Cuentos Cortos Del Gran Bukowski
Cuentos Cortos Del Gran Bukowski
Cuentos Cortos Del Gran Bukowski
El principiante
[Cuento - Texto completo.]
Charles Bukowski
Bien, dejé el lecho de muerte y salí del hospital del condado y conseguí un trabajo como
encargado de almacén. Tenía los sábados y los domingos libres y un sábado hablé con
Madge:
-Mira, nena, no tengo prisa por volver a ese hospital. Tendría que buscar algo que me
apartara de la bebida. Hoy, por ejemplo, ¿qué se puede hacer sino emborracharse? El
cine no me gusta. Los zoos son estúpidos. No podemos pasarnos todo el día jodiendo.
Es un problema.
-¿Has ido alguna vez a un hipódromo?
-¿Qué es eso?
-Donde corren los caballos. Y tú apuestas.
-¿Hay algún hipódromo abierto hoy?
-Hollywood Park.
-Vamos.
Madge me enseñó el camino. Faltaba una hora para la primera carrera y el aparcamiento
estaba casi lleno. Tuvimos que aparcar a casi un kilómetro de la entrada.
-Parece que hay mucha gente -dije.
-Sí, la hay.
-¿Y qué haremos ahí dentro?
-Apostar a un caballo.
-¿A cuál?
-Al que quieras.
-¿Y se puede ganar dinero?
-A veces.
Pagamos la entrada y allí estaban los vendedores de periódicos diciéndonos:
-¡Lea aquí cuales son sus ganadores! ¿Le gusta el dinero? ¡Nosotros le ayudaremos a
que lo gane!
Había una cabina con cuatro personas. Tres de ellas te vendían sus selecciones por
cincuenta centavos, la otra por un dólar. Madge me dijo que comprase dos programas y
un folleto informativo. El folleto, me dijo, trae el historial de los caballos. Luego me
explicó cómo tenía que hacer para apostar.
-¿Sirven aquí cerveza? -pregunté.
-Sí claro. Hay un bar.
Cuando entramos, resultó que los asientos estaban ocupados. Encontramos un banco
atrás, donde había como una zona tipo parque, cogimos dos cervezas y abrimos el
folleto. Era sólo un montón de números.
-Yo sólo apuesto a los nombres de los caballos -dijo ella.
-Bájate la falda. Están todos viéndote el culo.
-¡Oh! Perdona.
-Toma seis dólares. Será lo que apuestes hoy.
-Oh, Harry, eres todo corazón -dijo ella.
En fin, estudiamos todo detenidamente, quiero decir estudié, y tomamos otra cerveza y
luego fuimos por debajo de la tribuna a primera fila de pista. Los caballos salían para la
primera carrera. Con aquellos hombrecitos encima vestidos con aquellas camisas de
seda tan brillantes. Algunos espectadores chillaban cosas a los jinetes, pero los jinetes
les ignoraban. Ignoraban a los aficionados y parecían incluso un poco aburridos.
-Ese es Willie Shoemaker -dijo Madge, señalándome a uno. Willie Shoemaker parecía a
punto de bostezar. Yo también estaba aburrido. Había demasiada gente y había algo en
la gente que resultaba depresivo.
-Ahora vamos a apostar -dijo ella.
Le dije dónde nos veríamos después y me puse en una de las colas de dos dólares
ganador. Todas las colas eran muy largas. Yo tenía la sensación de que la gente no
quería apostar. Parecían inertes. Cogí mi boleto justo cuando el anunciador decía:
«¡Están en la puerta!».
Encontré a Madge. Era una carrera de kilómetro y medio y nosotros estábamos en la
línea de meta.
-Elegí a Colmillo Verde -le dije.
-Yo también -dijo ella.
Tenía la sensación de que ganaríamos. Con un nombre como aquél y la última carrera
que había hecho, parecía seguro. Y con siete a uno.
Salieron por la puerta y el anunciador empezó a llamarlos. Cuando llamó a Colmillo
Verde, muy tarde, Madge gritó:
-¡COLMILLO VERDE!
Yo no podía ver nada. Había gente por todas partes. Dijeron más nombres y luego
Madge empezó a saltar y a gritar:
¡COLMILLO VERDE! ¡COLMILLO VERDE!
Todos gritaban y saltaban. Yo no decía nada. Luego, llegaron los caballos.
-¿Quién ganó? -pregunté.
-No sé -dijo Madge-. Es emocionante, ¿eh?
-Sí.
Luego, pusieron los números. El favorito 7/5 había ganado, un 9/2 quedaba segundo y
un 3 tercero.
Rompimos los boletos y volvimos a nuestro banco.
Miramos el folleto para la siguiente carrera.
-Apartémonos de la línea de meta para poder ver algo la próxima vez.
-De acuerdo -dijo Madge.
Tomamos un par de cervezas.
-Todo esto es estúpido -dije-. Esos locos saltando y gritando, cada uno a un caballo
distinto. ¿Qué pasó con Colmillo Verde?
-No sé. Tenía un nombre tan bonito.
-Pero los caballos no saben cómo se llaman… El nombre no les hace correr.
-Estás enfadado porque perdiste la carrera. Hay muchas más carreras.
Tenía razón. Las había.
Seguimos perdiendo. A medida que pasaban las carreras, la gente empezaba a parecer
muy desgraciada, desesperada incluso. Parecían abrumados, hoscos. Tropezaban
contigo, te empujaban, te pisaban y ni siquiera decían «perdón». O «lo siento».
Yo apostaba automáticamente, sólo porque ella estaba allí. Los seis dólares de Madge se
acabaron al cabo de tres carreras y no le di más. Me di cuenta de que era muy difícil
ganar. Escogieras el caballo que escogieras, ganaba otro. Yo ya no pensaba en las
probabilidades.
En la carrera principal aposté por un caballo que se llamaba Claremount III. Había
ganado su última carrera fácilmente y tenía un buen tanteo. Esta vez llevé a Madge
cerca de la curva final. No tenía grandes esperanzas de ganar. Miré el tablero y
Claremount III estaba 25 a uno. Terminé la cerveza y tiré el vaso de papel. Doblaron la
curva y el anunciador dijo:
-¡Ahí viene Claremount III!
Y yo dije:
-¡Oh, no!
-¿Apostaste por él? -dijo Madge.
-Sí -dije yo.
Claremount pasó a los tres caballos que iban delante de él, y se distanció en lo que
parecían unos seis largos. Completamente solo.
-Dios mío -dije-, lo conseguí.
-¡Oh, Harry! ¡Harry!
-Vamos a tomar un trago -dije.
Encontramos un bar y pedí. Pero esta vez no pedí cerveza. Pedí whisky.
-Apostamos por Claremount III -dijo Madge al del bar.
-¿Sí? -dijo él.
-Sí -dije yo, intentando parecer veterano. Aunque no sabía cómo eran los veteranos del
hipódromo.
Me volví y miré el marcador. CLAREMOUNT se pagaba a 52,40.
-Creo que se puede ganar a este juego -le dije a Madge -. Sabes, si ganas una vez no es
necesario que ganes todas las carreras. Una buena apuesta, o dos, pueden dejarte
cubierto.
-Así es, así es -dijo Madge.
Le di dos dólares y luego abrimos el folleto. Me sentía confiado. Recorrí los caballos.
Miré el tablero.
-Aquí está -dije-. LUCKY MAX. Está nueve a uno ahora. El que no apueste por Lucky
Max es que está loco. Es sin duda el mejor y está nueve a uno. Esta gente es tonta.
Fuimos a recoger mis 52,40.
Luego fui a apostar por Lucky Max. Sólo por divertirme, hice dos boletos de dos
dólares con el ganador.
Fue una carrera de kilómetro y medio, con un final de carga de caballería. Debía haber
cinco caballos en el alambre. Esperamos la foto. Lucky Max era el número seis.
Indicaron cuál era el primero:
6.
Oh Dios mío todopoderoso. LUCKY MAX.
Madge se puso loca y empezó a abrazarme y besarme y dar saltos.
También ella había apostado por él. Había alcanzado un diez a uno. Se pagaba 22,80
dólares. Le enseñé a Madge el boleto ganador extra. Lanzó un grito. Volvimos al bar.
Aún servían. Conseguimos beber dos tragos antes de que cerraran.
-Dejemos que se despejen las colas -dije-. Ya cobraremos luego.
-¿Te gustan los caballos, Harry?
-Se puede -dije-, se puede ganar, no hay duda.
Y allí estábamos, bebidas frescas en la mano, viendo bajar a la multitud por el túnel
camino del aparcamiento.
-Por amor de Dios -le dije a Madge-, súbete las medias. Pareces una lavandera.
-¡Uy! ¡Perdona papaíto!
Mientras se inclinaba, la miré y pensé, pronto podré permitirme algo un poquillo mejor
que esto.
Jajá.
FIN
Charles Bukowski
Cass era la más joven y hermosa de cinco hermanas. Cass era la mujer más hermosa de
la ciudad. Medio india, con un cuerpo flexible y extraño, un cuerpo fiero y serpentino y
ojos a juego. Cass era fuego móvil y fluido. Era como un espíritu embutido en una
forma incapaz de contenerlo. Su pelo era negro y largo y sedoso y se movía y se retorcía
igual que su cuerpo. Cass estaba siempre muy alegre o muy deprimida. Para ella no
había término medio. Algunos decía que estaba loca. Lo decían los tontos. Los tontos no
podían entender a Cass. A los hombres les parecía simplemente una máquina sexual y
no se preocupaban de si estaba loca o no. Y Cass bailaba y coqueteaba y besaba a los
hombres pero, salvo un caso o dos, cuando llegaba la hora de hacerlo, Cass se evadía de
algún modo, los eludía.
Sus hermanas la acusaban de desperdiciar su belleza, de no utilizar lo bastante su
inteligencia, pero Cass poseía inteligencia y espíritu; pintaba, bailaba, cantaba, hacía
objetos de arcilla, y cuando la gente estaba herida, en el espíritu o en la carne, a Cass le
daba una pena tremenda. Su mente era distinta y nada más; sencillamente, no era
práctica. Sus hermanas la envidiaban porque atraía a sus hombres, y andaban
rabiosísimas porque creían que no les sacaba todo el partido posible. Tenía la costumbre
de ser buena y amable con los feos; los hombres considerados guapos le repugnaban:
“No tienen agallas -decía ella-. No tienen nervio. Confían siempre en sus orejitas
perfectas y en sus narices torneadas… todo fachada y nada dentro…” Tenía un carácter
rayando la locura; Un carácter que algunos calificaban de locura.
Su padre había muerto del alcohol y su madre se había largado dejando solas a las
chicas. Las chicas se fueron con una pariente que las metió en un colegio de monjas. El
colegio había sido un lugar triste, más para Cass que para sus hermanas. Las chicas
envidaban a Cass y Cass se peleó con casi todas. Tenía señales de cuchilladas por todo
el brazo izquierdo, de defenderse en dos peleas. Tenía también una cicatriz imborrable
que le cruzaba la mejilla izquierda; pero la cicatriz, en vez de disminuir su belleza
parecía, por el contrario, realzarla.
Yo la conocí en el bar West End unas noches después de que la soltaran del convento.
Al ser la más joven, fue la última hermana que soltaron. Sencillamente entró y se sentó
a mi lado. Yo quizá sea el hombre más feo de la ciudad, y puede que esto tuviera algo
que ver con el asunto.
-¿Tomas algo?
-Claro, ¿Por qué no?
No creo que hubiese nada especial en nuestra conversación esa noche, era solo el
sentimiento que Cass transmitía. Me había elegido y no había más. Ninguna presión. Le
gustó la bebida y bebió mucho. No parecía tener edad, pero de todos modos le sirvieron.
Quizás hubiese falsificado el carné de identidad, no sé. En fin, lo cierto es que cada vez
que volvía del retrete y se sentaba a mi lado yo sentía cierto orgullo. No solo era la
mujer más bella de la ciudad, sino también una de las más bellas que yo había visto en
mi vida. Le eché el brazo a la cintura y la besé una vez.
-¿Crees que soy bonita? -preguntó.
-Sí, desde luego. Pero hay algo más… algo más que tu apariencia…
-La gente anda siempre acusándome de ser bonita. ¿Crees de veras que soy bonita?
-Bonita no es la palabra, no te hace justicia.
Buscó en su bolso. Creí que buscaba el pañuelo. Sacó un alfiler de sombrero muy largo.
Antes de que pudiese impedírselo, se había atravesado la nariz con él, de lado a lado,
justo sobre las ventanillas. Sentí repugnancia y horror.
Ella me miró y se echó a reír.
-¿Crees ahora que soy bonita? ¿Qué piensas ahora, eh?
Saqué el alfiler y puse mi pañuelo sobre la herida. Algunas personas, incluido el
encargado, habían observado la escena. El encargado se acercó.
-Mira -dijo a Cass-, si vuelves a hacer eso te echo. Aquí no necesitamos tus
exhibiciones.
-¡Vete a la mierda, amigo! -dijo ella.
-Será mejor que la controles -me dijo el encargado.
-No te preocupes -dije yo.
-Es mi nariz -dijo Cass-, puedo hacer lo que quiera con ella.
-No -dije-, a mí me duele.
-¿Quieres decir que te duele a ti cuando me clavo un alfiler en la nariz?
-Sí, me duele, de veras.
-De acuerdo, no lo volveré a hacer. ¡Ánimo!
Me besó, pero como riéndose un poco en medio del beso y sin soltar el pañuelo de la
nariz. Cuando cerraron nos fuimos a donde yo vivía. Tenía un poco de cerveza y nos
sentamos a charlar. Fue entonces cuando pude apreciar que era una persona que
rebosaba bondad y cariño. Se entregaba sin saberlo. Al mismo tiempo, retrocedía a
zonas de descontrol e incoherencia. Esquizoide. Una esquizo hermosa y espiritual.
Quizás algún hombre o algo acabase destruyéndola para siempre. Esperaba no ser yo.
Nos fuimos a la cama y cuando apagué las luces me preguntó:
-¿Cuándo quieres hacerlo, ahora o por la mañana?
-Por la mañana -dije, y me di la vuelta.
Por la mañana me levanté, hice un par cafés y le llevé uno a la cama. Se echó a reír.
-Eres el primer hombre que conozco que no ha querido hacerlo por la noche.
-No hay problema -dije-. En realidad no tenemos que hacerlo.
-No, espera, ahora quiero yo. Déjame que me refresque un poco.
Se fue al baño. Salió enseguida, realmente maravillosa, largo pelo negro
resplandeciente, ojos y labios resplandecientes, toda resplandor… Se desperezó
sosegadamente, buena cosa. Se metió en la cama.
-Ven, amor.
Fui. Besaba con abandono, pero sin prisa. Dejé que mis manos recorriesen su cuerpo.
Acariciasen su pelo. La monté. Su carne era cálida y firme. Empecé a moverme
despacio y queriendo que durara. Ella me miraba a los ojos.
-¿Cómo te llamas? -pregunté.
-¿Qué diablos importa? -preguntó ella.
Solté una carcajada y seguí. Después se vistió y la llevé en coche al bar, pero era difícil
olvidarla. No tenía que trabajar así que dormí hasta las dos y luego me levanté y leí el
periódico. Cuando estaba en la bañera, entró ella con una hoja: una oreja de elefante.
– Sabía que estarías en la bañera -dijo-, así que te traje algo para tapar esa cosa.
Y me echó encima, en la bañera, la hoja de elefante.
-¿Cómo sabías que estaba en la bañera?
-Lo sabía.
Cass llegaba casi todos los días cuando yo estaba en la bañera. No era siempre la misma
hora, pero raras veces fallaba, y traía la hojas de elefante. Y luego hacíamos el amor.
Telefoneó una o dos noches y tuve que sacarla de la cárcel por borrachera y pelea.
-Esos hijos de puta -decía-, solo porque te pagan unas copas creen que pueden llevarte a
la cama.
-La culpa la tienes tú por aceptar la copa.
-Yo creía que se interesaba por mí, no solo por mi cuerpo.
-A mí me interesas tú y tu cuerpo. Pero dudo que la mayoría de los hombres puedan ver
más allá de tu cuerpo.
Dejé la ciudad y estuve fuera seis meses, anduve vagabundeando; volví. No había
olvidado a Cass ni un momento, pero habíamos tenido algún tipo de discusión y además
yo tenía ganas de ponerme en marcha, y cuando volví pensé que se habría ido; pero no
llevaba sentado treinta minutos en el West End cuando ella llegó y se sentó a mi lado.
-Vaya, cabrón, veo que has vuelto.
Pedí un trago para ella. Luego la miré. Llevaba un vestido de cuello alto. Nunca la había
visto así. Y debajo de cada ojo, clavado, llevaba un alfiler de cabeza de cristal. Solo se
podían ver las cabezas de los alfileres, pero los alfileres estaban clavados.
-Maldita sea, aún sigues intentando destruir tu belleza….
-No, no seas tonto, es la moda.
-Estás chiflada.
-Te he echado de menos -dijo.
-¿Hay otro?
-No, no hay ninguno. Solo tú. Pero ahora trabajo en la calle. Cobro diez billetes. Pero
para ti es gratis.
-Sácate esos alfileres.
-No, es la moda.
-Me hace muy desgraciado.
-¿Estás seguro?
-Sí, mierda, estoy seguro.
Se sacó lentamente los alfileres y los guardo en el bolso.
-Porque la gente cree que es todo lo que tengo. La belleza no es nada. La belleza no
permanece. No sabes la suerte que tienes siendo feo, porque si le agradas a alguien
sabes que es por otra cosa.
-Vale -dije-, tengo mucha suerte.
-No quiero decir que seas feo. Solo que la gente cree que lo eres. Tienes una cara
fascinante.
-Gracias.
Tomamos otra copa.
-¿Qué andas haciendo? -preguntó.
-Nada. No soy capaz de apegarme a nada. Nada me interesa.
-A mí tampoco. Si fueses mujer podrías ser puta.
-No creo que quisiera establecer un contacto tan íntimo con tantos extraños. Debe ser un
fastidio.
-Tienes razón, es fastidioso, todo es fastidioso.
Salimos juntos a la calle. La gente aún miraba a Cass. Aún era una mujer hermosa,
quizá más que nunca.
Fuimos a casa. Abrí una botella de vino y hablamos. A Cass y a mí siempre nos era fácil
hablar. Ella hablaba un rato, yo escuchaba, y luego hablaba yo. Nuestra conversación
fluía fácil sin tensión. Era como si descubriésemos secretos juntos. Cuando
descubríamos uno bueno, Cass se reía con aquella risa… de aquella manera en que solo
ella podía reírse. Y durante la charla nos besábamos y nos arrimábamos. Nos pusimos
muy calientes y decidimos irnos a la cama. Fue entonces cuando Cass se quito aquel
vestido del cuello alto y lo vi… Vi la mellada y horrible cicatriz que le cruzaba el
cuello. Era grande y ancha.
-Maldita sea, condenada, ¿Qué has hecho? -dije desde la cama.
-Lo intenté con una botella rota una noche. ¿Ya no te gusto? ¿Soy bonita aún?
La arrastré a la cama y la besé. Me empujó y se echo a reír:
-Algunos me pagan los diez y luego, cuando me desvisto, no quieren hacerlo. Yo me
quedo los diez. Es muy divertido.
-Sí -dije-, no puedo parar de reír… Cass, cabrona, te amo… deja de destruirte; eres la
mujer con más vida que conozco.
Volvimos a besarnos. Cass lloraba en silencio. Sentí las lágrimas. Sentí aquel pelo largo
y negro tendido bajo mí como una bandera de muerte. Disfrutamos e hicimos un amor
lento y sombrío y maravilloso.
Por la mañana, Cass estaba levantada haciendo el desayuno. Parecía muy tranquila y
feliz. Cantaba. Yo me quedé en la cama gozando su felicidad. Por fin, vino y me
zarandeó.
-¡Arriba, cabrón! ¡Échate agua fría en la cara y la pinga y ven a disfrutar del banquete!
Ese día la llevé en coche a la playa. No era un día de fiesta y aún no era verano, todo
estaba espléndidamente desierto. Vagabundos playeros en andrajos dormían en la arena.
Había otros sentados en bancos de piedra compartiendo una botella solitaria. Las
gaviotas revoloteaban, estúpidas pero distraídas. Ancianas de setenta y ochenta,
sentadas en los bancos, discutían las ventas de fincas dejadas por maridos asesinados
mucho tiempo atrás por la angustia y la estupidez de la supervivencia. Había paz en el
aire y paseamos y estuvimos tumbados por allí y no hablamos muchos. Era agradable
simplemente estar juntos. Compré sándwiches, papas fritas y bebidas y nos sentamos a
beber en la arena. Luego abracé a Cass y dormimos así abrazados un rato. Era mejor que
hacer el amor. Era como fluir juntos sin tensión. Luego volvimos a casa en mi coche y
preparé la cena. Después de cenar, le sugerí a Cass que viviésemos juntos. Se quedó
mucho rato mirándome y luego dijo lentamente “No”. La llevé de nuevo al bar, le pagué
una copa y me fui.
Al día siguiente, encontré trabajo como empaquetador en una fabrica y trabajé todo lo
que quedaba de semana. Estaba demasiado cansado para andar mucho por ahí, pero el
viernes por la noche me acerqué al West End. Me senté y esperé a Cass. Pasaron horas.
Cuando estaba ya bastante borracho, me dijo el encargado.
-Siento lo de tu amiga.
-¿El qué? -pregunté.
-Lo siento. ¿No lo sabías?
-No
-Suicidio, la enterraron ayer.
-¿Enterrada? -pregunté. Parecía como si fuese a aparecer en la puerta de un momento a
otro. ¿Cómo podía haber muerto?
-La enterraron las hermanas.
-¿Un suicidio? ¿Cómo fue?
-Se cortó el cuello.
-Ya. Dame otro trago.
Estuve bebiendo allí hasta que cerraron. Cass, la más bella de las cinco hermanas, la
mujer más hermosa de la ciudad. Conseguí conducir hasta casa sin poder dejar de
pensar que debería haber insistido en que se quedara conmigo en vez de aceptar aquel
“No”. Todo en ella había indicado que le pasaba algo. Yo sencillamente había sido
demasiado insensible, demasiado despreocupado. Me merecía mi muerte y la de ella.
Era un perro. No, ¿por qué acusar a los perros? Me levanté, busqué una botella de vino,
bebí lúgubremente. Cass, la chica más guapa de la ciudad, muerta a los veinte años.
Fuera, alguien tocaba la bocina de un coche. Unos bocinazos escandalosos, persistentes.
Dejé la botella y aullé:
-¡MALDITO SEAS, CONDENADO HIJO DE PUTA, CALLATE YA!
Seguía avanzando la noche y yo no podía hacer nada.
FIN
Charles Bukowski
Un coño blanco
[Cuento - Texto completo.]
Charles Bukowski
es un bar que queda cerca de la estación de ferrocarril, ha cambiado de dueño seis veces
en un año. pasó de bar top-less a restaurante chino, después a mexicano y luego a varias
cosas más, pero a mí me gustaba sentarme allí a mirar el reloj de la estación por una
puerta lateral que siempre dejan entornada, es un bar bastante aceptable: no hay mujeres
que molesten, solo un grupo de comedores de mandioca y jugadores del volante que me
dejan en paz. están siempre allí sentados viendo la aburrida retransmisión de un partido
de algo en la tele, se está mejor en el cuarto de uno, por supuesto, pero hemos aprendido
con los años de trinque que si bebes solo entre cuatro paredes, las cuatro paredes no solo
te destruyen sino que les ayudan a ELLOS a destruirte. No hay por qué darles victorias
fáciles. Saber mantener el equilibrio justo entre soledad y gente, esa es la clave, esa es la
táctica, para no acabar en el manicomio.
así que estoy allí sentado muy serio cuando se sienta a mi lado el mexicano de la
Sonrisa Eterna.
—necesito tres verdes, ¿puedes dármelos?
—los muchachos dicen que «no»… por ahora, ha habido muchos problemas
últimamente.
—pero lo necesito.
—todos lo necesitamos, págame una cerveza.
la Sonrisa Mexicana Eterna me paga una cerveza.
a) está tomándome el pelo.
b) está loco.
c) quiere liarme.
d) es un poli.
e) no sabe nada.
—quizá pueda conseguirte tres verdes —le digo.
—ojalá, perdí a mi socio, él sabía cómo agujerear una caja fuerte, sabía encontrarle el
punto débil y aplicar la presión necesaria hasta que la plancha saltaba, todo perfecto, sin
un ruido, ahora le han cazado, y yo tengo que usar el martillo, sacar la combinación y
dinamitar el agujero, muy anticuado y ruidoso, pero necesito tres verdes hasta que me
salga un asunto.
me cuenta todo esto muy bajo, acercándose, para que nadie oiga, apenas puedo oírle.
—¿cuánto hace que eres policía? —le pregunto.
—te equivocas conmigo, soy estudiante, de la escuela nocturna, estudio trigonometría
superior.
—¿y para eso necesitas robar cajas fuertes?
—claro, y cuando acabe yo también tendré cajas fuertes y una casa en Beverly Hills,
donde no lleguen los motines.
—mis amigos me dicen que la palabra es Rebelión, no Motín.
—¿qué clase de amigos tienes?
—de todas clases, y de ninguna, quizá cuando llegues al cálculo superior, entiendas
mejor lo que quiero decir, creo que te queda mucho por delante.
—por eso necesito tres verdes.
—un préstamo de tres verdes significa cuatro verdes dentro de treinta y cinco días.
—¿cómo sabes que no voy a largarme?
—nunca lo ha hecho nadie, tú ya me entiendes.
tomamos otras dos cervezas, mientras veíamos el partido.
—¿cuánto hace que eres policía? —volví a preguntarle.
—me gustaría que dejases eso. ¿te importa que te pregunte yo algo?
—bueno —dije.
—te vi por la calle una noche hace unas dos semanas, hacia la una, con la cara llena de
sangre, y también la camisa, una camisa blanca, quise ayudarte pero parecías no saber
dónde estabas, me asustaste: no te tambaleabas pero era como si anduvieras en sueños,
luego vi cómo entrabas en una cabina de teléfonos y más tarde te recogió un taxi.
—bueno —dije.
—¿eras tú?
—supongo.
—¿qué pasó?
—tuve suerte.
—¿qué?
—claro, solo me tocaron un poco, estamos en la Década Loca de los Asesinos.
Kennedy. Oswald. el doctor King. Che G. Lumumba. olvido varios, seguro, tuve suerte,
no era lo bastante importante para un asesinato.
—¿y quién te hizo aquello?
—todos.
—¿todos?
—claro.
—¿qué piensas del asunto de King?
—una chorrada, como todos los asesinatos desde Julio César.
—¿crees que los negros tienen razón?
—no creo que yo merezca morir a manos de un negro, pero creo que hay algunos
blancos enfermos de fantasías que sí, quiero decir ELLOS quieren morir a manos de un
negro, pero creo que una de las cosas mejores de la Revolución Negra es que ellos están
INTENTÁNDOLO, la mayoría de nosotros los lindos blanquitos hemos olvidado ya
esto, incluido yo. ¿pero qué tiene eso que ver con los tres verdes?
—bueno, a mí me dijeron que tenías contactos y necesito pasta, pero creo que estás un
poco loco.
—FBI.
—¿cómo?
—¿eres del FBI?
—¿estás paranoico?
—pregunta él.
—por supuesto, ¿qué hombre sano no?
—¡tú estás loco! —parece fastidiado y echa hacia atrás la silla y se va. Teddy, el nuevo
propietario, llega con otra cerveza.
—¿quién era? —pregunta.
—un tío que quería liarme.
—¿sí?
—sí. así que le lié yo.
Teddy se alejaba nada impresionado pero así son los de los bares, termino la cerveza,
salgo y bajo hasta el bar mexicano grande de la baranda de bronce, querían matarme allí
dentro, yo era mal actor estando borracho, era agradable ser blanco y estar loco y ser tan
desenvuelto, ella se acerca, la camarera, recuerdo la cara, la banda empieza «Vuelven
los días felices», quieren engañarme, esto activa la navaja automática.
—necesito recuperar mis llaves.
ella busca en el delantal (le sienta bien ese delantal; a las mujeres siempre les sientan
bien los delantales; algún día me cogeré a una que no tenga más que el delantal, quiero
decir encima de ELLA) y coloca las llaves sobre la barra, allí estaban: las llaves del
coche, las del apartamento, las llaves para llegar al interior de mi cráneo.
—anoche dijiste que volvías.
miro alrededor, hay por allí, por la barra, dos o tres, groguis. revolotean las moscas
sobre sus cabezas, sin carteras, el asunto olía a droga en la bebida, en fin, ellos se lo
merecen, yo no. pero los mexicanos eran fríos: nosotros les robamos su tierra pero ellos
siguieron tocando sus trompetas, y yo digo:
—se me olvidó volver.
—la consumición es por mi cuenta.
—oye, ¿crees que soy Bob Hope contando chistes navideños a los soldados? un whisky
con droga, fuerte.
se echa a reír y va a mezclar el veneno, vuelvo la cabeza para facilitarle las cosas, se
sienta frente a mí.
—me gusta —dice—. quiero que cojamos otra vez. haces buenos trucos para ser un
viejo.
—gracias, es por esa peluca blanca que llevas, soy un chiflado: me gustan las jóvenes
que se fingen viejas, y las viejas que se fingen jóvenes, me gustan los ligueros, los
tacones altos, los panticitos rosa, todo ese rollo picante.
—hago una escena en que me tiño el coño de blanco.
—perfecto.
—bebe tu veneno.
—oh sí, gracias.
—no hay de qué.
bebí el whisky con droga, pero los engañé, salí inmediatamente y tuve la suerte de ver
un taxi allí mismo en Sunset, al sol, entré y cuando llegué a casa apenas pude pagar,
abrir la puerta y cerrarla, luego quedé paralizado, un coño blanco, sí, ella no quería
coger conmigo, quería joderme. conseguí llegar al sofá y quedar paralizado allí, salvo en
el pensamiento, oh sí, tres verdes, ¿quién no lo aceptaría? al diablo el interés y la
cláusula de penalización final, treinta y cinco días, ¿cuántos hombres han tenido treinta
y cinco días libres en sus vidas? y luego, se puso oscuro, así que no pude contestarme
mi propia pregunta.
ujjujj.
FIN