables y se aplican ahora en la
República Argentina con todo esmero y en condiciones sumamente favorables al
mejor éxito. Respecto al ambiente climatérico, seria ingrato el estanciero si llegase a
quejarse de él.
»Apenas si le pide un poco de trabajo para que todo le salga a pedir de boca, no le
ha negado ni el suelo fértil, ni el agua abundante, ni lluvias fecundantes, ni extensión
incomparable, ni el clima suave, ni demasiado caluroso ni demasiado frío. Si él ha
tardado mucho tiempo en aprovechar como es debido tantas ventajas, es que no tenia
necesidad de hacerlo. De su riqueza latente, nadie parecía hacer caso, y se dormía
perezosamente en ella, sin pedirle más que la fácil satisfacción de sus gustos
moderados de pastor frugal y sin ambición.
»Casi de repente le han pedido en Europa carne por cargamento, dándole los
medios de mandarla allá conservada en excelentes condiciones, lo que durante tanto
tiempo no se había logrado conseguir. Y cambiando con éstos su situación de simple
pastor indolente en la de criador que tiene que hacer frente a necesidades ajenas,
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múltiples y delicadas, no vaciló en aplicar a sus rusticas haciendas los métodos
zootécnicos más adelantados y más modernos.
»Por supuesto, ni por un momento pensó en condenar a sus vacas, acostumbradas
a vivir al aire puro y en completa libertad, a la estabulación inútil y costosa de los
países fríos y muy poblados. Pero ya que le pedían, en enorme cantidad, carne de
novillo nuevo, con preferencia de cierta raza y preparación, dejó por ello de lado, sin
sacrificar su sistema de cría que valía a sus animales tan admirable constitución
física, la rutina y el empirismo que, hasta entonces, habían predominado en la
administración de sus rodeos; y en vez de la selección, si no del todo natural, por lo
menos bastante inconsciente que presidía a la renovación de sus productores, empezó
a adaptar las verdaderas leyes zootécnicas a los mismos modos criollos de criar
hacienda, seguidos desde hace siglos en la Pampa. Lo mismo que antes, se trataba de
conseguir carne, grasa y cueros, pero las necesidades comerciales, en cuanto a la
calidad, eran otras. Para conseguir los productos exigidos, necesitaba reformar bajo
todo concepto su hacienda tanto en la raza como en la alimentación.
»Y hasta qué punto la reformó, ahí están las exposiciones rurales anuales de la
Sociedad Rural para dar fe de ello».
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CAPITULO V
En los capítulos anteriores hemos analizado con cierto detalle los rasgos más notorios
de la nueva red de relaciones sociales de producción generadas en cada sector de la
economía agraria por la expansión de la producción y el mercado. Aunque todavía
insuficiente, la investigación nos permitió delimitar aproximadamente el amplio
espacio que separa a este tipo de relaciones de aquellas que definimos como
plenamente capitalistas. Posibilitó también refutar las interpretaciones tradicionales
que afirman el predominio de relaciones semifeudales o predominantemente
precapitalistas.[1] Si se aceptan los resultados de nuestro análisis, existen razones
suficientes para cuestionar con fundamento la mayor parte de los criterios utilizados
anteriormente en la explicación de la génesis de nuestra actual estructura agraria.
Para desprendernos del peso de esa tradición, hemos tratado de demostrar que el
desarrollo de la producción agropecuaria y la ocupación de la mayor parte de la tierra
pampeana fueron organizados y alentados, directa o indirectamente, por el capital
bajo sus distintas formas. Tanto la roturación de tierras vírgenes, como la
transformación de rubros y métodos de explotación en zonas tradicionales, dan lugar,
a partir del ochenta, a la conformación de una serie de situaciones de diversas
características pero en las cuales el capital siempre se halla presente de algún modo.
Esos modos de hacerse presente y de influir en la organización técnica y social de la
producción difieren de los procesos de tipo clásico promovidos por la penetración del
capital no agrícola en el campo, en el transcurso de otras situaciones históricas,
propias de los países capitalistas avanzados.
En la Argentina, la estructura tradicional no interpuso obstáculos insalvables a la
expansión de las relaciones capitalistas de producción, y la inversión de capital
resultó suficiente para responder con una gigantesca expansión de la producción a los
crecientes requerimientos del mercado internacional. Pero en todo caso, la superación
de esos obstáculos por ese tipo de capital agudizó, en comparación con la experiencia
de los países avanzados, la situación de «atraso relativo» y perpetuó la subordinación
de formas no capitalistas de producción. Al plantear las cosas de ese modo, el
problema de nuestro desarrollo histórico se redefine y permite elaborar otro tipo de
explicaciones.
En efecto, del carácter monopólico de la inversión capitalista provienen la mayor
parte de la base material y de las estrategias productivas que afectan hoy, todavía,
tanto los niveles de productividad como las relaciones sociales fundamentales del
Página 194
campo en la región pampeana. De aquella época hemos heredado, entre otros muchos
factores, la utilización del capital social básico que hizo posible la colonización de
toda la tierra disponible, la tendencia a la mecanización extensiva de las
explotaciones agrícolas, el aumento permanente del precio de la tierra, el desarrollo
de la renta especulativa basada en la apropiación latifundiaria de la tierra, etc. Allí
están para atestiguarlo los datos estadísticos y las descripciones de la época,
elementos que no permiten abrigar dudas sobre la naturaleza de este proceso. Pero, si
bien el increíble acrecentamiento de la riqueza social, sólo interrumpido por la crisis
del 30, y sus mecanismos de apropiación privada no se basan en la expropiación
rentística del pequeño campesino, tampoco se asientan en lo contrario: la apropiación
de plusvalía generada por el trabajo socializado, subyugado por el capital. De ahí que
quienes fundamentan el desarrollo de la producción agropecuaria en uno u otro
mecanismo, reproduciendo para nuestro país modelos de desarrollo basados en uno
de los estadios transitados por los países metropolitanos, encuéntranse obligados a
legitimar sus análisis con innecesarias y unilaterales exageraciones. De un lado se
acentúa el peso de la pequeña producción familiar independiente, oscureciendo el rol
del capital, el trabajo asalariado y la renta diferencial; del otro, se generaliza mediante
infundadas extrapolaciones estadísticas lo contrario, es decir, el agigantamiento de las
relaciones sociales capitalistas.[2]
Distanciándose de ambas tendencias desde el momento mismo de su gestación,
transitando luego por vías intermedias, nuestra estructura agraria encontró un modo
particular de expandir las relaciones sociales capitalistas. Ese modo de ser, capitalista,
deformado, atrasado y dependiente, se expresa, como vimos, tanto en las
características de las unidades de producción como en el perfil social de las clases
fundamentales. En efecto, si analizamos con cierto detalle la naturaleza de las
relaciones que permiten organizar el proceso de trabajo en los distintos tipos de
empresas agropecuarias, encontramos que la penetración del capital va asociada sólo
en algunos casos con el crecimiento de los sujetos sociales propios del modelo
clásico. En la inmensa mayoría de los casos el incremento de la acumulación de
capital depende de los mecanismos de expropiación de excedentes a los que es
sometido un conjunto de nuevos sujetos sociales de distinta naturaleza. Serán éstos
los protagonistas de una especie de proceso de causación circular, en el cual el capital
se reproduce y los reproduce dentro de un esquema dominado por el «desarrollo
combinado» de las relaciones sociales de producción.[3]
El concepto de «desarrollo combinado» ha sido elaborado para explicar ciertas
modalidades de desarrollo capitalista en las cuales el capital penetra en la esfera de la
producción o de la circulación y genera dos cosas a la vez: de un lado, la aparición de
nuevas relaciones capitalistas, y del otro, la subordinación de relaciones no
capitalistas preexistentes a las necesidades de expansión de los nuevos factores
hegemónicos, el capital y el mercado. De este modo, la subordinación no supone
disolución de relaciones sociales anteriores, sino, por el contrario, su reforzamiento y
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puesta al servicio de nuevos mecanismos de reproducción del capital. A diferencia de
lo que ocurre en el modelo clásico, el trabajo no llega a ser subyugado directamente
por el capital, pero se integra a un sistema en el que la expropiación y acumulación
son realizadas por este último bajo sus diversas formas. La «combinación» es
entonces coexistencia y desarrollo paralelo de relaciones de producción distintas pero
no contrapuestas, unas correspondientes al modo de producción capitalista
propiamente dicho y otras a formas no capitalistas que, por no constituir un modo de
producción, son integradas indirectamente al proceso de valorización del capital.[4]
Con este concepto se intenta abarcar, en el nivel de las relaciones sociales de
producción, los complejos procesos históricos que provocó la inserción tardía de un
tipo de capital poco concentrado, acumulado fuera del ámbito agrario e incapaz de
eliminar obstáculos preexistentes, en países con predominio de relaciones feudales.
Igualmente, se intenta explicar la influencia que tiene este fenómeno en la
determinación del lento ritmo de desarrollo de las fuerzas productivas y la influencia
de ambos en la constitución de una estructura de clases sumamente compleja y
heterogénea. Pensamos que, ampliando el campo de aplicación de este concepto,
podemos utilizarlo para analizar situaciones en las que el capital tiene presencia
hegemónica y promueve directa o indirectamente la producción de mercancías,
mediante relaciones de producción que no siendo feudales ni semifeudales tampoco
reproducen plenamente la clásica polarización entre el capital y el trabajo asalariado.
En ese caso, podrían estudiarse desde la perspectiva del desarrollo combinado la
totalidad de las formaciones sociales capitalistas dependientes, y en especial aquellas
que, por contener regiones agrarias prácticamente deshabitadas, como la Pampa
argentina, no presentaron formas de organización del trabajo significativas previas a
la penetración del capital en el sector agrario. En estos procesos de desarrollo la
penetración del capital imperialista no subordina relaciones atrasadas, de subsistencia
o semifeudales, inexistentes, sino que crea otras formas distintas, pero igualmente
alejadas de las típicamente capitalistas, con las cuales pasan a coexistir dentro de un
mismo sistema.
Para analizar las formas especificas de «combinación» es conveniente abordar
simultáneamente el estudio de dos cuestiones diferentes: una se refiere a la posible
combinación de relaciones sociales heterogéneas en el ámbito de las unidades de
producción, la otra tiene en cuenta la constitución de un sistema de producción,
circulación y apropiación del excedente agropecuario, en el cual intervienen varios
tipos de sujetos económicos y varios tipos de unidades de producción. En el primer
caso, tendremos en cuenta, por ejemplo, la combinación del trabajo familiar y el
trabajo asalariado en las chacras trigueras, o la combinación del puestero, el
arrendatario y el peón asalariado en las estancias ganaderas. En el segundo caso,
haremos referencias a un sistema global de explotación dominado por las formas más
concentradas del capital, por ejemplo, al papel del capital monopolista comercial en
la subordinación de todas las empresas productoras de granos, ya sean éstas chacras
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de campesinos pobres arrendatarios, pequeñas explotaciones familiares o empresas
capitalistas.
De acuerdo a este planteo, que profundizaremos más adelante, las posiciones
estructurales de clase en nuestro capitalismo agrario son cuatro, definidas según el
tipo de inserción que tienen en el proceso de trabajo y según el origen de sus
ingresos. Estas posiciones se corresponden con los siguientes personajes: entre los
propietarios aparecen, por una parte, los terratenientes absorbiendo renta, y por otra,
los empresarios capitalistas que en tanto invierten capital reciben su correspondiente
cuota de beneficios. Entre los trabajadores se ubican los que autoexplotan su trabajo
independiente y reciben por ello ingresos directos, y aquellos que sólo pueden
enajenar a terceros su fuerza de trabajo para percibir un salario.
Sin embargo, al analizar situaciones especificas como la que constituye el objeto
de nuestra investigación, nos encontramos con una gama mucho más amplia de
sujetos económicos que desarrollan roles claramente diferenciados. Para poder captar
en toda su complejidad la variedad de situaciones de clase generadas por el desarrollo
del capitalismo en la región pampeana es necesario enriquecer el análisis de esas
posiciones fundamentales teniendo en cuenta dos cuestiones centrales; nos referimos
a las características del proceso de concentración de la propiedad territorial y a las
modalidades del proceso de concentración del capital, ubicado tanto en la esfera de la
producción como en la de la circulación comercial y financiera. Las diversas formas
de articulación entre ambos fenómenos tienen una influencia decisiva en la aparición
de un complejo conjunto de nuevas situaciones de clase, intermedias o indefinidas,
difíciles de conceptualizar porque en ellas se entrecruzan, en distintos grados y de
diversos modos, algunos de los rasgos que definen el perfil de las cuatro posiciones
fundamentales.
Así ocurrió de un modo particular en la mayoría de los países latinoamericanos
donde el alto nivel de concentración de la propiedad territorial interpuso enormes
obstáculos al proceso de penetración del capital. Más allá de los rasgos específicos de
cada región y salvando algunas excepciones como la que se generó con los cambios
estructurales provocados por la gran revolución agraria mexicana, la economía
latifundista dominante en el momento de la redefinición de su inserción en el
mercado mundial giraba alrededor de dos grandes tipos de explotaciones: las
haciendas coloniales y el latifundio de manos muertas.[5]
El latifundio de manos muertas y la mayor parte de las haciendas coloniales
permanecieron impermeables a los efectos disolventes de la presencia del capital. Por
diversas razones que no analizamos continuaron concentrando en su seno casi todas
las formas precapitalistas de subyugación del trabajo campesino y del trabajo
personal que les permitieron perpetuar su dominio. Favorecidas por la reproducción
permanente de los grandes contingentes de mano de obra aportados por las
comunidades indígena asimiladas o encomendadas, combinan de diversas formas la
explotación directa del trabajo a través de la servidumbre y la apropiación de los
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excedentes del agricultor minifundista por medio de la renta precapitalista de la tierra.
Autolimitadas a producir para el mercado local o regional y generalmente
desfavorecidas por la baja aptitud de los suelos para redefinir estrategias y producir
alimentos o materias primas exportables, tanto unas como otras se mantienen
distantes y aisladas del proceso de transformaciones que provoca la presencia del
capital monopólico en otras esferas de la economía, aun de la propia economía
agrícola.
En los espacios dotados de ventajas comparativas para satisfacer la nueva
demanda internacional comienzan a desarrollarse, en cambio, dos nuevos tipos de
explotaciones: la hacienda capitalista surgida de la transformación de una parte de las
antiguas economías señoriales, y la gran plantación, creada por la inversión directa de
capital extranjero altamente concentrado. Ambas se caracterizan por introducir
sustanciales modificaciones en los criterios de uso del suelo, a partir de cierto tipo de
desarrollo tecnológico y de la sustantiva incorporación de nuevos contingentes de
mano de obra asalariada. La relación capital salario so convierte en uno de los ejes de
la organización social de la producción, a la que se acoplan otras modalidades de
explotación precapitalista del trabajo campesino heredadas del régimen anterior.
Dentro de ese esquema es redefinida la función económica del productor
independiente minifundista, generando una nueva situación donde cobra plena
vigencia la noción de desarrollo combinado de las relaciones de producción. Ella
sintetiza en un solo sentido las tres características básicas sobre las cuales se asienta
este tipo de capitalismo deformado: 1) alta concentración de la propiedad de la tierra,
que deja lugar solamente a la constelación latifundio-minifundio; no existen ni se
desarrollan explotaciones familiares o basadas en la inversión de pequeños capitales:
2) alta concentración del capital empresario afectado a las actividades productivas;
tanto la economía de plantación como la gran hacienda capitalista, agregan a la gran
disponibilidad de tierras considerables montos de inversión, destinados a la
incorporación de tecnología adecuada y a la contratación de mano de obra asalariada;
3) persistencia de una enorme masa de campesinos minifundistas, integrados
marginalmente al mercado capitalista a través de la contratación temporal de su
fuerza de trabajo o de la circulación de algunos de los productos de su trabajo
independiente.
Redefinidas en el contexto de este tipo de desarrollo capitalista, las posiciones
básicas adquieren otra naturaleza. Así, la categoría «terrateniente» puede referirse a
dos clases de sujetos sociales con características diametralmente opuestas, solamente
unidos por el hecho de tener la posibilidad de controlar enormes extensiones
latifundiarias. Indica, por un lado, al gran hacendado señorial, desvinculado de los
núcleos más dinámicos del desarrollo capitalista, que conserva tanto en el plano de
las funciones económicas como en el de la conducta política y social las notas
esenciales de una aristocracia improductiva, ligada todavía a las pautas de
comportamiento heredadas del pasado colonial. Por otro lado, el gran terrateniente es
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el gran capitalista, agente de importación de ciertos hábitos empresariales, adaptados
a las condiciones de funcionamiento en que se desenvuelven las sociedades
periféricas, miembro del grupo dominante nacional asociado al capital extranjero. La
posición del capitalista no puede diferenciarse, por consiguiente, de la del
terrateniente, no existe independientemente de él, ni siquiera a nivel de los estratos
intermedios que, como dijimos, no hallan posibilidad de desarrollo en este tipo de
estructura.
Por su enorme peso cuantitativo, la figura del productor independiente adquiere
gran relevancia; se trata, en general, de campesinos minifundistas, ligados a la
economía de subsistencia, a la dominación semifeudal de las haciendas señoriales y a
las múltiples formas de explotación marginal realizadas tanto por la economía de
plantación como por la gran hacienda capitalista. La situación de esta enorme masa
de campesinos empobrecidos, casi indigentes, ha dado lugar, desde distintas
perspectivas ideológicas, a varias líneas de análisis. La teoría del dualismo estructural
ha enfatizado su carácter arcaico, su impenetrabilidad, su resistencia al cambio y su
relativo aislamiento, en las economías de subsistencia, de los centros de desarrollo
capitalista. La teoría de la marginalidad estructural ha intentado demostrar, por el
contrario, el tipo especial de vinculación que tienen con la economía capitalista y el
papel que juegan como potencial ejército de reserva, fuente de mano de obra
disponible para abaratar costos de producción y satisfacer las necesidades
estacionales de nuevos empleos. Ambas coinciden en descartar de plano, para este
sector, toda posibilidad de acumulación, es decir, toda posibilidad de transición hacia
categorías superiores de la jerarquía social, más cercanas a la de los pequeños
productores familiares capitalistas.[6] Utilizada directamente por el gran capital,
aparece, por último, la mera fuerza de trabajo, el proletariado rural, con un gran peso
demográfico y un elevado índice de concentración, correlativo al grado de
centralización de la tierra y del capital agrario.
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Cuadro V.1
Porcentaje de explotaciones y tierra agroganadera ocupada en la región pampeana, Salta y La Rioja (1914)
Región pampeana La Rioja Salta
Escala de magnitud
(ha) Expl. Sup. Expl. Sup. Expl. Sup.
(%) (%) (%) (%) (%) (%)
0-25 22,0 0,8 64,0 0,8 34,0 0,4
26-100 32,4 5,5 15,0 1,2 25,0 1,6
101-500 37,0 25,4 9,0 5,0 16,0 4,0
501-1000 4,0 9,8 3,0 4,0 3,0 3,0
1001-5000 4,0 25,7 6,0 33.0 14,0 38.0
más de 5000 0,6 32,2 3,0 56,0 3,0 53,0
TOTAL 100,0 100,0 100,0 100,0 100,0 100.0
Fuente: Tercer Censo Nacional, año 1914, tomo V.
Por ello las cuatro posiciones básicas alrededor de las cuales se articula la estructura
de clases cambian sensiblemente de contenido a medida que las primeras definiciones
formales van siendo dotadas de mayor complejidad y enriquecidas con el estudio de
los índices de concentración de la propiedad territorial y de las formas posibles de
combinación entre distintos tipos de explotaciones agropecuarias. Para avanzar en tal
sentido, analicemos brevemente el primero de estos aspectos, confrontando el sistema
de distribución de la tierra agropecuaria explotada en la región pampeana, con la de
dos provincias marginadas, que en esa época, año 1914, mantenían una estructura
productiva relativamente semejante a la de los países dependientes típicos de nuestro
continente.
En efecto, Salta y La Rioja, como muchas otras regiones argentinas, se hallaban,
todavía, casi no penetradas por las formas de producción capitalistas. Por su tipo de
especialización no habían establecido conexión con el mercado internacional,
mientras que el mercado interno, al concentrar todo su dinamismo en la zona litoral,
había comenzado desde tiempo atrás a erosionar lentamente sus economías, sin
proponerles ninguna manera de incorporación a la nueva corriente de flujos
comerciales, dirigida desde el puerto de Buenos Aires. Sumidas en un largo período
de letargo, las fuerzas productivas armonizaban aún con formas tradicionales de
organización del trabajo, más próximas al inmovilismo de los criterios precapitalistas
que a los nuevos métodos de producción mercantil creados en el área pampeana.
Debido a las elevadas diferencias de aptitud del suelo existentes entre la región
pampeana y las dos provincias cordilleranas, las categorías de explotación
confrontadas no resultan tal como han sido presentadas, totalmente homologables.
Por ejemplo, una pequeña explotación superior a las 10 ha puede, en la región
pampeana, absorber el trabajo de una familia, mientras que, en la región cordillerana,
seguramente contiene al clásico productor independiente minifundista. Algo similar
ocurre con la categoría de 1000 a 5000 ha: en la Pampa húmeda, estos
establecimientos, dedicados a la ganadería, dan lugar al desarrollo de una importante
burguesía rural, integrada de lleno a la producción para la exportación, mientras que
en las provincias pobres se trata de explotaciones radicadas en suelos semiáridos, o
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de monte, con muy poca capacidad de recepción de planteles vacunos criollos,
alimentados con pastos naturales. Pero, a pesar de que el contraste entre ambas
regiones no sea tan acentuado como lo expresan las cifras, existen diferencias
significativas en la distribución de la propiedad. En relación a nuestro centro de
interés, pueden extraerse de la comparación tres conclusiones fundamentales: a) en
las regiones más atrasadas el peso relativo de los grandes latifundios, de más de 5000
ha, es mucho mayor que en la región pampeana: b) como contraparte, en aquellas
regiones la inmensa mayoría de las explotaciones correspondientes a los pequeños
productores se agolpan en las categorías minifundistas: mientras que las grandes
explotaciones ocupan más del 50% de la tierra, las parcelas menores de 25 ha
agrupan, en el caso de La Rioja, al 64% de los establecimientos: de ese modo
reproducen, en términos mucho más contrastantes, la clásica situación bipolar de
oposición-complementación entre latifundio y minifundio; c) esta oposición se halla,
en la región pampeana, mucho más atenuada. No sólo es menor el peso relativo de los
grandes latifundios, sino que las parcelas minifundiarias apenas superan el 20% del
total. Pero, además, entre unas y otros hay una serie de categorías intermedias,
formadas tanto por empresas familiares como por pequeñas y medianas empresas
capitalistas, que agrupan el 75% de los establecimientos y más del 40% de la tierra
explotada. Para resaltar las diferencias, nótese que las posiciones equivalentes en La
Rioja significan el 28% y el 10,5% respectivamente.
Cuadro V.2
Explotaciones y tierra ocupada en agroganadería en la región pampeana (año 1914) y varios países de América
Latina (1965)
Minifundio (1) Mediefundio (2) Latifundio (3)
Expl. Sup. Expl. Sup. Expl. Sup.
(%) (%) (%) (%) (%) (%)
Región pampeana 23,8 3,0 76,0 55,0 0,2 32,0
Brasil 22,5 0,5 72,8 39,5 4,7 60,0
Chile 36,9 0,2 56,2 20,8 6,9 79,0
Ecuador 89,9 16,6 9,7 38,4 0,4 45,0
Perú 88,0 7,4 10,9 10,6 1,1 82,0
(1) Explotaciones agrícolas de 0,1-10 ha y ganaderas de 0,1-100 ha. (2) Explotaciones familiares y
multifamiliares medianas. (3) En la región pampeana, explotaciones de más de 5000 ha.
Fuente: Tercer Censo Nacional, año 1914, tomo V; Celso Furtado: La economía latinoamericana desde la
conquista hasta la revolución cubana, Universidad de Chile, 1969, pág. 75; CIDA: Tenencia de la tierra y
desarrollo socioeconómico del sector agrícola, OEA, Unión Panamericana, Washington, 1966.
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los datos del estudio realizado en 1965.[7] A pesar de que más de medio siglo separa
las fechas de ambos relevamientos, puede observarse con qué nitidez resaltan las
diferencias entre nuestro país y el resto de América.
El coeficiente de concentración territorial es para nuestra región el más bajo de
todos los casos presentados. Por el lado de la concentración de la tierra ocupada por
grandes latifundios, la superan nítidamente Chile y Perú con el 79% y el 82% del
total, respectivamente. Por el lado del peso de las parcelas minifundistas, sobresalen
Perú y Ecuador, con casi el 90% de las explotaciones contra sólo el 23,8 de la región
pampeana. Respecto a los mediefundios se le aproxima solamente Brasil, donde a
pesar de que el 60% de la tierra pertenece a los latifundios, el 73% de las
explotaciones pertenecen a esa categoría; se diferencia de Argentina, sin embargo,
por tener un porcentaje muy inferior de tierra ocupada. Muy por debajo se ubican, en
orden descendente, Chile, Ecuador y Perú. En la comparación con estos países
vuelven a destacarse los rasgos particulares de la región pampeana mencionados
anteriormente: estructura dominada por el latifundio, pero con menor peso de las
grandes explotaciones terratenientes y de la concentración demográfica en parcelas
minifundistas improductivas. Y, a la vez, una presencia importantísima de sectores
intermedios tanto por el número de explotaciones y el peso relativo de la población
absorbida, como por el porcentaje de tierra ocupada y la masa de valor producido.
Ubicada en ese contexto, el carácter distintivo de la región parece estar dado,
principalmente, por la tendencia a la concentración de la tierra más que a la
centralización de los establecimientos. Si bien la centralización es un fenómeno
presente, que permite, entre otras cosas, identificar a las grandes empresas y con ellas
a la cúpula terrateniente, la utilización extensiva del terreno disponible se define
como rasgo predominante, común a todos los tipos de explotaciones. Sólo la
extensividad permite explicamos que explotaciones ganaderas de 100 ha y
explotaciones agrícolas de 10 ha sean consideradas, con poco margen de error,
parcelas minifundistas, cuando en Europa el minifundio no supera las 2 ha y el
latifundio es, generalmente, la explotación agrícola superior a las 500 ha. El abismo
que separa ambos sistemas se vincula estrechamente con la relación de combinación
entre tierra y capital. El uso intensivo de la tierra significa en Europa mayor
productividad de parcelas pequeñas y naturalmente pobres, por medio de la
incorporación de tecnologías en perpetuo desarrollo y abundante mano de obra. Así,
por ejemplo, en la Alemania de fines de siglo, 1,8 millones de ha de tierra agrícola
albergaban nada menos que 3,8 millones de explotaciones minifundistas, mientras
que los grandes establecimientos, de 20 a 500 ha, el 6% de las explotaciones, reunían
el 54% de la tierra ocupada. En comparación, la región pampeana, en la que se define
el gran latifundio por una extensión superior a las 5000 ha, incluía en esa categoría,
con sólo el 0,6% de las explotaciones, el 32% de la tierra utilizada. Fácil es de
imaginar, entonces, el efecto distorsionador que sobre la estructura productiva de
nuestro país ha tenido el enorme peso de la renta terrateniente, generada por el uso
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extensivo del suelo dedicado a la agroganadería. En términos relativos, el coeficiente
de concentración de la tierra en aquel país europeo puede considerarse superior o
igual —si se toman las explotaciones de 100 a 500 ha solamente— al de Argentina.
En términos absolutos, es decir, en relación a la cantidad efectiva de tierra controlada
por la cúspide de uno y otro sistema, las diferencias son considerables, y con ellas
cambia el volumen de riqueza social apropiado en concepto de renta, así como el tipo
de capitalismo y la estructura social en que fundamenta su desarrollo.[8]
Cuadro V.3
Superficie explotada por establecimientos agropecuarios en la región pampeana (1914)
Escala de magnitud Establecimientos Superficie explotada
(ha) N.º % N.º %
0-10 17.386 10,9 93.874 0,2
11-100 63.968 40,0 3.492.499 6,5
101-500 62.582 39,1 14.034.266 26,2
501-2500 12.786 8,0 13.798.451 25,8
2501-5000 1.802 1,1 6.557.908 12,3
5000 y + 1.359 0,9 15.525.183 29.0
TOTAL 159.883 100,0 53.502.181 100.0
Fuente: Tercer Censo Nacional, año 1914, tomos V y VI.
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pone en evidencia con perfiles menos nítidos las particularidades de nuestra
estructura agraria que la importante extensión de superficie que controlan: casi 28
millones de hectáreas. En tercer lugar, las explotaciones familiares del chacarero
pobre, lindantes con la categoría inferior (unidades de 11 a 100 ha) ratifican su
enorme peso demográfico sobre el conjunto, pero vuelven a reiterar su escasa
participación en la elaboración del producto bruto agrícola: utilizan 3,5 millones de
hectáreas. Por último, ubicadas en el último nivel, las explotaciones definidamente
minifundistas (menos de 10 ha) que contienen preponderantemente a la mano de obra
estacional utilizada por las restantes explotaciones, muestran tanto su escaso control
de la tierra como su irrelevante presencia demográfica.
Los datos presentados resultan, empero, notoriamente insuficientes para diseñar
con cierta precisión cuantitativa el sistema de posiciones básicas que da lugar a la
estructura de clases. Para aproximamos a ese objetivo es necesario recuperar la
caracterización ya realizada de los distintos tipos de unidades de producción en
función de la relación existente entre la extensión territorial de la explotación, el
régimen de tenencia de la tierra, el tipo de producción y las formas predominantes de
la organización técnica y social de la producción.[9] Dentro de este ultimo rasgo se
incluye una estimación muy aproximada de las características cuantitativas y
cualitativas de la inversión de capital. Cada una de estas caracterizaciones ya ha sido
expuesta en los capítulos precedentes, tanto para la agricultura y la ganadería como
para cada tipo de unidad de producción por separado.
Para organizar la presentación de esos datos diseñamos el cuadro V.4, en el cual
se agrupan distintos tipos de unidades de producción teniendo en cuenta la semejanza
del resultado final obtenido mediante estrategias diferentes de utilización de los
recursos disponibles: tierra, instalaciones, maquinarias, planteles ganaderos y mano
de obra. Así, bajo la suposición de que los volúmenes de la inversión realizada y del
excedente económico obtenido son relativamente similares reunimos, por ejemplo, a
los arrendatarios ganaderos de mas de 5000 ha con los propietarios agrícolas de más
de 700 ha. En este caso aun cuando la composición orgánica del capital y el régimen
de tenencia de la tierra son diferentes, tratamos de equiparar la inversión del primero
en planteles, instalaciones y mano de obra con la inversión del segundo en tierra,
maquinarias y mano de obra. Es obvio que a partir de sus diferencias el perfil social y
la conducta económica de unos y otros habrán de diferir en varios aspectos, pero esas
diferencias apuntarán más que a la escisión entre clases distintas, a la conformación
de diversas fracciones dentro de una misma clase; similares consideraciones valen
para el resto de los agolpamientos.
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Cuadro V.4
Tipo de explotación Posición de clase
Produc. extensión y Porcentaje respecto al Porcentaje respecto al Ubic.
Número Designación Número
prop. o no prop. tipo de explotación tipo de explotación %
Ganad. Prop. Más de Gran burguesía
1.080 100,0 0,7 1.080 0,7
5.000 ha terrateniente
Ganad. Prop. Burguesía
1.032 100,0 0,8 1.302 0,8
2.500/5.000 ha terrateniente
Ganad. Prop.
3.168 67,5 2,0
1.000/2.500 ha
Ganad. Arrend. Más de Gran burguesía
279 5,7 0,07 4.703 3,0
5.000 ha rural
Agric. Prop. Más de
1.256 26,8 0,8
500 ha
Ganad. Prop.
4.363 29,8 2,7
500/1.000 ha
Ganad. Arrend.
1.539 10,5 1,1
1.000/5.000 ha Burguesía rural
14.618 9,1
Agric. Prop. 200/500 media
7.066 48,4 4,4
ha
Agric. Arrend. Mis de
1.650 11,3 1,1
500 ha
Ganad. Prop. 100/500
13.153 22,8 8,5
ha
Ganad. Arrend.
1.870 3,2 1,2
500/1.000 ha
Pequeña
Agric. Prop. 10/200 ha 31.338 54,3 19,9 57.763 36,1
burguesía rural
Agric. Arrend. 200/500
9.758 16,9 6,1
ha
Agric. inten. Prop.
1.644 2,8 1,1
Menos de 10 ha
Ganad. Arrend.
7.951 15.4 5,0
100/500
Agric. Arrend. 10/200 Campesino
41.564 80,4 27,1 51.693 32,2
ha pobre
Agric. inten. Arrend.
2.178 4,2 1,4
Menos de 10 ha
Ganad Prop. y arrend.
16.482 57,2 10,3
Menos de 100 ha
Semiproletarios 28.724 18,1
Agric. Prop. y arrend.
12.242 42,8 7,9
Menos de 10 ha
TOTAL 159.883 — 100,0 TOTAL 159.883 100,0
Elaborado en base a datos del Tercer Censo Nacional, año 1914, tomos V y VI.
Página 205
extensión de las explotaciones, el tipo de producción y el régimen de tenencia como
indicadores cuantitativos indirectos de las características restantes.
Comenzamos a analizar el cuadro por la segunda columna (posición de clase)
para poner de relieve tres fenómenos relevantes: a) los campesinos pobres (definidos
por la posición de tres tipos distintos de productores familiares arrendatarios)
constituyen una de las clases fundamentales del sector agrario no tanto por la función
económica que muchos autores le han atribuido sino por su gran peso numérico:
reúne el 32% del total de las unidades de producción; b) pero, es más importante aún
la pequeña burguesía rural, que tiene como base material a un grupo más numeroso y
heterogéneo de unidades de producción que representa casi el 37% del total; c)
ubicada entre ésta y la burguesía terrateniente aparece, además, un importante sector
de empresarios agrícolas y ganaderos no terratenientes, divididos en dos fracciones
(gran burguesía y burguesía rural media) que en conjunto reúnen casi el 12% de las
unidades de producción. Del mismo modo que la pequeña burguesía, esta burguesía
agropecuaria es fundamental para definir el perfil de la estructura de clases, no tanto
por la cantidad de establecimientos que controlan sino porque, como veremos, reúne
una extensión de superficie mayor que la de las dos fracciones de la burguesía
terrateniente juntas.
El estudio de la composición interna de los distintos grupos, incluidos en la
primera columna del cuadro (tipo de explotación) permite estimar la dimensión
cuantitativa de la relación existente entre tipo de explotación y régimen de tenencia
de la tierra ya analizada en otras secciones de esta investigación. Entre los
campesinos pobres aparece un predominio absoluto de los agricultores cerealeros
arrendatarios: reúnen el 80% de las unidades de producción. Este enorme peso
relativo de las explotaciones cerealeras disminuye cuando la organización familiar de
la producción se realiza en predios de propiedad del productor, o cuando comienza a
complejizarse con la incorporación de maquinarias y mano de obra asalariada. En
efecto, entre los pequeños productores acomodados, que constituyen la base de la
pequeña burguesía rural, el cultivo de cereales ocupa menos del 70% de las unidades
de producción incluidas en ese grupo. En el nivel superior, correspondiente a las
unidades predominantemente capitalistas de la burguesía rural media, el peso de los
agricultores vuelve a descender hasta el 60% del total. Entre las empresas
definidamente capitalistas que dan la base material de la gran burguesía rural, las
relaciones se invierten: aquí ya predominan las medianas estancias ganaderas que
reúnen el 70% del total; un fenómeno combinado, además, con el absoluto
predominio de los propietarios que concentran casi el 95% del total de productores.
Las grandes explotaciones controladas por las dos fracciones de la burguesía
terrateniente muestran estos dos últimos rasgos plenamente definidos: dominio
absoluto de los propietarios y dedicación plena a la producción ganadera.
Es conveniente volver a recalcar el enorme peso absoluto y relativo de las
unidades familiares de producción. Los pequeños agricultores cerealeros, propietarios
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y arrendatarios de extensiones que oscilan entre 10 y 200 ha constituyen la inmensa
mayoría: controlan 72 902 establecimientos que representan exactamente el 47% del
total de las unidades de producción existentes en la región. Este enorme predominio
cuantitativo se acentúa aún más si agregamos aquellos otros establecimientos que con
un tipo de organización social del trabajo semejante se dedican, o bien a la agricultura
intensiva, en predios menores de 10 ha, o bien a la ganadería en parcelas de 100 a 500
ha. Si salvamos las diferencias existentes en relación a la forma y magnitud de las
inversiones, a los criterios de uso del suelo y a los distintos grados de incorporación
de trabajo asalariado, tanto entre las distintas unidades cerealeras como entre éstas y
el resto, el conjunto donde predomina el trabajo familiar se eleva a 97 848
establecimientos y representan el 56% del total regional. Aun exceptuando de la
comparación a las explotaciones marginales, base material del semiproletariado, la
enorme difusión de las unidades de producción familiar tiende a oscurecer el
significado real de los otros grupos de empresas y crea una imagen engañosa de la
estructura social que induce a cometer serios errores cuando se ensayan descripciones
impresionistas, basadas en el análisis ligero de los datos estadísticos. Como
contraparte de lo mismo, la enorme extensión de las grandes propiedades
terratenientes, percibidas por la observación directa o a través del estudio de datos
generados sobre el régimen de tenencia, resulta tan impactante que el esquema
dicotómico basado en la oposición entre chacareros y terratenientes, sujetos
dominantes que no dejan espacio propio a la burguesía rural, tiende a imponerse
naturalmente. Sin embargo nada hay más alejado de nuestra realidad histórica que esa
especie de deformación óptica generada por el escándalo de la explotación campesina
y su polo opuesto, la desmedida opulencia de la élite terrateniente. Para refutar esa
visión errónea, es preciso analizar el control que cada grupo social detenta sobre la
totalidad de la tierra explotada.
Cuadro V.5
Extensión de la tierra explotada por las diversas clases sociales en la región pampeana (1914)
Control de la tierra explotada
Posición de clase N.° Establecimientos
Superficie (miles de ha) %
Gran burguesía terrateniente 1.080 13.125 24,0
Burguesía terrateniente 1.302 5.116 9,4
Gran burguesía rural 4.703 9.564 17,6
Burguesía rural media 13.865 9.809 18,0
Pequeña burguesía rural 58.516 10.170 18,7
Campesinado pobre 51.693 5.837 10,7
Semiproletarios 28.724 888 1,6
TOTAL 159.883 54.509 100,00
Elaborado en base a datos del cuadro V.4.
En efecto, como puede verse en el cuadro V.5, el volumen de tierra controlada por el
campesino pobre, es decir por las empresas familiares arrendatarias, representa sólo
el 10,7% del total disponible. La pequeña burguesía rural presenta, en cambio, un
Página 207
peso económico mucho más significativo. Reunidos en un mismo grupo, los
pequeños propietarios de tierras, de capital, o de ambas cosas a la vez, controlan el
18,7% de la superficie explotada.
La burguesía rural aparece claramente definida como uno de los sectores sociales
más importantes de nuestra estructura agraria. Incluyendo en un mismo haz las
fracciones agrícolas y ganaderas, propietarias y no propietarias de la tierra, que la
componen, vemos que controla el 35,6% de la superficie, un porcentaje levemente
superior del que le corresponde a las dos fracciones sumadas de la burguesía
terrateniente. A su importante peso cuantitativo —reúne casi el 12% de las
explotaciones— se le agrega ahora una nueva característica más importante que las
anteriores, esto es la capacidad de generar en su ámbito uno de los mayores
volúmenes de producción.
3. LA ESTRUCTURA DE CLASES
Página 208
Cuadro V.6
Trabajadores permanentes familiares y no familiares en explotaciones agropecuarias de la región pampeana
(1914)
Población ocupada Agricultura Ganadería Total
Trabajadores familiares — — 355.700
Trabajadores no familiares — — 273.000
TOTAL 488.600 140.100 628.700
Elaborado en base a datos del Tercer Censo Nacional, año 1914, tomos V y VI.
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Cuadro V.7
Clases sociales en el sector rural de la región pampeana (1914)
Población ocupada Población ocupada permanente
Clase social
N.º % N.º %
Gran burguesía terrateniente 1.100 0,08 1.100 0,1
Burguesía terrateniente 1.300 0,1 1.300 0,1
Gran burguesía rural 6.900 0,5 6.900 1,1
Burguesía rural media 28.500 2,2 28.500 4,5
Pequeña burguesía 149.800 12,0 149.800 23,0
Campesinado pobre 143.800 11,5 143.800 22,9
Semiproletariado 60.300 4,7 60.300 9,6
Proletariado permanente 237.000 19,0 237.000 37,7
Proletariado transitorio 612.800 49,2 — —
TOTAL 1.241.500 100,0 628.700 100,0
Elaborado en base a datos del Tercer Censo Nacional, año 1914, y datos de cuadros anteriores.
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En ese contexto, los sujetos económicamente fundamentales, los núcleos
decisivos del crecimiento agropecuario, son los pertenecientes al sector de la
producción más decididamente capitalista. Así, la burguesía terrateniente y la
burguesía rural resultan ser los artífices y conductores de la expansión económica del
sector durante el periodo de mayor crecimiento. Si los pequeños productores
mercantiles no aparecen como los agentes dinamizadores del sistema, tampoco son
los creadores fundamentales del plusproducto expropiado por el sector de grandes
propietarios. Por el contrario, una vez cumplida su original función colonizadora,
parecen crecer durante un largo tiempo acompañando la evolución de los parámetros
fundamentales del sistema, sin aportar demasiados atributos propios a la definición
cualitativa las relaciones de producción predominantes. Ello permite explicar, en
principio, la forma en que fueron afectados por el proceso de diferenciación social
que trajo consigo la mecanización extensiva. Después de haber jugado un rol
fundamental en la expansión de las praderas artificiales y en la ampliación de las
fronteras territoriales de la región, fuéronse transformando en explotaciones
familiares suficientemente capitalizadas, en empresas rurales medianas, o en fuentes
de mano de obra migratoria.
Ya hemos analizado la naturaleza de ese proceso, destinado a transformar,
especialmente, la posición original del campesino pobre, el productor familiar más
explotado por los grandes propietarios de la tierra y el capital. A pesar de reproducir
en esencia las pautas económicas que caracterizan a la pequeña burguesía, este sector
se diferencia de ella por la no propiedad de la tierra que cultiva y por el menor
volumen del capital invertido en sus explotaciones. Esto explica, no sólo su menor
nivel de ingresos, sino también su crónica inestabilidad en la explotación de los
predios arrendados y su mayor sumisión a los mecanismos de expropiación
implantados por la cúpula del sistema. Aunque dispone de cierto capital en
instrumentos de trabajo y elabora pautas de comportamiento económico destinadas a
la acumulación, se diferencia de los restantes productores independientes porque su
inserción en la estructura ocupacional, después de 1914, no tiene alternativas de
movilidad hacia los niveles superiores de la escala. A pesar de ello, motivado por sus
expectativas de ascenso social, busca liberarse de los mecanismos de endeudamiento
perpetuo por dos caminos que sólo sirven, a la postre, para aumentar aun más las
cuotas de apropiación de terratenientes y grandes capitalistas: de un lado, incrementa
hasta los últimos limites la autoexplotación del trabajo familiar, y del otro, disminuye
hasta niveles de mera subsistencia los consumos destinados a reponer su fuerza de
trabajo. Pero esto no le permite reproducir los mecanismos de ascenso social que
sirvieron para encumbrar a los más favorecidos, durante el periodo de expansión
territorial. Cumplida su misión histórica, siendo casi prescindible para el
funcionamiento de la economía, sin peso social ni político —a pesar de su importante
volumen demográfico—, no puede sortear los obstáculos que a su permanencia
impone el propio desarrolla de las fuerzas productivas.
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Pero su progresiva desaparición como campesino pobre descapitalizado no
supone, correlativamente, su transformación en proletariado agrícola. El proceso de
mecanización extensiva; modifica la posición económica del pequeño productor, y a
la vez: conduce, como vimos, hacia la gradual disminución de la participación del
trabajo asalariado en la composición orgánica del capital invertido en las
explotaciones. Por ello, a medida que transcurre el tiempo, y en especial a partir de la
década del veinte, las situaciones de arrendamiento permitirán identificar un tipo de
chacarero, también explotado por la cúpula del sistema, pero que desempeña su
función económica en un nivel sensiblemente distinto al del anterior. La iniciación
del ciclo productivo en ese tipo de explotaciones sólo será accesible a un tipo de
sujeto diferente, debido a que las exigencias iniciales de inversión suponen un nivel
mínimo de acumulación previa, realizada generalmente en otras actividades. La
incorporación de maquinaria supondrá una mayor cuota de capital inicial y una
necesidad mayor de reposición de las inversiones realizadas. Supondrá, igualmente,
cierta cuota de ganancia, equivalente al monto del capital invertido, que se generará,
probablemente, a partir del incremento de la productividad del trabajo. El chacarero
continuará siendo un pequeño productor mercantil, expropiado tanto por el
terrateniente como por el capital monopólico. No podrá prescindir del trabajo
familiar, ni introducir la explotación de volúmenes significativos de mano de obra
asalariada, pero será relativamente menos pobre y descapitalizado que su antecesor
de las décadas anteriores.
Con los datos que disponemos, no ha sido posible determinar cuál ha sido la
importancia de este proceso de transformación en el interior de la clase campesina.
Sabemos, eso sí, que el carácter dependiente de nuestra economía, así como la
condición mono-productora y extensiva de los cultivos, continuaron asignando a la
fortuna, es decir, a los precios internacionales y al rendimiento anual de las cosechas,
las posibilidades de acumulación o endeudamiento. Como siempre, los más
favorecidos pudieron mecanizar la producción, muchos otros se mantuvieron en la
misma posición durante un largo tiempo, y los demás pasaron a integrar los nuevos
contingentes de mano de obra libre. Pero, como el proceso de mecanización supuso
una extinción gradual del asalariado en las explotaciones medianas, es posible que la
ruina haya conducido al chacarero pobre a su conversión en proletariado urbano, un
fenómeno que comenzó a hacer sentir sus efectos en los años posteriores a la crisis de
1930.
La pequeña burguesía propietaria logró, en cambio, mayor estabilidad económica
y, consecuentemente, mayor continuidad en el tiempo. En el sector agrícola, la tierra
representa su inversión fundamental, que explota en forma extensiva combinando
pequeñas inversiones de capital con el empleo intensivo de la mano de obra familiar.
Sólo en circunstancias excepcionales contrata mano de obra asalariada temporaria y
aumenta, en algunos casos, el volumen de capital constante, adquiriendo maquinarias
para incrementar la productividad del trabajo familiar. Pero, como vimos
Página 212
anteriormente, la incorporación de maquinaria, que hubiera podido favorecer el
proceso de acumulación, se convirtió en lo contrario, es decir en un renovado
mecanismo de sujeción y dependencia respecto de las formas más concentradas del
capital comercial. Aun en el caso de que, como propietario, retenga la parte alícuota
de renta, correspondiente a las características de la tierra utilizada, la presencia
dominante del gran capital comercial y la ausencia de adecuados respaldos
financieros lo obligan a permanecer casi indefinidamente en esa situación de
subordinación.
Por ello, sólo un grupo minoritario de pequeños propietarios logró trascender sus
propias fronteras sociales e ingresar a una nueva clase, introduciendo la explotación
permanente de mano de obra asalariada. Fueron aquellos que pudieron aprovechar, en
algunos años excepcionales, la conjunción de buenos precios y altos rendimientos
físicos para incorporar la mecanización sin endeudamiento o para ampliar la
superficie de sus explotaciones. Con cierto capital acumulado, pudieron recoger,
además, las migajas de los negocios especulativos en tierras y en otros bienes
inmuebles que acompañaron a las etapas de mayor crecimiento económico y a la
expansión de las fronteras geográficas de la Pampa húmeda. En las situaciones
inversas, es decir, en épocas de malas cosechas o de baja en los precios
internacionales, la presencia del monopolio ubicado en la esfera de la circulación
significó una constante amenaza sobre la estabilidad del productor. Así como
ascendían, podían perder, ante una repetición de malas cosechas, el producto del
esfuerzo acumulado durante una sucesión de años de trabajo. En épocas de
contracción del excedente agrario, el monopolio continuó absorbiendo sus cuotas de
ganancias a expensas de los sectores directamente productivos, quienes pasaron a
absorber de ese modo la casi totalidad de los efectos negativos provocados por la
crisis.
Ello explica, como hemos indicado reiteradamente, la intensa movilidad de
capitales, producida entre la ciudad y el campo, que caracterizó todo el periodo.
Antes de la ruina definitiva, muchos abandonaron la actividad agraria e intentaron,
con mejor fortuna, la acumulación en pequeña escala en el ámbito urbano. En
momentos desfavorables para el desarrollo de los cultivos, los pequeños capitales
agrarios se dirigieron hacia la especulación o el comercio urbano, y a la inversa, en
épocas de bonanza, esos mismos capitales, y otros de origen exclusivamente urbano,
se orientaron hacia la producción temporaria y casi especulativa de la agricultura y la
pequeña ganadería. La proliferación de pequeños ganaderos, especializados en la
producción de carne semirrefinada para el consumo de los ejércitos aliados, durante
la primera guerra, es uno de los ejemplos más nítidos de este fenómeno. Del mismo
modo que la crisis agraria de 1921-1922, resuelta en base a la disolución de un gran
porcentaje de pequeños empresarios, esta ratifica las relaciones de subordinación que
establecen en forma permanente con los grandes terratenientes y el capital
monopolista.
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Una vez consolidada, la posición del pequeño propietario cayó en el
estancamiento. Sus posibilidades de acumulación fueron limitadas por la
multiplicación de los mecanismos de apropiación manejados por el gran capital desde
la esfera de la circulación. Así quedó evidenciado cuando analizamos, por ejemplo,
los efectos que tuvo, para este sector, el proceso de mecanización extensiva. La
imposibilidad de ampliar el control sobre la tierra cultivable trajo, además, la
consecuente imposibilidad de absorber en el mismo estrato económico a su propia
descendencia, cuando esta dejó de ser mano de obra familiar para convertirse en la
cabeza potencial de nuevas, unidades productivas. La imposibilidad de retener el
crecimiento demográfico generó un nuevo canal de corrientes migratorias del campo
a la ciudad. En este caso, se trata del desplazamiento hacia el sector servicios de la
primera o la segunda generación de los primigenios productores familiares. Estando
en condiciones de solventar ciertos gastos, el campesino pequeñoburqués promovió el
ascenso social de sus hijos, mediante el estudio y el desempeño de nuevas
profesiones universitarias. Si su capacidad económica no alcanzó para tanto, el
desplazamiento se produjo igualmente, pero hacia ocupaciones menos importantes
desde el punto de vista económico y social. Así surgieron, además de los nuevos
profesionales universitarios, periodistas, escritores, funcionarios medios de la
administración pública, maestros, pequeños comerciantes, dirigentes medios de los
partidos tradicionales, etc. Existen sobre este fenómeno una multitud de elementos
testimoniales y descripciones histórico-biográficas, que no han sido debidamente
analizados todavía.
Este desproporcionado proceso de movilidad geográfica, ocupacional y social se
estremezcla, en muchos casos, con los propios procesos urbanos que condujeron a la
consolidación de un tipo de pequeña burguesía vinculada al desarrollo de la industria
y los servicios. A pesar de no poseer categorías ocupacionales totalmente
homologables, los resultados obtenidos en otro trabajo indican que la población
localizada en empleos vinculados al desarrollo de la pequeña burguesía alcanza en la
ciudad de Buenos Aires, en el año de 1914, a casi el 25%, un porcentaje similar al de
la pequeña burguesía del sector rural, si descontamos en ése al proletariado
transitorio.[10]
Así, las cifras presentadas vuelven a confirmar la existencia de un rasgo particular
de nuestra estructura social, mencionado en varios trabajos dedicado a este tema: el
proceso de expansión de la pequeña burguesía asociado al desarrollo capitalista
dependiente. Nuestros datos nos permiten, además, agregar a este proceso un
fenómeno que hasta ahora había permanecido oculto: el importante peso relativo que
en la composición de los sectores medios tienen los grupos rurales, nacidos y
consolidados al impulsó de la expansión agrícola ganadera. La heterogeneidad de las
ocupaciones correspondientes a esta posición de clase, heterogeneidad que
condiciona seriamente la utilización taxativa del término clase pequeñoburguesa,
puede reducirse, empero, teniendo en cuenta sus rasgos fundamentales, a tres grupos
Página 214
predominantes: la pequeña empresa familiar del campo, la industria y el comercio; el
desempeño individual de las profesiones universitarias; y las diversas alternativas de
ocupación dependiente que se le ofrecen a los trabajadores técnicos de nivel medio,
en el sector servicios.
Los chacareros enriquecidos definen el límite superior del espacio social ocupado
por los pequeños productores organizados en base a la explotación del trabajo
familiar. Aunque en este sector existió la utilización esporádica, y a veces
permanente, de mano de obra asalariada, su peso en el conjunto de las relaciones
económicas establecidas en las empresas fue, en todos los casos, insignificante. En
las empresas controladas por la burguesía rural, sucede lo contrarío. Aunque la
relación entre trabajo familiar y asalariado varíe en los distintos tipos de empresas
pertenecientes a la burguesía rural, su carácter de ciase, su vinculación con la cúpula
del sistema y sus pautas generales de conducta se hallan profundamente
condicionados por el predominio de la utilización y expropiación del trabajo ajeno
sobre el empleo de trabajo familiar. En este nivel se ocupa, en efecto, la casi totalidad
de la mano de obra asalariada libre del sector agrícola y un porcentaje considerable
de los asalariados dependientes de las empresas ganaderas. La gran burguesía rural se
halla compuesta por la cúspide del sector agrícola y las empresas medianas dedicadas
a la cría de ganado. A pesar de que los datos estadísticos no permiten confirmarlo,
pensamos que en ese nivel se produce con mayor intensidad el desarrollo de empresas
que combinan, de distinta forma, la explotación ganadera y el cultivo de granos para
exportación. Como la organización del trabajo se basa en la contratación de persona)
asalariado, las crecientes posibilidades de acumulación les permite ir modificando
paulatinamente la composición orgánica del capital. Se transforman por esa causa en
las empresas líderes del proceso de mecanización extensiva, encarando
decididamente la sustitución de la mano de obra encarecida, mediante la
incorporación de maquinarías modernas y eficientes. El total del excedente retenido
en concepto de ganancia y renta debe ser compartido, sin embargo, con el monopolio
comercial, financiero o industrial, según sean las circunstancias. Allí deben buscarse,
consecuentemente, las razones de su debilidad congénita. Por su posición
subordinada, en un mercado donde predominan los factores internacionales en la
fijación de los precios, debe ceder al capital monopolista una buena parte de la
ganancia obtenida por la explotación del trabajo asalariado.
Orientada económicamente por las mismas pautas de la cúpula, es decir, hacia el
abastecimiento del mercado internacional, donde impera absolutamente el monopolio
extranjero, sólo puede aceptar pasivamente los limitados cauces de crecimiento y
acumulación que le imponen los sectores hegemónicos del sistema. Su crónica
debilidad estructural se expresa básicamente en la imposibilidad de retener la
totalidad del excedente generado en sus empresas, es decir, la imposibilidad de
reproducir a una escala cada vez mayor el proceso de acumulación. Se expresa del
mismo modo, en la imposibilidad de generar un proceso alternativo de acumulación,
Página 215
eliminando los grupos monopolistas enquistados como intermediarios innecesarios
entre su producción y el mercado. Por ello, la misma razón de su existencia depende
de la aceptación de su papel subordinado, en un piano donde otros sectores con
mayor capacidad económica, política y social establecen las leyes reguladoras del
conjunto.
Abrumada por la enorme distancia que la separa del poder económico de la
cúpula monopólica y terrateniente, y sin posibilidad de generar esquemas alternativos
de acumulación, se autoconstriñe a reproducir, en una escala menor, las pautas
generales de comportamiento económico de los sectores dominantes. De ese modo
responde a las presiones de la estructura manejando, como puede, los menores
recursos que tienen a su alcance. No intenta el viraje hacia la explotación intensiva
porque la cúpula, con la explotación extensiva en latifundios y con el gran peso de la
renta diferencial, absorbe los incrementos de productividad que con mayores
inversiones de capital pudieran generarse. Por ello, reproduce la misma tendencia a la
explotación extensiva, tratando de combinar, de igual modo que aquéllos, el beneficio
de la inversión con la obtención de renta territorial. Como encuentra limites
estructurales externos al proceso de mecanización, aprovecha, a su manera, los
incrementos del precio de la tierra, inmovilizando parte de sus excedentes en la
adquisición de nuevas parcelas. Como no puede modificar la naturaleza del mercado,
continúa con un tipo de producción extensiva y monoproductora destinada a
satisfacer, igual que el resto, las pretensiones unilaterales del mercado exterior. Como
sabe que la escasez crónica de capital financiero para el sector agrícola abre un cauce
a la especulación, se dedica a otorgar préstamos usurarios a los pequeños campesinos.
Como la crisis periódica del mercado y las contingencias de la producción pueden
colocarlo en situaciones económicas extremadamente difíciles, reorienta parte de sus
ingresos hacia las diversas alternativas de inversión que se abren en la estructura
ocupacional urbana, entremezclándose de ese modo con los sectores de burguesía
media ubicados en la industria y el comercio.
Su posición de clase se asimila, por otra parte, en el sector rural, a la del
empresario-propietario de máquinas para la cosecha, al consignatario independiente
de frutos del país, al rematador y consignatario de hacienda en el mercado, etc. En el
sector urbano se corresponde especialmente con el mediano comerciante e industrial
abastecedor del mercado interno: un director de empresa que en el primer sector
posee hasta 100 000 pesos de capital y emplea hasta 10 empleados por unidad, y en el
segundo consume de 20 a 50 Hp de energía y emplea hasta 100 obreros por fábrica.
[11] Este grupo de empresarios nacionales, de origen inmigrante, nació y se desarrolló
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Esta burguesía industrial se encuentra, como sus similares del sector rural, en una
posición estructural decididamente dependiente, pero es afectada por la acción de
mecanismos distintos. Así, su relación de subordinación se vincula menos a la acción
directa de los grupos monopólicos, que a su inserción dentro de una mecánica de
crecimiento totalmente condicionada por la evolución general de la economía
agropecuaria y las vicisitudes del comercio exterior. Complementario de la industria
de exportación, y mucho menos concentrado que la industria de transformación, el
débil sector manufacturero sólo puede subsistir y crecer en su escala subordinándose
al modelo de funcionamiento y acumulación impuesto por la asociación monopólica-
terrateniente.
En la cúspide de la pirámide hallamos, por último, al gran propietario
terrateniente. Criador, invernador, artífice de la mestización, cabañero, expositor de la
Sociedad Rural, la figura clásica del ganadero moderno, que reúne, a partir de la
primera década del siglo, una doble herencia histórica. En él se resumen la función
social de los antiguos pobladores de la campaña —los auténticos productores rurales
asentados en la tierra antes de la conquista del desierto— y las tendencias parasitarias
del capital acumulado por los especuladores urbanos, que vieron crecer sin esfuerzo
el valor de las enormes extensiones apropiadas al calor de favores políticos y
negociados urdidos en connivencia con los administradores del nuevo Estado. Como
productor o como intermediario, su evolución es paralela a la evolución del
frigorífico. Implanta campos de invernada cerca de Buenos Aires, cuando el arreo de
tropas no había sido reemplazado todavía por el transporte mecánico. Favorecido con
el desarrollo del ferrocarril, extiende los campos de engorde hacia el oeste, después
de que las transformaciones técnicas en los métodos de enfriado transforman el
corazón de la región pampeana en inmensos alfalfares, destinados a la preparación de
la carne chilled.
Como sus ingresos provienen de la producción organizada en diversos
establecimientos, esparcidos a lo largo de la región, y de la renta obtenida como
propietario ausentista, no fija su residencia en el campo, a pesar de haber construido
fastuosas mansiones en el casco de las principales estancias. Su lugar está en Buenos
Aires; desde allí se administran las propiedades, se negocia con el frigorífico y se
trasladan ingresos a las actividades comerciales y financieras. La simplicidad de las
empresas ganaderas no exige, por otra parte, más que un buen administrador,
conocedor de las tareas del campo y de suficiente lealtad.
Su residencia urbana y la enorme masa de excedentes que dilapida en consumos
ostentosos, aquí y en Europa, dan una visión desfigurada de su verdadera conducta
empresaria. Para la mayoría de los analistas se halla más próximo al terrateniente de
origen feudal europeo, aristócrata ocioso que vive exclusivamente de la renta
tributada por la masa campesina, que al capitalista agrario, ya sea éste colonizador de
nuevas tierras como en EEUU, o campesino rico surgido de la disolución del régimen
patriarcal europeo. Sin embargo, ninguno de estos sujetos sociales puede servir de
Página 217
parangón o marcar los parámetros básicos para apreciar las características
particulares de nuestros grandes burgueses terratenientes.
Si bien es cierto que la inmovilización de excedentes en consumo improductivo
se distancia de la conducta empresaria de los capitalistas metropolitanos y la
dirección desde la ciudad de grandes haciendas latifundistas hace pensar en
terratenientes ausentistas de hábitos precapitalistas, ninguno de estos factores es
suficiente para calificar su posición en una formación social agraria capitalista y
dependiente. A pesar de las afirmaciones corrientes, los terratenientes puramente
rentistas, aquellos que pueden vivir de igual modo en Buenos Aires, Londres o París,
dilapidando enormes masas de riqueza social reproducida año a año sin tener la
obligación de ocuparse de la producción generada en sus inmensas propiedades,
constituyen en la Argentina un porcentaje poco significativo.
El sector que conforma el núcleo más poderoso y dinámico de la oligarquía se
halla compuesto por un tipo de sujeto social, el gran terrateniente capitalista, que
condensa expectativas y conductas típicas del gran propietario terrateniente rentístico
y del gran propietario de capital maximizador de beneficios. Tal conjunción de
conductas supuestamente contradictorias expresa en forma particular los limites del
crecimiento y transformación económicos implícitos en el modelo global del
capitalismo agrario dependiente.
Las trabas internas a la reinversión capitalista en el campo y a la traslación de
ingresos hacia la industria manufacturera generan una importante masa de plusvalía
sobrante que, alejada de las actividades productivas, se dirige hacia la especulación o
el consumo. Otra orientación de esa parte del capital acumulado hubiera significado
la violación de una serie de acuerdos establecidos con el capital imperialista. No
puede haber industrialización, ni reproducción ampliada, más allá de los estrechos
limites que la división internacional del trabajo permite a las factorías prósperas. De
otro modo, ¿cuál sería el destino de las manufacturas elaboradas en los países
metropolitanos? En ese punto, precisamente, se apoya uno de los postulados básicos
del proyecto de nación elaborado por la misma burguesía terrateniente, e impulsado
por el Estado, para ajustar el funcionamiento de la economía con sus intereses.
En base a estos criterios, se organiza el trabajo y la inversión en las grandes
empresas ganaderas. Manteniendo en todos los casos la utilización extensiva de la
tierra, se integran en su seno dos tipos de relaciones predominantes. Una se vincula a
la producción específicamente ganadera realizada por la mano de obra asalariada, el
peón de estancia ocupado del manejo de los rodeos. La otra corresponde al desarrollo
de la agricultura subsidiaria de la explotación ganadera —la implantación de pasturas
artificiales y el cultivo de forrajes— realizada por el chacarero arrendatario. Ni el
peón de estancia, unido al propietario por relaciones semipaternalistas, ni el
chacarero, por su carácter de productor semiindependiente, indican el desarrollo de
un capitalismo pujante y vigoroso, que lleve indefectiblemente hacia la creciente
diferenciación y homogeneización entre propietarios y asalariados. Pero su presencia
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y su reproducción tampoco indican lo contrario, esto es, la persistencia de un régimen
de producción basado en el funcionamiento de mecanismos precapitalistas. Las
relaciones de explotación a las cuales se hallan sometidos expresan, en todo caso, el
desenvolvimiento de un tipo de capitalismo atrasado, trabado en su desarrollo por una
conjunción ya analizada de factores económicos, naturales y sociales.
Estos factores se integran armónicamente, como vimos, en la orientación de la
conducta de quienes conducen hegemónicamente las transformaciones del viejo
esquema de producción agropecuaria: los grandes capitalistas terratenientes. La
utilización extensiva de la tierra y la sencillez de las operaciones productivas llevan a
límites irrisorios, tanto la relación entre trabajador directo y tierra, como la relación
entre trabajador directo y volumen de producción. Dicho de otro modo, de los tres
factores que concurren a hacer posible la producción ganadera —tierra, capital y
mano de obra— esta última tiene muy poco peso en relación con las restantes. En el
mismo sentido, la fertilidad natural del suelo hace posible el laboreo extensivo de
grandes extensiones, con poca utilización de mano de obra y escasas dotaciones de
capital. El carácter monoproductor de los cultivos agrícolas, destinados a la
implantación de praderas artificiales, favorece la instauración de un nuevo método de
trabajo en el campo argentino, basado en la explotación de la mano de obra familiar
independiente.
Como ya hemos visto, el productor familiar independiente, requerido por el
terrateniente ganadero para impulsar la expansión de sus campos de pastoreo, en nada
se relaciona con formas sociales superficialmente similares. Este tipo de productor
familiar no se vincula ni a las formas tradicionales de explotación precapitalistas, ni a
esas otras formas, históricamente identificables, que condujeron a la conformación de
una capa de pequeños burgueses capitalistas independientes, con ciertas posibilidades
de acumulación, y que llegaron a ser en ciertas condiciones favorables el germen de
un proceso de desarrollo capitalista más avanzado. El chacarero dependiente del gran
terrateniente ganadero guarda las apariencias del pequeño productor mercantil, pero,
si es analizado más profundamente, teniendo en cuenta los efectos sociales del
arrendamiento trienal, la rotación de cultivos que finaliza con la implantación de
praderas alfalfadas y el nomadismo forzoso, se asemeja más a un campesino
«precario» que cede renta en productos y trabajo, una forma particular de
semiproletario de ocupación temporaria. Así lo indican el tipo de contrato —«por
aparcería»— que lo sujeta al terrateniente, el extremadamente bajo nivel de
tecnificación y capitalización con que inicia la producción, la imposibilidad de
obtener en la mayoría de los casos una adecuada remuneración del trabajo familiar
empleado y su crónica inestabilidad en el usufructo de la parcela arrendada. Las
relaciones económicas que determinan su posición en la estructura agraria son las
más atrasadas de todas las que caracterizan esta modalidad capitalista dependiente,
tanto en relación con el tipo de renta, como por la organización del trabajo y la
ausencia del capital.
Página 219
La incorporación de este sujeto social a la estrategia de modernización de las
grandes estancias ganaderas, durante el periodo de expansión de las pasturas
semipermanentes, marca uno de los rasgos más característicos del proceso capitalista
basado en el desarrollo combinado de las relaciones sociales de producción. Se trata
de una integración de formas heterogéneas de producción que, a diferencia de otros
casos, no derivan de situaciones históricas precedentes sino que surgen impuestas por
la propia dinámica de este tipo de desarrollo capitalista. Pero si así retrasa la
expansión de las fuerzas productivas es porque un crecimiento más dinámico resulta
innecesario para adecuar el volumen, la calidad y el ritmo de crecimiento de la
producción agropecuaria a las exigencias de un mercado externo que no puede
controlar ni modificar. Para lograr su objetivo en tales circunstancias de dependencia
de factores exógenos, la burguesía terrateniente organiza el uso extensivo de la tierra
mediante inversiones que no se destacan por su carácter dinamizador, no desarrolla
grandes empresas basadas en la explotación intensiva de la mano de obra porque de
ella extrae menos ganancia que la obtenida por el uso extensivo de la tierra. La renta
de la tierra se convierte, por consiguiente, en una formidable traba al desarrollo de las
fuerzas productivas, porque esa tierra es más productiva, aun con escasa utilización
de implementos técnicos y mano de obra, que las tierras competidoras en el mercado
internacional.
Pero no debe confundirse este fenómeno con la clase de renta extraída al
plustrabajo de los chacareros empobrecidos. No saldrá de allí la fuente principal de
acumulación parasitaria de los grandes terratenientes. Muy por encima de los
volúmenes de excedente que ella aporta, se hallan otros vinculados a la compleja
serie de mecanismos económicos que hacen posible la apropiación de renta
diferencial en las sociedades capitalistas. Originada por la naturaleza del mercado
internacional y las particulares aptitudes del suelo pampeano, la renta diferencial
identifica una nueva cuota de ganancia extraordinaria ubicada por encima de la renta
absoluta que se origina en las diferencias de productividad. Por un conjunto de
razones ya analizadas, estas diferencias de productividad del capital aplicado a la
tierra no se nivelan en el mercado, a través de los precios, como ocurre con las
mercancías del sector industrial. Por el contrario, al fijar los precios teniendo en
cuenta la productividad de las peores tierras, aquellas que tienen mayores
rendimientos resultan favorecidas con la posibilidad de retener la diferencia de valor
establecida entre el precio comercial y su propio precio de producción.
En ese sentido, la región pampeana argentina logra, desde el principio, una
verdadera posición de privilegio. En relación a las unidades de trabajo, vivo o
muerto, aplicadas a la producción agropecuaria se ubica rápidamente por encima de
los niveles medios de productividad de las restantes regiones económicas que
compiten con ella en el mercado internacional. Usufructuando las ventajas naturales,
puede obtener para sus productores retribuciones comerciales más elevadas, aun
cuando la composición orgánica del capital sea más baja y los métodos de trabajo
Página 220
menos evolucionados que los de sus competidores. Del mismo modo, las diferencias
de productividad, basadas en la fertilidad del suelo, canalizan hacia los propietarios
terratenientes la inmensa mayoría de los volúmenes de riqueza social que le ceden,
por medio del mercado, los países consumidores de sus mercancías.[12]
Por otra parte, la renta diferencial, a diferencia de la renta absoluta, no se nutre
necesariamente del atraso del capitalismo en el campo. Su cuota de ganancia
extraordinaria no depende de la subsistencia de más bajos niveles de productividad en
el sector agrario sino que, por el contrario, retribuye a los propietarios que controlan
las tierras capaces de producir por encima de la media social. Ya sea que las ventajas
diferenciales provengan de la fertilidad del suelo, de la proximidad al mercado o de
las facilidades para el transporte, la renta apropiada no se fundamenta en las trabas
que pone al desarrollo de las fuerzas productivas. Sin embargo, tal como ocurrió y
ocurre actualmente en la Argentina, condiciona indirectamente la utilización de
ciertos criterios en cuanto al uso del suelo y a la aplicación tanto del capital como del
trabajo.
Este fenómeno, que desde cierto punto de vista material acarrea innumerables
ventajas para el desarrollo de la economía, desde otro, determina y refuerza el
carácter atrasado y deformado de la constitución del capitalismo argentino. Y lo hace
en un doble sentido. Por un lado, refuerza los canales de acumulación parasitaria,
vinculados a la obtención de renta, subordinando la dinámica del capital. En
búsqueda de renta diferencial, más que persiguiendo la ganancia del capital invertido,
es que se expande el carácter extensivo de la producción de trigo y carne. Al basar la
explotación en la fertilidad del sucio, más que en la capacidad productiva del trabajo,
se inmovilizan enormes masas de riqueza social, que son invertidas en la adquisición
de nuevas tierras, cedidas a los terratenientes bajo la forma de arrendamiento. Todo
ese enorme potencial productivo es sustraído a la acumulación de los sectores
productivos para engrosar la masa de excedentes apropiada por los propietarios de la
tierra. Al convertirse en una de las fuentes principales de canalización de la riqueza
social, la renta semeja una especie de gigantesca bomba de succión, destinada a
realimentar permanentemente los sectores improductivos de la sociedad y debilitar al
mismo tiempo su contraparte, es decir, aquellas tendencias de acumulación basadas
en la inversión de capital y no en el mero control de la tierra como mercancía. El peso
desproporcionado de la renta refuerza, simultáneamente, los mecanismos que retrasan
el desarrollo de las fuerzas productivas y las causas que provocan la deformación del
ciclo del capital. Operando así, la renta se integra, además, por sus efectos, con la
tendencia hacia la acumulación improductiva generada por la presencia hegemónica
del capital monopólico, comercial y financiero.
Por otro lado, también presiona, indirectamente, sobre las transformaciones de los
métodos de producción y organización del trabajo, asociados a la presencia del
capital en el campo. En efecto, la fuente original de las ventajas diferenciales —tierra
y clima— determina una manera de utilización del suelo, del capital y del trabajo que
Página 221
conspira definitivamente contra la introducción de nuevos métodos de producción y
organización del trabajo y de su complemento, la constitución progresiva del obrero
colectivo.
Nuestro capitalismo se coloca, de ese modo, a la retaguardia, desviando el sentido
de las transformaciones sociales que hubiera provocado la importación de aquellos
métodos. Sin embargo, aun generando atraso relativo, el capitalismo agrario no actúa
irracionalmente, se adapta a las condiciones internas y externas de la época para
cumplir su ley, la obtención de máximos beneficios por unidad de capital invertido.
Para el caso, es lo mismo si éstos son obtenidos a través de la mera ganancia
capitalista, la renta diferencial, o ambas a la vez.[13]
Visto desde ese ángulo, el campo fue altamente productivo; tanto por su volumen
de producción, como por la relación de éste con el trabajo social invertido, se colocó
por encima de los países más adelantados de la tierra. Mayores inversiones de capital
y métodos más modernos de trabajo hubieran podido aumentar el volumen de
producción por unidad de tierra disponible, pero a costa, posiblemente, de una
disminución gradual de la productividad por unidad de inversión. En esa dirección se
halla la argumentación de Daireaux, incluida en el capítulo anterior, cuando compara
al hacendado europeo, «pastor a pie que cuida, bajo techo, pocas vacas y las conoce
por su nombre y por el día de nacimiento», con el hacendado argentino que «cuida
sus vacas de a caballo porque son muchas en mucho campo». «Esta diferencia capital
—agrega Daireaux— dictará en la pampa sus leyes —leyes zootécnicas, al fin— por
una larga serie de años». Para que estas leyes zootécnicas dieran lugar efectivamente
a las ventajas diferenciales se requería la presencia decisiva del capital.
Por ello, si se lo entiende como inversión de trabajo muerto, es decir, como la
sustancia del capital corporizado en la serie de transformaciones realizadas en la
hacienda para adecuarlas a la exigencia del mercado, el capital es el fundamento de la
expansión agropecuaria. Del mismo modo, la organización social del trabajo refleja y
se integra al funcionamiento de un régimen de producción que ha sido capaz de
generar un importante crecimiento y una serie de profundas transformaciones. Sin
embargo, la construcción de este régimen se apoya en un conjunto de nuevos factores
decididamente retardatarios, asociados por su naturaleza o por sus efectos a los que
provocan la presencia desproporcionada de la renta y la deformación del ciclo del
capital. Pero no debe confundirse esta característica esencial de las formaciones
sociales capitalistas dependientes con la persistencia o la implantación de rasgos
económicos precapitalistas, trabas o frenos al desarrollo de las fuerzas productivas
asentadas en algún otro lugar del sistema.
Por lo menos hasta la crisis del 30, mientras continúa la expansión de la
producción y el consumo para el conjunto de la economía, el factor más dinámico de
crecimiento tiene como protagonista principal a la burguesía terrateniente, que es una
clase productora activa, moderna o modernizadora hasta los límites que le permite su
proyecto de colonia agropecuaria, y dominante de todos los aspectos de la vida
Página 222
económica, política y social. No son parásitos explotadores, son explotadores
conscientes, activos, dinámicos, que saben conducir, de acuerdo con sus intereses y
con el proyecto de país que han elaborado, el desarrollo de las transformaciones,
deformaciones y frenos necesarios para la profundización y expansión de un sistema
capitalista inscripto en el nuevo marco acordado con las potencias imperialistas.
Por eso, la bipartición de funciones en la explotación del trabajo campesino
funciona sólo como una parte del acuerdo general sellado entre la gran burguesía
terrateniente y el imperialismo. Asentada la primera como núcleo dominante de la
explotación agraria, traslada parte de sus ingresos hacia las esferas propias de la
inversión imperialista, y a la inversa, aunque en menor medida, las grandes
compañías financieras y de servicios, que concentran su poder en el sector comercial
de exportación, se entremezclan en el campo con los grandes propietarios
terratenientes.
Entre ambos constituyen lo que podemos llamar con toda propiedad la cúpula del
sistema, no sólo del sector agrario sino de la estructura de clases de la sociedad
nacional. Esto no necesita para ser aceptado de mayores demostraciones. Los datos
históricos se han encargado de remarcar suficientemente la identidad de intereses
políticos entre la gran burguesía terrateniente y el capital inglés. Estos intereses
políticos respondieron, durante la etapa, a una necesidad común de producir y
reproducir un tipo de estructura social donde las formas más concentradas de la
propiedad en todas las ramas de la economía correspondían a alguno de los dos
socios mayores. Pero, a la necesidad compartida de sostener el esquema global de
explotación vigente y a la utilización asociada del Estado nacional, para garantizar los
múltiples acuerdos económicos y políticos elaborados en este período, se agrega,
además, un entremezclamiento de intereses, directamente vinculados al control y
administración de una buena parte de las más grandes empresas industriales,
comerciales y financieras.
El sector terrateniente nacional halla su principal base de sustentación económica
en el gran latifundio ganadero. El capital monopolista extranjero encuentra los
núcleos fundamentales de penetración en el ferrocarril, el frigorífico y el comercio de
exportación. La enorme cantidad de excedente absorbido por ambos sectores se
desplaza, empero, hacia una serie de actividades compartidas dentro de las mismas
empresas o distribuyendo sus esferas de influencia en el mismo sector de la
producción. En el sector agropecuario predomina casi absolutamente, entonces, el
gran capital nacional. En el desarrollo de la infraestructura física y de transportes y en
el monopolio del comercio de exportación tiene una presencia casi exclusiva el
capital imperialista. En la cúspide del sistema industrial, el peso predominante de los
frigoríficos extranjeros comparte su posición con un núcleo significativo de empresas
nacionales transformadoras de materias primas. En el sector financiero, las formas de
participación se tornan mucho más fluidas. Ya sabemos que, por su origen y su
naturaleza, la mayor parte de los excedentes absorbidos, tanto por la gran burguesía
Página 223
terrateniente como por el capital monopolista, tienden a explotar al máximo las
posibilidades especulativas que brinda el crecimiento acelerado de la economía y la
valorización general de la tierra y demás bienes inmuebles. Alrededor de las grandes
empresas dedicadas a la especulación se asocian, directamente, los intereses del
capital excedente inglés y las necesidades de reinversión de la burguesía terrateniente.
De esta orientación permanente del gran capital excedente hacia las actividades
improductivas y lucrativas a corto plazo, y del importante papel jugado por el Estado
como promotor indirecto de tales inversiones, nace en la cúspide del sistema un
nuevo grupo social: la suboligarquía financiera.
Esta fracción de clase, denominada así por algunos autores.[14] creció
desmesuradamente en ciertas coyunturas históricas y jugó un papel decisivo en la
definición de las características del bloque de clases en el poder y en el diseño de los
proyectos económicos impulsados por el Estado. Su relación con las restantes
fracciones de clase hegemónicas y sus expresiones políticas cobran una especial
significación para explicar ciertos procesos históricos como las luchas políticas
militares del año 1880, la promulgación de la ley Sáenz Peña y, especialmente, los
acontecimientos, antecedentes y consecuencias de las revoluciones de 1890 y 1930.
Precisamente, después de los reajustes políticos y económicos forzados por el
«alzamiento del Parque», la suboligarquía financiera pasa a jugar un papel activo
pero subordinado dentro del bloque fundamental constituido por la gran burguesía
terrateniente y el capital imperial. Las actividades especulativas de este sector fueron,
sin duda, favorecidas por la incesante valorización de la tierra y el flujo permanente
de las inversiones extranjeras. Así los miembros de este nuevo grupo social se
convertirán en los gestores, patrocinadores e intermediarios de la relación establecida
entre el capital y el Estado nacional para llevar adelante los múltiples proyectos de
inversión, gestados antes de la guerra del año 1914. Como comisionistas de
empréstitos y radicaciones, cobraron suculentas comisiones, proporcionales a los
beneficios obtenidos por el gran capital; como políticos o funcionarios del aparato
estatal, ampliaron sus altos ingresos realizando grandes negociados. En este proceso,
jugaron un rol preponderante la incesante valorización de los bienes inmuebles y una
de sus consecuencias más importantes, la renta especulativa del suelo agrario.
La cúpula del sistema controla, por consiguiente, todos los resortes de la
economía nacional. A pesar de las pequeñas diferencias transitorias, surgidas en
situaciones históricas coyunturales, la gran burguesía terrateniente y el capital
monopolista constituyen, sin contradicciones de envergadura, el núcleo hegemónico
de nuestro capitalismo agrario dependiente. El poder de una alianza que mantuvo,
mientras fue posible y necesario, la inserción del país en el mercado internacional
como apéndice agrario de los países metropolitanos, generando un estilo de
desarrollo que garantizó, durante un largo período, el crecimiento económico, la
modernización de la estructura productiva y la transformación de las relaciones
sociales de producción. Pero, tal como lo hemos visto a lo largo del trabajo, ese estilo
Página 224
se consolida a partir de un conjunto de modalidades especificas, que traban y
deforman desde su propio origen la expansión y profundización del modo de
producción capitalista. Dentro de este esquema, la sociedad argentina, aun creciendo,
es llevada paulatinamente hacia un callejón sin salida que encuentra su punto de
ruptura definitivo en la quiebra de las leyes de equilibrio provocada por la crisis
mundial capitalista del año 1930. Sin embargo, en esta circunstancia, como en
muchas otras etapas anteriores y posteriores, la gran burguesía terrateniente vuelve a
mostrar su vitalidad social, y su carácter hegemónico, con la elaboración de un nuevo
proyecto económico-político alternativo, destinado a sustituir los elementos ya
perimidos de la colonia agraria próspera sustentada durante los cincuenta años del
período anterior.
A partir de la consolidación del capitalismo agrario el panorama social argentino
se va tomando más complejo. La burguesía terrateniente plantea nuevos proyectos y
modos de accionar político e ideológico, que se vinculan con la evolución de la
estructura de clases. Por su parte, el creciente sector asalariado engendrará e
impulsará cada vez con mayor fuerza un proyecto socialista revolucionario. Este
proyecto encontrará tanto su grandeza histórica, como sus propias limitaciones, en la
naturaleza social de una clase obrera profundamente condicionada por su origen
inmigratorio y por la forma de inserción estructural que le propone el desarrollo de
las relaciones salariales en este tipo de capitalismo dependiente. Entre ambos sectores
sociales emergerá un proyecto de país, expresión de la expectativa social de un
conjunto de clases propietarias, lideradas por la burguesía media dependiente. Junto a
ella se alinearán, no sólo la pequeña burguesía mercantil, sino también amplios
sectores del pueblo, a través de un sistema de alianzas que cuenta con el apoyo de las
masas pero que no consigue (caracterizado por su enorme predominio numérico, su
modo particular de organización y acción política, y su imposibilidad de) generar un
esquema realmente diferenciado de las dos propuestas anteriores.
Así, el desarrollo del capitalismo agrario dependiente parece haber impuesto a sus
sujetos históricos predominantes tres tareas histórico-políticas fundamentales: a) la
reproducción del modelo de colonia próspera proimperialista hegemonizado por la
gran burguesía terrateniente; b) la elaboración de un proyecto antiimperialista de
desarrollo capitalista autónomo, expresión de las necesidades de poder de la
burguesía media dependiente y del resto de las clases subordinadas políticamente a
ella; y c) un proyecto anticapitalista lanzado por los sectores política e
ideológicamente más desarrollados de la clase obrera.
El persistente predominio de las proposiciones elaboradas por la cúpula del
sistema, la transformación en los hechos del proyecto antiimperialista en un estilo de
accionar político definido por su mera aspiración negociadora, tanto con el
imperialismo como con la oligarquía, y la imposibilidad de desarrollo en el seno de la
clase obrera de las propuestas socialistas, conforman un núcleo de interrogantes que,
junto a otros del más diverso tenor, pueden ser planteados ahora en base a un
Página 225
conocimiento más especifico de las clases sociales. Buscar respuestas a tales
interrogantes deberá ser el propósito de futuras investigaciones históricas.
Página 226
ALFREDO RAÚL PUCCIARELLI. Es Doctor en Filosofía, con especialización en
Ciencias Sociales (UNLP). Profesor consulto en la Facultad de Ciencias Sociales de
la UBA con sede en el IIGG. Profesor extraordinario de la Facultad de Humanidades
de la UNLP. Ex investigador principal del CONICET. Director de investigaciones
colectivas y profesor de posgrado en ambas universidades, en la FLACSO, en el
Colegio de México y en la Universidad Autónoma de México. Ha publicado diversos
trabajos sobre el proceso de decadencia social, degradación política y vaciamiento
institucional generado durante el período de reconstrucción democrática. En 2015
recibió el Premio Bernardo Houssay a la Trayectoria en Investigación (MINCyT –
Presidencia de la Nación).
Página 227
Notas al Capítulo I
Página 228
[1] Véase Karl Marx, El capital. Critica de la economía política, Buenos Aires,
Cartago, 1956, tomo III, sección sexta, especialmente capítulos 37 a 39, 45 y 46.
Para una exposición sintética de la teoría de la renta, que explica, además, las
categorías pertinentes de la teoría del valor, véase Karl Kautsky. La cuestión agraria.
París, Ruedo Ibérico, 1970, primera parte, capítulo 5. <<
Página 229
[2] Véanse, entre otras, las diferentes interpretaciones y criticas expuestas por
Armando Bartra, «La renta capitalista de la tierra», en Cuadernos agrarios, N.os 7/8,
México, marzo 1979; Samir Amin y Kostas Vergopoulos. La cuestión campesina y el
capitalismo. México, Nuestro Tiempo, 1979; Pierre Philippe Rey. Las alianzas de
clases, México, Siglo XXI, 1976; Guillermo Flichman, La renta del suelo y el
desarrollo agrario argentino, Buenos Aires, Siglo XXI, 1977. <<
Página 230
[3] Karl Marx, El 18 brumario de Luis Bonaparte, en Obras escogidas, Buenos Aires,
Página 231
[4] Esta noción de capitalismo tardío no se halla asociada a la que Ernest Mandel y
otros autores utilizan para caracterizar la etapa actual del capitalismo monopolista de
Estado en algunos países europeos. <<
Página 232
[5] Miguel Murmis, Introducción al volumen Ecuador, cambio en el agro serrano,
Página 233
[6] Karl Marx: El capital, cit, tomo III, capítulo 47. <<
Página 234
[7] Para conocer distintos aspectos de la evolución cuantitativa de estos fenómenos,
Página 235
[8] Oscar Colman, «El sector servicios», en Revista de la Universidad Nacional de la
Página 236
[9] Idem. <<
Página 237
[10] La distribución cuantitativa de estas empresas está analizada en Julio Godio,
Página 238
[11] Horacio Pereyra y Alfredo Pucciarelli, «El contexto estructural de la
estratificación social», en Revista de la Universidad Nacional de La Plata, N.º 20-21,
enero 1966-julio 1967. <<
Página 239
[12] Mauricio Lebedinsky, Argentina, estructura y cambio, Buenos Aires, Platina,
Página 240
[13] F. Mc Gan, Argentina, Estados Unidos y el sistema americano, Buenos Aires,
Página 241
Notas al Capítulo II
Página 242
[1] Horacio Mabragna, Los mensajes, Buenos Aires, 1910, tomo III. <<
Página 243
[2]
Roberto Cortés Conde y Ezequiel Gallo. «El crecimiento económico de la
Argentina», en Revista de la Universidad Nacional del Litoral, N.º 6, 1962-1963. <<
Página 244
[3] Aldo Fenrer, La economía argentina, cit. pag 96. <<
Página 245
[4] Roberto Cortés Conde y Ezequiel Gallo, «El crecimiento económico»…, cit. pág
288. <<
Página 246
[5] Aldo Ferrer, ob. cit., pág 118. <<
Página 247
[6] Ricardo M. Ortiz, Historia económica de la Argentina, Buenos Aires, Raigal,
Página 248
[7] Ezequiel Gallo, La Pampa gringa, Buenos Aires, Sudamericana, 1983, pág 175.
<<
Página 249
[8] Para conocer los distintos criterios y periodos de colonización en la provincia de
Santa Fe hasta 1895, véase Ezequiel Gallo, ob. cit., capitulo II. El cambio de política
de la Compañía de Tierras es mencionado en ese texto, citando una investigación de
Eduardo Míguez, «British Interests in Argentina Land Development», D. Phil, tesis,
Univ. Oxford. 1981. <<
Página 250
[9] Ezequiel Gallo, ob. cit., cuadro 6, pág 154 y págs. 71-72. <<
Página 251
[10]
Roberto Cortés Conde, El progreso argentino, Buenos Aires, Sudamericana,
1979, págs. 78-79. <<
Página 252
[11] Ricardo M. Ortiz, ob. cit., tomo I, pág 259. <<
Página 253
[12] Véase Vicente Vázquez-Presedo, El caso argentino, Buenos Aires, Eudeba, 1971.
Página 254
[13] Ezequiel Gallo, «Ocupación de tierras y colonización agrícola en Santa Fe», en
Página 255
[14] El desarrollo económico de la República Argentina en los últimos cincuenta
años, Buenos Aires, Compañía Ernesto Tornquist, 1920, pág. 134. <<
Página 256
[15] Alejandro Bunge, Una nueva Argentina, Buenos Aires. Hyspamérica, 1984, cap.
X. <<
Página 257
Notas al Capítulo III
Página 258
[1] Véase la utilización de la noción «producto principal» y su localización territorial
como «portón de entrada» para el análisis del proceso de penetración del capital en el
campo y sus efectos sociales y espaciales, en Eduardo Archetti, Campesinado y
estructuras agrarias en América Latina, Quito, Ceplaes, 1981, págs. 81 a 96. <<
Página 259
[2] El concepto de «atraso relativo» no forma parte de la teoría; se trata, simplemente,
Página 260
[3] Alfredo Pucciarelli, «Notas sobre la contradicción campo-ciudad y el proceso de
Página 261
[4] La caracterización de la relación existente entre extensión de la parcela, régimen
Página 262
[5] James R. Scobie, ob. cit., pág 86. <<
Página 263
[6] Reinaldo Frigerio, ob. cit., pag 86. <<
Página 264
[7] Memoria del Ministerio de Agricultura de la Nación, Año 1903, págs. 32 y 169.
<<
Página 265
[8] Reinaldo Frigerio, ob. cit., pág 86. <<
Página 266
[9] Alejandro Bunge, Una nueva Argentina, cit., pág. 166. <<
Página 267
[10] Juan Bialet Massé, El estado de las clases obreras a principios de siglo, Buenos
Página 268
[11] Nicolás Repetto, Mi paso por la agricultura, Buenos Aires, Santiago Rueda,
1959. <<
Página 269
[12] Juan L. Tenembaum, Orientación económica de la agricultura argentina, Buenos
Página 270
[13] James R. Scobie, ob. cit., pág 77. <<
Página 271
[14] Plácido Grela, El grito de Alcorta, Buenos Aires, Tierra Nuestra, 1958, pág. 111.
Página 272
[15] Lázaro Nemirowsky, Estructura económica y orientación política de la
agricultura, Buenos Aires, 1933, cap. III. <<
Página 273
[16] Memoria del Ministerio de Agricultura de la Nación, Año 1905, pág 32. <<
Página 274
[17] Idem, pag 32. <<
Página 275
[18] Idem, págs. 33-34. <<
Página 276
[19] Idem, pag 25. <<
Página 277
[20] Plácido Grela (El grito de Acorta, cit.) transcribe estimaciones diversas de la
época. En la pagina 112 muestra que una chacra de 40 cuadras, explotada en forma
sumamente precaria, exigía unos 1000 pesos de inversión inicial, divididos de la
siguiente forma:
10 caballos $ 480
1 arado $ 100
1 rastra $ 25
2 carpidoras $ 40
1 chata $ 250
corral, pileta y pozo de balde $ 10
Total $ 905
<<
Página 278
[21] Juan L. Tenembaum, ob. cit., pág 70. <<
Página 279
[22] «Si el propietario o el arrendatario son de poca importancia […] no tiene de
ordinario más recurso que el almacenero, el cual lleva la parte del león por el riesgo
de su adelanto sobre la probable cosecha. Si cualquiera de esos productores alcanza a
un consignatario, entonces el adelanto no pesa tanto, pero siempre exige mucho
mayor sacrificio que el que exigen los bancos, de los cuales se sirven los
consignatarios para disponer de los capitales con que ejercitan su acción». Congreso
de la Nación, Investigación parlamentaria sobre agricultura, Anexo B, Buenos
Aires, 1898. Citado por Roberto Cortés Conde, El progreso argentino, cit., pag 133.
<<
Página 280
[23] Nicolás Repetto, ob. cit., págs. 177-80. <<
Página 281
[24] James R. Scobie, ob. cit., pág 123. <<
Página 282
[25] Gastón Gori, El pan nuestro, Buenos Aires, Galatea-Nueva Visión, 1958, pag 93.
<<
Página 283
[26] Idem, pag 92. <<
Página 284
[27] Emilio Coni, El mercado ordenado del trigo argentino, Buenos Aires, 1932. En
<<
Página 285
[28] James R. Scobie, ob. cit., pág. 131. <<
Página 286
[29] Idem, pág. 132. <<
Página 287
[30] Ricardo M. Ortiz, Historia económica de la Argentina, cit., pág. 72. <<
Página 288
[31] Gastón Gori, ob. cit., pág. 84. <<
Página 289
[32] Rodolfo Puiggrós, Historia crítica de los partidos políticos argentinos, Buenos
Página 290
[33] Ministerio de Interior, Memoria Anual, Año 1912-1913. <<
Página 291
[34] Ezequiel Gallo, ob. cit., págs. 102-104, y cap. III. Allí analiza la suerte dispar de
Página 292
[35] Ricardo M. Ortiz, ob. cit., t. II, pág. 76. <<
Página 293
[36] Gaston Gori, ob. cit., pág. 97. <<
Página 294
[37]
Estimaciones elaboradas con datos de Vicente Vázquez-Presedo, El caso
argentino, cit., págs. 102 y 140. <<
Página 295
[38] El estudio descriptivo más completo de la evolución del mercado de trabajo rural
hasta el año 1914 realizado hasta ahora es el de Roberto Cortés Conde, El progreso
argentino, cit., cap. IV. <<
Página 296
[39]
Alejandro Bunge estimaba que en 1916 «el ejército de trabajadores para la
cosecha» se componía de cuatro sectores: inmigración que arribaba para la cosecha,
inmigración que había arribado para la cosecha pero luego se quedó en el país,
obreros transitorios de la ciudad y elementos diseminados de la campaña. Véase su
trabajo «La desocupación en la Argentina» (Revista Estudios, 1917), transcriptos por
Roberto Cortés Conde, ob. cit., pág. 200. <<
Página 297
[40] Véase Horacio Giberti, El desarrollo agrario argentino, Buenos Aires, Eudeba,
1970, cuadro 19, pág. 50. Analizando el proceso de mecanización, este autor extrae
una conclusión inversa a la nuestra. Dice: «ello refuerza el carácter familiar de la
explotación agropecuaria, que requiere cada vez menos concurso temporario. Los
censos reflejan bien el proceso: menos personas, con más preponderancia del núcleo
familiar y menos ayuda estacional trabajan sobre más superficie en forma menos
extensiva». En cuanto a la extensión media de las explotaciones familiares, lo que se
afirma es correcto, pero tiene obviamente un limite. Según el cálculo de Lázaro
Nemirowsky (ob. cit., pág. 104) y los de diversas fuentes utilizadas por este autor, un
productor familiar eficientemente equipado con las maquinarias más modernas no
podía cultivar más de 200 ha sin contratar mano de obra. Nuestra pregunta original
subsiste: aunque la pequeña producción mercantil llegue a ocupar hasta 200 ha, ¿qué
tipo de empresa es responsable de la producción restante? <<
Página 298
[41] James R. Scobie, ob. cit., pág. 106. <<
Página 299
[42] Para Sergio Bagú (Evolución histórica de la estratificación social en la
Argentina, Buenos Aires, Facultad de Filosofía y Letras de la UBA, 1961, pág. 9) el
reemplazo de los animales de trabajo y de la mano de obra por la maquinaria se
inició, con características limitadas, alrededor de 1905. «Con todo —afirma—,
aunque de ninguna manera pueda decirse que la agricultura pampeana estuviera en
1908 o en 1914 en vías de franca mecanización, es evidente que el proceso había
comenzado. El salto grande ocurre en el último lustro del período de la sociedad
articulada. El promedio anual de capital invertido en equipo y maquinaria de
explotación agrícola, que había sido de 189 pesos de 1850 por hectárea cultivada y de
3178 pesos por persona activa durante el lustro 1920-1925, pasó a ser,
respectivamente, de 283 a 4521 en el lustro 1925-1930».
Por su parte, la Comisión de Estudios para América Latina y el Caribe (CEPAL)
indica que el capital en equipo y maquinaria se incrementó entre 1920-1925 y
1930-1935 en un 92%, considerado globalmente. En relación a la población ocupada
el aumento fue del 54%. En esos diez años el capital por hectárea duplicó las cifras
originales. (El desarrollo económico de la Argentina, Naciones Unidas, 1959, t II.
pág. 84).
Ismael Viñas opina que el avance importante de la mecanización comenzó a operarse
después de la Primera Guerra Mundial, aunque ya entre 1908 y 1914 el capital
invertido en la ganadería aumentó de 65 a 195 millones de pesos y el capital agrícola
paso de 120 a 210 millones. Veáse Tierra y clase obrera, Buenos Aires, Achával
Solo, 1973.
Jorge Sábato, por su parte, plantea que en la primera década del siglo «la
tecnificación del agro pampeano era comparable con la que existía en los países más
avanzados, como los Estados Unidos y el Canadá». Sugiere, además, que esta
tendencia se halla asociada a la expansión del sistema de arrendamientos agrícolas y
provoca una acentuación de los criterios extensivos de uso del suelo. Véase Notas
sobre la formación de la clase dominante en la Argentina moderna, Buenos Aires,
CISEA, 1979, págs. 46-52. <<
Página 300
[43] Juan Bialet Massé, ob. cit., pág. 120. <<
Página 301
[44] Juan L. Tenembaum, ob. cit., cap. VIL <<
Página 302
[45] Idem, pág. 67. <<
Página 303
[46] Gastón Gori, ob. cit., pág. 73. <<
Página 304
[47] Idem, pág. 72. <<
Página 305
[48] Estancias y chacras de nuestra tierra. Publicación gráfica y descriptiva de los
Página 306
[49] Ver la nota 9 del cap. V, donde presentamos los criterios utilizados para estimar el
Página 307
[50] Véase Roberto Cortés Conde, «Patrones de asentamiento y explotación
agropecuaria en los nuevos territorios argentinos», en Tierras Nuevas, El Colegio de
México, 1969. Allí se describe el proceso de desplazamiento agrícola y demográfico
hacia la zona suroeste de la provincia, a partir de 1890, como lo muestra el siguiente
cuadro, que refleja el porcentaje representado por las zonas norte y sur sobre el total
de los cultivos de trigo y maíz:
Trigo Maíz
1884 1910 1884 1910
Norte 57,1 4,2 52,8 32,9
Sur 13,0 52,1 31,0 29,8
Página 308
[51] Juan L. Tenembaum, ob. cit., capítulos I a VIII. <<
Página 309
[52] Idem, pág. 48. <<
Página 310
[53] Idem, pág. 52. <<
Página 311
[54] Rodolfo Puiggrós, ob. cit., t. I, pág. 246. <<
Página 312
[55] James R. Scobie, ob. cit., pág. 90. <<
Página 313
Notas al Capítulo IV
Página 314
[1] Peter H. Smith, Carne y política en la Argentina, Buenos Aires, Hyspamérica,
Página 315
[2] Adolfo Bioy, Antes del novecientos, Buenos Aires, 1958, pág. 47. <<
Página 316
[3] Alberto P. Martínez, Censo Nacional Agropecuario, 1908, Introducción al tomo I,
Página 317
[4]
Heriberto Gibson, La evolución ganadera, Monografía del Censo Nacional
Agropecuario, Buenos Aires, 1908, pág. 76. <<
Página 318
[5] Ricardo Rodríguez Molas, Historia social del gaucho, Buenos Aires, Marú, 1968,
Página 319
[6] Rodolfo Puiggrós, ob. cit., t. I, pág. 240. <<
Página 320
[7] Adolfo Bioy, ob. cit., pág. 46. <<
Página 321
[8] Godofredo Daireaux, La cría de ganado en la estancia moderna, Buenos Aires,
Página 322
[9] Heriberto Gibson, ob. cit., pág. 76. <<
Página 323
[10] En el mejor trabajo elaborado sobre el tema, Juan Carlos Korol e Hilda Sábato
Página 324
[11] Alberto O. Martínez, «Consideraciones sobre el resultado del censo ganadero», en
Tercer Censo Nacional, año 1914, Buenos Aires, 1915, tomo VI. <<
Página 325
[12]
Godofredo Daireaux, La estancia argentina, Monografía del Censo Nacional
Agropecuario, 1908, pág. 16. <<
Página 326
[13] Ricardo M. Ortiz, Historia económica de la Argentina, cit. t. II, pág. 46. <<
Página 327
[14] Peter H. Smith, ob. cit., pág. 50. <<
Página 328
[15] Idem, pág. 52. Jorge Sábato refuerza la misma imagen. «Cría e invernada —
afirma— eran dos actividades distintas, pero ello no implicaba que quienes las
desarrollaban fueran siempre dos grupos sociales diferentes. Muchos invernadores,
posiblemente la mayoría, también eran criadores aunque ciertamente la inversa no
ocurría: buena parte de los criadores, si no la mayoría de ellos, no eran invernadores».
Véase Jorge Sábato, ob. cit., pág. 67. El aporte realmente original de la investigación
de Sábato en este aspecto es el referido al papel de la ganadería de invernada en la
determinación de los criterios de uso del suelo y en el predominio de los criterios
comerciales especulativos sobre la orientación productiva del sector ganadero. Como
su caracterización final de la orientación económica de la gran burguesía terrateniente
no se contrapone, en principio, con la nuestra, sino que ambas pueden
complementarse combinando los enfoques, dejaremos para otra circunstancia el
análisis detallado de algunas significativas diferencias. Entre éstas destacamos el rol
asignado a los terratenientes en la expansión cerealera y el mantenimiento de la dupla
terrateniente-chacarero como sujeto dominante de la estructura social agraria. <<
Página 329
[16] Nemesio de Olariaga, El ruralismo argentino, Buenos Aires, El Ateneo, 1943,
Página 330
[17] Sergio Bagú describe de esta forma la política crediticia: «Así como los bancos de
Página 331
[18] Luis V. Sommi, Hipólito Yrigoyen, Buenos Aires, Monteagudo, 1947, pág. 292.
<<
Página 332
[19] Félix Luna, Yrigoyen, Buenos Aires, Hyspamérica, 1985, pag 57. <<
Página 333
[20] En el juicio sucesorio —mencionado por el mismo autor— se denunciaron los
siguientes bienes:
«En el juicio sucesorio de Yrigoyen, su hija Elena formuló una breve reseña sobre la
evolución del patrimonio del caudillo. Expresaba que sus bienes habían acrecido
grandemente desde 1897, pero más tarde su consagración a la causa radical había
disminuido el acervo. Ratificaba la deponente que en 1893 el caudillo vendió “El
Trigo” —situado en Las Flores— en un millón de pesos a don Tomás Devoto, y en
medio millón el ganado que allí criaba. En 1905 vendió “La Toma”, en San Luis, por
un millón de pesos, y el campo de Córdoba en un cuarto de millón, al doctor José
Heriberto Martínez. Aludía a diversos actos de desprendimiento de su padre,
condonando deudas de familiares o haciéndose cargo de créditos en contra de
parientes o amigos, pagando gastos de entierro y donando diversas sumas a
correligionarios en el infortunio.
»Es de notar que en la sucesión de Yrigoyen, iniciada el 17 de julio de 1933 por
Elena Yrigoyen y que tramitara por ante el Juzgado Civil del doctor Martín Abelenda
(secretaría del doctor Antonio Alsina), se denunciaron los siguientes bienes
pertenecientes al caudillo: el campo “Colonia La Delia”, situado en Villa Mercedes
(San Luis), adquirido en 1903 y de una extensión de 3400 hectáreas; el campo “La
Victoria”, situado en el departamento Pedernera (San Luis), adquirido en 1904, de
una extensión de 6300 hectáreas; el campo “Charlone”, situado en el departamento
Capital (San Luis), hipotecado, adquirido entre 1903 y 1907, de 16 000 hectáreas; y
el campo tomado en arrendamiento “Los Médanos”, de Norberto de la Riestra
(provincia de Buenos Aires). Ademas, se denunciaban $ 60 000 en bonos del Banco
de la Provincia de Buenos Aires, y depósitos en diversos bancos con un total de
$ 60 000». Félix Luna, Yrigoyen, cit. pág. 52. <<
Página 334
[21] Luis V. Sommi, Hipólito Yrigoyen, cit., pág. 294. <<
Página 335
[22] James R. Scobie, Revolución en las Pampas, cit. pág. 25. <<
Página 336
[23] Estanislao Zeballos, La agricultura en ambas Américas, citado por Sommi, op.
Página 337
[24] Idem, pág. 61. <<
Página 338
[25] Adolfo Bioy esboza a través de las anécdotas algunos rasgos de la personalidad y
Página 339
[26] Wilfredo Latham, Los estados del Río de la Plata, su industria y comercio, citado
por Ricardo Rodríguez Molas, Historia social del gaucho, cit. pag 307. <<
Página 340
[27] Godofredo Daireaux, La estancia argentina, cit., pag 16. <<
Página 341
[28]
Oscar Colman, La crisis ganadera de 1921/23 y la actitud de los grupos
significativos, Buenos Aires, Cieso, 1974. <<
Página 342
[29] Véanse por ejemplo, los planos catastrales del partido de Guaminí. Allí, 80 000
Página 343
[30] Guía de contribuyentes de la provincia de Buenos Aires, año 1928. Esta fuente,
que está compuesta por una lista completa de los grandes propietarios terratenientes,
ha sido utilizada por diversos autores. Entre otros, Lázaro Nemirowski (Estructura
económica y orientación política de la agricultura, Buenos Aires, 1933), quien
además incluye datos similares para las restantes provincias de la región pampeana.
<<
Página 344
[31]
Emilio Lahitte, «La propiedad rural en 1915», en Boletín del Ministerio de
Agricultura de la Nación, Buenos Aires, 1916. <<
Página 345
[32] Sergio Bagú, Evolución de la estratificación social…, cit., pág 65. <<
Página 346
[33] Heriberto Gibson, La evolución ganadera, cit., pág. 69. <<
Página 347
[34] El estudio del rol desempeñado por las economías familiares en diversos y
complejos procesos de valorización del capital que mantienen como supervivencia
relaciones sociales no capitalistas ha dado lugar, durante los últimos años, a una
extensa bibliografía. Estos trabajos, desarrollados preferentemente en los países
donde el sector campesino constituye todavía un componente fundamental de la
población rural, se han preocupado tanto en detectar y analizar distintos tipos de
situaciones empíricas como en elabora, nuevos criterios teóricos. Entre estos últimos
véase Armando Bartra, La explotación de las economías campesinas por el capital,
México, Macehual, 1982; Michel Gutelman, Estructuras y reformas agrarias,
Fontamara, Barcelona, 1978; Teodoro Shanin, Naturaleza y lógica de la economía
campesina, Barcelona, Anagrama, 1976; Varios autores, Polémica sobre las clases
sociales en el campo mexicano, México, Macehual, 1979; Varios autores, El agro en
el desarrollo histórico colombiano, Bogotá, Punta de Lanza, 1977; Mario Margulis,
Contradicciones en la estructura agraria y transferencias de valor, El Colegio de
México, 1979; Héctor Díaz Polanco, Teoría marxista de la economía campesina,
México, Juan Pablos Editor, 1977. <<
Página 348
[35] Godofredo Daireaux, ob. cit., pág 15. <<
Página 349
[36] La «teoría» del producto principal desarrollada por Marx para explicar la
regulación de los precios agrícolas en el mercado y, consecuentemente, la cuota de
ganancia extraordinaria apropiada, bajo la forma de renta, por los propietarios
terratenientes ha sido explícitamente utilizada en la Argentina por Eugenio
Gastiazoro. Pero este autor extrae de Marx no sólo las proposiciones generales sino,
además, lo especifico: la ubicación de la mercancía trigo como producto principal. Y
en este punto, por aplicar mecánicamente caracterizaciones hechas por Marx para
analizar el desenvolvimiento del capitalismo europeo, comete un error insalvable. Lo
que en Marx resulta correcto se convierte aquí en ocultamiento de uno de los aspectos
peculiares más importantes de nuestra estructura productiva: el predominio de la
producción ganadera sobre los restantes rubros de exportación. Véase Eugenio
Gastiazoro, Argentina hoy, Buenos Aires, Polemos, 1972, capitulo «La cuestión
agraria». <<
Página 350
[37] Se trata de M. Snow, un ingeniero agrónomo enviado por el gobierno de los
Página 351
[38] Idem, pág. LIII. <<
Página 352
[39] Véase el modelo de asignación de recursos y composición de los beneficios,
Página 353
[40] Para mayor precisión, el ciclo de predominio lanar debe ubicarse en el medio
siglo que transcurre entre 1850 y 1900. Nos referimos en particular a los veinte años
en que la producción ovina empalma con el primer proceso de transformación
estructural de la estancia, es decir, con la implantación del alambrado sin agricultura,
y con apropiación privada de la totalidad de la tierra disponible en la región
pampeana, antes de la conquista del desierto. Por otra parte, si bien después de 1885
el frigorífico ovino incrementó y valorizó aún más este rubro ganadero, su influencia
se combina con modificaciones de mayor importancia, iniciadas en la década del
ochenta. <<
Página 354
[41] Horacio C. E. Giberti, Historia económica de la ganadería argentina, Buenos
Página 355
[42] Jacinto Oddone, La burguesía terrateniente argentina, Buenos Aires, Libera, pág.
60. <<
Página 356
[43] Miguel Angel Carcano, Evolución histórica del régimen de la tierra pública,
Página 357
[44] Jacinto Oddone, La burguesía terrateniente…, cit. pág. 117. <<
Página 358
[45] Miguel Angel Cárcano, Evolución histórica…, cit., pág. 148. <<
Página 359
[46] Jacinto Oddone, La burguesía terrateniente…, cit. pág. 148. <<
Página 360
[47] Ataúlfo Pérez Aznar, «La política tradicional y la Argentina moderna», Revista de
Página 361
[48] Roman Gaignard, «Origen y evolución de la pequeña propiedad campesina en la
Página 362
[49] También hubo, como es sabido, años de agudas crisis en el mercado y en la
Página 363
[50] José Carlos Chiaramonte, Nacionalismo y liberalismo económicos en Argentina,
Página 364
[51] Citado por Alberto Martínez en Consideraciones sobre el resultado del Censo
ganadero, Tercer Censo Nacional, año 1914, tomo VI, pp. XLIII. <<
Página 365
[52] José Pedro Barran y Benjamín Nahum, Historia rural del Uruguay moderno,
Página 366
[53] Idem, Los datos corresponden al compendio del tomo I, capitulo V, parágrafo 5.
<<
Página 367
[54] Idem, pág. 65. <<
Página 368
[55] Los datos referidos al progreso económico de Bernardo de Irigoyen son una
Página 369
[56] Horacio C. E. Giberti, Historia económica…, cit., pág. 146. <<
Página 370
[57]
Reinaldo Frigerio, Introducción al estudio del problema agrario argentino,
Buenos Aires, Clase Obrera, pág 30. <<
Página 371
[58] Código Rural de la provincia de Buenos Aires, Buenos Aires, Lajouanne, 1926,
Página 372
[59] Idem, Titulo IV (Policía Rural), Secciones III a VII, págs. 52, 57. <<
Página 373
[60] Ricardo Rodríguez Molas, Historia social del gaucho, cit., pág. 283. <<
Página 374
[61] Idem, págs. 287 y ss. <<
Página 375
[62] Wilfredo Latham, Los estados del Río de la Plata, cit. por Ricardo Rodríguez
Página 376
[63] Daireaux ha dejado una extensa bibliografía en forma de ensayos, cuentos y
relatos sobre la vida rural de la pampa. Las citas que vienen a continuación
corresponden sin embargo, a uno solo de sus trabajos, «La estancia argentina»,
publicado como monografía en el Tomo III del Censo Nacional Agropecuario de
1908. <<
Página 377
[64] Para apreciar con más detalle la evolución social del gran burgués terrateniente
Página 378
[65] Jorge F. Sábato, ob. cit. <<
Página 379
Notas al Capítulo V
Página 380
[1] Confróntense, entre otras, las caracterizaciones de: Jaime Fuchs, Argentina, su
Página 381
[2] Para el primero de los enfoques, véase los autores ya mencionados. Para el
segundo, analizar la posición de Ismael Viñas, Tierra y clase obrera, Buenos Aires,
Achával Solo, 1973. Nosotros retomamos, en parte, los trabajos de Reinaldo Frigerio,
Introducción al estudio del problema agrario argentino, Buenos Aires, Clase obrera,
s/f., y de Eduardo Boglich, La cuestión agraria, Buenos Aires, 1937. <<
Página 382
[3] Miguel Murmis propone abordar el estudio de la base material de la estructura de
Página 383
[4]
Véase entre otros: Pablo González Casanova, Sociología de la explotación,
México, Siglo XXI, 1970, capitulo «El desarrollo del capitalismo en los países
coloniales y dependientes». <<
Página 384
[5]
Antonio García, Dominación y reforma agraria en América Latina, Lima,
Moncloa-Campodónico, 1970, pág. 133. <<
Página 385
[6] Para «dualismo estructural», véase Celso Furtado, Desarrollo y subdesarrollo,
Buenos Aires, Eudeba, 1965; Gerson Gomes y Antonio Pérez, «El proceso de
modernización de la agricultura latinoamericana», en Revista de la CEPAL, agosto
1979; Enrique Iglesias. «La ambivalencia del agro latinoamericano», en idem,
segundo semestre, 1978.
Para marginalidad confróntense varios artículos de la Revista Latinoamericana de
Sociología, vol. V, julio de 1969, N.º 2. También: José Nun, Superpoblación relativa,
ejército industrial de reserva y masa marginal, México, Ed. Abiis, 1972; Ernesto
Feder; «Campesinistas y descampesinistas», parte I, en Revista Comercio Exterior,
México, vol. 27, n.º 12, y parte II en idem, vol. 28. N.º 1; Gustavo Esteva, «¿Y si los
campesinos existen?», en idem, vol. 28, N.º 6. <<
Página 386
[7] Comité Interamericano de Desarrollo Agrícola (CIDA), Tenencia de la tierra y
desarrollo socioeconómico del sector agrícola, OEA, Washington D.C., 1966. <<
Página 387
[8] Véase Karl Kautsky, La cuestión agraria, París, Ruedo Ibérico, 1970, capítulo 7,
Página 388
[9] Para brindar un conocimiento más adecuado de las características del régimen de
Página 389
[10] H. Pereyra y Alfredo Pucciarelli, «El contexto estructural de la estratificación»,
Página 390
[11] Oscar Colman, «El sector servicios», en ídem. <<
Página 391
[12] Ernesto Laclau expone una conclusión similar a la nuestra, en los siguientes
Página 392
[13] Ernesto Laclau, ob. cit., págs. 34-43. <<
Página 393
[14] Especialmente el análisis de Milcíades Peña, Alberdi, Sarmiento, el 90, Buenos
Página 394
Página 395