Demasiado Tarde PDF
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Demasiado tarde
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Argumento
Una joven profesora
universitaria viaja a
París para participar
en un congreso
feminista y, en el piso
en el que se aloja,
descubre unas
sábanas manchadas
de sangre que le
hacen sospechar que
se ha cometido un
asesinato. Movida por
la curiosidad,
comienza a investigar
por su cuenta y
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descubre varias
inquietantes
coincidencias.
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Gracias, Wen y
Peddie.
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1Las chicas quieren cosas con sentido común, / lo mejor para todos, / No quieren tener que
desviarse de su camino. / Y las chicas quieren estar con las chicas.../
Las chicas se están haciendo un análisis abstracto, / quieren dar ese salto intuitivo. / Están
haciendo planes que conseguirán efectos. / Y las chicas quieren estar con las chicas.
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CAPÍTULO PRIMERO
—Hola, quiero
suicidarme.
Mucha gente piensa que
ése es el tipo normal de
llamada que recibimos
aquí, en el Teléfono de las
Mujeres. Pero no.
Normalmente la mujer que
llama es evasiva, y antes
de llegar al meollo del
asunto una tiene que
escuchar todas sus dudas
y conflictos: el amor por
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comprobar la eficacia de
sus servicios de apoyo.
Vaya, otra estudiante de
sociología, y encima
maleducada. Aunque se
suponía que no podíamos
preguntar el nombre, las
reglas en este caso eran
diferentes. Le expliqué
nuestro sistema. Le dije
que intentábamos que
nuestras clientas volvieran
a llamar y realizábamos
un seguimiento de sus
experiencias a través de
las agencias sociales que
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les habíamos
recomendado. Además,
nos reuníamos
regularmente con otros
grupos de servicios, y
seguí recitando durante
un minuto la retahíla de
nuestro panfleto —¿por
qué no se lo había leído
sin más?— hasta que ella
me cortó en seco.
—¿Es usted Emma
Victor?
Me quedé muda. Se
suponía que yo era sólo
una voz al teléfono;
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profesionalidad para
ayudar a nuestras
clientas. Después
consideré que nuestra
profesionalidad nos
ayudaba a protegernos a
nosotras mismas. No
pensaba ir a ver a esa
mujer; me sentía
menospreciada y no
quería verme envuelta en
ninguna escena dramática
de educación secundaria.
Ya había hecho bastantes
papeles de ésos en mi
propia vida. Además, mis
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La Asociación de
Jóvenes Cristianas había
prestado su salón
principal para el acto, y
todas sus chicas en pleno
estaban allí controlando
las asistencias y
organizando los grupos de
trabajo que, en función de
sus particulares intereses,
se reunirían después en
otros salones. Estaban
haciéndolo lo mejor
posible, aunque siempre
parecían sentirse más en
casa cuando estaban
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malas noticias.
Necesitaba nuestra
colaboración para decidir
qué servicios debían
eliminarse. Necesitaba
que mordiéramos el
anzuelo. ¿Nos importaría
mucho abrir bien el
gaznate para ella?
Todo el mundo estaba
allí. Sanidad, Servicios
Sociales, nuestros medios
de comunicación —que
consistían en un pequeño
periódico dirigido por
mujeres explotadas en
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edad y un comedor de
beneficencia a cargo de
monjas vestidas de seglar.
Todas en pie de guerra.
Los grupos de mujeres
del Tercer Mundo no
suplicaban, exigían
fondos; el índice de
mortalidad infantil en los
guetos era tan
sorprendente que se
podía llamar genocidio. La
administración actual
había dado la espalda a
los grupos minoritarios, y
las mujeres y los niños
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nuestra supervivencia
física. El problema era por
dónde empezar: por la
supervivencia de las
mujeres negras y sus
hijos, por mujeres que
eran maltratadas por sus
novios y maridos, o por el
Janssen Centre, donde
las mujeres de los
suburbios adictas al
Valium y las yonquis
callejeras de dieciséis
años, que ahora recurrían
a la prostitución, podían
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apuntes. De vez en
cuando hacía algún
comentario rápido a otra
mujer que estaba sentada
detrás de ella; le pasaron
varios recados. Tenía
aspecto de persona
importante: en la forma
tensa en que se sentaba,
en la atención que
mostraba hacia personas
que la necesitaban,
escuchándolas
mínimamente mientras
garabateaba aprisa en un
cuaderno legal. Nos había
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La Clínica y nuestro
servicio telefónico eran las
dos únicas organizaciones
que no estaban hundidas
en el pánico total. El
Teléfono de las Mujeres
tenía fondos garantizados
para cinco años gracias a
la combinación de fondos
privados y dotaciones
específicas de la ciudad.
La Clínica Blackstone era
un asunto totalmente
diferente. Acuciada por
problemas internos desde
hacía cinco años, el
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deseaban quedarse
embarazadas. La
publicidad no sólo le llevó
clientes, que pagaban
según una escala
variable, sino que también
generó una gran
controversia en torno a la
maternidad de las solteras
y en especial de las
lesbianas. Por fin
empezábamos a agarrar a
los chicos por las bolas y
a muchos no les gustaba.
Así que la Clínica
Blackstone estaba
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los divulgadores de la
Nueva Biblia de Derechos
que trabajaban en la
misma acera de la calle.
La mayoría de las clínicas
necesitaba nuevos fondos
y personal para poder
subsistir año tras año;
gracias a Stacy
Weldemeer, la Clínica
Blackstone contaba con
ambas cosas.
Eso me hacía sospechar
de Stacy O’Malley
Weldemeer. Tenía un
estilo propio para agradar
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a los poderosos; se la
podía ver en las reuniones
dejando a medias una
conversación en cuanto
alguien importante en el
campo del entretenimiento
le hacía una seña. Tenía
una belleza casi
publicitaria. Facciones
finas, voz culta, y la pose
de una bailarina, a pesar
de sus rasgos marcados y
sus huesos anchos, la
convertían en la invitada
idónea a un debate
televisivo. Normalmente
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públicamente que su
propia incapacidad para
tener hijos era lo que la
había llevado al campo de
la salud y la atención a las
mujeres. Yo lo dudaba;
pensaba que Weldemeer
era el colmo de la
ambición, lo cual no era
tan malo si no fuera
porque lo encubría con
una pátina brillante de
buena voluntad.
La reunión estaba
tocando a su fin. La
alcaldesa prometía
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la legislación. El estado
de ánimo era de
desolación. Me sentí
como si hubiera estado
lloviendo durante
semanas.
Me disculpé y me
despedí de Mónica y
Hannah. Mónica estaba
ya calibrando las
oportunidades para su
talento organizativo con
ojos chispeantes; Hannah
la seguiría. Me abrí paso
entre la multitud que
rodeaba a la alcaldesa
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quejándose de todo.
Observé a Stacy
Weldemeer guiando a la
manada, arrugando
cuidadosamente un trozo
de papel con el puño,
como un camarero
maniático dobla una
servilleta. Luego me fijé
en la mujer que iba con
ella y no pude dejar de
observarla. Una mujer que
ni en sueños podía
imaginar.
Su boca era demasiado
grande, el labio superior
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ligeramente fruncido en la
comisura, lo que le daba
un cierto aire de desprecio
sólo suavizado por sus
vivaces ojos avellana en
forma de media luna.
Tenía una complexión
bastante fuerte; la
mandíbula, muy marcada,
formaba un ángulo recto
que llevaba a dos orejas
pequeñas, perfectas como
conchas. Permanecía
erguida con los pies
separados y sentí que su
presencia me quemaba
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en alguna parte de mi
subconsciente. Era guapa
y estaba discutiendo con
Stacy Weldemeer.
La mujer apretaba los
dientes.
—Escucha, no puedes
entrevistar a una hormona
y obligarla a responder.
Esto no es la prensa,
Stacy. Estamos hablando
a largo plazo, un ensayo y
un error parcial...
Weldemeer dijo algo en
tono más suave para
tranquilizar a la mujer
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enfadada. La mujer
respondió fría y
contundentemente:
—Tú tratas con la
administración y sólo con
la administración. Si eso
no es posible, siempre
podemos acostar al bebé.
Poca gente hablaba así
a Stacy Weldemeer. La
miré a la cara y pensé que
todas sus pecas estaban
a punto de estallar.
Estaba furiosa, pero
seguía escuchando a la
mujer, que le decía:
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—Científicamente la
situación existe y tiene un
tiempo...
El resto de lo que iba a
decir fue apagado por los
gritos de otra mujer en
bata que decía: «No me
importa que les hayan
cortado la polla, no quiero
que los hombres se
ocupen del cuidado de los
niños». Doña Bata estaba
apuntando con el dedo en
el pecho de una señora
alta, delgada y rubia, a
quien no le gustaba lo que
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habíamos perdido un
segundo
innecesariamente antes
de que yo estirara los
brazos, girara apoyada en
sus muslos y me pusiera
en pie. Me levanté
sacudiéndome los
pantalones y vi salir de allí
a las dos mujeres aún
vociferando.
—¿Cuál es el problema?
¿Travestidos en la tierra
de los juguetes?
—Eso parece —
respondió ella. Tenía
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pequeñas arrugas en el
labio inferior.
—Bueno, no hay nada
como el diálogo
constructivo sobre las
diferencias...
—Mejor acostumbrarse
a ello. En estos tiempos
hay más emociones que
servicios sociales.
—Estoy acostumbrada.
Eso no significa que me
guste, claro —ya había
empezado la pelea.
—Bueno, nadie va a
sacarse aquí de la manga
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CAPÍTULO SEGUNDO
Volví andando a la
oficina y recogí un libro
que había dejado allí. El
ver mi cubículo, atestado
de notas y materiales de
referencia, me hizo
pensar, ilógicamente, en
la llamada que había
recibido ese día por la
mañana: «La necesito,
Emma Victor». El circo de
la desesperación que
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excursión en las
montañas. Sufrió un
ataque al corazón. Pensé
que, salvo por los dos
últimos minutos, había
sido la mejor forma que
tuvo de desaparecer. Me
dejó un seguro de vida
con el que podría estar de
vacaciones unos cuantos
años, y un enorme
Plymouth marrón. Entré y
sentí el olor de la tapicería
de cuero color marfil que
ya empezaba a agrietarse
por los años. Mi padre
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crujían en el interior de
sus moradas, convertidas
ahora en apartamentos de
dos y tres habitaciones.
Los ladrillos albergaban
todo tipo de solteros y
parejas con y sin hijos, e
incluso familias
numerosas, apiñados en
comedores que ahora
eran dormitorios y
dormitorios que ahora
eran salones, con cocinas
enormes, si uno vivía en
la parte de abajo, o
diminutas, hechas de lo
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sonidos amortiguados,
pero no demasiado cerca.
Un portazo de un coche
en algún lugar. Todas las
casas estaban protegidas
con gruesas cortinas. De
vez en cuando, un trozo
de cristal coloreado
colgando de una ventana,
o una hilera de cristalillos
que captarían los rayos
del sol de Boston
entrando alegremente
durante el día.
De noche todo parecía
cerrado y tenso. Todas las
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probando mi
vulnerabilidad, riéndose
de mí tras la ventana de
un segundo piso. Un
hombre a cuya novia
podía haber llevado al
albergue para mujeres
maltratadas, o una adicta
que había dejado a su
novio, el chulo que la
hacía trabajar en la calle.
Habían vivido de su
sueldo demasiado tiempo.
Haberlo compartido una
vez ya había sido un acto
de generosidad, creía yo.
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El novio se comportaba
de forma interesada.
Pensé en posibles
motivos y en antiguas
clientas mientras miraba
el final de la calle, que ya
se iba aproximando.
Entonces vi los pies,
como los de la malvada
bruja del Este asomando
por debajo de la casa de
Oz. Pero esto no era Oz y
estos pies no formaban
parte del cuerpo de una
bruja. Asomaban
ligeramente por un
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tirado en el suelo. Un
frasco de píldoras,
Empirina, codeína.
Volví a gritar, pero sólo
me salió un débil chillido.
Vi una agenda con
direcciones asomando por
la mochila. La cogí por
impulso. Mi primer
pensamiento fue: ¿estará
mi nombre ahí? Todo esto
duró un segundo infinito.
Las luces blancas eran
cada vez más pequeñas,
su ritmo más lento ante
mis ojos. Volví a gritar, y,
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de alguna manera, el
sonido pasó a través de
mis pulmones.
—Llame a la policía, que
venga una ambulancia —
recuperé el aliento y la
conciencia, pero estaba a
punto de vomitar.
El peatón se volvió. Vi
en su rostro cómo
grababa todo, luego salió
raudo hacia una de esas
casas cerradas. Se abrió
la puerta, la cadena
echada, y la persona de
dentro salió corriendo,
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presumiblemente al
teléfono. Me apoyé contra
una pared de ladrillo y
vomité.
Entonces todo sucedió
rápidamente. Primero un
coche de policía, luego
una ambulancia, lo lógico
en nuestra ciudad. Los
hombres se quedaron de
pie contemplando el
cuerpo. Algunos de ellos
movieron la cabeza. De
repente se corrieron todas
las cortinas de la
manzana, los porches se
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llenaron de gente, e
incluso los más curiosos
se aventuraron a salir a la
calle. Yo estaba
contemplando aún mi
quiche cuando se me
acercó un agente.
—¿Fue usted quien
descubrió el cadáver? —
el cadáver. Así que estaba
muerta.
—Sí.
—¿Nombre?
—Emma Victor.
—¿Dirección?
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no tenía el color de la
muerte. Caminé hacia la
farola que iluminaba su
cuerpo tendido. Un
instante antes de que los
enfermeros de la
ambulancia la cubrieran
con una sábana blanca vi
el hoyuelo de su barbilla y
su boca bien
proporcionada.
Dos ronchones rojos,
finos y alargados,
resplandecían aún en su
mejilla. Los mocos
asomaban por su nariz.
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doblemente agradable
porque hacía este trabajo
anual ante una cena de
treinta dólares, sola, en
una elegante mesa con un
mantel de hilo azul. Había
elegido para la ocasión el
restaurante francés más
esnob de Boston.
Tenía un comedor
apartado con montones
de mesas cubiertas de
grandes manteles,
cuberterías y vajillas
brillantes. Unos paneles
divisorios, con motivos de
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adoptó un aire de
satisfacción.
El camarero se inclinó
levemente y retiró el
teléfono. Luego volvió y
se quedó ante ella
inquiriendo algo con los
hombros. La mujer se
echó hacia atrás.
Ensanchó el pecho y la
camisa de seda le oprimió
ligeramente los senos.
Luego abrió el menú y
pidió algo con el más puro
acento del Medio Oeste.
El camarero hizo una
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arcana representación de
la forma de comer el paté
con pequeñas rebanadas
de pan tostado. Probé el
paté y pensé en las
ochenta y tres mujeres
que estaban siendo
maltratadas en sus casas
cuando llamaron. Sesenta
y siete de ellas fueron al
albergue, treinta y siete
estuvieron allí más de un
mes, veinticuatro habían
encontrado un nuevo
domicilio. Diecinueve
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Seguí clasificando
llamadas. Estaba
enfrascada en esta tarea
cuando ella volvió a su
reservado y se acomodó
en la silla tapizada. Su
ensalada estaba
esperándola, la mía
llegaba en ese momento.
Comimos mientras
gastábamos un poco de
energía en no mirarnos,
fingiendo estar
interesadas en la lechuga.
Al cabo de un rato ya
habíamos tomado el café
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y empecé a sentirme un
poco estúpida. Levanté la
mano a la persona con
charreteras doradas que
tenía más cerca. Se
acercó y me encantó
pedirle que preguntara a
la dama que estaba en la
otra mesa si quería tomar
un coñac.
Lo hizo y ella aceptó.
Cuando llegó el coñac,
levantó la copa
mirándome, dio un sorbo
y contuvo el gesto. Luego
volvió a hojear la aburrida
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moverlo bruscamente de
un lado a otro, como para
recordarnos que sólo
éramos unas intrusas,
esquiroles en su casa de
alta cocina. Acabó su
trabajo de recoger las
migas con su pala
cromada y, sin mirar,
retornó a su puesto. Al
principio no me atreví a
mirar a mi colega del
coñac, pero cuando lo
hice las dos nos pusimos
enfermas de risa.
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Al cabo de un rato,
conseguimos controlarnos
y finalmente logré
tragarme el coñac que
había estado
amenazando con salir
disparado de mi boca y
estrellarse contra la mesa.
Los yuppies de la otra
mesa se comportaban
respetuosamente y conté
hasta diez para recobrar
la compostura, lo cual era
menos divertido que las
risas, pero al menos pude
tragarme el coñac. La
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mujer me miraba
intensamente. Demasiado
intensamente.
—¡La conozco! La vi en
la televisión. Sí, con esa
cantante folk, Maya
Russgay. Usted la
presentó en la conferencia
de prensa.
—Eso fue un anuncio de
cinco minutos.
—También asistió a un
debate con ella. Boston
Good Morning, ahí fue.
—Hablé poco.
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publicidad. No se me
daba muy bien. Una vez
intentamos contactar con
usted para localizar a ese
médico, así que su
nombre anduvo por ahí.
Por alguna razón, todo
fracasó.
—Así que ahora está
sentada con su heroína
revolucionaria. Sólo que
estos tiempos son
diferentes.
—¿De verdad? —
preguntó.
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—Bueno, el famoso
futuro de Maya Russgay
se ha ido al garete. Puede
que ayude un poco a la
causa, pero pienso que
sus declaraciones
arruinaron su carrera.
Hace tiempo que no se
edita un disco suyo. Su
público era la extrema
izquierda, no lo olvide.
—Bueno, todos tenemos
que renunciar a algo.
Quiero decir, que una no
puede vivir eternamente
metida en un armario.
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Tarde o temprano
empieza a asfixiarse.
—Tal vez no sea
necesario que una
manifieste su conducta
sexual en una conferencia
de prensa.
—Es un personaje
público. Es su
responsabilidad.
—Mierda —di un sorbo
al coñac. Estaba en su
punto—. ¿Qué hace
durante el día? —me
irritaba su idealismo, aun
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sintiendo un carácter
positivo en él.
—Trabajo por las noches
en un almacén. Y doy
clases de tenis para
principiantes.
—¿Dónde?
—En un club de campo.
—¿Hípico?
—Francés —dijo, y
sonrió.
—O sea, que tiene algo
que perder si revela sus
preferencias sexuales. La
gente del Mercedes no
simpatiza especialmente
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con lesbianas de
vestuarios.
—Sinceramente, casi
todos ellos me ponen
enferma. Sólo les estaría
devolviendo el cumplido.
—Para su información,
Maya Russgay parece
bastante feliz y no se
arrepiente de lo que hizo.
—Es la única forma de
seguir adelante. No hay
ninguna diferencia para la
gente respetable. Y para
ser alguien respetable, a
veces pienso que mi
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actitud de cachorra, y lo
único que podía hacer era
sentir enojo por ello.
Había respondido a la
historia; ahora me
dedicaba a contestar
teléfonos.
—Trabajo en el Teléfono
de las Mujeres. No tiene
el encanto de la televisión,
las celebridades o los días
de la revolución. En
realidad, no tiene ningún
encanto, tan sólo una
mortal monotonía.
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CAPÍTULO TERCERO
A la mañana siguiente
me desperté con una
terrible jaqueca. Yo era mi
propio dolor de cabeza.
Miré a mi gata, Flossie,
intentando encontrar una
buena posición encima o
alrededor de mí en la
cama. No me mostré
colaboradora. Miré todos
los pequeños zurcidos
que mi abuela había
hecho en la colcha. Éste
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era el delantal de mi
madre. ¿Acaso no tenía
yo una camisa de esa tela
naranja que parecía tener
unas motas grises
flotando alrededor? Quise
que los recuerdos y
sentimientos de paz y
seguridad vinieran a mí,
pero la colcha no funcionó
esa mañana. Había
mentido a la policía en lo
referente a un asesinato.
Había quedado en ver a
una mujer «en crisis»
fuera de mi horario de
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Afortunadamente, fue un
día rutinario. Recomendé
a las mujeres maltratadas
el lugar apropiado
después de haberles dado
la confianza necesaria
para que me contaran
cuál era su situación. Una
mujer, obviamente
borracha o demasiado
drogada como para
aceptar un consejo
inmediatamente, me
prometió que llamaría al
día siguiente y se
comprometió a leer algún
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atrocidades mundanas
cuando entró Mónica.
—¿Te has enterado de
que Julie Arbeder fue
asesinada anoche?
Y con esas palabras
volví a revivir toda la
noche anterior. Así que
era una conocida de
Mónica.
Mientras ésta contaba
los escasos detalles que
se sabían, me debatí
entre hablarle o no de mi
relación con el caso.
Seguramente era
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autodestructivo ocultarlo,
especialmente para las
colaboradoras.
Necesitaba apoyo; en la
jerga psicológica,
necesitaba compartir mi
experiencia, sobre todo
porque ahora se trataba
de una compañera,
alguien de nuestra
comunidad.
—Mónica, fui yo quien la
encontró. Yo descubrí el
cadáver. Anoche. En la
calle East Lexington.
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De repente empecé a
llorar, y Mónica, que no
era exactamente el
consuelo de las almas,
me abrazó.
Me solté de los brazos
de Mónica y me desplomé
sobre una silla. No me
había dado cuenta de lo
mal que estaba. No se
trataba sólo de haber
encontrado un cadáver;
era la sensación de
remordimiento, el hecho
de estar siempre ocupada
con los problemas de
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otras personas, de
despertar cada mañana a
una inhóspita soledad.
Era la sensación de ser
una víctima y de no
gustarme a mí misma por
esa razón. Conseguí
mantener el control. Le
contaría a Mónica cómo
encontré el cadáver, pero
no le diría cómo llegué a
la calle East Lexington.
Sentí que todavía era mi
dolor secreto o, más
exactamente, mi problema
particular. Julie Arbeder
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semanales —continuó—.
En este momento
tenemos montones de
voluntarias. Ya
encontraremos una forma
de que consigas un
pequeño permiso pagado
—y me miró de un modo
que me pareció
secretamente despectivo.
Me pregunté cuáles
serían sus dudas, pero,
como siempre, cedí. Los
padres de Mónica la
habían educado para que
hiciera una revolución.
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efusivamente—. Te haré
saber cuándo es el funeral
por Julie, si es que
quieres ir.
—Gracias, pero creo que
no —no necesitaba agotar
mi dolor. No sentía
ninguno. Tan sólo una
constante sensación
entumecida de que
alguien me había
necesitado y había
acabado muriendo.
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CAPÍTULO CUARTO
comedor. En el camino
saqué tres periódicos de
las máquinas
expendedoras, el Boston
Globe, el Herald
American, y un
periodicucho
sensacionalista. Luego
hice mi camino
atravesando la zona
comercial hasta el barrio
donde yo vivía, mi
pequeña casa situada en
una manzana de
Somerville. No sabía si
era una suerte o no tener
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un jardín delante de la
casa, donde mi indolencia
quedara expuesta al
público, pero me gustaba
estar apartada de la calle,
donde podía ver todo sin
ser vista. Me senté
mirando a la calle,
contemplando el ritmo
diario de mis vecinos. Era
casi reconfortante ver a la
mujer de la esquina mirar
una vez más con
nerviosismo cómo su
perro levantaba una pata
y se orinaba en la valla de
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norteamericanas. Eso
estaba bien. Más divertido
era el sensacionalista
Informer, en cuya portada
aparecía un chihuahua
que podía hipnotizar loros,
y una cura de una
semana para la celulitis,
así como la selección
garantizada del sexo en la
concepción (con el uso de
algo parecido a un collar
mágico). También contaba
la misma historia del
Globe sobre la esposa de
un hombre rico llamado
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herida. No la conocía. En
ese momento sonó el
teléfono.
—¿Señorita Victor? Aquí
el teniente Sloan, de
Homicidios. Sólo quiero
hacerle unas cuantas
preguntas para intentar
aclarar lo que ocurrió
anoche. ¿Puedo ir a verla
dentro de unos minutos?
—Sí, por supuesto —le
di otra vez mi dirección.
No he tenido mucha
experiencia con la policía,
aparte de las
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demostraciones en las
que actuaban sus
brigadas especiales,
evidentemente el
enemigo. Supuse que
este tipo de policías no
era exactamente un
enemigo, tratando de
aclarar los delitos
cometidos contra los
ciudadanos. No estaba
segura de qué hacer.
¿Ofrecer café o té? Pensé
que les dejaría entrar, lo
contrario podía parecer
sospechoso. Me acordé
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de la agenda y pensé:
«¿Por qué no dársela
simplemente? Decir que
la cogí sin más, que
estaba confusa».
Entonces sonó el timbre y
me di cuenta de que me
sudaban las manos, así
que me las sequé en los
pantalones y fui hacia la
puerta.
Allí estaba el teniente
Sloan con otro hombre.
Justo lo que me
imaginaba, gabardinas y
un pequeño cuaderno en
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Simplemente para
contentarlos y que se
marcharan.
—¿Conocía a la difunta?
¿Por qué me harían esa
pregunta? ¿Cuántos
testigos conocen a las
víctimas? ¿Y por qué no
quería yo contarles que la
había conocido en un
restaurante francés y que
después de tomarnos dos
coñacs me había hablado
de su vida amorosa y de
la mujer que no apareció
a cenar? Me sentí más
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cómoda dejando su
cadáver en el armario.
Después de todo,
quienquiera que fuese
quien había intentado
acabar con su vida, no
había utilizado sus
actividades en la cama
para hacerlo. Julie
Arbeder estaba dispuesta
a salir de su armario en
cualquier momento y ante
cualquiera. No quería
pensar en las bromas que
harían en la comisaría
sobre una lesbiana
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feministas y de lesbianas
que había en las
estanterías. Los colores
brillantes de los lomos le
llamarían la atención.
Julie Arbeder podía tener
esos mismos libros. Era
ilógico en esta ciudad que
nunca hubiera oído hablar
de ella.
—¿Qué cree que
ocurrió, oficial? ¿Fue un
asalto o...?
—Hacemos todo lo que
podemos, señora. No es
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desprenderme de la
agenda y sacar a Julie
Arbeder fuera de mi vida.
Abrí la pequeña libreta y
encontré un arco iris de
colores. Plumas rojas,
verdes y azules habían
escrito bajo la letra «T»,
presumiblemente
«trabajo», unos cuantos
nombres de chicos: Ricky,
Grant y Tom.
Había tres teléfonos de
bibliotecas escritos en
pequeños números
verdes. Algunos nombres
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preguntaba si le
importaría que fuera por
allí y habláramos de ella,
es decir, si no le importa.
Yo...
—Claro, venga por aquí.
Estamos aquí sentadas,
los padres de Julie
acaban de llamar,
supongo que llegarán esta
noche —la voz sonaba
monótona, la mujer
estaba impresionada—.
No sabemos qué hacer
con sus cosas —al decir
«cosas» la voz se quebró.
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Tampoco yo quería
imaginarme las
posesiones personales de
Julie Arbeder.
—Entonces iré hoy
mismo, ¿de acuerdo?
—Claro.
Entonces me di cuenta
de que ni siquiera había
preguntado por su
nombre. Dos horas,
pensé, antes de ir a casa
de Julie. Necesitaba esas
dos horas para empezar a
limpiar, quitar del medio
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más destacado de su
cara.
—Hola, entre. Yo soy
Misty —se dio la vuelta y
la vi sacar una zanahoria
cruda pelada del bolsillo.
Escuché el crujido al dar
el bocado. La seguí al
interior de la casa.
Entramos a la sala de
estar, que, como era de
esperar, tenía un
recargado sofá verde. Un
cachorro se entretenía
mordisqueando el pico de
una alfombra que había
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movieran como si
estuvieran atados a su
cuerpo con pequeñas
cuerdas. Luego se sentó
también en el sofá verde.
Sabía que tenía que
haber otra compañera; la
casa era demasiado
grande para dos personas
solas, y además había
visto tres nombres en el
buzón. Levanté la mirada
y vi una figura al fondo de
la habitación. Misty se
puso en pie bruscamente.
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La figura se apoyó en el
arco que daba a la sala,
como haciendo una
pausa. Al instante lo
comprendió todo; Misty
alternando el peso de su
cuerpo de un pie a otro, y
yo sentada en el borde del
sucio sofá.
En la oscuridad del arco
pude distinguir una
estructura de hombros
anchos, como si su
arquitecto hubiera
decidido trazar una línea
horizontal para equilibrar
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—Gracias, Misty —
respondió—. ¿Crees que
podré leer los números
esta vez?
—No es que yo tenga la
letra pequeña, es que tú
debes de estar mal de la
vista.
—Sí, como los halcones
—Sue sonrió y se volvió
hacia mí—. Así que fue
usted quien encontró
anoche a Julie —dijo.
—Sí, su muerte debe de
haber sido un golpe
terrible para ustedes dos.
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—Tengo algunas
preguntas que hacer
acerca de su muerte.
—Yo también. ¿Por qué
tiene preguntas?
—¿Por qué las tiene
usted?
—Yo la encontré, eso es
todo. Simplemente, la
encontré en la calle.
—¿Fue difícil? —arqueó
una ceja y me sentí como
una intrusa, que era lo
que ella pretendía.
—Bueno, no es algo que
ocurra todos los días.
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Sencillamente, me
gustaría saber algo de
ella.
—De acuerdo, le hablaré
de Julie. Era una
luchadora. Hacía muchas
cosas por principios.
Cuando veía que las
cosas iban mal, siempre
tenía que hacer algo para
remediarlo. A veces no
era precavida.
—¿Qué quiere decir con
que no era precavida?
—Creo que estaba
metida hasta el cuello
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—¿Pero de verdad
compró el libro de
Lamaze? —pregunté.
Misty asintió, moviendo
todas las hebras de su
pelo.
—Debía de ser un regalo
—explicó Sue—. Julie
estaba entusiasmada con
algún grupo, una
alternativa a la familia, o
algo así. Buscaba
seguridad. Con otras
personas. Creo que no
estaba satisfecha con
Misty y conmigo.
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atención inmediatamente.
Me miró como una mujer
mira a otra mujer que le
hace una pregunta
personal directa. No era
su terapeuta, así que debí
de parecer una
entrometida, una
descarada, una lesbiana o
las tres cosas a la vez.
—Mi pasado romántico
ya es historia antigua.
—Una pena —dije, y
entonces Misty carraspeó.
—La policía ya ha
estado aquí —dijo.
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—¿Tienen ya alguna
idea?
Sue hizo una mueca.
—Si se puede llamar así.
Su idea principal es que
las mujeres no deberían
salir solas, y menos por la
noche, y menos aún por la
calle East Lexington.
De repente se levantó,
se excusó y subió las
escaleras. Oí cerrarse una
puerta. Eso me dejaba en
el vacío con la tibia Misty.
Cogió un cuenco de
madera lleno de palomitas
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dejado parte de su
amargura y de
información en el cuarto
de baño.
Misty susurró algo en el
rincón. Dejó el bol de
palomitas y se excusó con
un murmullo. Dijo que
quería subir a la
habitación de Julie.
—Sus padres vienen
esta noche.
—No guardes nada
todavía, quiero ver
algunas de sus cosas —
Sue penetró en el exterior
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—Francamente, no creo
que hagan nada con ella
excepto meterla en un
sobre —dijo
amargamente.
—Bueno, intentaré
llamar a algunas de las
personas que la conocían;
tal vez aparezca en la lista
alguno de sus
compañeros de trabajo.
—No sé.
El cachorro ladró y
empezó a tirarle de la
falda. Ni siquiera lo miró.
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CAPÍTULO QUINTO
En la tercera llamada
contacté con tres
compañeros de trabajo de
Julie Arbeder que
compartían casa en un
suburbio de Chelsea.
Supuse que podría pasar
a la vuelta y pillarlos justo
a la hora de cenar.
Siempre que no tuviera
que viajar en transporte
público, podría disfrutar
del paseo cruzando el
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de pedidos es estupendo
en comparación con
embalar. Ella se pasaba
todo el día metiendo cajas
pequeñas en otras más
grandes.
Ricky y Tom entraron.
Ricky parecía un miembro
de la familia Ozzie
Nelson. En realidad, aquel
lugar parecía el hogar de
la familia Ozzie Nelson
con los padres de
vacaciones permanentes.
Tom tenía grandes ojos
grises y un buen tupé
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personal de Atlanta,
Yellentrauw, nos han
subido la cuota de
pedidos. Nos tienen
corriendo todo el día,
quiero decir, zumbando de
un lado a otro. Qué
cojones, empiezas a
meterte coca y luego
tienes que hacerte adicto
para poder trabajar.
—¿Tomaba drogas
Julie?
—No. No sé por qué no,
porque tenía el peor
trabajo, el de empaquetar
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encadenar furgonetas
suena a problema.
—No, no harían eso.
Tienen montado todo un
sistema. Muy bonito y
legal, con un equipo de
abogados y palabras
bonitas para seducir a
todos los obreros antes de
joderlos. No tienen por
qué despedir a nadie. Les
basta con hacer que la
mitad de los empleados
tire a la otra mitad por el
desagüe.
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CAPÍTULO SEXTO
Entré en Francas
abriendo las puertas
verdes de plástico
acolchadas. ¡Cómo
deseaba no encontrarme
con la visión habitual de la
barra larga y vacía y el
sonido solitario de un
vídeo que nadie miraba!
Pensé que estaría
demasiado iluminado; los
bares poco concurridos
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nunca son lo
suficientemente oscuros.
Pero, por el contrario, el
lugar estaba muy
animado: la luz se filtraba
en una columna de humo
azul, un bajo era
aporreado entre la gente,
y montones de vasos
empezaban a llenarse. Me
di cuenta de que el bar
estaba prosperando. Una
escandinava muy alta
avanzó a zancadas
moviendo unos hombros
forrados de anchas
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toda su persona al
llenarme el vaso hasta el
borde. También tenía
unos ojos bonitos.
Sentí que alguien me
tiraba de la manga y miré.
Una amatista de cristal
púrpura apretaba mi
mano. Miré hacia abajo y
vi las botas vaqueras
negras cosidas a mano,
luego los tejanos bajo un
caftán adornado con una
miríada de diminutos
espejos. Y, encima de
todo eso, los expresivos
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maniática y difícil de
tratar. Tampoco era
agradable para ella. Se
rumoreaba que también
tenía alteraciones
psíquicas en función del
nivel de estrógenos. Lo
cierto era que su pelo se
estaba llenando de canas
prematuramente. Pero
ése era el gancho, los
rizos color sal y pimienta
por encima de esa cara
de ingenua. Además de
los ojos verdes, en
conjunto era una mujer
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imponente. Y vertiginosa
también.
Era apicultora cuando la
conocí. Ahora era un
problema con gran
conciencia cósmica.
Después de un romance
de tres días, yo me enfrié
y a ella le dio por
«sanarme». A veces me
preocupaba la oculta
agresividad de las
plumas, piedras y otros
objetos naturales que me
ponía encima.
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—Sí. Me gusta. Me
gusta cuando está
tranquilo porque puedo
hablar con las camareras,
y me gusta cuando hay
jaleo porque puedo mirar
a las mujeres. Ya que
paso todo el día
escuchando quejas de
puntos, ladillas y
diafragmas, me gusta ver
lo que hace la gente
aparte de rascarse y
joder.
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auténticas aventureras
por aquí, y ésas dan la
talla. Este lugar se está
convirtiendo en un parque
de atracciones para las
mujeres de los suburbios.
Los espectáculos de
desnudo masculino que
anuncian en el metro, en
realidad, son sólo para
maricas, y las tías se
están cansando de lo duro
en lo blando. Eso sólo
lleva en una dirección.
Arqueó una ceja y yo me
sentí dispuesta a lo
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blando en lo blando en
cualquier momento.
—He visto a muchas de
esas mujeres salir de aquí
con algunos de nuestros
mejores talentos. No creo
que llegaran muy lejos. Es
difícil dejar la vida de club
de campo de Beverley
Farms cuando la realidad
de las lesbianas promete
el cielo entre las sábanas
y la lucha en las calles. Es
mucho mejor ser un ama
de casa con todas las de
la ley y buscar las cosas
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CAPÍTULO SÉPTIMO
Me desperté a la
mañana siguiente bañada
por los rayos del sol, el
cuerpo feliz después de
haber amado y haber sido
amada toda la noche. La
Dra. Frances Cohen había
dejado mi cama a las
siete de la mañana. Yo
seguí durmiendo. Me
sentía como si estuviera
de vacaciones y ella
formara parte de ellas.
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más la atención de la
secretaria.
—Fue asesinada hace
dos noches. Era un
miembro activo del
sindicato y estoy
siguiendo de cerca su
informe —el informe era
en parte una excusa, pero
supuse que a la gente que
hacía informes también le
gustaría aparecer en
ellos, en el buen sentido.
—Entiendo. Un
momento.
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Jannini, el delegado
sindical, se ha cambiado
completamente de bando
y está jugando sucio. Hay
esquiroles entrando y
saliendo continuamente
del lugar y hay miembros
del sindicato que actúan
sin que lo sepa el
delegado sindical porque
es un lameculos. Había
un miembro del sindicato,
Julie Arbeder, que murió
en la calle después de
una semana de acciones
que no le voy a contar
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Colgamos. Me preparé
un bocadillo y fregué
todos los cacharros de la
mañana. Llamé a casa de
Julie Arbeder. Respondió
Misty con la voz aún
temblorosa y pregunté por
Sue.
Sue había recuperado
un ápice de brillantez. Me
contó que los padres de
Julie habían llegado en
avión; que habían
desayunado todos juntos;
que el funeral era
mañana, y que estaban
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preparando un pequeño y
triste paquete con sus
cosas.
—Bueno, he estado
haciendo algunas
averiguaciones sobre el
asunto del sindicato y
todo eso. La central
sindical no sabe casi nada
de la situación. En cuanto
a Burtell, no veo nada que
indique que la compañía
tenía premeditado el
asesinato. Y tampoco los
tipos que trabajan allí. De
todas formas, es extraño
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que la Sección 72 no
supiera nada de lo que
está pasando allí. Tal vez
la cabeza está
presionando al delegado
sindical. Tal vez
Yellentrauw vigile sus
pasos. Tal vez unos están
vigilando a otros —no era
mucho para alguien que
acababa de perder a una
amiga.
—Bien, gracias —su voz
tenía un tono de
resignación.
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La cara de Mónica
presagiaba tormenta, pero
sabía que no diría nada
hasta que llegara el
momento oportuno;
cuando estuviera a solas
conmigo.
—No pensaba ir allí; lo
había olvidado por
completo. La mujer me
colgó el teléfono justo
cuando iba a explicarle
nuestra política. Ni
siquiera me dio la
oportunidad de decirle
que no pensaba ir.
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Me di cuenta de que
notaban que quería
defenderme.
—El caso es que en el
último momento fui a la
calle East Lexington y
descubrí el cadáver.
Puede que la mujer que
llamó fuera Julie Arbeder,
pero también puede que
no.
Hice una pausa.
—Luego llegó la policía.
Dije que no sabía quién
era la mujer, no dije nada
de la llamada telefónica ni
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—Mierda, simpatizar —
dije yo—. La mujer
preguntó por mí. Quería
hablar conmigo
personalmente, y eso fue
lo que me dijo. Al cabo de
no sé cuántos años de
estar ayudando a la gente
en este lugar, soy lo
suficientemente egoísta
como para pensar que yo
era su tarjeta de
seguridad personal. Y
cuando me quise dar
cuenta me tropecé con un
cadáver, pasé unos
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Mónica estuvo de
acuerdo. A veces me
agrada Mónica. Jamás me
hubiera abrazado en un
momento como éste.
—Emma tiene razón.
Como organización al
servicio de personas que
están en crisis, tenemos
que tener siempre
cuidado para que las
clientas no nos arrastren
demasiado a sus
situaciones personales,
sobre todo cuando menos
lo esperamos. Y —Mónica
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mis ahorros me
alcanzaran para subsistir.
Así pues, todo resuelto.
Recibí un círculo de
aprobaciones y volví a mi
coche para dirigirme a
Somerville. El tráfico era
denso hasta el río, desde
donde se aligeraba.
Mientras conducía
observaba a la gente que
empezaba a preparar su
huerto. Me pregunté si a
Frances le gustaría la
horticultura. También me
pregunté si pensaría en
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golpeaba adentro y
afuera. La ventana estaba
rota.
—Deberías arreglar eso
—dije. Asintió indiferente.
Empecé a sentirme
incómoda. No estaba
segura de por qué había
ido, y Sue no iba a
ayudarme a descubrirlo.
Estaba fumando y
mirando distraída al
plástico ondulante,
balanceando una pierna.
De repente se oyó un grito
que venía de fuera.
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—Ése es el cachorro. A
veces se queda atrapado
bajo la verja.
Dijo esto sin ninguna
preocupación aparente
por los ladridos
angustiosos del cachorro.
El impacto de la muerte
de Julie debía de haber
anulado parte de su
capacidad de reacción. Se
levantó de la silla y
arrastró sus largos
miembros hacia la cocina.
A los pocos segundos
sonó el teléfono. Llamé a
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habitación arrastrando el
cable. Cerró la puerta en
el momento en que decía:
—¿Sí? No, nadie. No —
luego, la voz desapareció
cuando cerró la puerta.
Me senté en el sofá
verde. El cachorro entró y
los dos nos quedamos allí
como si estuviéramos
fuera de lugar. La única
diferencia era que él no se
daba cuenta y yo sí. Me
levanté y me puse a mirar
en la estantería. Sue y
Misty tenían muchos
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llena de mensajes
amontonados, y se me
encogió el corazón
cuando vi que algunos
aún eran para Julie.
Algunos mensajes
habituales entre las
compañeras de casa
escritos con la caligrafía
rugosa de Misty, con
rotulador negro, y unas
cuantas pasas secas
encima del bloc. Fue
reconfortante ver otro
mensaje: «Plátanos,
naranjas, peras». Otro
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Mary Wings Demasiado tarde
decía: «Llamar
Cristalero». Así que,
después de todo,
pensaban arreglar la
ventana. ¿O acaso
Glassman no se refería al
cristalero y era un
apellido?
Miré las escaleras con la
moqueta toda raída.
Decidí subir. Sue seguía
hablando al otro lado de la
puerta cerrada. Encontré
un pasillo con cuatro
puertas de madera frente
a mí. La más pequeña
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tarima de la habitación.
Alguien había dado
demasiadas capas de
barniz en el suelo, con lo
que había adquirido un
tono amarillo oscuro,
pero, aun así, seguía
brillante. La habitación
estaba recién pintada y
tenía cierto aspecto de
desnudez; probablemente
también porque estaban
sacando de allí las
pertenencias de una
persona.
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Había estanterías
suspendidas de la pared,
solitarias, sin libros. Cajas
en el suelo, colocadas al
azar con objetos y libros
todos juntos. Entré. Unos
cuantos carteles
enrollados, recogiendo ya
el polvo del rincón.
Desenrollé uno
lentamente, un cartel
serigrafiado de dos
mujeres a lomos de un
caballo cruzando el cielo.
Amazon Music Festival,
decía. En otro aparecían
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conservaba durante
mucho tiempo en la pared
un cartel que atestiguara
sus tendencias sexuales,
aunque el cartel del
Amazon Music Festival
tenía mucho mérito,
aparte de su mensaje.
Escuché un ruido en el
pasillo y, al darme la
vuelta, vi a Sue de pie
apoyada en la pared,
mirándome a mí y a las
cajas.
—Podíais donar estos
libros a la librería de las
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Puse la mano en el
hombro de Sue; no saltó.
—Está bien. No espero
que sepas cómo es la
vida de una lesbiana si
nunca la has vivido.
Sonreí. Ella se detuvo un
instante y se rió.
—¿Cuánto tiempo vivió
Julie en esta habitación?
—Dos meses. Antes
vivía sola en un
apartamento. Trabajaba
en el Programa Latchkey,
un programa para niños
cuyos padres están aún
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herramientas de matarife
a las industrias cárnicas.
No estaba mal, sólo que
quería llevarme a ver
Emmanuelle II.
De alguna manera, nos
habíamos olvidado de
Julie en la conversación.
—Vamos, salgamos de
aquí —súbitamente, la
bonita habitación de Julie
se había hecho fría. Cogí
los libros y seguí la
bamboleante figura de
Sue escaleras abajo.
Tenía los hombros tensos.
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—Emma, me alegro
mucho de que hayas
investigado lo del
sindicato. He estado muy
preocupada con eso —su
voz sonaba alegre, como
si estuviera de vuelta en
la oficina contestando el
teléfono.
—Esta tarde voy a ver a
un tal Sr. Hendricks. Me
dirá si ha descubierto algo
oscuro en la Burtell.
—Muchísimas gracias
por molestarte —se sentía
una cierta calidez en ella;
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Prudence, me sorprendió
en la cama con una
amiga. Sarah y yo
teníamos el mismo tipo de
pelo, largo, abundante y
con rizos castaños.
Prudence entró en la
habitación para decirme
algo de una llamada
telefónica, y jamás
olvidaré la cara que puso
cuando levantó la
almohada y se encontró
con dos cabezas. No creo
que Prudence llegara a
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A veces mi casa se
parecía a mí. Una casa en
transición. Y la casa sabía
que algo iba a ocurrir. Yo
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el delegado sindical. Se lo
haré saber cuando sepa
algo.
—Bien, gracias, Sr.
Hendricks —y colgué. Me
sentí aliviada, feliz, y al
mismo tiempo culpable.
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CAPÍTULO OCTAVO
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absoluto un sentimiento
de soledad compartir el
camino con gente que iba
a ver a alguien.
Simplemente sabía a lo
que se enfrentaba el turno
de fin de semana en el
Teléfono de las Mujeres.
Los fines de semana eran
los peores momentos y
los más ocupados.
Dejamos el coche en el
gran aparcamiento de
«Alfonsos Italian Family
Dinner’s» y entramos. Era
un lugar poco iluminado;
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América y estuvo
moviendo hilos por todas
partes; prefiero no pensar
cómo lo hizo. Las tarifas
de las refugiadas eran
muy bajas. Como te
puedes imaginar, eso era
lo único que tenía en
común con mi padre.
Hablaba alemán y
húngaro. Él hablaba
español.
Intenté imaginar el
cuadro de esas dos
personas juntas, la
historia de ella, la posible
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historia de él llegando de
México como extranjero
ilegal. Eran como dos
personas a las que uno no
podía imaginar bailando
juntas.
—¿Y qué ocurrió, aparte
de ti?
Parecía querer acabar
con la historia. Esta mujer
era como la marea, subía
y bajaba.
—Bueno, no se llevaban
demasiado bien. Era una
especie de Torre de Babel
con diferentes idiomas y
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demostraciones,
conferencias de prensa.
Cualquier cosa. Fue sólo
durante un verano.
—¿Se le daba bien?
Tensó el cuerpo. No
supe si fue por mi
pregunta o por tener que
hablar de Julie.
—Escucha, Julie era una
luchadora. Cuando se
obsesionaba con algo se
metía a fondo. A veces
hacía alguna que otra
estupidez.
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—¿Qué clase de
estupideces?
—Oh, no sé —parecía
molesta por la pregunta.
—Se marchó y empezó
a hacer cosas que ya
sabes. Como trabajar en
Parts Unlimited —me miró
y sentí que estaba
utilizando mi propia
información contra mí.
—¿Qué sabes tú de
esas cosas?
—Bueno, sabía que algo
estaba pasando —apretó
los labios como poniendo
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—Bueno, sí —apartó la
mirada—. Supongo que
así es; dejémoslo.
Nuestro camarero volvió
a aparecer y con grandes
aspavientos abrió una
botella de vino barato, nos
lo sirvió y esperó nuestra
respuesta. Me dejó
probarlo. Supongo que
esa noche hacía el papel
de macho. Le dije que
estaba bien y se marchó.
—Sue, ¿no te sientes
mal por el hecho de que el
crimen esté sin resolver?
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caminando hacia el
aparcamiento.
De camino a casa, abrió
la ventanilla del coche.
Hacía un poco de frío,
pero el aire nocturno del
Puerto resultaba muy
agradable. Al llegar,
detuve el coche frente a
su puerta. No quería
entrar, y tampoco
esperaba que ella me lo
pidiera.
De repente, apoyó su
cabeza en mi hombro y
soltó una risita, algo de lo
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cuando es de verdad, y
esto no lo era. Aparté su
cara de mí.
—Escucha, no te
preocupes —dijo con una
voz dulce tras las risitas.
—¿Es eso lo que les
dices a los tíos cuando no
se les pone dura? —
pregunté.
Era una buena forma de
ponerla furiosa, pero no lo
estaba.
—Vamos, no seas así —
dijo.
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nuevamente. Pasé la
mano por encima de sus
muslos y le abrí la puerta
del coche. Antes de que
bajara, capté una mirada
en su rostro bajo la luz de
la calle. Sus ojos eran
demasiado negros. Tenía
la pupila tan dilatada que
tapaba por completo el iris
y formaba un círculo
negro vidrioso que
parecía hundirse cada vez
más en algo sin fin.
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CAPÍTULO NOVENO
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japonesa, donde el
hombre sentado pasaba
toda la mañana
vaporizando las verduras
frescas. Luego fui a la
segunda tienda japonesa,
donde vendían el mejor
tofu. Acabé en la tienda
naturista y compré
algunos ingredientes para
hacer una salsa marinera.
Llegué a casa; estaba
ocupada preparando
todas las cosas, cuando
sonó el teléfono. Jonell
estaba nerviosa
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intentando localizarme, y
la tranquilicé diciendo que
estaba muy atareada
cortando el tofu.
Y así, con todos los
cabos bien atados,
empecé a desear que
llegara el momento de la
fiesta.
Encontré unos
pantalones de lana azul
marino doblados en un
cajón. Tenían un pliegue
en la parte delantera, y
con un buen planchado
quedaron de maravilla.
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tenía un cartel de no
fumar encima, y me
encontré con una
habitación sin humos,
llena de caras agradables
y conocidas.
Era una fiesta
multitudinaria y nadie
había tocado la mesa
donde estaban las patatas
fritas y los cacahuetes.
Puse la bandeja de shish
kebab y me situé junto a
las calorías. Todo el
mundo hablaba. Jonell
andaba por la habitación
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—Porque no tienes
trabajo y estás deprimida.
—¿Acaso tu solución es
contestar llamadas
telefónicas?
—Ahí me tienes —nos
miramos una a otra desde
ambas orillas de un río de
hostilidad y luego
empezamos a reírnos,
como solíamos hacer
después de salir del
atolladero. Tenía buen
color en las mejillas, y
recordé que se sabía
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rincón de la habitación. La
historia era que Clara se
estaba haciendo rica en
esos días dirigiendo una
empresa de servicios de
limpieza. Más de una vez
se me había pasado por
la imaginación coger el
cubo y el friegasuelos e
irme con ella si me
hartaba de contestar
llamadas. Pensé que
charlaría un rato con
Clara más tarde; ahora
estaba hablando con una
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tiene de asqueroso?
¿Hasta qué punto puede
ser asqueroso? Tenemos
que hacer planes, estar al
día y luchar contra las
cosas que vayan en
contra de nosotras. Y
tenemos que ser lo
suficientemente creativas
como para ver qué cosas
pueden ir a favor nuestro.
—Sí, ¿como qué? —
gruñó alguien. Stacy
esbozó una sonrisa
irónica. Dio un sorbo a su
bebida y vi la esfera negra
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de su enorme reloj. No
tenía números—. No
podemos tomar la misma
postura que tomó la gente
al defender los coches de
caballos para protestar
contra los automóviles.
—¿Qué pasó? —oí
preguntar a alguien.
—Que hubo más
accidentes de coche —
dijo otra voz riéndose—. Y
más autopistas de peaje.
Alguien entró en la
cocina; más risitas y más
espuma de cerveza.
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disolvió en un puñado de
parejas. Luego fui a la
cocina, la única fuente de
luz fluorescente, que tenía
todo el suelo mojado de la
espuma derramada.
—... vacaciones de cinco
estrellas. Recolectando
café en Nicaragua.
—Aparecer allí con tu
privilegiado cuerpo del
mundo civilizado y un
pasaporte
norteamericano, bajo los
auspicios de la CIA, debe
de significar algo...
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Entonces descubrí a
Ángela. Era de Tejas. Una
podía ir y volver a
Galveston en el tiempo
que ella tardaba en dar
una opinión brillante, pero
siempre esperábamos.
—¿Por qué estamos
siempre tan y tan
deseosas —hizo una
pausa para que
tomáramos el peso a lo de
«deseosas»— de gastar
nuestras energías
luchando por los demás?
—preguntó separando los
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brazos de su pecho de
tonel—. Simplemente es
una metáfora para decir
cómo nosotras, como
mujeres, estamos siempre
intentando anteponer la
vida de otras personas a
la nuestra —la cocina
quedó en silencio. Luego
salió de sus pechos una
risotada de soprano—. En
realidad, el Manifiesto
S.C.U.M. llamaba la
atención sobre ese punto.
Nicaragua se alejó. La
conversación se desvió
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—¿Quéee? Estupendo.
—¿Sabes quién va a
componer la música?
—Me han contado que
Rita Mae ha dicho que las
redes ferroviarias se van
al garete...
—Sobre todo si tienes
que llegar a algún sitio.
¿Fuiste al concierto de
anoche?
Me dieron tentaciones
de coger la revista
Lesbian People sólo para
conocer algo de la
maravillosa Rita Mae,
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pero probablemente
jamás me hubieran
interesado sus opiniones
sobre los trenes.
Salí al pequeño pasillo
de color verde aguacate
que llevaba a la
habitación de Jonell. Abrí
la puerta forrada con
papel de aluminio y
encontré a Jonell tumbada
encima de la cama. Se
incorporó, se estiró la
camisola roja, puso los
pies en el suelo y sonrió.
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grandes personajes de
nuestra época.
Farfullé algo
involuntariamente.
—Es importante, Emma.
Vivimos momentos
espantosos.
—Lo sé, lo sé.
—El caso es que, al
estar cerca de ella, es
como si me desapareciera
el cinismo.
Le di una palmadita en la
espalda.
—Vamos, tú no eres
cínica.
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—Emma, vivimos
momentos peligrosos para
el sexo femenino.
—¿Qué más hay de
nuevo?
—Escucha, están
desarrollando un tipo de
tecnología para asegurar
que los descendientes
sean hombres. Están
pensando ya en cómo
comercializarlo.
—¿Te lo ha contado
Stacy?
—Tiene sentido, ¿no te
parece? Hablo del
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infanticidio femenino en
China, India, Indiana,
quién sabe dónde. Qué
gran solución: «Nada de
bebés vestidos de rosa.
Basta con llevar
calzoncillos y ponerse el
cómodo condón XY».
—Déjalo, por favor.
—Imagínate, las mujeres
criando sólo hijos
varones, y que hubiera
sólo un número pequeño
de mujeres, las suficientes
para continuar la
descendencia masculina.
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completar el proceso tú
sola.
—No puedo hacerlo
sola. Hacen falta dos; ya
lo sabes.
—Haré todo lo posible —
parecía la terapia de una
pareja en crisis.
—Ah, demonios,
dejémoslo...
—No podemos dejarlo.
Puede que esto no sea
muy importante para ti,
pero lo es para mí. Es mi
vida.
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cuando vi a Frances
apoyada en la jamba de la
puerta. Llevaba tejanos
rojos con las costuras
blancas, una blusa de
algodón beige, y una
corbata de lazo en seda
roja. Su pelo crespo
permanecía alisado. La
idea de las manos sucias
me había mantenido
ocupada con los pinchos y
había perdido la noción
del tiempo. Parecía no
importarle estar allí de pie,
porque continuó en la
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—Investigando un
asesinato —estaba
dispuesta a decir
cualquier cosa con tal de
romper su apática actitud.
En realidad, había pasado
casi todo el tiempo
limpiando, conduciendo y
sentada en el caluroso y
pegajoso metro.
Le hablé de Julie
Arbeder, del
descubrimiento del
cadáver, de los oficiales
de policía, de la labor
sindical que había hecho
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entusiasta de su
sorprendida admiradora.
—Entonces, ¿llevas un
par de días muy
ocupada? —me preguntó
Frances cuando se alejó
el desfile.
—En realidad, no he
estado ocupada, sino más
bien absorta. Hablé con
algunos de sus amigos, la
gente que trabajaba con
ella. Tengo la sensación
de que murió en medio de
algo.
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CAPÍTULO DÉCIMO
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—¿Gente enferma? La
mayor enfermedad que
veo es una vagina con un
desequilibrio en el pH. Y
hasta eso no me parece
mal —me sonrió
directamente—. ¿Adónde
quieres ir?
No tenía ninguna idea
concreta. Me sugirió que
fuéramos a escuchar
música en directo.
—Conozco a algunos
músicos de la ciudad —
dijo—. En noches como
ésta me gusta oír buen
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—Empiezo a sentirme
como si estuviera jugando
con plutonio.
—¿Sí? ¿Es que las
donaciones de esperma
empiezan a brillar en la
oscuridad?
—Si es así, debería
saberlo. Me paso un
montón de noches allí.
—Pasa esta noche
conmigo. Brillaré para ti.
Esbozó una sonrisa de
acuerdo y fuimos a su
casa.
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Su apartamento estaba
en el segundo piso de una
vivienda familiar
reconstruida. Estaba en
una cuesta, pero no en
una colina. Se hallaba
bastante cerca del centro
de la ciudad y nos fue
difícil encontrar un sitio
donde aparcar. Tuvimos
que andar una manzana
hasta llegar a su calle.
Debía de haber al menos
cincuenta tramos de
escaleras de cemento
hasta llegar a la casa. Al
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final de un pasillo se
encontraba el pequeño
apartamento de Frances.
Esencialmente consistía
todo él en una gran
habitación. El propietario
no se había molestado en
poner paredes para hacer
que pareciera una casa,
pero estaba mejor así.
Una pared entera estaba
ocupada por estanterías.
Había libros amontonados
encima de otros
agrupados en línea. En el
suelo había una alfombra
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Me senté en la cama
rodeada de ventanas,
escuchando el arroyuelo
del barranco y mirando a
las constelaciones.
Frances apareció con una
botella de vino tinto y dos
copas de cristal. La
situación era demasiado
vehemente como para
ponerse a preparar algo
de comida. El vino era
bueno. Se inclinó sobre
mí y me besó. La sentí
explorando mi boca,
tomándola, arrastrándome
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CAPÍTULO
DECIMOPRIMERO
Nos tomamos un
descanso de treinta y seis
horas. Fue ese tipo de
vacaciones en que no vas
a ninguna parte ni haces
ningún tipo de planes por
adelantado. Descolgamos
el teléfono y nos
quedamos en la cama
tanto tiempo, que cuando
me levanté había olvidado
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suelo de la entrada y lo
leímos tranquilamente.
Empecé a sentirme
inquieta. Decidí
despedirme. Necesitaba
tiempo para saber hasta
qué punto Frances era
interesante; pensaba que
ya tenía pruebas
suficientes. La besé
cariñosamente, pero fui la
primera en soltarme, y ella
lo notó. Se había puesto
un largo jersey blanco con
unos triángulos rojos en
un lado.
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—¿Haces punto? —
pregunté.
—Sí, cuando estaba en
la escuela me las ingenié
para hacer punto,
ganchillo y estudiar al
mismo tiempo. Conseguí
una beca y diecisiete
jerséis en tres años.
Entonces supe que me
había enamorado. Salí de
nuevo a enfrentarme al
mundo. Fue como salir a
pasear un domingo al
mediodía; todo era
brillante, demasiado
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brillante, demasiado
afilado. La cama de
Frances había sido el tipo
de cielo que una sólo ve
en las películas.
Cerré la puerta y me
preparé para la lucha de
tomar el transporte
público un domingo por la
mañana; tenía que ir a
recoger mi coche donde lo
había dejado dos noches
antes, junto a la casa de
Jonell. Fue una despedida
limpia; sólo besar a
Frances, salir por la
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recuerdo de Frances
quedaba registrado de
inmediato entre mis
piernas; era
desconcertante.
El día era una
preciosidad. El agua del
puerto era pálida, con
unas cuantas barcas
flotando en él. No estaría
mal salir a dar una vuelta
en una de ellas y
participar del cuadro.
Tendría que contentarme
con patinar en el parque.
Habían sido treinta y seis
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en que se desata la
violencia; lo he visto
muchas veces en el
Teléfono de las Mujeres,
porque los hombres jamás
están aburridos ni faltos
de interés. La última
amenaza es cuando la
mujer saca a relucir sus
emociones, y finalmente
el hombre lo hace
también. No es agradable
verlo, y peor aún
anticiparlo. Pero esta vez
no resultó ser así. Vi al
hombre mover una mano
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y al instante ella se
levantó y se marchó.
—¡Sue! —eché a correr
hacia ella con un solo
patín. Quizá no me había
oído, porque siguió
caminando. Llevaba un
abrigo verde largo y
debajo unos pantalones
beige. Andaba tan deprisa
que ondeaba el abrigo al
moverse—. ¡Sue! —la
alcancé y le toqué el
brazo.
—¿Qué? —se dio la
vuelta como si ya supiera
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CAPÍTULO
DECIMOSEGUNDO
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La semana se desarrolló
tranquilamente. Fui a
trabajar cada mañana
sufriendo el tráfico o
esperando el metro de
Boston. Me hice unas
cenas estupendas, y
disfruté de la soledad
porque estaba a solas con
la persona de la cual
estaba más segura: yo
misma. Me leí tres buenos
libros. Contesté a las
llamadas en el trabajo,
conseguí tranquilizar a
una población femenina
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aterrorizada, y me porté
como una buena chica,
que es lo que se supone
que yo debería ser. Sólo
una noche no pude dejar
de pensar en la historia de
la semana anterior, y no
creí que lo hubiera evitado
conscientemente. Sue
había cerrado una gran
puerta en medio de todo
el lío, lo que coincidió
felizmente con mis deseos
personales. Simplemente
no me gustó que Sue
resultara ser ese tipo de
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aeropuerto y perdiera el
vuelo.
Mi vehículo favorito en
toda la semana fue un
viejo jeep rojo que
apareció en la puerta de
mi oficina el viernes a la
hora del almuerzo.
Frances se bajó con un
ramo de tulipanes rojos
que contrastaban con su
chaqueta blanca. Los
puso entre mis brazos.
—Estoy intentando
comprarte con tulipanes
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empezar en la Clínica
Blackstone. Me pagan
bien y trabajo con un buen
equipo.
—¿Qué haces allí?
—Es muy complicado
explicarlo.
—Soy una chica
inteligente. Cuéntame.
—Todavía no puedo
decirlo. De verdad que no
puedo —la creí.
—De acuerdo. Quieres
alejarte de mí unas
cuantas semanas. Y te
gusto mucho. Y quieres
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CAPÍTULO
DECIMOTERCERO
No me planché ningún
par de bragas; no
obstante, lo pasé bien. No
hice vida social y me
gustó que así fuera.
Trabajé, comí, me
preocupé, tomé el metro
para ir a trabajar... Todo
fue perfecto hasta que mi
primer sueño fue
interrumpido una noche
ya tarde. Era Sandy,
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siempre omnipresente al
teléfono.
—Hola, Emma.
—Sandy, ¿cómo estás?
—de repente me acordé
de su chequeo—. Olvidé
llamarte, lo siento.
—Bueno, la fiesta de
Jonell no fue exactamente
una carcajada continua.
¿Me perdonas?
—Sí, claro. ¿Cómo te
sientes ahora? Parece
que tu equilibrio hormonal
está en forma.
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allí no se percataron de su
presencia. Volví a mirar
atrás para ver si seguía
allí, y sentí su aliento en
mi cara. Ah, qué asco, olía
a queso y tenía unas
horribles encías
infectadas. Quise gritar,
pero fui incapaz de
articular un solo sonido.
—¿Qué pasó luego?
—Creo que me
desmayé. Lo siguiente
que recuerdo es que una
ayudante me estaba
levantando. Me dijo que
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Estaba bastante
descansada cuando
Frances volvió a llamarme
doce días después del
regalo de los tulipanes.
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—Pareces contenta.
¿Dónde es la fiesta?
—Bueno, las cosas me
van bien.
—De acuerdo, no me
invites. No me gusta ir a
fiestas sola, pero al
parecer a algunas
personas sí.
—Escucha, te contaré
todo en cuanto pueda. No
me avasalles —y cogió el
periódico de la tarde.
—¡Avasallarte! Oiga,
Señorita Científica, mi
cuarto de estar no es un
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aparcamiento. Lo que
más me sorprende es que
pienses que tu sola
presencia, leyendo el
periódico, es motivo
suficiente para tenerme
esperando.
—No te pedí que me
esperaras.
—Creo que estas citas
contigo después del
trabajo no van a funcionar.
—Tienes razón. Lo
siento —dejó el periódico
en el sofá—. ¿Y ahora
qué?
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Tengo algo
verdaderamente
importante entre manos...
—Estupendo. Llévatelo a
casa y descansa. Mi
cuarto de estar exige
conversaciones
interesantes y escenas de
amor. No encajas en el
papel.
—Ven aquí. Vamos.
Y por supuesto que fui, y
le dejé ganarse mi afecto
poco a poco.
—Si pudiera actuar, ¿en
qué papel me pondrías?
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—Si no quieres
conversar, voy a hacer
todo lo posible para lograr
que tu cuerpo grite.
—Eso suena a papel
pasivo por mi parte —dijo.
—Totalmente. Pero creo
que te viene bien esta
noche —luego nos
metimos en la cama y le
hice el amor lenta y
concienzudamente.
—¿Sabes? Me gustas
un montón —dijo
después.
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—Y tú me gustas porque
no pienso dejar que lleves
el control.
—¿Estamos envueltas
en una lucha de poderes?
—musitó entre mis
pechos.
—Sólo es así cuando
estamos fuera de la cama
—acerqué su cabeza y
abracé sus preciosos
hombros. Nos quedamos
flotando en ese mundo de
paz que el amor hacía
posible porque los
poderes maléficos habían
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sido invocados y
desterrados.
—¿Sabes lo que he visto
hoy? —murmuró como
hablando en sueños.
—Prefiero no
averiguarlo, mi querida
científica.
—He mirado por un
microscopio de cuerpo
entero.
—¿Qué es eso?
—Un microscopio de
cuerpo entero, bueno, es
como un escáner —
levantó la voz—. No
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—Cariño —musitó
suavemente—, si pudiera
hacer que miraras por ese
aparato, sabrías lo que
estoy diciendo. Aunque no
tengas conocimientos
técnicos, te caerías de
espaldas. Es la sangre
fluyendo, el pulso de la
vida. Parece increíble.
—Haces que parezca
algo realmente atractivo
—la miré a los ojos—. Me
encanta tu inspiración,
Frances. Jamás podría
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—Al entrar en la
profesión médica, te
enfrentas desde el
principio con problemas
éticos para el resto de tu
vida. El único problema es
que el Colegio de Médicos
intenta darte todas las
respuestas de antemano.
—¿Tienes tú todas las
respuestas?
—No, jamás dejo de
hacerme las mismas
preguntas. Eso es lo
importante...
—Pero Genocorp...
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pechos se rozaron—.
Tampoco necesitas un
supermicroscopio para
verlo —su boca viajó
hacia abajo por mi cuerpo
y todo volvió a ocurrir.
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Me desperté abrazada a
Frances y vi los rayos de
sol reflejándose en la
pared. Tenía que irme a
trabajar antes que ella, así
que llevé el café a la
cama. Le expliqué cómo
cerrar la casa
automáticamente y la dejé
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sentada en mi cama,
apoyada en un montón de
cojines. Eso me hizo
sentirme mejor.
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rehabilitación durante el
día para alcohólicas. El
hogar para mujeres
maltratadas debería haber
contado con el apoyo del
Estado y de la ciudad;
había tenido una muerte
lenta, sangrando el tiempo
a los miembros de su
plantilla, que tuvieron que
dedicarse en las horas
extra a organizar
conciertos sin éxito y rifas.
El programa para
alcohólicas se quedó sin
fondos cuando, a mitad de
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un año fiscal, un
congresista recabó el
dinero destinado a pagar
los salarios de las
terapeutas y de las
asistentes y lo destinó a
no se sabe qué. Sin
agencias adonde destinar
a las mujeres, me sentí
como una voz vacía
intentando amansar a un
alma aterrorizada y sin
poder ofrecer más
consuelo que la voz
agradable y fingida de un
anuncio de televisión. Me
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conversación. Un atasco,
justo delante; miré por el
retrovisor y frené
lentamente.
En este estado de ánimo
llegué a casa, como
cualquier otro obrero
sudoroso, sin saber qué le
deparará el fin de
semana. Miré mi pequeña
casa de ladrillo como si
fuera una prisión. Miré mi
jardín y sólo pensé en que
tenía que trabajarlo. Miré
mi puerta y vi que estaba
abierta.
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CAPÍTULO
DECIMOCUARTO
Encontrarse con la
puerta abierta
normalmente sólo puede
significar tres cosas: que
ha habido un robo, que
están robando en ese
momento, o que había
sido tan tonta que no
había cerrado la puerta
con llave al salir a trabajar
por la mañana. Ya me
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teléfono, pero no se
movió.
—Usted, usted... —
empezó a farfullar, como
asustado de tener ante él
a un ser humano.
Entonces supe que no me
haría daño.
—¿Quién es usted? —
insistí.
—¿No lo sabe? Va usted
por ahí haciendo
preguntas sobre la vida de
un hombre. Llama a la
gente, a gente importante,
en grandes
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organizaciones, el
sindicato. ¿No le importa
que sus preguntas
arruinen la vida de un
hombre?
—Usted es Rich Janinni,
el delegado sindical de
Parts Unlimited —la
sangre se me bajó
lentamente de la cara, me
apoyé en una estantería
de madera y vi a una de
mis vecinas en su
ventana. Relajé la boca.
Él apartó la mirada.
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por la habitación,
describiendo un pequeño
círculo cerrado, moviendo
la cabeza a un lado y a
otro. Se detuvo y miró al
suelo. Luego me miró con
esos ojos azules que
parecían rotos, pero de
una manera atemorizante.
—Señorita, mi mujer
está muy nerviosa. Se
imagina cosas, ya sabe.
Yo la quiero, quiero estar
con ella. Tenemos tres
hijos y nos apañamos
bien. Su madre está
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No respondió, y miró la
puerta.
—¿Qué pasa, Sr.
Janinni? Supongo que no
se vendería sólo porque
un estúpido se dedicara a
hacer ruidos por teléfono.
Usted tiene buenos
músculos. ¿Qué importa?
¿O qué importaba?
—Bueno, mire, déjelo,
¿de acuerdo?
—Julie Arbeder está
muerta, Sr. Janinni. O
puso nerviosas a algunas
personas, o es que tuvo
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preocuparme por mi
familia porque nadie más,
absolutamente nadie, lo
hace. Y haré todo lo
posible por mantenernos
a flote; robaré, acusaré y
lo que haga falta. Y si
tengo que hacerlo,
venderé a mis
compañeros. No me
gusta, no me gusta el
sabor que me deja en la
boca, pero escupo y sigo
adelante —fue hacia la
silla donde había dejado
su poncho—. Todo sería
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la pared y no tenía a
nadie más con quien
enfadarse.
—Debería poner una
cerradura mejor en la
puerta, señorita. Ésa se
puede abrir con una
tarjeta de crédito —se dio
la vuelta y bajó
lentamente las escaleras.
Al momento oí cerrarse la
puerta de un coche y un
ruidoso motor que
arrancaba, como si
golpeara los cilindros con
un palo.
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La noche no se
presentaba muy
agradable. Intenté leer y
comer. Intenté no esperar
que sonara el teléfono.
Intenté abrir el correo del
Teléfono de las Mujeres y
preparar algunas cosas
para la reunión del lunes.
Había algunas facturas,
anuncios, tres concursos
de otras organizaciones
para recaudar dinero, una
carta de alabanza de la
alcaldesa hacia nosotras,
calculada para cuando las
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fundaciones iniciaran el
periodo de apertura de
solicitudes en febrero.
También había un anuncio
de una rifa organizada por
la alcaldesa para hacer
que las organizaciones
más necesitadas entraran
en contacto con los
patrocinadores y las
fundaciones. Era un
esfuerzo enorme tratar de
mantener vendadas las
heridas de su ciudad, pero
no era más que una gota
en un cubo de agua. La
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Pilford y la Fundación
Glassman, dos familias
que manejaban
consorcios.
Desgraciadamente la
invitación había llegado
con dos días de retraso.
El acontecimiento estaba
previsto para el sábado
por la noche. Me alegré
de que el Teléfono de las
Mujeres no necesitara los
dólares.
Puse el correo en dos
carpetas y tiré los
anuncios a la papelera.
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«plátanos, naranjas,
peras», y que compraba
la droga en el parque. Y
sentí más pena por mí
que por ninguna de ellas.
Me fui a la cama. Esa
noche las estrellas
fluorescentes del techo
me irritaban.
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CAPÍTULO
DECIMOQUINTO
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delante. Me preparé un
sencillo desayuno con
café y tostadas; metí un
cincel en el bolso y me
dirigí en el coche a la
biblioteca pública, en el
centro de la ciudad.
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brazos. No encontré
mucha información allí,
así que subí la escalera
decorada con bonitos
baldosines hasta la
sección de «Historia de la
Ciudad», donde encontré
una buena historia para
leer. Pasé rápidamente a
la sección de microfilms, y
allí encontré montones de
columnas de sociedad,
donde los nombres,
afortunadamente, estaban
escritos en negrita. Las
mujeres de la clase alta a
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páginas deportivas.
Destacó en doce torneos
de golf y empezó a
acostumbrarse a tener un
trofeo entre las manos.
Una casi podía seguir el
curso de las estaciones
observando cómo Allison
Glassman pasaba del
triunfo al olvido a medida
que avanzaba el año.
Solía llevar una especie
de capa corriente
alrededor de las faldas, y
sus blusas de algodón sin
mangas dejaban ver un
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mirando a la cámara. La
crítica decía que había
dicho: «¡En realidad,
quisiera meterme en el
voleibol!». Eso la alejó
rápidamente de la multitud
de seguidores.
Luego desapareció
durante nueve meses de
las páginas deportivas y
volvió a aparecer
nuevamente en las de
sociedad. Había una
fotografía de Allison
Glassman y su marido en
el Baile de Gala del
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Geranio. Jamás me
gustaron los geranios y
me pregunté por qué la
clase alta elegiría una flor
tan plebeya, pero parece
ser que era porque eso
les permitía vestirse de
rojo y cereza. El
suplemento del domingo
tenía las fotos en cuatro
colores, y el bronceado de
los ricos estaba
demasiado marcado, lo
que les hacía parecer
como si estuvieran
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padeciendo una
insolación.
Pero Allison Glassman
había elegido el negro, e
iba envuelta toda ella en
seda de ese color. Sus
brazos pecosos y
bronceados no habían
salido bien, y parecían
aún más oscuros en
contraste con los guantes
blancos que llevaba.
Estaba bajando un
escalón de mármol con
ayuda de su marido, que
le sujetaba el codo.
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un modelo masculino,
pero sin su blancura. No
caminaba junto a su
esposa, la conducía, y su
sonrisa de dientes
blancos contrastaba
enormemente con su piel
morena. Mi suspicacia me
hizo verle como alguien
siniestro.
Ésa fue toda la historia
social de Allison
Glassman. Stanley
Glassman era harina de
otro costal. Había todo
tipo de noticias y
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declaraciones que él
había dado a conocer.
Stanley Glassman
estaba en la junta
directiva de una
universidad, una empresa
de servicio público y dos
bancos. Cuando se llevó
el mérito de haber
saneado el sistema de
alcantarillado de la
ciudad, probablemente
por deferencia, se dedicó
a combatir la drogadicción
juvenil. Encontró a unos
cuantos drogadictos de
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historias de interés
humano normalmente
siempre saltan a las
páginas de los periódicos:
Stanley inaugurando un
museo, Stanley
encabezando un proyecto
para ayudar a los
excombatientes, incluso
contratando a unos
cuantos para que entraran
a su servicio... Según el
artículo, había contratado
a una mujer de clase
media para que entrara a
formar parte de su
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personal de confianza. La
Sra. Stanley Glassman,
Allison, jamás aparecía en
esos actos públicos.
Debía de estar demasiado
ocupada con sus chicas,
primero en las calles de
los campos de golf, y
luego en la red. No era
tan filantrópica, pero era
honrada. Mientras tanto,
se mostraba en público de
vez en cuando a un
hermano de bajo perfil,
Hugo. Bajo Perfil nunca
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pantalones vaqueros y
había una gran camiseta
blanca empapada encima
del pavimento. Al parecer,
los acontecimientos
familiares ya no la
inspiraban para vestirse
mejor. Su doncella estaba
siendo entrevistada por la
policía, y el chófer
acababa de llegar para
recogerla cuando fue
tomada la fotografía.
Stanley Glassman declaró
que estaban a punto de
iniciar un crucero. Era un
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Allison, ligeramente
borracha, y al golpearse la
cabeza con uno de los
pilotes de piedra cuando
el yate zarpaba del
puerto. La autopsia reveló
que estaba embarazada
de tres meses. Las
revistas sensacionalistas
sacaron un gran partido a
su estado de embriaguez.
Podían divulgar la noticia
de que la gente rica es lo
suficientemente miserable
como para
emborracharse, y lo
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trámites para su
separación. «Si Stanley
Glassman se presenta
alguna vez para alcalde»,
advertía, «tendrá que
asegurarnos que la suya
no se convertirá en una
campaña
Chappaquiddick».
Luego hojeé la edición
del martes de esta
semana, y en especial la
sección de Sociedad. «El
señor Stanley Glassman,
que acaba de enviudar
recientemente, se dispone
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—Escucha, Frances. No
me gustan los interludios.
Quiero decidir si vamos a
llegar a alguna parte o no.
Si es que no, lo acepto.
Pero tengo la sensación
de que me estás poniendo
pretextos.
Se quedó mirándome
muy seria. Me gustaba su
boca grande, aunque su
expresión no era de
enfado. Parecía triste. No
estaba bien que fuera de
enigmática y al mismo
tiempo se comportara
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descolocó un mechón de
pelo.
—Estoy ocupada esta
noche. Estamos en
contacto. Llámame, ¿de
acuerdo?
Asintió y bajó unos
cuantos escalones en
dirección al coche. Luego
se palpó el bolsillo y
retrocedió.
—Casi se me olvida.
Aquí tienes la llave de mi
casa —dijo—. Mandé
hacer una copia —y con
un apretón me puso la
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llave en la palma de mi
mano.
Bajó los escalones y
subió al coche; se dirigía
al centro. Miré las dos
formas grises que iban
dentro y dejé que se me
cayeran dos lágrimas.
Luego me sequé; no me
gusta el sabor de las
lágrimas.
Seguí trabajando con el
cincel hasta que hice la
forma exacta de la
cerradura. Encajé la placa
de metal en ella y marqué
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CAPÍTULO
DECIMOSEXTO
ejecutivos estarían
deseando que acabara lo
antes posible para poder
ir a casa de sus novias, o
de sus novios, a tomarse
una pasta casera, ver lo
que se habían perdido en
la televisión o el vídeo, y
poner punto final al día.
Se aburrirían, pero
pondrían cara de
preocupación en los
momentos oportunos. Los
asistentes sociales
intentarían idear las mil y
una maneras de encajar
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borde de la bañera y me
depilé las piernas con una
cuchilla.
No tenía una chaqueta
apropiada para completar
mi vestimenta, así que
saqué mi chaqueta de
cuero; la piel marrón me
sentaba fatal encima de la
falda de vuelo. Tenía la
sensación de ser Joan
Crawford montada en una
vaca muerta.
Antes de salir me miré
de cuerpo entero en el
espejo del armario. Los
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pendientes de
aprobación? —pregunté.
—Sí, el título está ahí
mismo —y señaló
vagamente otros papeles
hechos en buena calidad
de imprenta.
—Pero esto es para
dentro de tres años.
—Los fondos ya han
sido desembolsados.
—Pero su informe anual
dice que hace dos meses
ustedes tenían un activo
que superaba los
doscientos mil.
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—A la Fundación
Glassman no le gusta
invertir mucho dinero en
servicios sociales. Pero
cuando invierte, lo hace a
fondo.
—Entonces, si no
invierte en servicios
sociales, ¿dónde fue a
parar su dinero?
—A la Clínica
Blackstone. Se hizo
público hace tres días.
—Vaya, no me
imaginaba a la Fundación
Glassman apostando por
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sintiendo que se me
revolvía el estómago.
—Sí —murmuró ella.
—Es Jonathan Menck,
presidente de la
Fundación de Fondos
Privados. Organiza y
coordina a los diversos
inversores. ¿Forma parte
la Fundación Glassman
de la FFP?
—Mmmm... —me miró y
apartó la vista de
Jonathan.
—Estoy segura de que
lleva encima alguna
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solicitud de inscripción.
¿Por qué no le pide una?
—me miró y luego miró a
la mesa—. Yo cuidaré de
su mesa.
—Tengo que recoger
pronto —dijo, casi en tono
de queja.
—Vamos —le insté—,
empezaré a ordenar todos
estos papeles. Bueno, si
no le importa, ¿podría
pedirle a Jonathan su
número de teléfono?
Dígale que Emma Victor
lo ha perdido —esperé a
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estaba apilando en el
suelo. Estaba doblando la
mesa cuando ella me miró
de una manera curiosa.
—¿Conoce a los
Glassman? —pregunté.
—Sí, claro —se estaba
recuperando del
encuentro con Jonathan y
se puso a recoger más
papeles. Me di cuenta de
que no tenía mucho
tiempo.
—Bueno, siempre he
sentido deseos de
conocer su casa —dije, y
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Se detuvo un momento y
me miró.
—Si quiere, puede venir
conmigo y ayudarme a
sacar todas estas cosas
—dijo—. Voy a casa de
los Glassman. Dan una
fiesta allí esta noche.
Yo ya lo sabía. Levanté
la mesa a pulso y
haciendo fuerza con los
bíceps doblé las patas.
Me pillé el vestido con el
borde y casi me hago una
carrera en las medias con
uno de los tornillos, pero
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me di cuenta a tiempo y
pude evitarlo.
—Si acerca el coche,
podré poner todas las
cosas en el maletero —
dije.
—No lo tengo lejos.
Tenga —y me dio una
caja de cartón con más
papeles. Hice todo lo
posible por que sus largas
uñas no me arañaran la
piel.
—Sígame —dijo, y nos
dirigimos al aparcamiento.
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parecer un espectro,
pensé, y ella iba a
presentarme. Era
demasiado tarde para que
cambiara de opinión. Tal
vez importunaba a las girl
scouts en mi tiempo libre.
—Sólo quiero ver el
vestíbulo —dije. Fue una
exclamación casi patética.
—Están celebrando una
fiesta —dijo ella otra vez.
Ciertamente estaba
nerviosa.
Había leído en el
periódico que Glassman
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tenía en casa a un
fundador de la Sociedad
Auduban. Los de Salvar a
las Focas, o algo así.
Recordé que Stanley
estaba metido en los
servicios públicos. Era
una mezcla interesante. El
precio de admisión eran
trescientos dólares y
probablemente una
corbata negra. Tampoco
yo los tenía, aunque
seguramente me hubiera
encontrado mucho más
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variedad de hors
d’oeuvres y cócteles en
hermosas copas de
cristal. En medio del
bullicio había una mujer
quieta. Se acercó a
nosotras nada más cruzar
el umbral de la puerta.
—Hola —la mujer alta
tartamudeó una
respuesta, arqueó las
cejas y me miró. Llevaba
una cofia negra con una
puntilla blanca, y su
uniforme negro encerraba
una estructura corporal
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perfectamente
proporcionada. No tenía
las manos apoyadas en
las caderas, pero su
expresión era como si las
tuviera. Sus cejas
arqueadas y los agujeros
abiertos de su nariz eran
una advertencia. Sabía
que no estaba permitido
en la ley judía estrechar la
mano a una ayudante,
pero esta mujer era una
excepción.
—Soy Emma. Estoy
ayudando a Patty a traer
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—Pero..., pero... —
protestó él, y se le
cayeron algunos vasos en
la bandeja.
—Nada de excusas.
Me aparté de Patricia y
me dirigí hacia la puerta
de batiente, donde me
topé con la pared de calor,
humo y bullicio del otro
lado. Levanté los tacones,
giré sobre los dedos de
los pies, saqué los
hombros y el culo, y salí al
salón.
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Oí hablar en otros
idiomas, casi todo sobre
papeles para decorar
paredes y platos de
televisión. Escuché el
tintineo de los brazaletes
y las risotadas voluntarias
de algunas mujeres para
llamar la atención. Vi a
una de ellas muy
elegante, metida en un
tubo de seda negra
llamado vestido de cóctel.
Llevaba el pecho muy
alto, formando un mullido
cojín con un pequeño
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mostraba la idea de
algunas personas sobre lo
que es un buen sábado
por la tarde: cazar zorros
pequeños vestidos con
chaquetas rojas. La mujer
que estaba junto al cuadro
al parecer se dedicaba a
hacer otras cosas los
sábados por la tarde.
Estaba a punto de
rebasar los cincuenta, con
el pelo blanco cardado, y
un bronceado caoba bajo
un sencillo dos piezas de
seda verde y unos
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—Oh, no me lo diga —
gritó—. Usted es Suzi
Swanson, la que hizo ese
programa de cocina
vegetariana en el Show
de Mona Jenkin. ¡Era
usted estupenda! ¿Cómo
es que lo dejó?
—Bueno, algunas
cosas...
—Lo sé, se casó. Eso
les ocurre incluso a las
mejores de nosotras.
Bueno, yo quiero a mi
marido, pero a veces es
un estorbo —dio un sorbo
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a su copa de vino—. Me
recuerda a mi hija. Una
chica tan inteligente, con
verdadero talento. Espero
que venga a casa para la
primavera. Este año no la
vimos en vacaciones,
tenía un ensayo o algo
así. Pero una siempre
tiene que optar por lo más
práctico en su vida. Eso
es algo que le digo
siempre. No todo el
mundo puede ser
concertista de piano.
—O golfista profesional.
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—Exacto, porque si yo
hubiera seguido mi
carrera hace treinta
años... —hizo un gesto
con la boca—. Ahora ya
soy demasiado vieja, y he
formado una familia.
—Allison Glassman no
era tan vieja. Y era una
golfista bastante buena —
dije.
—Oh, ¿conocía a
Allison? —bajó el tono de
voz—. Esa mujer podía
dirigir una pelota de golf
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mano en el hombro y
sonrió—. Muy amable; me
recuerda a mi hija. Está
haciendo el tercer curso
en Barnard. Tiene un
novio encantador que
tiene un trabajo fijo en el
Departamento de Estado.
¡Le dije que se tomara un
descanso con el piano y
se dedicara a cazar a ese
hombre! Tráelo a casa
para que conozca a tu
familia, le digo yo. Pero ya
sabe cómo son las chicas
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interesada en otros
deportes. Supongo que
eso era un problema; no
me imagino lo que puede
ser estar casada con
Stanley Glassman y tener
otros intereses. Pero las
chicas de ahora son
diferentes a las de nuestra
generación. Nosotras no
teníamos nada que
demostrar.
—Tal vez Allison
tampoco tuviera nada que
demostrar. Tal vez
simplemente quería
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—Bueno, Suzi, de
verdad que ha sido un
placer conocerla —las dos
nos dimos nuestras
respectivas despedidas y
volvimos a integrarnos en
la fiesta.
—Es Suzi Swanson, la
de las verduras del
programa de por las
mañanas, ¿te acuerdas?
—le oí gritar desde la
distancia.
Luego divisé a Stanley
Glassman; lo reconocí por
los recortes de prensa.
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Estaba charlando
animadamente con otros
hombres vestidos de traje
gris, y dando palmaditas
en la espalda a uno de
ellos. Luego pareció bajar
la voz y debió de contar
algo gracioso, porque
todos empezaron a reírse.
En seguida sus ojos se
posaron en una mujer que
llevaba un brocado azul
pálido y la invitó a que se
uniera al grupo. Los
demás hombres se
volvieron hacia la mujer y
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la colmaron de cumplidos.
Me di cuenta de que eran
cumplidos porque la mujer
miró a cada hombre a la
cara y les respondió con
el ademán correcto. Al
poco rato se despidió y
los hombres reanudaron
su conversación en voz
baja. Uno de ellos
escuchaba atentamente
las palabras de Stanley.
Lo observé más de cerca.
Stanley Glassman tenía el
pelo rubio, espeso y
rizado. Probablemente
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realizaba las
presentaciones y decía:
—No es frecuente contar
con un fiscal del Distrito
que sea tan competente
en asuntos sociales.
La doncella apareció tras
el grupo y levantó dos
copas de martini que
estaban dejando marcas
en una preciosa mesita de
caoba. Sacó un pequeño
paño blanco y la secó.
Luego, con sumo cuidado,
secó también la base de
las copas y volvió a pasar
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Stanley llevaba un
brazalete negro en la
chaqueta, era su única
muestra de luto. Pero en
estos tiempos los
símbolos de luto son
huecos y la única manera
de expresar el dolor es en
un taller. Una vez yo asistí
a uno.
Esposa de Alquiler le
habló en voz baja y él la
tranquilizó con alguna
indicación que pareció no
hacerla muy feliz. Le
suplicaba con ojos
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decorado al estilo
Sherlock Holmes. Todo en
él era escocés, con
sillones de cuero y
cargado de muebles
pulidos y brillantes. La
fiesta seguía su curso al
otro lado de la puerta
ligeramente entornada,
como una noria que
brillaba emitiendo tonos
altos y bajos. Me acerqué
al escritorio cubierto de
piel en su parte superior, y
admiré todos los utensilios
dorados que tenían allí
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Yo me volví también y vi
una puerta
arquitectónicamente
diseñada para ocultar su
secreto. Entré en su
interior de baldosines
blancos justo a tiempo.
Tiré de la cadena y, en un
momento de inspiración,
me envolví la mano varias
veces en papel higiénico.
Luego lo saqué y quedó
enrollado como si ocultara
una Kotex o, como dicen
los carteles de las
papeleras sanitarias,
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«compresa menstrual
usada». Fingí estar
escondiendo el sangriento
envoltorio en mi bolso
cuando entró Stanley.
Apareció de la misma
forma que si entraran
veinte millones de dólares
andando con dos piernas,
y abochornado por
encontrar a una mujer
saliendo de lo que otros
veinte millones de dólares
llamarían el tocador.
—Hola, Stanley. ¿Cómo
estás? —le observé
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¿La conocías? —
preguntó.
—Bueno, no éramos
muy amigas. Pero esa
noche estuve charlando
con ella. Justo cuando
salía ya corriendo.
—¿Corriendo? —me
miró. Me alegré de que
las pequeñas luces de la
habitación formaran una
sombra opaca, ocultando
de paso los desperfectos
de mi vestido.
—Claro, la Gala del
Geranio, por supuesto —
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Blackstone, recibiendo
ahora doscientos mil
dólares de la Fundación
Glassman; casi sentí
miedo de ella. Había
atrapado a uno de los
hombres de chaqueta de
pana, y me impresionó
sentirme tan inferior frente
a una hermana, una
camarada, una estrella,
una mujer en pantalones
de satén amarillos.
Echó un rápido vistazo
en la dirección donde
estaba yo; no era
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probable que me
recordara de la fiesta de
Jonell. Seguramente en
esta fiesta no se fijaría en
nadie que no necesitara
desgravar impuestos. No
me reconocería, a no ser
que me confundiera con la
chica vegetariana de la
televisión. Sentí que se
me encogía el ego. Stacy
estaba allí en
representación legítima de
sus negocios; yo era una
intrusa que envidiaba sus
pantalones de satén
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amarillos y el valor de
ponérselos.
Mientras tanto, ella
hablaba con un hombre
vestido con un abrigo
deportivo de Ralph
Lauren, que no dejaba de
mover los brazos
enseñando los parches de
ante de los codos. Iban
andando por el salón,
cuando Stanley, al salir de
la biblioteca, casi tropieza
con ellos. Stanley le dijo
algo a Stacy, y los dos
iniciaron una especie de
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Seguramente llamaba la
atención en una mansión
donde las puertas tenían
el tamaño de una mesa
de billar. Esposa de
Alquiler apareció detrás
de la puerta con aspecto
cansado y la vi poner otra
cara distinta cuando se
enfrentó de nuevo a la
multitud. Su risa tenía el
tono adecuado y su
sonrisa aparecía siempre
que era preciso.
Glassman le lanzó una
mirada interrogativa y su
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CAPÍTULO
DECIMOSÉPTIMO
y un pasillo a la izquierda.
El pasillo parecía más
descuidado; esa parte era
un sótano y no pretendía
ser otra cosa. Escuché
una música suave
proveniente del otro lado
de la puerta y supe que
era eso lo que había
estado buscando.
Abrí la puerta y entré en
una habitación alargada y
estrecha en forma de L.
En un extremo había unas
grandes cristaleras
blindadas que ofrecían
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pipa desprendiendo un
fuerte olor dulce.
Tras contemplar la vista
desde las cristaleras,
advertí lo que se reflejaba
en ellas. Había un hombre
en el sofá que
evidentemente estaba
contemplando mi figura en
la puerta. La cerré.
—Hola.
—Hola —no parecía
indiferente, pero sí lo
bastante como para no
sorprenderse.
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—Quizá no empiece
nunca. ¿Te importa que
me sirva una copa?
—Claro que no.
—¿Quieres algo?
—Eh, sí... Whisky.
—¿Sólo?
—Sí.
Me acerqué a una
pequeña barra, saqué dos
copas de licor y las llené
hasta el borde. Luego fui
hacia la tumbona y miré al
hombre recostado.
Carraspeé
involuntariamente. Era un
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parecían de tema
histórico. Me di cuenta de
que pertenecían a
antiguas iglesias góticas.
Llevaba a un sótano con
paredes de cemento que
parecía una lavandería.
La lavadora y la secadora
no eran nuevas. Las
personas muy ricas no
hacen alarde de sus
aparatos ni de sus
cocinas. Nunca las usan.
Una pequeña puerta daba
a un jardín. Intenté abrirla,
pero estaba cerrada.
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la habitación de Hugo y vi
encenderse una luz y una
figura alta que se dirigía a
la tumbona. Luego se
apagó la luz. Me quedé
pensativa un momento,
recordando a la gente rica
que estaba arriba y al
mentecato que estaba
abajo haciendo un viaje al
olvido. La humedad del
césped me estaba
empapando ya los
tobillos. De repente sentí
algo mojado rozándome
las piernas. Me volví y me
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fachadas cubiertas de
altos arbustos y verjas de
hierro. Decidí
arbitrariamente subir una
cuesta, al menos eso me
haría entrar en calor.
Luego adopté mi mejor
actitud para ponerme a
hacer autostop, con la
humedad trepando por
debajo de mi vestido y las
medias cada vez más
caídas.
Vi un coche y decidí
probar a ver si me llevaba
al bar local más cercano,
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Llegamos al aparcamiento
del gimnasio donde se
había celebrado la fiesta
para la recaudación de
fondos, y le pedí que me
dejara en el lugar exacto
donde estaba mi coche.
Me alegré de poder subir
a mi hogar móvil. Me
senté y empecé a llorar,
no sé muy bien por qué.
Luego crucé la ciudad y
llegué a casa. Miré la
puerta y cogí las llaves del
coche apretándolas
fuertemente en el puño.
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Hugo. El Jorobado de
Notre-Dame.
Le di el resto del helado
batido a Flossie, que
estaba detrás de mí
esperando para lamer el
plato. Me fui a la cama
pero no pude dormir.
Estuve despierta
pensando que la gente
era capaz hasta de utilizar
huesos humanos para
fabricar teléfonos. Estaba
hasta las tetas.
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CAPÍTULO
DECIMOCTAVO
El domingo por la
mañana prometía ser un
día mejor. Por una razón:
brillaba el sol y se podía
sentir cómo la ciudad
entera despertaba para
gozar de un alegre día
festivo. Me quedé en casa
lavando ropa y tendí las
sábanas fuera para que
se secaran al sol. Era
difícil creer que hubiera
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—Puedes seguir
durmiendo si quieres —
dije.
—No puedo, espero
compañía.
—¿Alguien que yo
conozco?
—¿Sigues haciendo
relaciones públicas para
tus servicios de salud
feministas?
—El cuidado de la salud
está bien; lo demás me
aburre el alma. Toma, he
traído zumo de naranja —
saqué una botella de la
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bolsa y la puse en el
pequeño mostrador de la
cocina. Tenía una nueva
colección de platos sucios
y los restos de una
ensalada de hacía varios
días. Esperaba que fuera
vegetariana, así los restos
no olerían tan mal.
—También he traído
croissants.
—Ah, como hace la
clase acomodada de
nuestra estupenda ciudad
—suspiró—. Panaderías
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francesas, cafeterías
italianas...
—Casi podemos decir
que vivimos en Europa.
—Con la subida de los
alquileres podría pagarme
un viaje a París todos los
años.
—Pero no comerías
cruasanes con la misma
frecuencia.
Se acercó a mí y me
abrazó. Le puse un
croissant en la boca.
Luego preparé una
pequeña bandeja con
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Weldemeer entró en la
habitación mostrando sus
dientes blancos. Había
abierto la puerta con la
llave que había debajo de
las escaleras. Llevaba
unos pantalones de
espiguilla planchados con
un brillo totalmente
inadecuado. Me recordó
la venta de coches
usados y la gente que los
vende.
Su cara no era muy
visible, pues sus rizos
color zanahoria casi la
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convierte en estrella. Y
todo el que es capaz de
ponerle de mal humor y
derrotarle, se convierte en
héroe de los medios de
comunicación.
—Bueno, en realidad no
es tan difícil. A ese tipo le
aprietan los calzoncillos
—me reí por la broma,
que probablemente había
contado miles de veces
desde que hizo su debut
en televisión. Esta mujer
no sólo había conseguido
que Luke Kelly quedara
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—¿Ah, sí?
—Me llamaste Nancy
Drew.
—¿Yo? —levantó la
cabeza y tomó uno de sus
rizos entre los dedos,
luego se lo pensó mejor y
decidió meterse la mano
en el bolsillo. Me dio la
espalda y se puso a hacer
algo en el mostrador de la
cocina.
—Espero no haberte
ofendido —dijo—. ¿Qué
estabas haciendo para
que te llamara Nancy
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—Alguien le disparó un
tiro en la calle —dije.
Dio un sorbo y se quedó
mirándome por encima
del vaso. Luego tragó.
—Frances, deberíamos
revisar tu horario y darte
un poco de tiempo libre
para que se lo dediques a
tu desconsolada amiga —
dejó el vaso y esbozó una
sonrisa dejando ver sus
dientes enfundados.
—¿Cómo me has dicho
que te llamabas?
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dirigente; se rieron y
volvieron a entrar.
—Y Stacy, por amor de
Dios, hazme saber dónde
puedo localizarte. Utiliza a
tu secretaria y tu
contestador automático.
La mitad de las veces que
te necesito nunca te
encuentro —Frances pasó
su brazo afelpado por el
hombro de Stacy, su
delicado brazo por encima
de ella.
Stacy asintió, miró su
reloj sin números y se
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quedó pensativa, al
parecer pensando en un
futuro lleno de citas
importantes. Su trabajo
aquí había concluido. Se
despidió inmediatamente
de nosotras dos sin
olvidar su habitual
sonrisa. Recogió su
chaqueta de la silla y
comprendí por qué se la
había quitado; era muy
gruesa. Su blusa llevaba
una mancha húmeda y
redonda bajo la axila
derecha. Stacy O’Malley
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—Seguro. No te cae
bien Stacy, ¿verdad?
—No lo sé. No me fío
mucho de ella. Al fin y al
cabo, tiene las llaves de tu
casa.
—Ah, así que es eso —
Frances se rió y me dio un
fuerte apretón,
presionando su pecho
contra el mío—. No tienes
nada de que preocuparte,
Emma querida. La ciencia
y los fondos pueden
dormir juntos, pero sólo
en sentido figurado. Se
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—dije. No estaba en
contra de las relaciones
públicas, pero sí en contra
de la forma en que Stacy
Weldemeer envasaba al
vacío nuestras vidas y las
vendía en un tubo con sus
labios de cereza. Stacy no
colaboraba para aliviar el
terror del Ama de Casa
cuando veía una
estupenda mujer
musculosa apretándole
las clavijas. Pero no era
momento de pensar en
esas cosas.
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Ofrecí a Frances mi
boca, nos fuimos a la
cama y pasamos allí una
hora más. Esta vez caí
profundamente dormida,
con la sensación de haber
tomado un narcótico y
caer, caer, hasta que me
desperté al borde del
sopor. De repente me di
cuenta de que se estaba
haciendo de noche y salté
de la cama.
—Dios, será mejor que
me vaya.
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—¿Tan pronto? No
tengo que ir a trabajar
hasta dentro de dos horas
—dijo Frances, tirando de
mí hacia la cama, con los
ojos cerrados, en actitud
de súplica infantil.
—Querida, no eres la
única que tiene planes,
¿recuerdas? Yo también
soy una chica con carrera.
—Ah, sí, de niñera.
—Bueno, ahora pórtate
como una buena
feminista, o la Srta.
Weldemeer te sancionará
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—Admítelo, Emma. El
Teléfono de las Mujeres te
aburre el alma, y también
estar sentada todo el día
ante una mesa sintiéndote
inútil. Te metes con
Mónica y Stacy, pero el
verdadero problema eres
tú. No forma parte de tu
carácter hacer trabajo
social.
—¿Ah, sí? Háblame de
mi carácter. Ojalá alguien
lo hiciera.
—Emma, sabes de
sobra que te gusta la
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acción y el drama. No lo
tienes y ni siquiera tienes
la sensación de hacer
algo positivo en el
Teléfono.
—¿Y?
—Y debe de ser un
verdadero cambio hacer
Relaciones Públicas en
una época en la que se
hacen demostraciones
diarias, noticias de
prensa, conferencias de
prensa. Tú estás atada a
un teléfono y Stacy
Weldemeer está
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revolucionando el mundo.
Por supuesto que estás
celosa.
—Vaya, así que Stacy
Weldemeer está
revolucionando el mundo.
—Sí. Ella tiene energía,
ambiciones, planes y
contactos. Hace algo de
verdad.
—Y yo no.
—Yo no he dicho eso. Lo
dices tú.
Mis palabras se
quedaron flotando en el
aire, acusándome. Por un
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instante me odié a mí
misma, a Stacy
Weldemeer, e incluso a
Frances. Pero lo
superaría; tenía que
hacerlo.
Frances me estaba
acariciando la espalda
con sus dedos cálidos y
sus ojos me dijeron algo
amoroso a pesar del mal
carácter que yo estaba
demostrando.
—Bueno, de verdad que
tengo que irme —dije al
cabo de un rato.
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CAPÍTULO
DECIMONOVENO
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esponja uniforme,
soltando besos y
pequeños siseos a cada
paso que daban mis
botines de ante gris.
Los grandes ventanales
de arriba estaban
cerrados y quietos, sin
ninguna risa culta
respondiendo a una
broma también culta. En
la ventana del sótano vi
tintinear las luces que
daban a entender que
había música puesta.
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el armario de Allison
Glassman.
Cerré la puerta y a los
pocos segundos se apagó
la luz. Los árboles
volvieron a saludarme a
través de las ventanas
cuando me volví para
dirigirme nuevamente a la
estrecha puerta y salir al
pasillo. El corredor
parecía brillante y alegre,
como un lugar maravilloso
donde poder estar.
Luego se abrió una
puerta al fondo del pasillo
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De repente oí una
especie de silbido tras él y
un pequeño suspiro. Se
quedó mirándome a los
ojos, como si mis ojos
fueran dos túneles largos
y oscuros. Otro suspiro
acabó en silbido y me di
cuenta de que estaba
escuchando una cinta de
delfines y ballenas, su
lenguaje, sus sonidos. Un
oleaje simulado traspasó
toda la habitación cuando
entré.
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complicados cedazos e
inhaladores, y una
pequeña colección de
animalillos de juguete,
casi todos ellos monos
con címbalos. Las
estanterías superiores
estaban llenas de polvo.
Me acerqué para ver
mejor la suciedad
acumulada en las pieles
sintéticas de los primates
musicales.
Entonces escuché una
especie de zumbido y vi
que Hugo hablaba con un
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altavoz instalado en la
pared.
—¿Quieres algo de
beber? —dijo la voz. Me
pregunté si esas cajas
podían escuchar también
lo que hablábamos. Sentí
que me removía por
dentro. Me puse el dedo
gordo en la boca; estaba
pegajoso. Evidentemente
a Hugo lo controlaban
mediante una pantalla; ni
siquiera le permitían
enterrarse vivo en su
habitación.
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Me miró.
—Bloody Mary —dije.
—Mi amiga quiere un
Bloody Mary, y yo quiero,
déjame que lo piense...
Quiero ron con cola. Sí,
eso es lo que quiero —
dijo, y volvió a chupar la
pipa.
—Así que estos días
estás solo en el sótano.
—Sí, Hugo está solo —
pareció que la afirmación
resonaba en su cerebro,
porque lo reflejó en su
cara con un cierto
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encogimiento en el rabillo
del ojo. Fue lo más
verdadero que encontré
en ese hombrecillo
vestido con un pijama de
seda azul eléctrico.
Estaba muy solo.
Que la verdad o la
cordura habían entrado en
la habitación quedó de
manifiesto con la doncella
que había bajado las
escaleras con una
bandeja de peltre y
nuestras bebidas. Era la
misma mujer que me
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había saludado en la
cocina el día de la fiesta.
Su mirada profesional no
registró ninguna sorpresa
al verme; simplemente me
miró la zona de los
tobillos, pero supo que era
yo, y no le gustó nada. Me
había colado en la clase
alta y se suponía que
debía mantenerme
alejada de ella, tanto
como la escalera del
grabado Escher. Se dio la
vuelta y salió
bruscamente de la
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habitación. Oí el siseo de
su falda de nailon, sus
piernas robustas ceñidas
por las gruesas medias y
unos zapatos de piel fina.
—Gracias, Vanessa —
dijo Hugo al cerrar la
puerta.
—Se supone que
estabas solo.
—Sí —dijo Hugo—. Pero
llevo solo mucho, mucho
tiempo. Sólo tengo la
compañía de mi amiguita
—miró a la araña y
tamborileó los dedos
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encima de la caja. La
araña se escabulló en la
rama. Tenía casi el
tamaño de un puño. Me
tomé la bebida deprisa.
Hugo me pasó la pipa.
—Sí, Allison —suspiró al
decirlo como si su nombre
fuera una nueva forma de
aspirar el aroma de las
flores—. Allison sólo
quería pasarlo bien.
Bailar, reír, jugar —Hugo
adoptó una expresión
mitad Timothy Leary,
mitad Bambi—. No le
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en seguir aparentando
que tenía una familia de
sangre azul, aunque la
sangre de nuestra familia
es más naranja que
púrpura, dentro de la
gama de los rojos.
—Y tu sangre está
fichada también —dije, y
me reí—. Así que Allison
tuvo que abandonar la
habitación del jardín.
¿Cuándo fue eso?
—Oh, hace mucho,
mucho tiempo —dijo
Hugo. Pero yo tuve la
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sensación de que el
espacio y el tiempo eran
dimensiones totalmente
elásticas para ese
hombrecillo en pijama.
—El amor —dijo— tiene
sus limitaciones —Hugo
dio un golpe a la caja y la
araña se sobresaltó—.
Cuando alguien se vuelve
posesivo atenaza a todo
el mundo y acaba
cargándose al ser amado
—volvió a dar otro golpe
en la caja. Luego se
recostó, volvió a aspirar y
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se quedó mirando al
techo. Dejó la pipa—.
Pero no fui yo quien la
hizo subir a ese barco.
Fue él, fue él quien la
mandó de viaje. Juegos
mentales, jodidos juegos,
ése es todo el tema.
—Parece que fue un
largo viaje —dije, mirando
al vacío—. Debe de haber
todavía muchas malas
vibraciones.
—Sí, muchas. Peores de
las que jamás había
imaginado. La gente
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
de despertar. Algunos
cables importantes se
habían cruzado en mi
cerebro: vi una araña
saltando y divisé la John
Hancock Tower a la luz
del sol, pero no podía
relacionar las dos cosas.
Sabía lo que veía, y otra
parte de mi cerebro sabía
por qué estaba allí, pero
las dos cosas no tenían
conexión entre sí.
Tenía una jaqueca
espantosa que me
impedía encontrar la
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Salí al pasillo y vi el
corto tramo de escaleras
que conducía arriba.
Mientras ponía un pie tras
el otro fui recuperando la
sensación de mi cerebro.
Abrí ligeramente la puerta
batiente de la cocina y vi a
Vanessa preparando hors
d’oeuvres con montones
de restos de comida.
Estaba ocupada
adornándolos con trocitos
de aceitunas cuando le
dije:
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—Pero no solicitaron la
ayuda de la cocinera.
—Sí, ma’am —dijo, a
modo de saludo con
salvas.
—Vamos, Vanessa.
¿Qué puso en esa
bebida?
—Yo no preparo las
bebidas, sólo las sirvo —
dijo con un suspiro.
—¿Sirvió usted la noche
que murió Allison?
—No hablo de mi trabajo
con extraños —dijo con
verdadero odio.
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—Bueno, si parte de su
trabajo incluye servir
bebidas cargadas de algo,
tal vez sea el momento de
mirar los anuncios de
ofertas de trabajo —
entonces la vi rellenar dos
huevos cocidos como si
estuviera metiendo el
puño en la garganta de
alguien. Esperaba que
jamás fuera la mía.
—Yo que usted pensaría
en lo que está haciendo
aquí. Se cuela en una
fiesta y hace amistad con
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—Claro —fue a la
despensa. Nada más abrir
la puerta había un frasco
de aspirinas, al alcance
de cualquiera—. Debería
tomar algo con ella —me
miró de arriba abajo—. Le
sugiero que no haga
mezclas con productos
químicos.
En ese momento se
abrió la puerta y apareció
Stanley Glassman. La
cocina era para él como
territorio extranjero, y me
miró como si yo hubiera
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periódicos debajo y lo
cogió todo junto. Pareció
poner en un sobre su
expresión y cerrarlo; salió
de la cocina tan en
silencio que fue como si
se hubiera deslizado por
debajo de la puerta.
Stanley carraspeó.
—Perdóneme, no estoy
acostumbrado a que los
huéspedes entren y
salgan por la puerta
trasera —recalcó sus
palabras.
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industria de los
insecticidas.
—Adiós, señor
Glassman —dije, pero la
única respuesta que recibí
fue la corriente de aire
que entraba aún por las
puertas de batiente.
Respiré profundamente y
solté los dedos que tenía
apretados en la palma de
mi mano. Definitivamente
era mejor irse antes que
tener que ver a los
guardias de seguridad,
encontrar bebidas
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
PRIMERO
Hasta el momento de
subirme al coche no
reparé en la hora ni en la
reunión del Teléfono de
las Mujeres. No tenía
ninguna excusa para no ir.
No podía «compartir la
realidad» de mi jaqueca,
no podía contar que me
había colocado con un
chico y una araña negra y
que alguien me había
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el caso, simplemente
estaba preocupada. Me
preocupaban mis
intuiciones y mi ego. Me
preocupaba mi propio
romance amoroso y no
me gustaba la forma en
que Julie y Allison habían
funcionado. Mi amante
potencial estaba ocupada
creando vida y yo parecía
estar metida en una
persecución a muerte
intentando conservar mi
vida para mí.
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zumo de naranja y me
indicó la cabina telefónica
más cercana. Metí la
mano en el bolsillo de mis
pantalones rosas. Alguien
había puesto allí la
cocaína. Llevé el coche
una manzana más allá, lo
cual fue estúpido porque
luego tuve que volver
atrás otra vez. Apagué el
motor y me bebí el zumo
de naranja, un trago tras
otro. Luego empecé a
masajearme las sienes.
Entre mi dedo gordo y el
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Montones de fundaciones
haciendo alarde de sus
buenas intenciones y
mucho papel bonito con
sus obras. Nadie parecía
estar muy emocionado
con nada.
—¿Sí? No me lo
esperaba. ¿Viste a
alguien del Albergue para
Mujeres Maltratadas?
—Sí, vi a dos de ellas
intentado timar a
Jonathan Menck. Pero me
da la impresión de que
van a necesitar otra rifa.
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trecho. Me quedé
apoyada en la puerta del
coche mirando las plantas
abundantes y frondosas
trepando por el terraplén,
a punto de florecer al mes
siguiente. Tiré el zumo de
naranja.
Nunca antes me había
sentido tan feliz de ver mi
casa. Estaba impaciente
por alejarme del ruido y la
luz del mundo. Los
maullidos lastimeros de
Flossie me sonaron como
los cantos de un arcángel
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Atravesé el pasillo a
oscuras y me tumbé en el
colchón duro que era mi
cama. Mi cuerpo no
conseguía encontrarse a
gusto, mi mente no dejaba
de hacerse preguntas, así
que me senté en la cama
e hice dos llamadas, una
con cada mano.
—Hola. ¿El teniente
Sloan, por favor?
—¿Sí? —oí su farfulleo
entre dientes.
—Me llamo Emma
Victor. Soy la mujer que
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encontró el cadáver de
Julie Arbeder en la calle
East Lexington la otra
noche —lo dije como si
Julie Arbeder hubiera sido
una gata callejera.
—Sí, ¿qué puedo hacer
por usted? —más farfulleo
aún.
—¿Está cerrado el
caso?
—No, señora. Las
investigaciones de
homicidio permanecen
abiertas durante un año
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—empezó a revolver un
montón de papeles.
—Tengo cierta
información que no sé si
puede tener relación con
el caso.
—El caso ha sido
transferido al fiscal del
Distrito —siguió
mascullando y revolviendo
papeles.
—Vaya, ¿tienen ya un
sospechoso?
—No puedo darle esa
información, señora. ¿Por
qué no llama a la oficina
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—¿Recuerda a alguno
de los que se integraron
bien?
—Sí, un tal Dave. Sigue
trabajando en un taller
mecánico.
—Tiene una memoria de
caballo. Pero me parece
que hubo una mujer en el
año 79.
—Setenta y nueve, sí,
eso fue cuando mi hijo
tuvo colitis. Ah, sí, un
segundo; voy a echar un
vistazo.
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cremallera de tu tienda —
suspiró—. Emma, no lo
vas a creer, pero he
dejado de espiar delante
de tu fachada. Voy a
hacer un estudio de la cría
de cabras en granja y me
voy a olvidar de nuestro
romance.
—Eso es un progreso.
—De todas formas, el
otro día, en la sesión,
recibí un mensaje para ti.
—Estás de broma.
—No, había una mujer
fantástica de Dubrovnik
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en la granja, la semana
pasada. Lo sabe todo de
auras; ve arcoiris
alrededor de la cabeza de
las personas.
—Yo también.
—También pone
renombres, ésa es su
especialidad. Lee tu
verdadero nombre en tu
campo de energía.
Tendrías que saber el
tuyo.
—Yo tengo una relación
personal con mi propio
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—¿No te parece
bastante?
—Más que suficiente.
Estoy a punto de
decidirme por Ova
Orchards, Sandy. Otra
cosa, si vuelves a
contactar con el Gran
Espíritu, pregúntale por
qué las drogadictas besan
y no hablan. Me gustaría
saberlo.
—Claro, Emma. Cuídate.
—Tú también.
Colgamos. Me resultaba
difícil volver a dormir.
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
SEGUNDO
Me desperté
sobresaltada; no podía
decir si estaba oscuro o
había luz fuera; me había
encargado a conciencia
de cerrar todo antes de
irme a dormir. No tenía
idea de qué momento del
día era, ni siquiera si aún
era de día. Recordé que
le había prometido a
Frances preparar la cena,
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supermercado. El
atropellar los pies de una
chica era el comienzo del
fin de un perdedor.
Algunos ciudadanos de
edad se arriesgaron a
intentar pasar; otros
parecían confusos y no
les dio tiempo a volverse
con suficiente tiempo para
ver quién les había dado
un codazo. Varios niños
se acercaron riendo al
mostrador y tiraron unos
cuantos paquetes de
carne congelada. Uno de
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Examiné atentamente
los carros y a la gente que
esperaba para pagar.
Todas las colas eran tan
largas que siempre había
siete u ocho carros que no
llegaba a ver. Elegí la que
tenía más carros pero con
menos provisiones,
esperando, eso sí, que no
me tocara delante un tipo
con cheques sin
conformar. Había una
pareja haciendo la compra
sobre la marcha. El
hombre llevaba el carro y
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en los envases, un
raticida D-CON y unos
Macarrones Instantáneos
Kraft.
Finalmente llegó mi
turno. La cajera esbozó
una sonrisa Star Market
mientras me anunciaba un
juego cuyo premio era un
viaje a Florida. Llevaba un
collar de flores de papel
alrededor del cuello que
contrastaba con su
delgado esqueleto oculto
en su uniforme rosa de
nylon. Conocía a esta
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
TERCERO
Me desperté con el
sonido de una música;
tenía un pequeño
concierto en mi cabeza,
como las pompas de los
chicles. Entonces pensé
en Pensilvania y, como
una estúpida, abrí los
ojos. Sentí el dolor de la
nuca. Me toqué el cuero
cabelludo y sentí que mi
cabeza aún estaba allí.
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Me quedé mirando la
pared un momento,
abrazándome a mí
misma. Me estaba
poniendo nerviosa, así
que me di un pellizco
fuerte en el brazo para
tranquilizarme. Intenté
ponerme de pie y lo
conseguí. Intenté andar y
también fui capaz, medio
a rastras, así que fui a la
puerta y la cerré, y puse
una silla bajo el pomo.
Luego comprobé la puerta
trasera para asegurarme
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cuarto de estar. Vi un
enorme destornillador
encima del sofá, clavado
en uno de los cojines. Me
imaginé la mano que lo
había clavado y la fuerza
que había puesto en ello.
Saqué el destornillador sin
notar el ruido que hacía el
relleno al tirar del mango.
Lo tiré al suelo y grité,
pero sólo un instante.
Luego cogí el grabado y lo
guardé en el estante
superior del armario de la
entrada. Intenté colocar
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últimos días y me
pregunté qué justificaría
esta intrusión, esta
capitalización de mis
posesiones, esta rabia
increíble, increíble porque
iba dirigida contra mí. La
respuesta tomó forma en
mi cabeza, pero sentía
como si tuviera una
cuadrilla trabajando
también en ella.
Me levanté y fui a la
cocina, donde me tropecé
con un repollo que estaba
tirado en el suelo. Volví al
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en un contexto diferente,
significaría algo distinto,
algo plebeyo, como «tabla
de lavar» o «tratamiento
para las almorranas».
Esperaba que así fuera.
Me fastidiaba que alguien
hubiera utilizado el papel
de cebolla para escribir
ese estúpido mensaje. Me
senté en la oscuridad,
pensando en éstas y en
muchas otras cosas más
que tenía en la cabeza. Oí
los maullidos de dos
gatos, y eso me recordó
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parecía provenir de
ultratumba.
—No, no lo vi.
Se me hizo un nudo en
la garganta y empecé a
llorar para quitármelo. Me
permití llegar a los
sollozos espasmódicos, a
los sudores y finalmente a
ese estado de hipo que
presagia el final del llanto.
Frances me abrazó, me
acarició, me envolvió. Me
dio una caja de pañuelos
de papel; el moco se me
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estaba cayendo en mi
falda y en la suya.
—¿Perdiste el
conocimiento?
—No. Bueno, sí.
—¿Recuerdas si te
golpearon en la cabeza?
—Algo así.
—¿Qué viste antes de
que eso ocurriera?
—Azúcar cayendo al
suelo.
—¿Recuerdas haber
andado, haber hecho algo
antes de eso?
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—Tengo un paquete de
hielo en casa —oí la voz
de Frances a mis
espaldas—. Vamos,
quiero sacarte de aquí —
la dejé que tomara el
control. De repente me
acordé de Flossie.
—¡Tengo que encontrar
a mi gata! —el corazón
me latía a toda velocidad
y deseé que el hijo de
puta que tenía tan buena
maña con los
destornilladores no tuviera
el mismo mal gusto con
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pregunté si lamería la
leche con miel que había
en el piso y, al volver, me
encontraría con una
bestia hinchada de pelo,
dos veces su tamaño.
Entonces pensé en el
destornillador y dejé que
Frances me sacara de allí.
Condujo tranquila y
suavemente hasta su
casa. Me sentía
confortada, segura con su
presencia. Me gustaba
sentirme pequeña
apoyada en su chaqueta
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de cuero. Llevaba un
perfume suave, pero
penetrante. Tenía una
hermosa forma de
barbilla. Observé su cara
con aspecto de
preocupación cuando las
luces de otros faros la
iluminaban. Yo era el
motivo de esta
preocupación, y eso me
hacía delirar de felicidad,
aunque sería enfermizo
decir que valía la pena
dejarse dar un golpe en la
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mi cabeza y mitigaría
todas las explosiones. Ella
me ayudó a subir las
escaleras. Me concentré
en los escalones, en la
brisa fresca, otra vez los
escalones, uno a uno, la
farola de la acera en la
puerta de su casa. Abrió
la puerta y subí las
escaleras forradas de
moqueta. Me senté en el
sofá beige, y puse los pies
en alto encima de un
diván otomano. Frances
se metió en la cocina y
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destellos de infinita
comprensión. Infinita
comprensión y
preocupación; todo por
mí. Luego cambió de
actitud.
—¿Aún recuerdas que te
golpearan en la cabeza?
—Sí. ¿Por qué?
—Por saberlo.
—¿Y que cerraste todas
las puertas y ventanas?
¿Qué ventana fue la que
encontraste abierta?
—La del dormitorio. ¿Por
qué?
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Mary Wings Demasiado tarde
—¿Recuerdas que te he
traído en mi coche hasta
aquí? —asentí—. Eso
está bien. ¿Recuerdas
haber subido las
escaleras? —cómo iba a
olvidarlo. Ese viaje me
pareció que había durado
toda una vida—. Muy bien
—dijo, y se volvió
satisfecha por alguna
razón desconocida. Se
dirigía a la cocina—.
¿Tienes hambre?
¿Quieres algo de comer?
¿Qué tal una pizza?
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refrescos drogados, ni en
una golfista lesbiana que
se parecía a Doris Day
con bíceps cayéndose de
un barco, ni en Julie
Arbeder, muerta en la
calle. Pensé nuevamente
en llamar a la policía, e
intenté imaginarme a los
hombres tomando huellas
cuando yo estaba segura
de que no habría ninguna.
Luego miré en la mesita
de café de Frances y vi un
pequeño trozo de papel,
roto por un lado, y con un
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número de teléfono
escrito con rotulador rojo.
Sentí un vago dolor de
estómago. Sentí que algo
dentro de mi cabeza
chocaba con otra cosa y
parecía que iba a estallar.
El número de teléfono era
8236111. Era el número
de la residencia
Glassman.
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
CUARTO
—Aceitunas, anchoas, lo
típico. Y mucho queso.
Esto... Mozarella. —
Frances estaba pidiendo
la pizza.
Fui al baño y vomité,
intentando no hacer
ruidos desagradables.
Traté por todos los medios
de recordar lo que le
había y no había dicho a
Frances en una fiesta
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pupilas—. ¿Recuerdas
todavía todo lo que ha
ocurrido? No viste a nadie
y cerraste todas las
puertas.
—Sí, no vi a nadie y
cerré todas las puertas.
¿Satisfecha?
—Eh, no seas
susceptible. Sólo quiero
estar segura de que no
tienes una conmoción;
eso es todo. Tengo que
asegurarme de que no
tienes una contusión
fuerte... —se acercó a mí
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A la mañana siguiente
me despertó la voz de
Frances diciéndole a
alguien que llegaría tarde
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Contrataría a una
asistenta; contrataría a
Clara, la profesional.
Busqué su número de
teléfono en mi agenda y lo
anoté.
—¿No crees que debes
llamar a la policía? —
preguntó Frances.
—No, en realidad, creo
que no. Bueno, supongo
que será mejor que los
llame.
—Seguro que buscarán
las huellas.
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—Deberías sentirte
afortunada de que no te
mataran.
—Claro, qué suerte
tengo.
—A Stacy también le
destrozaron la casa, y
cuando entró en el cuarto
de baño se encontró a un
tipo con una pistola.
—Encima tengo que
sentirme agradecida.
¿Crees que podría
contratar a alguien para
que hiciera ese tipo de
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acostumbraba al agua
caliente cerré el grifo del
agua fría con los pies. Mis
pechos parecían flotar al
tiempo que el agua me
daba en los pezones
formando pequeñas
oleadas. Cogí una
esponja que rascaba por
haber sido secada al sol,
la froté con jabón y me
lavé la cara con cuidado.
El agua me llegaba ya al
pecho. Me sentí más
liviana. Me lavé el pelo y
el calor del agua hizo que
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Mary Wings Demasiado tarde
me escociera el cuero
cabelludo. Me quedé
flotando un rato. Luego,
salí de la bañera con el
cuerpo humeante, ansiosa
por evaporarme en el aire,
y me senté en un
pequeño taburete.
Frances se acercó y
rápidamente cerró la
puerta tras de ella. Me
puso la toalla alrededor
del cuerpo y empezó a
secarme suavemente.
Luego me frotó la cabeza.
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—Me ha desaparecido el
dolor de cabeza —le dije.
Sonrió. Me sentí feliz. La
clásica empatía médico-
enfermo.
—Eso está bien —dijo,
distraída. Me estaba
secando el pelo con la
toalla por mechones.
—Últimamente he
estado probando algunas
drogas, pero ese golpe en
la cabeza parece
haberme curado de
cualquier deseo de
medicinas.
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—¿Tú metida en
drogas? —me preguntó, y
a pesar del tono vulgar no
podía ocultar el hecho de
que usaba esa pregunta
para hacer diagnósticos.
—No fue algo planificado
—dije.
—Nadie lo hace.
—Algunas personas lo
hacen —dije, pero todo
esto le resbalaba, y a mí
también.
—Ahora en serio, ¿estás
metida en drogas?
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—¿Crees que lo de mi
casa es por eso?
—No sé ni lo que creo.
Pero lo cierto es que esta
mañana tienes un humor
de perros.
—No, no estoy metida
en drogas. Sólo es un
pequeño recreo. Y no fue
un accidente causado por
drogas. No tuve ningún
accidente. No te
preocupes.
—De acuerdo, si dices
que no me preocupe, no
lo haré.
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
QUINTO
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arrastrando un enorme
saco de plástico por las
escaleras del porche.
—¿Necesitas ayuda?
Misty dio un respingo,
me reconoció y volvió a
dar otro respingo.
—Sí, claro —dijo. Juntas
arrastramos el plástico
hasta un contenedor
situado en el bordillo de la
acera.
—¿Haciendo limpieza
anual?
—No, me mudo —
estaba jadeando, con todo
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el cuerpo agitado—. El
casero me ha dicho que,
si no limpio el patio antes
de irme, se quedará con
la fianza —se encogió de
hombros.
—¿Y lo estás haciendo
todo tú sola? —claro, una
de sus compañeras había
muerto, y la otra se había
esfumado de la noche a la
mañana—. ¿Te queda
mucho? Vamos, te echaré
una mano.
Fuimos al patio trasero;
quedaban tres bolsas más
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decidida, y lamentándolo
al instante.
Cogí a la perrita
maternalmente y le llené
la frente de besos. La
perra se enamoró de mí al
instante y me prometió
que seríamos muy felices
viviendo juntas.
—Bueno, supongo que
ya está arreglado —dije,
acariciándola—. ¿Sabes
cómo puedo ponerme en
contacto con Sue?
—Claro. Me dejó el
nombre de su hotel. Pero
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divertida. Recordaba el
número de memoria.
Agencia de Viajes Happy
World, 5330431. Y
también recordaba bien a
la persona que la dirigía,
Bo Dimini.
—Así que Emma Victor
me devuelve la llamada —
dijo, chupando el
cigarrillo.
—Puedes meterte las
manos en los bolsillos,
Bo. Llamo para recoger
los vales de viaje que
tengo pendientes.
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—Pero, Emma, me
dijiste que no te gustaba
viajar.
—Nunca coges una
indirecta, Bo. ¿Es que tu
ego nunca se siente
herido?
—No cuando hay
mujeres tan guapas como
tú en el mundo, Emma —
y volvió a hacer un ruido
como una cantera de
grava.
—Aunque no fueras de
la especie equivocada,
que lo eres, tienes las
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—También se lo dije a
Marilyn.
—Bah, nadie hace caso
de esas cosas.
—Ella sí. Me dijo que
tomaría buena nota de
todo. A uno de tus socios
le hicieron pagar treinta
mil. Será mejor que
purifiques tu jerga, Bo.
Después llamé a la
policía y denuncié el
asalto a mi casa. Oí que
ponían en marcha una
grabadora mientras yo
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violada. La casa no me
gritó nada, así que me
quedé allí esperando en la
puerta mientras llegaba la
policía. La estuve
contemplando un buen
rato. Luego aparecieron
dos oficiales, un hombre y
una mujer. Nos
presentamos los tres y les
mostré el follón en que se
había convertido mi hogar.
Dejé la nota con el
nombre de Glassman en
el suelo, tal y donde había
caído. No se fijaron en
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
SEXTO
Al despertar a la mañana
siguiente, me di cuenta de
que me había convertido
en cabeza de familia.
Safety saltó sobre mi
cama, histérica y feliz de
ver que había abierto los
ojos. Yo no lo estaba
tanto. Flossie estaba
agazapada en los
cajones, segura de que
Safety la veía, y asustada.
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En un momento se
transformó en el más
absoluto desprecio.
Mientras tanto, hacía una
demostración de sus
maullidos y del tamaño
que podía alcanzar su
cola.
—Bueno, animalitos,
¿qué puedo hacer por
vosotras? ¿A quién doy
de comer primero? ¿Eh,
Flossie?
Me ignoró.
Me puse una bata, fui a
la cocina y abrí una de
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agua caliente y me
pregunté qué haría con
Safety en Yuma. Tal vez
pudiera llevármela, pero
¿qué pasaría si estaba
prohibida la entrada a
perros en aquel refugio de
pistoleros? Tendría que
dejarla en un coche
alquilado. Y nuevamente,
con el corazón
compungido, me di cuenta
de que era toda una
madraza. Me senté y la
perrita intentó trepar a mi
regazo. Encontré una
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Junio en el desierto de
California. Un estado con
diecisiete tipos diferentes
de clima y una maraña de
transbordos aéreos para
moverse por él. Me puse
una camiseta blanca bajo
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se sentara. Era un
contacto más directo del
que ella esperaba.
—Ella no es amiga mía
—me soltó el humo en la
cara.
—Ah, ya entiendo. Sólo
era alguien con quien
compartir las facturas.
—Me rompes el corazón.
—Dudo que alguien
pueda hacer eso. Pero
asaltaron mi casa y me
dieron un golpe en la
cabeza mientras
investigaba la muerte de
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conocido a ninguno de
ellos todavía; se
esconden como las
serpientes y atacan por
detrás.
—Siento que hayas
pasado malos ratos.
Siento haberte dado
ánimos para que hicieras
ciertas cosas, por haberte
metido en algo que luego
ha resultado problemático.
Pero ya tengo mis propios
problemas.
—Ésa es la actitud que
te lleva a esos problemas.
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—¿Qué demonios
quieres saber?
Me miró con odio, y, si lo
hubiera pensado,
seguramente me habría
tirado el bronceador a la
cara.
—Estabas enganchada y
sin un duro, y de repente
dejas el trabajo, o haces
que te despidan, y te
dedicas a cuidar de ti
misma. Hiciste el
contacto, así que ahora
puedes estar chupando
de una familia cargada de
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palmeando el músculo de
su pantorrilla durante
largo rato. Miré la
horticultura tropical del
lugar, con montones de
plantas desérticas
puntiagudas, rocas,
cactus con pinchos
gigantescos y unas
enormes hojas de aloe
vera, como las orejas
rizadas de un elefante,
con espinas tan gordas
como un dedo. Sólo se
puede trabajar con estas
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—¡Mierda! —se
masajeaba la pierna cada
vez con más fuerza—.
Julie jamás llegó a
decírmelo —le temblaba
la mejilla y puso un poco
más de loción en la palma
de su mano—. Hace unos
años Julie era mi amiga;
quería venirse a vivir
conmigo. Yo acababa de
romper con un tipo y
pensaba que sería una
buena idea. Y de repente
me di cuenta de que no
podía hacer nada bien.
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Asentí en actitud de
comprensión, pero en
realidad me traían sin
cuidado los hábitos
culinarios de Misty.
—¿Y la relación de
Julie?
—Sabía que se veía con
alguien. Había estado
abriendo el pico sobre la
liberación de las
lesbianas, y de repente yo
dejé de ser buena.
Demonios, incluso tuvo la
desfachatez de llevarla a
casa unas cuantas veces.
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estaba... No lo sé
exactamente. Pero ¿cómo
iba a dejar escapar una
ocasión así? Julie estaba
muerta y yo estaba
enganchada. Y tuve que
limpiar su habitación. Qué
sensación tan repugnante.
—¿Y qué era lo que
valía cinco mil dólares?
—Bueno, me imaginé
que el viejo Glassman
escupiría sin problemas
cinco mil a cambio de
algunas cartas. Mientras
Allison vivía con el viejo,
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se dedicaba a la prosa
picante. Así que se lo
planté sin más. Le dije
que imaginaba que las
cartas de la fallecida
pertenecían a la familia,
aunque yo no entendía
nada de colecciones de
cartas. Le dije que las
cartas de Allison a Julie
harían que Henry Miller
pareciera un ingenuo.
—A Glassman debió
encantarle.
—Realmente hacían que
Miller pareciera un
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enamorada... Bueno,
probablemente se
alegraría de verme aquí
sentada al sol curándome.
—Piensas que es mejor
vivir.
—¿Sabes lo que es
estar enganchada?
Primero empiezas a
meterte sólo los fines de
semana; un poco para
animar las fiestas, ya
sabes. Luego empiezas
con otro poco durante la
semana; te resulta
excitante. Luego rompes
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Un corredor pasó
rápidamente por nuestro
lado.
—Eh, dame un poco de
esa loción —dije,
extendiendo la mano—.
Pareces un cerdo
embadurnado de grasa —
pero en realidad era una
mujer delgada y los
huesos de sus costillas se
marcaban bajo el bañador
ajustado.
—¿No crees que a Julie
le hubiera gustado verme
en forma? —preguntó.
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—Sí.
—Eh, Emma. Aquí nos
dicen que debemos
reparar los errores que
hemos cometido, así que
quiero disculparme
contigo. Lo siento.
—¿Qué sientes?
—Bueno, me porté de
una manera grosera
contigo aquella noche en
el coche.
—Sí, pero ésa es tu
grosería, y yo no tengo
que soportarla como te la
soportas tú.
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mano. Apretamos
nuestras dos grasientas
palmas juntas. Me volví y
empecé a alejarme—.
Tienes unos brazos
preciosos, ¿lo sabías?
Fui hacia la puerta y me
volví nuevamente para
mirarla. Estaba tumbada
con los ojos cerrados.
Había acabado de darse
loción por todo el cuerpo.
Salí de nuevo al
vestíbulo; me sentía muy
satisfecha. Había
confirmado algunas de
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
SÉPTIMO
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Se abrió la gabardina y vi
un pijama amarillo pálido.
—¡Dios! —fue todo lo
que pude decir hasta que
Safety salió corriendo por
la puerta y arqueó la
espalda a la luz de la
luna. Seguí sin poder
decir nada—. Soy una
madre animal —suspiré
finalmente.
—Pues yo estoy un poco
harta de animales
últimamente —dijo ella.
—¿Qué pasa con tu
alma de médico? ¿No
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—Supongo que la
atarás.
—Ni perros con correa,
ni animales enjaulados —
dije—. Estos perros
perdigueros son tan
inteligentes... Este animal
va a ser criado de una
forma políticamente
correcta.
Frances farfulló algo.
—No puedo decir que
me vuelvan loca los
animales —empezamos a
subir las escaleras—. Tal
vez todo sea relativo —
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—Verdaderamente eres
persistente. Eso causa
buena impresión.
—Vamos, Emma. ¿Qué
pasa contigo?
—Que me duele la
cabeza.
—De acuerdo. ¿Cuánto
tiempo vas a tardar en
quitártelo?
—Todo el tiempo que tú
estés ocupada.
—No pongas
condiciones.
—No quiero ponerlas.
Las dos tenemos que
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sospecha en su voz. Y
tenía todo el derecho a
sospechar. Iba a llegar a
su puerta con unos
cruasanes y una pregunta
que iba a poner en duda
nuestra amistad.
Colgué el teléfono y fui a
la cocina. Me apoyé en el
fregadero y me quedé
mirando los platos sucios
que tenía que fregar.
Luego me di un baño
caliente y decidí no beber
ni fumarme un porro. No
tenía nada de comida en
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—Continúa.
—¿No lo ves, Emma? Yo
la traicioné.
—Hugo, cuéntame lo
que ocurrió, paso por
paso.
—Sabía lo que mi
hermano había
planificado. Un pequeño
crucero. Pero no sabía lo
que quería de ella.
Controla a todo el mundo,
lo controla todo. Nadie
puede escapar a su
control. No pude
negarme. ¿Lo entiendes?
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cometido ningún
asesinato.
—Luego llegó su amiga.
Fue horrible, horrible. Se
quedó tan sorprendida...
Le conté todo. Pero ella
dijo cosas horribles,
horribles.
—¿Querías que Julie te
perdonara?
—Oh, Emma. En
realidad no fui yo, ¿no
crees? Dios mío, tengo
que salir de aquí. Están
ocurriendo cosas malas,
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muy malas, a mi
alrededor...
—Lo sé, Hugo —dije. Me
puse a pensar—. Y nunca
estás lo suficientemente
sereno como para
evitarlas.
Hizo un ruido, una
especie de gruñido, y
luego se escuchó una
especie de «urp» en el
receptor. Luego cesó el
sonido y se oyó como un
eco en un tubo. Escuché
unos sonidos nasales y
los pasos de Hugo
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
OCTAVO
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y un enorme blusón de
color crema, casi tan largo
como un vestido.
Jonell me invitó a pasar
a un rincón soleado para
desayunar: un banco con
motivos decorativos en la
madera. Tenía el aspecto
de ser una obra casera
del antiguo propietario.
Nos deslizamos en el
banco y nos quedamos
una frente a otra con ojos
de haber dormido poco.
—Traeré unos platos —
dijo ella, fijándose en la
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—Y pensaste que yo
estaría teniendo
problemas con Stacy
Weldemeer —dijo
sarcásticamente.
—Quizá sí.
—Eh, yo sólo estoy
haciendo un tratamiento
recreativo. ¿Lo
recuerdas? Habla por ti,
Emma. Jamás invitaría a
Stacy Weldemeer a tomar
una copa, incluso aunque
no fuera adicta; ni siquiera
si lograra concertar una
cita con ella. Las mujeres
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—En el mostrador
principal. ¿Por qué?
—¿Entonces Frances
sólo se ocupa de la
cuestión de los bebés en
el ala posterior?
—Puedes llamarlo así si
quieres derrochar un poco
de emoción. Creo que
tienes el campo abierto.
De todas formas, ¿qué es
lo que pasa, Emma?
Normalmente consigues
que la gente te dé en
seguida su número de
teléfono. ¿Qué te ha
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libro de consultas.
Necesito ver esa ala
posterior. Entonces lo
sabré. No me hagas que
te lo pida otra vez. Por
favor, Jonell. No te lo
volveré a pedir.
Miré a mi amiga. Su
boca mantenía una
discusión con sus ojos.
Miré cómo subía el humo
de la infusión de té. Miré
las rosas amarillas de la
jarra. Miré a Jonell y vi
que sus cejas cedían y su
boca ganaba.
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cocina a terminar de
beberse el té y a
prepararse para ir a
trabajar.
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a alguien, en jugar al
Boston-Cambridge Life
Summary Game, con el
que durante una hora se
podía entrevistar a
cualquiera preguntándole
por sus relaciones
actuales, su actitud frente
al trabajo y al desarrollo
personal. Deseé poder
discutir un tercer tema,
estar en desacuerdo e
imponer mi criterio a
alguien que no respetaba
la santidad de nuestra
vida emocional. Tal vez
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podríamos hablar de la
intrusión de los
ordenadores en la vida
cotidiana, o del desarrollo
de la industria
cinematográfica en los
años cuarenta. Pensé que
sería divertido, pero poco
probable. Le hablé de
algunos de estos temas a
Safety, pero estaban más
allá del alcance de su
cerebro canino. Muchas
cosas lo estaban.
Sin embargo, mi
horizonte no estuvo
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hermosos rasgos
humanos con los que
fuiste hecha.
—Te has olvidado de mis
grandes tetas.
—Siempre olvido tus
grandes tetas. Tengo
miedo de ellas,
¿recuerdas?
—¿Qué puedo hacer por
ti, Emma?
—Bueno... ¿Has
sintonizado últimamente
con la luz blanca?
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—¿Quieres decir si he
recibido algún mensaje
del cosmos para ti?
—Bueno, quiero decir si
has captado algo...
—Creo que no debería
molestarme en hacerlo,
con esa actitud tuya...
—Sandy, digo Siete, en
serio, necesito un
consejo. Y lo necesito
para esta noche.
—Lo siento, la gran
madre no ofrece servicios
de escolta.
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Me recosté en el sofá;
tenía un poco de sueño y
quería echar una
cabezadita, pero sin llegar
a soñar. No tuve suerte.
Soñé con una mujer
enorme, colosal, de unos
dieciséis pies de altura.
Llevaba un delantal de
organdí blanco
almidonado, con volantes
en los hombros y unas
hojas de fieltro verdes
aplicadas en la falda. Sus
brazos sostenían un
enorme cuenco de
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CAPÍTULO VIGÉSIMO
NOVENO
jerséis y pasamontañas
negros.
Aparqué a dos
manzanas de la clínica.
Estaba sudando. El
pequeño hurto en alguna
que otra tienda no me
había preparado para esta
acción de asalto, y las
fibras acrílicas me hacían
sentirme pegajosa.
Crucé la calle y pasé por
delante de la Clínica
Blackstone. Tenía un
pequeño jardín de césped
bien cuidado a la entrada.
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Frances y Stacy
trabajaban tantas veces
de noche. ¿Para qué?
¿Para conservar caliente
el esperma para las
clientas del día siguiente?
Pequeños tubos de
ensayo envueltos en
estameña azul y rosa.
Stacy con uno en una
mano dando una charla, y
Frances con otro
¿haciendo qué?
Me quedé de pie
mirando una casa que
tenía una verja de hierro
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salían de la clínica,
cruzaban la calle y se
encaminaban hacia donde
yo estaba. Una de ellas
prácticamente llevaba a la
otra. La que hacía de
muleta le susurraba a la
otra: «Te dije que te lo
conseguiría, y ahora
cállate. Te pido que
esperes cinco minutos en
el coche, ¿y qué haces
tú? Te dedicas a pasear
por la jodida calle. Estate
quieto, ¿de acuerdo?».
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No pude escuchar el
resto porque mis
pensamientos
interrumpieron mi visión.
Era Hugo Glassman, que
iba llorando en el hombro
de la mismísima Señorita
Espéculo Liberado, Stacy
Weldemeer. Me oculté
tras un árbol, como había
visto en los dibujos
animados, sólo que los
árboles de las ciudades
no tienen los troncos tan
gruesos. Recité una
oración en silencio a la
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acuerdas de cuando te he
acostado antes en el
sofá? Estabas gritando y
aullando cosas terribles,
Hugo, y cuando te
despertaste no te
acordabas de nada.
—¿Lo hice? ¿Qué
decía? —farfulló él.
—Cálmate, Hugo. Sube
al coche y siéntate. Todo
se arreglará si dejas que
yo me haga cargo de las
cosas. Me ocuparé de que
no vuelvas a herirte ni a
herir a nadie más.
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—Sácame de aquí.
Alguien tiene que
sacarme de aquí. Si no lo
haces tú, encontraré a
alguien que me lleve lejos
—estaba aterrorizado.
—No tienes amigos. No
puedes ser amigo de
nadie. Eres una persona
enferma y peligrosa. No
tienes más amigos que
yo. No te queda nadie
más en quien confiar,
Hugo. Sólo yo, Hugo, sólo
yo —y puso su brazo
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en las caderas y
apretando la mandíbula.
Sacó un manojo de llaves
y se encaminó hacia la
clínica. Se detuvo entre
los dos arbustos que
decoraban la puerta y la vi
abrir el cerrojo de
seguridad. La vi entrar en
el edificio, a lo largo del
pasillo, iluminando cada
una de las ventanas a su
paso y luego apagando
las luces nuevamente.
Salió y recogió a Hugo de
la acera.
1136
Mary Wings Demasiado tarde
—Vamos, es hora de
irse —le condujo por la
calle hasta el jeep rojo de
Frances. Para entonces,
Hugo era una persona
destrozada. Le llevó hasta
el asiento del pasajero y
le empujó para que
subiera.
Vi a las dos figuras
alejándose en el coche,
dejándome en una calle
oscura junto al edificio
oscuro de una clínica.
Miré a ambos lados y fui
directamente a la puerta
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Mary Wings Demasiado tarde
principal de la clínica.
Abrí, encendí una luz y
me encontré en un
vestíbulo blanco
inmaculado. Apagué la luz
otra vez y cerré la puerta.
El vestíbulo era
pequeño, pero más ancho
que el de cualquier casa
normal, guardando el
aspecto de ser un lugar
dedicado a actividades de
negocio. Sobre una
pequeña mesa había
flores frescas y algunas
revistas. La sala de
1138
Mary Wings Demasiado tarde
1139
Mary Wings Demasiado tarde
buscando. Un mostrador
de recepción alto y blanco
tenía una pequeña
lámpara fluorescente
suspendida a un lado. La
encendí. Sobre el
mostrador había
esparcidos unos cuantos
lapiceros, sujetapapeles y
una gran variedad de
mensajes. En medio de
todo ello estaba el libro de
consultas, forrado con un
papel de flores. No
pensaba que las mujeres
se merecieran eso.
1140
Mary Wings Demasiado tarde
En su interior encontré
nombres, fechas, horas, y
por fin encontré el
nombre: Glassman,
Allison. Luego empecé a
contar: veintiocho,
veintiséis, treinta días
atrás. En una ocasión
encontré el apellido
Arbeder junto al de
Glassman. En la última
cita aparecían las letras
«SW» y una serie de
números.
Pero aún no era
suficiente. Quería saber
1141
Mary Wings Demasiado tarde
dónde se encontraba la
rueda invisible, el resorte
que hacía que estas
personas y estos
acontecimientos giraran y
giraran unos en torno a
otros. Yo también formaba
parte del engranaje.
Descubrí un pasillo largo
y estrecho y abrí una
puerta que daba a otro
pasillo. Seguí abriendo
puertas a medida que
avanzaba. Encontré las
salas de reconocimiento y
el almacén. Las salas de
1142
Mary Wings Demasiado tarde
reconocimiento parecían
medio vacías, pero todo
estaba limpio y ordenado.
Sentí un escalofrío sólo
de pensar que Frances
trabajaba allí. Recordé
también que tenía que
llevar a Safety al
veterinario.
Continué abriendo
puertas por el pasillo
hasta que ya no quedaron
muchas por abrir; sólo era
cuestión de tiempo antes
de abrir La Puerta. Me
pregunté cómo sería, si
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Mary Wings Demasiado tarde
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Mary Wings Demasiado tarde
fácilmente la llave de la
puerta principal y entré.
Dudé si encender la luz
o no, pero no fue
necesario. Lo primero que
capté fue la humedad y
los olores. En realidad no
olía tan mal. Sabía que
dentro de un par de
minutos empezarían los
ruidos. Entré en la sala y
cerré la puerta
suavemente tras de mí.
Había cajas de cristal
por todas partes, llenas de
plantas y cosas
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Mary Wings Demasiado tarde
trepadoras. Unas
serpientes se deslizaban
sobre las rocas blancas
de un acuario, que
contenía además grandes
siluros bigotudos.
Nadaban de acá para allá,
de acá para allá tras el
cristal.
Unos cuantos
camaleones apretaban
sus tripas verde lima
contra el borde de su
prisión y me sacaban la
lengua. Temblé de arriba
abajo. Había dos tanques
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Mary Wings Demasiado tarde
de agua grisácea
burbujeando y pequeñas
pantallas parpadeando y
emitiendo pitidos.
Cuatro hamsters peludos
jugueteaban en una
rueda. Eran los únicos
seres con sangre caliente
que había en la sala,
aparte de mí.
¿A qué se dedicaba
Stacy? ¿A mezclar sangre
de anguila y ojo de sapo
para exorcizar la culpa de
Hugo? ¿Por qué mi novia
se pasaba las noches con
1147
Mary Wings Demasiado tarde
esos anfibios y no
conmigo?
Miré en unos cuantos
armarios, pero no vi nada.
Había otra puerta, más
pequeña que las demás,
pero estaba cerrada y no
podía abrirla. Estaba a
punto de sacar mis llaves
para ver si servía alguna
de ellas, cuando me
pareció oír a alguien en el
vestíbulo. Recordé que
había dejado encendida la
luz del mostrador de
1148
Mary Wings Demasiado tarde
recepción y me puse a
temblar.
Escuché a lo lejos el
portazo de un coche.
Esperé unos minutos para
ver si se encendía el
motor, pero nada. Luego
arrancó y se alejó
rápidamente sonando
como un cacharro
destartalado.
Conté hasta diez y salí
corriendo de la sala de los
reptiles, por los pasillos,
hasta que me vi en la
puerta. Corrí hasta que
1149
Mary Wings Demasiado tarde
me di cuenta de lo
estúpido que era correr,
llamando la atención de
esa manera, pero lo que
menos me importaba en
ese momento era el
anonimato. Una mujer en
la calle a las dos de la
mañana. Me monté en el
coche y me fui a casa
conduciendo a toda
velocidad.
1150
Mary Wings Demasiado tarde
CAPÍTULO TRIGÉSIMO
Entré en el cuarto de
estar a oscuras y me
senté en el sofá. Me
quedé muy quieta
apoyada en los codos,
con los pies juntos. Tenía
un cuadro con un marco
barroco frente a mis
pensamientos, porque así
es como pienso y porque
era ese tipo de cuadro.
Era un decorado urbano y
pastoril, con multitud de
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Mary Wings Demasiado tarde
personajes e historias.
Era un cuadro típico de la
escuela francesa del siglo
XVI, intentando exponer lo
que había ocurrido en una
provincia durante
trescientos cincuenta
años. En medio del
contenido histórico, el
pintor había querido
intercalar algún mensaje
religioso, para tranquilizar
la mala conciencia del
patrón que encargó el
trabajo. Quizá fuese un
cuadro encargado por un
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maniáticos, dependiendo
de la imaginación del que
los viera. En la comisura
de sus labios aparecía un
destello de polvo blanco,
por lo que el patrón podía
haber protestado, aunque
seguramente el pintor le
había dicho que no era
más que un brochazo
blanco.
Detrás del grupo, a la
izquierda, poco antes de
llegar a la zona de los
animales, se veía una
casa de campo bordeada
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Mary Wings Demasiado tarde
benefactor de mujeres y
niños había sido
desterrado. Los niños
rondaban los callejones
quitándose los piojos, y
los tenderos corrían tras
ellos por haberles robado.
La multitud se
congregaba en torno a los
vendedores ambulantes,
que vendían baratijas
como si fueran santas
reliquias con poderes
curativos. Una astilla del
tobillo de san Antonio era
el mejor remedio para la
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Era demasiado
romántico como para ser
considerado una pieza
erótica. La mujer estaba
tumbada de costado, con
el cuerpo rodeado de
flores y unos pétalos
rosas y púrpuras
entrelazados en su vello
púbico. Un pecho
descansaba sobre el otro
al inclinarse. Sus caderas
redondas emergían de
una cintura delgada y fina.
Su vientre suave revelaba
un ombligo oscurecido, la
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CAPÍTULO TRIGÉSIMO
PRIMERO
encima de mí sobre el
sofá. Tenía una lengua
rosada muy suave. Pero
me recordaba el desnudo
del cuadro, la mujer por la
que me moría de ganas
de seducir, la mujer que
yo tanto deseaba. Quería
utilizar con ella todos mis
trucos, de la forma más
amigable y modesta.
Todos los horribles
defectos y ambiciones de
las figuras quedaron
grabados en mi mente
como las cumbres del
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música latina y
espectáculo en vivo.
Entré. Esperaba que eso
me sirviera para dejar de
pensar y de intentar
encajar las piezas.
Definitivamente era una
nueva experiencia.
La población de la vida
nocturna nunca me ha
llamado la atención; la
división entre obreros y no
obreros es siempre
demasiado evidente. Si
hay algo que pretende ser
arte de entretenimiento,
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Mary Wings Demasiado tarde
yo prefiero no fijarme en
sus demostraciones. Eso
va también por las
paredes de los museos.
En el club en el que entré
todo esto era evidente,
pero necesitaba
distraerme, al menos
durante un rato.
El lugar estaba diseñado
para parecer una cueva, y
había que pagar dinero
verde para que te
guardaran el abrigo.
Había pequeñas mesas y
gente mayor. Cogí una
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Mary Wings Demasiado tarde
de plástico envueltos en
las salidas de los
altavoces hacían un
pequeño ruido que sólo se
oía cuando cesaba el bajo
de la canción.
Los más jóvenes
salieron a tomar el aire y
apareció una banda muy
aburrida. La cantante
cantaba poco; se pasó
casi todo el tiempo
tocando una pandereta
sin hacer demasiados
esfuerzos. Las bebidas
costaban una fortuna, y
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literalmente, empezaba a
respirar más deprisa al
verla; todos ellos llenos de
esperanzas. La mujer
llevaba un maillot de tul
ajustado, tapado ahora
por un batín largo con los
puños forrados con una
piel sintética roja.
Alrededor del cuello
llevaba una boa de
plumas flotantes.
Se deslizó sobre el suelo
moviendo los brazos, y de
repente la boa apareció
sola en el suelo. La mujer
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y se dio la vuelta al
quitarse el broche,
dejando al aire los
pechos.
Mientras los hombres
contemplaban su espalda,
ella me miró de reojo. Sus
ojos mostraron su
sorpresa de ver allí a una
mujer sentada, sola,
mirándola. Nuestros
rostros se saludaron
sutilmente, pero ella
siguió haciendo sus
movimientos para los tíos
que tenía detrás sin saber
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hizo pensar en la
concepción y volví al
cuadro, a las mujeres y
los niños que mendigaban
por las calles. Los
hombres le miraban el
culo, recorrían sus pechos
con la vista, y entonces
ella levantó el culo en un
último movimiento
frenético.
Por supuesto, estos
hombres no tendrían
hijos. Pagar cinco dólares
por bebida, vestidos de
oficina, y ver un desnudo
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contraídos haciendo
dobleces en la carne
mientras incitaba a los
hombres de las mesas.
Volví a pensar en los
niños. Me pregunté si
realmente los hombres se
correrían viendo
actuaciones como ésta;
también me pregunté qué
harían entonces en esa
situación. La mujer dio un
pequeño aullido
simulando la excitación
del clímax, pero era una
bailarina, no una actriz, y
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coche y me di cuenta de
que no había pagado la
factura. Verdaderamente
tenía la cabeza en otro
lugar, y tenía la sensación
de que alguien corría
peligro. Me acordé del
fantasma de Sandy y del
consejo de su Betty
Crocker. Esta vez
esperaba no llegar
demasiado tarde.
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CAPÍTULO TRIGÉSIMO
SEGUNDO
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rozando el borde de la
manga del pijama. La
boca pequeña y abierta
dejaba ver una perla de
rocío, y su cabeza
descansaba en un nido de
rizos. Un gran pintor
barroco no lo hubiera
hecho mejor.
Puse la mano en su
cuello: estaba frío, no
podía encontrar la arteria.
Pegué el oído a su pecho:
no oía nada, tan sólo allá
lejos, muy lejos, un latido,
como el paso sigiloso de
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Mary Wings Demasiado tarde
un Hush Puppy
avanzando por un pasillo.
Me di la vuelta y salí
corriendo de la habitación.
Subí las escaleras y entré
en la cocina. Ahí estaba
Vanessa, con la boca
abierta removiendo un
cacharro con leche en el
fogón.
—¡No tengo tiempo para
explicaciones! —dije—.
¡Llame ahora mismo a
una ambulancia! ¡Hugo se
ha metido una sobredosis!
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Mary Wings Demasiado tarde
Yo tampoco debía de
tener muy buen aspecto,
con mis pantalones
negros cortos y ajustados,
enseñando unos
calcetines blancos muy
sucios. Mis zapatillas de
tenis estaban llenas de
barro, y el pasamontañas
que me había puesto olía
mal. Vanessa se quedó
mirándome con la boca
abierta.
—¡Llame a una
ambulancia! —dije otra
vez.
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—Bueno, pero yo no
tengo nada que ver. Y
Hugo tampoco —apartó
bruscamente la cabeza.
Era una mujer a la que le
gustaba ocultar cosas—.
Se supone que así debe
ser el servicio —me
pareció que lo dijo en voz
baja, sin amargura.
Escuché la sirena de la
ambulancia aún lejana en
la distancia. Pronto la
cocina se llenaría de
gente asustada vestida de
blanco. Pero pensé que
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Mary Wings Demasiado tarde
presencia puede
perjudicarnos a las dos.
—En realidad, yo no
quiero complicar su
historia, aunque todavía
no he elaborado ninguna.
Pero ¿cuál puede ser el
problema para usted?
¿Qué pasa con la
doncella silenciosa que
seca mesas y coloca
flores en las fiestas
demasiadas veces? ¿Qué
saca usted de todo esto?
Su cara hizo un gesto y
luego se aclaró.
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CAPÍTULO TRIGÉSIMO
TERCERO
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—Y los maestros de
escuela, y cualquiera que
se haya tomado unas
copas —dije—. Estás un
poco sopa, ¿no? No
sueles darle a la bebida.
¿Y qué hay de la rana?
—He estado toda la
noche intentando
localizarte. Te llamé a las
once y media, a las doce,
a la una, a las dos y a las
tres. Emma, ¿quieres
deshacerte de mí?
—Ya no. ¿Desde dónde
me llamaste la última vez?
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—Ah, sí lo merecen. He
estado tres años
trabajando en este
proyecto en Geno Corp,
incluso desde antes de
conocer a Stacy
Weldemeer. Mierda. Esta
noche no he podido
localizarla. Probablemente
mañana lo anunciará a la
prensa, pero fue mi idea,
mi investigación. Bueno,
por lo menos espero
poder compartir la fama
—seguía sonriendo. Más
tarde pensé en cuántas
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principal interés de
Frances no eran las
ranas.
Se le caían los
párpados, y soltó unas
risitas cuando la besé y la
abracé. Y finalmente
tuvimos nuestra pequeña
celebración. No duró
mucho, pues cayó rendida
ante el sopor del
champán, por el cual
tendría una buena resaca
mañana.
—Como se suele decir,
será un acontecimiento
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CAPÍTULO TRIGÉSIMO
CUARTO
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respuesta—. Es
importante. Se trata de la
clínica. Acabo de estar
con Frances —se movió
el pomo de la puerta y vi
una cadena sobre un
fondo negro. Luego se
soltó la cadena. Ahí
estaba Stacy con un
albornoz marrón claro y la
cara llena de pecas. Su
expresión no reflejaba
sorpresa alguna; no
reflejaba nada.
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destornillador, y
demasiado estrecha para
guardar una pistola.
Levantó la tapa y sacó un
puro muy fino.
—Aunque te pongas a
fumar, no conseguirás que
me vaya. Vamos, Stacy.
Dejemos de jugar al gato
y al ratón.
—Vaya, no me digas que
estamos jugando a eso.
Pensé que eras una de
esas personas confusas
que quieren destacar con
algún tipo de información
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—Lo averigüé. Y si
quiero pruebas, sé dónde
encontrarlas.
Stacy se quedó
mirándome un momento.
El puro no olía tan mal
para ser tabaco. Se chupó
los labios. Giró un pie en
el aire y dejó ver un
tatuaje de una rosa y sus
uñas de los pies pintadas.
Parecía estar pensando.
Y siguió pensando un
buen rato. Luego dijo:
—Emma, voy a contarte
cómo ocurrió todo esto.
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Normalmente no lo hago;
paso directamente al
trabajo administrativo y
sólo veo el historial de las
clientas seleccionadas por
las ayudantes o por
Frances. El negocio iba
mal y yo estaba buscando
ayuda desesperadamente
por todos lados para
cubrir el presupuesto del
segundo semestre del año
siguiente. La clínica
funciona, pero hay que
estar constantemente
buscando fondos. Es
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agotador, Emma. Yo
estaba desanimada, y no
me puedo permitir
desanimarme —estiró los
pies y los puso encima de
la mesita de café—.
Llevaba seis años detrás
de la Fundación
Glassman y no había
forma de entrar en sus
ambiciones políticas. Ese
hombre hace todos los
esfuerzos por estar
siempre limpio, y una
clínica de mujeres no era
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—Emma, yo pensaba en
la clínica. Llamé a Allison
Glassman a casa. No
estaba allí. Me dieron una
respuesta vaga. Dejé un
mensaje, pero me dio la
sensación de que no lo
iba a recibir —Stacy me
miró—. Una tiene intuición
para estas cosas.
—Continúa.
—Bueno, entonces
pregunté por el Sr.
Glassman. Y le dije
directamente que, ya que
su esposa estaba
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quería que se me
escapara el Sr. Glassman.
Así que, cuando Don
Dinero me invitó
personalmente a ir a su
casa, cogí un taxi y me
presenté allí. Mantuvimos
una charla amigable y
luego me dijo que quería
hacer un trasplante de
esperma en la clínica, en
secreto.
—Así que consiguió una
cita muy cara.
—Al principio no me
habló del dinero, pero
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Mary Wings Demasiado tarde
mencionó la Fundación.
Me dijo que su mujer era
una neurótica. Me contó
que había rechazado toda
posibilidad de concebir de
él, y que eso era sólo pura
neurosis. Pude comprobar
por mí misma que su
esperma era
completamente normal.
—¿Caíste en la trampa
del buen esposo con una
mujer neurótica?
—Me ofreció
cuatrocientos mil dólares.
El primer pago, inmediato,
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y el segundo dentro de
dos años —Stacy me miró
de nuevo—. Vi nuestro
futuro, Emma. Estaba ahí,
podía verlo.
—Y no pudiste
rechazarlo.
—No quise rechazarlo.
—¿Y las
consecuencias?
—Podía enfrentarlas.
—Tuviste que
enfrentarlas —dije.
—Y ahora ya sabes cuál
es el sucio negocio en el
que me metí, sobre todo
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—No sé de qué me
hablas.
—Tus iniciales están en
el libro junto a sus
nombres.
—Supongo... En
realidad, no me acuerdo...
—Seguro que recuerdas
a Julie Arbeder. Jugó un
gran papel en todo este
asunto.
—Escucha, no sé nada
de esa otra persona. No
sé de qué me estás
hablando —sus ojos
recorrieron toda la
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habitación. Aterrizaron en
el escritorio de la entrada.
—Pero lo sabrás, lo
sabrás mañana por la
mañana —dije.
—Parece que sabes
muchas cosas. Infórmame
—se estaba poniendo
lívida y empezó a
rascarse la muñeca.
Estaba harta de estar
sentada, así que, con
dificultad, me levanté del
sillón.
—No hubiera
descubierto nada de no
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también él estaba
demasiado cerca de la
verdad y podía responder
a muchas preguntas.
—No puedes demostrar
nada.
—No necesito demostrar
nada.
—Bueno, entonces
podemos volver las dos a
la cama y disfrutar de un
lindo sueño.
—Hugo Glassman no
está muerto —mentí—.
Mañana por la mañana
despertará y le contará al
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un animal herido, se le
caía el moco de la nariz y
se estaba arañando la
cara. Tenía un aspecto
horrible. Me dijo que todo
era culpa mía. Que yo
había matado a su
amante.
Stacy se quedó
mirándome un momento.
—Intenté razonar con
ella —prosiguió—, pero
me dijo que echaría abajo
todos mis ideales, y que
cuando acabara conmigo
ni siquiera iba a tener un
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de los Glassman,
pensarás siempre que hay
un cabo suelto que
reclama tu atención. Y los
cabos sueltos pueden
enmarañarse. Y por cada
cabo suelto que ates,
habrá otros seis que se
suelten. No puedes ganar.
—Emma, no puedes
poner en peligro el futuro
de la salud de las
mujeres.
—Quieres decir que no
puedo ponerte en peligro
a ti.
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—Emma, no hablas en
serio. Estas cosas
prácticamente son
accidentes.
—Creo que me estás
pidiendo que encubra tu
asesinato.
—No lo comprendes.
—Tú eres la que no
comprende. Te voy a
delatar, Stacy. No puedo
ser tu cómplice. No puedo
encubrirte y, si lo hiciera,
jamás estaría a salvo en
una noche oscura, cuando
estés sola en casa y te
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instantes. No descolgué el
teléfono. Tenía la cabeza
inclinada, como colgando
en un espacio
indeterminado entre sus
piernas.
—¿Tienes abogado?
Se rió levemente y se
encogió de hombros. Me
miró.
—Están en juego
nuestras vidas. No quiero
que lo olvides —me dijo
—. Aunque parece que no
lo comprendes.
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Se levantó y se ajustó el
albornoz, atando bien
fuerte el cinturón. Me
quedé paralizada, incapaz
de moverme. Stacy pasó
por mi lado y fue al
vestíbulo. Abrió un cajón.
Me escondí tras una
pared, pero Stacy no
volvió. Abrió una puerta
que había en el espacio
debajo de las escaleras y
entró.
Oí cerrarse la puerta del
pequeño cuarto de baño.
Oí cómo abría y cerraba
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Mary Wings Demasiado tarde
alma atormentada
abandonar
repentinamente este
mundo.
No oí sonido alguno de
los vecinos; no se abrió
ninguna ventana. Miré
fuera; ninguna cortina
abierta. Nadie sabía lo
que acababa de ocurrir.
No quería romper ese
silencio con las sirenas de
la policía y los agentes
con sus tizas y sus
cámaras de fotos
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Mary Wings Demasiado tarde
iluminando el cuerpo de
Stacy Weldemeer.
Pensé en Stanley
Glassman, el hombre que
había utilizado el cuerpo
de una mujer contra ella
misma, y me reí. Leería la
noticia en el periódico de
la mañana, pero sólo la
tinta de imprenta
mancharía sus dedos.
Salí de nuevo al salón y
limpié cualquier objeto
que pudiera haber tocado.
Salí de la casa por la
parte de atrás. Me monté
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en el coche y me fui de
allí.
Volvería a casa de
Frances. La levantaría del
sofá y la abrazaría lo que
quedaba de noche. Le
quitaría la resaca de
champán y después le
diría que su jefa se había
suicidado. No sabía qué
otros hechos podían
ocurrir a partir de
entonces y probablemente
jamás llegaría a
enterarme de las
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consecuencias. Había
cuatro personas muertas
y nadie a quien condenar.
Incluso si alguien se
ocupaba del asunto, el
expediente no sería más
que otro cojín en el que
descansaría el fiscal del
Distrito. Recordé que
debía devolverle las llaves
a Jonell. También me dije
a mí misma que las
mujeres de la Clínica
Blackstone eran
inteligentes y sabrían lo
que tenían que decir a la
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prensa. Generosas
raciones de helado fresco.
El futuro de la Clínica
Blackstone, y el futuro de
la salud de las mujeres de
Boston, dependía de
ellas. Pero no como había
pretendido hacerlo Stacy
Weldemeer.
Abrí el portal de Frances
con su llave y subí las
escaleras. Aún estaba
tendida en el sofá
exhibiendo sus pechos.
Seguía roncando. Yo
estaba temblando, con los
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Escuché a la rana
saltando dentro de la caja.
Eran las diez en punto.
Miré por la ventana y
saludé al árbol y a la hoja
abandonada de la última
estación. Esperaba que
sonara el teléfono.
V1 mayo 2012
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