La Beltraneja - Almudena de Arteaga PDF

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Cuando la hermana del rey de Portugal deja Lisboa para casarse con
Enrique IV de Castilla prefiere no creer en los rumores que ponen en duda
la virilidad de su futuro marido. A sus dieciséis años, guapa y con un
indiscutible encanto, confía en que sus atributos servirán para que nazca
ese heredero que Enrique IV tanto ansió durante los trece años que duró su
primer matrimonio.
Este libro es la crónica de una época en la que la ambigüedad sexual es
utilizada como arma política, en la que las bulas matrimoniales falsificadas,
los envenenamientos, los hijos sacrílegos y los tronos usurpados dibujan el
panorama de una corte itinerante que nada tiene que envidiar a las cortes
italianas del momento en materia de escándalos. Una historia impresionante
y apasionante que ha quedado oculta por la historia oficial, escrita para
complacer a quien mejor partido supo sacar de esa situación, la hermana de
Enrique IV, nada menos que Isabel la Católica. La enigmática vida de esta
desdichada infanta, sobrina de los Reyes Católicos, sacrificada por su propia
familia, es el hilo conductor de una novela apasionante.
La Beltraneja ocupó durante meses las listas de best sellers siendo
traducida inmediatamente al portugués.
Almudena de Arteaga
La beltraneja
El pecado oculto de Isabel la Católica
A mi abuela Rafa
Único retrato auténtico de la Beltraneja, de Simón Bening, en la British Library
Árbol genealógico de Juana de Castilla, la Beltraneja
Dramatis personae

Enrique IV (1425-1474): Rey de Castilla y León, antepenúltimo miembro de


la dinastía de los Trastámara en ocupar el trono, hermano may or de Isabel la
Católica. Para sus enemigos, un débil de carácter; para sus amigos, un rey
magnánimo. Gusta de la caza y se rodea de moros y judíos.

Juana de Portugal (1440-1475): Hermana del rey Alfonso V de Portugal y


segunda mujer de Enrique IV. Morena, guapa, frívola, su conducta corre el
riesgo de provocar el más grave daño que una madre puede causar a una
heredera al trono, al jugar con su propia reputación.

Juana de Castilla (1462-1530): Princesa de Asturias, hija de la reina Juana de


Portugal y, supuestamente, de su marido, el rey. La atribución de su paternidad a
Beltrán de la Cueva, favorito del rey y amigo de la reina, hará que algunos osen
llamarla la Beltraneja.

Mencía de Lemos: Dueña que acompaña a Juana de Portugal a Castilla;


amante y madre de los dos hijos del futuro cardenal Mendoza. Leal y
vehemente. Es una pequeña fuerza de la naturaleza. Al tanto de todas las
intimidades de la corte. Narradora de la historia.

Juan Pachecho, marqués de Villena: Entró en la corte como servidor de


Enrique cuando ambos eran niños. Es inteligente y activo, astuto y taimado.
Conoce el carácter del rey como pocos, y se sirve de ello con el fin de
convertirse en cabeza del linaje más rico e importante de Castilla.

Beltrán de la Cueva: Comenzó su carrera como paje de lanza al servicio del


rey. Es atractivo y hábil cazador. Enrique siente por él un especial afecto. Es el
rival por antonomasia del marqués de Villena. Por favor real, acabará entrando a
formar parte de la familia de los Mendoza y recibirá los títulos de duque de
Alburquerque y conde de Ledesma.

Marqués de Santillana: Jefe de la poderosa familia de los Mendoza; ligado,


mitad por intereses mitad por convicción, a la dinastía de los Trastámara, es, en
principio, el principal valedor de la nobleza para que Juana de Castilla sea
reconocida como heredera de Enrique; gran adversario de Villena.

Pedro González de Mendoza: Hermano del anterior, obispo de Calahorra, y


futuro cardenal. El más inteligente de su clan. Consejero del rey y amante de
doña Mencía de Lemos. Muy diplomático y humanista, no descuida los contactos
con la influy ente y determinante curia romana.

Infante don Alfonso (1453-1468) e Infanta doña Isabel (1451-1504):


Hermanos menores del rey, hijos del segundo matrimonio de su padre y, por
tanto, sucesores a la corona de Castilla. Isabel, con el tiempo llamada la Católica,
fue la madrina de bautizo de su sobrina Juana y su eterna rival.

Maestre Samaya: Médico judío de Enrique, heredero de la gran tradición


oriental del arte de curar basada en la experiencia. Encargado de encontrar un
método de fecundación alternativo al natural. En una carta al rey le ha escrito:
« Pongo mi cabeza en que la reina quedará preñada» .

Cardenal Carrillo; condes de Alba, Medinaceli, Sepúlveda, etcétera.


Opositores, según las conveniencias y las circunstancias, de Enrique, y
seguidores del pequeño infante don Alfonso, a quien coronarán rey para manejar
a su antojo.

Beatriz de Bobadilla: Dueña de la infanta Isabel, leal a su señora hasta el


punto de que se le sospecha ser la inductora de ciertos envenenamientos que
favorecen el camino de su ama al trono.

Andrés de Cabrera: Marido de la anterior, de orígenes conversos, alcaide del


alcázar de Segovia y supuesto partidario del rey, desempeñará un papel
fundamental a la muerte de Enrique, para que Isabel se haga proclamar reina de
Castilla.
Capítulo I

De la p érdida de España
fue aquí funesto principio
una mujer sin ventura
y un hombre de amor rendido.

Del romancero de Don Rodrigo


Me bastó la pregunta de la princesa Juana para recordar cómo había comenzado
aquella infamia.
Don Enrique se tumbó junto a su mujer en la cama. Los ay udantes del
médico observaban la entrepierna de la reina de Castilla sin el menor recato.
Desnuda de cintura para abajo, sus vergüenzas quedaban al descubierto.
La reina me tomó de la mano y la apretó fuertemente pidiéndome que le
pusiera un fino pañuelo sobre la cara. Así al menos no se le vería el rubor. Su
oscura cabellera contrastaba con el rubio pelo del rey de Castilla.
Entonces comenzó la penosa operación.
Los ay udantes del maestre Samay a abrieron un estuche de madera y
terciopelo. El médico judío tomó el artilugio que contenía con tan sumo cuidado
que parecía que manipulaba algo sagrado. Se trataba de una cánula de oro.
La reina lo miró, incorporándose, y cerró los ojos con fuerza. No era la
primera vez que se sometía a semejante vejación. Desde que el rey la había
puesto al corriente de las artes de Samay a, cada mes que la presencia cercana
de don Enrique lo consentía, había vivido la misma humillación. Y, como las otras
veces, la reina la soportaba rezando una oración tras otra, hasta secársele la boca,
suplicando un milagro parecido al de la concepción de la Virgen María.
Pasaron diez minutos hasta que el rey acabó de ser ordeñado. Con su semen,
llenaron la cánula de oro. Rápidamente, la introdujeron en la vulva de la reina y
llenaron a mi señora con aquella sementera.
Tendría que quedarse quieta durante al menos cuatro horas para que aquella
semilla germinara. Le bajaron las faldas y ella misma se quitó el pañuelo del
rostro. Una lágrima perdida rodó por sus sienes y cay ó sobre la almohada. Me
soltó la mano dirigiéndome una mirada suplicante, azarada e imperativa. No
hacía falta que emitiese un solo sonido, comprendía perfectamente cómo debía
de sentirse y mi obligación como dueña suy a era privarla de semejante
inquietud.
Solicité a todos que se retiraran. Sólo quedó el rey, que decidió cantar para
ella. Lo hizo con esmero, cariño y buen oído; a pesar de ello, la reina frunció el
ceño con enojo.
Convencido de estar haciendo lo correcto, sus largos dedos siguieron
corriendo sobre las cuerdas del laúd. Miré a mi señora. Ésta, medio incorporada,
volvió violentamente la cabeza hacia la puerta y gritó:
—¡Fuera!
Don Enrique se levantó, besó a la reina en la frente y, sin musitar palabra,
compungido y tímido como era en privado, salió de la estancia cabizbajo.
En verdad, la débil actitud del rey respecto de la reina fue la primera gota
que cay ó en el fondo de la escupidera dorada en que, con el tiempo, se
convertiría su corona.
—Doña Mencía, ¡simplemente os he preguntado si creéis que soy hija de don
Enrique, rey de Castilla! —exclamó la princesa Juana volviéndome al presente
—. Y os habéis quedado como si hubieseis visto pasar un demonio.
¡Simplemente! ¡La hija de la reina acababa de preguntarme aquello que más
había temido durante años!
En el pasado, una y mil veces había soñado entre pesadillas y sobresaltos que
pronunciaba esas malditas palabras y que y o me veía impelida a decirle toda la
verdad. Despertaba empapada en sudor, aterrada, y corría a arrodillarme ante
mi altarcillo para rogarle a Cristo que nunca sucediese algo así.
Poco fervor debí de poner en la oración porque después de tanto tiempo, sus
ojos claros, llenos de melancolía, me impedían seguir callando. ¡Pero no podía
comenzar mi relato con una escena tan cruda como la que acababa de recordar!
Impaciente, la princesa tiró un almohadón al suelo y apoy ó los pies en él.
Recordé cómo siendo niña posaba la cabeza sobre mi regazo cuando y o era la
dueña de su madre. Centré la vista en un canoso mechón que escapaba de su
tocado. Nada quedaba de aquella larga cabellera rubia que y o era la encargada
de cepillar. Me tendió un tazón de chocolate, aquel manjar recién llegado de las
Indias. Buscaba relajarme, así soltaría la lengua aclarándole todo lo que quisiese
saber.
La excelente señora, como era conocida aquí en Portugal, o la Beltraneja,
como la llamaban en Castilla, sabía que hasta una servidora le había dado la
espalda, pero estaba acostumbrada a ello desde que tuvo uso de razón. Puede que
no confiara del todo en mí, pero conocía lo cerca que estuve de su madre en los
momentos más cruciales de su vida. En honor a esa vieja amistad, pensé en
contarle de una vez por todas la verdad. Ya vería cómo me las iba a apañar,
llegado el momento, para relatarle la escena de la inseminación de su madre sin
herir su sensibilidad. Ahora comenzaría narrando la historia desde el principio,
que es, según dicen, por donde deben empezar a contarse las historias.
Me pedís que os hable de vuestro padre. Pero para ello debería empezar
hablando de vuestra madre. Aunque lleváis el mismo nombre, no puedo decir
que os vea a vos en ella, y a que no os parecéis demasiado. Ella era morena y vos
rubia, ella dicharachera y alegre, vos callada y nostálgica. Vuestra madre era
inocente e impulsiva: cargada de juventud, la hermana del rey de Portugal
quería comerse el mundo. Vos, a esa edad, cuando y a casi todo el mundo
cuestionaba que fuerais hija del rey de Castilla, sólo aspirabais a no ser torcida
por los acontecimientos. En definitiva, la joven que y o conocí en la corte de
Lisboa poco antes de casarse con el soberano castellano estaba llena de
esperanza. Y los rumores que habían llegado hasta aquí cuestionando la virilidad
de su futuro marido, no lograban empañar sus ilusiones. Aunque en realidad esos
informes no tardarían mucho en hacer mella en su sentir. Porque en Castilla,
vuestra madre pronto habría de descubrir cómo la verdad era mancillada por la
envidia de unos, la avidez de otros y la cobardía de todos.
Dos días antes de nuestra definitiva partida hacia Andalucía, donde tendrían
lugar los esponsales, vuestra madre organizó una noche de acampada en los
alrededores del palacio de Lisboa, que aquella primavera del año del Señor de
1455 lucían más floridos que nunca. Quería despedirse de ellos. Pidió que
instalaran unas tiendas al resguardo de unos muros semiderruidos. Su posible
melancolía de portuguesa estaba bien oculta, a punto como estaba de ceñir su
cabeza con una de las coronas más importantes de la cristiandad. Nuestros cantos
y risas hicieron desaparecer de inmediato la nostalgia del paisaje que nos
rodeaba.
Después de las danzas, la futura reina de Castilla estaba tan feliz que no dudó
en rasgar el techo de la tienda en la que íbamos a dormir para contemplar las
estrellas. Las doce dueñas que la acompañábamos caímos cansadas a su
alrededor. Algunas junto a ella, sobre su jergón, otras sobre catres improvisados,
las más lerdas sobre el mismo suelo.
Vuestra madre rompió el silencio.
—Poco me ha contado mi hermano sobre mi futuro marido, pero la
impaciencia vence al sueño y por eso creo que esta noche sería divertido
sincerarnos y contarnos las unas a las otras lo poco que conocemos de lo que nos
espera. Dado que, de momento, y o soy la única que voy a matrimoniar, ¿no
estáis intrigadas por saber cómo serán esos caballeros castellanos que nos
esperan?
Todas reímos. En las capitulaciones de matrimonio que don Enrique había
formado, prometía hacer lo posible para casar a las doce dueñas portuguesas que
acompañarían a su mujer con los mejores partidos de Castilla. Pero debido a que
muchas teníamos entre catorce y quince años, todavía vivíamos intensamente
aquel período de la vida en que no se piensa en las consecuencias; no existen
pesadas responsabilidades y cualquier comentario más o menos absurdo provoca
la risa con facilidad.
Fui la primera en romper el hielo.
—Según he oído, vuestro futuro esposo está reunido en Córdoba, nuestro punto
de destino, junto a todos sus prelados y caballeros del Reino. Es may or que
vuestra merced y ha estado casado y a con doña Blanca de Navarra. Pero ésta no
ha cumplido concibiendo como es menester en una reina, por lo que el Papa ha
anulado este matrimonio.
Al contar lo que vuestra madre y a sabía, intentaba alejarme del tema que
más había dado que hablar en palacio. Pero doña Guiomar de Castro, una de las
dueñas que más se había cebado con aquellas consejas, no iba a ser tan prudente
y exclamó:
—¡Dicen que esa señora era autoritaria y carecía de feminidad y delicadeza!
Tanto, que al parecer ante semejante cabestro don Enrique no consentía en
preñarla. Según él, la suavidad femenina es la mejor virtud de una dama y doña
Blanca carecía de ella.
» Desde que oy ó hablar de vos no cabe en sí y cuentan que sacia las
calenturas con diversas barraganas. Según parece, vuestro futuro marido es
ardiente y apasionado.
—Sin duda está demostrando a todos que los comentarios de la y erma doña
Blanca sobre la virilidad del rey son falsos —interrumpí, para evitar que la víbora
de doña Guiomar arruinase la felicidad de vuestra madre—. Ella se empeña en
desenroscar las lenguas más mordaces en defensa de su feminidad. Figuraos cuál
fue su tesón que no dudó en propagar el bulo más denigrante jamás imaginado
para un hombre.
Me callé al darme cuenta de que, en mi impulsivo afán de proteger a vuestra
madre de las maldades de una envidiosa, me estaba propasando en narrar
rumores probablemente infundados, que atentaban contra su futuro. Sin embargo,
fue ella misma la que me instó a proseguir propinándome un buen puntapié.
Doña Guiomar se me adelantó.
—Dicen que después de trece años casada con el rey, quedó como cuando
vino al mundo. ¡No fue desflorada! En su proceso de anulación alegó la
incapacidad de don Enrique para engendrar. Según ella, lo intentó mediante rezos,
voluntad, cariño e incluso tomando pócimas de diversa índole que le enviaban de
Italia. No consiguió preñarla.
Se oy eron susurros de sorpresa de unas y otras en la oscuridad. Sin duda no
sabían cómo contestar a aquello, pero fue vuestra madre la primera que se
carcajeó y las demás la siguieron, como era habitual.
Con su reacción, vuestra madre quería indicar que conocía la cuestión al igual
que el rey de Portugal. Si había sido entregada a don Enrique, estaba segura de
que el falso infundio había quedado desmentido ante su país antes de tomar las
capitulaciones.
Doña Guiomar, que desde su llegada a la corte nunca había podido ocultar los
celos por vuestra madre, no se dio por vencida e interrumpió de nuevo.
—Está claro que aquella señora no debía de saber cómo tratar a un hombre.
Es bien conocido el recato que demuestran las castellanas. Tanto es así, que
desconocen lo mucho que se pierden en el disfrute del placer carnal. Tanto
decoro y moderación hacen imposible el retozar a gusto y por lo tanto procrear.
Es lógico, porque para ello hay que ser apasionada, y con su actitud a cualquiera
en su sano juicio se le pasan las ganas y el deleite.
Se oy eron murmullos y risas. Fue vuestra madre la que le contestó.
—Doña Guiomar, y a que parecéis tan versada en juegos amorosos deberíais
contarnos cómo conseguir que la sesera de un hombre cabal enloquezca por
nosotras.
La dueña se incorporó y, en la sombra, miró a vuestra madre desafiante.
—Eso, mi señora, se aprende con la práctica. Es imposible de transmitir.
—Sólo espero, Guiomar, que no practiquéis mucho una vez lleguemos a
Castilla, pues hemos de quitarnos el sambenito de libertinas que nos han colocado
las señoras de ese reino. Os agradeceré que os mostréis discreta; sobre todo, con
los que y a andan emparejados. Fiemos de dar buen ejemplo en la corte vecina.
Doña Guiomar se levantó indignada. Tiró de su say o hacia abajo para
colocárselo y el escote puso a la vista su pecho. Erguida y orgullosa, miró
desafiante a vuestra madre y se encaminó hacia la salida.
No pude contener mi lengua.
—No os retiréis, por favor, o nos quedaremos sin profesora de tentaciones.
Todas rieron.
Vuestra madre se estiró y dijo:
—Quiera o no, doña Guiomar nos acompañará a Córdoba porque, como dice
mi hermano, es cosa justa y debida que un rey hay a de ser casado. Las ley es
divinas y humanas así lo disponen y mandan, para que las generaciones del
linaje vay an de hombre en hombre y los padres revivan en los hijos. Y lo mismo
puede aplicarse al caballero que se desposará con doña Guiomar, como don
Enrique prometió en las capitulaciones.
Tanta solemnidad en las palabras de vuestra madre me sorprendió.
Ella no nos tenía acostumbradas a tal seriedad. De pronto, una imperceptible
sonrisa comenzó a esbozarse en la comisura de sus labios.
—Está claro que al hombre que le toque ser el compañero de doña Guiomar
preferiría haber nacido eunuco. Con las artes amatorias que se gasta, es capaz de
dejar exhausto al más osado en esas lides.
Todas, ahora incluso y o, estallamos en una carcajada.
Durante todo el tiempo que duró la acampada, y hasta la mañana siguiente,
doña Guiomar se encerró en un misterioso mutismo. Dado su gusto por la intriga,
esa noche no dormí tranquila. ¿Qué estaría tramando?
Capítulo II

Junto a la fuente que vier te,


p or seis caños de oro fino,
cristal y p erlas sonoras
entre espadañas y lirios,
rep osaron las doncellas
buscando solaz y alivio
al fuego de la mocedad
y a los ardores del estío.

Del romancero de Don Rodrigo


Nos vestimos apresuradamente. Doña Guiomar refunfuñaba por haber tenido
que madrugar, al tiempo que se acicalaba. Las doce dueñas que
acompañábamos a vuestra madre a Castilla, dejamos el palacio de Lisboa tras
ella. Nos encaminamos por una calleja rumbo al río Tajo. Al fondo, se divisaban
los reflejos del agua iluminada por el sol. Las gaviotas nos sobrevolaban lanzando
chillidos que se mezclaban con el sonar de los clarines.
Recorrimos un buen trecho a pie intentando no tropezar (los habitantes de la
ciudad habían alfombrado la polvorienta calzada con tablas combadas de viejos
toneles). A los lados, la guardia real formaba una muralla que nos salvaguardaba
de la muchedumbre, que nos vitoreaba con efusividad y expresaba sus mejores
deseos.
De pronto, cuando llegamos a la orilla del Tajo, una gaviota se lanzó en
picado contra el tocado de vuestra madre. El dorado de su vértice debió de
llamarle la atención.
Doña Juana reaccionó con flema y espantó al ave de un manotazo. Pero
tuvimos que detener igualmente el cortejo porque Marianín, nuestro bufón, quedó
totalmente espantado.
Las dueñas aprovechamos para intercambiar entre nosotras una mirada de
duda. ¿Habría que tomarse como un mal presagio el comportamiento de aquel
pájaro? No tuvimos tiempo de pensarlo más. Porque en seguida embarcamos en
una galeaza ricamente engalanada. Dueñas, cobijeras, doncellas y damas
mecidas por el agua empezamos a sentirnos a merced de un torrente fluvial que
parecía un mar. Parte de nuestro séquito cabalgaba y nos seguía desde la orilla.
El rey de Portugal nos acompañó durante tres leguas para más tarde regresar.
La música sonaba y los caballeros que nos habían cortejado hasta entonces se
despidieron para siempre de las doncellas que un día quisieron hacer suy as.
En la frontera con Castilla mudamos el suave balanceo de la galea por el
tortuoso traqueteo de los carros. Avanzábamos en fila por el polvoriento camino
llenas de gratas esperanzas. Ninguna de nosotras se acordaba y a del ataque de la
gaviota y vuestra madre menos que ninguna. Así era ella de despreocupada,
actitud que en el futuro habría de costarle cara.
Doña Juana viajaba con un halcón sobre el hombro, sabedora del gusto por la
caza de su futuro esposo. El ave portaba dos cascabeles. Vuestra madre
jugueteaba con ellos de tal modo que sus sonidos formaban melodías. Nosotras
teníamos que averiguar de cuál se trataba, así el tray ecto se nos hacía más corto.
Tomé su mano para que cesase y le señalé una colina cercana a Badajoz. Un
séquito de unos doscientos caballeros la encumbraban y continuaban el galope
hacia nosotros; el pendón real de Castilla y León les precedía.
Un noble de semblante agradable se detuvo frente a nosotras.
—Señora, soy el duque de Medina Sidonia. He venido a guiaros hasta vuestro
destino por orden del rey.
Si todos los que nos iban a ser destinados como maridos eran como él, sin
duda el viaje habría merecido la pena. Doña Guiomar, coqueta, se levantó y tiró
fuertemente hacia abajo de su corpiño dejando muy clara su intención. Vuestra
madre, disimuladamente, la empujó. Entonces la dueña cay ó de espaldas, y a no
mostrando el pecho, como era su deseo, sino el corvejón.
Hasta el impertérrito enviado del rey no pudo evitar poner cara de sorpresa.
Vuestra madre hizo como si nada hubiera ocurrido, aceptó al duque en el séquito
asintiendo, y él espoleó su alazán uniéndose a nuestra caravana.
El viaje continuó sin demasiados altercados aunque tedioso. Por fin, una
noche llegamos a Posadas, un lugar cercano a Córdoba. Allí nos detendríamos
para acicalarnos y ataviarnos como requería la ocasión. La hacanea ricamente
guarnecida de la futura reina, se situó en el centro del campamento para ser
mejor vigilada. Los demás carros y carretas fueron dispuestos en círculo
alrededor.
Nuestros say os, empolvados y mugrientos, no lucían como cuando salimos de
Lisboa. Sus colores vistosos habían desaparecido escondidos tras el polvo del
camino, que se había adherido a nuestra piel y a las telas que nos cubrían. Todas,
comenzando por doña Juana, no veíamos la hora de darnos un baño.

Extendí la toalla y vuestra madre se levantó del barreño para que la secase.
Apretó las mandíbulas al tiempo que retorcía su hermosa y oscura cabellera.
—El polvo se había incrustado en mis dientes y podía casi masticarlo —dijo
saliendo del agua, exhibiendo toda la desnuda belleza de su cuerpo con inocente
desfachatez—. Me siento otra mujer, ahora sí podré mostrarme ante mi señor.
—Mi señora, y o en vuestro lugar taparía rápido mis vergüenzas. En este
campamento lleno de hombres una nunca sabe…
Tomando el cepillo me atizó con él.
—Mira que sois ladina, doña Mencía, ¡siempre igual! Dejad de imaginar
procacidades, que ahora no es el momento, y cubridme el cuerpo con los
perfumes y afeites que hemos traído en ese arcón.
Me volví a abrir el arca, tomé los frascos y cuando la cerré me detuve en
seco. Un ojo garzo observaba sigilosamente desde el exterior, a través de un
agujero. Al verse sorprendido por mí, se apartó de golpe. Estuve a punto de
gritar, pero una de las sirvientas entró corriendo y se abalanzó sobre mí. La quise
empujar, mas ella fue más rápida al susurrarme al oído:
—No musitéis palabra y escuchadme, os lo ruego.
Cogiendo la toalla, vuestra madre me llamó.
—¿Qué pasa, Mencía? ¿No los encontráis? Daos prisa o moriré congelada y
maloliente.
Miré a la sirvienta, que me suplicó:
—No alertéis a nadie. El ojo que acabáis de ver pertenece al rey. Prefiere
pasar inadvertido para mejor poder deleitarse con la imagen de su futura esposa.
Miré de nuevo al orificio espía y sonreí. El ojo estaba otra vez allí. Me
pareció interpretar una señal de gratitud en su pupila y corrí hacia vuestra madre,
que se quejaba de mi lentitud.
Con toda intención la hice sentar en una banqueta orientada hacia el lugar
desde donde miraba don Enrique. La descubrí entera para untarla de aceites. El
masaje comenzó a lo largo de todo su cuerpo.
Vuestra madre respondió a los estímulos del olor, la suavidad y el
relajamiento cerrando los ojos, inspirando fuertemente, sacando el pecho y
estirándose. En ese momento me complació pensar que ni un solo centímetro de
su tersa piel se guardaba de la penetrante observación de su futuro esposo.
« Doña Juana le mostrará lo que es una verdadera mujer —pensé—. Y así
Castilla se librará de la maldición que ha impedido a su rey cumplir su papel de
verdadero hombre» .
—Tenéis unas manos prodigiosas, doña Mencía. No sé qué haría sin vuestra
ay uda. Al final conseguiréis enviciarme con estos gloriosos manoseos. ¡Vuestros
masajes me sientan mejor que las caricias, os lo aseguro! —exclamó vuestra
madre.
Yo tenía la total seguridad de que, detrás de la tienda, seguía estando vuestro
padre, inmóvil y atento. Tímido y callado, inspeccionando su próxima conquista
detenidamente, convencido de que gracias a ella conseguiría mantener la corona
sobre su cabeza.
Cuando terminé con los masajes embadurné a doña Juana de polvos blancos
para clarear su delicada piel. Satisfecha de su aspecto, me dio las gracias
besándome en la frente.
—Sois maravillosa, Mencía. Conseguiréis que escandalice a las parcas
castellanas, tan desconocedoras de refinamientos. ¡Qué antiguas! Diríase que
andan ancladas en el siglo catorce.
Dio una vuelta frente al espejo y prosiguió.
—Las oriundas de estos lares nos acusan de descocadas e impúdicas. Dicen
que las portuguesas mostramos demasiado nuestros cuerpos y que somos las
diosas del placer. Que demandamos las cosas que la honestidad debe negar.
» ¡Ingenuas y patosas! Si supiesen que no sólo nos empolvamos el escote y
las mejillas, se escandalizarían al punto de pedir a los clérigos que nos mandasen
a la hoguera. Si aprendiesen a adornar las partes más recónditas de sus cuerpos
sin tapujos, más contentos mantendrían a los suy os.
—Si los clérigos españoles son como los nuncios italianos que hemos conocido
en Lisboa, podemos estar tranquilas, alteza —respondí—, a decir verdad, no me
importaría morir al calor de unos brazos sicilianos.
—Cuidaos mucho de conseguir lo que deseáis —dijo doña Juana, riendo— o
incurriréis en un doble pecado: lujuria y sacrilegio. Entonces ni la misma reina
de Castilla podrá salvaros de la hoguera.
Después de un momento continuó:
—De todos modos, dudo que en el fondo las castellanas no sean como todas.
¿O estoy equivocada? Posiblemente son expertas hipócritas que practican todos
los vicios de tapadillo, muchos de ellos peores que aquéllos de los que nos acusan
a nosotras. Quizás ocupan las mentes de sus hombres con nuestros pecados
engrandecidos, para así evadir y esconder los propios.
De improviso, se oy ó el rasgueo de las cuerdas de un laúd, y vuestra madre
dejó de hablar. Entonces la voz del juglar cantó:

A ti, diosa del deleite,


gran señora de vasallos,
decidme que tenéis callos
en el rostro del afeite.

Tapándose las vergüenzas, vuestra madre llamó a Marianín a su presencia.


—La próxima vez que me interrumpáis, hacedlo con algo mejor o seréis
destinado a entretener a los porquerizos —dijo, haciéndose la seria.
El enano emitió un gemido fingido, y vuestra madre lo acercó hacia sí y
empezó a acariciarle la cabeza.
—No sollocéis por tonterías, Marianín. Don Enrique no podrá resistirse a mis
encantos. Con la ay uda de doña Mencía hermoseándome y de doña Guiomar
versándome en asuntos amorosos, pronto olvidará el agrio sabor de boca que le
dejó doña Blanca de Navarra al propagar tan crueles felonías.
Marianín se frotaba contra la piel desnuda y perfumada de mi señora
ronroneando como un gato, porque él siempre andaba como una mascota por
nuestros aposentos y escondiéndose entre nuestras piernas. Para nosotras, nada
de pecaminoso ni de placentero había en ello. Era como un animal de compañía
que en nada nos alteraba.
De todas maneras, no pude evitar el dirigir mi mirada hacia el atisbadero.
¿Qué pensaría don Enrique al ver aquella escena? De pronto oímos unos gritos
fuera de la tienda. Me adelanté, descorriendo un poco la cortinilla, y me asomé
al exterior sin pensar en las consecuencias.
Di gracias al Señor por proporcionarme una salida airosa que no implicara mi
quebranto en el silencio. El rey se había marchado. Fuera, se veían cuatro de los
miembros de la guardia totalmente borrachos. Jugaban a los dados al calor de la
lumbre entre risas, trampas y empujones. Uno de ellos parecía más exaltado que
los demás, porque juraba que las caras de las piezas de hueso no eran exactas y
había engaño en los dados. Había desenvainado su cuchillo y con él amenazaba
al de al lado, que aireaba con mofas su bolsa llena de monedas frente a las
narices del perdedor.
De repente me pareció ver al rey entre las sombras. Con una mano se
sujetaba el calzón y con la otra me solicitaba silencio con el dedo. Asentí, y él se
sumergió en la oscura noche en el mismo momento en que mi señora se
asomaba para poner fin a la rey erta.
—Caballeros, espero que en mi guardia no se repita este altercado. Entregad
esos dados a vuestro jefe.
Los soldados no rechistaron, sólo se mostraron malhumorados por haber
perdido piezas de hueso tan difíciles de conseguir.
Yo no les presté atención, pues me quedé pensando en el semblante de
vuestro padre cuando le vi. En aquel mismo momento supe que y a andaba loco
por su futura mujer y que ningún defecto posible le impediría intentar cumplir
con lo que a un hombre le hace tal.
Poco después la misma sirvienta que me alertó de la presencia del rey vino a
verme. Traía un mensaje de su parte. Don Enrique tenía que partir aquella
misma noche, pero no quería hacerlo sin haber hablado antes con vuestra madre.
Quedé en llevarla a un cortijo cercano.
Cuando informé a mi señora sobre la cita, no me atreví a contarle que y o y a
conocía al que iba a ser su esposo; se pondría nerviosa y me acosaría con
preguntas sobre su persona. No habría sabido qué decirle, porque lo cierto era
que entre la penumbra y la humareda de la fogata sólo me había quedado con un
esbozo de su cara. Pero, aun así, lo que había visto no se asemejaba en nada al
bello caballero con el que una hermosa señora como vuestra madre soñaba.
Cuando cruzamos el puente sobre el río Guadalquivir la ciudad bullía en fiestas.
Junto al minarete de la Mezquita se alzaba otro gran edificio cuy as puertas
estaban abiertas de par en par. Eran los Reales Alcázares. Al entrar en ellos los
paradisíacos jardines llenos de arroy os, cascadas y estanques nos dejaron
boquiabiertas. Naranjos y jazmines perfumaban el aire por doquier. Cuando
pasamos cerca de un estanque, un gran pez saltó y removió la quietud de las
aguas, que respondieron meciendo el manto de los nenúfares.
Vuestra madre suspiró melancólica. Entramos en el abierto y enorme salón
de Rey es. En el centro se encontraba don Enrique. A su lado, todos los ricos
hombres de Castilla.
El destino de mi señora estaba claro: ella no podía elegir. ¿Y el nuestro? Nos
sentíamos afortunadas porque manteníamos la esperanza de poder guiarlo según
nuestras preferencias. Pero tendríamos que ceñirnos a aquel reducido grupo de
caballeros.
Como creo que y a os he dicho, según los acuerdos de matrimonio, el rey no
sólo entregó Olmedo, Ciudad Real y una cuantiosa renta a manos de mi señora
en concepto de arras y dote, sino que, además, don Enrique se comprometía a
casarnos a cada una de nosotras con nobles castellanos. Entrábamos en el lote y
la incertidumbre de no saber a quién seríamos destinadas nos devoraba las
entrañas. Lo que provocaba en nosotras unas risas ingenuas y absurdas, típicas de
jovencitas soñadoras e irresponsables pero, eso sí, bien mandadas y cumplidoras.
—Miradlo, Mencía, y decidme vuestro parecer —solicitó vuestra madre,
clavando los ojos en el rey —. Es demasiado grande y espeso de cuerpo para mí.
¿Lo imagináis zarandeándome y abrazándome? Esas manos recias podrían
estrujarme hasta quebrarme las costillas. Sin embargo, aunque a primera vista su
aspecto resulta feroz, por lo que pude comprobar anoche creo que es tímido hasta
límites insospechados. Ése es precisamente el problema. Espero no intimidarle
como doña Blanca.
—Con todo mi respeto —respondí—, vos sólo le podréis asustar un poquito
con vuestra impaciencia. Yo creo que debéis concederle tiempo. Vuestra
juventud renovará su hálito de vida, y le hará olvidar los asuntos más engorrosos;
con vuestro gran corazón le conquistaréis. Hacedme caso, estará tan henchido a
vuestro lado que no cabrá en sí de gozo.
Emocionada, vuestra madre me tendió una mano en señal de
agradecimiento.
—¡Qué buena sois, Mencía! Y por ello seréis la primera en casaros después
de mí. Mirad cómo os observan esos hombres. No son caballeros sino
mercaderes en un día de feria en busca de un buen ejemplar de ganado.
Era cierto. Los nobles que rodeaban a don Enrique nos miraban como si
quisieran despojarnos de las vestimentas para ver si teníamos alguna falta.
—¡Esos galanes mucho han de hacer para que consintamos! —dije algo
molesta por su comentario, que a pesar de ser risueño nos empequeñecía.
Dejándome llevar por el impulso señalé a uno de ellos y dirigiéndome a las
otras dueñas dije:
—Vamos, señoras, adelantémonos a sus intenciones y pujemos. ¿Qué tal si
empezamos por aquél de la derecha del rey ? Doy dos maravedíes por el del
jubón azul. ¿Quién da más?
A vuestra madre no pareció gustarle nada mi ocurrencia.
—¡Por Dios, Mencía, comportaos! ¿Qué impresión queréis dar? Estamos tan
cerca que bien os podrían haber oído.
Como respondiendo a una señal acordada, el rey abandonó su lugar para
acercarse.
Al llegar junto a nosotras, don Enrique le tendió la mano a vuestra madre y le
dijo:
—La paz os doy, mi señora.
Ella le miró complacida, se inclinó reverenciándole y acto seguido lo hicimos
las demás.
En medio de un silencio casi sepulcral, oímos un chillido. Desde lo más alto
de los cielos descendió un halcón a toda velocidad. Estaba claro que su objetivo
era atacar al que la reina pensaba ofrecer a don Enrique como presente y que su
halconero portaba en el brazo, muy cerca de nosotros. Pero uno de los nobles que
se había quedado al otro lado del patio le arrancó el arma a un arquero y con una
flecha certera atravesó al agresor. La rapaz cay ó a los pies de mi señora, y
empezó a dar los últimos espasmos.
—¡Vivan los rey es! —gritó entonces el caballero de mirada adusta que había
acabado con la vida del animal.
El grito resonó en el patio como trueno en la tormenta, tanto que hasta el
mismo rey pareció intimidado.
Dirigí mi mirada hacia vuestra madre.
Ella era un ser libre, alegre y profundamente religioso. Pero sobre todo era
supersticiosa. ¿Qué pensaría de todo aquello? Un animal indefenso atacado por un
semejante que había aparecido como un espectro. ¿Sangre? ¿Muerte? ¿Traición?
Y para finalizar, vítores roncos e inesperados. Demasiado estentóreos para ser
sinceros. Sin olvidar la gaviota que se había arrojado sobre su toca antes de salir
de Lisboa.
Mientras y o trataba de descubrir en su mirada sus sentimientos, un escudero
se postró a sus pies y retiró el ave ensartada así como la otra, que permanecía
ajena a todo bajo su caperuza.

Entre festejos, agasajos, juegos de cañas, justas y corridas pasarían tres días.
Por fin, don Enrique y mi señora fueron desposados en Sevilla por el arzobispo de
esa ciudad.
El torneo que se había organizado para celebrarlo nos dio la oportunidad a las
recién llegadas de admirar con tranquilidad, y sin necesidad de disimulos, a
nuestros futuros maridos. Se dieron cita cien señores. ¡Os lo podéis imaginar!
Nada menos que una centena para las doce.
Cincuenta de un lado y cincuenta del otro montaban sus caballos, y uno a uno
empezaron a pasar frente a nuestro estrado. Un poco aburrida de tanta fatuidad,
me puse a hablar con un clérigo que formaba parte del séquito de don Enrique.
No era muy joven ni muy guapo, pero parecía muy inteligente. A tal punto, que
rápido me embaucó con su charla y su cultura.
De los caballeros que pasaron luciéndose frente a nosotras, alguno y a tenía
compromiso, o al menos así me lo pareció por los enseres femeninos, pañuelos o
cintas, que portaban y que nada desentonaban con sus gallardas armaduras.
Un caballero joven y apuesto se adelantó sin titubear. Su contrincante, el
mismo que había gritado a favor de los rey es cuando el ataque del halcón, se
colocó un y elmo negro y oscuro que brillaba amenazador y espoleó sin miedo a
su caballo.
No sabía quién era. Por lo que había podido notar después de la misteriosa
muerte del ave, parecía que no era hombre que se dejara amilanar. A juzgar por
su complexión, debía de ser buen batallador y, por su actitud, no era difícil intuir
que no le gustaba estar en segundo plano y que haría cualquier cosa por ser el
centro de atención. De hecho, al darse cuenta de que no le quitaba la vista de
encima se inclinó delante de mí y, levantándose la visera del casco, me miró
ahondándome en lo más profundo del alma. Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
Era como si aquel hombre no necesitase mi confesión para escudriñar en mi
interior.
—¿Creéis que ese hombre mataría para conseguir su propósito? —me
preguntó el clérigo.
—No lo sé, mi señor. Pero imagino que su joven contrincante no lo pasará
muy bien.
Inesperadamente, el clérigo me tomó de la mano para que le prestara más
atención. Me sorprendió, pero no me perturbó.
—El joven es Beltrán de la Cueva, que cada día se gana más los favores de
don Enrique, y el del casco negro es el marqués de Villena, cada día más
prevenido al respecto. Rivalizan continuamente. Hoy se les brinda la oportunidad
de batirse sin remilgos —dijo con la seguridad de quien, en pocas palabras, sabe
definir claramente una compleja situación. Sin embargo, al final noté que se
ponía algo nervioso—: ¡Ah, perdonadme! Me acabo de dar cuenta de que he
cometido la descortesía de no presentarme: soy Pedro González de Mendoza,
obispo de Calahorra.
Asentí sin más y los dos permanecimos un momento en silencio. Me di
cuenta de que don Pedro me miraba atentamente mientras y o seguía con la
cabeza gacha. Me sentí más que halagada, pero al reparar en su anillo episcopal
me dije que mi obligación moral era poner distancia entre nosotros. Aquella
mirada guardaba intenciones que iban mucho más allá de lo permitido.
Un grito me sacó de mis pensamientos. Cuando alcé la cabeza vi a don
Beltrán caído en el suelo. Mientras su escudero lo ay udaba a levantarse y lo
acompañaba a la salida, mi señora me llamó y me ordenó que fuese a preguntar
si andaba bien el vencido. El rey insistió en que regresara de inmediato con las
noticias. Estaba clara la predilección que sentía por el joven.

Cuando anocheció, los rey es se retiraron a sus aposentos. Mientras Sevilla


seguía en fiestas, los más allegados, de acuerdo con una antigua costumbre
castellana, teníamos que dormir muy cerca de ellos. El rey tendría que cumplir
como hombre. Por fin nos demostraría a todos que su anterior esposa mentía cual
bellaca. Por petición de mi señora, sería la única de sus dueñas que
permanecería junto a su estancia, sobre un jergón en el suelo. Me dijeron que
anduviese atenta a sonidos acompasados. Cerré los párpados, pero no las orejas,
y os aseguro que ningún ruido acompasado escuché. El silencio sólo se rompía
por el crujir de la ropa de cama cuando los rey es se movían.
Al amanecer, vuestra madre me llamó y acudí presta. Don Enrique salía por
una puerta que daba a un oscuro y angosto corredor escondido para su uso
exclusivo. La vestí e inmediatamente miré a la cama. Ni rastro de sangre en la
sábana. Instintivamente, la abracé y ella comenzó a sollozar. Le aparté la larga
cabellera de la cara y le limpié las lágrimas.
La tristeza se reflejaba en su rostro.
—Sabéis, Mencía… —inspiró con fuerza—. Creo que debería haber
escuchado a doña Guiomar con más atención en vez de haberle reprochado su
frivolidad.
Rompió de nuevo en sollozos. La abracé fuertemente jurándole que ella no
era la culpable. Pero no me escuchaba. Sólo mostraba su desconsuelo
aferrándose fuertemente a mí.
Sonaron unos golpes en la puerta.
Vuestra madre miró a la cama. Temblorosa, comenzó a zarandearme con
todas sus fuerzas.
—¡Oh, Mencía! ¿Cómo vamos a eludir esa absurda costumbre de mostrar la
sábana manchada? Es lo primero que querrán ver.
Se sentó sobre el catre llorando desconsoladamente y balbuceando:
—¿Os dais cuenta? Nunca podré tener hijos. A mis dieciséis años me veo
virgen hasta la muerte.
Sonaron los golpes de nuevo.
La reina se puso tan nerviosa que parecía haber perdido la razón. No pude
evitarlo. La sacudí tan fuerte que se quedó inmóvil.
Decidida, cogí una copa que estaba cerca del lecho, la rompí contra el suelo
y con un trozo de cristal me rajé la pierna a la altura del muslo. Restregué la
sangre que manaba por la sábana y luego la arranqué de la cama.
Vuestra madre me miraba perpleja.
Fui hasta la puerta. La abrí, y mostré la sábana a las personas que allí se
agolpaban. Después se la arrojé a la cara.
Desaforados y entre empujones, la hicieron jirones antes de verificar el falso
testimonio del que era portadora.
Regresé junto a vuestra madre. En sus labios se dibujaba una sonrisa fingida
que escondía su amargura. A pesar de todo, lo más importante era que quedaba
salvada la virilidad del rey, así como el reino. Las dos sabíamos que la salida era
provisional, pero al menos nos concedía un respiro.
Primero con tristeza y más tarde casi con desesperación, poco después
ambas descubriríamos que ése era un engaño menor al lado de los que
revoloteaban a nuestro alrededor.
Capítulo III

A llá va mi señora,
entre todas la mejor;
viste saya sobre saya,
mantellín de tornasol,
camisa de oro y p erlas
bordada en el cabezón.
En la su boca muy linda
lleva un p oco de dulzor;
en la su cara tan blanca,
un p oquito de arrebol,
en los sus ojuelos garzos
lleva un p oco de alcohol.

Del romancero de misa.


Camino de Madrid, una pequeña villa del centro de Castilla que a don Enrique le
gustaba por ser sus alrededores muy ricos en caza, tuvimos que alterar el rumbo
y detenernos en una fortaleza cercana a la frontera con Granada. El motivo fue
una inesperada trifulca entre los moros y los nuestros, iniciada casi en contra de
la voluntad del rey por sus nobles.
Como algunas de nosotras y a habíamos fijado la atención en algunos de ellos,
apenas amanecía y oíamos desde nuestras caldeadas alcobas la partida de las
huestes hacia el campo de batalla, empezábamos a preocuparnos y a guardar el
ocaso con ansiedad para corroborar su regreso sanos y salvos. En cuanto al
hombre de mi elección, no había de preocuparme. Su hábito de religioso le
eximía de semejantes obligaciones, pero él se empeñaba en partir, porque, como
me dijo una noche, la extremaunción es para un moribundo más apaciguadora,
imprescindible y satisfactoria que el sobrevivir a la victoria. Sin duda se creía
indispensable, y algo de cierto debía de haber en ello, porque el obispo de
Calahorra para mí y a lo era por más que intentase quitármelo de la mente. Pero
como la reina y a tenía marido y éste era todo menos audaz —no le gustaba
correr ningún riesgo en el campo de batalla—, doña Juana pronto empezó a
aburrirse. Por lo que una mañana vuestra madre se levantó antes de lo esperado.
En un abrir y cerrar de ojos nos puso a todas en pie y dirigiéndose a mí dijo:
—Estoy cansada de tanta apatía, Mencía. ¿Es que el rey mi señor no se
percata de nuestro tedio?
Soñolienta, me froté los ojos para poder abrirlos mejor. Tan adormilada
andaba, que sólo pude encogerme de hombros en señal de acatamiento. Alzó la
voz para que la escuchara.
—¡Me niego! Si creen que han saciado nuestra ansia de divertimiento con las
fiestas y torneos que se celebraron en los desposorios, andan listos. ¡Estas
portuguesas tenemos mucha miga y se lo vamos a demostrar!
Sus gritos penetraron en mis tímpanos como una afilada daga en el pecho.
El sobresalto me hizo brincar, cuando vi lo que vuestra inquieta madre
pretendía. Subida sobre el catre, saltaba espada en mano como si fuera un niño
que juega a la guerra. Entre mandoble y mandoble se cortó un largo mechón de
cabello, que cay ó en el suelo. Al verlo, se detuvo jadeando. Repentinamente, el
ímpetu que la había impulsado a saltar desapareció al igual que la extraña fuerza
que sujetaba el arma. Se tambaleaba a punto de caer y corrí a ay udarla.
—Nunca creí que las armas pesaran tanto. De todos modos, eso no nos
amilanará. Decidles a todas que se vistan de caballeros, porque a mediodía
partiremos hacia los campos de batalla. Dejad las espadas a un lado y armaos
con ballestas, pues son más ligeras y femeninas. Así pareceremos guerreras
griegas. ¡Atenea se quedará perpleja ante nuestras hazañas!
Como niñas recreando juegos, nos preparamos para la ocasión. Y así
disfrazadas de lo que sin duda no éramos, la seguimos.
Sobre nuestros ricos say os nos colocamos parte de las armaduras. Las justas
y precisas para alterar la imagen sin perturbar nuestros movimientos.
Cabalgamos hacia el campo de batalla ufanas de romper la monotonía.
Espoleamos con anhelo a las y eguas. Imaginábamos las sorprendidas caras de
nuestros caballeros al vernos aparecer y galopamos aún más deprisa sin reparar
en los viñedos, molinos y huertos quemados y destruidos que dejábamos atrás.
Pero al culminar la última cima nuestros corazones se hicieron tan diminutos
que nos sentimos morir y pensamos estar recibiendo justo castigo. La
temperatura de nuestros cuerpos se tornó de hielo.
Una alfombra de cadáveres o, lo que es peor, de gimientes moribundos,
cubrían la hierba. Con auténtica emoción, que contrastaba con la ligereza de la
que había dado muestra hasta ahora, mi corazón latió al ver cómo don Pedro, en
el centro, cumplía con su cometido, inclinado sobre un cuerpo que expiraba sin
remedio, rodeado de un abigarrado cúmulo de soldados compañeros y enemigos
y a inertes.
Muy cerca de nosotras, el rey don Enrique cabalgaba inestable y auxiliado
por su guardia mora, algo que no dejaba de molestar a sus nobles.
Vuestra madre palideció pero reaccionó al segundo. Disparó dos ridículas
saetas que cay eron sin fuerza junto a las patas de su y egua, a pesar de la furia
que había puesto en ello. De inmediato, espoleó al animal y dio media vuelta
para regresar.
Me puse a su lado. Parecía otra persona. La niña frívola había dado paso a la
mujer reflexiva y preocupada.
—Decidme, Mencía, si es que lo sabéis, ¿por qué nunca nos hablaron de la
crudeza del campo de batalla? —preguntó—. El silencio de los hombres nos
engañó y nos hizo suponer que aquellas escaramuzas en contra del moro no
llegaban a ser hazañas dignas de contar. Debe de ser por no presagiar malos
augurios antes de entrar en combate.
» La muerte de Garcilaso de la Vega es la única que el rey mi señor me
narró por tratarse de la de un joven muy querido por él, y en comparación con la
presenciada fue un paseo por el campo.
No quise interrumpir su monólogo.
Girando las riendas protestó indignada.
—¡Moros y más moros! Los hay en estas tierras hasta bajo las piedras, y
donde no los hay, un judío ocupa su lugar —continuó vuestra madre.
La seguí con mi caballo. Su refunfuñar me parecía peligroso tanto como su
alternar entre la frivolidad y la melancolía. Si se iba de la lengua delante de oídos
menos fieles que los míos, quién sabe qué daño se podía causar a ella misma y
también al reino. Vuestra madre pareció percibir mis pensamientos y en voz casi
inaudible me dijo:
—En pocas personas puedo confiar sin ser traicionada y sólo a vos os puedo
decir que mi frustración ni siquiera tiene el consuelo de escupir sin cautela lo que
a mi mente tortura.
Tras un suspiro, exclamó:
—¡Es tan difícil intentar estar alegre en esta corte! Quedaron tan lejos
nuestras diversiones en Portugal. No puedo cumplir con mi cometido de ser
madre y tampoco puedo revelar la razón. Siempre hay algo que se empeña en
frustrar mis ansias de reír. ¿Tan malo es intentar ser feliz? Todo es oscuro en
Castilla, o al menos, siempre parece estar nublándose.
Había pasado mucho tiempo desde que doña Juana se convirtiera en la reina
virgen de Castilla. La guerra contra el moro seguía teniéndola sin cuidado, y no lo
ocultaba cada vez que los nobles planteaban al rey la obligación de seguir
luchando hasta expulsarlos de la península. Pero después de aquel desahogarse
durante la escaramuza de amazonas frustradas, entró en un período de mutismo
respecto al tema que más le preocupaba. Silencio que me pareció de lo más
sospechoso, por cuanto y o sabía que el rey y ella habían sido vistos hablando con
un médico judío que gozaba de gran predicamento en Segovia. Que mis
sospechas no iban por mal camino me lo confirmó lo sucedido una mañana en
sus aposentos.
La reina me llamó con la voz entrecortada.
Levantó el rostro y me miró con preocupación, indicándome que me sentase
a su lado.
Inspiró y cuando y a había entreabierto los labios para comenzar, se
derrumbó de nuevo y comenzó a sollozar sin remedio. Sólo una cosa pude
entender de lo que balbuceaba entre hipidos.
—Don Enrique cree haber encontrado la solución. Se lo ha asegurado
maestre Samay a.
Sonreía nuevamente, cuando la puerta se abrió de golpe.
Era doña Guiomar, que mostraba como siempre furia y desenfreno en su
pasión. Vuestra madre la miró de reojo, dejando claro el desprecio que le
provocaba su sola presencia, ahondando más en la llaga al dirigirse a ella a través
de mi persona.
—Mencía, hacedme un favor. Llevaros a esta mancillada doncella a otra
estancia. El ambiente está demasiado cargado aquí como para tolerarla.
Tomé el brazo de Guiomar con delicadeza, e intenté dirigirla a la salida con
una mirada casi imperceptible de súplica. Ella pegó un tirón y se liberó.
—¡Ni hablar! Nos merecemos una explicación. No hemos de seguir a nuestra
reina por puro capricho. Siempre me postraré ante vos, pero si la razón es lógica.
O es que… ¡si mañana decidís cortaros el pelo, todas hemos de imitaros sin
rechistar! Lo que os ocurre es que y a no sabéis qué inventar para estimular a
vuestro esposo y pretendéis que comulguemos con vuestras fantasías infantiles. Si
me hubieseis escuchado cuando intenté aleccionaros… El aburrimiento os come
las y ermas entrañas.
Al tono sarcástico de doña Guiomar le siguió el silencio más doloroso. Estaba
jugando con fuego. Daba por supuesto que la reina no ignoraba su pendencia de
amores con don Enrique. Su virtud nunca fue la discreción y era demasiado
evidente su galanteo, tanto como los obsequios con los que la cubría.
La melancolía en la que vuestra madre había estado sumida hasta aquel
momento dio paso a la furia, que le limpió los ojos de lágrimas para
iny ectárselos en sangre. Se levantó de la cama, la agarró de la trenza hasta
acercar su rostro a media pulgada del suy o.
Doña Guiomar enmudeció y perdió su firmeza. El horno no estaba para
bollos y aquella reacción en vuestra madre era extrañamente inusual. Su dulce
rostro, ahora hostil, rezumaba desprecio.
Las venas de su blanco cuello se marcaron como ríos de lava a punto de
desbordarse. Su mandíbula se endureció para susurrarle con la voz engravecida y
amenazadora al oído:
—Escuchadme, porque no os lo voy a repetir. Junto a mí vinisteis desde
Lisboa para servirme y acatar sin rechistar mis órdenes. Pero si albergabais
alguna duda sobre ello, os diré que en el preciso momento en el que aceptasteis el
primer obsequio de Enrique os vendisteis a mí.
Apretó fuertemente el puño conteniendo el golpe que le hubiese gustado
asestarle. Agarró el broche que pendía de su pecho y se lo arrancó, desgarrando
todo el say o. Tiró la joy a al suelo presa de cólera y las piedras saltaron en todas
direcciones.
Doña Guiomar no pudo ocultar su avaricia y se arrojó al suelo a recogerlas.
Éste fue el momento en el que tendió una bandeja de plata a vuestra madre para
deshacerse de su vehemencia. Las nalgas postradas frente a ella en busca del
broche destrozado constituían una tentación demasiado fuerte. La patada la hizo
caer de bruces al suelo. Asustada, olvidó por fin la joy a que intentaba
recomponer y engalanada con un par de moraduras en su lugar huy ó
despavorida.
Mi señora se desplomó de nuevo sobre el lecho.
—Hasta ella se ríe en mis narices. Lo que no sé es si Enrique también ha
logrado engañarla como lo hizo con mi hermano jurándole su virilidad o sólo lo
hace para darme celos. ¡Y pensar que y o no quise creer en los rumores que
oímos en Portugal antes de acceder al matrimonio! Pero está claro que cuando el
río suena agua lleva. La voz del pueblo es voz divina, dicen.
Otra vez la asaltaban las dudas. La verdad es que la visita de Guiomar fue de
lo más inoportuna, pero no dejaría que cay ese en la decepción. Necesitaba que
la reina se sintiese optimista tanto o más de lo que se había sentido aquella misma
mañana. Sobre todo, si quería saber exactamente a qué se debía su confianza en
el judío.
—Mi señora, no os dejéis vencer. El rey es caprichoso, imprevisible y
cambiante. La antecesora en el puesto de esa arpía se pudre en el claustro de un
convento y lo mismo pasará con ella. Ahora sólo debéis esperar que lo que ha
dicho el médico judío sea verdad.
La reina sonrió con ternura y esperanza. Y otra vez reía confiada. Me contó
exactamente en qué consistía el método de aquel infiel para que quedase
embarazada. Cuando acabó el relato, mi cara debió de expresar un gesto de lo
más extraño. A causa de mis amores con un obispo, y o me consideraba una
mujer capaz de aceptar muchas cosas. Pero lo que la reina terminaba de
explicarme me pareció algo ray ano en el sacrilegio, sólo posible de ser
concebido por un miembro de la raza de los deicidas.
Con el tiempo habría de darme cuenta de que, en realidad, nada nuevo hay
bajo el sol. El remedio de maestre Samay a probablemente había sido aplicado
infinidad de veces en todas las cortes que en el mundo han sido para resolver el
mismo problema. Entonces comprendí que los miles de años de historia que el
judío cargaba sobre sus espaldas pesaban a su favor. Así como su proverbial
discreción.
Capítulo IV

Los vientos eran contrarios,


la luna estaba crecida,
los p eces daban gemidos
p or el mal tiemp o que hacía.

Del romancero de Don Rodrigo


Me alcé las faldas del say o y corrí tanto como me fue posible. Seguía con
desconfianza, pero sin otro remedio a un hombre moro de mirada impenetrable
y tez cetrina. Aquel infiel, parco en palabras, era el único que sabía el paradero
de nuestro rey. Era de suma importancia que don Enrique apareciese antes de
dos horas o la oportunidad que esperábamos ansiosos se habría marchitado sin ser
contemplada.
Penetramos en lo más recóndito de la judería. Jadeaba sofocada y el costado
derecho me avisaba del cansancio con dolor. Rogué al moro que redujera el
paso, pero pronto comprendí que era tan mudo como sordo.
Frenó en seco y sin mediar palabra me indicó un pasadizo con la mirada. Era
una calleja tan angosta que pasaba inadvertida con facilidad. Los vecinos de una
fachada podrían dar la mano a los de la contraria sin esfuerzo. Avanzábamos de
costado y la cal de las paredes se adhería a mis ropas tiznándome a la altura del
pecho y las nalgas.
Levanté la mirada buscando el sol. Las macetas estaban pegadas las unas con
las otras y las ramas de las plantas trazaban un techo improvisado en aquel
discreto pasadizo, tamizando la clara luz andaluza y refrescando el caluroso
ambiente.
Llegamos a una plazuela diminuta.
Tocamos a una puerta desvencijada y un ventanuco en el muro se entreabrió
para atisbar. Unos ojos gemelos a los de mi guía se fijaron en nosotros con
aprobación. Después vino el ruido inconfundible de cerrojos, pestillos y bisagras
oxidadas.
Un hedor insoportable a destilería casi logró que me desvaneciera. La
semioscuridad no escondía las características de aquel cuchitril. No era un
secreto que al rey le gustaba rodearse de villanos, montaraces y gentes de mal
vivir en sus asiduas escapadas, pero aquel lugar era especialmente sórdido.
El portero me tendió una palmatoria y señaló un rincón. Sin temor me dirigí a
la esquina. Tumbado sobre una mesa a modo de catre y acía, desaliñado y a
medio vestir, el hombre al que buscaba. Su acompañante, sin el menor recato,
enroscaba en torno a él su desnudez.
No era momento de mostrarse azarada ante la situación, el tiempo
apremiaba.
Aquel rostro cóncavo arrugó su deformada nariz y apretó su prominente
mandíbula antes de abrir sus encarnados párpados y observarme fijamente con
ojos garzos y separados.
—Señor, es menester que vengáis raudos al alcázar.
Dudé un instante y luego solté:
—La temperatura de la reina es la idónea y si os rezagáis cambiará y
veremos todas nuestras esperanzas frustradas. El maestre Samay a asegura que si
su alteza viene a holgar hoy con la reina, ésta quedará preñada.
Vuestro padre se atusó su luenga y rubia barba con los dedos y se incorporó
de mala gana. Me arrodillé para calzarle y él me tocó la cabeza, mientras
divagaba.
—Sé que el remedio atenta contra la prohibición de mi abuela Catalina de
Lancaster de servirnos de médicos judíos, pero está claro que son buenos y es
mucho mejor su medicina que la de los nuestros, pues no se limitan a las sangrías
como único auxilio. ¡Qué más da ignorar una costumbre impuesta por una
anciana vetusta y si la cura a la que me someto es tan artificiosa que peca contra
la ley natural, si obtenemos el resultado esperado!
Lo cogí de la mano y tiré de él, que, sin embargo, continuó.
—Quiera Dios que esta vez sea la definitiva. ¿O debería decir Jehová? No lo
sé, el caso es que si resulta fallida será necesario pedir ay uda a otro hombre para
que cumpla por mí.
Podría haber escuchado cualquier cosa, pero aquello me sublevó.
Lo que el rey acababa de decir sonaba a blasfemia, y con respecto a solicitar
ay uda para ciertos menesteres, creo que hay ciertas cosas que un hombre no
puede delegar en otro, y ésta es una de ellas. Pero reflexioné que si decía algo
sólo conseguiría retrasar el momento que tanto habíamos esperado. Por suerte,
nada se interpuso en el camino y al poco tiempo el rey y y o entrábamos en la
clausura del lugar que serviría de cobijo a nuestros propósitos.
Sin mediar palabra, vuestro padre se acostó en una cama junto a vuestra
madre. El maestre Samay a empezó a dirigir el asunto. Mientras uno de sus
ay udantes masajeaba el órgano del rey, el médico examinó la entrepierna
desnuda de la reina. Otro de sus asistentes abrió ante él una caja de madera
forrada de terciopelo. El judío tomó con sumo cuidado el instrumento que
contenía. Era una cánula de oro. El médico la introdujo en las vergüenzas de
vuestra madre con delicadeza.
Cuando el rey acabó de ser ordeñado, recogida su simiente en una copa,
Samay a empezó a hacerla pasar por la cánula de oro, hasta llenar la vulva de
vuestra madre con aquella sementera.
Mientras asistía azarada a esa escena, me pregunté si la diabólica invención
del infiel daría resultado de una vez. No era la primera ocasión que la reina se
sometía a aquella humillante prueba. Desde que un moro había puesto al día al
rey respecto a esas artes del judío, cada período fértil vuestra madre debía
someterse a ellas. ¿Cuándo acabarían aquellas torturas a su dignidad de mujer?
De pronto el judío examinó el poso de la copa, comentó a un ay udante algo a
propósito de la dieta a la que había sometido a don Enrique durante el último mes,
y sonrió. ¿Significaba eso que aún había alguna esperanza?
Capítulo V

¿La color tienes marrida,


el corpa fo rechinado,
andas de valle en collado,
como res que anda p erdida:
Y no miras si te vas
adelante, o carairas,
zanqueando con los pies,
dando trancos al través,
que no sabe dó te estás?

Copla II de Mingo Revulgo


—¡En la judería han nacido dos! —dijo la reina, exaltada.
No necesité más para comprender a qué se refería. Llevaba días susceptible
y enervada. Sabía que en Madrid la esperaba el maestre Samay a. No quería
recordar la vergüenza que había padecido la última vez. Sin embargo, ahora
merecía la pena no cejar en el propósito, pues dos niños estaban en el mundo
gracias a la endemoniada cura del físico judío.
De todos modos, doña Juana necesitaría ánimos para enfrentarse de nuevo a
todo aquello. La cogí fuertemente de los hombros y la senté en la cama.
—Miradme a los ojos, mi reina. No es momento de temores. Por fin tenemos
una prueba de que ese judío no mentía. ¡De una vez por todas podemos tener la
firme convicción de que los sacrificios a los que nos hemos sometido no fueron
en vano! Tenemos que estar felices. ¿No dicen que la fe mueve montañas?
¡Diantre, nosotras moveremos reinos!
Me miró sorprendida, y de la sorpresa pasó a la carcajada.
—Cualquiera que os oy ese, Mencía, supondría que sois vos quien sufrís las
intervenciones.
Seguí el juego.
—¿Como vuestra alteza? ¡Qué ocurrencia! Me duelen mucho más. Bien sabe
Dios que si pudiese pasaría las penurias a que os someten en vuestro lugar, sólo
para no veros el rostro y la expresión.
» ¿Cómo podéis poneros nerviosa ante la mejor nueva recibida desde que
arribamos a estos reinos? Seréis madre por fin. Pero decidme, ¿habéis visto a los
niños que han nacido?
—Quise hablar con las madres que los portaron en sus vientres, pero me lo
prohibieron.
Agachó la cabeza decepcionada de nuevo. Mi cometido estaba claro, no iba a
dejar que se derrumbase ante minucias ahora que se atisbaba una tenue luz en el
horizonte.
—¡Vamos, señora, os prometo que las buscaré! Algo tramaré para que
acudan a vuestra presencia sin sospecha de vuestra persona. No es menester que
os delatéis. Hasta podríamos ir al mercado de incógnito para verlas sin levantar
revuelo.
Apenas terminé de decir esas palabras me arrepentí.
Siempre he tenido un gran defecto, y éste es el de prometer sin estar segura
de poder cumplir.

En la plaza bullía el gentío. Vuestra madre se mostraba alterada y expectante.


Embozada en una capa, miraba perpleja a un lado y a otro. El cotidiano y vulgar
movimiento producido por el simple evento del vender, comprar o trocar para
ella era novedoso.
Un muchacho pasó junto a nosotras arrollándonos al tiempo que engullía un
panecillo. Pronto supimos el porqué de su premura. Una descomunal mujer le
seguía, gritando desaforada: « ¡Al ladrón!» . En esta ocasión el atropello hubiese
sido aplastamiento, si mis reflejos no me hubieran hecho apartar a vuestra madre
de su lado.
Liberadas de aquella mole de carne, dos mendigos empezaron a acosarnos
con descaro. Pero la reina caminaba tan absorta contemplando la algazara que
no se percató de ello. Saqué de mi bolsa una moneda, la tiré al suelo y mientras
los dos se lanzaron en su busca, cogí del brazo a vuestra madre, que, como una
muñeca de mirada encantada, se dejaba guiar sin titubear.
El momento requería la máxima discreción, a pesar de que ella se mostraba
tan embelesada que resultaba una pasmada entre la muchedumbre. Tan extraña
resultaba inmersa en el ambiente, que temí por su integridad en el caso de ser
descubiertas.
Estábamos a punto de llegar al lugar de encuentro cuando sus dóciles
movimientos se tornaron pétreos. Se detuvo en seco. Unos comediantes pasaban
frente a nosotras. Sobre un carro repleto de ropas para las representaciones, una
mujer cantaba exhausta algo dramático. Cinco hombres a su alrededor fingían
sollozos con may or o menor intensidad según lo que la letra narrase.
—Mi señora, es tarde. Si nos demoramos, esas mujeres podrán escabullirse
sin que las pueda reprender; están deseándolo.
De pronto salió de su atolondramiento y me tapó la boca ordenándome que
escuchase. Iba a insistir pero inmediatamente me detuve. La letra de aquella
canción hablaba de un rey tan endeble que ni engendrar podía. Dirigí mi vista a
la mujer del carro.
Al mismo tiempo que cantaba, movía en cada mano una marioneta que
representaban a una reina y un rey. Éste daba la espalda a la reina y huía cuando
ella se le insinuaba para y acer junto a él.
Una sonrisa se dibujó en el rostro de vuestra madre. Supuse que era de
amargura, pero más tarde me di cuenta de que me había equivocado. Tiré de
nuevo de su brazo.
—No escuchéis. Lo importante es que conozcáis a las mujeres que nos
esperan, ellas os convencerán con la evidencia de que lo que estáis escuchando
no son más que sandeces.
Asintió y sonrió de nuevo. Pero toda la vitalidad y frivolidad que solía mostrar
habían desaparecido. Ahora sonreía soñadora, melancólica y lánguida, como si
en su interior algo hubiese cambiado de repente.
Soslay amos el gentío, atravesamos la feria del ganado y llegamos a un puesto
de verduras y hortalizas. Tras él, una mujer amamantaba a su criatura al tiempo
que charlaba animadamente con otras. Al vernos se levantaron.
La primera era una de las mujeres que se había sometido a la vejación del
judío de ser preñada sin ser desflorada. El producto a la vista estaba. Otra de las
mujeres lucía un vientre a punto de dar fruto. La reina centró toda su atención en
el pequeño.
Tomó al párvulo en brazos. Al arrancarlo del pecho de su madre, emitió un
gruñido similar al de un osezno, pero y a estaba demasiado dormido como para ir
más allá de un quejido.
La reina lo miró con ternura y se dirigió a su madre con la naturalidad más
sincera.
—Sé cómo os sentisteis al concebirlo. Al menos quiero pensar que conozco
ese sentimiento. No tengo hijos, pero creo que no hay felicidad may or en esta
tierra que la realización de la ansiada ilusión de tenerlos.
Sonrió, besó al niño en la frente haciéndole la señal de la cruz, lo depositó
sobre el regazo de su madre y luego me dijo:
—Vámonos, esa mujer no miente. La creo.
Regresábamos en silencio. Yo la miraba y no entendía nada. Sonriente y con
los párpados entreabiertos, vuestra madre parecía querer retener la imagen de
aquel párvulo en su mente.
En los cinco años que llevábamos en Castilla me había pedido una y mil
veces conocer a unas segovianas que decían haber tenido trato carnal con el rey
para hablar con ellas. Me costó, pero mis esfuerzos se vieron recompensados por
el tesón empleado en la búsqueda. Al fin conseguí reunirlas en un lugar que no
levantase sospechas. Una vez frente a ellas, ni siquiera se preocupó por conocer
sus nombres.
Las tres esperaron nerviosas el aluvión de preguntas, pero éstas no llegaron.
Vuestra madre las miró un segundo. Eran vulgares y no se distinguían por su
especial belleza. Luego dijo: « ¡Vámonos!» .
Recordando aquel episodio, le pregunté:
—No os quiero perder el respeto, alteza, pero ¿recordáis vuestro
comportamiento con las segovianas? Entonces también puse a vuestros pies toda
la información que ansiasteis durante largo tiempo y la despreciasteis. ¿Por qué?
Sonrió de nuevo. Ida como andaba, contestó con otra pregunta y aire burlón.
—Mencía, ¿os habéis fijado en la criatura? Estaba completa, ¿no es cierto?
Ahora de nuevo me desorientó. Debía de estar perdiendo la razón y por eso
no me escuchaba.
—No sé a qué os referís, mi señora. Sólo pido una explicación a vuestra
apatía. Si he convocado a esas mujeres ha sido por vos y porque no desistierais
en lo que se ha convertido en una cruzada. Nuestra cruzada particular. De la que
forma parte este breve encuentro, al que tampoco habéis sacado partido.
Me acarició la mejilla y de nuevo mostró esa sonrisa satírica.
—Ya ha terminado. ¡Hemos vencido, Mencía! Si mis sospechas son ciertas,
por fin lo hemos logrado.
¡No podía creerlo! Estaba preñada y no había dicho nada a nadie. Ella, que
siempre había sido impulsiva y apasionada, se tomaba la mejor noticia de
nuestras vidas con una serenidad pasmosa. Era como si temiese perder la ilusión
al propagarlo a los cuatro vientos; como si quisiera guardar el secreto y sólo
compartirlo con los más allegados. En aquel instante, vuestra madre me otorgó el
may or honor que nadie en la corte hubiese podido recibir, la confianza plena
hacia una servidora. ¡Así que don Enrique tendría un descendiente!

Quise notificárselo personalmente al rey y montando a caballo galopé hacia


el bosque. Estaba cazando, como de costumbre. Me escoltaba un miembro de la
guardia de la reina. Ya en el bosque oímos el ruido de los cascos de los caballos y
en un claro divisamos al grueso siguiendo a un jabalí que huía despavorido.
Salí al encuentro del rey. Una flecha silbó junto a mi oído, me asustó y, al
tirar de las riendas, el caballo se alzó sobre las patas traseras echándome al suelo.
De entre los altos arbustos apareció vuestro padre junto a su séquito.
—¿Estáis loca? Os podíamos haber ensartado como a un pájaro.
Don Beltrán desmontó y me ay udó a incorporarme.
—Señor, traigo noticias. Pero como creo que el negocio es de suma
importancia me gustaría transmitíroslas en privado.
Don Enrique miró a derecha e izquierda sopesando peligros y analizando a los
asistentes: don Beltrán, Villena, el marqués de Santillana, don Alfonso, su pequeño
hermano, hijo del segundo matrimonio de su padre y heredero de la corona en
tanto doña Juana no le diera un sucesor.
—Todos me son fieles y nada les escondo —dijo solemnemente don Enrique
—. Con el ejemplo se predica y así lo demuestro, esperando lo mismo de los
nobles y parientes. Los tapujos y ocultamientos no han de existir.
Dudé por un instante. La verdad es que no confiaba en la lealtad de los
presentes, comenzando por el intrigante de Villena. De todos modos, al menos los
más cercanos no podían ignorar el sistema utilizado para conseguir la
procreación.
Tomé la mano de don Enrique, le reverencié y, con la cabeza gacha, le dije
sin rodeos:
—Dios por fin os ha regalado a vos y a vuestro reino lo que más ansiabais y
necesitabais.
Me levantó la barbilla y fijó sus claros ojos en mis pupilas.
—¡Mencía! ¡Explicaos con más precisión, os lo ruego!
Me apretaba del brazo fuertemente, pero no era consciente de ello. A pesar
del dolor, me di cuenta de que no era conveniente ser ambigua en aquel
momento. Cierta o no, la noticia serviría para que la causa de doña Juana ganara
adeptos.
—La reina está embarazada.
El rey me soltó el brazo para besarme en la frente.
De pronto una voz ronca sonó a sus espaldas.
—Señor, ¿no os precipitáis? Creo que deberíais cercioraros antes de hacerlo
público.
Vuestro padre miró a Villena con recelo, pero no se atrevió a callarle. Tuvo
que ser don Beltrán el que lo hiciera, diciéndole que no se comportara como un
aguafiestas.
De la Cueva era diestro en el uso de las armas, gran jinete y tenía los
mejores gerifaltes, neblíes y halcones para la caza de cetrería, lo que le hacía
compañero inseparable de vuestro padre en lo que era su máxima afición, y eso
sacaba de quicio a Villena. Dudé que su intervención fuera la más oportuna. De
todas maneras prosiguió:
—La reina nunca nos comunicaría esta nueva sin estar segura por completo
de ello.
Villena frunció el ceño indignado.
—Muy seguro estáis de su estado, señor. Quizá deberíais sinceraros y
hacernos partícipe de aquello que desconocemos. Mejor dicho, de aquello que
habéis conocido —remató, jugando con el significado bíblico del verbo conocer.
Don Beltrán tocó la empuñadura de su espada.
—No sé lo que urde vuestra mente, ni a qué os referís.
Villena soltó una carcajada.
—¿Qué ha pasado? —dijo la voz aniñada de don Alfonso interrumpiendo la
disputa.
Villena le contestó con ironía.
—Que de golpe y plumazo habéis perdido el derecho a la sucesión y a la
corona de vuestro hermano.
El niño se encogió de hombros y puso la caperuza a su halcón entendiendo
que la cacería se daba por terminada. Probablemente era lo único que su mente
alcanzaba a comprender. El resto no le importaba demasiado. Su hermana Isabel,
dos años may or que él, se encargaría cuando llegara al alcázar de aleccionarlo
sobre la importancia del posible hecho, que a ella también le afectaba. Al
contrario que doña Isabel, don Alfonso no era fuerte de salud. Cuando nació, los
horóscopos presagiaban que su vida correría peligro al cumplir los doce años. En
ese caso, si don Enrique no lograba tener descendencia, entonces la infanta
podría llegar a ser su sucesora.
Mientras que los que rodeaban al rey empezaban a debatir cuál debía ser
ahora su modo de actuar, Villena cogió a don Alfonso del brazo y me miró en
silencio. Sus ojos, que a veces daban miedo, ahora transmitían otro mensaje que
no entendí. ¡Qué extraño hombre! De todos modos, decidí no perder tiempo en
pensamientos que no competen a una dueña. Hice una pequeña reverencia,
monté rauda y fui al encuentro de mi señora.
Los carros hicieron su entrada. Mil fanegas de trigo, la misma cantidad de
cebada e iguales de cántaras de vino. Mil pares de gallinas y otros tantos pavos.
El embajador de Francia llegaría pronto a la corte y vuestra madre decidió
preparar el recibimiento que se merecía. Junto a un escribano, que tomaba buena
nota de lo que llegaba por si faltase algo, ambas supervisábamos el importante
cargamento.
El voluminoso vientre de la reina le impedía moverse con facilidad, íbamos
torpemente sorteando los sacos y las aves, que alborotaban atadas por parejas.
—Mi señora, no sé lo que pretendéis, pero lo que sí es seguro es que el
francés va a tener que pasar una gran temporada en Castilla hasta que termine
con tantos víveres.
—Es importante que estrechemos las relaciones con Francia. El rey ha
muerto y le ha sucedido su hijo. Quién sabe si lo que viene a proponer su
embajador es un matrimonio ventajoso.
Siguió con la mirada a su cuñada mientras ésta perseguía a un pavo. Doña
Isabel era una niña de once años, inteligente, aunque con pinta de ingenua, que
tenía su importancia en el ajedrez del reino. Sobre todo ahora, que la sucesión
parecía estar asegurada. Ciertos personajes de la corte habían pasado muchos
años intrigando para favorecer a los dos jóvenes hermanos del rey, a quienes
pensaban controlar con más facilidad, y les costaba asimilar que la sucesión y a
casi estaba decidida. De todos modos, como a la hermana del rey Enrique poco
le quedaba para estar en edad casadera, su alejamiento de la corte nos libraría de
su amenaza si las cosas se torcían.
Cuando dirigí de nuevo la vista a vuestra madre la vi inclinarse hacia
adelante. Me pareció que lo hacía para coger a una gallina que se había colocado
debajo de su say o. Pero al recuperar el equilibrio sujetándose el vientre con
gesto de dolor, comprendí que la hora de vuestro nacimiento estaba cercana.
El parto, como de costumbre, no fue ni privado ni íntimo. El rey, Villena, don
Beltrán, Santillana… A ellos hay que sumar los rostros que vigilaron la
fecundación artificiosa. Todos se agolpaban junto al lecho. Quise brindarle a
vuestra madre una mano para que la apretase con fuerza, aliviándose así del
dolor, pero esa vez no pude. Sin embargo, debo decir orgullosa que fui una de las
primeras que vi asomar vuestra cabeza.
En medio de un pasillo tan angosto formado íntegramente por miradas
expectantes y almas « roba aires» , pues ni respirar podía vuestra madre, no hubo
lugar para el sentido púdico o la vergüenza. Pero el sacrificio merecía la pena si
borraba todo género de sospechas o malentendidos con respecto a la criatura que
nacía.
Las matronas mudéjares trabajaban afanosamente y con maestría, dados los
malabarismos a los que se tenían que ceñir, sorteando a tanto mirón, al tiempo
que cumplían con su deber. Aquellas mujeres entraron de tapadillo, porque
incumplimos a conciencia y reiteradamente la prohibición de vuestra bisabuela
inglesa de servirnos los católicos, de infieles con determinados oficios. « Ningún
judío o judía, moro o mora podrá ser especiero, boticario, cirujano o físico» .
Es curioso cómo da vueltas la vida y el destino caprichoso tergiversa
cualquier medida que tomemos con premeditación. El sacrificio por el que pasó
vuestra madre al pariros en presencia de tantas almas de poco sirvió. Fue como si
alguno de los presentes hubiese urdido un maleficio en contra de toda la familia
real.
Sin embargo, entre damas, cobijeras, dueñas, nodrizas, comadronas,
sabedoras y matronas conseguisteis abriros paso y pudisteis ver la luz por
primera vez en vuestra vida, un jueves veintidós de abril a las cuatro horas y dos
tercios pasado el mediodía del año del Señor de 1462 en la pequeña villa de
Madrid.
Entre tanto cortesano e intrigante quizás os protegió la talla de santa Ana de
Oña, a la que vuestra madre veneró y suplicó con mucha devoción durante años
para que le concediese la posibilidad de vivir con alegría el momento en el que
nos encontrábamos. Porque allí estabais vos, Juana, pequeña, proporcionada y
sana.
Las penetrantes miradas que un segundo antes se centraban en vuestra madre
olvidaron su objetivo anterior para estudiaros con detenimiento, buscando veneno
donde mojar sus lenguas viperinas. Pero ¡mal hay a! Para ellos, los primeros
parecidos eran evidentes.
La sangre seca adherida a vuestra cabeza pelona no podía disimular el rubio
de vuestro pelo. Tan claro como el del rey y tan diferente al oscuro cabello de
vuestra madre. La diferencia con vuestra madre fue más evidente cuando os
entregaron a sus brazos. Vuestra tez blanca y transparente resaltaba aún más
cobijada entre los cetrinos y sudorosos brazos de « esa linda señora morena» ,
como definió a vuestra madre un barón alemán que pasó una vez por la corte.
Tan clara erais, que sin necesidad de fijarse demasiado bajo la piel se
distinguía el nítido fluir de la sangre real deslizándose por cada una de las venas
de vuestro cuerpo. Un corazón fuerte y noble la empujaba. Rápido y
acompasado, daba vida a un diminuto e inocente cuerpo que muchos miraban
con recelo y desconfianza.
¡No cabía duda! Erais el vivo reflejo de vuestro padre.
—Su majestad puede dar gracias al Señor por no haber tenido una hija con su
roma nariz.
El silencio pausado y tranquilo perdió la paz de repente. Sólo Villena podría
haber hecho semejante comentario. Sólo él, que había sido testigo infantil del
accidente en que vuestro padre se había roto la nariz mientras un día cabalgaban
juntos.
Nunca sentí nada en contra de los judíos. Pero si la acusación de perfidia que
sobre ellos hace caer nuestra madre la Iglesia es cierta, entonces debía de ser
cierto también que, como decían, Villena descendía de ellos, pensé entonces. Una
frase como la suy a, en aquel momento, no podía ser más alevosa. Aunque, a
decir verdad, por lo que se vería pronto en Castilla, cabe pensar que casi todos los
señores principales de ese reino debían de proceder de judíos.
Don Beltrán os tomó en brazos y os depositó en los de don Enrique, que,
inseguro, no sabía cómo sujetaros por miedo a tiraros. Todos rieron y quedó claro
que por hija os tuvo desde el primer momento, pues por un segundo esos ojos
garzos siempre desconfiados reflejaron en sus claras pupilas vuestro rostro y
demostraron su alegría.
Luego vuestro padre besó en la frente a vuestra madre, demostrándole su
gratitud, y salió del aposento emocionado, sin acompañamiento de ningún tipo.
Todas las intrigas fraguadas contra él en los mentideros de la corte, parecían por
fin refutadas.

Las puertas de la ciudad se abrieron para recibir a todo el que quisiese


celebrar vuestro nacimiento durante los ocho días de festejos que aguardaron
para bautizaros en la capilla real. Mucho era, pero no se temía por vuestra vida
dada la evidente fortaleza que demostrabais.
Se respiraba la alegría y se olía el jolgorio. El agua bendita os la proporcionó
el arzobispo de Toledo. ¿Quién si no? A su lado, don Pedro ay udaba a oficiar.
Yo no podía perder ripio en los movimientos del obispo de Calahorra. Andaba
atontada ante tan gran señor y y a me había conquistado de pleno. Entramos
pronto en pendencia de amores.
Los padrinos fueron el embajador de Francia y Villena. Madrinas, vuestra tía
Isabel y la marquesa de Villena. Isabel os tomó en brazos. Os aseguro que
entonces no os miró con malicia. El recelo no se atisbaba en sus intenciones.
Por aquel entonces a nadie le rondaban ideas contrarias a vuestra legitimidad
o al honor de vuestra madre, o al menos así era con quienes la queríamos.
¡Hipócritas, ladinos y tornadizos! Si supierais cuántos de los que después os
dieron la espalda se emborracharon en vuestro honor. Da igual, la vida es así y si
algo habéis aprendido de todo eso es que la confianza en cualquier ser humano es
relativa. Los que más juran lealtad y prometen a voz en grito suelen ser los
primeros en incumplir palabras y promesas. ¡Qué os voy a contar y o que no
sepáis, si lo habéis padecido en vuestro corazón y carne!
Dos meses después del nacimiento vuestro padre, como rey y señor natural,
rogó a los prelados y mandó a los caballeros y a los procuradores reunidos en
Cortes que os jurasen como su hija primogénita, y os prestasen aquella
obediencia y fidelidad que a los primogénitos de los rey es se suele y acostumbra
a dar.
Casi ninguno dudó ni un solo segundo en juraros. Es más, hubo rencillas entre
los segovianos, burgaleses y toledanos para juraros en primer lugar. Algo que
vuestro padre solucionó rápidamente. Los reticentes eran tan pocos, que se
podían contar con los dedos de una mano.
Los primeros en reconoceros como sucesora fueron los hermanos de vuestro
padre, Isabel y Alfonso. Les siguieron todos los presentes sin titubear, incluido
Villena. Aunque a posteriori el pérfido marqués comentó que lo había hecho más
por temor que por voluntad y por orden del rey.
Todos sabían que era hombre sin ideales. Mejor dicho, los cambiaba según
conveniencia, y el negarse a juraros no le hubiera ay udado en sus propósitos.
Nunca confié en él. Pero al escuchar aquel comentario en la ceremonia que
siguió a la jura, no llegué a imaginar que caería tan bajo para conseguirlos. Por
desgracia (era poco lo que una mujer como y o podía hacer contra todo su clan),
no tardé mucho en averiguar sus intenciones.
Ocurrió meses después de vuestro bautizo, una noche al bajar a las cocinas
para supervisar la bandeja de vuestra señora madre. No se encontraba bien y por
eso cenaríamos en su aposento.
Entre pucheros, aguamanos, cazoletas, confites de hinojo y pebeteros, un
cocinero que disertaba ante un grupo de sirvientes silenciosos nombró a alguien
apodado « la Beltraneja» . No supe a quién se refería, instintivamente lo achaqué
a algún desliz de don Beltrán.
Al percatarse de mi presencia, calló. Pensé que aquel botarate creía que me
podrían escandalizar las comidillas de la servidumbre. ¡Como si entre los nuestros
no existiesen cosas más interesantes con las que afilarnos las lenguas! Todos los
días nacían niños de plebey as producto de sus pecados con caballeros, ¿y a quién
le alteraba? Bien sabido es que unas miserables monedas hacen que las madres
se deshagan de sus bastardos.
De modo que eché un último vistazo a la bandeja de plata: unas perdices en
escabeche, una manzana, una frasca de vino y una copa dorada. Asentí,
otorgando mi beneplácito, y salí de aquel caldeado ambiente.
Me siguió una doncella portando la cena.
Al entrar en su aposento vuestra madre sonrió, pero inmediatamente se llevó
la mano a la frente y frunció el ceño de dolor.
—Mi señora, ¿os sentís mal? ¿Llamo al médico?
Me miró contrariada.
—No, doña Mencía, simplemente es cansancio. He pasado tanto tiempo
sometida a sus remedios que en vez de gratitud hacia ellos siento pavor. Las
pesadillas me asaltan sólo al pensar en lo que podrían hacerme. Más de uno, al
saber de mi dolor en las sienes, no dudaría en trepanarme los sesos. Lo único que
necesito es algún remedio sencillo a base de hierbas que me quite la melancolía
que me asalta todos los días al atardecer desde que nació Juana.
Vuestra madre se tocó suavemente la cabeza, como si temiese romperla. Fue
entonces cuando recordé haber visto depositado sobre su cama un sombrero que
el papa Calixto le había hecho llegar al rey en señal de aprecio.
Con lo supersticiosa que era entonces, me sorprende que no reparara en el
supuesto mal agüero que da un sombrero postrado sobre un catre. Era bien sabido
en Castilla que había ciertas cosas que no traían suerte, y ésa era una de ellas.
Ordené que la desvistieran y la acostasen, eché una mirada al altarcillo de su
aposento y salí rauda en busca de unas hierbas que pudieran calmar su dolor.
Con una palmatoria en la mano bajé a los subterráneos. Aquel solitario
pasadizo me impuso respeto y temor, pero continué adelante. En el lúgubre
sótano, un extraño personaje guardaba con celo sus pócimas y secretos. Se
podría catalogar de brujo, pero los alquimistas contaban entonces con prestigio en
la corte y éste fue el título que adoptó.
Aceleré el paso. Un haz de luz se reflejaba en el fondo del corredor. Oí voces.
Tenía prisa, pero me detuve en seco al oír una voz infantil en semejante lugar.
—¿Cuándo podré irme?
Reconocí el inconfundible tono de vuestra tía Isabel.
Una sombra se dibujó en la pared. La sombra de un adulto, el mismo que
debió de arrastrar hasta allí a la infanta. Apagué la vela de un soplido.
—¡Callaos! Sois lo suficientemente may or para comprender que todo eso os
beneficia más de lo que podéis soñar. Algún día me lo agradeceréis como es
debido.
Por el tono entre servil y autoritario reconocí la voz de Villena.
Isabel no contestó.
Otra persona lo hizo por ella.
—Señor marqués, el reino os lo agradecerá cuando el legítimo sucesor a la
corona, don Alfonso, sea reconocido y jurado como tal. Pero respetando las
sagradas jerarquías. No como don Enrique, que sublima a sus criados.
Me preguntaba de quién podrían estar hablando cuando Villena agregó:
—¡Lo que ha hecho con don Beltrán no se ha visto nunca! Por y acer con la
reina y cumplir con lo que él no pudo, le ha colmado de favores y gracias. El
condado de Ledesma y la may ordomía de la orden de Alcántara, amén de todos
los nuevos consejos en la gobernación. ¡Pensar que hace tan sólo dos días De la
Cueva era paje de lanza!
Apreté los puños hasta clavarme las uñas en las palmas de las manos. Aquel
hombre difamaba a escondidas nuestro origen, deshonraba a los rey es y no
dudaba en propagarlo con alevosía manifiesta ante una inocente niña de once
años.
Dicen que es posible convencer a muchos de que una mentira es verdad a
base de repetirla sin cesar. Si además, el que escucha es una párvula, el éxito de
la difamación está asegurado.
¿Cómo podía encerrarse en un hombre tanta falsedad?
No ignoraba las vejaciones a las que se había sometido vuestra madre para la
endemoniada fecundidad. Aceptó ser vuestro padrino de bautismo y estuvo
presente en vuestro nacimiento.
Para que no me oy eran, me alejé de allí silenciosamente con lágrimas en los
ojos. No me sentía con fuerzas para decírselo a mi señora y menos cuando se
encontraba débil y enfermiza.
Sólo podía transmitir mi cólera a una persona que me escuchara sin
alarmarse. Alguien que supiera buscar una salida a semejante infamia. Tan
grave era, que bien se podría calificar de blasfemia, pues aunque los rey es no
son Dios por Él nos han sido dados.
Me dirigí, pues, hacia los aposentos del obispo de Calahorra, dispuesta a
abrazarme a él y sollozar sobre su hombro.
Cuál no sería mi sorpresa cuando al abrirse la puerta lo vi acompañado de
don Beltrán de la Cueva. La presencia del visitante me contrarió. No tanto por
inoportuna, sino porque hizo que me diera cuenta de mi desmesurada confianza
hacia el clérigo al que y o había entregado mi afecto.
Sin notar mi azaro, don Beltrán me tendió la mano y con una enorme sonrisa
en los labios me comunicó su inmediato matrimonio con una sobrina de mi
amado.
—La hija menor del marqués de Santillana —aclaró con indisimulado orgullo
y satisfacción.
Procuré ocultar mi gran sorpresa fijándome detenidamente en vuestro
supuesto padre.
Don Beltrán era gallardo y bien carado. Pero era tan moreno o más que
vuestra madre. ¿Cómo pretendía el pérfido de Villena que crey eran su patraña?
—¿Qué os sucede? —dijo el nuevo conde—. ¿No os alegra la noticia que
acabo de daros?
Bajé la mirada sin saber qué hacer con mis ojos para que no me delataran.
Fijé mi vista en sus chapines. Noté que llevaba uno de sus zapatos cuajado de
piedras preciosas.
—¿Por qué adornáis nada más que un pie? —le dije levantando la mirada y
desviando la respuesta a su pregunta.
Sonó una ruidosa carcajada.
—Es un pequeño ardid para controlar la avaricia y el interés de los hombres.
Muchos piensan al verlo que he perdido las piedras. Resulta entretenido ver
cómo, disimulando, intentan buscarlas detrás de mí con la intención de hacer
acopio de ellas en silencio. Es mi forma de descubrir las intenciones de los que
me rodean, en silencio y sin levantar sospechas.
Aquello me alteró de nuevo. ¿Cómo podía estar tan convencido de conocer el
comportamiento humano, cuando los más cercanos tejían una maraña sobre su
persona?
Pero hubo algo que me puso más nerviosa. Fue un interrogante que me surgió
al notar la mirada que me echó mi amado después de que Beltrán me
comunicara lo de su matrimonio. Ni por un momento había creído en mi falsa
calma. Aquel hombre sabía leer el corazón de los hombres como pocos. Y lo que
leía en mí era: ¿Cuál sería su proceder y el de su familia respecto a vos ahora
que vuestro supuesto padre entraría a formar parte del clan de los Mendoza?
Capítulo VI

Temp era quita p esares,


que corre muy concer tado
reventó p or los hijares
del comer desordenado:
y no muerde ni escarmienta
a la gran loba hambrienta,
y aun los zorros y los osos
cerca de ella dan mil cosos,
p ero no p orque lo sienta.

Copla XIV de Mingo Revulgo


Don Enrique andaba cada día más desaliñado, repleto de rarezas e indeseables
vicios. Su mujer se mostraba cada vez menos enamorada, si es que alguna vez lo
amó. Era difícil que volviera a hacer algo por él.
Si he de ser sincera, os diré que hubiese puesto el dedo en la llama
asegurando que nunca prestaría de nuevo su cuerpo a los cuidados de Samay a, y
menos para someterse a las mismas intervenciones que bien conocía y a, sólo
para procurar ese heredero varón que tal vez podría haber arreglado las cosas.
Por lo tanto, me sorprendió cuando, durante una cena en el comedor del
alcázar de Segovia, me confió en voz baja que había decidido someterse otra vez
a semejante tortura.
Con los ojos cerrados recordé las primeras cenas en Córdoba, cuando el
arzobispo de Sevilla nos agasajaba a todas las damas de la reina con bandejas de
oro llenas de sortijas engastadas con piedras preciosas para que eligiésemos.
Lejos quedaban aquellas fastuosas cenas. Ahora el aburrimiento de los
comensales nos empujaba a forzar el abandono de la velada. Como aquélla en
que no veía la hora de que acabase para poderle decir a la reina mi sentir.
Repentinamente una lengua tosca, empujada por un lamentable estado de
embriaguez, dijo:
—Estoy seguro de que nadie bajaría a recoger la virilidad del rey si la viese
arrojada en la calle.
El que así hablaba se azaró de inmediato al comprobar que el volumen y tono
de su voz había hecho audible su indiscreto comentario.
Se produjo un silencio sepulcral entre los comensales. Vuestra madre echó
una mirada de fuego a don Enrique para que se defendiese.
Pero al parecer el agraviado fue el único que no escuchó el insulto. Ni
siquiera se dio cuenta del gesto de vuestra madre. Estaba demasiado concentrado
en la presencia de una persona que se encontraba al final de la mesa.
Vuestra madre se levantó produciendo un gran estruendo al tirar la silla y sin
dudar un segundo se dirigió hacia allí. Al detenerse frente a doña Guiomar, su ira
inicial se transformó en furia.
—Hace tiempo que os pedí que esta desagradecida saliera de la corte, pero
aquí sigue, incordiando e inclinando vuestra posición.
Vuestro padre no se inmutó.
—Mi señora, vuestro temple mejoraría si os preocupaseis más por vuestros
asuntos de cama que por los míos.
Se volvió hacia el primero que tenía a mano y lo señaló. El diablo nos
rondaba porque quiso que fuese don Beltrán.
—Holgar con él o con cualquier otro os calmará el ánimo. Así nos privaréis
de escenas tan dramáticas.
La reina se ruborizó.
El rey se levantó y se dirigió hacia doña Guiomar. Se acercó a ella y le
susurró algo al oído. La barragana de vuestro padre asintió en silencio y se retiró.
Todos asimilamos como pudimos la escena, pero si había alguien disfrutando
con ella —su media sonrisa le delataba—, ése era Villena. Vos erais pequeña
cuando él hacía y deshacía en Castilla y tal vez no recordáis cómo era en verdad.
Ese malvado personaje, que llegó a la corte de la mano de don Álvaro de Luna
como mozo de la servidumbre del entonces príncipe don Enrique, no sólo era
astuto. También era muy desleal. Había escalado con rapidez hasta convertirse
en uno de los nobles más ricos de Castilla. ¡Y se quejaba del ascenso de don
Beltrán!
Su ambición nunca tuvo mesura. Era un hipócrita, y quién sabe si portador de
venenos. Su codicia era tal que con el tiempo llegó a proponer a Isabel, vuestra
tía, como mujer de su hermano y a vos misma como la suy a. Así abarcaba todas
las posibilidades de poder. Gracias al Señor, nada de eso se cumplió.
Pero, volviendo a aquella cena, debo deciros que, a pesar de la actitud de
vuestro padre, esa noche doña Guiomar desapareció para siempre de nuestras
vidas. Durante un tiempo vivió a tan sólo dos leguas de la corte con el tratamiento
de señora, amén de una buena renta. Pronto don Enrique se cansó de ella. Su
sustituta fue doña Catalina de Guzmán. ¿Qué hacía con aquellas mujeres?
¿Simular ante los otros su virilidad? ¿Utilizarlas como señuelo? ¿Provocar celos a
vuestra madre? Sinceramente, no lo sé. El hecho es que el desencanto y el
desamor hacían mella en la mirada de la reina. Las lenguas, ante tanta
infidelidad manifiesta, comenzaron a afilarse y hubo quien incluso se aventuró a
contar entre los amantes de vuestro padre a alguno de sus jóvenes y apuestos
servidores. Incluso se llegó a decir que usaba a los miembros de su guardia mora
para calentar su lecho durante las noches de invierno.
Ciertos o no los hábitos inquietantes atribuidos a vuestro padre, estos imberbes
caballeros le rondaban constantemente, mostrándole en todo momento su trato
afable e incondicional. Eran como juglares bellos, arrogantes y posesivos. Ante
tanta competencia, no fue raro que creciesen los infundios de perversión.
Los mordaces sin escrúpulos no dudaron en hacer partícipe de bacanales y
sodomías a don Beltrán. Aquella farsa era peligrosa. En los países del norte
empalaban a los acusados de semejante delito; nosotros, en cambio, sólo los
castrábamos y les confiscábamos sus bienes. Bien especificado está en el fuero
juzgo.
La verdad sea dicha, a vuestro padre siempre le gustó rodearse de infieles. Se
vestía según sus costumbres y, en ocasiones, comía y se sentaba en el suelo como
ellos. Buena prueba de eso quedó en la sala del homenaje del alcázar de Segovia,
porque su imagen quiso que figurase vestido de sarraceno lo que contrasta con la
de los demás rey es. Por otra parte, no ignoráis que es usanza de los moros
mancillar a doncellas y mancebos por igual. Quizá penséis que me propaso, pero
me pedisteis sinceridad y a ello me ciño.
Capítulo VII

¿Sabes, sabes? El modorro


halla donde se anda a grillos
burlan de él los mozalvillos,
que andan con él en el corro:
A rmánle mil guadramañas
unol p ela las p estañas,
otrol p ela los cabellos,
así se pierde tras ellos
metido p or las cabañas.

Copla XIV de Mingo Revulgo


Amaneció un día cegador debido a la intensa claridad del cielo de Aranda.
Vuestra madre despertó contenta. La noche anterior, el anuncio de su nuevo
embarazo había causado alegría a todos. A los ingenuos incondicionales de los
rey es, porque un nuevo nacimiento aseguraba la sucesión de don Enrique. Los
más ladinos también alzaron sus copas brindando por la reina, porque se
corroboraba la duda sobre su rectitud moral ante su menguado esposo.
Al verme cuando entré con vos en su aposento, doña Juana tendió los brazos
diciendo vuestro nombre, os sentó sobre su regazo y tomando un cepillo se
dispuso a peinar vuestro delicado cabello rubio. Con la inconsciencia del año aún
sin cumplir os lanzasteis al suelo.
No hubo lugar al sobresalto, porque gateasteis resuelta hacia un objeto
brillante que os llamó la atención, un cristal tallado que transformaba la luz que
entraba por la ventana en un sinfín de colores.
Me dispuse a recogeros del suelo, pero vuestra madre me lo impidió.
—Dejadla disfrutar, Mencía. Hoy es la primera, pero quién sabe si dentro de
unos meses pasará a segundo lugar.
Se tocó el vientre para comprobar la existencia de la vida que latía bajo aquel
abultamiento casi imperceptible y os miró con ternura.
Permanecimos en silencio observándoos.
—El embajador de Francia se ha esmerado en la elección de su presente.
Dice que es una de las piezas más puras de cristal que se conocen y que su talla
es perfecta. No sé para qué sirve, pero es hermoso.
Levantándose de la cama, la reina se sentó frente al tocador y cerró los ojos.
Una doncella comenzó pacientemente a impregnarle el cabello de una nueva
sustancia traída por viajeros portugueses de una expedición en África, y que
aseguraban lo fortificaba, abrillantaba y resaltaba el color. Como su perfume era
muy fuerte y me disgustaba, me distraje unos instantes preparando el vestido de
vuestra madre hasta que, de pronto, percibí un olor extraño, como a gallina
quemada. Instintivamente, dirigí la vista hacia vos, reprochándome mi
distracción.
Entonces vi cómo, despreocupada, concentrabais la luz del prisma en la
cabeza de vuestra madre, que humeaba.
Enmudecida por el espanto, corrí en dirección a ella provista de un
almohadón. Dada la precipitación y el miedo tropecé y caí al suelo. Cuando me
levanté, de la cabellera de vuestra madre vi surgir una pequeña llama.
La reina comenzó a gritar, asustada. Se tiró al suelo, desesperada, moviendo
la cabellera.
Jadeante, detuve aquellos movimientos desenfrenados apagando el fuego
como pude y evalué temerosa los posibles daños.
Sin duda, santa Ana veló por ella, pues sobre su piel no se veía quemadura
alguna. Su hermosura estaba intacta. Sólo su oscura cabellera quedó
chamuscada. Lo que pudo ser una nefasta tragedia se quedó en agua de borrajas.
No obstante, sus ojos me miraban aterrorizados mientras sus manos
temblorosas se palpaban el rostro. Lancé un suspiro de alivio, me levanté y corrí
en busca de un espejo para que el reflejo de su incólume belleza la tranquilizase.
Al regresar, me la encontré sollozando. No me extrañó, pues los cambios de
ánimo en ella eran frecuentes. Además, era lógico que quisiera descargarse de
aquella horrible experiencia llorando. Dejé el espejo a un lado para
proporcionarle el consuelo debido con un abrazo.
Fue entonces cuando de nuevo mi ajetreado corazón intuy ó la verdadera
tragedia. Ocurrió cuando sentí que un líquido templado me mojaba las manos. La
falda de su say a de dormir se tiñó de rojo.
La reina se desangraba. Tanto como un cochino degollado en la matanza.
Dejando de llorar, entornó los párpados con una sonrisa amarga en la boca. Sin
duda era el agridulce desvanecimiento del desangrado.
Un grito ahogado surgió de mi garganta solicitando ay uda, pues mis piernas
no me respondían.

Nada más conocer la noticia don Enrique abandonó Alfaro, donde se


encontraba intentando templar las trifulcas con el reino de Aragón, y dejó a
Villena al mando de las negociaciones entre los dos reinos. Al llegar a Aranda, sin
despojarse siquiera de su sucio calzado, subió precipitadamente a la cámara de
vuestra madre.
Decidido, se dirigió hacia el lecho de la reina, pero al verla se quedó
estupefacto.
Aquella diminuta figura, casi desaparecida entre las sábanas y doseles,
mostraba sin tapujos toda su acritud. Triste, demacrada y con la cabellera
chamuscada, pese al intento de cubrírsela con el tocado, le saludó con una
mirada mortecina y apagada. No tuvo fuerzas para emitir una sola palabra, sólo
le tendió su pesada mano.
El rey se arrodilló junto al lecho y se la besó con delicadeza. Sé que le
hubiese gustado abrazarla con fuerza, pues le dolió aquel aborto tanto o más que a
ella. Aquella criatura no nata suponía el probable sustento de un reino y de una
monarquía.
La reina inspiró y con dificultad apretó levemente la mano de vuestro padre
solicitando que se acercara. Don Enrique se inclinó para mejor escuchar los
susurros que como agujas de rueca penetraron en sus tímpanos.
—Era un varón, Enrique. No quisisteis que os acompañase a Aragón por
seguridad y mira lo que ha pasado.
Una lágrima recorrió su mejilla y tomó aire de nuevo.
—Pero, ahora, sólo una cosa os digo. No me someteré a más operaciones.
Me siento incapaz de enfrentarme a más vejaciones. Dios quiso concederme dos
embarazos y el diablo arrancarme uno. No tentemos más a la suerte.
El rey, cabizbajo, besó su mano y se retiró sin mediar palabra.
La muerte acechó a vuestra madre durante muchas jornadas e incluso me
atrevería a asegurar que le acarició las y emas de los dedos. Pero su juventud
consiguió expulsar de la cabecera de su lecho a la intrusa.
Después, durante un tiempo, se comportó fríamente con vos, pues os culpaba
de su desdicha. Tardé bastante en convencerla de que se equivocaba al proceder
de ese modo. Pero la insistencia de todos acerca del perjuicio que así os causaba
la llevaron a perdonaros.
Capítulo VIII

O mate mala p onzoña


a pastor de tal manera,
que tiene cuerno con miera,
y no les unta la roña:
Vee los lobos entrar,
y los ganados balar,
el risadas en oyllo,
ni p or esto el caramillo
nunca dexa de tocar.

Copla VIII de Mingo Revulgo


La desgracia del aborto unió a los rey es. Verlos así unidos era algo que nadie
hubiera imaginado. Por primera vez, desde hacía mucho tiempo, se les podía
encontrar juntos en la misma estancia. Los dos necesitaban consuelo y nadie
mejor para brindarlo que otro ser humano afín en el sufrimiento. Terminado el
restablecimiento de la reina, partimos a Madrid. Allí se completarían los trámites
encaminados al proceso de paz con Aragón, que don Enrique había dejado en
manos de Villena. Los primeros días el rey aprovechaba sus momentos libres
para llevar a la reina de paseo por las afueras de la villa. Le encantaban sus
bosques.
Estaba divisando desde el alcázar la llegada del carruaje real, cuando
inesperadamente unos labios me besaron en la mano. Al volverme, vi a don
Beltrán, sudoroso.
—¿Dónde están, doña Mencía? ¿Han llegado y a?
Me sorprendió su pregunta. Todo el personal del alcázar se movilizaba cuando
los rey es lo hacían, y muy despistado había de andar para no haberse enterado
de ello. Sonreí ajena al peligro que le atemorizaba. Señalé al lugar que atraía mi
atención.
—¿Me tomáis el pelo? ¿Un caballero como vos atolondrado?
Don Beltrán asió el pomo de su espada y lo apretó en su puño cerrado.
—¿Qué ocurre? —pregunté algo más preocupada.
No esperó un segundo a contestarme mientras corría en dirección a la puerta.
—Por mucho que me pese, tengo que informar al rey.
Alcé la voz para disuadirle.
—Todavía no han llegado y vos y a corréis a alterarlo. Partieron en busca de
sosiego y creo que estos días de descanso le han venido bien, así que hacedme un
favor: aguardad al menos un día para perturbarlo. Es maravilloso verle disfrutar
en paz junto a la reina.
Don Beltrán se enervó.
—Está claro que vuestra devoción al amor os ciega. El asunto es grave y no
ha trascendido aún. Si y o lo sé es gracias a un escudero infiltrado entre la
servidumbre de Villena. Su lealtad sólo se paga con dinero al igual que la de la
may oría de los hombres que conozco. Una irrisoria cifra fue suficiente para que
soltase su lengua.
—Don Beltrán, bien sabéis que poco me importa la fuente si desconozco el
contenido —le dije zalamera.
El tono surtió efecto. El caballero favorito de don Enrique en los últimos
tiempos se acercó hasta mí, se puso la mano sobre los labios y susurró:
—Se está fraguando una conjura en contra del rey. La paz firmada con
Aragón es un simple ardid de Villena para espesar la cortina de niebla que ciega
al monarca.
» Junto al primado de Toledo, los condes de Benavente, de Plasencia, de Alba,
de Paredes, y otros tantos próceres, prelados, señores y caballeros, Villena
conspira sin disimulo alguno. Su plan es detener a la familia real, incluidos los
infantes.
Me sobresalté.
—¡Pero cómo puede imaginar semejante cosa!
—Escuchad sin interrumpir, os lo ruego —prosiguió De la Cueva—. Villena es
temido por todos. El temor ay uda a conseguir poder.
» El marqués ha prometido al capitán del rey mercedes que ni vos siquiera os
habéis atrevido jamás a soñar. Sólo por convencer a la dama de la infanta Isabel
de que no asegure la puerta secreta de la reina doña Juana mañana por la noche.
El conde de Paredes prenderá al rey y me degollarán para hacerse con el
maestrazgo que don Enrique me concedió, pero que según ellos pertenece por
legitimidad al infante don Alfonso.
» Para rematar el plan, los condes de Alba y de Plasencia apresarán a la
reina y a la princesa.
Apenas terminadas esas palabras se oy ó el ruido de unos pasos apresurados
que venían hacia la estancia. No hubo tiempo para nada; don Beltrán me empujó
contra el muro para protegerme y desenvainó. El capitán del rey entró en el
aposento. Seguramente al ver entrar a don Beltrán había sospechado algo.
De un salto, don Beltrán colocó la punta de su espada en el gaznate del
capitán.
—Venid conmigo —dijo luego mientras con la espada apuntada a la espalda
del traidor le obligaba a caminar.
Le seguí hasta la zona de los calabozos y una vez allí don Beltrán dio el aviso.
Un hombre semidesnudo surgió de entre las sombras. Renqueando, se acercó a
don Beltrán. La luz del hachón iluminó claramente un rostro leproso. Sus pupilas
blanquecinas consiguieron centrarse tras un largo esfuerzo.
El carcelero al fin reconoció a don Beltrán. No preguntó. Abrió la puerta de
una celda.
No hizo falta más. De un empellón, el capitán entró en el calabozo. Mientras
subíamos la escalera le pregunté a De la Cueva:
—Don Beltrán, ¿no pensáis entregárselo al rey ?
Me miró ligeramente sorprendido.
—Lo haré mañana. Si lo entrego ahora, el rey no se dará por ultrajado. Como
mucho, lo desterrará privándole de la pena que en realidad se merece.
El razonamiento era lógico, pero eso no significaba que me tranquilizara. Al
contrario, estuve inquieta el resto del día y también al día siguiente. Los rey es, en
cambio, parecían ajenos a cualquier preocupación.
Si no hubiese sido por un ligero altercado que se produjo con la infanta Isabel
durante la cena de la noche siguiente, se podría haber pensado que nadie sabía
nada. Preso el capitán del rey, nadie tuvo la valentía de intervenir. La única
violencia, como os cuento, fue el ceño fruncido de vuestra tía Isabel. Era muy
niña, pero su fuerte carácter afloraba a las primeras de cambio.
Su enfado se provocó en el momento preciso en el que se le comunicaba su
enlace con el rey de Portugal. Fue tan clara y concisa en su respuesta, que
vuestro padre no supo cómo replicar.
—Me niego a aceptar ese desposorio sin el previo consentimiento de las
Cortes de Castilla.
Como podéis ver, a pesar de sus doce años estaba bien aleccionada. Los
adversarios de don Enrique y sus tutores la asesoraban según sus intereses. Pero
entonces y o nunca imaginé, ingenua de mí, que la infanta picara mucho más
alto. Esa negativa no era un simple testimonio de su testarudez. Escondía
intenciones bien meditadas por personas ajenas a la familia. Secretos homicidas
en contra de la corona.
Lo cierto es que no le di más importancia, pues pensé que aquello era otro
capricho juvenil sin fundamento. ¡Ella nunca se casaría sin el previo
consentimiento de su hermano don Enrique! Ni asocié aquella tozudez a una
posible inclinación hacia la corona de Aragón.
Terminada la cena, acompañé a la reina a su aposento y luego me acosté
pensando que el may or peligro había pasado.
Capítulo IX

A mis cuy tas remediava


coidando resurger ía;
mas cuando bien lo mirava,
mayor planto y cuy ta avía.
E ya el día falles fía
e la noche se açercava,
mi alma se oscurecía
e mi plazer s 'ap ocava.

El marqués de Santillana
fragmento del Planto de Pantasilea
El silencio acompañaba a la oscuridad en el alcázar de Madrid. Ni siquiera la
tenebrosa luna nueva que veía desde mi lecho me intimidaba. Estaba y a segura
de que la amenaza del asalto se había visto truncada. Los enemigos del rey, al no
disponer de la llave de la cámara, habrían desistido del intento. A punto estaba de
conciliar el sueño cuando el estruendo del derrumbamiento del portón del alcázar
me sobresaltó. Se oy eron gritos. Me levanté de un salto, saqué a vuestra madre
del lecho, os tomé en brazos y nos refugiamos las tres en la capilla. Era el lugar
más indicado, pues está comprobado que en el momento de un asalto el lugar
sagrado es el último en ser visitado. Justo antes de escondernos, distinguí la figura
de Villena en dirección a la cámara del rey. Sentí el primer impulso de arremeter
contra el traidor, pero luego el realismo se apoderó de mí y me aseguré de
cerrar bien la capilla.
La idea de acudir allí no fue del todo original, pues otros muchos habían
pensado lo mismo. Hasta don Pedro, mi amado, había hecho lo mismo, como
pude comprobar al verlo dirigiendo la mano de un monaguillo, que temblorosa
iba encendiendo los cirios del altar.
El segundo banco estaba ocupado por los infantes Alfonso e Isabel junto a sus
reducidos séquitos.
Arrodillados frente a nuestra santa Ana, rezábamos sin mucha devoción
debido al temor por el alboroto que venía del exterior.
Vuestra madre me preguntó si alguien sabía de verdad lo que estaba
sucediendo.
—Los traidores pensaban prenderos junto a la princesa y los infantes, pero se
descubrió a tiempo. Don Beltrán es sabedor de todo y había prevenido a la
guardia después de haber repartido unas cuantas monedas.
—¿Dónde esta don Enrique?
—En buenas manos, os lo aseguro.
—No puedo creer que supierais que eso iba a ocurrir y os callarais.
Se echó las manos a la cabeza y continuó.
—¿Os dais cuenta, Mencía? Es la primera vez que no soltáis vuestra lengua y
posiblemente la única que teníais algo interesante que contar. Id a ver qué pasa,
os lo ordeno. A vos no os harán nada. No sois tan importante para ellos.
Me enfadé y salí más por rabia que por obediencia.
Entré en el aposento del rey y vi que la deshecha cama del rey estaba vacía.
Villena atisbaba desde la ventana lo que sucedía en el patio. A aquellas alturas de
la noche todos estarían detenidos excepto él.
Sin darse la vuelta me recriminó. Sin duda, el diablo le debió de proveer de un
gran olfato o de ojos en la nuca.
—Doña Mencía, todo esto resulta indignante. ¿Cómo es posible? El conde de
Paredes y el de Benavente han sido apresados por la guardia. Sin duda, don
Enrique tiene más enemigos de los que cree.
Le miré sorprendida, no podía dar crédito a mis oídos.
Aquel hombre ladino veía la batalla perdida y simulaba no haber tomado
parte.
Consciente de que a la mínima duda sobre su participación en el complot el
rey se mostraría benévolo con él, mascullé:
—¡Seréis bellaco!
Me sonrió con sarcasmo mirando a un lado y a otro como si supiese que
alguien más nos escuchaba.
—Al sentir el alboroto vine corriendo a defender al rey mi señor, pero no le
encontré en sus aposentos. ¿No sabréis vos por casualidad dónde está?
No pude contener mi rabia ante la farsa.
—Os juro que no lo sé y si lo supiera tampoco os…
Una puerta crujió a mis espaldas. Don Enrique y don Beltrán salieron del
retrete secreto en el que se habían escondido esperando el momento idóneo para
reaparecer.
Vuestro padre no dio un segundo de disculpa al traidor hipócrita de Villena.
Enrojecido por la furia y alterado como nunca, se dirigió a él y levantando la
mano le refutó:
—¿Pareceros bien marqués? ¡Eso que se ha hecho a mis puertas! ¡Estad
seguro de que y a no es tiempo de más paciencias!
Villena no se mostró alterado, simplemente le escuchó sorprendido ante la
inesperada reacción nada propia de su débil carácter. Como era de esperar,
Villena comenzó a lisonjearle y, como si nada hubiera ocurrido, cabizbajo, le
imploró:
—Es difícil engañaros, mi señor. Me arrepiento de mi osadía y os pido un
castigo, pues lo merezco más aún que aquéllos que aguardan en el patio vuestro
veredicto.
Sus amedrentadas palabras hicieron efecto en vuestro padre. Éste toleró de
nuevo otro ataque hacia su persona sin imponer castigo. Los dejó marchar. ¡No lo
podía creer! Pero don Enrique era así. Su idea de que, como rey, debía
comportarse como un padre benévolo, volvía a hacerle tomar una actitud
equivocada ante quien merecía un severo castigo. Hasta el fiel Barrientos, que
había sido su tutor, se apenó cuando supo de su comportamiento.
Sí, aunque resulte difícil de creer, el rey los perdonó y los dejó marchar
simplemente advirtiéndoles de que fuera la última vez. Defraudados, vimos
cómo aceptaba sin resquemores una vista con los condes de Plasencia y
Benavente para hacer las paces.
Villena, a pesar de la evidencia, continuaba asegurando que era enemigo de
éstos.

Sentada en el poy ete de una alberca jugaba con vos buscando peces de
colores cuando vi llegar a don Pedro.
—¿Partís y a?
Asintió posando la mano sobre mi mejilla. Como una gata remolona intenté
empujar todo mi rostro hacia la palma para convertir el roce en caricia. Quería
mantener el contacto con su piel sin que la evidencia nos delatase, aunque y a
fuera tarde. Tenía sospechas sobre mi embarazo, pero el momento no era
oportuno para comunicarlo. El obispo de Calahorra se enfrentaba a una jornada
dura. Todos sabíamos que don Enrique escuchaba a pocos y contados personajes
de su entorno. Uno de sus más valiosos consejeros era mi amado y no enturbiaría
sus pensamientos haciéndolo partícipe de una leve sospecha. Sobre todo ahora,
cuando el rey, y endo en contra de la opinión de sus fieles, se disponía a partir
hacia el convento de Santo Domingo de las Dueñas, donde tendrían lugar las
vistas para hacer las paces con los traidores que quisieron prenderle a él y a toda
la familia real. La verdad es que todos andábamos desesperados ante su buena fe
al respecto.
Un proceder justo pero severo era indispensable para que los culpables del
ataque de lesa majestad no quedasen del todo impunes. Me exasperaba la
posibilidad de que don Enrique se comportase como un pusilánime.
—Don Pedro, no sé a qué vienen estas vistas a las que os dirigís. ¿Es una
pantomima? Cada vez que pienso que todo ha quedado en nada. ¡El ataque al
alcázar fue como una pesadilla! ¿Qué más necesita el rey para distinguir al
amigo del que no lo es?
Don Pedro me miró con ternura.
—No os preocupéis, os aseguro que don Enrique por fin desconfía. Un simple
vistazo al patio de armas os lo confirmará. La guardia está armada y los leales
preparados en caso de emboscada. Es consciente de la maldad de Villena. Pero
sabéis tan bien como y o que siempre fue más amigo de la palabra que de la
fuerza y que será muy difícil hacerle cambiar de parecer.
Sonriendo y ajena a todo, vos jugabais feliz deshojando una flor.
—¡Ah, aquí estáis, doña Mencía! Por fin os encuentro —la voz del rey sonó
detrás de nosotros—. Quería despedirme de mi hija.
Di un respingo. Don Pedro se puso en pie y y o me incliné sonrojada. La
posibilidad de que hubiese visto nuestra cariñosa actitud o hubiera escuchado
nuestra conversación me turbó.
Don Enrique os tomó en brazos. Sus largos dedos recorrieron vuestra espalda.
Os zarandeó en el aire, os besó sonriendo y os posó de nuevo en el suelo ante
nuestra silenciosa mirada. Entonces nos dijo:
—Los que no habéis de pelear, ni poner la mano en las armas, sois muy
pródigos con las vidas ajenas. Bien parece que no son vuestros hijos los que han
de entrar en la pelea, ni os costó mucho el criarlos.
No osé contestar. Me hallaba dividida entre un sentimiento de vergüenza —
estaba claro que había escuchado mi queja— y la rabia de comprobar que mis
sospechas acerca de su actitud respecto a aquellos nobles ladinos que le
traicionaron eran ciertas.
—Es verdad, vuestra alteza, que no son nuestros hijos —dijo, en cambio, don
Pedro—, pero seguro habéis de estar de que si los tuviese encabezarían la
formación de aquéllos que aguardan en el patio. Defenderían con sus vidas
vuestra honra y vengarían las injurias a que os someten. —Inspiró y sin titubear
añadió—: No esperéis reinar con gloriosa fama sin ella.
El rey frunció el ceño y con un gesto de la cabeza en dirección al patio indicó
a don Pedro que le siguiese al tiempo que decía:
—Espero que las huestes del marqués de Santillana, vuestro hermano, sean
tan hábiles para defenderme con las armas, si fuera necesario, como vos con la
palabra, monseñor.
La alarmante noticia llegó al amanecer de la mano de Santillana, que se
había ofrecido como rehén después de que fracasara un primer intento de
acuerdo. Fue liberado para informar a don Enrique de las condiciones de sus
enemigos. Sentado en su trono, vuestro padre escuchaba pesaroso las palabras
jadeantes de Santillana.
—Unos mil cien rocines se agolpan cercando vuestra posición. No hay
escapatoria rodeados como estamos por los cuatro puntos cardinales a unas ocho
leguas de distancia.
» Eso no es todo. El almirante don Fadrique alzó pendones en Valladolid a
favor de don Alfonso, vuestro hermano, y en contra de vuestra majestad. La
ciudad, gracias a Dios, sigue siéndoos fiel.
—¿Qué es lo que quieren?
—Se quejan de vuestra actitud para con los moros. Dicen que os rodeáis de
ellos. Encuentran inconcebible que algunos de ellos formen parte de vuestra
guardia personal. Sostienen que este proceder es una clara ofensa a la religión
católica.
El rey replicó entonces:
—¿Es eso todo?
El marqués tomó aire y continuó:
—En segundo lugar dicen que dais los corregimientos a personas incapaces y
desmoralizadas, y que nombrasteis a don Beltrán maestre de Santiago siendo
consciente de que así perjudicabais a vuestro hermano, el infante.
» Se atreven a aventurar que en perjuicio de vuestros hermanos nos habéis
obligado a todos a jurar como sucesora a doña Juana.
Santillana se quedó callado.
—Vay a absurdo, es mi hija. ¿Qué es lo que pretenden? ¿Qué insinúan?
El marqués no quería proseguir, pero la mirada del rey le obligó a ello.
El jefe de los Mendoza desvió la vista hacia el suelo.
—Aseguran que la princesa Juana no es hija vuestra. Que su padre es don
Beltrán. Por lo tanto, quieren anular su juramento para repetirlo a favor del
infante don Alfonso.
El ánimo apocado de don Enrique estalló de rabia golpeando con el puño
varias veces un brazo del trono.
Estaba claro que se sentía atrapado e impotente. No por serlo, como
aseguraba el pueblo, sino por no poder revelar el proceso de fecundación de
Juana.
¡Qué bien trazado había sido el plan y además esgrimido con astucia! El
ladino de Villena había estudiado todos y cada uno de los movimientos del rey y
atajó el riesgo desacreditándolo por andar con infieles.
El rey se levantó con lágrimas en los ojos. Miró por primera vez a don
Beltrán, que había escuchado las palabras de Santillana tan atónito como la reina
y servidora.
—Nadie mejor que vos para correr a avisar de lo ocurrido al consejo, pues
habéis sido tan insultado como y o. Ellos sabrán cómo proceder. Dejo en sus
manos la decisión de ceder o no ante una concordia como los desleales proponen.
Me siento incapaz de decidir en esta ocasión.
Lo peor de sus palabras, Juana, es que no eran ciertas. Vuestro padre no era
incapaz de decidir. Muchas veces había dado prueba de ello tomando
resoluciones acertadas en breve tiempo. Lo peor era que, por temperamento y
convicción, gobernaba como si en lugar de lobos hambrientos tuviese ante sí a un
rebaño de corderos, a los que él, como un buen pastor, siempre disculpaba y
perdonaba.
Sé que lo que os digo es una grave acusación tratándose de un rey, pero,
desgraciadamente, es cierta. Si no, escuchad lo que pasó a los pocos días y
decidme si no fue una prueba fehaciente de lo que os digo.
Capítulo X

¡Guay de quien así conbida,


e de mi tiemp o p erdido!
pues non vos sea en olvido
esta canción p or finida.

Marqués de Santillana, Fragmento de «Decires».


Entrábamos en Segovia cuando una algarabía unida al correr del populacho nos
obligó a detenernos. La guardia seguía a unos y a otros desordenadamente, sin
otro propósito que el disgregar a un numeroso grupo que se hacinaba rodeando a
algo o a alguien que no podíamos divisar.
No resistí la espera y solicité permiso para abandonar el séquito. Vuestra
madre me lo otorgó, sin extrañarse lo más mínimo. Bien sabía que la curiosidad
me impacientaba.
Cuando llegué a pocos metros del lugar donde se agolpaba la multitud, me
detuve, observando cómo los soldados propinaban golpes al azar para llegar lo
antes posible al centro de la agitación. Al descubrir el motivo de la revuelta, el
chasco fue grande. Un hombre diminuto se resistía patéticamente a ser detenido.
Se retorcía intentando librarse de los grilletes.
Aquel juglar me inspiró compasión. ¡Eran tan desiguales los bandos! La
decisión precipitada de correr en su ay uda aceleró mis pasos y me situé frente al
guardia que lo retenía.
—¿Qué mal ha hecho este insignificante hombre?
Me miró sorprendido. De golpe lanzó al desdichado contra el suelo y le puso
un pie encima para sujetarlo mejor.
—Perjurio, señora. ¿Os parece poco? Este fardo de huesos con ojos podrá
pareceros endeble, pero hace días que andábamos detrás de él, y no podíamos
encontrarle. Es escurridizo como un ratón. No hay en Segovia plaza, calleja o
puerta de iglesia en la que no hay a pregonado a los cuatro vientos sus
despropósitos.
Miré al desdichado, que sollozaba suplicando clemencia. En aquel momento
el guardia le soltó un puntapié.
—¿Disfrutáis pateando a un hombre que no puede defenderse? ¿O es que así
afirmáis vuestra soberbia virilidad?
Mi sarcasmo enfureció al soldado.
—Mi señora, este hombre se ha encargado de difamar al rey y a la reina.
¡Propone como rey al infante don Alfon…!
La compasión que sentí hacia aquel desgraciado se tornó en desprecio.
—Entonces, actuad sin piedad. Pero mejor haréis si descubrís quién ha
pagado a este mequetrefe para divulgar semejantes agravios. Aunque por lo que
veo, él os lo dirá de inmediato.
No se había vuelto el guardia aún hacia el juglar cuando éste comenzó a
suplicar entre sollozos.
—¡Fue Villena mi pagador! No sólo me pagó a mí, sino a otros tantos. Sólo
habíamos de repetir una y otra vez lo que escuchasteis. Sé que las palabras que
he divulgado en contra de mi rey no son ciertas. Sólo que el hambre debilita
voluntades. ¡Dejadme marchar, os lo suplico!
Ignoramos sus desesperadas palabras. Fue hecho preso y los guardias se
dirigieron a informar al rey. Pero, como siempre, don Enrique hizo uso de la
clemencia y del perdón y se limitó a desterrar al parlanchín descontrolado.
¡La lengua, tenían que haberle cortado!
Después de lo ocurrido en el alcázar de Madrid los demás habíamos
comprendido que, por mucho que se equivocase, vuestro padre necesitaba
tropezar infinitas veces con la misma piedra para castigar a un hombre como se
merecía. A pesar de que entonces tuvo la evidencia de que Villena había
intentado apresarlo, lo perdonó. Pero, la verdad es que sus buenas intenciones se
perdían ante la maldad de los actos astutos y pendencieros del marqués. Cada vez
que alguien se lo daba a entender, vuestro padre aseguraba que las buenas
intenciones triunfan en contra de las perversas.
Como imaginaréis, excepto él, todos los demás en la corte estábamos hartos
de poner la otra mejilla. Lo que nuestra falsa seguridad no podía prever era qué
actitud tomaríamos si vos os encontrarais en medio de las dos partes
contendientes. Ni tampoco podíamos suponer que la prueba más dura estaba a
punto de llegar.
Capítulo XI

Helo, helo p or do viene-el in fante vengador,


caballo a la jineta-en caballo corredor,
su manto revuelto al brazo-demudada la color,
y en su mano derecha-un venablo cor tador.
Con la punta del venablo-sacar ía un arador.

Fragmento del romance del in fante vengador


La mirada de vuestra madre se marchitó al ver la figura montada de don
Enrique, a punto de partir. Aquellos ojos fascinados de antaño se habían nublado
de desencanto. Ella admiraba la valentía y despreciaba a los reflexivos contrarios
al impulso del corazón.
La reina le hablaba despacio. Su voz sonó convincente y juiciosa.
—Comprendo que os sintáis débil y viejo. Os aseguro que si pudiese, de buen
grado os donaría una década de mi edad. Pero ahora más que nunca debéis
demostrar vuestra vitalidad. ¡Transmitir a todos la seguridad de vuestra corona!
Es menester que vuestra bravura resplandezca ante el pueblo. Es la mejor baza
para convencerlos de vuestra integridad como soberano suy o que sois.
Esperó ansiosa una respuesta que infundiese un atisbo de esperanza. La figura
del rey distaba mucho de lo ansiado. Jorobado y endeble, era como un fardo
sobre una mula.
El reflejo de un hombre débil y apático al frente de sus huestes desesperó a
vuestra madre.
—¡Enrique, por Dios! Si no lo hacéis por vos, hacedlo por mi honor y por el
de vuestra hija.
El rey se encogió de hombros.
—Sabéis que aborrezco la guerra como alternativa. Morirán muchos hombres
de ambas partes. Intento agotar la negociación antes de iniciar semejante
masacre.
La reina le cogió fuertemente de la mano.
—Si no esperáis vengar vuestra honra no esperéis reinar con gloria y fama.
Vuestro padre, cansado, se desprendió con brusquedad del contacto con
vuestra madre.
—Parecéis el obispo de Calahorra, sólo que vuestra lengua es más afilada.
¿Qué he hecho para que todos, incluida vos, os enojéis conmigo?
El rey espoleó al caballo y se alejó al paso. Sus hermanos cabalgaban tras el
séquito.
Don Pedro me anticipó lo que el rey se disponía a hacer con doña Isabel y
don Alfonso, pero me prohibió contárselo a la reina hasta que desapareciesen de
nuestra vista.
El rey no tuvo valor para revelar a vuestra madre sus verdaderas intenciones
y en sólo unos minutos me correspondería a mí darle la noticia.
Como me mordía la ansiedad, en el momento en el que desaparecieron solté
la lengua.
—Escuchadme y no me interrumpáis.
La reina me miró sorprendida.
La saliva se secó en mi boca y la lengua se me acartonó, pero proseguí.
—Don Beltrán ha renunciado al maestrazgo de Santiago en favor del infante
don Alfonso como solicitaba la liga de Villena, por eso se ha quedado aquí. Don
Alfonso, por otro lado, será entregado al marqués.
Frunció el ceño extrañada.
—¿Con qué propósito?
Me arranqué.
—Será jurado como sucesor al trono a condición de que se case con vuestra
hija, la princesa doña Juana. Así tío y sobrina reinarán y terminarán las
rivalidades.
Vuestra madre enmudeció por un momento. Una vez asimilada la noticia,
presa de cólera, mudó su rostro y me agarró con fuerza del brazo.
—¡Decidme que bromeáis! ¡Que mis temores estimularon la imaginación!
¡Que lo que he escuchado de vuestros labios nunca se ha pronunciado!
Su mano me hacía daño, pero la expresión de la reina mostraba tanta
desesperación que me hizo olvidar el dolor.
—¡El rey ha perdido la cabeza y a nadie parece importarle! ¡Mi hija reina
consorte! ¡Es un modo de confesar implícitamente su ilegitimidad! ¡La corona
arrebatada a la carne de su carne!
El llanto le impidió continuar. Balbuceaba vehementes palabras sin sentido
entre las que sólo pude distinguir un « ¡Cómo me gustaría que retornase a mis
entrañas!» .
Bien sabéis, Juana, que aquellas palabras referidas a vos no significaban nada.
Eran sólo el exabrupto de una madre amenazada. Porque ella no se rendía y no
tardaría mucho en demostrarlo.

Pero antes tuvo que pasar por su particular calvario y ver cómo vuestros
derechos quedaban mal asistidos. El rey se avino a reconocer los de vuestro tío,
Alfonso.
Ni que decir tiene que don Beltrán, en virtud de los acuerdos, renunció al
maestrazgo de Santiago.
Todavía recuerdo, sin necesidad de hacer un gran esfuerzo, las palabras del
favorito del rey ante la reina cuando ésta le recriminó su proceder, poco antes de
que el rey llegara de Medina del Campo con las novedades.
—Os aseguro, majestad, que no lo hago con agrado. Si lo admito, es simple y
llanamente por mantener la paz que el rey mi señor tanto ansia, y por no
sumarme a los que le desobedecen, que y a son demasiados como para engrosar
las listas.
Vuestra madre se tapó los oídos al escuchar estas palabras.
—No lo repitáis. ¡La paz!, ¡la paz! ¿Es que nadie ha sido capaz de convencer
al rey de que esa palabra no existe en el vocabulario de la liga que en su contra
procede?
Se desesperó ante la mirada realista de De la Cueva, para luego calmarse.
—¡Da igual! No os puedo responsabilizar de los errores del rey. Lo cierto es
que y o también he intentado que rectificara y no lo he conseguido. Supongo que
al menos premiará vuestra fidelidad hacia él.
La respuesta no se hizo esperar. Don Beltrán enumeró todos los títulos
otorgados por el rey, a comenzar por el de duque de Alburquerque.
Pero la reina y a no escuchaba. Sus pensamientos iban más allá. Y cuando De
la Cueva acabó, dijo:
—Sostienen que la princesa no es hija del rey. Entonces, ¿quién se supone que
es el padre?
La tensión se podía cortar con un cuchillo. El semblante orgulloso de don
Beltrán pasó a reflejar una incomodidad manifiesta.
Vuestra madre le miró pasmada. Comprendió que él era el principal
sospechoso.
—¡Con razón no conseguí que mis dueñas me revelasen quién era « la
Beltraneja» ! ¡Si llego a saber que se referían a la princesa Juana…!
Miró inmediatamente a la hija de Santillana, la mujer de don Beltrán.
—Espero que no creáis esa calumnia.
La esposa, ofendida, se limitó a asentir.
Perdiendo el control, la reina comenzó a sollozar.
Don Beltrán se arrodilló ante ella y le besó la mano como vasallo que era. En
aquel momento, recién llegado de Medina, entró el rey y se los quedó mirando.
La reina dirigió la vista hacia la abatida y tímida figura de vuestro padre. Los
ojos de vuestra madre reflejaban una mezcla de odio y desprecio.
Cuando se dio cuenta de que seguía dando la mano a don Beltrán, se separó
de él.
Don Enrique no dijo nada. Se debió de sentir diminuto ante la mirada
incriminatoria de la reina. Todos los presentes comprendimos entonces que si
existía aún una brasa encendida en el corazón de ella, jamás sería el monarca el
que la avivaría.
Vuestro padre se dirigió al fondo del salón y se arrodilló ante un tríptico de
Nuestra Señora de Guadalupe.
Todos nos dimos cuenta de que estaba entregado y no pensaba luchar. Más
tarde supimos que los pocos que le habían sido fieles se habían quedado en
Medina dialogando con sus enemigos para cerrar la concordia.
El rey aceptó que el sucesor fuera su medio hermano Alfonso, un niño de
once años. La may or parte de los prelados y caballeros que os juraron dos años
antes, ahora lo hacían en vuestra contra.
Capítulo XII

Pues su hermano el inocente,


que en su vida sucesor
se llamó,
¡qué cor te tan excelente
tuvo y cuánto gran señor
le siguió!
Mas como fuese mor tal,
metióle la muer te luego
en su fragua
¡Ojuicio divinal!
Cuando más ardía el fuego
echaste agua.

Jorge Manrique, fragmento de Invocación


Apenas entramos en la cámara de la reina, nos pusimos a bordar un paño para el
altarcillo de Santa Ana. Mientras, vos girabais alrededor del corro que
formábamos sentadas cerca de la chimenea. Marianín, el bufón, os servía de
maestro. En silencio, trabajábamos afanosamente la reina y tres de sus damas en
cada una de las esquinas del rico paño.
Sabíamos que en la habitación contigua el rey andaba ley endo el documento
final de todos los acuerdos tomados en Medina del Campo por sus delegados.
Dos meses habían tardado en enviárselo.
Me pregunté cuánto tardaría en leerlo. El maldito legajo abarcaba nada
menos que unas seiscientas páginas. Al rey también le había extrañado su
extensión.
De pronto, un grito nos sobresaltó.
La reina levantó la mirada del bordado.
—Es extraño oír desgañitarse al hombre más parsimonioso del reino.
Pasó de nuevo la hebra dando otra puntada y se quedó inmóvil. Esperamos
una reacción. Por fin dijo:
—¿Y si los hombres en los que confió para llegar a una concordia le han dado
la espalda?
Los gritos de indignación del monarca resonaron hasta en los lugares más
recónditos del palacio de Arévalo. La reina se levantó. Todas corrimos en pos de
ella.
Nada más abrir la puerta vimos cómo cientos de papeles volaban por la
estancia. Con los ojos enrojecidos, vuestro padre miró a la reina.
—¡Teníais razón! Les tendí una mano y se quedaron con mi brazo.
Tomó otro montón de papeles y los arrojó al suelo para pisotearlos,
exclamando:
—¡Ciento veintinueve capítulos sobre cómo han de ser los negocios del
gobierno! ¡Incluida la posibilidad de crear un tribunal inquisidor contra enemigos
de la fe católica!
Vuestra madre sonrió casi imperceptiblemente. Sin duda, se alegraba de
comprobar que la sangre de vuestro padre todavía hervía.
—Tomad nota, escribano, y hacedla pública de inmediato —dijo vuestro
padre a uno de los funcionarios que acudieron atraídos por los gritos—. ¡Declaro
nulo y sin ningún valor todo lo pactado en la concordia de Medina del Campo!
Vuestra madre le dirigió una sonrisa complacida, pero no por ello pareció
sentir menos desprecio del que le había profesado hasta aquel momento.
Simplemente, se alegraba por vos.
Todos rogamos que el cambio drástico de actitud del rey se mantuviera
firme. Eramos conscientes de que la declaración levantaría ampollas. Y debo
decir que, aquella vez, vuestro padre no nos desilusionó.
Se enfrentó a todos y vos pudisteis recuperar vuestra posición de princesa de
Asturias. Pero el rumor de sublevación corría por aldeas y villas. Se filtraba por
las grietas del adobe de las chozas y entre las piedras de los castillos.
Yo hube de retirarme discretamente al castillo de Manzanares, a parir al que
fue mi segundo hijo de don Pedro. Una vez nacido, dejé al niño al cuidado de los
Mendoza y me dirigí a Salamanca en donde vos os encontrabais con vuestra
madre.
La revuelta acababa de estallar.
La mecha se prendió en Plasencia, y en Valladolid se alzaron pendones por
don Alfonso. Córdoba, Sevilla, Toledo y Burgos no dudaron en unirse a la
revolución. El arzobispo de Toledo mandó una misiva que expresaba el sentir de
los insurrectos. En ella, decían que estaban hartos del rey y que ahora vería él
quién era el verdadero rey de Castilla. El mensajero sudó sangre mientras
contaba ante don Enrique lo acaecido.
—Lo han coronado. El infante don Alfonso, vuestro hermano, ha sido jurado
rey en Ávila.
Luego, con voz entrecortada, relató el infame comportamiento de los
traidores.
—Sobre un alto cadalso que levantaron junto a la puerta del mercado
sentaron en un trono una efigie de trapo. Dijeron que era vuestra alteza enlutado.
Semejante espantajo portaba corona, estoque y bastón de mando.
» Alrededor, la multitud gritaba enardecida. El séquito de vuestro hermano
don Alfonso, encabezado por Villena y seguido por todos vuestros enemigos, lo
reverenciaron riendo.
» Otros caballeros rodearon al pelele. Ley eron una carta dirigida a él
acusándoos de los agravios que y a conocéis y algunos más infames.
» Representando que os desposeían de vuestra dignidad real, el arzobispo de
Toledo le arrancó al muñeco la corona, queriendo demostrar que os quitaban la
administración de la justicia, y el conde de Plasencia le quitó el estoque que lo
simbolizaba.
» Por último, haciendo como que os robaban el gobierno del reino, el conde
de Benavente le arrebató el bastón de mando.
» No contento con tanta degradación, Diego de Zúñiga se acercó al
improvisado trono y empujó el muñeco tirándolo al suelo, pateándolo y gritando:
“¡Abajo, puto!”.
» En su lugar sentaron a don Alfonso y gritaron: “¡Castilla!, ¡Castilla por el
rey don Alfonso!” Y lo coronaron procediendo a la misma ceremonia que en
vuestra aclamación. Los prelados y nobles allí presentes le besaron la mano, al
igual que a vuestra hermana, la infanta Isabel.
Cuando el mensajero acabó de hablar, todos quedamos en silencio. Lívidos de
espanto ante tanta afrenta a la dignidad real. Creo que nunca, en la historia de la
cristiandad, se había dado tanta bajeza. Ni los infieles llegarían a tanto. ¡Eso
sucedía cuando de pobres escuderos se hacían grandes señores! Normalmente
éstos solían dar las gracias clavando dagas por la espalda. Pero ahora esos
desgraciados no se conformaban con elegir al sucesor de la corona, sino que
querían tener entre sus garras al rey fantoche que habían coronado. ¡Un niño de
doce años!
Cabizbajo, pero con una dignidad de profeta bíblico que nos heló aún más la
sangre, don Enrique ordenó que dieran de comer y beber al mensajero. Luego,
mirando al vacío, nos dijo:
—He criado hijos y les he puesto en gran estado para que me
menospreciasen. Se han revelado en mi contra gracias a los dineros, fortalezas y
lugares que les entregué para que me sirviesen. ¡Tiempo es de que los que
permanecen fieles a su rey me lo demuestren!
Después se retiró a sus aposentos y permaneció despierto toda la noche
despachando con su secretario en demanda de ay uda.
Capítulo XIII

Tantos duques excelentes,


tantos marqueses y condes
y barones
como vimos tan p otentes
di, muer te, ¿do los escondes
y los p ones?
Y sus muy claras hazañas
que hicieron en la guerra
y en las paces,
cuando tú, cruel, te ensañas
con tu fuerza los atierras
y deshaces.

Jorge Manrique, fragmento de Invocación


La algazara de los emisarios que llegaban en respuesta a la petición de ay uda del
rey nos llenó de entusiasmo. Portaban noticias sobre el apoy o que recibiríamos.
La alegría se reflejaba en los rostros. Fueron las albricias más inesperadas y
gratas que pudiésemos imaginar. El derrotismo que sentíamos fue disipado ante
tanta muestra de fidelidad.
Los escudos de armas de Santillana, Medinaceli, Haro, Alburquerque y
muchos otros nobles desfilaron frente a nosotros. Avanzaban junto a sus huestes
para rendir pleitesía a don Enrique.
Zamora nunca estuvo más poblada. Gentes de toda condición acudían a la
llamada. Los nobles, a cambio de más mercedes, y el pueblo por un puñado de
maravedíes.
Los mensajes de fidelidad de muchas villas de Castilla, León y Andalucía
animaban a don Enrique a proseguir. Estaba cansado de dialogar y perdonar, de
otorgar margaritas a puercos ciegos y desagradecidos. Y para demostrar que
esta vez no se trataba sólo de palabras, ochenta mil peones y catorce mil de a
caballo dispuestos a luchar en su apoy o se congregaron ese día en la villa donde
se había instalado momentáneamente la corte.
Todos los caballeros oy eron misa solemne, y bendecidas las banderas con
gran ceremonia, anduvieron con ellas en procesión alrededor de la iglesia.
Partieron al día siguiente en dirección a Simancas, asediada por el enemigo.
¡Y triunfaron!

Estábamos orando frente al altar en la capilla del castillo de Simancas, dando


gracias al Señor por la victoria conseguida, cuando la puerta se abrió. Dos
porteadores transportaban a un moribundo. El padre de mis hijos se acercó a
darle la extremaunción e inmediatamente lo reconoció. ¡Era uno de los
principales protagonistas de la « farsa de Ávila» !
Mi amor profano se inclinó sobre la ensangrentada figura para oír su
confesión. Pero el agonizante desvió su mirada hacia una persona que entró en la
capilla de repente. Don Pedro se apartó en cuanto comprobó que se trataba del
rey.
Como siempre, vuestro padre se adelantaba a Dios para recibir excusas y
otorgar perdones. Miró al moribundo en silencio.
La voz del traidor se hizo grave y sonora.
—Os traicioné tantas veces que aunque me quedase media vida por delante
no tendría días suficientes para enmendarlo. Hoy debía mataros. Salí al campo
de batalla con esa intención, pero mis pecados me dieron el pago merecido.
Tosió y un vómito de sangre empapó el lienzo de la camilla sobre la que
estaba postrado. Vuestro padre le tendió la mano y el moribundo se aferró a ella.
—Con toda humildad, os suplico clemencia —dijo quedamente.
—Los y erros que contra mí cometisteis os los perdono de buen grado. Pero
decidme quién os ha ordenado mi muerte.
El felón le pidió que se acercara y le susurró algo al oído. La expresión del
monarca no se alteró en absoluto. El inculpado era bien conocido por todos.
El moribundo se estiró como una estaca, abrió la boca y poniendo los ojos
como platos, como si el diablo hubiese detenido su repentino arrepentimiento,
expiró.
Pensando que todo había acabado, don Enrique de nuevo bajó la guardia.
Pero con asomarse a una ventana o pasear por las callejas de cualquier pueblo se
podía comprobar que no era así.
Los malhechores campaban a sus anchas ante la anarquía que reinaba en
muchas ciudades. En ellas, las partes no estaban claras ni seguras y la confusión
beneficiaba a las gentes de peor calaña.
Los enemigos de vuestro padre se hicieron conocidos por la tiranía que
dispensaban a mansalva. Sin embargo, hubo algunos, bien conocedores del
vencimiento de los Enriqueños en Simancas, que no esperaron ni dos días en
cambiar de parecer en cuanto don Alfonso y los que le llamaban rey se
esfumaron de Valladolid.

Hacía pocos días que la corte se había instalado otra vez en Segovia cuando
supimos de la llegada del hermano de Villena. La reina me puso alerta. Fuera el
que fuese su propósito, nos tendríamos que enterar antes de que el rey lo
escuchara y cediese a un posible acuerdo.
Dejé a la reina junto a la infanta Isabel y fui en busca de mi amado obispo.
Seguramente él podía ay udarnos.
Cuando regresé a la cámara de la reina pasada una media hora, encontré a
Beatriz de Bobadilla, dueña de doña Isabel, muy exaltada.
—¡Vuestro hermanastro ha enloquecido! —le dijo a su señora.
La reina le espetó:
—Señora, un respeto a vuestro rey.
Doña Beatriz la miró enfurecida y no corrigió. Hasta en su propia casa
empezaban a negarle a vuestro padre el tratamiento debido. La Bobadilla,
indignada, continuó:
—El hermano de Villena ofrece tres mil lanzas, sesenta mil doblas y la
entrega de don Alfonso.
—¿Qué es lo que pide a cambio? —preguntó la infanta Isabel, que a sus
dieciséis años y a desconfiaba de todos.
—¡Qué más da! ¡Es absurdo! Si vuestro hermano accede y Dios no lo
impide, seré y o la que vedaré semejante majadería clavando una daga en el
corazón de ese desgraciado.
La infanta se impacientó y la miró para que escupiera el precio de una vez, lo
que hizo sin tardar.
—¡Ese malaventurado quiere desposaros!
Enmudecimos. Aunque don Pedro me había y a puesto al tanto de ello, ver la
reacción de la infanta me impresionó.
La ignominiosa noticia implicaba una deshonra para ella. Con lágrimas en los
ojos se levantó y, dirigiéndose a la reina, dijo:
—Me negué a casarme con vuestro hermano el rey de Portugal y ahora me
obligan a esto. Sólo puedo deciros una cosa: cuidad a vuestra hija, porque en muy
poco tiempo será la única moneda de cambio de la que dispondrá vuestro
marido.
Después de hacer una reverencia, se encaminó hacia su aposento.
Mientras se alejaba, se me ocurrió comentarle a la reina:
—No se puede negar. Lo que el hermano de Villena ofrece a cambio es
demasiado necesario para que el rey lo rechace.
La fiel dama de Isabel me oy ó.
Dándose la vuelta y mirándome con cara de odio me espetó:
—¡En mi mano está el evitarlo! —Y diciendo esto, desapareció detrás de su
señora.
Os lo cuento, porque pasados unos días nos llegó la noticia de que el hermano
de Villena había muerto de una misteriosa y dolorosa enfermedad. Tan repentina
y oportuna para la infanta que todo el mundo sospechó.
De todas maneras, aunque la joven Isabel se vio librada de su segundo
pretendiente, no se libró de la cólera que sentía por su hermano, el rey, por haber
intentado casarla con un hombre que había empezado a servir en la corte como
criado.
Por otra parte, todos los intentos por llegar a un acuerdo con los rebeldes
fracasaron. Y el rey no pudo evitar hacer lo que menos le gustaba: presentar
batalla en Olmedo, donde dos décadas atrás, su padre, de la mano de Álvaro de
Luna, había vencido a sus enemigos.
Pero esta vez, el rey no se cubriría de gloria.
La contienda duró hasta el anochecer. La falta de disciplina y el mal
entrenamiento de las tropas de vuestro padre le hicieron creer perdida la batalla.
Alburquerque y Santillana, cercados por los enemigos, se salvaron de morir o
caer prisioneros gracias a la agilidad de sus caballos.
Exhaustos y confundidos, los dos bandos se declararon vencedores. Los
Enriqueños buscaron a su rey pero éste había desaparecido. Había corrido a
refugiarse en una aldea cercana.
Fueron tantos los desencantados ante su falta de arrojo, que muchos de ellos
aprovecharon la ocasión para cambiarse de bando.
La infanta Isabel aprovechó este momento para huir de Segovia con el conde
de Alba. Encontró refugio en Ávila, donde se hallaba su hermano Alfonso.
Su determinación y su arrojo sorprendieron al rey, pero no a quienes tenían el
ánimo guerrero que a él le faltaba. Con todo, esa huida no fue lo peor, sino sus
consecuencias, que podían haberse evitado si el rey hubiera ordenado un castigo
ejemplar a los traidores. Pero don Enrique, manso como un cordero entre lobos,
no lo hizo. Y así enervó a los pocos fieles que le quedaban.

Un día el marqués de Santillana le puso las cartas sobre la mesa.


—Señor, hemos luchado con fuerza por vos, hemos puesto a vuestros pies
nuestros peculios y ejércitos con la esperanza de una victoria sonada. Pero
cuando al fin la conseguimos, vuestro ánimo no quiere reconocer el triunfo y
actúa como si éste fuera del enemigo. Olmedo ha sido un claro ejemplo de ello.
» No os mentiré, muchos dudan. Las humillantes transacciones a que habéis
llegado con Villena hieren su orgullo. Se sienten ultrajados y defraudados.
Vuestra manga es tan ancha que confunde a los vuestros.
Don Enrique sonrió.
—Mi fiel Santillana, ¿acaso os planteáis un cambio de bando? Pensadlo bien,
pues después de que Toledo se alzó por mí, otros grandes señores llegaron ay er
arrepentidos por haber seguido a Villena. Mañana partiremos hacia Madrid.
Alburquerque está de acuerdo conmigo.
Don Beltrán se limitó a asentir.
Santillana no disimuló su escepticismo.
—Ya es la tercera vez que esa pandilla de mudables se cambian de camisa. Si
os fiáis de ellos ciegamente os la envainarán de nuevo. Lo he pensado despacio,
creo que vuestra hija no está vigilada como es menester. Su vida corre peligro.
Sería un honor para mí velar por su persona en tiempos tan inseguros.
—Vuestra sutileza me pasma —dijo don Enrique con calma—. Consciente de
que mis arcas han menguado hasta secarse, solicitáis como quien no quiere la
cosa que os entregue el bien más preciado que me queda.
Luego enmudeció para meditar un instante, pero no había mucho que pensar.
Sabía que no podía prescindir de los Mendoza.
—Bien, de acuerdo, al menos sé que con los de vuestro linaje estará segura.
¿Verdad?
El rey nos miró a mí y a don Pedro.
Nos limitamos a asentir. En aquel momento pensé que sería maravilloso que
mis dos hijos se criasen con vos. Por fin disfrutaríais de vuestra infancia sin
interrupciones ni viajes debidos a los vaivenes de los negocios de Estado. Sin
embargo, he de confesaros que ni y o ni nadie reparamos en la separación que
viviríais respecto de vuestra madre.
Llegados a la cumbre del puerto de Malangosto, en la cordillera del Guadarrama,
un hombre desgarbado apareció encabezando el séquito que os conduciría a
vuestra futura residencia.
Era Tendilla, otro de los hermanos de Santillana, comisionado por el marqués
para escoltaros.
Las dos sabíamos que nos tendríamos que separar pronto. Bajo ningún
concepto vuestra madre estaba dispuesta a prescindir de mis servicios.
Temblorosa, me agarrasteis de la mano; luego, para controlar nuestra emoción,
fingisteis estudiar el semblante del hombre al que os entregaba. Su pelo cano se
alborotaba a merced de la ventisca sobre el recio rostro marcado con alguna que
otra cicatriz.
Durante el viaje os había convencido de que disfrutaríais jugando con mis
hijos y los de los Mendoza. Pero aquel gris amanecer os había devuelto la
inseguridad.
Tan asustada andabais, que al bajar del carro me soltasteis de la mano para
abrazaros a mi cintura. Me rodeabais con tanta fuerza que me fue imposible
avanzar. Me detuve. Levanté vuestro mentón y os aparté el cabello del rostro.
Consciente desde niña de vuestra dignidad, limitabais vuestra queja a unas mudas
lágrimas.
Vuestra callada súplica me partió el corazón.
—¿Por qué no venís conmigo a Buitrago?
Tendilla os aguardaba impaciente. Lo cierto es que quedaríais como rehén.
Por muy niña que fuerais, vuestra intuición al respecto era acertada. Os contesté
sin mentiras.
—Su alteza no puede pedirme que incumpla un mandato del rey. Como dama
de vuestra madre, con ella he de regresar. Si fuese libre correría junto a mi
princesa. ¿Olvidáis que mis hijos estarán a vuestro lado? Os prometo que en
cuanto pueda iré a veros.
Comprendisteis entonces que no sólo vos, sino todos estábamos obligados a la
voluntad real. Consciente de lo que de vos se esperaba, aceptasteis
definitivamente vuestro destino.
Fruncisteis el ceño para proteger vuestros ojos claros del polvo que levantaba
el viento. Soltándoos de mi cintura, os dirigisteis hacia Tendilla.
Éste se arrodilló. Por primera vez mirasteis a vuestro carcelero como
defensor. En cierto modo lo era, o así quise creerlo y o.
Os montó sobre su caballo y se apartó un instante de vuestro lado para
despedirse de nuestro séquito.
De pronto, el viento devino huracán. El día se volvió oscuro como la noche.
Un trueno nos asustó. Un caballo tiró a su jinete y escapó despavorido al galope.
El cielo comenzó a vomitar grandes trozos de hielo y todos corrimos a
guarecernos.
En medio de la confusión, alguien nos dirigió a una cueva para protegernos.
Tendilla sonrió mostrando la dentadura incompleta.
—Menos mal que no viaja con nosotros ningún astrólogo, pues sería capaz de
vaticinar un desafortunado acontecimiento.
Una congoja me sobrevino de golpe. Caí en la cuenta de que vos no estabais
con nosotros.
Le arranqué la capa a Tendilla y salí corriendo.
—No os alarméis, señora. Estará en la otra cueva en donde se cobijan el resto
del séquito —le oí decir mientras me alejaba.

La desesperación nos ahogaba mientras repetíamos desgañitados una y otra


vez vuestro nombre.
Un millón de malos augurios rondaban mi cabeza. ¿Os habríais caído del
caballo? ¿Estaríais muerta o despeñada en un acantilado? Los minutos se me
hicieron siglos.
Exhausta, me detuve. De pronto, me pareció oír un sollozo. Mi corazón se
aceleró. Tras una mata, llorabais hecha un ovillo junto al cuerpo inerte de un
mozo de espuelas.
Os abracé mientras daba la voz al resto de los rastreadores.
—Este hombre me salvó —dijisteis mirando al desdichado—, consiguió
montar el caballo pero no dominarlo. Al caer, su cuerpo se interpuso entre una
roca y y o.
Cuando apareció Tendilla, azarado, temblabais aferrada a mí, repitiendo una
y otra vez lo mismo. Volvíais a ser una niña desprotegida.
—¡No me abandonéis! ¡No me dejéis sola!
Pero mi deber era entregaros a él y así lo hice. Sólo me permití decirle:
—Aquí la tenéis. Espero que en adelante mejoréis vuestro oficio de
carcelero.
Nadie os pidió perdón, se limitaron a fijar en vos sus miradas más
avergonzadas. Una escandalosa tormenta había bastado para dar la espalda a su
futura reina en un abrir y cerrar de ojos. Ya sin la menor duda, supe lo que de
verdad valíais para ellos.
Tampoco para quien más debía de quereros valíais demasiado, al parecer.
Porque mientras vos, en Buitrago, ajena a todo, jugabais con niños de vuestra
edad, corríais por los campos colindantes y retozabais en las orillas del Lozoy a,
quienes más debían protegeros labraban vuestra ruina. Vuestro padre, cediendo
cada día un poco más sus prerrogativas reales. Vuestra madre, dando rienda
suelta a su natural coquetería, largo tiempo reprimida. No sé si lo recordáis, pero
en los dos años que pasaron como un sueño, poco me preguntasteis por los
vuestros, las veces que fui a visitaros.
Era como si desde vuestro retiro intuy eseis que la tempestad no había
amainado. Cuántas veces teniendo que acortar a la fuerza mi estancia en
Buitrago, me preguntaba si mis hijos Rodrigo y Diego, que junto a vos crecían, se
preocuparían tan poco de mí cuando estaba ausente.
Pero al menos y o, pensaba, procuraba cuidar las formas para que nada
pecaminoso pudiesen echarme en cara. En cambio, la actitud de vuestra madre
había llegado a tales extremos, que a vuestro padre no le costó ceder a la petición
de quien no le quería bien, de obligar a vuestra madre a recluirse en el castillo de
Alaejos, para evitar que su conducta, cada vez más frívola, acabase por provocar
un daño irreparable a la corona.
Por desgracia, me tocó a mí ser testigo de una de las may ores sandeces
jamás perpetradas por una madre en contra de su propia hija.
A mi vuelta de visitaros todo parecía igual en el castillo donde con vuestra
madre me hallaba recluida. Al bajar de mi carro, al tiempo que entraba en el
patio, vi a la reina en compañía del sobrino del arzobispo de Sevilla, nuestro
carcelero. Sonreía y sus mejillas reflejaban un rubor indefinido. Nada más
opuesto a su situación de presa. Sus ojos brillaban y su boca sonreía. Entonces
comprendí que algo terrible estaba a punto de ocurriros.
—Venimos de cabalgar, Mencía —dijo al verme—, ¡no os podéis imaginar
cómo han cambiado las cosas! El arzobispo ha relajado el encierro. Ahora
podemos entrar y salir a pasear fuera de la fortaleza.
Me hablaba entusiasmada cogida de la mano de su vigilante. No pude
contenerme y miré fijamente su diestra. Ella se soltó. Llevaba el cabello
despeinado. Con respeto, le quité un hierbajo del pelo, pero sin embargo no puede
contener la lengua.
—Es grato saber que su alteza disfruta de sus paseos campestres.
Ligeramente azarada, ella se atusó el cabello.
Antes de partir y a había notado el flirteo al que la sometía el sobrino de
nuestro carcelero y la advertí del daño que podría causaros si accedía al cortejo.
Lo negó sin ninguna convicción.
—Sólo procuro matar el aburrimiento.
La miré con indignación y sin contestarle di media vuelta para dirigirme a
mis aposentos. No me importaba que me echase de su lado por faltarle al
respeto. Es más, hubiese preferido no presenciar semejante profanación hacia la
corona, el reino y su propia familia.
Oí su voz enojada.
—¡Doña Mencía!
Me vi obligada a detenerme.
—Os diré una cosa —me espetó—. Aquí está prohibido juzgarme. Ya lo
hacen en todo el reino. Pero este castillo es mi refugio… He salvaguardado mi
honra durante años. ¡Decidme vos de qué me ha servido! Bien sabéis que han
seguido desprestigiándola sin piedad. Además, ¿os creéis la voz de mi conciencia?
¡Vos, que sois la barragana de un obispo!
Aquello me dolió, pues era tan cierto como las acusaciones que y o le había
dedicado. Sólo pude contestar gritando:
—¡Pero y o, señora! ¡Yo no soy la reina!
Proseguí mi camino.
Al levantar la cabeza me pareció ver en una ventana el rostro del arzobispo
sonriendo. Aquel hombre era hábil nadando entre dos aguas. Fonseca sabía como
y o que la reina se estaba cavando su propia fosa. Si continuaba, os enterraría sin
remedio con ella. Pero al arzobispo no le inquietaba porque sacaría partido de
ello, como todos a los que no importabais. No en vano había puesto a disposición
de la reina aquella fortaleza de Alaejos, cercana a la frontera portuguesa, para
que sirviese de lecho al inicio de vuestra tortura.

La consecuencia de la conducta de la reina vino pronto. Vuestra madre quedó


preñada del sobrino de Fonseca.
Aquel embarazo no fue sólo pecaminoso, sino el más inoportuno que
conocimos. Pero el mismo día en que me enteré de la noticia, Fonseca,
profundamente afectado, nos informó de algo que me dejó más muda todavía.
—¡El rey don Alfonso ha muerto!
Vuestra madre no se alteró. Ya estaba acostumbrada a que le diesen a su
cuñado ese tratamiento. Pero nos extrañó la nueva. El usurpador sólo contaba con
quince años.
Cuando Fonseca se retiró, la reina se palpó el vientre aún poco visible y se
dirigió a mí.
—Nadie más que vos debe saber por el momento de la existencia de la
criatura que llevo en mis entrañas. Quizás una mano sospechosa ha encauzado los
acontecimientos y este hijo mío puede perjudicar a doña Juana.
Me disponía a dejarla, ¡no podía afrontar más frivolidad e incongruencias!,
cuando el amante de mi señora entró jadeando y se puso a contar los detalles de
la muerte de don Alfonso.
—Unos dicen que fue debido a la epidemia de peste, otros que envenenado
por una empanada de trucha que engulló en la cena. Lo cierto es que al mediodía
siguiente, la infanta Isabel preguntó por él y le contestaron que seguía acostado.
Le pareció muy extraño tanto dormir en su hermano y se dirigió a sus aposentos,
junto a los de su cámara. Le intentaron despertar, pero no hubo reacción en él.
Le tentaron las manos esperando calentura en ellas. Estaban gélidas e inertes
como las de un muerto. Buscaron agujeros o bultos en su cuerpo, pero no le
encontraron landres ni tumores.
» Llegó un físico y lo mandó sangrar. No manó sangre de sus venas. La
lengua se le hinchó y la boca se le puso negra. Ninguna señal de pestilencia
apareció en él. Cuatro días tardó la exasperante visita de la muerte en debilitarlo
y arrancarlo de los brazos de la vida, durante los cuales sólo tuvo fuerzas para
pedir que le enterraran en el monasterio de San Francisco de Arévalo. Al quinto
pereció. Los de la liga se vieron abandonados por su propio rey.
» Su hermana Isabel lloraba abrazada a él, cuando los de la liga la arrancaron
del cuerpo frío de Alfonso, y le rogaron que le sucediese en la vacante que
acababa de dejar. Vuestra cuñada se mostró implacable y sin dejarse obnubilar
por semejante oferta, negó la propuesta recordándoles la existencia de don
Enrique.
Vuestra madre se abrazó con fuerza a su amante.
—¡Bendito seas por traer semejantes noticias! Eso significa que la princesa
Juana será considerada otra vez como sucesora.
El sobrino de Fonseca se separó bruscamente de ella.
Vuestra madre se asustó.
—¿Qué os sucede? ¿No es así?
La labia de su amante desapareció. La regia dama le agarró de los hombros
para zarandearle.
—¡Contestadme! ¿Será Juana la futura reina?
El padre del ser que albergaba en sus entrañas la miró con cariño.
—Villena ha convencido a don Enrique de que nombre sucesora a Isabel. A
cambio, vuestro marido será aceptado como rey por todos los que le dan la
espalda. Así la paz regresará a sus reinos.
Ante la incredulidad de vuestra madre, el mozo continuó:
—Le han dicho que de un tiempo a esta parte no habéis hecho uso
honradamente de vuestra persona.
La reina se echó a llorar, consciente por primera vez de que su modo de
actuar iba en vuestra contra.
Su amante se le acercó y la acarició con ternura.
—¡No os preocupéis! Siempre podremos negarlo.
Ella se agarró el vientre y lo miró.
—Si no fuese por esta criatura.
Él miró perplejo a su compañera de lecho y, decidido, pero sin lógica, dijo:
—Pediré a los Mendoza que os ay uden. Con ellos podréis luchar mejor por
los derechos de vuestra hija.
Asustado de repente por el desbordamiento de los acontecimientos y su
paternidad inesperada, salió de la estancia.
El sobrino de Fonseca, que y o sepa, fue el único amante de vuestra madre.
Mas aun así, bastó con él para dar a los leones la carnaza suficiente para sostener
sus calumnias. De momento toda nuestra esperanza estaba puesta en los
Mendoza. Pero ¿cuánto tardarían en actuar?
Capítulo XIV

Uno le quiera el cayado,


otro le toma el zurrón,
otro quita el zamarrón,
y él tras ellos desbabado:
Y aun el torp e majadero,
que se precia de cer tero,
fasta aquella zagaleja la de Nava Lusiteja
lo ha tra ído al retor tero.

Copla VI de Mingo Revulgo


—¡Esperad! La noche es demasiado clara y bien sabéis que hemos de burlar a la
guardia —dijo vuestra madre—. Dejemos que aquellas nubes ensombrezcan el
resplandor de la luna.
Asentí disgustada.
Me sentía como una verdadera prófuga. La huida de Alaejos podría ser
peligrosa dado que los soldados no estaban avisados. El arzobispo sólo colaboró
con nosotras reduciendo el número de los vigilantes. Eso nos obligaba a mantener
el sigilo.
Levanté la vista al cielo ansiando la oscuridad. Me asomé al balcón. La voz de
don Luis Hurtado nos susurró desde la penumbra:
—Ya podéis bajar, señoras.
Sorprendidas, vimos cómo una gran cesta trepaba por el muro pendida de una
soga a modo de polea. Al alcanzarla, la sujeté frente a vuestra madre para que
subiese. Ella me miró escéptica.
—¿De veras pensáis, doña Mencía, que subiré a este artilugio? ¡Diez metros al
menos nos separan de tierra y mi estado es avanzado! Definitivamente, habéis
perdido la cabe…
Tuve que taparle la boca. Una pareja de la guardia pasaba en aquel momento
por la almena de encima. Nuestros corazones se aceleraron y quedamos
inmovilizadas como estatuas a la espera de que se alejaran. En cuanto lo
hicieron, demostré mi enojo sin tapujos.
—Señora, bien parece que os tomáis a juego la escapada. ¡Con vuestra
conducta, habéis puesto en jaque a todos los que aún os son fieles! Si creéis que
me place correr riesgos innecesarios estáis del todo equivocada.
» Abajo aguardan vuestros salvadores. Si teméis por vuestro embarazo,
quedaos a sufrir sola las consecuencias de semejante vituperio. Yo y a estoy
cansada de velar por vos. Me marcho esta misma noche.
Agarré la cesta e intenté subirme a ella. Vuestra madre me empujó aterrada.
Era demasiado orgullosa como para aceptar su error.
—Está claro que vuestra reina os precederá.
Desde abajo la voz angustiada de don Luis nos pidió rapidez. Subí a la cesta y
tiré dos veces de la soga para indicar que estábamos listas. El artilugio bajaba
lentísimo. Se balanceaba de un lado a otro. Abrazadas, oíamos los jadeos cada
vez más cercanos de los hombres que nos bajaban a pulso.
De pronto, sopló una inoportuna ráfaga de viento y nos bamboleamos
chocando contra el muro. Nos quedaban un par de metros de tray ecto cuando,
horrorizada, vi que la soga estaba a punto de romperse.
No me dio tiempo de alertar a los de abajo; un instante después, y acíamos
tumbadas junto a ellos.
Miré a vuestra madre, preocupada. Ella estaba más asustada que y o. Eso la
impulsó a levantarse corriendo y a tenderme la mano para ay udarme.
—Vamos, Mencía, daos prisa. Este trompazo no habrá servido de nada si
somos descubiertas.
Las nubes desaparecieron y reapareció la luz. Entonces miré a la reina, que
tenía el pómulo manchado de barro. Saqué mi pañuelo y le limpié la mejilla. Me
asusté al comprobar que lo que y o creí tierra era sangre.
—¡Su alteza está herida!
Don Luis se detuvo en seco.
—Sois alarmista, Mencía. Unos simples rasguños os hacen perder los nervios
—dijo vuestra madre.
No me pude contener.
—¡Sólo cuando la sangre proviene de mi señora!
Sabía que odiaba no tener la última palabra. Me dirigió una mirada de
desaprobación y miró a don Luis mientras se limpiaba otra herida del codo.
—¿Falta mucho?
Nuestro guía señaló al frente aligerando el paso. Un par de mulas y una
docena de caballos aguardaban junto a unas piedras cerca del portillo.
El sobrino del arzobispo besó apasionadamente a vuestra madre y la ay udó a
montar en una de las mulas.
—Estáis hermosa incluso vestida con el guardainfante. Os echaré de menos.
Vuestra madre se irguió. Aquella indumentaria era de desmesurada anchura
y mantenía rígido el contorno del cuerpo gracias a la dureza de unos aros ocultos
que, cosidos a su alrededor, disfrazaban su figura. Al menos eso era lo que ella
quería creer. Lo cierto es que hasta las más flacas parecían matronas corpulentas
con el guardainfante.
El causante de su gordura observó cómo nos alejábamos.
Por la mejilla de vuestra madre corrían lágrimas silenciosas.
Cualquiera hubiese dicho que se trataba de una despedida de eternos
enamorados, pero por desgracia todo tendría un fin más patético.
Os ahorro el relato del viaje. Sólo os cuento que pasé la may or parte del
tiempo pensando en cuál sería la reacción de Santillana cuando viera a vuestra
madre. Aunque gracias al guardainfante su embarazo no se notaba demasiado,
seguro que el jefe del clan mendocino y a había sido puesto al corriente.
Él se había apoderado de vos para salvaguardar vuestra legitimidad. Pero
quién iba a creer que erais hija del rey ahora que vuestra madre esperaba un
hijo de otro. Estas preocupaciones hicieron que el tray ecto se me hiciera corto.
En cuanto al rey, al enterarse de todo, mandó prender al culpable. Vuestra
madre le juró que nunca le vería de nuevo a cambio de su clemencia. Como
siempre, el rey cedió libertándolo.
Los amantes de las novelas de caballería dijeron que gracias a la intercesión
de la reina el ofensor salió libre. Los más realistas sabíamos que los verdaderos
interesados en su perdón no eran otros que los propios enemigos de don Enrique.
El caso es que el sobrino pudo continuar holgando a conciencia con la reina.
Al fin y al cabo, el deleite carnal era delito menor frente a otros que se
perpetraban. Los más avispados vieron cumplidas sus expectativas, puesto que de
esta deshonra nacieron dos criaturas.
La primera, la que la reina llevaba en su vientre mientras nos dirigíamos al
castillo de los Mendoza, fue Fernando, y un tiempo después nacería Apóstol.
Vuestros medio hermanos se criaron en Santo Domingo del Real de Toledo al
cuidado de la priora, una tía suy a.

Al fin divisamos la fortaleza de Buitrago. Espoleé a mi mula. Al ver a tres


niños corriendo hacia nosotros me animé aún más.
Tras ellos aparecieron varios miembros del séquito. Me agaché abriendo los
brazos para recibirlos. Mis dos hijos me rodearon con sus pequeños brazos para
cubrirme de besos. Cuando conseguí levantarme, os vi junto a la mula de vuestra
madre. Le besabais las manos con cariño, pero ella se limitaba a acariciaros
silenciosa la cabeza. Os impacientasteis.
Ella os miró con cariño.
—Tranquilizaos, pues no me pienso ir en mucho tiempo de vuestro lado. Os
aseguro que intentaré resarciros del tiempo que estuvimos separadas.
La mirabais obnubilada sin ser consciente aún del daño que os estaba
haciendo. Dos fornidas manos se posaron sobre vuestros pequeños hombros,
apartándoos con delicadeza de la reina. Una voz ronca dijo:
—Hacedme un favor, señora. Ahorraos de faltar a vuestra desprestigiada
palabra con vuestra hija. Dudo que podáis cumplir con lo que le prometéis en mi
casa.
Santillana se había enterado. Mis peores presagios se cumplían. Con voz dura,
el marqués continuó:
—¡Me niego a que vea la luz bajo el mismo techo que vuestra hija el
producto de su segura destitución! No puedo tolerar que el fruto de vuestra
infidelidad nazca aquí.
» En cuanto estéis recuperada del viaje, partiréis a la villa cercana de
Trijueque, junto a Hita. Así garantizaremos más seguridad y discreción a este
despropósito.
Santillana no escondía en sus palabras el desprecio que sentía. Su mirada se
parecía a la que entonces se propinaba a los acusados de herejía judaizante por
guardar con celo sus ritos y circuncidar a sus hijos.
Sin embargo, al poco tiempo bajó la guardia y el amante de vuestra madre se
las apañó para visitarla a escondidas.
Poco después del nacimiento de la criatura vuestra madre empezó a
desesperarse. Corría el rumor de que muchos de los prelados daban cuatro meses
de plazo a vuestro padre para enviar de regreso a Portugal a su casquivana
esposa y solicitar del Papa la nulidad de aquel desafortunado desposorio.
La oportunidad se daría cuando se acordara vuestro matrimonio con el
príncipe heredero de Portugal y el de vuestra tía Isabel con el rey. Vuestra madre
viajaría a su país natal, en teoría para hacer de intérprete, en la práctica para
quedarse.
A la reina aquello la aterró aún más que el hecho de que implicara vuestra
destitución como heredera. Sin embargo, de pronto se volvió realista. O tal vez su
complejo de culpa la hizo actuar.
Así que quiso solucionar vuestro agravio escribiendo al nuncio para que
intercediese ante el Papa demandando vuestra legítima sucesión. El nuncio no
contestó; muy al contrario, absolvió a todos los prelados y caballeros del reino del
juramento que hicieron en su día a vuestro favor como heredera para poderlo
cambiar a favor de Isabel.
Desesperada al enterarse, me comisionó para interceder por ella ante el rey.
Salí de Hita y esquivé Segovia. La pestilencia mermaba la ciudad y hasta sus
cuantiosos chopos parecían querer enfermar. Me dirigí a Balsaín. Cuando llegué,
me dijeron que el rey se encontraba cazando en la sierra en un coto próximo, en
el que vivían cerca de tres mil ciervos y cientos de gamos.
Lo encontré junto a la verja, retraído y solo. Vestido de pobre y lúgubre say o
y capa de color oscuro, estaba compartiendo una manzana con un gamo. No era
de extrañar. Solía mostrar tanto amor por los animales, que los ciervos y los
jabalíes devastaban los campos vecinos sin miedo al escarmiento. El rey llegó a
prohibir a los campesinos que los cazaran, aunque arruinaban las cosechas.
Don Enrique estaba sumamente envejecido. Al verme, se levantó
sujetándose los riñones.
Según se decía, padecía el mal de ijada. Y algo debía de haber de cierto en
ello, porque, por lo que y o recuerdo, cuando vivía en la corte, tras las comidas
copiosas, tenía que apelar a purgas y vomiteras.
Hacía años que no coincidíamos. Pero no me preguntó por vos, ni por la
reina. Le reverencié y fui directa al grano.
—Mi señora anda preocupada por el porvenir de vuestra hija. Corre el rumor
de que la queréis echar.
Me miró con sarcasmo al tiempo que se hurgaba los dientes con un palillo.
—Doña Mencía, ¿me habláis de la misma señora que ha tendido en el suelo
su honra, la de su marido y la de su hija a modo de felpudo para que todos
puedan pisotearla sin temor?
Me encogí de hombros sin saber qué contestar.
—Sólo os puedo decir esto para que se lo hagáis saber: mi hermana Isabel
será la sucesora.
» A cambio, sólo le he pedido una cosa. La promesa de que no contraerá
matrimonio sin mi consentimiento. Por fin nuestra alianza con Portugal se
cumplirá de un modo u otro.
Acarició al gamo y sonrió ambiguamente. ¿Qué había querido decir? ¿Que
aún quedaba la posibilidad de que el príncipe heredero tuviera un hijo de doña
Juana e hiciera valer sus derechos en Castilla algún día?
—En cuanto al matrimonio de Isabel con el rey de Portugal, está por ver. Ya
se negó una vez y muy capaz es de repetir —concluy ó el rey, misterioso.
Quedé tan confundida como cuando llegué. Entonces, ¿no todo estaba perdido
para la princesa Juana? Y digo la princesa, porque para mí, como para muchos
castellanos, lo seguíais siendo.

Regresé al lado de la reina. Pero poco era lo que podía decirle. Hita y sus
aledaños eran un hervidero de rumores. Tuvieron que pasar meses hasta que
salimos de dudas. Reunidos en un campo, junto a una venta denominada Los
Toros de Guisando, el rey convino con su hermana Isabel que ella fuera la
sucesora. En las Navidades de aquel año del Señor de 1468 las cortes convocadas
en Ocaña sancionaron legalmente los derechos adquiridos de Isabel.
De Ocaña, vuestra tía Isabel marchó a Madrigal donde vivía su madre, viuda.
Dijeron que a notificarle su fortuna, pero lo cierto es que a nosotros nos pareció
extraño. ¿Por qué aprovechó justo el momento en que vuestro padre partía hacia
Andalucía?
Mientras esperábamos el desenlace de aquel baile de marchas y
contramarchas en que se había convertido la actuación de don Enrique, la reina y
y o, bordado en mano, nos hacíamos contar los últimos acontecimientos. Aquel
atardecer escuchábamos de una dueña la ordenanza sobre el lujo expedida por
Villena, que otra vez giraba en torno a vuestro padre, o mejor dicho, vuestro
padre giraba en torno a él.
—Don Juan Pacheco no se conforma con dirigir el reino urdiendo traiciones.
Su sesera hierve y nunca descansa. Creo que un día escribió una obra para
deleitarse en todo lo culinario y gastronómico —dijo vuestra madre.
» Ahora, con esta ordenanza, pretende tachar de pernicioso e insostenible
nuestro lujo. Según él, las mujeres humildes copian a las ricas en ropas y
guarniciones hasta incrementar en el absurdo su pobreza.
La reina se rió y luego me preguntó:
—Decidme, doña Mencía, ¿estáis dispuesta a cumplir esta ordenanza?
Me carcajeé sin reparos.
—¡Mañana mismo, mi señora! Cambiaré esta say a rica en seda por una
pollera de saco. Hemos de alegrarnos pensando que Villena dirige su mente
recalcitrante hacia estos menesteres y no a otros más dañinos, que son su
especialidad.
La reina comenzó a reír de nuevo cuando la entrada de Luis Hurtado, nuestro
fiel caballero desde que nos ay udara a huir de Alaejos, la interrumpió.
La reina se levantó limpiándose con un pañuelo las lágrimas que la risa le
habían provocado.
—Don Luis, ¿tenéis noticias?
Vuestra madre le había encargado que nos tuviera al corriente de todos los
rumores sobre vuestra tía.
Al asentir, cambió nuestra expresión. La seriedad empujaba al retiro de oídos
indiscretos. Cuando la dueña se fue y quedamos solos comenzó.
—He logrado saber que ciertos negociadores aragoneses, a espaldas de don
Enrique, han logrado un acuerdo para que la infanta Isabel se case con don
Fernando, el príncipe de Aragón y rey de Sicilia.
Don Luis sonrió. Comprendí el motivo de su optimismo.
Al casarse en secreto, sin la venia del rey, la infanta Isabel incumpliría el
tratado de Guisando.
—Como la bula del Papa y a ha llegado de Roma, el novio, intuy endo que la
noticia se pudiese hacer pública, adelantó su viaje desde Zaragoza para
encontrarse cuanto antes con esa perjura.
» A pesar de su cautela se ha sabido que seis caballeros disfrazados de
mercaderes galopan, si no han llegado y a, rumbo a Castilla. Entre ellos cabalga
el príncipe Fernando vestido como uno de sus criados para tratar de guardar el
anonimato. Pero les hemos descubierto. De todos modos, de producirse el
encuentro, nadie duda de que el príncipe de Aragón, un año menor que Isabel,
será de su agrado.
—Muy poco parecen importarle los acuerdos a los que llegó en Guisando y el
consentimiento de las Cortes, en el que ella se escudó en otras ocasiones —
comentó vuestra madre agriamente. Luego preguntó—: ¿Y dónde se cometerá la
felonía?
—En Valladolid —dijo Hurtado, secamente.
No hizo falta más. Vuestra madre, nerviosa, se dirigió al informante.
—¡Corred a avisar al rey ! Su reino y su hija le necesitan.
Luego, mirando a esta servidora:
—Mencía, os ruego la máxima rapidez, haced que lo preparen todo.
Volvemos a Segovia.

Entramos en el aposento del rey cuando éste terminaba de dictar la carta en


la que contestaba a Isabel.
La noche anterior a su matrimonio la infanta Isabel había escrito a vuestro
padre transmitiéndole su intención de desposorio, intentándole convencer de las
ventajas que de él resultarían, y le ofrecía su obediencia sumisa y humilde.
Solicitaba su aprobación para el enlace y le adjuntaba las capitulaciones que para
el mismo se habían instituido.
Como era de esperar, el enojo del rey fue monumental. Lo primero que hizo
fue romper en trocitos diminutos la carta y escribir al Papa para que anulara el
matrimonio. Mejor dicho, que no lo tuviera por válido: la bula que lo consentía
había sido falsificada por el nuncio y el arzobispo de Toledo a instancias de la
familia del novio.
Lo segundo fue disponer para el domingo siguiente vuestro enlace con el
hermano del rey de Francia. Las capitulaciones habían sido redactadas hacía
tiempo, pero la noticia de la boda de Isabel con Fernando de Aragón llevó al rey
a decidir que el momento, tantas veces retardado, había por fin llegado.
El rey de Francia, como enemigo histórico de Aragón, se convertiría en un
aliado indispensable para luchar contra la pareja traidora.
En el ambiente se respiraba venganza, odio y resentimiento en contra de los
recién casados.
Al vernos, don Enrique hizo un ademán afectuoso de saludo rogando nuestro
silencio. Quedamos a la espera de que acabara la respuesta a Isabel. Tras un
instante, ley ó orgulloso: « Respecto a la aprobación de vuestro enlace lo veré con
miembros del consejo y los grandes de mi reino. Habido un acuerdo, os mandaré
responder» .
Se dirigió al escribano con solemnidad.
—Finalizad el documento como es menester y tendédmelo a la firma.
El hombre mojó la pluma en el tintero y escribió a toda velocidad procurando
no hacerle esperar. Después de breves minutos se lo entregó. Estaba a punto de
firmar, cuando se detuvo y miró a vuestra madre fijamente.
—¿Me juráis que Juana es hija mía?
Vuestra madre no dudó ni un segundo. Su único propósito era enmendar el
daño que os había hecho.
—No sólo os lo juro aquí y ahora, sino que tengo el firme propósito de
hacerlo el domingo, ante Dios, en la iglesia may or de Segovia, después de haber
comulgado devotamente. De ese modo, Juana podrá desposarse con el hermano
del rey de Francia, duque de Guy ena, sin ninguna rémora a sus espaldas.
Quedé sorprendida. Lo que hasta ahora era una vaga suposición, el francés
candidato a vuestra mano —el segundo en poco tiempo— parecía dado por
hecho por vuestra madre.
Vuestro padre sonrió.
—Todos esperan vuestra pública declaración para jurar de nuevo a Juana
como legítima heredera del reino.
La reina se levantó. Se disponía a arrodillarse cuando se abrió la puerta y
aparecisteis de la mano de Santillana, que os traía de Buitrago.
Lágrimas de gratitud manaron de vuestros claros ojos. Os abrazasteis a la
reina sin resquemores. A los ocho años erais incapaz de comprender el alcance
de su pecado y menos aún el daño que os podía llegar a producir. Abrazada a
ella, divisasteis al rey vuestro padre y corristeis también a abrazarle.

En una pequeña celda del monasterio del Paular terminabais de arreglaros el


cabello. Prendieron la última perla de vuestro tocado y corristeis hacia el espejo.
Orgullosa, admirabais el reflejo. Las risas de vuestro padre os sonrojaron.
—Lo siento padre.
Sonriendo aún, el rey frunció el ceño fingiendo una ligera disconformidad.
—Estáis hermosísima pero…
Se puso en cuclillas junto a vos y os levantó la rubia trenza. Ante tanta
inspección os preocupasteis.
—Pero ¡qué!
Don Enrique sonrió de nuevo.
—¿No sois demasiado niña para vestir de encarnado con brocados de oro?
Zalamera, os abrazasteis a él, y besándole en la mejilla le dijisteis:
—Lo soy tanto como para desposarme, ¿no es cierto? Además, es el tinte
clásico de las novias.
Mirasteis fijamente a aquellos ojos garzos que os observaban orgullosos como
nunca, mientras jugabais con sus manos. Vuestras incipientes dotes femeninas no
tardaron ni un segundo en convencerle.
El rey sonrió de aquella ocurrencia de adulta.
—¿Cómo podría un padre negarse a la petición de la hija más hermosa del
reino? Dejaréis boquiabiertos a todos. Ahora hemos de ir a la iglesia, nos aguarda
el representante de vuestro novio.
Sus largos dedos se desenlazaron de los vuestros.
—Tomadme del brazo, hija mía.
Al entrar en la iglesia todos se pusieron en pie.
Cuando divisasteis al embajador francés, que, en representación del novio
vestido de blanco ocupaba su lugar, os flaquearon las piernas. Pero no sé si
fuisteis consciente de la trascendencia de las palabras de vuestra madre, que,
apenas llegasteis al altar, se hincó de rodillas ante el nuncio y en voz alta y clara,
repitió la promesa de Segovia:
—Hago juramento ante Dios y todos los hombres aquí presentes que y o sé
cierto que la dicha princesa doña Juana es mi hija legítima, engendrada del rey,
mi señor.
Vuestro padre se hizo eco del tembleque que padecíais. Después de lo cual, se
arrodilló el rey y dijo:
—Y y o por hija mía la reputé y tuve siempre y la tengo y reputo ahora.
Luego, el oficiante os tomó de las manos y procedió al desposorio. Fueron tan
fríos como solemnes. Ni una sola vez más mirasteis directamente al hombre que
representaba a vuestro marido por poderes.
Os concentrabais en el rey y el Ecce Homo del altar. Era como si le pidieseis
con todas vuestras fuerzas que aquello se truncase.
Con el tiempo así ocurrió, pues, como bien sabéis, el novio que tanto interés
había puesto en vos cuando os volvieron a jurar heredera, se arrepintió. Pidió al
Papa una dispensa en los juramentos y promesas que os hizo en cuanto vio que
disminuían vuestras posibilidades de llegar a ser reina. Dios lo castigó, porque no
sólo no ciñó ninguna otra corona, sino que murió al poco tiempo.
Capítulo XV

Recuerde el alma dormida,


avive el seso y despier te
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muer te
tan callando:
cuán después de acordado
da dolor
cómo a nuestro parescer
cualquiera tiemp o pasado fue mejor.

Jorge Manrique, Coplas a la muer te del maestre


de Santiago, don Rodrigo Manrique, su padre
La noche era clara. Desde la muralla mirábamos las estrellas. El alcaide del
alcázar de Segovia las iba nombrando una a una.
—Si queréis, princesa, mañana pediré que os muestren los estudios del gran
Tolomeo. Fue el mejor astrónomo y geógrafo de la Antigüedad. Él delimitó a la
perfección los confines del mundo habitado de este a oeste.
Me pregunté cómo Cabrera podía estar tan seguro de ello. Se mostraba tan
pedante, que pensé que debía de ser cierto lo que decían acerca de que era hijo
de un converso. Pero no dije nada porque le escuchabais fascinada. A vuestros
doce años os estabais convirtiendo en una mujer ávida de saber.
—Dicen que en las regiones desconocidas habitan animales y personajes
muy parecidos a los de las ley endas mitológicas —dijisteis a ese antiguo favorito
de vuestro padre que había escalado posiciones—, ¿vos creéis, don Andrés, que
en algún lugar recóndito de esas tierras está el paraíso terrenal?
—Quién sabe si algún día alguien logrará ir más allá y regresar para contarlo
—dijo Cabrera, concentrando la mirada en la vereda del río. Desde las alturas
era difícil ver con claridad.
Quiso el destino que fueseis justo vos la que descubrierais de qué se trataba.
Presa de pánico, señalabais un punto fijo. Buscamos con la mirada hasta que
dimos con él. Un cadáver solitario y ensangrentado y acía inerte junto a la orilla.
Ante la espeluznante escena os abrazasteis al alcaide.
—Mi señora, esto es sólo una pequeña gota en la tormenta. Los robos, los
atropellos y otras violencias más escabrosas nunca conocidas nos acosan.
Disteis un paso atrás extrañada. Me mirasteis como si y o fuese la culpable de
todo ello y dijisteis:
—Sin duda, hay muchos que me quieren mantener alejada de la realidad. No
sé si por protección o porque esconden otras intenciones.
Contrariada, alzasteis un brazo al cielo señalando los astros.
—¡De qué me sirve el estudio de lo lejano si desconozco lo más cercano!
Don Andrés cogió aire.
—Mi señora, desde que le comunicaron a vuestra tía Isabel su destitución
como heredera, los altercados se enquistan. No sólo entre los nobles sino también
entre los villanos. Todos pelean por cosas que nada tienen que ver con la sucesión
del trono. Es la excusa perfecta para despertar aquello que por prudencia se
mantenía adormecido.
Se detuvo un instante para continuar:
—Las gentes son saqueadas y mancilladas dentro de sus propias casas. La
tensión se palpa en los sillares de piedra de las murallas. Las hermandades de los
caminos que velan por la seguridad en su tránsito y a no dan abasto. El hambre, la
pobreza y la peste juegan con el ánimo de los más miserables empujándolos a la
barbarie.
» Al pueblo poco le importan los asuntos de los grandes. Los partidarios de
Isabel y Fernando urden en silencio un nuevo ataque. Vamos de mal en peor.
Apenas vuestra tía Isabel se ha recuperado del parto de la que ha sido su primera
hija, ha escrito a vuestro padre un duro manifiesto que sólo ha servido para
reavivar el odio entre los hermanos.
Os quedasteis pensativa y luego dijisteis:
—Don Andrés, no sé por qué intuy o que, como y o, estáis cansado de ser un
mero espectador.
El alcaide continuó.
—Aunque nos cueste admitirlo, muchas ciudades siguen fieles a vuestra
madrina. Pero si conseguimos terminar con las disputas entre el rey y su
hermana, conseguiremos calmar los exacerbados ánimos del reino.
El alcaide calló. En sus ojos brillaba un sentimiento que no supe leer; luego,
decidido, prosiguió.
—Mi mujer, doña Beatriz de Bobadilla, como amiga de la infanta Isabel, bien
podrá mediar.
Mi corazón se aceleró al escuchar el nombre de aquella intrigante. En
cambio, vos no dudasteis un segundo de la buena fe de aquella oferta.
—El proy ecto es bueno, don Andrés, pero ha de quedar en secreto. Si mi
madre se entera montará en cólera. Ve a Isabel como una amenaza y mucho de
razón tiene. Pero hay que intentarlo. Decid a doña Beatriz que parta hacia
Aranda para hablar con mi tía.
Apenas había escuchado la última frase cuando don Andrés y a se puso en
marcha. Mucha prisa demostraba al cumplir con aquel mandato y eso me
preocupó. Yo no olvidaba la actitud de la Bobadilla cuando se enteró de que
vuestro padre había intentado casar a Isabel con el hermano de Villena, el cual
pocos días después murió, según muchos debido al veneno que le procuró la fiel
dueña de vuestra tía.
Ahora creo que en aquel momento debí decíroslo y poneros al corriente de
otros sucios manejos, para que supieseis entre qué tipo de alimañas os movíais.
Pero vuestro deseo de actuar en bien de Castilla era tan genuino, que pensé que
os protegería de futuros males. ¡Tonta de mí!
El caso es que, a los pocos días, las gestiones de la Bobadilla dieron resultado.
Regresó a Segovia acompañando a su antigua señora, doña Isabel.
Pero aquellas dos mujeres no venían solas. Con ellas venía también don
Pedro, mi antiguo amor, convertido en todo un cardenal. En aquella ocasión no
entendí bien qué hacía con ellas. Pronto comprendería que se había puesto del
lado de Isabel y os daba la espalda.
Lo supe más tarde al enterarme de que había recibido el cardenalato a
instancias de Isabel y de Fernando. Don Pedro acabó apoy ando a Isabel, y con él
toda su poderosa familia mendocina. En un primer momento me enfadé por su
deserción, pero cuando me dijo, zalamero, que la infanta Isabel le había
prometido que legitimaría y titularía a mis hijos tenidos con él, no le pude refutar.
Por desgracia, mis malos augurios respecto a la intromisión de la Bobadilla
también se cumplieron.
Vuestra tía demostró que pisaba fuerte. No sólo desde que os vio empezó a
miraros con desconfianza, sino que logró que vuestro padre le pidiera a vuestra
madre que se marchara de Segovia. La reina, al ver a los dos hermanos
paseando del brazo por las calles, había estallado de ira y su cuñada no la quiso
soportar.
Según me enteré más tarde, al dejar la ciudad, la reina se cruzó con don
Fernando de Aragón, el astuto marido de vuestra tía, que venía para unirse al dúo.
Vuestra madre ni siquiera le saludó. Pero poco le importaría a él su actitud
despectiva, habiendo encontrado en vuestro padre a un inesperado aliado. Porque
don Enrique, en uno de sus proverbiales cambios de opinión, no sólo había tratado
a Isabel y a Fernando con la cortesía de la verdadera realeza, durante todo el
tiempo que permanecieron en Segovia, sino que en el banquete de despedida que
les ofreció con motivo de su partida hasta cantó para ellos.

A la mañana siguiente encontraron sangre en su orina.


Vuestra tía, dejando que su marido se marchara a seguir tejiendo su red por
Castilla, decidió postergar su partida para poder seguir de cerca el estado de salud
del rey.
Nos encontrábamos a los pies de su cama, cuando aquella mirada de
desconfianza que vuestra tía os dedicó el día anterior se tornó en rivalidad.
El rey acababa de vomitar. Su cuerpo tembloroso y cuajado de sanguijuelas
parecía a punto de derrumbarse.
¿Recordáis cómo sujetasteis las frías y largas manos de vuestro padre cuando
éste perdió el sentido? Os abalanzasteis llorando sobre él crey éndole muerto.
Conseguisteis que todos los allí presentes sufriésemos por vos.
Todos menos una.
Isabel, lejos de mostrarse comprensiva, os apartó bruscamente de él para
comprobar si realmente había dejado de respirar.
Todos conteníamos el aliento. Ni siquiera los médicos osaban acercarse ante
semejante contundencia. La infanta pidió un espejo y lo puso frente a la nariz del
rey para ver si se empañaba.
En aquel preciso instante, don Enrique abrió los ojos y se movió. No dijo
palabra, sólo apartó a su hermana con delicadeza para mejor tenderos su mano.
La que entonces casi muere fue vuestra desalmada tía. Se repuso rápido y dijo:
—Mi querido hermano, os pido perdón… Cuánto me he asustado…
Vuestro padre se limitó a sonreír y os acarició el rostro.
—Creo que aún me quedan cosas importantes por hacer, Isabel. Os ruego a
todos que os retiréis. Cabrera, haced llamar a mi escribano.
Contuvimos la respiración de nuevo. Muchos de sus nobles y prelados le
habían preguntado una y mil veces por la sucesión y él parecía eludir una
respuesta clara. Aquél era el momento idóneo. Más tarde, en la cena, se dijo que
todo había quedado en agua de borrajas, pero y o no terminé de creerme esa
versión. Porque en cierto momento en que todos estaban distraídos comentando
los posibles movimientos de doña Isabel, vi pasar a uno de los camareros
preferidos de vuestro padre con una bolsa de cuero. La torpeza de sus
movimientos me resultó sospechosa.
En cuanto vuestro padre mejoró, partimos hacia Madrid.
De camino, nos detuvimos en una venta cercana a los montes del Pardo.
Como el rey se sentía demasiado débil como para cazar en los campos, se dedicó
a observarlos en silencio desde sus aposentos.
Durante el tiempo que duró su éxtasis no le interrumpisteis ni una sola vez. Le
observabais callada y con admiración mientras le acariciabais las manos. El rey
parecía estar repasando su vida. Ninguno de los que allí estábamos olvidaríamos
jamás vuestra entereza y vuestro amor.
Sentado sobre un trono improvisado, su regia figura divisaba la lontananza con
la mirada perdida. Vos reposabais sobre un almohadón, a sus pies, vuestra cabeza
en su regazo. Así inmóvil, como una manta protegiéndole del frío.
Por primera vez el rey se mostraba tierno con vos. No dudé un segundo en
que aquel silencio cargado de amor paternal sería el símbolo claro de un
testamento a vuestro favor. Porque aunque aún seguían las cábalas sobre si lo
habría escrito o no, mi instinto me decía que lo ocultaba para protegeros de
vuestra tía. De todas maneras nadie de los presentes dudaba de que con aquellos
gestos quería transmitirnos que erais la única en la que confiaba.
El ocaso sobrevino y un hombre de la guardia os interrumpió.
—Señor, acaba de llegar un mensajero. Dice que trae importantes noticias de
Trujillo.
Levantasteis la cabeza. ¡Os habíais dormido sobre vuestro padre! Él os apartó
con cuidado y tomando el billete de mano del soldado dijo:
—Sólo hay alguien en Trujillo que merezca mi atención. Espero que Villena
se mantenga quieto.
Le mirasteis asustada, no era la primera vez que os sorprendía desprevenida
ante sus argucias. Pero vos y a erais bien consciente del peligro que comportaban.
—Dios quiera que no sea nada, padre.
Os miró con cariño.
—Dios lo quiera, hija. Sin Villena ni Isabel a nuestra vera están garantizados
unos días de tranquilidad.
Inspiró meditabundo.
—Isabel se quedó en Segovia por no correr el riesgo de provocarme el enojo
con su cercanía. Sin duda ignora que eso no le ay udará en su empeño.
Vuestro padre rasgó el sello de lacre y ley ó para sí. Haciéndonos
inmediatamente partícipes del contenido exclamó:
—¡Villena ha muerto!
Con solemnidad, continuó:
—Quiera Dios que no hay a sufrido, porque falleció ahogado en su propia
sangre, que le manaba de la garganta.
No me pude contener.
—Es lo que se merecía el dueño del gaznate que profirió las más grandes
calumnias.
Don Enrique me miró enojado. ¡Genio y figura!
—Sabed, doña Mencía, que no he pedido vuestra opinión. Don Juan de
Pacheco fue mi fiel servidor y pienso recompensarle otorgándole a su hijo la
vacante del gran maestrazgo de Santiago que su padre ostentaba, así como sus
títulos más importantes.
Me alejé enfadada. Vuestro padre seguía templando gaitas como siempre.
¿Es que no comprendía que otorgando el maestrazgo al hijo de Villena sólo
provocaría envidias?
Dicho y hecho. Las ampollas levantadas impulsaron a prelados y nobles aún
dubitativos a pasarse a las filas de Isabel.

Llegados a Madrid, don Enrique recay ó inmediatamente. Las aves de rapiña


esperaban expectantes el desenlace. Flaco como un saltamontes y tan débil como
estaba se acatarró. Los médicos aseguraron que se acercaba su fin. Aquel
domingo le purgaron. Durmió plácidamente e incluso consiguió tragar algo de
comida.
Después del almuerzo me dirigí a descansar a mis aposentos. Atajaba por
unos corredores cuando fui testigo de algo que en un primer momento no asocié
con lo que todos comentaban: « ¿Había testado el rey ?» . « ¿A favor de quién?» .
Una mujer desesperada llamaba a la guardia. En un principio no me detuve,
sin duda era un ajuste de cuentas entre la servidumbre que no merecía
comentario ni indagación. Al no recibir respuesta, aquella mujer me sujetó del
brazo suplicando:
—¡Ay udadme, señora!
Enfadada, tiré de mi manga. Lágrimas de impotencia surgieron de sus ojos.
Pensé qué era una histérica y proseguí mi camino.
—Auxiliadme, os lo ruego. ¡A vos os harán más caso! ¿Es que nadie se
inmuta ante el desangramiento de un fiel servidor del rey ?
Me detuve de inmediato.
Aquella mujer no esperó, retomó mi brazo y me llevó corriendo hacia una
humilde celda.
Al entrar en aquel cuartucho quedé estupefacta. Dos siervas intentaban
contener la sangre del cuello de un degollado. Estaba claro que manaba más
sangre por las arrugas de sus empapados delantales que por las venas de aquel
desgraciado.
Incapaces de cesar en su intento, continuaban estrujando el cuello, como si
así pudiesen devolver la vida a aquel hombre anónimo que y a no era más que un
cadáver caliente.
Sin saber por qué, mi vista cay ó en las llamas del hogar. Un inmenso legajo
era pasto del fuego. Miré al muerto. ¿De qué le conocía?
Me dije que era sumamente extraño que una persona humilde supiese leer y
más aún que quemara sin más algo tan preciado, caro y difícil de conseguir
como el papel. La sospecha me asustó cuando al lado de su catre vi una bolsa de
cuero vacía.
¡Mis sospechas eran ciertas! Aquel hombre no era otro que el que había
salido de los aposentos reales cargado con ella el día en que todos creímos que
vuestro padre haría testamento. Sin duda quedó como depositario secreto de este
importante documento. ¿Quién iría a buscarlo en los cuartos de la servidumbre?
Muy pocas personas debían de saberlo, aparte de los presentes aquel día. Una de
ellas había sido la mano ejecutora. Pero ¿quién?
Sería imposible averiguarlo, y a que la gran may oría rendía pleitesía a Isabel
sin haber muerto aún vuestro padre.
Sólo podía hacer una cosa: avisar al rey.

Pasados cinco minutos, la guardia me impedía el paso a sus aposentos. Al


parecer había empeorado y un fortísimo dolor lo estaba matando. Esperé durante
horas a que me permitiesen la entrada. De nada sirvieron mis súplicas y pataleos.
Ante el persistente dolor, no se le podía molestar.
Vos estabais junto a él y no os quisieron avisar.
Cuando accedí a su cámara eran las dos de la madrugada. Don Enrique
acababa de fallecer en vuestros brazos.
Relación hallada en el archivo
del convento
de las clarisas de Santarem[1]
«… mi señor y padre murió vestido con una miserable túnica, a los pies de su
cama unos gastados borceguíes moriscos. Su rostro deformado lo hacía casi
irreconocible. Quedó tan deshecho que no fue menester embalsamarlo. Fui yo
quien le cerré los ojos.
»En su último deseo expresó que su cuerpo fuera enterrado en el monasterio
de Guadalupe, debajo de la sepultura de su madre. Aunque, según un reciente
testimonio de doña Mencía de Lemos, antigua dueña de mi madre y fiel servidora
mía, mi padre redactó un testamento poco antes de morir, de su voluntad respecto
a la sucesión del trono entonces no se encontró palabra.
»Don Enrique el cuarto, rey de Castilla y León, a sus cincuenta y cuatro años
me dejaba sola ante mi porvenir, encendiendo la llama que quemaría sus reinos.
»La reacción de mi tía, doña Isabel, al enterarse del óbito fue inmediata. Se
despojó de sus enlutadas ropas para proclamarse reina en Segovia. Muchos fueron
los antiguos servidores de mi padre que la animaron a ello. Entre éstos destacó
Cabrera, que le entregó las llaves del alcázar, donde se encontraba el tesoro. Más
tarde mi tía lo premiaría con el marquesado de Moya. La Bobadilla al fin podía
quitarse la máscara.
»Tan útil fue la muerte de mi padre para muchos que se pensó en el arsénico
como causante, puesto que este veneno suele provocar los mismos efectos que él
sufrió. Mi madre demandó una investigación a los consejos y yo misma, a pesar de
mi corta edad, envié una carta a las autoridades de Madrid para que investigaran.
Pero todos, codiciosos de terminar de una vez por todas con la sucesión,
decidieron hacer oídos sordos. A partir de entonces, me separaron de mi madre
para siempre. Nadie parecía querer oír hablar de la reina viuda. A los pocos
meses de morir mi padre, ella le siguió, falleciendo a los treinta años, algunos
dijeron que envenenada. El caso es que doña Juana de Portugal, que amaba la
alegría y la pompa, murió humildemente, tirada en el suelo frío de un convento,
cubierta con un pobre hábito.
»Sobre la tierra sólo existía entonces un hombre capaz de luchar por mis
derechos, puesto que pronto se convertiría en mi esposo. Al menos así lo pensé yo,
de acuerdo con las capitulaciones matrimoniales que en su día se acordaron.
»Mi tío, don Alfonso, rey de Portugal, buscaría debajo de cada piedra a todos
los que creían en mi causa, organizaría sus huestes y junto a ellos lucharía hasta la
extenuación por restablecerme en el trono.
»Mi paladín portugués entró en Castilla y se dirigió a Trujillo, donde entonces
me encontraba bajo la guardia y custodia del hijo de Villena. Allí me desposé con
él, añadiendo a mis reinos el de Portugal. Pendiente de consumación quedó el
matrimonio, pero mi marido ya empezó a hacerse llamar rey de Castilla y León.
»Mas el ímpetu del lusitano fue mermando según pasaba el tiempo, en parte
porque las ayudas del rey francés, enemigo del de Aragón y por tanto contrario a
la unión de ese reino con Castilla, nunca llegaron; en parte a instancias del
sucesor e hijo de mi marido, a quien no convenía para su futuro seguir en guerra
con Castilla por mi causa. Y así, casi dos años después de la muerte de mi padre,
se selló mi derrota.
»Castilla quedaba ensangrentada y mi trono arrebatado, su corona real
encajada en las sienes de mi tía Isabel. A partir de entonces, en los corredores del
alcázar de Segovia, pasé a ser apodada «la mochacha». Para el vulgo pasé a ser
«la Beltraneja».
»Me refugié en Portugal, esperando en mi protector a ultranza, mi tío y
marido, don Alfonso. Pero el rey de Portugal recapacitó sobre la conveniencia de
nuestro matrimonio, y dado que aún no se había consumado pensó en pedir su
anulación. Cosa que hizo apenas firmado el tratado de Alçacovas, que fijó la paz
definitiva con Castilla. De un plumazo perdí mis reinos patrimoniales y la corona
real portuguesa.
»La posibilidad de llegar a recuperar un día mi legítimo trono se me ofreció
más tarde de la mano de un matrimonio con mi primo, el infante don Juan, único
varón que mi tía Isabel tuviera con don Fernando de Aragón. Pero cuando se hizo
este ofrecimiento el niño sólo contaba dos años, por lo tanto yo habría de esperar
al menos doce más para poder consumarlo; entonces contaría más de cuarenta.
Demasiado tiempo para no ver la voluntad de mi astuta tía de tenerme controlada.
»No obstante mi juventud, comprendí que sólo podría demostrar la veracidad
de mi legitimidad a través del sacrificio. Mi honra había sido mancillada al igual
que la de mis padres. La mentira había cuajado sobre mi persona, intentando
ahogarme desde que nací. Pero yo no sería muñeco en manos de nadie. Me
mantendría incólume y así seguiría. Por tanto, nunca aceptaría un matrimonio con
mi primo Juan, que sólo me habría valido el título de reina consorte. Yo fui
reconocida y jurada como heredera al trono de Castilla. Por tanto, habiendo
muerto mi padre, reina legítima me consideraba. Y si ellos así no lo pensaban,
había una cosa que no podían arrancarme, como me arrancaron la corona, y esa
cosa era la dignidad. No pensaba perderla aceptando aquel absurdo matrimonio.
»Preferí el convento, que se me ofrecía como alternativa. No le daría el gusto
a esa usurpadora de caer en sus redes. Además, en tanto yo me mantuviese célibe
siempre podía ser una amenaza y ellos nunca se quedarían tranquilos.
»Decidí entrar en la orden de las clarisas y aceptar sus votos. Al fin y al cabo
siempre había sido pobre, obediente y casta en la vida laica. Ocho pretendientes
tuve y estuve casada dos veces, una con el hermano del rey de Francia, y otra
con el rey de Portugal, y aun así mantuve mi virginidad.
»Pero si he de ser sincera, debo confesar que la primera vez que profesé mi
vocación no era la clausura. Ésta sólo me servía como muleta para esperar. Qué
mejor lugar que un convento para estar lejos de aduladores y oportunistas que me
prometían recuperar la corona a cambio de un matrimonio.
Después de un año de novicia en el convento de Santarem, tomé
definitivamente el velo. Como he dicho, mi vocación no era segura. Pero a lo
largo del año de noviciado experimenté cómo el muro que me separaba del
mundo exterior me protegía del dolor. Aislada de todos, podía pensar y llegar a
conclusiones por mí misma, sin coacciones de ningún tipo. Para mi padre había
sido la prueba de su virilidad puesta en entredicho. Para mi madre, un ejemplo
para acallar los juicios negativos contra su persona, que de nada le sirvió, pues sus
posteriores devaneos fueron lisonjas para sus enemigos. Para los Mendoza fui una
moneda de cambio y garantía. Para los enemigos del reino un instrumento de sus
planes. ¿Y para mí misma? ¿Alguien que servía tan bien a los demás que habían
evitado enseñarme a valerme por mí misma? Mientras me despojaba de brocados
para vestir el humilde hábito de Santa Clara, supe cómo dar sentido a tanto
descuido por parte de los demás. Sí, al caer el último rizo de mi rubia cabellera me
convencí de lo que debía hacer.
»La clausura no sería definitiva: en un futuro muy lejano tenía la intención de
vivir en el siglo y establecerme en Lisboa. Me costó al principio, pero al final lo
logré. Entraba y salía del convento discretamente y sin hacer daño a nadie. Pero
cuando el hecho se hizo público, muchos temblaron. Especialmente en Castilla.
Mis tíos Isabel y Fernando presionaron al Papa hasta que consiguieron que él, por
medio de una bula, ordenara mi clausura definitiva y me prohibiera mi regreso al
siglo, con el fin de no obstaculizar la buena marcha de los reinos de España y
Portugal. La mano temblorosa y asustadiza de quien un día me robó impunemente
la corona se vislumbraba con claridad tras el mandato pontifical.
»Mi real persona seguía siendo una amenaza. Y lo ha seguido siendo hasta
ahora. Ayer mismo llegó un correo de España, con una petición de mi tío,
Fernando de Aragón, para que me case con él.
»Su mujer, mi tía Isabel, murió. El heredero de la corona que con tanta saña
me arrancaron, el infante don Juan, también falleció, así como el pequeño hijo del
que había dejado embarazada a su mujer, Margarita de Austria. Murió también la
infanta Isabel, hija de Isabel y de Fernando, y su pequeño hijo Miguel, que podría
haber heredado los tronos de Portugal, de Castilla y León y de Aragón. Ahora, a
don Fernando sólo le queda esperar en su hija Juana, que dicen que no está muy
bien de la sesera, y en su yerno Felipe, al que llaman el Hermoso, de quien
desconfía. Ni siquiera le satisface su nieto Carlos, el flamenco, como posible
heredero. Si yo aceptara casarme con mi tío, quizá podría reivindicar mis
derechos al trono de Castilla y así él podría seguir reinando.
»Aceptar la propuesta de don Fernando saciaría tal vez las ansias de venganza
que tuve una vez en contra de mi tía y madrina, “la roba tronos”, Isabel la
Católica. Me casaría con el que fue su marido. Y si pariese un hijo varón con él,
aunque nunca Fernando lograra a través de mí hacerse otra vez con el trono de
Castilla, conseguiría separar de nuevo el reino de Castilla y León del de Aragón.
»Pero si de algo me han servido estos treinta años que llevo fuera de España
es a ser prudente. A mis cuarenta y tres años es difícil que quede embarazada.
»De todas formas, ¿por qué habría de aceptar? Un día rechacé la oferta de
casarme con su hijo Juan, y ahora es placentero volver a repetir la negativa ante
el marido de la usurpadora. ¿Por venganza? No lo creo. La larga lista de muertes
y desgracias que acaecieron a mi tía Isabel, muerta con la perspectiva de que
todo lo que había construido gracias a la traición a su hermano y a su sobrina se
deshiciera, ya me parece suficiente venganza, en la que yo no hube de intervenir.
»He sobrevivido a su reinado y puede que sobreviva al de su hija loca, si es
que llega a reinar.
»Pero hay otra razón por la cual no voy a aceptar. Yo no necesito casarme con
nadie para ser quien soy. Del mismo modo que nunca me ha hecho falta que se me
asegurara que era auténtica hija de mi padre, el rey don Enrique el cuarto de
Castilla, para sentir que lo era. Ya que ningún testimonio, ni siquiera de la persona
más fiel del mundo, podría cambiar lo que dicta el corazón de una hija respecto de
su verdadero y auténtico padre.
»Si he solicitado y escuchado, silenciosa y atenta, el testimonio de quien estuvo
cercana a ciertos hechos, que por no haber todavía nacido, o ser de poca edad, o
no estar yo presente, desconocía o no podía recordar, ha sido por motivos distintos
a la supuesta inseguridad acerca de mis legítimos orígenes.
»Soy consciente de que la historia la escriben los vencedores, los cuales
logran dominar tan bien la mente de los demás a través del temor que infunden
con su poder, o con sus lisonjas, que, para que no se olvide la verdad, es necesario
mentarla a menudo y contar con el máximo de testimonios fieles de quienes han
sido testigos de los hechos, que los que vencieron contarán a su favor.
»Sé que así ha sido con mis tíos, Isabel y Fernando, y puede que así sea con
quienes les sigan en el trono, y que mucho tiempo habrá de pasar para que alguien
intente hacerme justicia sin temor a represalia. Pero algún día, alguien enderezará
los tergiversados caminos de la injusticia y hará valer mis derechos, así hayan
pasado cinco siglos de mi muerte. Porque la verdad, más allá de la voluntad de
algunos, siempre sale a la luz. Tan convencida estoy de todo ello, que para que
quede registro de lo ocurrido ordeno y mando que se guarde copia del testimonio
de doña Mencía de Lemos junto con esta mi declaración. Dada en Lisboa, el 26 de
diciembre del año del Señor de 1506.

»Yo, la reina».

Hay una rúbrica (ilegible).


ALMUDENA DE ARTEAGA. Nacida en Madrid el 25 de junio de 1967. Casada
y con dos hijas sigue residiendo en esta ciudad. Es licenciada en Derecho por la
universidad complutense de Madrid y Diplomada en Genealogía, heráldica y
nobiliaria por el instituto Salazar y Castro.
Ejerció la abogacía durante seis años, especializándose en Derecho civil y
Laboral. Trabajó como documentalista en los libros de « La insigne orden del
Toisón de Oro» y « La orden Real de España» , ensay o histórico.
En 1997 publica su primera novela « La Princesa de Éboli» . Después del éxito
obtenido dejó el ejercicio del derecho para dedicarse en exclusiva a la literatura.
A esta primera novela le siguieron otras diez obras de diferente índole.
Reconocida por la crítica como una de las más destacadas escritoras de novela
histórica actuales, sus libros han llegado a permanecer más de cuatro meses en
las listas de los más vendidos, con numerosas reediciones y se han traducido a
varios idiomas.
Actualmente continúa escribiendo, conferenciando en foros literarios e históricos
y colaborando como articulista en periódicos y revistas de ámbito nacional.
Notas
[1] Faltan las primeras páginas. (Nota del editor.) <<

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