Tertulia Novela

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Vive Tu Biblioteca Escolar

Las novelas que nos marcaron

No existe la fórmula perfecta para un buen inicio de


novela, pero seguro recuerdas el principio de algún
libro que te atrapó al instante, como si de un flechazo
literario se tratara.

Seguro que mientras has leído algún libro has


apuntado en un libro de notas algunas frases. Y es que
la lectura nos hace reflexionar, y nos ha dado durante
años la posibilidad de conocer a grandes escritores.

La lectura es un momento de auténtico relax,


cualquier momento es bueno para un rato de
desconexión, creatividad y comenzar una buen libro.
Los libros cuentan historias que nos trasladan a
lugares espectaculares e inimaginables.
Muchos años después, frente al pelotón de fusilamiento, el coronel
Aureliano Buendía había de recordar aquella tarde remota en que su padre
lo llevó a conocer el hielo. Macondo era entonces una aldea de veinte casas
de barro y cañabrava construidas a la orilla de un río de aguas diáfanas que
se precipitaban por un lecho de piedras pulidas, blancas y enormes como
huevos prehistóricos. El mundo era tan reciente, que muchas cosas carecían
de nombre, y para mencionarlas había que señalarlas con el dedo. Todos los
años, por el mes de marzo, una familia de gitanos desarrapados plantaba su
carpa cerca de la aldea, y con un grande alboroto de pitos y timbales daban
a conocer los nuevos inventos. Primero llevaron el imán. Un gitano
corpulento, de barba montaraz y manos de gorrión, que se presentó con el
nombre de Melquíades, hizo una truculenta demostración pública de lo que
él mismo llamaba la octava maravilla de los sabios alquimistas de
Macedonia. Fue de casa en casa arrastrando dos lingotes metálicos, y todo
el mundo se espantó al ver que los calderos, las pailas, las tenazas y los
anafes se caían de su sitio, y las maderas crujían por la desesperación de los
clavos y los tornillos tratando de desenclavarse, y aun los objetos perdidos
desde hacía mucho tiempo aparecían por donde más se les había buscado, y
se arrastraban en desbandada turbulenta detrás de los fierros mágicos de
Melquíades. «Las cosas tienen vida propia —pregonaba el gitano con áspero
acento—, todo es cuestión de despertarles el ánima.».
Había una vez…
—¡Un rey! —dirán de inmediato mis pequeños lectores.
No, niños, están equivocados. Había una vez un pedazo de madera.
No era una madera de lujo, sino un simple pedazo de leña, de esos que durante el
invierno se meten en las estufas y en las chimeneas para encender el fuego y calentar las
habitaciones.
No sé cómo sucedió, pero el hecho fue que un buen día este pedazo de madera
apareció en la tienda de un viejo carpintero cuyo nombre era Antonio, pero a quien
todos llamaban maestro Cereza, porque la punta de su nariz siempre estaba lustrosa y
rojiza como una cereza madura.
Apenas el maestro Cereza vio ese pedazo de leño, se emocionó y, frotándose las
manos de la felicidad, murmuró a media voz:
—Este pedazo de madera apareció justo a tiempo: quiero hacer con él la pata de
una mesa.
Dicho esto, tomó entre sus manos un hacha afilada y comenzó a pulirlo y a
desbastarlo; pero en el momento en que iba a dar el primer hachazo, se quedó con el
hacha suspendida en el aire, porque oyó el hilo de una voz que le rogaba:
—¡No me vaya a golpear muy fuerte!
Ante esta petición, imagínense cómo quedó el buen hombre del maestro Cereza.
Repasó con la mirada toda la habitación tratando de descubrir de dónde había salido esa
voz, y no vio a nadie; buscó debajo de la silla, y nada; buscó dentro del armario que
siempre estaba cerrado, y nada; buscó entre la viruta y el serrín, y nada; abrió la puerta
de la tienda para echar una mirada a la calle, y nada. ¿Será que…?
—¡Claro! —dijo entonces riendo y rascándose la peluca—. Me he imaginado la
voz. Retomemos el trabajo.
En el siglo XVIII vivió en Francia uno de los hombres más geniales y abominables
de una época en que no escasearon los hombres abominables y geniales. Aquí
relataremos su historia. Se llamaba Jean-Baptiste Grenouille y si su nombre, a diferencia
del de otros monstruos geniales como De Sade, Saint-Just, Fouchè Napoleón, etcétera,
ha caído en el olvido, no se debe en modo alguno a que Grenouille fuera a la zaga de
estos hombres célebres y tenebrosos en altanería, desprecio por sus semejantes,
inmoralidad, en una palabra, impiedad, sino a que su genio y su única ambición se
limitaban a un terreno que no deja huellas en la historia: al efímero mundo de los olores.
En la época que nos ocupa reinaba en las ciudades un hedor apenas concebible
para el hombre moderno. Las calles apestaban a estiércol, los patios interiores apestaban
a orina, los huecos de las escaleras apestaban a madera podrida y excrementos de rata,
las cocinas, a col podrida y grasa de carnero; los aposentos sin ventilación apestaban a
polvo enmohecido; los dormitorios, a sábanas grasientas, a edredones húmedos y al
penetrante olor dulzón de los orinales. Las chimeneas apestaban a azufre, las curtidurías,
a lejías cáusticas, los mataderos, a sangre coagulada. Hombres y mujeres apestaban a
sudor y a ropa sucia; en sus bocas apestaban los dientes infectados, los alientos olían a
cebolla y los cuerpos, cuando ya no eran jóvenes, a queso rancio, a leche agria y a
tumores malignos. Apestaban los ríos, apestaban las plazas, apestaban las iglesias y el
hedor se respiraba por igual bajo los puentes y en los palacios. El campesino apestaba
como el clérigo, el oficial de artesano, como la esposa del maestro; apestaba la nobleza
entera y, si, incluso el rey apestaba como un animal carnicero y la reina como una cabra
vieja, tanto en verano como en invierno, porque en el siglo XVIII aún no se había atajado
la actividad corrosiva de las bacterias y por consiguiente no había ninguna acción
humana, ni creadora ni destructora, ninguna manifestación de vida incipiente o en
decadencia que no fuera acompañada de algún hedor
Esta era la inscripción que había en la puerta de cristal de una tiendecita, pero
naturalmente sólo se veía así cuando se miraba a la calle, a través del cristal, desde el
interior en penumbra.
Fuera hacía una mañana fría y gris de noviembre, y llovía a cántaros. Las gotas
correteaban por el cristal y sobre las adornadas letras. Lo único que podía verse por la
puerta era una pared manchada de lluvia, al otro lado de la calle. La puerta se abrió de
pronto con tal violencia que un pequeño racimo de campanillas de latón que colgaba sobre
ella, asustado, se puso a repiquetear, sin poder tranquilizarse en un buen rato.
El causante del alboroto era un muchacho pequeño y francamente gordo, de unos
diez u once años. Su pelo, castaño oscuro, le caía chorreando sobre la cara, tenía el abrigo
empapado de lluvia y, colgada de una correa, llevaba a la espalda una cartera de colegial.
Estaba un poco pálido y sin aliento pero, en contraste con la prisa que acababa de darse, se
quedó en la puerta abierta como clavado en el suelo.
Ante él tenía una habitación larga y estrecha, que se perdía al fondo en penumbra.
En las paredes había estantes que llegaban hasta el techo, abarrotados de libros de todo
tipo y tamaño. En el suelo se apilaban montones de mamotretos y en algunas mesitas había
montañas de libros más pequeños, encuadernados en cuero, cuyos cantos brillaban como
el oro. Detrás de una pared de libros tan alta como un hombre, que se alzaba al otro
extremo de la habitación, se veía el resplandor de una lámpara. De esa zona iluminada se
elevaba de vez en cuando un anillo de humo, que iba aumentando de tamaño y se
desvanecía luego más arriba, en la oscuridad. Era como esas señales con que los indios se
comunican noticias de colina en colina. Evidentemente, allí había alguien y, en efecto, el
muchacho oyó una voz bastante brusca que, desde detrás de la pared de libros, decía:
-Quédese pasmado dentro o fuera, pero cierre la puerta. Hay corriente.
Antes que me hubiera apasionado por mujer alguna, jugué mi corazón
al azar y me lo ganó la Violencia. Nada supe de los deliquios embriagadores, ni
de la confidencia sentimental, ni de la zozobra de las miradas cobardes. Más
que el enamorado fui siempre el dominador cuyos labios no conocieron la
súplica. Con todo, ambicionaba el don divino del amor ideal, que me
encendiera espiritualmente, para que mi alma destellara en mi cuerpo como
la llama sobre el leño que la alimenta.
Cuando los ojos de Alicia me trajeron la desventura, había renunciado
ya a la esperanza de sentir un afecto puro. En vano mis brazos —tediosos de
libertad— se tendieron ante muchas mujeres implorando para ellos una
cadena. Nadie adivinaba mi ensueño. Seguía el silencio en mi corazón.
Alicia fue un amorío fácil: se me entregó sin vacilaciones, esperanzada
en el amor que buscaba en mí. Ni siquiera pensó casarse conmigo en aquellos
días en que sus parientes fraguaron la conspiración de su matrimonio,
patrocinados por el cura y resueltos a someterme por la fuerza. Ella me
denunció los planes arteros. Yo moriré sola, decía: mi desgracia se opone a tu
porvenir.
Luego, cuando la arrojaron del seno de su familia y el juez le declaró a
mi abogado que me hundiría en la cárcel, le dije una noche, en su escondite,
resueltamente: «¿Cómo podría desampararte? ¡Huyamos! Toma mi suerte,
pero dame el amor».
¡Y huimos!
El coronel destapó el tarro del café y comprobó que no había más de
una cucharadita. Retiró la olla del fogón, vertió la mitad del agua en el piso
de tierra, y con un cuchillo raspó el interior del tarro sobre la olla hasta
cuando se desprendieron las últimas raspaduras del polvo de café revueltas
con óxido de lata.
Mientras esperaba a que hirviera la infusión, sentado junto a la
hornilla de barro cocido en una actitud de confiada e inocente expectativa,
el coronel experimentó la sensación de que nacían hongos y lirios venenosos
en sus tripas. Era octubre. Una mañana difícil de sortear, aun para un
hombre como él que había sobrevivido a tantas mañanas como ésa. Durante
cincuenta v seis años -desde cuando terminó la última guerra civil- el coronel
no había hecho nada distinto de esperar. Octubre era una de las pocas cosas
que llegaban.
Su esposa levantó el mosquitero cuando lo vio entrar al dormitorio
con el café. Esa noche había sufrido una crisis de asma y ahora atravesaba
por un estado de sopor. Pero se incorporó para recibir la taza.
-Y tú -dijo.
-Ya tomé -mintió el coronel-. Todavía quedaba una cucharada grande.
En ese momento empezaron los dobles. El coronel se había olvidado
del entierro. Mientras su esposa tomaba el café, descolgó la hamaca en un
extremo y la enrolló en el otro, detrás de la puerta. La mujer pensó en el
muerto.
Este 16 de mayo de 2018, durante un evento presidido por la Junta Directiva del
Banco de la República en Santa Marta y con el cual se oficializó el nuevo nombre de la
biblioteca del Banco en esa ciudad —ahora Biblioteca Gabriel García Márquez—, la
entidad dio a conocer una donación hecha por Mercedes Barcha, viuda de Gabo, que
nutrirá con más de 3.000 ejemplares los acervos de la Biblioteca Luis Ángel Arango. Los
libros constituyen la colección privada que el escritor reunió de su propia obra y entre
ellos se cuentan varias primeras ediciones y traducciones a más de 43 idiomas.

La donación está conformada por casi 3.000 ejemplares, que corresponden a un


total de 1.102 ediciones de sus novelas, cuentos, crónicas, guiones, obra periodística,
discursos y ensayos.
Hoy ha muerto mamá. O quizá ayer. No lo sé. Recibí un telegrama
del asilo: «Falleció su madre. Entierro mañana. Sentidas condolencias.»
Pero no quiere decir nada. Quizá haya sido ayer.
El asilo de ancianos está en Marengo, a ochenta kilómetros de
Argel. Tomaré el autobús a las dos y llegaré por la tarde. De esa manera
podré velarla, y regresaré mañana por la noche. Pedí dos días de licencia
a mi patrón y no pudo negármelos ante una excusa semejante. Pero no
parecía satisfecho. Llegué a decirle: «No es culpa mía.» No me respondió.
Pensé entonces que no debía haberle dicho esto. Al fin y al cabo, no tenía
por qué excusarme. Más bien le correspondía a él presentarme las
condolencias. Pero lo hará sin duda pasado mañana, cuando me vea de
luto. Por ahora, es un poco como si mamá no estuviera muerta. Después
del entierro, por el contrario, será un asunto archivado y todo habrá
adquirido aspecto más oficial.
Tomé el autobús a las dos. Hacía mucho calor. Comí en el
restaurante de Celeste como de costumbre. Todos se condolieron mucho
de mí, y Celeste me dijo: «Madre hay una sola.» Cuando partí, me
acompañaron hasta la puerta. Me sentía un poco aturdido pues fue
necesario que subiera hasta la habitación de Manuel para pedirle
prestados una corbata negra y un brazal. El perdió a su tío hace unos
meses.
—¡Tom!
Silencio.
—¡Tom!
Silencio.
—¡Dónde andará metido ese chico!..., ¡Tom!
La anciana se bajó las gafas y miró por encima todo alrededor del cuarto; después se las subió a
la frente y miró por debajo. Rara vez o nunca miraba a través de los cristales a cosa de tan poca monta
como un chicuelo: eran aquéllas las gafas de ceremonia, su mayor orgullo, construidas para ornato, que
no para servicio, y no hubiera visto mejor mirando a través de un par de coberteras. Se quedó un
instante perpleja y dijo, no con cólera, pero lo bastante alto para que la oyeran los muebles:
—Bueno; pues te aseguro que si te echo la mano te voy a...
No terminó la frase, porque para entonces estaba agachada dando estocadas con la escoba por
debajo de la cama; así es que necesitaba todo su aliento para puntuar los escobazos con resoplidos. Lo
único que consiguió desenterrar fue el gato.
—¡No se ha visto cosa igual que ese chico!
Fue hasta la puerta y se detuvo allí recorriendo con la mirada las plantas de tomate y las hileras
silvestres que constituían el jardín. Ni sombra de Tom. Alzó, pues, la voz a un ángulo de puntería
calculado para larga distancia, y gritó:
—¡Tú! ¡Toooom!
Oyó tras ella un ligero ruido y se volvió a punto para atrapar a un rapaz por el borde de la
chaqueta y detener su vuelo.
—¡Ya estás! ¡Que no se me haya ocurrido pensar en esa despensa!... ¿Qué estabas haciendo
ahí?
—Nada.
—¿Nada? Mírate esas manos, mírate esa boca... ¿Qué es eso pegajoso?
—No lo sé, tía.
—Bueno, pues yo sí lo sé. Es dulce, eso es. Mil veces te he dicho que como no dejes en paz ese
dulce te voy a despellejar vivo. Dame esa vara.
La liga de los hombres extraordinarios

Hawley Griffin, El Hombre Invisible, (H. G. Wells)


Capitán Nemo, (Julio Verne)
Doctor Jekill (y Mr Hyde), (Robert Louis Stevenson)
Allan Quatermain, Las minas del rey Salomón, (H. Rider Haggard)
Mina Harker, Drácula, (Bram Stoker)
Dorian Grey, (Oscar Wilde)
August Dupin, Arthur Gordón Pin, (Edgard Allan Poe)
Sherlock Holmes, (Arthur Conan Doyle)
Tom Sawyer, (Mark Twain)
—Deseo aprender magia —dijo la chica.
El Mago la miró. Jeans descoloridos, camiseta y el aire de desafío que toda
persona tímida acostumbra usar cuando no debía. «Debo tener el doble de su
edad», pensó el Mago. Y, a pesar de esto, sabía que estaba delante de su Otra
Parte.
—Mi nombre es Brida —continuó ella—. Disculpe por no haberme
presentado. Esperé mucho este momento, y estoy más ansiosa de lo que pensaba.
—¿Para qué quieres aprender magia? —preguntó él.
—Para responder algunas preguntas de mi vida. Para conocer los poderes
ocultos. Y, tal vez, para viajar al pasado y al futuro.
No era la primera vez que alguien iba hasta el bosque para pedirle esto.
Hubo una época en que había sido un Maestro muy conocido y respetado por la
Tradición. Había aceptado varios discípulos y creído que el mundo cambiaría en la
medida en que él pudiese cambiar a aquéllos que lo rodeaban. Pero había
cometido un error. Y los Maestros de la Tradición no pueden cometer errores.
—¿No crees que eres muy joven?
—Tengo veintiún años —dijo Brida—. Si quisiera aprender ballet ahora, ya
me encontrarían demasiado vieja.
El mago le hizo una seña para que lo acompañase. Los dos comenzaron a
caminar juntos por el bosque, en silencio. «Es bonita —pensaba él, mientras las
sombras de los árboles iban mudando rápidamente de posición porque el sol ya
estaba cerca del horizonte—. Pero le doblo la edad.» Esto significaba que
posiblemente iba a sufrir.
Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne;
supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores
explicaciones sobre mi persona.
Aunque ni el diablo sabe qué es lo que ha de recordar la gente, ni por qué.
En realidad, siempre he pensado que no hay memoria colectiva, lo que quizá sea una
forma de defensa de la especie humana. La frase "todo tiempo pasado fue mejor" no
indica que antes sucedieran menos cosas malas, sino que —felizmente— la gente las
echa en el olvido. Desde luego, semejante frase no tiene validez universal; yo, por
ejemplo, me caracterizo por recordar preferentemente los hechos malos y, así, casi
podría decir que "todo tiempo pasado fue peor", si no fuera porque el presente me
parece tan horrible como el pasado; recuerdo tantas calamidades, tantos rostros
cínicos y crueles, tantas malas acciones, que la memoria es para mí como la temerosa
luz que alumbra un sórdido museo de la vergüenza. ¡Cuántas veces he quedado
aplastado durante horas, en un rincón oscuro del taller, después de leer una noticia en
la sección policial!. Pero la verdad es que no siempre lo más vergonzoso de la raza
humana aparece allí; hasta cierto punto, los criminales son gente más limpia, más
inofensiva; esta afirmación no la hago porque yo mismo haya matado a un ser humano:
es una honesta y profunda convicción. ¿Un individuo es pernicioso?. Pues se lo liquida
y se acabó. Eso es lo que yo llamo una buena acción. Piensen cuánto peor es para la
sociedad que ese individuo siga destilando su veneno y que en vez de eliminarlo se
quiera contrarrestar su acción recurriendo a anónimos, maledicencia y otras bajezas
semejantes. En lo que a mí se refiere, debo confesar que ahora lamento no haber
aprovechado mejor el tiempo de mi libertad, liquidando a seis o siete tipos que
conozco.
El túnel fue la única novela que quise publicar, y para lograrlo debí sufrir
amargas humillaciones. Dada mi formación científica, a nadie le parecía
posible que yo pudiera dedicarme seriamente a la literatura. Un renombrado
escritor llegó a comentar: “¡Qué va a hacer una novela un físico!”. ¿Y cómo
defenderme cuando mis mejores antecedentes estaban en el futuro?

El túnel fue rechazado por todas las editoriales del país; hasta por Victoria
Ocampo, que se excusó diciéndome: “Estamos medio fundidos, no tenemos
un cobre partido por la mitad”. Qué auténtica me pareció entonces esa frase
de Oscar Wilde: “Hay gente que se preocupa más por el dinero que los
pobres: son los ricos”. Aún recuerdo la tarde en que se abrió la puerta del
Querandí —el mismo café que luego frecuentaría en mis encuentros con
Gombrowicz—, y vi aparecer a Matilde llorando, encorvada, trayendo entre
las manos los originales de mi novela, que yo no me había atrevido a retirar,
tanta era mi vergüenza.

Finalmente, el préstamo de un generoso amigo, Alfredo Weiss, hizo posible la


publicación en Sur, y fue inmediatamente agotada. Al año siguiente, recibí la
noticia de su edición francesa, gracias a la generosa iniciativa de Camus.
Era yo niño aún cuando me alejaron de la casa paterna para que diera
principio a mis estudios en el colegio del doctor Lorenzo María Lleras, establecido en
Bogotá hacía pocos años, y famoso en toda la República por aquel tiempo.
En la noche víspera de mi viaje, después de la velada, entró a mi cuarto una
de mis hermanas, y sin decirme una sola palabra cariñosa, porque los sollozos le
embargaban la voz, cortó de mi cabeza unos cabellos: cuando salió, habían rodado por
mi cuello algunas lágrimas suyas.
Me dormí llorando y experimenté como un vago presentimiento de muchos
pesares que debía sufrir después. Esos cabellos quitados a una cabeza infantil; aquella
precaución del amor contra la muerte delante de tanta vida, hicieron que durante el
sueño vagase mi alma por todos los sitios donde había pasado, sin comprenderlo, las
horas más felices de mi existencia.
A la mañana siguiente mi padre desató de mi cabeza, humedecida por tantas
lágrimas, los brazos de mi madre. Mis hermanas al decirme sus adioses las enjugaron
con besos. María esperó humildemente su turno, y balbuciendo su despedida, juntó su
mejilla sonrosada a la mía, helada por la primera sensación de dolor.
Pocos momentos después seguí a mi padre, que ocultaba el rostro a mis
miradas. Las pisadas de nuestros caballos en el sendero guijarroso ahogaban mis
últimos sollozos. El rumor del Sabaletas, cuyas vegas quedaban a nuestra derecha, se
aminoraba por instantes. Dábamos ya la vuelta a una de las colinas de la vereda en las
que solían divisarse desde la casa viajeros deseados; volví la vista hacia ella buscando
uno de tantos seres queridos: María estaba bajo las enredaderas que adornaban las
ventanas del aposento de mi madre.
Era estupendo quemar

Constituía un placer especial ver las cosas consumidas, ver los objetos
ennegrecidos y cambiados. Con la punta de bronce del soplete en sus puños, con
aquella gigantesca serpiente escupiendo su petróleo venenoso sobre el mundo, la
sangre le latía en la cabeza y sus manos eran las de un fantástico director tocando
todas las sinfonías del fuego y de las llamas para destruir los guiñapos y ruinas de la
Historia. Con su casco simbólico en que aparecía grabado el número 451 bien
plantado sobre su impasible cabeza y sus ojos convertidos en una llama anaranjada
ante el pensamiento de lo que iba a ocurrir, encendió el deflagrador y la casa quedó
rodeada por un fuego devorador que inflamó el cielo del atardecer con colores rojos,
amarillos y negros. El hombre avanzó entre un enjambre de luciérnagas. Quería, por
encima de todo, como en el antiguo juego, empujar a un malvavisco hacia la hoguera,
en tanto que los libros, semejantes a palomas aleteantes, morían en el porche y el
jardín de la casa; en tanto que los libros se elevaban convertidos en torbellinos
incandescentes y eran aventados por un aire que el incendio ennegrecía.
Montag mostró la fiera sonrisa que hubiera mostrado cualquier hombre
burlado y rechazado por las llamas. Sabía que, cuando regresase al cuartel.
Sabía que, cuando regresase al cuartel de bomberos, se miraría pestañeando
en el espejo: su rostro sería el de un negro de opereta, tiznado con corcho ahumado.
Luego, al irse a dormir, sentiría la fiera sonrisa retenida aún en la oscuridad por sus
músculos faciales. Esa sonrisa nunca desaparecía, nunca había desaparecido hasta
donde él podía recordar.
¿Encontraría a la Maga? Tantas veces me había bastado asomarme, viniendo
por la rue de Seine, al arco que da al Quai de Conti, y apenas la luz de ceniza y olivo
que flota sobre el río me dejaba distinguir las formas, ya su silueta delgada se
inscribía en el Pont des Arts, a veces andando de un lado a otro, a veces detenida en
el pretil de hierro, inclinada sobre el agua. Y era tan natural cruzar la calle, subir los
peldaños del puente, entrar en su delgada cintura y acercarme a la Maga que sonreía
sin sorpresa, convencida como yo de que un encuentro casual era lo menos casual en
nuestras vidas, y que la gente que se da citas precisas es la misma que necesita papel
rayado para escribirse o que aprieta desde abajo el tubo de dentífrico.
Pero ella no estaría ahora en el puente. Su fina cara de translúcida piel se
asomaría a viejos portales en el ghetto del Marais, quizá estuviera charlando con una
vendedora de papas fritas o comiendo una salchicha caliente en el boulevard de
Sébastopol. De todas maneras subí hasta el puente, y la Maga no estaba. Ahora la
Maga no estaba en mi camino, y aunque conocíamos nuestros domicilios, cada hueco
de nuestras dos habitaciones de falsos estudiantes en París, cada tarjeta postal
abriendo una ventanita Braque o Ghirlandaio o Max Ernst contra las molduras baratas
y los papeles chillones, aun así no nos buscaríamos en nuestras casas. Preferíamos
encontrarnos en el puente, en la terraza de un café, en un cine-club o agachados
junto a un gato en cualquier patio del barrio latino. Andábamos sin buscarnos pero
sabiendo que andábamos para encontrarnos. Oh Maga, en cada mujer parecida a vos
se agolpaba como un silencio ensordecedor, una pausa filosa y cristalina que acababa
por derrumbarse tristemente, como un paraguas mojado que se cierra. Justamente
un paraguas, Maga, te acordarías quizá de aquel paraguas viejo que sacrificamos en
un barranco del Parc Montsouris, un atardecer helado de marzo.
Se iluminó el disco amarillo. De los coches que se acercaban, dos aceleraron antes
de que se encendiera la señal roja. En el indicador del paso de peatones apareció la silueta
del hombre verde. La gente empezó a cruzar la calle pisando las franjas blancas pintadas en
la capa negra del asfalto, nada hay que se parezca menos a la cebra, pero así llaman a este
paso. Los conductores, impacientes, con el pie en el pedal del embrague, mantenían los
coches en tensión, avanzando, retrocediendo, como caballos nerviosos que vieran la fusta
alzada en el aire. Habían terminado ya de pasar los peatones, pero la luz verde que daba
paso libre a los automóviles tardó aún unos segundos en alumbrarse. Hay quien sostiene
que esta tardanza, aparentemente insignificante, multiplicada por los miles de semáforos
existentes en la ciudad y por los cambios sucesivos de los tres colores de cada uno, es una
de las causas de los atascos de circulación, o embotellamientos, si queremos utilizar la
expresión común.
Al fin se encendió la señal verde y los coches arrancaron bruscamente, pero
enseguida se advirtió que no todos habían arrancado. El primero de la fila de en medio
está parado, tendrá un problema mecánico, se le habrá soltado el cable del acelerador, o se
le agarrotó la palanca de la caja de velocidades, o una avería en el sistema hidráulico, un
bloqueo de frenos, un fallo en el circuito eléctrico, a no ser que, simplemente, se haya
quedado sin gasolina, no sería la primera vez que esto ocurre. El nuevo grupo de peatones
que se está formando en las aceras ve al conductor inmovilizado braceando tras el
parabrisas mientras los de los coches de atrás tocan frenéticos el claxon. Algunos
conductores han saltado ya a la calzada, dispuestos a empujar al automóvil averiado hacia
donde no moleste. Golpean impacientemente los cristales cerrados. El hombre que está
dentro vuelve hacia ellos la cabeza, hacia un lado, hacia el otro, se ve que grita algo, por los
movimientos de la boca se nota que repite una palabra, una no, dos, así es realmente,
como sabremos cuando alguien, al fin, logre abrir una puerta, Estoy ciego.
Era inevitable: el olor de las almendras amargas le recordaba siempre el destino de los
amores contrariados. El doctor Juvenal Urbino lo percibió desde que entró en la casa todavía en
penumbras, adonde había acudido de urgencia a ocuparse de un caso que para él había dejado
de ser urgente desde hacía muchos años. El refugiado antillano Jeremiah de Saint-Amour, inválido
de guerra, fotógrafo de niños y su adversario de ajedrez más compasivo, se había puesto a salvo
de los tormentos de la memoria con un sahumerio de cianuro de oro.
Encontró el cadáver cubierto con una manta en el catre de campaña donde había dormido
siempre, cerca de un taburete con la cubeta que había servido para vaporizar el veneno. En el
suelo, amarrado de la pata del catre, estaba el cuerpo tendido de un gran danés negro de pecho
nevado, y junto a él estaban las muletas. El cuarto sofocante y abigarrado que hacía al mismo
tiempo de alcoba y laboratorio, empezaba a iluminarse apenas con el resplandor del amanecer
en la ventana abierta, pero era luz bastante para reconocer de inmediato la autoridad de la
muerte. Las otras ventanas, así como cualquier resquicio de la habitación, estaban amordazadas
con trapos o selladas con cartones negros, y eso aumentaba su densidad opresiva. Había un
mesón atiborrado de frascos y pomos sin rótulos, y dos cubetas de peltre descascarado bajo un
foco ordinario cubierto de papel rojo. La tercera cubeta, la del líquido fijador, era la que estaba
junto al cadáver. Había revistas y periódicos viejos por todas partes, pilas de negativos en placas
de vidrio, muebles rotos, pero todo estaba preservado del polvo por una mano diligente. Aunque
el aire de la ventana había purificado el ámbito, aún quedaba para quien supiera identificarlo el
rescoldo tibio de los amores sin ventura de las almendras amargas. El doctor Juvenal Urbino
había pensado más de una vez, sin ánimo premonitorio, que aquel no era un lugar propicio para
morir en gracia de Dios. Pero con el tiempo terminó por suponer que su desorden obedecía tal
vez a una determinación cifrada de la Divina Providencia.
Fue el 15 de junio de 1767 cuando Cósimo Piovasco de Rondó, mi hermano,
se sentó por última vez entre nosotros. Lo recuerdo como si fuera hoy. Estábamos
en el comedor de nuestra villa de Ombrosa, las ventanas enmarcaban las espesas
ramas de la gran encina del parque. Era mediodía, y nuestra familia por tradición se
sentaba a la mesa a aquella hora, a pesar de estar ya difundida entre los nobles la
moda, procedente de la poco madrugadora Corte de Francia, de comer a media
tarde. Recuerdo que soplaba viento del mar y las hojas se movían. Cósimo dijo:
«¡He dicho que no quiero y no quiero!», y rechazó el plato de caracoles. Nunca se
había visto una desobediencia tan grave.
En la cabecera estaba el barón Arminio Piovasco de Rondó, nuestro padre,
con peluca sobre las orejas a lo Luis XIV, anticuada como tantas cosas suyas. Entre
mi hermano y yo se sentaba el abate Fauchelafleur, limosnero de nuestra familia y
preceptor de nosotros dos. Delante teníamos a la generala Corradina de Rondó,
nuestra madre, y a nuestra hermana Battista, monja doméstica. En el otro extremo
de la mesa, frente a nuestro padre, se sentaba, vestido a la turca, el caballero
abogado Enea Silvio Carrega, administrador e hidráulico de nuestras haciendas, y
tío natural nuestro, como hermano ilegítimo de nuestro padre.
En los viejos, viejos tiempos, cuando los seres humanos aún
hablaban en otras lenguas, completamente diferentes, ya existían grandes y
espléndidas ciudades en los países cálidos. En ellas se levantaban los palacios
de reyes y emperadores, había calles anchas, callejones estrechos y callejuelas
intrincadas, se alzaban templos magníficos con estatuas de dioses de oro y
mármol; había mercados multicolores donde se ofrecían mercancías de todos
los rincones del mundo, y plazas bellas y espaciosas en las que los ciudadanos
se reunían para comentar las novedades y pronunciar o escuchar discursos. Y,
sobre todo, había grandes teatros.
Estos tenían un aspecto similar al de los circos actuales, salvo que
estaban construidos en su totalidad con sillares de piedra. Las filas de asientos
para los espectadores estaban dispuestas de manera escalonada, una encima
de la otra, como en un gigantesco embudo. Vistas desde arriba, algunas de
estas edificaciones tenían una forma redonda, otras más bien ovalada, y otras
en cambio formaban un amplio semicírculo. Se las llamaba anfiteatros.
Había algunos que eran tan grandes como un estadio de fútbol, y
otros más pequeños, en los que solo cabían unos pocos centenares de
espectadores. Había algunos suntuosos, engalanados con columnas y figuras, y
otros que eran sencillos y carecían de adornos. Los anfiteatros no tenían
tejado, todo se desarrollaba a cielo abierto.
El 8 de diciembre de 1915, Meggie Cleary cumplió cuatro años. Su
madre, cuando hubo retirado los platos del desayuno, puso en sus brazos un
paquete envuelto en papel de embalar y le dijo que saliese fuera. Y Meggie se
acurrucó detras de una aulaga próxima a la puerta de entrada y empezó a tirar
del papel con impaciencia. Sus dedos eran torpes, y el envoltorio, resistente.
Olía un poco a los grandes almacenes de Wahine, y esto le reveló que, fuera
cual fuese el contenido del paquete, había sido milagrosamente comprado, no
regalado o confeccionado en casa.
Algo fino y de un color dorado opaco empezó a asomar por uno de los
ángulos; en vista de lo cual, rasgó más de prisa el papel, arrancándolo en
largas e irregulares tiras.
—¡Agnes! ¡Oh, Agnes! —dijo, conmovida, pestañeando ante la muñeca
que yacía en su destrozado envoltorio.
Aquello era un verdadero milagro. Sólo una vez en su vida había estado
Meggie en Wahine; la habían llevado allí en mayo, por haberse portado bien.
Sentada en el calesín, al lado de su madre, muy modosita, estaba demasiado
emocionada para ver o recordar gran cosa. Sólo la imagen de Agnes había
quedado grabada en su mente; la hermosa muñeca sentada en el mostrador
de la tienda, con su falda hueca de satén color rosa y toda llena de adornos de
encaje claro. Allí mismo y en el acto, la había bautizado mentalmente: Agnes;
el único nombre, entre los que conocía, lo bastante distinguido para aquella
preciosa criatura.
Hay una leyenda sobre un pájaro que canta sólo una
vez en su vida, y lo hace más dulcemente que cualquier otra
criatura sobre la faz de la tierra. Desde el momento en que
abandona el nido, busca un árbol espinoso y no descansa hasta
encontrarlo. Entonces, cantando entre las crueles ramas, se
clava él mismo en la espina más larga y afilada. Y, al morir,
envuelve su agonía en un canto más bello que el de la alondra
y el del ruiseñor. Un canto superlativo, al precio de la
existencia. Pero todo el mundo enmudece para escuchar, y Dios
sonríe en el cielo. Pues lo mejor sólo se compra con grandes
dolores... Al menos, así lo dice la leyenda.
Era un día luminoso y frío de abril y los relojes daban las trece.
Winston Smith, con la barbilla clavada en el pecho en su esfuerzo por
burlar el molestísimo viento, se deslizó rápidamente por entre las puertas
de cristal de las Casas de la Victoria, aunque no con la suficiente rapidez
para evitar que una ráfaga polvorienta se colara con él.
El vestíbulo olía a legumbres cocidas y a esteras viejas. Al fondo, un
cartel de colores, demasiado grande para hallarse en un interior, estaba
pegado a la pared. Representaba sólo un enorme rostro de más de un
metro de anchura: la cara de un hombre de unos cuarenta y cinco años
con un gran bigote negro y facciones hermosas y endurecidas. Winston se
dirigió hacia las escaleras. Era inútil intentar subir en el ascensor. No
funcionaba con frecuencia y en esta época la corriente se cortaba durante
las horas de día. Esto era parte de las restricciones con que se preparaba la
Semana del Odio. Winston tenía que subir a un séptimo piso. Con sus
treinta y nueve años y una úlcera de várices por encima del tobillo
derecho, subió lentamente, descansando varias veces. En cada descansillo,
frente a la puerta del ascensor, el cartelón del enorme rostro miraba desde
el muro. Era uno de esos dibujos realizados de tal manera que los ojos le
siguen a uno adondequiera que esté. EL GRAN HERMANO TE VIGILA,
decían las palabras al pie.
Nacieron para alimentar a los pájaros de otro mundo. Nadie viajó tan lejos para
encontrar su propia tumba. Buscando el oro de los alquimistas hallaron en su camino los reinos
del Sol. De grutas de esmeraldas vieron volar escarabajos rituales, iguanas detenidas en los
árboles batian antes ellos colas como látigos, ciénagas verdes de limo abrían de repente hileras
de colmillos. Tuvieron que encontrar palabras nuevas para nombrar el mar, el rio y el desierto,
porque otra ballena marina les mostró sus ballenas, otra serpiente sucia de desastres los llevó
bajo interminables días de lluvia, y otros arenales los fueron sacando hasta que al final no eran
más que esqueletos con ojos, rezando en latín a cielos pedregosos.
Buscando sus miedos de fábula, sólo sabían hallar en la selva las bestias que traían en
sus entrañas. Reconocieron su propia inclemencia en los jaguares, su hambre en el aliento
dulzón de los guíos, su envidia en la azorada rivalidad de los pájaros. Y fueron como inventos de
su fiebre las torres babilónicas de las termitas, los ejércitos de arrieras embanderadas de verde
que devoran en horas un árbol, las diosas bestiales que amamantan sus crías entre las raíces del
mangle.
No sabían que las armas más poderosas que les había dado su Dios no eran los
caballos obedientes ni los perros fornidos y sanguinarios ni los cañones que escupen el trueno,
sino sus propios estornudos esparciendo la gripa y sus abrazos enfermos que hacían despertar
en llagas a los cuerpos desnudos. Mucho antes de su llegada a las aldeas ya la pulmonía que
trajeron había arrasado provincias enteras y la viruela negra volvía pobredumbre viviente los
cuerpos de los indios. Por eso su llegada fue vista con terror antes de que se conocieran sus
intenciones, antes que la maldad de las almas confirmara la pestilencia de los cuerpos.

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