¿Por Qué Es Tan Importante El Regreso Inminente de Cristo

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¿POR QUÉ ES TAN IMPORTANTE EL REGRESO INMINENTE DE

CRISTO?
¿Por qué es tan importante creer que Cristo podría volver en cualquier
momento? Porque, como vimos en la conclusión del capítulo anterior, la
esperanza de la venida inminente de Cristo tiene un poderoso efecto
santificador y purificador sobre nosotros. «Y todo aquel que tiene esta
esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn. 3:3). El
hecho de saber que la venida de Cristo está cada vez más cerca debe
motivarnos a estar preparados, a procurar ser más semejantes a Cristo y a
despojarnos de todas las cosas propias de nuestra vida vieja cuando no
teníamos a Cristo.
El apóstol Pablo tomó esta misma línea de razonamiento casi al final de su
carta a los romanos. Él les recordó a los creyentes en Roma acerca del deber
que tenemos de amar a nuestro prójimo como a nosotros mismos, al decirles
que el amor es el principio por excelencia que cumple todos los preceptos
morales de Dios (Ro. 13:8-10). Luego, haciendo hincapié en la urgencia de
vivir en obediencia a este gran mandamiento, él escribió:
«Y esto, conociendo el tiempo, que es ya hora de levantarnos del sueño;
porque ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que cuando
creímos. La noche está avanzada, y se acerca el día. Desechemos, pues,
las obras de las tinieblas, y vistámonos las armas de la luz. Andemos
como de día, honestamente; no en glotonerías y borracheras, no en
lujurias y lascivias, no en contiendas y envidia, sino vestíos del Señor
Jesucristo, y no proveáis para los deseos de la carne.»
—vv. 11-14
Ese llamado a despertar es el que el apóstol Pablo hace a toda la Iglesia. El
regreso de Cristo se acerca cada vez más. El tiempo está ahora más cerca que
cuando creímos por vez primera. Cada instante que pasa nos acerca todavía
más al regreso de Cristo. ¿Qué vamos a hacer para redimir el tiempo? Él hace
un llamado a responder positivamente en tres aspectos fundamentales que
resumen perfectamente la perspectiva apropiada del cristiano ante la
posibilidad inminente del regreso de Cristo:
¡A despertar! «Es ya hora de levantarnos del sueño», nos recuerda (v. 11), y
recalca con cuatro frases tanto la urgencia de atender este llamado, como la
inminencia del regreso de Cristo: «es ya hora»; «está más cerca de nosotros
nuestra salvación» (v. 11); «la noche está avanzada»; y «se acerca el día» (v.
12). Queda poco tiempo y las oportunidades se van volando. El Señor viene
pronto. El evento se acerca más con el paso de cada instante. Ahora es el
tiempo para obedecer. El único tiempo con el que podemos contar es ahora
mismo, y puesto que no hay garantía de que vamos a tener más tiempo,
postergar nuestra obediencia es un acto de inconsciencia total.
Consideremos esto: el apóstol Pablo estaba subrayando la urgencia de este
mandamiento en su tiempo, hace 2.000 años. Él creía que la venida de Cristo
estaba cerca y que se estaba acercando más a cada instante. ¿Cuánto más
urgentes son estas cosas para nuestro tiempo? «Ahora está más cerca de
nosotros nuestra salvación» (v. 11), 2.000 años más cerca para ser exactos.
Ciertamente ahora no es momento de bajar nuestra guardia o quedarnos
dormidos. Aunque algunos puedan ser tentados a creer que la larga espera
significa que la venida de Cristo ya no es un asunto urgente; al pensarlo bien
por un momento nos daremos cuenta de que, si en realidad creemos que
Cristo estaba diciendo la verdad cuando prometió volver pronto, debemos
creer que el tiempo está cada vez más cerca, y el carácter urgente del evento
con el aumento de la espera no tiene por qué verse aminorado.
Es perfectamente natural para irreligiosos, escépticos e incrédulos pensar
que la tardanza de Cristo quiere decir que Él no va a cumplir su promesa (2 P.
3:4). Pero ningún creyente genuino debería pensar de esa manera. En lugar de
perder la esperanza porque Él tarde en venir, deberíamos darnos cuenta de
que ahora el tiempo está más cerca que nunca antes. Cristo viene. Como
vimos en el capítulo previo, su Palabra garantiza que Él volverá. Nuestra
esperanza debería ser cada vez más fuerte y no disminuir mientras Él demora
su venida.
Cuando Pablo escribió: «Y esto, conociendo el tiempo» (Ro. 13:11), empleó
la palabra griega kairos para referirse a «tiempo», un término que se aplica a
una época o a una era, no al tiempo convencional (cronos) que puede medirse
con un reloj. Por lo tanto, «conociendo el tiempo» tiene que ver con que
seamos capaces de entender la era en la cual vivimos, de discernir como «los
hijos de Isacar ... entendidos en los tiempos, y que sabían lo que Israel debía
hacer» (1 Cr. 12:32). Cristo increpó a los fariseos porque les faltaba esta
misma clase de discernimiento: «Cuando anochece, decís: Buen tiempo;
porque el cielo tiene arreboles. Y por a mañana: Hoy habrá tempestad;
porque tiene arreboles el cielo nublado. ¡Hipócritas! que sabéis distinguir el
aspecto del cielo, ¡mas las señales de los tiempos [kairos] no podéis!» (Mt.
16:2–3). Quizá Pablo había visto señales de letargo o adormecimiento
espiritual entre
los creyentes de Roma. Sin duda, la vida en aquella gran ciudad presentaba
muchas distracciones y atractivos terrenales que podían alejar los corazones
de la esperanza anhelante en la manifestación inminente de Cristo. Al igual
que la sociedad en que vivimos, la vida en Roma mantenía cebada la
carnalidad humana al ofrecer muchas comodidades materiales y diversiones
terrenales. Quizás eran propensos a olvidar que estaban viviendo en los
últimos días. Espiritualmente, se estaban quedando dormidos.
A veces parece que la iglesia entera se encuentra hoy día en una condición
todavía peor de somnolencia espiritual. Existe una indiferencia ampliamente
difundida frente al regreso del Señor. ¿Qué pasó con el sentido de
expectación que caracterizó a la iglesia primitiva? El legado que tristemente
quedará registrado en la historia acerca de la iglesia de nuestra generación es
que al irnos acercando a la aurora de un nuevo milenio, la mayoría de los
cristianos estaban mucho más preocupados por la llegada de una traba
informática conocida como «el fastidio del milenio», ¡que por la llegada del
Rey del milenio!
Abundan los cristianos en nuestro tiempo que se han acomodado en una
postura de letargo e inactividad insensatos; es como una falta total de
respuesta a las cosas de Dios. Se han vuelto como Jonás, echándose a dormir
rápidamente en la embarcación mientras las inclementes tormentas de nuestro
tiempo amenazan con arrasarnos (Jon. 1:5, 6). Son como las vírgenes
insensatas quienes «tardándose el esposo, cabecearon todas y se durmieron»
(Mt. 25:5). Ya es hora de levantarnos de ese aletargamiento.
Pablo envió un llamado a despertar muy parecido para la iglesia en Éfeso:
«Despiértate, tú que duermes, y levántate de los muertos, y te alumbrará
Cristo. Mirad, pues, con diligencia cómo andéis, no como necios sino como
sabios, aprovechando bien el tiempo, porque los días son malos» (Ef. 5:14-
16). Nunca antes ha sido tan necesaria una voz de alarma de este tipo como
hoy día. En palabras de nuestro Señor: «Velad, pues, porque no sabéis
cuándo vendrá el señor de la casa; si al anochecer, o a la medianoche, o al
canto del gallo, o a la mañana; para que cuando venga de repente, no os halle
durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a todos lo digo: Velad» (Mr. 13:35–36).
Cuando Pablo dice: «ahora está más cerca de nosotros nuestra salvación que
cuando creímos» (Ro. 13:11), está hablando por supuesto acerca de la
consumación de nuestra salvación. No estaba sugiriendo que los creyentes
romanos no fueran regenerados. No les dice que su justificación fuera una
realidad futura. Les recordaba que la culminación de lo que había empezado
desde el momento de su regeneración estaba acercándose cada vez más. En
este contexto, «salvación» se refiere a nuestra glorificación, la meta final de
la obra salvadora de Dios (Ro. 8:30). A través de todas las Escrituras esto se
relaciona con la manifestación de Cristo. «Sabemos que cuando él se
manifieste, seremos semejantes a él» (1 Jn. 3:2). Nosotros «esperamos al
Salvador, al Señor Jesucristo; el cual transformará el cuerpo de la humillación
nuestra, para que sea semejante al cuerpo de la gloria suya» (Fil. 3:20, 21).
«Cuando Cristo, vuestra vida, se manifieste, entonces vosotros también seréis
manifestados con él en gloria» (Col. 3:4). «[Cristo] aparecerá por segunda
vez, sin relación con el pecado, para salvar a los que le esperan» (He. 9:28).
Nótese que el escritor de Hebreos emplea la palabra salvar en el mismo
sentido en que Pablo la emplea en Romanos 13:11.
sentido en que Pablo la emplea en Romanos 13:11.
Este aspecto final de nuestra salvación es a lo que Pablo se refería en
capítulos anteriores de su epístola, en Romanos 8:23: «Nosotros mismos, que
tenemos las primicias del Espíritu, nosotros también gemimos dentro de
nosotros mismos, esperando la adopción, la redención de nuestro cuerpo.»
Ese aspecto de nuestra salvación es el que está más cerca que cuando
creímos, y sólo espera la venida de Cristo.
De manera que el llamado imperioso de Pablo aquí en Romanos 13 supone
que el regreso de Cristo es inminente. Si tuviera que ocurrir otra era
escatológica (kairos), especialmente la tribulación, antes del regreso de Cristo
por la Iglesia, Pablo seguramente habría apuntado en dirección a la
perentoriedad de esa era y habría urgido a los romanos a prepararse para ella.
Pero lejos de advertirles que esa era tenebrosa de tribulación estuviera en su
futuro inmediato, lo que les dijo fue prácticamente todo lo contrario: «La
noche está avanzada, y se acerca el día» (v. 12). El kairos de persecución,
penalidades y oscuridad estaba ya bastante «avanzado» (prokopto en el texto
griego, que significa «marchando rápidamente» o «siendo desalojado»). Lo
que es inminente es la luz del día, la consumación definitiva de nuestra
salvación cuando Cristo vuelva para llevarnos a la gloria.
No tenemos idea de cuánta arena queda en la parte de arriba del reloj de la
historia humana. Pero debemos darnos cuenta de que ya han pasado muchos
granos de arena desde que el apóstol Pablo dijo que la luz de un nuevo día
estaba a punto de rayar el alba. ¡Cuánto más urgente es este llamado a la
Iglesia hoy día para mantenernos despiertos!
La oscura noche del dominio de Satanás muy pronto cederá ante la aurora
de la venida de Cristo por los suyos. El apóstol Pablo empleó precisamente la
misma imagen de tinieblas nocturnas y luz del día cuando escribió a los
tesalonicenses:
«Pero acerca de los tiempos y de las ocasiones, no tenéis necesidad,
hermanos, de que yo os escriba. Porque vosotros sabéis perfectamente
que el día del Señor vendrá así como ladrón en la noche; que cuando
digan: Paz y seguridad, entonces vendrá sobre ellos destrucción
repentina, como los dolores a la mujer encinta, y no escaparán. Mas
vosotros, hermanos, no estáis en tinieblas, para que aquel día os
sorprenda como ladrón. Porque todos vosotros sois hijos de luz e hijos
del día; no somos de la noche ni de las tinieblas. Por tanto, no durmamos
como los demás, sino velemos y seamos sobrios. Pues los que duermen,
de noche duermen, y los que se embriagan, de noche se embriagan. Pero
nosotros, que somos del día, seamos sobrios, habiéndonos vestido con la
coraza de fe y de amor, y con la esperanza de salvación como yelmo.
Porque no nos ha puesto Dios para ira, sino para alcanzar salvación por
medio de nuestro Señor Jesucristo.»
—1 Ts. 5:1-9
Dios no nos ha puesto para ira. No nos estamos preparando para la
tribulación que vendrá en el día de la ira. Nuestra esperanza está en la
manifestación repentina de Cristo para llevarnos a la gloria. Despertemos.
Seamos sobrios. Estemos alerta. Nuestra redención está muy cerca.
¡A cambiarse! La aurora que se aproxima indica que ya es tiempo de
cambiar nuestra vestimenta. «Desechemos, pues, las obras de las tinieblas, y
vistámonos las armas de la luz.» Las palabras de Pablo evocan la imagen de
un soldado que ha pasado una noche de juerga y borrachera. Aún vestido con
la indumentaria de su pecado, ha caído en un profundo adormecimiento. Pero
el amanecer se aproxima, ya es tiempo de despertarse, quitarse el atuendo de
las tinieblas nocturnas, y ponerse la armadura de la luz.
El verbo griego que se traduce «desechar» es un término que hacía
referencia a ser arrojado o sacado a la fuerza. Ese vocablo griego se emplea
tan sólo en otras tres ocasiones en el Nuevo Testamento, y en cada caso hace
referencia al hecho de ser expulsado de una sinagoga (Jn. 9:22; 12:42; 16:2).
De modo que el término transmite la idea de renunciar al pecado y
abandonarlo (o al pecador no arrepentido), con vigor y convicción. Pablo está
haciendo un claro llamado a realizar un acto de arrepentimiento. Él quiere
que ellos desechen, expulsen y rompan su compañerismo con «las obras de
las tinieblas». Es la misma expresión que utiliza en Efesios 5:11: «No
participéis en las obras infructuosas de las tinieblas, sino más bien
reprendedlas.»
Pablo emplea con frecuencia la figura de cambiar de vestimenta para
describir la necesidad que tenemos de despojarnos del pecado y del hombre
viejo. «En cuanto a la pasada manera de vivir, despojaos del viejo hombre,
que está viciado conforme a los deseos engañosos» (Ef. 4:22). «Dejad
también vosotros todas estas cosas: ira, enojo, malicia, blasfemia, palabras
deshonestas de vuestra boca. No mintáis los unos a los otros, habiéndoos
despojado del viejo hombre con sus hechos» (Col. 3:8, 9). Nótese que el
despojarse tiene un doble aspecto: puesto que ya nos hemos «despojado del
viejo hombre con sus hechos», también debemos seguir despojándonos de
«todas estas» obras de las tinieblas. La imagen que esto evoca es la de Lázaro
cuando fue levantado de entre los muertos y le fue impartida vida nueva, pero
aún estaba atado por las mortajas del sudario con que fue sepultado y de las
cuales era necesario que se despojara (cp. Jn. 11:43-44).
Por medio de figuras similares, el escritor de Hebreos urge a los creyentes:
«Despojémonos de todo peso y del pecado que nos asedia, y corramos con
paciencia la carrera que tenemos por delante» (12:1). Aquí se muestra al
cristiano como un atleta quien se ha librado de todos los impedimentos para
poder correr ágilmente. Hay muchas cosas que debemos dejar a un lado si es
que vamos a estar preparados para el día venidero. Santiago lo resume
sucintamente: «Desechando toda inmundicia y abundancia de malicia» (Stg.
1:21). Pedro también se hace eco del mismo pensamiento: «Desechando,
pues, toda malicia, todo engaño, hipocresía, envidias, y todas las
detracciones» (1 P. 2:1). ¡A vestirse! Hay otro aspecto del estar preparados
para la manifestación del
Señor. No vamos a estar completamente preparados para el amanecer del
nuevo día a no ser que nos pongamos el atuendo apropiado: «Vistámonos las
armas de la luz... vestíos del Señor Jesucristo» (Ro. 13:12, 14).
De nuevo, la figura corresponde a un soldado que ha pasado la noche de
desenfreno y embriaguez. Llegó dando tumbos a su casa y se quedó dormido
con su vestimenta puesta, arrugada y manchada con las evidencias de su
juerga. El día estaba a punto de romper el alba. Ya era hora de despertarse,
despojarse de la ropa sucia y ponerse algo limpio y dispuesto para la batalla.
La expresión «armas de la luz» hace alusión a una guerra. Aunque el regreso
de Cristo es inminente, esto no nos disculpa para abandonar la batalla. En las
Escrituras no se sugiere una sola vez que el pueblo de Dios tenga que irse a
sentar en un monte en algún lugar para ponerse a esperar el regreso del Señor.
De hecho, desde ahora y hasta su regreso, estamos involucrados en una
batalla «contra principados, contra potestades, contra los gobernadores de las
tinieblas de este siglo, contra huestes espirituales de maldad en las regiones
celestes» (Ef. 6:12). La cercanía del regreso de nuestro Señor no mengua la
seriedad de la batalla. No es hora de aflojar en nuestra diligencia, sino
precisamente de hacer todo lo contrario: debemos enfrentar la batalla con un
vigor renovado al saber que el tiempo es corto. «Por tanto, tomad toda la
armadura de Dios, para que podáis resistir en el día malo, y habiendo acabado
todo, estar firmes» (v. 13).
En otras palabras, no somos soldados que estén fuera de servicio y libres
para empinar el codo y regodearse en los placeres carnales de la vida
nocturna. Estamos de servicio y nuestro General podría aparecer en cualquier
momento. Por lo tanto: «Andemos como de día, honestamente; no en
glotonerías y borracheras, no en lujurias y lascivias, no en contiendas y
envidia» (Ro. 13:13). El cristiano que no está viviendo en santidad y
obediencia de acuerdo a las prioridades celestiales, es un cristiano que no ha
captado la trascendencia del regreso inminente del Señor. Si genuinamente
estamos esperando que nuestro Señor se manifieste en cualquier momento,
esa bienaventurada esperanza debería motivarnos a ser fieles y andar como es
debido, no sea que nuestro Señor vuelva y nos encuentre andando
indebidamente, sin obedecerle ni honrarle. En palabras del mismo Cristo:
«Velad, pues, porque no sabéis cuándo vendrá el señor de la casa; si al
anochecer, o a la medianoche, o al canto del gallo, o a la mañana; para que
cuando venga de repente, no os halle durmiendo. Y lo que a vosotros digo, a
todos lo digo: Velad» (Mr. 13:35-37).
Hay más todavía: «Sino vestíos del Señor Jesucristo, y no proveáis para los
deseos de la carne» (Ro. 13:14). De nuevo, cuando seamos glorificados,
seremos instantáneamente conformados a la imagen de Cristo, semejantes a Él
tanto como sea posible para nosotros como seres humanos. La semejanza a
Cristo es por ende la meta hacia la cual Dios nos está haciendo avanzar (Ro.
8:29). Incluso ahora mismo el proceso de nuestra santificación tiene por
objeto conformarnos a su imagen, y así debe ser. Al ir creciendo en la gracia,
también crecemos en nuestra semejanza a Cristo. Debemos convertirnos en
un reflejo del carácter y la santidad de Cristo, y eso es lo que Pablo quiere
decir cuando escribe: «vestíos del Señor Jesucristo.» Tenemos que procurar
la santificación, seguir a Cristo en nuestra conducta y carácter, dejar que su
mente esté en nosotros y hacer que su ejemplo guíe nuestro andar (Fil. 2:5; 1
P. 2:21).
Pablo comparó su deber pastoral de discipular a los gálatas con padecer
dolores de parto, puesto que laboraba con grandes esfuerzos para que ellos
alcanzaran la semejanza a Cristo: «Hijitos míos, por quienes vuelvo a sufrir
dolores de parto, hasta que Cristo sea formado en vosotros» (Gá. 4:19).
Cuando escribió a los corintios también describió la santificación como el
proceso mediante el cual serían hechos de nuevo a semejanza de Cristo:
«Nosotros todos, mirando a cara descubierta como en un espejo la gloria del
Señor, somos transformados de gloria en gloria en la misma imagen, como
por el Espíritu del Señor» (2 Co. 3:18). En otras palabras, progresamos de un
nivel de gloria a otro al ir avanzando en dirección a la meta final, de modo
que vestirse del Señor Jesucristo es sencillamente un mandamiento a procurar
la santificación (el tema principal de Romanos 12—16).
Cuando Pablo les escribió a los gálatas: «todos los que habéis sido
bautizados en Cristo, de Cristo estáis revestidos» (Gá. 3:27), les quiso decir
en esencia que la santificación comienza con la conversión. Desde el primer
momento en que tenemos fe, somos revestidos de la justicia de Cristo. Eso es
lo que significa ser justificados. En palabras del profeta Isaías: «En gran
manera me gozaré en Jehová, mi alma se alegrará en mi Dios; porque me
vistió con vestiduras de salvación, me rodeó de manto de justicia» (61:10).
Pero ese es apenas el comienzo de lo que significa vestirse de Cristo. La
justificación es un evento que ocurre una vez para siempre, pero la
santificación es un proceso continuo. La orden que dice «vestíos del Señor
Jesucristo» en Romanos 13 es un mandamiento a buscar la santificación a
semejanza de Cristo. La esperanza del regreso inminente de Cristo es por ende
como la bisagra sobre la que gira nuestro entendimiento adecuado de la
santificación.
Revisemos algunos de los textos clave en los que se habla acerca de la
inminencia del regreso del Señor y notemos específicamente qué clase de
deberes prácticos supone esta doctrina para nosotros:
• Resistencia: «Tened también vosotros paciencia, y afirmad vuestros
corazones; porque la venida del Señor se acerca» (Stg. 5:8).
• Bondad: «No os quejéis unos contra otros, para que no seáis condenados;
he aquí, el juez está delante de la puerta» (Stg. 5:9).
• Oración: «Mas el fin de todas las cosas se acerca; sed, pues, sobrios, y
velad en oración» (1 P. 4:7).
• Fidelidad para congregarnos y animarnos mutuamente: «Considerémonos
unos a otros para estimularnos al amor y a las buenas obras; no dejando de
congregarnos, como algunos tienen por costumbre, sino exhortándonos; y
tanto más, cuanto veis que aquel día se acerca» (He. 10:24-25).
• Conducta santa y piadosa: «Puesto que todas estas cosas han de ser
deshechas, ¡cómo no debéis vosotros andar en santa y piadosa manera de
vivir!» (2 P. 3:11)
• Pureza y semejanza a Cristo: «Cuando él se manifieste, seremos
semejantes a él, porque le veremos tal como él es. Y todo aquel que tiene
esta esperanza en él, se purifica a sí mismo, así como él es puro» (1 Jn.
3:2-3).
Estos textos cubren categorías bastante amplias que abarcan todos los
aspectos de nuestra santificación. La esperanza del regreso inminente de
Cristo se constituye en catalizador e incentivo para realizar todas estas cosas,
para que todo fruto del Espíritu, toda virtud cristiana, todo lo que tiene que
ver con la santidad y la semejanza a Cristo, y todas las cosas que pertenecen a
la vida y a la piedad, se hagan una realidad en nosotros.
Por eso es tan importante cultivar una expectación vigilante de la venida
inminente de Cristo. No se trata de que nos obsesionemos con los eventos
que ocurren a diario en el planeta tierra. De hecho, si su interés en el regreso
de Cristo se convierte en una fascinación recalcitrante con todo lo que sucede
en este mundo, es porque usted no ha entendido de qué se trata en realidad. El
conocimiento de la inminencia del regreso del Señor debe hacer que nuestro
corazón se dirija al cielo, «de donde también esperamos al Salvador, al Señor
Jesucristo» (Fil. 3:20).
«Por lo cual, oh amados, estando en espera de estas cosas, procurad con
diligencia ser hallados por él sin mancha e irreprensibles, en paz.»
—2 P. 3:14.

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