PARARSE A PENSAR - 13 Relatos - (Preparado para AMAZON en Papel)
PARARSE A PENSAR - 13 Relatos - (Preparado para AMAZON en Papel)
PARARSE A PENSAR - 13 Relatos - (Preparado para AMAZON en Papel)
—13 relatos—
ÍNDICE
- SACAPUNTAS (pág. 5)
- PANDERETA (pág. 11)
- UNA SIMPLE HORMIGA DE NADA (pág. 29)
- SÓLO UN MOCOSO MÁS (pág. 35)
- PERDEDORES (pág. 49)
- AL FIN SIN AHOGOS (pág. 59)
- AQUEL HOMBRECILLO LOCO (pág. 67)
- OLVIDADO EN SU SILLÓN (pág. 81)
- LA MALA NOTICIA (pág. 87)
- ENCERRADO TRAS SU COLCHÓN (pág. 97)
- SAFARI LITERARIO (pág. 103)
- MI AMOR POR OLGA (pág. 113)
- EL HOMBRE QUE ENCONTRÓ SU YOYÓ
(pág. 121)
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SACAPUNTAS
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Paró por un momento de escribir a lápiz,
como siempre, en su diario, para sacarle
punta a aquel lapicero de dolor que le hizo
arrancar tantas cosas del agujero de su
interior de desolación.
Tomó el viejo sacapuntas, y con
cuidado, con su lenta monotonía, cuidadosa
y perfecta, le introdujo la punta roma y
comenzó a darle vueltas. Y dándole vueltas
pensó que llevaba más de sesenta y cuatro
años escribiendo parsimoniosos y
angustiosos diarios de frustración, que los
había ido apilando primero en una estantería
de cristal de luxe y después en unas
miserables cajas de las latas de algodón
antiséptico que vendió su padre desde
tiempos de la guerra. Y dándole vueltas al
lapicero se percató de que todas aquellas
hojas escritas no habían servido para nada,
que aquel su lector imaginario nunca llegaría
a existir y que las ya podridas hojas de los
diarios de niñez, escritas cadenciosamente
con su lápiz en las horas estivales, se
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habrían borrado con el tiempo de las hojas
ahora amarillas y hasta carcomidas, como su
memoria. Se daba cuenta de que todo lo que
escribió, porque le ocurrió, a lo mejor no era
más verdad que lo que ahora quedaba de las
papelas mortecinas encuadernadas con viejo
cartón. Mientras daba vueltas al lapicero con
la mirada perdida dentro de su propio
agujero comprendió que vivir era una gran
mentira, y que quedar era tan falso como el
vivir. Más de mil setecientos cuadernillos
arrancados a las horas de sueño de su vida
de insomnio; más de cien mil cuartillitas
escritas caligráficamente con lápices de
todas las épocas, guerras, entreguerras,
guerras, paces, entrepaces y más paces,
hambres, entrehambres y más hambres; más
de un millón de lágrimas vertidas, escritas
pero no impresas; más de mil millones de
dolores, ...o quizás sólo uno continuado.
Mientras daba vueltas a ese que habría de
ser su último lápiz, intuyó que la esencia de
la vida no había pasado por la suya, y que si
la tal esencia existía se tendría que ir de éste
su pobre pasar por la vida sin ni siquiera
conocerla. Dándole vueltas al lápiz se quedó
sin lápiz, y se quedó sin dedo porque siguió
dándole vueltas, y con su mirada perdida en
su enorme oquedad, siguió dándose vueltas
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y sacándose punta a su mano que lenta y
parsimoniosamente —como todo en su vida
— fue entrando en el viejo sacapuntas,
descascarillando su piel primero, y pelando
su hueso después. Y mientras se sacaba
punta perdido en su sí mismo, una luz, de
sabe dios dónde, le hizo ver que su vida fue
tan miserable como la de todos los demás. Y
sonrió perdida su mirada en su interior. Y
poco a poco, tranquilamente —como todo lo
había hecho en la vida— sacó punta a su
brazo sin sentir ni siquiera que la sangre
comenzaba a invadir toda su mesa y que le
chorreaba ya por las piernas. Pero siguió
dando vueltas a su viejo sacapuntas con la
sonrisa que le había quedado con aquel su
último pensamiento, hasta que se sacó punta
a su propia sonrisa, que entró
sosegadamente —como todo en su triste
existir de aburrido amanuense biográfico—
dándole vueltas primero al labio superior y
más tarde, —cuando sin prisas hubo de
llegar— al labio inferior, deformándolo
todo, incluso aquella ligera cicatriz del
mordisco moribundo que le dio la vieja puta
del motel. Y se sacó punta todo entero
introduciéndose en el lento torbellino de la
muerte dentro de un sacapuntas, hasta que
sólo quedó un viejo sacapuntas y un gran
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charco de sangre y virutas de ser humano
por todas partes que inundó la mesa del
despacho ahogando el último de los diarios,
que inundó el despacho de sangre triste y
caliente, que ahogó las trescientas cajas de
los últimos cuadernillos de los años finales
de aquella vida de constante escribir que
estaba escribiendo, que inundó toda la vieja
casa hasta ahogar las viejas estanterías de
cristal de luxe donde se había guardado él en
capítulos encuadernados, que inundó toda la
vieja casa hasta ahogar los cuarenta
maletines de lápices sin estrenar, y las mil
cajas con cuadernillos en blanco para ser
rellenados con la vida que habría de llegar, y
bien sabe dios que fueron rellenados, pero
de una sangre viscosa y triste que aunque
pareciera no decir nada dentro de aquellas
sesenta mil cuartillas embadurnadas de rojo,
sí que lo decía, dios bien lo sabe, porque
jamás vi una sangre como aquella que aún
lenta y parsimoniosa... sonreía, os lo juro.
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PANDERETA
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11
Siempre he querido querer, pero hoy me veo
postergado a contemplar cómo mi edad
avanza, cómo mi pelo se pierde, cómo este
sombrerito de cascabeles empieza a mostrar
un verde hastiado y una textura mohína,
vieja y decrépita tal como yo.
Yo fui un famoso bufón de Corte.
Con mi presencia, con mis circunloquios
lenguaraces todos se reían. Había sabido
contemplar cómo mis antecesores hacían
reír por mil y un procedimientos. Yo,
siempre con una capacidad crítica muy
estimable, supe tomar de ellos sólo lo mejor
y compendiarlo en mi persona. Fui un bufón
sin pandereta. Quizás porque yo nací
pandereta. Hiciera lo que hiciera toda la
corte reía sin parar, incluso les parecía
atrevido. Un atrevimiento impropio, claro
está, pero que relataba las miserables
interioridades de un reino de reyes de cartón.
Sin traje verde quizás hubiese sido un
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político afamado, pero ¡ca!, sólo era un
bufón.
Al principio había aprendido a
odiarlos, con ese odio miserable de quien se
sabe superior, pero poco a poco fui
asumiendo que mi odio quizás sólo fuese
despecho y que si me quería considerar un
ser meditativo debía caer en la cuenta de que
no era más que un bufón.
Quizás a esta comprensión colaboró
el hecho, a veces cotidiano y continuado, de
estar recibiendo patadas de los reyezuelos
que pasaban por la corte. Alguna vez,
incluso, pareció haberse convertido en
costumbre. Tiraba el gran monarca de un
ancho cordón que hacía repiquetear multitud
de campanillas, para que al instante,
abriéndose una portezuela pequeñita y
estrecha, entrara en las instancias reales un
ser bajito y jorobado que dando cojetadas de
una pierna que se curó mal después de una
refriega entre cocineros que arremetieron
contra mí porque no sabían a quién culpar de
un pelo que se encontró el rey en el mousse
de frambuesas, daba una voltereta, y así, tal
como quedaba en el suelo, algo babeante
porque no respiraba bien a causa de lo
torcido de mi nariz, el invitado de honor
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aceptaba gustosamente el ofrecimiento real
de machacarme unas cuantas costillas a
puntapiés procurando competir con los
demás invitados a ver quién me sacaba el
alarido mayor.
Yo desde el suelo, dolorido y tan
ofendido como siempre desde que comencé
esta miserable profesión de bufón, captaba
de una sola mirada la personalidad del
embajador o rey que me pateaba. Al
momento, mi monarca y dueño aplacaba las
risas y decía solemne que el bufón ahora,
nobles invitados, con su consabida
sagacidad nos mostrará qué ha adivinado por
las energías de los nobles puntapiés de los
invitados, mientras que yo desde el suelo,
habiendo aprendido desde mucho tiempo ha
a contener mis lágrimas de dolor porque los
hombres no lloran chiquitín, que me decía
mi padre, que mejor morirse que mostrar
que uno sufre ante estos reyezuelos de
cartón, iba señalando con el dedo sin uña
con el que acariciaba a las viejas damas de
la corte, uno a uno a todos los invitados, y
primero desde el suelo retorcido, y más tarde
levantándome todo lo que de sí daba mi
enquistado cuerpo, describía entre chistes e
historietas lo que había dentro de cada uno
de aquellos alfeñiques disfrazados de
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políticos lustrosos. Mi monarca reía
bondadoso porque sabía que aquella era su
primera arma diplomática para desnudar a
sus oponentes y contrarios; cuando creía que
era suficiente, me golpeaba en el pandero
que ya está bien, Pandereta, que vais a
sonrojar a nuestros invitados, y así salía por
la portezuela pequeñita por donde entran los
ratones como tú, pandereta jorobada, y reían
y reían, y yo aguantaba porque mejor
morirse que mostrar que uno sufre chiquitín,
que siempre me decía mi padre.
No hizo falta mucho tiempo para que
yo me diera cuenta de que además de bufón
era un hombre. A la vez de eso, me di cuenta
de otras muchas cosas. Pero en principio
todo me pareció bien: yo había nacido
pandereta como otros nacen poceros o reyes.
Y si así era, debería ser así.
Al darme cuenta de estas cosas sentía
y recordaba que también los bufones se
apareaban, y así como ellos lo hacían
también debería hacerlo yo. No puse plazo a
la búsqueda de sirvienta para estos
menesteres, pero por épocas encontraba
unos deseos irrefrenables de hallarla. Esta
profesión de ser bufón me había enseñado
pocas cosas, pero si había alguna clara era la
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de no maltratar a los inferiores. Por eso
detesté el trato que algunos otros
compañeros de la carreta daban a las
mujeres. Había noches en que después de
sacarle sangre a golpetazos las metían en la
carreta con los otros siete que dormíamos
allí, los saltimbanquis, el mozo de establos,
y el comefuegos real, y las penetraban sin
misericordia cuando ya no tenían aliento ni
para llorar en silencio. Aquellas caras frías,
sin expresión, sin ni siquiera rabia
contenida, siempre me recordaron a mi cara
demacrada cuando, apoyada sobre el suelo
real, frío y encharcado de mi propia baba
vertida, levantaba el dedo para comenzar
con las gracias del bufón Pandereta que
tanto divirtió en aquella época a aquellos
reyezuelos de cartón y plastilina. Por eso
siempre soñé con una mujer de la manera
que nunca llegó a ser, de la manera que
posiblemente nunca podría ser.
—¡Ah!, ¿pero los bufones se
enamoran? Qué divertido eres Pandereta, de
dónde saldrá esa gracia si no te caben más
cosas en ese cuerpo lleno de porrazos. —Las
damas de la corte debían de tener razón.
Yo soñaba algunas noches, desde
esta torre donde ahora veo un reino que
efectivamente por ser de cartón y plastilina
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pasó de lo grandioso y opulento a lo
miserable y derruido, encontrar a una mujer
a la que contarle desde la angustia de mis
golpes y panderetadas que yo no quiero ser
bufón, qué carajo, que de nada me sirve que
se rían y me miren alegremente, que yo ya
no quiero más golpes, mujer, que sólo
quiero tus caricias, que yo a los reyezuelos
éstos no les debo nada, que no quiero cantar
más canciones de palacio, ni dejarme montar
por los niños del rey para que me fustiguen
con sus palos, que no quiero tener que
contar historias que nunca pasaron para que
el rey no se aburra de su miseria de joyas,
banquetes y monedas de cartón y plastilina,
que estoy harto de parecer una pelota
coceada, una diana para los frustrados, un
burro para los niños, una basura para todos.
Aunque me necesiten para reír no quiero ser
más bufón, que sólo quiero estar contigo
para ver las estrellitas ésas del cielo y
contarlas una y otra vez, y soñar con huir de
esta cárcel abierta, y pasear de la mano,
aunque sea dando cojetadas, que tú me
querrás así.
Soñaba con tenerla a mi lado sólo
para sentirla cerca, para olerla, para contarle
a ella sola mis análisis de los reyezuelos y
de sus patadas, para hacerla reír sólo a ella,
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y cantarle mis canciones de palacio y
narrarle las historias que nunca existieron,
pero no la querría para nada más, tener niños
no, mujer, que tendrán que aprender a ser
bufones como su padre para que les coceen
las costillas, y a contar historias de mentiras
y cantar canciones de palacio, y sobre todo,
fíjate si no supiesen cantar canciones de
palacio, ni supiesen bien dejarse patear, o no
tuvieran esta gracia que yo tengo para hacer
reír a las damas de la corte, eso sería mucho
peor, ¿verdad, mujer? Pero, claro, ella
estaría de acuerdo conmigo porque yo sabría
hacérselo comprender. Hablaría con ella
largas horas, aunque fuera sin mirarla, para
que no le diese asco mi cara quemada por la
miseria, mi nariz doblada a golpes, y mis
dientes deformados. Pero en la noche reiría
conmigo sin parar, contaría las estrellas y
me diría cómo es el mar, porque ella tendría
que ser muy viajada, de las que limpian los
sótanos de los palacios mediterráneos, qué
carajo, que me da igual que sea gordita y
fea, pero que conozca el mar. Y aunque se
rían de un bufón con campanillas seguiré
buscándola, que algún día te traeré una
mujerzuela del mar, Pandereta, y te la
adornaré con ropas de reina, ¿te parece bien,
viejo jorobado?, aunque yo siga dando
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saltitos a cojetadas para ver las que van en
esos carros de paso, y esos conductores
cabrones me sigan diciendo lo mismo, que
yo también quiero querer, qué carajo.
En esta torre desde donde he visto
llegar uno y otro carro de tierras de mar y
monte con mujeres que siempre me
desdeñaron, pasé los pocos momentos de
felicidad que esta vida tuvo a bien
concederme. El rey después de una opulenta
comida, que duró casi dos días, concedió a
uno de los cocineros que contribuyó a mi
perenne cojera un premio que estuviese al
alcance de su mano (no era capaz de
conceder más). Aquél rogó al monarca que
instruyesen en arte a una de sus cinco hijas,
mohínas, sin gracia y feúchas, que no quería
que fuesen cocineras como su madre, que ya
estaba bien de vivir junto a los fogones,
majestad, que la pequeña que parece más
“despabilá” aprenda cosas para poder ver el
mundo, que mi gran pena es no haber tenido
varón para instruirlo en guerras. El
reyezuelo prometió traer maestros de arte de
las cortes vecinas para enseñar a su hija
pintura, modelaje y hasta música. Con la
promesa en boca, pasaron más de dos años,
hasta que en una cena con reyezuelos por
invitados el cocinero sólo presentó unas
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malas hierbas para todos los comensales. El
rey, algo encolerizado, entró en las cocinas
por primera vez, y comprendiendo la jugada
prometió que las enseñanzas comenzarían a
la mañana siguiente.
En esta torre nos encerraban cada
mañana a la hija del cocinero, al bufón y a
un viejo laúd de siete cuerdas para que se
cumpliera lo pactado, enseñar artes, y yo
como el displicente maestro afamado de
tierras lejanas.
Resultó, de esta manera, que aquella
pequeñaja era vivaz y deslenguada. Sin ser
demasiado feúcha sabía dar brillo a sus ojos,
y empleaba el tiempo en todo menos en
aprender el uso del instrumento. Reía,
hablaba y hablaba, se movía constantemente
en unos nerviosos contoneos de niña que
aún no se sabe mujer. Aprovechaba
cualquier pequeña situación para que me
cuentes una historia, Pandereta, que tú sabes
muchas y tienes mucha gracia, que contigo
es con quien más me divierto, que yo sé que
tú prefieres contármelas a mí que no a los
cortesanos de palacio, que mi padre siempre
dice que a ese bufonazo un día se le van a
hinchar las pelotas y nos va a hundir el
reino, porque él sabe lo que pasa en cada
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alcoba y quién maneja en verdad las arcas,
qué carajo, y que si yo quiero aprender
música es porque te he escuchado algunas
noches tocar junto al carro. Me conseguía
convencer con gran facilidad, y yo le
contaba que había una princesa preciosa que
se parece mucho a ti, que se enamoró de un
jardinero ciego y que él por no contagiarle
su sufrimiento huyó de aquel país, y que
muchos, muchos años después el jardinero
volvió al jardín de rosas de recuerdo y
tulipanes de amor y se la encontró a ella
cuidando del jardín que él abandonó, ciega
de tanto como lloró por su marcha, y mi
pequeñaja lloraba y se acurrucaba junto a
mí, y me decía qué pena, Pandereta, y yo la
acariciaba, que el amor hace ver hasta a los
ciegos pequeñaja, y ella sonreía, y su mirada
penetraba en mí.
Ya en el día comenzaba a darme todo
igual, patadas, chistes, mi propia miseria
interior y el odio a salir por aquella puerta
estrecha como los ratones. Sólo existía la
torre, el laúd y ella, mi pequeñaja. Le conté
que odiaba ser bufón, y le costó trabajo
comprender. Por momentos le enseñé las
estrellas a donde me gustaría volar, y le hice
saber lo que creía que era el mar. A veces
callaba durante horas, escuchándome,
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admirando mi manera de sentir; otras lloraba
en silencio cuando yo le decía que a lo
mejor no siempre uno tiene que ser lo que su
padre fue, y le hice comprender que Dios no
pondría sobre la tierra reyes que patearan a
los bufones, que para ser feliz hay que
querer, y que aquel pobre viejo bufón había
andado solo, con sus cascabeles y su
sombrero verde mohíno, y que no había sido
feliz, que debes huir pequeñaja, que la
felicidad no está en una torre con un viejo y
un laúd, que el mundo está ahí para
descubrirlo, para encontrar más gente con la
que ser feliz y para no postrarse ante nadie.
Huye y corre a ver el mar.
A la mañana siguiente, tal como hoy,
en la torre sólo hubo un viejo bufón. Un
viejo bufón... y un sueño. Allá a lo lejos
alguien correría a ver el mar, ...y ya casi me
parece estar viéndolo.
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de saltimbanquis, mozos de establos y otros
titiriteros, pero en soledad, porque cuando
sufrí nadie lo supo, cuando enfermé siempre
lo callé, cuando necesité una madre no la
tuve porque ni siquiera supe lo que es,
embrutecidas parían bufones como las ranas
cagan renacuajos; le hubiese dicho que mis
comidas fueron los restos de lo que los
demás no quisieron, que cómo va a discutir
un pequeñajo jorobado y medio tonto, que te
callas y esperas a ver qué sobra, que tú no
vales ni lo que pesas en huesos torcidos, qué
carajo. Y que además de todo siempre debí
sonreír, y remendar mi perenne ropaje verde
y sacar brillo al metal de las campanillas de
mi sombrero, que éste es el más gracioso de
los sombreros de palacio, que lo prefiero a
una de esas coronas lustrosas, qué carajo.
Pero callé y comprendí la miseria de cada
mundo, la miseria de cada persona y su
sufrimiento. Y creí sentir que éramos almas
gemelas, y que por qué no, a lo mejor, era
aquella la mujer que yo esperaba, la que me
diera compañía, la que me acariciara y
contara conmigo las estrellas. Y por qué no,
a lo mejor era yo quien podía hacerle
compañía, quien le diera la mano por las
noches, quien le diera seguridad en la
oscuridad. Fue aquella noche cuando desde
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esta misma torre, mientras pensaba en todas
aquellas cosas, miré a lo lejos y comprendí
que me había creado una gran mentira, que
no era más que un bufón para ser pateado,
que las mujeres de carne y hueso no son
para charlatanes cantarines y bailadores, que
no necesitaba verme reflejado en la luna
para recordar que era feo y desdentado,
jorobado y cojetoso, y que mi sombrero no
era más que el faro que anunciaba ahí llega
un miserable bufón gordinflón, un miserable
bufón sin pandereta, un charlatán, un
esperpento, un pequeño monstruo de quien
reírse, un bicho raro a quien dar puntapiés
para oír sus alaridos infantiles y lastimeros,
alaridos que debían ser de cartón y
mantequilla, porque los pobres no saben
sufrir: nacen sufriendo.
Y huí. A cojetadas, a trompicones, a
batacazos. Caminé toda una noche. Y lloré.
Sí, lloré. ¿Y qué? Lloré hasta ahogar mi
rabia, lloré hasta devolver a la tierra todos
los puntapiés, todas las carcajadas, todas
aquellas miradas inmisericordes de gentes
que se creyeron todo. Lloré y caminé. Lloré
por caminos de miedo y pedruscos, por
caminos de serpientes de dolor, por caminos
de marañas de árboles en forma de bufón
muerto, y en esa noche no me acompañaron
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ni siquiera las estrellas con las que tanto
tiempo soñé, y me dejaron solo por caminos
de soledad sola, arrastrando mi pierna
pesarosa, arrastrando mi desolado miedo,
arrastrando mi rabia contenida, corriendo
como el que huye del diablo, como el que
huye de la muerte, como el que huye de uno
mismo. Y en aquel miedo recordé la torre, y
mi pequeñaja, y los largos paseos hasta el
palacio vecino y mis sueños de ver el mar, y
la torre, y mi pequeñaja, y mis sueños de ver
el mar, y los largos paseos hasta el palacio
vecino, y la torre, y la pequeñaja, y los
paseos, y mis sueños, y la pequeñaja, y los
paseos, y la torre, y comprendí que nunca
había tenido nada más, y que además nunca
lo tendría, que aquella fue mi vida y que por
mucho que corriera nunca encontraría otra,
porque yo era un bufón, un viejo bufón de
corte, el viejo bufón Pandereta.
Y desde entonces estoy en esta torre
mirando a lo lejos por ver si sueño el mar. Y
desde entonces sé que todo es miedo, que
soy bufón porque nací para serlo, un
miserable bufón que siempre intentó huir de
sí mismo sin conseguirlo, un bufón cobarde
que nació para detestar porque nunca fue
capaz de otra cosa, que se retorció en su
propia cobardía, y que desde una torre ha de
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mirar con ojos entornados, refunfuñones, el
tiempo que ha de venir y el que ha de pasar.
Y que de cuando en cuando hará sonar sus
cascabeles de dolor y que en esta torre vivirá
condenado a no amar porque no amó.
Pandereta.
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UNA SIMPLE HORMIGA DE NADA
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Sólo tuvo que levantar un poco la cabeza
mientras tomaba el sol en aquella playa un
poco putrefacta y un mucho solitaria, para
ver cómo correteaba ingenuamente por mi
velludo pecho una simple hormiga de nada.
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quemamos, y en los petardos que les
tirábamos a las niñas, y en los papeles duros
y doblados que lanzábamos con los
tirachinas a sus piernas, y pensé en las veces
que a los papeles les pusimos alfileres; y
recordé los huevos que llevábamos al
autobús del colegio para tirárselos en
nuestro encuentro matutino a los niños del
autobús del otro colegio, y mientras pensaba
esto noté ya sin dolor que varios cientos de
hormigas mordisqueaban mi ojo, y que otras
tantas miles se apoderaban con razón de mi
cuerpo y se cobraban en venganza la deuda
que yo había contraído con la naturaleza. Y
en los últimos estertores de mi cuerpo,
cuando ya apenas podía mover un brazo,
ayudé, con el mismo dedo con que antes
pensé aplastar a aquella hormiga, a abrir más
profundamente una grieta que sobre mi
corazón una hormiguita tenía problemas en
ahondar, para que llegara antes a ese
músculo motor, y yo antes de morir aún
más, me percatase de si todavía me quedaba
corazón o sólo era una mierda latente liada
en un trapo que acostumbraba a latir.
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SÓLO UN MOCOSO MÁS
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Se dio cuenta cuando comenzó a doblar sus
pantalones para colocarlos en la percha. A
la altura de la pantorrilla, a mitad del muslo
aproximadamente, había una línea de algo
oscuro, pegajoso, a pequeños pegotes. En
diferentes tonalidades de verde triste se
hallaban conformados en una línea mocos
depositados —Dios sabe de dónde— en
tiempo inmemorial.
La sola posibilidad de haberlos ido
mostrando por la calle, indiferente, visibles
en su caminar por todos los transeúntes que
anduvieran detrás de él, lo envolvió en una
profunda y repentina depresión de tinieblas.
Aquello no era más que el resultado
esperable de una larga psicosis que
lentamente le había ido envolviendo desde
meses atrás.
Quizás el embrión hubiese
comenzado a gestarse cuando de adolescente
dejó de comerse las uñas. El hecho actual es
que sin saber cómo tomó el hábito de
introducirse el índice, y muy a menudo
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incluso el pulgar, por los orificios de su
nariz rebuscando gelatinas propias adheridas
a las paredes de su protuberancia nasal.
Al comienzo, muy a escondidas, se
los sustraía con gran alivio en el mayor de
los secretos. Poco a poco fue obviando la
posibilidad de que nadie estuviese pendiente
de él. En el coche preferentemente, mientras
conducía para disipar los tedios de infinitas
ristras de coches penando en promesa hacia
ningún sitio; en su casa, cómodamente
sentado, mientras leía el periódico; en su
cuarto de baño, cuando contemplaba la
persistente gota de agua que se lanzaba
contra la piedra del lavabo; en la salita de
espera del despacho del director del colegio
donde trabajaba. Dejando sus apósitos bajo
el doblez de la funda del sillón del coche
que compró por Navidad; debajo de la silla,
primero, y, después, de la mesa del
comedor; en los filos internos del tazón del
retrete, o liados en un trocito de papel
higiénico que recortaba con los dedos que le
quedaban sin ocupar; o bajo los bordes —sin
ninguna piedad además— de los sillones de
espera eterna y subyugante del mobiliario
estatal que precedían al mobiliario real del
despacho del director.
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Creció la paranoia cuando comenzó a
temer que la colocación de uno de ellos,
siempre después de contemplarlos —no sin
alguna pasión— como de padre a hijo, fuese
a coincidir con el lugar de depósito de
alguno de los anteriormente abandonados.
Comenzó, de esta manera, a localizar los
sitios más inverosímiles: esquinas que
generalmente no estaban a su alcance; forros
de los bajos de las cortinas; el recoveco que
hace el tacón con la suela del zapato — que
alguna que otra vez le sacaría de algún
aprieto inesperado—; farolas por donde
pasaba; las paredes del hueco del ascensor.
Miles de sitios que fue hallando porque las
situaciones se multiplicaban. Dentro del
coche fue el único lugar donde no encontró
opciones que no fuesen demasiado
complejas. Sin embargo, consiguió una
pericia y destreza inigualables porque aún
colocándolos siempre en la misma esquina
del forro del sillón, sabía no coincidir con
las anteriores localizaciones. A veces pensó
que se iban desprendiendo solos con el
tiempo, con lo que sintió una inmensa
felicidad pues creía que se deshacía de ellos
sin más preocupaciones, hasta que un día,
por no sé qué, observó la enorme colonia
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que se había formado en la esquina inferior
de aquel sillón de coche de feria de barrio.
Lo que en principio no fueron más
que algunas ocasiones aisladas, se convirtió
en un hábito peligroso que, si no tenía
cuidado, en algún momento podría ponerlo
en una situación difícil, o, incluso, sin
salida. Como cuando estrechó, con un fuerte
apretón, la mano del director del colegio y
recogió con la izquierda, donde llevaba uno
que no quiso soltársele, quizás para no
perderse aquella memorable entrega de
premios, la placa que reconocía su excelente
labor como profesor de Historia y por la
multitud de actividades extraescolares que
había llevado a cabo con los alumnos de su
curso. Fue al comienzo de su caminar por el
pasillo, estando aún entre la multitud de
padres babosos, cuando lo sintió cercano a la
salida de su nariz, duro y seco, esperando ser
sacado. Con un hábil movimiento de la
punta de su dedo pulgar, y ayudándose
exteriormente a modo de pinza con el índice,
consiguió extraerlo en un impulso certero.
Quedaba ahora frente a sí todo un pasillo
rodeado de gentes que aplaudían y le
miraban, la sonrisa de morsa satisfecha del
director al final, una breve escalerilla en
penumbra a la izquierda para subir al
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escenario de ejecución, la placa esperando
en las manos del Delegado, en su pulgar
derecho aquella cosa pegada que no se
soltaba, y su sonrisa de ocasión
imperturbable en su rostro. Los dedos se
frotaron para darle el secado definitivo.
Comenzaron los intentos de expulsión del
inquilino. Una, dos, tres veces. Contuvo su
tensión: ...se había soltado. Ahora podría dar
su mano con tranquilidad a todos los que
presidían aquella mesa de notables. Pero fue
después de subir al escenario cuando sus
ágiles dedos dieron la señal de alarma:
seguía pegado allí, fuera de su entorno
habitual, pero seguía pegado. Ya no daba
tiempo, el señor Delegado estrecharía su
mano entre aplausos y sonrisas y sentiría
que una ligera sustancia pegajosa se le
adhería a su mano. Sin embargo, un giro
brusco hacia el público que aplaudía, con un
gesto de manos enlazadas que se alzaban, le
sirvió para traspasárselo de la derecha a la
izquierda. La situación había sido salvada.
Estrechó la mano, no sin algo de
preocupación, y con la izquierda tomó la
placa de su dolor donde definitivamente
quedó pegado por siempre. Al hacer el gesto
de presentación de la placa al público lo vio.
Estaba en el borde superior, donde sus
41
nerviosos dedos lo dejaron nada más tomar
la placa. Lo contempló ya sin oír aplausos ni
silbidos, sin ni siquiera oír el nombre del
siguiente profesor que había de subir al
estrado. No vio tampoco nada, la elegancia
de las jóvenes de la primera fila, la sonrisa
de complicidad del subdirector que abogó
por él para la obtención del premio, las
señales del ujier para que dejase paso al
siguiente galardonado, ni siquiera vio las
banderas y estandartes que delimitaban la
bella imagen de una trajeada directiva
entregadora de premios, con las que estuvo a
punto de chocar.
“Esto no puede continuar así”, se
dijo.
Y lo intentó, Dios bien lo sabe.
Durante los siguientes días a aquella
aterradora tarde de tensión, a la menor
molestia sacaba su pañuelo y,
cuidadosamente, se limpiaba las cavernas de
su pesar. Pero era mucho peor. Con el
pañuelo tenía menos agilidad, manipulaba
mucho menos, no llegaba a donde antes
siempre pudo. No le servía para casi nada.
Además de todos estos inconvenientes
comenzó a sentir que se encontraba más
tenso de lo habitual, algo irascible, siempre
preocupado por una respiración que no era
42
del todo correcta. Aun cuando creyó que con
la medida del pañuelo su conciencia iba a
estar más tranquila, algo se lo impedía, y
estaba deseando encontrarse consigo mismo
a solas para jugar con sus adentros y
limpiarse.
Algo empezó a hacerle comprender
que aquella situación había de tener un
trasfondo filosófico, consustancial a su
propia persona, teleológico, puramente
ontológico. En los momentos de gran
nerviosismo, de esa tensión acumulada que
arrastraba en ese estrés precipitado de su
vida de locura, observaba que mostraba gran
pasión, incluso fruición, por limpiar hasta la
última mota oscura de residuos minúsculos
del filo interior de sus uñas. Unas con otras
pasándose esas breves cargas negras, hasta
que al fin quedaban fuera y se desprendían
con facilidad, habiendo dejado a su paso —
índice, meñique, pulgar— un rastro grisáceo
que sólo conseguía extender la carga.
Ese íntimo deseo por limpiarse de
todo comenzó a hacerle pensar. Era una
búsqueda por la perfección sin avance
posible. Todas las horas de su vida que pasó
estudiando las materias que más le gustaron,
todo aquel intento por ser una persona en
43
equilibrio, estudiando artes, humanidades,
ciencias, todo aquel tiempo empleado en
deportes que equilibraran su espíritu, sólo
habían servido para ensuciar lo que antes
había limpiado, como su nariz y sus uñas.
Por más que liberaba su nariz de elementos
extraños en aquella su batalla moral; por
más que se lavase las manos, las frotase con
estropajos de dolor y las perfumara con
aguas de olor, todo volvía a ensuciarse. Y lo
peor era aquel rastro de partes de sí mismo
verdes, mohínas, pegajosas, que iba dejando
por donde pasaba: en los filos de los
muebles de las oficinas de su desesperación,
en las cortinas de las casas que visitaba,
debajo de los mostradores de los bares que
frecuentaba, en las cuentas que le
entregaban, en los platitos del té, en los
sobres de las cartas de publicidad, en los
infinitos estados de cuentas de los bancos de
su perdición, en los quicios de las puertas,
en las farolas solitarias que iluminaban sus
noches de insomnio, en las latas de los
coches aparcados donde, siempre distraído
pero investigando sus posibles juzgadores,
apoyaba su mano para deshacerse de aquella
parte de sí mismo que menos le gustaba.
Pero aquello nunca terminaba. Por
más promesas que se hacía, por más
44
inventos médicos y herbarios con los que
probaba, por más velitas, incluso, que le
colocaba a la Santa Catalina de Fresnis
patrona de los resfriados, no conseguía
limpiarse por completo. Y debía asimilarlo.
“Soy un ser sucio”, se dijo.
Empezó a observar, además, que se
mordía las carnes de su boca con sus propios
dientes, que succionaba su labio interior, que
incluso al hablar con la gente era posible que
mostrara muecas automasticadoras, porque
no dejaba de arrancarse jirones de la carne
mojada de su boca. A veces se ayudaba con
sus dedos para alcanzarle a los dientes una
parte de su moflete interior al que de natura
no llegaba. Esos pequeños montículos que
se le formaban en las blancas carnes
húmedas de su boca, esas —no lo olvidemos
— deformaciones de su interior eran una y
otra vez allanadas por sus blancas máquinas
demoledoras. Era el constante intento de
perfeccionar su ser, aunque no sirviera para
nada. Porque al día siguiente, quizás al
momento siguiente, volvía a tener un
montículo que allanar, algo que morder, algo
que perfeccionar sin conseguir avanzar
jamás. Un devenir en círculo que no tenía
significado.
45
A partir de aquel momento
comprendió que era un ser enfermo que sólo
se miraba a sí mismo, que intentaba
desechar de él lo que no le gustaba, que se
pasaba las horas arreglándose los padrastros,
limpiándose las uñas, tocándose la nariz,
mordiéndose su propia boca. Comprendió
que era un ser egoísta que se pasaba el
tiempo mirándose a sí mismo, y que se
pasaba el tiempo pensando que se miraba a
sí mismo. Pero sobre todo comprendió que
era un ser pobre, un ser miserable en su
idiotez, un ser abandonado en la vida sin
manual de instrucciones, que se puso a
buscar la felicidad y se encontró metido en
un torbellino que no era más que él mismo,
él y su yo, sin saber qué buscar, qué hacer ni
cómo hacerlo, y que, perdido en esa batalla,
se encontró consigo mismo un día doblando
un pantalón para colgarlo en la percha, y se
dio cuenta que llevaba pegado en él una
ristra de mocos que dejó en los bajos de
algún sillón de los muchos por donde
restregó su dedo impregnado de lo peor de sí
mismo durante el tiempo inmemorial que
abarcaba aquella su paranoia de ser feliz sin
saber cómo hacerlo. Y en todo este
torbellino de darse cuenta de que estaba
metido en un torbellino, decidió meterse el
46
dedo en la nariz hasta que le llegase al alma,
y le sangró hasta arrancarse el labio
superior, y con sus dedos sucios de suciedad
de él mismo, y con sus dedos sucios de su
propia sangre, se cogió todo él y se metió en
su propia boca para masticarse a gusto el
resto de su vida. Y cuando terminó de
autoengullirse, cuando ya no le quedaron
padrastros que arrancarse, bocas que
comerse ni mocos que desahuciar, cuando
ya no le quedó nada para mirarse al espejo,
pelos que ordenar, orejas que limpiar, ni
dedos con uña para metérselos por la oreja
para limpiárselas de sí mismo y poder volver
a oírse, cuando ya no le quedó nada que
masticar, que allanar, que perfeccionar,
porque ya no era nada, se devolvió en una
arcada infernal, y su propio yo vomitado
quedó en el suelo de una ciudad que estaba
sucia, que cada noche era limpiada y al día
siguiente vuelta a ensuciar, en una calle
donde vivía toda gente sin manual de uso
para ser feliz, que se metían los dedos en la
nariz mientras conducían su coche, que se
limpiaban las pringues de las uñas con la
punta del capuchón de un Bic, que se
introducían el meñique por la oreja mientras
iban en el autobús, y que, además, se
mordían las uñas y se levantaban los
47
padrastros a tirones. Sin embargo, él quedó
allí vomitado en el suelo hasta que vino un
ruidoso camión de la basura y lo recogió con
unas palas sucias, y lo metió por última vez
en una putrefacta coctelera que lo removió y
trituró en el que sería su último torbellino de
sí mismo con su propia excrecencia, el
último torbellino en la máquina que habría
de triturar y remover las miserias de toda esa
ciudad hasta que la muerte impusiera su
reino de pringue absoluta por siempre jamás.
48
PERDEDORES
49
50
Había llegado la noche esperada no sé
cuánto tiempo... ¿Toda la vida, quizás?
Usé al fin el frac que había visto en
una revista italiana veinte años antes.
Caminé entre aplausos por aquel escenario
solemne y majestuoso del siglo pasado. Allí
me esperaba aquel mi testigo y acusador
negro. —Los grandes pianos de cola tienen
algo de grandes féretros sonoros, tienen algo
de grandes barcos surcadores de invisibles
mares armónicos—. Me senté al fin ante su
brillante teclado blanco. Ante el silencio
expectante, ante el desconocido que me oía,
ese personaje plural y deforme, unitario y
uniformado. Me senté al fin... y no pude
tocar.
Había empleado treinta y dos años de
mi vida para llegar a ese lugar, para llegar a
ese momento. Pero fue justamente en ese
instante cuando acudió a mí todo el
cansancio de una vida. Todo el cansancio de
los últimos trece años estudiando de nueve a
catorce horas diarias, de haber machacado
51
sin piedad en mis oídos las grandes piezas
de los maestros, de haberme quedado en la
soledad e incomprensión del erudito,
habiendo perdido amigos, amores y
proyectos. En ese momento sólo era una
máquina, una buena máquina de ejecutar
composiciones que me eran extrañas, un
simple tocadiscos humano. Y ya no supe si
yo quería haber sido eso u otra cosa. A lo
mejor sólo hubiese querido ser hombre.
Pensé en hablar con el público y
disculparme, pero casi ni sabía hablar. Me
costaba trabajo articular frases bien dichas,
no podía negar que había perdido algo de
práctica, ...quizás mucha práctica.
Estaba cansado y tenía calor. Miré de
nuevo el teclado, y en un último impulso
sacando fuerzas, no sé si de mi recuerdo o
de dónde, acerqué mi mano derecha y con el
pulgar y el índice toqué do re do re do re do
re.
-----o-----
La ilusión de mi vida desde que tengo
memoria fue bailar en un gran ballet. Para
eso mi mamá me llevó con cinco años a una
profesora particular, y ya a los siete fui
alumna oficial del Conservatorio. Con qué
52
ilusión me hacía cada tarde, después del
colegio, mi moño en el pelo, me ponía mi
malla de dos colores y me colgaba mis
zapatillas al hombro; y ya allí, en los
vestuarios, con las más mayores, me las
colocaba imitando sus ademanes.
No me importó, con tal de dedicar mi
vida a este sublime arte, estar siempre
pendiente de mi dieta alimenticia, caminar
con las puntas de los pies abiertas, mantener
siempre mi adusta delgadez, ser siempre una
de esas chicas “planas” de las que los niños
se reían por no tener pechos como las
demás, no haber tenido más que amigas
competidoras celosas de mis cualidades, y
amigos de ademanes amanerados mal vistos
por mis compañeras de colegio y mi
familia, aunque para mí siempre fueron de lo
más normal.
Aunque es verdad que nunca supe
hablar de las cosas de que hablaban los
demás. Cuando mis primeras amistades del
colegio llegaron a la Universidad, un abismo
se abrió entre nosotros. Para mí que
hablaban de cosas muy liosas de las que yo
no entendía y, a la vez, apenas se daban
cuenta de que dar saltitos —como ellos
53
decían— también era una alta actividad
espiritual.
Me dolió pasar mi etapa de madurez
como mujer sola, con la música, el gran
espejo y la barra a la que me agarré
fuertemente para asegurarme de que mi
opción de vida estaba siendo correctamente
elegida.
Pero en la prueba para bailar en el
gran ballet fracasé. Durante unos doce años
di clases para niñas sin interés en un colegio
privado. Y ahora..., ahora ando perdida por
las calles de esta gran ciudad buscando
trabajo para poder comer, y argumentando
en mi favor en cada uno de los empleos que
solicito que no sé hacer nada.
-----o-----
Nos encontramos como perros perdidos.
Éramos dos seres a la deriva en una ciudad
lúgubre, llena de poca vida, pero llena. —
Los perros también pueden terminar en los
arcenes de las carreteras reventados y
muertos—. Pero nos encontramos antes de
llegar al arcén.
Ella tenía la mirada de quien no
quiere vivir, pero en el fondo de sus ojos
algo daba saltos todavía.
54
Yo sólo caminaba por una calle, y al
mirar hacia un lado vi unos viejos pies con
las puntas hacia afuera que con un cierto y
cadencioso ritmo se ajustaron a mi paso.
Éramos ya dos seres decrépitos. Con el
tiempo, hasta me había olvidado de pensar
en las mujeres, sólo veía seres que por
entonces me parecían indefensos, pero con
cuyas miradas me llegaba un cierto reproche
increpándome: ¿sólo sabes tocar eso?
-----o-----
Era un tipo encorvado, con mucha ropa y
una gran bufanda de cuadros. Las manos
simplemente en los bolsillos. No miraba a
ninguna parte, quizás hacia el suelo. Se le
veía perdido. Y yo me di cuenta al
momento: era otro perdedor. Aunque creo
que hubiese sido fácil acertar: aquel era un
barrio de perdedores, aquella era una ciudad
de perdedores, este era un mundo lleno de
ocultos perdedores. Él siempre dijo que yo
me puse a su lado. Pero él bien sabe que fue
al revés.
-----o-----
Tomamos un café en un viejo bar de aquel
barrio sin nombre. Hablamos poco,
mirábamos por los cristales la poca gente
55
que pasaba. Pareció como si soportáramos
nuestro destino de tener que tomar café
juntos. Cualquiera que nos hubiese visto
habría comprendido que no éramos más que
un viejo matrimonio sin ilusiones. No hubo
si quiera esa tensión en el silencio de dos
personas que se acaban de conocer. Creo
que mirábamos fuera y dentro. Ninguno
tuvo la curiosidad por saber de la vida del
otro. Parecía que todo estaba dicho:
simplemente éramos dos perdedores.
-----o-----
Apenas hablamos. Me gustó ese silencio de
viejos amigos que se comprenden sin hablar.
Él miraba tras los cristales, inexpresivo.
Miré sus manos al tomar la taza. Era un
estilo de mano peculiar, deforme, con los
dedos algo curvados y muy musculosos,
hinchada incluso por alguna parte. Me
recordaron por un momento las manos del
viejo maestro acompañante de piano de mis
clases de ballet en el Conservatorio. Y le
pregunté.
—Tus manos... —Callé por un
momento porque sentí temor en él. Pero por
no parecer una tonta continué—, son
particulares.
56
El calló un buen rato. Ahora había
dejado de mirar por la ventana. Me miraba
con tristeza, pero contestó decidido
—Cada naturaleza es distinta.
57
-----o-----
-----o-----
58
59
AL FIN SIN AHOGOS
60
61
No sólo porque la turbulencia del agua lo
delatara; no sólo porque las corrientes
cristalinas acariciaran su cuerpo y,
besándolo, lo limpiaran del mundo que
afuera lo aguardaba; no sólo porque la
cascada produjese al contacto con el agua
quieta un estruendo profundo y misterioso
que acongojara al que, sumergido en sus
profundidades, se deslizaba; no sólo por esto
supe que mi amigo flotaba retozón en una
bañera.
Lo supe, además, por otra ínfima
serie de detalles que lo explicitaron: el patito
de colores, la pastilla de jabón gastada, el
azulejo roto por la caída de la ducha de
teléfono que se precipitó desde su seguro
enganche, y otra serie de detalles que no
descubriré por un cierto reparo personal.
Aquel tipo un día, llegando a casa
del trabajo, desparramó su ropa en un
reguero sensual de necesidad imperiosa y se
zambulló cuasi de cabeza en una bañera de
la cual nunca más volvería a salir.
62
Cierto es que yo ya estaba allí
esperándolo sentada cómodamente y
deseando, por qué no decirlo, que alguien
me hiciera compañía in aeternum. Nada más
meterse comenzó a restregarse con un jabón
duro, de esos verdes que al parecer guardaba
de tiempos de la guerra, y con un estropajo
de los que usaban las porteras para fregar de
rodillas las escaleras de los pisos de la
alcurnia cosmopol. Y me contó que estaba
feliz de haberse dado cuenta a tiempo de que
había mucha mugre que se le pegaba
encima, y a tirones decía que ahí te quedas
mundo, que te desprecio, que ahora me
quiero encontrar conmigo mismo, y que me
voy a lavar hasta que sólo me quede yo, y
seguiré rascando hasta que sólo brillen mis
ideas, si es que me has dejado alguna. Y
después de estar catorce días rascando sin
descanso, cuando ya le afloraba la sangre
por donde rascase, cuando la espuma arrasó
el cuarto de baño, filtrándose por las puertas
hasta el saloncito contiguo, llenando la
moqueta del dormitorio de huéspedes y
mojando el parqué del salón de billar,
cuando todo estuvo sumido en una eterna
nube blanca de jabón con olor a sociedad
recién bañada, paró por un instante de
cepillar para recordar qué le quedaba por
63
limpiar y, cerrando los párpados, se los
limpió hasta llorar de brillo, pero al fin paró.
Se sentó en el escaloncito respirando entre
nubes de algodón oloroso, y se puso a
pensar.
Y, pensando, decidió no volver a
salir.
64
cambiándonos el agua después. Y así,
durante años, este Voluntariado Especial
surgido de resignados colegios de niños
ricos que periódicamente llevaban a cabo su
bondadosa labor social, fue reciclándonos el
agüita que iba quedando, en invierno y en
verano.
Mas nosotros permanecimos felices,
cambiaran o no el agua. Porque, a la larga,
hasta nos entretuvo jugar con los vivos
bichitos pululantes por nuestro líquido
semiviscoso; es más, a veces, con ternura
maternal, soltábamos unas lagrimitas cuando
el torbellino espumoso los succionaba,
porque en realidad fueron nuestros
juguetones hijos, ¿no surgían de nuestros
propios desechos mezclados con el agua?
Cuando los chicos del Voluntariado
Especial de las Misiones Urbanas ponían el
agua nueva, resurgía en nosotros algo así
como una primavera de emociones. Nuestra
piel se erizaba de nuevo, ya perdida la color,
y la línea horizontal de la que fuera la última
orilla de nuestro espumoso mar prisionero
en la bañera, cambiaba de nivel y subía o
bajaba según los Jóvenes Hermanos de la
Bondad Humana hubiesen querido esperar al
llenado de la bañera.
65
Bien es verdad que en nuestras vidas
no pasó nada, pero eso fue lo mejor. Él se
sentía feliz, no había por qué embarullarse
en hacer mil cosas. Ni siquiera ahora
esperaba la muerte, tampoco la vida; pero
eso era lo de menos. Sentir el
reblandecimiento de sus carnes y su
parsimoniosa disolución en un agua
estancada creo que le hacía ilusión. Y, sobre
todo, creo yo que ver cómo su
descomposición se transformaba en otra
vida que se perdía sin saber a dónde ir en
minúsculos seres que fluirían por las
cañerías del mundo, le extasiaba. En el
fondo, era un filósofo. Consideraba
firmemente su teoría de que la aportación
principal del hombre al mundo es el enorme
complejo vitamínico que en forma de abono
se devuelve a la tierra; y se entristecía al
pensarse en una fuerte caja de aluminio
impenetrable por los gusanos que su propio
cuerpo produjera. ¡Cómo iba él a aportar al
universo si detenía el proceso de
transformación? Qué feliz era viéndose
escapar en forma de pequeño gusarapo o
yoquesequé, o convertido en una bella
florecilla bacteriana...
Para mí lo más importante fue
nuestra gran época de pasión. Me hacía el
66
amor cada noche, y había días que hasta seis
veces me penetraba en una dulce danza de
pez amador. Más tarde, nuestra amistad
llenó por completo nuestras vidas y, he de
decirlo bien alto y firmemente, jamás
dejamos de ser amigos, aunque el tiempo
pasase y ambos envejeciéramos, aunque
enmoheciésemos y nos reblandeciéramos,
aunque yo sólo fuera una muñeca hinchable
de cartón-goma.
67
AQUEL HOMBRECILLO LOCO
68
69
—Sólo tierra pálida calurosa fría muerta
muerta. Sólo oscuros
amaneceres mortecinos en cabeza negra
vida sin vida muerte muerte.
Apenas días sin días corriendo en loca
carrera puerta abre cierra mantel
en la mesa vacía blanquecina mortecina.
Apenas búsquedas busconas luces
de días días oscuros bombilla rota que
alumbra túnel oscuro pleno de
luminosos. Insignificantes movimientos
dáctiles líneas viejas oscuridad
oscuridad aún en la piel oscura.
Insignificantes miradas en un espejo
oscuro miradas oscuras espejos oscuros.
Y corriendo jadeante llegas
frente a él que eres tú y eres los demás y
no ves más que espejo negro
lleno de luces que brillan con neón.
Canina mortecina en cuerpo caliente
buscante amenazante lluvia de lo que ha
de llover música sin luz. Y
crees saberlo todo y crees no saber nada
de nada de la nada de lo que
eres tú yo mortecina canina culebrosa
tenebrante abrasanina. Círculo que
siente que no siente vueltas de mente
frenada por el alfeñique
70
maloliente que aprieta la palanca.
Cuerpo pendente circulante ni
siquiera caído sostenido pendente
basculante a veces adherido quizás tal
vez sea como la brisa perdida pendente
colgante sin vida. Sólo cuerpo
pálido caluroso frío muerto muerto. Vivo
y a la vez. Cacerola dueño de
la alfeñique perdido otrora oído otrora
reconocido ahora sin sentido
perdido sin historia buscando tras la
muerte su careta. Sólo mortecino
días blanquecinos oscuros insignificantes
aún miradas que lucen
amenazantes todo mortecino no aprieta
sostenido la fría pérdida historia
blanquecina todo redonda todo sin
sentido necesario profunda admitido
adherido fin.
71
que me llamaron vivamente la atención por
lo aburrido, pensé que ni aun estando loco
ese tipo de ejercicio debía resultar
entretenido.
Se sentaba frente al muro mirándolo
como si quisiera ver la calle que había tras
de él. Y realmente parecía traspasarlo, pero
sólo con la mirada, porque nunca, por más
que le insistieron las enfermeras, por más
que algunos de sus compañeros le agarraban
del hombro —como antiguos amigos—; por
más que, incluso, yo una vez se lo pedí,
nunca quiso volver a salir de la demarcación
de este hospital psiquiátrico, que, por otra
parte, siempre permaneció con su cancela
principal abierta durante todo el día.
Escribo este informe personal de
revisión de casos sin diagnóstico
determinado ahora que ha fallecido, ahora
que ya posiblemente sea cuando menos falta
haga ningún informe. Quizás sea sólo una
morbosa curiosidad personal la que me lleve
a indagar cuál fue realmente la enfermedad,
la problemática que llevó a este singular
personaje a entrar en este raro mundo del
que no quería salir, pero del que sí quería
escapar.
72
En una de mis entrevistas personales
con él, que ahora transcribo de la grabación,
le pregunté por qué no tenía nombre, por
qué no me decía cómo se llamaba. Y él salió
diciendo:
—Siendo como somos vida en la
vida muerte en la muerte. Apretados y
aburridos dolor con dolor perdidos
escabullidos. Sólo pena que anda muerta
comida de nada alimento de vida que fluye
corre termina. Siendo grano de arena en un
universo perdido tú yo tú tres granos pero
no más que uno. Dolor de pensamiento
fuerte cavidad de amapolas sin camino.
Crujidos en una historia sin sonido. Qué
alta vida la de un punto que al menos pinta
si fuera punto. No soy ni soy ni siquiera ese
ni punto no quizás y sobra ene.
Y tras esto guardaba un grandísimo
silencio, y cuando callaba parecía que las
cosas callaban a su alrededor, y me miraba
no sé sin verme. Y después de tantos años de
profesión había algo en su presencia que me
daba miedo. Así lo despedí, para estudiar
todo el día sus palabras y buscar resquicios
inconscientes de su demencia. Pero no
entendía nada, o entendía demasiado pero no
quería creerlo.
73
Jugaba al ajedrez en soledad, sólo
moviendo las fichas negras, sin contestarse
con las blancas. Pensando las jugadas a
veces durante horas. Cayendo al final sin
remisión su rey sobre el tablero, en una
caída que, cuando menos, era patética y a la
vez solemne. Rodeado de los pocos peones
que habían quedado de un juego planteado
en forma de gran batalla, habiendo habido
un gran despliegue de soldados, caballeros y
alfiles, que fueron pereciendo a manos de
algún invisible atacante blanco que no dejó
títere con cabeza. Asistí a la no menos
singular rendición y muerte de su Dama
negra que se movió en ostentosos estertores
por el tablero huyendo de un alguien
invisible que le iba a hacer presa, hasta que
se refugió en una esquina vacía del tablero
donde antes estuvo una torre que murió por
defenderla y, allí, mirando a su rey aún
entero, cayó de bruces contra un suelo que
por un momento no me pareció más que las
destartaladas losetas de una vieja casa de
alquiler. La Dama había muerto, pero juro
no saber qué dama fue.
Le puse la mano en el hombro y le
pregunté por qué las fichas blancas no se
movían. Y me extrañó oír en esa rara jerga
en la que hablaba, una respuesta que por lo
74
que entendí significaba que era él quien
jugaba con las fichas blancas, sólo que las
negras se habían disfrazado de blancas y las
blancas él las disfrazó de negras, y algo más
me dijo que luego, en mi despacho, le volví
a preguntar para poder grabar y estudiar su
contestación.
—Luchamos en singular batalla
llanto sangre y niño. Luchamos contra
fieras que encadenan nuestras almas
invisibles coloreadas llenas de neón y
sufrimiento. Negro blanco negro blanco
suelo tierra llanto. Casa vieja todo es
batallar. Siempre el bando blanco luchando
contra el bando negro que se viste de
blanco.
Pensé sin duda que sufría, pero nunca
supe tratar su dolencia.
La verdad es que durante mucho
tiempo me despreocupé de él porque no
daba problemas, aunque mi curiosidad
profesional no conseguía que su dossier se
apartara de mi mesa.
En el jardín manoseaba y jugaba con
una corta cuerda. Sólo hacía un nudo simple.
Lo contemplaba de manera casi científica, y
poco a poco lo iba aflojando, mirándolo
fijamente. Lo observaba con verdadero
75
deleite como el que crea un vasto
pensamiento filosófico de la contemplación
de un hecho natural. Cuando, tras aflojar el
nudo, los cabos estaban a punto de salir del
círculo de cuerda que antes los había
presionado, tiraba de nuevo de los cabos y
apretaba otra vez el nudo. Así durante horas,
quizás durante días. Siempre que a media
mañana lo miraba en el jardín contemplaba
su aflojar y tensar el nudo. Luchaba.
Cuando llegó a mi despacho aquella
semana, me encontró sentado pacientemente
anudando y desanudando un trozo de cuerda
similar al suyo. Se sentó tan tranquilamente
como siempre lo había hecho pero con una
mirada esta vez como de recelo, como si
pensara que yo iba a poder adelantarme en
sacar las vastas consecuencias filosóficas
que él durante meses había estado buscando.
Jugué a su juego y no le hablé.
Participé de aquel silencio tenso pero pleno
al que él gustaba jugar.
Y habló, tal como yo esperé, y creo
que habló de los nudos, pero no sé mucho
más de lo que habló.
—Ellos son parte de sí mismos
fuerza y aire. Muerte en fin suicidio en fin.
76
Nudos que se desatan a sí mismos si quieren
vivir. Pero aprietan. El círculo se busca y se
penetra forma bella de su propio encuentro.
El círculo se busca y se aprieta. Siéndolo
todo ya la formo prieta unidad y cruce no es
más que sí mismo complicado. Y para ser
libre no ha de acabar con él ha de romper
su belleza ser todo ser aire ser búsqueda de
nuevo.
Hubo belleza demente en sus
palabras, y fue a partir de entonces cuando
comencé a intuir cuál era su dolencia.
Presencié su crisis mayor la primera
vez —y la última— en que lo vi hablar con
un compañero del hospital. Hasta entonces
siempre fue esquivo. Comía en silencio,
paseaba solo, y nunca nadie vino a visitarlo.
A veces mascullaba una retahíla suavita,
como si rumiase en sus paseos las palabras.
Aquella vez sí. Sentado junto a la silla de
ruedas del viejo enfermo que fue enviado a
este sanatorio con la edad de cinco años
metido en una caja y por correos —cuánto
desconoce el mundo exterior de lo que aquí
ocurre, de lo que allí ocurre— comenzó a
hablarle quedo, suavito, tal como rumiaba él
sus palabras, gesticulaba con su rostro algo
más de lo habitual, pero le decía sin parar
palabras a su oído. Una enfermera y yo
77
contemplamos la escena con admiración. Le
habló y habló durante gran rato sin
molestarlo, le tomó por un momento su
brazo en señal de compañía. A veces lo
miraba a los ojos con gran humanidad. Por
un momento creí que lo iba a besar. Pero no,
se levantó suavemente, se retiró de él y, al
pasar por nuestro lado, mientras nosotros le
sonreíamos complacidos, dijo:
—Sólo tierra pálida calurosa fría
muerte muerte.
Al momento recordé que esas
lúgubres palabras las había pronunciado en
aquella primera cinta que escuché. Pensé en
su significado. Por qué me las habría dicho
precisamente en aquel momento. Me asusté.
Eran muchas cosas nuevas las que pasaban
para que no estuviesen provocadas por algo.
Corrí intuitivamente hacia el anciano de la
silla de ruedas. Estaba muerto.
Frío y con los ojos abiertos. Había
estado hablando con un muerto. Durante
noches enteras estuve pensando qué clase de
demencia podía ser aquella que sólo se
permitía la libertad de hablar con un cuerpo
muerto.
Él lloró durante días. Suave, sin
molestar a nadie, como cuando rumiaba sus
78
palabras en los largos paseos en círculo por
el patio caluroso. Él lloró como un niño lo
haría en la esquina del patio de su colegio.
Lloró, y su llanto conmovía. Fue entonces,
quizás cuando más comencé a
comprenderle. Yo andaba entretenido en mis
cosas pero también pensaba en la muerte y
en la vida, en la felicidad y en el mundo que
se hallaba tras aquellas paredes. En mis
problemas y en mis deseos de encontrar los
de él, comencé a proyectar mis
razonamientos sobre sus actuaciones para
por fin darles sentido. Nunca sabré a ciencia
cierta si pensó alguna vez sobre lo que yo
intuí que él pensaba, o si sólo soñé sus
sueños.
Terminado su llanto, pareció esperar
aquel día a que yo me asomara por la
ventana de mi despacho como cada mañana
a verlo hacer y deshacer nudos. Pero aquel
día fue distinto. Había pintado con una tiza
una corta línea en el suelo. Cuando observó
que lo miraba, se agachó y se colocó en
posición de salida de la que sería una carrera
sin final. Se produjo aquel silencio tenso que
él sabía producir. Creo que hasta los pájaros
callaron, creo que hasta dejaron de circular
los coches tras la tapia.
79
Al echar a correr, un inmenso
estampido rompió el aire, la tensión del
silencio quedó rota por su ágil movimiento
de velocista, y ese movimiento fue como el
estampido de una trascendental carrera hacia
ninguna parte. Corrió en dirección recta
contra el muro que siempre estuvo mirando,
corrió con la decisión de quien sabe que va a
ganar, de quien sabe que, al fin, va a llegar a
donde quiere. Imprimió a su cuerpo una
tensión feroz que casi producía un sonido
ensordecedor. Lo vi apretar sus puños,
apretar su mandíbula, apretar su frente, y
juro que hasta pude verlo apretar su corazón.
Corrió con desesperación, con pavor, como
huyendo de sí mismo; pero a la vez corrió
con ilusión, con coraje, como encontrándose
a sí mismo. Y me asusté, fue una visión
progresivamente aterradora, sé que puse la
cara del niño asustado que siempre fui desde
pequeño. Sé que me estremecí como si yo
fuera el que corría, como si fuese a perder
una carrera. Y la perdí, porque se estrelló
contra la pared que nunca quiso traspasar, y
su rostro se reventó en una suerte verbenera
de sangre y pavor. Y con el choque, con ese
infernal choque con la muerte y a la vez con
la vida, surgió un aullido casi inhumano, un
grito que conmovió las estructuras de todo
80
aquel edificio de locura. Un grito que se
reventó contra mi pecho y me penetró hasta
lo más profundo, hasta donde el oído no oye
pero siente, un grito que me habrá de
acompañar el resto de mi vida. Nunca sabré
si fue un grito de salvación, de perdición, o
de misericordia. Pero un grito, en fin, que
rompió su callado silencio, su misterioso
vagabundear de palabras, su comedida
mirada vagabunda incapaz de gritar. Pero
gritó. Y tras su grito quedó ese silencio
tenso en aquel ambiente mortecino. Ahora
sólo cuerpo pálido caluroso frío muerto
muerto.
Tras su muerte de espanto en aquella
lucha contra su yo que quería salir de él,
pero que a la vez no se quería enfrentar con
nada, me quedó un amargo dolor y un grito.
El amargo dolor porque su muerte también
fue mi muerte pero esta vez en vida, vida sin
vida muerte muerte. Y el grito porque me
dio a conocer que su voz quería llegar,
aunque no sé a dónde.
Pensando durante meses quién fue
aquel hombre, oídas de nuevo las
grabaciones, y leídos de nuevo mis
informes, sólo puedo llegar a una
conclusión: aquel hombrecillo que hacia
81
gimnasia sueca por las mañanas, que hacía y
deshacía nudos cada día, que jugaba al
ajedrez en la soledad de las negras, que
nunca habló con nadie y que, sin embargo,
balbuceaba letrillas todo el día, aquel
hombre de hablar extraño, sin nombre ni
oficio, que gritó cuando murió, que me gritó
cuando murió, posiblemente no fuera más...
que un simple poeta.
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OLVIDADO EN SU SILLÓN
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Se sentó en aquel sillón paro no volverse a
levantar jamás.
Acomodó su intranquilo culo en la
vieja tela descolorida de un sillón de los
años de la radio y decidió no volverse a
mover más por el resto de su existencia.
Decidió cambiar íntegramente y dejar de
correr de un lado hacia otro como un loco
perdido en el laberinto miserable de la vida.
Se sentó y no se volvió a levantar.
Todo le dio igual desde aquel
momento. ...Y os juro que cumplió lo que
dijo.
En sólo cinco días estaba cubierto de
mierda y de moscas flotantes. Pero todo le
daba igual.
Sus propias pestilencias le hicieron
olvidar que podía oler. Sus propias
pestilencias le hicieron olvidar que podía
vivir.
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Toda su energía derrochada tantos
años atrás desapareció con el voluntarioso y
firme ánimo de no volverse a mover más.
Y allí se quedó. Solo por el resto de
sus días. Porque su gente lo abandonó aun
más tras su negativa a entender cualquier
lenguaje, a entender cualquier forma de
comunicación que pretendiera moverlo de
aquel su estado infranqueable de muerte en
vida.
Pero estuvo seguro de así ser feliz.
Porque, por contra, de la otra imparable
forma de vida no había sacado nada en
claro, no había sacado nada de la siempre
añorada felicidad.
Desde pequeño luchó
enconadamente por ser el mejor de clase,
estudió tres carreras, ocupó altos puestos
ministeriales, fue recibido en las más
importantes embajadas del mundo, escribió
decenas de libros multitudinariamente
vendidos, tuvo tres mujeres y veintisiete
amantes, cinco hijos y la gerencia honorífica
de una casa de ancianos; se vistió de Papa
Noel por Navidad y acudió a las
peregrinaciones más famosas. Por término
medio aparecía en los medios de
comunicación veinticinco veces al mes.
86
Todos deseaban saber su opinión: y ella
nunca versaba más que en una despistada
idea de por dónde encontrar la felicidad, que
comenzó a ser su gran obsesión.
Por eso, por todas las noches de
insomnio que hubo de pasar dándole vueltas
a los problemas de Estado, por todas las
recomendaciones que tuvo que aceptar de
sus más de mil trescientos familiares
imaginarios, por las más de doscientas mil
pastillas contra la depresión, el estrés y las
almorranas que le salieron de tantas horas en
reuniones ministeriales, interministeriales e
interdepartamentales, por todo eso decidió
quedarse sentado y no volverse a mover
jamás.
Comió en su sillón cagado mientras
le dieron de comer, meó mientras que tuvo
que mear. Y cuando ya todos le tuvieron
abandonado, hasta las moscas de color verde
que acudieron las primeras semanas; cuando
ya nadie se acordaba de él porque eran otros
los que acudían a los recibimientos de
grandes embajadores, eran otros los
salvadores del Estado Social de Derecho y
eran otros, en fin, los que criaban
almorranas en reuniones ministeriales,
interministeriales e interdepartamentales;
87
entonces, cuando ya nadie se acordó de él, él
dejó también de acordarse de sí mismo. Y
olvidándose, ...se dejó olvidado en su sillón.
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LA MALA NOTICIA
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91
(Homenaje a Nabokov)
92
que todavía le quedaban secuelas.
Cambiándose de casa quizás conseguirían
que ella comenzara a olvidarlo y a ellos les
venía bien vivir más cerca de la tienda.
Cuando llegó Fernando le recriminó que no
le hubiera presionado a la Guardia Civil para
que ellos la localizaran, pero ella argumentó
que además de haberse quedado ofuscada le
pareció preferible que ella recibiera la
noticia de unos amigos que no de un frío
funcionario que la dejaría seca y sola tras la
llamada. Fernando pareció comprenderlo y
la abrazó. En ese abrazo seguro que había
algo de intranquilidad por sus dos hijos que
andaban lejos trabajando fuera del país.
Carmelina, mientras, desarrollaba su
mañana con la cadenciosidad propia de un
día de otoño. Había desayunado siguiendo el
rito acostumbrado que le impuso su soledad
en los últimos años y que la reconciliaba
diariamente con la vida. Había trabajado su
cuerpo pequeño en el baño con su rito
monótono de limpiezas interiores y
exteriores mientras escuchaba una pequeña
radio que fue de su marido y que siempre
odió porque le distanciaba de él en las
mañanas de desamor de su madurez. Ahora
ella también conseguía dejar su mente en
blanco oyendo noticias y curiosidades
93
mientras el día despegaba. Como cada
mañana, tras vestirse y mirarse en el espejo
de un ropero viejo, salía a comprar alguna
cosa que parecía indispensable en el puzle
ordenado de su nueva vida. Esa mañana
encontró una carta de su hijo.
Luís era un joven que había tardado
en madurar pero que consiguió al fin
desplegar su vida en una ciudad no muy
lejos de la de ellos trabajando como
economista de una empresa de cristales. El
título de economista le sirvió, en verdad,
para trabajar como contable pues nunca tuvo
la posibilidad de proponer nuevos planes de
inversión a la empresa o establecer criterios
más eficaces para el cobro de morosos. Él
controlaba los gastos y anotaba los pagos,
revisaba los salarios y era responsable de las
dietas y las horas extras. Trabajaba mañana
y tarde. Y creía ser feliz. A su madre le
bastaba con saber que estaba bien y con
verlo en las vacaciones. A veces él le
escribía breves cartas para tenerla contenta
donde le decía casi siempre lo mismo, pero
donde era capaz de demostrar de una manera
más directa el amor que cara a cara se sentía
incapaz de hacerle llegar. En esa carta le
decía que pronto iría y que necesitaba una
pequeña lamparita que había estado junto a
94
su cama durante muchos años y que le
vendría bien para poder leer por las noches.
Se despedía con un cariño controlado, nada
literario, que siempre escondía un pequeño
matiz infantil: “Mil besos, Mamá”.
Fernando decidió llamar a su
hermano que había trabajado con el marido
de Carmelina y que conocía a Luís desde
que nació. Al momento ya estaba allí
sudoroso y con una tristeza enorme en sus
ojos. Lucía, por su parte llamó a la vecina de
Carmelina para preguntarle si creía que ella
estaría todavía en casa porque no se atrevía a
llamarla directamente. La vecina dijo que ya
había salido y ante lo misterioso de la
situación preguntó qué ocurría y Lucía no
tuvo más remedio que decírselo, aunque en
el fondo estaba deseando compartir el
problema. La vecina propuso que todos
fueran a su casa y que allí la esperarían y
planearían cómo decírselo.
Mientras, Carmelina había decidido
entrar en la peluquería. Al salir y leer la
carta se había sentido especialmente
animosa y pensó que la mejor manera de
celebrarlo era arreglándose un poco. En la
peluquería habló distendidamente con
Beatriz, la peluquera, y le contó que había
recibido carta de Luís. Beatriz también
95
conocía a Luís desde pequeño y recordó,
como solía hacer casi siempre que se
hablaba de él, las carreras que se daba por la
sala y aquella vez que rompió el jarroncito
de la salita de espera. Carmelina siempre se
ponía colorada al oír esta historia, pero de
tanto oírla ya hasta le agradaba. Era su
chiquillo el que correteaba. Cómo pasaba el
tiempo.
En la casa de la vecina reinaba un
silencio tenso. Todos se habían puesto a
pensar cómo decírselo. Cualquier frase
construida en la cabeza de alguno de ellos,
al poco tiempo se convertía en huera. En lo
que sí estaban de acuerdo era en entrar todos
a su casa para que se sintiera acompañada.
Cuando llegó a su piso, Carmelina
oyó voces conocidas tras la puerta de su
vecina y decidió llamar. El tiempo
transcurrido había hecho que se distendieran
un poco y casi olvidaran a qué habían
venido, alguien había comenzado a hablar
de los hijos y la conversación fue caminando
por cualquier tipo de derrotero sin
coherencia alguna, aunque hablar les había
ayudado a relajarse. Al oír el timbre, todos
recordaron de nuevo a qué habían ido a ese
edificio. La vecina abrió y desde sus miradas
asustadas vieron a una sorprendida
96
Carmelina que iba muy bien peinada, con
una bolsa de compras y con una carta
agarrada al monedero que llevaba en la otra
mano. Ella sonrió con una mirada matizada
de temor. Era final de una mañana de un día
cualquiera y no había razón alguna para
aquella reunión de amigos tan cercanos.
—¿Ha pasado algo?
Lo primero que se oyó fueron varios
noes mentirosos que tal como eran
pronunciados se retraían. Y a la vez, de
manera instintiva todos se fueron para ella y
las mujeres tocaron sus manos. Pasaba algo.
Ella lo percibió en el silencio, en las caras
contraídas, en las sonrisas congeladas. Por
un momento todo se detuvo como en una
foto en blanco y negro y le pareció que las
cosas adquirían una esencia diferente.
Percibió la luz atenuada por los viejos
visillos de su vecina, los muebles
empobrecidos por el tiempo, la ropa
descuidada de sus amigos. Oyó con claridad
el ruido que venía de la calle, las voces
susurrantes de las imágenes de aquella foto
que, sin embargo, no tenían sentido. Olió el
rancio perfume de la casa vieja y los
primeros humos de los guisos familiares.
Sintió su propia saliva ahora agria. Pensó en
su hijo y supo que él no era —apretó la carta
97
—, rastreó sus cuentas y tuvo miedo por una
hipotética pérdida de dinero, pensó en algún
robo en la casa pero la puerta había parecido
incólume. Tuvo miedo y volvió a recordar
los días de hospital junto a su marido y la
salita de espera con estos mismos amigos,
exactamente los mismos amigos y su pecho
se encogió del dolor de entonces. Sintió que
la vida se le iba o ella la dejaba ir porque no
estaba dispuesta a pasar de nuevo por
aquello. Pero un instinto de alguna zona
remota de su ser la animó y le dijo que nada
malo podía haber ocurrido y la foto en
blanco y negro se volvió color y los
personajes comenzaron de nuevo a moverse,
primero de manera muy lenta y luego a
velocidad normal.
—¿Qué ha pasado?
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99
ENCERRADO TRAS SU COLCHÓN
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Estaba escondido en una tenue esquina de su
habitación, apenas la luz entraba por
resquicio alguno. Sobre él caía con su
enorme peso de niño muerto, un colchón de
los años de la guerra que tenía guardado en
el viejo arcón de su abuelo. Allí, escondido
y acurrucado, llevaba sumido más de seis
días. Nadie sabía el porqué de su ocurrencia,
sólo se sabía que en aquella esquina había
encontrado un lugar donde ser feliz.
Ni siquiera las cucarachas volantonas
podían acceder a aquellos lugares sacro
santos donde el ahora eremita de rincones
nefandos se escondía de algo que nadie
sabía. Allí comió como un preso la comida
que su mamaíta le suministraba por una
grieta baja del colchón. Allí realizó todas sus
necesidades en una escupidera de patito de
sus años mozos, que, aunque resultaba algo
incomoda, era preferible a salir de aquel su
encierro voluntario. Durante los diez días
que pasó en aquella su conejera solitaria
apenas ocurrió nada: pero eso era
102
precisamente lo que él quería: silencio,
calma y oscuridad.
Rompió la cabeza del patito, agrietó
un poco más el colchón de su abuelo y jugó
a pilla pillas con las hormigas más
aventureras. Aprendió a ver en la noche de
colchones intraspasables y rayó, como suele
ser usual en estos casos, la pared de su
rincón, contando los días interminables que
iban pasando. Seis, siete, ocho. Hasta diez.
El décimo día se levantó empujando
como un titán su colchón opresor: pareciera
que su autocastigo había finalizado. Algo
demacrado pero feliz se alzó sobre la tierra
que pisaban sus pies; algo demacrado pero
feliz se estiró respirando un aire que él creía
ya puro.
No olvidó saludar a sus familiares
reunidos en torno a tan excéntrico
acontecimiento, no olvidó saludar a su perro
al que oyó aullar durante las interminables
noches de su encolchonamiento, y después
de ello, se echó a la calle feliz como si de un
día nuevo para la humanidad se tratara.
Caminando empezó a sentir en la
lejanía peligrosos aires enrarecidos, que aún
así no acabaron con su entereza. Al doblar
103
de una esquina, y ante una visión nefasta,
cayó fulminado. Muerto en el acto como si
su corazón, su espíritu y su razón hubieran
llegado a una entente cordial por medio de la
cual su ánimo, su hálito de vida, decidiera
abandonarlo con acuerdo total entre las
partes.
La feria no había terminado. Un
jaranoso grupo rociero deambulaba aún por
la calle. Sus cuentas habían fallado.
Aquellas sus rayas en la pared para contar
los interminables días de feria habían debido
sufrir un imperdonable error de cálculo. La
interminable noche colchonera le había
debido hacer perder la noción del tiempo. La
feria no había terminado. Todos sus intentos
por huir de ella fueron en balde.
Una víctima más del tropel feriero
cayó ese año.
En paz descanse.
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105
SAFARI LITERARIO
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107
Concertamos una cita tres amigos del Taller
de Creación Literaria para hacer literatura a
pie de calle, o, lo que es lo mismo, buscar
argumentos en la realidad, ya que nuestra
imaginación últimamente andaba un poco
seca. Establecimos un sencillo plan
consistente en seguir a una persona
determinada por el azar para escribir sobre
su vida y fantasear con ella. Aclarada la
propuesta, nuestro objetivo no tardó en
llegar: el azar dispuso que siguiéramos a una
señora que pertenecía a un grupo de turistas
caseros que deambulaban por la ciudad de
manera contemplativa sin demasiadas
pretensiones ni orden establecido ni prisas.
Ella era una señora canija y pequeñita de
unos sesenta años, fácilmente distinguible
porque llevaba una blusa algo desvencijada
de color rosa. Yo, en cuanto la vi, lo supe:
deseaba matarla. Mis compañeros de
diversión caminaban ajenos a mi idea,
charlando de literatura, de la vida o de la
presa tan absurda que esa tarde calurosa de
108
domingo nos tocó perseguir. Yo comencé a
saborear el placer de dar muerte a un ser
indefenso que pedía a gritos ser degollado.
El grupo de turistas era triste y miserable:
cuatro señoras que renqueaban por la
ciudad, sin ilusión, sin energía y cargadas
con algunas bolsas de regalos absurdos, y un
hombre algo gordo y claramente dominado
por una de las señoras a la que siempre iba
pegado. Estos cinco personajes se movían
indefinidamente, sin destino claro,
deambulando sin comunicación entre ellos,
como arañas que se mueven en una
dirección parecida, pero con una absurda
independencia de miradas y destinos. La
mujer canija de la blusa rosa arrastraba una
bolsa visiblemente más pesada que las de los
demás y eso le daba una imagen encorvada y
desvalida que me excitaba. Iba a ser una
muerte, sin duda sencilla, limpia,
gratificante, quizás me miraría en su último
estertor con agradecimiento por poner fin a
tan absurda existencia. Sin duda, además,
era una solterona a la que no le había
quedado más remedio que creerse amiga de
las señoras que con ella ahora viajaban;
vieja funcionaria en turismo de Imserso;
acostumbrada a desayunos solitarios en una
vieja cocina con cucarachas; de reflexión
109
atrofiada, si nos guiábamos por el estilo de
vida que estaba soportando, atrofia que le
permitía no meter la cabeza en el horno de
gas de su vieja cocina. Yo acabaría con ella
esa misma tarde y lo que había comenzado
sólo como un safari literario terminaría
siendo un acto de caridad sin límites.
El grupo se introdujo en una oscura
iglesia barroca y se sentó en los bancos del
fondo y, con ellos, nosotros, los escritores,
disimulamos fingiendo turismo sin cámara y
sin regalos. Mis compañeros se dejaron
llevar por mí a lo largo de toda la Iglesia en
la que buscaba ya un lugar oscuro donde
acabar con mi víctima. Ellos creían que yo
disfrutaba con la nueva contemplación de
una iglesia hasta ese día ignorada por mí,
pero, muy al contrario de lo que ellos
pensaban, yo la conocía bien porque asistía a
menudo a unos conciertos que allí se
celebraban con el órgano mayor de la
iglesia. Sólo indagaba por ver si había
confesión. Las esquinas oscuras donde se
esconden del pudor general los reclinatorios
eran una ocasión perfecta para el degüelle,
porque, al asesinato, se le unía la
tranquilidad de espíritu de acabar con
alguien que está a bien con dios. El
momento ideal sería cuando el confesor
110
estuviera impartiendo la absolución, espacio
de tiempo en el que el recogimiento del
pecador con la cabeza inclinada hacia
delante habría justificado su inmovilidad por
más tiempo del normal —últimas oraciones,
sentimiento de gran culpa y arrepentimiento
— las sombras impedirían ver la poca
sangre que derramaría aquel cuerpo enjuto y
seco. Cuando el confesor percibiese con
extrañeza el hecho, nosotros ya estaríamos
tomando un café o un helado en alguno de
los establecimientos cercanos.
Mientras hacía como el que miraba
el retablo del altar mayor o las capillas
laterales me cercioré de lo acertado de mis
elucubraciones porque en verdad allí, entre
las sombras, en una esquina poco accesible
se encontraba el confesionario y, en su
interior, un sacerdote que leía, con el
escapulario sobre el pecho, textos bíblicos
para las tardes muertas del verano.
Ella, mientras, oraba. Y eso era una
muy buena señal. Primero el arrepentimiento
y después la confesión. Bruscamente, y con
una absurda excusa literaria, conseguí
convencer a mis amigos de que nos
sentáramos detrás de ella. Desde allí, y
mientras ella rezaba, pude observar con
111
detalle la complexión de su cuello —débil,
gastado, con la carne blanca y flácida como
la de un pollo recién muerto— y,
concentrándome en su nuca, intenté enviarle
un mensaje telepático para que,
ineluctablemente, se le apeteciera ir a
confesar. Mis compañeros, mientras, me
molestaban con minucias y temas absurdos
que no me interesaban. Su nuca y su cuello
era mi principal centro de atracción, la tarea
suprema que debía cumplir y que nadie
debía demorar. Pasado un buen rato de
infructuosos envíos de mensajes
interrumpidos por las charlas anodinas y en
voz baja de mis compañeros, el grupo
comenzó a levantarse y me temí, tal como
ocurrió, que se dispusiesen a salir del
templo. Mi enojo me llevó a un desquicie
interior y callado que me hizo odiar el
mundo y la fragilidad de nuestros empeños
filantrópicos. No había posibilidad de
entender cómo unos turistas píos no
caminaban en derredor de la iglesia
contemplando sus capillas laterales y sus
imágenes venerables. En ese momento odié
a mis compañeros, haciéndoles culpables de
los problemas que ocasionaron en mi
comunicación psíquica con mi víctima y
comprendí que aquella tarde mis dos
112
primeros impedimentos para cumplir con mi
designio salvífico eran ellos. Y decidí
matarlos.
Acabar con la chica escritora no sería
difícil, era delicada y ciertamente frágil. Él,
sin embargo, de complexión más fuerte, me
daría más trabajo y, posiblemente, haría que
me manchara la camisa. Y, con una camisa
con manchas de sangre, ¿quién puede correr
a degollar a una turista de provincias?
La apetecible era ella, la vieja señora
canija de rosa que ahora caminaba con paso
encorvado por esa zona de penumbra que se
oculta entre la puerta de la calle y la nave
central pobremente iluminada. ¡Cuánto se
me apeteció correr hacia ella y aprovechar la
oscuridad para, apareciendo desde atrás,
clavarle el cuchillo en el costado izquierdo!
Su cuerpo se elevaría con el impulso de mi
mano, la bolsa de los grandes almacenes
caería al suelo en un ruido seco de cerámica
rota, su boca se entreabriría mostrando sus
pequeños dientes gastados, y yo le dejaría la
daga en su interior mientras salía a la luz de
una tarde de verano. Pero mis compañeros
no habrían entendido mi carrera, mi golpe,
la mutilación, el contemplar del cuerpecillo
en el suelo y mi salir ostentoso del templo.
113
En la calle, la luz dio otra
perspectiva a las cosas. Caminamos tras
aquellas cinco figuras inermes, renqueantes,
y, a medida que nos introducíamos por
callejuelas estrechas, todo mi ser volvió a
concentrarse en la muerte de aquel pichón
moribundo. Ahora comprendía que ningún
otro objetivo me podía dar satisfacción
igual. La muerte de mis compañeros hubiera
sido como el aperitivo que hace desaparecer
el apetito del plato principal que, al final, ya
uno degusta sin ganas.
La miserable mujer de rosa se paraba
en vetustas tiendas de abanicos viejos, en
escaparates enrejados de libros santos, y
todo me parecía una conflagración de signos
que me decían hazlo ya, no lo dejes para
más tarde.
Por un momento, tras una esquina,
perdí al grupo de vista y mis niveles de
ansiedad se dispararon, corté la anodina
conversación que entretejíamos los
escritores y apresuré la marcha hasta la
conjunción de calles. Allí seguía ella,
torpemente sobreviviendo y separándose
cada vez más del grupo. En un momento
determinado la pareja se desconectó de las
otras tres viejas y a ella parecieron dejarla
114
sola las otras dos y mi adrenalina se excitó
hasta puntos indefinibles; por momentos
comencé a inventar una historia para mis
amigos que me permitiera dejarlos en ese
preciso instante para atraparla a ella sola
contra una pared rota y desvencijarla a
golpes de cuchillo como si de un viejo reloj
de pared se tratara, casi como si le estuviera
haciendo un amor de urgencia a una amante
despreciada.
Pero se metieron en una cafetería.
Separados llegaron a ese —al parecer—
previsto lugar de reunión que abortó de
golpe mis sueños. Yo pedí un pastel de
crema y un batido de fresa e invité a mis
acompañantes, llevado, quizás, de un
anterior sentimiento de culpa o mala
conciencia, a café y pasteles. La tarde se nos
estaba yendo y no estábamos, ni siquiera,
consiguiendo hacer literatura. Mucho mejor
hubiera sido seguir a un viejo que pierde
todo su dinero en un rato en una máquina de
bar y se mete en una iglesia y roba el cepillo
y va a su casa y oímos desde el patio cómo
la mujer, entre los gritos del televisor y los
nietos, le zurra con la tabla de quesos y,
medio herido y tambaleante, se oculta en la
puerta G del piso de arriba donde una vieja
con bata de flores le acaricia los testículos
115
cuando lo ve en el vano de la puerta con la
mano en la frente tapándose la herida.
Eso hubiera sido una tarde literaria,
no aquella anodina tarde que casi concluyó
allí porque dos esquinas más allá estaba su
hotel y yo me tenía que ir porque había
quedado para ir al cine.
Aunque ahora que sé cuál es su
hotel, quizás vuelva esta noche.
116
117
MI AMOR POR OLGA
118
119
Hoy me he estado mirando los pies, querida
Olga. Ha sido una contemplación distinta.
Yo sabía que estaban ahí, que me eran útiles,
que a veces me daban problemas, pero no
sabía que eran tan importantes para ti. Los
he mirado con una mirada triste,
preguntándoles que por qué eran así,
diciéndoles que seguro no te gustarían a ti.
Y ellos permanecían mudos, mostrándose tal
como son. Yo los veía desnudos, ya en el
artilugio, y empecé a llorar. Pensaba en ellos
y en ti. Pensaba en que entre tú y yo estaban
mis pies, estos pies que nunca te gustarían.
Y lloré amargamente. Y lloré tanto que
comenzaron a cubrirse de lágrimas, aunque
yo sabía que nada arreglaría el problema. Yo
sabía que para ti los pies eran la parte más
importante de una persona, que tú eras capaz
de imaginarlos, de verlos por medio de un
extraño poder que construía en ti la imagen
perfecta del hombre que tenías delante por
medio de la contemplación imaginaria de
aquello que se oculta dentro de sus zapatos.
Y las lágrimas se deslizaron por mi empeine
que yo siempre he creído que era normal, un
120
poco moreno en verano y no demasiado
blanco en invierno. Pero ahí estaban, seguro
que de un color que a ti no te gustarían,
seguro que con una textura que te sería
desagradable, porque yo hasta ahora los
había utilizado para andar, pero si yo llego a
saber, querida Olga, que para ti iban a ser
tan importantes, no hubiera caminado la
vida, no hubiera viajado ni los hubiera
utilizado para mantenerme cuando dirijo una
Orquesta, para caminar por aeropuertos,
para patear los teatros de las ciudades de los
países del mundo, para mantenerme en pie
ante los cantantes y sus continuas
enfermedades imaginarias, ante los solistas y
sus estúpidos problemas con los pianos, con
las acústicas, con la sequedad del ambiente,
para mantenerme en pie ante los gerentes y
sus pagos retrasados y sus cambios de
escenario y sus promesas incumplidas. Si yo
llego a saber que para ti eran tan
importantes, ahora que lloro desconsolado,
no me hubiera movido de mi pequeño barrio
triste y te hubiera estado esperando con los
pies en alto. Olga, ahora que lloro, ahora que
te sé contemplando los pies de otras
personas y sabiendo cómo son, y pensando
en sus callos y en sus pequeñas verrugas
quemadas y en sus dedos montados, y en sus
121
uñas duras y en sus juanetes colorados,
ahora Olga, ahora comprendo que perdí la
vida construyendo un sueño, construyendo
un hombre que sabría que algún día te
ofrecería a ti para que estuvieras orgullosa,
para que me quisieras por mi sensibilidad,
por mi cultura, por mi don de gentes, por mi
visión del mundo. Tras veinticinco años
intentando ser un gran hombre, ahora, Olga,
que te he encontrado a ti, me doy cuenta de
que perdía la vida tontamente que tú sólo me
habrías querido por mis pies, unos humildes
pies que hubieran sabido andar por la playa
y no por aeropuertos, teatros y ciudades, que
tú sólo me habrías querido por mis uñas
dulces, por mi piel sin durezas ni
rugosidades, por unos pies que se formaran
en tu mente de forma acariciadora, perfecta,
como los pies perfectos de una estatua de
mármol. Y ahora que las lágrimas
comienzan a producir las conexiones, ahora
que comienzo a sentir el calor, el olor de lo
quemado, los primeros espasmos
superficiales, ahora me doy cuenta de que
todo en mi vida fue un error, y sigo llorando
de la alegría de haberte conocido, ahora que
el dolor es más intenso, y de haber podido
comprender la verdad del mundo, mi visión
equivocada en la vida, yo que viví
122
construyéndome para el orgullo de una
mujer como tú y anduve siempre tan
equivocado. Ahora que todo se derrite ante
mí, que el dolor es tan intenso que casi he
dejado de sentir sufrimiento, ahora que todo
mi cuerpo chorrea un sudor que hace más
fácil la electrocución de mis pies, su
desaparición en esta máquina de electrodos
sueltos para quemar perros que conseguí de
la vieja perrera municipal, ahora que
empiezo a ser un hombre con muñones,
pienso que por fin me querrás porque seré
un ser diferente, porque siempre podrás
imaginar los pies que desees para mí porque
sólo serán los que tú imagines y porque ya
nunca sentiré que te puedo defraudar con
estos pies que tan mal utilicé, cuando lo
único que quería en la vida era ser feliz y ser
amado por una mujer como tú. Ahora que
escribo esto ya casi sin fuerzas y pierdo la
conciencia por momentos del dolor, y ya
casi ni tengo lágrimas, ni casi pies, y pienso
en tu rostro bonito, en tu mirada serena, en
tu cuello que ahora, no me cabe duda, podré
besar, ahora que has conocido por fin a un
hombre sin pies que te ama con locura, a no
ser que tu sigas imaginándome unos pies
feos y contrahechos aunque esos no sean los
míos, a no ser que en tu imaginario sigas
123
pensando que mi dedo gordo es informe y
con una uña hinchada, cuando nunca lo fue
así, a no ser que sigas imaginando que los
dedos se me montan, que sudan, que son
feos, cuando nunca fueron así, a no ser que
siempre que me veas piense en ese rastro de
carne y sangre electrizada que quedó en la
bandeja de los electrodos y sigas sin
quererme, a no ser que todo en mi vida, mis
conciertos, mis viajes, la música por la que
vivía y que ahora he dejado por ti no hayan
sido, como esto, más que otro error porque
tú nunca me hubieras querido y no sólo
porque imaginaras que mis pies eran feos
sino porque no te gustaba mi vida, no te
gustaba mi mirada, ni mis sueños de pasear
junto al mar descalzos, ni la música, ni la
ópera ni el arte; ahora que pierdo lentamente
sangre por las quemaduras que quedan en
mis pies achicharrados y pienso en ti, ahora
que veo que esta máquina no funcionó como
esperaba, que no hace muñones sino sangre,
y me desangro, ahora que empiezo a dejar
de ver, pienso que no eran mis pies sino una
excusa que pondrías para no llegar a
quererme nunca jamás, que habrías
imaginado unos pies horribles porque así me
imaginabas a mí, que habrías imaginado
callos, uñas, verrugas, deformaciones,
124
porque seguro que me verías así; ahora que
añoro la ópera, y los teatros, y el pódium y
mis pies, que no eran desagradables sino
más bien incluso bonitos, que me sostenían
en una vida que fue feliz hasta que llegaste
tú, ahora, que he dejado de llorar,
comprendo, Olga, que el amor...
...todo lo corrompe.
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EL HOMBRE QUE ENCONTRÓ SU
YOYÓ
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Aquel día había rebuscado entre viejas cajas
de los años de la escuela la perdida llave de
un candado que nunca llegaría a encontrar.
Lo que sí encontró, sin embargo, fue su
yoyó. El genuino y auténtico yoyó de cinco
estrellas. Con la pasión de quien reconoce
un auténtico fetiche y talismán modificador
de vidas futuras y haciendas, lo cogió y,
engarzándoselo en el dedo, comenzó a
echarlo arriba y abajo, disfrutando de ese
placer manual que desde hacía mucho
tiempo no sentía —amarrado a un frío
teclado, creía que el mundo se hacía a través
de su pantalla—. Por eso, al descubrir aquel
aparatejo redondo activado con una simple
cuerda, cuya única diversión era subir y
bajar, comprendió que estaba perdiendo
tontamente su vida. Pero no importaba,
porque él siempre había sido un optimista
capaz de encauzar sus pasos hacia donde en
cualquier momento se le antojara. Tirándolo
al aire en ese ir y venir de pequeño platillo
volador recordó la excelsa cantidad de
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dinero que le costó ahora hace muchos años,
cantidad que no daría hoy ni para medio
ticket de autobús. El tiempo había pasado.
Pero no le importó recordar, mientras
impetuosamente lo seguía balanceando a lo
largo de su cuerpo, que había conseguido
obtener el mejor yoyó de la clase caminando
día tras día de casa al colegio, del colegio a
casa, por la mañana y por la tarde
ahorrándose el autobús. Fue el tiempo en
que era admirado porque tenía las fotos de
tías más buenas del mundo en bikini, porque
había descubierto un sistema para copiarse
en las preguntas orales del profesor de
historia y porque llevaba a clase la
jeringuilla con agua más grande
posiblemente de todo el colegio, con la que
podía bañar, incluso, a los de la última fila.
Ahorrando, y, por ende, caminando, se había
convertido en un niño de la calle, o, al
menos, conocedor del mundo de a pié. De
tanto andar había conseguido el yoyó mejor,
el súper, el genuino; y conseguía cada
semana bolsitas de cuerdas trenzadas que
eran la envidia de los más ricos del cole. Su
padre un día le presentó a un hombre que se
decía campeón de tierras lejanas que le iba a
enseñar la técnica del yoyó. ¡Qué tiempos!
No chuleó nada en lo sucesivo sobre las
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clases magistrales que aquel llegado de otros
lugares le había impartido una tarde de
otoño.
Ahora, claro, ya era otra cosa: había
conseguido ser el primero en ser normal,
funcionario de la administración pública
hasta que la muerte los separara.
Pero con el yoyó en la mano parecía
otra cosa, el mundo se veía de distinta
forma. Comprendía que estaba lleno de
prejuicios y que jamás de los jamases
hubiera ni siquiera tenido la valentía de
presentarse ante sus colegas yoyó en mano
lanzándolo una y otra vez como si de la cosa
más natural se tratase.
Pero lo hizo. Tras la puerta
automática del ascensor apareció él con su
yoyó en mano y su cartera de piel de
ejecutivo de los cincuenta que le regaló su
madre tras las oposiciones, dejando caer una
y otra vez su pequeño talismán circular con
la mirada perdida, como si de la cosa más
sencilla y natural se tratase, como si
simplemente llevara un pitillo en la mano.
Ni siquiera sonreía, sólo lo lanzaba una y
otra vez. Quienes sí sonreían eran todos sus
colegas de planta que lo miraban con
simpatía: aquella era una nota de color en el
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sombrío decorado de luces de neón y
papeles con sellos oficiales.
Poco a poco los grupos más
influyentes de la planta se fueron percatando
del nuevo inquilino, de aquel invento
maravilloso que todos alguna vez también
tuvieron o desearon tener. Sistemáticamente
el yoyó fue pasando de unas manos a otras y
al final toda la planta había jugado con él
recordando a su vez momentos melancólicos
de una infancia ya alejada. Se discutían
sobre los precios que antaño tuvieron, las
muchas estrellas que tenían los yoyós
respectivos y algunos, tristemente,
comentaron que nunca pudieron tener uno
como los demás niños. Ahora bien, habían
conseguido ser funcionarios con apenas 23
años recién cumplidos. ¡Qué heroicidad!
Desde la mañana al fin de la jornada el
vaivén del yoyó fue la tónica general y por
un día la oficina pareció tener otro color.
Ese color intermedio entre la melancolía de
la niñez escapada y el reencuentro con los
objetos bellos de entonces; entre la sonrisa
sincera de ver a los serios compañeros de
mesa, todo enchaquetados con el juguetito
en la mano, y la memoria perdida de muchos
de ellos pensando en qué lugar de la casa
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habrían guardado su yoyó súper cinco
estrellas.
La conmoción fue general, a la
mañana siguiente como si de una epidemia
se tratase, todos, incluso los ejecutivos de
alto standing que se parapetaban tras
oficinas de cristal esmerilado y ahumado
aparecieron en la planta con sus yoyós en
mano jugando como si de niños
competidores se tratase. Era la revolución.
Desde los mostradores, el público en general
los veía jugar y por una vez nadie protestó
por la tardanza en la resolución de sus
papeleos o por la pérdida de algún dato en
particular. Como idos, miraban con sonrisa
sincera aquella manada de funcionarios
agarrados a un yoyó como si fuera una
enorme tabla de salvación.
A los pocos días, los más expertos
mostraban a ese público que abarrotaba con
colas sinuosas las dependencias
ministeriales, diversas maneras sofisticada
en las que el yoyó podía jugar con el aire.
Del simple imitar al “perrito paseante”, a los
complicados “columpio”, “pistolero” y
“catarata”. Parejas de funcionarios
entrelazaban sus yoyós en difíciles y
temerosas acciones lanzándose por doquier
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yoyós sueltos que, a lo menos, tenían una
antigüedad entre los 15 y 20 años. Las
señoras más modositas aparecieron en la
oficina con sus grandotes botones enlazados
que utilizaron en tiempos de las monjitas
como yoyós caseros. Aquel fue por unos
días un mundo feliz.
Afuera, tras los cristales, se
desplegaba un mundo que se había quedado
sin mariposas. Duro, recio, tosco, repleto de
simples edificios que habían crecido
desaforadamente, apenas sin orden y
concierto, pero que constituían al fin la
propia esencia del mundo que albergaban.
Los días unos tras otros eran siempre para
esos personajes, para esas figurillas de
plástico que correteaban de un lugar a otro,
siempre lo mismo. Aceleradas y apresuradas
dando vueltas en círculos como si nada
tuviera orden, pero todo respetara un oculto
designio cósmico que daba sentido a todo
aquel vaivén de hormiguitas. Como el del
yoyó. Todo podía subir y bajar, ir y venir,
sin apenas sentido aparente pero una mano
disfrutona lo impulsaba una y otra vez, sólo
para su deleite.
El hombre que encontró su yoyó por
entonces ya había sido cuasi entronizado a
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deidad, a héroe nacional, salvador de las
conciencias esclavizadas, detractor de los
principios alienatorios de la sociedad y en
particular del cuerpo de funcionarios. La
rebeldía había inundado los pasillos, a los
jefazos se les cantaba las cuarenta en la cara
como si tal cosa, se les metía el dedo
señalador casi en las narices amenazando
con diversos sistemas de presión conjunta e
individual a la vez que con la otra mano se
jugaba con el yoyó. Por momentos los
jefazos sabían que eran peligrosas armas en
manos de funcionarios aburridos. El que
menos, sabía que le quedaban como poco
veinticinco años hasta la jubilación y había
tenido que ser él el hombre que introdujo en
sus vidas esa nota cándida de ilusión. Él, que
nunca protestó por nada, que siempre se
negó a cualquier tipo de huelga, ahora era el
más influyente de los individuos de la
planta, a quien todos admiraban y a quien
los jefes más temían. Porque aquello sin
duda debía ser una trama sindical para
resucitar conceptos como alienación y
plusvalía.
Y en realidad si no lo era lo produjo.
En los ascensores discutían porque no había
espacio para soltar el yoyó y aquello les
hacía tomar la verdadera medida de su
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relación espacio-persona en su lugar de
trabajo. En los servicios, donde ahora en vez
de escaparse como colegiales a fumarse un
cigarrillo, practicaban sus más arriesgados
movimientos de yoyología (a la sazón:
ciencia que estudia las posibilidades
artísticas del yoyó) comprendieron que
como funcionarios que eran no poseían un
lugar de esparcimiento adecuado para sus
fatigas laborales a excepción de la cafetería
que, en el fondo, sólo servía para volver a
recaudar los sueldo pagados previamente a
los funcionarios.
Saliendo un día, antes de tiempo, por
la puerta principal del edificio y dejando
atrás toda la politización de la yoyología y
ad lateres, pues los sindicatos habían
comenzado a exigir un yoyó cinco estrellas
junto a las pagas extraordinarias y ramilletes
de cuerdas cada día 5 y 19 de mes, más
cursos de perfeccionamiento en el extranjero
para funcionarios ejecutivo de alto standing,
el hombre que había encontrado su yoyó,
comprendiendo que una vez más el sistema
había absorbido toda forma de evasión,
decidió regalárselo a un niño que parecía ir
caminando hacia la escuela, sin saber muy
bien si contribuía a la estandarización de los
caracteres de épocas que se repiten con ritos
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similares, esto es, a su futura alienación o a
la simple alegría de un niño que al paso del
tiempo y, siendo ya mayor, encontraría un
día en una caja un yoyó que le transportaría
a tiempos que siempre fueron mejores.
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