La Casona Del Diablo1 PDF

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Ahí en el callejón de los excesos está la casona del Diablo.

En sus pasillos rondan


tranquilas personas sabías e interesantes. Llenas de historia y carisma. Por el
callejón de los excesos, se hace tarde tan temprano que el sol por ahí nunca se
aparece, en esa casa el vino no adormece y la compañía es la mejor adicción que
hay.

Era una casa vieja. Tres pisos con muros tristes, luces tenues y ventanas sucias.
El edificio había sido ya testigo de todo. Guardaba sueños, momentos y vidas.

Recién había llegado a la ciudad, era una noche taciturna y perfumada por la
fresca lluvia de la tarde. Vagaba como hipnotizado vigilando cada detalle en las
calles. Las luces cálidas, los adoquines húmedos, el cielo oscuro. Los callejones y
las casas que parecían como salidas de un cuento de hadas.

Iba sin rumbo, como casi siempre. Un sutil olor a café hizo que mi mirada se
desviara hacia un callejón todavía inexplorado por mí. Caminando despacio,
contando los adoquines y jugando a no pisar las rayas en el suelo, me topé con la
casa-

Una entrada ascendente con unas escaleras preciosas. Bañadas por una dorada
luz, adornadas con telas que caían del techo. Mientras subía me daba una
sensación extraña en el estómago. Ya por fin en el recibidor de la casa vieja divisé
por encima de mí un candelabro de antaño. Justo enfrente de mí unas escaleras, y
los costados, dos habitaciones.

Me dirigí a la de la izquierda. Estaba lleno de pinturas y botellas. Me sentí muy


acogido. Como si antes ya hubiera estado ahí. Seguí caminando, dejé mi
sombrero y me quité la gabardina. El barman se acercaba a mí con un menú y un
cenicero.

- Buenas noches, señor. En seguida lo atiendo.

- Gracias - contesté al momento.


Los tragos tenían nombres de artistas y escritores. Ordené un café. Doble
espresso. Curioso como un gato comencé a recorrer la antigua casa. Veía las
pinturas, las paredes, las cortinas. Era un lugar con personalidad de artista.

En la mesa del rincón había un personaje muy curioso. Su única compañía era
una botella de Mezcal en la mesa. Dispuesto a conocerlo caminé hacia él y con un
ademán me invitó a sentarme en su mesa. Sin previó aviso comenzó a hablarme.

- Suponiendo que de esta ciudad se tratase, hablamos entonces de mujeres


que ya no quieren ser princesas, aquellas niñas que atormentadas crecen ahora
como guerreras y aquellos hombres que en su desesperación atormentada lo
único que hacen es buscar un navío de la fuerza armada en un vaso de mezcal.
La muerte hoy día deambula y se pasea por las calles en patrullas y blancas
ambulancias y lo único que tenemos delante, es el tiempo.

Su elocuencia era abrumadora. Mi silencio ante su repentina intervención hizo que


me sintiera avergonzado.

- Permítame decirle que es usted muy pasional. ¿De dónde es?

- Ha pasado tanto que ya se me olvidó. De algún lugar, seguramente.

- Claro que respeto su silencio.

- ¡Roberto! -gritó de pronto – Trae un vaso para nuestro amigo y otra botella
de mezcal.

Mientras me servía un trago retomó la palabra a la par que yo sacaba un cigarrillo


de la caja.

- ¿A qué se dedica usted joven?

- Ja! En estos días solamente a pintar depresivos cuadros y a vaciar botellas.

- Así que, es usted artista.


- Pretendo serlo

- Lo entiendo. A mí me gusta crear novelas. Hace un momento, antes de que


usted llegara estaba tratando de escribir. Que no es lo mismo que escribiendo.

Tomó de un golpe todo su vaso y le dio la vuelta. Un par de gotas cayeron sobre la
mesa de madera oscura.

La plática tomó un rumbo interesante. Hacía años que la conversación no me


atrapaba de esa manera. Por poco me olvidaba que lo que estaba tomando no era
agua o café, sino mezcal. Llevaba tres tragos, pero el vino parecía no hacer el
menor efecto. En ninguno de los dos. Entidades llegaban, pero no se iban. La
música acariciaba el oído y el tiempo parecía no avanzar.

Un joven se paró y comenzó a tocar un piano pequeño en una esquina. Detuvimos


un momento la plática para escuchar el rozar de sus dedos en las teclas.

- ¿Quieres conocer el resto de la casa?

- Por supuesto – exclamé.

Subimos por una oscura escalera hacia el segundo piso. En él, encontré una
alfombra roja que conducía a un profundo negro aterciopelado. Al entrar en la
habitación había a la distancia otra barra. Alumbrada por una débil tercia de
lámparas de segunda mano.

Un par de mesitas pequeñas, con velas en el centro y unos sillones rojos. Justo en
la esquina izquierda sobre un banco alto, yacía la figura de un hombre encorvado.
Cabello semi largo y a su alrededor un velo de humo que se perdía con la poca
luz.

En ese momento entendí que mi amigo, basto de elocuencia, era probablemente


el dueño de la casona. Puesto que entró por detrás de la barra y tomo un par de
vasos y una botella.
- Aún no me ha dicho su nombre – atiné a decirle cuando se acercaba de
nuevo a mí

- De nada servirá, cada noche tengo uno distinto.

Cuando mis ojos por fin se acostumbraron a la oscuridad pude ver que había más
gente con nosotros. Todos con la actitud del hombre en la barra. Cabizbajos,
encorvados y con la mirada perdida. “El cabaret de los sueños rotos” pensé.

Esa noche ha sido mi mejor escuela, mi peculiar amigo me obligo a mirarme el


alma. De su enervante sabiduría aprendía, de su paz me alimentaba, su porte lo
imitaba.

Finalmente subimos por la última sección de las escaleras hacía el último de los
cuartos de la casa. Era un amplio salón en el que vivía mi peculiar amigo. De
pronto como un rayo, sentí en la espalda un frío incesante que me llegaba a la
médula. Un crescendo de latidos se apoderaba de mí.

Ese porte. Esos ojos. Era él en persona. Un vertiginoso, elocuente y elegante


sigilo. Una habitación oscura. Una habitación cálida. Una divinidad entre lo
mundano.

- Es momento de que te vayas. Todos aquellos que vienen han encontrado


refugio y pilar en mis muros. Se distraen de su irremediable desgracia. Pero si te
marchas antes de que las luces toquen la tierra no tendrás que quedarte para
siempre.

Titubeando sin atreverme a mirarlo a los ojos, nauseabundo por primera vez en
toda la noche y aturdido lo escuchaba. Tomó mi hombro y me dijo:

- Tranquilo, has sido una agradable compañía. Siempre habrá lugar en esta
casa, para aquellos que lo necesiten.
Guiñó su ojo y tomo de su copa. Dio media vuelta admirando una pintura de
Cabanel. Salí corriendo de ahí. Bajé impresionantemente rápido las escaleras y al
atravesar la puerta me desmayé.

Desperté en un callejón, desorientado y con tres personas mirándome. Me había


caído mientras jugaba y había estado dormido 3 minutos. Pero sabía que no había
sido una ilusión macabra o un espejismo cruel. Y no lo era.

Desde entonces, todas las noches, en el callejón de los excesos me adentro en la


casona del diablo a reírme de la vida y buscar navíos en un vaso de mezcal.

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