Las Cinco Dificultades para Decir La Verdad
Las Cinco Dificultades para Decir La Verdad
Las Cinco Dificultades para Decir La Verdad
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Bertolt Brecht
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Título original: Fünf Schwierigkeiten beim Schreiben der Wahrheit
Bertolt Brecht, 1934
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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LAS CINCO DIFICULTADES PARA DECIR LA
VERDAD (1934)
Para mucha gente es evidente que el escritor deba escribir la verdad; es decir, no
debe rechazarla ni ocultarla, ni deformarla. No debe doblegarse ante los poderosos;
no debe engañar a los débiles. Pero es difícil resistir a los poderosos y muy
provechoso engañar a los débiles. Incurrir en la desgracia ante los poderosos equivale
a la renuncia, y renunciar al trabajo es renunciar al salario. Renunciar a la gloria de
los poderosos significa frecuentemente renunciar a la gloria en general. Para todo ello
se necesita mucho valor.
Cuando impera la represión más feroz gusta hablar de cosas grandes y nobles. Es
entonces cuando se necesita valor para hablar de las cosas pequeñas y vulgares, como
la alimentación y la vivienda de los obreros. Por doquier aparece la consigna: «No
hay pasión más noble que el amor al sacrificio».
En lugar de entonar ditirambos sobre el campesino hay que hablar de máquinas y
de abonos que facilitarían el trabajo que se ensalza. Cuando se clama por todas las
antenas que el hombre inculto e ignorante es mejor que el hombre cultivado e
instruido, hay que tener valor para plantearse el interrogante: ¿Mejor para quién?
Cuando se habla de razas perfectas y razas imperfectas, el valor está en decir: ¿Es que
el hambre, la ignorancia y la guerra no crean taras?
También se necesita valor para decir la verdad sobre sí mismo cuando se es un
vencido. Muchos perseguidos pierden la facultad de reconocer sus errores, la
persecución les parece la injusticia suprema; los verdugos persiguen, luego son
malos; las víctimas se consideran perseguidas por su bondad. En realidad esa bondad
ha sido vencida. Por consiguiente, era una bondad débil e impropia, una bondad
incierta, pues no es justo pensar que la bondad implica la debilidad, como la lluvia la
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humedad. Decir que los buenos fueron vencidos no porque eran buenos sino porque
eran débiles requiere cierto valor.
Escribir la verdad es luchar contra la mentira, pero la verdad no debe ser algo
general, elevado y ambiguo, pues son estas las brechas por donde se desliza la
mentira. El mentiroso se reconoce por su afición a las generalidades, como el hombre
verídico por su vocación a las cosas prácticas, reales, tangibles. No se necesita un
gran valor para deplorar en general la maldad del mundo y el triunfo de la brutalidad,
ni para anunciar con estruendo el triunfo del espíritu en países donde éste es todavía
concebible. Muchos se creen apuntados por cañones cuando solamente gemelos de
teatro se orientan hacia ellos. Formulan reclamaciones generales en un mundo de
amigos inofensivos y reclaman una justicia general por la que no han combatido
nunca. También reclaman una libertad general: la de seguir percibiendo su parte
habitual del botín. En síntesis sólo admiten una verdad: la que les suena bien.
Pero si la verdad se presenta bajo una forma seca, en cifras y en hechos, y exige
ser confirmada, ya no sabrán qué hacer. Tal verdad no les exalta. Del hombre veraz
sólo tienen la apariencia. Su gran desgracia es que no conocen la verdad.
Tampoco es fácil descubrir la verdad. Por lo menos la que es fecunda. Así, según
opinión general, los grandes Estados caen uno tras otro en la barbarie extrema. Y una
guerra intestina que se desarrolla implacablemente puede degenerar en cualquier
momento en un conflicto generalizado que convertiría nuestro continente en un
montón de ruinas. Evidentemente, se trata de verdades. No se puede negar que llueve
hacia abajo: numerosos poetas escriben verdades de este género. Son como el pintor
que cubría de frescos las paredes de un barco que se estaba hundiendo. El haber
resuelto nuestra primera dificultad les procura una cierta dificultad de conciencia. Es
cierto que no se dejan engañar por los poderosos, pero ¿escuchan los gritos de los
torturados? No; pintan imágenes. Esta actitud absurda les sume en un profundo
desconcierto, del que no dejan de sacar provecho; en su lugar otros buscarían las
causas. No creáis que sea cosa fácil distinguir sus verdades de las vulgaridades
referentes a la lluvia; al principio parecen importantes, pues la operación artística
consiste precisamente en dar importancia a algo. Pero mirad la cosa de cerca: os
daréis cuenta que no dejan de decir: no se puede impedir que llueva hacia abajo.
También están los que por falta de conocimientos no llegan a la verdad. Y, sin
embargo, distinguen las tareas urgentes y no temen a los poderosos ni a la miseria.
Pero viven de antiguas supersticiones, de axiomas célebres a veces muy bellos. Para
ellos el mundo es demasiado complicado: se contentan con conocer los hechos e
ignorar las relaciones que existen entre ellos.
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Me permito decir a todos los escritores de esta época confusa y rica en
transformaciones que hay que conocer el materialismo dialéctico, la economía y la
historia. Tales conocimientos se adquieren en los libros y en la práctica si no falta la
necesaria aplicación. Es muy sencillo descubrir fragmentos de verdad, e incluso
verdades enteras. El que busca necesita un método, pero se puede encontrar sin
método, e incluso sin objeto que buscar. Sin embargo, ciertos procedimientos pueden
dificultar la explicación de la verdad: los que la lean serán incapaces de transformar
esa verdad en acción. Los escritores que se contentan con acumular pequeños hechos
no sirven para hacer manejables las cosas de este mundo. Pues bien, la verdad no
tiene otra ambición. Por consiguiente esos escritores no están a la altura de su misión.
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que acepten perfectamente oír a los exiliados alemanes estigmatizar su propio
régimen por haber destruido esas comodidades. A sus ojos es un argumento
suplementario en favor de la guerra.
¿Puede decirse que respetan la verdad los que gritan: «Guerra sin cuartel a
Alemania, que es hoy la verdadera patria del Mal, la oficina del Infierno, el trono del
Anticristo»? No. Los que así gritan son tontos, impotentes gentes peligrosas. Sus
discursos tienden a la destrucción de un país, de un país entero con todos sus
habitantes, pues los gases asfixiantes no perdonan a los inocentes.
Los que ignoran la verdad se expresan de un modo superficial, general e
impreciso. Peroran sobre el «alemán», estigmatizan el «mal», y sus auditorios se
interrogan: ¿Debemos dejar de ser alemanes? ¿Bastará con que seamos buenos para
que el infierno desaparezca? Cuando manejan sus tópicos sobre la barbarie salida de
la barbarie resultan impotentes para suscitar la acción. En realidad no se dirigen a
nadie. Para terminar con la barbarie se contentan con predicar la mejora de las
costumbres mediante el desarrollo de la cultura. Eso equivale a limitarse a aislar
algunos eslabones en la cadena de las causas y a considerar como potencias
irremediables ciertas fuerzas determinantes, mientras que se dejan en la oscuridad las
fuerzas que preparan las catástrofes. Un poco de luz y los verdaderos responsables de
las catástrofes aparecen claramente: los hombres. Vivimos una época en que el
destino del hombre es el hombre.
El fascismo no es una plaga que tendría su origen en la «naturaleza» del hombre.
Por lo demás, es un modo de presentar las catástrofes naturales que restituyen al
hombre su dignidad porque se dirigen a su fuerza combativa.
El que quiera describir el fascismo y la guerra —grandes desgracias, pero no
calamidades «naturales»— debe hablar un lenguaje práctico: mostrar que esas
desgracias son un efecto de la lucha de clases; poseedores de medios de producción
contra masas obreras. Para presentar verídicamente un estado de cosas nefasto,
mostrad que tiene causas remediables. Cuando se sabe que la desgracia tiene un
remedio, es posible combatirla.
Un hábito secular, propio del comercio de la cosa escrita, hace que el escritor no
se ocupe de la difusión de sus obras. Se figura que su editor, u otro intermediario, las
distribuye a todo el mundo. Y se dice: yo hablo, y los que quieren entenderme, me
entienden. En la realidad, el escritor habla, y los que pueden pagar, le entienden. Sus
palabras jamás llegan a todos, y los que las escuchan no quieren entenderlo todo.
Sobre esto se ha dicho ya muchas cosas, pero no las suficientes. Transformar la
«acción de escribir a alguien» en «acto de escribir» es algo que me parece grave y
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nocivo. La verdad no puede ser simplemente escrita; hay que escribirla a alguien. A
alguien que sepa utilizarla. Los escritores y los lectores descubren la verdad juntos.
Para ser revelado, el bien sólo necesita ser bien escuchado, pero la verdad debe
ser dicha con astucia y comprendida del mismo modo. Para nosotros, escritores, es
importante saber a quién la decimos y quién nos la dice; a los que viven en
condiciones intolerables debemos decirles la verdad sobre esas condiciones, y esa
verdad debe venimos de ellos. No nos dirijamos solamente a las gentes de un solo
sector: hay otros que evolucionan y se hacen susceptibles de entendernos. Hasta los
verdugos son accesibles, con tal que comiencen a temer por sus vidas. Los
campesinos de Baviera, que se oponían a todo cambio de régimen, se hicieron
permeables a las ideas revolucionarias cuando vieron que sus hijos, al volver de una
larga guerra, quedaban reducidos al paro forzoso.
La verdad tiene un tono. Nuestro deber es encontrarlo. Ordinariamente se adopta
un tono suave y dolorido: «yo soy incapaz de hacer daño a una mosca». Esto tiene la
virtud de hundir en la miseria a quien lo escucha. No trataremos como enemigos a
quienes emplean este tono, pero no podrán ser nuestros compañeros de lucha. La
verdad es de naturaleza guerrera, y no sólo es enemiga de la mentira, sino de los
embusteros.
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trabajo. El que saca provecho de la tierra no es nunca el que recoge el trigo, y «el
gesto augusto del sembrador» no se cotiza en Bolsa. El término justo es «propiedad
rural».
Cuando reina la opresión, no hablemos de «disciplina», sino de «sumisión» pues
la disciplina excluye la existencia de una clase dominante. Del mismo modo, el
vocablo «dignidad» vale más que la palabra «honor», pues tiene más en cuenta al
hombre. Todos sabemos qué clase de gente se precipita para tener la ventaja de
defender el «honor» de un pueblo, y con qué liberalidad los ricos distribuyen el
«honor» a los que trabajan para enriquecerlos.
La astucia de Confucio es utilizable también en nuestros días. También la de
Tomás Moro. Este último describió un país utópico idéntico a la Inglaterra de aquella
época, pero en el que las injusticias se presentaban como costumbres admitidas por
todo el mundo.
Cuando Lenin, perseguido por la policía del Zar, quiso dar una idea de la
explotación de Sajalín por la burguesía rusa, sustituyó Rusia por el Japón y Sajalín
por Corea. La identidad de las dos burguesías era evidente, pero como Rusia estaba
en guerra con el Japón la censura dejó pasar el trabajo de Lenin.
Hay una infinidad de astucias posibles para engañar a un Estado receloso. Voltaire
luchó contra las supersticiones religiosas de su tiempo escribiendo la historia galante
de «La Doncella de Orleans»: describiendo en un bello estilo aventuras galantes
sacadas de la vida de los grandes. Voltaire llevó a éstos a abandonar la religión (que
hasta entonces tenían por caución de su vida disoluta). De repente se hicieron los
propagadores celosos de las obras de Voltaire y ridiculizaron a la policía que defendía
sus privilegios. La actitud de los grandes permitió la difusión ilícita de las ideas del
escritor entre el público burgués, hacia el que precisamente apuntaba Voltaire.
Decía Lucrecio que contaba con la belleza de sus versos para la propagación de
su ateísmo epicúreo. Las virtudes literarias de una obra pueden favorecer su difusión
clandestina. Pero hay que reconocer que a veces suscitan múltiples sospechas. De ahí
la necesidad de descuidarlas deliberadamente en ciertas ocasiones. Tal sería el caso,
por ejemplo, si se introdujera en una novela policíaca —género literario
desacreditado— la descripción de condiciones sociales intolerables. A mi modo de
ver, esto justificaría completamente la novela policíaca.
En la obra de Shakespeare se puede encontrar un modelo de verdad propagada
por la astucia: el discurso de Antonio ante el cadáver de César. Afirmando
constantemente la respetabilidad de Bruto, cuenta su crimen, y la pintura que hace de
él es mucho más aleccionadora que la del criminal. Dejándose dominar por los
hechos, Antonio saca de ellos su fuerza de convicción mucho más que de su propio
juicio.
Jonathan Swift propuso en un panfleto que los niños de los pobres fueran puestos
a la venta en las carnicerías para que reinara la abundancia en el país. Después de
efectuar cálculos minuciosos, el célebre escritor probó que se podrían realizar
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economías importantes llevando la lógica hasta el fin. Swift jugaba al monstruo.
Defendía con pasión absolutista algo que odiaba. Era una manera de denunciar la
ignominia. Cualquiera podía encontrar una solución más sensata que la suya, o al
menos más humana; sobre todo, aquellos que no habían comprendido a dónde
conducía este tipo de razonamiento.
Militar a favor del pensamiento, sea cual fuere la forma que éste adopte, sirve la
causa de los oprimidos. En efecto, los gobernantes al servicio de los explotadores
consideran el pensamiento como algo despreciable. Para ellos lo que es útil para los
pobres es pobre. La obsesión que estos últimos tienen por comer, por satisfacer su
hambre, es baja. Es bajo menospreciar los honores militares cuando se goza de este
favor inestimable: batirse por un país cuando se muere de hambre. Es bajo dudar de
un jefe que os conduce a la desgracia. El horror al trabajo que no alimenta al que lo
efectúa es asimismo una cosa baja, y baja también la protesta contra la locura que se
impone y la indiferencia por una familia que no aporta nada. Se suele tratar a los
hambrientos como gentes voraces y sin ideal, de cobardes a los que no tienen
confianza en sus opresores, de derrotistas a los que no creen en la fuerza, de vagos a
los que pretenden ser pagados por trabajar, etc. Bajo semejante régimen, pensar es
una actividad sospechosa y desacreditada. ¿Dónde ir para aprender a pensar? A todos
los lugares donde impera la represión.
Sin embargo, el pensamiento triunfa todavía en ciertos dominios en que resulta
indispensable para la dictadura. En el arte de la guerra, por ejemplo, y en la
utilización de las técnicas. Resulta indispensable pensar para remediar, mediante la
invención de tejidos «ersatz», la penuria de lana. Para explicar la mala calidad de los
productos alimenticios o la militarización de la juventud no es posible renunciar al
pensamiento. Pero recurriendo a la astucia se puede evitar el elogio de la guerra, al
que nos incitan los nuevos maestros del pensamiento. Así, la cuestión ¿cómo orientar
la guerra? lleva a la pregunta: ¿vale la pena hacer la guerra? Lo que equivale a
preguntar: ¿cómo evitar la guerra inútil? Evidentemente, no es fácil plantear esta
cuestión en público hoy. Pero ¿quiere decir esto que haya que renunciar a dar eficacia
a la verdad? Evidentemente no.
Si en nuestra época es posible que un sistema de opresión permita a una minoría
explotar a la mayoría, la razón reside en una cierta complicidad de la población,
complicidad que se extiende a todos los dominios. Una complicidad análoga, pero
orientada en sentido contrario, puede arruinar el sistema. Por ejemplo, los
descubrimientos biológicos de Darwin eran susceptibles de poner en peligro todo el
sistema, pero solamente la Iglesia se inquietó. La policía no veía en ello nada nocivo.
Los últimos descubrimientos físicos implican consecuencias de orden filosófico que
podrían poner en tela de juicio los dogmas irracionales que utiliza la opresión. Las
investigaciones de Hegel en el dominio de la lógica facilitaron a los clásicos de la
revolución proletaria, Marx y Lenin, métodos de un valor inestimable. Las ciencias
son solidarias entre sí, pero su desarrollo es desigual según los dominios; el Estado es
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incapaz de controlarlos todos. Así, los pioneros de la verdad pueden encontrar
terrenos de investigación relativamente poco vigilados. Lo importante es enseñar el
buen método, que exige que se interrogue a toda cosa a propósito de sus caracteres
transitorios y variables. Los dirigentes odian las transformaciones: desearían que todo
permaneciese inmóvil, a ser posible durante un milenio: que la Luna se detuviese y el
Sol interrumpiese su carrera. Entonces nadie tendría hambre ni reclamaría alimentos.
Nadie respondería cuando ellos abriesen fuego; su salva sería necesariamente la
última.
Subrayar el carácter transitorio de las cosas equivale a ayudar a los oprimidos. No
olvidemos jamás recordar al vencedor que toda situación contiene una contradicción
susceptible de tomar vastas proporciones. Semejante método —la dialéctica, ciencia
del movimiento de las cosas— puede ser aplicado al examen de materias como la
Biología y la Química, que escapan al control de los poderosos, pero nada impide que
se aplique al estudio de la familia; no se corre el riesgo de suscitar la atención. Cada
cosa depende de una infinidad de otras que cambian sin cesar; esta verdad es
peligrosa para las dictaduras. Pues bien, hay mil maneras de utilizarla en las mismas
narices de la policía. Los gobernantes que conducen a los hombres a la miseria
quieren evitar a todo precio que, en la miseria, se piense en el Gobierno. De ahí que
hablen de Destino. Es al Destino, y no al Gobierno, al que atribuyen la
responsabilidad de las deficiencias del régimen. Y si alguien pretende llegar a las
causas de estas insuficiencias, se le detiene antes de que llegue al Gobierno.
Pero en general es posible reclinar los lugares comunes sobre el Destino y
demostrar que el hombre se forja su propio destino. Ahí tenéis el ejemplo de esa
granja islandesa sobre la que pesaba una maldición. La mujer se había arrojado al
agua, el hombre se había ahorcado. Un día, el hijo se casó con una joven que aportaba
como dote algunas hectáreas de tierra. De golpe, se acabó la maldición. En la aldea se
interpretó el acontecimiento de diversos modos. Unos lo atribuyeron al natural alegre
de la joven; otros a la dote, que permitía, al fin, a los propietarios de la granja
comenzar sobre nuevas bases. Incluso un poeta que describe un paisaje puede servir a
la causa de los oprimidos si incluye en la descripción algún detalle relacionado con el
trabajo de los hombres. En resumen: importa emplear la astucia para difundir la
verdad.
CONCLUSIÓN
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por conservar la propiedad privada de los medios de producción. Ciertamente, esta
afirmación nos hará perder muchos amigos: todos los que, estigmatizando la tortura,
creen que no es indispensable para el mantenimiento de las formas actuales de
propiedad.
Digamos la verdad sobre las condiciones bárbaras que reinan en nuestro país; así
será posible suprimirlas, es decir, cambiar las actuales relaciones de producción.
Digámoslo a los que sufren del statu quo y que, por consiguiente, tienen más interés
en que se modifique: a los trabajadores, a los aliados posibles de la clase obrera, a los
que colaboran en este estado de cosas sin poseer los medios de producción.
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BERTOLT BRECHT nació el 10 de febrero de 1898 en Augsburgo (Baviera) en el
seno de una próspera familia. Su padre era propietario de una fábrica de papel. Crece
en su pueblo natal y desde la adolescencia revela su vocación de escritor.
Se inscribe a la Escuela de Medicina en la universidad de Ludwig-Maximiliam de
Munich. A la vez asiste a seminarios de teatro con Artur Kutscher. Cursó estudios en
las universidades de Munich y Berlín.
Desde los 15 años inicia una relación sentimental con Paula Banholzer. En 1919 nace
su primer hijo, Frank, y el autor participa con guiones en el cabaret político Karl
Valentin de Baal.
En el año 1924, aparece como autor teatral en el Berlín Deutsches Theater, bajo la
dirección de Max Reinhardt. En sus primeras obras se puede observar la influencia
del expresionismo. En 1928, escribió un drama musical, La ópera de los dos
centavos, con el compositor alemán Kurt Weill. Se estrenó en Berlín en 1928. En
1924 conoció a Elisabeth Hauptmann, una escritora y traductora un año mayor que él,
y se hicieron casi de inmediato amantes y colaboradores literarios. En ese mismo año,
comenzó a estudiar el marxismo, y, desde 1928 hasta la llegada de Hitler al poder,
escribió y estrenó varios dramas didácticos musicales.
La ópera Ascensión y caída de la ciudad de Mahagonny (1927-1929), de nuevo con
música de Weill, era una crítica al capitalismo. Durante este periodo dirigió a los
actores y comenzó a desarrollar el teatro épico. Se decantó por una forma narrativa
libre en la que aparecían mecanismos de distanciamiento tales como los apartes y las
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máscaras para evitar que el espectador se identificara con los personajes de la escena.
Esta característica aparece en La toma de medidas, La excepción y la regla, El que
dice sí y el que dice no…
Su oposición al gobierno de Hitler, le obligó a exiliarse a Alemania en 1933, viviendo
primero en Escandinavia y estableciéndose finalmente en California en 1941. En
estos años escribió algunas de sus mejores obras, como La vida de Galileo Galilei
(1938-1939), Madre Coraje y sus hijos (1941), que consolidaron su reputación como
importante dramaturgo, y El círculo de tiza caucasiano (1944-1945).
En 1948 regresó a Alemania, se estableció en Berlín Este, donde fundó su propia
compañía teatral, el Berliner Ensemble. Escribió también varias colecciones de
poemas.
Bertolt Brecht falleció el 14 de agosto de 1956 en Berlín de un ataque cardiaco,
dejando inacabada la novela Los negocios del señor Julio César.
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