Tesis 5 - Jesucristo Mediador Entre Dios y Los Hombres

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SEMINARIO MAYOR LOS SAGRADOS CORAZONES

SINTESIS DE TEOLOGIA DOGMATICA


FORMADOR: P. BERNABÉ ECHEVERRY SEMINARISTA: LUIS CARLOS RIVERA J.

TESIS 5: JESUCRISTO MEDIADOR ENTRE DIOS Y LOS HOMBRES

1. JESUSCRISTO VERDADERO DIOS Y VERDADERO HOMBRE


En su audiencia papal del 27 de enero de 1988, San Juan Pablo II, refiriéndose al tema de
Jesucristo, verdadero Dios y verdadero hombre, recordaba: “Él es el misterio central de
nuestra fe y es también la verdad-clave de nuestras catequesis cristológicas.” Desde esta
perspectiva, S.S. Juan Pablo II, comienza por desglosar el tema desde fundamentos bíblicos
en el que Jesús se da a conocer como Dios-hijo, “Yo y el Padre somos una sola cosa” (Jn 10,
30). Basándome en su reflexión, y en algunos otros documentos he querido desarrollar la
presente tesis. Sigue el Papa:

“para confirmar su poder divino sobre la creación, Jesús realiza “milagros”, es decir,
“signos” que testimonian que junto con Él ha venido al mundo el reino de Dios”. Éste
Jesús que, a través de todo lo que “hace y enseña” da testimonio de Sí, como Hijo de
Dios, a la vez se presenta a Sí mismo y se da a conocer como verdadero
hombre. Todo el Nuevo Testamento y en especial los Evangelios atestiguan de modo
inequívoco esta verdad, de la cual Jesús tiene un conocimiento clarísimo y que los
Apóstoles y Evangelistas conocen, reconocen y transmiten sin ningún género de duda.

La Iglesia profesa y proclama firmemente la verdad sobre Cristo como Dios-hombre:


verdadero Dios y verdadero Hombre; una sola Persona —la divina del Verbo— subsistente en
dos naturalezas, la divina y la humana, como enseña el catecismo.

El Verbo se encarnó para hacernos "partícipes de la naturaleza divina" (2 P 1, 4):


"Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del
hombre: para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la
filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios" (San Ireneo de Lyon, Adversus haereses,
3, 19, 1). "Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios" (San Atanasio de
Alejandría, De Incarnatione, 54, 3: PG 25, 192B). Unigenitus [...] Dei Filius, suae
divinitatis volens nos esse participes, naturam nostram assumpsit, ut homines deos
faceret factus homo ("El Hijo Unigénito de Dios, queriendo hacernos partícipes de su
divinidad, asumió nuestra naturaleza, para que, habiéndose hecho hombre, hiciera
dioses a los hombres") (Santo Tomás de Aquino, Oficio de la festividad del Corpus, Of.
de Maitines, primer Nocturno, Lectrua I). (CEC No. 460)

Las dos naturalezas, son un profundo misterio de nuestra fe: pero encierran en sí muchas
luces. El punto de arranque es aquí la verdad de la Encarnación: “Et incarnatus est”,
profesamos en el Credo. Más distintamente se expresa esta verdad en el Prólogo del
Evangelio de Juan: “Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros” (Jn 1, 14). Carne (en
griego “sarx”) significa el hombre en concreto, que comprende la corporeidad, y por tanto la
precariedad, la debilidad, en cierto sentido la caducidad (“Toda carne es hierba”, leemos en el
libro de Isaías 40, 6). Y, como cualquier otro niño, también este “Niño crecía y se fortalecía
lleno de sabiduría” (Lc 2, 40). “Jesús crecía en sabiduría y edad y gracia ante Dios y ante los
hombres” (Lc 2, 52).

Jesús es presentado frecuentemente en los Evangelios, como verdadero hombre, hombre de


carne (sarx). Jesús experimentó el cansancio, el hambre y la sed. Leemos: “Y habiendo
ayunado cuarenta días y cuarenta noches, al fin tuvo hambre” (Mt 4, 2). Y en otro lugar:
“Jesús, fatigado del camino, se sentó sin más junto a la fuente... Llega una mujer de Samaria
a sacar agua, y Jesús le dice: dame de beber” (Jn 4, 6-7). Jesús tiene pues un cuerpo
sometido al cansancio, al sufrimiento, un cuerpo mortal. Un cuerpo que al final sufre las
torturas del martirio mediante la flagelación, la coronación de espinas y, por último, la
crucifixión. Durante la terrible agonía, mientras moría en el madero de la cruz, Jesús
pronuncia aquel su “Tengo sed” (Jn 19, 28), en el cual está contenida una última, dolorosa y
conmovedora expresión de la verdad de su humanidad.

“Nació de Santa María Virgen, padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto
y sepultado”: con estas palabras del Símbolo de los Apóstoles la Iglesia profesa la verdad del
nacimiento y de la muerte de Jesús. La verdad de la Resurrección se atestigua
inmediatamente después con las palabras: “al tercer día resucitó de entre los muertos”.
Resucitar quiere decir volver a la vida en el cuerpo. Este cuerpo puede ser transformado,
dotado de nuevas cualidades y potencias, y al final incluso glorificado (como en la Ascensión
de Cristo y en la futura resurrección de los muertos), pero es cuerpo verdaderamente humano.

Notamos desde ahora que, no existe en Cristo una antinomia entre lo que es “divino” y lo que
es “humano”. Si el hombre, desde el comienzo, ha sido creado a imagen y semejanza de Dios
(cf. Gén 1, 27; 5, 1), y por tanto lo que es “humano” puede manifestar también lo que es
“divino”, mucho más ha podido ocurrir esto en Cristo. Él reveló su divinidad mediante la
humanidad, mediante una vida auténticamente humana. Su “humanidad” sirvió para revelar su
“divinidad”: su Persona de Verbo-Hijo.

2. ENCARNACIÓN Y UNIÓN HIPOSTÁTICA


La Encarnación es «el misterio de la admirable unión de la naturaleza divina y de la naturaleza
humana en la única Persona del Verbo» (Catecismo, 483). La Encarnación del Hijo de Dios
«no significa que Jesucristo sea en parte Dios y en parte hombre, ni que sea el resultado de
una mezcla confusa entre lo divino y lo humano. Se hizo verdaderamente hombre sin dejar de
ser verdaderamente Dios. En la encarnación, el Logos, Cristo es hombre de la manera más
radical, y su humanidad es la más autónoma y la más libre, no a pesar de, sino porque es una
humanidad aceptada y puesta como auto manifestación de Dios. (Introducción a la Cristología.
Pág. 158).

La Encarnación es la revelación última y definitiva del misterio de Dios al mundo. Cristo es el


misterio en persona, "en quien la Majestad divina opera interiormente, por su omnipotencia y
para nuestra santificación, lo que estaba en secreto, invisiblemente". Estas palabras quieren
decir que la Encarnación es la obra divina sobre la que está fundamentada toda existencia
humana, una acción primero ontológica, y psicológica por su efecto. Cristo no vino solamente
para hablar a los hombres y para instruirlos, sino ante todo para santificarlos por su
Encarnación. "He venido para que ellos tengan la Vida y la tengan en abundancia" (Jn. 10,
10). Por el misterio de un Dios hecho carne se explica en cuanto a nosotros el misterio de un
hombre que aspira a llegar a ser "semejante a Dios", y a la inversa.

2.2 LA IGLESIA Y LAS HEREJIAS


La Iglesia defendió y aclaró esta verdad de fe durante los primeros siglos frente a las herejías
que la falseaban la divinidad y humanidad de Jesús. Ya en el siglo I algunos cristianos de
origen judío, los Ebionitas, consideraron a Cristo como un simple hombre, aunque muy santo.
En el siglo II surge el Adopcionismo, que sostenía que Jesús era hijo adoptivo de Dios; Jesús
sólo sería un hombre en quien habita la fuerza de Dios; para ellos, Dios era una sola persona.
Esta herejía, fue condenada en el 190 por el papa San Víctor, por el Concilio de Antioquía del
268, por el Concilio I de Constantinopla y por el Sínodo Romano del 3824. La herejía arriana,
al negar la divinidad del Verbo, negaba también que Jesucristo fuera Dios. Arrio fue
condenado por el Concilio I de Nicea, en el año 325. También actualmente la Iglesia ha vuelto
a recordar que Jesucristo es el Hijo de Dios subsistente desde la eternidad que en la
Encarnación asumió la naturaleza humana en su única persona divina.

La Iglesia también hizo frente a otros errores que negaban la realidad de la naturaleza
humana de Cristo. Entre estos se encuadran aquellas herejías que rechazaban la realidad del
cuerpo o del alma de Cristo. Entre las primeras se encuentra el Docetismo, en sus diversas
variantes, que tiene un trasfondo gnóstico y maniqueo. Algunos de sus seguidores afirmaban
que Cristo tuvo un cuerpo celeste, o que su cuerpo era puramente aparente, o que apareció
de repente en Judea sin haber tenido que nacer o crecer. Ya San Juan tuvo que combatir este
tipo de errores: «muchos son los seductores que han aparecido en el mundo, que no
confiesan que Jesús ha venido en carne» (2Jn 7; cfr. 1Jn 4, 1-2). Arrio y Apolinar de Laodicea
negaron que Cristo tuviera verdadera alma humana. El segundo ha tenido particular
importancia en este campo y su influencia estuvo presente durante varios siglos en las
controversias cristológicas posteriores. En un intento de defender la unidad de Cristo y su
impecabilidad, Apolinar sostuvo que el Verbo desempeñaba las funciones del alma espiritual
humana. Esta doctrina, sin embargo, suponía negar la verdadera humanidad de Cristo,
compuesta, como en todos los hombres, de cuerpo y alma espiritual (cfr. Catecismo, 471).
Fue condenado en el Concilio I de Constantinopla y en el Sínodo Romano del 382.

2.3 LA UNIÓN HIPOSTÁTICA


Al principio del siglo quinto, tras las controversias precedentes, estaba clara la necesidad de
sostener firmemente la integridad de las dos naturalezas humana y divina en la Persona del
Verbo; de modo que la unidad personal de Cristo comienza a constituirse en el centro de
atención de la cristología y de la soteriología patrística. A esta nueva profundización
contribuyeron nuevas discusiones.

Literalmente, unión según la hipóstasis/persona. Es la expresión teológica y


magisterial, surgida en la época patrística, con la que se indica la unión profunda de la
realidad divina y de la realidad humana en la persona/sujeto del Hijo/Verbo eterno de
Dios en Jesucristo. Esta expresión no aparece en las fuentes neotestamentarias. Sin
embargo, en ella se encuentran diversas fórmulas de confesión relativas a Jesús que
sirven de fundamento a la explicitación sucesiva. El objeto central del anuncio de fe del
Nuevo Testamento es el hombre Jesús de Nazaret, confesado como Señor, Cristo, Hijo
de Dios, Dios (cf. Mt 16,16; Mc 1,1; Hch 2,32.36; Flp 2,6-11; Rom 1,3; 10,9. Jn 1,14;
20,28; etc.). Así pues, el Nuevo Testamento afirma claramente la identidad de un sujeto
que pertenece a dos esferas de existencia, la humana y la divina, que vivió lo humano
en la humillación/kénosis y lo vive actualmente en la gloria/doxa. (G. Lammarrone).

La primera gran controversia tuvo su origen en algunas afirmaciones de Nestorio, patriarca de


Constantinopla, que utilizaba un lenguaje en el que daba a entender que en Cristo hay dos
sujetos: el sujeto divino y el sujeto humano, unidos entre sí por un vínculo moral, pero no
físicamente. En este error cristológico tiene su origen su rechazo del título de Madre de Dios,
Theotókos, aplicado a Santa María. María sería Madre de Cristo pero no Madre de Dios.
Frente a esta herejía, San Cirilo de Alejandría y el Concilio de Éfeso del 431 recordaron que
«la humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la persona divina del Hijo de Dios que la ha
asumido y hecho suya desde su concepción… Por eso el Concilio de Éfeso proclamó en el
año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción
humana del Hijo de Dios en su seno» (Catecismo, 466).

Unos años más tarde surgió la herejía monofisita. Esta herejía tiene sus antecedentes en el
apolinarismo y en una mala comprensión de la doctrina y del lenguaje empleado por San Cirilo
por parte de Eutiques, anciano archimandrita de un monasterio de Constantinopla. Eutiques
afirmaba, entre otras cosas, que Cristo es una Persona que subsiste en una sola naturaleza,
pues la naturaleza humana habría sido absorbida en la divina. Este error fue condenado por el
Papa San León Magno, en su Tomus ad Flavianum, auténtica joya de la teología latina, y por
el Concilio ecuménico de Calcedonia del año 451, punto de referencia obligado para la
cristología. Así enseña: «hay que confesar a un solo y mismo Hijo y Señor nuestro Jesucristo:
perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad», y añade que la unión de las dos
naturalezas es «sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación».

La doctrina Calcedonense fue confirmada y aclarada por el II Concilio de Constantinopla del


año 553, que ofrece una interpretación auténtica del Concilio anterior. Tras subrayar varias
veces la unidad de Cristo, afirma que la unión de las dos naturalezas de Cristo tiene lugar
según la hipóstasis, superando así la equivocidad de la formula ciriliana que hablaba de
unidad según la “fisis”. En esta línea, el II Concilio de Costantinopla indicó también el sentido
en que había de entenderse la conocida formula ciriliana de «una naturaleza del Verbo de
Dios encarnada», frase que San Cirilo pensaba que era de San Atanasio pero que en realidad
se trataba de una falsificación apolinarista.
En estas definiciones conciliares, que tenían como finalidad aclarar algunos errores concretos
y no exponer el misterio de Cristo en su totalidad, los Padres conciliares utilizaron el lenguaje
de su tiempo. Al igual que Nicea empleó el término consubstancial, Calcedonia utiliza términos
como naturaleza, persona, hipóstasis, etc., según el significado habitual que tenían en el
lenguaje común, y en la teología de su época. Esto no significa, como han afirmado algunos,
que el mensaje evangélico se helenizara. En realidad, quienes se demostraron rígidamente
helenizantes fueron precisamente los que proponían las doctrinas heréticas, como Arrio o
Nestorio, que no supieron ver las limitaciones que tenía el lenguaje filosófico de su tiempo
frente al misterio de Dios y de Cristo.

3. JESUCRISTO ES EL PRIMERO EN TODO


"Él existe con anterioridad a todo, y todo tiene en él su consistencia. Él es también la Cabeza
del Cuerpo, de la Iglesia: Él es el Principio, el Primogénito de entre los muertos, para que sea
él el primero en todo" (Colosenses 1, 17-18). La Cabeza de este cuerpo es Cristo. Él es la
imagen de Dios invisible, y en El fueron creadas todas las cosas. Él es antes que todos, y todo
subsiste en El. El es la cabeza del cuerpo, que es la Iglesia. Él es el principio, el primogénito
de los muertos, de modo que tiene la primacía en todas las cosas (cf. Col 1,15-18). Con la
grandeza de su poder domina los cielos y la tierra y con su eminente perfección y acción llena
con las riquezas de su gloria todo el cuerpo. (Lumen Gentium No. 7)

4. JESUCRISTO SUMO Y ETERNO SACERDOTE


La carta a los Hebreos llama a Cristo sacerdote y la primer a carta de Pedro, y el Apocalipsis,
atribuyen esta cualificación, al pueblo cristiano, pero en todo el Nuevo Testamento, y en los
primeros escritos de la Tradición Cristiana, mantiene la superioridad del culto y del sacerdocio
de Cristo con relación al sacerdocio judaico. Reelaborando la Cristología, a la luz del
sacerdocio en su aspecto cultual. Cristo es víctima y a la vez sacerdote, una vez y para
siempre, quien se ofrece en plenitud. El Padre, cuya voluntad ha venido a cumplir, lo ha
constituido Pontífice de la Alianza Nueva y eterna por la unción del Espíritu Santo, y
determinando, en su designio salvífico, perpetuar en la Iglesia su único sacerdocio. Para eso,
antes de morir, elige a unos hombres para que, en virtud del sacerdocio ministerial, bauticen,
proclamen su palabra, perdonen los pecados y renueven su propio sacrificio, en beneficio y
servicio de sus hermanos.
"Él no sólo ha conferido el honor del sacerdocio real a todo su pueblo santo, sino también, con
amor de hermano, ha elegido a hombres de este pueblo, para que, por la imposición de las
manos, participen de su sagrada misión. Ellos renuevan en su nombre el sacrificio de la
redención, y preparan a sus hijos el banquete pascual, donde el pueblo santo se reúne en su
amor, se alimenta con su palabra y se fortalece con sus sacramentos. Sus sacerdotes, al
entregar su vida por él y por la salvación de los hermanos, van configurándose a Cristo, y así
dan testimonio constante de fidelidad y amor"

5. LA UNIDAD SALVIFICA DE CRISTO Y EL PLURALISMO SOTERIOLOGICO


La Cristología no puede estar separada de la soteriología: El aspecto soteriológico del
misterio, se ha de redescubrir y reintegrar en la Cristología. En la tradición primitiva, el motivo
soteriológico fue el trampolín, de la Cristología, que sigue en un momento posterior. Explicaba
las condiciones a priori, sin las cuales la realidad de la salvación, humana en Jesús no se
podía entender: para ser lo que era para nosotros, era necesario que fuera el que era, es decir
el Hijo de Dios, pues la salvación humana consiste, no en una redención impersonal, o en una
oferta de gracia, sino en ser hechos participes de Jesucristo, de la filiación personal del Hijo.
Un motivo más por el que a menudo la cristología se ha hecho impersonal y abstracta se debe
también a su separación de la soteriología. El motivo soteriológico necesita reintegrarse en la
Cristología en su forma personal: no a modo de humanización sino a modo de trueque
maravilloso, gracias al cual el Hijo de Dios compartió nuestra existencia concreta humana para
hacernos partícipes de su misma filiación con el Padre. (Introducción a la Cristología. Pág.
179).

BIBLIOGRAFIA
 Catecismo de la Iglesia Católica.
 DUPUIS. J. Introduccion a la Cristología. 1994
 VATICANO II. Constitución Lumen Gentium.
 Union Hipostática. G. Lhttp://www.mercaba.org/VocTEO/U/union_hipostatica.htm.

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