La Trampa
La Trampa
La Trampa
Casimiro García-Abadillo
LA TRAMPA
Primera edición: enero de 2012
Prólogo ..................................................................... 9
Resaca ...................................................................... 13
La Mandrágora ..................................................... 17
El estratega ............................................................ 23
Viaje a Nueva York ................................................ 33
El pergolín ............................................................. 49
Don Alfonso .......................................................... 63
Oliva ........................................................................ 71
Un hombre extraño .............................................. 79
Cherchez la femme ................................................ 87
Sospecha ................................................................. 99
Conexión X ............................................................. 107
Un error imperdonable ........................................ 119
Orlando ................................................................. 127
Conversación en el parador ............................... 139
La exclusiva ............................................................ 155
Prólogo
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A mis amigos de Alicante (Pepa, Orlando, Manolo, Sonia, Marce-
lo, Gracia, Manuel, Amaiur, Nerea, Paco, Eva,…). Algunos de ellos,
protagonistas de esta historia.
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RESACA
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La causa... Tal vez fueron muchas las causas. Pero el origen de
mi involución hacia el universo crápula fue mi ruptura con Elisa.
Nada original, pensarán. Pero así fue. Tiré diez años de matri-
monio por la borda porque un buen día me di cuenta de que no
estaba enamorado. La miré mientras preparaba el café en la cocina
y me dije: «Podría ser cualquiera. Si en vez de ella fuera otra la que
estuviera manipulando la cafetera, me daría exactamente igual».
Bueno, igual, exactamente igual, no. De hecho, cuando nos ca-
samos yo estaba muy enamorado. Con el tiempo, me había acos-
tumbrado a ella, como ella a mí, supongo. Incluso habíamos tenido
una niña, Paula, que cuando nos separamos tenía siete años y a la
que sigo adorando.
Pero, en fin, a mis 42 años creía que mi vida no se podía redu-
cir a pensar en envejecer plácidamente viendo crecer a nuestra hija,
mientras descontaba los trienios que me quedaban para jubilarme.
Fue muy duro separarse. Ella lo pasó muy mal. Al principio,
cuando le dije que quería el divorcio, pensó que era una broma. Y
es que apenas discutíamos. Nos llevábamos muy bien.
«Hay otra», me dijo mirándome con desprecio. No me creyó
cuando le contesté que no, que no había otra. Se lo juré mil veces.
Después, cuando se convenció de que era cierto, creo que se enfadó
aún más. Debió sentirse humillada al confirmar que yo prefería
vivir solo a vivir con ella.
Pensé que lo mejor para los dos era marcharme a otra ciudad,
cambiar de aires. Así que pedí el traslado. Hablé con el director del
periódico, un hombre no demasiado comprensivo.
—¿Estás de coña? Quieres marcharte a una delegación regio-
nal ¿A hacer qué? ¿Quieres que prescinda de uno de mis mejores
reporteros así porque sí? Simplemente porque se te ha ocurrido
cambiar de vida, porque te has separado de tu mujer. Mira ahí fue-
ra, casi todos tus colegas con más de cuarenta años están separados.
Yo mismo estoy separado. Es ley de vida. ¿Y qué? ¿Acaso se han
ido? ¿Acaso me he ido yo? ¿Eh? Vamos, ponte a trabajar y mañana,
con más tranquilidad, hablamos.
Aunque no lo crean, no estuvo tan duro como yo esperaba.
Tampoco le había pedido una corresponsalía, digamos Londres, Pa-
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rís o Nueva York, que fue lo primero que me vino a la cabeza. Era
más fácil que todo eso. Sencillamente solicité un traslado, tan sólo
un destino temporal, por uno o dos años, en una delegación regio-
nal. Estaba seguro de que lo podía hacer bien. Absurdamente arro-
gante, creía que para mí sería muy fácil instalarme fuera de Ma-
drid, en cualquier sitio, sin esforzarme demasiado y seguir siendo
el niño mimado del periódico.
En fin. Conseguir el traslado me costó casi tanto como arre-
glar todo lo que conlleva un divorcio. Samuel Rodríguez, mi direc-
tor, se resistió con uñas y dientes hasta que amenacé con marchar-
me a la competencia. En realidad, no se podía negar. Llevábamos
casi veinte años trabajando juntos y yo le había proporcionado al-
gunas de las mejores exclusivas de El Día, el periódico donde aún
sigo trabajando.
La costa. Sí, pensé que una ciudad con mar me vendría bien
para iniciar esa nueva etapa de mi vida. Conocía Valencia y tenía
buena relación con el jefe de la delegación del periódico, con quien
había trabajado años atrás en la redacción de Madrid.
Al principio, todo fue razonablemente bien. Alquilé un piso en
las afueras de la ciudad, cerca de la playa, desde cuyas ventanas
puedo ver el mar, un trocito de mar entre dos edificios que se inter-
ponen obstinadamente en mi visual.
Incluso me apunté a un gimnasio. Quería quitarme unos kilos
de encima, fruto de mi relajada y aburrida vida de casado.
Me levantaba pronto y me tomé muy en serio lo de ser el me-
jor en aquella escuálida y sufrida delegación.
—Quiero dedicarme a los temas de investigación. De todo
tipo, políticos, económicos... Seguro que hay asuntos en los que me
podrán ayudar las fuentes que tengo en Madrid. También puedo
tirar de ellas para que me proporcionen contratos en Valencia, ya
sabes.
—Trabajo no te va a faltar. Aquí la corrupción no hay que
buscarla, te tropiezas con ella. Ninguno de los grandes partidos se
libra.
Alberto Fuentes, el responsable de la delegación, un par de
años más joven que yo, valenciano de nacimiento, era un hombre
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serio y muy trabajador. Comenzó en Valencia, donde llegó a ser
segundo de a bordo de la redacción. Luego se marchó a Madrid
porque sus relaciones con su jefe no eran precisamente buenas. Es-
tuvo casi cuatro años en la sección de Nacional. Allí fue donde en-
tablamos contacto y tuve ocasión de echarle una mano en su adap-
tación a un medio, como mínimo, hostil. Cuando el director regional
se jubiló, pidió su puesto y Samuel se lo concedió.
La primera vez que me presenté en su despacho, ya como
miembro de su redacción en Valencia, Alberto me ofreció todo tipo
de facilidades. Incluso me dijo que podía recurrir a cualquiera de
sus periodistas para que me ayudase, si lo necesitaba.
Era el mes de junio y el verano comenzaba a echarse encima.
Parecía que, por fin, tras meses de gestiones y de líos con el divorcio
y el traslado, todo comenzaba a funcionar. El telón se abría de nue-
vo para mí. Volver a empezar me daba, eso creía yo, renovadas
energías.
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