Tertulia Novela
Tertulia Novela
Tertulia Novela
El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria
Ocampo, que se excusó diciéndome: “Estamos medio fundidos, no tenemos
un cobre partido por la mitad”. Qué auténtica me pareció entonces esa frase
de Oscar Wilde: “Hay gente que se preocupa más por el dinero que los
pobres: son los ricos”. Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta del
Querandí —el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con
Gombrowicz—, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre
las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar,
tanta era mi vergüenza.
Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos
ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con
aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la
sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando
todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la
Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien
plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada
ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó
rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos,
amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por
encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera,
en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el
jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos
incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.
Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre
burlado y rechazado por las llamas. Sabía que, cuando regresase al cuartel.
Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando
en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado.
Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa retenida aún en la oscuridad por sus
músculos faciales. Esa sonrisa nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta
donde él podía recordar.
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo
por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo
que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se
inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en
el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los
peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía
sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en
nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel
rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se
asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una
vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de
Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la
Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco
de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal
abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas
y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos
encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados
junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero
sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos
se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa
por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente
un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en
un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo.
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes
de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta
del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en
la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este
paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los
coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta
alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba
paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene
que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos
existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una
de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la
expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero
enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio
está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se
le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un
bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya
quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones
que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el
parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos
conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia
donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está
dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los
movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente,
como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en
penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado
de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido
de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo
de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido
siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el
suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho
nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo
tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer
en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la
muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas
con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un
mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un
foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba
junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas
de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque
el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el
rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino
había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para
morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal
vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.
Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo Piovasco de Rondó, mi hermano,
se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos
en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las espesas
ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia por tradición se
sentaba a la mesa a aquella hora, a pesar de estar ya difundida entre los nobles la
moda, procedente de la poco madrugadora Corte de Francia, de comer a media
tarde. Recuerdo que soplaba viento del mar y las hojas se movían. Cósimo dijo:
«¡He dicho que no quiero y no quiero!», y rechazó el plato de caracoles. Nunca se
había visto una desobediencia tan grave.
En la cabecera estaba el barón Arminio Piovasco de Rondó, nuestro padre,
con peluca sobre las orejas a lo Luis XIV, anticuada como tantas cosas suyas. Entre
mi hermano y yo se sentaba el abate Fauchelafleur, limosnero de nuestra familia y
preceptor de nosotros dos. Delante teníamos a la generala Corradina de Rondó,
nuestra madre, y a nuestra hermana Battista, monja doméstica. En el otro extremo
de la mesa, frente a nuestro padre, se sentaba, vestido a la turca, el caballero
abogado Enea Silvio Carrega, administrador e hidráulico de nuestras haciendas, y
tío natural nuestro, como hermano ilegítimo de nuestro padre.
En los viejos, viejos tiempos, cuando los seres humanos aún
hablaban en otras lenguas, completamente diferentes, ya existían grandes y
espléndidas ciudades en los países cálidos. En ellas se levantaban los palacios
de reyes y emperadores, había calles anchas, callejones estrechos y callejuelas
intrincadas, se alzaban templos magníficos con estatuas de dioses de oro y
mármol; había mercados multicolores donde se ofrecían mercancías de todos
los rincones del mundo, y plazas bellas y espaciosas en las que los ciudadanos
se reunían para comentar las novedades y pronunciar o escuchar discursos. Y,
sobre todo, había grandes teatros.
Estos tenían un aspecto similar al de los circos actuales, salvo que
estaban construidos en su totalidad con sillares de piedra. Las filas de asientos
para los espectadores estaban dispuestas de manera escalonada, una encima
de la otra, como en un gigantesco embudo. Vistas desde arriba, algunas de
estas edificaciones tenían una forma redonda, otras más bien ovalada, y otras
en cambio formaban un amplio semicírculo. Se las llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un estadio de fútbol, y
otros más pequeños, en los que solo cabían unos pocos centenares de
espectadores. Había algunos suntuosos, engalanados con columnas y figuras, y
otros que eran sencillos y carecían de adornos. Los anfiteatros no tenían
tejado, todo se desarrollaba a cielo abierto.
El 8 de diciembre de 1915, Meggie Cleary cumplió cuatro años. Su
madre, cuando hubo retirado los platos del desayuno, puso en sus brazos un
paquete envuelto en papel de embalar y le dijo que saliese fuera. Y Meggie se
acurrucó detras de una aulaga próxima a la puerta de entrada y empezó a tirar
del papel con impaciencia. Sus dedos eran torpes, y el envoltorio, resistente.
Olía un poco a los grandes almacenes de Wahine, y esto le reveló que, fuera
cual fuese el contenido del paquete, había sido milagrosamente comprado, no
regalado o confeccionado en casa.
Algo fino y de un color dorado opaco empezó a asomar por uno de los
ángulos; en vista de lo cual, rasgó más de prisa el papel, arrancándolo en
largas e irregulares tiras.
—¡Agnes! ¡Oh, Agnes! —dijo, conmovida, pestañeando ante la muñeca
que yacía en su destrozado envoltorio.
Aquello era un verdadero milagro. Sólo una vez en su vida había estado
Meggie en Wahine; la habían llevado allí en mayo, por haberse portado bien.
Sentada en el calesín, al lado de su madre, muy modosita, estaba demasiado
emocionada para ver o recordar gran cosa. Sólo la imagen de Agnes había
quedado grabada en su mente; la hermosa muñeca sentada en el mostrador
de la tienda, con su falda hueca de satén color rosa y toda llena de adornos de
encaje claro. Allí mismo y en el acto, la había bautizado mentalmente: Agnes;
el único nombre, entre los que conocía, lo bastante distinguido para aquella
preciosa criatura.
Hay una leyenda sobre un pájaro que canta sólo una
vez en su vida, y lo hace más dulcemente que cualquier otra
criatura sobre la faz de la tierra. Desde el momento en que
abandona el nido, busca un árbol espinoso y no descansa hasta
encontrarlo. Entonces, cantando entre las crueles ramas, se
clava él mismo en la espina más larga y afilada. Y, al morir,
envuelve su agonía en un canto más bello que el de la alondra
y el del ruiseñor. Un canto superlativo, al precio de la
existencia. Pero todo el mundo enmudece para escuchar, y Dios
sonríe en el cielo. Pues lo mejor sólo se compra con grandes
dolores... Al menos, así lo dice la leyenda.
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece.
Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por
burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas
de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez
para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un
cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba
pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un
metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años
con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se
dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No
funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante
las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la
Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus
treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo
derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo,
frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde
el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le
siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA,
decían las palabras al pie.
Nacieron para alimentar a los pájaros de otro mundo. Nadie viajó tan lejos para
encontrar su propia tumba. Buscando el oro de los alquimistas hallaron en su camino los reinos
del Sol. De grutas de esmeraldas vieron volar escarabajos rituales, iguanas detenidas en los
árboles batian antes ellos colas como látigos, ciénagas verdes de limo abrían de repente hileras
de colmillos. Tuvieron que encontrar palabras nuevas para nombrar el mar, el rio y el desierto,
porque otra ballena marina les mostró sus ballenas, otra serpiente sucia de desastres los llevó
bajo interminables días de lluvia, y otros arenales los fueron sacando hasta que al final no eran
más que esqueletos con ojos, rezando en latín a cielos pedregosos.
Buscando sus miedos de fábula, sólo sabían hallar en la selva las bestias que traían en
sus entrañas. Reconocieron su propia inclemencia en los jaguares, su hambre en el aliento
dulzón de los guíos, su envidia en la azorada rivalidad de los pájaros. Y fueron como inventos de
su fiebre las torres babilónicas de las termitas, los ejércitos de arrieras embanderadas de verde
que devoran en horas un árbol, las diosas bestiales que amamantan sus crías entre las raíces del
mangle.
No sabían que las armas más poderosas que les había dado su Dios no eran los
caballos obedientes ni los perros fornidos y sanguinarios ni los cañones que escupen el trueno,
sino sus propios estornudos esparciendo la gripa y sus abrazos enfermos que hacían despertar
en llagas a los cuerpos desnudos. Mucho antes de su llegada a las aldeas ya la pulmonía que
trajeron había arrasado provincias enteras y la viruela negra volvía pobredumbre viviente los
cuerpos de los indios. Por eso su llegada fue vista con terror antes de que se conocieran sus
intenciones, antes que la maldad de las almas confirmara la pestilencia de los cuerpos.