Eterna Juventud

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eterna juventud

César Aira
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“L
 os intervalos en mi vida se están haciendo de- 
 masiado largos”, pensaba el jinete mapuche 
 que había detenido su caballo al borde de un 
gran vacío, y miraba sin ver la sucesión de bosques oscu-
ros que se extendía hasta un horizonte poblado de figuras
diminutas. Él era uno más de esos hombrecitos recorta-
dos en distancias elásticas, yendo y viniendo a las órde-
nes de los capitanejos, esperando emboscadas, propias o
ajenas. ¿Lo estarían disfrutando de verdad sus congéne-
res, o sólo lo simularían? En su caso no era ni una cosa
ni la otra. Aun breves, aun pretendiéndose instantáneas
como el relámpago, estas guerras se prolongaban más de
lo que le habría gustado. Claro que el suyo era un gusto
exigente, de connaisseur del Tiempo. Desde el momento

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en que concebía un hecho como una interrupción, no
podía querer otra cosa sino que cesara. En realidad es-
tas pequeñas guerras no eran tan interminables como
se le hacían a él; la sensación podría deberse al carác-
ter ligeramente ficticio que tomaban en su desarrollo.
Los contrincantes se buscaban sin encontrarse por los
dédalos de la espesura, libraban batallas a distancia, 
se adivinaban y se perdían al azar de las desbandadas.
Menudeaban las alarmas innecesarias, las persecucio-
nes de nadie, el griterío por el griterío mismo.
Por suerte su tío, el mariscal de opereta de esas cam-
pañas que más parecían ejercicios intelectuales, se abu-
rría antes que sus guerreros y entonces se transportaban
a toda carrera de regreso al seno de las montañas, que
sobre su sobrino ejercían tanta atracción. Mientras tanto,
no tenía más remedio que seguirle la corriente. “Pacien-
cia”, se decía. El caballo hiperventilaba dando pequeños
golpes de casco en el musgo de los escalones patagónicos.
El silencio se prolongaba. Se había apartado de la compa-
ñía con la excusa de localizar focos demoníacos, pero fue
lo que menos hizo. El motivo que se daba a sí mismo era
que quería pensar, pero de eso hizo menos todavía. La
distancia se extendía ante él en volúmenes transparentes.
Si hubiera existido entonces el concepto de paisaje, lo ha-
bría encontrado admirable. Como un toldo en el que su
dueño se afanara en mantener todo impecable, lustra-
ra con cera las boleadoras, frotara los cueros, pusiera los
amuletos en fila e hiciera pirámides con los piñones, así
la Naturaleza, eficiente dentro del desorden que no podía

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impedir en el corto plazo, frotaba y lustraba el paisaje
con sus delicadas manos de oxígeno. Prevalecía un suave
gris, producto de uno de los eclipses tan frecuentes en
esa región. El viento se alejaba. El jinete salió del impasse
con un suspiro. En fin. No debía de ser el único que es-
peraba que la guerra terminara y quedaran en el olvido
sus grandes tedios.
Unos caballitos delgados, a lo lejos, negociaban con
elegancia los pasadizos entre bosque y bosque. Los mon-
taban guerreros reales a los que la distancia despojaba
de tamaño y velocidad. De sus contornos mínimos es-
capaba la luz de la niebla sobre los lagos. Seguramente
llevaban cualquier otra intención, pero parecía el cortejo
de acompañamiento de un gran pájaro de espumas ne-
gras que se bamboleaba abriendo y cerrando las alas y la
cola, caminando con la torpeza del ave que sólo era ágil
y majestuosa en el cielo. El eco muy apagado traía gri-
tos agudos, y la marcha coruscante de las cabalgaduras,
bajo una mirada más atenta, se revelaba el perfil de dos
caballos enfrentados enredando sus patas delanteras.
No era un cortejo sino una escaramuza, la última del
día. El pájaro negro, calculó por experiencia, debía de
ser Cafulcurá desenrollando sus ponchos que siempre le
impedían entrar en liza a tiempo.
El jinete solitario de la cornisa contemplaba la escena
con desaliento. Cómo podía haber indios, se preguntaba,
que se divirtieran con eso. Sin contar con que alguien po-
día salir herido. Emprendió el descenso a paso lento, cal-
culando que llegaría al campamento al mismo tiempo que

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la compañía, si a los guerreros reales no los demoraban
más de la cuenta esos episodios imaginarios. Aunque ha-
blar de guerreros, y dotarlos de realidad, ya era una proeza
de la imaginación. Los mapuches, en la etapa de su vida
cordillerana, no tenían la disciplina ni la organización del
espíritu militar. Precursores del ocio, cazadores remisos y
de mala gana cuando apretaba el hambre, las operaciones
nacionales no podían ser más ajenas a su espíritu. El jo-
ven jinete iba a su encuentro con la resignación del hábito
y a sabiendas de que no era tan distinto de ellos, y que su
individualismo podía no ser más que una jactancia.
El individualismo estaba implícito en su nombre, que
en lengua mapuche significaba Juventud Eterna. Nom-
bre tan positivo y optimista como poco realista. Aunque
era joven (ya no tanto) no lo sería durante toda su vida,
y la invocación a la Eternidad era una fanfarronada in-
necesaria. Sus padres habían querido proveerlo de un
nombre talismán que lo acompañara en el arduo trán-
sito de la vida salvaje. Pero como solía suceder con los
nombres propios, la costumbre diluía el significado y
quedaba la denominación de la persona nada más, como
si se llamara Pedro o Juan. Era sobrino de Cafulcurá,
hijo de una de las hermanas del viejo cacique, y le ha-
bría correspondido un voto en el Consejo de Guerra, si
se hubiera molestado en asistir a las reuniones. Pensó
vagamente en hacerlo la próxima vez, y tratar de disua-
dir al tío y sus secuaces de sus locas movilizaciones.
Esto sucedía en las eras semilegendarias en que los
mapuches vivían en la cordillera, antes de que Cafulcurá

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emprendiera la aventura imperial que lo llevaría a las
pampas argentinas y a un contacto más cercano, y deci-
didamente más conflictivo, con el hombre blanco. Esta
época sería recordada como un dorado intervalo de paz
y prosperidad, en los bosques y lagos y los laberintos de
basalto, al pie de una majestuosa profusión de volcanes.
Pero a ese intervalo no le faltaban intervalos a su vez.
Mientras que la convivencia con los primos huiliches y
hasta con los intratables tehuelches era pacífica, los vo-
rogas, a cuyos cantos de sirena se debería el tránsito al
Este en el futuro, los invitaban a frecuentes expediciones
de guerra. Cafulcurá no rechazaba ninguna, y era el pri-
mero en desempolvar la chuza. Desoía los consejos de la
familia y las machis, todos de acuerdo en que a su edad ya
no estaba para cabalgatas y trasnochadas. Poseo, decía, la
irónica certidumbre de sobrevivir. No es que corriera mu-
cho peligro, en esas batallas de juguete que las más de las
veces se resolvían en ecos. Pero el solo hecho de extraer-
se de la soñolienta rutina de la toldería lo predisponía a
la tendinitis y el orzuelo. No había modo de disuadirlo.
Decía que se aburría de no hacer nada. La experiencia
parecía no haberle enseñado que es vano confiar en que
el mañana va a proveer entretenimientos.
Este gran intervalo agujereado por pequeños y moles-
tos intervalos se había prolongado por siglos. Algunas co-
sas se habían vuelto leyenda. A la realidad se la llevaba
el tiempo, y el presente se volvía puras equivalencias y
alegorías. Los intervalos mismos eran espejismos de la
duración. El engaño era moneda corriente. Los humanos

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estaban expuestos a la sorna eterna del cielo. Los mapu-
ches no eran la excepción, salvo que ellos también caían
en la ley de las equivalencias y alegorías.
En el camino de regreso tuvo que soportar el ataque
de uno de los demonios que soltaba el enemigo. No hizo
nada para espantar al proyectil fantástico. Encontraba ri-
dícula en sumo grado la gesticulación a la que inducían,
los molinetes de brazos, el instintivo hundimiento de la
cabeza en los hombros, los redireccionamientos de las
vértebras, y sobre todo las miradas alarmadas barriendo
un espacio inofensivo. Era un protocolo al que sus com-
pañeros se prestaban sólo para mantener la comedia en
marcha. El demonio era un núcleo oscuro flotante, uno
de los tantos objetos gaseosos más livianos que el aire.
La administración de los vientos en la atmósfera inferior
les daba entidad. Las transformaciones del endriago eran
interminables, fascinaban y distraían por igual, en las su-
cesivas etapas de su hervor. Se decía que los demonios
lo podían todo, menos existir. Podían abrazar al indio
sobre el que caían como mil serpientes, o rociarlo como
una ducha de un millón de gotas de aceite gris. Sus movi-
mientos se extinguían en diversas inmovilidades. Había
quienes afirmaban que no eran más que el pelo largo que
alborotaba el aire cuando el caballo tomaba velocidad.
El demonio que lo había atacado al desvanecerse se se-
paró en fragmentos de formas intrincadas; esos demonios
no se engendraban solos, eran una especie de artefacto;
a éste habría tenido que armarlo alguien, en mil horas
de labor paciente, haciendo coincidir todas sus partes,

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como un rompecabezas intangible. El esfuerzo y tiempo
que debía costar ese ensamblado eran de los que cansan
de sólo pensarlo. Pero lo hacían igual, seguramente por
no tener nada mejor que hacer. Y ni siquiera quedaban
restos, porque los demonios eran descartables, servían
una sola vez, durante unos segundos apenas. Aunque
decir que servían era casi una exageración generosa: no
servían para nada, desde que habían dejado de asustar.
Eterna Juventud, muy sensibilizado al uso del tiempo, se
deprimía de puro pensarlo. Ya bastante había de efímero
en la vida y el mundo para encima producir fugacidades
artificiales e innecesarias. En ese sentido, y quizás sólo
en ése, era un decidido materialista. Su inclinación na-
tural lo había llevado al objeto sólido y tangible. Por eso
ahuyentaba las ideas no bien empezaban a formarse en su
cabeza: eran el humo que ocultaba los volúmenes reales
de los objetos. Una idea valía menos que cualquier cosa
que pudiera alzarse del suelo o descolgarse de un árbol.
Sus connacionales, soñadores imprácticos, no pensaban
como él, lo deducía de la fruición con que se dejaban
arrastrar a la acción, que era la forma en que se manifes-
taba el pensamiento cuando se lo tomaban en serio. Y la
acción, todo lo que pasaba, por ejemplo estas guerras que
tanto los excitaban, también se deshacía en sus innume-
rables episodios, que no se podían volver a armar para
hacer otras historias.
Su estado de ánimo se había agravado levemente. La
inutilidad de todo lo que sucedía en los picnics bélicos
lo llenaba de desazón. No era insensible a las bellezas

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naturales que le salían al encuentro, todo lo contrario.
Su sensibilidad afinada por el trato cotidiano con objetos
pequeños le daba la capacidad de apreciar los encantos
verdes de lo austral, los camarines que habitaba la flor,
el espejo de los lagos. Otros habrían pagado sin regatear
el precio de una guerra para tener el privilegio de esas
contemplaciones. Pero él había superado el gusto innato
que tenía por objeto las bellezas naturales, el perfume de
la flor o el trino del pájaro; había accedido al estadio de
los gustos adquiridos, y no había vuelta atrás.
Las legiones de demonios alados con las que atacaban
los vorogas salían de las profundidades del inconsciente
colectivo de una raza proclive a las más sombrías supers-
ticiones. Pese al trabajo que daba confeccionarlos, esos
volantines de guerra eran seres imperfectos, creados por
una imaginación que no había tenido la constancia de lle-
var a término su trabajo. Pero sus defectos, y su temible
falta de eficacia, no les quitaban presencia: a la velocidad
del rayo podían extraerse de un soplo de aire y clavarse
en el punto central de la pupila del enemigo. Sus alas
desplegadas eran de un negro transparente, a la vez per-
fectamente negro y perfectamente transparente; a través
de ellas habrían podido verse las constelaciones a pleno
día, si no hubieran pasado tan rápido. La horrible jeta del
demonio, mezcla de caballo y rata, los ojitos vaciados, la
cresta de cintas con pegamento, todo el conjunto aterrori-
zante delataba la fantasía pueril del indio, que no concebía
que se pudiera asustar con la belleza. Un millón de esos
monstruos ocupaban el aire, volaban más rápido que el 

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más rápido de los pájaros, y los acompañaba un millón
de chillidos lejanos, el sonido separado de la visión. Que
no existieran no les impedía andar volando por todas par-
tes. En las regiones inexploradas de la precordillera las
grandes serpientes de la Nada silbaban día y noche, crean-
do avenidas de silencio para que circularan los hombres.
Las pequeñas guerras que emprendían, casi como contra-
tos llenos de cláusulas en jeroglíficos, eran arranques de
ilusoria autodeterminación de muñecos. Los musgos y los
líquenes, envueltos en las gasas de la niebla, proferían el
dolor eterno de lo vegetal.
El escepticismo de los mapuches los dejaba inermes
ante los seres fantásticos que ponían en juego los voro-
gas. Lo que a priori habría parecido una ventaja era todo
lo contrario en los hechos. Si hubieran creído en esas pin-
torescas patrañas habrían tenido con qué responderles,
por ejemplo con el terror. La cansada indiferencia que no
tenían más remedio que ofrecerles hacía que demonios y
lechiguanas proliferaran y se multiplicaran, como causas
sin efecto. La incredulidad les venía de arriba. Cafulcurá
había fundado su poder en el rechazo de las teofanías;
sobre este rechazo había levantado una incalculable cla-
sificación de la realidad. Y si bien la realidad podía pro-
ducir algunos éxtasis específicos, limitaba la inteligencia
a lo que se podía nombrar. Aunque salvajes, los indios no
ignoraban que la lengua era un sistema convencional de
signos que adoptaba una comunidad, no algo que se daba
naturalmente. Ya fuera por ese resto de lo salvaje llamado
nacionalismo, ya por otro motivo, tenían a su idioma,

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el mapuche franco, por el más completo. Se les antojaba
que todos los demás dejaban cosas sin nombre, márgenes
afantasmados del mundo por los que resbalaban hacia
la guerra, la pobreza y el autoescarnio. La contracara de
esta vanidad era cargar con un voluminoso diccionario
(metafóricamente) que hacía peso sobre la conciencia.
Era una carga de realismo. El hipotálamo y la improvisa-
ción libre hacían pagar caras sus prestaciones.
Legiones de demonios alados cubrían el cielo cuando
se desataba la contienda, como un manto de sombra. La
Naturaleza entera se ofendía de la intrusión, las conduc-
tas inmemoriales de los animales se alteraban, reinaba
el sobresalto. Los pájaros y los insectos huían chillando,
las ranas viraban al rojo, el agua se desintegraba. Los
guanacos elegían a su rey, renunciando a su natural
anarquía, y el rey elegía a sus visires. Las hormigas se
metían bajo tierra, las liebres corrían carreras, los ani-
malitos acorazados embestían a ciegas. La fragilidad del
sistema general quedaba a la vista. Se lo tomaban con
soberana indiferencia, pero alguna vez deberían pregun-
tarse si no estaban jugando con fuego.
Como lo había calculado, llegó al punto de encuentro
junto con la partida. Recibió la buena noticia de que el ca-
cique, afectado por una molestia en el pie (cosa nada rara
en él) daba por concluida la campaña; al día siguiente
emprendían el regreso a la toldería. Beneficio marginal:
como saldrían al amanecer, para llegar de día, debían
dormirse temprano, y se ahorraban la prolongada velada
de bebida y cantos. Se les fueron uniendo otros grupos

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que se habían dispersado por un motivo u otro, hasta que
los mil quedaron reunidos alrededor de los alegres fuegos
de espinillo, y tras una cena frugal tendieron los ponchos
y se durmieron. Los incorregibles vorogas seguían man-
dando demonios, que giraban ociosos entre las estrellas.
Bastaba el chistido de un búho para que sus formaciones
se desbandaran.

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