Visiones de Destruccion - Mary Kirchoff PDF
Visiones de Destruccion - Mary Kirchoff PDF
Visiones de Destruccion - Mary Kirchoff PDF
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Mary Kirchoff
Visiones de destrucción
D&D Aventura sin fin: Cubierta negra - 21
ePub r1.0
Titivillus 04.03.2019
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Título original: Vision of Doom
Mary Kirchoff, 1986
Traducción: Margarita Cavándoli
Ilustraciones: George Barr
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.0
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A Steve, por su ayuda
y por su humor
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¡ATENCIÓN!
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En este relata eres Gersham Cullen, un joven clérigo de la abadía de Olwen. La vida
en la abadía siempre ha sido agradable, pero sin incidentes, si bien últimamente tu
descanso se ha visto perturbado por sueños extraños. El más raro fue el que tuviste
anoche…
Un repentino chorro de luz de luna ilumina una testa coronada, cuyo rostro está
mortalmente pálido bajo la extraña luz azulada. Se abren unos ojos sorprendidos, de
párpados rojos. Los dedos largos y cubiertos de anillos se doblan sobre una túnica
andrajosa, levantando una nube de polvo en el aire húmedo y mohoso. De pronto, el
enorme hombre de siniestro aspecto, que está tendido en la fría losa de piedra, se
levanta y contempla la exigua estancia. En algún sitio el goteo del agua suena como
un címbalo pertinaz.
La lenta sonrisa, lánguida y triunfal a la vez, revela los labios de color rojo sangre
y los afilados colmillos. Con un ademán, la figura evoca nubes moradas y bullentes
en la pequeña estancia. Su voz es muy profunda y sus palabras suenan pérfidas, como
un toque de difuntos:
Las coléricas nubes pasan como algodón por el ojo de la cerradura de la puerta y se
expanden hasta cubrir el firmamento. En lo alto de un peñasco, el hombre perverso
que estaba en la estancia alza los brazos en un gesto elocuente y amplio, como un
director de orquesta. Bruscamente una miríada de imponentes dragones, seres
legendarios que arrojan fuego por la boca, asoma entre las nubes y lanzan llamaradas
a la confiada tierra.
En esos restos calcinados reconoces las ruinas de tu propio hogar: la abadía de
Olwen. Despiertas sobresaltado y, empapado en sudor frío, abandonas tu jergón de
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paja.
—Sólo…, sólo era un sueño —te dices en voz alta, sin convicción, tal como te
aconsejó que hicieras Winthrop, tu superior, después de una pesadilla.
Te cubres con una manta y te acercas a la ventana para cerrar las contraventanas y
quedar al amparo de la tormenta y para amortiguar el goteo constante, semejante al
goteo del sueño…
Asustado, vuelves a tenderte en el jergón y, a regañadientes, reconoces que no ha
sido un sueño. Fue otra de tus visiones, imágenes mentales que tus dioses te envían
exclusivamente a ti, muy semejantes al modo en que recibes tus hechizos de joven
clérigo. La de esta noche ha sido la visión más poderosa que has tenido… y
probablemente la más importante…
Contrito de congoja, te das cuenta de que por la mañana tú, Gersham Cullen —el
clérigo más joven de la abadía de Olwen—, tendrás que intentar convencer una vez
más al consejo de la abadía de la realidad de tus visiones psíquicas. Hay que hacer
algo para detener a los dragones y, sobre todo, al Rey de los Vampiros, quienquiera
que sea…
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No te gustaría nada explorar el lado oeste de las ruinas y descubrir que, al fin y al
cabo, ésa era la entrada.
—Puesto que estamos aquí, exploremos el agujero —dices y hundes la puntera de
la bota en los bordes que se desmoronan. Caen trozos de tierra y piedra hasta que la
grieta se agranda lo suficiente para pasar.
—Si ésa es tu decisión, adelante —dice Aylmar, con los brazos cruzados—. Tú
decides.
Lo miras a los ojos.
—¿No piensa venir?
La luz ilumina sus ojos violeta.
—Si se trata del sepulcro, te estaré pisando los talones.
Aylmar parece titubear. Tal vez no deberías entrar. Te arrodillas y atisbas en el
interior del agujero. Divisas el fondo, que se encuentra a poco menos de un metro,
pero está tan oscuro que no ves nada. No te quedará más alternativa que entrar si
quieres averiguar qué hay debajo. Te agachas junto al borde y te dispones a
descender.
—Al menos prepara la maza —aconseja Tess.
—Y llévate mi varita de luz —añade Aylmar y saca de la mochila una varilla
pulida y transparente.
En cuanto tocas la varita, la zona se ilumina. Sujetas firmemente ambos objetos
con la mano derecha y te dejas caer. La grava y la arena crujen bajo tus pies. La varita
de luz te permite ver las paredes irregulares de un túnel curvo. Del otro lado del
recodo, te llega un zumbido agudo.
—¿Qué hay? —preguntan débilmente desde arriba.
Ignoras a tus amigos para escuchar el zumbido, que crece gradualmente. El temor
se apodera de ti cuando el zumbido supera el recodo.
¡Repentinamente el túnel se llena de hormigas gigantes, de unos sesenta
centímetros de longitud! Sus inmensos ojos bulbosos brillan bajo la luz de la varita.
Intentas salir por el agujero y alejarte de las mandíbulas abiertas de esas enormes
bestias. Trepas por la tierra suelta y logras ponerte de pie mientras el miedo te golpea
las sienes. Tu mano toca la de Aylmar, extendida desde arriba.
—¡Resiste, Gersham! —lo oyes gritar.
Unos miembros delgados y peludos rodean tu cuerpo cuando las criaturas te
separan de la mano de Aylmar y te arrojan al suelo. Aunque te debates, algo te pincha
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en el cuello y te deja sin fuerzas.
—¡Quedaos donde estáis! —logras gritar a tus amigos, mientras las hormigas
guerreras te trasladan a una vasta cámara repleta de obreras. A medida que se apiñan
a tu alrededor y te rasgan la ropa y la piel, en tu último pensamiento reconoces que
debiste confiar en la sabiduría de Aylmar. No vivirás para ver otra vez la abadía de
Olwen…
FIN
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Los dragones lanzafuegos parecen bastante peligrosos y si los rocos son tan letales
como asegura Tess, no quieres correr el riesgo de enfrentarte a ellos. Recuerdas
estremecido los salvajes dragones de tu visión.
—Pregúntele a su amigo si puede llevarnos de regreso a las ruinas —pides a
Aylmar.
El elfo asiente, se vuelve hacia Staldart y suenan graznidos mientras se
comunican.
—¿De regreso a las ruinas? —protesta Tess—. ¿Acaso no tienes agallas?
—Tal vez no sepa muchas cosas sobre aventuras, pero estoy convencido de que la
valentía no sirve de nada si no se sobrevive el tiempo suficiente para disfrutar de ella
—respondes amablemente a Tess.
Tess bufa, disgustada, y se cruza de brazos.
Te preguntas cómo es posible que una persona tan joven pueda ser tan cínica.
—Escucha, Tess, ¿por qué no intentamos trabajar unidos, como si fuéramos un
equipo?
Antes de que la valerosa guerrera pueda responder, Aylmar se vuelve hacia ti y
dice:
—Staldart asegura que nos bajará encantado. Dice que descender es mucho más
sencillo que ascender —ofrece la mano a Tess para que monte a lomos de Staldart, se
sienta en medio y deja que ocupes la posición trasera. El hipogrifo se hunde a causa
de vuestro peso—. Le daré un pequeño estímulo —añade Aylmar y agita los brazos
mientras recita un hechizo.
Staldart suelta un graznido, salta desde el peñasco y planea pausadamente en
medio de las nubes de niebla, más allá de los salientes rocosos. Estás tan encantado
con el vuelo que, al menos durante unos minutos, prácticamente olvidas tus
problemas.
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Lamentas que el paseo concluya cuando Staldart se posa como si caminara sobre
cáscaras de huevo. Salta con renovada energía a medida que cada uno de vosotros
desciende de su lomo. Aylmar grazna agradecido mientras Staldart emprende el
vuelo.
Suspiras y te giras para reconocer el entorno. Las ruinas, puestas de relieve por el
sol que se pone, semejan los dientes de una enorme sierra rota. El Orbe —y el
sepulcro de Ludlow— deben de estar cerca.
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Aylmar es demasiado sabio para confundirse acerca del emplazamiento del sepulcro.
Ese agujero sólo es una coincidencia. Además, es muy pequeño para permitir el paso
de un ser humano, incluso el de alguien tan delgado como Edric.
—Ésta parece una búsqueda inútil —declaras—. Aylmar, dirijámonos al lugar
donde usted recuerda que se alza el sepulcro.
El elfo reprime un «ya te lo decía» y te lleva rápidamente al sitio donde
encontrasteis a Edric. Debes darte prisa si quieres detener a Ludlow… y regresar a la
abadía de Olwen.
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—¿Cómo podemos estar seguros de que su amigo se unirá a nosotros? —preguntas
mientras sigues al elfo entre la arboleda.
—No podemos estar seguros —responde calmosamente Aylmar y se detiene
delante de un enorme roble en cuya base hay un nudo en forma de puerta.
Rebosante de curiosidad, te asomas al interior. ¡Súbitamente algo chilla,
enfadado, y te levanta por los aires!
—¡Joslyn, bájalo! —ordena Aylmar. Quienquiera que sea, Joslyn te deposita en el
suelo de mala gana. Te vuelves y ves que un águila se pierde en la frondosa arboleda
—. Joslyn es mi guardián —explica Aylmar—. Espero que no siempre reacciones tan
despacio.
—No sé reaccionar —dices tímidamente—. Nunca había efectuado una búsqueda.
Aylmar queda boquiabierto. Hace pasar su grueso torso por el nudo del árbol. Te
dispones a seguirlo, pero te acuerdas de Joslyn y sólo introduces la cabeza.
¡Lo que debería ser un pequeño tocón ahuecado es una sala ordenada y
acogedora, tres veces más grande que tu habitación de la abadía! Los libros cubren
una pared y delante del hogar de piedra hay un mullido sillón. Pan y verduras llenan
una mesa rústica situada en un rincón. Por todas partes ves pilas de monedas de oro.
Aylmar se desliza de aquí para allá, recogiendo cosas.
—El árbol ha sido agrandado mágicamente —explica Aylmar—. Vamos,
pongamos manos a la obra —te hace retroceder y franquea la puerta con una gran
mochila a la espalda. Grita en dirección a los árboles—: Joslyn, vigila la casa.
Avanzas junto al elfo rechoncho, luchando por mantener su ritmo mientras
camináis hacia el este por el bosque, en dirección a la aldea.
—¿Dónde vive el guerrero? —jadeas.
—No muy lejos.
—Usted no habla mucho, ¿verdad?
—Verdad —replica y se detiene delante de una casita ruinosa. Las gallinas y los
cerdos corren por todas partes y de las ventanas cuelgan cortinas raídas—. Antes de
intentar convencer a alguien de que se una a nosotros, tienes que decidir qué vamos a
hacer. ¿Buscamos al Orbe o al mismísimo Ludlow?
No lo habías pensado.
—¿Sabe dónde están uno u otro? —inquieres.
—El Orbe está en medio de las ruinas del castillo Crag. El sepulcro de Ludlow se
encuentra más allá de los muros de las ruinas.
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Te detienes a evaluar la situación. Si buscas a Ludlow y éste ya se ha apoderado
del Orbe, lo más probable es que no puedas dominarlo. Pero si primero buscas el
Orbe, Ludlow seguirá libre, en condiciones de crear más vampiros y de tratar de
hacerse con el Orbe. ¿Por qué aceptaste tan a la ligera encabezar la aventura?
—¿Usted qué opina? —preguntas a Aylmar.
—Yo no opino, me limito a guiar.
Lo miras enojado. No te ayuda en lo más mínimo. Cada segundo de vacilación
puede favorecer el encuentro entre Ludlow y el Orbe.
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No saliste de la abadía para ayudar a una letal ginoesfinge porque podría ayudarte
con información útil.
—Busquemos el Orbe —susurras.
—¡Qué desperdicio! —suspira Tess, enfadada.
—¡Esperad! ¡No os vayáis! —grita la ginoesfinge—. ¡Os arrepentiréis!
El miedo te recorre la columna vertebral mientras caminas detrás del elfo. Bajo la
débil luz, notas que las ruinas albergan montones de estatuas que parecen vivas.
Aylmar se detiene ante la estatua de un caballero ricamente vestido.
—Hace dos siglos, en este patio sólo había una estatua: la del rey Ludlow —mira,
nervioso, a su alrededor.
Tess se acerca a la estatua de una mujer cubierta por una capa, una mujer cuya
boca parece a punto de hablar.
—Son tan…, tan naturales —comenta. De pronto la guerrera retrocede, con los
ojos muy abiertos por el miedo—. ¡No son estatuas! ¡Son aventureros, como
nosotros, convertidos en piedra!
—Ni más ni menos —confirma una voz densa desde un lugar cercano, envuelto
en sombras.
Como siguiendo una indicación, los tres os giráis al mismo tiempo… ¡y claváis la
vista en los ojos inyectados en sangre de una medusa! Tu cuerpo comienza a
endurecerse en el acto.
—Afortunadamente, fuisteis demasiado egoístas para ayudar a la esfinge, ya que,
de lo contrario, ella me habría delatado —ronronea la medusa. Tus ojos y tus orejas
se convierten lentamente en piedra, pero aún oyes decir a la medusa—: ¡Hoy ha sido
un día excelente para erigir estatuas!
FIN
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Detener a Ludlow es mucho más importante que perseguir al extraño caballero. Das
las gracias a tus dioses por no haberte dejado con él. Quizás no habrías vuelto a ver tu
amada abadía de Olwen… ni nada más.
—No podemos perder más tiempo ni luz diurna en la aldea —declaras y guías a
tus compañeros hasta la puerta oeste de la ciudad.
Tu encuentro con el caballero te ha hecho perder el gusto por la vida aldeana.
Media un gran abismo entre ésta y la pacífica vida en la abadía.
Las largas piernas humanas de Tess fijan el ritmo en las colinas, por lo que jadeas
y resoplas mientras intentas seguir su paso. Reconoces, apenado, que la vida en la
abadía no requiere muchos esfuerzos físicos.
—¿Tenemos que ir corriendo hasta las ruinas? —preguntas, quejumbroso.
—No —responde Tess con suficiencia y señala una brecha en la espesa arboleda
—. ¡Ya hemos llegado!
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Súbitamente oyes gruñidos y bufidos que proceden de detrás de la casita. Saltas la
cerca destartalada y espantas a las gallinas que se interponen en tu camino mientras
rodeas la casa rumbo a una cañada. Allí, cercado por un mínimo de seis lobos
plateados y feroces, hay un joven delgado con pantalones y camisa tejidos en casa,
que sólo lleva como defensa el escudo, la espada y un casco de cuero.
Antes de que puedas reaccionar, dos lobos se abalanzan sobre el joven. ¡Traza un
arco sibilante con la espada y, de un solo movimiento, cercena la cabeza de ambos
animales! Los demás lobos retroceden, aterrorizados.
—¡Necesita ayuda! —exclamas; sujetas firmemente tu maza e intervienes en la
refriega.
—Gersham, yo no… —comienza a decir Aylmar, pero ya te has acercado
sigilosamente a un lobo.
Alzas la maza, pero el lobo se revuelve y, mostrando los dientes, salta hacia tu
cuello. Consigues golpearlo con tu maza y lo derribas.
Alzas la mirada y sonríes al joven, que intenta eludir a los otros lobos. El chico te
mira furibundo. En un ataque de energía, vence él solo a los lobos que quedan.
El joven se dirige hacia ti y se quita el casco. Cae su larga cabellera rubia. Quedas
boquiabierto. ¡Es una chica!
—Me estaba arreglando muy bien sola —declara y señala con la espada hacia los
lobos muertos—. Ésta era sólo la segunda oleada.
—Lo…, lo siento —tartamudeas sin poderlo evitar—. Sólo pretendía ayudarte.
—Ya lo sé —responde irónicamente.
Aylmar se acerca ahogando una risita.
—Tess, te presento a Gersham Cullen, uno de los clérigos de la abadía. Te contará
una historia sorprendente.
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Desconcertado, retrocedes y preguntas al elfo en voz baja:
—¿No debería hablar con su padre?
Ahora Aylmar se sorprende. Súbitamente su rostro se arruga en una amplia
sonrisa.
—Tess es el guerrero del que te hablé.
Tragas saliva, azorado. Después de su impresionante exhibición con los lobos, te
sientes como un tonto.
—Entra y cuéntame tu historia —dice Tess y se agacha para franquear la puerta.
La sigues y echa las gallinas al suelo para dejar libre una silla. Oyes el sonido de
un chorro de agua y de una armadura que repiquetea desde el otro lado de la cortina
mientras describes tu visión, tu posterior destierro de la abadía y la historia que
Aylmar te ha contado acerca del Rey de los Vampiros. Finalmente tu voz se
interrumpe chirriante.
—Y quieres que me una a ti en tu búsqueda de Ludlow —afirma Tess—. ¿Cuál
será mi beneficio?
—¿Nadie hace nada simplemente porque es lo correcto? —suspiras.
Te ves obligado a reconocer que tú también tienes segundas intenciones con
respecto a tu búsqueda. Tu objetivo principal es ganar el derecho a regresar a la
abadía de Olwen.
—Además de la tuya, puedes quedarte con mi parte de cualquier tesoro que
encontremos —respondes.
Tess se asoma desde el otro lado de la cortina, revestida con una cota de malla.
—De acuerdo —palmea la espada que lleva a un costado—. ¿Estamos preparados
para la cacería del vampiro…? ¿Tenemos estacas afiladas y agua bendita?
—Yo tengo agua bendita —informas.
—Yo llevo ajo —añade Aylmar.
Sabes por tus lecturas que las estacas de madera son de un valor incalculable en la
lucha contra los vampiros. No tienes estacas y el ajo escasea.
—Creo que estamos mal provistos —suspiras.
Tess deambula de un lado a otro.
—No podemos permitirnos el lujo de tener las manos vacías cuando nos topemos
con el Rey de los Vampiros —chasquea los dedos—. Disponemos de un mínimo de
seis horas de luz antes de que Ludlow despierte. Podríamos bajar a la aldea a buscar
provisiones.
—No sabemos con qué trampas nos encontraremos —puntualiza Aylmar—. Tal
vez necesitemos esas seis horas para llegar.
Se te ocurre otra idea. En aquel momento, hallar un pequeño artefacto tallado
parece mucho menos peligroso que combatir a un vampiro. Aún no es demasiado
tarde para cambiar de idea y salir a buscar el Orbe.
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1. Si decides ir a buscar provisiones a la aldea, pasa a la página 32.
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—Cualquiera que sea la decisión que tome, la búsqueda nos conduce, en primer
lugar, a las ruinas del castillo; ¿correcto? —piensas en voz alta.
Súbitamente Tess aparta de ti la mirada y se dirige a Aylmar.
—¿Por qué es él quien toma las decisiones?
—Porque es su búsqueda —replica Aylmar.
Tess recoge la espada y el escudo.
—Ah, está bien. Mientras reciba mi parte del tesoro, todo me parece bien —os
guía fuera de la casita—. ¿Dónde están los caballos?
—No tengo caballo —confiesas.
—Y yo no sé montar —añade Aylmar—. Además, las ruinas no están tan lejos. Se
hallan al norte, cruzando las colinas.
—Adelante entonces —dice Tess y echa a andar por el irregular sendero de tierra
—. Soy incapaz de comprender por qué hay que caminar cuando no es necesario.
Sigues a la guerrera, contento de que otra persona lleve la iniciativa. Deseoso de
ahogar el estrépito del estruendoso equipo de Tess, te concentras en lo que has
aprendido acerca de la zona a la que te diriges cuando estudiabas historia.
Antiguamente el castillo Crag se alzaba majestuosamente sobre la aldea, en las
estribaciones de King’s Crag. Pero se desmoronó después de la muerte de Ludlow.
Las accidentadas tierras que se extendían a sus pies fueron cubiertas por la maleza y
los peñascos de las tierras altas se han vuelto más yermos, desolados y peligrosos.
Tess abre camino, avanzando con sus largas piernas. Varios metros más atrás, te
esfuerzas por seguir el ritmo del elfo, que parece incansable.
—¿Tenemos que subir tan deprisa por las colinas? —protestas mientras caminas
—. Quedaré extenuado antes de llegar.
—Si quieres podemos aflojar el paso —dice Aylmar y se detiene—, pero será
mejor que busquemos en la luz del día, mientras Ludlow duerme.
No te habías topado nunca cara a cara con un vampiro. Winthrop te había contado
que, durante una de sus aventuras, en una ocasión intentó «convertir» a un muerto
viviente con su símbolo sagrado. Había palidecido sólo con recordarlo. Un
estremecimiento te recorre de la cabeza a los pies.
—Aceleremos el paso —ordenas y trotas para alcanzar a Tess.
Antaño muy trillado, hogaño el camino del castillo está cubierto de vegetación.
Algo más adelante, Tess utiliza la espada para abrir un sendero entre la maleza.
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—Puedo… divisar… las ruinas del castillo —dice la guerrera con voz
entrecortada.
—Ten cuidado —aconseja Aylmar—. Quizás haya trampas…
—¡Caramba! —chilla Tess y repentinamente desaparece entre los matorrales.
—¡Tess! —te zambulles irreflexivamente en la maleza.
Un enorme ser peludo, de piel colorada y párpados carmesíes, esgrime en alto una
inmensa porra y con la otra mano sujeta la muñeca de Tess.
—¡Atrás! —grita Tess—. ¡Puedo encargarme yo sola de este gigante de la colina!
La intrépida guerrera suelta un alarido, se libra del gigante, desenfunda la espada
y eleva el escudo con el brazo izquierdo. Acuchilla enérgicamente a la bestia y corta
su camisa de cuero.
El enorme ser aúlla, retrocede, se agacha para aferrar una piedra y se la arroja a
Tess con sorprendente puntería. El proyectil cae al suelo con un golpe seco después
de rebotar contra el escudo, pero Tess se tambalea por la fuerza del impacto.
—¡Un hechizo…, tiene que existir algún hechizo! —gritas y sacas el cuaderno de
tu mochila. Antes de que puedas abrirlo, una llamarada y otra pasan zumbando junto
a tu oreja y alcanzan a la bestia.
El gigante de la colina aúlla de dolor y se pierde entre las ruinas.
Tess pasa a tu lado y se detiene junto a Aylmar, con expresión irritada.
—Dije que podía encargarme yo sola de un gigante de las colinas. No era
necesario que despilfarraras una llamarada mágica.
Aylmar resta importancia a la cuestión; se encoge de hombros.
—Es mejor usar un hechizo que perder tiempo o que Gersham resulte herido —el
elfo te contempla con expresión severa—. Gersham, esta vez tuviste suerte, pero tu
búsqueda no durará mucho si te lanzas de cabeza a lo desconocido —mira el
cuaderno de hechizos que tienes en la mano—. Las batallas no suelen dejar tiempo
para la lectura. Suponía que los clérigos practicaban los hechizos rezándoles a sus
dioses.
Desvías la mirada, avergonzado.
—Es verdad. Yo… tomo notas para acordarme de todo lo posible después de
practicar un hechizo —explicas con humildad.
—¡Intelectual! —masculla Tess.
Miras a la guerrera y ves que le mana sangre de una herida que tiene en la
muñeca. La tomas instintivamente de la mano y pronuncias un hechizo de curación.
Tess aparta el brazo bruscamente.
—¿Por qué lo has hecho? ¡Sólo es un rasguño y has despilfarrado un hechizo! —
Se gira rabiosa hacia Aylmar—. ¿Siempre es tan gaznápiro?
—No lo sé. Ésta es su primera búsqueda.
Tess se lleva la mano a la cadera.
—¡Magnífico! —exclama con fingida alegría y pestañea—. Por nuestro propio
bien, espero que no sea la última.
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—Sólo pretendía ayudar —te defiendes.
Ni siquiera la solidaria palmada de Aylmar te consuela. «Tess tiene razón, y
Winthrop también tenía razón. No soy más que un bobo», piensas.
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—¡No podemos permitir que Ludlow encuentre el Orbe y reúna a los dragones! —
declaras.
—¿Y cómo lo encontramos? —quiere saber Aylmar.
—Usted sabe dónde está el Orbe —respondes—. Llévenos a ese sitio y lo
esperaremos.
El elfo frunce el ceño, sorprendido.
—Está bien…, si tú lo dices.
—Me sorprende que Ludlow no apostara guardias alrededor de su féretro —
interviene Tess.
Agradecido de que no lo haya hecho, guías a tus compañeros hasta el agujero de
la colina. Te agachas para ayudar a Aylmar y notas que algo te sujeta la muñeca,
produciéndote descargas de dolor. El aliento caliente y pútrido de un ser horrible y
con zarpas te abanica el rostro. Gritas cuando su contacto te deja sin energías y te
hace caer de rodillas.
Aylmar asoma la cabeza.
—¡Espectros! —grita y vuelve a agacharse.
Repentinamente sale un rayo de la abertura. Ves que de la caverna emergen unos
seres parecidos al primero, que te rodean. Varios caen de bruces, alcanzados por el
rayo.
Aunque estás muy débil, intentas alzar tu símbolo sagrado para espantar a los
espectros; pero el esfuerzo es excesivo.
Sin poderlo evitar, caes al suelo y los muertos vivientes se apiñan a tu alrededor.
Debiste sospechar que ocurriría algo semejante cuando viste las tumbas abiertas. Es
posible que Tess y Aylmar puedan repeler a los espectros, pero para ti ha llegado el…
FIN
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No puedes permitir que el caballero ponga sobreaviso a su amo vampiro. Además, si
lo atrapas, tal vez puedas arrancarle información valiosa.
—¡Tenemos que detenerlo! —exclamas y echas a correr hacia la puerta trasera en
pos del desconocido.
—Eh, ¿qué pasa con estas provisiones? —protesta el medio orco.
Tess sigue al elfo a través de la mugrienta cortina y exclama:
—¡No se preocupe!
Los guías por una trastienda atiborrada de objetos hasta un inmundo callejón.
Miras en ambas direcciones. Un gato te contempla receloso mientras mordisquea
rancias cabezas de pescado. Dos plantas más arriba, oyes que un hombre y una mujer
discuten a gritos. Callejón abajo, una figura intenta ocultarse detrás de un enorme
saco de harina.
—¡Por aquí! —gritas por encima del hombro y echas a correr por el callejón en
dirección al lugar donde viste la figura.
Un chico alto salta, mira nervioso por encima del hombro y dobla la esquina tan
rápido como se lo permiten las piernas.
Tess te adelanta deprisa, casi sin esforzarse. El desconocido choca con un grupo
de ancianas y derriba a una de ellas; pero no deja de correr.
—¡Acaba de entrar en el mercado! —gritas a Tess, que se ha detenido a ayudar a
la anciana derribada.
El fornido elfo finalmente te alcanza y comenta sin aliento:
—Tiene que estar encantado, un caballero jamás trataría así a una mujer.
Aylmar divisa a Tess cuando ésta vuelve a perseguir al desconocido y los pepinos
y las cebollas frescas vuelan en todas direcciones a causa de su precipitada carrera.
—¡Adelante! —grita la muchacha.
En medio de las verduras dispersas, los enojados vendedores os arrojan vegetales
mientras seguís a Tess. Mientras esquivas un tomate, ves que el desconocido se mete
en la tienda del tonelero.
Corres detrás de Tess. Una campanilla resuena sobre tu cabeza. La tienda está
rodeada de largas y grasicntas mesas de trabajo ocupadas por barriles y toneles a
medio hacer. Como si de racimos de uva se tratara, de las vigas del techo cuelgan
flejes metálicos.
Dos hombres tiznados y musculosos, protegidos por un delantal de trabajo, alzan
sus rostros sudorosos al veros entrar. El desconocido no aparece por ninguna parte.
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—¿Dónde se ha metido el caballero alto que acaba de entrar? —inquieres,
preocupado.
Los hombres se miran desconcertados.
—Nadie ha entrado en la tienda desde esta mañana a primera hora, cuando el
panadero vino a buscar sus barriles de harina —responde uno de los hombres.
Tess se adelanta, impaciente.
—¡Venga ya! ¡Lo hemos visto entrar en la tienda hace un instante!
El hombre ríe.
—¡Estoy seguro de que si alguien hubiera entrado nos habríamos enterado! —
notas que hay algo tenso en su actitud.
—¿Existe una puerta trasera? —preguntas.
Los fornidos toneleros avanzan hacia vosotros.
—No, no hay puerta trasera.
Aylmar retrocede.
—Amigos, será mejor que hablemos de este asunto en la calle.
Tess dirige una mirada indignada a los toneleros, mientras Aylmar y tú os retiráis,
y dice, acalorada.
—¡Saben algo que no quieren decirnos!
—Es evidente —coincide Aylmar—. Habría que decidir qué podemos hacer.
—¡Obliguémosles a decirnos la verdad! —dice Tess—. ¡Son sólo dos contra
nosotros tres!
Aylmar no propone nada. Afortunadamente, tienes algunas ideas. Estás seguro de
que el desconocido se ha metido en la tienda del tonelero. Podríais esperar fuera y
atraparlo cuando salga. Sin embargo, eso puede llevaros más tiempo del que
disponéis.
Hoy has aprendido muchas cosas acerca de la codicia. Tal vez puedas sobornar a
los toneleros para que te digan dónde está el desconocido. Aunque no tienes dinero,
Aylmar y Tess son ricos…, sólo tendrás que convencerlos para que lo gasten.
Por otro lado, tal vez ya hayas perdido demasiado tiempo. Si aún está oculto en la
tienda, puede que, si os vais inmediatamente, lleguéis antes al sepulcro del Rey de los
Vampiros.
3. Si optas por sobornar a los toneleros para que digan la verdad, pasa a la
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Ni tienes valor para matar sin necesidad a un ser vivo ni se te ocurre ninguna manera
de conseguir sangre de dragón lanzafuego sin quemarte.
—Guarda la espada, Tess —dices, sereno.
—¿Te has vuelto loco? —pregunta la guerrera, sorprendida.
—Confía en mí. Sé lo que hago —afirmas y das un cauteloso paso al frente.
Confundido, el dragón lanzafuego ladea la cabeza y abre, sorprendido, sus ojos rojos
—. No queremos hacerte daño —le dices con tono suave y tranquilizador.
Como la criatura te mira perpleja, repites la frase en todos los idiomas que
conoces. El dragón sigue sin dar muestras de comprender.
—Nos gustaría tener un poco de tu sangre —insistes, preocupado.
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La palabra «sangre» provoca una reacción…, pero no la que esperabas. El dragón
ensancha las fosas nasales y te arroja otro chorro de fuego. Cuando las llamas rozan
tus pies, te lanzas de cabeza sobre la pila de tesoros.
—Un generoso intento —se burla Tess en cuanto asomas la cabeza—. ¡El bicho
no ha entendido ninguna de tus palabras! —desenfunda nuevamente la espada.
Tienes que matar al dragón o ingeniártelas para recoger sangre de las llamas… ¡y
deprisa!
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Los vampiros son los muertos vivientes más temibles que existen. No puedes correr
el riesgo de enfrentarte a uno de esos monstruos con las manos vacías.
—Iremos a buscar provisiones a la aldea —anuncias.
Aylmar se pone la mochila sobre los hombros y, sin decir esta boca es mía, sigue
a Tess hasta la puerta de la casita. Te sentirías mejor si el elfo confirmara tus
decisiones, pero no parece ser ése su comportamiento.
La casita está a un tiro de piedra de la aldea. Al ver a Tess, los guardias os dejan
pasar sin interrogaros. Por segunda vez en el mismo día, te ves rodeado por el
colorido y los sonidos de la bulliciosa aldea.
Un enano fornido y ebrio, con la cara del color de la carne cruda, sale de una
taberna dando tumbos y se mete en medio de una exhibición de juegos malabares. El
divertido gentío lo rodea y lo obliga a entrar en otra taberna. Aunque Tess sonríe,
Aylmar se mantiene cabizbajo y no expresa sus pensamientos.
Aún sonriente, Tess dice:
—Debo hacer afilar mi espada y recoger unas clavijas de escala en la herrería.
Aylmar protege sus ojos del resplandor del sol y contempla una lejana torre negra.
—Puedo conseguir todo lo que necesito en el gremio de los magos —ríe entre
dientes—. Probablemente le provocaré un ataque cardíaco a más de uno cuando cruce
el umbral. ¡Hace un par de siglos que no voy a la torre!
Frunces el ceño. Nunca habías tenido que conseguir provisiones para una
aventura. ¡Ni siquiera sabes dónde buscarlas!
—¿Qué tengo que hacer? —inquieres.
—¿Pretendes que sepa lo que necesita un clérigo? —espeta Tess. Se vuelve hacia
Aylmar con expresión de disgusto—. ¿Siempre es tan lelo? —No lo sé. Esta es su
primera aventura —responde el viejo elfo.
Tess menea la cabeza, incrédula, y te mira con cara de pocos amigos.
—¡Procura que no sea la última! Pronunciadas esas palabras, gira sobre sus
talones y se dirige a la herrería.
Aylmar sonríe, comprensivo.
—Gersham, sólo tú sabes qué componentes necesitas para los hechizos. Los
encontrarás en el herbolario —añade y señala con el dedo—. Allá está —te palmea el
hombro y parte hacia la torre negra, que alberga al gremio de los magos.
Te acomodas la mochila, caminas hacia el herbolario y entras en la tienda
pasando bajo un letrero donde figuran un mortero y su mano. Mil olores penetran en
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tus narices: dulces, húmedos, ácidos, putrefactos. Las paredes están cubiertas de
frascos de cristal verde, sacos de harina y manojos de hierbas.
Te acercas, confiado, al corpulento semiorco que se encuentra detrás del
mostrador.
—¿Qué quieres, semielfo? —gruñe.
Procuras olvidar lo mucho que te desagradan los semiorcos y respondes amable:
—Por favor, necesito ajo, acónito y…, bueno, belladona.
El semiorco masculla, da vueltas por la tienda y recoge los ingredientes que le has
pedido. Regresa y los deposita bruscamente sobre el mostrador.
—¡Aquí los tienes! Son treinta y cinco monedas de plata.
Se te cae el alma a los pies mientras revuelves frenético tus bolsillos. ¡No llevas
dinero! ¡Ni siquiera puedes desprenderte de algo que pueda servir para el trueque!
El tendero da un puñetazo que te sobresalta. —¡Vamos! ¡Debo servir a los
clientes que pagan!
—Sí…, sólo tardaré un momento —procuras ganar tiempo y revuelves
inútilmente la mochila.
De improviso, una mano fuerte te sujeta del hombro y una voz dice serenamente:
—Yo pagaré la compra del chico.
Te vuelves y ves a un desconocido alto y musculoso, un hombre que, a juzgar por
su vestimenta, es un caballero. El bigote oscuro se extiende por encima de los dientes
de color perla y la cálida sonrisa.
—¿Por qué? —preguntas, desconcertado, al extraño.
El caballero mira al colérico tendero, te lleva a un aparte y murmura
confidencialmente:
—A menos que esté totalmente equivocado, estás comprando provisiones para
hacer frente a un vampiro. —Vuelve a mirar a su alrededor. Baja la voz un poco más
y agrega—: Yo también busco a un vampiro…; al rey Ludlow.
La sorpresa te deja boquiabierto. ¿Cómo es posible que esté enterado de la
existencia de Ludlow?
El desconocido sonríe.
—Parece que he dado en el clavo. Para que te quedes tranquilo, te diré que
necesito un clérigo —prosigue—. Pagaré de buena gana tus hierbas a cambio de tu
ayuda.
Sin duda, la colaboración de un caballero será muy útil. ¡Seguro que Aylmar y
Tess se alegrarán!
—¡Perfecto! —exclamas y sonríes de oreja a oreja—. Mis amigos, el mago y la
guerrera, están buscando provisiones. Pronto regresarán y entonces podremos partir
todos juntos.
—Temo que no —asegura firmemente el caballero—. Mi misión es demasiado
importante para esperar. Debemos partir de inmediato, antes de que Ludlow
despierte.
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Titubeas antes de tomar una decisión. El desconocido parece enterado de todo, se
le ve muy seguro de sí mismo y vuestras búsquedas son idénticas. Con él
compartirías la carga y seguramente obtendrías la prueba que necesitas para volver a
la abadía de Olwen y desquitarte. Además, ¿qué derecho tienes de poner en peligro a
Tess y a Aylmar si puedes evitarlo? ¡Te aliviaría mucho seguir a alguien en lugar de
guiarlo! Sin embargo, ¿puedes confiar en un ilustre desconocido?
Piensas que, a fin de cuentas, Aylmar y Tess también son desconocidos. Pero por
alguna razón sientes que puedes confiar en ellos. Además, los conocimientos de
Aylmar son inapreciables, lo mismo que la habilidad de Tess como guerrera.
No te sientes muy predispuesto a tomar en solitario esta decisión. ¡Ojalá pudieras
consultar antes a tus amigos! Miras al tendero colérico e impaciente. Es posible que
Tess o Aylmar aparezcan si logras ganar unos minutos.
—¡Decídete! —te apremia el caballero—. ¡Éste es un trabajo para hombres, no
para un mocoso indeciso!
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Para apoderarte del Orbe, necesitas sangre de dragón lanzafuego. Luchar con uno de
estos seres parece ser el único modo eficaz de obtenerla.
—Buscaremos un dragón lanzafuego y conseguiremos sangre nueva —declaras
con voz temblorosa.
—Creo que ya nos encontramos en un terreno lo bastante alto como para empezar
a buscarlo —dice Aylmar al comprobar que la vegetación ralea.
Tess envaina la espada y así las manos le quedan libres para trepar por las rocas
irregulares.
—Creo…, creo que por aquí hay una meseta —bufa por encima del hombro.
Las piernas de la guerrera desaparecen cuando sube a un saliente. Esperas que te
ofrezca una mano solitaria, pero no ocurre nada.
Protestas, enfadado, y trepas hasta llegar a la misma altura del saliente. Ves a
Tess, con el cuerpo tenso como el de un felino a punto de saltar.
—¿Qué tal si me ayudas? —preguntas.
—¡Silencio! —ordena con la vista fija en algo que hay más adelante.
Sigues la mirada de Tess a través del saliente hasta una pila de maderos en forma
de nido. Éste se halla ocupado por un caballo con cabeza, alas y garras de águila. ¡Un
hipogrifo! Junto al nido, con las garras preparadas y a punto de atacar, hay otro
ejemplar, evidentemente el macho de la pareja.
—¡No te muevas! —ordena Aylmar a tu izquierda.
El hipogrifo macho ladea la cabeza al oír la voz de Aylmar, abre el pico y emite
un chillido que te hiela la sangre.
Miras a tu izquierda. Aylmar emite también un graznido, que evidentemente
corresponde a la lengua de los hipogrifos. El elfo avanza, sonriendo de oreja a oreja,
y el hipogrifo guarda las garras. Te incorporas confundido, subes al saliente y te
quedas inmóvil junto a Tess.
—¡Es Staldart, mi viejo corcel! —explica Aylmar—. No sabía que vivían tanto
tiempo y es posible que el hipogrifo aún tenga lo que hace falta.
—¿Puede comunicarse con él? —inquieres:
—Por supuesto.
Una idea cruza tu mente.
—En ese caso, pregúntele si ha visto algún dragón lanzafuego —pides.
—Ya se lo he preguntado. Me ha dicho que despeñadero arriba hay una guarida
de lanzafuegos, pero está protegida por varios rocos.
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Rebosas satisfacción.
—Unas pocas rocas no nos asustan, ¿verdad? El escudo de Tess resistió
perfectamente la lluvia de piedras que le arrojó el gigante de las colinas.
Tess pone los ojos en blanco.
—No estamos hablando de rocas, sino de rocos, las enormes y malvadas aves que
roban ganado. ¿No sabes nada de nada?
—No…, pero quiero aprender —replicas humildemente.
Aylmar carraspea.
—Staldart se ha ofrecido a llevarnos donde queramos, siempre que no sea muy
lejos. Como comprenderéis, está envejeciendo —explica.
Asientes con la cabeza. Eso significa que el hipogrifo podría subiros hasta la
guarida de los dragones lanzafuegos.
Empero, si los roeos son tan peligrosos como dicen, tal vez deberías mantenerte a
distancia prudencial. Staldart puede llevaros de regreso a las ruinas, donde estaréis a
salvo de los rocos y los dragones lanzafuegos y podréis buscar a Ludlow antes de que
caiga la noche y el Rey de los Vampiros despierte.
1. Si quieres que el hipo grifo os devuelva a las ruinas del castillo, pasa a la
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—No podemos permitirnos el lujo de esperar a que anochezca —aseguras, inquieto.
Por mucho que te desagrade dejar a Tess, estás deseoso de concluir tu búsqueda lo
más rápidamente posible y retornar a la abadía de Olwen. Te remuerde la conciencia
al ver que el treante se agacha y acuna cálidamente a Tess con sus ramas.
—Estará a salvo conmigo —asegura la extraña criatura—. Le prepararé una
infusión curativa.
En respuesta a tu pregunta, el treante explica que el sepulcro del rey Ludlow se
encuentra en el límite occidental de las ruinas del castillo.
Le das efusivamente las gracias y echas a andar por el bosque rumbo al sol
poniente: Tu infravisión élfica, semejante a la de Aylmar, basta para guiarte bajo la
luz mortecina.
Poco después, divisas un claro. Miras con atención y ves hileras de lápidas rotas y
varias sencillas criptas de piedra. Algunas de las tumbas parecen profanadas, pues la
tierra ha sido removida… Seguramente es obra de saqueadores, te dices
tranquilizadoramente.
De todos modos, prefieres rodear el cementerio. A la derecha, se alza la muralla
del castillo, intacta e impenetrable en esa zona, y a la izquierda, hay un peñasco
irregular que cae hasta el río que corre a sus pies.
—Éste es el cementerio de los plebeyos —explica Aylmar en voz baja.
Nervioso, aferras tu símbolo sagrado e intentas desechar tus miedos pueriles
mientras avanzas entre las lápidas derrumbadas, seguido por Aylmar.
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A mitad de camino, oyes extraños gemidos y gruñidos, acompañados de goznes
que chirrían. ¡Te vuelves y ves que una fina capa de grava suelta sale disparada desde
lo alto de las tumbas profanadas! Unos seres horribles y de grandes colmillos, un
mínimo de veinticinco, saltan y os rodean, gruñendo y enseñando las garras.
—¡Gersham, son espíritus necrófagos! —avisa Aylmar—. ¡Y a juzgar por el olor,
también hay algunos cadáveres! —añade tosiendo—. ¡Deprisa! ¡Muéstrales tu
símbolo sagrado!
Presa de un gran sobresalto, esgrimes el símbolo ante sus espantosos rostros de
muertos vivientes, mientras te concentras. El proceso es lento, pero muchos espíritus
necrófagos se alejan, aterrorizados por la visión de tu símbolo.
A tus espaldas, Aylmar se esfuerza por practicar un hechizo que espante a los
muertos vivientes que aún quedan.
—¡No permitas que te toquen! —avisa—. ¡Te dejarán paralizado!
Aún quedan demasiados espíritus necrófagos. Uno de ellos, cuyos ojos hundidos
centellean, se acerca a ti antes de que puedas eludirlo y te acuchilla el brazo
izquierdo. Tal como te advirtió Aylmar, en pocos segundos empiezas a ponerte rígido.
El símbolo sagrado continúa en tu mano y espanta a unos pocos espíritus necrófagos,
pero los malolientes cadáveres siguen acosándote.
Oyes que Aylmar cae a tus espaldas.
—¡Son demasiados! —jadea—. Tess podría haber cambiado las cosas.
Aylmar se queda mudo. ¿O se trata de que los espíritus necrófagos y los
cadáveres hacen más estrépito en el jolgorio de la victoria? Nunca lo sabrás porque
para ti ha llegado el…
FIN
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La cabeza de la dragona lanzafuego aparece en la entrada de la caverna. Ni siquiera la
posibilidad de regresar a la abadía merece la pena si tienes que cargar con un peso de
conciencia. Extiendes una mano con la palma hacia arriba, ante Tess.
—Tess, devuélveme el huevo… ahora mismo —dices con firmeza.
La guerrera farfulla; pero al ver el brillo de tus ojos, saca el huevo de debajo de su
cota de malla.
—¡Gersham, eres tonto de remate! —afirma, mientras deposita en tu mano el
enorme huevo.
—Es posible, pero por lo menos viviré hasta mañana.
Te vuelves hacia la dragona, esforzándote por dominar el miedo. Dejas
delicadamente el huevo en el suelo, das media vuelta y echas a correr.
Con un grito de alegría, la dragona lanzafuego echa a correr, cobija el huevo con
sus garras y regresa apresuradamente a la cueva.
—Seguramente aún funcionaba el hechizo encantador —dice Aylmar y sonríe—.
¡Bien hecho, Gersham!
Esbozas una sonrisa. Miras a Tess y declaras, enfadado:
—¡No vuelvas a permitir que tu codicia ponga en peligro nuestras vidas o nuestra
búsqueda!
Ojalá tengas agallas para respaldar la amenaza que acabas de pronunciar. Tess se
pone de puntillas presuntuosamente cruzada de brazos, pero no hace el menor
comentario.
Miras al sol, que está a punto de ponerse detrás de las ruinas. Has tardado
demasiado en intentar conseguir la sangre de dragón lanzafuego.
—Aylmar, creo que ha llegado el momento de practicar el hechizo de
teletransporte.
El elfo asiente. Te pone una mano en un hombro y la otra sobre uno de Tess.
Desaparecéis del saliente con un suave chasquido y reaparecéis instantáneamente en
el interior de las ruinas.
—¡Qué fallo! —se queja Aylmar—. Creí que llegaríamos directamente a la sala
principal —se frota la barbilla—. Si la memoria no me engaña, debemos girar
después de pasar la barbacana, cruzar el cuartel y la herrería, subir la escalera y
habremos llegado.
—Bueno, ¿a qué esperamos? —preguntas.
La mano de Aylmar te detiene.
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—¡Gersham, no salgas disparado! ¡Los monstruos han dispuesto de dos siglos
para hacer valer sus derechos en el castillo!
Tess ríe, desdeñosa.
—Tú eres la guerrera —dices; te vuelves y empujas a Tess—. ¡Guíanos!
—Encantada —hace una burlona reverencia.
Su valor te hace gracia. Los rayos del sol, a punto de ponerse, producen extrañas
sombras en medio de las mudas ruinas. Aylmar alza una varita de luz para iluminar la
penumbra.
Por su aspecto, es evidente que el castillo tenía antaño dos plantas, pero parece
que casi todo el segundo piso se ha derrumbado. Es fácil imaginar el esplendor que
en otros tiempos floreció entre esas paredes. Aún quedan vestigios, como la enorme y
barroca estatua de una gárgola caída en medio de los escombros.
—¡Mirad! —te acercas a la estatua. Los anillos relucen en las zarpas de la gárgola
—. Seguramente montaba guardia junto a la puerta del castillo. Es extraño que hasta
ahora nadie se haya llevado estos anillos —te inclinas para quitárselos.
¡Repentinamente la estatua cobra vida! Las zarpas se extienden hacia ti, pero Tess
te aparta. La guerrera se abalanza con la espada presta, golpea y esquiva golpes y
lograr hundir la espada. ¡No surte el menor efecto!
—¿Qué ocurre? —pregunta Tess, azorada.
—¡Necesitas un arma mágica! —declara Aylmar—. Lánzame tu espada
inmediatamente.
Antes de que Tess pueda responder, de las manos de Aylmar parten dos
proyectiles mágicos que alcanzan a la confiada gárgola. La estatua se tambalea,
mirándose las heridas.
Tess se apresura a lanzar su acero a Aylmar, sin apartar la vista de la gárgola. El
elfo vierte un poco de polvo blanco y negro en la palma de una mano, aferra la
espada y murmura unas palabras.
—¡La gárgola ha vuelto al ataque! —avisa Tess, mientras intenta recuperar su
arma.
La guerrera sostiene en alto su acero mágicamente realzado; de un solo golpe
parte la horrible cabeza de la gárgola y se agacha para quitarle los anillos de las
zarpas.
—Larguémonos antes de que aparezca cualquier otra cosa a ver qué ha pasado —
dices, estremecido, y te prometes no volver a caer en otra trampa.
—La escalera está allí —informa Aylmar cuando pasáis junto a la vieja herrería.
Recorres con la mirada la escalinata de piedra en busca de cualquier cosa extraña.
¡A mitad de camino, la escalera está bloqueada por los restos de una pared
derrumbada!
—Y ahora ¿qué hacemos? ¿Hay otra escalera?
—Vayamos por allí —dice Aylmar y señala con la cabeza una montaña de
bloques de piedra que se alzan al otro lado del patio.
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—¡Un momento! —exclamas—. Parece que la mitad de la primera planta se ha
derrumbado. No sabemos si el Orbe o la sala principal permanecen en pie. Antes de
seguir buscando inútilmente, practicaré un hechizo de localización de objetos.
Mientras rezas, recuerdas las palabras del hechizo, uno de tus preferidos. Te
concentras en el Orbe. Gradualmente, giras treinta grados a la derecha y levantas la
cabeza.
—Está ahí arriba; estoy seguro —declaras.
Aylmar se rasca la frente ensimismado.
—Creo que conozco otro modo de llegar al primer piso. Aunque quizás tardemos
un rato en encontrar el camino —dice, vacilante.
—Mover esos bloques también nos llevaría tiempo —reconoces:
—Busquemos el otro camino —interviene Tess, irritada—. ¿A quién le gusta
acarrear piedras?
—Inquieto, arrastras un pie por el suelo. Estás muy cerca de llegar a tu destino,
pero es imposible saber cuánto tardarás en apartar los escombros. Cabe la posibilidad
de que algunos bloques de piedra sean demasiado pesados y no puedas moverlos.
Además, la escalera no parece estar en muy buen estado.
Aylmar cree conocer un camino. ¿Qué ocurriría si no lo encuentra, si está
bloqueado o protegido por otros monstruos? Aquí al menos sabes con qué te
enfrentas. Tienes que decidir cuál es el camino más rápido… y más seguro.
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Puesto que, según el tonelero, no hay puerta trasera, en algún momento el caballero
tendrá que franquear la puerta principal.
—Esperemos a que salga —propones.
Tess aprieta los labios, desilusionada. Suspira y adopta una posición cómoda,
apoyándose en el borde del abrevadero.
—No servirá de nada que nos quedemos en un lugar en el que pueden vernos
desde el interior de la tienda. El caballero no saldrá.
Ayudas a Tess a ponerse en pie y cruzáis la calle, donde los tres os confundís
entre el gentío que atesta el mercado.
Aylmar os ofrece un trozo de carne seca que le compra a un buhonero. Tienes la
sensación de que han pasado muchos días desde que desayunaste en la abadía.
Devoras la carne y te chupas los dedos con fruición.
Aunque vigilas la tienda atentamente, transcurren veinte minutos sin que el
caballero dé la menor señal de vida. Llegas a la conclusión de que no puedes darte el
lujo de seguir esperando.
—Esto puede durar una eternidad. Estamos perdiendo el tiempo —suspiras—.
Tendremos que intentar otra opción.
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Tess opina que os quedan un mínimo de seis horas de luz. Parece tiempo más que
suficiente para encontrar al vampiro dormido. Abrigas la esperanza de que tu
ignorancia no te lleve a sacar conclusiones erróneas.
Te tiembla ligeramente la voz cuando dices:
—Si partimos enseguida, encontraremos al vampiro y lo sorprenderemos mientras
duerme, no necesitaremos más provisiones para derrotar a Ludlow.
Para sorpresa tuya, Aylmar asiente.
—Parece perfecto… en teoría —declara titubeante, pero poniendo de manifiesto
el significado de sus palabras.
Tu alegría se disipa. ¿Significa acaso que Aylmar opina que no deberíais partir en
esas condiciones? ¡Ojalá el elfo no fuera tan parco en palabras! Contemplas su
anciano rostro, salpicado de pecas. Sus penetrantes ojos violeta parecen decir desde
lo más recóndito: «¡Gersham, hazlo!».
Adoptas la decisión que te parece más segura.
—¡Partiremos inmediatamente a la búsqueda del sepulcro de Ludlow! —
anuncias.
Rezas a tus dioses para que esa decisión te conduzca rápidamente a la prueba que
necesitas para regresar a la abadía de Olwen.
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Aylmar es más viejo, más sabio y más poderoso que tú. Seguramente conoce un
hechizo para destruir a Ludlow o, al menos, para impedir que reúna a los dragones.
Muy por encima de tu cabeza, sobre el parapeto del castillo, Ludlow alza
reverentemente el Orbe con ambas manos, como si lo ofreciera a las bullentes y
coléricas nubes.
—¡Piense en un hechizo para detenerlo! —pides al elfo pelirrojo.
Te mira sorprendido.
—Estoy demasiado lejos para que funcione un hechizo —murmura; pero
enseguida asiente con la cabeza—; aunque creo que un elemento de fuego surtirá
efecto. —Se vuelve hacia Tess—. Muchacha, enciende tu antorcha.
Tess moja rápidamente la punta de una antorcha en aceite de un frasco, pasa el
pedernal por el acero y entrega al elfo la luz llameante. Ves, azorado, que Aylmar
prende fuego a unos matorrales secos. Con el rostro contraído a causa del esfuerzo de
concentración, el elfo se echa en la palma de la mano unos polvos que ha sacado de
una bolsa y los arroja al fuego, al mismo tiempo que pronuncia las palabras del
hechizo.
Retrocedes sorprendido a medida que el fuego adquiere forma casi humana y
crece constantemente. Aumenta de tamaño como una ola descomunal. Aylmar parece
controlarlo, guiarlo con la mano, totalmente concentrado en su tarea.
—¿Esto es un elemento de fuego? —preguntas, desconcertado.
—¡Silencio! —ordena Tess y te lleva aparte—. Aylmar tiene que concentrarse
totalmente para dominarlo. De lo contrario, el elemento se volverá contra él.
—Ah.
Guardas silencio, hipnotizado, mientras el viejo mago ordena al elemento de
fuego que escale los derruidos muros del castillo.
Las potentes llamas se extienden y chasquean como un látigo.
Súbitamente Ludlow percibe la llegada del fuego. Baja los brazos y, como si
estuviera transfigurado, contempla el elemento de fuego. Bruscamente las llamas
reducen su avance y se detienen. ¡Con gesto vengativo, se vuelven y apuntan a su
creador!
—¡Aylmar! —gritas. Saltas para apartarlo de la trayectoria del fuego, pero el elfo
te rechaza con sorprendente fuerza. Caes a tres metros—. ¡Corra, Aylmar! —gritas
desesperado y con un nudo de temor en la boca del estómago.
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Es demasiado tarde. En cuestión de segundos, las llamas consumen a Aylmar y
prenden en la delgada vestimenta que lleva bajo la armadura. El elemento de fuego se
desvanece casi instantáneamente.
Corres sollozante junto a Aylmar y lo tapas con tierra para apagar las llamas.
Cuando el fuego cesa, acercas agua a sus labios quemados en un inútil intento por
aliviar sus sufrimientos.
—Después de todo…, he ganado —murmura, dolorido, mientras intenta esbozar
una sonrisa postrera—. Dije que te demostraría que la única persona a la que vale la
pena ayudar… es a uno mismo —tose y escupe sangre.
Tess, que solloza quedamente, cae a tu lado de rodillas. Procuras dominar el nudo
que tienes en la garganta. Te secas las lágrimas.
—Tenemos que llevarlo a casa para poder atenderlo.
La mirada de Aylmar se torna opaca.
—Creo que ninguno de nosotros volverá a casa. —Hace un gran esfuerzo por
levantar un dedo y señala el muro, a tus espaldas—. ¡Mirad!
Un cacareo perverso escinde el aire. Te acuerdas de Ludlow y giras la cabeza. En
el cielo negro, morado y verde a la vez, aletean decenas —¡no!, ¡centenares!— de
inmensos dragones que caen sobre el confiado reino que duerme. Un temor profundo
y gélido traspasa tu alma, a medida que en el mundo real se cumple tu visión del
desastre…
La mano de Aylmar descansa, helada, entre las tuyas. Una sombra enorme surge
de entre la legión de dragones y sobrevuela vuestras cabezas. Hasta Tess se estremece
cuando la voz ronca de Ludlow grita estentóreamente desde el parapeto:
—¡Vosotros tres no sois más que los primeros en morir! ¡Ahora nada puede
detenerme!
El dragón gira y desciende en picado hacia ti, mientras las llamas acarician sus
afilados colmillos. Comprendes que, para ti, ha llegado el…
FIN
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Tu objetivo consiste en demostrar tu sinceridad y, por ende, tu madurez, ante el
consejo de la abadía de Olwen, y recuperar el Orbe antes de que Ludlow se apodere
de él. Miras hacia las escarpadas tierras de King’s Crag y tomas una decisión.
—Buscaremos el Orbe llevando la sangre vieja —declaras y partes hacia las
ruinas de la barbacana del castillo.
De mala gana, Tess da largas zancadas a tu lado. Aylmar no manifiesta su
opinión.
Antes de franquear la puerta, practicas un hechizo de detección de trampas: no
hay nada. En el interior, los escombros proyectan largas y extrañas sombras en las
paredes y los pasadizos de tierra del castillo, cubiertos de enredaderas silvestres.
—Si la memoria no me falla, después del cuartel hay una escalera que lleva al
primer piso —susurra Aylmar y señala hacia la derecha.
—Perfecto —dices—. Hacia allí nos…
—¡Ven! —sisea una voz aguda a tu izquierda—. ¡Por aquí! —insiste la voz.
Desconcertado, miras en dirección a la voz, pero sólo divisas paredes derruidas y
una estatua de piedra. Ésta representa a un ser con cabeza de mujer, torso de león y
alas de águila. ¡Súbitamente la estatua mueve la cabeza! Abres los ojos
desmesuradamente.
—Eso es…
—Soy yo, la ginoesfinge, la que habla —dicen los labios de la estatua. Te acercas,
cauteloso—. ¿Por casualidad no estarás buscando el Orbe?
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Asientes sin pensar en lo que haces.
—¿Cómo…, cómo lo sabes?
—Porque aquí no hay otras cosas, si exceptuamos los monstruos —responde.
Hace una pausa y añade presuntuosa—: Además, soy muy lista. Puedo percibir este
tipo de actos.
—Evidentemente no eres lo bastante lista, pues no pudiste impedir que te
convirtieran en piedra —se burla Tess.
La ginoesfinge vuelve la cabeza para mirar con disgusto a la guerrera.
—No serías tan soberbia si supieras lo que hago con los seres que habitan este
lugar, que viven en las ruinas —chasquea la lengua.
Aylmar te lleva aparte.
—Las ginoesfinges son muy sabias y gustan de regatear. Tal vez puedas
intercambiar algo con ella a cambio de información —comenta.
—¡Vaya, es exactamente lo que estoy pensando! —interrumpe la ginoesfinge y
ronronea seductoramente—. Entre los tesoros guardados en el cofre que tengo a mis
espaldas, hay un pergamino que anulará esta pétrea maldición. Como es evidente, no
llego al cofre —añade, pesarosa—. Si lees en voz alta el texto del pergamino y me
liberas, te descubriré la existencia de cualquier trampa o monstruo que pueda haber
entre las ruinas.
Ladeas la cabeza y entrecierras los ojos.
—¿Cómo podemos estar seguros de que vale la peña confiar en ti?
La estatua ríe.
—Yo tengo más que perder que vosotros. ¡Te entregaré la llave de mi tesoro!
Tess se inclina y te susurra al oído:
—¡No lo hagas! Se sabe que las ginoesfinges devoran a la gente sin vacilación ni
motivo. ¡Puesto que me prometiste tesoros, apoderémonos del de ella y sigamos
buscando el Orbe!
Las palabras de Tess te hacen pensar. Aunque la información de la ginoesfinge
podría ser útil, no quieres que te coman vivo. Por otro lado, a pesar de que la idea de
robar te desagrada, el tesoro de la ginoesfinge parece presa fácil… y probablemente
serviría para que Tess te dejase en paz con respecto al botín. Puedes pasar totalmente
de la ginoesfinge y su tesoro y proseguir la búsqueda del Orbe.
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Edric acaba de salir del sepulcro y hace dos siglos que Aylmar no lo pisa. No tienes
tiempo para andarte con rodeos.
—Comprobemos las palabras de Edric —propones.
Aylmar frunce el ceño, pero acepta tu decisión. Tess os guía.
—Podría habernos dado explicaciones más claras —protesta y corta las
enredaderas con su espada.
Avanzáis penosamente en medio de la densa maleza. A lo lejos, el aullido de un
lobo solitario te hiela la sangre. Tess deambula impaciente mientras la aguzada vista
de elfo de Aylmar escudriña el horizonte.
—¿Qué es eso? —pregunta repentinamente el elfo y señala un lugar oscuro donde
la mala hierba ha sido podada y los árboles jóvenes arrancados de raíz.
—¡Es un agujero! —exclamas.
Tess se agacha a mirar y resopla, escéptica.
—No es muy grande. Hasta un semielfo delgado tendría dificultades para pasar
por él.
La miras con expresión de disgusto, pero reconoces que tiene razón. El agujero es
más pequeño de lo que suponías. Y si por casualidad no desembocara en el sepulcro,
¿quién sabe qué seres podrían acechar allí?
No obstante, Edric era muy delgado. ¿Es posible que el agujero sea sólo
coincidencia?
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Los cerdos chillan cuando te acercas y por la puerta se asoma una joven humana, con
un sucio pañuelo sobre su cabellera rubia clara.
—¡Aylmar! ¡Vaya, hacía mucho que no te veía! —lo saluda cariñosamente,
mientras a ti te ignora.
—Tess, te presento a Gersham Cullen, uno de los clérigos de la abadía. Te contará
una historia sorprendente.
Tess se seca las manos en el sucio delantal mientras te mira de arriba abajo.
—Será mejor que entres, si no quieres estar en medio de los cerdos.
—¿No deberíamos dejar de perder tiempo y pedirle que busque a su padre? —
preguntas en voz baja a Aylmar.
El viejo elfo echa hacia atrás su roja cabeza y suelta una carcajada ronca y
gutural.
—¡Ella es el guerrero!
Te ruborizas mientras sigues al elfo hasta el interior de la casita. ¡Una chica!
Sospechas que no será de mucha ayuda. Sin embargo, es posible que Aylmar sepa
algo que tú ignoras y por eso no dices nada.
Bajas, nervioso, la cabeza y buscas una silla en la minúscula vivienda, tan sucia
como ordenada la de Aylmar. Tess echa una gallina al suelo y queda libre un banco.
Te sientes incómodo mientras narras la historia de tu visión, el posterior destierro de
la abadía y la explicación de Aylmar sobre Ludlow.
—Como puedes ver, necesitamos tu ayuda —concluyes modestamente.
—¡Ya lo creo! —exclama Tess—. Ahora bien, quiero saber una cosa, ¿cuál será
mi beneficio?
¡Ahora sabes por qué Aylmar se lleva bien con la chica! Te preguntas si no hay
nadie que sea capaz de hacer algo simplemente porque es lo justo. Recuerdas que,
aunque quieres salvar a seres inocentes, el principal motivo de tu búsqueda es poder
regresar a la abadía.
—No importa —suspiras—. Puedes quedarte con mi parte de cualquier tesoro que
encontremos.
—¿Además de la mía? —quiere saber. Asientes con la cabeza—. De acuerdo.
Además, parece lo bastante peligroso para despertar mi interés. Estaré lista en un
minuto —añade y desaparece detrás de una cortina mugrienta.
—¿Está seguro de que el Orbe sigue donde lo dejó? —preguntas a Aylmar cuando
os quedáis a solas.
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—Seguro, de lo contrario nos habríamos enterado. Está a la vista de todos, sobre
un pedestal, en la sala principal de las ruinas del castillo.
—Entonces podremos entrar y hacernos con él, ¿no es así?
—No. Si eso fuera posible, ya habría ido alguien a buscarlo.
—No se me había ocurrido esa posibilidad —comentas, decepcionado.
—Es evidente —asegura Aylmar y enarca una ceja—. Pero sabemos algo que los
vándalos ignoran. Para apoderarse del Orbe, debes poseer la sangre de un dragón
lanzafuego —tose, molesto—. Lamentablemente, Ludlow, también lo sabe.
Te ruborizas, irritado. Sabes que los lanzafuegos son dragones y que éstos son
criaturas legendarias y mortales.
—¿Por qué no me lo dijo antes?
Aylmar se encoge de hombros.
—No me lo preguntaste. Además, ¿habría cambiado algo?
—¡Por supuesto! ¡Yo no sabía que antes que nada tendríamos que luchar con los
dragones!
—Yo no he dicho eso —se apresura a aclarar el elfo—. Aún tengo un frasco de
sangre de dragón lanzafuego que utilicé hace dos siglos.
Entrecierras los ojos, receloso.
—¿Qué más ha omitido contarme?
—Bueno, es posible que la sangre haya perdido su potencia.
—Propongo que busquemos un dragón lanzafuego y nos cercioremos —dice
Tess, que se presenta vestida con una brillante cota de malla.
Te vuelves hacia el guía.
—Sé que el Orbe se encuentra entre las ruinas del castillo Crag. ¿Dónde
podremos encontrar un dragón lanzafuego?
—Entre las rocas y los peñascos. El lugar más próximo es King’s Crag, por
encima de las ruinas —declara, decidida, la guerrera.
No sabes qué hacer. ¡Si tuvieras la firmeza de Tess o la experiencia de Aylmar!
¡Ojalá pudieras volver a la seguridad de la abadía y decirle a tus superiores que tu
visión sólo fue un sueño! Sin embargo, no puedes mentir… ni regresar hasta que
pruebes tu veracidad.
Empero, aún estás a tiempo para cambiar de idea y perseguir a Ludlow…
—Gersham, no olvides que Ludlow también necesita sangre de dragón
lanzafuego —añade Aylmar—. Es posible que con respecto a esta cuestión tengamos
ventaja.
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2. Si prefieres seguir en pos del Orbe, decide si utilizarás el frasco de sangre
vieja de dragón lanzafuego de Aylmar o si buscarás sangre nueva.
Cualquiera que sea tu elección, pasa a la página 22.
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Es posible que tengas que afrontar peligros en las ruinas del castillo, pero no puedes
perder el tiempo dando un rodeo.
—¡Deprisa, a las ruinas! —gritas.
Corres por la derruida barbacana del castillo y sigues un pasillo curvo. Los gritos
de los ogros cesan en las mismas puertas del derruido castillo. Te detienes para
recobrar el aliento y comentas:
—No nos siguen. ¿No os parece extraño?
—Es realmente curioso —coincide Aylmar.
—Nos hemos librado de ellos…, ¿de qué os quejáis? —interviene Tess.
Un pie de la chica, cubierto por una bota, se posa sobre un mosaico multicolor.
Tus sensibles oídos detectan el sonido de una roca chocando contra otra. Alzas la
vista y, sobre la cabeza de Tess, divisas una piedra que se mueve y comienza a rodar.
—¡Cuidado! —gritas, al tiempo que la apartas con tu cuerpo.
La gigantesca piedra cae en el lugar donde se encontraba Tess una fracción de
segundo antes y se hace añicos.
—Gra… gracias —tartamudea y se yergue para sacudirse el polvo. Te ofrece la
mano. Te encoges de hombros.
—El mosaico que pisaste debía de ser una placa de presión que ponía en
movimiento la piedra.
Tess se sonroja, incómoda, y, con el propósito de cambiar de tema, pregunta:
—¿Dónde está Aylmar?
Adviertes que el elfo pelirrojo no aparece. El temor te eriza los pelos de la nuca.
—¡Mira! —dice Tess y señala una luz que brilla débilmente más allá de un
recodo del pasillo.
Echáis a correr pasillo abajo.
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Encontráis al elfo con una resplandeciente varita de luz en la mano, con la que
ilumina una extraña bola blanca que reposa sobre una pequeña mesa de cristal.
Aylmar se mantiene a distancia, con expresión de desconcierto.
—Aylmar, ¿qué es? —preguntas en voz baja.
—¡El Orbe del dragón lanzafuego! —replica.
¡Apenas puedes creerlo! Adviertes que Aylmar mantiene su expresión sombría.
—¿Cuál es el problema?
Su mirada no se aparta del Orbe.
—No es aquí donde lo dejé —explica.
—¿Y qué? —pregunta Tess—. ¡Supongo que alguien lo habrá cambiado de lugar
durante los últimos doscientos años!
—Cabe esa posibilidad, pero… ¿por qué? —inquiere—. ¿Por qué no se lo
llevaron?
Las dudas del elfo te preocupan. Tal vez deberías apelar a un hechizo para
comprobar si hay trampa en el Orbe. Pero antes de que puedas plantearlo, Tess se
adelanta impaciente para asir el Orbe. En cuanto su mano toca el artefacto mágico,
éste se transforma en una bola deforme que ataca y golpea el brazo de Tess. La risa
de la muchacha se convierte en un quejido cada vez más débil.
—¡Es una imitación! —grita Aylmar, mientras se dispone a preparar un hechizo a
toda velocidad.
Impulsivamente arrancas el objeto del brazo de Tess. La bola te sujeta y provoca
agudos dolores en tu brazo. ¡Te golpea una y otra vez!
Sabías que las ruinas eran peligrosas. Por eso ni siquiera los ogros querían entrar.
A medida que la vida te abandona, comprendes claramente que debiste tener más
cuidado…
FIN
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En tu condición de clérigo, tienes el deber de ayudar a los demás…, aunque se tratara
de un ser insignificante. Además, la ginoesfinge puede proporcionarte información
valiosa.
—¿Prometes que, si te liberamos, nos ayudarás y no nos harás daño? —
preguntas.
—¡Por supuesto! —replica la ginoesfinge.
—¡No puedo creer lo que este crío está a punto de hacer! —protesta Tess con los
dientes apretados.
Las dudas vuelven a acosarte. Sorprendido, oyes decir a Aylmar:
—Tess, Gersham tiene que seguir los dictados de su conciencia.
Un poco más seguro, te acercas a la esfinge y preguntas:
—¿Dónde está el pergamino?
—En el cofre del tesoro —responde.
Rodeas su pétrea figura y te agachas junto el cofre metálico.
—Ah, ¿te dije que el cofre tiene trampa? —pregunta la ginoesfinge con tono
cándido.
Detienes la mano a pocos centímetros del cofre.
—¿Qué tipo de trampa?
—En realidad, se trata de una nadería —dice apresuradamente—. Un gas mortal
saldrá del cofre y te matará si lo abres incorrectamente, eso es todo.
—¡Gersham, ya te lo decía yo! —interviene Tess, orgullosa de sí misma.
—Sin embargo, es muy fácil desmontar la trampa —añade dulcemente la
ginoesfinge—. Basta con apretar el botón que hay en la parte inferior del cofre.
Te yergues lentamente y te secas el sudor de la frente con una manga. Mientras tu
corazón regulariza sus latidos, puedes volver a pensar. Si la ginoesfinge se hubiera
propuesto matarte, no habría mencionado la trampa. Vuelves a agacharte hacia el
cofre.
Tess avanza, apunta con la espada a la cabeza de la ginoesfinge y declara:
—¡Gersham, si el cofre tiene alguna trampa, la esfinge lo pagará muy caro!
Buscas una muesca redonda en la parte inferior del cofre. Rezas una breve
plegaria a tus dioses y aprietas. Se oye un chasquido.
Tu corazón late enloquecido mientras con ambas manos levantas la tapa del cofre.
¡No pasa nada! Olisqueas el aire, expectante, pero no percibes el menor olor a gas.
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Suspiras, metes una mano en el cofre y retiras un pergamino. Lo despliegas, te
sitúas delante de la esfinge y recitas:
—¡De piedra a carne!
—¿Eso es todo? —pregunta Tess y te arrebata el pergamino de las manos.
Asientes con la cabeza.
La ginoesfinge se despereza voluptuosamente y flexiona sus garras rígidas a
medida que recobra, gradualmente, la carne y la sangre.
—¿Qué esperabas, una obra en tres actos? —pregunta con el ceño fruncido.
Aylmar mira, nervioso, hacia el sol poniente.
—Tenemos prisa —explicas—. Dinos qué es lo que debemos evitar entre las
ruinas.
La ginoesfinge da saltitos y extiende las alas.
—¿Cómo? Ah, sí. Bueno, de algún lugar cuelga una medusa y he visto un gigante
de las colinas y varios lobos —explica, mientras se lustra las garras en su brazo
peludo.
—¿Dónde están? —preguntas molesto por su imprecisión.
La esfinge te mira sorprendida.
—¡Oye, tonto, no permanecen en el mismo sitio!
—Claro, tiene razón —reconoce Aylmar.
Cansado, te frotas la cara, das las gracias a la ginoesfinge y sigues tu camino.
Emprender una aventura equivale a aprender una lección tras otra. Pero aunque la
información de aquella criatura no es tan útil como esperabas, no te ha hecho ningún
daño.
—La escalera está por allí —dice Aylmar—. Es el único camino para llegar al
Orbe.
Al acercaros a la escalera, cae súbitamente un trozo pequeño de sustancia
pegajosa de color marrón sobre el brazo derecho del elfo, que instantáneamente rueda
aullando por el suelo.
—Es una morcilla —chilla Tess, mirando hacia lo alto de la escalera y la arcada.
Sujetas la armadura del elfo caído y lo apartas de la mortífera morcilla.
—¡Gersham, tienes que quemarla! —jadea Aylmar y hace una mueca de dolor—.
En mi mochila hay frascos de aceite.
Sacas el aceite y enciendes un delgado palo.
—¡Aparte la vista! —pides.
Aylmar hace una mueca y gira la cabeza. Te armas de valor y acercas la llama al
pequeño círculo de morcilla que se aferra al hombro de Aylmar. El elfo jadea pero no
dice nada a medida que la mortífera sustancia humea y se consume. Practicas
rápidamente un hechizo para curar heridas leves.
Sin pensarlo dos veces, abres los frascos y esparces el aceite por la arcada y la
escalera. Tess rasca el pedernal contra el acero, produce una chispa y enciende el
aceite.
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En la mano aún tienes un frasco de aceite. Lo destapas y arrojas el contenido al
fuego. En lugar de incendiarse, el líquido chisporrotea y provoca un humo rojo. El
aceite debe estar en mal estado.
Al ver el humo rojo, Aylmar lucha por llegar hasta su mochila. Frenético, la pone
del revés y saca todo lo que contiene. Después te mira con profundo pesar.
—El último frasco contenía sangre vieja de dragón lanzafuego —explica,
apenado—. Tendría que haberte avisado.
Los restos de morcilla caen.
Evalúas la situación. Ahora nada te impide apoderarte del Orbe…, pero no podrás
conquistarlo si careces de sangre de dragón lanzafuego.
—Aún falta un rato para el anochecer —afirma Aylmar serenamente—.
Podríamos retroceder y buscar sangre nueva.
Después de las peripecias vividas, no quieres tener nada que ver con la sangre de
dragón lanzafuego. El sepulcro de Ludlow debe estar cerca y aún queda un rato de
luz antes de que despierte.
Cualquiera que sea el camino que escojas, tienes que abandonar las ruinas. Casi
curado del todo, Aylmar os guía a través de la barbacana y franqueáis la puerta que
lleva al lado este de las ruinas. Y ahora ¿qué debes hacer?
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Tienes que hacer perder tiempo a Ludlow hasta que amanezca, pero no sabes cómo
conseguirlo. Descubres, un pequeño montón de piedras junto a la entrada del
sepulcro.
—¡Recoged piedras! ¡Se las arrojaremos! —dices y te agachas para apoderarte de
un puñado.
—¿De qué servirá? —quiere saber Tess—. Ni siquiera se dará cuenta.
A la desesperada, arrojas piedras a Ludlow. Las primeras ni siquiera lo tocan.
—No es necesario que le hagamos daño —explicas deprisa—. ¡Bastará con que lo
distraigamos hasta que salga el sol!
—¡Podría funcionar! —reconoce Tess.
La briosa guerrera se agacha para hacerse con algunas piedras. Su primer
lanzamiento golpea en los brazos levantados de Ludlow.
Picado, haces un gran esfuerzo y golpeas al vampiro en el pecho, pero éste no
cesa de convocar a los dragones. ¡No se le mueve un pelo!
—¡No funciona! —gritas, desesperado—. ¡Estas piedras parecen mosquitos!
—¡Ten paciencia, Gersham! —te alienta Aylmar y arroja un puñado de piedras
contra el vampiro.
En lo alto del parapeto, Ludlow continúa con los brazos levantados en gesto de
convocatoria y la expresión convertida en una maligna máscara de concentración.
Como si se tratara de un director de orquesta, ordena las nubes arremolinadas,
mientras los truenos suenan a modo de percusión.
De pronto, Ludlow suelta un rugido de cólera y aparta sin dificultad la lluvia de
piedras de Aylmar, pero es evidente que vuestros esfuerzos perturban su
concentración.
—¡Sigamos! ¡Más rápido! —gritas, alentador, y un puñado de piedras cae sobre
Ludlow.
De repente, un rayo zigzaguea en el cielo e ilumina el rostro del Rey de los
Vampiros. Parece haber comprendido algo y se vuelve para hacer frente al sol
naciente. Chilla como una bestia herida, se acomoda el Orbe bajo el brazo y se
dispone a escalar el muro del castillo.
—Ludlow no posee poderes mágicos —comenta Aylmar, pensativo—.
Seguramente utiliza la fuerza del Orbe para bajar como una araña.
—¡Eso no importa! —opinas—. ¡Intentará volver a meterse en el sepulcro!
¡Tenemos que impedírselo!
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El odio hacia el perverso vampiro te domina mientras, desesperado, piensas cómo
puedes detenerlo, obligarlo a permanecer fuera del sepulcro hasta que salga el sol.
—Será difícil, tal vez imposible, detenerlo con el Orbe en su poder —advierte
Aylmar.
Tess se planta decidida ante la abertura de la tumba y esgrime su espada como un
hacha mientras Ludlow llega al suelo y se vuelve, con el rostro demudado por la
rabia.
—¡Aylmar, esperaba una lucha más encarnizada de tu parte! —se mofa Ludlow.
Repentinamente el Rey de los Vampiros ataca a Tess y clava sus uñas sucias y
recortadas en la muñeca izquierda de la guerrera. La muchacha grita de dolor,
mientras cae de rodillas lentamente.
Preparas instintivamente un frasco de agua bendita y arrojas el contenido al rostro
del perverso Rey de los Vampiros. Ludlow trastabilla a ciegas, pasa junto a la
guerrera caída y cruza la abertura.
Ayudas a Tess a levantarse.
—Estoy bien —asegura ella débilmente—. Sólo me dejó sin fuerzas.
El sol vence sobre la oscuridad.
—¡Estuvimos a punto de atraparlo! —suspiras—. Al menos lo hemos debilitado.
Creo que ahora tendremos que entrar y luchar con él.
—No necesariamente —opina Tess—. Propongo que esperemos a que se duerma
y que entonces entremos y lo matemos.
—Tess, has tenido una buena idea —reconoces.
Te dispones a esperar, pero las palabras de Aylmar te provocan una gran
inquietud.
—Ludlow debió de pensar en esa posibilidad. ¿Por qué otra razón se iba a meter
en el sepulcro? —menea la cabeza—. Aunque ahora es débil, con el Orbe en su
poder, ¿quién sabe qué trampa nos preparará si seguimos esperando? —Aylmar se
muerde el labio—. Gersham, ésta es una decisión muy difícil de tomar.
El viejo elfo tiene razón. ¡Es la decisión más difícil! ¡Aunque ahora te cuesta
menos tomar decisiones que al principio de la aventura, tomar ésta no es fácil!
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Conoces bien los problemas que tendrás que afrontar apartando los escombros de la
escalera, pero no sabes con qué te toparás si buscas otro camino para llegar a la sala
principal.
—Despejemos la escalera —decides.
El proceso es lento y agotador, pero en menos tiempo del que habías previsto
lográis abrir una senda lo bastante ancha como para que pase el fornido elfo. Tess
sube corriendo, estudia cautelosa la abertura, echa un vistazo a su alrededor y os hace
señas de que la sigáis. Pasas y esperas el ascenso de Aylmar.
Bruscamente los escalones crujen a causa del incremento de peso. A cuatro
escalones de la cima de la escalera, Aylmar abre los ojos alarmado. Te estiras, lo
tomas de la mano y lo ayudas a llegar a lugar seguro en el mismo instante en que los
escalones caen como fichas de dominó. Tu corazón recupera su ritmo normal a
medida que el polvo se asienta.
Aclaras rápidamente tus ideas.
—Tanto ruido llamará la atención. ¡Recuperemos el Orbe y salgamos de aquí
inmediatamente!
La sala principal se halla bañada por un suave resplandor azulado. Las paredes
están decoradas con escudos, ballestas y otras armas.
—Aunque cubierta por un poco de polvo, la sala está tal como la recordaba —
comenta Aylmar a tu lado.
Por fin tus ojos localizan la fuente del extraño resplandor azulado. En un pedestal
de mármol blanco que se alza en el centro de la sala reposa el Orbe del dragón
lanzafuego. El pedestal está rodeado por un horrible montón de restos humanos que,
evidentemente, corresponden a aventureros que no desentrañaron el secreto del Orbe.
Abres la boca espantado al ver que, con los ojos vidriosos y las manos extendidas,
Tess se aproxima al Orbe e involuntariamente está a punto de sumarse a la pila de
cadáveres. Sin pensártelo dos veces, echas a correr y le tiendes una zancadilla justo
antes de que las manos de la guerrera toquen la oscura y tallada superficie del Orbe.
—¿Qué…? —murmura Tess y parpadea.
—El Orbe te había puesto bajo su órbita de influencia —tragas saliva—. Estuviste
a punto de suicidarte.
Tess mira el Orbe con curiosidad y tose. La obligas a apartar la cabeza.
—Tal vez sea menos potente si no lo miras. —Hay algo en el Orbe que te
inquieta. Te das cuenta de qué se trata y exclamas—: ¡Es azul! ¡El poema de mi
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visión decía que el Orbe era blanco!
Aylmar te da con el codo y te entrega un frío frasco de cobre.
—Vierte su contenido sobre el Orbe y verás qué ocurre —propone.
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Nervioso, te muerdes el labio y avanzas pasito a pasito mientras el martilleo de tu
corazón ahoga cualquier otro sonido. El tapón del frasco sale fácilmente. Alzas el
frasco por encima del Orbe con mano temblorosa y lo inclinas para derramar su
contenido. Cuando la sangre del dragón lanzafuego entra en contacto con el Orbe el
aire se enciende y la bola queda rodeada de llamas y humo rojos. Respiras ese aire y
te sientes extrañamente renovado.
Tu primer impulso es tratar de extinguir el fuego, pero antes de que puedas
moverte el humo y las llamas se apagan sin que nadie intervenga y aparece un Orbe
de jade blanco sedoso, lustroso y adornado con dragones y serpientes entrelazados.
—Dos serpientes entrelazadas…; ¡es el símbolo de Ludlow! —murmura Aylmar a
tus espaldas.
Con mano firme, apartas el frío globo blanco del pedestal. Te sientes muy raro…
hasta cierto punto, más poderoso, más seguro.
Te vuelves triunfal hacia Aylmar y Tess y percibes codicia y envidia en sus
miradas. ¡Quieren apoderarse del Orbe! Te vuelves e impides que lo vean. No sientes
miedo, sino cólera. ¡El Orbe te pertenece!
Estás decidido a salir de allí. Echas a correr hacia donde estaba la escalera.
—¡Fantástico! —exclamas al recordar que la escalera se ha derrumbado—.
¿Cómo haré para bajar?
—Existen varias posibilidades, pero yo te sugiero un hechizo de caída de plumas
—responde Aylmar serenamente.
Lo miras receloso y procuras adivinar cuál es su ardid. ¿Pretende hacer algún tipo
de trampa para apoderarse del Orbe? No parece que tengas más opción que confiar en
él…, de momento.
—Yo soy la guerrera —declara Tess—. Practica primero tu hechizo de caída de
plumas conmigo; descenderé flotando y comprobaré que no hay peligro. Después
podréis lanzarme el Orbe y seguirme.
—¡Nanay! —exclamas rotundamente—. ¡Ni lo sueñes! ¡Serías capaz de largarte
con el Orbe y venderlo al mejor postor!
—¡Es injusto! —protesta Tess y te mira rabiosa.
—Iremos juntos —os interrumpe Aylmar pacientemente, como si estuviera
hablando con niños.
Proteges el Orbe de sus miradas codiciosas, franqueas el umbral y desciendes al
suelo delicadamente junto a tus compañeros.
Tess acerca furtivamente la mano al Orbe, pero le das una violenta palmada.
—¡Tess, no se te ocurra volver a tocar mi Orbe! ¡Estás advertida! —gruñes.
—¡No es tuyo! —la guerrera pone mala cara.
Aylmar tose.
—Gersham, Tess tiene razón. No es tuyo.
Te apartas de tus compañeros de aventuras y ríes enloquecido.
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—¡Al fin y al cabo, yo tenía razón! ¡Queréis quitarme el Orbe! ¡Nunca lo
tendréis!
Un músculo se crispa en la mejilla de Aylmar.
—Gersham, antes de iniciar la búsqueda te dije que lo único que quería era estar
en paz —su voz adquiere una terrible potencia—. ¿No te das cuenta de la influencia
que el Orbe ejerce sobre ti? ¿No percibes su codicia, su envidia, su odio?
—¡El Orbe no me ha hecho nada…, sois vosotros los que queréis fastidiarme!
Te apartas colérico del elfo, mientras tu mente gira vertiginosamente. Te sientes
algo distinto…, menos asustado, más poderoso. Y eso ¿qué tiene de malo? Siempre
habías soñado con ser más audaz. ¡Y ahora Tess no podrá tildarte de cobarde
estúpido!
—¿Qué harás con el Orbe? —la voz de Aylmar interrumpe tu ensueño.
No habías pensado en lo que harías después de conquistar el Orbe.
—No…, no lo sé —replicas.
Emprendiste la búsqueda en virtud de una visión que te obligó a abandonar tu
hogar. Y ahora has recuperado el Orbe del dragón lanzafuego, hazaña que hombres
mayores y más experimentados no consiguieron. ¡Winthrop y los miembros del
consejo no podrían tildarte de mentiroso ni de crío si les presentaras el Orbe como
prueba! ¡Además, será una bendición para las arcas de la abadía!
Querías recuperar el Orbe para impedir que el Rey de los Vampiros se apoderara
de él, ¡pero Ludlow sigue libre y puede continuar con sus perversas maquinaciones!
¡Podrías apelar a los poderes del Orbe para convocar a Ludlow y destruirlo!
Si te aferras al Orbe, corres el riesgo de perderlo a manos de monstruos o de
cualquier otro ser que quiera arrebatártelo. Ni siquiera estás seguro de poder controlar
un artefacto tan poderoso. Quizás debas esconderlo en un sitio en el que Ludlow
nunca lo encuentre, en un lugar donde no se le ocurra buscarlo. Sabes que tu visión
fue correcta y reconoces que si ocultas el Orbe, no tendrás pruebas que presentarle a
Winthrop.
2. Si optas por usar los poderes del Orbe para convocar a Ludlow y
destruirlo, pasa a la página 151.
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Protegiéndote los ojos del sol, miras hacia el oeste, en dirección a los muros y las
torres derruidos del castillo Crag.
—¿Dónde buscamos el sepulcro de Ludlow? —preguntas al elfo de pelo color
fuego.
—Directamente frente a nosotros, en el límite occidental de las ruinas del castillo
—responde.
—¿Por qué hemos venido por el este?
—Porque aquí conduce el camino principal —replica con modestia—. Las tierras
situadas al sur de las ruinas están más cubiertas de maleza que éstas y es difícil
desplazarse deprisa.
Repentinamente Tess cae de cuclillas y sisea:
—¡Silencio! ¡Alguien se acerca!
Te agachas a su lado e inclinas tu sensible oreja hacia el norte, colinas arriba. Sin
duda alguna, alguien o algo que respira con dificultad se acerca ruidosamente a través
de la maleza. Tess alza la espada a medida que los pasos suenan más próximos.
Segundos después, un humano de pelo plateado, ataviado con una túnica
deshilachada, pantalones bombachos y un grueso cinto de cuero, tropieza con
vosotros y cae de rodillas, casi sin aliento. Tess se adelanta y lo obliga a ponerse de
pie sujetándolo del cuello.
—¿Quién eres y qué haces aquí?
El hombre lucha por recobrar el aliento.
—Soy Edric y vengo de la aldea —jadea y dirige hacia la luz un rostro
inenarrablemente pálido y ojeroso—. Anoche acudí a las ruinas a recoger hierbas y
raíces para venderlas en el herbolario.
Tess lo suelta; el humano cae al suelo.
Preocupado, corres a su lado y buscas en tu mochila material para curarlo.
—Edric, ¿qué le ha ocurrido?
—No…, no estoy seguro —su voz suena hueca mientras intenta recordar—. Lo
último que recuerdo es el crepúsculo. Estaba cavando en la colina para arrancar una
planta muy rara que quería trasladar a mi jardín cuando el terreno cedió bajo mi pala
como si fuera una cáscara de huevo vacía —interrumpes tus cuidados para escucharlo
atentamente—. Caí unos cinco metros —prosigue—. Debí de golpearme la cabeza,
porque a partir de ese momento no recuerdo nada más —su voz vuelve a vacilar—.
Es decir, no recuerdo nada más hasta que desperté.
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—¿Y qué ocurrió entonces? —lo presiona Tess.
—Me desconcertó despertar en medio de un montón de tierra y piedras —explica
—. Me incorporé, pero estaba débil a causa del golpe y apenas podía ver. Salí
trastabillando y me di cuenta que me encontraba en una especie de cámara
subterránea —Edric se espanta al evocar mentalmente la horrorosa escena—.
¡Entonces lo vi! —grita y está a punto de huir.
En ese instante, divisas en su cuello dos agujeros redondos. Lo tomas del brazo.
Aunque conoces la respuesta, preguntas a Edric:
—¿Qué vio?
—¡Un féretro abierto! —aparta la cabeza como si de ese modo pudiera alejar el
recuerdo—. ¡Salí del agujero tan deprisa como pude, en busca de la luz!
Intercambias miradas de complicidad con Tess y Aylmar. Edric debió de abrir
involuntariamente el sepulcro de Ludlow. Tu habilidad como clérigo ya no le servirá
de nada. Lo sueltas. Edric, que apenas se mantiene de pie, se aleja.
De pronto, se te ocurre algo.
—Edric, espere un momento. ¿Dónde está el agujero del que habla? —le
preguntas.
Señala, distraído, hacia el norte.
Luego se interna entre los árboles y desaparece. Te vuelves hacia el elfo.
—Creí que había dicho que el sepulcro estaba hacia el oeste.
Aylmar se encoge de hombros.
—Así es —se rasca la cabeza—. Es posible que lo haya olvidado; al fin y al cabo
han pasado dos siglos. Pero lo dudo.
No sabes qué hacer. Evidentemente Edric fue atacado por Ludlow en el sepulcro
de los vampiros. Aseguró que venía del norte. Y han pasado dos siglos desde que
Aylmar estuvo allí por última vez.
Sin embargo, Edric estaba débil y desconcertado. Tal vez había deambulado en
círculos y había perdido el sentido de la orientación.
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Puesto que el Orbe está en manos de Ludlow, temes más que nunca por la seguridad
del reino. ¡No puedes concederle ni un segundo más para que utilice sus terribles
poderes! Cuando echas a correr hacia la abertura del sepulcro, los murciélagos se
apiñan en torno a tus ojos, tu boca y tu pelo y chillan demoníacamente. No puedes
ver ni oír mientras avanzas a trancas y barrancas hacia el agujero y caes incontables
veces a tierra. Insistes hasta que por fin te llega una bocanada de fresco aire nocturno.
Cuando llegas a la entrada, Tess intenta trepar por la abertura; pero los
murciélagos se aferran a su cuerpo. En medio del ruido, percibes un tremendo grito
de cólera, un grito menos grave y luego nada.
—¡Tess! —la llamas, asustado, y abandonas el agujero con tu maza encantada en
alto.
Los murciélagos desaparecen en cuanto te das la vuelta.
Bajo la luz de la luna, sólo percibes unos brillantes colmillos blancos y un par de
ojos inyectados en sangre. Cuando tu vista se ha adaptado a la oscuridad, distingues
la figura de un hombre alto, cubierto por una raída túnica de terciopelo y una corona
sin brillo. Reconoces al hombre de tu visión: ¡Ludlow, el Rey de los Vampiros! En
una de sus manos con garras sostiene un resplandeciente Orbe blanco.
Retrocedes, mientras aprietas instintivamente tu símbolo sagrado. El símbolo
metálico refleja un rayo de luna e ilumina el rostro de Ludlow. El vampiro gruñe
como un lobo y desvía la mirada.
Contemplas la sombra oscura tendida a los pies de Ludlow. ¡Es Tess! Te acercas
impulsivamente para ayudarla, pero el gruñido ronco y gutural de Ludlow te detiene.
Ves que tiene una cuchillada en el antebrazo izquierdo, donde seguramente lo alcanzó
la espada encantada de Tess.
El haz de luz procedente de la entrada del sepulcro se ensancha e ilumina toda la
zona cuando Aylmar sale del agujero con la varita de luz en ristre. Ludlow se
abalanza sobre el elfo, mientras su expresión se demuda súbitamente en una
desagradable sonrisa. Lo ha reconocido.
—¡Aylmar! ¡Veo que mi viejo amigo ha venido a darme la bienvenida por mi
regreso!
—Siempre y cuando consideréis vuestra destrucción como una especie de
bienvenida —replica Aylmar con valentía—. Os conozco demasiado bien, Ludlow;
no intentéis encantarme.
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—Vaya, Aylmar, me defraudas —canturrea perversamente y rodea el cuerpo
inmóvil de Tess—. Es verdad que los elfos viven muchos años, pero yo puedo
ofrecerte la vida eterna. Vuelve a ser mi consejero y, con ayuda de este Orbe,
aplastaremos a los que nos traicionaron y volveremos a regir el mundo.
Aylmar se mofa.
—Ya he desempeñado ese papel. ¿Lo habíais olvidado? ¡Mirad lo que hemos
conseguido: amargura y más amargura! Ludlow, sólo vos me traicionasteis ignorando
mis consejos. ¡Y lo único que me ofrecéis es la muerte eterna!
Tu mente funciona velozmente. ¡Tienes que comprobar si Tess sigue viva! Si
Aylmar consigue prolongar la charla con Ludlow… Por si acaso, sacas de la mochila
un frasco de agua bendita.
Los ojos de Ludlow se desvían hacia ti y se dispone a atacar. Destapas el frasco y
arrojas su contenido sobre el rostro mortecinamente pálido del Rey de los Vampiros.
Ludlow retrocede soltando un chillido de dolor, mientras se cubre la cara con la
manga de la túnica.
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Sin perder un solo instante, corres junto a Tess. Le tomas el pulso. ¡Aunque
débilmente, su corazón late! Oyes a Ludlow que se mueve a tus espaldas y, antes de
que puedas escapar, te posa una mano en un hombro, lo que te provoca ráfagas de
dolor que llegan hasta el último nervio de tu cuerpo.
—¡Mocoso ignorante! —se enfurece—. ¡Aplastaré tu cuerpo indigno con mis
propias manos!
Haciendo acopio de las pocas energías que te quedan, giras bruscamente y le
golpeas la sien con la maza. Retrocede dando tumbos y se interpone en la trayectoria
del hechizo de Aylmar, una ráfaga cónica de aire gélido que extrae el calor corporal
del vampiro mortalmente frío. Ludlow jadea y cae.
—¡Una estaca! —exclama Aylmar, mientras busca entre los árboles—. ¡Consigue
una estaca! ¡Rápido!
Escudriñas el suelo con frenesí. Percibes un movimiento por el rabillo del ojo. De
pronto, ves que Tess aferra su espada y acuchilla al vampiro caído. ¡Al entrar en
contacto con el acero encantado, Ludlow se convierte en una nube de gas, como el
aire que sale de un globo!
—¡Lo has matado! —gritas y corres junto a Tess.
La valiente guerrera sonríe débilmente y vuelve a desmayarse. Ves, sorprendido,
que Aylmar permanece muy serio.
—Sospecho que, lamentablemente, no lo ha matado —afirma el elfo—. Eso era lo
que esperaba hacer con la estaca.
—¿Cuál es la diferencia? —preguntas, sorprendido.
—El golpe de Tess vació de fuerzas a Ludlow hasta que adquirió un estado
gaseoso. Ahora regresará a su féretro y reposará. Y mañana por la noche volverá
renovado.
Se te ocurre una idea.
—Sabemos dónde está el féretro. Esperémoslo allí —propones:
Aylmar menea la cabeza, apenado.
—He observado por dónde se iba la nube gaseosa. No se dirigía a su sepulcro.
Probablemente ha colocado féretros por toda la zona con ese fin. Además, hay que
curar a Tess.
Aylmar tiene razón. Mientras contemplas el pálido rostro de la guerrera
desmayada, te llama la atención un objeto blanco que está junto a su cabeza. ¡Es el
Orbe!
—¡Por lo menos tenemos el Orbe! —exclamas y lo levantas.
¡Instantáneamente notas que una fuerza y una energía nuevas recorren tu cuerpo!
—¡Es verdad! —el elfo asiente—. Pero hay que tener cuidado de que no sea una
maldición en vez de una ayuda.
Estudias atentamente el poderoso artefacto y notas cómo influye en ti. Aylmar
tiene razón: debes tener cuidado. De todos modos, el Orbe está más seguro en tus
manos que en las de Ludlow.
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Con sumo pesar comprendes que, aunque tienes el Orbe y has demostrado tu
sinceridad y tu valía, el Rey de los Vampiros sigue libre. No descansarás tranquilo
hasta que lo atrapes. ¡Además, ahora que el Orbe está en tu poder no quieres
compartirlo con nadie! ¿Qué fue lo que dijo Aylmar sobre el Orbe? ¿No había
hablado de la codicia?
Pero quitas importancia a esos pensamientos incómodos. ¡Mañana regresarás a
casa!
FIN
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Eres incapaz de hacer daño al dragón lanzafuego si existe la posibilidad de que
cualquier otra cosa funcione. La pobre bestia tiene derecho a estar enfadada. ¡Al fin y
al cabo, has invadido su morada!
El dragón lanzafuego avanza lentamente hacia ti.
—¡No lo mates! —pides a Tess—. Tiene que existir algún modo de atrapar su
arma respiratoria.
—Existe —afirma Aylmar. Miras al elfo y ves que, con movimientos lentos y
precisos, prepara un hechizo. Casi instantáneamente el dragón lanzafuego se detiene,
se sienta sobre las patas traseras como un perro fiel y esboza una dentuda sonrisa.
Tess y tú os miráis desconcertados—. ¡Está encantado! —exclama Aylmar y se frota
las manos, dichoso—. ¡Consigamos esa sangre y salgamos inmediatamente de aquí!
—¿Es así de simple?
—Así de simple —afirma Aylmar. Asiente con la cabeza y se apresura a añadir—:
Es un dragón pequeño y no muy inteligente: el ejemplar perfecto.
Tess rodea al dragón lanzafuego y se reúne con Aylmar.
—¿Cómo le extraeremos la sangre?
—Practicaré un hechizo de lenguas y le pediré que use su arma respiratoria.
¿Dónde estará mi pináculo? —pregunta Aylmar mientras registra la mochila. Saca un
pequeño modelo en yeso de una escalinata que conduce a un templo. Ríe entre
dientes y pregunta—: ¿A quién se le ocurre mezclar estos componentes para preparar
un hechizo?
Se pone serio a medida que se concentra en el hechizo. Pronuncia una palabra y el
pináculo se hace añicos en su mano extendida. Aylmar abre la boca y emite un sonido
semejante al maullido de un gato estrangulado. El lanzafuego mira cariñosamente al
elfo y responde.
Aylmar arruga la cara ensimismado antes de dirigirse a Tess.
—Dice que nos ayudará encantado…, siempre y cuando la señora le devuelva su
tesoro.
Tess retrocede a la defensiva.
—¡Es mío! ¡Lo encontré yo! —protesta.
—Por favor, Tess —suplicas—, es del dragón lanzafuego. Habrá otros tesoros.
La guerrera mira la montaña de joyas.
—Pero no como éste —se lamenta y saca piedras de sus mangas y sus perneras.
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—¡Venga ya! —el elfo agita un dedo ante la guerrera y la obliga a escupir una
esmeralda.
Tess desvía la mirada, avergonzada.
Aylmar saca un frasco de cobre de la mochila y lo deposita en el suelo, al lado del
dragón.
—¡Atrás! —advierte.
Te sitúas detrás de la montaña de tesoros mientras el dragón lanzafuego suelta un
chorro de abrasador aliento. En cuanto las llamas se consumen, Aylmar tapa con un
corcho la sangre ardiente y la guarda en su mochila.
—¡Fantástico! Sigamos nuestro camino —propones y te diriges a la entrada de la
caverna. Pero te detienes y echas un vistazo a tu alrededor—. ¿Dónde está Tess?
—¡Aquí! —responde ella alegremente.
Ruborizada, la guerrera se acomoda la malla y echa a correr desde el fondo de la
cueva.
La miras cauteloso y encabezas la comitiva hasta el saliente.
—Temo que tendremos que descender hasta las ruinas —suspiras.
—No necesariamente —interviene Aylmar con tono sereno—. Podríamos
teletransportarnos…; es algo arriesgado, pero conozco muy bien el castillo Crag y no
creo que tengamos problemas para llegar a donde yo indique.
—Me parece una excelente… —comienzas a decir, pero algo llama tu atención.
Divisas un bulto bajo la malla de Tess. La guerrera alza súbitamente los ojos y
vuestras miradas se encuentran.
—¡No te metas! —exige—. ¡El dragón lanzafuego no echará de menos un
huevo… y en la aldea me pagarán una fortuna!
La miras boquiabierto y atónito. ¡Pese a que la dragona os ayudó, Tess le ha
robado un huevo! ¡La codicia de la joven guerrera no tiene límites! Avanzas decidido
para quitarle el huevo por la fuerza cuando un estentóreo grito de terror resuena desde
la cueva. El sonido se vuelve colérico y se aproxima.
—¡La madre dragona se ha dado cuenta! —gritas—. ¡Tenemos que devolver el
huevo!
—¡No digas tonterías! —Tess traga saliva—. ¡Salgamos rápidamente
teletransportados de aquí! —mira asustada por encima del hombro y se acerca al elfo
—. ¡Deprisa, Aylmar!
Detestas la idea de llevarte el huevo después de la ayuda que la dragona
lanzafuego te prestó, pero es posible que ahora esté demasiado enfadada para aceptar
pacíficamente su devolución.
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2. Si decides seguir el dictado de tu conciencia y devolver el huevo, pasa a la
página 42.
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¿Por qué se encerró Ludlow en el sepulcro mientras vosotros esperabais fuera?
Recuerdas que se vio obligado a escapar por la salida del sol. Además, ni siquiera
Ludlow puede pensar en todo.
Te sientas en el suelo.
—Esperaremos.
Como de costumbre, el rostro de Aylmar no expresa la menor emoción. Te
entrega un frasco de agua y dice:
—Será mejor que prepares más agua bendita…; seguramente nos hará falta.
Aceptas el frasco y te dispones a convertir el agua. Con la ayuda de la daga,
Aylmar afila una rama gruesa. Tendida en un canto rodado, Tess os observa,
intentando recobrar fuerzas.
En cuanto el sol sale por completo, comprendes que ya no puedes esperar más.
¿No hemos aguardado lo suficiente?
El elfo aparta la mirada de la apertura para contemplar la irregular apertura del
sepulcro.
—Esperemos que sí.
Casi esperas que Ludlow se abalance sobre ti, pero permanece mortalmente
tranquilo mientras entras. Las gotas de sudor se acumulan en tu labio superior. Con el
frasco de agua bendita por delante, caminas de puntillas hacia el féretro situado en
sobre el pedestal. Incluso desde tres metros de distancia, puedes ver que el grueso
pecho de Ludlow sube y baja lentamente.
—Tenemos que actuar deprisa —susurra Aylmar.
Asientes. Aylmar acerca la estaca al pecho de Ludlow. Más asustado que nunca,
hundes la estaca con tu maza.
Ludlow abre inmediatamente los ojos… ¡pero no se mueve!
Mareado de miedo y frenético, golpeas la estaca una y otra vez.
—¡Ya está bien! —declara Aylmar y te aparta.
Te alejas mientras Tess emprende la horrorosa tarea de cortar la cabeza de
Ludlow.
—Gersham, vierte el agua bendita en su boca —ordena el elfo.
Te sujetas la revuelta barriga, das media vuelta e inclinas el frasco hasta que en la
colmilluda boca del Rey de los Vampiros cae un hilillo constante.
—¡El Orbe! —grita Tess repentinamente—. ¿Dónde está? —recorre con la
mirada el féretro y el sepulcro.
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Bajo el hilillo de agua bendita, el rostro de Ludlow se abre en una horrible mueca
victoriosa. Cierra bruscamente los ojos y la mueca se esfuma.
—¡No! ¡Oh, no! —gime Aylmar.
—¿Cuál es el problema? —preguntas, confundido.
—¿No te das cuenta? —pregunta el elfo, más agitado que nunca—. Fue
demasiado fácil. Ludlow no tenía motivos para morir así. ¡Permitió que lo
matáramos!
—¿Por qué? Sigo sin entender.
La voz de Aylmar suena tensa como una cuerda.
—Lo único que Ludlow quería era vengarse de la humanidad. Ni siquiera le
importaba cómo lo conseguiría. Hasta es posible que haya acogido de buena gana la
liberación que supone su muerte.
Te domina una sensación de profunda desesperación.
—Entonces, ¿dónde está el Orbe? —preguntas, temeroso de oír la respuesta.
Aylmar parece derrumbarse ante tus ojos.
—Debió de enviar el Orbe a algún sitio… o a alguien más peligroso que él
mismo. ¡Ahora ni siquiera sabemos dónde debemos iniciar la búsqueda! Ludlow está
libre de su maldición y su libertad nos condena.
Sientes la gravedad de la situación como si te echaran un jarro de agua fría. El
mundo aún corre un gran peligro…, quizás mayor que el precedente. Has luchado con
todas tus fuerzas, pero no puedes regresar a la abadía de Olwen habiendo triunfado
sólo a medias. Después de descansar, tendrás que convencer a tus amigos para que
sigan ayudándote, pero, de momento, tu aventura ha tocado a su…
FIN
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Aylmar es un elfo viejo y cauteloso. No puede estar tan equivocado, aunque hayan
pasado dos siglos. Seguramente puedes confiar en Aylmar más que en un extraño
enloquecido.
—Busquemos el sepulcro —insistes.
Aylmar sonríe.
—¿Vamos atravesando las ruinas o las rodeamos hacia el sur?
Frunces el ceño.
—¿Hay alguna diferencia?
Tess te mira con gesto desaprobador.
—Sería más corto atravesar las ruinas, pero en ellas acechan muchas trampas y
monstruos. Aunque en el bosque encontraremos muchas menos sorpresas, el camino
es bastante más largo.
No lo sabías. ¿Cómo puedes decidir cuál es la dirección más conveniente?
—¡Ya lo tengo! —gritas, entusiasmado—. ¡Utilizaremos un hechizo de augurio
para prever el resultado de nuestras acciones futuras!
¿Por qué no te había ocurrido antes? Extraes varias ramas engarzadas con piedras
preciosas de tu provisión de componentes para hechizos y te concentras, rezando con
fervor a tu dios.
De improviso, en medio de tu hechizo de augurio, tus sensibles oídos de elfo
perciben el sonido de ramitas que se parten. Miras a tu alrededor y ves un grupo de
más de doce ogros frenéticos de casi tres metros de estatura, que esgrimen lanzas,
mientras aparecen por detrás de los árboles, a unos quince metros.
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Sueltas los componentes del hechizo y gritas:
—¡No podemos enfrentarnos a tantos ogros! ¿Qué hacemos?
—¡Huyamos! —exclaman simultáneamente Aylmar y Tess, mientras corren hacia
las ruinas.
Aún no has decidido qué dirección debéis tomar. Tendrás que escoger sin la
ayuda del hechizo de augurio. ¿Dónde tienes más probabilidades de dar el esquinazo
a los ogros? ¿En el bosque oscuro y cubierto de maleza o entre las ruinas? ¿Cuál es la
zona más peligrosa?
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Después de lo que parece una eternidad, por fin el consejo levanta la sesión.
Winthrop, el clérigo más antiguo, te manda llamar. Mientras corres hacia su cámara,
tu corazón late desenfrenado y tus botas de cuero apenas rozan el frío corredor de
piedra de la abadía de Olwen.
—¡El consejo tiene que creerme! —murmuras casi para tus adentros.
Estás seguro de ser el joven clérigo preferido de Winthrop. Fue él quien te
encontró al pie de la abadía cuando sólo eras un bebé debilucho y semielfo y te crió.
¿Winthrop ha creído en la veracidad de tu visión? ¿Podrá persuadir a los otros
miembros del consejo de que el mal campa por sus respetos sobre la Tierra?
La visión de la noche no ha dejado de asediarte. Tu cabeza gira con imágenes de
dragones lanzafuegos que aparecen entre nubes moradas, coléricas y arremolinadas.
Y en medio de todo sonríe el rostro perverso del Rey de los Vampiros…
—¡Tienes que averiguar quién es el Rey de los Vampiros! —te muerdes el labio,
asustado tanto por la visión como por lo que te aguarda.
Pese a su gran tamaño, la puerta de madera de la cámara de Winthrop se abre
fácilmente. Cubierto con un hábito marrón agrisado, Whintrop deja de mirar por la
ventana al oír la puerta. Te esfuerzas por quedarte quieto y esperar. Te señala una silla
y camina delante de ti, con expresión glacial.
Percibes que las noticias no son halagüeñas. Aferras el brazo de Whintrop.
—No le han creído, ¿verdad? —preguntas.
—No, Gersham —el anciano suspira y se frota la cara—. No pude hablar
convincentemente de tu visión… ¡Yo mismo no sé qué creer!
—De todas las personas del mundo usted, usted tiene que creerme —suplicas—.
¡La visión fue tan…, tan real, tan maligna! ¡Estoy seguro de que el mundo entero
corre peligro! ¡Tenemos que descifrar el poema y averiguar quién es el Rey de los
Vampiros!
El clérigo más antiguo menea la cabeza pesaroso y aparta tu mano.
—Gersham, esta vez no podrá ser. Ya hemos hecho caso de tus «visiones» y
hemos pecado de ingenuos.
—Pero…
—¡Pero nada! Has estado demasiado protegido en la abadía. El consejo ha
decidido que debes partir hoy mismo. ¡No regresarás hasta que pongas fin a esas
pueriles historias y demuestres que has madurado!
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Se te cae el alma a los pies. La abadía es tu único hogar y los clérigos son tus
únicos amigos. Todo lo que sabes lo has aprendido en Olwen. El consejo ha tomado
todas las decisiones importantes de tu vida.
—Pero…, pero ¡si éste es mi hogar! ¿Adonde iré? ¡No sé hacer nada más!
Winthrop te pone las manos sobre los hombros y dice:
—Gersham, eres un joven clérigo muy capaz y has progresado mucho con tus
hechizos. Ha llegado el momento de que pongas a prueba tu valía.
—¡Pero mi formación como guerrero apenas ha comenzado!
—Para eso no hay sitio más adecuado que el mundo real…, más allá de estos
límites. —Winthrop vuelve a apartarse de ti—. Recoge tus cosas. Márchate antes de
que suene la campana del mediodía.
El tiempo se detiene mientras contemplas los hombros hundidos del anciano
clérigo, esperando que se retracte de sus palabras. Al final, liberas un sordo sollozo,
abandonas corriendo la cámara del clérigo y retornas ciegamente a tu pequeña
habitación.
Recoges el libro que contiene las notas de los hechizos, los frascos de agua
bendita, la maza y el martillo de guerra y unos pocos componentes de hechizos y los
guardas en tu mochila de cuero. Por último, vistes la armadura de cuero que han
llevado generaciones de jóvenes clérigos de la abadía.
Aprietas por última vez la mejilla contra la ventana estrecha y enrejada y
contemplas los jardines verdes y poblados de árboles. Después recorres los
corredores húmedos de la abadía de Olwen y cruzas las puertas sin mirar atrás.
Aturdido, echas a andar hacia la cercana aldea. Tus pies levantan asfixiantes
nubes en el camino polvoriento iluminado por el sol. Caminas como en un sueño, tus
ojos no ven nada y tu mente está embotada por la sorpresa.
Ya habías estado dos veces en la aldea. Recuerdas los martillos golpeando contra
los yunques, la carne asándose en los espetones, los niños de cara sucia jugando por
las calles. Hoy la ajetreada actividad de la aldea te agobia. Necesitas encontrar un
sitio donde detenerte y pensar.
Crees conocer el lugar idóneo: los bosques al otro lado de la aldea, el bosquecillo
que se extiende debajo de King’s Crag. En una ocasión, Winthrop te llevó hasta allí y
te comentó que era su lugar preferido. Conmovido por la belleza del tranquilo
bosque, juraste regresar. Ahora te acomodas la mochila, ignoras los reclamos de los
buhoneros y dejas la aldea a tus espaldas.
El bosque te rodea con su fresca sombra, los pájaros gorjeantes y el olor picante
de la tierra húmeda. Te dejas caer en un pequeño claro.
Lentamente tu tristeza se convierte en frustración y luego en ira. ¿Por qué no te ha
creído Winthrop? ¡Nunca le mentiste! Tú no pediste tener visiones ni que te
abandonaran en la abadía de Olwen.
—¡Y no soy un crío! ¡Algún día demostraré que decía la verdad! —gritas a los
árboles mientras las lágrimas surcan tus mejillas cubiertas de polvo.
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Una voz grave y tronante quiebra el silencio:
—Da la sensación de que hoy la carga es extraordinamente pesada.
Miras tímidamente a tu alrededor, pero no ves a nadie.
—Mi mochila es bastante ligera —respondes a la defensiva y la aprietas contra tu
cuerpo.
En medio del susurro casi imperceptible de las hojas, aparece en el claro del
bosque el elfo más extraño que has visto en tu vida. Tiene el pelo de color rojo fuego,
ojos violeta y luce un atuendo de tonos oscuros sobre un cuerpo demasiado robusto
para un elfo. Parece de edad madura, siglo más o menos. De uno de sus hombros
cuelga un pesado saco de tela.
—No me refería a la mochila. Eres semielfo, ¿no? —inquiere mientras contempla
tus orejas delicadamente puntiagudas y tu cuerpo menudo.
Te pones rojo como un tomate.
—Sí, ¿por qué? —como no eres del todo humano ni del todo elfo, te muestras
muy sensible antes las cuestiones de la herencia.
Se encoge de hombros.
—Por ninguna razón concreta —responde mientras comienza a alejarse.
Súbitamente no quieres que se vaya. Hay algo en ese extraño elfo que despierta tu
curiosidad.
—¡Espere! —gritas y te pones en pie de un salto.
El viejo elfo vuelve la cabeza y te dirige una aguda mirada.
—¿Qué quieres?
Después de haberle pedido que esperara, no sabes qué decir. Finalmente le
espetas:
—¿Ha…, ha oído hablar del Rey de los Vampiros?
Se vuelve por completo para mirarte de frente y su arrugado rostro denota
sorpresa y curiosidad. Como si cayera un telón, su expresión se torna indescifrable.
—¿Quién quiere saberlo?
—Gersham Cullen, de la abadía de Olwen —te apresuras a responder y avanzas,
esperanzado—. Mi propia gente me ha expulsado deshonrosamente porque tengo
visiones de cosas…, de cosas malignas —te apresuras a explicarte, convencido de
que si te detienes nunca volverás a armarte de valor para decir cosas que suenan a
disparates—. Anoche vi un hombre con una túnica y de aspecto perverso en medio de
nubes moradas y bullentes. Repentinamente emergió de las nubes una voz que recitó
un extraño poema.
—¿Y qué decía el poema? —pregunta el elfo.
Repites lenta y serenamente los versos que han quedado de manera perenne en tu
memoria.
El viejo elfo palidece y se deja caer sobre una roca, como si, de pronto, los
músculos se negaran a sustentarlo.
—¡De modo que es cierto! —exclama.
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—¿Qué es lo cierto? ¿A qué se refiere?
—¡Cierra el pico y déjame pensar! —grita el elfo, enfadado. Después de una
prolongada pausa, prosigue—: Todo ocurrió hace mucho tiempo —guardas silencio a
regañadientes, pero interiormente tiemblas de impaciencia. Después de otra pausa
interminable, el elfo alza la mirada y dice—: Tal vez hayas oído hablar del rey
Ludlow. Yo, Aylmar, fui en otros tiempos su principal consejero —suspira, pesaroso
—. Ludlow poseía un artefacto mágico conocido como el Orbe del dragón
lanzafuego. Me enteré de que otros miembros del consejo lo querían; eran capaces de
matar por conseguirlo. Le advertí que tuviera cuidado, pero ignoró mis consejos —
Aylmar resopla con amargura—. Poco después de que mi advertencia fuera desoída,
Ludlow fue envenenado.
—Entonces lo mataron —interrumpes—. ¿Qué tiene que ver esto con el Rey de
los Vampiros?
Aylmar te mira fríamente.
—Poco después del asesinato de Ludlow, decidí regresar a este bosque —añade
—. Antes de mi partida, un humano de débil voluntad me confesó la traición y tuve
que matarlo en el acto.
Como si hubieran recibido una orden, los rayos del sol se reflejan en la espada
que Aylmar lleva al cinto. El aire se espesa en medio del incómodo silencio.
—Antes de morir, el humano me contó una extraña historia que hasta ahora había
olvidado —prosigue Aylmar aún más despacio—. ¡Se dice que cuando los traidores
cerraron el sepulcro de Ludlow, el difunto rey se levantó, mostró los dientes y los
atacó! Sorprendidos, dedujeron que Ludlow había sido presa de un vampiro poco
antes de su muerte. Inmediatamente cerraron el sepulcro a cal y canto y pusieron
trampas y hechizos de ocultación para que nunca nadie lo encontrara ni lo perturbara.
—Pero no comprendo…
—Las últimas palabras que oyeron correspondían a una maldición… y son las
mismas del poema que me recitaste hace unos minutos.
Guardáis silencio y apenas os atrevéis a respirar a medida que evaluáis las
circunstancias.
—¡Eso puede significar que Ludlow, el vampiro, está libre! —comentas
roncamente.
—Temo que estás en lo cierto —Aylmar suspira—. Y hay algo más: el orbe de tu
visión no puede ser otro que el Orbe del dragón lanzafuego. Ludlow lo guardaba en
una trampa a toda prueba que hacía las veces de caja fuerte. Sólo él y yo sabíamos
cómo eludir la trampa.
—¿Cuáles son los poderes… del Orbe? —preguntas despacio, temeroso de
conocer la respuesta.
—Sus poderes benignos son infinitos; me refiero a hechizos mágicos y esas cosas.
Pero lo mismo puede decirse de sus efectos secundarios malévolos. Despierta una
codicia desmesurada en la mayoría de las personas que lo ven.
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—Eso no parece tan peligroso —opinas.
Aylmar hace una pausa, como si estuviera escogiendo con sumo cuidado las
palabras que va a pronunciar.
—El Orbe también concede a su poseedor la capacidad de encantar dragones. A
juzgar por las pistas de tu visión, estoy convencido de que Ludlow se propone utilizar
el Orbe para convocar un ejército de dragones malignos y guiarlos contra los
descendientes de los hombres que lo traicionaron.
—Pero…, pero ¿por qué? —inquieres—. El rey Ludlow no parecía un hombre
perverso.
Una expresión de dolor demuda el rostro de Aylmar.
—El Ludlow que conocía no era perverso. Sin embargo, percibí en él una veta
codiciosa y vengativa y por eso procuré no contrariarlo jamás. Su sed de venganza,
sumada a la viciosa naturaleza de los muertos vivientes, sobre todo de los vampiros,
lo convertirán en un enemigo formidable…, no, ¿qué digo?, en un enemigo letal.
Asientes.
—Así se explican también los dragones de mi visión. Siempre creí que sólo se
trataba de seres legendarios. ¡No he conocido a nadie que haya visto un dragón de
verdad!
Aylmar frunce el ceño.
—En ese caso, tú y tus amigos sois unos tontos —afirma—. Los dragones han
existido desde los orígenes. No sólo son seres imaginarios de los cuentos infantiles.
¡El Orbe es capaz de convocar más dragones de los que podríamos derrotar!
Ahora te das cuenta de que tienes la prueba que necesitabas para presentar ante el
consejo.
—¡Yo tenía razón! —exclamas—. ¡Mi visión no fue sólo un sueño!
Aylmar sonríe, apesadumbrado.
—Puedes regresar a la abadía y comunicarlo, pero no te servirá de nada —con
movimientos pausados y medidos, Aylmar se incorpora para irse.
Un gélido estremecimiento te recorre de la cabeza a los pies. El consejo creerá en
tus palabras tanto como en el relato de un viejo ermitaño. Tienes que convencer a
Winthrop de tu sinceridad y tu madurez… ¡y el único camino para lograrlo es detener
a Ludlow! Pero para eso necesitarás ayuda.
—¡Espere! ¿Adonde va? —preguntas a Aylmar, que se aleja.
—A casa, pero no es de tu incumbencia —responde—. He hablado más que
suficiente al menos para dos siglos.
—¡Tiene que hacer algo! —imploras.
Aylmar vuelve la cabeza y gruñe:
—Hace mucho tiempo que he dado la espalda a los humanos y a su ingratitud.
Haz algo si lo consideras necesario, pero yo quiero conservar mi paz… ¡y mi oro!
Del saco salta una moneda que cae al suelo. Aylmar la recoge protestando y se
encamina hacia la arboleda.
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Tiemblas, frustrado, y gritas:
—¡Veo que no es más que un viejo elfo avaro y escéptico! ¡Después de dos siglos
tiene la oportunidad de arreglar las cosas y es tan egoísta que no se entera!
Te tapas la boca con una mano, sorprendido por la gravedad de tus palabras.
Aylmar vuelve a detenerse y sonríe.
—Está bien, mi joven e insolente amigo. Te ayudaré…, ¡aunque sólo sea para
demostrar que lo único que vale la pena es ayudarse a uno mismo!
Suspiras, aliviado.
—Y entonces ¿qué hacemos? —preguntas.
Aylmar se pone serio.
—Como me propongo sobrevivir a esta aventura, te expondré mis condiciones.
En primer lugar, un clérigo ingenuo y un mago falto de práctica no tienen por dónde
empezar. Conozco a un hábil guerrero al que debes convencer de que se una a
nosotros. En segundo lugar, sólo actuaré como guía. En tercer lugar, eres tú quien
debe tomar todas las decisiones… Ésta es tu búsqueda, no la mía. ¿Trato hecho?
—¡Trato hecho! ¡Adelante!
—Primero tengo que ir a casa a buscar unas cosas —dice Aylmar.
Se frota los ojos y se pierde entre los árboles a paso vivo.
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Estás tan enfadado que ya no puedes distinguir el bien del mal. Lo único que te
importa es acabar la búsqueda y volver a la abadía.
La dragona lanzafuego asoma la cabeza desde la cueva. Su expresión es sombría
y preocupada.
—Teletranspórtenos a las ruinas —pides a Aylmar mientras te remuerde la
conciencia.
Aylmar posa una mano sobre ti y la otra sobre Tess y masculla el hechizo. Con un
suave chasquido semejante al de una burbuja que estalla, desaparecéis del saliente y
reaparecéis al lado de las ruinas de la barbacana del castillo.
—Creí que apareceríamos dentro. Creo que he actuado con demasiada
precipitación —se queja Aylmar.
Suspiras porque tu conciencia no te deja en paz. Diriges una mirada de enfado a
Tess.
—Lo conseguimos, pero no gracias a ti y si alguna vez intentas… —comienzas a
decirle.
Tess mira hacia los despeñaderos y pone una expresión de terror. ¡Giras la cabeza
y ves que la dragona lanzafuego se lanza sobre vosotros, sacando humo por las
narices!
Os dispersáis entre las ruinas como pájaros asustados. La dragona expele una
ráfaga de fuego hacia ti, destruye el arbusto que tienes al lado y te chamusca las
manos.
—¡Devuélvele el huevo! —pides a Tess.
Con expresión decidida, Tess sale a terreno abierto y desenvaina la espada.
—¡Ya es demasiado tarde! —te responde a gritos.
—¡No puedes quitarle el huevo y, además, matarla! —exclamas, aterrado.
—¡Se trata de ella o de mí! —asegura Tess—. ¡Nunca me dio nadie tregua!
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Tira estocadas a la dragona cuando ésta desciende en picado sobre ella.
—¡No!
Te arrojas sobre Tess y la haces rodar por el suelo.
—¡Imbécil! —te insulta ella y se zafa.
Vuelves a arrojarla al suelo mientras Aylmar practica un hechizo de telaraña
dirigido a la dragona. Una punta de la red está sujeta a la barbacana y la otra a un
roble macizo. El aliento de la dragona derrite los gruesos hilos como si fueran de
algodón.
—¡Pronto volverá a estar libre! —advierte Aylmar—. ¡Gersham, mátala ahora
mismo, antes de que sea demasiado tarde!
Súbitamente quince pares de ojos amarillos brillan en las crecientes sombras de la
tarde.
—Temo que ya es demasiado tarde —respondes y retrocedes lentamente hacia la
barbacana.
—¡Lobos! —se sobresalta Aylmar—. ¡Dos serpientes entrelazadas…, éste es el
símbolo de Ludlow! —se sitúa a tu lado y con dedos temblorosos señala el medallón
que pende del cuello de cada lobo—. ¡Te dije que Ludlow sería un enemigo
formidable!
El elfo revuelve frenéticamente la mochila en busca de algo para repeler a los
lobos.
Cuando la dragona lanzafuego calcina los últimos hilos de la red, comprendes que
debiste hacer caso de tu conciencia cuando aún estabas en el saliente.
Apoyado en la barbacana y sin tener a donde huir, ves cómo la dragona
lanzafuego y los secuaces de Ludlow se arrojan sobre tu cuello. Son muchos…
—Demasiados —murmuras por última vez.
FIN
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Aunque sueñas con regresar a la abadía lo antes posible, de nada serviría si ello te
obliga a abandonar a Tess. La guerrera te necesita. ¡Y tú a ella!
—Esperaremos a que Tess se restablezca —decides y te instalas al pie del árbol.
Tienes la sensación de que han pasado muchos años desde que dejaste la abadía.
Apoyas el mentón contra el pecho. Tus sueños están impregnados de monstruos que
intentan atraparte, dragones que escupen llamas y el perverso rostro del Rey de los
Vampiros procedente de tu visión nocturna. En el preciso momento en que acerca las
garras a tu cuello, despiertas con un sollozo ahogado.
Aylmar te despierta esgrimiendo su varita de luz.
—¡Gersham, despierta! ¡Tess ha recobrado el conocimiento!
Sacudes la cabeza para despertar del todo.
—¿De…, de verdad? —preguntas, adormilado.
Das un brinco de impaciencia y te balanceas mareado. Te detienes para recuperar
el equilibrio y compruebas que ha desaparecido la débil luz solar que un rato antes se
filtraba entre los árboles. Ahora está oscuro como boca de lobo.
Desde su atalaya en los brazos del treante, los ojos de Tess penetran la oscuridad.
—¿Por qué me habéis esperado? —pregunta, enfadada, sin mostrar el más
mínimo agradecimiento—. Ahora es de noche y sin duda Ludlow ya habrá
despertado. ¡Debisteis partir mientras aún había luz!
—Tal vez —respondes—. Sin embargo, un amigo no abandona a un amigo y lo
deja en la estacada.
Tess te mira sorprendida y añade, testaruda:
—No necesito tu ayuda —una lágrima rueda lentamente por su mejilla—. Nunca
hizo nadie nada por mí…, ni siquiera mis padres —murmura.
Ahora sabes por qué tiene una cicatriz en el alma. Aunque jamás conociste a tus
padres, en la abadía has sabido lo que es la comprensión y el afecto. Una expresión
compasiva surca tu rostro.
Con los ojos encendidos de rabia por haberse mostrado débil, vuelve la Tess de
siempre.
—¡Sigo pensando que esperarme fue una tontería!
—Nada de eso. Necesitamos tu ayuda —replicas, para sacarla del aprieto
emocional.
—¡De eso no hay duda! —asegura.
Baja por las ramas del treante y se detiene en el suelo.
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—El sepulcro del rey Ludlow se encuentra en el lado oeste de las ruinas del
castillo —informa el treante.
Le dais las gracias y echáis a andar por entre la maleza.
—Tendremos que ser más cuidadosos en la oscuridad —advierte Aylmar, que
camina a tu lado—. Nadie sabe qué seres tiene Ludlow a sus órdenes.
Poco después, llegáis a campo abierto. Ves un viejo cementerio con las tumbas
removidas y vacías. Te estremeces.
—Estas tumbas abiertas parecen obra de Ludlow —comenta Tess en voz baja—.
Da la sensación de que todos se han ido.
A pesar de todo, cruzas a la carrera por entre las lápidas rotas y casi no te atreves
a respirar hasta que alcanzas una zona poblada de maleza y árboles. Aylmar levanta la
varita de luz y escudriña con sus viejos ojos.
—Creo que hemos encontrado la entrada —declara y señala un agujero en la
colina.
Junto a los bordes desmoronados del agujero aparecen ramitos de hierbas y un
joven árbol arrancado de raíz, las cosas de Edric el herbolario. En medio de su
confusión, Edric debió de regresar hacia el norte sin darse cuenta.
—¿Es seguro entrar? —quieres saber.
Aylmar aprieta los labios.
—No…, jamás subestimes a Ludlow. Permíteme practicar un hechizo de
clariaudiencia para comprobar si hay alguien allí.
El elfo saca de la mochila un pequeño cuerno de plata que necesita para practicar
el hechizo. En cuestión de segundos, el cuerno desaparece mientras Aylmar,
profundamente concentrado, concluye el hechizo.
—No he oído que se moviera nada allí abajo —afirma—, pero desconozco el
alcance de este hechizo.
—¡A mí me parece suficiente! —declara Tess y se deja caer impulsivamente por
el agujero.
Aylmar protesta, irritado, y la sigue con su varita de luz. No tienes más alternativa
que acompañarlos.
Desde tu posición, divisas una cámara pequeña, vacía e iluminada por antorchas,
que huele poderosamente a muerte. Aunque la pared de la colina por la que pasaste es
de tierra apenas trabajada y de piedra, las otras tres paredes de la pequeña cámara son
de piedra lisa y diestramente tallada, dignas del sepulcro de un monarca, a pesar de
las telarañas, el fango y las estalactitas que penden del techo.
Bruscamente, mientras paseas la mirada por la estancia, te abruma una sensación
de maldad. Después divisas un féretro grande y recargado encima de un pedestal de
mármol: ¡la morada de Ludlow! Incluso desde tu posición ves que el féretro está
vacío. Asustado, recorres con la mirada los rincones más oscuros de la cámara,
buscando señales del Rey de los Vampiros, pero parece que la estancia también está
vacía.
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Tess expresa lo obvio:
—No está.
Aylmar ríe irónicamente.
—Probablemente ha salido a cenar —el intento de hacer un chiste muere en la
quietud de la estancia— o a buscar el Orbe —se apresura a añadir—. Y ahora, ¿qué
hacemos?
—Tenemos dos posibilidades —respondes seriamente—. Lo esperamos aquí o
salimos a buscarlo.
Aylmar sabe dónde está el Orbe. Podrías esperar a Ludlow junto al Orbe, pero
¿quién sabe qué peligros tendrás que afrontar en el trayecto?
Quizás deberías quedarte donde estás. Sin duda, Ludlow ha reclutado otros
vampiros que pueden encontrate aquí; pero, al menos, no estarás deambulando por las
ruinas y provocando su ataque.
Ambas opciones parecen igualmente peligrosas.
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Aunque no quieres matar al dragón lanzafuego, no se te ocurre otra manera de atrapar
su aliento sin quemarte. Titubeas e involuntariamente das a Tess la posibilidad de
decidir por ti.
La briosa guerrera da un salto y hunde la espada en la barriga descubierta del
dragón lanzafuego. Éste la esquiva con sorprendente velocidad y elude el golpe, al
tiempo que aplasta a Aylmar contra la pared.
—¡Aylmar! —exclamas, mientras buscas un modo de acudir en su ayuda.
El dragón se prepara para atacar. Baja la cabeza y abre su inmensa boca por
encima de ti. Dejas caer con todas tus fuerzas la maza sobre su cráneo, pero tu brazo
se clava en un diente y te hiere. Retrocedes, dolorido, y caes junto al elfo. Parece que
tu maza no sirve para combatir a ese ser. Esperas que Tess tenga mejor suerte con la
espada.
Tendido en las sombras, Aylmar está atontado y con los ojos vidriosos.
—¿Por qué…?, ¿por qué lo atacaste? —pregunta arrastrando las palabras.
De su boca mana un hilillo de sangre.
—¡Yo no lo ataqué! ¡Fue Tess! —te defiendes.
—Tú eres el jefe —murmura—. Podrías habérselo… impedido —la cabeza se le
cae sobre el pecho.
En lo más profundo de tu ser, sabes que Aylmar tiene razón; pero no hay tiempo
para compadecerte de ti mismo ni para culparte. ¡Tess necesita tu auxilio!
Sacudes a Aylmar.
—¿No tiene un hechizo o algo por el estilo?
El elfo te mira con los ojos nublados.
—Yo habría… practicado un hechizo para encantar monstruos, pero ahora el
dragón está demasiado enfadado para que el hechizo funcione —musita y suelta una
cháchara ininteligible.
Aylmar ha debido sufrir una conmoción cerebral a causa del golpe. ¡Tendrás que
ayudar personalmente a Tess!
Alzas la maza y regresas paso a paso al lado de la guerrera. Tiene los brazos
arañados y desgarrados y una larga herida en la frente. Agotada, es casi incapaz de
repeler el asedio del dragón lanzafuego.
—Intenta darle un buen golpe mientras yo lo distraigo —dices.
Tess asiente, mientras se limpia la sangre y el sudor que le cubren los ojos.
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—¡Aquí estoy! —gritas estúpidamente y agitas los brazos por encima de tu
cabeza.
Los penetrantes ojos rojos del dragón atraviesan los tuyos cuando se da la vuelta
para hacerte frente. Ese instante de distracción es todo lo que Tess necesita para
hundir su espada en el vientre del dragón.
Los chillidos de dolor resuenan en la pequeña cueva. Pero no todos proceden del
dragón. Atrapada en el chorro de sangre que mana de la herida del dragón, Tess está
envuelta en llamas. Hace esfuerzos frenéticos por quitarse la malla y apagar las
llamas de su falda de algodón, pero el fuego se extiende rápidamente por ella.
Corres hacia Tess y apagas las llamas con puñados de tierra. Él fuego se apaga
lentamente, pero el cuerpo que ves no se parece casi en nada a Tess. Aunque practicas
un hechizo para curar heridas leves, sabes que servirá de muy poco y que no aliviará
sus sufrimientos.
Sabías perfectamente que, expuesta al aire, la sangre de dragón se incendiaba. ¡Tu
misión consistía en prever cualquier peligro!
Maldices tu falta de decisión. Como no que rías luchar con el dragón, permitiste
que otro tomara la decisión por ti.
Furioso contigo mismo, te incorporas para hacer frente al dragón. Te percatas
demasiado tarde de que lenguas de fuego al rojo vivo te rodean. Comprendes que no
tendrás que soportar mucho más tu vergüenza… ni ninguna otra cosa.
FIN
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Aunque la distancia es mayor, sacas pronto la conclusión de que será más seguro y
más rápido rodear las ruinas.
—¡Lograremos despistar a los ogros entre los árboles! ¡Vamos, deprisa! —gritas.
Con el sonido metálico de sus armaduras, Tess y Aylmar corren detrás de ti.
Poco después, el bosque os rodea con su débil luz y los aullidos de los ogros
disminuyen. Corres hasta que te duelen los músculos.
—¡Qué extraño! —jadeas—. Suponía que nos perseguirían con más ahínco.
—Yo no me quejo —puntualiza Tess y bizquea mientras mira el oscuro entorno
—. Ojalá pudiera ver mejor. Aquí parece noche profunda. —Rasca el pedernal con
una piedra y enciende una antorcha—. Listo —suspira y levanta la antorcha
encendida—. ¡Ahora estaremos mejor!
De improviso, las gruesas ramas del árbol que hay sobre Tess se inclinan y le
arrebatan la antorcha. Las mismas ramas la sujetan y la elevan.
—¡Alto! —chilla la guerrera, forcejeando.
Oyes el espantoso golpe de su cráneo que choca contra el tronco del árbol. Tess
pierde el conocimiento.
Levantas la maza azorado y colérico. Aylmar te detiene antes de que puedas
asestar un golpe.
—¡Espera, Gersham! Es un treante, en parte humano y en parte árbol —susurra
—. Detestan el fuego. Déjame que lo haga entrar en razón.
Bajas lentamente la maza. Aylmar lo toma como respuesta y carraspea.
—Nuestra amiga no pretendía hacerte daño —explica amablemente—. No sabía
que estabas aquí.
1. Si decides continuar sin Tess mientras aún dispones de luz natural, pasa a
la página 39.
FIN
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