Georg Simmel - Sobre El Pesimismo

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Georg Simmel

Sobre el pesimismo

Prólogo de Fernando Savater

sequitur
sequitur [ sic: sékwitur):
Tercera persona del presente indicativo del verbo latino sequor:
procede, prosigue, resulta, sigue.
Inferencia que se deduce de las premisas:
secuencia conforme, movimiento acorde, dinámica en cauce.

Traducción de Fernando Garcla Mendlvil

Diseño cubierta: Rossella Gentile

© Ediciones sequitur, Madrid, 2017


Todos los derechos reservados

www.s equ itur.e s

ISBN: 978-84-15707-44-8
Depósito legal: M-13447-2017

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índice

A modo de prólogo:
POR QU� SOY PESIMISTA
Fernando Savater 7

GEORG SIMMEL:

PSICOLOGfA DEL PESIMISMO 15

ACERCA DE LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL DEL PESIMISMO


DESDE UN PUNTO DE VISTA METODOLÓGICO 33

APUNTES PARA UNA TEORfA DEL PESIMISMO 51

SOCIALISMO Y PESIMISMO 65
A MODO DE PRÓLOGO:

POR QUÉ SOY PESIMISTA

"La esperanza sólo resulta una fuerza cuando


todo es desesperado... La única razón para ser
progresista es la tendencia al empeoramiento
que hay en todas las cosas"
(G. K. Chesterton)

Durante muchos años he tenido fama de optimista


entre mis conocidos. Es más, he representado para ellos
el prototipo mismo del optimista pur sang... A mí no ha
dejado de sorprenderme este equívoco, porque en mi
opinión soy pesimista casi desde que salí de la niñez.
Supongo que el malentendido se debe a que no es lo
mismo ver un sentimiento, incluso una pasión, por
dentro o desde fuera. El rey Lear, por ejemplo, estaba
convencido de que sus hijas le adoraban... excepto la
dulce Cordelia, capaz de hacerle reproches en público.
Pero en realidad lo que sentía Cordelia por él, si no
adoración, era sincero afecto, mientras que Gonerilda y

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Regania sólo querían arrinconarle cuanto antes y here­
dar sus reales privilegios. Aunque quizá tampoco deba­
mos tachar a éstas de hipócritas, porque pudiera ser
que lo que suele llamarse amor no sea más que una
serie estereotipada de demonstraciones externas, tal
como quería Lear, y que por tanto resulte incompatible
con las muestras de lealtad que daba Cordelia. En cam­
bio la severidad crítica puede ser el amor visto por
fuera, irreconocible para Lear en el caso de Cordelia.
De modo semejante, quizá lo que llamamos "optimis­
mo" sean un conjunto de gestos y actitudes que corres­
pondan dentro del sujeto a un sentimiento imprevisto,
muy diferente. Quizá el pesimismo no sea más que el
optimismo visto por dentro. Así creo que ocurre, al
menos, en mi caso.
Por lo común, se considera optimista al que hace y
pesimista al que no hace. Como yo he sido más bien
una persona activa, se me ha tenido por optimista. Pero
se ignora así que con frecuencia es el optimismo el que
quita las ganas de hacer. Según nuestro Profeta local, los
lirios del campo no hilan, ni tejen, ni se toman otras
molestias laborales, porque saben que la Providencia
divina vela por ellos. No puede haber optimismo teoló­
gico más desmesurado, sobre todo si uno no es lirio
sino padre de familia con tres hijos a su cargo. Cuando
empieza a arder la casa, el optimista espera que el fuego
se extinga solo, que lleguen a punto los bomberos o que

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algún santo sople desde los cielos y apague las llamas.
En cambio el pesimista, convencido de que el fuego va
a devorarlo todo y que ninguna ayuda terrena o sobre­
natural nos salvará de él, se moviliza a pesar de su pere­
za, busca agua, da voces de alarma, se descuelga por la
ventana, etc. Me dirán ustedes que también puede
haber un pesimista quietista, convencido de que Dios o
el destino han decretado el incendio y que por tanto es
inútil luchar contra él. Pero ¿no es una forma de opti­
mismo, la mayor de todas a mi entender, creer que hay
un designio en lo que ocurre, que todo está escrito y
ordenado, que por tanto debemos ponernos en manos
del Agente cósmico que todo lo decide sin consultar
nuestra voluntad?
Digámoslo de otro modo. Hay dos formas de pesi­
mismo: el que no hace, sea por el quietismo antes men­
cionado o sencillamente porque está convencido de que
todo esfuerzo es inútil, y el que no espera, es decir el que
actúa dentro de nuestras capacidades limitadas, con­
vencido de que hay numerosos peligros que pueden
evitarse y necesidades que pueden atenderse, aunque
finalmente no hay seguridad perdurable ni satisfacción
definitiva. El pesimista desesperado ( el que no espera)
sigue el ritmo impuesto por el cuerpo, que es optimista
como cualquier máquina. Cuando al cuerpo con ham­
bre se le alimenta, cuando obtiene satisfacción sexual el
cuerpo excitado, cuando duerme por fin tras una larga

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vigilia, en su ingenuidad optimista de máquina siente
que ha alcanzado la plenitud y que todo ya es como
debe ser. Pero nosotros (nosotros/el alma o nosotros/la
mente, como se prefiera) sabemos que bastarán pocas
horas para que vuelva a acuciamos el hambre, la nece­
sidad erótica, el sueño, la enfermedad... hasta que a la
postre una carencia o un trastorno acabe con nosotros.
El pesimista no come esperando acabar para siempre
con el hambre o no busca sexo para dar carpetazo defi­
nitivo a esa urgencia, sino para obtener un remanso
momentáneo de equilibrio que nos permita apreciar
brevemente cómo sería la vida sin el acicate de los dese­
os, la vida inimaginable, desencarnada... Y aunque el
alma o la mente no es tan sencilla de contentar como el
cuerpo, también sigue parámetros similares en lo que
atañe a nuestro imaginario cuerpo social. Los objetivos
son aquí colectivos, como acabar con tal o cual injusti­
cia, derrocar la tiranía, conquistar al vecino o rechazar
al invasor, obtener riquezas fabulosas (nunca mejor
dicho, porque siempre pertenecen a la fábula), etc... aún
sabiendo que todos esos logros son fugaces, sin impor­
tar que su fugacidad se mida en siglos. El pesimista
activo no se engaña respecto a lo que puede conseguir,
pero la propia desdicha del mundo y su propia digni­
dad de ser finito le impulsan a conseguirlo.
Los estoicos de la antigüedad (y otros modernos,
como Spinoza, o como Schopenhauer en sus aforismos

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sobre el buen vivir que contradicen su metafísica) resu­
mieron así esta actitud: nec metu nec spe. Obrar sin
temor ni esperanza, es decir renunciando al soborno
del futuro. Nuestros empeños en el mundo son siempre
de corto alcance y provisionales, aunque nos ocupen
diez años, cincuenta, la vida entera. Todo lo que logra­
mos se nos parece en ser vulnerable y transitorio, pero
también en mostrar coraje, belleza o sentido del deber.
El pesimista no quietista, es decir el que rechaza el sui­
cidio como una tentación optimista (tal como señala­
ron, cada cual a su modo, Schopenhauer y Cioran), se
aplica a descubrir y rentabilizar en su favor las posibili­
dades de la realidad, aún sabiendo que sólo conseguirá
transformar lo que es de un modo en algo que es de
otro modo, pero que sigue siendo lo que es y no otra
cosa. Sólo el Caballero de la Fe de Kierkegaard o el cre­
yente de Chestov en que la necesidad es sólo relativa­
mente necesaria frente a lo absolutamente necesario o
sea la libertad divina, serían -lo digo así porque no sé si
alguna vez existieron, si existen o pueden existir- opti­
mistas de un modo metafísicamente triunfal.
Por tanto he sido un pesimista activo durante toda mi
vida, luchando por lo conveniente o placentero en el
angosto contexto de mi existencia, sabiendo que lo con­
seguido serán triunfos efímeros o modestas derrotas,
condenado en ambos casos a ser borrado por el tiempo
como el nombre de aquel poeta que lo escribió en el

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agua. En cambio nunca me he preocupado de evaluar si
en el mundo que nos ha tocado y del que formamos
parte, el sufrimiento es mayor y más real que los place­
res o al revés. Tengo mi opinión al respecto, claro, pero
es sólo una opinión subjetiva, sin datos suficientes para
zanjar la cuestión. Por éso prefiero formularla con el
tono ligero y humorístico del que fue maestro, Heinrich
Heine:

"La Dicha es una chica fácil


y no le gusta quedarse en ningún sitio;
te aparta un mechón de la frente,
te besa con prisa y se echa a volar.
Doña Desdicha, por el contrario,
te estrecha amante y fiel contra su corazón,
dice que no tiene prisa alguna,
se te instala en la cama y se pone a hacer punto". *

Fernando Savater

,. traducción de Jesús Munárriz

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Georg Simmel

SOBRE EL PESIMISMO
Se reúnen aquí cuatro artículos escritos por Georg Simmel
entre 1887 y 1900. Es decir, en un tiempo finisecular en el que
la metafísica de Arthur Schopenhauer -según la cual ninguna
felicidad, por grande que sea, es capaz de compensar el más
mínimo dolor- ejerció una enorme influencia en el mundo
germánico, tanto así que se extendió más allá de la filosofía
hasta convertirse en una suerte de moda, en una actitud muy
generalizada ante la propia vida y el destino de la sociedad, en
una Weltanschauung.
Momento importante en la vulgarización del pesimismo,
fue la publicación en 1869 de La filosofía del inconsciente de
Eduard von Hartmann, libro en el se que sostenía que los
dolores del mundo eran y siempre serían superiores a los pla­
ceres: la felicidad, en el llamado "balance eudemónico", saldría
siempre perdiendo ante el ingente peso de las desgracias.
Como filósofo y sociólogo, Simmel (1858-1918) analiza en
estos textos el fundamento científico, lógico y filosófíco del
pesimismo así como el fenómeno social y la psicología social
e individual a la que da pie.

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PSICOLOGfA DEL PESIMISMO

Son precisamente las preguntas de importancia más


profunda y universal para el alma humana las que reci­
ben con especial frecuencia un tratamiento superficial
y arbitrario: las preguntas sobre la moralidad, la reli­
gión, la política o el valor de la vida. En efecto, cuanto
más alejada está una cuestión de la posibilidad de una
solución empírica y exacta, tanto más inciertos e incon­
trolables se vuelven los distintos valores de los juicios
emitidos sobre ellas; y tanto más fácil resulta para un
orador superficial e indocumentado sobrepasar, a ojos
de la muchedumbre, al orador sabio, pues los juicios del
segundo son comedidos y llenos de reservas, mientras
que el primero acostumbra juzgar a voz en grito y sin
vacilación, y la muchedumbre exige siempre determi­
naciones dogmáticas: las mismas circunstancias que
cierran las bocas escrupulosas son las que abren aque­
llas que carecen de todo reparo. La desproporción gene­
ral entre este género de problemas y el tratamiento que

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reciben se manifiesta, en la cuestión del pesimismo, en
una peculiar contradicción material entre ambos. El
pesimismo decide la cuestión acerca del valor de la vida
en un sentido negativo; la vida es para él una tragedia
sin desenlace reconciliador, una lucha sin premio, un
negocio profunda y turbiamente serio, cuyo horror sólo
puede ocultarse momentáneamente por medio de ilu­
siones; hoy, sin embargo, las obras que dan voz a este
punto de vista grave y melancólico se han convertido en
una lectura adorada y, casi podríamos decir, jocosa para
una gran parte del público. Los libros que niegan todo
el atractivo de la vida han demostrado tener el mayor
de los atractivos para un público enorme. Ha sido pre­
cisamente la filosofía del desagrado de la vida la que ha
sabido agradar a los vivos hasta el punto de convertirse
en un entretenimiento, y de imponer su marca a toda la
literatura de nuestra época. Es una ironía peculiar, y
típica precisamente de los procesos psicológicos, el
hecho de que cuando el pesimismo nos niega todos los
encantos de la vida, por lo menos haya uno, el encanto
del propio pesimismo, que parece sobrevivirles como
risueño heredero.
La verdad y la fundamentación objetivas no son ( o,
por lo menos, no suelen ser) lo que determina la difu­
sión de las doctrinas a través del alma de los pueblos; lo
relevante son más bien ciertas disposiciones psicológi­
cas; la vida práctica y perceptiva de los pueblos o de cír-

16
culos individuales fomenta la aceptación de determina­
das doctrinas en una medida incomparablemente más
alta que su validez lógica. Pues mientras que en el caso
del individuo educado lo que tiene influencia decisiva
sobre su sentimiento y actuación es aquello que reco­
noce como verdadero, ocurre en el caso de las masas
que sólo reconocen como verdadero aquello que se
corresponde con sus instintos prácticos y con los senti­
mientos del momento. Por grande que sea la creencia
de los partidarios del pesimismo en su verdad demos­
trable y en su exactitud científica, deberán con todo
admitir que su difusión actual no se debe tanto a estas
propiedades científicas, sino más bien a determinadas
disposiciones psicológicas de la masa. Resulta evidente
que este hecho, de entrada, no contradice en nada las
nombradas propiedades; bien podría ser, como tan a
menudo ha ocurrido en la historia, que los sentimien­
tos trazaran atajos hacia la verdad objetiva. Como, sin
embargo, es la difusión efectiva del pesimismo el prin­
cipal y más urgente motivo por el que se habla de él una
y otra vez, puede resultar tal vez pertinente el exponer
ciertos fenómenos de la vida espiritual y anímica que
mueven a su aceptación.
Son sólo estos estímulos extracientíficos del pesimis­
mo los que pretendemos analizar psicológicamente;
consideraremos el pesimismo, por tanto, no sólo como
una doctrina sistemática, sino también simplemente

17
como la convicción práctica del valor negativo de la
vida, a la que también el habla popular denomina pesi­
mista.
Lo que caracteriza al pesimismo desde un punto de
vista general y, si se me permite la expresión, caracte­
riológico, es la oposición que toma frente a la realidad,
el espíritu de escepticismo y negación que lo engendra
y que él a su vez engendra. Mefisto se define como
el espíritu que siempre niega, y lo justifica por medio
del hecho de que todo lo que nace merece perecer. Ése
es el punto de vista del pesimismo, que le niega todo
valor a la existencia y, con ello, todo derecho a existir.
Aquel "espíritu de contradicción", que se haya a gusto
sobre todo en la negación, es también para el pesimis­
mo el más cómodo de los fundamentos. El escepticismo
y la insatisfacción con lo existente son, tanto en el pen­
samiento como en la acción, la fuente de todo progreso
y el fermento de todos los espíritus productivos; sólo el
tradicionalista considera que lo existente, por el mero
hecho de serlo, es ya lo justo, lo que es y debe siempre
ser, razón por la cual el tradicionalista es siempre un
optimista. Sin embargo, de lo que se trata no es de la
negación como etapa necesaria de todo desarrollo pro­
gresivo, sino del estímulo que posee la negación en
tanto que negación, sin relación con algo posterior a
ella, estímulo éste que atrae a un gran número de espí­
ritus al pesimismo.

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En efecto, de entrada da la impresión de que todo
negar es particularmente espiritual; las verdades positi­
vas simples, por grandes que hayan sido la agudeza y el
ingenio necesarios para su descubrimiento, nunca
tendrán para la muchedumbre el peculiar encanto de lo
"sutil", tal y como lo tienen la crítica destructiva, el
escepticismo nihilista o el rechazo y negación de todas
las tradiciones tenidas por válidas y valiosas. Desarro­
llemos las raíces psicológicas de este fenómeno.
Toda negación abre una perspectiva, por indetermi­
nada que sea, hacia lo infinito, pues fuera de lo negado
queda aún el campo entero de lo posible, en el que pue­
den edificarse apetitos conscientes e inconscientes,
deseos y convicciones al gusto de cada cual. Hasta que
uno no haya aprendido que toda acción verdadera en el
campo práctico y teórico se debe cimentar sobre una
única parcela, determinada, limitada y amputada del
reino de las infinitas posibilidades; hasta ese momento
puede uno percibir toda afirmación positiva como un
dogma oneroso cuya eliminación se vuelve tan deseable
como si abriese un camino hacia lo infinito. Por ello,
parece que el acto de negar tiene un carácter más
amplio que el acto de poner; es la llave para el reino de
las posibilidades e implica en términos psicológicos
una abundancia de ideas oscuras y anhelantes; engen­
dra con ello una excitación más vívida del sentimiento
vital y así llama particularmente a los espíritus poco

19
claros y bulliciosos. Precisamente para éstos la ruptura
con la autoridad, en la que el pesimismo muestra su
carácter negador, es particularmente atractiva. Incluso
en el caso del aprendizaje de una de las ciencias moder­
nas ocurre que, cuando uno sólo conoce la superficie,
lo primero que uno acepta suele ser lo crítico, lo nega­
tivo, lo escéptico. Aquellos con una formación insufi­
ciente acostumbran permanecer en este rasgo negativo,
y ahí es precisamente donde está, dicho sea de paso, el
mayor peligro de la moderna formación a medias. Pero
también la juventud se inclina hacia este sentir, porque
desea abrazar el Todo en su infinitud y carece del con­
tenido positivo capaz de satisfacer este impulso ideal;
por ello, la mera negación, debido a su apariencia de
dirigirse hacia el infinito, suele ser escogida con una
predilección tanto mayor, cuanto que la edad en la que
comienza la reflexión viene a continuación de una de
dependencia con respecto a autoridades externas, fren­
te a las cuales el momento de la crítica y de la liberación
se presenta ahora como el contenido esencial de la vida.
La atracción que ejerce la negación descansa de entrada
también sobre el hecho de que, psicológicamente, ésta
nunca permanece en el carácter meramente negativo,
sino que pasa a la perspectiva nebulosa, pero por ello
más atractiva, de un espacio infinito de posibilidades. A
pesar de que este espacio permanece en gran medida en
el inconsciente ( o precisamente por ello), es capaz de

20
garantizar el acicate y la satisfacción anticipada de la
imaginación, de los sentimientos y de las preferencias y
gustos personales.
También es necesario tener en cuenta la mayor facili­
dad con la que se ejerce la actividad destructiva que la
constructiva. La negación es la forma en la que el espí­
ritu subordinado emite juicios sobre la totalidad de la
existencia, sin poseer ni la amplitud ni la energía inte­
lectiva necesarias para emitir un juicio en positivo
sobre ella. Con respecto a los productos del trabajo
mecánico (así como intelectual), existen por lo general
muchas o infinitas maneras de destruirlos, mientras
que en todos los casos son contadas o incluso sólo hay
una única manera de llevarlos a cabo. Establecer qué
propiedades tiene una cosa es una tarea frecuentemen­
te (o incluso siempre) difícil, pero siempre es fácil decir
las que le faltan; éste es el motivo de la facilidad de los
juicios de valor que rechazan o niegan algo, porque con
respecto a todas las cosas es fácil pensar un gran núme­
ro de exigencias que no satisfacen.
Parece que la parte negativa y crítica de un juicio de
valor es mucho más sencilla y amplia que la positiva,
razón por la cual augura una satisfacción más inmedia­
ta del ansia de saber, y obra por ello una sucesión más
rápida de ideas, por todo lo cual consigue a su vez una
apariencia más vistosa; la destrucción anima más que la
construcción y es, por así decirlo, un trabajo más diver-

21
tido. Con todo, falta todavía un momento adicional que
nos ha de ayudar a aclarar un rasgo sorprendente de la
naturaleza humana: el placer de destruir. El destructor
convierte al creador, por así decirlo, en su esclavo, dado
que hace con la obra de éste lo que quiere y concentra
en un instante de negación lo que a éste le ha costado
largo tiempo crear. Por ello la destrucción constituye
una inmensa ampliación del Yo, una extensión de su
esfera de poder y voluntad sobre aquél cuya obra uno es
capaz de destruir, bien sea mecánicamente, bien por
medio de la negación de su valor.
Evidentemente, ésta es también la razón de la cruel­
dad; la cual, siendo un pariente de la sed de destruc­
ción, representa simplemente un grado más elevado de
la misma concupiscencia. Es en el maltrato y en la tor­
tura del prójimo donde algunos descubren que ese pró­
jimo es nuestro semejante; el Yo gana en poder y cons­
ciencia de sí mismo en la medida en la que lo que le
hace al otro va contra su voluntad y rompe su Yo, mos­
trando que el otro es nuestro subordinado. Dostoievski
cuenta en sus memorias sobre el exilio en Siberia que
un verdugo a quien se le había ordenado golpear a un
condenado desprendía una arrogancia y un sentimien­
to de superioridad, "se sentía el amo"; el dominio sobre
el cuerpo y la sangre de un hombre idéntico a uno
mismo ejerce un atractivo diabólico. Por ello se consta­
ta a menudo que la sed de crueldad aparece junto con

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un sentimiento del Yo excesivamente elevado; la histo­
ria muestra esta unión, sin ir más lejos, en un gran
número de emperadores romanos. En ellos se puede
observar en un caso extremo los atractivos de la des­
trucción; y tanto si esta destrucción compete a lo exter­
no, a la realidad de las cosas y de los hombres o, como
en el pesimismo, a la cara interna, a su valor frente al
ideal, se trata en el fondo de una misma cuestión desde
el punto de vista psicológico.
Y junto con el atractivo de la destrucción llevada a
cabo por uno mismo, aparece también, de manera fácil­
mente comprensible, aquel gozo diabólico ante la des­
trucción en general, y ante lo destruido en tanto que tal,
en el que convergen las obstinadas y violentísimas fuer­
zas de la naturaleza ( cuyo ideal expresa Lucifer) y los
pusilánimes cobardes e impotentes. Ambos tipos carac­
teriológicos son también los que desde siempre han
proporcionado partidarios al pesimismo; en ambos
casos a causa de la desproporción que manifiesta su
condición natural frente al carácter general de la exis­
tencia. Aquel que, debido a su inusitada fuerza ( o tal
vez simplemente a una voluntad inusitada) sobresale
por encima de las capacidades y satisfacciones ordina­
rias, suele formar con facilidad un desprecio teórico y
práctico ante la existencia; por otra parte, aquel cuya
fuerza y valor están por debajo del promedio, encuen­
tra su satisfacción precisamente en rebajar la existencia

23
a su propia nulidad. Del mismo modo en que "alto" y
"profundo" son solamente términos relativos, así tam­
bién lo malo deja de serlo cuando tampoco lo bueno es
bueno.
Y en este ámbito de fenómenos anímicos emparenta­
dos nos topamos con otro que predispone hacia el pesi­
mismo. Hemos hablado de la sed de crueldad; muy pró­
ximo a ésta se encuentra el placer ante el propio sufri­
miento, aquel disfrute con la propia infelicidad, tan
típico de todas las psiques problemáticas, que al mismo
tiempo incluye una intensa satisfacción de la vanidad.
El sufrimiento y la infelicidad vuelven interesante a
quien los padece; el semblante doliente de aquel a quien
el mundo ha robado la esperanza y a quien el dolor ha
robado el color de las mejillas acostumbra despertar en
los hombres más respeto e interés y una más elevada
opinión de su persona que la sencilla naturaleza de
aquel que actúa más que sufre y espera más que deses­
pera. Se trata, por utilizar una palabra que se ha vuelto
de uso general, del Weltschmerz, 1 con todas sus carac­
terísticas trágicas y ridículas, que incluye importantes
disposiciones personales hacia el pesimismo. En él
vemos de nuevo la relación entre el pesimismo y la
juventud; pues el Weltschmerz es, en el sentido corrien-
1. Término con el que el literato alemán Jean Paul Richter ( 1763-
1825) expresaba la dolorosa melancolía producida por la imperfec­
ción del mundo. (N. del T.)

24
te del término, una enfermedad infantil. Como en el
caso anterior, es también en éste la carencia de conteni­
do positivo de la juventud lo que la conduce hacia el
Weltschmerz y hacia el pesimismo; quien todavía no
puede alcanzar renombre y satisfacción en el camino de
los hechos, lo busca, con vanidad consciente o incons­
ciente, en el camino de los padecimientos, en cuyo tras­
curso las incomodidades y los dolores (verdaderos o
imaginados) del Yo se desplazan y crecen hasta conver­
tirse en convicciones pesimistas acerca de la realidad
objetiva.
La vanidad acostumbra estar en una relación de
parentesco (ascendente o descendente) con el pesimis­
mo; ya hemos visto que sus juicios negativos poseen
con facilidad la forma de una universalidad particular­
mente amplia, y cuanto más universal, cuanto más
abarca un juicio, tanto mayor es la potencia, la grande­
za y la sabiduría de quien lo emite, y esto tanto más,
cuanto que con el pesimismo ordinario no sólo se juzga
el mundo entero, sino que con una sola palabra se le
condena también. Como este mundo condenado es
uno en el que sin lugar a dudas hay innumerables hom­
bres que encuentran alegrías y valores, uno parece ele­
varse por medio del desprecio hacia lo que ellos respe­
tan, por considerar indiferente e insignificante aquello
que a los otros les parece grandioso y digno de esfuer­
zo; además, aquel que juzga de manera pesimista el

25
mundo experimenta el placer del dolor, pero de un
dolor que a él no le hace daño.
En efecto, a continuación interviene la influencia de
aquella curiosa sofistería del espíritu humano, por
medio de la cual el emisor del juicio se coloca fuera de
su dominio de validez, como un gobernante que no está
sometido a las leyes que promulga. Aquel cretense que
afirmó que todos los cretenses mentían se exceptuó a sí
mismo de su afirmación, y del mismo modo acostum­
bra la condena sumaria del mundo venir acompañada
de una pequeña excepción para la persona de quien la
dicta, razón por la cual el pesimismo es una conse­
cuencia de la vanidad con la misma frecuencia con la
que es una causa. Sin duda no carece de significado
profundo el hecho de que el profeta del pesimismo
moderno, Schopenhauer, sea tal vez el más arrogante de
cuantos escritores han existido sobre la faz de la tierra.
Ciertos círculos de nuestra cultura han heredado de él,
junto con su doctrina, aquel tono de arrogancia desver­
gonzada que la historia no había conocido con anterio­
ridad. Mencionemos tan sólo a aquel músico ( que en su
arte era verdaderamente eximio) recientemente falleci­
do, que es tal vez el más destacado representante (si
bien dista de ser el único) de aquella síntesis en la que
las injuriantes convicciones pesimistas acerca del valor
del mundo y la auto-divinización insoportable alcanzan
una unidad plenamente armónica.

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Ya hemos visto cómo ciertas disposiciones caracte­
riológicas completamente opuestas pueden engendrar
la misma inclinación hacia el pesimismo; ésta es la
fructífera capacidad de adimatización del pesimismo,
que sabe echar raíces tanto sobre el fundamento del
placer como del dolor; sobre el idealismo como sobre el
realismo más ramplón. El pesimismo puede surgir y
desarrollarse en medio de la bacanal de una vida siba­
rita, y también bajo las privaciones de la ascesis mona­
cal; en las cumbres más altas de la vida como en sus más
bajas simas (tanto con respecto a la felicidad, como a la
moralidad).
Quiero insistir particularmente sobre este punto para
que no parezca que la discusión sobre las disposiciones
subjetivas hacia el pesimismo tiene por objeto desper­
tar un prejuicio desfavorable hacia ellas. Es necesario
reconocer que el pesimista es juzgado a menudo injus­
tamente y se encuentra en una posición de entrada
inmerecidamente mala, cuando sus circunstancias per­
sonales se examinan en relación con sus convicciones.
Si éstas son infelices, se les achaca por lo general su
pesimismo y se duda de la objetividad y neutralidad de
sus convicciones; si son felices, se duda de la sinceridad
y franqueza de su pesimismo, por lo que su opinión se
encuentra de antemano con prejuicios negativos. Es,
más o menos, la misma situación incómoda que se pro­
duce cuando uno habla en contra del tabaco; tanto si

27
uno fuma como si no, se encuentra con que no se le
reconoce el derecho a hablar del tema.
Si bien los atractivos y disposiciones del pesimismo
no son en modo alguno rechazables de entrada, lo cier­
to es que el pesimismo se asienta con preferencia en los
extremos caracteriológicos; la capacidad de aclimata­
ción que le atribuimos anteriormente se refiere por lo
general sólo a los polos, y no a la zona moderada de la
vida espiritual. Con esto se abre ante nuestros ojos la
posibilidad de una contemplación más profunda de un
proceso de la psicología de masas. La época en la que
vivimos vuelve a ser una en la que todo aquello "poco
convencional", excéntrico o excepcional halla automá­
ticamente aplauso y ejerce una fuerza. de atracción. Una
época tal permite corrientes profundamente pesimis­
tas, puesto que debe haber reconocido ( o cree haber
reconocido) que lo general y cotidiano es malo y caren­
te de valor, y que lo bueno sólo puede ser algo infre­
cuente y excepcional; pues sólo por ese motivo se expli­
ca la afirmación equivalente (tan falsa en términos lógi­
cos como explicable en términos psicológicos) de que
todo lo excepcional y especial debe ser bueno y valioso.
Particularmente en los círculos dotados de una educa­
ción refinada y ultrarrefinada se encuentra esta afición
a lo barroco, a lo excepcional, a lo que se aleja de todas
las normas; y es en estos círculos donde el pesimismo
con respecto a todo lo que existe está especialmente

28
extendido; pienso por ejemplo en el conde Lev Tolstoi.
Ya he mencionado que el tradicionalista es siempre
optimista, y en consecuencia experimenta frente a todo
lo excéntrico y no sometido a la regla general una des­
confianza general, que está tan injustificada como el
atractivo que esa misma excentricidad ejerce, por el
mero hecho de serlo, allí donde se dan las condiciones
para la visión pesimista del mundo.
Pretender medir cuantitativamente, a partir de estas
disposiciones subjetivas y de estas experiencias objeti­
vas, la difusión de la visión pesimista en la sociedad, o
incluso simplemente hacer un juicio aproximado, sería
sobrepasar con mucho los límites de la responsabilidad
científica; tanto más cuanto que el fenómeno de la apa­
rición oral y escrita de una visión del mundo no siem­
pre está en relación directa con su difusión y efectivi­
dad psicológica real. Es fácil caer en el peligro de juzgar
que, entre las visiones que pugnan en una época, la más
extendida y dominante es aquella que más habla de sí
misma y que más hace hablar. Si bien es cierto que tal
vez no disponemos de otro signo para determinar la
importancia y extensión de una visión del mundo que
la frecuencia con la que sus partidarios y críticos la con­
vierten en objeto de discusión, también es evidente que
este síntoma es completamente incierto. No es necesa­
rio aquí pensar en verduleros o en propagandistas rui­
dosos, sino que ya el mero carácter de algunas corrien-

29
tes de la vida cultural hace que la discusión recaiga
mayoritariamente sobre ellas, por ejemplo si sus parti­
darios gozan particularmente de mucho tiempo libre; la
masa puede verse movida por otras tendencias muy
distintas, en cuya naturaleza esté el no manifestarse con
tanta fuerza en fenómenos observables. Esta observa­
ción general debería precavernos frente a la afirmación
del enorme influjo del pesimismo, tal y como sus parti­
darios y sus críticos acostumbran hacer. Y sólo quiero
recordar que son particularmente las corrientes de opo­
sición las que tienden a apropiarse de aquel carácter del
mucho hablar y del llamar la atención, pues sólo en la
resistencia se despiertan los rumores; de ese modo
ganan con facilidad la apariencia injustificada de una
gran difusión, apariencia que es particularmente obser­
vable en la vida política y cuya sospecha también recae
sobre el pesimismo, cuyo carácter de oposición hemos
resaltado con insistencia. El peligro de semejante hecho
consiste en que la apariencia de difusión se convierte
fácilmente en difusión efectiva; la naturaleza gregaria
de nuestra especie hace que el individuo se convierta
rápidamente a una convicción con sólo hacerle creer
que todos los demás ya están convencidos de ella.
Para concluir, permítasenos resaltar una vez más que
todas las causas psicológicas que hacen aceptar o recha­
zar el pesimismo no deciden nada con respecto a su
validez o falsedad objetiva. Del mismo modo que en la

30
vida práctica a menudo el bien y la necesidad moral son
llevados a cabo por manos manchadas, por medio de
órganos a los cuales el bien que en efecto llevan a cabo
dista de importarles como motivo, y del mismo modo
que un acontecimiento imprevisto hace a menudo que
las más puras y elevadas intenciones sirvan al mal, así
también puede ocurrir que acontecimientos psíquicos
que despreciamos y criticamos conlleven sin embargo
convicciones correctas en términos objetivos; por así
decirlo, un resultado correcto a partir de premisas fal­
sas; y del mismo modo las mejores y más honrosas dis­
posiciones del alma no garantizan nada con respecto a
la verdad objetiva de la visión del mundo a la que con­
ducen. Sería injusto obligar al pesimismo, en tanto que
principio científico, a expiar las culpas de la impureza
de las fuentes que conducen hacia él a la mayor parte de
sus partidarios.

''Zur Psychologie des Pessimismus ",


publicado en Baltische Monatschrift, 1 888.

31
ACERCA DE LA CUESTIÓN FUNDAMENTAL
DEL PESIMISMO DESDE UN PUNTO
DE VISTA METODOLÓGICO

La presente investigación busca responder a la


siguiente pregunta: ¿de qué modo y con qué criterio se
pueden ponderar el placer y el dolor de la vida, y qué
consecuencias tendría esto para la justificación de todas
aquellas afirmaciones según las cuales la cantidad de
sufrimiento presente sobre la Tierra sobrepasa a la del
placer (o a la inversa)?

l. En primer lugar, es necesario mencionar lo obvio: la


consciencia de que la cantidad de un cierto dolor sobre­
pasa a la de un cierto placer nunca está presente de
manera inmediata en la propia sensación, sino que pre­
supone siempre un juicio del entendimiento, por muy
escueto y oscuro que éste pueda ser; lo único que este
juicio toma de la sensación son los elementos que lo
componen. El propio hecho de que compensemos la
intensidad de una sensación con la duración de otra
muestra de manera suficiente la espontaneidad, el

33
carácter mediato de este tipo de juicios. Esta síntesis es
de un tipo distinto a la que está presente cuando tene­
mos consciencia de que el grado de un placer A sobre­
pasa al de otro placer B. Pues pese a lo poco que el con­
tenido de la primera sensación en cuanto tal expresa
con respecto a su relación con la otra, con todo no es
necesario, más allá de las meras funciones sintéticas,
ningún otro componente situado fuera de ambas sensa­
ciones para juzgar su relación cuantitativa; una se con­
vierte en criterio para la otra, porque en la síntesis
reproductiva percibimos que en la cantidad de A está
contenida la cantidad de B y algo más; mientras tene­
mos B aún en la consciencia, experimentamos A y
vemos cómo, por así decirlo, sobrepasa la marca de la
escala que señalaba el límite de B, por lo que podemos
juzgar con certeza inmediata: el valor del placer A es
mayor que el de B; como es evidente, ocurre lo mismo
con la comparación de cantidades de desagrado.
La situación es distinta cuando se trata de comparar
la cantidad de un placer y la de un desagrado.
Supongamos que no se trata aquí todavía de una gra­
duación precisa, sino tan sólo de determinar o bien que
ambas son iguales, o bien cuál de ellas es la mayor en su
género. Sólo se podría hablar de una medida recíproca
e inmediata del placer y del dolor si ambos se anularan
de tal modo que de ellos resultara un estado de indife­
rencia; sin embargo, la anulación de dos sensaciones

34
opuestas es siempre una mera metáfora, pues nunca se
cancelan como lo hacen dos fuerzas con direcciones
opuestas que actúan sobre un mismo punto; más bien,
ambas son percibidas paralelamente incluso en casos de
simultaneidad total (como es evidente en la voluptuosi­
dad del dolor y en el dolor de la voluptuosidad), sin
que, al contrario que en la reflexión anterior, tenga
lugar una verdadera sustracción de la una con respecto
a la otra. Es evidente que, en este caso, a diferencia de lo
que ocurre con dos sensaciones del mismo género, no
me cabe reconocer de manera inmediata que la canti­
dad de la una está contenida en la de la otra. Por muy
escasa que sea la experiencia de una persona, rara vez
tiene dudas con respecto a cuál de dos gozos es el
mayor (siempre que se atenga a la mera sensación efec­
tiva y abstraiga de todos los componentes no eudemo­
nistas); si pensamos por el contrario en un ser que
todavía no tiene experiencia en la valoración de los pla­
ceres y dolores de la vida, resultará completamente
incierto si este ser debe sacrificar un gozo de un grado
determinado (que suponemos conocido por él) para
evitarse un cierto dolor; si debe aceptar tal o cual dolor
voluntariamente para obtener un determinado gozo; si
le está permitido causar a los otros un cierto dolor por­
que es la conditio sine qua non de un cierto gozo; en
resumen, es imposible conocer a priori, y sin partir de
la mera síntesis de la mera percepción del placer y del

35
dolor, cuál es la cantidad de dolor equivalente a una
cierta cantidad de gozo. En esta ponderación no
cabrían tales fluctuaciones, tanto entre los individuos
como a lo largo de una vida, si toda sensación placente­
ra entrañara la consciencia de un grado determinado,
que estableciera de manera inmediata si es mayor o
menor que una cierta sensación dolorosa.
Sería equívoco traer a colación la objeción de que la
comparación de unos placeres con otros, así como la de
unos dolores con otros, está sujeta a la mayor de las
fluctuaciones. Pues quien compara dos gozos no se pre­
gunta si una cantidad ya determinada de placer es
mayor o menor que otra. La disputa atañe más bien a
discriminar qué objeto, considerado como causa,
engendra un mayor o menor placer; sólo debido a ello
se discute, sólo debido a ello varían el gusto y la apre­
ciación de si el proceso m o el proceso n conllevan el
mayor placer. Si ante nosotros se presentaran dos can­
tidades de placer, consideradas como meras cantidades,
vendría dado inmediatamente a partir de ellas ceteris
paribus la determinación de cuál de las dos es la mayor.
De lo que aquí hablamos es de la medición de los valo­
res relativos de las propias sensaciones, y no del poten­
cial sensitivo de determinadas causas. La incertidumbre
con respecto a dónde se encuentra el punto cero entre
una cantidad de placer y otra de dolor (incertidumbre
que sólo desaparece gradualmente con el transcurso de

36
la vida y de la experiencia) demuestra que este punto no
se obtiene de manera evidente a partir de la mera yux­
taposición de ambas sensaciones, sino que sólo se desa­
rrolla por medio de experiencias. Entre los hallazgos
más importantes de las jóvenes disciplinas de la teoría
del conocimiento y de la psicología se cuenta el descu­
brimiento de que aquellas representaciones antigua­
mente consideradas como inmediatamente sensibles,
como dadas eo ipso en la mera sensación, son en reali­
dad el complejo producto de operaciones, juicios y silo­
gismos del entendimiento. También en la axiología
debe recordarse que, si bien el placer y el dolor son
indudablemente cuestión de sensación, no lo es la com­
paración cuantitativa entre ambos, pues esta operación
requiere una medición con respecto a un criterio
extraído de la experiencia y la reflexión; es precisamen­
te este criterio lo que está en cuestión aquí.

11. Imaginemos un ser omnisciente al estilo del demo­


nio de Laplace, que observa la totalidad de sensaciones
placenteras y dolorosas del mundo y es capaz de esta­
blecer, por medio de las operaciones matemáticas
correspondientes, la cantidad de cada una de ellas que
le corresponde en promedio a cada uno de los indivi­
duos dotados de sensación. Como mero observador
desde su punto de vista objetivo-realista, este demonio
afirmaría sólo con respecto a aquellos individuos cuya

37
cantidad de sensación efectiva contuviera menos placer
que el promedio que su balance de placer es negativo;
de quien presentara el promedio exacto afirmaría que
su vida contuvo exactamente tanto placer como corres­
pondía a su dolor, etc. Dado que no posee ningún cri­
terio ideal del que se desprenda a priori cuánto placer
debería existir para compensar la cantidad de dolor,
para él carece de sentido toda afirmación según la cual
hay más dolor que placer en la Tierra. Como el placer y
el dolor no se pueden medir de manera inmediata el
uno con respecto al otro, y como tampoco hay ningún
criterio formal válido para ambos ( como sí lo es la vara
de medir para las dimensiones de los cuerpos de los
más dispares géneros}, para él no es concebible que
haya otra medida relativa de la cantidad de dolor y pla­
cer distinta de la comparación de la cuota eudemonista
de cada individuo con respecto al promedio. Consi­
derar el promedio en sí como grande o como pequeño
no tendría para él más justificación lógica que conside­
rar que la altura media de las personas es grande o
pequeña; el individuo puede ser grande o pequeño,
pero esto significa precisamente que está por encima o
por debajo del promedio; el promedio en sí mismo no
es ni grande ni pequeño, pues es él quien permite defi­
nir lo grande y lo pequeño. Las experiencias sobre las
que hablábamos en la conclusión de l. estarían limita­
das para este demonio al conocimiento de la relación

38
efectiva entre el placer y el dolor en todo el mundo; de
modo que cada placer equivaldría exactamente a tanto
dolor como le correspondiera en promedio, y sólo se
pagaría caro un placer si por él se sufriera una cantidad
de desagrado superior a ese promedio. Deseamos
investigar si el axiólogo que medita sobre la relación
general entre el placer y el dolor del hombre puede jus­
tificadamente obtener otro criterio que el que este
demonio posee en su más perfecto grado.

III. Toda la cuestión acerca de la relación cuantitativa


entre placer y dolor que sería necesaria para que uno y
otro se compensaran mutuamente puede ser analizada
a la luz de la metáfora de un comprador que obtiene un
determinado bien valioso a cambio de un determinado
desembolso, y no como si se tratase de una mera pará­
bola ( carente por tanto de una relación rigurosa con la
cuestión), sino más bien como expresión de una situa­
ción general ( de la cual aquella medición es un caso
particular), cuyas leyes y estipulaciones son, por consi­
guiente, vinculantes también para el caso particular.
Imaginemos, pues, un hombre situado estrictamente en
el promedio de la escala eudemonista, al cual se le ofer­
ta la suma total de la felicidad de su vida a cambio de
aceptar una determinada suma de dolor. El pesimista le
dice: "Si llevas a cabo este negocio, no recuperarás la
inversión; deberías obtener una cantidad mayor de pla-

39
cer para saldar las cuentas; los gozos que se te ofertan,
dado el precio en dolor al que se te venden, los estás
pagando demasiado caros".
Esta afirmación, según la cual pagamos los gozos de
la vida con más dolor del que valen, debe ser tratada
metodológicamente como la queja de que uno ha paga­
do excesivamente por una mercancía. De manera
obvia, sólo tengo derecho a tal queja cuando puedo
obtener el mismo objeto más barato de otro vendedor;
a priori y de manera estrictamente objetiva no existe la
más mínima relación entre el objeto comprado y un
precio cualquiera, sino que es la mera convención,
junto con todas las condiciones externas que sobre ella
actúan, la que hace que un precio sea el correcto, es
decir, aquel que tal cosa vale; por ello, no le cabe ni al
vendedor ni al consumidor decir de ella que vale más o
menos de lo que se paga en promedio por ella en las
condiciones determinadas o, en todo caso, de lo que
cabe concluir por analogía con los precios de otras mer­
cancías igualmente estipulados por la convención. Una
cosa nunca es simplemente cara o barata, sino que sólo
lo es en relación con el precio promedio por el que
puede obtenerse; ni un diamante de 5.000 marcos es
caro, si en ningún sitio puede obtenerse más barato, ni
un pan de 1 0 peniques es barato, si por doquier se halla
a ese precio; imaginar otros precios que los realmente
establecidos o los obtenidos mediante analogías reales,

40
y considerarlos como los "correctos", es una vana qui­
mera. En consecuencia, la queja de que los gozos de la
vida se compran con demasiado dolor, es decir, dema­
siado caros, sólo estará justificada cuando estos gozos
sean obtenibles por doquier y, en promedio, a precio
más barato; este promedio no es, sin embargo, ni caro
ni barato, dado que es él el que mide lo caro o lo barato
del caso individual. Del mismo modo que (continuan­
do con el ejemplo aducido en 11.) sólo podremos afir­
mar que el hombre promedio es pequeño cuando ten­
gamos noticias de seres humanos más altos en otros
planetas, así también sólo podremos afirmar, con justi­
ficación lógica y objetiva, que el hombre tiene en pro­
medio pocos gozos en relación con sus sufrimientos,
cuando la misma cantidad de gozos sea obtenible en
algún lugar por una cantidad menor de sufrimientos.
Pero no se trata meramente de imaginar, sino que debe
ser "experiencia posible"; de otro modo tal afirmación
sería mera invención y destruiría por completo el con­
cepto de valor como magnitud determinable por medio
de un criterio objetivo. El enunciado "hay más dolor en
el mundo que el que corresponde al placer presente en
él" equivale, por medio de una sencilla mutatio mutan­
dorum, a este otro: "hay más diamantes en el mundo
que los que pueden llegar a ser comprados". El precio
de los diamantes se determina precisamente por la can­
tidad de los que existen en el mundo; y el juicio de que

41
(en todo el mundo y dejando aparte excepciones surgi­
das de azares externos) la cantidad de dinero para com­
prar es siempre idéntica a las mercancías que se venden,
es un juicio analítico, porque el precio no es otra cosa
que la expresión analítica de la relación entre el dinero
existente y la mercancía existente. En cuanto el dolor se
coloca en la balanza frente al placer, en cuanto se esti­
pula (aunque sea una única vez) que un determinado
grado de dolor equivale a un cierto grado de placer,
inmediatamente se someten ya ambos a los principios y
estipulaciones metodológicas de la relación entre valo­
res comparables.

IV. Parece con todo quedar todavía una posibilidad


para mantener el carácter negativo del balance general
del placer en el promedio de la vida en la Tierra. Uno
podría considerar que el valor del placer en la vida es
insuficiente con respecto a un determinado ideal, que
haría que la vida mereciese ser vivida, del mismo modo
que uno puede considerar insuficiente el grado de
moralidad existente con respecto al ideal ético que
haría que el mundo en su totalidad fuese verdadera­
mente valioso. Y del mismo modo que el ético idealista
no necesita un promedio de las acciones humanas para
medir el valor positivo o negativo de una acción, tam­
poco lo necesita el axiólogo. Ahora bien, con esta com­
paración se renuncia a la posibilidad de equiparar en

42
general un cierto grado de dolor con uno de placer.
Pues desde el punto de vista de lo ideal una inmorali­
dad no puede "compensarse"; el ideal ético no conoce
ningún "horizonte de construcción" como el que asume
Hartmann para su axiología eudemonista, sobre el cual
es posible un progreso que anule el retroceso que ocu­
rre bajo él. Si deseáramos incorporar esto a nuestra
comparación ética, si deseáramos permitir anular la
existencia de algo que no debería existir en modo algu­
no por medio de algo que debe existir inapelablemente,
deberíamos hacer recurso a aquella idea inmadura de la
ética según la cual hay acciones que van más allá de lo
exigido, cuya moralidad, por exceder la cantidad exigi­
da, puede compensar otras inmoralidades. Como sabe
cualquier ética algo más refinada, incluso con lo máxi­
mo que puede dar de sí el ser humano no consigue éste
exceder el mero deber y lo que de él se exige; asimismo,
el ideal de la acción no designa otra cosa que aquello
que efectivamente debemos y podemos hacer. No hay
ningún grado de moralidad que pueda volver buena
una acción que se ha quedado por debajo de la exigen­
cia ideal, porque ninguna moralidad consigue sobrepa­
sar esta exigencia en el grado en el que la acción quedó
rezagada. Cuando se mide con el ideal no caben cam­
balaches. Y, sin embargo, empíricamente nos encontra­
mos con algo semejante: tenemos la impresión de que
se puede eliminar una inmoralidad previa por medio

43
de un acto inusitadamente noble. Pero aquí no se trata
ya del criterio ideal, sino de la observación empírica de
la moralidad media del hombre, la cual se establece
como punto cero, cuya superación puede compensar
un rezagamiento anterior del mismo grado. De modo
que, incluso comparando con la ética, volvemos a nues�
tra afirmación: si ha de haber en general una equiva­
lencia entre cantidades de placer y desagrado, será la
relación media efectiva de ambas la única capaz de
actuar como punto cero con respecto al cual se podrán
medir los valores positivos o negativos de la vida de los
individuos.
Esta verdad se manifiesta también en aquella idea,
ocasionalmente escuchada, de que a tal o cual persona
le ha salido demasiado barato un cierto gozo. No debe­
mos presuponer que tal afirmación viene dictada siem­
pre por la envidia, y menos aún cuando uno mismo, al
triunfar y conseguir algo de manera especialmente sen­
cilla y sin esfuerzo, tiene la impresión de no habérselo
ganado, de que los esfuerzos y las cargas han sido en
este caso demasiado livianos frente a la abundante
ganancia en gozo. Aquí se reconoce como criterio váli­
do para la correspondencia entre cantidades de placer y
dolor precisamente el que proviene de la observación
de su relación efectiva, del precio promedio en dolor
que se paga por una determinada cantidad de placer.

44
V. Mucho más frecuente es, por supuesto, el caso con­
trario: la queja de que uno ha comprado un gozo dema­
siado caro; esta queja ( tal y como nos cabe suponer,
según las leyes generales de la psicología, con una alta
probabilidad) no proviene tanto de una valoración
objetiva, cuanto del infinito anhelo humano de felici­
dad, que no sabría contentarse con ninguna proporción
imaginable entre cantidades de placer y de dolor. Dante
afirmó en una ocasión que el hombre, cual mercader
embustero, acostumbra medir sus virtudes con palmos
pequeños, y sus errores con palmos grandes; esto se
puede aplicar también a la ponderación subjetiva de los
sufrimientos y los gozos de la vida, porque de modo
natural queremos siempre tener más gozos de los que
efectivamente tenemos, y objetivamos este mero deseo
en una exigencia de justicia, según la cual deberíamos
tener muchos más gozos y muchos menos sufrimientos
antes de poder alcanzar la proporción correcta entre
ambos. Volviendo una vez más a la analogía típica de
III., podemos decir que ése es también el deseo de todo
comprador: obtener más mercancía con su dinero de la
que obtiene realmente; sin embargo, que tenga o no
efectivamente derecho objetivo a ello depende exclusi­
vamente de las condiciones efectivas del mercado. El
pesimismo no tiene derecho a afirmar que en relación
con nuestro placer tenemos demasiado dolor, porque si
se diese el caso de que tuviéramos mucho menos le

45
seguiría pareciendo demasiado. Tales exigencias son
lógicamente equivalentes al comentario de aquel presi­
dente del Tribunal Supremo que, al iniciar una sesión,
afirmó que había más falsos juramentos de los que
cabía desear, tras lo cual se le preguntó cuál era exacta­
mente la cantidad de falsos juramentos que considera­
ba deseable. Una proporción correcta entre ambos, una
con la que el eudemonismo absoluto pudiera conten­
tarse, es una contradictio in adjecto exactamente del
mismo modo en que lo es una proporción correcta
entre derecho e injusticia, entre moral e inmoralidad.
Y a este respecto no implica diferencia alguna el
hecho de que nuestra naturaleza sea tal que a menudo
el sufrimiento sea una bendición y un requisito de la
felicidad, pues lo que uno desea es precisamente tener
otra naturaleza diferente que no precise de este requisi­
to. Por muchos beneficios que extraigamos del sufri­
miento (advertencia frente a daños inminentes, eleva­
ción del pensamiento e intensificación del sentimien­
to), todos ellos se volverían superfluos si el mundo
fuese de tal modo que estas ventajas del sufrimiento
pudiesen obtenerse directamente; una posibilidad que
a priori no es en modo alguno impensable, y que está
contenida en la idea de una bienaventuranza divina.
Pues aquello de que el cielo debería resultar aburrido
no deja de ser una falsa paradoja: si uno concibe la idea
de tal estado, que sólo es posible por medio de un mila-

46
gro, no requiere mayor dificultad el conceder que tam­
bién el padecimiento del aburrimiento y el resto de los
sufrimientos terrenales serán abolidos, bien sea por
medio de la anulación de la ley de Weber, bien por
medio de una progresión, creciente hasta el infinito, de
los momentos que despertarán nuestro interés.

VI. Pese a que la exigencia de una proporción entre el


conjunto del dolor y el conjunto del placer distinta a la
efectiva no posee ninguna justificación objetiva, pese a
que la preferencia de la inexistencia frente a la existen­
cia no puede justificarse aduciendo un precio exorbita­
do en dolor del placer, al pesimista le queda todavía una
posición lógicamente posible: a saber, la de Schopen­
hauer, según la cual no es la relación cuantitativa entre
placer y dolor, sino la presencia en general del dolor lo
que hace que la inexistencia sea preferible a la existen­
cia, pues ninguna felicidad, por grande que sea, es
capaz de compensar el más mínimo dolor. Ahora bien,
esto es una cuestión de gusto personal o de creencia
metafísica; por el contrario, no me parece ser una cues­
tión refutable metodológicamente, como tampoco lo es
la afirmación optimista opuesta.
Tiene una cierta justificación el eliminar del campo
de la axiología filosófica el concepto de una equivalen­
cia de gozos y sufrimientos. Si aceptamos este concepto
y hacemos que el valor de la vida dependa de la relación

47
entre las cantidades de placer y dolor que contiene,
entonces esta comparación sólo compete a la vida indi­
vidual, y el punto cero de la escala deberá ser determi­
nado por el promedio de la existencia humana. Los
otros puntos cero imaginables son productos del deseo
y carecen de justificación objetiva; dado que el placer y
el dolor nunca se pueden medir inmediatamente el uno
con respecto al otro, sino que primero debe crearse un
criterio empírico para ellos, es evidente que la relación
entre sus sumas totales no puede ser considerada ni
grande ni pequeña, porque se trata de un absoluto que
determina lo relativo contenido en él, sin estar él
mismo sometido a las relaciones vigentes para tal con­
tenido. Sólo queda por tanto el punto de vista del
demonio de 11., que constituye el ideal de la determina­
ción axiológica teórica y práctica. Es evidente que para
un demonio semejante las afirmaciones optimistas
sobre la relación total entre placer y dolor son tan
carentes de sentido como las pesimistas.

VII. El hecho de que en la ponderación psicológica


del placer y el dolor este criterio no acuda a la cons­
ciencia, y ni siquiera actúe de manera inconsciente en
muchos de los casos, no puede ser utilizado por el pesi­
mismo como una objeción contra este criterio. Pues la
cuestión axiológica aquí tratada era exclusivamente
filosófica; a saber, se indagaba cuál era el juicio verda-

48
clero acerca de los valores de la sensación; el pesimismo
debe conceder la posibilidad de que el juicio de la
mayoría de los hombres sobre el valor eudemonista de
su vida sea falso. El humano anhelo de felicidad puede
ocasionar una falsificación en dos direcciones contra­
puestas: por un lado, puede crear la ilusión optimista de
que el objeto anhelado está más o menos próximo; o
puede también por el contrario conllevar una minusva­
loración de lo efectivamente alcanzado; estos dos esco­
llos psicológicos amenazan por igual el periplo de todo
capitán que se guíe por un ideal práctico.
Por lo demás, podemos asumir sin temor a equivo­
carnos que los juicios acerca de las equivalencias entre
placer y dolor, así como esas propias sensaciones, son el
resultado de experiencias de nuestra especie acumula­
das y heredadas, así como de la adaptación a las condi­
ciones físico-psicológicas de la vida, por medio de lo
cual se explican tanto la relativa rapidez con la que se
desarrolla la facultad para tales juicios como la impor­
tancia relativamente escasa que tienen las experiencias
individuales para tal desarrollo; si bien es cierto, parti­
cularmente con respecto a jóvenes y a personas con
limitada experiencia, que es posible observar las más
dispares fluctuaciones, desigualdades y evidentes false­
dades del criterio eudemonista. Que este criterio es dis­
tinto, por ejemplo, para los melancólicos y apesadum­
brados indios que para los habitantes de zonas más cáli-

49
das y más ricas en alegrías es algo evidente, que además
confirma que es la observación de la relación empírica
efectiva entre placer y dolor (y no una supuesta magni­
tud absoluta que se podría medir sin compararla con
otras) la que posibilita el juicio de su valor relativo.

"Ober die Grundfrage des Pessimismus in methodischer


Hinsicht", publicado en Zeitschrift für Philosophie und
Philosophische Kritik, Halle-Saale, 1 887

50
APUNTES PARA UNA TEOR1A DEL PESIMISMO

l. El pesimismo como fenómeno de transición

La providencia de la naturaleza se ha encargado de


que el género humano disponga, por lo general, de un
ánimo optimista; es decir, de que sienta y actúe como si
los dolores de la existencia fueran menores que sus
gozos. En efecto, el ánimo contrapuesto socavaría la
energía necesaria para sobrevivir y prosperar. Por
supuesto, nunca han faltado hombres con la convicción
contraria, pero o bien han concluido que la vida era
valiosa por motivos distintos a la ponderación de pla­
ceres y sufrimientos, o bien su comportamiento prácti­
co no ha llevado a cabo la consecuencia lógica de sus
teorías. De otro modo, sólo se puede pensar en tales
hombres como fenómenos aislados en medio de un
entorno de convicciones distintas; solamente un entor­
no semejante puede posibilitarles, por medio de la vio­
lencia o del ejemplo, que continúen existiendo, algo que

51
sus convicciones ( si se les permitiera llegar hasta sus
últimas consecuencias) les hubieran arrebatado, inclu­
so desde un punto de vista externo. Allí donde surgie­
ron grupos numerosos de pesimistas sinceros, como
ocurrió en India, fue inevitable una mutilación de las
fuerzas prácticas y un gradual decaimiento de la vida.
Por lo tanto, esta tendencia vital que se expresa en el
plano teórico como optimismo debe ser inculcada
como un arma en la lucha por la supervivencia, como
una ventaja para sus poseedores frente a los pesimistas.
Tal vez los logros que han conseguido los judíos en su
difícil situación, rodeados por los pueblos germánicos,
se deban a su optimismo insobornable; si bien quedaría
por indagar si esta visión del mundo describe más ade­
cuadamente que la opuesta la realidad de la vida, o si tal
vez sólo se trata de un error con utilidad práctica, y tal
vez no sea la causa, sino más bien la consecuencia o el
síntoma de un impulso vital fuerte y victorioso. Cuanto
más conscientes se vuelven nuestros procesos internos,
debido al aumento de la cultura, tanto más evidente
debe resultamos el hecho de que la mera posesión de
una directriz vital semejante representa una manera
racional de concebir el mundo.
Por ello nos encontramos, incluso en nuestro inci­
piente siglo, con que las principales visiones del mundo
tienen un matiz optimista. Pues incluso si los metafísi­
cos están henchidos de un profundo desprecio hacia

52
toda la existencia empírica, incluso si para el Cristia­
nismo el mundo es un valle de lágrimas, incluso si el
propio Kant consideraba que el valor de la vida, juzga­
do con el criterio de su bienaventuranza, era negati­
vo. . . con todo ello, no deja de estar presente en todos
estos sistemas una "conclusión reconciliadora": en
algún lugar de esta vida o de la próxima hallará el
orden de las cosas una provincia en la que la victoria
del valor de la vida frente a todas las instancias negati­
vas será definitivo.
Un optimismo semejante podrá ser todo lo objetivo y
completo que se quiera, pero su fundamento sigue sien­
do siempre la convicción, racional o sentimental, de
que el hombre es el centro, el sentido y el objetivo final
de la Creación. Es necesario que el mundo esté consti­
tuido de tal modo que le garantice al hombre la satis­
facción de sus más profundos anhelos, y que esta satis­
facción constituya el sentido del mundo, para que el
optimismo pueda estar fundamentado en principios
seguros. El esfuerzo subjetivo del individuo por llevar el
mecanismo, el azar, lo material de su vida hacia un
balance positivo, crece en el optimismo hasta convertir­
se en una visión de igual signo que abarca el conjunto
de la existencia, y sólo en este crecimiento más allá de
sus verdaderas fronteras comienza a creer que ha obte­
nido una justificación objetiva y una garantía de satis­
facción.

53
El primer golpe irremediable contra esta visión antro­
pocéntrica del mundo lo constituyó el descubrimiento
de Copérnico. El hecho descubierto era un asunto
meramente externo, si bien dotado de un profundo sig­
nificado interno capaz de poner en cuestión la provi­
dencia del universo para con el hombre. Tras éste llega­
ron toda una serie de descubrimientos que obligaron a
abandonar cada vez más la visión del hombre como
algo excepcional: el descubrimiento de acontecimientos
físicos y químicos en los procesos de su cuerpo, la equi­
paración de su vida anímica a la de cualquier otro orga­
nismo, la inserción del hombre en una cadena ascen­
dente de organismos que incluye también a los más ele­
mentales. Este proceso espiritual desembocó en una
fórmula de validez indisputable: la igualdad de todos
los fenómenos (y en particular, del hombre) ante la ley
natural; la negación de aquella providencia del mundo
para con el bien del hombre, sin la cual ya no puede
darse ninguna teoría optimista; la comprensión de la
ausencia completa de conexión entre los deseos del
hombre y las potencias que los conceden o niegan.
Nuestro anhelo de felicidad y nuestros valores constitu­
yen una sucesión, que mantiene con la sucesión de los
hechos efectivos una relación completamente incons­
tante: por muy coherente y necesario que sea el desa­
rrollo de cada una de ellas, considerada en sí misma, la
conexión entre ambas no deja nunca de ser meramente

54
azarosa. Con la misma legalidad indiferente con la que
la realidad nos concede la mayor de la felicidad, nos
depara también el más profundo de los sufrimientos. Y
del mismo modo que son escasas las veces en las que los
dados nos dan el resultado que les pedirnos, sin que ello
implique que se esfuercen de manera sistemática en no
dárnoslos (siendo sus aparentes caprichos un producto
de la constitución exclusivamente mecánica de cada
dado), así también es cierto que la naturaleza no posee
ni una armonía ni una ausencia total de armonía con
aquello que consideramos los valores de la vida.
La consecuencia inevitable de esta visión científica
del mundo, que socava las más profundas fuentes del
optimismo, todavía no ha sido íntimamente asimilada
por la época presente. El mecanismo automático, por el
que unas premisas lógicas arrastran consigo ( de acuer­
do con su contenido objetivo) determinadas conclusio­
nes, no ha conseguido que nuestra alma se deje perme­
ar por esta necesidad lógica. En vez de eso, nuestro sen­
timiento, afín a determinadas convicciones y adaptado
a ellas, insiste en perseverar en una dirección y en una
tonalidad cuyos fundamentos teóricos han sido ya que­
brantados y reemplazados. La constitución esencial de
nuestros sentimientos y deseos es mucho más conser­
vadora que nuestra razón, que progresa sin mirar hacia
atrás. En todos los puntos imaginables salta a la luz que
poseemos una visión teórica del mundo a la cual

55
todavía no nos hemos acostumbrado con sincera con­
vicción. Para ello sería necesaria una gran transforma­
ción de nuestros intereses anímicos, que nos permitie­
ra sentirnos satisfechos bajo la nueva visión del mundo;
pero esta transformación todavía no ha tenido lugar, y
a día de hoy todavía no podemos siquiera pensar por
completo cómo podría una naturaleza sin fines preter­
naturales, sin ninguna relación particular con el hom­
bre, sin ardor ni alma, sin "los dioses de Grecia", llegar
a satisfacer mínimamente las necesidades de nuestra
vida anímica. Podemos confiar, sin embargo, en que
nuestra alma posee una capacidad para crecer y for­
marse que le permitirá llevar a cabo exitosamente esta
adaptación; al mismo tiempo, resulta evidente que la
transición desde aquella visión subjetivo-optimista
hacia una visión objetiva que niega la posición central
del hombre ha de pasar necesariamente por el extremo
opuesto, el del pesimismo. Frente a la fe optimista en la
visión antropocéntrica del mundo, cuyos sentimientos
están lejos de haber desaparecido, lo primero que uno
escucha del orden meramente natural de las cosas es el
No; el rey destronado, que ahora es uno más entre los
ciudadanos, percibe al principio tan sólo su pérdida, y
la igualdad de derechos con los demás le parece la
mayor de las injusticias que le han podido suceder.
Sí, considerar el mundo como diabólico, como incli­
nado hacia nuestro sufrimiento, tal y como enseña el

56
pesimismo, está más cerca del optimismo que el princi­
pio científico. Pues con todo permanece en el pesimis­
mo un sentido del ser orientado hacia valores y preten­
siones, aunque sólo sea para negarlos; es una visión del
mundo con la misma forma, sólo que con un conteni­
do opuesto. Frente a la interpretación naturalista, tanto
el optimismo como el pesimismo resultan interpreta­
ciones subjetivas equivalentes, por mucho que tengan
rasgos contrarios. Cada uno de ellos es el resultado de
la destrucción del otro, una oscilación hacia el extremo
opuesto, hasta que se alcanza el punto indiferente situa­
do en el medio; este punto viene exigido por el conoci­
miento objetivo, situado más allá tanto de todo sentido,
positivo o negativo, de la vida. El pesimismo es el punto
conceptual de transición desde una época en la que el
hombre concebía el mundo según sus valores y según
los requisitos de su felicidad, hacia una visión del
mundo apoyada en la mera necesidad natural, que
mantiene con nuestros deseos e ideales una relación de
mera casualidad; de ella todavía no sabemos qué trans­
formaciones y adaptaciones habrá de obrar en nuestras
necesidades anímicas para que se mantengan el sentido
y el valor de la vida, que bajo el optimismo se habían
apoyado sobre un fundamento cósmico imaginario, y
que el pesimismo, por medio de la destrucción de este
último, simplemente transformó en su contrario.

57
11. El componente de crueldad del pesimismo.

El estado anímico del pesimista halla expresión en un


juicio pesimista acerca de la totalidad de la existencia;
éste es el modo en que se resuelve la tensión existente
en su relación con el mundo. Este proceso pone de
manifiesto una refinada crueldad, tanto en la voluntad
de analizar las miserias del mundo hasta sus más ínfi­
mos detalles (análisis cuya toma de conciencia cada vez
más nítida proporciona a la inclinación pesimista una
satisfacción cada vez más completa), como también en
la destrucción de los valores del mundo que lleva a cabo
el pesimista al observar su carácter pasajero e ilusorio.
De manera evidente, este desprecio y esta voluntad de
arrebatarle el valor a las cosas no son sino una versión
espiritual de la destrucción de la realidad. En última
instancia, incluso la propia ruina y aniquilación no
satisfarían la sed de destrucción, sino que serían algo
completamente indiferente, si lo destruido no fuera
percibido como algo valioso y en alguna medida dota­
do de significado; lo que se busca destruir no son las
cosas ( que debido a su exterioridad yacen más allá de
nuestros intereses), sino los valores que unen las almas
humanas y la existencia. Son estos valores los que quie­
re alcanzar la crueldad destructiva, y los alcanza de
manera irreparable cuando expone su vacuidad, lo ale­
jados que están del ideal, la decepción que acompaña

58
necesariamente a todo aquello que amamos y por lo
que luchamos. La sed de destrucción, en cualquiera de
sus dos formas, es un problema psicológico profunda­
mente interesante.
La mejor manera de comprenderlo es, tal vez,
incluyéndola dentro de una categoría que ha de ser
entendida de manera meramente figurada: la expan­
sión del Yo. El destructor se siente dueño y señor de los
creadores; el negador, de los afirmadores; el dañador, de
los poseedores. El Yo, al destruir los valores positivos,
absorbe, por así decirlo, su esencia, se adueña de su sig­
nificado, amplía la esfera de su voluntad más allá de sí
mismo. En el Fausto de Lenau, una vez que Mefisto ha
expuesto su intención de destruir progresivamente a
Fausto, concluye:

"Así mi dolor se vengará de lo divino,


As{ yo, el exiliado, calmaré mi sufrimiento,
Y destruyendo me sentiré un segundo Creador"

Cierto número de emperadores romanos (represen­


tantes de la sublimación de una época profundamente
pesimista) muestran la identidad inseparable entre el
impulso patológico hacia la destrucción y el impulso
hacia la creación, la construcción, y la eficacia: mues­
tran lo estrecha que es la relación entre la sed extrema
de crueldad y un sentimiento elevadísimo del Yo. Esta

59
relación entre crueldad y expansión del Yo muestra
también que la pasión por dominar y tiranizar no es en
modo alguno síntoma exclusivo de las personas eleva­
das, como se presupone a menudo, particularmente por
medio de la ambigüedad del término "líder". Pues esta
relación muestra que uno nunca se basta a sí mismo,
que el propio Yo nunca resulta lo suficientemente gran­
de; pero esta crueldad puede también ser mediocre,
como el resto de avaricias. El impulso por agrandar la
esfera definida por el propio Yo y por sus fuerzas puede
estar tanto en un Yo grande como en uno miserable­
mente pequeño. Al comprender que la negación pesi­
mista de todos los valores no suele ser otra cosa que la
expresión teórica de la destrucción y del robo de los
mismos, reconoceremos también en la sed de crueldad
(basada a su vez en aquel esfuerzo de expansión del Yo)
las raíces psicológicas del pesimismo. La Biblia del
sadismo, la Justine del marqués de Sade, construye sus
descripciones de una crueldad degenerada hasta la
locura sobre la base de un pesimismo absoluto; enseña
que el mundo y su felicidad le pertenecen al pecado y al
crimen, mientras que al virtuoso no le cabe esperar otra
cosa que maltratos, fracasos y miseria. Uno de los más
profundos enigmas de la vida anímica es que el deleite
en el sufrimiento de los otros incide en el propio Yo,
como si éste fuera capaz de salirse al paso a sí mismo
como un Tú, y experimentara con su propio sufrimien-

60
to (tanto si es el mundo quien lo produce, como si se
trata de un flagelantismo físico o psíquico) una satis­
facción que puede llegar a alcanzar la concupiscencia
más desmesurada. Entre ambos hechos, que de entrada
parecen excluirse mutuamente, interviene algo fre­
cuentemente desapercibido: el hecho de que el sufri­
miento ajeno no podría despertar ninguna reacción en
un alma si ésta no pudiera también sentirlo, sea cual sea
la medida y el modo en que lo haga. Lo que percibimos
de modo inmediato no es nunca el dolor del otro, sino
solamente sonidos y movimientos, a partir de los cua­
les debemos concluir la naturaleza de sus sentimientos,
¿y de qué otro modo podría ocurrir esto, si no saliera,
desde el almacén de nuestros sentimientos, uno capaz
de ser proyectado en el prójimo? La manera en que esto
ocurre en detalle nos es aún desconocida; que, sin
embargo, esto ocurre, es la única condición bajo la cual
es posible que un hombre que siente dolor nos parezca
algo distinto de un autómata que tiembla y emite soni­
dos. Sólo un sentimiento propio, por muy distinto y
ajeno a nuestro estado de ánimo que sea, puede permi­
tirnos interpretar el sentimiento del otro, que es en sí
mismo imperceptible.
De este modo, tal vez entre ese placer reflejo que des­
pierta en nosotros el sufrimiento de un Tú y el que des­
pierta el sufrimiento del Yo no haya sino una diferencia
de grado, de forma, de distancia; con lo cual se haría

61
comprensible no sólo la existencia de ambos, sino tam­
bién el hecho aparentemente contradictorio de que
ambas maneras de sentir se den con frecuencia en una
única persona al mismo tiempo y con la misma inten­
sidad. Los sobreexcitados y marchitos nervios que bus­
can el maltrato del otro encuentran con frecuencia en el
hecho de ser maltratado la última posibilidad de excita­
ción, y necesitan la violencia de un ataque semejante
para ser capaces de sentir su propia vida. En una nove­
la de Sade, una sociedad criminal examinaba a un novi­
cia con un catecismo formal, que incluía la pregunta:
comment pensez-vous sur le fouet?, a lo que la novicia
respondía: j 'aime a le donner et a le recevoir.1 El modo
en que estos seres consiguen elevar la tensión entre el
Yo y el Tú hasta una altura en la que el dolor del uno es
placer para el otro, ampliando (por así decirlo) su Yo,
puesto que el Tú se ve sometido a su poder y arbitrio, es
idéntico al modo en que este proceso tiene lugar dentro
de la propia alma. Cuando un alma consigue realizar el
camino que lleva hacia la elevación suprema de la
moralidad, utilizando para ello sus fuerzas para superar
obstáculos y dolores, encuentra repetidas ocasiones
para darse cuenta de su poderosísima capacidad para
relacionar un sufrimiento con un sentimiento placente­
ro derivado de él.
l . " ¿ Qu é pensáis del látigo?" "Disfruto usándolo y recibiéndolo" (N.
del T. )

62
Es este deleite en el propio sufrimiento, proveniente
del impulso expansionista del Yo, el que decide diseñar­
se, a modo de trasfondo, una concepción pesimista del
mundo. Este conjunto de síntomas del estado anímico
puede ser designado como Weltschmerz; la coloración
irónica que posee hoy en día este término nos sirve
para caracterizar de modo preciso la tendencia a dar el
ilegítimo paso que va de los motivos puramente subje­
tivos a las afirmaciones sobre el estado del mundo. El
deleite en el propio dolor, la obstinación concupiscente
en todos y cada uno de los pesares, el esfuerzo por
hablar tanto como se pueda (ante los demás y ante uno
mismo) de cada uno de nuestros fracasos, hallan su
expresión cabal integrándose en una visión general
pesimista. La ausencia de actividad que caracteriza a
todo pesimismo ( dado que toda ocupación enérgica
descansa, si no quiere ser absurda, sobre una base más
o menos optimista) se corresponde completamente con
este gozo pesimista frente al sufrimiento subjetivo.
Tanto las sentencias pesimistas como un rostro que
transmite resignación acostumbran despertar un
interés hacia la propia persona y un respeto reverencial
ante su dignidad y profundidad que las manifestaciones
de signo opuesto sólo consiguen si alcanzan una inten­
sidad incomparablemente mayor. Es muy curioso lo
tentador que puede llegar a ser el sufrimiento (no el
imaginario, sino el real) para arrastrar hacia una arro-

63
gancia impúdica. Pocos son tan arrogantes como para
creer que nadie es capaz de hacer lo que ellos hacen.
Pero muchos alcanzan un grado de soberbia que les
hace creer y afirmar: ¡nadie sufre lo que yo sufro! Como
este sentimiento acostumbra expresarse en un pesimis­
mo general y como además sólo por medio de él pue­
den justificarse su intensidad y su generalidad, el pesi­
mismo se suele ver obligado, por medio de esta media­
ción, a aumentar el alcance de la esfera del Yo, hacia
fuera y hacia adentro, por medios legales e ilegales; el
pesimismo se revela así como uno de los muchos atajos
milagrosos que nuestra época ofrece para la satisfac­
ción de esta necesidad, siendo además cierto que el
contenido objetivo del pesimismo es perfectamente
compatible con la subjetividad e inmoralidad que
caracterizan a nuestra época.

"Zu einer Theorie des Pessimismus ", publicado en


Die Zeit. Wiener Wochenschrift fü Politik, Volkswirtschaft,
Wissenschaft und Kunst, 20 de enero 1 900.

64
SOCIALISMO Y PESIMISMO

Todas las doctrinas pesimistas señalan la despropor­


ción entre el esfuerzo y el provecho de la vida, entre el
coste en dolor y la ganancia en placer. La versión más
sutil de estas doctrinas considera que la mera existencia
del dolor, sea cual sea la cantidad, es suficiente para
hacer que el valor total del mundo sea negativo; es
decir, que ni siquiera la mayor cantidad imaginable de
placer bastaría para compensar realmente el más insig­
nificante dolor, por pequeño que éste sea. Por consi­
guiente, un mundo en el que cabe el sufrimiento, inde­
pendientemente del resto de cosas que haya en él, sería
un mundo inexorablemente condenado a ser peor que
la nada. Esta versión del pesimismo no es muy frecuen­
te, y además cabe señalar que se le puede dar la vuelta
con igual derecho: uno puede considerar que, debido al
milagro de que exista la felicidad, por muy escurridiza
y costosa que ésta pueda resultar, el mundo es infinita­
mente valioso. Por esta razón, en general se suele con-

65
ceder que el sufrimiento no anularía el valor de la vida
si viniera acompañado de una cantidad suficiente de
placer que lo compensara.
Sin embargo, la idea de que puede haber, en general,
una proporción justa entre felicidad y sufrimiento, un
equilibrio en el que los pesos de ambos se contrarres­
tarían, un equilibrio que en sí mismo es posible, pero
que jamás es alcanzado por el promedio de los seres
dotados de percepción, descansa sobre un error que
siempre pasa desapercibido. En efecto, dada una cierta
cantidad de placer, nadie es capaz de afirmar por medio
de la mera observación cuál sería la cantidad de sufri­
miento equivalente. Tanto el placer como el sufrimien­
to son estados positivos de la percepción, que no se
comportan como lo hacen números del mismo valor
absoluto precedidos de un signo más y de un signo
menos. Como no son comparables cualitativamente,
tampoco lo son cuantitativamente, y la afirmación de
que la totalidad o la media de la felicidad de la vida se
paga con sufrimientos demasiado caros es tan imposi­
ble como aquella otra de que las mercancías son, en
promedio, compradas demasiado caras. Consideradas
en sí mismas, ninguna de las cantidades a ambos lados
de la igualdad ofrece indicio alguno acerca de cuál sería
una cantidad equivalente al otro lado. Más aún, la pro­
porción efectiva en la que se hallan ambas ( en prome­
dio) es el único criterio con el que se puede juzgar, en

66
un caso individual, si un determinado placer es com­
prado demasiado caro o demasiado barato con un
determinado sufrimiento; es decir, si es comprado por
encima o por debajo del promedio empírico. El conjun­
to del dolor y el conjunto del placer no pueden ser com­
parados cuantitativamente, porque no existe ningún
criterio común a ambos. Sólo cuando uno ha experi­
mentado con qué cantidad del uno se ha pagado en
promedio el otro puede uno (comparando con este cri­
terio) designar dos cantidades de ambos como equiva­
lentes o como no equivalentes. El resto de promedios
son meros productos del anhelo de felicidad, que no
sabría contentarse con ninguna relación imaginable
entre ambos factores, y por tanto no se pueden deter­
minar de manera objetiva. La afirmación pesimista de
que el hombre en general (o el promedio de los hom­
bres) experimenta una cantidad menor de placer que de
dolor también es lógicamente insostenible, porque este
promedio no es algo que se pueda medir, sino aquello
que determina la abundancia o escasez de felicidad en
la vida de un individuo.
El desarrollo espiritual de la época presente ha toma­
do una dirección que comparte (si bien por otros moti­
vos) estas conclusiones. La época presente ha perdido
casi completamente el interés por la pregunta de cuán­
ta felicidad e infelicidad le han sido concedidas al géne­
ro humano; en su lugar ha aparecido la más urgente

67
pregunta de establecer la relación en que ambos facto­
res se presentan en un hombre en comparación con los
otros. Nos hemos dado cuenta, si no del absurdo, por lo
menos de la inutilidad de quejarnos de la proporción
errónea entre nuestras alegrías y nuestros dolores, y lo
que hacemos ahora en su lugar es preguntarnos por la
distribución de ambos, con independencia de cuál sea
su suma absoluta; resulta ser en la distribución, y no en
la suma, donde hallamos más fundamentos para las
quejas pesimistas. Resulta sorprendente observar cómo
la pregunta acerca de la distribución de la felicidad ha
ido robándole protagonismo a aquella sobre su canti­
dad. Son ya numerosos los partidarios del socialismo
convencidos de que su llegada no alterará el promedio
de felicidad y de sufrimiento, así como tampoco el de
moralidad e inmoralidad; estos partidarios ven el valor
del socialismo (al que otorgan mucha más prioridad
que al ideal de la felicidad) en la igualdad o desigualdad
con la que será distribuida, bajo aquel sistema, la canti­
dad global de felicidad. De hecho, esto puede llegar a
convertirse en un auténtico fíat justitia pereat mundus
cuando, comparados con este ideal, no sólo los bienes
de la cultura elevada, sino incluso la propia cantidad de
felicidad, se vuelven tan irrelevantes que uno llega a
contemplar su reducción como el menor de los males,
como un precio gustosamente pagado para lograr aque­
lla exigencia. Parece, incluso, como si esta argumenta-

68
ción, que comienza uniendo ambos ideales, terminara a
lo largo de su desarrollo por separarlos de la manera
más radical posible.
Sea cual sea el modo en el que una sociedad se apro­
xime al ideal de igualdad (bien como derecho al pro­
ducto íntegro del trabajo, bien de acuerdo con un
esquema más comunista), lo cierto es que éste implica,
comparado con el estado actual, un aumento de las
posesiones de los más menesterosos y desdichados.
Dado que éstos han sido los que la vida ha tratado peor
y dado que reciben los bienes externos con una sensibi­
lidad más viva que la de aquellos que ya los poseían, y
dado que responden ante todo ello con un sentimiento
de felicidad subjetivo más vívido, parece que la inci­
piente igualación económica y cultural conlleva un
aumento del total de felicidad existente. El hecho de
que la percepción humana sea diferencial, es decir, que
lo que se percibe en general no sean las magnitudes
absolutas de los estímulos, sino tan sólo la diferencia de
cada estímulo con respecto al estado actual de percep­
ción, garantiza que la manera de maximizar la felicidad
a la hora de repartir bienes sea entregárselos a quienes
menos poseían. Como este proceso, si se continúa, debe
conducir finalmente a una igualación completa, parece
reconciliar la premisa del pesimismo ( el valor de la vida
se aumenta aumentando la suma de la felicidad) y la del
socialismo formal ( el valor de la vida humana depende

69
del reparto de los bienes). Por medio de la percepción
diferencial, la obediencia al imperativo socialista se
convierte automáticamente en obediencia al imperativo
de la felicidad.
Sin embargo, este razonamiento, que partiendo de las
premisas del pesimismo se aleja de él en dirección al
socialismo, vuelve a retornar a él pasado un cierto
punto. En efecto, el esfuerzo por hacer que los bienes
sean lo más fructíferos posibles por medio de su repar­
to entre los hasta ahora desposeídos ( dotados por ello
de una sensibilidad aún vívida) termina por conducir,
como hemos visto, a una igualación de sus bienes. Pero
cuando ésta haya sido alcanzada, la percepción diferen­
cial ha de producir el efecto contrario al que producía
hasta el momento. En efecto, esta percepción diferen­
cial enlaza la conciencia del sentimiento de felicidad,
que tiene por objeto la condición total del hombre, y no
sólo un momento de percepción sensible, con la con­
ciencia de su diferencia con respecto a la condición
total de otros. En otro lugar he expresado esta idea del
siguiente modo: en nuestra alma tenemos una idea (por
muy oscura que sea) del destino humano promedio,
concebida a base de miles de experiencias y relatos, y
todo sentimiento consciente de felicidad no es otra cosa
que una elevación por encima de este promedio. El sen­
timiento humano se acostumbra rápidamente a la satis­
facción ordinaria, y por ello busca nuevos deseos y dis-

70
frutes que le sean propios. La tonalidad de nuestro sen­
timiento ( que da su luz y su sombra al conjunto de
nuestra vida) y el valor de felicidad que atribuimos (en
última instancia, conscientemente) a nuestra existencia
están condicionados por un juicio que determina si es
superior o inferior al destino promedio. El camino de la
cultura es el camino de una conciencia creciente. No
sólo queremos ser felices, sino que queremos también
saber que lo somos. Y tanto el sentimiento consciente
como el juicio acerca del valor de felicidad de la vida,
que tiñe cada uno de los contenidos de ésta, descansa
sobre la comparación con el destino humano universal,
sobre el sentimiento de la posición que nos ha tocado
en la escala de los destinos, entre el supremo y el ínfi­
mo, sobre la conciencia del beneficio que nos ha dado
la vida, entre el boleto no premiado y el premio gordo.
Por supuesto, no me refiero con esto a la diferencia
con respecto al entorno más cercano, dado que su feli­
cidad supera a menudo la nuestra; tampoco creo acer­
carme con lo dicho a la doctrina espiritual de aquel pia­
doso teólogo que juzgaba que el principal gozo del
paraíso era el hecho de que los justos, por medio de una
milagrosa disposición, tenían constantemente ante sus
ojos los suplicios de los condenados al infierno. Lo que
quiero decir es, más bien, que el ideal de un socialismo
consecuente alcanza un determinado punto en su cami­
no hacia la felicidad universal en el que, debido a la

71
igualación exhaustiva, ya no puede tener lugar aquel
único garante de la conciencia de la felicidad: el senti­
miento de que nuestra felicidad subjetiva está por enci­
ma del destino humano promedio.
Sólo hay una condición que podría evitar que esto
fuera una refutación de aquel ideal: se trata de la acep­
tación de la doctrina pesimista según la cual un estado
positivo de felicidad es algo excluido desde el principio,
algo que no tiene sentido buscar, y que lo máximo que
le cabe alcanzar al hombre es una liberación frente al
dolor. Si de lo que se trata no es de maximizar gozos,
sino solamente de minimizar sufrimientos, entonces sí
que parece cierto que la igualación exhaustiva es la
mejor manera de alcanzar ese estadio. Si por medio de
ese recurso, y en la medida en que ello sea socialmente
posible, las condiciones para la agudización del senti­
miento de felicidad se eliminan, también lo hacen las
del sentimiento de sufrimiento; se trataría entonces del
acercamiento al nirvana indio, cuya bienaventuranza no
consiste en percepciones placenteras positivas, sino en
el mero no-ser, que aleja todo dolor, y que sólo puede
valer como bienaventuranza partiendo de las premisas
de un pesimismo absoluto. El ideal de todo pesimismo
es la reincorporación del individuo a la totalidad, al
seno de todas las cosas, en el que toda diferenciación
entre los fenómenos se desdibuja y en el que ya no se
percibe nada a lo que se pueda aferrar un Yo. Este ideal

72
encuentra su expresión o su equivalente sociológico en
la constitución de una igualdad universal, que coloque
a cada individuo al mismo nivel que todos los demás y
que por ello elimine toda diferencia y toda compara­
ción, sobre las que descansa la tonalidad del sentimien­
to vital, tanto por el lado del placer como por el del
sufrimiento.
Pero la dirección efectiva hacia la que nos conduciría
esta combinación de elementos intelectuales sería más
una socialistización del pesimismo que una pesimisti­
zación del socialismo. Pues el socialismo, considerado
en sí mismo, es ajeno a semejantes expansiones del
pesimismo. Se trata de una doctrina profundamente
optimista, desde su comienzo hasta su fin. Esto es así
porque el socialismo debe presuponer que la naturaleza
humana es capaz de felicidad y de virtud, y que sólo por
medio de la corrupción y del absurdo de las relaciones
sociales ha sido alejada de ambos, en todo lo cual mues­
tra su parentesco con la Ilustración del siglo XVIII. El
socialismo necesita del optimismo ético, porque a una
sociedad que no ha de empujar al individuo a pagar sus
tributos a las necesidades sociales por medio de la nece­
sidad y del egoísmo sólo le queda un único motivo, más
allá de la coacción insoportable: las ganas de trabajar, el
servicio voluntario, el esfuerzo y la adaptación por mor
del imperativo ético y por amor a la tarea y a los congé­
neres. Desde el punto de vista del objetivo buscado, el

73
socialismo es optimista, como lo es todo revisionismo y
milenarismo; su pesimismo presente no sólo actúa
como trasfondo indispensable sobre el cual pueden bri­
llar sus esperanzas y promesas en todo su esplendor,
sino que, por el otro lado, este presente no podría ser
considerado tan insoportable si no se le midiera con el
criterio optimista de las posibilidades futuras.
La conexión profunda que, sin embargo, une al socia­
lismo con un optimismo insobornable es tal vez ésta: si
se le concede al pesimismo la premisa del gasto ingente
en cargas y sufrimientos que la vida requiere, resulta
difícil evitar su consecuencia: la incurable despropor­
ción entre ese gasto y los frutos de la vida. Tanto la
ausencia de un objetivo final que sea definitivamente
satisfactorio y alcanzable más allá de toda duda, como
la insignificancia de las satisfacciones y la vanidad de
toda persecución de espejismos hacen que el esfuerzo
de la vida, el dispendio de fuerzas y la entrega total del
Yo no resulten rentables.
Por consiguiente, no hay ningún valor ni ninguna ele­
vación del contenido de la vida que pudiera llegar a
compensar todo esto. Si los costes de la vida, el desem­
bolso en dolor, esfuerzo y el gasto de la personalidad en
general son tan elevados como presupone el pesimis­
mo, entonces fracasará necesariamente toda tentativa
optimista de elevar el objetivo y el beneficio de la vida
a esa misma altura.

74
Sin embargo, que esta premisa se acepte o no depen­
de de aquella hipertrofia del Yo que más arriba expuse
como fenómeno correlativo del pesimismo. En la medi­
da en que el hombre concede importancia a sus deseos
y sentimientos, decrece la capacidad del mundo de
satisfacerlos. La desproporción entre lo que el hombre
exige del mundo y lo que éste le ofrece alcanza una
intensidad en la que se transforma en un pesimismo
consciente, obviamente no sólo debido a las limitacio­
nes del segundo factor, sino también a la elevación del
primero. Por consiguiente, la cura del pesimismo no
proviene exclusivamente de un disfrute más elevado, de
una oferta más amplia por parte del mundo, sino tam­
bién de una mitigación de nuestras expectativas, de una
humildad del Yo. Este camino, frontalmente opuesto a
las inclinaciones naturales, sólo promete más éxito que
el primero si somos capaces de encontrar una muleta
exterior, por así decirlo, puesto que no es habitual en
nuestra vida que el Yo sepa limitarse a sí mismo como
si lo hiciese desde fuera, ni que sepa hallar límites para
sus sentimientos y expectativas. Lo que hace falta es,
más bien, una barrera exterior contra la que rompan
estas expectativas, un criterio con el que la justa medi­
da se establezca por sí sola.
En el caso del siempre desbordante Yo, es posible
hallar un encauzamiento por medio de ideas religiosas;
con ellas, se siente iluminado por un ideal absoluto,

75
objetivo y subjetivo, que transmite a todo su comporta­
miento una coloración de humildad que le hace mos­
trarse agradecido por los bienes del mundo, como si ya
sobrepasaran lo que tiene derecho a esperar. En el caso
de las observaciones y percepciones de la sociedad en
su conjunto, el acercamiento recíproco entre las exigen­
cias y las satisfacciones (acercamiento que no proviene
de la elevación de la ganancia, sino de la reducción de
la expectativa) se puede hallar por medio de la convic­
ción de que nuestro desembolso en dolor, esfuerzo y
sacrificios es insignificante, de que nuestra personali­
dad, con sus acciones y su sufrimiento, no debe enun­
ciar muchas exigencias, si no quiere que el hecho de no
alcanzar todos aquellos elevados beneficios y todas
aquellas edificantes metas que se proponía lo empujen
hacia quejas pesimistas.
En efecto, desde el punto de vista meramente social,
el individuo parece un mero recipiente de contenidos
fabricados socialmente; un mero cruce en la trama de la
especie, cuyos hilos provienen de fuera; una mera esta­
ción de paso en el desarrollo histórico; el objetivo de su
vida parece yacer en el conjunto social que alimenta sus
raíces. Con esto se vuelve comprensible por qué la cos­
movisión socialista es tan optimista, mientras que
nuestra época recae, tras un breve auge del optimismo,
en un ligero pesimismo: el Yo se ha elevado tanto que le
exige demasiado al mundo; frente a eso, el socialismo

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ha sabido limitar su ámbito y alcanzar un equilibrio
entre sus exigencias y la realidad, consiguiendo de este
modo salvarse de la bancarrota. Por cierto, que cabe
hacer otra pregunta que no puede hallar respuesta aquí:
medido con respecto a una escala que esté por comple­
to más allá del optimismo y del pesimismo, ¿no es cier­
to que ese Yo hipertrófico, que le exige el Absoluto a
nuestro mundo profundamente relativo, genera ocasio­
nalmente ( a pesar de todas sus necedades y miserias)
valores que, por medio de la caída en el pesimismo, son
comprados a un precio asequible?

"Sozialismus und Pessimismus ", publicado en


Die Zeit. Wiener Wochenschrift fü Politik, Volkswirtschaft,
Wissenschaft und Kunst, 3 de febrero 1900.

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