La Caja. El Dato

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MARIO VARGAS LLOSA

LA CAJA CHINA

Otro recurso del que se valen los narradores para dotar a sus historias de poder
persuasivo es el que podríamos llamar “la caja china” o la “muñeca rusa” (la matriuska).
¿En qué consiste? En construir una historia como aquellos objetos folclóricos en los que
se hallan contenidos objetos similares de menor tamaño, en una sucesión que se prolonga
a veces hasta lo infinitesimal. Sin embargo, una estructura de esta índole, en la que una
historia principal genera otra u otras historias derivadas, no puede ser algo mecánico
(aunque muchas veces lo sea) para que el procedimiento funcione. Éste tiene un efecto
creativo cuando una construcción así introduce en la ficción una consecuencia significativa
–el misterio, la ambigüedad, la complejidad-- en el contenido de la historia y aparece por
consiguiente como necesaria, no como mera yuxtaposición sino como simbiosis o alianza
de elementos que tienen efectos trastornadores y recíprocos sobre todos ellos. Por
ejemplo, aunque se puede decir que en Las mil y una noches la estructura de cajas chinas
del conjunto de las célebres historias árabes que, desde que fueran descubiertas y
traducidas al inglés y al francés, harían las delicias de Europa, es muchas veces
mecánica, es evidente que en una novela moderna como La vida breve, de Onetti, la caja
china que tiene lugar en ella es enormemente eficaz pues de ella resultan, en buena
medida, la extraordinaria sutileza de la historia y las astutas sorpresas que ella depara a
sus lectores.
Pero voy demasiado de prisa. Sería conveniente empezar desde el principio,
describiendo con más calma esta técnica o recurso narrativo que los españoles pudieron
leer en una versión de Blasco Ibáñez, quien la tradujo a su vez de la traducción francesa
del Dr. J. C. Mardrus: Las mil y una noches. Permítame que le refresque la memoria sobre
la articulación de las historias entre sí. Para librarse de ser degollada como les ocurre a las
esposas del terrible Sultán, Scheherazade le cuenta historias y se las arregla para que,
cada noche, la historia se interrumpa de tal modo que la curiosidad de aquél por lo que va
a suceder –el suspenso-- le prolongue la vida un día más. Así sobrevive mil y una noches,
al cabo de las cuales el Sultán le perdona la vida (ganando para la ficción hasta extremos
adictivos) a la eximia narradora. ¿Cómo se las ingenia la hábil Scheherazade para contar
de manera enlazada, sin cesuras, esa interminable historia hecha de historias de la que
pende su vida? Mediante el recurso de la caja china. Insertando historias dentro de
historias a través de mudas de narrador (que son temporales, espaciales y de nivel de
realidad). Así: dentro de la historia del derviche ciego que está contando Scheherazade al
Sultán hay cuatro mercaderes, uno de los cuales cuenta a los otros tres la historia del
mendigo leproso de Bagdad, historia dentro de la cual aparece un pescador aventurero
que, ni corto ni perezoso, deleita a un grupo de compradores en un mercado de Alejandría
con sus proezas marineras. Como en una caja china o una muñeca rusa cada historia
contiene otra historia, subordinada, en primero, segundo o tercer grado. De este modo,
gracias a esas cajas chinas, las historias quedan articuladas dentro de un sistema en el
que el todo se enriquece con la suma de las partes y en las que cada parte –cada historia
particular-- es enriquecida también (al menos afectada) por su carácter dependiente o
generador respecto de las otras historias.
Usted debe de haber inventariado ya, en su memoria, un buen número de sus
ficciones preferidas, clásicas o modernas, en las que hay historias dentro de historias, ya
que se trata de un recurso antiquísimo y generalizado, que, sin embargo, pese a tanto uso,
en manos de un buen narrador resulta siempre original. A veces, y sin duda es el caso de
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Las mil y una noches, la caja china se aplica de manera un tanto mecánica, sin que
aquella generación de historias por las historias tenga reverberaciones significativas sobre
las historias-madres (llamémoslas así). Estas reverberaciones se dan, por ejemplo, en el
Quijote cuando Sancho cuenta –intercalada de comentarios e interrupciones del Quijote
sobre su manera de contar-- el cuento de la pastora Torralba (caja china en la que hay una
interacción entre la historia-madre y la historia-hija), pero no ocurre así con otras cajas
chinas, por ejemplo la novela El curioso impertinente, que el cura lee en la ventana
mientras don Quijote está durmiendo. Más que de una caja china en este caso cabría
hablar de un collage, pues (como ocurre con muchas historias-hijas, o historias-nietas de
Las mil y una noches), esta historia tiene una existencia autónoma y no provoca efectos
temáticos ni psicológicos sobre la historia en la que está contenida (las aventuras de don
Quijote y Sancho). Algo similar puede decirse, desde luego, de otra caja china del gran
clásico: El capitán cautivo.
La verdad es que se podría escribir un voluminoso ensayo sobre la diversidad y
variedad de cajas chinas que aparecen en el Quijote, ya que el genio de Cervantes dio
una funcionalidad formidable a este recurso, desde la invención del supuesto manuscrito
de Cide Hamete Benengeli del que el Quijote sería versión o transcripción (esto queda
dentro de una sabia ambigüedad). Puede decirse que se trataba de un tópico, desde
luego, usado hasta el cansancio por las novelas de caballerías, todas las cuales fingían
ser (o proceder de) manuscritos misteriosos hallados en exóticos lugares. Pero ni siquiera
el uso de tópicos en una novela es gratuito: tiene consecuencias en la ficción, a veces
positivas, a veces negativas. Si tomamos en serio aquello del manuscrito de Cide Hamete
Benengeli, la construcción del Quijote sería una matriuska de por lo menos cuatro pisos de
historias derivadas:
1) El manuscrito de Cide Hamete Benengeli, que desconocemos en su totalidad e
integridad sería la primera caja. La inmediatamente derivada de ella, o primera historia-hija
es
2) La historia de don Quijote y Sancho que llega a nuestros ojos, una historia-hija
en la que hay contenidas numerosas historias-nietas (tercera caja china) aunque de índole
diferente:
3) Historias contadas por los propios personajes entre sí como la ya mencionada de
la pastora Torralba que cuenta Sancho, e
4) Historias incorporadas como collages que leen los personajes y que son historias
autónomas y escritas, no visceralmente unidas a la historia que las contiene, como El
curioso impertinente o El capitán cautivo.
Ahora bien, la verdad es que, tal como aparece Cide Hamete Benengeli en el
Quijote, es decir, citado y mencionado por el narrador-omnisciente y excéntrico a la
historia narrada (aunque entrometido en ella, como vimos hablando del punto de vista
espacial) cabe retroceder todavía más y establecer que, puesto que Cide Hamete
Benengeli es citado, no se puede hablar de su manuscrito como de la primera instancia, la
realidad fundacional –la madre de todas las historias-- de la novela. Si Cide Hamete
Benengeli habla y opina en primera persona en su manuscrito (según las citas que hace
de él el narrador-omnisciente) es obvio que se trata de un narrador-personaje y que, por lo
tanto, está inmerso en una historia que sólo en términos retóricos puede ser autogenerada
(se trata, claro está, de una ficción estructural). Todas las historias que tienen ese punto
de vista en las que el espacio narrado y el espacio del narrador coinciden tienen, además,
fuera de la realidad de la literatura, una primera caja china que las contiene: la mano que
las escribe, inventando (antes que nada) a sus narradores. Si llegamos hasta esa mano

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primera (y solitaria, pues ya sabemos que Cervantes era manco) debemos aceptar que las
cajas chinas del Quijote constan hasta de cuatro realidades superpuestas.
El paso de una a otra de esas realidades –de una historia-madre a una historia-
hija-- consiste en una muda, lo habrá advertido. Digo “una” muda y me desdigo de
inmediato, pues lo cierto es que en muchos casos la caja china resulta de varias mudas
simultáneas: de espacio, tiempo y nivel de realidad. Veamos, como ejemplo, la admirable
caja china sobre la que discurre La vida breve de Juan Carlos Onetti.
Esta magnífica novela, una de las más sutiles y hábiles que se hayan escrito en
nuestra lengua, está montada enteramente, desde el punto de vista técnico, sobre el
procedimiento de la caja china, que Onetti utiliza con mano maestra para crear un mundo
de delicados planos superpuestos y entreverados en los que se disuelven las fronteras
entre ficción y realidad (entre la vida y el sueño o los deseos). La novela está narrada por
un narrador-personaje, Juan María Brausen, quien, en Buenos Aires, se tortura con la idea
de la ablación de un pecho de su amante Gertrudis (víctima del cáncer), espía y fantasea
a una vecina, Queca, y debe escribir un argumento de cine. Todo esto constituye la
realidad básica o primera caja de la historia. Ésta se desliza, sin embargo, de manera
subrepticia, hacia una colonia a orillas del río de la Plata, Santa María, donde un médico
cuarentón de dudosa moral vende morfina a una de sus pacientes. Pronto descubriremos
que Santa María, el médico Díaz Grey y la misteriosa morfinómana son una fantasía de
Brausen, una realidad segunda de la historia, y que, en verdad, Díaz Grey es algo así
como un alter ego del propio Brausen y que su paciente morfinómana es una proyección
de Gertrudis. La novela va transcurriendo, de este modo, mediante mudas (de espacio y
nivel de realidad) entre estos dos mundos o cajas chinas, trasladando al lector
pendularmente de Buenos Aires a Santa María y de allí a Buenos Aires, en un ir y venir
que, disimulado por la apariencia realista de la prosa y la eficacia de la técnica, es un viaje
entre la realidad y la fantasía, o, si se prefiere, entre el mundo objetivo y el subjetivo (la
vida de Brausen y las ficciones que elucubra). Esta caja china no es la única de la novela.
Hay otra, paralela. Brausen espía a su vecina, una prostituta llamada Queca, que recibe
clientes en el departamento vecino al suyo en Buenos Aires. Esta historia de Queca
transcurre –eso parece al principio-- en un plano objetivo, como la de Brausen, aunque
nos llega a los lectores mediatizada por el testimonio del narrador, un Brausen que debe
conjeturar mucho de lo que hace la Queca (a la que oye pero no ve). Ahora bien, en un
momento dado –uno de los cráteres de la novela y una de las mudas más eficaces-- el
lector descubre que el criminoso Arce, cafiche de Queca, quien terminará asesinando a
ésta, es, en realidad, también –ni más ni menos que como el médico Díaz Grey-- otro alter
ego de Brausen, un personaje (parcial o totalmente, esto no está claro) creado por
Brausen, es decir alguien que viviría en un distinto plano de realidad. Esta segunda caja
china, paralela a la de Santa María, coexiste con aquélla, aunque no es idéntica, pues, a
diferencia de ella que es enteramente imaginaria –Santa María y sus personajes sólo
existen en la fantasía de Brausen-- está como a caballo entre la realidad y la ficción, entre
la objetividad y la subjetividad, pues Brausen en este caso ha añadido elementos
inventados a un personaje real (la Queca) y a su entorno. La maestría formal de Onetti –su
escritura y la arquitectura de la historia-- hace que aquella novela aparezca al lector como
un todo homogéneo, sin cesuras internas, pese a estar conformada, como hemos dicho,
de planos o niveles de realidad diferentes. Las cajas chinas de La vida breve no son
mecánicas. Gracias a ellas descubrimos que el verdadero tema de la novela no es la
historia del publicista Brausen, sino algo más vasto y compartido por la experiencia
humana: el recurso a la fantasía, a la ficción, para enriquecer la vida de las gentes y la
manera en que las ficciones que la mente fabula se sirven, como materiales de trabajo, de
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las menudas experiencias de la vida cotidiana. La ficción no es la vida vivida, sino otra
vida, fantaseada con los materiales que aquélla le suministra y sin la cual la vida
verdadera sería más sórdida y pobre de lo que es.
Hasta pronto.

Mario Vargas Llosa: “La caja china”, Cartas a un joven novelista, Editorial Planeta
Mexicana, S. A., México, 1997, pp. 117-125.

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EL DATO ESCONDIDO

(...) En alguna parte, Ernest Hemingway cuenta que, en sus comienzos literarios, se
le ocurrió de pronto, en una historia que estaba escribiendo, suprimir el hecho principal:
que su protagonista se ahorcaba. Y dice que, de este modo, descubrió un recurso
narrativo que utilizaría con frecuencia en sus futuros cuentos y novelas. En efecto, no es
exagerado decir que las mejores historias de Hemingway están llenas de silencios
significativos, datos escamoteados por un astuto narrador que se las arregla para que las
informaciones que calla sean sin embargo locuaces y azucen la imaginación del lector, de
modo que éste tenga que llenar aquellos blancos de la historia con hipótesis y conjeturas
de su propia cosecha. Llamemos a este procedimiento “el dato escondido” y digamos
rápidamente que, aunque Hemingway le dio un uso personal y múltiple (algunas veces,
magistral), estuvo lejos de inventarlo, pues es una técnica vieja como la novela.
Pero, es verdad que pocos autores modernos se sirvieron de él con la audacia que
el autor de El viejo y el mar, ¿Recuerda usted ese cuento magistral, acaso el más célebre
de Hemingway, llamado “The killers” (“Los asesinos”)? Lo más importante de la historia es
un gran signo de interrogación: ¿por qué quieren matar al sueco Ole Andreson ese par de
forajidos que entran con fusiles de cañones recortados al pequeño restaurante Henry’s de
esa localidad innominada? ¿Y por qué este misterioso Ole Andreson, cuando el joven Nick
Adams le previene que hay un par de asesinos buscándolo para acabar con él, rehúsa huir
o dar parte a la policía y se resigna con fatalismo a su suerte? Nunca lo sabremos. Si
queremos una respuesta para estas dos preguntas cruciales de la historia, tenemos que
inventarlas nosotros, los lectores, a partir de los escasos datos que el narrador-
omnisciente e impersonal nos proporciona: que, antes de avecindarse en el lugar, el sueco
Ole Andreson parece haber sido boxeador, en Chicago, donde algo hizo (algo errado, dice
él) que selló su suerte.
El dato escondido o narrar por omisión no puede ser gratuito ni arbitrario. Es
preciso que el silencio del narrador sea significativo, que ejerza una influencia inequívoca
sobre la parte explícita de la historia, que esa ausencia se haga sentir y active la
curiosidad, la expectativa y la fantasía del lector. Hemingway fue un eximio maestro en el
uso de esta técnica narrativa, como se advierte en “The killers”, ejemplo de economía
narrativa, texto que es como la punta de un iceberg, una pequeña prominencia visible que
deja entrever en su brillantez relampagueante toda la compleja masa anecdótica sobre la
que reposa y que ha sido birlada al lector. Narrar callando, mediante alusiones que
convierten el escamoteo en expectativa y fuerzan al lector a intervenir activamente en la
elaboración de la historia con conjeturas y suposiciones es una de las más frecuentes
maneras que tienen los narradores para hacer brotar vivencias en sus historias, es decir,
dotarlas de poder de persuasión.
¿Recuerda usted el gran dato escondido de la (a mi juicio) mejor novela de
Hemingway, The sun also rises? Sí, esa misma: la impotencia de Jake Barnes, el narrador
de la novela. No está nunca explícitamente referida; ella va surgiendo –casi me atrevería a
decir que el lector, espoleado por lo que lee, la va imponiendo al personaje-- de un silencio
comunicativo, esa extraña distancia física, la casta relación corporal que lo une a la bella
Brett, mujer a la que transparentemente ama y que sin duda también lo ama o podría
haberlo amado si no fuera por algún obstáculo o impedimento del que nunca tenemos
información precisa. La impotencia de Jake Barnes es un silencio extraordinariamente
explícito, una ausencia que se va haciendo muy llamativa, a medida que el lector se
sorprende con el comportamiento inusitado y contradictorio de Jake Barnes para con Brett,
hasta que la única manera de explicárselo es descubriendo (¿inventando?) su impotencia.
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Aunque silenciado, o, tal vez, precisamente por la manera en que lo está, ese dato
escondido baña la historia de The sun also rises con una luz muy particular.
La celosía, de Robbe-Grillet (La Jalousie, en francés) es otra novela donde un
ingrediente esencial de la historia –nada menos que el personaje central-- ha sido exiliado
de la narración, pero de tal modo que su ausencia se proyecta en ella de manera que se
hace sentir a cada instante. Como en casi todas las novelas de Robbe-Grillet, en La
Jalousie no hay propiamente una historia, no por lo menos como se entendía a la manera
tradicional –un argumento con principio, desarrollo y conclusión--, sino, más bien, los
indicios o síntomas de una historia que desconocemos y que estamos obligados a
reconstituir como los arqueólogos reconstruyen los palacios babilónicos a partir de un
puñado de piedras enterradas por siglos, o los zoólogos reedifican a los dinosaurios y
pterodáctilos de la prehistoria valiéndose de una clavícula o un metacarpo. De manera que
podemos decir que las novelas de Robbe-Grillet están, todas, concebidas a partir de datos
escondidos. Ahora bien, en La Jalousie este procedimiento es particularmente funcional,
pues, para que lo que en ella se cuenta tenga sentido, es imprescindible que esa
ausencia, ese ser abolido, se haga presente, tome forma en la conciencia del lector.
¿Quién es ese ser invisible? Un marido celoso, como lo sugiere el título del libro con su
ambivalente significado, alguien que, poseído por el demonio de la desconfianza, espía
minuciosamente todos los movimientos de la mujer a la que cela sin ser advertido por ella.
Esto no lo sabe con certeza el lector; lo deduce o lo inventa, inducido por la naturaleza de
la descripción, que es la de una mirada obsesiva, enfermiza, dedicada al escrutinio
detallado, enloquecido, de los más ínfimos desplazamientos, gestos e iniciativas de la
esposa. ¿Quién es el matemático observador? ¿Por qué somete a esa mujer a este
asedio visual? Esos datos escondidos no tienen respuesta dentro del discurso novelesco y
el propio lector debe esclarecerlos a partir de las pocas pistas que la novela le ofrece. A
esos datos escondidos definitivos, abolidos para siempre de una novela, podemos
llamarlos elípticos, para diferenciarlos de los que sólo han sido temporalmente ocultados al
lector, desplazados en la cronología novelesca para crear expectativa, suspenso, como
ocurre en las novelas policiales, donde sólo al final se descubre al asesino. A esos datos
escondidos sólo momentáneos –descolocados-- podemos llamarlos datos escondidos en
hipérbaton, figura poética que, como usted recordará, consiste en descolocar una palabra
en el verso por razones de eufonía o rima (“Era del año la estación florida...” en vez del
orden regular: “Era la estación florida del año...”).
Quizás el dato escondido más notable en una novela moderna sea el que tiene
lugar en la tremebunda Santuario (Sanctuary), de Faulkner, donde el cráter de la historia –
la desfloración de la juvenil y frívola Temple Drake por Popeye, un gángster impotente y
psicópata, valiéndose de una mazorca de maíz-- está desplazado y disuelto en hilachas de
información que permiten al lector, poco a poco y retroactivamente, tomar conciencia del
horrendo suceso. De este abominable silencio irradia la atmósfera en que transcurre
Santuario: una atmósfera de salvajismo, represión sexual, miedo, prejuicio y primitivismo
que da a Jefferson, Memphis y los otros escenarios de la historia, un carácter simbólico,
de mundo del mal, de la perdición y caída del hombre, en el sentido bíblico del término.
Más que una transgresión de las leyes humanas, la sensación que tenemos ante los
horrores de esta novela –la violación de Temple es apenas uno de ellos; hay, además, un
ahorcamiento, un linchamiento por fuego, varios asesinatos y un variado abanico de
degradaciones morales-- es la de una victoria de los poderes infernales, de una derrota del
bien por un espíritu de perdición, que ha logrado enseñorearse de la tierra. Todo
Santuario está armado con datos escondidos. Además de la violación de Temple Drake,
hechos tan importantes como el asesinato de Tommy y de Red o la impotencia de Popeye
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son, primero, silencios, omisiones que sólo retroactivamente se van revelando al lector,
quien, de este modo, gracias a esos datos escondidos en hipérbaton va comprendiendo
cabalmente lo sucedido y estableciendo la cronología real de los sucesos. No sólo en ésta,
en todas sus historias, Faulkner fue también un consumado maestro en el uso del dato
escondido.
Quisiera ahora, para terminar con un último ejemplo de dato escondido, dar un salto
atrás de quinientos años, hasta una de las mejores novelas de caballerías medievales, el
Tirant Lo Blanc, de Joanot Martorell, una de mis novelas de cabecera. En ella el dato
escondido –como hipérbaton o como elipsis-- es utilizado con la destreza de los mejores
novelistas modernos. Veamos cómo está estructurada la materia narrativa de uno de los
cráteres activos de la novela: las bodas sordas que celebran Tirant y Carmesina y
Diafebus y Estefanía (episodio que abarca desde mediados del capítulo CLXII hasta
mediados del CLXIII). Éste es el contenido del episodio. Carmesina y Estefanía introducen
a Tirant y Diafebus en una cámara del palacio. Allí, sin saber que Plaerdemavida los espía
por el ojo de la cerradura, las dos parejas pasan la noche entregadas a juegos amorosos,
benignos en el caso de Tirant y Carmesina, radicales en el de Diafebus y Estefanía. Los
amantes se separan al alba y, horas más tarde, Plaerdemavida revela a Estefanía y
Carmesina que ha sido testigo ocular de las bodas sordas.
En la novela esta secuencia no aparece en el orden cronológico “real”, sino de
manera discontinua, mediante mudas temporales y un dato escondido en hipérbaton,
gracias a lo cual el episodio se enriquece extraordinariamente de vivencias. El relato
refiere los preliminares, la decisión de Carmesina y Estefanía de introducir a Tirant y
Diafebus en la cámara y explica cómo Carmesina, maliciando que iba a haber “celebración
de bodas sordas”, simula dormir. El narrador impersonal y omnisciente prosigue, dentro
del orden “real” de la cronología, mostrando el deslumbramiento de Tirant cuando ve a la
bella princesa y cómo cae de rodillas y le besa las manos. Aquí se produce la primera
muda temporal o ruptura de la cronología: “Y cambiaron muchas amorosas razones.
Cuando les pareció que era hora de irse, se separaron uno del otro y regresaron a su
cuarto.” El relato da un salto al futuro, dejando en ese hiato, en ese abismo de silencio,
una sabia interrogación: ¿Quién pudo dormir esa noche, unos por amor, otros por dolor?”
La narración conduce luego al lector a la mañana siguiente. Plaerdemavida se levanta,
entra a la cámara de la princesa Carmesina y encuentra a Estefanía “toda llena de déjame
estar”. ¿Qué ocurrió? ¿Por qué ese abandono voluptuoso de Estefanía? Las
insinuaciones, preguntas, burlas y picardías de la deliciosa Plaerdemavida van dirigidas,
en verdad, al lector, cuya curiosidad y malicia atizan. Y, por fin, luego de este largo y
astuto preámbulo, la bella Plaerdemavida revela que la noche anterior ha tenido un sueño,
en el que vio a Estefanía introduciendo a Tirant y Diafebus en la cámara. Aquí se produce
la segunda muda temporal o salto cronológico en el episodio. Éste retrocede a la víspera
y, a través del supuesto sueño de Plaerdemavida, el lector descubre lo ocurrido en el
curso de las bodas sordas. El dato escondido sale a la luz, restaurando la integridad del
episodio. ¿La integridad cabal? No del todo. Pues, además de esta muda temporal, como
usted habrá observado, se ha producido también una muda espacial, un cambio de punto
de vista espacial, pues quien narra lo que sucede en las bodas sordas ya no es el narrador
impersonal y excéntrico del principio, sino Plaerdemavida, un narrador-personaje, que no
aspira a dar un testimonio objetivo sino cargado de subjetividad (sus comentarios jocosos,
desenfadados, no sólo subjetivizan el episodio; sobre todo, lo descargan de la violencia
que tendría narrada de otro modo la desfloración de Estefanía por Diafebus). Esta muda
doble –temporal y espacial-- introduce pues una caja china en el episodio de las bodas
sordas, es decir una narración autónoma (la de Plaerdemavida) contenida dentro de la
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narración general del narrador-omnisciente. (Entre paréntesis, diré que Tirant Lo Blanc
utiliza muchas veces también el procedimiento de las cajas chinas o muñecas rusas. Las
proezas de Tirant a lo largo del año y un día que duran las fiestas en la corte de Inglaterra
no son reveladas al lector por el narrador-omnisciente, sino a través del relato que hace
Diafebus al conde de Vàroic; la toma de Rodas por los genoveses transparece a través de
un relato que hacen a Tirant y al duque de Bretaña dos caballeros de la corte de Francia y
la aventura del mercader Gaubedi surge de una historia que Tirant cuenta a la Viuda
Reposada.) De este modo, pues, con el examen de un solo episodio de este libro clásico,
comprobamos que los recursos y procedimientos que muchas veces parecen intenciones
modernas por el uso vistoso que hacen de ellos los escritores contemporáneos, en verdad
forman parte del acervo novelesco, pues los usaban ya con desenvoltura los narradores
clásicos. Lo que los modernos han hecho, en la mayoría de los casos, es pulir, refinar o
experimentar con nuevas posibilidades implícitas en unos sistemas de narrar que
surgieron a menudo con las más antiguas manifestaciones escritas de la ficción.
Quizás valdría la pena, antes de terminar esta carta, hacer una reflexión general,
válida para todas las novelas, respecto a una característica innata del género de la cual se
deriva el procedimiento de la caja china. La parte escrita de toda novela es sólo una
sección o fragmento de la historia que cuenta: ésta, desarrollada a cabalidad, con la
acumulación de todos sus ingredientes sin excepción –pensamientos, gestos, objetos,
coordenadas culturales, materiales históricos, psicológicos, ideológicos, etcétera, que
presupone y contiene la historia total-- abarca un material infinitamente más amplio que el
explícito en el texto y que novelista alguno, ni aun el más profuso y caudaloso y con
menos sentido de la economía narrativa, estaría en condiciones de explayar en su texto.
Para subrayar este carácter inevitablemente parcial de todo discurso narrativo, el
novelista Claude Simon –quien de este modo quería ridiculizar las pretensiones de la
literatura “realista” de reproducir la realidad-- se valía de un ejemplo: la descripción de una
cajetilla de cigarrillos Gitanes. ¿Qué elementos debía incluir aquella descripción para ser
realista?, se preguntaba. El tamaño, color, contenido, inscripciones, materiales de que esa
envoltura consta, desde luego. ¿Sería eso suficiente? En un sentido totalizador, de
ninguna manera. Haría falta, también, para no dejar ningún dato importante fuera, que la
descripción incluyera un minucioso informe sobre los procesos industriales que están
detrás de la confección de ese paquete y de los cigarrillos que contiene, y, por qué no, de
los sistemas de distribución y comercialización que los trasladan del productor hasta el
consumidor. ¿Se habría agotado de este modo la descripción total de la cajetilla de
Gitanes? Por supuesto que no. El consumo de cigarrillos no es un hecho aislado, resulta
de la evolución de las costumbres y la implantación de las modas, está entrañablemente
conectado con la historia social, las mitologías, las políticas, los modos de vida de la
sociedad; y, de oro lado, se trata de una práctica –hábito o vicio-- sobre la que la
publicidad y la vida económica ejercen una influencia decisiva, y que tiene unos efectos
determinados sobre la salud del fumador. De donde no es difícil concluir, por este camino
de la demostración llevada a extremos absurdos, que la descripción de cualquier objeto,
aun el más insignificante, alargada con un sentido totalizador, conduce pura y
simplemente a esa pretensión utópica: la descripción del universo.
De las ficciones podría decirse, sin duda, una cosa parecida. Que si un novelista, a
la hora de contar una historia, no se impone ciertos límites (es decir, si no se resigna a
esconder ciertos datos), la historia que cuenta no tendría principio ni fin, de alguna manera
llegaría a conectarse con todas las historias, ser aquella quimérica totalidad, el infinito
universo imaginario donde coexisten visceralmente emparentadas todas las ficciones.

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Ahora bien. Si se acepta este supuesto, que una novela –o, mejor, una ficción
escrita-- es sólo un segmento de la historia total, de la que el novelista se ve fatalmente
obligado a eliminar innumerables datos por ser superfluos, prescindibles y por estar
implicados en los que sí hace explícitos, hay de todas maneras que diferenciar aquellos
datos excluidos por obvios o inútiles, de los datos escondidos a que me refiero en esta
carta. En efecto, mis datos escondidos no son obvios ni inútiles. Por el contrario, tienen
funcionalidad, desempeñan un papel en la trama narrativa, y es por eso que su abolición o
desplazamiento tienen efectos en la historia, provocando reverberaciones en la anécdota o
los puntos de vista.
Finalmente, me gustaría repetirle una comparación que hice alguna vez
comentando Santuario de Faulkner. Digamos que la historia completa de una novela
(aquella hecha de datos consignados y omitidos) es un cubo. Y que cada novela particular,
una vez eliminados de ella los datos superfluos y los omitidos deliberadamente para
obtener un determinado efecto, desprendida de ese cubo adopta una forma determinada:
ese objeto, esa escultura, reflejan la originalidad del novelista. Su forma ha sido esculpida
gracias a la ayuda de distintos instrumentos, pero no hay duda de que uno de los más
usados y valiosos para esta tarea de eliminar ingredientes hasta que se delinea la bella y
persuasiva figura que queremos, es la del dato escondido (si no tiene usted un nombre
más bonito que darle a este procedimiento).
Un abrazo y hasta la próxima.

Mario Vargas Llosa: “El dato escondido”, Cartas a un joven novelista, Editorial Planeta
Mexicana, S. A., México, 1997, pp. 127-138.

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ERNEST HEMINGWAY

“LOS ASESINOS”

La puerta del restaurante Henry se abrió y entraron dos hombres, que se sentaron
ante el mostrador.
--¿Qué les sirvo? –preguntó George.
--No sé –contestó uno de ellos--. ¿Qué quieres comer, Al?
--No sé –dijo Al--. No sé lo que quiero comer.
Afuera aumentaba la oscuridad. Las luces de la calle se veían por la ventana. Los
hombres, sentados ante el mostrador, leían el menú. Desde el otro lado del mostrador,
Nick Adams los miraba. Cuando entraron, estaba hablando con George.
--Una costilla de cerdo con puré de patatas y de manzanas –dijo el primer hombre.
--Eso no está listo todavía.
--¿Y para qué demonios lo pone en la lista?
--Ese es el menú de la comida que empieza a servirse a las seis –explicó George.
--En ese reloj son las cinco y veinte –dijo el segundo hombre.
--Está adelantado veinte minutos.
--¡Al diablo con el reloj! –dijo el primero--, ¿Qué tiene para comer?
--Sandwiches de cualquier clase, jamón o tocino con huevos, carne...
--Yo quiero croquetas de pollo con salsa blanca y puré de patatas.
--Eso también pertenece a la comida.
--Todo lo que queremos pertenece a la comida, ¿eh? ¡Buena manera de trabajar
tiene usted!
--Puedo darles jamón o tocino con huevos, hígado...
--Déme jamón con huevos –dijo el hombre llamado Al. Llevaba un sombrero
redondo y abrigo negro, cruzado, un pañuelo de seda al cuello y guantes. Su rostro era
pequeño y blanco y tenía los labios apretados.
--A mí, huevos con tocino –ordenó el otro. Era aproximadamente de la misma
estatura que Al. Sus caras eran distintas, pero vestían como mellizos. Ambos llevaban
abrigos demasiado ajustados para su cuerpo. Estaban inclinados hacia adelante, con los
codos sobre el mostrador.
--¿Tiene algo para beber? –preguntó Al.
--Silver Beer, Bevo, ginger-ale...
--¡He dicho algo para beber!
--Sólo hay eso que dije.
--Este es un pueblo divertido, ¿no es cierto? –dijo el otro--. ¿Cómo se llama?
--Summit.
--¿Lo has oído nombrar alguna vez? –preguntó Al a su amigo.
--No –dijo éste.
--Y ¿qué hacen por la noche?
--Comen –replicó su amigo--. Vienen aquí a darse la gran comilona.
--Eso es –terció George.
--¿De modo que usted lo cree? –preguntó Al a George.
--Claro.
--Usted es un vivo, ¿no es cierto?
--Sí –dijo George.
--Bueno. Pues no lo es –dijo el hombrecito--. ¿Qué te parece Al?
--Es un estúpido –dijo Al. Se volvió hacia Nick --: ¿Cómo se llama usted?
10
--Adams.
--Otro vivo –dijo Al--. ¿No es cierto que es un vivo, Max?
--Este pueblo está lleno de vivos.
George colocó los dos platos sobre el mostrador, uno con jamón y huevos y el otro
con tocino y huevos. Al lado de éstos puso dos pequeñas fuentes de patatas fritas y cerró
la ventanilla que daba a la cocina.
--¿Cuál es el suyo? –preguntó Al.
--¿No se acuerda?
--Jamón con huevos.
--¡Qué vivo! –exclamó Max. Se inclinó hacia adelante y tomó el plato de jamón con
huevos. Ambos comenzaron a comer con los guantes puestos. George los contemplaba.
--¿Qué está mirando? –dijo Max a George.
--Nada.
--¿Cómo nada? Me estaba mirando a mí.
--Tal vez el muchacho quería hacer una broma, Max –dijo Al.
George rió.
--Usted no tiene que reírse. ¡No tiene que reírse! ¿Entendido?
--Está bien –dijo George.
--¿De modo que piensa que está bien? –Max se volvió hacia Al--. Oye, piensa que
está bien.
--¡Oh!, ¡es todo un pensador! –dijo Al. Siguieron comiendo.
--¿Cómo se llama el vivo que está detrás del mostrador? –preguntó Al a Max.
--¡Eh! ¡Vivo! –dijo Max a Nick--. Vete detrás del mostrador con tu amigo.
--¿Por qué? –preguntó el aludido.
--Por nada.
--Es mejor que vayas –dijo Al. Nick obedeció.
--¿De qué se trata? –preguntó George.
--¿A usted qué diablos le importa? –exclamó Al--. ¿Quién está en la cocina?
--El negro.
--¿Qué negro?
--El negro que cocina.
--¡Dile que venga!
--¿Para qué?
--¡Dile que venga!
--¿Dónde cree que está usted?
--Sabemos muy bien dónde estamos –dijo el llamado Max--. ¿Acaso parecemos
idiotas?
--Hablas como uno de ellos –le dijo Al--. ¿Para qué diablos te pones a discutir con
este muchacho? Escucha –dijo a George--. Dile al negro que venga.
--¿Qué van a hacer con él?
--Nada. ¡Usa tu cabeza, vivo! ¿Qué se va a hacer con un negro?
George abrió la ventanilla que daba a la cocina.
--¡Sam! –llamó--; ven aquí un momento.
Se abrió la puerta de la cocina y entró el negro.
--¿Qué pasa? –preguntó. Los dos hombres, con los codos en el mostrador, lo
miraron.
--Bueno, negro. Quédate aquí –dijo Al.
Sam, el negro, de pie, con su delantal blanco lleno de manchas, miró a los dos
hombres.
11
--Sí, señor –dijo.
Al bajó del banquillo.
--Yo me voy a la cocina con el negro y este vivo –dijo--. Vamos, a la cocina, negro.
¡Tú ve con él, vivo!
El hombrecito entró en la cocina detrás de Nick y de Sam, el cocinero. La puerta se
cerró tras ellos. El hombre llamado Max se sentó frente a George. No lo miraba, pero sus
ojos estaban clavados en el espejo que se hallaba detrás de él a todo lo largo del
mostrador.
--Bueno, vivo –dijo Max mirando al espejo--. ¿Por qué no dices algo?
--Y bien, ¿qué pasa?
--¡Eh! ¡Al! –gritó Max--. Este vivo quiere saber qué pasa.
--¿Por qué no se lo dices? –llegó la voz de Al desde la cocina.
--¿Tú qué crees que pasa?
--No lo sé.
--¡Di lo que piensas, hombre!
Max no apartaba sus ojos del espejo mientras hablaba.
--No quiero decirlo.
--¡Eh! ¡Al! Este vivo dice que no quiere decir lo que piensa.
--Te oigo perfectamente –dijo Al desde la cocina. Había abierto la ventanilla por la
que pasaban los platos desde la cocina al comedor y la dejó trabada con una botella de
salsa de tomate--. Escucha, vivo –dijo desde la cocina a George--. Córrete un poco más
hacia la derecha del mostrador. Y tú, Max, un poco a la izquierda. –Procedía como un
fotógrafo disponiendo a un grupo para una fotografía.
--Dime, vivo –exclamó Max--. ¿Qué crees que va a pasar?
George no dijo nada.
--Te lo diré –dijo Max--. Vamos a matar al sueco. ¿Conoces a ese sueco grande
llamado Ole Andreson?
--Sí.
--Viene a cenar aquí todas las noches, ¿no es cierto?
--A veces.
--Y viene a las seis, ¿no?
--Sí.
--Sabemos todo eso, muchacho vivo –dijo Max--. Hablemos de otra cosa. ¿Va usted
al cine?
--De vez en cuando.
--Debería ir más al cine. Las películas son algo muy bueno para un vivo como
usted.
--¿Por qué quieren matar a Ole Andreson? ¿Qué les hizo?
--Nunca tuvo oportunidad de hacernos nada. No nos ha visto nunca.
--Y nos va a ver sólo una vez –dijo Al desde la cocina.
--¿Y por qué lo van a matar, entonces? –preguntó George.
--Por un amigo. Sólo para vengar a un amigo, vivo.
--¡Cállate! –gritó Al desde la cocina--. ¡Hablas demasiado!
--Bueno, es para divertir al muchacho. ¿No es cierto?
George miró el reloj.
--Si entra alguien, diga usted que el cocinero se ha ido, y si quieren quedarse les
dice que vayan a cocinar ellos mismos. ¿Entendido, vivo?
--Está bien –dijo George--. ¿Y qué van a hacer con nosotros después?

12
--Eso depende –dijo Max--. Esa es una de las cosas que no sabrás hasta que
llegue el momento.
George volvió a mirar el reloj. Eran las seis y cuarto. Se abrió la puerta de la calle.
Entró un chófer.
--¡Hola, George! –dijo--. ¿Hay comida?
--Sam se ha ido –dijo George--. Volverá dentro de media hora.
--Entonces, volveré.
George miró el reloj. Eran las seis y veinte.
--Muy bien, vivo –dijo Max--. Eres un caballero.
--¡Sabía que le iba a volar la cabeza! –exclamó Al desde la cocina.
--No –dijo Max--. No es para tanto. El muchacho es bueno y me gusta.
A las seis y media, George dijo: “No viene”.
Otras dos personas habían entrado en el restaurante. En una ocasión George fue a
la cocina para hacer un sandwich de jamón con huevos, para un hombre que quería
llevarlo consigo. Dentro vio a Al, con el sombrero echado hacia atrás, sentado en un banco
al lado de la ventanilla que daba al bar, con la boca de un gran revólver descansando en
el borde de aquélla. Nick y el cocinero estaban espalda contra espalda, amordazados
cada uno con una toalla. George cocinó los huevos y el jamón del sandwich, lo envolvió en
un papel encerado y luego lo colocó en una fuente. Salió con él de la cocina y lo entregó al
hombre que, después de pagar, se fue.
--Un muchacho vivo puede hacer de todo –dijo Max--. Harás de alguna mujer una
esposa feliz, muchacho.
--¿Sí? –dijo George--. Su amigo, Ole Andreson, no va a venir.
--Vamos a darle diez minutos más –dijo Max.
Miró el espejo y el reloj. Las manecillas señalaban las siete; luego las siete y cinco.
--Vamos, Al –dijo Max--. Mejor será que nos vayamos. No va a venir.
--¡Dale otros cinco minutos! –gritó Al desde la cocina.
Pasados los cinco minutos entró otro hombre y George le dijo que el cocinero
estaba enfermo.
--¿Y por qué diablos no consigue otro cocinero? –preguntó el hombre--. ¿Acaso
esto no es un restaurante? –Salió.
--Vamos, Al –dijo Max.
--¿Qué hacemos con los dos vivos y el negro?
--Déjalos.
--¿Te parece?
--Sí. Hemos terminado aquí.
--Así no me gusta –manifestó Al--. Sería un error. Hablas demasiado.
--¡Oh! ¿Y qué diablos importa? –exclamó Max. Tenemos que divertirnos, ¿no?
--De todos modos, charlas demasiado –exclamó Al saliendo de la cocina. El tambor
de su revólver hacía un ligero bulto bajo el abrigo demasiado estrecho. Se lo alisó con las
manos enguantadas.
--¡Adiós, vivo! --dijo a George--. Tienes bastante suerte.
--Es verdad –afirmó Max--. Deberías jugar a las carreras, vivo.
Salieron. George, por la ventana, los vio pasar bajo la luz del farol y cruzar la calle.
Con sus abrigos ajustados y sus sombreros parecían una pareja de vaudeville. George
entró en la cocina por la puerta de batiente y desató a Nick y al cocinero.
--No me gusta esto –dijo Sam--. No quiero saber nada más de esto.
Nick se quedó de pie. Nunca le habían tapado la boca con una toalla.

13
--¡Oye! –dijo--. ¡Qué demonios!... –Estaba tratando de hacer creer que no daba
importancia a lo ocurrido.
--Van a matar a Ole Andreson. Lo van a acribillar cuando entre a comer...
--¿Ole Andreson?...
--Sí.
El negro se pasaba la punta de los dedos por la boca.
--¿Se fueron? –preguntó.
--Sí –dijo George--, salieron.
--No me gusta –exclamó el cocinero--. No me gusta nada.
--Escucha –dijo George a Nick--. Deberías ir a ver a Ole Andreson.
--Está bien.
--Es mejor que no te metas para nada en esto –intervino Sam--. Mejor que no te
metas.
--No vayas, si tú no quieres –dijo George.
--Meterse en cosas como ésta no lleva a ninguna parte –insistió el cocinero--.
Quédate aquí tranquilo.
--Voy a verlo –dijo Nick a George--. ¿Dónde vive?
Sam les dio la espalda.
--En la pensión de Hirsch.
--Iré allí.
Afuera, la luz del farol brillaba por entre las desnudas ramas de un árbol. Nick fue
calle arriba caminando por el centro de la calzada y, al llegar al otro farol, tomó por una
callejuela lateral. Tres casas más allá estaba la pensión de Hirsch. Nick subió los dos
pisos y sacudió la campanilla. Una mujer acudió a abrir.
--¿Está Ole Andreson?
--¿Quiere verlo?
--Sí, si está.
Nick siguió a la mujer, que subió una corta escalera, yendo luego hasta el fondo de
un corredor. Allí golpeó la puerta.
--¿Quién es?
--Alguien quiere verle, señor Andreson –dijo la mujer.
--Soy Nick Adams.
--¡Entra!
Nick abrió la puerta y entró en la habitación. Ole Andreson estaba en la cama,
vestido. Había sido boxeador profesional de peso pesado y era demasiado largo para la
cama. Tenía la cabeza sobre dos almohadones. No miró a Nick.
--¿Qué pasa? –preguntó.
--Estaba en casa de Henry –dijo el muchacho--, cuando llegaron dos tipos. Nos
ataron a mí y al cocinero, diciendo que habían ido a matarte a ti.
Al contarlo le pareció una tontería. Ole Andreson no dijo nada.
--Nos metieron en la cocina –continuó Nick--. Querían acribillarte cuando entraras
en el comedor.
Ole Andreson miró hacia la pared sin decir nada.
--George creyó que era mejor que viniera a decírtelo.
--No puedo hacer nada –dijo Ole Andreson.
--Te diré cómo eran.
--No quiero saberlo –declaró Ole. Miró a la pared--. Gracias por haber venido a
decírmelo.
--Está bien.
14
Nick miró al hombre que estaba en la cama.
--¿Quieres que vaya a ver a la policía?
--No –dijo Andreson--. No vale la pena...
--¿Puedo hacer algo?
--No. No hay nada que hacer.
--Tal vez no sea más que una fanfarronada.
--No. No es una fanfarronada.
Ole Andreson se dio vuelta hacia la pared.
--Lo malo –dijo hablando en la misma postura--, es que no puedo decidirme a salir.
He estado aquí todo el día.
--¿No puedes salir del pueblo?
--No –dijo Ole Andreson--. Se acabó eso de dar vueltas de una parte a otra.
Miró la pared.
--No hay nada que hacer ahora –dijo.
--¿Podrías arreglarlo de alguna forma?
--No. Me metí donde no debía –hablaba con la misma voz monótona--. No hay nada
que hacer. Puede que más tarde me decida a salir.
--Bueno, me vuelvo a casa de George.
--Hasta luego –dijo Ole sin mirar a Nick--. Gracias por haber venido.
Nick salió. Al cerrar la puerta vio a Ole Andreson, vestido, tirado en la cama y
mirando hacia la pared.
--Ha estado en su cuarto todo el día –dijo la mujer, que lo esperaba abajo--.
Supongo que no se siente bien. Le dije: “Señor Andreson, debía salir a pasear en un día
tan hermoso como éste”, pero no tenía ganas.
--No quiere salir.
--Lamento que no se sienta bien –dijo la mujer--. Es un hombre muy bueno. Fue
boxeador, ¿sabe usted?
--Sí.
--A no ser por la cara, nadie se daría cuenta –dijo ella. Estaban hablando dentro,
con la puerta de la calle abierta--. ¡Es tan educado!
--Bueno. Buenas noches, señora Hirsch –dijo Nick.
--Yo no soy la señora Hirsch –replicó la mujer--. Ella es la dueña. Yo soy sólo la
encargada. Soy la señora Bell.
--Bien; buenas noches, señora Bell.
--Buenas noches –contestó ella.
Nick caminó por la calle oscura hasta la esquina iluminada por el farol y luego por el
centro de la calzada hasta llegar al restaurante Henry. George estaba detrás del
mostrador.
--¿Has visto a Ole?
--Sí –dijo Nick--. Está en su cuarto y no quiere salir.
El cocinero abrió la puerta de la cocina, desde donde había oído la voz de Nick.
--¡No quiero ni oírlo! –dijo y cerró la puerta.
--¿Se lo has dicho?
--Sí. Se lo he dicho, pero él sabe lo que ocurre.
--¿Qué va a hacer?
--Nada.
--Le matarán.
--Supongo que sí.
--Debió hacer algo en Chicago.
15
--Me imagino –dijo Nick.
--¡Qué lástima!
--¡Es horrible!
Callaron. George tomó un trapo y limpió el mostrador.
--¿Qué habrá hecho?
--Habrá traicionado a alguien. Ellos matan por eso.
--Me voy a ir de este pueblo –declaró Nick.
--Sí; harás bien.
--No puedo soportar la idea de verlo en su cuarto esperando y sabiendo lo que le va
a pasar. ¡Es demasiado horrible!
--Bueno –dijo George--. Mejor es no pensar en eso.

Ernest Hemingway: “Los asesinos”, Relatos, Luis de Caralt, Barcelona, 1957, pp. 5-13.

16
“EL MAR CAMBIA”

--Está bien –dijo el hombre--. ¿Qué decidiste?


--No --dijo la muchacha--. No puedo.
--Querrás decir que no quieres.
--No puedo. Eso es lo que quiero decir.
--No quieres.
--Bueno --dijo ella--. Arregla las cosas como quieras.
--No arreglo las cosas como quiero, pero, ¡por Dios que me gustaría hacerlo!
--Lo hiciste durante mucho tiempo.
Era temprano y no había nadie en el café con excepción del barman y los dos
jóvenes que se hallaban sentados en una mesa del rincón. Terminaba el verano y los dos
estaban tostados por el sol, de modo que parecían fuera de lugar en París. La joven
llevaba un vestido escocés de lana; su cutis era de un moreno suave; sus cabellos rubios
y cortos crecían dejando al descubierto una hermosa frente. El hombre la miraba.
--¡La voy a matar! --dijo él.
--Por favor, no lo hagas --dijo ella. Tenía bellas manos y el hombre las miraba. Eran
delgadas, morenas y muy hermosas.
--Lo voy a hacer. ¡Te juro por Dios que lo voy a hacer!
--No te va a hacer feliz.
--¿No podías haber caído en otra cosa? ¿No te podrías haber metido en un lío de
otra naturaleza?
--Parece que no --dijo la joven--. ¿Qué vas a hacer ahora?
--Ya te lo he dicho.
--No; quiero decir, ¿qué vas a hacer, realmente?
--No sé --dijo él. Ella lo miró y alargó una mano--. ¡Pobre Phil! --dijo.
El hombre le miró las manos, pero no las tocó.
--No, gracias --declaró.
--¿No te hace ningún bien saber que Io lamento?
--No.
--¿Ni decirte cómo?
--Prefiero no saberlo.
--Te quiero mucho.
--Sí; y esto lo prueba.
--Lo siento --dijo ella--; si no lo entiendes...
--Lo entiendo. Eso es lo malo. Lo entiendo.
--¿Sí? --preguntó ella--. ¿Y eso lo hace peor?
--Es claro --la miró--. Lo entenderé siempre. Todos los días y todas las noches.
Especialmente por la noche. Lo entenderé. No tienes necesidad de preocuparte.
--Lo siento...
--Si fuera un hombre.
--No digas eso. No podría ser un hombre. Tú lo sabes. ¿No tienes confianza en mí?
--¡Confiar en ti! Es gracioso. ¡Confiar en ti! Es realmente gracioso.
--Lo lamento. Parece que eso es todo lo que pudiera decir. Pero cuando nos
entendemos, no vale la pena pretender que hacemos lo contrario.
--No, supongo que no.
--Volveré, si quieres.
--No; no quiero.
Después no dijeron nada por un largo rato.
17
--No crees que te quiero, ¿no es cierto? --preguntó la joven.
--No hablemos de tonterías.
--Realmente, ¿no crees que te quiero?
--¿Por qué no lo pruebas?
--Haces mal en hablar así. Nunca me pediste que probara nada. No eres cortés.
--Eres una mujer extraña.
--Tú no. Eres un hombre magnífico y me destroza el corazón irme y dejarte...
--Tienes que hacerlo, por supuesto.
--Sí --dijo ella--. Tengo que hacerlo, y tú lo sabes.
Él no dijo nada. Ella lo miró y extendió la mano nuevamente. El barman se hallaba
en el extremo opuesto del café. Tenía el rostro blanco y también era blanca su chaqueta.
Conocía a los dos y pensaba que formaban una hermosa pareja. Había visto romper a
muchas parejas y formarse nuevas parejas, que no eran ya tan hermosas. Pero no estaba
pensando en eso, sino en un caballo. Un cuarto de hora más tarde podría enviar a alguien
enfrente para saber si el caballo había ganado.
--¿No puedes ser bueno conmigo y dejarme ir? --preguntó la joven.
--¿Qué crees que voy a hacer?
Entraron dos personas y se dirigieron al mostrador.
--Sí, señor --dijo el barman y atendió a los clientes.
--¿Puedes perdonarme? ¿Cuándo lo supiste? --preguntó la muchacha.
--No.
--¿No crees que las cosas que tuvimos y que hicimos pueden influir en nuestra
comprensión?
--"El vicio es un monstruo de tan horrible semblante --dijo el joven con amargura--
que..." --no podía recordar las palabras--. No puedo recordar la frase --dijo.
--No digamos vicio. Eso no es muy cortés.
--Perversión --dijo él.
--¡James! --uno de los clientes se dirigió al barman--. Estás muy bien.
--También usted está muy bien, señor --replicó el barman.
--¡Viejo James! --dijo el otro cliente--. Estás un poco más gordo.
Me quedo
--Es terrible la manera como uno se pone --contestó el barman.
--No dejes de poner el coñac, James --advirtió el primer cliente.
--No. Confíe usted en mí. --Los dos que se hallaban en el bar miraron a los que se
encontraban en la mesa y después volvieron a mirar al barman. Por la posición en que se
encontraban les resultaba más cómodo mirar al encargado del bar.
--Creo que sería mejor que no emplearas palabras como esa --dijo la muchacha--.
No hay ninguna necesidad de decirlas.
--¿Cómo quieres que lo llame?
--No tienes necesidad de ponerle nombre.
--Así se llama.
--No --dijo ella--. Estamos hechos de toda clase de cosas. Debieras saberlo. Tú
usaste muchas veces esa frase.
--No tienes necesidad de decirlo ahora.
--Lo digo porque así te lo vas a explicar mejor.
--Está bien --dijo él--. ¡Está bien!
--Dices que eso está muy mal. Lo sé; está muy mal. Pero volveré. Te he dicho que
volveré. Y volveré en seguida.
--No; no lo harás.
18
--Volveré.
--No lo harás. A mí, por lo menos.
--Ya lo verás.
--Sí --dijo él--. Eso es lo infernal, que probablemente quieras volver.
--Por supuesto que lo voy a hacer.
--Entonces vete.
--¿Lo dices en serio? --No podía creerle, pero su voz sonaba feliz.
--¡Vete! –dijo el hombre. Su voz le sonaba extraña. Estaba mirándola. Miraba la
forma de su boca, la curva de sus mejillas y sus pómulos; sus ojos y la manera cómo
crecía el cabello sobre su frente. Luego el borde de las orejas, que se veían bajo el pelo y
el cuello.
--¿En serio? ¡Oh! ¡Eres bueno! ¡Eres demasiado bueno conmigo!
--Y cuando vuelvas me lo cuentas todo. --Su voz le sonaba muy extraña. No la
reconocía. Ella lo miró rápidamente. Él se había decidido.
--¿Quieres que me vaya? --preguntó ella con seriedad.
--Sí --dijo él duramente--. En seguida. --Su voz no era la misma. Tenía la boca muy
seca--. Ahora –dijo.
Ella se levantó y salió de prisa. No se volvió para mirarlo. Él no era el mismo
hombre que antes de decirle que se fuera. Se levantó de la mesa, tomó los dos boletos de
consumición y se dirigió con ellos al mostrador.
--Soy un hombre distinto, James --dijo al barman--, Ves en mí a un hombre
completamente distinto.
--Sí señor --dijo James.
--El vicio --dijo el joven tostado-- es algo muy extraño, James. --Miró hacia afuera.
La vio alejarse por la calle. Al mirarse al espejo vio que realmente era un hombre distinto.
Los otros dos que se hallaban acodados en el mostrador del bar se hicieron a un lado para
dejarle sitio.
--Tiene usted mucha razón, señor --declaró James.
Los otros dos se separaron un poco más de él, para que se sintiera cómodo. El
joven se vio en el espejo que se hallaba detrás del mostrador.
--He dicho que soy un hombre distinto, James --dijo. Y al mirarse al espejo vio que
era completamente cierto.
--Tiene usted muy buen aspecto, señor --dijo James--. Debe haber pasado un
verano magnífico.

Ernest Hemingway: “El mar cambia”, El cuento norteamericano contemporáneo, Centro


Editor de América Latina, Buenos Aires, 1991, pp. 67-72.

19
ABELARDO CASTILLO

“EL HACHA PEQUEÑA DE LOS INDIOS”

Después, ella hizo un alocado paso de baile y una reverencia y agregó que por eso
ésta era una noche especial, mientras él, incrédulo, la miraba con los ojos llenos de
perplejidad (o de algo parecido a la perplejidad, que también se parecía un poco a la
locura), pero la muchacha sólo reparó en su asombro porque él había sonreído de
inmediato y cuando ella le preguntó qué era lo que había estado a punto de decirle, el
hombre alcanzó a murmurar nada amor mío, nada, y se rió, y siguió riéndose como si
aquello ya no tuviese importancia puesto que estaba loco de alegría, como si realmente se
hubiera vuelto loco de alegría. Por eso, cuando ella fue hacia el dormitorio y agregó no
tardes, el hombre dijo que no. Voy en seguida, dijo. Pero se quedó mirando el hacha que
colgaba junto al aparador de cedro, nueva todavía, sin usar, porque esas cosas son en
realidad adornos o poco menos que se regalan en los casamientos pero que nadie utiliza y
quedan colgadas ahí, como ésta, en el mismo sitio desde hace un año, haciéndole
recordar cada vez que la miraba (de un lado el filo; del otro, una especie de maza, con
puntas, para macerar carne) viejas historias de indios cuando él era Ojo de Halcón y
mataba al traidor o al lobo empuñando un hacha parecida a ésta. Sólo que aquélla era de
palo y ésa estaba ahí, de metal brillante, frente al hombre que ahora, al levantarse y cruzar
la habitación, evocó la primera noche que cruzó esta habitación igual que ahora, el día que
se casaron pese al gesto ambiguo de los amigos pese a las palabras del médico, la noche
un poco casual en que dos días porque la muchacha era hermosa --linda como una
estampa de la Virgen, dijo mamá al verla, te hará feliz, y también lo había dicho la gitana,
que sin embargo bajó los ojos y no aceptó el dinero--, y de pronto estaban riéndose y
casados, pese al gesto cortado de algún amigo al saludarla, pese a que ella quería tener
un hijo y a la gitana que decía la buenaventura entre los fuegos artificiales, pese al
espermograma y al dictamen médico y a que cada vez que la veía mirar a un chico, cada
vez que la veía acariciarles la cabeza y jugar atolondradamente con ellos como una
pequeña hermana mayor de ojos alocados y manos corno pájaros, pensaba estoy
haciendo una porquería y sentía vergüenza, y asco, un asco parecido al que lo marcaba
ahora, en el momento de descolgar el hacha pequeña, mientras la sopesaba lo mismo que
sopesó durante un año entero la idea de contárselo todo, de contarle que al casarse con
ella él le había matado de algún modo y para siempre un muchachito rubio, un chiquilín
tropezante que jamás podría andar cayéndose, levantándose, dejando sus juguetes por la
casa: hasta que al fin esta misma tarde él decidió contárselo todo porque supo
secretamente que ella, la muchacha de ojos alocados y manos como pájaros, la perra,
entendería. Y llegó a la casa pensando en el tono con que pronunciaría sus primeras
palabras esa noche (tengo que decirte algo), el tono intrascendente o ingenuo que tienen
siempre las grandes revelaciones. Por eso el hombre estaba cruzando ahora la habitación
y empuñaba el hacha pequeña de los indios que le recordaba historias de matar al cacique
o al lobo, o a la grandísima perra que esta noche, antes de que él hablara, dijo que tenía
algo que decirle: algo que ella había dicho con el tono intrascendente e ingenuo de las
grandes revelaciones. "Vamos a tener un hijo", había dicho. Simplemente. Después, hizo
un paso de baile y una reverencia.

20
Abelardo Castillo: “El hacha pequeña de los indios”, Cuentos completos, Alfaguara,
Buenos Aires, 1997, pp. 239-240.

21
ERNEST HEMINGWAY

EL PRINCIPIO DEL ICEBERG

(...) Usted me escribió en una ocasión que las sencillas circunstancias bajo las cuales
fueron escritas varias de sus obras podrían ser instructivas. ¿Podría usted aplicar eso a
"The Killers" (Los asesinos") --usted dijo que había escrito ese cuento, "Ten Indians”
(“Diez indios") y "Today is Friday” (“Hoy es viernes") en un solo día-- y tal vez a su primera
novela, The Sun Also Rises?
Vamos a ver. The Sun Also Rises la comencé a escribir en Valencia el día de mi
cumpleaños, el 21 de julio. Hadley, mi esposa, y yo habíamos ido a Valencia temprano
para conseguir buenos boletos para la feria que empezaba allí el 24 de julio. Todos los
escritores de mi edad habían escrito una novela y a mí todavía me costaba trabajo escribir
un párrafo. Así que comencé el libro el día de mi cumpleaños, escribí durante toda la feria,
sin salir de la cama por las mañanas, después me fui a Madrid y seguí escribiendo allí. En
Madrid no había feria, de modo que tomamos un cuarto con una mesa y yo escribía con
gran lujo en la mesa y en una cervecería a la vuelta de la esquina, en el Pasaje Álvarez,
donde hacía fresco. Por último el tiempo se hizo demasiado caluroso para poder escribir y
nos fuimos a Hendaya. Había un hotelito barato en la playa grande, hermosa y larga, y yo
trabajé muy bien allí y después volvimos a París y terminé la primera versión en el
apartamento en los altos del aserradero en el número 113 de la rue Notre Dame-des-
Champs seis semanas después de haberla comenzado. Le mostré esa primera versión a
Nathan Asch, el novelista, que entonces hablaba el inglés con un acento muy marcado, y
me dijo: "Hem, vhat do you mean saying you wrote a novel? A novel huh. Hem, you are
riding a travel buch". ("Hem, ¿qué es eso de que has escrito una novela? Una novela,
¿eh? Hem, estás escribiendo un libro de viajes.”) No me sentí demasiado desalentado por
lo que dijo Nathan y reescribí el libro, conservando el viaje (que era la parte sobre la
excursión de pesca y Pamplona), en Shruns en el Voralberg en el Hotel Taube.
Los cuentos que usted menciona los escribí en un solo día en Madrid el dieciséis de
mayo, cuando una nevada canceló las corridas de San Isidro. Primero escribí "Los
asesinos", que había tratado de escribir antes y no había podido. Después de comer me
metí en la cama para calentarme y escribí "Hoy es viernes". Tenía tanto jugo que pensé
que tal vez me estaba volviendo loco y tenía como seis cuentos más que escribir, de modo
que me vestí y me fui al Fornos, el viejo café taurino, y tomé café y volví y escribí "Diez
indios”. Esto me puso muy triste y bebí un poco de brandy y me dormí. Había olvidado
comer y uno de los camareros me trajo un poco de bacalao y un pequeño bistec y papas
fritas y una botella de Valdepeñas.
La mujer que administraba la pensión siempre estaba preocupada porque yo no
comía bastante y me había enviado al camarero. Recuerdo que me senté en la cama y
comí y me tomé el Valdepeñas. El camarero dijo que traería otra botella. Dijo que la
señora quería saber si yo iba a escribir toda la noche. Le dije que no, que pensaba que iba
a descansar un rato. ¿Por qué no escribe usted uno más?, preguntó el mesero. Se supone
que sólo escriba uno, dije yo. Tonterías, dijo él; usted podría escribir seis. Lo intentaré
mañana, le dije. Inténtelo esta noche, dijo él; ¿para qué cree que mandó la comida la
señora? Estoy cansado, le dije. Tonterías, dijo él (la palabra no fue tonterías). ¡Cansarse
después de escribir tres cuentecitos! Tradúzcame uno.
Déjeme solo, le dije. ¿Cómo voy a escribir si usted no me deja solo? Así que me
senté en la cama y me tomé el Valdepeñas y pensé qué formidable escritor era yo si el
primer cuento era tan bueno como yo esperaba que fuera.
22
(...) ¿Hasta qué punto está completa en su mente la concepción de un cuento? ¿El
tema o la trama o un personaje cambian a medida que usted escribe?
Algunas veces uno sabe la historia. Algunas veces uno la inventa a medida que
escribe y no tiene la menor idea de cómo va a salir. Todo cambia a medida que se mueve.
Eso es lo que produce el movimiento que produce el cuento. Algunas veces el movimiento
es tan lento que no parece estarse moviendo. Pero siempre hay cambio y siempre hay
movimiento.

¿Sucede lo mismo con la novela, o formula usted el plan entero antes de empezar y
se atiene a él rigurosamente?
Por quién doblan las campanas fue un problema con el que tuve que bregar cada
día. En principio sabía lo que iba a suceder. Pero inventé cada día lo que iba sucediendo.

¿The Green Hills of Africa (Las verdes colinas de África), To Have and Have not
(Tener y no tener) y Across the River and into the Trees (A través del río y entre los
árboles) fueron comenzadas todas ellas como cuentos y se desarrollaron hasta
convertirse en novelas? Si así fue, ¿son tan similares los dos géneros que un escritor
puede pasar de uno a otro sin rehacer completamente su enfoque?
No, eso no es cierto. Las verdes colinas de África no es una novela, pero fue escrita
en un intento de escribir un libro absolutamente verdadero para ver si la forma de un país
y la pauta general de la acción de un mes podrían competir, una vez presentadas con
verdad, con una obra de la imaginación. Cuando acabé de escribirlo, escribí dos cuentos:
“The Snows of Kilimanjaro” (“Las nieves del Kilimanjaro”) y “The Short Happy Life of
Francis Macomber” (“La vida feliz de Francis Macomber”). Ésos fueron cuentos que
inventé partiendo del conocimiento y la experiencia adquiridos durante la misma
prolongada excursión de caza de la que yo había extraído un mes para intentar su
presentación exacta en Las verdes colinas. Tener y no tener y A través del río y entre los
árboles fueron comenzadas ambas como cuentos.

¿Le resulta a usted fácil desplazarse de un proyecto literario a otro o prefiere


continuar hasta terminar lo que ha empezado?
El hecho de que esté interrumpiendo un trabajo serio para contestar estas
preguntas demuestra que soy tan estúpido que debería ser castigado severamente. Y seré
castigado, no se preocupe.

¿Se concibe usted a sí mismo en competencia con otros escritores?


Nunca. Yo solía tratar de escribir mejor que ciertos escritores ya muertos de cuyo
valor yo estaba seguro. Pero desde hace mucho tiempo he tratado simplemente de
escribir lo mejor que pueda. Algunas veces tengo suerte y escribo mejor de lo que puedo.

¿Cree usted que el poder de un escritor disminuye a medida que se hace viejo? En
Las verdes colinas de África usted menciona que los escritores norteamericanos, al llegar
a cierta edad, se convierten en viejas madrecitas.
No sé de eso. La gente que sabe lo que está haciendo debe durar mientras le dure
la cabeza. En ese libro que usted menciona verá, si lo repasa, que yo estaba desbarrando
sobre la literatura norteamericana con un personaje australiano desprovisto de humor que
me estaba obligando a hablar cuando yo quería hacer otra cosa. Yo escribí una versión fiel

23
de la conversación, no para hacer pronunciamientos inmortales. Una porción regular de
los pronunciamientos son bastante buenos.

No hemos discutido los personajes. ¿Están los personajes de sus obras sacados
todos ellos de la vida real?
Por supuesto que no. Sólo algunos provienen de la vida real. Mayormente uno
inventa gente a partir del conocimiento y la comprensión y la experiencia de la gente.

¿Podría usted decir algo acerca del proceso de convertir un personaje de la vida
real en un personaje novelesco?
Si yo explicara cómo se hace eso algunas veces, sería un manual para los
abogados especializados en casos de difamación.

¿Establece usted una distinción, como lo hace E. M. Forster, entre los personajes
“planos” y los personajes “redondos”?
Si uno describe a alguien, es plano, como una fotografía, y desde mi punto de vista
es un fracaso. Si uno lo compone a partir de lo que uno sabe, debe tener todas las
dimensiones.

¿A cuáles de sus personajes recuerda usted con particular afecto?


La lista sería demasiado larga.

¿Entonces a usted le gusta releer sus propios libros, sin sentir que le gustaría hacer
algunos cambios?
Los leo algunas veces para reanimarme cuando es difícil escribir, y entonces
recuerdo que siempre fue difícil y que en ocasiones fue casi imposible.

¿Cómo les pone usted nombres a sus personajes?


Lo mejor que puedo.

¿Se le ocurren a usted los títulos durante el proceso de escribir la historia?


No. Hago una lista de nombres después de terminar el cuanto o el libro, a veces
hasta cien. Entonces empiezo a eliminarlos, en ocasiones a todos.
¿Y eso lo hace usted incluso con un cuento cuyo título viene del texto: “Hills Like
White Elephants” (“Colinas como elefantes blancos”), por ejemplo?
Sí. El título viene después. Conocí a una muchacha en Pruniers, adonde yo había
ido para comer ostras antes de la comida. Sabía que ella había tenido un aborto. Me le
acerqué y conversamos, no sobre eso, pero de regreso a casa pensé en el cuento, omití la
comida y pasé esa tarde escribiéndolo.

De manera que cuando usted no está escribiendo, sigue siendo un observador


constante, buscando algo que pueda usarse.
Seguro. Si un escritor deja de observar está liquidado. Pero no tiene que observar
conscientemente ni pensar cómo será aprovechable lo observado. Eso tal vez sería cierto
en el comienzo. Pero más adelante todo lo que él ve entra en la gran reserva de cosas
que él conoce o ha visto. Si usted considera provechoso que la gente se entere, yo
siempre trato de escribir de acuerdo con el principio del témpano de hielo. El témpano
conserva siete octavas partes de su masa debajo del agua por cada parte que deja ver.
Uno puede eliminar cualquier cosa que conozca, y eso sólo fortalece el témpano de uno.
24
Es la parte que no se deja ver. Si un escritor omite algo porque no lo conoce, entonces
hay un boquete en el relato.
El viejo y el mar pudo haber tenido más de mil páginas e incluir a cada uno de los
personajes de la aldea y todos los procesos de cómo se ganaban la vida, cómo nacían, se
educaban, tenían hijos, etc. otros escritores hacen eso excelentemente. Al escribir, uno
está limitado por lo que ya se ha hecho satisfactoriamente. Así que yo he tratado de
aprender a hacer algo distinto. Primero he tratado de eliminar todo lo que sea innecesario
para comunicarle una experiencia al lector, de modo que después que él haya leído algo,
eso se convierta en parte de su experiencia y parezca haber sucedido en realidad. Eso es
muy difícil de hacer y yo he intentado hacerlo con mucho esfuerzo.
De todos modos, para pasar por alto la manera como se hace, esa vez tuve una
suerte increíble y pude comunicar la experiencia completamente y lograr que fuera una
que nadie había comunicado antes. La suerte consistió en que tuve un buen hombre y un
buen muchacho y los escritores se han olvidado de que tales cosas existen todavía. Por
otra parte, el océano merece que se escriba sobre él tanto como lo merece el hombre. Así
que tuve suerte ahí. Yo he visto al pez vela aparearse y sé de eso, de modo que lo dejé
fuera. He visto un cardumen de más de cincuenta cachalotes en ese mismo pedazo de
mar y una vez arponeé uno de casi sesenta pies de largo y lo perdí, de modo que dejé eso
fuera. Todas las historias de la aldea de pescadores que conozco las dejé fuera. Pero el
conocimiento es lo que constituye la parte del témpano que está bajo el agua.

SABER QUÉ DEJAR FUERA

Me sentaba en una esquina con la luz de la tarde cayendo sobre mi hombro y escribía en
el cuaderno de notas. El camarero me traía un café crème; cuando se enfriaba bebía la
mitad y lo dejaba sobre la mesa mientras escribía. Cuando paraba de escribir no quería
abandonar el río donde podía ver a la trucha en la represa, su piel empujando e
hinchándose tersa contra la resistencia de los pilotes de troncos del puente. Era una
historia sobre el regreso de la guerra, pero la guerra no se mencionaba.
París era una fiesta, p. 76

Era una historia muy simple llamada "Fuera de estación" y omití el verdadero final que fue
que el viejo se colgó. Lo omití basándome en mi nueva teoría de que se puede omitir
cualquier cosa si se sabe qué omitir; y que la parte omitida reforzará la historia y hará a la
gente sentir algo más que lo que comprendieron.
París era una fiesta, p. 75

Si un escritor de prosa sabe bastante de lo que está escribiendo, puede omitir cosas que
conoce, y el lector, si el escritor escribe con la suficiente sinceridad, tendrá un sentimiento
de esas cosas tan fuerte como si el escritor las hubiese expresado. La dignidad de
movimiento de un iceberg se debe a que sólo una octava parte de él aparece sobre el
agua. Un escritor que omite cosas porque no las conoce sólo deja huecos en su escritura.
Muerte en la tarde, p. 192

No fue por accidente que el discurso de Gettysburg fuese tan corto. Las leyes de la
narrativa en prosa son tan inmutables como las de la trayectoria, las matemáticas, la
física.
25
a Maxwell Perkins, 1945. Cartas escogidas, p. 594

Mi tentación siempre es escribir demasiado. La mantengo bajo control para no tener que
cortar paja y reescribir. Los individuos que piensan que son genios porque nunca han
aprendido a decir no a una máquina de escribir, son un fenómeno común. Todo lo que hay
que hacer es adquirir un estilo afectado y se puede escribir cualquier cantidad de palabras.
a Maxwell Perkins, 1940. Cartas escogidas, p. 501

Yo... saqué alrededor de cien mil palabras que eran mejores que la mayoría de lo que
quedó. To Have and Have Not (Tener y no tener) es el libro más cortado del mundo. Eso
puede ser parte de lo que molesta a la gente; que no tiene ese carácter manejable de
tamaño paquete familiar que se consigue en el Dr. Dickens.
a Lillian Ross, 1948. Cartas escogidas, pp. 648-649

Ed Hotchner vino la semana pasada para ver si podía ayudarme a reducir el material de
Life a treinta o cuarenta mil, pero lo más que pudimos hacer para que quedase bien fue
dejarlo en alrededor de setenta. Mi material no se deja cortar bien, o incluso condensar,
pues corto a medida que escribo y cada cosa depende de otra, y quitar al país y a la gente
es como quitarlos de Fiesta.
a Charles Scribner, Jr., 1960. Cartas escogidas, p. 905

Como el contrato sólo menciona escisiones, queda entendido, por supuesto, que no se
alterarán palabras sin mi aprobación. Esto nos protege tanto a ti como a mí, pues las
historias están escritas de un modo tan apretado y difícil que la alteración de una palabra
puede eliminar el sentido de una historia completa.
a Horace Liveright, 1925. Cartas escogidas, p. 154

El libro es monumental, pero pesado. Evita lo monumental. Rehúye lo épico. El individuo


que puede pintar cuadros enormes muy buenos, puede pintar cuadros pequeños muy
buenos.
a Maxwell Perkins, 1932. Cartas escogidas, p. 352

Esto también para recordar. Si un hombre escribe suficientemente claro, cualquiera puede
ver cuándo falsifica. Si mistifica para evitar una afirmación exacta, lo cual es muy distinto a
romper las así llamadas reglas de sintaxis o gramática para lograr un efecto que no puede
ser obtenido de otro modo, tomará más tiempo que el escritor sea conocido como un
farsante, y otros escritores afligidos por la misma necesidad lo alabarán en defensa propia.
El verdadero misticismo no debería ser confundido con la incompetencia para escribir, la
cual trata de mistificar donde no hay misterio sino, en realidad, sólo necesidad de falsificar
para ocultar la carencia de conocimiento o de recursos para expresarse claramente. El
misticismo implica un misterio y hay muchos misterios; pero la incompetencia no lo es; ni
el periodismo elaborado se convierte en literatura por la inyección de una falsa cualidad
épica. Recuerda esto también: los malos escritores están enamorados de lo épico
Muerte en la tarde, p. 54

Puedo escribirlo como Tolstoi y hacer que el libro parezca más amplio, más sabio y todo lo
demás. Pero entonces me acuerdo de que eso es lo que siempre me saltaba en Tolstoi...
No me gusta escribir como Dios. Sin embargo, sólo porque no lo haces, los críticos
piensan que no lo puedes hacer.
26
a Maxwell Perkins, 1940. Cartas escogidas, pp. 514-515

Lauro Zavala (editor): “Ernest Hemingway”, Teorías del cuento III. Poéticas de la
brevedad, Universidad Nacional Autónoma de México, México, 1996, pp. 19-31.

27
EUDORA WELTY

LA LECTURA Y LA ESCRITURA DE CUENTOS

I
La experiencia nos enseña que en el proceso de escribir estamos totalmente solos, en una
especie de “No molestar” absoluto. Y más aún, la experiencia dice que cada cuento es una
creación específica, jamás general, jamás. Es como si las palabras del cuento que
estamos escribiendo en este momento nunca se hubieran utilizado antes. Todas brillan,
nunca se manchan. Los cuentos son algo nuevo, los cuentos hacen que las palabras
parezcan nuevas; eso es parte de su ilusión y de su belleza. Y, desde luego, los grandes
cuentos del mundo parecen nuevos a sus lectores una y otra vez, siempre nuevos porque
tienen el poder de revelar algo.
Pero aun cuando todos los cuentos parezcan nuevos durante el angustioso proceso
de escritura, y aunque los buenos cuentos son nuevos y perdurables, siempre tendrán
algunas características y algunas funciones tan antiguas como el tiempo, como la misma
naturaleza humana, que los conservan más o menos semejantes, o por lo menos les dan
un aire de familia. Y es posible que existan otros elementos todavía sin descubrir, en el
lenguaje, en la técnica, en el cúmulo del conocimiento humano, que los hagan diferentes
de los que ahora reconocemos. Los críticos, los historiadores, los eruditos se interesan en
estos asuntos –y los siguen de cerca--, mientras que par quienes lo llevamos a cabo, el
proceso de escribir cuentos parece limitarnos, entre la escritura de un cuento y otro, a ver
algunas generalidades que vale la pena comentar.
Sí, es entre un cuento y el siguiente cuando podemos hacer comentarios sobre su
lectura y escritura.
Pienso que escribimos cuentos con la esperanza de establecer una forma de
comunicación, pero por la misma razón hacemos jalea. La comunicación y la esperanza
de lograrla son condiciones de la vida misma. Démoslo por hecho y no nos dejemos llevar
por la emoción. Esperamos que alguien pruebe nuestra jalea y la coma con un placer aún
mayor del que merece y nos pida otro pedazo. No esperamos menos al escribir un cuento.
En lo profundo de la mente y del corazón siempre albergamos tales esperanzas junto con
el temor al fracaso; todas nuestras acciones surgen de la energía de alguna forma de
amor o algún deseo de agradar. Desde luego, al escribir un cuento usamos el poder de
este amor o de esa esperanza y no sólo ese aspecto sencillo y superficial que inspira –de
manera agradable-- el hacer jalea.
Al escribir un cuento se ejerce presión sobre toda la energía que tenemos, la cual
llega a un estado de exaltación, de manera que actúa con el propósito único y concentrado
de lograr un trabajo excelente y que responda a ese modelo de belleza del cual tenemos
una idea preconcebida. Si esta energía se dispersa, a la larga impedirá que nuestro
cuento logre la comunicación, ya que en la misma medida impide que sea reflejo de
nuestro propio ser.
Pero a pesar de que los problemas prácticos que enfrentamos en el cuento que
estamos escribiendo sean minucias, estos pequeños detalles que nos atormentan y nos
absorben nunca disminuyen. Sin embargo, la ayuda es posible. Y es posible también que
su propia pequeñez explique que podamos olvidarnos de estos problemas por completo
una vez terminado el cuento. ¿Quién recuerda después la molestia de contar el número de
niños o de preparar al lector para el asesinato o de colocar la luna en el lado correcto del
cielo? No son problemas realmente importantes, y la solución está en la paciencia. Tiempo
y paciencia.
28
Para llegar a los problemas generales del asunto debemos profundizar más –de
hecho, hasta lo más profundo que podamos—en la acción misma de escribir. Todo el
asunto es subjetivo. Todo lo que cualquiera de nosotros puede saber sobre la escritura es
su concepción personal de ella. No es un proceso de imitación.
Nuestra relación con los cuentos es siempre el resultado de un contacto directo:
leerlos y escribirlos. No es nuestro papel notar influencias, rastrear historias o considerar
tendencias. Estamos metidos de lleno en los cuentos al estar personal y directamente
involucrados en ellos. Los escritores observamos el arte del cuento desde este punto de
vista cercano, poco romántico y tal vez mucho menos seguro y menos apasionado.
Si en general aprendemos cosas pequeñas de las correcciones de los críticos,
¿aprenderemos las cosas importantes en el acto mismo de escribir? Creo que sería la
única manera posible, pero no es infalible. Eso quiere decir que nada puede garantizar
que la siguiente vez escribiremos un cuento mejor que el que acabamos de terminar.
Algunos primeros cuentos siempre se considerarán la mejor obra realizada. El siguiente
cuento siempre será algo diferente. No existen dos días iguales, el tiempo cambia. No
existen dos cuentos iguales, nuestro tiempo cambia. Estábamos involucrados en un
cuento y ahora estamos en otro: son dos mundos distintos, y existen muchos más, aunque
ese pensamiento no represente beneficio ni obstáculo para aquel en el que ahora
luchamos.

II
¿Cómo se escribe un cuento? De manera muy personal. Más allá de eso, es difícil
asignarle algún proceso.
La mente, al escribir un cuento, se encuentra ante la agonía de la imaginación y no
ante el proceso de un análisis. Existe una Divisoria Continental. 1
Para empezar, no neguemos las posibilidades y los logros de una buena crítica.
Eso sería jactancioso, ignorante y ciego. La crítica a un cuento puede parecer ciega en sí
misma cuando es introspectiva y tediosa; pero, por otra parte, puede ver el cuento como
un todo y sus relaciones sutiles. Seríamos tontos si no investigáramos estos puntos. Nos
pueden dar mucha luz; sin embargo, a pesar de todos sus logros, su objetivo no es
decirnos cómo. Ésa es la Divisoria Continental.
Como amiga, me gustaría decir a los escritores neófitos que no se preocupen
demasiado por los análisis de cuentos que puedan encontrar en libros de texto o artículos
críticos. Son brillantes, sin duda útiles para sus propios fines, pero no deben alarmarlos ya
que, en un sentido práctico, simplemente no tienen mayor ascendencia sobre la forma de
escribir. Para mencionar mi propio caso, ya que es el único del que puedo hablar con
autoridad, el análisis y la crítica de algunos de mis cuentos me han intrigado. Cuando los
veo analizados –casi siempre reducidos a sus partes mínimas--, pienso: ”Esto no dice
nada de mí”. No es que sea demasiado orgullosa para aceptar que me reduzcan, sino que
sencillamente no puedo recordar haber participado de tales elementos, ni de algo que
pudiera siquiera compararse. El hecho de que un cuento pueda reducirse a elementos,
que pueda ser analizado, no necesariamente quiere decir que se haya partido de ellos; por
lo menos, no de manera consciente. Un cuento puede surgir del canto de un pájaro.
No es posible aprender cómo se escribió un cuento a través de la crítica o, para ser
más concisos, a través del análisis. El análisis es un proceso en un solo sentido, y sólo
tiene validez después del suceso. En los noticieros, cuando un clavado se presenta en
1
N. del T. Línea imaginaria que divide a un continente en el punto en que sus ríos empiezan a corren en
direcciones opuestas y descargan en océanos diferentes. En América del Norte se aplica a las Montañas
Rocosas y en América del sur, a los Andes.

29
reversa, el nadador puede salir del agua; al agua salpicada se reabsorbe, él se levanta en
el aire y vuelve a estar a salvo y seco sobre el trampolín. Pero en la realidad no se puede
volver, por medio del análisis, al punto de partida de la inspiración; se podría decir que eso
va en contra de alguna ley del universo. Yo no tengo formación científica: he oído que
existe la flecha del tiempo y, por instinto, estoy segura de que existe también la flecha de
la creación.
Los lectores de Sir Arthur Eddington –cuyos escritos se pueden gozar aun si el
lector no tiene formación científica pero ama la buena literatura-- recordarán que él define
el término “entropía” como llegar a ser. Nuestro mundo físico siempre está en proceso de
llegar a ser y no al contrario. No se puede regresar un clavado, no se puede volver a
colocar a Humpty Dumpty en su lugar o regresar la flecha al arco sin haberla tirado.
Eddington no se ocupa de la escritura de cuentos y no lo dice así exactamente, pero no se
puede analizar un cuento desde sus inicios y encontrar lo que el cuento pretendía desde el
principio, aquello que lo determinó o lo modificó, y cuál de sus detalles fue el que lo
convirtió en un cuento excelente y no sólo en un buen cuento. El cuento no es el mismo
cuando termina que cuando comienza. Algo sucede: el hecho de escribirlo. Llega a ser.
Creo que, a medida que el cuento llega a ser, nosotros los lectores lo entendemos al llegar
a ser también: al gozarlo.
Veamos algunos cuentos desde nuestro punto de vista de autores de cuentos o de
personas a las que les gustan los cuentos; veamos un poco cómo está organizados,
observemos sus movimientos y gocémoslos.
Por suerte, no nos enfrentaremos a ninguno de los problemas de no gozarlos. Al
ubicar un cuento en su lugar real evitaremos lo anterior. Ubicar un cuento en su lugar real
cuando ese lugar se ha convertido en el punto importante no significa en absoluto
abandonarse ante el cuento. Porque también significa tomarnos en serio, mantenernos
alerta para no hacernos tontos y tener cuidado de no meter la mano en el fuego, no sea
que nos quememos. Al gozarlo, podemos meter la mano en el fuego. Sin embargo, existe
un requisito más exigente para lograr el goce: flexibilidad y apertura de la mente, tal vez
hasta los poros. Y Dios nos guarde de sentir la desgracia de buscar la comprensión por la
vía del placer.
Creo que confirmaríamos este punto de vista si nos preguntásemos: ¿cómo nos
gustaría que se comprendiera uno de nuestros propios cuentos? Con el afán de deleitar, a
través de una lectura pura, buscando el primer impacto fresco y la sorpresa que ese
impacto conlleva, ¿no es ésa la respuesta honesta? También me parece que la principal
esperanza que albergamos al darle a alguien nuestro cuento todo nuevo y fresco fue que
el cuento resultara nuevo al leerlo. Por lo tanto, ésa es la manera en que debemos leer.
¡Qué dicha! Pensemos con cuánta frecuencia se nos niega esa posibilidad. Es por
ello que recordamos con tanto cariño nuestros libros de la infancia. Pero ¿no tiene todo
autor el deseo válido de que su cuento se lea de esa manera? Y ¿no se encuentra ese
deseo implícito en el propio cuento? Al leer de segunda mano o al obedecer todo lo que se
nos ha enseñado, o al acercarnos a un cuento sin la apertura mental, dañamos su
principal atributo, su unicidad, junto con ese atributo afín, la frescura. Nos estamos
convirtiendo en lectores viejos, hartos: lectores instruidos, aleccionados, víctimas de
resúmenes y libros de texto; y si nosotros escribimos cuentos como víctimas de esas
mismas actitudes ¿qué nos espera? Al leer y al escribir, olvidémonos de lo que nos han
dicho siempre y busquemos otra vez el mundo nuevo, el gozo y el placer y el cuento
virgen, odiado o disfrutado por sí mismo.
Al decir gozar, no me refiero a ser fáciles ante el cuento. No se trata de derretirnos
como William Saroyan pide a los lectores en algunas ocasiones. A lo único que me refiero
30
es a no molestar al cuento, no interrumpirlo o interpretarlo de manera tangencial como si la
conciencia estuviera en juego. Para verlo claro en sí mismo, debemos verlo de manera
objetiva.
Después de todo, las constelaciones, las estrellas que estamos acostumbrados a
ver en el cielo son totalmente subjetivas; esto se debe a que tanto nuestra manera de
combinar las cosas como nuestros héroes llegaron al mundo casi junto con nosotros, y por
lo tanto desde entonces podemos ver a Perseo allá en el cielo y no sólo a un grupo de
lucecitas esparcidas. Tomemos un cuento y veámoslo aislado en el espacio, no como
parte de alguna tendencia, Por un momento, importa muy poco quién lo escribió o cuándo,
o qué revista o libro lo publicó o lo rechazó, o el mucho o poco dinero que el autor ganó
con él, o si tenía un agente, o si después de publicado el cuento recibió cartas que decían:
“Resulta que su cuento no se puede reducir a los elementos de cualquier otro cuento”.
Consideremos este cuento como un pequeño universo en el espacio, del mismo modo que
podemos aislar una estrella en el cielo si nos concentramos en ella.

III
Lo primero que salta a la vista en el cuento que vamos a examinar es que en realidad no
podemos ver su esquema de manera efectiva; parece revestido de algo muy propio. Se
encuentra envuelto en una atmósfera propia. Tal vez es ella la que lo hace brillar, pero al
mismo tiempo, inicialmente, opaca su verdadera forma.
Nos aproxima a este cuento teniendo en mente que la atmósfera de un cuento
puede ser su principal logro y, por otra parte, que también puede darnos una impresión
totalmente contraria a lo que subyace en él. Su brillantez puede ser el resultado de un
movimiento pirotécnico.
Algunos cuentos de acción desprenden nubes brillantes de luz a la vez
oscurecedora y resplandeciente, como en este caso. Nuestra mirada penetrante nos hace
sospechar que ese complejo objeto es bastante oscuro por dentro, a pesar de todas sus
nubes de velocidad y la presencia de los colores primarios rojo, amarillo y azul. Se parece
a uno de los cuentos de Hemingway, y eso es precisamente.
Ahora bien, un cuento tiene una conducta, pasa por diferentes etapas. Algunos
cuentos dejan un halo de luz tras ellos, como meteoros, de manera que mucho tiempo
después de haber impactado nuestros ojos, podemos descubrir su significado, como un
efecto retardado. Estos cuentos que van y vienen fuera de control se cuentan, por muchos
motivos, entre los más interesantes de todos, y en ocasiones son llamados apocalípticos.,
Creo que los cuentos de Faulkner no eran meteoros sino cometas. De un modo que
sobrepasa su extravagancia y sorpresividad y de su desprecio por las leyes más estables
de tiempo y espacio, los cuentos de Faulkner son como los cometas que tienen una
maravillosa ruta propia. Reaparecen, en su momento reiteran su significado y, al reiterarlo,
ofrecen toda una historia posterior, más allá de una significación única.
Si hemos pensado en los cuentos de Hemingway como tan llano y sólidos como
una bola de billar, tan escrupulosamente limpios de adjetivos y de cualquier palabra
innecesaria, y tan sencillos en toda su extensión como es sencillo un verbo, es posible que
lleguemos a reconsiderar estas ideas. La atmósfera que envuelve a los cuentos de D. H.
Lawrence es de sensaciones, que es una cubierta pura pero gruesa, una capa de aire
luminoso de por sí. Pero la atmósfera que rodea a los cuentos de Hemingway es del
mismo grueso y, para muchos lectores, menos iluminadora. La acción puede ser mucho
más inescrutable de lo que puede ser la sensación. Además, puede ser igual de
voluptuosa, igual de vaporosa y desesperadamente encubridora.

31
Así que lo primero que vemos en un cuento es su misterio. Y en los mejores
cuentos, regresamos al final para retomar ese misterio. Todo buen cuento tiene un
misterio, no del tipo del enigma, sino el misterio de la seducción. A medida que
entendemos mejor el cuento es probable que el misterio no disminuya, sino que se torne
más bello.
Ahora bien, ¿de qué se compone este cuento, el que vemos en este momento? En
otras palabras, ¿cuál es la trama?
En su libro sobre la novela, E. M. Forster hace una aguda distinción entre la trama y
el hilo narrativo. Un cuento es una “narración de eventos organizados en su secuencia
cronológica. La trama también es una narración de eventos en la que se enfatiza la
causalidad”. Ante una trama, en lugar de preguntarnos ¿qué vendrá después?,
preguntamos ¿por qué?
En el cuento de Hemingway llamado “Campamento indio”, uno de los primeros que
escribió, Nick va con su padre, un médico, a visitar a una mujer india que está enferma.
Tiene dolores de parto y el médico la opera sin anestesia. En la litera superior el marido
está acostado con un pie adolorido. Al terminar la operación, cuando el niño ya ha nacido,
se descubre que el marido se cortó el cuello por no poder soportar el sufrimiento de parto
de su esposa. Nick pregunta: “¿Es difícil morir, papá?”. El padre responde: “No, yo creo
que es bastante fácil”.
El principal ingrediente del cuento es éste, la incapacidad de soportar el sufrimiento.
El deseo de morir antes que enfrentarse al dolor. ¿Es éste un mundo rojo y azul? Yo lo
veo tan negro como la noche. El mundo de Hemingway es, una y otra vez, un mundo de
miedo, de crueldad física, de dolor, de infligir dolor y, como contraparte, de la incapacidad
de recibirlo excepto con decencia, de alguna manera. Ya se sabe que en Hemingway sólo
hay una única manera. Es un mundo lleno de dolor, en el cual el único exorcismo posible
es el ritual: el código del torero, las reglas del juego o de la guerra. Este cuento se repite
una y otra vez con un cierto apetito, un cierto gusto; y esta paradoja entre la esencia y los
efectos es una de las características hipnóticas e incomparables de Hemingway: su valor y
su misterio. Sus imitadores carecen tanto de valor como de misterio. La violencia por sí
misma no es un cuento; existe la violencia y existe el cuento, o mejor dicho, la trama de la
violencia.
¿Cómo es que en Hemingway se produce esa sensación de opacidad? No es
porque los cuentos sean historias de acción –ya sabemos que la acción puede ser
radiante--; no se debe a que estén despojados y limpios de adjetivos y de alboroto. (¿Por
qué los sentimientos y los adjetivos deben ser, de por sí, más o menos iluminadores que la
acción y los verbos?) Para esta lectora, los cuentos de Hemingway son opacos porque
son moralizantes. Y ser moralizante significa ser plano, tomar partido detrás de un escudo.
En realidad los cuentos no son reveladores aunque se lleven a cabo en lugares abiertos;
la arena funciona como una emboscada y el autor se halla detrás disparando alrededor del
lector.
Seamos estoicos. Hemingway, cuyo método es instructivo, nos enseña que es
mejor ser así. Nos dice que el mundo está lleno de miedo y de peligro. “Ah, bueno,
decimos nosotros, es eso.” Él nos dice: “Yo les doy la ceremonia. Mejor no indaguen más,
manténganse en sus lugares”. De modo que el valor y el miedo, las instrucciones y el
bullicio ceremonial se ponen frente a la realidad con la misma certeza que el
sentimentalismo. Nuestro belicoso planeta Marte tiene un corazón desconocido e
insospechado.
Pero tenemos que partir desde allí. Porque ¿qué puede surgir? Parte del poder de
Hemingway emana directamente de este condicionamiento que impone en sus cuentos.
32
En San Francisco hay un cuadro de Goya, quien desde luego usaba mucho la luz, la
acción y la moral en forma dramática. El ruedo y el gran muro vibrante de espectadores
están cortados en diagonal por la enorme sombra de la tarde. Es ahí donde reside lo
maravilloso del cuadro: lo opaco superpuesto al sol claro y dorado; la mitad de la acción
entre sombras densas y espesas. Así sucede con las tramas de Hemingway.
De igual manera, uno de los poderes del uso tan famoso que hace Hemingway de
la conversación se deriva del hecho de que con frecuencia ésta se da en oraciones
traducidas o cortadas, como una sombra que se inserta entre los conversadores mismos.
Es un toque lóbrego pero a la vez mágico; ilumina al sesgo. Nos hace conscientes de que
se está dando la comunicación.
Ahora, si imaginamos el cuento de Hemingway, ¿no es algo parecido? No
transparente, no radiante desde el frente; pero de lado, desde fuera del cuento, desde un
enfoque moral, surge su rayo de luz; y su cuento no es radiante, sino iluminado por
reflectores. Al leer sus cuentos ¿no sentimos el mismo tipo de emoción que con frecuencia
experimentamos en una obra de teatro?

IV
Como todos hemos observado, la trama puede dar más peso a diferentes puntos que
varían en su complejidad, flexibilidad e interés: a la narrativa o a la situación, al personaje,
a la interrelación de personajes o a algunos aspectos más profundos de los personajes,
sus estados emocionales y demás, que es donde las reglas se separan, si es que han
llegado con nosotros hasta aquí y empieza el terreno desconocido. Veamos algunos
cuentos más, todavía sin pretender evaluar a sus autores o los diferentes cuentos de un
mismo autor, sino tomándolos donde los encontramos, ya sea que resalten algún aspecto
u otro de la trama.
En “La novia viene a Yellow Sky”, Stephen Crane narra un cuento de situación; es
un cuento juguetón, que contrapone dos situaciones.
Jack Potter, el alguacil del pueblo de Yellow Sky, fue a San Anton’ y se casó, y
ahora trae a la novia a su casa en tren. Todo el asunto será una gran sorpresa para el
pueblo de Yellow Sky. “Sabía muy bien que su matrimonio era importante para su pueblo,
al que sólo podría superar el incendio del nuevo hotel.”
Y, al mismo tiempo que las ruedas giran, en Yellow Sky se está fraguando otra
situación. A la puerta del bar The Weary Gentleman aparece un mensajero que grita:
“’Scratchy Wilson está ebrio y se ha vuelto loco.’ De inmediato, una melancolía solemne,
como la de una capilla, invadió el lugar... ‘Scratchy Wilson es un portento con la pistola, un
auténtico portento, y cuando se pone belicoso, buscamos nuestros agujeros,
naturalmente’.” Scratchy entra al pueblo con pistolas en ambas manos. Sus “gritos de
feroces retos resonaban contra muros de silencio. Y sus botas tenían la parte superior de
color rojo con estampados dorados, de esas que les encantan a los niños pequeños que
se deslizan en invierno en las laderas que hay en Nueva Inglaterra... Caminaba con el
movimiento sigiloso de un gato nocturno. Conforme se le ocurrían, rugía palabras
amenazadoras... Los dedos meñiques de cada mano se movían como los de un músico...
Lo único que se oía eran sus terribles provocaciones”.
Todo esto nos resulta grato no sólo en sí mismo sino por su función de juego que
responde a nuestras predicciones. Cuanto más feroz se vuelve Scratchy, más nos
encanta. Nuestro sentido de la justicia, de la proporción de las cosas, queda satisfecha
cuando él “tranquilamente balaceó las ventanas de su amigo más íntimo. El hombre
estaba jugando con este pueble, era un juguete para él”. Esta trama de situación nos
proporciona un cierto placer dinámico, del mismo modo que estar en un sube y baja es
33
agradable, no sólo por el lugar que ocupamos nosotros sino por el que ocupa la otra
persona.
El tren llega. Jack Potter y su esposa se bajan y se espera el encuentro cargado de
emoción de Jack con Yellow Sky, pero Scratchy Wilson resulta ser el protagonista. Ambos
se encuentran cara a cara, y Potter, que dice “No traigo pistola, Scratchy”, sólo tarda un
minuto en resignarse a recibir un tiro el día de su boda.
“—Si no traes pistola, ¿por qué no traes pistola? –Scratchy se burla del alguacil.
Y Potter responde:
--No traigo pistola porque acabo de llegar de San Anton’ con mi esposa. Me casé.
--¿Te casaste? –pregunta Scratchy. Tiene que preguntarle varias veces para
comprenderlo--. ¿Te casaste?
Al parecer por primera vez vio a la desesperada y desvaneciente mujer al lado del
otro hombre.
--¡No! –dijo.
Era una criatura a la que se le permite atisbar a otro mundo.
--¿Es ésta la dama?
--Sí, ésta es la dama –respondió Potter.
--Bueno –dijo Wilson por fin, con lentitud –supongo que to’ se acabó.
... No es que se preocupara por ser caballeroso; simplemente fue que ante esta
condición extraña, él era un niño sencillo de las antiguas planicies. Recogió su revólver
diestro y, colocando ambas armas en sus fundas, se fue. Sus pies dejaron huellas como
túneles en la pesada arena”.
De esta manera, en el cuento de Crane, dos situaciones, dos fuerzas se reúnen, se
encuentran –o, mejor dicho, casi se magnetizan la una hacia la otra-- y chocan. A una –la
más inesperada-- la derrotan lo nítido y lo absurdo, y la derrota sigue existiendo. Todo esto
equivale a la comedia.

V
En “Miss Brill”, de Katherine Mansfield, sólo hay un personaje y una situación. La narrativa
es sencilla, la acción de Miss Brill consiste casi siempre en estar sentada; no hace más
que ir a sentarse al parque, regresar a casa y volver a sentarse sobre la cama de su
pequeña alcoba. Sin embargo, se pretende mucho más en este cuento con la falta de
acción que lo que intentó Crane en “Yellow Sky”; su trama está llena de implicaciones.
“Miss Brill” se ubica en un escenario de placer. “Aunque el día estaba tan brillante y
agradable –el cielo azul con polvo de oro y grandes manchas de luz como vino blanco
salpicado sobre los Jardins Publiques--, Miss Brill se alegró de haber traído sus pieles...
(Ella) alzó la mano y acarició sus pieles. ¡Qué adorables!” Desde luego nos damos cuenta
de que para Miss Brill el placer es una especie de calidez. Se sienta a escuchar a la
banda, su hábito dominguero, y “Entonces tocaron una pieza para flauta --¡muy bonita!--,
una cadenita de gotas brillantes. Estaba segura de que la repetirían. Así fue; levantó la
cabeza y sonrió”.
Miss Brill tienen confianza en su mundo; es predecible. ¿Qué pasará después? Ah,
pero ella ya lo sabe. Está contenta pero segura. Ve a los demás desde su pequeña
percha, desde la distancia; a los que están alegres y luego a los que se sientan en las
bancas: “Con frecuencia Miss Brill ha notado que hay algo chistoso en casi todos ellos.
Eran extraños, silenciosos, casi todos viejos y por la forma en que se quedaban mirando
parecía que acababan de salir de pequeños cuartos oscuros, o hasta... ¡hasta alacenas!”
Ella no se ha identificado a sí misma en lo absoluto.

34
Casi no hay dramatismo en este cuento. No hay ningún choque. Más bien, al final
del cuento las fuerzas que se reúnen en los Jardins Publiques se han traspasado y han
salido del otro lado; no ha habido choque alguno, pero sí un cambio, algo mucho más
significativo. Esto se debe a que, aun cuando sólo tiene lugar una situación insignificante,
se implica una mucho más grande y compleja. De hecho, el mundo exterior.
Una de las fuerzas en el cuento es la vida misma, por poner un ejemplo, la que
corresponde a la parte de Scratchy Wilson. No una vida violenta, sino la vida en un
parque una tarde de domingo en París. Todo lo que ocurre a Miss Brill es pasearse de
manera elegante mientras toca la banda, formar parte de pequeñas escenas, diluirse
momentáneamente en encuentros menores, más bien oscuros, y observar un movimiento
general de colores vivos y toques claros. No hay pistolas que se agiten, que bramen y
amenacen.
Sin embargo, por tratarse de la vida, sí que hay amenaza. Por fin, ¿de qué manera?
Bueno, un comentario oído al azar acerca de ella es mucho más nefasto para Miss Brill
que cualquier pistola amenazante. La visión de Miss Brill –una visión del amor-- se
enfrenta bruscamente a otra, mucho más cruda, visión del amor. Los jóvenes enamorados
se sientan en su banca, pero no pueden continuar su charla debido a ella, aunque “todavía
contando sin emitir sonido, aún con esa sonrisa temblorosa, Miss Brill se dispuso a
escuchar.
--No, ahora no –dijo la muchacha. –Aquí no, no puedo.
--Pero, ¿por qué? ¿Por esa vieja estúpida que está allá? ¿Para qué viene aquí,
quién la necesita? ¿Por qué no deja esa cara de vieja tonta en su casa?
--Lo chistoso son sus pieles –dijo ella con una risita--. Parece merluza frita.
--Ay, ¡ya cállate! –dijo el muchacho con un susurro de enojo.”
De esta manera Miss Brill, aquella que hasta podía apiadarse de este mundo –la
piedad es la emoción del espectador--, se ve derrotada en su inocencia. Se había
permitido de vez en cuando observar vidas no muy felices, aquí en el parque, que le
habían provocado ligeros sentimientos de tristeza. Pero también ésos habían sido un
cálido refugio. Calidez, el remedio que buscan los visitantes para quitarle lo frío a un lugar
desconocido. Ella no sabía que no era lo bastante bueno. A lo largo de todo el cuento, ella
ha estado sentada en su “lugar especial” –otro pequeño apoyo para soportar la vida--, y
sin saberlo corría un peligro mortal. Éste es el cuento. El peligro se acerca, se pronuncia
una palabra, se da el golpe y Miss Brill se retira. La facilidad para aniquilarla había sido
ridícula, igual de fácil había sido sobajar al hombre de las pistolas en “Yellow Sky” con el
objeto de lograr la comedia. Pero Miss Brill desde el principio se hallaba indefensa y del
lado de los perdedores, y por ello su derrota es aún más profunda. Uno siente la seguridad
de que durará para siempre.

VI
En muchos casos la trama de un cuento es una clara proyección del personaje. En un
buen ejemplo, aun cuando se trata de un caso muy especializado, toda la serie de
sucesos fantasmagóricos en Otra vuelta de tuerca puede considerarse de manera obvia
como una visión: un conjunto de alucinaciones de la institutriz que nos narra la historia. En
efecto, el cuento es un testimonio elaborado en contra del personaje principal.
La trama no siempre proyecta al personaje, ni siquiera de manera esencial. Se
puede mencionar a William Sansom, joven escritor inglés, como un autor contemporáneo
que profesa gran respeto por la idea pura. También Virginia Woolf manifestaba por lo
menos igual interés en un rayo de luz que en un berrinche.

35
En su apariencia exterior, muchos cuentos comparten una misma trama, lo que no
tiene mayor trascendencia que el hecho de que muchas personas tengan los ojos azules.
De hecho, la trama es con lo que vemos. Lo que vemos es lo que nos interesa.
En cierto nivel todos los cuentos son cuentos de búsqueda, lo cual no tiene nada de
sorprendente. Desde la intensa y salvaje penetración del cazador en “El oso” de William
Faulkner hasta la apacible excursión dominical de la “Miss Brill” de Katherine Mansfield;
desde la cruel diligencia del padre de Nick en el campamento indio en el cuento de Ernest
Hemingway hasta la fantasía de remontarse al reino de la imaginación poética en el
“Autobús celestial” de E. M. Forster; desde el bombero que busca el origen del incendio en
“La flor del bombero” de William Sansom hasta el hombre de Henry James en “La esquina
alegre”, quien busca, entre grandes angustias y extravíos, su propia imagen y lo que
podría haber sido, a lo largo de los pasillos de una casa embrujada. En cualquier grupo de
cuentos que podamos mencionar según se nos ocurra, la trama es una búsqueda. Es la
antigua Odisea y aquello que ya resultaba antiguo cuando se declamó la Odisea por vez
primera. El Ulises de Joyce representa un titánico trabajo moderno sobre el mismo tema,
pero cuando Miss Brill se sienta en el parque, sentimos que una viaje llave trata de abrir
otra vez un viejo cerrojo, pues ella también está a la búsqueda. Nuestros sueños más
antiguos ayudan a convencernos de que su tímida tarde de domingo es la aventura de su
vida, y nos dan la medida de su derrota.
El otro lado de la moneda siempre corresponde a la búsqueda implícita. En un lado
de la moneda de James se encuentra la búsqueda; en el otro, la ruina. Faulkner se
interesa en la desolación y la historia. Hemingway, en la profesión, el ritual y el destino. Y
así sucesivamente. Junto con la búsqueda se encuentran las altas y las bajas de la vida, el
orgullo y el polvo. Y Virginia Woolf muestra cómo esa búsqueda y todo lo relacionado con
ella se disuelve en un extraordinario misterio.
Cuando la trama, independientemente de lo que cuente o de cómo evolucione, se
convierte en la manifestación externa del germen mismo del cuento, entonces alcanza el
mayor grado de pureza; entonces el hilo narrativo es menos objetable que nunca; es
entonces cuando no obstruye. Su uso llega a la máxima expresión cuando cada uno de
sus movimientos y su progreso se pueden identificar por sí mismos con el movimiento y el
progreso de la revelación franca. Es posible lograr, de manera tan bella, que la trama
revele al personaje y su ambiente; que revele los secretos escondidos, íntimos, o sea,
“reales” de la vida, y que su simple desarrollo sea ya un deleite. Es una satisfacción sutil,
pero ¿de dónde viene? Es probable que surja de una percepción profunda, que todos
llevamos dentro, de la belleza de la organización, es decir, de ese punto que se puede
llamar, con menos exactitud, la forma.
¿De dónde viene la forma? ¿Cómo la “logramos”? Mi suposición es que la forma
evoluciona. Como yo la veo, es el residuo –aquello que emerge-- del acto mismo de
escribir. Es la obra, su manifestación. Además de los personajes, la trama y las
impresiones sensoriales, el resultado de todo esto arroja algo más que su total
matemático. Se trata de esto y de algo más. Este algo más surge del todo. Pertenece a la
esencia del cuento. Desde el punto de vista del autor podríamos decir que la forma está
relacionada de alguna manera con el proceso del trabajo del cuento; la forma es el trabajo.
Desde el punto de vista del lector podríamos decir que la forma está relacionada con el
reconocimiento. Es lo que nos hace conocer, en el cuento, a lo que nos referimos; a eso,
único, que por un momento contemplamos con intensidad. Parece que la parte de la
mente a la que se dirige y llega la forma es la memoria.

VII
36
En los cuentos de hoy, la forma, no importa qué tan aguda y definida parezca, no implica
necesariamente una estructura. Un cuento con un “patrón”, un diseño exacto, puede
carecer de esa cualidad general más precisa que llamamos forma. Edgar Allan Poe y otros
autores cuyo objetivo final dependía del patrón, de una estructura perfecta y bien acoplada
(nótese aquí la relación que esta forme tiene con los acertijos, la detección y el misterio)
podrían haber sentido verdadero horror ante un cuento de D. H. Lawrence, en primer lugar
debido a la implacable falta de forma narrativa. El mundo de la acción y la conversación
creado por Lawrence está tan alejado de la perfección helada, de las situaciones
marmóreas de Poe como podamos imaginar; el mundo en el cuento de Lawrence es un
desorden, un mundo desatendido como el cuarto desarreglado de un ama de llaves
descuidada. ¡Hay cosas más importantes que este polvo!, diría Lawrence, y tendría tanta
razón como siempre tiene quien emite ese clamor.
Y ¿qué decir de sus personajes? ¿Son hombres y mujeres reales, reconocibles,
naturales? ¿Los reconoceríamos si los viéramos? Pienso que no lo haríamos ni siquiera si
empezaran a hablar en la calle como hablan en los cuentos; nos parecerían personas
enajenadas, ya que los personajes de Lawrence no hablan en realidad con sus palabras,
ni en conversaciones ni para sí; no están hablando en la calle sino que están jugando
como fuentes o irradiando como la luna o bramando como el mar, o su silencio es el
silencio de las rocas inicuas. Nos conmueve que Lawrence esté escribiendo sobre
nuestras relaciones humanas terrenas en términos de eternidad, y estos términos definen
la forma en Lawrence.
Cuando escribe, el autor mismo aparece en fases como las de la luna, y algunas
veces nos bendice y en ocasiones nos castiga mientras nos encontramos debajo de él.
Pero nos damos cuenta de que sus tramas y sus personajes son sacrificados de igual
manera ante algo. Hay algo que Lawrence considera que los trasciende a ambos. Aparte
de él, otros han creído lo mismo. Pero, que yo sepa, sólo Lawrence piensa que lo
trascendental se encuentra directamente a través de los sentidos. Lawrence escribe,
trabaja, piensa y considera como su medio natural al mundo de los sentidos, y si eso nos
parece extraño ¿no somos nosotros los que perdemos? Él enviará su cuento a través de
este mundo. Además, este mundo es la trama; es la razón de existir del cuento, con el
sexo como canal donde los sentidos corren más profundamente de manera misteriosa,
atravesando velos y siglos y un país tras otro de hipocresía.
Virginia Woolf presenta una interesante variación de este concepto. Ella era una
intelectual; muy consciente del sexo, estaba interesada en él intelectual o filosóficamente.
Podía hacer de su mundo una fantasía, y sus personajes podían reír. Pero me parece que
la extrema belleza de su escritura se debe en gran parte a un detalle: que para ella el
aprisionar la vida en la palabra era asunto de los sentidos en la misma medida que del
intelecto. El olor, el gesto, el aliento que sale de los labios, el sonido del reloj al dar la hora,
la textura del oleaje en la superficie del agua que corre y del aire que sopla; ella buscaba
con todo su ser aprehender todas estas cosas, ya que representaban las sombras
palpables y las reverberaciones coloridas del mundo abstracto del espíritu, la materia que
reflejaba la realidad.
La afirmación impresionista de que la luz es el actor principal en un cuadro se
puede aplicar a la obra de Virginia Woolf. En ella, la luz se mueve con frecuencia como un
personaje y con interés propio, de escena en escena, y sólo ella permanece sin verse
afectada por la visión humana, más cruda y frágil. En un cuento, “El reflector”, la luz es
literalmente el personaje principal.
Pero debe observarse que en los cuentos de Mrs. Woolf el rayo de luz no surge del
ser inconsciente sino del consciente. Se le manipula como a una varita mágica; toca y
37
discrimina, de aquí para allá, con el propósito preciso, más bien altanero y casi elegante
de iluminar con bastante claridad lo particular en el mundo abstracto. Lo sensorial puede
acercarse tanto a lo filosófico en sus cuentos que las palabras “respiración”, “aliento” y
otras con el mismo significado, nos hacen sentir a un creador siempre consciente de darle
su soplo de vida a su creación.
Mientras que Virginia Woolf usa sus sentidos de manera intelectual, Lawrence usa
su intelecto de forma sensual. Y mientras Chéjov construye la personalidad, Lawrence
destruye la personalidad. Estas antítesis se perpetran con un solo interés: llegar a la
verdad.
D. H. Lawrence se parece a la Verdadera Princesa, que bajo cuarenta colchones
pudo sentir que había un chícharo. Lawrence es tan sensible a la falsedad como la
Verdadera Princesa al chícharo. Y con la misma seguridad proclamará la injuria.
¿Cómo puede ser tan belicoso con nosotros cuando al mismo tiempo nos embelesa
con sus extraordinarios poderes para hacernos ver y sentir la belleza? Sin embargo, mi
respuesta hacia sus escritos es mi respuesta hacia la grandeza de cualquier sitio.
Tomarla, tomarla toda. No es cosa de risa. Resulta más pertinente rendirnos ante esa
belleza suya y rechinar los dientes ante su crueldad –ya que es cruel-- que reírnos o
sentirnos molestos por el desorden en que convierte al mundo cotidiano.
Todos usamos al mundo cotidiano en nuestros cuentos, y algunos nos sentimos
inclinados o hasta obligados a echarle un vistazo y tratarlo aunque sea por encima, pero a
Lawrence no le importa. No siente ninguna responsabilidad al respecto. No le interesa si la
mecánica y los apoyos de la vida diaria en sus cuentos sufren una distorsión que raya en
el absurdo, o si su narrativa se adelgaza y se desgasta hasta la simpleza. Eso no es lo
que le interesa. Sus tramas podrían recordarnos algún tipo de aves tropicales: su
estructura resulta torpe y hasta se ven imprácticas cuando están en tierra, y luego, cuando
emprenden el vuelo, sucede el milagro. Toda esa torpeza y esa atrocidad se desvanecen;
el cuerpo del ave se vuelve sorprendentemente funcional e iridiscente en el vuelo.
William Faulkner utiliza un tipo de trama de desarrollo a la cual aún no me he
referido. Entre más leemos y escribimos, vemos con más claridad cuántas formas existen
para usar el material. Algunos compilan datos de manera meticulosa, suman y restan y
obtienen un total que es un cuento y que se podría vertir en una gráfica si fuera necesario;
algunas veces Henry James, quien usa este método, parece estar tramando, de manera
exquisita, una gráfica tras otra de diferentes clases de problemas. Otros escritores destilan
el material y obtienen esencias más claras y puras, como en un proceso de condensación,
Lawrence, por ejemplo. Parece que Faulkner define su material, y a partir de él descubre
su cuento.
La furiosa velocidad de los cuentos de Faulkner es una de las características de un
escritor que hace descubrimientos. Parece que sus cuentos corren con el tiempo, corren
con el mundo. Ustedes recuerdan --¿cómo olvidarla?-- una oración de 1600 palabras en
“El oso”. El hecho de que este rascacielos haya podido correr como un dinosaurio a través
de los antiguos campos del tiempo tiene como fin principal enseñarnos que en el mundo
de nuestra creación de cuentos las maravillas nunca terminan. Pero esa oración corre con
una cualidad extraña que acompasa el tiempo y da la impresión de que todo sucede en el
mismo momento; a medida que leemos seguimos escuchando la parte anterior, y la parte
posterior se ve anticipada por medio de su parte actual. Nos hace tomar conciencia de lo
cierto que resulta decir que la prosa es una estructura, en cada una de sus partes. Por
instinto o por algún otro proceso, la imaginación se pone en marcha cuando escribimos.
Una oración se puede controlar de manera tan perfecta como un puente o un templo. Tal

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vez no de forma muy obvia o muy exquisita, ya quesería fatal para el cuento que el lector
comenzara a hacer comprobaciones a medida que avanza.
Pero la razón por la cual en Faulkner las oraciones que se ven difíciles de manejar
pueden correr es, por supuesto, su gran organización: una organización musical. Faulkner
es muy organizado, y su evocación parece surgir del lugar de donde proviene la música.
Nunca permitamos que su turbulencia nos ciegue; su estructura está allí, una estructura
desafiante. Para mí, él, más que ninguno de los otros escritores de cuentos modernos, se
ha adelantado a su tiempo. De los que tenemos, es el autor cuyo poder y pasión son más
sorprendentes. “El oso” es un cuento apocalíptico sobre el final de la vida salvaje. Termina
con el clac clac sin sentido de un hombre que, de manera idiota, golpea las piezas de su
rifle destrozado mientras que, en el solitario gomero que lo cubre, cuarenta o cincuenta
ardillas corren frenéticas. Por una parte se refiere a la llegada de la era de la máquina, y
por otra al chirriante molino de rueda. El cuento entrelaza el pasado y el futuro, todo el
pasado de esta tierra desde los tiempos de los indios hasta la época actual. Tiene
enormes figuras heroicas, figuras de la tierra salvaje, figuras simbólicas; y en cada suceso
tenemos la certeza de que todo está sucediendo otra vez, una y otra vez: todo el
maravilloso mundo de lo salvaje, toda la historia del Mississipi.
En “El oso”, la estructura temporal está en constante peligro de verse rasgada,
destrozada por el autor; todo el tiempo ejerce presión para meterse por las hendiduras en
el tiempo presente del cuento. Esta dilatación en el sentido del tiempo y la indocilidad en el
sentido del espacio, toda la superficie hinchada del cuento tiene, de por sí, una especie de
cualidad de ilusión óptica, de prodigio. Como un globo, el tiempo y el espacio se estiran
para que les quepan más, mientras el cuento permanece igual en lo tocante a forma y
función.
Sobre todo, esto hace de “El oso” mucho más que un cuento de cazadores. Es un
cuento muy largo, en cinco parte, y en la Parte IV la endeble separación que existe entre
el tiempo del cuento y el tiempo en general desaparece por completo. Toda la historia de
la tierra y de la gente se agolpa dentro de un capítulo cuya expansión, en oraciones y
párrafos, es casi ultrajante al ojo mismo. La duración del tiempo y la extensión del espacio,
que siempre se presentaron en caso acusativo y así se despacharon, ahora se dejan
libres, se les evoca e irrumpen en el cuento corriendo hacia adelante, hacia atrás, de
arriba abajo, a los tiempos de los indios y hasta el propio futuro, como un grupo de bestias
provenientes de la desolación del mundo mismo. Y he ahí la belleza del cuento. Su
autodestrucción, su autoinmolación es la manera en que trasciende todo lo que podría
haber sido si hubiera permanecido estático y bien clavado. He ahí su prodigio.
Se podría decir que Sherwood Anderson utilizó este poder de expansión en un
sentido totalmente distinto en los cuentos de Winesburg. En ellos la vida intrascendente y
aprisionada que veía a su alrededor se volvía conmovedora y trágica, como si se le
hubiese añadido una nueva dimensión al pasar a través de su apasionada perspectiva,
como un mismo río que corriese entre muros más elevados. En el caso de “El oso”, siento
que para Faulkner escaparse del tiempo y del espacio salvajes debe haber parecido un
atributo de aquello que estaba describiendo, el atributo perdido, del mismo modo que para
Anderson la pasión era el atributo perdido de Winesburg, implícito y ahora provisto en sus
cuentos.
Faulkner, al dejar salir de su caja al tiempo y al espacio, no estaba siendo temerario
ni trataba de exhibir su talento –aun cuando brinde todo un espectáculo--, sino que estaba
siendo veraz, fiel a su concepto del cuento en cuestión. Si esto provoca alarma a muchos
lectores, hasta los más alarmados tendrán que ser los primeros en admitir el estricto
decoro del recurso.
39
VIII
Es posible que el énfasis principal de un cuento recaiga en las partes que lo conforman; en
el personaje, la trama, el mundo físico o moral, la forma sensorial o simbólica. Y quizá la
manera en que se establece este énfasis puede determinar el valor del cuento; puede
determinar no qué tan bien está escrito sino la validez de haberlo escrito.
Desde luego, la moda y los hábitos para comprender los cuentos en determinados
períodos de la historia pueden desempeñar su papel en forma inconsciente o deliberada.
Pero yo me atrevo a pensar, después de todo lo expuesto, que el valor de un cuento
depende principalmente del factor individual y personal del escritor que está detrás de lo
escrito.
Los buenos autores de cuentos dan la impresión de ser, de algún modo,
obstaculizadores. Como si escondieran sus intereses principales. Es una ilusión extraña.
Ya que si buscamos el origen del placer más profundo que recibimos de un escritor,
resulta muy sorprendente que el origen mismo sea el viejo obstáculo. El hecho es que al
buscar nuestra fuente de placer hemos vuelto a entrar a otro mundo. Estamos hablando
de la belleza.
Y la belleza no es una cualidad vociferante o promiscua o obvia; de hecho, en su
mejor momento, se le relaciona con el obstáculo, con la reticencia de varias clases. La
belleza en “El oso” parece estar íntimamente ligada a la renuencia a confinar el cuento a
su debida secuencia de tiempo y a sus adecuados límites de espacio; Faulkner pone una
fantástica dificultad tanto en el tiempo como en el espacio, y el resultado es la belleza. Una
y otra vez, Lawrence se niega a contar su historia, a dejar que sus personajes hablen de
manera natural; la historia se detiene por siempre, y a través de ese retraso y ese rechazo
por parte del autor entramos al mundo mágico de los sentidos puros, de la evocación, el
atajo más corto para atravesar los bosques.
¿Podría ser que quien censura las dificultades en un escritor (¿por qué no lo
escribió de esta forma? ¿por qué no escribió otro cuento?) por infringir las reglas y no
cumplir con su deber, deja de ser consciente de la belleza? ¿Y deja de ver directamente
que esa belleza brota de la desviación, del deseo no de cumplir sino de actuar de manera
inevitable, siempre y cuando la verdad esté a la vista, signifique lo que signifique esa
inevitabilidad?
¿De dónde surge la belleza en el cuento? La belleza brota de la forma, del
desarrollo de la idea, de los efectos posteriores. Con frecuencia surge del cuidado, de la
supresión de lo confuso, de la eliminación de lo innecesario. Y sí, ésas son las reglas.
Pero en ocasiones, esa clase de belleza puede ser fría, cuando existen otras cálidas. Y
cuidado con el orden. Algunas veces la espontaneidad es la clase de belleza más brillante.
Katherine Mansfield la tenía. Es una circunstancia fortuita que se presenta en el
nacimiento de algunos cuentos, como un hada madrina que, por esta vez, ha aceptado la
invitación, siempre vigente, y llega con una sonrisa.
Algunas veces los analistas pueden perderse u olvidarse de la belleza porque no es
un medio, ni una manera de hacer progresar el cuento o de prolongar algo en el mundo.
Porque la belleza es un resultado, como la forma es un resultado. Surge. Tenemos suerte
cuando la belleza surge, porque la buscamos con frecuencia, pero cuando las virtudes de
nuestro cuento son contadas, la belleza se queda tras de la puerta. Creo que puede ser un
error buscar la belleza; deberíamos buscar otras cosas, y luego tener esperanzas.
La intensidad y la belleza son cualidades que provienen de la imaginación y la
pasión del hombre, y que utilizan la sensibilidad como su poder para encontrar y enfocar.
(Lo anterior no puede dar por supuesto, sin esperanza alguna, el asignarle los mejores
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cuentos al genio.) Parece ser cierto que para propósitos prácticos, al escribir un cuento la
belleza está totalmente en concordancia con la sensibilidad.
Las dos cosas que no pueden imitarse, la belleza y la sensibilidad, pueden o no
estar relacionadas. Pero sólo podemos luchar por una de ellas: la sensibilidad dentro de
nosotros mismos. Es nuestra técnica. A fin de cuentas, nuestra técnica es la sensibilidad, y
la belleza puede ser nuestra recompensa.
Un autor de cuentos puede intentar cualquier cosa. Si ha intentado cualquier cosa,
puede pensarse que no lo ha intentado todo. Las posibilidades de variedad son, han sido y
sin duda seguirán siendo ilimitadas, ya que el poder y el movimiento de la mente nunca
descansan. Lo que define al cuento de forma más pertinente es lo que este poder es
capaz de intentar. Ni reglas, ni estética, ni problemas y su solución. No son reglas
mientras haya imaginación, no es estética mientras haya pasión; no es el éxito mientras
exista la intensidad tras el esfuerzo que atrae y comunica, que lo intenta y lo vuelve a
intentar.
Y al otro lado de los cuentos se encuentra el lector. En realidad, no hay razón para
temer al “lector”. El ancestral e impertinente fantasma que quiere compensar el precio que
pagó por su revista. Sí, ahí está él (o sospecho que es ella), todavía en espera de
compensar lo que pagó, y al que aún hay que convencer de que ya lo compensó. Pero
existe también otro tipo de lector, y quizá implique más riesgo.
Este lector existe –sin escapatoria--, igual que existimos nosotros. Es el lector que
también hace uso de la imaginación y del pensamiento. Este lector toma un cuento, tal vez
nuestro nuevo cuento y, obsérvenlo, lo ve fresco y lo enfrenta con una gran carga de
esperanza e interés.
Y entonces lector y escritor podemos desearnos buena suerte. Después de todo
¿no queremos lo mismo? ¿Un cuento de belleza y pasión y verdad?

Lauro Zavala (comp.): “Eudora Welty”, Teorías del cuento I. Teorías de los cuentistas.
Universidad Autónoma de México, Coordinación de Difusión Cultural, México, 1995, pp.
159-189.

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