Luis Grau Manuel Martínez Neira
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TEMA 4
El Bill of Rights o las primeras diez Enmiendas – Las demandas contra los Estados: la undécima
Enmienda – El procedimiento de elección del Presidente: la duodécima Enmienda – El Tribunal Supremo
y su función constitucional – Judicial Review: Marbury v. Madison – Los poderes implícitos y la Cláusula
Necessary and Proper: McCulloch v. Maryland – La Cláusula de comercio (interestatal): Gibbons v.
Ogden
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estados en el Congreso, reunidos entonces en la ciudad de New York, para que actuasen
según lo considerasen más conveniente. Éstos podían haber optado por mantener el
status quo y rechazar la propuesta alegando que violaba los términos de los Artículos;
pero en cambio optaron por enviar copias de la nueva constitución a todos los estados
para que fueran éstos los que decidieran su adhesión o no a la forma de gobierno
propuesta. Las copias oficiales del texto (varios periódicos ya lo habían publicado con
anterioridad) se recibieron a principios de octubre de 1787 y, como se ha dicho, las
primeras ratificaciones se produjeron a principios de diciembre de ese mismo año.
Sin embargo no todas las ratificaciones fueron unánimes e incondicionales.
Cuando a principios de febrero de 1788 lo hacía Massachusetts era con la condición de
que la primera acción del nuevo Congreso fuera modificar la Constitución. La
ratificación de New Hampshire el 21 de junio de ese año alcanzaba el requisito
impuesto para la adopción y entrada en efecto de la nueva Constitución; pero New
Hampshire también ratificaba a condición de que el texto se modificase en el primer
Congreso federal. El 24 de junio –con la Constitución, pues, ya adoptada– Virginia
entregaba su ratificación, a la que acompañaba una propuesta de bill of rights de 20
artículos. Un mes después New York hacía lo mismo, proponiendo en su caso un bill of
rights de 25 artículos y otras 31 enmiendas adicionales.
Como se ha apuntado, uno de los principales defectos de los Artículos era su
inflexibilidad, pues para cualquier cambio relevante se requería la unanimidad de todos
los estados, requisito éste que, con tan sólo trece estados en la “Unión Perpetua”, había
demostrado ser ya inalcanzable. Los redactores de la nueva constitución entendieron
muy claramente la necesidad de corregir ese defecto, pero también conocían por la
experiencia de algunas constituciones estatales que otros métodos de reforma
constitucional mucho más flexibles eran asimismo indeseables. Finalmente optaron por
un método de enmienda novel y excepcionalmente efectivo, que hace que la
Constitución de los Estados Unidos esté considerada como una constitución rígida –
difícil de modificar– pero que al mismo tiempo haya permitido, mediante los
oportunos cambios, su supervivencia durante más de doscientos veinte años.
Como se dicho, la “Cláusula de enmienda” viene recogida en el Artículo V de la
Constitución. El proceso de enmienda tiene dos fases y cada una de éstas dos vías. La
primera fase es la preparación del texto de una propuesta de enmienda para su
presentación a los estados, para lo cual se exigen mayorías muy cualificadas, de al
menos dos tercios. La segunda fase es la de ratificación por los estados, y en ésta se
requieren mayorías aún más cualificadas, de al menos los tres cuartos de todos los
estados de la Unión en ese momento. En ningún caso se requiere unanimidad, pero las
mayorías exigidas han hecho que, de las miles y miles de enmiendas planteadas en el
Congreso durante los 225 años de existencia de la Constitución, sólo se hayan
propuesto a los estados 33, y éstos tan sólo hayan adoptado –es decir, ratificado por al
menos tres cuartos de todos los estados– 27.
Existen dos vías para proponer una enmienda: que al menos dos tercios de
ambas Cámaras del Congreso aprueben un determinado texto, o que los órganos
legislativos de dos tercios de los estados soliciten que se convoque una convención
constitucional. Hasta ahora sólo se ha utilizado la primera vía, pues la convención
constitucional se ha considerado demasiado peligrosa ya que, una vez convocada, ésta
tendría el carácter de convención constituyente y nada impediría que se cambiase toda
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la constitución si sus miembros así lo consideraran pertinente. Sólo una vez, en 1912 y
con motivo de la Decimoséptima Enmienda, se estuvo cerca de requerir una
convención constitucional; pero el Senado, que como objeto directo de dicha enmienda
llevaba años oponiéndose a ella (ver Tema 6), en el último momento reconsideró los
inconvenientes que acarrearía forzar a los estados a solicitar la convención, y aprobó
por fin el texto de la propuesta de enmienda.
Superada la fase de propuesta (como se ha dicho, la inmensa mayoría de las
enmiendas propuestas no la pasan), tres cuartos de los Estados deben ratificar la
enmienda para que ésta quede adoptada y pase a ser parte de la propia Constitución.
Como en la fase anterior, existen dos vías para esta ratificación, ambas a elección del
Congreso cuando presenta a los estados la propuesta de enmienda: una que la
ratificación la hagan los órganos legislativos estatales, y la otra que en cada uno de los
estados se reúna una convención especial para evaluar la enmienda y ratificarla.
Cualquiera que sea el modo elegido, si se alcanza el voto favorable de al menos tres
cuartos de los estados, la Enmienda queda adoptada y pasa a ser parte integral de la
Constitución.
De las 33 enmiendas propuestas a los estados hasta ahora, cuatro están todavía
pendientes de ratificación (alguna con escasísimas posibilidades de llegar a serlo) y sólo
dos han sido definitivamente rechazadas. (Obsérvese a título incidental que, aunque en
algunas Enmiendas aparece la firma del Presidente, éste no tiene ninguna función
activa en el proceso de enmienda, y que éstas, al contrario que las leyes ordinarias, no
tienen que serle presentadas para su aprobación ni el Presidente puede vetarlas.)
Como decíamos, el primer Congreso federal de los Estados Unidos se inauguró,
pues, ya con el mandato expreso de modificar la Constitución y en particular de añadir
a su texto un bill of rights.
Uno de los debates más enconados que tuvo lugar durante la Convención de
Philadelphia fue sobre la necesidad o no de incluir en el texto de la Constitución tal
catálogo de derechos fundamentales. En 1787 ocho de los trece estados de la Unión
contenían declaraciones de derechos, bien como parte integral de su propio texto
constitucional o como documentos aprobados separadamente, pero con el mismo
carácter y grado de supremacía. Sin embargo, la Constitución de 1787 fue redactada sin
esa declaración, y no porque hubiera sido un lapsus calami. Quienes estaba en contra
de la inclusión alegaban, en primer lugar, que también había constituciones de varios
estados sin tales declaraciones de derechos y esto no las invalidaba, o, como
argumentaba el delegado Thomas McKean (uno de los firmantes de la Declaración de
independencia) en la convención organizada para la ratificación por el Estado de
Pennsylvania, que “aunque [la inclusión en la Constitución de] una declaración de
derechos no dañaba a nadie, era un instrumento innecesario porque ya las
constituciones de ocho de los trece Estados Unidos incluían bills of rights” que
protegerían a los ciudadanos.
En segundo lugar se alegaba que en la Constitución ya se incluían (como
también ocurría en aquellas otras constituciones estatales sin declaración de derecho)
ciertos derechos individuales, como lo eran la limitación de las penas en caso de
impeachment (U.S. Const. art. I, sec. 3, cl. 7), el privilegio de Habeas Corpus (U.S.
Const. art. I, sec. 9, cl. 2), o el derecho a un juicio por jurado (U.S. Const. art. III, sec. 2,
cl. 3), por ejemplo.
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derechos a quienes gobiernan, sino que fija límites a sus legisladores y gobernantes”, y
que “dichos derechos debieran ser los cimientos de toda constitución”. En una cuarta
carta el autor reiteraba que “había ciertos derechos que en los Estados Unidos siempre
hemos considerado sagrados y que se han reconocido en todas nuestras constituciones,
pero que quedarían sin respaldo si la nueva constitución se adoptara tal y como
estaba”. Otros autores “anti-federalistas” como Brutus, los “Delegados de Pennsylvania
disidentes en la Convención”, el Impartial Examiner o Patrick Henry, defendieron en
sus panfletos la necesidad de un bill of rights e incluso especificaron cuáles eran dichos
“derechos sagrados”.
El Federal Farmer hacía una relación extensa de ellos: el libre ejercicio de la
religión; el no estar sometidos los ciudadanos a registros indebidos de sus documentos,
de sus propiedades y de sus personas; el derecho a un juicio por jurado en las causas
civiles (la Constitución ya recogía este derecho para las causas penales); que los juicios
se celebrasen en la localidad donde se hubieran cometido los delitos; el derecho a
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siempre bien armada y adiestrada; el que las elecciones fueran periódicas y frecuentes;
y que hubiera separación de poderes entre el legislativo, el ejecutivo y el judicial. El
Impartial Examiner añadía a esa lista de derechos el que los acusados pudieran
presentar pruebas a su favor, el que no se pudieran exigir fianzas ni imponer multas
excesivas y el que no se infligieran castigos “crueles e inusuales”.
Constituida, como se ha dicho, la primera legislatura del Congreso de los
Estados Unidos el 4 de marzo de 1789, una de sus primeras acciones fue aprobar doce
enmiendas a la Constitución que, el 25 de septiembre, se enviaron a todos los estados
para que las ratificaran sus respectivos órganos legislativos. El 20 de noviembre de
1789 New Jersey fue el primer estado en ratificar once de las doce enmiendas
propuestas. Durante los siguientes dos años los estados fueron ratificando diversas
enmiendas hasta que la ratificación de Virginia el 15 de diciembre de 1791 hizo que diez
de ellas se convirtieran en el denominado Bill of Rights de la Constitución de los
Estados Unidos.
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Las dos últimas Enmiendas del Bill of Rights contienen una cláusulas de cierre
cada una. La Novena se conoce como la enmienda de los retained rights [derechos
conservados o retenidos] y declara que el hecho de que la Constitución no mencione
explícitamente algún derecho fundamental del pueblo no significa que éste no lo tenga.
La Décima, conocida como la Enmienda de los reserved powers [poderes reservados],
reconoce que los poderes no delegados explícitamente en el gobierno federal,
pertenecen a los estados o al pueblo. De esta forma, ni derechos ni potestades
quedarían en terra nullius para que el más poderoso –en este caso, el gobierno
federal– los pudiese usurpar, reforzando así el concepto de un “gobierno limitado”.
Debe recordarse que, inicialmente, se entendía que los derechos del Bill of
Rights actuaban como una limitación al estado federal, pero no eran de aplicación ni
obligado cumplimiento para los estados. Aunque James Madison propuso en el
Congreso una versión de la primera enmienda que hacía referencia explícita a la
obligación de los estados a acatar la declaración de derechos, dicha propuesta fue
rechazada, y una vez aprobado el Bill of Rights el Tribunal Supremo sostuvo
reiteradamente que los estados no podían ser condenados por incumplimiento de sus
cláusulas. Los estados no tenían por qué proteger ninguno de los derechos contenidos
en las Enmiendas I a VIII a no ser que así se declarase en sus propias constituciones.
Hubo que esperar a la aprobación de la Decimocuarta Enmienda para que, como parte
de la cláusula del “derecho debido”, se pudiesen garantizar por todos los estados
algunos de los derechos fundamentales de la Constitución federal. Y no fue hasta 1887,
en la resolución Spies v. Illinois, cuando por primera vez se reconoció al Bill of Rights
un cierto grado de aplicabilidad implícita a las leyes y actos de los estados, es decir, sin
que previamente un estado hubiera reconocido expresamente un determinado derecho
como tal.
Actualmente, los únicos tres derechos que el Tribunal Supremo entiende que no
son parte integral de los ordenamientos estatales son: el derecho a tener y portar
armas, de la Segunda Enmienda; la necesidad de ser imputado por un gran jurado para
poder ser procesado, de la Quinta Enmienda; y el derecho a un juicio por jurado en las
causas civiles, de la Séptima Enmienda. (La resolución District of Columbia v. Heller,
de 2008, reconoce el derecho a portar armas en territorio federal, tal como la ciudad de
Washington, DC; pero no hace referencia al resto de los estados, y por tanto cualquier
estado puede regular o incluso prohibir llevar armas sin por ello violar la Segunda
Enmienda.) Todos los demás derechos se consideran ya parte de dichos ordenamientos
estatales, estén o no incluidos en sus constituciones.
A título de ejemplo, las siguientes resoluciones son algunas de las que a lo largo
del tiempo han ido reconociendo la aplicabilidad de los derechos del Bill of Rights a los
estados: en Chicago, Burlington and Quincy Railroad v. City of Chicago, 166 U.S. 226
(1897), se incorporó la obligación de una justa compensación por expropiación; en
Near v. Minnesota, 283 U.S. 697 (1931), la libertad de prensa; en De Jonge v. Oregon,
299 U.S. 353 (1937), la libertad de reunión; en Cantwell v. Connecticut, 310 U.S. 296
(1940), el libre ejercicio de la religión; en Everson v. Board of Education, 330 U.S. 1
(1947), el libre establecimiento de las religiones; en In re Oliver, 333 U.S. 257 (1948), el
derecho a un juicio público y a ser informado de las acusaciones que se imputan; en
Mapp v. Ohio, 367 U.S. 643 (1961), el derecho contra registros y requisas arbitrarias;
en Robinson v. California, 370 U.S. 660 (1962), el derecho contra los castigos crueles e
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inusuales (sin perjuicio de la pena de muerte); en Gideon v. Wainwright, 372 U.S. 335
(1963), el derecho a ser asistido por un abogado; en Malloy v. Hogan, 378 U.S. 1
(1964), el derecho a no declarar contra uno mismo; en Aguilar v. Texas, 378 U.S. 108
(1964), el requisito de un auto judicial para llevar a cabo registros; en Pointer v. Texas,
380 U.S. 400 (1965), el poder confrontar a los testigos; en Klopfer v. North Carolina,
386 U.S. 213 (1967), el derecho a un juicio sin dilaciones; en Washington v. Texas, 388
U.S. 14 (1967), el derecho a citar testigos de descargo; en Duncan v. Louisiana, 391 U.S.
145 (1968), el derecho a un juicio por un jurado imparcial; o en Benton v. Maryland,
395 U.S. 784 (1969), el derecho a no ser juzgado dos veces por el mismo delito.
Adoptadas las diez primeras enmiendas por las razones expuestas, la Undécima
Enmienda tuvo su origen en la resolución del Tribunal Supremo Chisholm v. Georgia,
U.S. 419 (1793). Como resultado de esta Enmienda quedó eliminada la jurisdicción del
Tribunal Supremo sobre los pleitos “entre un estado y los ciudadanos de otro estado” y
“entre un estado y ciudadanos o súbditos extranjeros” de la sección 2ª del artículo III.
En 1792, Alexander Chisholm, ciudadano de South Carolina y actuando como
albacea de un tal Robert Farquhar, demandó en el Tribunal Supremo de los Estados
Unidos al Estado de Georgia por una cantidad impagada que éste le debía por bienes
que Farquhar había suministrado durante la guerra de independencia. Georgia no negó
la deuda, pero se negó a comparecer ante el Tribunal federal alegando que, como
estado soberano, no estaba obligado a comparecer en los pleitos en que fuera
demandado sin su consentimiento. El Tribunal Supremo resolvió a favor del
demandante, argumentando que el texto de la sección 2ª del artículo III era claro y
limitaba la inmunidad de los estados, pues explícitamente concedía jurisdicción a los
tribunales federales –y más concretamente al Tribunal Supremo– en pleitos entre
individuos y estados de los que aquellos no fueran ciudadanos.
El temor a una avalancha de demandas contra los estados fundadas en esta
resolución del Tribunal Supremo hizo que el Congreso, en su primera reunión después
de publicarse la resolución, propusiese esta enmienda, salvaguardando así la
inmunidad de los estados contra pleitos planteados contra ellos por individuos tanto
ciudadanos de otros estados de la Unión como extranjeros. La enmienda fue adoptada
en tan sólo once meses.
Aunque la Enmienda protege a los estados contra demandas por deudas o por
indemnizaciones planteadas por individuos ante los tribunales federales, la
jurisprudencia posterior ha determinado que no les protege cuando las demandas están
basadas en alguna de las competencias federales (las denominadas enumerated powers
[potestades enumeradas o determinadas]) contenidas en la Constitución.
La Undécima Enmienda también protege, en principio, a los oficiales estatales
contra demandas de ciudadanos de otros estados o de extranjeros; pero no lo hace
cuando el oficial se excedió en su autoridad o pretendió imponer alguna ley declarada
inconstitucional; tampoco lo hace en los casos de responsabilidad por daño causado
amparándose en alguna ley o decreto estatal. En estos casos, el demandado no es
considerado un miembro del gobierno sino un particular, y debe responder como tal.
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Marshall.
La importancia del judicial review no se puede menospreciar. Para el Prof.
Fioravanti, “el control de constitucionalidad es esencial e indispensable no sólo como
instrumento de protección de los derechos de los individuos y de las minorías –como el
mismo Hamilton afirmaba– en relación con los posibles actos arbitrarios de los
legisladores y de las mayorías políticas, sino también y sobre todo con el fin de impedir
que uno de los poderes, el más fuerte, que siempre es el poder legislativo, puede aspirar
a cubrir y representar todo el espacio de la constitución, identificándose con su
fundamento primero, con el mismo pueblo. Es como si los jueces, actores e
instrumentos de aquel control, recordasen continuamente a los legisladores que ellos
están allí para ejercer un poder muy relevante pero siempre derivado, al haber sido
recibido del pueblo soberano mediante la constitución” (Fioravanti 2001, p. 109).
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quién correspondía decidir si dichos límites se habían excedido o no. Ya en 1761, James
Otis había denunciado que “una ley contraria a la constitución es nula”; pero no se
había identificado qué institución debía ser la que declarase dicha inconstitucionalidad
y que fuese “capaz de garantizar plena eficacia a las normas de la constitución”. Esa
función correspondió al poder judicial, pero no porque así lo especificase la
Constitución, que no lo hacía, ni porque ésta declarase explícitamente la doctrina del
judicial review, que tampoco lo hacía, (aunque para que “el Poder Judicial [tuviera]
jurisdicción sobre todos los pleitos, tanto en derecho como en equidad, que [surgieran]
como consecuencia de esta Constitución, [o] de las leyes de los Estados Unidos” fuera
necesaria dicha doctrina), sino porque la jurisprudencia del propio Tribunal Supremo
así lo determinó en Marbury v. Madison. Con esta resolución “culmina el
constitucionalismo americano” y se establece un novus ordo seclorum: “en lugar del
rey encontramos un proceso político democrático de una sociedad pluralista; en lugar
de la vieja ley consuetudinaria, una constitución escrita, que contiene los derechos
garantizados a los ciudadanos por un juez, que fija y declara la ley”. (Matteucci, pp. 168
y ss.)
La cláusula final de la sec. 8 del art. I de la Constitución –“El Congreso tendrá potestad:
[…] para dictar todas las leyes que sean necesarias y adecuadas para llevar a efecto las
potestades mencionadas, y todas las demás potestades conferidas por esta Constitución
al gobierno de los Estados Unidos o a cualquiera de sus ministerios u oficiales”– fue
motivo de controversia desde su redacción en la propia Convención de Philadelphia.
Mientras los anti-federalistas se oponían a una cláusula de tal laxitud, que en teoría
daba carta blanca al estado federal, los federalistas reclamaban que era imprescindible
para que el gobierno federal pudiera llevar a
cabo las funciones que la Constitución le
había asignado. Para Alexander Hamilton “sin
la substancia de esta potestad, toda la
Constitución sería letra muerta”.
Durante años el debate continuó entre
bastidores hasta que, quince años después de
Marbury v. Madison, el mismo John
Marshall sostuvo, en la resolución McCulloch
v. Maryland, que el gobierno federal podía
ejercitar más acciones que las indicadas http://en.wikipedia.org/wiki/File:2ndBankofUSSouthFacade.JPG
Peter Clericuzio
explícitamente como potestades en la sec. 8
El Second Bank of the United States,
del art. I de la Constitución, pero siempre que Philadelphia,
tales acciones estuvieran relacionadas con las
potestades autorizadas en la Constitución y no estuvieran explícitamente prohibidas
por ésta, pues no era necesario que la Constitución las enumerase una por una, y
además el fin de la cláusula Necessary and Proper era aumentar las potestades del
gobierno federal, no reducir las concedidas explícitamente.
Tal era el caso de la potestad para crear un banco federal. Mientras que quienes
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se oponían a la cláusula Necessary and Proper –en este caso, el Estado de Maryland–
la interpretaban de forma muy restrictiva, pues “necesario” significaba para ellos
“absolutamente esencial”, Marshall lo hacía de forma mucho más amplia y generosa,
argumentado que en el texto constitucional la cláusula formaba parte de la lista de
potestades del Congreso y no de la de sus limitaciones constitucionales.
En un intento de impedir en su territorio el funcionamiento del banco federal
Second Bank of the United States, el Estado de Maryland aprobó una ley que gravaba
con un impuesto todo el papel moneda emitido por bancos que no estuvieran
constituidos en dicho estado. La ley, aun teniendo el aspecto de una ley general, estaba
diseñada específicamente contra el banco federal, pues era el único banco que operaba
en Maryland pero no había sido fundado en ese estado.
Cuando James William McCulloch, director de la sucursal del Second Bank en
Baltimore, se negó a pagar el impuesto, fue demandado en los tribunales de Maryland,
en los que, como era de esperar, fue condenado. Cuando McCulloch recurrió ante el
tribunal de apelaciones de Maryland, el estado argumentó que, puesto que la
Constitución no establecía específicamente ninguna competencia respecto a bancos
federales, la creación del Second Bank había sido inconstitucional, y se ratificó la
condena del tribunal inferior.
McCulloch apeló entonces ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos que
estableció que la cláusula Necessary and Proper de la Constitución autorizaba al
Congreso a establecer el banco “para llevar a efecto” las funciones constitucionales
encomendadas al gobierno federal. Los argumentos del Chief Justice Marshall eran, en
primer lugar, que el gobierno federal era supremo, pues:
“el gobierno de esta Unión, aun siendo limitado en sus potestades, es supremo en su
esfera de actuación […] Es el gobierno de todos; sus potestades provienen de todos;
representa a todos y actúa por todos […] el pueblo lo ha decidido en términos
expresos al decir «esta Constitución, así como las leyes de los Estados Unidos que se
dicten en su cumplimiento […] serán la suprema ley del país» y al exigir a los
miembros de los órganos legislativos de los estados y a los oficiales de las ramas
ejecutiva y judicial de los estados que hicieran un juramento de fidelidad a [la
Constitución]. Por tanto, el Gobierno de los Estados Unidos, aunque limitado en sus
potestades, es supremo, y sus leyes, cuando son acordes con la Constitución,
constituyen la ley suprema del país, «aunque hubiera alguna disposición en la
constitución o en las leyes de cualquiera de los estados que dijera lo contrario»”.
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Con la doctrina del judicial review, Chief Justice John Marshall dio al Poder judicial la
fuerza que los constituyentes no le habían asignado en la Constitución, y con su
generosa interpretación de la cláusula necessary and proper abrió al Congreso y al
Presidente las puertas a competencias que no estaban explícitamente recogidas en el
texto constitucional. Con su interpretación de la cláusula de comercio en la resolución
Gibbons v. Ogden, Marshall hizo que la influencia del gobierno federal se extendiese
prácticamente a todos los ámbitos de la vida norteamericana, pues el comercio lo
invade todo. De esta forma, al tener el gobierno federal la competencia para regular
todo el comercio, la décima enmienda quedaba prácticamente vacía de contenido.
La sec. 8 del Art. I atribuye al gobierno federal la potestad de regular “el
comercio con las naciones extranjeras, así como entre todos los estados y con las tribus
indias”. Con anterioridad a 1824 esta cláusula se había interpretado de forma muy
restrictiva e incluía, exclusivamente, la regulación de transacciones estrictamente
comerciales, y más concretamente las actividades de
comercio exterior e interestatal (incluidas las
llevadas a cabo con los indios), dejando toda
actividad de comercio interno en cada estado como
una competencia reservada a éstos.
El Estado de New York había concedido a
Robert Livingston y a Robert Fulton el monopolio
Hatzigeorgiou, Karen J. U.S. History Images. 2011, Ibid.
Scott, David B. A School History of the United States. New
para usar barcos a vapor por sus aguas territoriales,
York: Harper & Brothers, 1883.
autorizándoles a confiscar cualquier barco que lo
Vapor de Fulton hiciese sin su licencia. Aaron Ogden, que había
adquirido una licencia de Livingston y Fulton,
demandó ante el Court of Chancery [tribunal de equidad] de New York a Thomas
Gibbons por operar un servicio de barcos de vapor entre los estados de New York y New
Jersey sin una licencia de Livingston y Fulton –pues Gibbons alegaba hacerlo con una
licencia federal de cabotaje– y solicitó que se impidiese a Gibbons navegar por las
aguas de New York. El tribunal de equidad primero y luego el Court of Errors [tribunal
de casación] de New York, fallaron a favor de Ogden.
Gibbons apeló entonces ante el Tribunal Supremo de los Estados Unidos que,
en otra de las resoluciones redactadas por Chief Justice Marshall, estableció que el
alcance de la Cláusula de Comercio iba más allá del mero intercambio de bienes e
incluía los medios por los que se llegaba a que dicho ejercicio del comercio se realizase,
medios que en este caso eran la navegación. La Constitución, decía Marshall,
“concedía [al Congreso] expresamente la potestad de regular la navegación como si
este término se hubiese añadido a la palabra «comercio»”. Además, la potestad federal
de regular el comercio exterior, interestatal y con las tribus indias era absoluta,
quedando reservado a los estados exclusivamente la regulación de su comercio interior
o “intraestatal”.
Nótese que el caso planteado ante el Tribunal Supremo por Gibbons tenía que
ver, al menos aparentemente, con derechos de navegación, y no con el comercio
interestatal. (De igual forma, el caso planteado por Marbury tampoco tenía que ver
inicialmente con el judicial review, ni el de McCulloch con la cláusula Necessary and
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Proper.) Pero para el Chief Justice Marshall la cuestión pasó a ser qué significaba
realmente “comercio” y hasta dónde se extendía tal concepto.
En esta resolución Marshall comenzó estableciendo que la potestad de regular el
comercio incluía la de regular la navegación, pues la potestad se extendía a cualquier
trato comercial, y sin la navegación (a principios del siglo XIX) no podía haber
comercio. De la competencia federal quedaba excluido –y por tanto “reservado” a los
estados– el comercio que fuera totalmente interior a un estado. Pero en el comercio
entre los estados (como en el comercio con los países extranjeros o con los indios) el
gobierno federal no tenía limitación alguna, pues ninguna se había incluido en la sec. 9
del art. I, que es la que identifica las potestades prohibidas al Congreso federal. Por
tanto, ningún estado podía regular parte alguna de dicho comercio exterior o
interestatal; y si lo hiciera, el Congreso podía anular cualquier ley estatal al respecto,
pues la soberanía del Congreso era plena en materias de comercio exterior e
interestatal.
De esta forma Marshall interpretaba que dicha potestad para regular el
comercio interestatal se extendía a los barcos que transportaban exclusivamente
pasajeros y permitía que una licencia federal de cabotaje fuera totalmente válida para
realizar legalmente tal actividad entre dos estados, al margen de los que hubieran
regulado internamente dichos estados. Por otra parte, las leyes de inspección del
consumo, de salubridad, las que regulan el comercio interno de un estado y las
relacionadas con las carreteras y los transbordadores, sí que eran competencia de los
estados.
Esta interpretación generosa (para el gobierno federal) y amplia de la Cláusula
de Comercio se sostuvo hasta 1895, cuando el Tribunal Supremo decidió, en United
States v. E. C. Knight Co., 156 U.S. 1 (1895), que la potestad federal de regular el
comercio no se extendía a la de regular la fabricación de bienes, aunque éstos fueran
posteriormente comercializados fuera del estado. A partir de 1895 el Tribunal mantuvo
esta interpretación estricta de la Cláusula de Comercio hasta que, como se verá en el
Tema 6, en el caso National Labor Relations Board v. Jones & Laughlin Steel
Corporation, 301 US 1 (1937), dio de nuevo un giro radical e interpretó que el gobierno
federal sí podía regular el comercio interior estatal siempre que hubiera la posibilidad
de que éste tuviera alguna influencia de relevancia para el comercio interestatal.
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