La Niña de Los Pantanos de Villa
La Niña de Los Pantanos de Villa
La Niña de Los Pantanos de Villa
Heriberto Tejo
La niña de los
pantanos de Villa
Ilustraciones de Elsa Herrera-Quiñónez
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La niña de los
pantanos de Villa
Heriberto Tejo
Ilustraciones de Elsa Herrera-Quiñónez
Primera edición: octubre de 2011
ISBN: 978-612-4090-42-4
Registro de Proyecto Editorial: 31501311101388
Hecho el Depósito Legal
en la Biblioteca Nacional del Perú, No. 2011-12547
Marina
Marina y su mundo
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Entendía que su mamá quería que cuidara
a su abuelita, pero haber dejado su colegio,
sus amigos y sus hermanitos la angustiaba
muchísimo.
Su abuela Teresa, sin embargo, la
abrazaba con ternura cada vez que la veía
cabizbaja, y le repetía que la ciudad era más
divertida que el pueblo donde vivían sus
papás y hermanos. Pero a Marina la ciudad
le parecía demasiado sucia y ruidosa.
Precisamente, muy cerca de su casa,
dos altas chimeneas arrojaban al aire,
día y noche, enormes chorros de humos
contaminantes.
Marina lo sentía, lo sufría en su corazón,
pero… ¿qué podía hacer?
–Si pudiera volar como las aves… me
uniría a ellas –suspiraba una y otra vez
mirando hacia el cielo.
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Es así como muchas tardes, al regresar del
colegio, Marina saludaba a su abuela, dejaba
la mochila en su cuarto y salía disparada de
la casa. Cruzaba la ancha pista por el puente
y, como si fuera un ave migratoria, volaba
a su tranquilo refugio lleno de palmeras y
grandes espejos de agua.
Le encantaba corretear por los senderos
de grama seca, disfrutar el olor de la arena
húmeda, el vuelo repentino de una garza,
el zumbido monótono de un abejorro…,
pero más que nada le gustaba contemplar
su cuerpo reflejado en los espejos mágicos.
Durante varios minutos Marina permanecía
así, con los ojos fijos, sentada en la orilla.
En la superficie del agua, veía no solo las
nubes borrosas desplazándose tranquilas.
Veía otras cosas.
Era una sensación que no podía resistir.
Luego se sacaba las zapatillas y lenta-
mente introducía sus pies desnudos en el
agua. Un hormigueo entonces le corría por
las piernas. Su cuerpo temblaba.
¡Delicioso! ¡Maravilloso!
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Esa sensación extraña le recordaba
aquellas deliciosas tardes, allá en su pueblo,
junto a sus amigos Asun y Andrés, cuando
iban al río y disfrutaban atrapando peces y
renacuajos.
Esos días, todavía cercanos para ella,
los tenía muy dentro del corazón. Eran
momentos felices.
Pero ahora Marina estaba sola.
Sola con su abuela. Sola.
Lejos de su pueblo. Lejos de su mundo.
Lejos.
Solo la magia de los pantanos de Villa
llenaba ese vacío inexplicable que sentía
dentro.
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Color de lagartija
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–¡Hay dos! –dijo sorprendida.
–Sí, por ahora tengo dos. Pero pronto
tendré más –rió él.
–¿Dónde las cazaste? –preguntó intrigada.
–Aquí, entre las piedras del pantano.
Marina miró al niño, de arriba abajo. No
podía creer lo que él le decía.
–Llevo muchas tardes viniendo, y jamás
he visto una lagartija –comentó ella.
El niño sonrió orgulloso, metió la mano
en la bolsa negra y sacó una enorme lagartija
entre sus dedos.
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Marina, al ver la verdosa lagartija con
sus ojos saltones, retrocedió.
–¿No muerde? –se interesó.
–Hay que saber atraparlas –sonrió el niño
pícaramente mientras apretaba a la lagartija
y esta abría su gran boca.
–¿ Muerde? –preguntó Marina.
–Así, como la tengo, es imposible que
muerda –explicó el niño mientras movía la
mano con la lagartija a un lado y al otro.
Marina lo miraba absorta, atraída por su
habilidad y valentía.
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–¿Y para qué quieres las
lagartijas? –preguntó al fin.
Él hizo un gesto con las manos
y sonrió abiertamente mostrando
sus dientes torcidos.
–Para qué va a ser, tonta –murmuró–,
para comerlas.
–¡Ajjj! ¡Qué asco! –gritó ella–. ¿Tú las
comes?
–Pasu, son sabrosísimas. Tendrías que
probarlas –dijo el niño acercándole la lagarti-
ja a la cara.
–No, eso nunca –replicó Marina llena de
furia. Y comenzó a caminar entre la hierba
agitando los brazos.
El niño rápidamente la detuvo haciendo
fuerza con la mano.
–¿Cómo te llamas? –le soltó sin dejar de
mirar sus grandes ojos verdes.
–Me llamo Marina –le respondió–, ¿y
tú?
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–Yo me llamo Víctor. Vivo detrás de
esas casas –dijo suavemente señalando unas
casitas de esteras.
–Pues yo vivo cruzando la pista –señaló
Marina con la cabeza en dirección contraria.
Víctor disfrutaba contemplando, en silen-
cio, cómo Marina se arreglaba el cabello con
los dedos. Su delicadeza lo fascinaba.
Luego, sin dejar de mirarla, le preguntó:
–¿Vienes aquí todas las tardes?
–Siempre que puedo –le respondió–.
Tengo que acompañar a mi abuela, pero
siempre que puedo vengo un rato. Me gusta
este lugar.
Víctor miró alrededor.
–¿Quieres uno? –dijo de pronto el niño, sa-
cando del bolsillo un cigarrillo medio partido.
–No, gracias –le respondió Marina–. Yo
no fumo.
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–Yo tampoco –murmuró– pero este se lo
quité a mi abuelo para que no fume.
Marina lo observaba curiosa mientras
prendía el ajado cigarrillo.
De pronto hizo un gesto con la mano y
empezó a caminar algo nerviosa.
–Tengo que irme, Víctor –susurró–. Mi
abuela me está esperando.
–¿Tan pronto? –inquirió él arrojando el
cigarrillo.
–Sí, ya es muy tarde –le aclaró sin
detenerse–. Hasta otro día.
–Hasta otro día –murmuró Víctor
capturando la luz de sus bellos ojos color de
lagartija.
Unos minutos después, Marina había
cruzado el puente, y presurosa había llegado
a casa.
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Como siempre, su abuelita Teresa la es-
taba esperando en la cocina sentada en una
silla de paja.
–Es tarde, mi niña –le dijo apenas la
sintió llegar–. ¿Tienes tareas?
Marina negó con la cabeza. No quería
hablar. En realidad muy pocas veces lo
hacía. Prefería comunicarse con su abuela
con gestos y ademanes.
Marina se lavó las manos, tomó una
manzana y se acomodó mansamente en el
regazo de su abuela Teresa. En ese instante,
su mano tibia era una ola dulce en la arena de
su pelo, sus uñas duras rascando su cabeza,
un arroyo torrentoso acariciando la tierra…
ras, ras…
En esos momentos, bajo la tibia luz de la
lámpara, la noche era para ellas una noche
sosegada.
Una noche mágica.
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El abuelo Nico
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