La Beltraneja - Almudena de Arteaga PDF
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Le Libros
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De la p érdida de España
fue aquí funesto principio
una mujer sin ventura
y un hombre de amor rendido.
Extendí la toalla y vuestra madre se levantó del barreño para que la secase.
Apretó las mandíbulas al tiempo que retorcía su hermosa y oscura cabellera.
—El polvo se había incrustado en mis dientes y podía casi masticarlo —dijo
saliendo del agua, exhibiendo toda la desnuda belleza de su cuerpo con inocente
desfachatez—. Me siento otra mujer, ahora sí podré mostrarme ante mi señor.
—Mi señora, y o en vuestro lugar taparía rápido mis vergüenzas. En este
campamento lleno de hombres una nunca sabe…
Tomando el cepillo me atizó con él.
—Mira que sois ladina, doña Mencía, ¡siempre igual! Dejad de imaginar
procacidades, que ahora no es el momento, y cubridme el cuerpo con los
perfumes y afeites que hemos traído en ese arcón.
Me volví a abrir el arca, tomé los frascos y cuando la cerré me detuve en
seco. Un ojo garzo observaba sigilosamente desde el exterior, a través de un
agujero. Al verse sorprendido por mí, se apartó de golpe. Estuve a punto de
gritar, pero una de las sirvientas entró corriendo y se abalanzó sobre mí. La quise
empujar, mas ella fue más rápida al susurrarme al oído:
—No musitéis palabra y escuchadme, os lo ruego.
Cogiendo la toalla, vuestra madre me llamó.
—¿Qué pasa, Mencía? ¿No los encontráis? Daos prisa o moriré congelada y
maloliente.
Miré a la sirvienta, que me suplicó:
—No alertéis a nadie. El ojo que acabáis de ver pertenece al rey. Prefiere
pasar inadvertido para mejor poder deleitarse con la imagen de su futura esposa.
Miré de nuevo al orificio espía y sonreí. El ojo estaba otra vez allí. Me
pareció interpretar una señal de gratitud en su pupila y corrí hacia vuestra madre,
que se quejaba de mi lentitud.
Con toda intención la hice sentar en una banqueta orientada hacia el lugar
desde donde miraba don Enrique. La descubrí entera para untarla de aceites. El
masaje comenzó a lo largo de todo su cuerpo.
Vuestra madre respondió a los estímulos del olor, la suavidad y el
relajamiento cerrando los ojos, inspirando fuertemente, sacando el pecho y
estirándose. En ese momento me complació pensar que ni un solo centímetro de
su tersa piel se guardaba de la penetrante observación de su futuro esposo.
« Doña Juana le mostrará lo que es una verdadera mujer —pensé—. Y así
Castilla se librará de la maldición que ha impedido a su rey cumplir su papel de
verdadero hombre» .
—Tenéis unas manos prodigiosas, doña Mencía. No sé qué haría sin vuestra
ay uda. Al final conseguiréis enviciarme con estos gloriosos manoseos. ¡Vuestros
masajes me sientan mejor que las caricias, os lo aseguro! —exclamó vuestra
madre.
Yo tenía la total seguridad de que, detrás de la tienda, seguía estando vuestro
padre, inmóvil y atento. Tímido y callado, inspeccionando su próxima conquista
detenidamente, convencido de que gracias a ella conseguiría mantener la corona
sobre su cabeza.
Cuando terminé con los masajes embadurné a doña Juana de polvos blancos
para clarear su delicada piel. Satisfecha de su aspecto, me dio las gracias
besándome en la frente.
—Sois maravillosa, Mencía. Conseguiréis que escandalice a las parcas
castellanas, tan desconocedoras de refinamientos. ¡Qué antiguas! Diríase que
andan ancladas en el siglo catorce.
Dio una vuelta frente al espejo y prosiguió.
—Las oriundas de estos lares nos acusan de descocadas e impúdicas. Dicen
que las portuguesas mostramos demasiado nuestros cuerpos y que somos las
diosas del placer. Que demandamos las cosas que la honestidad debe negar.
» ¡Ingenuas y patosas! Si supiesen que no sólo nos empolvamos el escote y
las mejillas, se escandalizarían al punto de pedir a los clérigos que nos mandasen
a la hoguera. Si aprendiesen a adornar las partes más recónditas de sus cuerpos
sin tapujos, más contentos mantendrían a los suy os.
—Si los clérigos españoles son como los nuncios italianos que hemos conocido
en Lisboa, podemos estar tranquilas, alteza —respondí—, a decir verdad, no me
importaría morir al calor de unos brazos sicilianos.
—Cuidaos mucho de conseguir lo que deseáis —dijo doña Juana, riendo— o
incurriréis en un doble pecado: lujuria y sacrilegio. Entonces ni la misma reina
de Castilla podrá salvaros de la hoguera.
Después de un momento continuó:
—De todos modos, dudo que en el fondo las castellanas no sean como todas.
¿O estoy equivocada? Posiblemente son expertas hipócritas que practican todos
los vicios de tapadillo, muchos de ellos peores que aquéllos de los que nos acusan
a nosotras. Quizás ocupan las mentes de sus hombres con nuestros pecados
engrandecidos, para así evadir y esconder los propios.
De improviso, se oy ó el rasgueo de las cuerdas de un laúd, y vuestra madre
dejó de hablar. Entonces la voz del juglar cantó:
Entre festejos, agasajos, juegos de cañas, justas y corridas pasarían tres días.
Por fin, don Enrique y mi señora fueron desposados en Sevilla por el arzobispo de
esa ciudad.
El torneo que se había organizado para celebrarlo nos dio la oportunidad a las
recién llegadas de admirar con tranquilidad, y sin necesidad de disimulos, a
nuestros futuros maridos. Se dieron cita cien señores. ¡Os lo podéis imaginar!
Nada menos que una centena para las doce.
Cincuenta de un lado y cincuenta del otro montaban sus caballos, y uno a uno
empezaron a pasar frente a nuestro estrado. Un poco aburrida de tanta fatuidad,
me puse a hablar con un clérigo que formaba parte del séquito de don Enrique.
No era muy joven ni muy guapo, pero parecía muy inteligente. A tal punto, que
rápido me embaucó con su charla y su cultura.
De los caballeros que pasaron luciéndose frente a nosotras, alguno y a tenía
compromiso, o al menos así me lo pareció por los enseres femeninos, pañuelos o
cintas, que portaban y que nada desentonaban con sus gallardas armaduras.
Un caballero joven y apuesto se adelantó sin titubear. Su contrincante, el
mismo que había gritado a favor de los rey es cuando el ataque del halcón, se
colocó un y elmo negro y oscuro que brillaba amenazador y espoleó sin miedo a
su caballo.
No sabía quién era. Por lo que había podido notar después de la misteriosa
muerte del ave, parecía que no era hombre que se dejara amilanar. A juzgar por
su complexión, debía de ser buen batallador y, por su actitud, no era difícil intuir
que no le gustaba estar en segundo plano y que haría cualquier cosa por ser el
centro de atención. De hecho, al darse cuenta de que no le quitaba la vista de
encima se inclinó delante de mí y, levantándose la visera del casco, me miró
ahondándome en lo más profundo del alma. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Era como si aquel hombre no necesitase mi confesión para escudriñar en mi
interior.
—¿Creéis que ese hombre mataría para conseguir su propósito? —me
preguntó el clérigo.
—No lo sé, mi señor. Pero imagino que su joven contrincante no lo pasará
muy bien.
Inesperadamente, el clérigo me tomó de la mano para que le prestara más
atención. Me sorprendió, pero no me perturbó.
—El joven es Beltrán de la Cueva, que cada día se gana más los favores de
don Enrique, y el del casco negro es el marqués de Villena, cada día más
prevenido al respecto. Rivalizan continuamente. Hoy se les brinda la oportunidad
de batirse sin remilgos —dijo con la seguridad de quien, en pocas palabras, sabe
definir claramente una compleja situación. Sin embargo, al final noté que se
ponía algo nervioso—: ¡Ah, perdonadme! Me acabo de dar cuenta de que he
cometido la descortesía de no presentarme: soy Pedro González de Mendoza,
obispo de Calahorra.
Asentí sin más y los dos permanecimos un momento en silencio. Me di
cuenta de que don Pedro me miraba atentamente mientras y o seguía con la
cabeza gacha. Me sentí más que halagada, pero al reparar en su anillo episcopal
me dije que mi obligación moral era poner distancia entre nosotros. Aquella
mirada guardaba intenciones que iban mucho más allá de lo permitido.
Un grito me sacó de mis pensamientos. Cuando alcé la cabeza vi a don
Beltrán caído en el suelo. Mientras su escudero lo ay udaba a levantarse y lo
acompañaba a la salida, mi señora me llamó y me ordenó que fuese a preguntar
si andaba bien el vencido. El rey insistió en que regresara de inmediato con las
noticias. Estaba clara la predilección que sentía por el joven.
A llá va mi señora,
entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,
mantellín de tornasol,
camisa de oro y p erlas
bordada en el cabezón.
En la su boca muy linda
lleva un p oco de dulzor;
en la su cara tan blanca,
un p oquito de arrebol,
en los sus ojuelos garzos
lleva un p oco de alcohol.
El marqués de Santillana
fragmento del Planto de Pantasilea
El silencio acompañaba a la oscuridad en el alcázar de Madrid. Ni siquiera la
tenebrosa luna nueva que veía desde mi lecho me intimidaba. Estaba y a segura
de que la amenaza del asalto se había visto truncada. Los enemigos del rey, al no
disponer de la llave de la cámara, habrían desistido del intento. A punto estaba de
conciliar el sueño cuando el estruendo del derrumbamiento del portón del alcázar
me sobresaltó. Se oy eron gritos. Me levanté de un salto, saqué a vuestra madre
del lecho, os tomé en brazos y nos refugiamos las tres en la capilla. Era el lugar
más indicado, pues está comprobado que en el momento de un asalto el lugar
sagrado es el último en ser visitado. Justo antes de escondernos, distinguí la figura
de Villena en dirección a la cámara del rey. Sentí el primer impulso de arremeter
contra el traidor, pero luego el realismo se apoderó de mí y me aseguré de
cerrar bien la capilla.
La idea de acudir allí no fue del todo original, pues otros muchos habían
pensado lo mismo. Hasta don Pedro, mi amado, había hecho lo mismo, como
pude comprobar al verlo dirigiendo la mano de un monaguillo, que temblorosa
iba encendiendo los cirios del altar.
El segundo banco estaba ocupado por los infantes Alfonso e Isabel junto a sus
reducidos séquitos.
Arrodillados frente a nuestra santa Ana, rezábamos sin mucha devoción
debido al temor por el alboroto que venía del exterior.
Vuestra madre me preguntó si alguien sabía de verdad lo que estaba
sucediendo.
—Los traidores pensaban prenderos junto a la princesa y los infantes, pero se
descubrió a tiempo. Don Beltrán es sabedor de todo y había prevenido a la
guardia después de haber repartido unas cuantas monedas.
—¿Dónde esta don Enrique?
—En buenas manos, os lo aseguro.
—No puedo creer que supierais que eso iba a ocurrir y os callarais.
Se echó las manos a la cabeza y continuó.
—¿Os dais cuenta, Mencía? Es la primera vez que no soltáis vuestra lengua y
posiblemente la única que teníais algo interesante que contar. Id a ver qué pasa,
os lo ordeno. A vos no os harán nada. No sois tan importante para ellos.
Me enfadé y salí más por rabia que por obediencia.
Entré en el aposento del rey y vi que la deshecha cama del rey estaba vacía.
Villena atisbaba desde la ventana lo que sucedía en el patio. A aquellas alturas de
la noche todos estarían detenidos excepto él.
Sin darse la vuelta me recriminó. Sin duda, el diablo le debió de proveer de un
gran olfato o de ojos en la nuca.
—Doña Mencía, todo esto resulta indignante. ¿Cómo es posible? El conde de
Paredes y el de Benavente han sido apresados por la guardia. Sin duda, don
Enrique tiene más enemigos de los que cree.
Le miré sorprendida, no podía dar crédito a mis oídos.
Aquel hombre ladino veía la batalla perdida y simulaba no haber tomado
parte.
Consciente de que a la mínima duda sobre su participación en el complot el
rey se mostraría benévolo con él, mascullé:
—¡Seréis bellaco!
Me sonrió con sarcasmo mirando a un lado y a otro como si supiese que
alguien más nos escuchaba.
—Al sentir el alboroto vine corriendo a defender al rey mi señor, pero no le
encontré en sus aposentos. ¿No sabréis vos por casualidad dónde está?
No pude contener mi rabia ante la farsa.
—Os juro que no lo sé y si lo supiera tampoco os…
Una puerta crujió a mis espaldas. Don Enrique y don Beltrán salieron del
retrete secreto en el que se habían escondido esperando el momento idóneo para
reaparecer.
Vuestro padre no dio un segundo de disculpa al traidor hipócrita de Villena.
Enrojecido por la furia y alterado como nunca, se dirigió a él y levantando la
mano le refutó:
—¿Pareceros bien marqués? ¡Eso que se ha hecho a mis puertas! ¡Estad
seguro de que y a no es tiempo de más paciencias!
Villena no se mostró alterado, simplemente le escuchó sorprendido ante la
inesperada reacción nada propia de su débil carácter. Como era de esperar,
Villena comenzó a lisonjearle y, como si nada hubiera ocurrido, cabizbajo, le
imploró:
—Es difícil engañaros, mi señor. Me arrepiento de mi osadía y os pido un
castigo, pues lo merezco más aún que aquéllos que aguardan en el patio vuestro
veredicto.
Sus amedrentadas palabras hicieron efecto en vuestro padre. Éste toleró de
nuevo otro ataque hacia su persona sin imponer castigo. Los dejó marchar. ¡No lo
podía creer! Pero don Enrique era así. Su idea de que, como rey, debía
comportarse como un padre benévolo, volvía a hacerle tomar una actitud
equivocada ante quien merecía un severo castigo. Hasta el fiel Barrientos, que
había sido su tutor, se apenó cuando supo de su comportamiento.
Sí, aunque resulte difícil de creer, el rey los perdonó y los dejó marchar
simplemente advirtiéndoles de que fuera la última vez. Defraudados, vimos
cómo aceptaba sin resquemores una vista con los condes de Plasencia y
Benavente para hacer las paces.
Villena, a pesar de la evidencia, continuaba asegurando que era enemigo de
éstos.
Sentada en el poy ete de una alberca jugaba con vos buscando peces de
colores cuando vi llegar a don Pedro.
—¿Partís y a?
Asintió posando la mano sobre mi mejilla. Como una gata remolona intenté
empujar todo mi rostro hacia la palma para convertir el roce en caricia. Quería
mantener el contacto con su piel sin que la evidencia nos delatase, aunque y a
fuera tarde. Tenía sospechas sobre mi embarazo, pero el momento no era
oportuno para comunicarlo. El obispo de Calahorra se enfrentaba a una jornada
dura. Todos sabíamos que don Enrique escuchaba a pocos y contados personajes
de su entorno. Uno de sus más valiosos consejeros era mi amado y no enturbiaría
sus pensamientos haciéndolo partícipe de una leve sospecha. Sobre todo ahora,
cuando el rey, y endo en contra de la opinión de sus fieles, se disponía a partir
hacia el convento de Santo Domingo de las Dueñas, donde tendrían lugar las
vistas para hacer las paces con los traidores que quisieron prenderle a él y a toda
la familia real. La verdad es que todos andábamos desesperados ante su buena fe
al respecto.
Un proceder justo pero severo era indispensable para que los culpables del
ataque de lesa majestad no quedasen del todo impunes. Me exasperaba la
posibilidad de que don Enrique se comportase como un pusilánime.
—Don Pedro, no sé a qué vienen estas vistas a las que os dirigís. ¿Es una
pantomima? Cada vez que pienso que todo ha quedado en nada. ¡El ataque al
alcázar fue como una pesadilla! ¿Qué más necesita el rey para distinguir al
amigo del que no lo es?
Don Pedro me miró con ternura.
—No os preocupéis, os aseguro que don Enrique por fin desconfía. Un simple
vistazo al patio de armas os lo confirmará. La guardia está armada y los leales
preparados en caso de emboscada. Es consciente de la maldad de Villena. Pero
sabéis tan bien como y o que siempre fue más amigo de la palabra que de la
fuerza y que será muy difícil hacerle cambiar de parecer.
Sonriendo y ajena a todo, vos jugabais feliz deshojando una flor.
—¡Ah, aquí estáis, doña Mencía! Por fin os encuentro —la voz del rey sonó
detrás de nosotros—. Quería despedirme de mi hija.
Di un respingo. Don Pedro se puso en pie y y o me incliné sonrojada. La
posibilidad de que hubiese visto nuestra cariñosa actitud o hubiera escuchado
nuestra conversación me turbó.
Don Enrique os tomó en brazos. Sus largos dedos recorrieron vuestra espalda.
Os zarandeó en el aire, os besó sonriendo y os posó de nuevo en el suelo ante
nuestra silenciosa mirada. Entonces nos dijo:
—Los que no habéis de pelear, ni poner la mano en las armas, sois muy
pródigos con las vidas ajenas. Bien parece que no son vuestros hijos los que han
de entrar en la pelea, ni os costó mucho el criarlos.
No osé contestar. Me hallaba dividida entre un sentimiento de vergüenza —
estaba claro que había escuchado mi queja— y la rabia de comprobar que mis
sospechas acerca de su actitud respecto a aquellos nobles ladinos que le
traicionaron eran ciertas.
—Es verdad, vuestra alteza, que no son nuestros hijos —dijo, en cambio, don
Pedro—, pero seguro habéis de estar de que si los tuviese encabezarían la
formación de aquéllos que aguardan en el patio. Defenderían con sus vidas
vuestra honra y vengarían las injurias a que os someten. —Inspiró y sin titubear
añadió—: No esperéis reinar con gloriosa fama sin ella.
El rey frunció el ceño y con un gesto de la cabeza en dirección al patio indicó
a don Pedro que le siguiese al tiempo que decía:
—Espero que las huestes del marqués de Santillana, vuestro hermano, sean
tan hábiles para defenderme con las armas, si fuera necesario, como vos con la
palabra, monseñor.
La alarmante noticia llegó al amanecer de la mano de Santillana, que se
había ofrecido como rehén después de que fracasara un primer intento de
acuerdo. Fue liberado para informar a don Enrique de las condiciones de sus
enemigos. Sentado en su trono, vuestro padre escuchaba pesaroso las palabras
jadeantes de Santillana.
—Unos mil cien rocines se agolpan cercando vuestra posición. No hay
escapatoria rodeados como estamos por los cuatro puntos cardinales a unas ocho
leguas de distancia.
» Eso no es todo. El almirante don Fadrique alzó pendones en Valladolid a
favor de don Alfonso, vuestro hermano, y en contra de vuestra majestad. La
ciudad, gracias a Dios, sigue siéndoos fiel.
—¿Qué es lo que quieren?
—Se quejan de vuestra actitud para con los moros. Dicen que os rodeáis de
ellos. Encuentran inconcebible que algunos de ellos formen parte de vuestra
guardia personal. Sostienen que este proceder es una clara ofensa a la religión
católica.
El rey replicó entonces:
—¿Es eso todo?
El marqués tomó aire y continuó:
—En segundo lugar dicen que dais los corregimientos a personas incapaces y
desmoralizadas, y que nombrasteis a don Beltrán maestre de Santiago siendo
consciente de que así perjudicabais a vuestro hermano, el infante.
» Se atreven a aventurar que en perjuicio de vuestros hermanos nos habéis
obligado a todos a jurar como sucesora a doña Juana.
Santillana se quedó callado.
—Vay a absurdo, es mi hija. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué insinúan?
El marqués no quería proseguir, pero la mirada del rey le obligó a ello.
El jefe de los Mendoza desvió la vista hacia el suelo.
—Aseguran que la princesa Juana no es hija vuestra. Que su padre es don
Beltrán. Por lo tanto, quieren anular su juramento para repetirlo a favor del
infante don Alfonso.
El ánimo apocado de don Enrique estalló de rabia golpeando con el puño
varias veces un brazo del trono.
Estaba claro que se sentía atrapado e impotente. No por serlo, como
aseguraba el pueblo, sino por no poder revelar el proceso de fecundación de
Juana.
¡Qué bien trazado había sido el plan y además esgrimido con astucia! El
ladino de Villena había estudiado todos y cada uno de los movimientos del rey y
atajó el riesgo desacreditándolo por andar con infieles.
El rey se levantó con lágrimas en los ojos. Miró por primera vez a don
Beltrán, que había escuchado las palabras de Santillana tan atónito como la reina
y servidora.
—Nadie mejor que vos para correr a avisar de lo ocurrido al consejo, pues
habéis sido tan insultado como y o. Ellos sabrán cómo proceder. Dejo en sus
manos la decisión de ceder o no ante una concordia como los desleales proponen.
Me siento incapaz de decidir en esta ocasión.
Lo peor de sus palabras, Juana, es que no eran ciertas. Vuestro padre no era
incapaz de decidir. Muchas veces había dado prueba de ello tomando
resoluciones acertadas en breve tiempo. Lo peor era que, por temperamento y
convicción, gobernaba como si en lugar de lobos hambrientos tuviese ante sí a un
rebaño de corderos, a los que él, como un buen pastor, siempre disculpaba y
perdonaba.
Sé que lo que os digo es una grave acusación tratándose de un rey, pero,
desgraciadamente, es cierta. Si no, escuchad lo que pasó a los pocos días y
decidme si no fue una prueba fehaciente de lo que os digo.
Capítulo X
Pero antes tuvo que pasar por su particular calvario y ver cómo vuestros
derechos quedaban mal asistidos. El rey se avino a reconocer los de vuestro tío,
Alfonso.
Ni que decir tiene que don Beltrán, en virtud de los acuerdos, renunció al
maestrazgo de Santiago.
Todavía recuerdo, sin necesidad de hacer un gran esfuerzo, las palabras del
favorito del rey ante la reina cuando ésta le recriminó su proceder, poco antes de
que el rey llegara de Medina del Campo con las novedades.
—Os aseguro, majestad, que no lo hago con agrado. Si lo admito, es simple y
llanamente por mantener la paz que el rey mi señor tanto ansia, y por no
sumarme a los que le desobedecen, que y a son demasiados como para engrosar
las listas.
Vuestra madre se tapó los oídos al escuchar estas palabras.
—No lo repitáis. ¡La paz!, ¡la paz! ¿Es que nadie ha sido capaz de convencer
al rey de que esa palabra no existe en el vocabulario de la liga que en su contra
procede?
Se desesperó ante la mirada realista de De la Cueva, para luego calmarse.
—¡Da igual! No os puedo responsabilizar de los errores del rey. Lo cierto es
que y o también he intentado que rectificara y no lo he conseguido. Supongo que
al menos premiará vuestra fidelidad hacia él.
La respuesta no se hizo esperar. Don Beltrán enumeró todos los títulos
otorgados por el rey, a comenzar por el de duque de Alburquerque.
Pero la reina y a no escuchaba. Sus pensamientos iban más allá. Y cuando De
la Cueva acabó, dijo:
—Sostienen que la princesa no es hija del rey. Entonces, ¿quién se supone que
es el padre?
La tensión se podía cortar con un cuchillo. El semblante orgulloso de don
Beltrán pasó a reflejar una incomodidad manifiesta.
Vuestra madre le miró pasmada. Comprendió que él era el principal
sospechoso.
—¡Con razón no conseguí que mis dueñas me revelasen quién era « la
Beltraneja» ! ¡Si llego a saber que se referían a la princesa Juana…!
Miró inmediatamente a la hija de Santillana, la mujer de don Beltrán.
—Espero que no creáis esa calumnia.
La esposa, ofendida, se limitó a asentir.
Perdiendo el control, la reina comenzó a sollozar.
Don Beltrán se arrodilló ante ella y le besó la mano como vasallo que era. En
aquel momento, recién llegado de Medina, entró el rey y se los quedó mirando.
La reina dirigió la vista hacia la abatida y tímida figura de vuestro padre. Los
ojos de vuestra madre reflejaban una mezcla de odio y desprecio.
Cuando se dio cuenta de que seguía dando la mano a don Beltrán, se separó
de él.
Don Enrique no dijo nada. Se debió de sentir diminuto ante la mirada
incriminatoria de la reina. Todos los presentes comprendimos entonces que si
existía aún una brasa encendida en el corazón de ella, jamás sería el monarca el
que la avivaría.
Vuestro padre se dirigió al fondo del salón y se arrodilló ante un tríptico de
Nuestra Señora de Guadalupe.
Todos nos dimos cuenta de que estaba entregado y no pensaba luchar. Más
tarde supimos que los pocos que le habían sido fieles se habían quedado en
Medina dialogando con sus enemigos para cerrar la concordia.
El rey aceptó que el sucesor fuera su medio hermano Alfonso, un niño de
once años. La may or parte de los prelados y caballeros que os juraron dos años
antes, ahora lo hacían en vuestra contra.
Capítulo XII
Hacía pocos días que la corte se había instalado otra vez en Segovia cuando
supimos de la llegada del hermano de Villena. La reina me puso alerta. Fuera el
que fuese su propósito, nos tendríamos que enterar antes de que el rey lo
escuchara y cediese a un posible acuerdo.
Dejé a la reina junto a la infanta Isabel y fui en busca de mi amado obispo.
Seguramente él podía ay udarnos.
Cuando regresé a la cámara de la reina pasada una media hora, encontré a
Beatriz de Bobadilla, dueña de doña Isabel, muy exaltada.
—¡Vuestro hermanastro ha enloquecido! —le dijo a su señora.
La reina le espetó:
—Señora, un respeto a vuestro rey.
Doña Beatriz la miró enfurecida y no corrigió. Hasta en su propia casa
empezaban a negarle a vuestro padre el tratamiento debido. La Bobadilla,
indignada, continuó:
—El hermano de Villena ofrece tres mil lanzas, sesenta mil doblas y la
entrega de don Alfonso.
—¿Qué es lo que pide a cambio? —preguntó la infanta Isabel, que a sus
dieciséis años y a desconfiaba de todos.
—¡Qué más da! ¡Es absurdo! Si vuestro hermano accede y Dios no lo
impide, seré y o la que vedaré semejante majadería clavando una daga en el
corazón de ese desgraciado.
La infanta se impacientó y la miró para que escupiera el precio de una vez, lo
que hizo sin tardar.
—¡Ese malaventurado quiere desposaros!
Enmudecimos. Aunque don Pedro me había y a puesto al tanto de ello, ver la
reacción de la infanta me impresionó.
La ignominiosa noticia implicaba una deshonra para ella. Con lágrimas en los
ojos se levantó y, dirigiéndose a la reina, dijo:
—Me negué a casarme con vuestro hermano el rey de Portugal y ahora me
obligan a esto. Sólo puedo deciros una cosa: cuidad a vuestra hija, porque en muy
poco tiempo será la única moneda de cambio de la que dispondrá vuestro
marido.
Después de hacer una reverencia, se encaminó hacia su aposento.
Mientras se alejaba, se me ocurrió comentarle a la reina:
—No se puede negar. Lo que el hermano de Villena ofrece a cambio es
demasiado necesario para que el rey lo rechace.
La fiel dama de Isabel me oy ó.
Dándose la vuelta y mirándome con cara de odio me espetó:
—¡En mi mano está el evitarlo! —Y diciendo esto, desapareció detrás de su
señora.
Os lo cuento, porque pasados unos días nos llegó la noticia de que el hermano
de Villena había muerto de una misteriosa y dolorosa enfermedad. Tan repentina
y oportuna para la infanta que todo el mundo sospechó.
De todas maneras, aunque la joven Isabel se vio librada de su segundo
pretendiente, no se libró de la cólera que sentía por su hermano, el rey, por haber
intentado casarla con un hombre que había empezado a servir en la corte como
criado.
Por otra parte, todos los intentos por llegar a un acuerdo con los rebeldes
fracasaron. Y el rey no pudo evitar hacer lo que menos le gustaba: presentar
batalla en Olmedo, donde dos décadas atrás, su padre, de la mano de Álvaro de
Luna, había vencido a sus enemigos.
Pero esta vez, el rey no se cubriría de gloria.
La contienda duró hasta el anochecer. La falta de disciplina y el mal
entrenamiento de las tropas de vuestro padre le hicieron creer perdida la batalla.
Alburquerque y Santillana, cercados por los enemigos, se salvaron de morir o
caer prisioneros gracias a la agilidad de sus caballos.
Exhaustos y confundidos, los dos bandos se declararon vencedores. Los
Enriqueños buscaron a su rey pero éste había desaparecido. Había corrido a
refugiarse en una aldea cercana.
Fueron tantos los desencantados ante su falta de arrojo, que muchos de ellos
aprovecharon la ocasión para cambiarse de bando.
La infanta Isabel aprovechó este momento para huir de Segovia con el conde
de Alba. Encontró refugio en Ávila, donde se hallaba su hermano Alfonso.
Su determinación y su arrojo sorprendieron al rey, pero no a quienes tenían el
ánimo guerrero que a él le faltaba. Con todo, esa huida no fue lo peor, sino sus
consecuencias, que podían haberse evitado si el rey hubiera ordenado un castigo
ejemplar a los traidores. Pero don Enrique, manso como un cordero entre lobos,
no lo hizo. Y así enervó a los pocos fieles que le quedaban.
Regresé al lado de la reina. Pero poco era lo que podía decirle. Hita y sus
aledaños eran un hervidero de rumores. Tuvieron que pasar meses hasta que
salimos de dudas. Reunidos en un campo, junto a una venta denominada Los
Toros de Guisando, el rey convino con su hermana Isabel que ella fuera la
sucesora. En las Navidades de aquel año del Señor de 1468 las cortes convocadas
en Ocaña sancionaron legalmente los derechos adquiridos de Isabel.
De Ocaña, vuestra tía Isabel marchó a Madrigal donde vivía su madre, viuda.
Dijeron que a notificarle su fortuna, pero lo cierto es que a nosotros nos pareció
extraño. ¿Por qué aprovechó justo el momento en que vuestro padre partía hacia
Andalucía?
Mientras esperábamos el desenlace de aquel baile de marchas y
contramarchas en que se había convertido la actuación de don Enrique, la reina y
y o, bordado en mano, nos hacíamos contar los últimos acontecimientos. Aquel
atardecer escuchábamos de una dueña la ordenanza sobre el lujo expedida por
Villena, que otra vez giraba en torno a vuestro padre, o mejor dicho, vuestro
padre giraba en torno a él.
—Don Juan Pacheco no se conforma con dirigir el reino urdiendo traiciones.
Su sesera hierve y nunca descansa. Creo que un día escribió una obra para
deleitarse en todo lo culinario y gastronómico —dijo vuestra madre.
» Ahora, con esta ordenanza, pretende tachar de pernicioso e insostenible
nuestro lujo. Según él, las mujeres humildes copian a las ricas en ropas y
guarniciones hasta incrementar en el absurdo su pobreza.
La reina se rió y luego me preguntó:
—Decidme, doña Mencía, ¿estáis dispuesta a cumplir esta ordenanza?
Me carcajeé sin reparos.
—¡Mañana mismo, mi señora! Cambiaré esta say a rica en seda por una
pollera de saco. Hemos de alegrarnos pensando que Villena dirige su mente
recalcitrante hacia estos menesteres y no a otros más dañinos, que son su
especialidad.
La reina comenzó a reír de nuevo cuando la entrada de Luis Hurtado, nuestro
fiel caballero desde que nos ay udara a huir de Alaejos, la interrumpió.
La reina se levantó limpiándose con un pañuelo las lágrimas que la risa le
habían provocado.
—Don Luis, ¿tenéis noticias?
Vuestra madre le había encargado que nos tuviera al corriente de todos los
rumores sobre vuestra tía.
Al asentir, cambió nuestra expresión. La seriedad empujaba al retiro de oídos
indiscretos. Cuando la dueña se fue y quedamos solos comenzó.
—He logrado saber que ciertos negociadores aragoneses, a espaldas de don
Enrique, han logrado un acuerdo para que la infanta Isabel se case con don
Fernando, el príncipe de Aragón y rey de Sicilia.
Don Luis sonrió. Comprendí el motivo de su optimismo.
Al casarse en secreto, sin la venia del rey, la infanta Isabel incumpliría el
tratado de Guisando.
—Como la bula del Papa y a ha llegado de Roma, el novio, intuy endo que la
noticia se pudiese hacer pública, adelantó su viaje desde Zaragoza para
encontrarse cuanto antes con esa perjura.
» A pesar de su cautela se ha sabido que seis caballeros disfrazados de
mercaderes galopan, si no han llegado y a, rumbo a Castilla. Entre ellos cabalga
el príncipe Fernando vestido como uno de sus criados para tratar de guardar el
anonimato. Pero les hemos descubierto. De todos modos, de producirse el
encuentro, nadie duda de que el príncipe de Aragón, un año menor que Isabel,
será de su agrado.
—Muy poco parecen importarle los acuerdos a los que llegó en Guisando y el
consentimiento de las Cortes, en el que ella se escudó en otras ocasiones —
comentó vuestra madre agriamente. Luego preguntó—: ¿Y dónde se cometerá la
felonía?
—En Valladolid —dijo Hurtado, secamente.
No hizo falta más. Vuestra madre, nerviosa, se dirigió al informante.
—¡Corred a avisar al rey ! Su reino y su hija le necesitan.
Luego, mirando a esta servidora:
—Mencía, os ruego la máxima rapidez, haced que lo preparen todo.
Volvemos a Segovia.
»Yo, la reina».