Jackson Philip W - Practica de La Enseñanza
Jackson Philip W - Practica de La Enseñanza
Jackson Philip W - Practica de La Enseñanza
Philip W. Jackson
Amorrortu editores
Buenos Aires - Madrid
Colección Agenda educativa. Directora: EdithLitwin
The Practice ofTeaching, Philip W. Jackson
© Teachers College Press, Columbia University, 1986
Traducción: Gloria Vitale
Primera edición en castellano, 2002; primera reimpresión, 2012
© Todos los derechos de la edición en castellano reservados por
Amorrortu editores S.A., Paraguay 1225, 7o piso - C1057AAS Buenos Ai
res
Amorrortu editores España S.L., C/López de Hoyos 15, 3° izquierda -
28006 Madrid
www.amorrortueditores.com
Jackson, Philip W.
Práctica de la enseñanza.- Ia ed., 1° reimp. - Buenos Aires :
Amorrortu, 2012.
192 p .; 23x14 cm.- (Agenda educativa/Edith Litwin)
Traducción de: Gloria Vitale
ISBN 978-950-518-822-2
1. Educación. I. Vitale, Gloria, trad. II. Título.
CDD 370
Impreso en los Talleres Gráficos Color Efe, Paso 192, Avellaneda, pro
vincia de Buenos Aires, en enero de 2012.
Tirada de esta edición: 1.500 ejemplares.
A Rose Babboni, Cora Stevens, Edith Siddons, Theresa
Henzi, Nellie Campbell, Ester Bovard, Harold Wilson,
Helen Walker, Arthur Jersild, Irving Lorge y Millie Almy,
todos ellos docentes a los que recuerdo con gratitud y afecto.
«E n opinión de los necios es una tarea humilde, pero en rea
lidad es el más noble de los oficios.»
Erasmo
Indice general
11 Agradecimientos
13 Introducción
17 1. Acerca de saber enseñar
53 2. Cómo hablar a los docentes: lecciones de William
James
79 3. Incertidumbres de la enseñanza
105 4. La enseñanza real
133 5. El futuro de la enseñanza
154 6. Dos puntos de vista diferentes sobre la enseñanza:
el mimético y el transformador
Agradecimientos
I
Una de las primeras cosas a observar es cuántos tipos de
docentes existen. Dejando de lado la gran cantidad de do
centes no profesionales (como la mayoría de los padres, por
ejemplo), aún nos queda una impresionante variedad de ti
pos; los principales son muy conocidos.
Para empezar, todos estamos familiarizados con la prác
tica de clasificar a los docentes según el nivel de enseñanza
en que trabajan. Las categorías más difundidas son las de
maestros jardineros, maestros primarios, docentes secun
darios y docentes universitarios (muchos llaman profesores
a estos últimos). También es habitual referirse a los docen
tes mencionando la materia que enseñan. Casi todos esta
mos al tanto de que hay profesores de dicción, de física, de
economía doméstica, de latín, de educación física y de una
infinidad de materias más. La lista completa de estos títu
los descriptivos contendría casi tantas entradas como divi
siones existen en el ámbito del conocimiento humano.
Además hay muchos individuos, tanto dentro como fue
ra de las categorías mencionadas, que no siempre se autode-
nominan docentes, pero que lo son. Entre ellos se incluyen
los tutores, preceptores, entrenadores, capacitadores, con
sejeros, conferencistas, oradores, asesores profesionales y
conductores de debates. Un subgrupo especial es el que
componen los sacerdotes, predicadores y rabinos en su rol
de educadores, para no mencionar a los gurúes y varios
otros santones. También hay que incluir a los guías de mon
tañismo, los entrenadores de animales, los coordinadores de
excursiones, algunos conductores de programas de televi
sión y los organizadores de actividades recreativas en los
centros de vacaciones.
El cometido de muchas de estas personas no se limita a
la enseñanza, es cierto, pero su trabajo tiene carácter peda
gógico. Por lo tanto, la diversidad de los individuos a quie
nes corresponde llamar docentes o, para ser más precisos,
docentes profesionales, es sin duda muy grande. Los ejem
plos van desde la ecónoma de la televisión Julia Child hasta
el profesor de neurocirugía de la facultad de medicina cerca
na; desde la señora que enseña arreglos florales en la sede
barrial de la Asociación Cristiana de Jóvenes los sábados
por la tarde, hasta el catedrático visitante del Departamen
to de Paleontología de la Universidad de Harvard. Siendo
así, es razonable conjeturar que la divergencia de opiniones
respecto de los requerimientos epistémicos de la enseñanza
tal vez guarde relación con la variedad existente dentro de
la propia ocupación. Hay tantas clases de docentes y tantas
situaciones de enseñanza distintas que no cabe esperar una
uniformidad en este ámbito. Aun sin considerar algunos de
los ejemplos exóticos que mencionamos, es de esperar que
haya una considerable variación en cuanto a lo que necesi
tan saber sobre la enseñanza docentes de materias muy di
ferentes que trabajan en medios muy dispares.
Teniendo en mente esas diferencias, preguntémonos
ahora: ¿podemos decir algo acerca de los requerimientos
epistémicos de la enseñanza basándonos únicamente en lo
que sabemos respecto de las personas que llegan a distintas
ramas de la docencia en nuestra sociedad actual y en el pa
sado? El conocimiento corriente sobre estas cuestiones nos
aporta dos observaciones interrelacionadas, cada una de las
cuales atañe en forma directa a la serie de preguntas con las
que empezamos.
La primera observación es que la enseñanza formal de la
pedagogía per se es impartida casi siempre, aunque no ex-
elusivamente, a las personas que se capacitan para ser do
centes primarios o secundarios. Esto no sólo es cierto hoy en
día sino que lo ha sido desde hace bastante tiempo, quizá
desde que existe dicha capacitación.
Los estudiantes que se preparan para enseñar en el ni
vel terciario y universitario rara vez cursan materias didác
ticas durante su carrera. La mayoría de ellos tampoco re
cibe ninguna capacitación, dentro de sus propios departa
mentos académicos, respecto de cómo enseñar la materia en
la que se están especializando. Lo mismo sucede con mu
chos si no con casi todos los docentes que trabajan en medios
ajenos a las escuelas. También en este caso es poco probable
que hayan realizado algún estudio formal de métodos de en
señanza.
La ecónoma de la televisión Julia Child, por ejemplo, se
guramente no ha tomado ningún curso de lecciones de coci
na, ni mucho menos sobre cómo enseñar en general. Y su
caso no constituye una excepción. Lo mismo sucede con el
neurocirujano de la facultad de medicina, quien con toda
probabilidad nunca ha estudiado formalmente la pedagogía
de su propia disciplina. Otro tanto ocurre con la señora que
enseña arreglos florales en la Asociación Cristiana de Jóve
nes y con el catedrático visitante del Departamento de Pa
leontología de Harvard. Es improbable que alguno de ellos
haya aprendido a enseñar de un modo organizado y delibe
rado.
Aún resta explorar el significado de esta falta de estu
dios formales en relación con los requerimientos epistémi-
cos de la enseñanza, pero no cabe duda de que significa algo.
Al tratar de entender su significación, no debemos pasar
por alto el hecho de que los docentes de nivel terciario y uni
versitario gozan de un status más elevado en la opinión pú
blica general (y también en la opinión de los educadores, po
dríamos acotar) que los docentes de los niveles inferiores de
enseñarla. Esta diferencia se refleja asimismo en la remu
neración que perciben unos y otros.
La segunda observación respecto de la capacitación o la
falta de capacitación de los docentes en su oficio se refiere al
hecho de que aun en el caso de quienes ejercen en los niveles
primario y secundario, la capacitación formal en pedagogía
es un requisito relativamente nuevo. Hasta hace poco tiem
po —unos cien años, aproximadamente— había muy pocos
institutos de formación docente como los que conocemos
hoy. Y los libros sobre pedagogía eran escasos. En las gene
raciones pasadas, los individuos acometían la empresa de
enseñar a los jóvenes basándose exclusivamente en la soli
dez de lo que ellos mismos habían aprendido en la escuela,
muchas veces antes de completar el equivalente al último
año de la enseñanza secundaria actual, y sin contar con na
da que se aproximara al tipo de capacitación para la tarea
que se brinda en un instituto de profesorado actual y hasta
en muchas facultades de humanidades.
Esta situación es similar a la de muchas otras ocupacio
nes y profesiones. Toda clase de oficios y aptitudes profe
sionales que ahora se enseñan en distintos tipos de insti
tuciones educativas se aprendían antes en la práctica, ya
fuera de manera independiente, a través de un proceso de
ensayo y error, o dependiente, mediante algún sistema de
tutoría. Muchos de ellos aún se aprenden de ese modo.
Para enseñar en una escuela, en cambio, al igual que pa
ra ejercer el derecho, la medicina y casi todas las demás pro
fesiones u oficios, actualmente se requiere, como norma,
haber realizado un curso de capacitación, por lo general de
varios años, en un instituto o universidad. Pero en el caso de
la enseñanza, a diferencia de la mayoría de las otras profe
siones, las pautas del pasado aún subsisten aquí y allá. En
nuestras escuelas autónomas privadas, tanto religiosas co
mo laicas, todavía hay una considerable cantidad de docen
tes primarios y secundarios que no han hecho ningún curso
oficial de pedagogía. Estos docentes «sin formación», si así
cabe llamarlos, no son hoy tan numerosos como antes, es
verdad, pero hay indicios de que su número podría aumen
tar si se materializa la escasez de docentes prevista para los
próximos años. Sea como fuere, el mero hecho de que exis
tan implica un desafío permanente a todas las disposiciones
que establecen qué cursos deben aprobar los docentes de la
escuela pública para recibir un título habilitante. También
debemos introducir aquí otra observación sobre el status,
pues es un hecho que muchas de las escuelas que siguen
contratando docentes sin capacitación pedagógica formal
están consideradas entre las mejores del país.
Por lo tanto, todos los criterios que se propongan acerca
de lo que necesitan saber los docentes para hacer su trabajo
se enfrentan, desde un principio, con una doble paradoja.
En primer lugar, hay que tomar en cuenta el hecho un tan
to desconcertante de que los docentes más prestigiosos de
nuestra sociedad —los que trabajan en institutos terciarios
y universidades— dedican menos tiempo al estudio formal
de la enseñanza que sus menos respetados colegas de las es
cuelas primarias y secundarias. En efecto, quienes podrían
considerarse las «estrellas» de la profesión docente, los más
distinguidos conferencistas y catedráticos del mundo desde
Sócrates en adelante, rara vez han estudiado el proceso de
enseñar de un modo formal.
Tras encarar ese conjunto de circunstancias, quienes
sostienen que los docentes deben hacer algunos cursos de
pedagogía antes de comenzar a enseñar también deben en
frentar el hecho adicional de que incluso en los niveles infe
riores de escolaridad, algunos docentes primarios y secun
darios —y a menudo los de las mejores escuelas— parecen
arreglárselas perfectamente bien sin ninguna capacitación
formal. Además, la historia revela que todos los docentes es
taban similarmente «discapacitados» en un pasado no muy
remoto, y también ellos salían adelante. ¿Qué conclusión
podemos sacar de esto? ¿Cómo deben interpretarse esos
hechos?
Desde el punto de vista de la formación docente en gene
ral, la interpretación más severa de los hechos mencionados
es que representan una acusación generalizada de toda la
iniciativa. «¿Qué valor pueden tener esos programas», se
preguntará quien así interprete los hechos, «cuando justa
mente los docentes que trabajan en algunas de nuestras
mejores escuelas y los que enseñan las materias más avan
zadas y complejas en nuestros institutos y universidades
son quienes parecen arreglárselas muy bien sin ellos? Si en
tre todos los docentes, estos en particular —la flor y nata de
la profesión, podría decirse— pueden prescindir de los cur
sos formales sobre cómo enseñar esto o lo otro, ¿por qué no
podrían*hacer lo mismo los demás? Los únicos impedimen
tos parecen ser la habilitación y otros requisitos legales, la
mayoría de los cuales tienen la sospechosa apariencia de ser
formas de protección laboral para el grupo dominante».
Este tipo de crítica es bastante común en los círculos aca
démicos en general y lo ha sido desde hace algún tiempo. En
el próximo capítulo veremos cómo se expresó a principios de
siglo en la correspondencia y los escritos de un académico
tan ilustre como William James, de la Universidad de Har
vard. Pero por ahora nos bastará con hacer una breve pun-
tualización sobre el alcance de la crítica.
Aunque el blanco principal de nuestro hipotético crítico
es sin duda esa denostada categoría de educadores conocida
como «capacitadores de docentes» o «maestros de maestros»
(esta última expresión suele emplearse con intención burlo
na), el impacto de la crítica no recae sólo sobre ellos. Pese a
no ser su primer blanco, también los docentes primarios y
secundarios entran en la misma bolsa, en la medida en que
se los asocia a una empresa educativa de dudoso valor.
Esta es la forma más severa de interpretar el hecho de
que hay incontables docentes sin capacitación que trabajan
en institutos terciarios y universidades, y en muchas bue
nas escuelas privadas de todo el país. Sin duda es una inter
pretación incompleta, dada su brevedad. Pero aun siendo
breve, debería bastar como una descripción reconocible de
lo que efectivamente piensan algunas personas. Nadie sabe
cuántas, pero es muy probable que sean bastantes.
Como comentario sobre los requerimientos epistémicos
de la enseñanza, esa manera de pensar tiene varias defi
ciencias importantes. La primera es que, en el mejor de los
casos, aborda esos requerimientos de un modo indirecto. A
partir de la observación de que muchos docentes parecen
arreglárselas muy bien sin tener una capacitación formal,
se concluye que todos o la mayor parte del resto podrían ha
cer lo mismo. Pero el hecho de que algunos docentes puedan
prescindir de la capacitación formal no nos dice nada res
pecto de lo que necesitan saber los docentes en general. No
constituye una prueba, por cierto, de que haya poco que
aprender acerca de cómo enseñar. Su única indicación di
recta es que, al parecer, no todo el mundo necesita tomar
cursos sobre el tema de la enseñanza (y tampoco, quizá, leer
libros sobre ese tópico) a efectos de desempeñarse razona
blemente bien en el aula. Cuáles son los docentes que pue
den prescindir de esa capacitación y cuáles los que no pue
den hacerlo, es una cuestión que esos hechos no indican.
También dejan abierta la posibilidad de que se aprenda a
través de la experiencia directa, del intercambio informal
con colegas, y demás. Desde luego, la gente que invoca esos
hechos suele hacerlo con el fin de refutar la idea de que los
docentes necesitan saber mucho acerca de cualquier cosa, al
margen de la materia que enseñan. Por lo tanto, los hechos
se esgrimen para insinuar que en realidad hay poco que
aprender sobre la enseñanza. Pero esta insinuación, como
todas, no llega a afirmar lo que quienes la emplean quieren
hacer concluir a los demás. De este modo, como argumento
para rebatir la tesis de que hay mucho que aprender sobre
la enseñanza, las observaciones sobre la cantidad y calidad
de los docentes sin capacitación dejan mucho que desear.
La segunda deficiencia de esas observaciones es que pa
san por alto el fenómeno de la enseñanza malograda y sus
causas. La cuestión aquí es que, si aprender a enseñar es
realmente tan simple como parecerían indicar los datos
mencionados, ¿por qué algunas personas no logran hacerlo?
Existen muchas maneras de responder a esta pregunta sin
introducir nociones epistémicas —podría sostenerse, por
ejemplo, que los malos docentes sufren de algún déficit emo
cional—, pero hasta tanto ese fenómeno no se aborde fron
talmente y se descarte la alternativa epistémica, subsiste la
fuerte posibilidad, mal que les pese a quienes piensan que
hay poco por aprender sobre la enseñanza, de que la mejor
explicación para el fracaso de muchos docentes sea, simple
mente, que carecen de pericia técnica.
Dejando de lado estas y otras deficiencias, aún nos que
dan por tratar los hechos en que se basa la crítica. A fin de
evitar interpretarlos de un modo que deje malparados los
programas de formación docente e, indirectamente, a los do
centes que los cursan, debemos buscar otras explicaciones.
Una de las preferidas por los capacitadores de docentes que
se molestan en abordar la cuestión parte de la idea de que
los docentes con poca o ninguna capacitación pueden tener
ciertas cualidades compensatorias que les permiten con
trarrestar su carencia.
John Dewey, por ejemplo, apoyaba este punto de vista.
Reconocía que algunos maestros «transgreden todas las le
yes conocidas y establecidas por la ciencia pedagógica».1
¿Qué convierte en eficaces a esos docentes? Esto se debe, ex
plicaba Dewey, a que «ellos mismos están tan pletóricos de
la ciencia de la indagación, son tan sensibles a todos los sig
nos de su presencia o ausencia, que no importa lo que hagan
1 Reginald D. Archambault, John Dewey on Education (Nueva York:
Random House, 1964), pág. 330.
ni cómo lo hagan, logran despertar e inspirar una actividad
mental alerta e intensa en aquellos con quienes entran en
contacto».2
Por consiguiente, Dewey sostenía que un fuerte «espíri
tu de indagación» podía compensar la falta de conocimien
tos pedagógicos. Partiendo de la misma lógica subyacente,
otras teorías explicativas han atribuido un papel similar a
ciertas cualidades, como el entusiasmo y la empatia.3 El ar
gumento esencial de esta línea de razonamiento es, en una
palabra, que existen docentes «natos», con tanta habilidad
que se desempeñan instintivamente bien en una situación
de enseñanza o, como expresa Dewey, se comportan de ma
nera tal que compensan cualquier otra cosa que pudieran
hacer mal. Estos docentes naturalmente dotados, se nos di
ce, son los que salen adelante y hasta se destacan sin haber
recibido ninguna capacitación formal.
El principal problema de todas estas teorías post hoc ra
dica en su circularidad. Partimos de la observación de que
algunos docentes parecen estar desempeñándose muy bien
sin tener capacitación, y explicamos esa «anomalía» atribu
yéndoles ciertas facultades o dones especiales. ¿Cómo sabe
mos que los tienen? Porque observamos que hacen las cosas
bien pese a su falta de formación. Podemos evitar esta defi
ciencia lógica si somos lo bastante cuidadosos, pero eso re
quiere una verificación independiente de las hipótesis expli
cativas, precaución que rara vez toman quienes, como De
wey, plantean sus puntos de vista no como hipótesis, sino
como hechos establecidos.
Otro problema relativo a estas teorías de la compensa
ción es que habitualmente se proponen para explicar casos
especiales, mientras que el fenómeno de los docentes sin ca
pacitación formal, al menos en los institutos y universida
des, es la regla y no la excepción. A no ser que estemos dis
puestos a considerar la posibilidad de que todos o casi todos
esos docentes estén dotados de uno o más de esos talentos
especiales que compensan, según se cree, la falta de forma
2 Ibid.
3 Véase, por ejemplo, Barak Rosenshine, «Objectively measured beha-
vioral predictors of eñectiveness in explaining», en Ian Westbury y Arno
Bellak, eds., Research into Classroom Processes (Nueva York: Teachers
College Press, 1971), págs. 51-98.
ción, las teorías mencionadas no cubrirán suficiente terreno
como para resultar satisfactorias.
Pero el problema más grave es que todas ellas parten de
un supuesto no comprobado: ¿realmente existen, como sos
tenía Dewey, «leyes conocidas y establecidas por la ciencia
pedagógica»? Y si es así, ¿cuáles son? De hecho, ¿existe algo
que pueda llamarse «ciencia pedagógica»? Dewey debe ha
ber creído en su existencia, o no habría usado la expresión.
Pero, ¿acertaba? Es notorio que esa denominación no se em
plea mucho en la actualidad. ¿Por qué no? La explicación
más sensata que se me ocurre es que resulta pretenciosa
cuando se la utiliza para describir lo que hoy podemos decir
con seguridad acerca de cómo enseñar. Pero si aún no se ha
llegado a una ciencia pedagógica, ¿es razonable esperar que
ello se logre algún día?
Estas preguntas empiezan a parecer sospechosamente
similares a aquellas con las que comenzamos, y de hecho lo
son. Nos hacen volver al cometido principal de establecer
qué deben saber los docentes y dónde pueden obtener ese
conocimiento. Pero ahora debemos hacerlo a la luz de las ob
servaciones que se han planteado sobre los docentes no for
mados, sin apresurarnos a aceptar ninguna de las conclu
siones hasta ahora propuestas: que en realidad no existe un
conocimiento pedagógico (ni nada que se le parezca), y que
ese conocimiento, de índole científica y con una estructura
sujeta a leyes, no sólo existe sino que debe ser dominado por
todos los aspirantes a docentes, salvo quizás una pequeña
cantidad de individuos con dotes especiales.
II
III
1 William James, Talks to Teachers (Nueva York: Henry Holt and Co.,
1899, pág. iii).
2 Ibid.
3 Ibid.
Aunque nos parezca encomiable la valentía de James al
proceder conforme a lo que consideraba una «auténtica ne
cesidad del público», pese a las críticas que esto pudiera oca
sionar, no debemos pasar por alto las distinciones sociales y
psicológicas implícitas en sus comentarios iniciales. Esas
distinciones estaban presentes en su pensamiento cuando
redactó y pronunció las conferencias. Y aún lo están, en
gran medida, entre nosotros. La validez que puedan haber
tenido entonces, o que tengan hoy, es una cuestión a la cual
volveremos más adelante.
Por ahora, baste señalar que ya desde el comienzo de su
libro James hace hincapié en una importante diferencia en
tre las multitudes que asistieron a su popular ciclo de confe
rencias y el núcleo más pequeño de compañeros con quie
nes, día tras día, intercambiaba agudezas, al atravesar los
campus de Harvard. En pocas palabras, se trata de la dife
rencia que separa a los docentes de niños de los que, a su
vez, les enseñan. En lo que respecta a las cuestiones inte
lectuales, los primeros, si nos atenemos a lo que dice James,
tienen más interés en lo concreto y lo práctico que en lo ana
lítico y lo técnico. Las preferencias de los segundos, se nos
induce a suponer, son exactamente opuestas.
Si hacemos una lectura demasiado rápida de estas ob
servaciones iniciales de James en el prólogo de su libro, es
muy posible que no les demos mayor importancia. En la su
perficie, al menos, no son sino un comentario al pasar sobre
una diferencia de gustos entre los maestros de escuela, por
un lado, y los profesores universitarios, por otro; una dife
rencia que sin duda hay que tener presente cuando se escri
be un libro destinado a los maestros, como se disponía a ha
cer James, pero no más que eso. Así parece, en principio. Pe
ro cuando nos detenemos a considerar la reacción que Ja
mes prevé de parte de sus colegas, comenzamos a captar la
trascendencia de su observación.
Valfe la pena retener la imagen de los ilustrados colegas
de James dando muestras de reprobación y chasqueando la
lengua en señal de incredulidad al enterarse de su decisión
de escribir en un estilo popular y práctico. Como una especie
de caricatura, esta imagen expresa mejor que las palabras
una actitud hacia los docentes y la enseñanza que aun hoy
tiene aceptación en los círculos académicos. Por implica
ción, esa actitud pone en tela de juicio la posibilidad de un
diálogo significativo e incluso una comunicación unilateral
entre un académico universitario y un docente escolar. Para
llevar adelante ese tipo de conversación, nos advierten los
colegas de James con sus muestras de reprobación, hay que
despojarla de todo contenido intelectual. Esta situación es
doblemente lamentable, nos indican al chasquear la lengua.
Es lamentable, ante todo, porque consume el tiempo y la
energía de un hombre de la jerarquía de James. ¿Por qué
habría de condescender un intelectual como él a escribir ta
les trivialidades? es la pregunta tácita de sus colegas. Y aun
más lamentable, según deja entrever su crítica, es que uno
deba escribir o hablar de ese modo si quiere comunicarse
con un auditorio de docentes. «¿No es una lástima que el
bueno de James, nada menos, se encargue de semejante
tarea?» sería la expresión del primer lamento. «Sí, pero qué
triste es que los maestros sean tan torpes que deba hablár-
seles de ese modo», podría ser la forma de enunciar el se
gundo.
El hecho de que James dictara sus conferencias y pro
cediera a publicarlas, sin amilanarse ante la prevista repro
bación de sus colegas, nos permite concluir que no compar
tía del todo ninguno de los dos sentimientos que hemos re
sumido. Pero tampoco le eran totalmente ajenos.
En una carta que escribió al profesor George W. Howi-
son, de la Universidad de Stanford, en 1897, James decía lo
siguiente sobre los docentes:
«La experiencia me ha enseñado que los docentes tienen
menos libertad intelectual que cualquier otra clase de per
sonas que yo conozca (.. .) Un docente se esfuerza con toda
el alma por entender lo que uno dice, y si alguna vez entien
de algo, se recuesta en ello con todo su peso, como una vaca
echada en el umbral de la puerta, de modo que no se puede
entrar ni salir con él. Nunca lo olvida ni puede asociarlo a
ninguna otra cosa que uno diga, y se lo lleva a la tumba co
mo una marca indeleble».4
Tal vez parezca un tanto injusto revelar estas ideas que
conforman la cara oculta, por así decirlo, de las actitudes de
James hacia los docentes. Es obvio que no escribió esas opi
4 Ralph Barton Perry, The Thought and Character of William James
(Boston: Little, Brown and Co., 1935).
niones para que las leyera el mundo. Más valdría mante
nerlas sepultadas en la correspondencia personal que sa
carlas a la luz de esta manera. Algunos lectores pensarán
que exponerlas, aun después de tanto tiempo, es un acto
antideportivo, como golpear por debajo del cinturón. Si el
propio James pudiera hablar desde la tumba, seguramente
clamaría: «¡Infracción!».
Pero tenemos buenos motivos para revelar esas severas
opiniones después de todos estos años, aun si James hubie
ra preferido que cayeran en el olvido, ya que nos obligan a
ver de otra manera sus observaciones públicas. Por ejemplo,
a la luz de lo que realmente sentía, podríamos preguntamos
si su mala opinión de los docentes influyó de algún modo en
su proceder general y su estilo mientras pronunciaba las
conferencias. También nos preguntaremos si y cómo afectó
esa opinión la sustancia de sus comentarios. El mero hecho
de que aceptara el encargo de hablar a los docentes y luego
continuara haciéndolo año tras año resulta un poco extraño
si, intelectualmente hablando, tenemos en cuenta que en
privado James consideraba a los integrantes de su audien
cia similares a las vacas.
¿En qué medida prevalecen opiniones parecidas entre
los asesores educativos de hoy? Cuando nuestros William
James contemporáneos hablan a los docentes o escriben
para ellos, ¿cruzan por su pensamiento imágenes de un
rebaño de reses indolentes? Esta pregunta la hacemos un
poco en broma, desde luego, pero igual conviene guardarla
en el fondo de la mente. Desde allí, nos servirá para tener
presente un hecho a veces olvidado: que muchas cuestiones
educativas que parecen ser de tipo puramente intelectual
en realidad están envueltas en complejidades sociales y psi
cológicas a las que por lo general prestamos poca atención.
Y hacemos mal en pasarlas por alto.
Por ejemplo, cuando hablamos de la relación entre la teo
ría y la práctica en el campo de la educación, a menudo lo
hacemos de un modo que podríamos llamar «incorpóreo».
Hablamos como si la teoría y la práctica no fueran más que
abstracciones cuya relación mutua sólo es una cuestión de
lógica deductiva. Pero cuando observamos lo que sucede en
el mundo real, descubrimos que la teoría es la preocupación
central de un grupo de personas, y la práctica, la de otro. En
otras palabras, las dos nociones «se corporizan», por así de
cirio, en dos grupos separados de individuos cuyas interre-
laciones —según nos recuerda dolorosamente la poco hala
gadora metáfora de James de los docentes como vacas— no
siempre son como nos gustaría que fueran. Esto, a su vez,
nos lleva a nuevas revelaciones, también dolorosas. El es
pectro de James quizá no quiera que nos demoremos en sus
remotas opiniones sobre los docentes, pero será bueno tener
en mente las imágenes con que las expresaron mientras in
gresamos en puntas de pie —de manera figurada— en la
sala de conferencias donde está por comenzar su primera
charla.
La conferencia inicial, titulada «Psychology and the
teaching art» [«La psicología y el arte de enseñar»], empieza
con un caluroso elogio para su auditorio. Es probable que
ese tipo de apertura fuera muy común por entonces, y toda
vía hoy es corriente entre ciertos oradores, pero resulta un
poco desconcertante en vista de que hoy sabemos qué opi
nión tenía de los docentes. James pondera lo que denomina
«la fermentación» que ha tenido lugar entre los docentes de
los Estados Unidos en los últimos doce años o más. A su en
tender, esta fermentación ha tomado la forma de una espe
cie de reflexión introspectiva, «una búsqueda del corazón»,
según lo expresa, «acerca de las más elevadas inquietudes
de la profesión [docente]».5 En todas partes, dice, los docen
tes parecen estar seriamente «empeñados en ilustrarse y
fortalecerse».6 Si perseveran en ese empeño, predice, «den
tro de una o dos generaciones, los Estados Unidos podrían
liderar la educación del mundo».7
Estos excelsos motivos explicaban presuntamente la
enorme asistencia de público a sus conferencias. Pues de to
dos los asesores a quienes los docentes de esa época habían
recurrido en su búsqueda de ilustración, los más solicitados
eran, al parecer, los psicólogos, entre los cuales James ocu
paba un lugar prominente. Esta apelación a ellos era com
prensible, continúa diciendo, porque la psicología como
campo de estudio estaba en pleno auge por esos tiempos. En
efecto, era tan popular que se había convertido en una suer
te de carro triunfal al que todo tipo de gente deseaba subir
5 James, Talks. .., op. cit., pág. 3.
6 Ibid.
7Ibid., págs. 4-5.
se. Los que más luchaban por conseguirlo, informa James a
su audiencia, eran «los editores responsables de revistas de
educación y los organizadores de convenciones [quienes]
han tenido que mostrarse emprendedores y al tanto de las
novedades del momento».8
En su afán de satisfacer la apetencia de conocimientos
psicológicos de los docentes, estos editores y organizadores
de convenciones habían incurrido en una falta de discrimi
nación. Como resultado, mucho de lo que se había escrito
para los docentes sobre el tema, y mucho de lo que se les de
cía desde los estrados de las convenciones, era, según Ja
mes, «más engañoso que ilustrativo».9 En su ardorosa bús
queda de esclarecimiento intelectual, los desventurados
consumidores de lo que se escribía y decía —los pobres do
centes— se encontraban «sumidos en una atmósfera de con
fusa perorata».10 Para empeorar las cosas, aun algunos pro
fesores genuinos, de quienes habría sido de esperar otra ac
titud, contribuían a fomentar esa confusión.
En medio de la descripción de este triste estado de cosas,
James lanza un par de observaciones que resultan, a su vez,
un poco desconcertantes, por no decir confusas por derecho
propio. Señala que el velo de misterio que rodea a la nueva
ciencia de la psicología tal como se presenta a los docentes
también parece envolver otros tópicos que son, como él dice,
«impuestos a los docentes» por quienes pretenden brindar
les asesoramiento pedagógico. De hecho, este velo es tan
espeso y ubicuo en el paisaje de la educación que parece ser
casi una característica natural del lugar. James lo llama
una «fatalidad», como si fuera una condición que de algún
modo debía darse.
Esa condición le causa asombro, pues él no ve nada de
misterioso en la enseñanza per se. En efecto, la «materia» de
la profesión docente, término que emplea para referirse al
conocimiento sobre su oficio que los docentes deben domi
nar, le parece «bastante compacta en sí misma».11 Pero por
alguna extraña razón, esta materia compacta debe ser inva
riablemente «trivializada para [los docentes] en las publica
8Ibid., pág. 6.
9 Ibid.
10Ibid.
11Ibid.
ciones y los institutos, hasta que sus contornos corren el
riesgo de diluirse en una especie de vasta incertidumbre».12
Esta situación es desconcertante, debemos admitirlo, y
no lo es menos hoy, podríamos agregar, que cuando la seña
laba James. ¿Por qué razón, en efecto, tantos materiales es
critos para los docentes y tantas de las cosas que se les di
cen, entonces y ahora, exudan esa aura de misterio, esa ex
traña vaguedad... ese velo de neblina? ¿Qué hay en la ense
ñanza como actividad, o en los docentes como personas, que
hace que esto suceda?
James no formula la pregunta en estos términos, pero sí
la responde. El problema, a su entender, tiene dos aristas.
Debe señalarse con un dedo acusador tanto a los engañado
res como a los engañados: a los primeros por sembrar la con
fusión, y a los segundos por tolerarla. Dirigiéndose a estos
últimos, acusa a los docentes de no haber sido lo bastante
independientes y críticos. «Y yo creo», dice, «que si ustedes,
los maestros de los primeros grados, tienen algún defecto
—la más mínima sombra de un defecto—, es que son un po
co demasiado dóciles».13
Un poco demasiado dóciles. ¿No les parece ver casi un
guiño en los ojos de James cuando pronunciaba estas pala
bras? Imaginen igualmente la respuesta del auditorio: ma
nos enguantadas que se levantan en un ademán de fingida
sorpresa, pañuelos que encubren el esbozo de una sonrisa.
¡Sólo un poco demasiado dóciles! ¡Qué reproche tan amable!
Si hay que tener algún defecto, ¿qué otro mejor podría de
searse?
Pero si nos rehusamos a dejarnos distraer por la aparen
te dulzura de la crítica de James, detectaremos en sus pala
bras un eco de la queja que con más aspereza expresó en su
carta a Howison. «Dócil» puede sonar muy amable, es cierto,
pero ¿qué animal es más dócil que —sí, lo adivinaron— una
enorme vaca marrón, de ojos lánguidos, echada sobre el pas
to? Examinemos con atención cada palabra del reproche de
James y encontraremos aun más cosas. Obsérvese que no
sólo acusaba a los docentes que lo escuchaban de ser dóciles,
sino de serlo demasiado. Ahora bien, si partimos de la base
de que James elegía con sumo cuidado las palabras —una
12 Ibid.
l3Ibid., págs. 6-7.
suposición razonable, al parecer, vistas todas las correccio
nes y mejoras que presuntamente hizo antes de la publica
ción de las conferencias—, el calificativo revela una ambiva
lencia fundamental con respecto a la cualidad que adjudica
a los docentes. En efecto, indica que James no objetaba la
docilidad en los docentes como una característica general.
Sólo le molestaba cuando era excesiva. El término «dema
siado» lo dice todo. En otras palabras, las vacas no tienen
nada de malo; sólo cuando ocupan el umbral de nuestra
puerta su docilidad resulta un tanto molesta. Aun entonces,
¡son preferibles a los toros!
Aquí debemos hacer una pausa para revisar nuestras
presunciones y supuestos tácitos, ya que tal vez el hecho de
conocer la opinión que James expresaba en privado sobre
los docentes nos haya vuelto hipersensibles, llevándonos a
abalanzarnos sobre cada palabra y a atribuirle demasiado
significado. Quizá James no decía: «me gusta que los docen
tes sean dóciles, pero no tanto», o algo parecido. Dado que
desconocemos qué quiso decir en verdad, tal vez sea mejor
abandonar por ahora esta línea de pensamiento y conside
rar en qué aspecto deseaba James que los maestros de los
pequeños fueran menos dóciles.
La respuesta está a la vista. No necesitamos sino exami
nar las citas ya mencionadas. James quería que los docen
tes fueran menos propensos a aceptar los pronunciamientos
de los así llamados expertos en el campo de la educación, un
grupo que identificaba indirectamente como «aquellos que
obtienen una licencia para dictar la ley [a los docentes] des
de arriba», o aquellos «que son más engañosos que instruc
tivos».14
¿Lo recuerdan? ¿Quién podría olvidarlo? Aquí, segu
ramente, está la causa real de la dificultad. Podemos repro
char cuanto queramos a los docentes por ser demasiado
acríticos al aceptar los consejos que les llegan «desde arri
ba», p'&ro ese defecto, si lo es, no tendría ninguna importan
cia si lo transmitido desde las alturas fuera intachable. En
tonces, aunque no puede decirse que los docentes estén li
bres de toda culpa, los verdaderos villanos de la obra resul
tan ser quienes escriben y peroran multitud de necedades
que pasan por erudición educativa.
14Ibid., pág. 7.
¿Quién podría cuestionar la lógica de este razonamien
to? El delincuente, como sabemos, es siempre más culpable
que su víctima, aunque a esta pueda reprochársele no ha
berse resguardado del peligro. Eso es lo que hacía James.
Recriminaba a sus oyentes por haber sido victimizados. Pe
ro los verdaderos delincuentes, entonces y ahora, son los
victimarios.
Hasta aquí todo va bien, pero antes de aprobar la lógica
del argumento tendríamos que preguntarnos quiénes se
rían en este ejemplo los delincuentes o al menos los sospe
chosos, en caso de que los hubiera. Si James estuviera fren
te a nosotros en este momento, ¿a quién apuntaría su dedo
acusador? No se precisa deliberar mucho para contestar es
ta pregunta. El verdadero blanco de la crítica de James era
ese vasto ejército de voluntariosos trabajadores, pasados y
presentes, que cargan con la mayor parte de la responsabili
dad de preparar a docentes, directivos escolares y otros es
pecialistas en educación, y que se esfuerzan por darles un
apoyo continuo en su trabajo. Ellos son las personas de las
que James dice que tienen una licencia para dictar la ley a
los docentes desde arriba. Hoy en día responden a diversos
títulos: profesores de educación, capacitadores de docentes,
expertos en desarrollo curricular, supervisores de practi
cantes, etc. Pero James, en sus tiempos, tenía un nombre
más breve para todos ellos: ¡los engañadores!
En ningún pasaje de sus conferencias James declara con
todas las letras que quienes enseñan a docentes son unos
charlatanes. Su condición de caballero de Nueva Inglaterra
no le habría permitido decirlo en público, aunque así lo cre
yera. Tampoco encuentro en su correspondencia publicada
ninguna referencia al campo de la capacitación docente en
su conjunto. Fuera de proclamar que muchas de esas perso
nas son engañadoras, no parece haber capturado lo que con
sideraba la esencia de su carácter en una metáfora memo
rable, como lo hizo con los docentes. De todos modos, parece
indudable que su opinión del grupo no era buena. Esa opi
nión, como la que tenía de los docentes, estaba teñida de
prejuicios.
En consecuencia, tras recordar el amable reproche de
James a los docentes y también el viejo dicho sobre devolver
la gentileza, nos apresuramos a declarar que si William Ja
mes tenía algún defecto —la más mínima sombra de un de
fecto—, era el de ser un poco demasiado prejuicioso respecto
de los docentes y de quienes trabajaban con ellos. Pensán
dolo mejor, podríamos eliminar la palabra demasiado: sólo
sirve para confundir las cosas. Lo mismo que un poco. Ja
mes no era un poco demasiado prejuicioso. Era simplemen
te prejuicioso, hay que reconocerlo.
Acusar a alguien de ser prejuicioso es algo delicado en
cualquier circunstancia, pero sobre todo si la persona acusa
da ya no está con nosotros para defenderse o para que le
señalemos su error. Después de todo, no hay nada que poda
mos hacer para alterar la opinión de un hombre muerto.
Entonces, ¿por qué no olvidamos del tema?
La razón es que, para pensar correctamente en la educa
ción, debemos ver con claridad. Esto implica mirar las cosas
como son, nos gusten o no. Por eso, aunque no tengamos la
posibilidad de encarar a James y tratar de convencerlo de
que estaba equivocado, de todos modos debemos considerar
la significación de sus puntos de vista adversos a los educa
dores, pues cabe recordar que él no era el único que los sus
tentaba. Muchas otras personas de su época y de la nuestra
han tenido la misma impresión. ¿Cómo hemos de enfrentar
esa opinión?
Debemos empezar, lamento decirlo, por admitir la posi
bilidad de que los prejuicios de James fueran fundados. Si
alguien se hubiera molestado en pedirle explicaciones, pro
bablemente habría mencionado casos específicos en los que
había escuchado o leído materiales preparados para docen
tes que eran pura palabrería. Dios sabe que no nos costaría
mucho encontrar este tipo de material en la actualidad. De
hecho, si hacemos un rápido muestreo de las revistas educa
tivas de hoy o asistimos a un par de convenciones pedagó
gicas, terminaremos preguntándonos si James, después de
todo, no tenía razón.
En estos días se escriben y se dicen muchas tonterías en
nombre del saber educativo, y quienes nos llamamos profe
sores de pedagogía o capacitadores de docentes escribimos y
decimos la mayor parte de ellas. Lo mismo debía de suceder
en la época de James. Por ello, la mala opinión predominan
te entre los profesores de materias universitarias respecto
de sus colegas del campo educativo puede no ser un prejui
cio, en realidad. Tal vez no sea más que una respuesta lúci
da al modo como son las cosas.
Pero estas ideas desalentadoras no nos sirven para de
cidir cómo librar al campo de la educación de sus charlata
nes y suprimir de ese modo los fundamentos de las opinio
nes prejuiciosas. Una manera de salir del desaliento sería
despersonalizar temporariamente el problema y olvidar a
quién, o a qué grupo, se debería considerar culpable de cómo
estaban las cosas en la época de James o en nuestros días.
En lugar de centramos ya sea en los fabricantes de tonte
rías o en los desdichados consumidores de sus productos, se
rá mejor que abordemos el tema mismo, la enseñanza, y nos
preguntemos qué hay en ella que se presta a tanta confu
sión. ¿De dónde proviene el velo de tinieblas? Esta pregunta
tiene la ventaja adicional de hacernos volver al texto que
nos ocupa.
Recordemos lo que dice James sobre la enseñanza al
principio de su ciclo de conferencias. Sostiene que su mate
ria, con lo cual alude a la enseñanza y no a lo que se enseña,
es «bastante compacta en sí misma». De esto se sigue que si
lo que decimos sobre la enseñanza es complejo en algún sen
tido, la dificultad no radica en la materia misma. Se deriva,
en cambio, de nuestro afán de parecer profundos cuando te
nemos algo poco profundo que decir.
¿Quién puede negar que estas cosas suceden? ¿No debe
mos reconocer, también, que son más frecuentes de lo que
nos gustaría admitir? Es indudable que muchos escritores
y disertantes de convenciones del campo educativo ceden a
la tentación de prometer más de lo que pueden dar. Esto es
inexcusable.
Pero ¿eso es todo? ¿Qué hay de la afirmación en que se
basa la acusación de James? ¿Es cierto que la materia de la
enseñanza es «compacta», como él dice? ¿Qué podría signi
ficar esa expresión? El término sugiere algo pequeño y pro
lijamente armado, como un automóvil compacto o un estu
che de cosméticos. ¿Esa descripción es aplicable a la ense
ñanza? Y si lo es, ¿en qué sentido?
Interpretada con la mayor sencillez permisible, la des
cripción parece implicar que todo lo que hay que saber de la
enseñanza puede exponerse en términos bastante simples.
Además, sugiere que ese conocimiento ya existe, bien sea en
la mente de los profesionales actuales o escrito en algún
lugar, como una serie de instrucciones proposicionales sobre
qué hacer y qué no hacer que casi cualquier individuo de
mediana inteligencia podría dominar en poco tiempo.
Pero ¿cómo conciliamos esa serie de proposiciones con lo
que James dice a los oyentes en sus comentarios iniciales?
Si todo lo que hay que saber sobre la enseñanza fuera real
mente tan simple y ordenado como él supone, ¿por qué con
sidera a los docentes de entonces «empeñados en ilustrarse
y fortalecerse»? ¿A qué se debe tanta «búsqueda del cora
zón»? Y si había tan poco que aprender acerca de la ense
ñanza, ¿por qué tantos docentes se molestaban en asistir a
una serie de diez o quince conferencias del célebre William
James?
No, me temo que eso es difícil de tragar. Un afán del co
razón y una materia compacta son fundamentalmente in
compatibles. Se contradicen uno a otra. Por lo tanto, sin pre
tender saber con exactitud qué tenía James en mente cuan
do dijo que la materia de la enseñanza era «compacta», llego
a la conclusión, con cierta temeridad, de que en ese momen
to en particular no pensaba con mucha claridad, pese a toda
su erudición y su inteligencia innata. Más aún, sospecho
que el propio James, puesto a reflexionar, hubiera compar
tido mi opinión. Era demasiado inteligente y honesto para
rehusarse a admitir sus propias equivocaciones.
Pero no estaba totalmente equivocado, como tal vez hu
biera alegado él mismo. En la enseñanza hay muchas cosas
directas y sencillas, algunas tan evidentes que no les pres
tamos atención. Ya examinamos este aspecto de la ense
ñanza en el capítulo 1. Nadie necesita que le digan, por
ejemplo, que los docentes deben esforzarse por ser justos en
su trato con los alumnos, conocer a fondo la materia que en
señan, equilibrar las críticas y los elogios, estar dispuestos a
reconocer sus errores, corregir y devolver los trabajos escri
tos lo antes posible, etc. Estas verdades pedagógicas, y mu
chas más que sería fácil mencionar, son casi evidentes por sí
mismas.
Si eso fuera todo lo que hay que saber sobre la enseñan
za, es comprensible que alguien como James la declarara
«bastante compacta en sí misma». Desde este punto de vis
ta, enseñar parece realmente algo muy simple. Casi cual
quier tonto podría hacerlo.
Pero toda persona que haya enseñado puede atestiguar
que no es así. Es fácil decir, por ejemplo, «uno debe ser justo
con los alumnos». Pero, ¿qué significa la justicia en el con
texto de un aula? ¿Implica tratar a todos los alumnos de
igual modo? Es evidente que no. ¿Dedicar el mismo tiempo a
cada uno? Tampoco. ¿Es justo alabar a algunos alumnos y
no a otros? Muy posiblemente. ¿Y qué pasa con agrupar a
los alumnos según su capacidad? ¿Eso es justo? Pues bien,
en realidad... las preguntas se multiplican, la luz disminu
ye, la niebla se hace más espesa.
Una nube de incertidumbre igualmente oscura pende so
bre muchas otras verdades pedagógicas que a primera vista
parecen meras perogrulladas. Casi todas ellas, si se las exa
mina con atención, dan lugar a preguntas cuyas respuestas
distan de ser obvias. Lo mismo ocurre, desde luego, con el
asesoramiento pedagógico que parece bastante menos obvio
al principio. La única diferencia es que, en el primer caso, el
torbellino de la confusión nos envuelve más rápido.
Para tomar como ejemplo una verdad pedagógica a me
dias, consideremos la sugerencia de que todos los docentes
deben estudiar psicología. ¿De qué les va a servir?, podría
mos preguntarnos. Veamos cómo respondió James a esta
pregunta. Al hacerlo, debemos estar alertas a las primeras
capas de nubosidad que pronto se convertirán en la condi
ción neblinosa de la que se queja cuando habla de quienes
dan consejos a los docentes «desde arriba». Observemos con
atención cómo se elevan lentamente las volutas crepuscula
res de la confusión, para rodear las ramificaciones de sus
pensamientos y terminar envolviéndolos por completo.
James exhibe una encantadora modestia al principio.
Comienza por declarar que todo lo que se dice respecto de
una «nueva» psicología que los docentes deberían dominar
no es sino palabrería vana. «Sólo hay», afirma,
«la vieja psicología, que nació en la época de Locke, más un
poco de fisiología del cerebro y los sentidos y de teoría de la
evolución y algunos refinamientos de detalle introspectivo,
que en su mayor parte no se adaptan al uso del docente».15
Estos «plus» tienen, según James, un valor pedagógico rela
tivamente escaso, porque a su entender «sólo los conceptos
fundamentales de la psicología son realmente valiosos para
15Ibid.
el docente, y estos (...) distan mucho de ser novedosos».16Y
así da cuenta de la pretensión de modernidad que podría
haber atraído a algunos docentes a este campo de estudio.
Luego procede a disipar aun más cualquier expectativa
poco realista que pudiera haber quedado en la mente de sus
oyentes, por medio de una advertencia que desde entonces
ha pasado a ser una de las admoniciones más citadas en el
campo de la educación de docentes:
«Digo, también, que ustedes cometen un gran error, un
enorme error, si creen que la psicología, por ser la ciencia de
las leyes de la mente, es algo de lo cual pueden derivar pro
gramas, esquemas y métodos definidos de enseñanza para
su uso inmediato en el aula. La psicología es una ciencia y
la enseñanza es un arte; y las ciencias nunca generan artes
directamente a partir de sí mismas. Una mente inventiva
intermediaría debe encargarse de la aplicación, usando su
originalidad».17
Para subrayar este punto, James se refiere al caso extre
mo de Johann Friedrich Herbart, que era psicólogo y tam
bién contribuyó al progreso del arte de la enseñanza. La pe
dagogía y la psicología de Herbart pueden haberse desarro
llado en forma paralela, admite James, pero, sostiene, «la
primera no se derivó en ningún sentido de la segunda».18
Esta observación lo induce a reiterar en términos inequívo
cos la advertencia que ya había planteado:
«Saber psicología, en consecuencia, no garantiza en absolu
to que seamos buenos docentes. Para alcanzar ese resultado
debemos tener un talento adicional, un tino y un ingenio
precisos que nos indiquen qué cosas específicas decir y ha
cer cuando el alumno está frente a nosotros. Ese ingenio pa
ra enfrentar y seguir al alumno, ese tino para manejar la si
tuación concreta, aunque constituyen el alfa y el omega del
arte del docente, son cosas para las cuales la psicología no
puede ayudamos en lo más mínimo».19
16Ibid.
17 Ibid., págs. 7-8.
w Ibid., pág. 8.
Hasta aquí, todo bien. Ya no hay peligro de que un docen
te que escuche a James o lea su libro se aferre a la errónea
idea de que el estudio de la psicología le aportará una serie
precisa de instrucciones pedagógicas sobre «qué» hacer y
«qué no» hacer en el aula. Al respecto, ha sido ampliamente
prevenido.
A pesar de estas precauciones, sin embargo, es evidente
que James cree que el estudio de la psicología es beneficioso
para los docentes, aunque no garantice su éxito. De hecho,
llega a decir que «la psicología ciertamente debería prestar
una ayuda radical al docente».20 Pero si los docentes no
pueden deducir programas, esquemas y métodos definidos
de enseñanza del contenido de la psicología, ¿cómo puede
serles esta de ayuda radical? La respuesta a esa pregunta
es crucial no sólo para la defensa de la psicología como parte
del curriculum de la capacitación docente, sino también pa
ra la defensa de la mayoría de los demás puntos de ese cu
rriculum que no prometan una recompensa directa en el de
sarrollo de aptitudes y prácticas de enseñanza concretas.
¿Para qué, en suma, debería estudiarse cualquier materia
cuyo valor práctico no fuera inmediatamente evidente? La
importancia de esta pregunta más general no se limita al
ámbito de la formación de docentes. Puede plantearse con
respecto a cualquier faceta de la educación que no tenga un
resultado utilitario manifiesto. Con más razón, por lo tanto,
nos interesa escuchar atentamente la respuesta de James.
Según resultan las cosas, no da una respuesta a la pre
gunta de por qué los docentes deberían estudiar psicología.
Da varias. De hecho, las dispara a una velocidad tal que po
dría decirse que acribilla a su auditorio con respuestas.
En primer lugar, sostiene que el conocimiento de los
principios psicológicos por parte de un docente podría ser
una contribución más negativa que positiva a su desempe
ño en el aula, en cuanto lo ayuda a decidir qué cosas no debe
hacer. «Sabemos de antemano, si somos psicólogos», afirma
James, «que ciertos métodos serían incorrectos, de modo
que nuestra psicología nos salva de cometer errores».21
Ahora bien, estarán de acuerdo conmigo en que esto es
un poco desconcertante, porque ya hemos escuchado a
20 Ibid., pág. 5.
James decimos que del estudio de la psicología no podemos
deducir programas y métodos definidos para su uso inme
diato en el aula. Pero si la psicología no puede decirle al do
cente exactamente qué hacer, ¿cómo le dirá con mayor exac
titud qué no hacer? Esta cuestión exige algunas reflexiones.
Por desgracia, James no nos ayuda con ejemplos concretos
ni se explaya en su afirmación. Se limita a dejar la cuestión
y pasa al punto siguiente, casi como si no quisiera que sus
oyentes meditaran demasiado sobre lo que acaba de decir.
Su segundo planteo sobre los beneficios a obtener del es
tudio de la psicología es tan desconcertante como el prime
ro. Paradójicamente, hace referencia a la claridad. Podemos
imaginamos que James se ajusta el corbatín y mira con con
fianza el mar de rostros expectantes, para luego declarar en
forma tajante: «Además, [el estudio de la psicología] nos ha
ce ver con mayor claridad lo que tenemos entre manos».22Y
punto. No da ningún indicio de cómo lograr esa claridad.
Tampoco se nos dice cuál podría ser el objeto del esclareci
miento. «Lo que tenemos entre manos» podría referirse a las
metas y propósitos de la educación, pero también a las prác
ticas y procedimientos. A cuál de esas cosas quiso hacer alu
sión James (si se refería a alguna de ellas) es algo que queda
librado a nuestra imaginación. ¿No es extraño que una afir
mación sobre la claridad resulte tan oscura?
Al igual que su primer planteo sobre lo que el estudio de
la psicología podría aportar a los docentes, el segundo tam
bién requiere una explicación. Pero como en el caso anterior,
James no concede a su público el tiempo necesario para re
flexionar antes de pasar a una tercera justificación. Esta, en
realidad, no es una sola razón sino un trío de razones, todas
ellas relacionadas con los beneficios personales que puede
obtener un docente de los estudios psicológicos.
El primero es una mayor confianza. «Ganamos confian
za con respecto a cualquier método que estemos usando»,
sostiene James, «en cuanto sabemos que está respaldado
tanto por la teoría como por la práctica».23 En otras pala
bras, se supone que la confianza en sí mismo de un docente
se ve reforzada cuando este descubre que las enseñanzas de
la psicología concuerdan con las prácticas educativas que .ya
22 Ibid.
23 Ibid.
aplicaen el aula. Esto parece bastante sensato. Es fácil
imaginarse a ese docente diciendo algo así:
«Ahora tengo dos razones para proceder como lo hago en el
aula. Procedo así porque he comprobado que estos métodos
dan buen resultado, pero también, me complace haberlo
descubierto, porque están en concordancia con lo que se sa
be acerca del funcionamiento de la mente humana».
Sería bueno contar con algunos ejemplos de este efecto re
forzador, pero aun sin ellos este planteo no nos deja tan in
quietos como cuando James decía que la psicología ayudaba
al docente a decidir qué cosas no hacer y daba más claridad
a sus pensamientos. En efecto, si pudiera comprobarse que
los descubrimientos de la psicología están en armonía con
una buena práctica pedagógica, esa noticia debería trans
mitirse con rapidez a todos los docentes, en especial a los
que pudieran sentirse un poco inseguros.
Pero esta mayor confianza no es lo único que la psicolo
gía promete dar a quienes la estudien. Tampoco es la más
importante de sus contribuciones, según James. «Por sobre
todo», anuncia a sus oyentes, «fecunda nuestra independen
cia y reanima nuestro interés».24
Probablemente, la independencia a la que se refiere Ja
mes tiene que ver con la actitud de tomar decisiones propias
en cuestiones pedagógicas, en lugar de apoyarse en la opi
nión de otros. Una vez más, no queda del todo claro de qué
manera el estudio de la psicología habrá de «fecundar» este
feliz estado de cosas, pero sin duda nadie desearía que no lo
hiciera.
Por último, está la promesa de la reanimación, el resur
gir del interés del docente. Este bienvenido despertar se de
riva de una creciente capacidad de ver a los alumnos desde
lo que James denomina «dos perspectivas diferentes» y de
ese modo
«tener una visión estereoscópica, por así decirlo, del orga
nismo infantil (...) y al mismo tiempo que lo tratamos con
todo nuestro tino e intuición, ser capaces de representarnos
los curiosos elementos internos de su máquina mental. Un
conocimiento tan completo del alumno, a la vez intuitivo y
analítico, es con seguridad el que todo docente debe propo
nerse adquirir.25
Con esta nota de confianza, James concluye su argumento
sobre la psicología como materia apropiada para el estudio
de los docentes.
Ahora bien, ¿qué haremos con esta mezcolanza de adver
tencias, afirmaciones y promesas? Me recuerda uno de esos
anuncios de medicamentos que llenaban las páginas de las
revistas y los periódicos populares de la época de James.
Imaginen su texto. ¡Estudie psicología y despierte su mente!,
proclamaría. Y debajo de ese encabezamiento podría decir:
«¡Incremente su Confianza y su Independencia! ¡Evite el
Error Pedagógico! ¡Vea el Funcionamiento Interno de las
Máquinas Mentales de sus Alumnos! ¡Sea el Primer Docen
te de su Cuadra en Adquirir una Visión Estereoscópica!».
No cabe duda de que debemos descartar toda esta palabre
ría y, si somos caritativos, perdonar al pobre James por ha
ber sido víctima de la misma dolencia que con tanto acierto
diagnosticó en otros: la confusión sistemática, algo así como
el resfrío común entre nuestras enfermedades pedagógicas.
Con todo, algo nos impide descartar rápidamente los
planteos de James a favor del estudio de la psicología. ¿Qué
nos detiene? ¿Es sólo la peculiaridad victoriana del alega
to de James, la nostalgia por los días en que el mundo era
lo bastante inocente para dejarse embaucar por semejante
hojarasca? Creo que no. En mi opinión, tiene algo que ver
con esa imagen del aviso de un medicamento específico.
Cuando pienso en esos viejos anuncios, me doy cuenta de
que las píldoras y los ungüentos que promocionaban proba
blemente tenían escaso valor medicinal. La mayoría de los
llamados elixires no eran, quizá, más que melaza mezclada
con alcohol. Pero las dolencias que pretendían curar eran
bastante genuinas, sin duda, lo cual explica el atractivo que
ejercían esos señuelos sobre incontables lectores, quienes
corrían a comprar la cura milagrosa o se apresuraban a en
viar por correo el dinero requerido para adquirirla.
En consecuencia, al recordar hoy esos anuncios se nos
podrá disculpar si nos reímos de la credulidad de la gente en
la época de nuestros abuelos. Pero al mismo tiempo, si nos
detenemos a pensarlo, vemos que los avisos contenían mu
chas cosas que eran ciertas respecto de los dolores y los su
frimientos, las preocupaciones y las inseguridades que afli
gían a los lectores a quienes estaban dirigidos.
Desde esta perspectiva, el análisis de los argumentos de
James sobre la psicología nos lleva a preguntarnos si nos
dicen algo acerca de los docentes que componían su público
o de los docentes de nuestros días. Creo que sí. Para explicar
por qué lo creo, deberé remontarme al tema más general con
el que comencé: cómo hablar a los docentes de un modo que
les resulte útil.
Volvamos a considerar las promesas que formulaba Ja
mes a su público. ¿Qué haría el estudio de la psicología por
los docentes? Los ayudaría a no cometer errores, a ver con
más claridad «lo que tenían entre manos», a reforzar su con
fianza, a aumentar su sentido de independencia y a reavi
var su interés. ¿Cuáles son, entonces, los males que esas
promesas están destinadas a remediar?
La respuesta es bastante obvia. Por la simple vía de
transformar en negativos los términos positivos, podemos
armar la imagen de un docente que ha cometido errores en
el pasado y teme volver a cometerlos en el futuro; que se
siente confundido y no puede decir con claridad qué hace ni
por qué; que no tiene suficiente confianza en su propio
juicio, aun cuando comprueba que lo que hace «funciona»;
que se apoya más de lo que querría en la palabra de los ex
pertos y se somete con demasiada rapidez a los deseos de
sus superiores. Por último, es un docente que ya no tiene in
terés en su trabajo, al menos no tanto como antes. El fuego
de la pasión y la curiosidad intelectual que una vez ardiera
en su interior ha quedado reducido a cenizas.
El cuadro es bastante lúgubre por no decir más; cabe es
perar que sea también exagerado. Sin duda deben ser pocos
los docentes, en los días de James o en los nuestros, que han
padecido todos estos males a la vez. Podríamos encontrar
muchos que no han sufrido ninguno de ellos. Roguemos que
así haya sido. La imagen que hemos armado es sencilla
mente demasiado espantosa para ser verdad. Es como esos
dibujos tremendamente exagerados de enfermos que solían
aparecer en los anuncios de remedios ya mencionados.
Sin embargo, haremos bien en no apresurarnos a dese
char esa imagen, por excesiva que pueda parecemos. Por
que si borroneamos un poco los marcados contornos del
perfil de nuestro docente, haciéndolos más suaves y por lo
tanto más realistas, los rasgos que aparecen no son, des
pués de todo, tan grotescos ni tan poco comunes. Lo que em
pezó siendo una caricatura se vuelve reconociblemente real.
El rostro que surge de los contornos suavizados no es sino el
nuestro.
¿Qué docente no ha cometido errores? ¿Quién cree que
no volverá a equivocarse? ¿Quién de nosotros sabe con toda
claridad qué tiene entre manos? ¿A quién no le ha flaqueado
la confianza de vez en cuando? ¿Quién no ha anhelado en
secreto que un experto o un superior le dijera exactamente
qué hacer, para aliviarlo de la carga de tomar decisiones y
asumir responsabilidades? ¿Quién, por último, no ha senti
do nunca el sordo dolor del aburrimiento ante la idea de vol
ver a la misma aula día tras día, año tras año? No soy la ex
cepción, y tampoco lo es, sospecho, la mayoría de nosotros.
Pero el hecho de que estos problemas sean tan comunes
nos lleva a preguntamos si son exclusivos de la enseñanza.
¿No serán simplemente humanos? En cierto sentido, debe
mos contestar que sí. ¿Quién podría alegar que los docentes
tienen la exclusividad en cuanto a cometer errores, dudar
de sí mismos, etc.? Con todo, me pregunto si no habrá algo
especial en la enseñanza, algo que vuelve a todo tipo de do
centes más propensos de lo habitual a sufrir recurrentes
ataques de «desasosiego», o como quiera que llamemos el
conjunto de malestares que comentamos. Sospecho que lo
hay. Esto no significa afirmar que los docentes están, en es
te aspecto, peor que los miembros de todas las demás profe
siones Pero al menos tenemos la sospecha de que pueden
estar en peor situación que muchos otros.
Considérese, para empezar, la cuota de incertidumbre
que enfrentan los docentes en su cotidiana obligación de
decidir exactamente qué hacer, paso a paso, en el aula. No
está mal creer, como parece haberlo hecho James, que en es
te proceso los guiará alguna feliz combinación de tino e in
genio, la cual les indicará con precisión lo que han de decir y
hacer frente a los alumnos. Sin duda eso debe de ser cierto
en gran medida, o nunca se las arreglarían para terminar la
jornada. Pero avanzar sobre la base del tino y el ingenio es
como patinar sobre una delgada capa de hielo. Mientras
uno se mantiene en movimiento, todo va bien. No es sino
más tarde, al repasar lo que se hizo desde la seguridad de la
orilla o contemplar la posibilidad de volver a hacerlo, cuan
do uno toma conciencia de los peligros de la empresa. Y allí
empieza el nerviosismo.
El problema de decidir exactamente qué hacer a cada pa
so tampoco es la única fuente de inquietud para los docen
tes. De hecho, es sólo la punta del iceberg.
Es muy posible que sólo se precise instinto y sentido co
mún para decidir si llamar al frente a Bill o a Sam, o cómo
responder al pedido de ayuda de Linda, o cuándo cambiar el
tema de discusión. ¿Qué pasa, empero, con esos interrogan
tes más profundos que se agitan en el fondo de la mente de
un docente? ¿Captan realmente este tema los alumnos?
¿Vale la pena dedicarle tanto tiempo? ¿Habrá otros materia
les mejores que los que estoy usando? ¿Cómo diablos hago
para llegar a esos alumnos que no parecen tener interés?
¿Qué cosas, por todos los cielos, debería saber un alumno de
cuarto grado?
Y así siguen y siguen, sin ningún final a la vista. Perple
jidades de este tipo perturban a los docentes de todo tiempo
y lugar. Ya en 1892 impulsaron sin duda a una gran canti
dad de ellos a dejar cualquier otra cosa que podrían haber
hecho para asistir a un ciclo de conferencias del famoso Wil
liam James.
Como hemos visto, el propio James no era nada indolen
te cuando se trataba de responder con tino e ingenio a los
alumnos que tenía frente a él. Captaba lo que sus oyentes
sentían y pensaban, y les respondía tal como ellos espera
ban. Sus palabras no eran precisamente edulcoradas, como
ya vimos. De vez en cuando, tenían incluso un tono de amo
nestación. Pero no cabe duda de que todo eso le era perdona
do. Sus ocasionales reprimendas, más simuladas que rea
les, tenían el propósito evidente de estimular, no de ofender.
Dado lo que revelamos al principio sobre la opinión pri
vada que tenía James de los docentes, puede parecer que
con estos comentarios en torno de su estilo lo acuso de ser
poco más que un vendedor de ungüento de serpiente, un
buhonero de medicamentos específicos que se aprovechaba
de las esperanzas y temores de los docentes mientras se reía
de ellos en secreto. Aunque creo que hay algo de verdad en
esa acusación, me parece un cargo demasiado grave para
imputar a ese gran hombre. Además, la imagen de James
como un mercachifle (igual que la mayoría de los oradores
públicos) nos haría desestimar con demasiada rapidez lo
que dice y su modo de decirlo, sin extraer de sus conferen
cias las lecciones más importantes que contienen.
Casi al principio, cuando comentaba los pensamientos
furtivos que podrían haber acechado en la mente de James
mientras hablaba a los docentes, mencioné el carácter in
corpóreo y despersonalizado de nuestro análisis de la rela
ción entre la teoría y la práctica en el campo de la educación.
Parecemos olvidar, dije, que la mayor parte de lo que llama
mos «teoría» es producida por un grupo de personas que la
transmiten a otro grupo. Pasamos por alto el hecho de que
la relación psicológica entre los dos grupos contribuye a fijar
el tono de la transacción. Los planteos de James sobre los
beneficios de estudiar psicología nos mueven a pensar en
otro aspecto más de ese complejo intercambio.
En los círculos educativos es común hablar como si la
principal y tal vez la única función de la teoría fuera guiar la
práctica. Lo que sostiene James acerca de la psicología nos
recuerda que no es así. Nos hace ver que nuestro modo ha
bitual de hablar de la relación entre teoría y práctica es, en
realidad, bastante engañoso.
Hablamos de poner en práctica la teoría. Pero no es eso lo
que hacemos. Ponemos la teoría, o como se quiera llamar a
las ideas que transmitimos, en los practicantes, en quienes
pueden cumplir diversas funciones: guiar sus actos, paso a
paso, es sólo una de ellas. En su vaga charla sobre la posible
ayuda de la psicología a los docentes, James nos insta inad
vertidamente a pensar cuáles podrían ser algunas de las de
más funciones.
CuSndo hablamos a los docentes sobre psicología, nos re
cuerda James, no es para decirles qué hacer, como podrían
creer algunos. James rechaza abiertamente ese objetivo.
(Aunque debemos tomar con pinzas este rechazo, pues pese
a lo que dice, sus conferencias contienen muchas indicacio
nes útiles y sugerencias prácticas.) Pero su advertencia de
que la psicología no sirve de ayuda inmediata no debe de ha
ber desalentado a muchos miembros del público, porque la
mayoría no había ido a que le dijeran qué hacer en el aula.
Casi todos tenían necesidades más profundas y complejas.
Y no fueron decepcionados.
James los auxilió como esperaban. Sus palabras fueron
reconfortantes, iluminadoras y hasta inspiradoras: un bál
samo para almas agobiadas. ¡No es de extrañar que esos
docentes de Cambridge volvieran por más!
Lo que James decía sobre el aporte de la psicología a los
docentes puede aplicarse también a otras materias que se
les exige estudiar. Quienes trabajamos con docentes los ins
truimos en nuestras diversas disciplinas con la esperanza
de despertar su interés, ampliar sus perspectivas, fortalecer
sus convicciones y hasta «fecundar su independencia», como
prometía James. En suma, les enseñamos lo que hacemos
por una multitud de razones, tan poco claras para nosotros
como lo eran para James. Nuestras esperanzas, como las
suyas, suelen ser confusas.
«¡Un momento!», interrumpe alguien que es docente pe
ro no trabaja en el ámbito de la capacitación de sus colegas:
«¿En qué se diferencia la situación que usted describe de la
que enfrentamos los docentes de todos los niveles?».
«En nada», es la respuesta. Pregúntese a casi cualquier
docente de casi cualquier materia qué espera que obtengan
los alumnos de ella y seguramente contestará algo semejan
te a lo que dijimos, si ha efectuado una verdadera «búsque
da del corazón», como se dice que hacían los docentes de la
época de James. ¿Cómo saben que el cuerpo de conocimien
tos que llaman historia, matemática o literatura tendrá el
rédito esperado en la vida de sus alumnos? Es evidente que
nunca pueden saberlo con certeza. Lo que sí sabemos sobre
la retención de lo aprendido en la escuela no es, por desdi
cha, demasiado alentador. Las investigaciones realizadas
indican que la mayor parte se borra de la memoria cuando
aún no se ha secado la tinta en el boletín de calificaciones
del alumno.
Con todo, es obvio que algo de ello perdura. E incluso la
parte olvidada deja algún tipo de residuo que produce cam
bios en la persona cuya mente la albergó temporalmente.
Estos cambios suelen ser imprevistos y rara vez plenamen
te comprendidos por la persona que los experimenta. Pero
son reales, sin ninguna duda.
Entonces, al igual que los docentes de todos lados, ¿qué
podemos hacer quienes trabajamos con docentes, aparte de
enfrentar nuestras clases con toda la valentía y esperanza
que nos sea posible? Podemos y debemos, por supuesto, con
tinuar explorando el misterio de lo que sucede cuando se
encuentran docentes y alumnos. En el curso de esa explo
ración podemos recurrir a otros, como William James, para
que nos ayuden a dilucidar nuestras propias ideas. Pero no
tenemos que esperar respuestas fáciles, como nos lo advier
te el ejemplo de Talks to Teachers. Tampoco debemos desa
lentarnos si, incluso cuando nos conduce el mejor de los
guías, encontramos bolsones de niebla en el camino.
Por último, ¿cómo hemos de tomar el apenas velado des
precio de James hacia los docentes y quienes les enseñan?
¿Seremos caritativos y lo perdonaremos? Recomiendo que
así lo hagamos. Después de todo, James aceptó de buen gra
do la invitación a hablarnos, y eso es más de lo que proba
blemente habrían hecho muchos de sus colegas. Pero su
prejuicio hacia los docentes de los primeros grados parece
haberle impedido ver algunos de los complejos problemas
que ellos enfrentan en sus aulas. Es una verdadera lástima.
A pesar de sus prevenciones, James habló a un audito
rio de maestros con más sensatez y elocuencia que muchos
de los que hablan en la actualidad. Al menos entendía que
la enseñanza nunca puede reducirse a una fórmula, noción
que parece habérseles escapado a demasiados de quienes
hoy siguen «dictando la ley a los docentes desde arriba».
También tenía una manera de expresarse que harían bien
en estudiar con atención los actuales oradores de las con
venciones educativas y los institutos de profesorado.
Lo pasado, pasado está; en lugar de quedamos sentados
con las manos en el regazo, como algunos se sentirán incli
nados a hacer, unámonos en el aplauso y los vítores que de
ben haber saludado al orgullo de Harvard mientras recogía
sus notas y bajaba del estrado por última vez.
«¡Bravo, William James! ¡Bravo y adiós!» Quédate en paz
con tus opiniones privadas y tus dulces palabras. ¡Escucha
esa ovación! ¡Mira las sonrisas en los rostros de los oyentes
mientras se marchan de la sala! ¿Ves el orgullo en sus
hombros erguidos bajo las levitas y las pañoletas?
«¡Lo hiciste, Billy! ¡Verdaderamente lo lograste! ¡Quéda
te tranquilo, amigo de los docentes! ¡Oh, viejo engañador!»
3. Incertidumbres de la enseñanza
I
Para empezar, permítanme volver a mis primeros días
como director del jardín de infantes, cuando visitaba aula
tras aula a fin de ver de qué se trataba la enseñanza en ese
nivel. Imaginen la situación. ¿Les parece que me asaltaban
muchas dudas para decidir si un docente estaba o no en
señando? Les aseguro que no.
Al pasar de un aula a otra, veía con mis propios ojos que
los maestros estaban enseñando, y no abrigaba duda al
guna al respecto. Lo que presenciaba era enseñanza, sin
ninguna disensión. Tendría que haber sido ciego para no
verlo.
«Pero deténgamonos un poco», me siento obligado a de
cir ahora, tras las conversaciones que tuve con los maestros
del jardín de infantes: «¿La observación de la enseñanza es
realmente tan simple y directa? ¿Qué me daba la seguridad
de que lo que estaba presenciando a cada paso era algo lla
mado enseñanza?».
Antes de responder, debo establecer una distinción entre
dos usos de la palabra «enseñanza». En algunos casos se la
usa para referirse a una empresa, y en otros, a una activi
dad.1 Cuando hablamos de una persona que ejerce un cargo
docente, podemos decir que en la actualidad enseña en tal o
cual escuela, o en tal o cual ciudad, aunque sepamos con cer
teza que en este momento está durmiendo en su casa (si es
de noche) o jugando al golf (si es domingo por la tarde). Pero
otras veces, cuando decimos que Fulano está enseñando,
queremos decir que lo está haciendo en este preciso instan
te. En el primer caso la enseñanza es tratada como una em
presa, y en el segundo, como una actividad.
El primer uso del término incluye al segundo, como es
obvio, ya que nunca diríamos que una persona se dedica a
la enseñanza como empresa si nunca realizara la actividad
de enseñar. De todos modos, es útil tener en mente la dis
tinción.
Volviendo a mi sensación de seguridad cuando observa
ba a los maestros del jardín de infantes en acción, podría
mos preguntarnos otra vez cómo sabía yo que lo que veía
eran ejemplos de enseñanza. Si alguien me lo hubiera pre
guntado entonces, creo que habría respondido más o menos
lo siguiente:
«Bueno, para empezar, sé que estoy en una escuela, ¿ver
dad? Sé que estas son aulas y que los adultos que hay en
ellas son docentes o ayudantes. (También sé cuáles son una
cosa y cuáles la otra.) Observo lo que hacen los docentes y
veo que sus actos son de carácter episódico, es decir, hacen
1 La diferencia está explicada con mayor detalle en el artículo de Paul
Komisar «Teaching: act and enterprise», en C. J. B. Macmillan y Thomas
W. Nelson, eds., Concepts of Teaching: Philosophica! Essays (Chicago:
Rand McNally, 1968), págs. 63-88.
una cosa durante un tiempo y luego hacen otra. Estos episo
dios son unidades —o átomos, si lo prefieren— de comporta
miento docente. Es muy fácil verlos, registrarlos y descri
birlos a otras personas (como lo hice durante el almuerzo).
El proceso no tiene nada de difícil ni de misterioso».
La mayoría de la gente daría probablemente una expli
cación de sentido común como esta u otra muy parecida en
similares circunstancias. La noción de que la enseñanza es
lo que puede verse hacer a los docentes parece muy razona
ble como guía de las observaciones. Este principio tiene lí
mites, desde luego, pero todos parecen conocerlos. Por ejem
plo, si el maestro hace una pausa para atarse los cordones
de los zapatos o quitarse el saco, o si sale al pasillo a tomar
agua, a casi nadie se le ocurriría describir sus actos como de
mostraciones de comportamiento docente. Damos por sen
tado que, aunque no todo lo que hace un docente en el aula
es enseñar, la mayor parte de lo que hace sí lo es. Y muchas
de las acciones a excluir son fáciles de determinar.
Más difícil es establecer una distinción cuando el maes
tro está frente a la clase, con los brazos cruzados, esperando
que cese el ruido. ¿Está enseñando en ese instante, o sólo
preparándose para enseñar? ¿Y qué hay del docente que es
tá supervisando lo que hacen los alumnos en sus pupitres,
o corrigiendo pruebas? ¿Estas actividades también deben
considerarse parte de la enseñanza?
Hay que decir ante todo que las opiniones sobre estos te
mas parecen depender, parcialmente, de la razón por la cual
se observa al docente en cuestión. Un supervisor de estu
diantes de magisterio, por ejemplo, podría considerar muy
importante hacer un comentario sobre el modo como el futu
ro docente preparó a los alumnos para comenzar la lección.
Desde su punto de vista, el acto de pararse frente a la clase
con los brazos cruzados es parte del repertorio de mecanis
mos utilizados por el docente para captar la atención, por lo
que sin duda es un aspecto de la enseñanza digno de ser co
mentado.
Compárese esa situación con la de alguien que está efec
tuando una investigación sobre la enseñanza a través de
una técnica de observación centrada exclusivamente en la
interacción docente-alumno. En este caso, el registro de los
hechos comenzará cuando la enseñanza esté en marcha.
Desde el punto de vista del investigador, sólo entonces ha
brá comenzado la enseñanza.
Estos ejemplos ponen de relieve una verdad muy conoci
da: que algunos actos de los docentes son más fáciles de cla
sificar como episodios de enseñanza que otros. Cuando un
maestro explica algo a los alumnos o demuestra una destre
za que luego deberá ser imitada, ¿quién podría dudar de que
en ese momento está enseñando? Análogamente, cuando los
docentes escuchan a los alumnos u observan sus acciones,
no parece haber dudas de que están enseñando. '
Las incertidumbres aparecen cuando las interacciones
entre docentes y alumnos no guardan una relación evidente
con lo que se debe aprender. Pero incluso estas situaciones
ambiguas pueden resolverse a menudo una vez que se cono
cen los propósitos del observador. Cuáles son los aspectos de
la conducta de un docente que deben contarse como episo
dios de enseñanza es una cuestión cuya respuesta depende,
en primer lugar, de ciertas consideraciones previas respecto
de las circunstancias en que se plantea la pregunta.
Otra distinción en cuanto a los modos de hablar de la en
señanza se relaciona con una discusión que tiene una his
toria interesante en el campo de la educación y también en
el de la filosofía. Se discute si debemos distinguir entre la
idea de la enseñanza como un logro y la idea de la enseñan
za como un esfuerzo, un intento de hacer algo.2
Una forma de resolver el conflicto sería utilizar el térmi
no «enseñanza» exclusivamente para designar algo que se
ha logrado. En tal caso deberíamos requerir pruebas de que
hubo un aprendizaje antes de aceptar que la enseñanza ha
II
III
I
Quienes procuran convencer a otros de que la calidad de
la enseñanza ha mejorado o empeorado con el correr del
tiempo suelen realizar algún tipo de comparación entre las
prácticas de enseñanza actuales y las de una época pasada,
como la de nuestros padres o abuelos. Por otra parte, en vez
de limitarse a llamar a estas prácticas la forma más antigua
y la más nueva de enseñar, a menudo les ponen rótulos va-
lorativos, como «anticuada» y «moderna», o «tradicional» y
«progresista». La mayoría de las veces, esas descripciones
constituyen en igual medida formas caricaturescas y realis
tas de presentar la manera como se practica efectivamente
la enseñanza. Pero como todas las buenas caricaturas, las
mejores de ellas contienen una parte de verdad.
En su libro Experience and Education, publicado en
1938, John Dewey nos brinda un buen ejemplo de cómo
funciona habitualmente este tipo de comparación. Lo que
expresa al respecto fue dicho por muchos otros antes y des
pués que él, pero casi nunca con tanta concisión.
Dewey comienza por observar que «el ser humano tiende
a pensar en términos de oposiciones extremas». La filosofía
de la educación, señala, no es una excepción a esa regla. En
efecto, la historia de la teoría educativa, de acuerdo con
Dewey,
«está marcada por la oposición entre la idea de que la educa
ción es un desarrollo desde adentro y la de que es una for
mación desde afuera; la idea de que se basa en cualidades
naturales y la de que es un proceso de superación de la incli
nación natural para sustituirla por hábitos adquiridos bajo
presión externa».1
Dewey agrega que en la época en que escribió este co
mentario, esa oposición recurrente había tomado la forma
de un contraste entre la educación tradicional y la progre
sista. A continuación, explica en detalle ese contraste.
Los principios básicos de la educación tradicional, según
Dewey, son los siguientes:
«La materia de la educación consiste en masas de informa
ción y destrezas elaboradas en el pasado; por consiguiente,
el cometido primordial de la escuela es transmitirlas a la
nueva generación. En el pasado también se desarrollaron
pautas y reglas de conducta; la formación moral consiste en
crear hábitos de acción de acuerdo con esas reglas y pautas.
Por último, el patrón general de la organización escolar (con
lo cual me refiero a las relaciones de los alumnos entre sí y
con los docentes) constituye a la escuela en un tipo de insti
tución claramente diferenciada de otras instituciones so
ciales».2
1 John Dewey, Experience and Education (Nueva York: Collier Books,
1938), pág. 17.
2Ibid., págs. 17-8.
«determinan los objetivos y los métodos de instrucción y dis
ciplina. El principal propósito u objetivo es preparar a los jó
venes para sus futuras responsabilidades y para que ten
gan éxito en la vida, a través de la adquisición de los cuerpos
organizados de información y las formas de destrezas esta
blecidas que constituyen el material de enseñanza. Como la
materia y las pautas de conducta se transmiten del pasado,
la actitud general de los alumnos debe ser dócil, receptiva y
obediente. Los libros, sobre todo los de texto, son las mues
tras más representativas de la sapiencia y la sabiduría del
pasado, mientras que los docentes son los órganos a través
de los cuales se pone a los alumnos en contacto efectivo con
el material. Los docentes son los agentes mediante los cua
les se comunican el conocimiento y las destrezas, y se impo
nen las reglas de conducta».3
Dewey explica a continuación que el auge de las enton
ces llamadas «nueva» educación y escuelas «progresistas»
se produjo como respuesta a un descontento con la perspec
tiva tradicional. Luego procede a exponer la filosofía de la
educación implícita en las prácticas de la «nueva» educa
ción. En opinión de Dewey, los principios comunes al funcio
namiento de los distintos tipos de escuelas progresistas
existentes por entonces eran estos:
«A la imposición desde arriba [comenzaba diciendo] se opo
nen la expresión y el desarrollo de la individualidad; a la
disciplina externa se opone la actividad libre; al aprendizaje
a partir de los textos y los docentes se opone el aprendizaje a
partir de la experiencia; a la adquisición de destrezas y téc
nicas aisladas a través de la memorización se opone su ad
quisición como medio de alcanzar metas de interés vital y
directo; a la preparación para un futuro más o menos remo
to se opone el máximo aprovechamiento de las oportunida
des de la vida presente; a los objetivos y materiales estáticos
se opone el contacto con un mundo cambiante».4
III
La tradición mimética
La tradición transformadora