Influencia de España en El Teatro

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Influencia de España en el teatro salvadoreño en primera mitad del siglo.

La historia del modernismo se remonta en El Salvador a las polémicas sobre el influjo


del romanticismo que tuvieron lugar en el seno de "La Juventud". Allí se denunciaba el
magisterio del español Fernando Velarde, quien había permanecido en el país en
la década de 1870, impactando a las jóvenes generaciones ocultas con una poesía
sonora y grandilocuente. Fruto de ese magisterio había sido la producción de una obra
poética profundamente influida por un romanticismo de cuño ibérico, es decir, retórico y
folklorista. A este romanticismo se suele asociar los nombres de Juan José Cañas (1826-
1918), autor de la letra del himno nacional, Rafael Cabrera, Dolores Arias, Antonio
Guevara Valdés, Isaac Ruiz Araujo y otros.
Todavía adolescentes, Rubén Darío (1867-1916) —el célebre poeta nicaragüense que
residía por esos años en San Salvador— y Francisco Gavidia (1864-1955) arremetieron
contra la poesía de Velarde y llamaron la atención sobre el modelo de la poesía francesa
simbolista y parnasiana. Ambos la estudiaron con rigor y entusiasmo, tratando de
desentrañar sus intrincados mecanismos constructivos y verterlos a la lengua castellana.
Francisco Gavidia asumió la empresa de fundar una literatura nacional. Esta
preocupación está más o menos presente a lo largo de una voluminosa obra que
evidencia una erudición portentosa, aunque no siempre afortunada en la concreción
artística. Francisco Gavidia representa la expresión más decantada del espíritu liberal en
el terreno del arte. Su visión de la literatura salvadoreña abogaba por la vocación
universal y el dominio de la tradición de Occidente, aunque no olvida la necesidad de
rescatar y conocer lo autóctono.
Otros autores importantes del período fueron Vicente Acosta, Juan José Bernal, Calixto
Velado y Víctor Jerez. Algunos de ellos participaron en la publicación literaria La
Quincena, que jugara un importante papel en la difusión de la estética finisecular.
Durante las primeras décadas del siglo XX el influjo del modelo literario modernista siguió
predominando, aunque se vislumbraban nuevos rumbos. El modelo de modernización
cultural liberal pareció consolidarse bajo el efímero gobierno de Manuel Enrique Araujo,
presidente que gozaba de apoyo entre la intelectualidad y que parecía comprometido con
una política de fomento científico y artístico. Araujo intentó dar una base institucional más
sólida al modelo de sociedades científico-literarias con la fundación del Ateneo de El
Salvador (asociación para el estudio de la historia y las letras nacionales),3 pero este
impulso se truncó con el atentado que le costó la vida en 1913.
Con sus sucesores, la dinastía Meléndez-Quiñones, el camino hacia el progreso apareció
ensombrecido por el retorno de males de tiempos
pasados: nepotismo, intolerancia y clientelismo; persiguiendo especialmente a la clase
intelectual.
El costumbrismo y la mirada introspectiva
Una literatura preocupada hasta entonces por la pertenencia a un espíritu
estético cosmopolita estaba poco dotada para encarar la nueva realidad política del país.
Sin responder necesariamente a un programa estético explícito, literatos de variada
filiación ideológica comenzaron a atenderlas. Como resultado proliferó el cultivo de
distintas modalidades de retrato de costumbres donde, bien de manera satírica, bien con
espíritu analítico, se dirigió la atención a dimensiones hasta entonces excluidas del arte.
En el costumbrismo sobresalen el general José María Peralta Lagos (1873-1944), ministro
de Guerra de Manuel Enrique Araujo y escritor de gran popularidad por los artículos
polémicos y de sátira social que publicaba bajo la rúbrica de T.P. Mechín. Su obra
narrativa y su drama Candidato se caracterizó por la captación jocosa de aspectos típicos
de los ambientes provincianos. Otros costumbristas de importancia fueron Francisco
Herrera Velado y Alberto Rivas Bonilla.
La popularidad que vivió el relato de costumbres se apoyaba en la creciente importancia
del periodismo. Este medio de difusión proveía algunas bases para una actividad literaria
más independiente y, en consecuencia, más crítica con respecto al estado de cosas en el
país. Es oportuno mencionar la propaganda político hecha por la prensa; el personaje
más relevante del ramo fue Alberto Masferrer (1868-1932), quien escribió además una
considerable obra en la categoría de ensayo. Aunque de intención más política y moral
que artística, la producción de Masferrer contribuyó de manera considerable a crear el
clima que orientó a un cambio de rumbos en el quehacer literario.
Característica de todos los autores de este período fue la relativa subordinación del
aspecto estético a lo ideológico, lo cual no sucedió con Arturo Ambrogi (1875-1936), quien
llegó a ser el escritor viviente más leído y prestigioso de El Salvador. En su juventud había
publicado unos relatos de muy baja calidad, pero al largo de una vida de dedicación al
arte literario llegó a dominar con maestría la crónica y el retrato, publicando en 1917 un
volumen de crónicas y relatos titulado El libro del trópico. Lo verdaderamente original de
Ambrogi fue que el vuelco temático hacia la exploración de lo autóctono iba acompañado
de una búsqueda formal. Ello lo condujo a un hallazgo importante, señalado por Tirso
Canales: la síntesis entre el lenguaje literario y el dialecto vernáculo.
La representación del hablar popular estaba ampliamente presente en el relato
costumbrista y era uno de los elementos que decididamente otorgaba el "color local" y
que caracterizaba a los personajes "ignorantes"; por su parte, Ambrogi propuso algo
bastante novedoso; incorporó al discurso voces populares, jugando con sus posibilidades
literarias. De esta manera elaboró una propuesta estética de considerables
consecuencias. Si el lenguaje del pueblo es capaz de producir poesía, no toda la cultura
vernácula es barbarie e ignorancia.
Parecida significación puede atribuirse a la obra lírica de Alfredo Espino (1900-1928), en
la que temas ampliamente bucólicos y populares acababan transformados en materia
poética. Ello constituyó un suceso de gran importancia en la historia literaria salvadoreña,
por mucho que esta poesía parezca anacrónica a las generaciones posteriores.
El período que comprendió las primeras décadas del siglo XX fue importante porque
marcó el paso a una cultura nacional que se vio obligada a recurrir a lo "autóctono" para
definirse. Este dato revela que la vida nacional estaba dejando de ser una preocupación
exclusiva de las élites "europeizadas" y estaba arrastrando sectores sociales
más heterogéneos.
A finales de la década de 1920 y principios de la siguiente la sociedad salvadoreña sufrió
varias sacudidas sociales y políticas que desbarataron la ya endeble sociedad literaria. En
el terreno económico, la crisis de Wall Street se tradujo en un drástico desplome de los
precios del café. El presidente Pío Romero Bosque había iniciado un proceso de retorno a
la legalidad institucional que permitió convocar las primeras elecciones libres de la historia
salvadoreña. En ellas resultó elegido el ingeniero Arturo Araujo llevando un programa
reformista inspirado en las ideas de Alberto Masferrer, quien de hecho había apoyado de
manera activa la campaña electoral de Araujo. La crisis económica y el conflicto político
resultante hicieron fracasar en cuestión de meses la gestión del mandatario y dieron paso
a seis décadas de autoritarismo militar que reprimió de manera drástica la proliferación
literaria.
En el terreno de la actividad artística se registró una activa búsqueda de alternativas
frente al Occidente moderno como ideal de civilización. El modernismo dariano abundaba
en condenas retóricas al prosaísmo de los nuevos tiempos, pero a la vez estaba
deslumbrado por la opulencia y el refinamiento de la Europa finisecular. El modernismo
condenaba la vulgaridad de los nuevos ricos, pero no mostraba disposición a renunciar a
los objetos artísticos que la riqueza producía. Entre las nuevas generaciones literarias
esta actitud cambió; ya no se trataba de quejarse de las enfermedades del siglo, sino de
rechazar la modernidad en su fundamento mismo.
Desde su cargo de cónsul en Amberes, Alberto Masferrer observó la atrocidad de la
crisis; Alberto Guerra Trigueros (1898-1950), como escritor salvadoreño, también plasmó
en sus escritos la tendencia hacia la alteridad del modelo de progreso.
Esta búsqueda de alternativas llevó a muchos a hacer un largo y accidentado periplo por
senderos tan distintos que incluyen el misticismo oriental, las culturas amerindias y un
primitivismo que veía en las formas de vida tradicionales la plena y valedera antítesis de
la modernidad desencantada.
En El Salvador, gozaron de particular popularidad la teosofía y otras adaptaciones sui
generis de las religiones orientales. Estas ideas tuvieron un notable poder de cohesión en
una nutrida promoción literaria que contó con talentos con los de Alberto Guerra
Trigeros, Salarrué (1899-1975), Claudia Lars (1899-1974), Serafín Quiteño, Raúl
Contreras, Miguel Ángel Espino, Quino Caso, Juan Felipe Toruño y otros. Estos escritores
encontraron su credo estético y su profesión de vida en un arte definido como antagonista
radical de la modernidad social.
Guerra Trigueros fue el artista con formación teórica más sólida de este grupo y el más
familiarizado con las corrientes intelectuales y estéticas de Europa. Además de ser autor
de una obra destacada, jugó un papel importante como difusor de las nuevas ideas
estéticas. En su ensayo abogó por una redefinición radical del lenguaje y los temas
poéticos hasta entonces muy dominados por la estética modernista. Promovió el verso
libre y una poesía de tono coloquial, proclamando así una poesía "vulgar", en el sentido
de redimir la cotidianidad. Estas ideas se hicieron más visibles en las generaciones
posteriores (en la de Pedro Geoffrey Rivas, Oswaldo Escobar Velado o Roque Dalton), ya
que sus contemporáneos elaboraron una expresión lírica siguiendo moldes más bien
clásicos, aunque ya distantes del modernismo.
Populismo y autoritarismo
A inicios de la década de 1930, la narrativa salvadoreña tiene su centro en la obra
de Salarrué, la cual es tan diversa como voluminosa y al mismo tiempo desigual, es la
continuación y culminación de la síntesis entre el lenguaje literario culto y el habla popular
iniciada por Ambrogi. Sus Cuentos de barro (1933), que podría considerarse el libro
salvadoreño más publicado y leído, tienen interés por ser una de las inclinaciones
literarias más logradas hacia la utilización del habla popular y por elevar el primitivismo de
la sociedad campesina al estatuto de utopía nacional. También frecuentó los temas
fantásticos y los relacionados con su religiosidad orientalista.
Aunque cabe decir que los miembros de esta promoción de literatos no siempre tuvieron
vínculos directos con la dictadura militar entronizada en 1931, su concepción de la cultura
nacional como negación del ideal ilustrado no dejó de proporcionar cierta utilidad a la
legitimación del nuevo orden. La idealización del campesino tradicional de su vínculo
solidario son la naturaleza, permitía asociar el autoritarismo y el populismo, ingredientes
indispensables del discurso de la naciente dictadura militar.
La generación de 1944 y la lucha antiautoritaria
En la década de 1940 alcanzó su madurez un grupo de escritores entre quienes se
cuentan Pedro Geoffroy Rivas (1908-1979), Hugo Lindo (1917-1985), José María
Méndez (1916), Matilde Elena López (1922), Julio Fausto Fernández, Oswaldo Escobar
Velado, Luis Gallegos Valdés, Antonio Gamero y Ricardo Trigueros de León. Pedro
Geoffroy Rivas produjo una obra lírica marcada por las vanguardias y, además, desarrolló
una importante labor de rescate de las tradiciones indígenas y de la lengua popular. La
poesía de Oswaldo Escobar Velado tiene una delatada preocupación existencial y un
componente esencial de denuncia de las injusticias sociales. José María Méndez y Hugo
Lindo exploraron nuevas fronteras de la narrativa.
Numerosos escritos de esta generación jugaron un papel muy activo en el movimiento
democrático que puso fin de la dictadura del general Hernández Martínez. Sin embargo,
algunos de ellos colaboraron activamente con el régimen del coronel Óscar Osorio.
Dentro de un proyecto de modernización del Estado, Osorio promovió una de las políticas
culturales más ambiciosas en la historia de El Salvador. Para citar un ejemplo, a través
del Departamento Editorial del Ministerio de Cultura (posteriormente Dirección de
Publicaciones del Ministerio de Educación), bajo la enérgica dirección del escritor Ricardo
Trigueros de León se desarrolló una labor editorial de gran alcance, la cual constituyó, a la
vez, un paso decisivo en sentar las bases del canon de la literatura salvadoreña.
De forma paralela, tuvo lugar un proceso que había de afectar el desarrollo de la
literatura; el auge y la universalización de la industria de la cultura. Hacia 1950 resultaba
bastante claro que los medios de difusión masiva estaban desplazando a las bellas artes
y a la cultura popular tradicional como generadores de referentes imaginarios de la
población. Ante esa situación la literatura fue quedando relegada a una incómoda
marginalidad. Esta debilidad hizo del trabajo artístico un fácil rehén del régimen militar,
cada vez más deslegitimado por la corrupción y la ausencia de libertades políticas.
Literatura durante la guerra civil

En este convulsivo contexto surgió una literatura que asumió el legado de los escritores
de la Generación Comprometida y toda la literatura que abogó por el acompañamiento a
las luchas populares de liberación que definieron en gran medida el concierto artístico
literario salvadoreño de la década de 1950 a 1980.
En 1984 el poeta Salvador Juárez dirige el Taller Literario de Extensión Universitaria en la
Universidad de El Salvador. A este proyecto se integran algunos jóvenes que en 1985
consolidarán su práctica literaria en el Taller Literario Xibalbá. Algunos de sus miembros
fueron: Javier Alas, Otoniel Guevara, Jorge Vargas Méndez, Nimia Romero, David
Morales, José Antonio Domínguez, Edgar Alfaro Chaverri, Antonio Casquín, y los poetas
caídos en combate, Amílcar Colocho y Arquímedes Cruz. Este grupo sería uno de los
colectivos literarios más sólidos del último lustro de 1980. Militaban en el movimiento
popular armado al mismo tiempo que ejecutaban una intensa labor de producción literaria
(algunos de ellos conquistaron reconocimientos en diversos certámenes de la época,
juzgados por reconocidos escritores como Matilde Elena López, Rafael Mendoza y Luis
Melgar Brizuela, por ejemplo, en el Certamen Reforma 89, impulsado por la Iglesia
Luterana). Cultivaron principalmente poesía, la cual estuvo marcada por su participación
en la organización popular y en las filas de la guerrilla salvadoreña. Algunos artículos o
muestras poéticas pueden encontrarse en ediciones de prensa de esos años. Su obra
trashumaba los temas de la liberación, el amor y el futuro.
Algunos miembros de Xibalbá resultaron gravemente heridos, marcharon al exilio o
murieron durante enfrentamientos contra los cuerpos de seguridad; otros se mantuvieron
cerca de la actividad política o militar o se retiraron de ese entorno. Aparentemente
constituyen el último capítulo de la literatura de compromiso, una prolongación -en
palabras de Huezo Mixco- de la "estética extrema", un sentido de hacer literatura para dar
respuesta y opción en un momento crítico. Esta "estética extrema" fue labrada por la
generación antifascista y la generación Comprometida.
El grupo se disuelve luego de 1992; aunque la guerra había cobrado su saldo en muertos
y exiliados, el legado de Xibalbá y las generaciones precedentes significarán gran
responsabilidad a otros jóvenes y colectivos de escritores que irán surgiendo en las
próximas dos décadas.

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