El Sacerdocio en Accion

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1

INDICE
( El Sacerdocio en acción ) Relatos sobre el Sacerdocio Aarónico sacados de la
revista The New Era A ―La nueva
generación‖ ........................................ 3 El ejército del
Señor ................................................ 9 Un sacerdocio preparatorio
..................................... 14 El juramento y convenio del
sacerdocio.................. 19 Huellas de
oso ......................................................... 25 Tomad la decisión
de decidiros ............................... 28 El privilegio de poseer el
Sacerdocio ...................... 33 Un hombre llamado
Juan......................................... 42 EL DIÁCONO La función del
Diácono ........................................... 45 El honor más
grande ................................................ 48 La clave es el amor
sincero ..................................... 54 El poder del
Diácono ............................................... 56 Del agua y del
pan ................................................... 62 Mi hermano
mayor .................................................. 64 El temible José
(cuento) .......................................... 67 El
comienzo ............................................................. 73

EL MAESTRO
La función del Maestro ........................................... 74 El viejo
McFarlan .................................................... 77 Es pecado robar
una sandía (cuento) ....................... 81 La voz de mi
padre .................................................. 87 Los
ganadores.......................................................... 90

EL PRESBÍTERO
La función del Presbítero ........................................ 92 El testimonio
........................................................... 95 Una cuestión de
honor (cuento)............................... 99
Emociones ............................................................... 109 El
accidente ............................................................. 111 Golpear
el acero ...................................................... 114 El cómplice de
Ronny ............................................. 119 La preparación para recibir
el poder........................ 121

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A "LA NUEVA GENERACIÓN"
Presidente Ezra Taft Benson

Solicito la inspiración del cielo mientras dirijo mis breves observaciones a la


juventud de la Iglesia, "la nueva generación", como os llama el Libro de Mormón
(véase Alma 5:49). Deseo hablaros a vosotros, jóvenes, franca y honestamente.
Supongo que sabéis que los líderes de la Iglesia os amamos y que no hay nada en
este mundo que no haríamos por ayudaros, siempre que fuera bueno y conveniente para
vosotros. Os tenemos gran confianza. No sois jóvenes comunes y corrientes, sino
espíritus escogidos, habiendo sido muchos de vosotros reservados casi seis mil años
para venir al mundo en estos días, en esta época en que las tentaciones, las
responsabilidades y las oportunidades son más grandes que nunca. Dios os ama, como
ama a cada uno de sus hijos, y su deseo, su propósito y su gloria es haceros volver
a Él puros y sin mancha, habiendo probado que sois dignos de pasar la eternidad en
Su presencia. Vuestro Padre Celestial se ocupa de vosotros y os ha dado
mandamientos que os guíen y disciplinen; también os ha dado vuestro albedrío —la
libertad de escoger— "para ver si [haréis] todas las cosas que el Señor [vuestro]
Dios [os] mandare" (Abraham 3:25). La libertad de elección es un principio eterno,
dado por Dios. Su reino en la tierra está bien organizado, y vuestros líderes están
dedicados a ayudaros. Sabed que tenéis nuestro amor constante, nuestra atención y
nuestras oraciones. Satanás también se ocupa de vosotros: Está dedicado a vuestra
destrucción. El no os disciplina con mandamientos sino que os ofrece la libertad de
hacer lo que os plazca: de fumar, beber, hacer mal uso o abuso de drogas, o
rebelaros contra el consejo y los mandamientos de Dios y de sus siervos. El sabe
que sois jóvenes, en lo máximo de vuestro vigor físico, incitados por el mundo y
consumidos por emociones nuevas. Satanás sabe que la juventud es la primavera de la
vida, cuando todas las cosas son nuevas y las personas son más vulnerables. La
juventud es un espíritu de aventura, es un despertar; es una época de fortaleza
física en que el cuerpo adquiere el vigor y la buena salud que pueden hacerle dejar
de lado la cautela de la moderación. Es un período en el que se pierde la
percepción del tiempo y los horizontes de la edad parecen muy distantes para
tenerlos en cuenta. Por ese motivo, la generación que vive para el presente se
olvida de que el presente pronto será un pasado al cual miraremos
retrospectivamente, ya sea con pesar y remordimiento o con gozo y reminiscencias de
experiencias memorables. El programa de Satanás es de ""divertirse ahora y pagar
después".
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El quiere que todos sean miserables como él (véase 2 Nefi 2:27). El programa del
Señor es de felicidad ahora y gozo para siempre viviendo de acuerdo con el
evangelio. Como uno de Sus siervos —y por el amor que siento por la juventud de
Sión— os ofrezco estos consejos para que seáis felices ahora: Primero, os aconsejo
que llevéis una vida moralmente limpia. El profeta Alma declaró, y no hay palabras
más veraces, que "la maldad nunca fue felicidad" (Alma 41:10). No se puede hacer lo
malo y sentirse bien; es imposible. Pueden desperdiciarse años de felicidad en la
tonta gratificación de un momentáneo deseo de placer. Satanás quiere haceros creer
que podéis lograr la felicidad sólo si os rendís a sus tentaciones; pero lo único
que tenemos que hacer para saber por que se le llama "el padre de las mentiras" es
fijarnos en la vida destrozada de aquellos que violan las leyes de Dios. Considerad
lo que dice esta carta de una joven: "Escribo esto desde lo profundo de un corazón
destrozado, con la esperanza de que sirva de advertencia a otras jóvenes, para que
nunca participen de la amargura que me embarga. Daría todo lo que poseo o lo que
pueda poseer algún día por poder volver a aquellos días felices y sin
preocupaciones que viví antes de que la primera mancha de pecado me ensuciara el
corazón. Poco comprendía que me estaba hundiendo en algo que podría traer tanto
dolor y quebrantamiento a mi vida. "Ojala pudiera revelar lo que son la angustia y
el remordimiento que me llenan hoy el corazón, la perdida de mi autoestima y el
hecho de darme cuenta de que se me ha escapado el don más preciado de esta vida.
Trate con demasiadas ansias de buscar las emociones y aventuras de este mundo y
estas se han convertido en cenizas en mis manos." Lamentablemente, esta joven
descubrió que la carga más pesada que uno puede llevar aquí es "la carga del
pecado"", (Harold B. Lee, "Stand Ye in Holy Places", Ensign, julio de 1973, pág.
122.) Podéis evitar esa carga y el dolor que produce si prestáis atención a las
normas establecidas por las enseñanzas del Señor y de sus siervos. Una de las
normas con la que se basa vuestra felicidad presente y futura es la pureza moral.
El mundo os dirá que esta norma es anticuada, que ha pasado de moda. También quiere
que aceptéis lo que llama "una nueva moralidad", que no es más que la inmoralidad
de siempre. El presidente Spencer W. Kimball reafirmó que la norma eterna de la
castidad no ha cambiado. Estas son sus palabras: "El mundo podrá tener sus propias
normas, pero la Iglesia tiene su propia posición... El mundo podrá tolerar las
experiencias sexuales premaritales, pero el
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Señor y su Iglesia condenan terminantemente cualquier relación sexual fuera del
matrimonio e igualmente cualquiera que sea indecente y desenfrenada dentro del
matrimonio. De manera que, aunque muchas supuestas autoridades del mundo
justifiquen estas prácticas como un desahogo normal, la Iglesia las condena... De
la misma manera en que los profetas de la antigüedad condenaron tales prácticas
impías, la Iglesia de hoy también las condena." (La fe precede al milagro. Salt
Lake City: Deseret Book Co., 1983, pag. 178.) Esta norma significa que debéis
manteneros limpios en cuerpo y mente. La Iglesia no tiene una doble norma de
moralidad. El código moral de los cielos tanto para el hombre como para la mujer es
la castidad completa antes del matrimonio y la fidelidad completa después de el.
Para aquellos que no se han casado todavía, el presidente Kimball definió
claramente esta norma uniforme: "Entre los pecados sexuales más comunes que cometen
nuestros jóvenes están comprendidos el besuqueo y las caricias indecorosas. Estas
relaciones impropias no solo conducen frecuentemente a la fornicación, al embarazo
y al aborto —todos ellos repugnantes— sino que son maldades perniciosas en si y de
sí mismas, y con frecuencia le es difícil a la juventud distinguir dónde una acaba
y la otra empieza. Despiertan la lujuria e incitan malos pensamientos y deseos
sexuales. No son sino partes de la familia completa de pecados e indiscreciones
análogas." (El milagro del perdón, Salt Lake City: La Iglesia de Jesucristo de los
Santos de los Últimos Días, 1976, págs. 63-64.) Diga lo que diga el mundo, en la
Iglesia y reino de Dios la castidad nunca pasarán de moda. De manera que os
recalcamos, jóvenes varones y mujeres, mantened vuestro auto respeto, no os
entreguéis a contactos íntimos que acarrean dolor y remordimiento. No podéis
edificar una vida feliz sobre la inmoralidad. "La principal condición para tener
felicidad", dijo el presidente David O. McKay, ""es tener una conciencia limpia"
(Instructor, nov. de 1965, pág. 422). Segundo, os aconsejo que permanezcáis cerca
de vuestros padres. Hay ciertas cosas que sólo se obtienen con la madurez de la
edad adulta, y una de ellas es la sabiduría. Jóvenes, necesitáis la sabiduría de la
edad en la misma forma en que algunos de nosotros, los viejos, necesitamos vuestro
entusiasmo por la vida. Un joven que hacía poco había terminado estudios
universitarios obtuvo trabajo en una compañía de seguros. Estaba lleno de
entusiasmo y vigor, determinado a vender seguros a todas las personas con quienes
se encontrara, incluso a los granjeros. Un día hermoso de otoño entró en una granja
y vio, al otro lado del patio, a un viejo granjero algo
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encorvado que contemplaba su sembrado. El joven se encamino decididamente hacia él
y le dijo: — Levante la cabeza, amigo, la vida tiene mucho que ofrecer. El anciano
se enderezó lo mejor que pudo y le contestó: — Joven, ¿ves ese hermoso campo de
trigo? El vendedor le dijo que sí y que realmente era hermoso. — ¿Notas que algunas
de las espigas están inclinadas? —le preguntó. —Sí, es verdad —respondió el
muchacho. El viejo granjero le dijo: — Esas son las que tienen grano. Vuestros
padres quizás se hallen un tanto encorvados después de cuidar a sus hijos. Pero,
recordad que esos son los que tienen grano; si, jóvenes, vuestros padres, con la
madurez de los años y la experiencia que vosotros no tenéis, pueden daros
sabiduría, conocimiento y bendiciones que os ayuden a través de las vicisitudes de
la vida. Y podéis descubrir que podéis tener las experiencias más dulces cuando
vais a ellos en busca de ayuda. Hace un tiempo, vino a mi oficina un joven de unos
dieciocho años con algunos problemas. No tenía problemas morales serios, pero se
hallaba confuso y preocupado, y me solicitó que le diera una bendición. Yo le dije:
— ¿Le has pedido alguna vez a tu padre que te de una bendición? Supongo que es
miembro de la Iglesia, ¿no es así? — Si, es elder, un elder más bien inactivo —me
respondió. Cuando le pregunte si quería a su padre, me contestó: — Si, presidente
Benson, es un buen hombre y lo quiero. No atiende a sus deberes del sacerdocio como
debe; no asiste a la Iglesia regularmente y no sé si paga los diezmos. Pero es un
buen hombre, nos provee de todo lo necesario y es bondadoso. Yo le pregunte: — ¿Que
te parece si hablaras con el en un momento oportuno y le preguntaras si está
dispuesto a darte una bendición de padre? — ¡Ah! — me dijo—, yo creo que eso lo
asustaría. A continuación insistí: — ¿Estás dispuesto a intentarlo? Yo oraré por
ti.
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—Bueno —me respondió—, con esa condición lo haré. Pocos días después volvió a
visitarme. — Hermano Benson —me dijo—, es la experiencia más dulce que ha tenido mi
familia. Apenas podía contener su emoción mientras me contaba lo que había
sucedido: — Cuando se presento el momento oportuno, le mencioné el asunto a mi
padre y él me pregunto: "Hijo, ¿realmente quieres que te de una bendición?" Yo le
dije que sí. Hermano Benson, me dio una de las bendiciones más hermosas que pudiera
desear. Mi madre estaba también, y lloró durante toda la bendición. Cuando termino,
había entre nosotros un vínculo de gratitud y cariño que nunca había existido en
nuestro hogar. Acercaos a vuestros padres. Cuando se llame para la oración familiar
o la noche de hogar, no os resistáis; participad en ellas de buena voluntad. Haced
vuestra parte por establecer unión y solidaridad familiares. En hogares así no
existe una brecha entre las generaciones. Esta es otra arma del adversario: separar
a padres e hijos. Sí, acercaos a vuestros padres. Tercero, os aconsejo con las
palabras de Jesucristo que "debéis velar y orar siempre, no sea que entréis en
tentación; porque Satanás desea poseeros para zarandearos como a trigo" (3 Nefi
18:18). Si de todo corazón buscáis la guía de vuestro Padre Celestial, día y noche,
recibiréis fortaleza para resistir cualquier tentación. El presidente Heber J.
Grant hizo esta promesa a la juventud de la Iglesia: "No temo por el niño o el
joven que concienzuda y sinceramente suplica a Dios dos veces por día pidiéndole la
guía de su Espíritu. Estoy seguro de que cuando se presente la tentación, tendrá la
fortaleza para vencerla por la inspiración que se le dará. El suplicar al Señor la
guía de su Espíritu coloca alrededor de nosotros un aro de protección; y si la
buscamos afanosa y sinceramente, os aseguro que la recibiremos." (Gospel Standards,
Salt Lake City: The Improvement Era, 1941, pág. 26; cursiva agregada.) Cuando
oráis, o sea, cuando habláis con vuestro Padre Celestial, ¿le mencionáis todos
vuestros problemas? ¿Le habláis de vuestros sentimientos, dudas, inseguridades y
gozos, de vuestros deseos más íntimos? ¿O es la oración simplemente una expresión
mecánica, con las mismas palabras y frases? ¿Meditáis en lo que realmente queréis
decir? ¿Dedicáis tiempo a prestar atención a la inspiración del Espíritu? En la
mayoría de los casos, recibimos contestación a nuestras oraciones por medio de
impresiones que no percibimos con los sentidos sino que interpretamos por
intermedio de nuestros sentimientos más
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profundos. Os aseguro que podéis saber la voluntad de Dios concerniente a vosotros
si dedicáis tiempo a orar y a escuchar. Si, queridos jóvenes, tendréis pruebas y
tentaciones por las que debéis pasar, pero os esperan grandes momentos en la
eternidad. Contáis con nuestro amor y confianza. Oramos por que estéis preparados
para ser líderes. Os decimos: "Levantaos y brillad" (D. y C. 115:5), sed una luz al
mundo, un ejemplo para los demás. Podéis vivir en el mundo y no tomar parte en los
pecados del mundo. Podéis vivir hermosa y gozosamente, sin que os manche la
inmundicia del pecado. Así os expresamos nuestra confianza en vosotros: Alégrate,
oh joven, tu día ya amanece, tus horas serán largas antes de anochecer. ¿Qué te
importa si oscuro el horizonte parece? Más allá brillan rayos de luz que eterna es.
Hoy quizás el sendero oculto en sombras quede y caminos extraños a ambos lados se
abran; las luchas que por recia la tormenta te ofrece con el tiempo tal vez más
valiente te hagan. Si conservas profunda la visión en tu alma, el sueño que borrar
ni destruir se podrá, la promesa de un día mejor en el mañana un faro para guiarte,
una estrella será. Mira hacia este día, despliega tu esplendor y lleva el
estandarte de un mundo que será, cuando guerras y odio, amargura y dolor den paso a
la justicia, amor y libertad. (Maude Osmond Cook, "Young Men Shall See Visions",
You Left Us with a Smile, Salt Lake City: Melvin A. Cook Foundation, 1972, pág.
59.) Ruego que vosotros, la generación nueva y joven, mantengáis vuestro cuerpo y
mente limpios, libres de las contaminaciones del mundo; que seáis vasos puros y
dignos de llevar triunfantes las responsabilidades del reino de Dios en preparación
para la segunda venida de nuestro Salvador.

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EL EJÉRCITO DEL SEÑOR
Presidente Thomas S. Monson

Hace unos veinticuatro años, me encontraba sentado en la sección del coro del Salón
de Asambleas, edificio situado en la esquina suroeste de la Manzana del Templo. Se
llevaba a cabo una conferencia de estaca, y los élderes Joseph Fielding Smith y
Alma Sonne habían sido asignados para reorganizar la presidencia. El Sacerdocio
Aarónico y los obispados estaban encargados de presentar la música; los que
servíamos como obispos cantábamos junto con nuestros jóvenes. Al terminar de cantar
el primer número, el élder Smith se acercó al púlpito y anunció los nombres de los
integrantes de la nueva presidencia de estaca. Supongo que a los otros los habían
enterado de sus llamamientos, pero a mí no. Después de leer mi nombre, el hermano
Smith anunció: "Si el hermano Monson está dispuesto a responder a este llamamiento,
tendremos mucho gusto en que ahora nos dirija la palabra". Al contemplar desde el
pulpito aquel mar de rostros, me acordé de la canción que acabábamos de cantar y
cuyo título era: "Ten valor, hijo mío, para decir no". Pero elegí como tema de mi
discurso de aceptación: "Ten valor, hijo mío, para decir si". Hay un conocido himno
cuya letra describe a vosotros, los jóvenes: ¡Mirad! Reales huestes ya entran a
luchar, con armas y banderas el mal a conquistar. Sus filas ya rebosan con hombres
de valor, que siguen su Caudillo y cantan con vigor: ¡A vencer, a vencer por el que
nos salva! ¡A vencer, a vencer por Cristo Rey Jesus! (Himnos de Sión, 248.) El
sacerdocio representa un poderoso ejército de justicia, un ejercito real. Nos
dirige un Profeta de Dios y nuestro comandante en jefe es nuestro Señor y Salvador
Jesucristo. Las órdenes de marchar que recibimos son claras y concisas. Mateo
describe nuestro cometido con estas palabras pronunciadas por el Maestro:

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―Por tanto, id, y haced discípulos a todas las naciones, bautizándolos en el nombre
del Padre, y del Hijo, y del Espíritu Santo; "enseñándoles que guarden todas las
cosas que os he mandado; y he aquí yo estoy con vosotros todos los días, hasta el
fin del mundo" (Mateo 28:19-20). ¿Escucharon el mandato divino aquellos primeros
discípulos? Marcos nos dice: "Y ellos, saliendo, predicaron en todas partes,
ayudándoles el Señor" (Marcos 16:20). El mandato de ir a predicar no ha sido
invalidado; al contrario, se ha vuelto a hacer hincapié en él. Actualmente tenemos
miles de misioneros que han respondido al llamado; hay miles más que responderán;
se crean constantemente nuevas misiones. ¡Que época emocionante y motivadora es
ésta! Vosotros, los que poseéis el Sacerdocio Aarónico y lo honráis, habéis sido
reservados para este período especial de la historia. La cosecha es verdaderamente
grande. No tengamos malentendidos al respecto: la oportunidad de vuestra vida está
a vuestro alcance. Os esperan las bendiciones de la eternidad. ¿Cómo podéis
responder mejor al llamado? Permitidme sugerir que cultivéis estas tres virtudes:
1. El deseo de servir. 2. La paciencia para prepararos. 3. La voluntad para
trabajar. Haciéndolo, siempre formaréis parte de ese ejército real del Señor.
Consideremos separadamente cada una de esas tres virtudes. Primero, el deseo de
servir. Recordemos el requisito del Señor en su declaración: "He aquí, el Señor
requiere el corazón y una mente bien dispuesta" (D. y C. 64:34). Un ministro
contemporáneo dijo lo siguiente: "Mientras el deseo de servir no sea más grande que
la obligación, los hombres luchan como reclutas forzados y no como patriotas que
siguen su bandera. El deber sólo se cumple dignamente cuando el que lo hace, si
pudiera, recorre gustoso la segunda milla". ¿No os parece apropiado que no seáis
vosotros mismos quienes os llaméis a la obra misional? ¿No es también prudente que
no sean vuestros padres quienes lo hagan? En cambio, sois llamados por Dios, por
profecía y revelación, y vuestro llamamiento lleva la firma del Presidente de la
Iglesia. Durante muchos años tuve el privilegio de servir con el presidente Spencer
W. Kimball, cuando el era presidente del Comité Ejecutivo Misional de la Iglesia.
Aquellas inolvidables reuniones en las que se asignaba la destinación de
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los misioneros estaban llenas de inspiración y, de vez en cuando, amenizadas por
toques de humorismo. Recuerdo muy bien el formulario de recomendación de un futuro
misionero, en el cual el obispo había escrito lo siguiente: ""Este joven está muy
unido a su madre. Ella desea saber si sería posible que se le enviara a una misión
cercana a su casa, a fin de que pudiese visitarlo algunas veces y hablarle por
teléfono todas las semanas". Leí estas palabras en voz alta y quede en espera de
que el presidente Kimball designara la misión a la cual se enviaría a aquel joven.
Noté la chispa de picardía en sus ojos mientras decía con una dulce sonrisa, sin
agregar comentario alguno: "Asignémoslo a la Misión de Africa del Sur—
Johanesburgo". Los casos de llamamientos que resultaron providenciales son
demasiado numerosos para mencionar, pero sé sin ninguna duda que la inspiración
divina interviene en esas asignaciones sagradas. Todos reconocemos la verdad
declarada con tanta sencillez en Doctrina y Convenios: "Si tenéis deseos de servir
a Dios, sois llamados a la obra" (D. y C. 4:3). Segundo, la paciencia para
prepararos. La preparación para la misión no es algo que pueda improvisarse, sino
que empezó antes de lo que recordáis. Cada clase de la Escuela Dominical, de la
Primaria, del seminario, cada asignación que tuvisteis en el sacerdocio, tuvo una
aplicación más amplia que la aparen te. Silenciosa y casiimperceptiblemente se ha
moldeado una vida, se ha comenzado una carrera, se ha formado un hombre. Un poeta
dijo: Quien por el plan del Maestro a un jovencito motiva el curso del hombre del
mañana determina. ¡Que compromiso implica el llamamiento de asesor de un quórum de
muchachos! Asesores, ¿pensáis realmente en la oportunidad que tenéis? ¿Oráis? ¿Os
preparáis? ¿Preparáis a vuestros jóvenes? Cuando tenía quince años, fui llamado
para presidir un quórum de maestros. Nuestro asesor se interesaba en nosotros, y
nosotros lo sabíamos. Un día me dijo: —Tom, a ti te gusta criar palomas, ¿verdad? —
Si —le respondí con entusiasmo. Luego me preguntó: —¿Te gustaría que te regalara
una pareja de palomas de pura raza? —¡Sí, claro! —le conteste esa vez, puesto que
las que yo tenía eran de las ordinarias que atrapaba en el techo de la escuela. El
me dijo que fuera a su casa a la tarde siguiente.
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Ese fue uno de los días más largos de mi vida. Cuando llegó del trabajo, ya hacía
una hora que yo estaba aguardándolo. Me llevó al palomar que tenía en un pequeño
cobertizo al fondo de su terreno. Mientras contemplaba las palomas, que eran las
más hermosas que hasta entonces había visto, el me dijo: —Escoge cualquier macho, y
te daré una hembra que es diferente de todas las palomas del mundo. Después que
hice mi selección, me puso en las manos una diminuta hembra; la miré y le pregunté
que era lo que la hacía diferente de las otras. Me contestó: —Si la examinas, verás
que tiene un solo ojo. Era cierto; le faltaba un ojo, que había perdido en una
escaramuza con un gato. Entonces mi asesor me aconsejó: —Llévalas a tu palomar,
tenlas encerradas por unos diez días y después suéltalas para ver si se han
acostumbrado al lugar y se quedan allá. Seguí sus instrucciones. Cuando las solté,
el macho se pavoneó un poco por el techo del palomar, y luego entró a comer; pero
la hembra desapareció en un instante. Inmediatamente llamé al asesor para
preguntarle si la paloma había regresado a su palomar. —Ven —me contestó—, vamos a
fijarnos. Mientras íbamos caminando desde la casa hasta el palomar, el asesor
comentó: —Tom, tú eres el presidente del quórum de maestros. Por supuesto, yo ya
sabía eso; después agregó: —¿Qué piensas hacer para activar a Bob? —Lo llevaré a la
reunión del quórum esta semana —le respondí. El entonces alargó la mano hasta un
nido y me entregó la palomita tuerta. —Mantenla encerrada por unos días —me dijo— y
vuelve a probar. Así lo hice, y una vez más el ave desapareció. La historia se
repitió. —Ven, y veremos si volvió acá. Mientras íbamos para el palomar me hizo
este comentario: —Te felicito por haber conseguido que Bob fuera a la reunión del
sacerdocio. Y ahora, ¿qué harán tú y él para activar a Bill? —Lo llevaremos con
nosotros a la próxima reunión —le contesté.

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Esta experiencia se repitió una y otra vez. Yo ya era hombre cuando llegué a darme
cuenta de que mi asesor ciertamente me había regalado una paloma especial: la única
de todo el palomar que el sabía que volvería cada vez que yo la soltara. Era su
inspirada forma de asegurarse de tener cada dos semanas la entrevista ideal del
sacerdocio con el presidente del quórum de maestros. Es mucho lo que debo a aquella
palomita tuerta, y mucho más le debo a aquel asesor de quórum que tuvo la paciencia
de ayudarme a prepararme para las oportunidades que se me presentarían más
adelante. Tercero, la voluntad para trabajar. La obra misional es difícil; pondrá a
prueba vuestras energías; os llevará al límite de vuestra capacidad; os exigirá
vuestro mayor esfuerzo y, con frecuencia, que lo hagáis una y otra vez. Recordad
que no "es de los ligeros la carrera, ni la guerra de los fuertes" (Eclesiastés
9:11), sino del que persevere hasta el fin. Tomad la determinación de hacer lo
siguiente: En tu deber persevera hasta que parte de ti sea; al empezar son muchos,
mas pocos terminan la tarea. Alabanzas y honores, posición y poder, para el que
permanece siempre habrán de ser. Persevera en tu labor hasta que sea parte de ti;
esfuérzate por ella, suda y procura sonreír, ya que por el esfuerzo, la sonrisa y
el sudor al fin recibirás el triunfo y el honor. Durante la última parte de la
Segunda Guerra Mundial, cumplí los dieciocho años y fui ordenado élder una semana
antes de partir para el servicio activo en la Marina. Un miembro del obispado de mi
barrio fue a la estación a despedirme, y un momento antes de salir el tren me puso
en la mano un librito titulado El manual del misionero. Al ver el título me reí y
le dije: —Pero yo no voy a una misión. —Llévalo de todas maneras —me respondió—,
puede serte útil. Y así fue. En el periodo de entrenamiento básico, el comandante
de nuestra compañía nos dio instrucciones con respecto al mejor método para colocar
la ropa en nuestras bolsas de marineros; entre otras cosas, nos recomendó que si
teníamos algún objeto que fuera duro y de forma rectangular, lo pusiéramos en el
fondo del saco para que la ropa tuviera una base más firme. De pronto recordé que
tenía el objeto rectangular adecuado: mi manual de misionero. Ese fue el primer
servicio que me prestó, y allí permaneció doce semanas.
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La noche anterior a nuestra salida en las vacaciones de Navidad, nuestros
pensamientos estaban, como siempre, en la familia; un gran silencio reinaba en el
cuartel. De pronto oí que mi compañero de la litera contigua —un muchacho mormón
-exhalaba quejidos de dolor. —¿Qué te pasa? —le pregunté. —Estoy enfermo —me
respondió—, muy enfermo. Le aconsejé que fuera al dispensario de la base, pero me
contestó que si lo hacia no le permitirían ir a su casa para Navidad. Con el correr
de las horas sus gemidos se fueron haciendo más fuertes hasta llegar un momento en
que, desesperado, me susurró: —Monson, Monson, ¿tú no eres élder? Le respondí
afirmativamente, luego de lo cual me pidió: — ¡Dame una bendición! Repentinamente
me di cuenta de que jamás había dado una bendición de salud, no había recibido
ninguna, ni había visto a nadie darla a otra persona. Entonces ore a Dios
suplicando su ayuda, y recibí la respuesta: "Busca en el fondo de la bolsa de la
ropa". Eran las dos de la madrugada cuando vacié sobre el piso el contenido del
saco, llevé hasta la lámpara de noche aquel objeto duro y rectangular que estaba
debajo de todo, El manual del misionero, y leí todo lo referente a la forma de
bendecir a los enfermos. Luego, con unos sesenta marineros alrededor de nosotros
contemplándonos con curiosidad, procedí a dar la bendición. Antes de que terminara
de guardar mis cosas, mi compañero dormía placidamente. A la mañana siguiente, se
volvió a mí y me dijo: —Monson, ¡cuánto me alegro de que poseas el sacerdocio!
Futuros misioneros, que nuestro Padre Celestial os bendiga con el deseo de servir,
la paciencia para prepararos y la voluntad para trabajar, para que tanto vosotros
como todos los que integran este ejército real del Señor podáis merecer su promesa:
"Iré delante de vuestra faz. Estaré a vuestra diestra y a vuestra siniestra, y mi
Espíritu estará en vuestro corazón y mis Ángeles alrededor de vosotros, para
sosteneros" (D. y C. 84:88).

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UN SACERDOCIO PREPARATORIO
Elder Boyd K. Packer

Tengo siete hijos varones y he aprendido mucho de ellos; también he tenido que
depender mucho de ellos. A veces hemos tenido en nuestro hogar otro poseedor del
Sacerdocio de Melquisedec aparte de mí; muchos otras no lo hemos tenido, pues
nuestros élderes han estado cumpliendo misiones o se han casado y se han ido. Por
eso, en nuestra casa el sacerdocio que ha habido casi siempre ha sido el Aarónico.
Yo estoy mucho tiempo fuera del hogar, y me siento muy agradecido porque nuestros
hijos jovencitos lo poseen. Deseo hablaros a vosotros, jóvenes, sobre ese
sacerdocio, y contaros una o dos experiencias que ha tenido nuestra familia. Hace
muchos años nuestros hijos acostumbraban pasar el verano en la casa de campo de su
abuelo. Uno de ellos tenía un caballo. Se lo habían regalado el mismo día en que el
animalito había nacido, pero lo habían dejado andar suelto con una manada de
caballos semisalvajes que formaba parte de la hacienda. Pero ya tenía dos años,
edad en que podía ser domado para montar. A principios de ese verano fuimos a la
finca del abuelo. Nos llevo todo un día encerrar los caballos en el corral;
finalmente pudimos arrinconar al de mi hijo y ponerle un grueso cabestro, después
de lo cual lo atamos con una cuerda a un fuerte poste. "Ahora, el caballo se tiene
que quedar aquí dos o tres días", le dije a mi hijo, "hasta que deje de luchar
contra la cuerda que lo sujeta y se calme". Nos quedamos con el animal toda la
mañana siguiente, y después fuimos a almorzar. El se apresuró a terminar la comida
y se fue a verlo otra vez. Era fácil comprender su entusiasmo: tenía catorce años y
quería al caballo. En el momento en que los demás estábamos terminando de comer, oí
un ruido y luego un grito de mi hijo. Inmediatamente me imagine lo que había
pasado: había desatado al caballo. Yo le había advertido que no lo hiciera, pero el
quiso tratar de amansarlo. Para que no se le escapara, se había enrollado la cuerda
alrededor de la muñeca. Al salir vi el caballo que pasaba al galope; mi hijo iba
corriendo detrás con grandes zancadas; el animal lo llevaba de tiro. Y en ese
momento cayó. Si el caballo hubiera dado la vuelta hacia la derecha, habría salido
por el portón alejándose hacia las montañas; pero dio vuelta hacia la izquierda y
se encontró arrinconado por dos cercas. Mientras trataba de encontrar la forma de
salir de allí, yo desenrolle la soga de la muñeca de mi hijo y la volví a arrollar
alrededor del poste. Mi muchacho estaba lastimado, pero no era nada serio. Al cabo
de un momento habíamos vuelto a atar el caballo como estaba al principio, y nos
sentamos para tener una conversación de padre e hijo. Yo le dije lo siguiente:
"Hijo, si quieres llegar a controlar a tu caballo, tendrás que emplear
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algo más que los músculos; el animal es mucho más grande que tú. Algún día podrás
montar en él, pero primero había que entrenarlo, y eso es algo que no puedes hacer
con los músculos. Es más grande que tú, es más fuerte y es salvaje". Dos años
después volvimos a visitar la finca en la primavera. El caballo de mi hijo había
estado durante todo el invierno suelto en el campo con la manada. Fuimos a buscarlo
y encontramos a todos junto al río. Yo sabía que si nos acercábamos demasiado,
huirían de nosotros; así que mi hijo y su hermana tomaron un cubo que habían
llenado con avena y comenzaron a caminar lentamente hacia ellos. Al verlos, los
caballos se fueron alejando despacio en dirección contraria; entonces el silbó, y
su caballo se apartó de la manada y se le acercó al trote. Habíamos aprendido una
gran lección. Mucho había sucedido en aquellos dos años; mi hijo había recurrido a
algo más que los músculos para enseñar a su caballo. Después del accidente que
había tenido cuando desató el caballo, desobedeciéndome, se había asustado mucho y
me había preguntado: "Papá, ¿que debemos hacer?" Mi respuesta fue: "Esta es la
forma en que lo haremos, y un día ese caballo correrá hacia ti cuando lo llames".
El había recibido su preparación y había aprendido una gran lección. El Sacerdocio
Aarónico es un sacerdocio preparatorio; es el sacerdocio menor. ¿Y para qué
prepara? Prepara a los jóvenes para recibir el Sacerdocio de Melquisedec, los
prepara para la vida, los capacita para ser líderes, les enseña obediencia y les
ayuda a aprender a controlar factores y problemas que son mayores que ellos. Les
enseña como emplear algo más que los músculos. Ahora bien, cuando se os ordena
diáconos a los doce años, pasáis a formar parte de un quórum. ¡Que maravillosa
bendición es ser integrantes del quórum! Desde ese momento en adelante, durante
toda vuestra vida estaréis en un quórum: el de los diáconos, con doce miembros; el
de los maestros, con veinticuatro; el de los presbíteros, con cuarenta y ocho.
Luego, si sois fieles y dignos, seréis ordenados al Sacerdocio de Melquisedec, o
sacerdocio mayor. Pero estoy hablando a los jóvenes del Sacerdocio Aarónico, el que
nos prepara para recibir el otro y nos enseña a hacerlo todo en la misma forma en
que lo haremos cuando recibamos el Sacerdocio de Melquisedec. Quiero volver a
hablaros de mi hijo, que actualmente es casado. Se graduó en ingeniería y se ha ido
a vivir a una gran ciudad. Al irse, él y su esposa estaban nerviosos por el nuevo
trabajo y el nuevo hogar que formarían lejos de sus respectivas familias. El me
contó dos experiencias que desearía relataros:

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Trabajaba en un cuarto muy grande con otros ingenieros. Hacía dos meses que estaba
empleado allí, y estaba organizando todo para poder irse justo a la hora de salida.
Nosotros siempre les enseñamos a nuestros hijos que debían llegar al empleo un poco
más temprano y quedarse un poco más tarde, hacer un esfuerzo extra. Pero ese día en
particular el deseaba irse a casa exactamente a la hora de salida. Uno de los
compañeros le preguntó a donde iba. — ¿Por que estáis tan apurado? —Porque esta
noche tengo una cena. —¿Que clase de cena es? —volvió a preguntarle el otro. —Es
una cena de nuestro quórum; cada uno lleva a su esposa a la cena y, además, tenemos
una reunión social. El otro ingeniero sacudió la cabeza. —No entiendo —le dijo—. He
vivido acá dos años y todavía no conozco a nadie; mi esposa y yo nos sentimos
bastante solos. Tu has estado aquí solo dos meses y ya estas invitado a una cena. Y
la otra experiencia: Un día otro de los compañeros le pregunto si le ayudaría a
mudarse. -Encontrarnos un apartamento mejor y el sábado nos mudaremos. Necesitaré
ayuda. ¿Podrías ayudarme? Nuestro hijo le contestó que, por supuesto, lo haría con
mucho gusto. Al llegar el sábado, su esposa hizo pan casero y una comida para
llevarles, y el les ayudó a mudarse. Luego de contarme esto, el me comentó lo
siguiente: —Papá, he estado pensando que ese ingeniero apenas me conoce. Si yo soy
la persona mas allegada que tiene, la persona a quien se atrevió a pedirle ayuda,
eso significa que no tiene a nadie. ¡Y mira lo que yo tengo! Cuando el y su esposa
llegaron a aquella ciudad, fueron inmediatamente a la Iglesia. El asistió a la
reunión de su quórum, y desde el primer momento se sintió cómodo porque pertenecía
a el. Así es un quórum: para apoyarse mutuamente, para ayudarse los unos a los
otros. Vosotros, los jóvenes del Sacerdocio Aarónico, podéis empezar a prepararos
desde ahora. Se os capacita para ayudar a los demás recogiendo las ofrendas de
ayuno y cumpliendo con otros deberes como la Santa Cena y la orientación familiar.
¿Y por qué? Porque formáis parte de un quórum. La palabra quórum es maravillosa.
Nuestros quórumes no han llegado todavía a ver cumplido su potencial. Formar parte
de un quórum es un honor muy grande. Ser llamado para presidir un quórum es una
enorme responsabilidad, así como lo es ser secretario o maestro del quórum. ¿Sabéis
de donde proviene la palabra quórum? No se
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encuentra ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento, sino que proviene de la
antigua Roma. Cuando era necesario formar una comisión para llevar a cabo alguna
gran obra, se nombraban los miembros que la integrarían y se les enviaba un
certificado; en ese certificado aparecía el vocablo quórum; además, decía a que se
dedicaría la comisión, cuan importante era, se explicaba que se había elegido a
grandes hombres para integrarla, y terminaba con las palabras Quórum vos unum, que
significaban: "Debéis ser uno". Mis jóvenes hermanos, vosotros formáis parte de un
quórum. ¡Que extraordinaria oportunidad! Podéis aprender a tomar a vuestro cargo
asuntos importantes, a gobernar bien vuestra vida y a ayudar a los demás. Me siento
muy agradecido de haber poseído y todavía poseer el Sacerdocio Aarónico, de que mis
hijos lo hayan poseído y de que vosotros lo poseáis. Que Dios os bendiga, mis
muchachos. Que el Espíritu del Señor descanse sobre vosotros. El evangelio es
verdadero. El sacerdocio es una gran oportunidad.

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EL JURAMENTO Y CONVENIO DEL SACERDOCIO
Elder Carlos E. Asay

De todos los convenios pertinentes al evangelio de Jesucristo, pocos, y quizás


ninguno, tienen más importancia que el juramento y convenio del sacerdocio. Es en
verdad uno de los acuerdos más sagrados, porque implica el hecho de compartir
poderes celestiales y el esfuerzo del hombre por alcanzar metas eternas. No podemos
ignorar las condiciones de ese contrato, porque si lo hiciéramos, podríamos
quedarnos cortos en el cumplimiento de nuestro deber y perder las bendiciones
prometidas. Un convenio del evangelio es un contrato santo. Dios dispone las
condiciones, y el hombre las acepta. Las dos partes en el convenio del sacerdocio
son el hombre y Dios. El hombre pacta hacer ciertas cosas o cumplir ciertas
condiciones; Dios le promete bendiciones que le dará a cambio. El convenio del
hombre 1. Recibir de buena fe el Sacerdocio de Melquisedec. Cuando se le confiere a
un hombre el Sacerdocio de Melquisedec, se espera que lo reciba de buena fe. La
palabra recibir se emplea repetidamente en los versículos de Doctrina y Convenios
que describen el juramento y convenio del sacerdocio: "Y también todos los que
reciben este sacerdocio, a mi me reciben, dice el Señor... "y el que me recibe a
mi, recibe a mi Padre; "y el que recibe a mi Padre, recibe el reino de mi Padre (D.
y C. 84:35, 3738). Al confirmar a una persona miembro de la Iglesia, los que tienen
la autoridad le ponen las manos sobre la cabeza y le mandan: "Recibe el Espíritu
Santo". ¿No se aplica lo mismo al conferimiento del poder del sacerdocio? Hace
muchos años, mi padre me puso las manos sobre la cabeza para conferirme el
Sacerdocio de Melquisedec y, como dicen en el Antiguo Testamento, "puso de su
dignidad sobre mí y me dio el cargo" (véase Números 27:18- 23). Yo sabía que él
tenía un poder que conferir y que era un poder real; también sabía cual era la
fuente primordial de ese poder, y por eso recibí el santo sacerdocio de buena fe.
2. Magnificar los llamamientos. El presidente Kimball definió el sacerdocio, en
parte, como "el medio por el cual el Señor activa por conducto del hombre
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para salvar almas" (Ensign, junio de 1975, pág. 3). Esa definición indica acción y
no pasividad. Indica que el poder del sacerdocio debe emplearse en bien de otras
personas; que no es algo para tener inactivo a vanagloriarse en poseer, sino que
los llamamientos en el sacerdocio deben magnificarse. Las bendiciones más grandes
del sacerdocio no se reciben solo por la ordenación. Se nos enseña lo siguiente:
"La ordenación en el sacerdocio es un requisito para recibirlas [las bendiciones],
pero no las garantiza. Para que el hombre las obtenga, debe cumplir fielmente la
obligación que se deposita sobre sus hombros cuando recibe el sacerdocio" (Marion
G. Romney, en Conference Report, abril de 1962, pag. 17). ¿Qué significa magnificar
nuestro llamamiento? Magnificar, según los diccionarios, quiere decir "engrandecer,
ensalzar", o sea, aumentar algo en importancia, hacerlo más grande. Magnificamos
nuestro llamamiento cuando: - Aprendemos nuestro deber y lo cumplimos bien (véase
D. y C. 107:99100). - Nos esforzamos todo lo posible en el cumplimiento de nuestra
asignación. - Al ser llamados por nuestros lideres y por la inspiración del
Espíritu, dedicamos todo nuestro tiempo, talento y medios a la obra del Señor
(véase Spencer W. Kimball, " Convirtámonos en puros de corazón", Liahona, agosto de
1978, pag. 125). - Enseñamos y ejemplificamos la verdad. Jacob, el profeta cuyos
escritos estan en el Libro de Mormón, testificó diciendo: "Y magnificamos nuestro
ministerio ante el Señor, tomando sobre nosotros la responsabilidad...
[enseñándoles] la palabra de Dios con toda diligencia... [y] trabajando con todas
nuestras fuerzas" (Jacob 1:19). Subrayo estas expresiones de ese inspirado
versículo: tomar la responsabilidad, enseñar la palabra de Dios y trabajar con
todas las fuerzas, lo cual es de importancia fundamental en el ejercicio del poder
del sacerdocio. 3. Obedecer los mandamientos. En la revelación sobre el sacerdocio
leemos: "Y ahora os doy el mandamiento... de estar diligentemente atentos a las
palabras de vida eterna" (D. y C. 84:43-44). Creo que las palabras "estar
diligentemente atentos" comprenden el concepto de obedecer los mandamientos.

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Ningún mandamiento o requisito del evangelio carece de importancia. Todos tienen su
lugar y deben respetarse, y ninguno debe tratarse a la ligera ni dejarse a un lado
por resultar inconveniente. La persona que decide obedecer un mandamiento y pasar
por alto otros es tan insensata como el conductor de un vehículo que observa al pie
de la letra el límite de velocidad establecido pero pasa de largo cuando el
semáforo tiene la luz roja y hace burla de otras reglas de tránsito. Recordemos que
con cada mandamiento, Dios ha prometido una bendición. Si queremos recibirla,
tenemos que obedecer el mandamiento; de otro modo, si hacemos caso omiso de el o lo
quebrantamos, somos malditos porque perdemos la bendición (véase Deuteronomio
11:26-28). Es una disposición muy sencilla pero a la vez muy seria. 4. Vivir de
toda palabra de Dios. A los poseedores del sacerdocio el Señor les dice: "Porque
viviréis de toda palabra que sale de la boca de Dios" (D. y C. 84:44; cursiva
agregada). Esta declaración confirma la importancia de ser obedientes; también
indica que debemos conocer la palabra de Dios. Las palabras de vida eterna proceden
de una sola fuente: Dios. Nosotros las recibimos por conducto de las santas
Escrituras y de los profetas vivientes, y se nos vuelven a confirmar en
revelaciones personales por medio del poder del Espíritu Santo. Cuando estudiamos
las Escrituras, es como si aprendiéramos a los pies de profetas como Abraham,
Isaías, Pedro, Pablo, Nefi, Moroni y Jose Smith, que habiendo recibido revelaciones
comparten su gran sabiduría con nosotros. Sus exhortaciones se pueden comparar con
una luz colocada detrás de nosotros que nos ayuda a comprender lo pasado y nos da
una visión parcial de lo que el futuro nos depara. Para recibir más luz, una luz
que este sobre nosotros y delante de nosotros, debemos sentarnos a los pies de los
profetas vivientes. Con esa luz nadie tiene por que tropezar ni apartarse del
Camino. Todo lo que tenemos que hacer es conservar la mirada en los profetas, oír
sus advertencias y vivir conforme a su inspirada palabra. Los varones del
sacerdocio deben grabarse con fuego en la mente las siguientes palabras: "Lo que
yo, el Señor, he dicho, yo lo he dicho, y no me disculpo. . . mi palabra. . . será
cumplida, sea por mi propia voz o por la voz de mis siervos, es lo mismo" (D. y C.
1:38; véase también los versículos 11-14).

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He indicado que el hombre que recibe el Sacerdocio de Melquisedec acepta: (1)
recibirlo de Buena fe, (2) magnificar los llamamientos que reciba, (3) obedecer
todos los mandamientos y (4) vivir por toda palabra de Dios. Esos cuatro puntos
componen el convenio del hombre pertinente al juramento y el convenio del
sacerdocio. Ahora, consideremos las promesas y el juramento de Dios. Tal vez os
preguntéis: "¿Que me ha prometido Dios si yo cumplo con mi parte del convenio?"
Examinemos tres de estas promesas: Las promesas y el juramento de Dios Primera
promesa: Seremos santificados por el Espíritu. Prestad atención a estas palabras:
"Porque quienes son fieles hasta obtener estos dos sacerdocios de los cuales he
hablado [el Sacerdocio Aarónico y el de Melquisedec], y magnifican su llamamiento,
son santificados por el Espíritu para la renovación de sus cuerpos" (D. y C.
84:33). En una ocasión, el presidente Hugh B. Brown testifico que el presidente
David O. McKay había sido santificado por el Espíritu para la renovación de su
cuerpo, y añadió: "Algunos nos encontramos mejor ahora que hace muchos años en lo
que respecta a la salud física, lo cual atribuimos a su bendición [la del Señor]"
(en Conference Report, abril de 1963, pág. 90). Muchos hemos experimentado la
influencia de esa promesa. Si no fuera por ella, muchas de nuestras asignaciones
tal vez quedarían sin cumplirse. Segunda promesa: Seremos contados entre los
elegidos de Dios. Se dice de los que reciban el santo sacerdocio y permanezcan
fieles a sus convenios: "Llegan a ser los hijos de Moisés y de Aarón, y la
descendencia de Abraham, y la iglesia y reino, y los elegidos de Dios" (D. y C.
84:34). El elder Bruce R. McConkie lo explica así: "Esos son los miembros de la
Iglesia que se esfuerzan de todo corazón por guardar la plenitud de la ley del
evangelio en esta vida para poder llegar a ser herederos de la plenitud de los
galardones del evangelio en la vida venidera" (Mormon Doctrine, 2a. ed., Salt Lake
City, Bookcraft, 1966, pág. 217). No nos volvemos santos automáticamente al entrar
en las aguas del bautismo. Nos volvemos santos, en el verdadero sentido de la
palabra, al vivir santamente y cultivar las virtudes cristianas. Del mismo modo, no
llegamos a ser los elegidos de Dios instantáneamente al recibir el sacerdocio, sino
que obtendremos ese honor sólo si recordamos el convenio del sacerdocio y nos
comportamos de acuerdo con él.
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Tercera promesa: Se nos dará todo lo que Dios tiene. Este promesa que lo comprende
todo está muy clara en las siguientes palabras de Cristo: "Todo lo que mi Padre
tiene le será dado" (D. y C. 84:38). Pienso que pocos comprendemos el significado
total de esta promesa. Aun cuando sabemos que se refiere a la vida eterna, o sea, a
un patrimonio de la exaltación, es tan grandiosa y magnifica que no es posible
explicarla debidamente. A mi me basta saber que Dios es mi Padre y que me bendecirá
con todo lo que El tiene si le demuestro que soy un hijo fiel. Siento una humilde
adoración por mi Hacedor cuando me doy cuenta de que El ha jurado y confirmado su
parte del acuerdo con un juramento (véase Hebreos 6:13-17). Nunca dejará de cumplir
su promesa, ni la anulará ni la cambiará en nada. Quizás pueda aclarar lo que he
dicho referente al juramento y convenio del sacerdocio relatándoles algo que
sucedió una vez: El hijo de un hombre muy acaudalado fue llamado a servir de
misionero. Entró en el Campo misional y comenzó a trabajar. Al principio, las cosas
iban bien; pero al enfrentarse con el rechazo de la gente y al surgir dificultades
en las tareas de encontrar investigadores y enseñar el evangelio, la fe del joven
empezó a debilitarse. Los compañeros de misión lo animaron, pero no sirvió de nada.
Un día, el joven le dijo al presidente que iba a abandonar su llamamiento y
regresar a su casa. El presidente de la misión hizo todo lo que pudo por
disuadirlo, Pero todo fue en vano. Cuando el padre del muchacho se entero de la
decisión de su hijo, consiguió permiso para ir a verlo. En una de las muchas
conversaciones tirantes que tuvieron, el padre le dijo: —Hijo mío, he vivido
esperando el día en que sirvieras de misionero, porque te quiero a ti y amo a Dios;
y sé que no hay ninguna obra más importante que la de enseñar la verdad a la gente
del mundo. El hijo, vuelto un poco a la razón por las palabras de su padre, le
respondió: —Papá, no sabía que mi misión significara tanto para ti. —Lo es todo
para mí —afirmó el padre, y agregó emocionado: —Toda mi vida he trabajado y
ahorrado pensando solo en una persona: tú. Y mi única meta ha sido dejarte una
herencia respetable. —Pero, papá —exclamó el joven— , es que la obra es difícil y
no me gusta...
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El padre lo interrumpió, diciendo: —¿Como podría depositar mis negocios en tus
manos si no puedes probarte sirviendo al Señor durante dos cortos años? Hubo un
incomodo silencio mientras el hijo reflexionaba en lo que su padre le había dicho y
examinaba el rostro angustiado de éste. Después, midiendo sus palabras, el padre le
prometió: —Hijo mío, tú eres mi único heredero; si eres fiel en este llamamiento y
demuestras que eres digno en todo respecto, todo lo que poseo será tuyo.
Evidentemente conmovido por ese ruego ferviente, el hijo se puso de pie, abrazó a
su padre y le dijo sollozando: —Me quedaré. El joven permaneció en el Campo
misional y sirvió fielmente desde ese día. Y si, a su debido tiempo, recibió de su
padre la herencia prometida: todo lo que el padre tenía. Mis queridos hermanos,
somos los hijos de Dios. El nos ha investido con su poder y nos ha llamado a servir
en misiones en esta vida mortal. Nuestras misiones significan mucho para El y deben
significarlo todo para nosotros. Aquí, en esta vida, tenemos que probar que somos
dignos de su amor y dignos de la herencia que El nos ha ofrecido. ¿Y en que
consiste esa herencia? En todo lo que El tiene, incluso la vida eterna. Ese bendito
don que nos ha prometido será nuestro sólo si guardamos los convenios, en
particular el convenio del sacerdocio, y permanecemos fieles hasta el fin.

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HUELLAS DE OSO
Elder Dean L. Larsen

Me crié en Hyrum, un pueblito del norte del estado de Utah, llamado así en honor de
Hyrum Smith, hermano del profeta José Smith. Durante los años de mi niñez y
adolescencia, el pueblo contaba con unos mil quinientos habitantes. El ambiente
rural nos permitía tener un establo con caballos y vacas y lugar para guardar el
forraje, una pradera para los animales, un huerto grande y algunos otros bienes
propios de la vida del campo. Éramos casi autosuficientes en cuanto a producir los
alimentos para nuestra familia, lo que representaba una gran ventaja en un hogar de
nueve personas que procuraba subsistir con el pequeño sueldo de maestro que recibía
mi padre. Siendo ingeniosos e industriosos, lográbamos vivir con lo que teníamos.
Entre los víveres que almacenábamos, casi siempre había carne de ciervo que mi
padre y mis hermanos mayores nos suministraban durante la temporada de caza que
tiene lugar en el otoño, generalmente durante el mes de octubre. La cacería de
venado era un acontecimiento importante para la familia, no solo por la carne que
se almacenaba en el congelador, sino también porque constituía una aventura
emocionante. Los muchachos y los hombres de la familia, y a veces incluso las
jovencitas, iban a las montanas y vivían en un campamento por varios días, lo cual,
tanto Como la cacería en si, hacía que todos los años Este fuera un suceso feliz.
Aun ahora, cuando mi entusiasmo por la caza ya ha disminuido, conservo el grato
recuerdo de aquellos días emocionantes en las montañas con la familia y otros seres
queridos, respirando el aire fresco y cargado con el aroma de las hojas recién
caídas. Todo eso formaba una parte esencial de nuestra vida. Después de casarme y
comenzar mi carrera de maestro en la Cuenca de Big Horn, estado de Wyoming,
continué con la costumbre de ir a las montañas todos los otoños durante la época de
la caza de venado. Al tener la responsabilidad de proveer para una familia en
aumento, sabia que la carne de ciervo y alce nos ayudaría mucho en el
almacenamiento de víveres para el invierno. Las montañas de Wyoming eran aun más
agrestes y vastas que las de Utah, en las que yo había pasado tanto tiempo cuando
era joven. Para alguien que disfrutaba tanto del aire libre como yo, aquel era un
sitio maravilloso donde vivir. Durante una de esas temporadas de cacería en
Wyoming, tuve una experiencia que me enseñó una lección importante, una que jamás
he olvidado. Ocurrió en un año en que el tiempo no había sido el acostumbrado. Las
nieves tempranas, que generalmente Caen en las partes más altas de las montañas a
fines de septiembre, no habían caído. Los días habían permanecido cálidos y
soleados aun hasta mediados de octubre, cuando comenzaba la temporada de
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cacería. Como consecuencia, los ciervos y alces estaban todavía en las partes mas
altas y remotas, lo que hacia que fuera muy difícil para los cazadores
encontrarlos. Finalmente nevó, ya muy entrada la temporada, y yo hice planes con un
amigo para ir a las montañas Big Horn, cerca del límite de Wyoming con el estado de
Montana, para hacer el último intento de cazar un alce. Viajamos en su vehiculo de
doble tracción hasta un sitio donde la elevación era de unos 2.800 metros, donde el
rio Little Big Horn tiene su nacimiento. Un manto de nieve fresca de casi treinta
centímetros de profundidad cubría la tierra. Salimos a cazar cuando la primera luz
de la alborada aparecía sobre las montañas del este. Mi amigo y yo decidimos
separarnos y designamos un lugar determinado, a cierta distancia, donde nos
reuniríamos más tarde ese día. Después de cruzar un pequeño arroyo cerca del lugar
donde habíamos dejado el vehiculo, al comenzar a introducirme por entre los árboles
de la ladera opuesta, observe unas huellas frescas en la nieve. Eran huellas de oso
¡y grandes! Me sorprendió mucho verlas. No es que los osos sean poco comunes en las
montañas de Wyoming; al contrario, son tantos que está permitido cazarlos. Sin
embargo, no era común que los hubiera en las montañas Big Horn, y este súbito
hallazgo de huellas frescas me lleno la mente de interesantes posibilidades. Nunca
había cazado un oso y la verdad es que nunca había sentido deseos de hacerlo, pues
no me gustaba su carne. El oso no representaba una amenaza inmediata para mi
compañero ni para mí. Si aun estaba en las inmediaciones y consciente de nuestra
presencia, probablemente estuviera procurando evitar un encuentro con nosotros. A
pesar de eso, al examinar las huellas y notar lo recientes que eran, mis
pensamientos me excitaron el ánimo nuevamente, y confieso que comencé a tener
visiones de una alfombra de piel de oso para mi casa. Puesto que las huellas iban
más o menos en la misma dirección que yo me había propuesto tomar, decidí
seguirlas. Unos cien metros más adelante llegue a un sitio donde la nieve estaba
revuelta y mostraba rastros de sangre y pelos de ciervo. Me di cuenta de que el oso
había matado allí un venado esa mañana, y había dejado huellas fáciles de seguir,
porque en parte lo había cargado y en parte arrastrado por entre los arbustos hasta
una espesura de pinos y abetos. Allí encontré el venado. La cabeza y los cuernos se
habían enganchado entre las ramas de un árbol caído, y el oso no se había detenido
a desatascar el ciervo; tal vez mi proximidad lo hubiera hecho huir.
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Siguiéndole el rastro, subí una ladera empinada cuyo ascenso se hacia mas difícil
por la densa vegetación de arbustos. Me había colgado del hombro el portafusil con
el arma adentro, con el fin de poder emplear tanto las manos como los pies para
trepar. Cada pocos metros me detenía para recobrar el aliento y descansar unos
instantes. Durante una de esas pausas, mire a mi derredor para evaluar mi
situación. Debido a la densa vegetación, me di cuenta de que, aunque pudiera tirar,
me seria imposible dar en el blanco a más de ocho o diez metros de distancia, y
empecé a pensar en que, si llegaba a encontrarme con el oso, no sabía cual de los
dos tendría la ventaja. Al cruzarme por la mente esos pensamientos, tuve una
sensación muy interesante. Sentí un hormigueo en la piel y que se me erizaba el
pelo en la nuca; también tuve la fuerte impresión de estar en un grave peligro y de
que debía alejarme de aquel lugar inmediatamente. Fue una impresión tan poderosa
que me levanté y baje la ladera hasta donde había menos vegetación; allí me sentía
más dueño de la situación. Desapareció todo deseo de perseguir al oso, y a partir
de ese momento me dediqué a hacer aquello para lo cual mi amigo y yo habíamos ido
ese día a las montanas. En el transcurso de los días, de vez en cuando he
reflexionado sobre esa experiencia. Ha habido ocasiones en las que me he encontrado
ante la oportunidad de dedicarme a alguna empresa o actividad que parecía ofrecerme
la posibilidad de emoción o aventura. Siempre que ha existido un peligro o riesgo
para mi bienestar físico o espiritual, he sentido algunas de las mismas impresiones
y señales de advertencia que me sobrevinieron aquel día en las montanas de Wyoming.
No siempre han sido tan potentes como lo fueron en las laderas del Little Big Horn,
pero si tan claras que no hubiera sido fácil pasarlas por alto. He aprendido que
cuando veo "huellas de oso", hablando en sentido figurado, es prudente que
considere esas señales de advertencia que penetran la conciencia. Estas señales
pueden salvarnos de grandes dolores y dificultades. Con toda seguridad, los jóvenes
que están ante la perspectiva de crecer y abrirse paso en el mundo de hoy
encontraran "huellas de oso" que los invitarían a internarse en matorrales de
emociones y placeres mundanos. Estas atracciones pueden tomar diversas formas.
Algunas pueden parecer relativamente inocentes e inofensivas a primera vista.
Pueden encontrarse en casi cualquier ambiente, incluso en el santuario de nuestro
propio hogar. Pueden aparecer en forma escrita, en diarios, revistas y libros.
Algunas estan en forma gráfica, con ilustraciones y fotografías. Algunas nos
penetran los pensamientos y la sensibilidad por medio de la música, mientras que
otras utilizan toda la
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complejidad de la tecnología electrónica visual y auditiva, entre éstas, la
televisión y el cine. A veces seguimos las "huellas de oso" con las indiscreciones
que cometemos en nuestras relaciones, las que nos conducen a un comportamiento
inmoral. Muchos las han seguido hasta llegar al alucinante mundo del abuso de las
drogas y la adicción a estas. Recuerdo haber leído, hace varios años, de un hombre
que se fue de cacería con un amigo a un paraje agreste del estado de Montana. De
pronto, los cazadores se encontraron con un oso gris a una distancia relativamente
corta, y uno de ellos le disparó, hiriéndolo. Enfurecido, el enorme animal
arremetió a los hombres. Uno de ellos, dominado por el pánico y en un intento
desesperado por salvarse, se trepo a las ramas bajas de un árbol más bien pequeño;
pero el árbol no era bastante grande para soportar el peso del hombre y mantenerlo
fuera del alcance de los potentes dientes y garras del oso y, antes de que su
compañero pudiera matar al animal, Este le infligió heridas tan graves que fue
necesario amputarle ambas piernas a fin de salvarle la vida. Los que siguen las
figurativas huellas de oso a las que me he referido deben saber que,
inevitablemente, éstas conducen al peligro. Algunos de esos peligros pueden ser
fatales para la espiritualidad y la fe; otros pueden causar en la verdadera
felicidad y la autoestima serias lesiones de las cuales es muy difícil recuperarse.
El seguir voluntariamente las huellas de oso puede tener consecuencias trágicas. La
experiencia me ha ensenado que la mejor manera de prevenir los peligros a los que
nos pueden llevar esas huellas es no seguirlas. Respondamos a las señales de
advertencia que recibimos por medio de la inspiración del Espíritu Santo; escapemos
a los lugares seguros donde podamos ser dueños de la situación y hacernos
merecedores de los poderes protectores y preservadores que nuestro Padre Celestial
ha prometido a los que le obedecen. Si lo hacemos, hallaremos la seguridad y
tranquilidad mental que son más valiosas que toda la aventura y las emociones que
pudieran encontrarse al seguir las "huellas de oso". Además, podremos continúen en
el curso de la felicidad eterna, con la seguridad de que somos dignos de toda
bendición que pudiéramos necesitar para guardarnos y preservarnos de las fuerzas
que procuran perjudicarnos y ponernos obstáculos en el camino.

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TOMAD LA DECISIÓN DE DECIDIROS
Elder Rex D. Pinegar

Estoy agradecido por la asignación que tengo de trabajar con los jóvenes de la
Iglesia. Los que integran los quórumes del Sacerdocio Aarónico son nuestros futuros
misioneros, lideres de la Iglesia y dirigentes en el mundo. Consciente de esta
oportunidad tan grande, hoy quisiera hablar a los j6venes de su potencial para
llegar a ser lo que quieran ser. En el verano de 1980 tuve la experiencia
inolvidable de acampar con 2.600 de estos maravillosos jóvenes del Sacerdocio
Aarónico y sus líderes. Entre el colorido de las tiendas de campana y los uniformes
Scout, el campamento fue tomando la forma de una rueda gigantesca de doce rayos,
cada uno de los cuales representaba una de las tribus de Israel. En la hacienda
Deseret, en el estado de Florida, todos pasaron seis días aprendiendo el arte de
acampar, haciendo demostraciones especiales, pruebas de aptitud física, programas
espirituales y muchas otras actividades (para no mencionar el consumo de unos
23.000 litros de leche, mil cajas con botellas de refresco y una tonelada y media
de pan, mas el gasto de cerca de 30.000 kilos de hielo). Los jóvenes y sus líderes
participaron, poniendo de relieve los objetivos del sacerdocio. El primer
atardecer, después que cada "tribu" estuvo instalada, todo "Israel" marcho hasta un
espacio abierto donde haríamos la primera fogata. Los dorados rayos del crepúsculo
formaban un magnifico fondo para la caravana de mas de un kilómetro y medio de
largo de los jovencitos que marchaban de dos en dos. Con las banderas de colores en
alto, los actuales hijos de Israel iban pasando debajo de un arco que tenia
inscrita la promesa Scout: "Por mi honor". Había centinelas que sostenían carteles
iluminados por antorchas en los que se leía la promesa y la ley Scout, así como los
objetivos del Sacerdocio Aarónico. Al pasar los jóvenes con sus lideres junto a
estos centinelas, cada uno de ellos debía comprometerse a esforzarse diariamente
por merecer la vida eterna, ser un digno poseedor del sacerdocio, ser digno de
servir en una misión y de casarse en el templo. Durante los cuatro días siguientes
se les recordaron y recalcaron esas promesas por medio de experiencias especiales,
que llamaron de "la cima de la montaña" parafraseando famosas experiencias
bíblicas. Los líderes del Israel antiguo iban a menudo a la cima de una montaña
determinada para recibir instrucciones del Señor. Por eso, se había planeado que
aquellos "israelitas" poseedores del sacerdocio estuvieran preparados para ir a
lugares designados del campamento donde pudieran recibir guía espiritual y
consejos. Allí aprendieron que, habiéndose comprometido a vivir de acuerdo con los
principios básicos del
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evangelio, también se habían comprometido a tomar otras decisiones importantes como
ser moralmente limpios, ser honrados de palabra y de hecho, observar la Palabra de
Sabiduría, etc. En un discurso de una conferencia general, el presidente Kimball se
refirió a ciertas decisiones que tenemos que tomar: "Tenemos la esperanza de poder
ayudar a nuestros jóvenes, tanto varones como mujeres, a comprender, más temprano
en la vida, que hay ciertas decisiones que se toman solamente una vez . . .
¡Podemos apartar de nosotros algunas cosas solo una vez y dar el asunto por
terminado! Podemos tomar una Bola decisión sobre ciertas cosas sin tener que
reconsiderar y volver a decidir cien veces lo que vamos a hacer y lo que no vamos a
hacer... "Mis jóvenes hermanos, si no lo habéis hecho ya, tomad la decisión de
decidiros!" (Véase Liahona, agosto de 1976, pág. 39; cursiva agregada.) Vosotros
podéis hacerlo, mis jóvenes hermanos. Podéis llegar a ser ese hombre lleno de
integridad cuya imagen os presentan vuestros sueños y ambiciones. Para lograrlo,
debéis tomar algunas decisiones importantes ahora, mientras aún sois jóvenes. ¡Este
es el momento de decidiros! Primero, decidid estableceros metas. En el mismo
discurso que mencione, el presidente Kimball dijo: "Es sumamente apropiado para los
jóvenes del Sacerdocio Aarónico, así como para los hombres del Sacerdocio de
Melquisedec [y yo agregaría: para las mujeres de la Iglesia], establecerse sin
hacer alarde, pero con determinación, algunas metas serias por medio de las cuales
puedan mejorar, seleccionando ciertas cosas que quieran lograr en un periodo
especifico de tiempo" (véase Liahona, agosto de 1976, pág. 39). Un amigo mío ayudo
a su hijo a establecer metas de la siguiente manera: Le pregunto que quería llegar
a ser, a quien desearía parecerse. El hijo le nombró a un miembro del barrio que
vivía cerca y a quien admiraba desde hacia un tiempo. Mi amigo lo llevó en el auto
y estacionaron frente a la casa de ese hombre. Sentados en el auto hablaron acerca
de lo que el poseía, de su nivel de vida, de su bondad y generosidad, su buen
nombre y su integridad. Hablaron de lo que le había costado al vecino llegar a ser
lo que era: los años de dedicado trabajo, los estudios que había cursado para
prepararse, los sacrificios que había hecho, las dificultades que había tenido que
vencer. Lo que poseía y la situación económica aparentemente holgada en que estaba
eran resultado del diligente esfuerzo que había hecho por alcanzar sus metas y de
las bendiciones del Señor. El hijo eligió a otros hombres que le parecían modelos
de una vida de éxito y rectitud, y su prudente padre le contó la historia de cada
uno de ellos. Por consiguiente, siendo aun muy joven, el muchacho estableció su
propia meta de
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lo que quería llegar a ser. Y con esa meta presente como guía para ayudarle a tomar
otras decisiones, estaba preparado para permanecer en el curso que el mismo había
escogido. Después, tomad la decisión de trabajar. El trabajo es necesario si
queréis alcanzar vuestra meta. J. Paul Getty, a quien se consideraba hace un tiempo
uno de los hombres más acaudalados del mundo, dio esta formula para obtener el
éxito: "Levantarse temprano, trabajar hasta tarde y ¡encontrar petróleo!" También
hizo el siguiente comentario, que es digno de reflexión: "Es posible que un hombre
que viaje en un tren que va a 90 km por hora se diga: 'Me muevo a 90 km por hora'.
Pero eso no es verdad. A menos que se mueva impulsado por su propia fuerza motriz,
en realidad permanece inmóvil" (J. Paul Getty, Reader's Digest, Sept. de 1980, pág.
94). Una vez, en un programa de televisión, se le pregunto al famoso violinista
Isaac Stern en que momento de su vida había decidido dedicarse por completo a la
carrera de concertista. El dijo que había dado su primer concierto en San
Francisco, estado de California (EE. UU.), cuando era aún muy joven. Los críticos
musicales quedaron sumamente impresionados con él y le predijeron un futuro
brillante. Con mucho ánimo el joven violinista comenzó a prepararse para dar otro
concierto al año siguiente en la ciudad de Nueva York. Pero esa vez la crítica fue
desfavorable, y los expertos comentaron que Stern tendría que aplicarse con enorme
dedicación a la música si quería lograr el éxito. Sumamente desanimado, el
violinista subió a un ómnibus de dos pisos en Nueva York y recorrió Manhattan
[barrio de Nueva York que se encuentra en la isla del mismo nombre y es el corazón
de la ciudad] varias veces. Según sus propias palabras, "lloraba por dentro"
tratando de decidir que hacer en el futuro. ¿Tendrían razón los críticos? ¿Seria
verdad que ya había progresado todo lo que su capacidad le permitía? ¿Debería
buscar trabajo en una orquesta y ser "uno del montón"? Después de la cuarta vuelta
por la ciudad, regreso a su casa, donde lo esperaba su madre. "Mama, me voy a
dedicar", le dijo, "me voy a dedicar a la música hasta que la domine". Actualmente
Isaac Stern tiene la fama de ser uno de los mejores violinistas del mundo. El
trabajo es un principio que lleva consigo una bendición. Trabajar nos edifica
física y espiritualmente; aumenta tanto la fortaleza de nuestro cuerpo como la de
nuestro carácter. Un conocido entrenador de baloncesto [basketball] dijo lo
siguiente: "Si se ve a un hombre en la cima de una montaña, se puede tener la
seguridad de que no "cayo' allí, sino que tuvo que ascender". Nosotros, si deseamos
alcanzar la cumbre de nuestro potencial divino, debemos esforzarnos por ascender
paso a
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paso. La senda podrá ser escabrosa, difícil, y el ascenso pasar inadvertido para
los demás; pero, si estamos dispuestos a dedicarle todo nuestro esfuerzo y
determinación, llegaremos a la cumbre. Luego, tomad la decisión de creer. Creed en
Dios; creed en vosotros mismos. Creed en que Dios se interesa en extremo por cada
uno de vosotros y desea que tengáis éxito en la vida. El evangelio de Jesucristo os
ha dado las normas seguras para lograrlo. Cuando vivimos de acuerdo con su
evangelio, por medio de su Espíritu recibimos la confianza para enfrentar las
dificultades de cada día. Podemos repetir las palabras de Nefi: "El Señor, según su
voluntad, tiene poder de hacer todas las cosas pares los hijos de los hombres, si
es que ejercen la fe en e1... Por tanto, seámosle fieles" (1 Nefi 7:12). La fe en
Dios que tenía el profeta Jose Smith, o sea, el saber que Dios se interesaba por le
dieron el valor y el optimismo para poder decir: "Nunca os desaniméis, sean cuales
sean las dificultades en que os encontréis. Aunque os hundéis en el pozo mas hondo
de Nueva Escocia y tengáis todas las montañas Rocosas apiladas encima de vosotros,
no debéis desalentaros, sino soportar, tener fe y valor, y veréis que saldréis a
flote". (Tomado del diario de George A. Smith. Citado por Preston Nibley en Church
Section, marzo 12 de 1950, pág. 16.) Mis queridos jóvenes, varones y mujeres de la
Iglesia, estáis en el periodo más crítico de vuestra vida. La juventud es la época
en que se forman los hábitos, en que se adoptan nuevas ideas. Es la época de tomar
decisiones. Tomad hoy mismo la decisión de obedecer estas palabras de nuestro
profeta: "¡Tomad la decisión de decidiros!" Decidid tomar la decisión sobre ciertas
cosas una sola vez —las que debéis apartar de vosotros porque pueden destruiros— y
decidid hacer que formen parte de vuestra vida otras cosas que pueden traeros
felicidad eterna. Decidid creer en Dios, que es vuestro Creador. Decidid creer en
vosotros mismos para que podáis verdaderamente alcanzar vuestras metas. Decidid
trabajar. Podréis alcanzar el éxito en toda empresa justa si estáis dispuestos a
trabajar bajo la guía del Señor. Que todos podamos tomar nuestras decisiones
iluminados por la luz del evangelio de Jesucristo, lo ruego en el nombre de
Jesucristo. Amén.

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EL PRIVILEGIO DE POSEER EL SACERDOCIO
Presidente Spencer W. Kimball

Hace unos años, en la época en que se viajaba mucho en tren, un niño de la Primaria
iba en un tren rumbo al estado de California. Viajaba solo; se había sentado junto
a la ventanilla y miraba pasar los postes de teléfono. Del otro lado del pasillo
iba un señor que también viajaba a California, a quien le llamó la atención aquel
muchachito que iba solo, sin amigos ni parientes, que estaba bien vestido y tenia
tan buenos modales. El caballero quedó muy bien impresionado. Por fin, después de
un rato, el señor cruzo el pasillo y sentándose junto al niño, le dijo: —¿Qué tal,
jovencito, adonde vas? —Voy a Los Ángeles —le contestó el. —¿Tienes parientes allí?
—volvió a preguntarle. El chico respondió: —Si, tengo. Voy a visitar a mis abuelos.
Van a estar esperándome en la estación y pasaré con ellos unos días de vacaciones.
A continuación, el hombre le preguntó: —¿De donde eres? ¿Donde vives? —Soy de Salt
Lake City y vivo allí —fue la respuesta. —¡Ah! Entonces debes de ser mormón. —Si,
soy —contesto el niño tan orgullo en la voz. —Pues, que casualidad —le dijo el
caballero—. He tenido interés en saber de los mormones y lo que creen. He pasado
por tu Ciudad y me han gustado los edificios, las calles arboladas, las lindas
casas, los jardines donde abundan las rosas, tan bonitos y llenos de flores. Pero
nunca me he detenido a averiguar que los hace ser así. Quisiera saber en que creen.
El niño le dijo: —Si usted quiere, yo puedo decirle en que creemos: "Creemos en
Dios el Eterno Padre, y en su Hijo Jesucristo, y en el Espíritu Santo" (primer
Articulo de Fe). El hombre quedo algo sorprendido, pero escuchó atentamente
mientras el muchachito continuaba:
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—"Creemos que los hombres serán castigados por sus propios pecados, y no por la
transgresión de Adán" (segundo Articulo de Fe). Su compañero de viaje pensó: Me
parece algo extraño que siendo nada más que un niño sepa estos conceptos tan
importantes. El niño siguió diciendo: —"Creemos que por la expiación de Cristo todo
el genero humano puede salvarse, mediante la obediencia a las leyes y ordenanzas
del evangelio" (tercer Articulo de Fe). El caballero estaba cada vez más
sorprendido del conocimiento y la comprensión de aquel niño que ni siquiera estaba
en edad de ser Boy Scout. Este continuó, citando el cuarto Articulo de Fe:
—"Creemos que los primeros principios y ordenanzas del evangelio son: primero, Fe
en el Señor Jesucristo; segundo, Arrepentimiento; tercero, Bautismo por inmersión
para la remisión de pecados; cuarto, Imposición de manos para comunicar el don del
Espíritu Santo." —¡Pero que notable! —exclamó el señor—. Me sorprende que sepas tan
bien la doctrina de tu Iglesia. Te felicito. Con tan buen principio y alentadoras
palabras, el muchachito siguió: —"Creemos que el hombre debe ser llamado de Dios,
por profecía y la imposición de manos, por aquellos que tienen la autoridad, a fin
de que pueda predicar el evangelio y administrar sus ordenanzas" (quinto Articulo
de Fe). —Esa es una doctrina esencial. Ahora quisiera saber como puede un hombre
ser llamado por Dios. Entiendo cómo recibiría el llamamiento y quedaría autorizado
por la imposición de manos, pero me pregunto quien tiene la autoridad para predicar
el evangelio y administrar sus ordenanzas. Hablaron de los llamamientos, el
sostenimiento y la imposición de las manos, y después el niño le preguntó: —¿Le
gustaría saber algo mas? El señor pensó que era muy raro que un niño de esa edad
supiera tanto de lo que enseñaba su iglesia, y le contesto: —Si, Como no. Entonces
el cito el sexto Artículo de Fe: — "Creemos en la misma organización que existió en
la Iglesia Primitiva, esto es, apóstoles, profetas, pastores, maestros,
evangelistas, etc." Esto provoco otras preguntas.

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—Quieres decir que tu iglesia tiene apóstoles como Santiago, Juan, Pedro y Pablo, y
profetas como Moisés, Abraham, Isaac y Daniel? ¿y hasta evangelistas? El muchachito
respondió en seguida: —Si, hasta evangelistas; pero se les da el nombre de
"patriarcas", y se les llama en todas partes de la Iglesia donde hay estacas. Por
inspiración, ellos dan lo que se llama una bendición patriarcal a todos los
miembros de la Iglesia que la pidan. Por ejemplo, yo ya he recibido la mía y la leo
muchas veces. También hay en la Iglesia doce Apóstoles que tienen el mismo
llamamiento y la misma autoridad que se dio a los Apóstoles en los días antiguos.
El hombre entonces le hizo otras preguntas: —¿Tienen el don de lenguas? ¿Y creen en
revelaciones y en profecías? La cara del jovencito se ilumino al citarle: —"Creemos
en el don de lenguas, profecía, revelación, visiones, sanidades, interpretación de
lenguas, etc." (Séptimo Articulo de Fe.) —¡Parece que ustedes creen en la Biblia! —
comentó asombrado el caballero, a lo que el niño agregó: —Si. "Creemos que la
Biblia es la palabra de Dios hasta donde este traducida correctamente; también
creemos que el Libro de Mormón es la palabra de Dios" (octavo Articulo de Fe). Por
sus palabras el señor se dio cuenta de que creemos en las Escrituras, así como en
la revelación. El chico siguió citando: —"Creemos todo lo que Dios ha revelado,
todo lo que actualmente revela, y creemos que aun revelará muchos grandes e
importantes asuntos pertenecientes al reino de Dios" (noveno Articulo de Fe). Luego
continúo: —También "creemos en la congregación literal del pueblo de Israel y en la
restauración de las Diez Tribus; que Sión (la Nueva Jerusalén) será edificada sobre
el continente americano; que Cristo reinara personalmente sobre la tierra, y que la
tierra será renovada y recibirá su gloria paradisíaca" (décimo Articulo de Fe). El
caballero escuchaba atentamente, sin demostrar ningún interés en volver a su
asiento, y el jovencito prosiguió: — "Nosotros reclamamos el derecho de adorar a
Dios Todopoderoso conforme a los dictados de nuestra propia conciencia, y
concedemos a todos los hombres el mismo privilegio: adoren como, dónde o lo que
deseen" (undécimo Articulo de Fe). "Creemos en estar sujetos a los reyes,
presidentes, gobernantes
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y magistrados; en obedecer, honrar y sostener la ley" (decimosegundo Articulo de
Fe). Después, como contribución final, recitó el decimotercero Artículo de Fe: —
"Creemos en ser honrados, verídicos, castos, benevolentes, virtuosos y en hacer
bien a todos los hombres; en verdad, podemos decir que seguimos la admonición de
Pablo: Todo lo creemos, todo lo esperamos; hemos sufrido muchas cosas, y esperamos
poder sufrir todas las cosas. Si hay algo virtuoso, o bello, o de buena reputación,
o digno de alabanza, a esto aspiramos." El jovencito se quedó satisfecho después de
haber terminado los Artículos de Fe. El caballero estaba visiblemente impresionado,
no solo por la soltura con que el niño había bosquejado todo el programa de la
Iglesia sino también por la perfección de su doctrina. —Mira, después de estar en
Los Ángeles un par de días pensaba volver a Nueva York, que es donde tengo mi
oficina. Pero voy a enviar un telegrama a mi compañía avisando que me demoraré uno
o dos días y que al regreso me detendré en Salt Lake City. Iré al Centro de
información para oír, con más detalle, todo lo que me acabas de decir. Me pregunto
cuantos de vosotros, hombres y jóvenes, sabéis los Artículos de Fe. ¿Los habéis
memorizado? Si los sabéis, siempre estaréis preparados con un sermón. Y son
fundamentales, ¿no es verdad? Me parece que seria admirable que todos los jóvenes
pudieran aprenderlos de memoria, palabra por palabra, a la perfección. En esa forma
no cometerán errores ni los olvidaran. ¿Queréis saber como los aprendí yo? Creo que
ya he mencionado el hecho de que en mi adolescencia ordenaba vacas. También
escribía a máquina con dos dedos, y había copiado los Artículos de Fe en pequeñas
tarjetas que ponía en el suelo, a mi lado, mientras estaba sentado en el banquito
de ordenar. Y los repetía y repetía millones de veces, no se cuántas. Sea como sea,
lo cierto es que puedo repetirlos de memoria ahora, después de todos estos años,
sin cometer un error. Creo que esto ha sido de muchísimo valor para mí. ¿Lo haréis
también vosotros, mis estimados jóvenes? A los hermanos de más edad quiero citarles
algunos versículos de las Escrituras. En el libro de Hebreos, escrito por Pablo,
Según se cree, leemos: "Dios, habiendo hablado muchas veces y de muchas maneras en
otro tiempo a los padres por los profetas, "en estos postreros días nos ha hablado
por el Hijo, a quien constituyó heredero de todo, y por quien asimismo hizo el
universo;
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"El cual, siendo el resplandor de su gloria, y la imagen misma de su sustancia, y
quien sustenta todas las cosas con la palabra de su poder, habiendo efectuado la
purificación de nuestros pecados por medio de si mismo, se sentó a la diestra de la
Majestad en las alturas, "hecho tanto superior a los Ángeles, cuanto heredo más
excelente nombre que ellos" (Hebreos 1:1-4). Esto nos recuerda la secci6n 132, en
la que el Señor promete que aquellos que han recibido este nuevo y sempiterno
convenio y que viven de acuerdo con los convenios que han hecho superior a los
ángeles. "Porque ¿a cuál de los ángeles dijo Dios jamás: Mi Hijo eres tú, yo te he
engendrado hoy, y otra vez: Yo seré a é1 Padre, y é1 me será a mi hijo?" (Hebreos
1:5). Los cielos podrán estar llenos de ángeles, Pero ellos no son como el Hijo de
Dios; y podríamos añadir que no son como vosotros, que habéis merecido este alto
llamamiento para ser exaltados en el reino del Señor por medio de las bendiciones
que El ha prometido. "Y otra vez, cuando introduce al Primogénito en el mundo,
dice: Adórenle todos los ángeles de Dios" (Hebreos 1:6). Este a quien se refiere es
el Hijo de Dios, es Jesucristo, a quien adoramos con toda nuestra alma, con toda
nuestra mente y poder y fuerza. Es el Hijo de Dios. "Por tanto, es necesario que
con más diligencia atendamos a las cosas que hemos oído, no sea que nos deslicemos"
(Hebreos 2:1). ¡Espero que al trabajar en este gran plan, nunca dejemos que estas
cosas gloriosas se deslicen de nuestras manos! "¿Cómo escaparemos nosotros si
descuidamos una salvación tan grande? La cual, habiendo sido anunciada primeramente
por el Señor, nos fue confirmada por los que oyeron" (Hebreos 2:3). Pedro, Santiago
y Juan, Pablo y otros hermanos, de ellos hemos oído este gran plan de salvación,
después que ellos lo oyeron del Señor, que fue quien lo estableció. "Porque
convenía a aquel por cuya causa son todas las cosas, y por quien todas las cosas
subsisten, que habiendo de llevar muchos hijos a la gloria, perfeccionase por
aflicciones al autor de la salvación de ellos" (Hebreos 2:10). Hermanos, vosotros
podéis llegar a ser dioses; estoy seguro de que hay bastante espacio en el
universo. Y el Señor ha probado que sabe como lograrlo.

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Creo que El podría formar mundos para todos, para cada uno de nosotros, o
probablemente nos hiciera ayudar a formarlos. Pensad en las posibilidades. Todo
varón que pace en esta tierra llega a ser heredero de este plan tan glorioso.
Cuando crece, encuentra a una hermosa mujer, se casan en el santo templo y ambos
obedecen todos los mandamientos del Señor. Se conservan limpios, y luego se
convierten en hijos de Dios y siguen adelante con su grandioso plan: Pasan a los
ángeles y avanzan más allá de ellos y de los dioses que allí esperan. Y entran en
su exaltación. Recordaréis que la sección 132 dice que todo lo que recibió Abraham
lo recibió de esta misma manera, y que se encontraba ya en su trono, o sea, que
había recibido la exaltación. Por supuesto, ya hacia largo tiempo que había muerto.
Entonces Pablo sigue diciendo: "Así es que, por cuanto los hijos participaron de
carne y sangre, el también participó de lo mismo, para destruir por medio de la
muerte al que tenia el imperio de la muerte, esto es, al diablo" (Hebreos 2:14). Lo
hizo sometiéndose a la muerte y, después de pasar esa experiencia, se levantó de
los muertos convertido en un Ser resucitado. "Porque ciertamente no socorrió a los
ángeles, sino que socorrió a la descendencia de Abraham" (Hebreos 2:16). Así que,
el Señor vino a ser el Hijo de Dios en la tierra por descendencia de Abraham, Isaac
y Jacob y por medio de la Línea de David. "Por tanto, hermanos Santos,
participantes del llamamiento celestial, considerad al apóstol y sumo sacerdote de
nuestra profesión, Cristo Jesus. . . "Porque de tanto mayor gloria que Moisés es
estimado digno éste, cuanto tiene mayor honra que la casa el que la hizo... "A
causa de lo cual me disguste contra esa generación [dijo el Señor, refiriéndose al
pueblo que estuvo en Egipto y se vio sujeto a la esclavitud en ese país], y dije:
Siempre andan vagando en su corazón, y no han conocido mis caminos. "Por tanto,
juré en mi ira: No entrarán en mi reposo" (Hebreos 3:1, 3, 10-11) A veces, la idea
del reposo nos hace pensar en un lugar donde nos recostamos en un sillón, o en un
calzado cómodo, o en salir y tendernos en el césped, en fin, una situación en la
que podamos descansar. Pero esa no es la clase de reposo a que se refiere el Señor.
El más activo en la obra, el que trabaja con mayor empeño, el que se afana por más
tiempo y vive mas cerca de su Padre Celestial reposa espiritualmente porque siente
contento y paz. Ahora quisiera citar algunas líneas de otros pasajes; Este es de la
Perla de Gran Precio. La mayoría de vosotros posee el sacerdocio. Es un gran
privilegio
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poseerlo, un gran privilegio. Y leeré unas líneas de nuestro padre Abraham, que
indican lo importante que era para él: "Y hallando que había mayor felicidad, paz y
reposo para mi [esta otra clase de reposo, la que requiere labor], busque las
bendiciones de los patriarcas, y el derecho al cual yo debía ser ordenado, a fin de
administrarlas; habiendo yo mismo seguido la justicia, deseando también ser el
poseedor de gran conocimiento, y ser un partidario mas fiel de la justicia, y
lograr un conocimiento mayor, y ser padre de muchas naciones, un príncipe de paz, y
anhelando recibir instrucciones y guardar los mandamientos de Dios, llegue a ser un
heredero legitimo, un Sumo Sacerdote, poseedor del derecho que pertenecía a los
patriarcas" (Abraham 1:2). Creo que fueron diez las generaciones desde Adán hasta
Noé, y después otras diez desde Noé hasta Abraham. Y éste heredó las bendiciones de
los patriarcas. ¿Y quienes eran los patriarcas? Eran los hombres rectos que
llegaron a ser los patriarcas de las naciones en aquellos primeros años. Abraham
sigue diciendo: "Me fue conferido de los patriarcas; descendió de los patriarcas,
desde que comenzó el tiempo [¿Y cuándo fue eso? Diríamos que cuando Adán fue
colocado en la tierra], si, aun desde el principio, o antes de la fundación de la
tierra hasta el tiempo presente, a saber, el derecho del primogénito sobre el
primer hombre, el cual es Adán, nuestro primer padre, y por conducto de los
patriarcas hasta mí. "Busqué mi nombramiento en el sacerdocio conforme al
nombramiento de Dios a los patriarcas en lo que atañe a la descendencia" (Abraham
1:3—4). Esto es algo de lo que somos herederos; nacimos herederos y todo lo que
tenemos que hacer es ser dignos de esta bendición para obtenerla; sin ella no
podríamos ir al templo ni podríamos sellarnos, y, por lo tanto, no podríamos tener
una familia; no podríamos seguir adelante con nuestra obra. "Habiéndose apartado
mis padres de su justicia y de los santos mandamientos que el Señor su Dios les
había dado... se negaron por completo a escuchar a mi voz" (Abraham 1:5). Por
consiguiente, Abraham tuvo que irse. Salió de Caldea y fue río arriba hasta que
llegó al lugar llamado Harán, que en la actualidad conocemos como Turquía, y de
allí hasta Palestina. Ahora bien, si no os habéis aburrido con la lectura, quisiera
leer unas cuantas líneas más. Después que el Señor destruyó al hombre que intentaba
matar a Abraham, le habló a éste.
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"Y me hablo su voz [y la voz del Señor le dijo]:. . . Jehová es mi nombre, y te he
oído, y he descendido para librarte y llevarte de la casa de tu padre y de toda tu
parentela a una tierra extraña de la cual nada sabes... "Cual fue con Noé, tal será
contigo; pero mediante tu ministerio se conocerá mi nombre en la tierra para
siempre, porque yo soy tu Dios" (Abraham 1:16, 19). Y le dijo también: "Te llevaré
para poner sobre ti mi nombre" (Abraham 1:18). Mi nombre. El sacerdocio se llama
"Santo Sacerdocio según el Orden del Hijo de Dios" (D. y C. 107:3). Después se le
dio el nombre de Melquisedec para que no repitamos demasiado el nombre del Hijo de
Dios. Con respecto a eso, creo que empleamos los nombres divinos más de lo
necesario y probablemente con un exceso de familiaridad. Tenemos un ejemplo para
seguir en el hecho de que el Señor diera el nombre de Melquisedec al sacerdocio
para evitar la repetición. Antes de concluir deseo expresar otro pensamiento. "Pero
de aquí en adelante procuraré delinear la cronología que se remonta desde mí hasta
el principio de la creación, porque han llegado a mis manos los anales que tengo
hasta el día de hoy... "Pero el Señor mi Dios preservó en mis propias manos los
anales de los padres, si, los patriarcas, concernientes al derecho del sacerdocio;
por tanto, he guardado hasta el día de hoy el conocimiento del principio de la
creación, y también de los planetas y de las estrellas, tal cual se dio a conocer a
los patriarcas; y trataré de escribir algunas de estas cosas en este relato para el
beneficio de mi posteridad que vendrá después de mi" (Abraham 1:28, 31). Hermanos,
es un notable privilegio poseer el sacerdocio, este sacerdocio que progresa de
diácono a maestro y de maestro a presbítero, y luego poseer el que es permanente—o
sea, lo es mientras seamos dignos de él—, y que puede ser nuestro escudo y la senda
que nos lleve a los mundos eternos. Ruego que el Señor nos bendiga para que jamás
consideremos el ser élder como un hecho ordinario, sin mayor importancia. "No es
más que un élder'", "No es más que un setenta", "No es más que un sumo Sacerdote".
Ser un sumo sacerdote es verdaderamente importante para un hombre, y no
considerarlo extraordinario y maravilloso seria no comprender las bendiciones
recibidas. Todo esto procede de la doctrina que tenemos. El Señor ha dicho: "Yo soy
el Omnipotente", "Yo soy Jesucristo", "Yo soy Jehová". A El es a quien adoramos;
sobre El hablan casi todos los himnos que cantamos; a El nos referimos en todas
nuestras oraciones; de El hablamos en todas nuestras reuniones. Lo amamos y lo
adoramos. Y le prometemos que, desde este momento en adelante, viviremos más cerca
de El, más dignos de sus promesas y de las bendiciones que nos ha
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dado, y nos consagraremos nuevamente a ello, una y otra vez. Os digo esto con todo
nuestro afecto.

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UN HOMBRE LLAMADO JUAN
Elder Bruce R. McConkie

Una o dos veces en un periodo de mil años —a veces cada cien años, más o menos—,
siempre a intervalos irregulares, siempre cuando el propósito divino así lo
requiere, viene a la tierra un hombre de perfección casi divina. Abraham fue uno de
ellos; Moisés fue otro. Jose Smith fue el designado para nuestros días. Estos
hombres extraordinarios —gigantes espirituales que se contaban entre los "nobles y
grandes" de la vida premortal- siempre se han destacado como faros ante el mundo.
La obra que ellos llevan a cabo cambia el curso de la historia, y su vida siempre
ha estado llena de problemas y tribulación. Otro de esos hombres fue Juan el
Bautista. ¿Qué sabemos sobre este personaje? Lo que se sabe con certeza es bastante
para llenar un libro, y lo que se ha especulado sobre su persona es suficiente para
llenar un segundo tomo. La vida, el ministerio y la muerte de Juan siguieron un
curso trágico y desusado. Su nacimiento fue predicho por los profetas de la
antigüedad, quienes se refirieron a el diciendo que series una voz que clamaría en
el desierto preparando el camino para el Señor [véase Isaías 40:3]. El propio
Gabriel, un ángel que venia de la presencia de Dios, visito a Zacarías para
anunciarle que su esposa, Elisabet, ya entrada en años, daría a luz un hijo cuyo
nombre debía ser Juan, y que presentaría al Mesías ante Israel. Zacarías dudo de la
palabra de Gabriel y por ello quedo sordo y mudo hasta después del nacimiento,
cuando le pusieron nombre al niño. Juan dio testimonio de Jesus como ningún otro
profeta. Testifico de El aun antes de su propio nacimiento, cuando todavía estaba
en el vientre de su madre, cumpliéndose así esta promesa de Gabriel: "Será lleno
del Espíritu Santo, aun desde el vientre de su madre" (Lucas 1:15). Unos treinta
anos después, mientras Juan bautizaba en Betabara, Jesus fue adonde el estaba. Al
verlo, Juan testifico: "He aquí el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo"
(Juan 1:29). Y no dudamos de que, después de languidecer cerca de un aria en los
repugnantes calabozos donde lo mantenían encarcelado y antes de ser asesinado por
mandato del Herodes Antipas, hubiera vuelto a testificar lo mismo. Sabemos de la
intrepidez de Juan para denunciar el pecado, que llego al punto de acusar al rey
Herodes de incesto y adulterio. Sabemos también que Jesus mando ángeles para que lo
confortaran en la prisión y que El mismo dijo
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que entre los nacidos de mujeres, no había mayor profeta que Juan el Bautista [ vé
a s e Lucas 7:28]. No obstante, la acción principal de su vida, la que sobresale
entre todo lo demás, es que bautizo al Hijo de Dios. Siendo sacerdote del Orden
Levítico o Aarónico, Juan llamaba a las personas al arrepentimiento y las bautizaba
para la remisión de sus pecados. Había elegido Betabara, sobre el rio Jordán, para
llevar a cabo los bautismos, y multitudes iban a escucharlo y recibir de sus manos
el bautismo. Su predica y bautismos tenían por objeto preparar a la gente para la
venida del Señor. "Yo a la verdad bautizo en agua para arrepentimiento", enseñaba,
"pero el que viene tras de mi, cuyo calzado yo no soy digno de llevar, es más
poderoso que yo; el os bautizará en Espíritu Santo y fuego" [Mateo 3:111 Cuando
llegó Jesus, que venia de Galileo hacia el Jordán, cerca de Jerusalén, le pidió que
lo bautizara. Con admiración, sobrecogido por el hecho de que el mismo Hijo de Dios
fuera a recibir el bautismo de sus manos, pero al mismo tiempo sabiendo de antemano
que así seria, Juan le dijo: "Yo necesito ser bautizado por ti, ¿Y tú vienes a mi?"
Jesus le respondió: "Deja ahora, porque así conviene que cumplamos toda justicia"
[Mateo 3:14, 15]. Juan accedió a los deseos de su primo y, solemnemente, con
dignidad y con el poder y autoridad del Sacerdocio de Aarón —autoridad que los
levitas habían empleado a lo largo de los siglos para bautizar—, sumergió al Señor
Jesus en las aguas turbias del Jordán. Entonces ocurrió el milagro: Los cielos se
abrieron y Juan vio al Espíritu Santo que descendía serenamente, como una paloma,
para morar can el Cordero de Dios para siempre [véase Mateo 3:16]. Esta es una
ocasión, de dos posibles en toda la historia, de que tenemos registro, en la cual
un hombre mortal vio a la persona del Espíritu Santo. Y todavía había de suceder
algo más. Una voz habló, una voz desde los cielos, la voz del Padre de todos
nosotros, y dijo can gloriosa majestad: "Este es mi Hijo amado, en quien tengo
complacencia" [véase Mateo 3:17]. En breve, ésta es la historia bíblica de Juan.
Todas las historias de las Escrituras tienen su moraleja, su enseñanza, su
doctrina, algo que guíe y ayude a aquellos que las lean y mediten sobre sus
profundos y maravillosos conceptos. Nefi expresó de la siguiente forma lo que
debemos aprender del bautismo de Jesus: "Ahora, si el Cordero de Dios, que es
santo, " —e indudablemente, Cristo no tenia pecado— "tiene necesidad de ser
bautizado por agua para cumplir can toda
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justicia, ¿cuánto mayor es, entonces, la necesidad que tenemos nosotros, siendo
pecadores," — a quien de nosotros no ha pecado?— "de ser bautizados, por agua!" [2
Nefi 31:5]. Cristo no fue bautizado para la remisión de pecados, porque El no había
cometido ninguno. No obstante, como lo explica Nefi, recibió el bautismo por las
siguientes razones: (1) Como demostración de humildad ante el Padre; (2) como
convenio de que obedecería los mandamientos; (3) como preliminar para recibir el
don del Espíritu Santo; (4) para entrar al reino de Dios, pues nadie, ni siquiera
el Hijo de Dios, puede entrar en él sin el bautismo; y (5) como modelo y ejemplo
para todos los seres humanos, para poder decir: "Sígueme tu... A quien se bautizare
en mi nombre, el Padre dará el Espíritu Santo, como a mi; por tanto, seguidme y
haced las cosas que me habéis visto hacer" ( vé ase 2 Nefi 31:5-12). Y en
conclusión, para nosotros, los que vivimos en estos últimos días, quizá el hecho
más extraordinario de la vida de Juan sea que visitó a José Smith y a Oliverio
Cowdery el 15 de mayo de 1829, en su gloria de ser resucitado, y les dijo: "Sobre
vosotros, mis consiervos, en el nombre del Mesías confiero el Sacerdocio de Aarón,
el cual tiene las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio de
arrepentimiento, y del bautismo por inmersión Para la remisión de pecados; y este
sacerdocio nunca más será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Levi de
nuevo ofrezcan al Señor un sacrificio en justicia" (D. y C. 13). Alabado sea el
Señor por la obra y el ministerio de un hombre llamado Juan.

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LA FUNCIÓN DEL DIÁCONO
Elder Vaughn J. Featherstone

Hace muchos años escuché una historia que no olvidaré: Al escalar los riscos
ásperos de una elevada montaña, un joven se encontró de pronto con un nido de
águilas que contenía algunos huevos; tomó uno y lo llevó a casa, teniendo mucho
cuidado de que no se rompiera, y lo puso con otros huevos que una gallina vieja
estaba empollando. A su debido tiempo salieron todos los pollitos, y junto con
ellos salió el aguilucho. Durante los meses siguientes creció junto con los pollos
y escarbaba el suelo del gallinero como éstos en busca de comida. Aunque creció
hasta el tamaño normal de un águila, nunca había volado. Mientras tanto, el joven
lo observaba con gran interés porque quería que el aguilucho volara. Así que un día
lo llevo al techo de su casa y allí lo soltó, diciéndole: "Tu eres un águila.
¡Vuela!" Pero el ave voló solo hasta el gallinero y comenzó a escarbar como si
fuera un pollo. Unos días más tarde, mucho antes del amanecer, el joven llevo el
águila hasta una alta cresta entre los peñascos de la montaña. Cuando los primeros
rayos del sol aparecieron sobre la cima, le dijo: "Tu eres un águila. ¡Vuela!" El
ave desplegó las alas, sus ojos captaron un destello del sol y una extraña
sensación le recorrió las alas de punta a punta. El aire puro y fresco, el aroma de
los pinos y un regocijo desconocido le penetraron el cuerpo. Extendió las alas y un
poder nuevo la recorrió entera. Entonces se separó del brazo del joven, levantando
el vuelo; subió remontándose a grandes alturas por sobre los picos. Volaba cada vez
más alto y más lejos en el cielo infinito. En un solo instante vio más de lo que
sus compañeros de gallinero verían en toda su vida. Desde ese momento en adelante,
el águila jamás se conformó con ser un ave de gallinero. Una vez que un diacono ha
sentido la autoridad y el vigor de honrar y magnificar el sacerdocio que posee y de
dejarse elevar a los ilimitados campos del servicio, el tampoco se conforma con ser
"un ave de gallinero", con ser mediocre. A partir de entonces, desea representar a
Dios sobre la tierra y ser uno de sus siervos santos y escogidos. El diacono "será
ordenado de acuerdo con los dones y llamamientos de Dios para él; y debe ser
ordenado por el poder del Espíritu Santo que está en aquel que lo ordena" (D. y C.
20:60). "No se ordenará a ninguna persona a oficio alguno en esta iglesia, donde
exista una rama de la misma debidamente organizada, sin el voto de dicha rama" (D.
y C. 20:65). Entre los deberes del diacono estan los de repartir la Santa Cena, ir
a la casa de los miembros para recoger las ofrendas de ayuno, servir como mensajero
del
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obispo y sus consejeros, y hacer orientación familiar como compañero menor cuando
no haya bastantes maestros y presbíteros disponibles. Casi todos los diáconos
conocen muy bien estas responsabilidades. Además, tienen otras que son menos
evidentes pero igualmente importantes. Las normas de vestir. Se espera que todo
diacono tenga una apariencia apropiada cuando desempeña sus deberes. Al repartir la
Santa Cena, debe estar vestido con camisa y corbata. Los diseños de formas o
colores llamativos pueden ocasionar la distracción de los miembros, apartando su
mente de la naturaleza sagrada del sacramento en el que participan, y ningún joven
debe violar deliberadamente su oficio en el sacerdocio causando esta distracción;
su cabello tampoco debe ser tan largo que le dé un aspecto afeminado o llame la
atención. Cuando es mensajero del obispo, debe presentarse pulcro y bien arreglado,
de manera que el obispo pueda enorgullecerse de él. Lo mismo debe hacer al visitar
a los miembros en el desempeño de la asignación que ha recibido del sacerdocio. En
algunos casos, el único contacto que tienen los miembros inactivos con la Iglesia
es esa visita mensual del diácono que va a recoger la ofrenda de ayuno, y ese breve
momento puede tener una profunda influencia en ellos. Además de tener un aspecto
aseado y agradable, debe también mostrarse amable y amistoso; su sonrisa sincera y
su firme apretón de manos puede hacer que un miembro inactivo se ponga a pensar
seriamente en su propia situación. Las asignaciones de orientación familiar deben
llevarse a cabo de la misma manera, y el diácono siempre debe estar preparado para
expresar su testimonio a la familia que visitan si su compañero mayor se lo pide.
La conducta. El diacono debe conducirse en forma apropiada en todo momento, y,
especialmente, durante la Santa Cena. Todos hemos visto a diáconos inmaduros que
juegan, se hacen muecas, se ríen, empujan a los otros, y en general son muy
irrespetuosos hacia esta santa ordenanza. A los jóvenes que son así se les debe
enseñar que con esa conducta violan el sagrado cometido que el Señor les ha dado de
ayudar en la Santa Cena. El diacono debe conducirse de acuerdo con una norma
invariable, puesto que las normas de la Iglesia no varían. Por eso, debe abstenerse
de hacer o escuchar cuentos obscenos, de leer material pornográfico, de emplear
lenguaje profano o vulgar y de ser grosero. Para vivir conforme a estas normas se
requiere madurez, y aquellos que lo hagan lograrán el éxito en el mundo y tendrán
grandes oportunidades de servicio en el reino de Dios. La dignidad. Todas nuestras
asignaciones del sacerdocio deben determinarse según la dignidad que demostremos en
el sacerdocio. El diácono debe ser honrado en todos los aspectos, debe ser veraz en
su conducta y expresión, y no debe violar este requisito mintiendo ni haciendo
trampas en su hogar, en la
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escuela ni en los lugares de diversión; debe ser moralmente limpio y puro de
pensamiento; no debe quebrantar nunca la Palabra de Sabiduría ni hacer uso de
drogas; debe preocuparse constantemente por mantenerse digno. Si hace todo eso,
logrará el éxito, progresará y se desarrollará. Una de las metas más elevadas que
podemos tener es llegar a ser puros de corazón, y la alcanzaremos si luchamos
fielmente por vivir con dignidad. El servicio. Hace muchos años asistí a una
conferencia con el presidente Marion G. Romney. Durante un intermedio entre
sesiones salimos a caminar un poco y una de las cosas que me dijo fue: "Hermano
Featherstone, ¿cree usted que los hermanos del sacerdocio podrán llegar a
comprender que han nacido para servir a sus semejantes?" En una solo frase él me
expresó un concepto que ha sido un factor motivador en mi vida y que recomiendo a
todos los jóvenes. Ruego fervientemente que todo diácono pueda llegar a comprender
que ha nacido para servir a sus semejantes.

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EL HONOR MÁS GRANDE
Elder Robert L. Backman

En un viaje que hice al Oriente tuve el privilegio de asistir a la reunión


sacramental de la Rama Naha, en la isla de Okinawa. Me impresionaron tanto la
excelencia del servicio de la Santa Cena y la reverencia y dignidad que demostraron
los jóvenes del Sacerdocio Aarónico que, cuando me llamaron para que hablara, pedí
a uno de ellos que se acercara al púlpito y le pregunté "¿Que sientes cuando
piensas en que posees el Sacerdocio de Dios?" No siendo todavía de la altura del
pulpito, se puso en puntas de pies para poder ver a la congregación y, visiblemente
emocionado, me contestó: "¡Pienso que es el honor más grande en este mundo!" Por
motivo de que recibimos el Sacerdocio Aarónico cuando somos todavía muy jóvenes,
algunos de nosotros no apreciamos el honor que significa ser elegidos, entre todos
los hijos de Dios, para ser sus representantes por medio de esta autoridad, este
poder sagrado. ¿Podéis imaginar lo que habría sido estar con Jose Smith y Oliverio
Cowdery a orillas del rio Susquehanna, el 15 de mayo de 1829? ¿Podéis imaginar el
milagro y la majestad del momento en que Juan el Bautista, un ser resucitado,
apareció ante aquellos dos jóvenes, les impuso las manos sobre la cabeza y les
confirió la autoridad del Sacerdocio Aarónico? Oliverio Cowdery describió esa
inolvidable experiencia en el siguiente relato (y, al leerlo, espero que podáis
sentir algo del asombro y el gozo que ellos sintieron): "Repentinamente, cual si
fuera desde el centro de la eternidad, la voz del Redentor nos comunicó paz.
Mientras tanto se partió el velo y un ángel de Dios descendió, revestido de gloria,
y dejó el anhelado mensaje y las llaves del evangelio de arrepentimiento. ¡Que
gozo! ¡Que admiración! ¡Que asombro! Mientras el mundo se hacía pedazos confundido,
mientras millones buscaban palpando la pared como ciegos, y mientras todos los
hombres se basaban en la incertidumbre, como masa general, nuestros ojos vieron,
nuestros oídos oyeron, como en el fulgor del día; si, mas aún, ¡mayor que el
resplandor del sol de mayo que en esos momentos bañaba con su brillo la faz de la
naturaleza! ¡Entonces su voz, aunque apacible, penetró hasta el centro, y sus
palabras, 'Soy vuestro consiervo', desvaneció todo temor! ¡Escuchamos!
¡Contemplamos! ¡Admiramos! ¡Era la voz de un ángel de gloria, un mensaje del
Altísimo! ¡Y al oír, nos llenamos de gozo mientras su amor encendía nuestras almas,
y fuimos envueltos en la visión del Omnipotente! ¿Que lugar había para dudas?
Ninguno; ¡la incertidumbre había desaparecido; la duda se había sumergido para no
levantarse jamás, mientras que la ficción y la decepción se habían desvanecido para
siempre!...
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"No procuraré describirte los sentimientos de este corazón, ni la majestuosa
belleza y gloria que nos rodeo en esta ocasión; pero si me has de creer cuando te
digo que ni la tierra, ni los hombres, con la elocuencia del tiempo, pueden
siquiera empezar a adornar el lenguaje en tan interesante y sublime manera como
este santo personaje. ¡No! ¡Ni tiene esta tierra el poder para comunicar el gozo,
conferir la paz o comprender la sabiduría contenida en cada frase declarada por el
poder del Espíritu Santo! Los hombres podrán engañar a sus semejantes, las
decepciones podrán venir una tras otra, y los hijos del inicuo podrán tener el
poder para seducir a los incautos e ignorantes al grado de que las multitudes solo
vivan de la ficción, y el fruto de la falsedad arrastre en su corriente a los
frívolos hasta la tumba; pero un toque del dedo de su amor, si, un rayo de gloria
del mundo celestial o una palabra de la boca del Señor, desde el seno de la
eternidad, todo lo anonada y lo borra para siempre de la mente. La seguridad de que
nos hallábamos en presencia de un ángel, la certeza de que oímos la voz de Jesus y
la verdad inmaculada que emanaba de un personaje puro, dictada por la voluntad de
Dios, es para mí inefable, y para siempre estimaré esta expresión de la bondad del
Salvador con asombro y gratitud mientras se me permita permanecer sobre esta
tierra; y en esas mansiones donde la perfección mora y el pecado nunca llega,
espero adorar en aquel día que jamás cesará." (Nota que aparece en la Perla de Gran
Precio, después de José Smith— Historia.) Me estremezco al leer sobre un
acontecimiento tan glorioso y tan fundamentalmente importante en la restauración
del Evangelio de Jesucristo, y me maravillo al considerar el significado de la
ordenación que tuvo lugar ese día. Después de explicar que obraba bajo la dirección
de Pedro, Santiago y Juan, los Apóstoles de la antigüedad que poseían las llaves
del Sacerdocio de Melquisedec, Juan dijo las siguientes palabras a José Smith y a
Oliverio Cowdery, que habían orado a Dios pidiéndole guía: "Sobre vosotros, mis
consiervos, en el nombre del Mesías confiero el Sacerdocio de Aarón, el cual tiene
las llaves del ministerio de ángeles, y del evangelio de arrepentimiento, y del
bautismo por inmersión para la remisión de pecados; y este sacerdocio nunca más
será quitado de la tierra, hasta que los hijos de Levi de nuevo ofrezcan al Señor
un sacrificio en justicia" (D. y C. 13). ¡Que experiencia extraordinaria! Aunque no
fuimos partícipes de aquel glorioso acontecimiento, cuando se nos ordena al
Sacerdocio Aarónico recibimos la misma autoridad e iguales poderes que aquellos que
Juan el Bautista les confirió al Profeta y a Oliverio Cowdery. Este sacerdocio
tiene las
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llaves de importantes bendiciones que son esenciales para que se cumpla la obra del
Señor. ¡Solo eso sería suficiente para haceros maravillar del poder que poseéis!
Consideremos las llaves que se confieren con el Sacerdocio de Aarón. La primera
llave que Juan les encomendó fue la de la ministración de Ángeles. ¿Que significa
para vosotros estar en situación tal que los ángeles os ministren? Quiere decir que
tenéis derecho de recibir inspiración y guía en todos los aspectos de vuestra vida:
en el hogar, en los estudios, en el trabajo, en vuestras diversiones y en la
Iglesia; podéis recibirlas hasta cuando jugáis al futbol.. . siempre que honréis el
sacerdocio. Además, recibís protección del mal y los peligros. ¿Habéis leído el
relato sobre Eliseo y su criado? El joven siervo vio que la ciudad estaba rodeada
por el poderoso ejercito sirio. Temeroso de que los dominaran, el criado fue a ver
a su amo y he dijo: "¡Ah, señor mío! ¿que haremos?" La respuesta de Eliseo indica
que clase de protección se da junto con la llave de la ministración de ángeles: "No
tengas miedo, porque más son los que están con nosotros que los que están con
ellos. "Y oró Eliseo, y dijo: Te ruego, oh Jehová, que abras sus ojos para que vea.
Entonces Jehová abrió los ojos del criado, y miró; y he aquí que el monte estaba
lleno de gente de a caballo, y de carros de fuego alrededor de Eliseo" (2 Reyes
6:15-17). Yo diría que la ministración de ángeles es una bendición extraordinaria
para un joven, y ruego que así lo reconozcáis. La segunda llave era la del
evangelio de arrepentimiento. Quizás todavía no apreciéis en todo su valor esta
gran llave salvadora, pero la apreciaréis en el futuro. Jesucristo ha sido el único
que ha pasado por esta vida sin cometer pecados. Todos estaríamos perdidos si no
existiese el principio del arrepentimiento. Y creedme, estaréis agradecidos de que
Dios haya concedido esta maravillosa llave al restaurar el Evangelio de Jesucristo
y de que, entre los primeros principios del evangelio, mencionara el
arrepentimiento inmediatamente después de la fe en el Señor Jesucristo y ocupando
el segundo lugar en importancia. Pensad en la confianza que Dios ha depositado en
sus jóvenes hijos, los diáconos, maestros y

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presbíteros, al concederles la responsabilidad y la autoridad de predicar el
arrepentimiento. La tercera llave fue la del bautismo por inmersión para la
remisión de pecados. Al ser ordenados al oficio de presbíteros, se os da la
autoridad de bautizar. De todas las experiencias que tuve siendo presidente de
misión, una de las más emocionantes era el glorioso momento de ver a los misioneros
bautizando a los conversos. El contemplar a aquellos excelentes jóvenes llevando
hacia el agua a los que iban a recibir el bautismo, a fin de llevar a cabo la
sagrada ordenanza, siempre me hacia sentir un nudo en la garganta y un escalofrío
de emoción. Los élderes también se sentían así al tener ese privilegio. Uno de esos
buenos misioneros había sido un joven muy aventurero a quien le gustaban los
descensos a soga doble en alpinismo, volar en planeador (alas delta) y hacer
paracaidismo; hasta se habia inscrito en la reserva del ejército porque le daba la
oportunidad de saltar regularmente con paracaídas. Cuando le pregunté que se sentía
al entrar en la pila bautismal con un converso para bautizarlo, me contestó: "¡Es
tan emocionante como saltar en paracaídas!‖ ¿Apreciáis lo que significa poseer la
autoridad para desempeñar funciones en nombre de Dios, ser un hijo en quien Él
confía, tener el exclusivo poder del sacerdocio? Recuerdo que cuando yo era
muchacho, oí a Reed Smoot (1881-1941], uno de nuestros Apóstoles, que también fue
senador de los Estados Unidos, decir lo siguiente: "Es más importante para mí ser
diácono en La Iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días que ser
Presidente de los Estados Unidos". Aunque vuestros deberes se describen como
temporales, no hay nada más espiritual que vuestro sagrado llamamiento. Más aún,
las dos ordenanzas que se relacionan más directamente con la expiación de
Jesucristo son ordenanzas del Sacerdocio Aarónico: la Santa Cena y el bautismo.
Tenéis el derecho de recibir el sostén del Señor y de que su sagrado poder se
manifieste por vuestro intermedio. He estado leyendo las extraordinarias
experiencias misionales del presidente Wilford Woodruff. Algunas he ocurrieron
siendo todavía presbítero en el Sacerdocio Aarónico. Su testimonio es algo sobre lo
que todo poseedor de este sacerdocio debe meditar, y eso le ayudará a comprender el
notable poder que Dios le ha dado: "Mientras era presbítero, viaje miles de millas
y predique el evangelio, y... el Señor me ha sustentado y ha manifestado su poder
en defensa de mi vida tanto cuando tenía aquel oficio [presbítero], como desde que
he sido Apóstol. El Señor sostiene a cualquier hombre que posea un oficio en el
sacerdocio, si honra su
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llamamiento y cumple con su deber, ya sea presbítero, elder, setenta o Apóstol."
("Obtain the Spirit of God", Millenial Star, sept. 28 de 1905, pag. 610.) Este
santo sacerdocio os da el privilegio de rendir considerable servicio a vuestros
semejantes, de tener un sentido de hermandad que muy pocos muchachos de vuestra
edad disfrutan, de preocuparos los unos por los otros al mismo tiempo que enseñáis
a vuestros compañeros de quórum los deberes de vuestro llamamiento. Siendo
Presidente de los Hombres Jóvenes de la Iglesia, me complace mucho hablar de los
excelentes integrantes de la presidencia de un quórum de diáconos que comprendieron
la importancia que tenía su oficio en la enseñanza de los otros miembros del
quórum. No hace mucho tiempo, un domingo, ordenaron diácono a Mark. Al volver de la
Iglesia toda la familia, sonó el teléfono; era el presidente del quórum de diáconos
que quería arreglar una hora en que la presidencia pudiera ir a visitar a Mark y
sus padres. Se pusieron de acuerdo en que irían el martes de noche, a las siete y
media. Exactamente a esa hora el martes, la presidencia en pleno estaba en la casa
de Mark, todos vestidos de traje, con camisa y corbata, y llevando consigo las
Escrituras. Se sentaron y empezaron por dar una oración; después, entregaron un
programa a cada uno de los presentes. Luego, el presidente del quórum abrió su
libro de Escrituras y les pidió a Mark y su papá que leyeran todas las relacionadas
con el poder del Sacerdocio Aarónico, lo que es este sacerdocio y los deberes
particulares del diacono. Después les habló de las responsabilidades que Mark
tendría y de como debía vestirse al llevar a cabo sus deberes, donde tenía que
estar para servir la Santa Cena, y su obligación como mensajero del obispo; además,
le explicó la forma de proceder para recolectar las ofrendas de ayuno, asegurándole
que uno de sus consejeros lo acompañaría cuando fuera por primera vez. Y por
último, le preguntó si quería hacerle alguna pregunta sobre su llamamiento. Antes
de despedirse, los tres miembros de la presidencia le dijeron que estaban muy
contentos de tenerlo en el quórum y que contara con su ayuda en cualquier momento
que la necesitara. Cuando se fueron, en los ojos de Mark se reflejaba su sorpresa
al darse cuenta de la seriedad y el honor de su llamamiento, y le dijo a su padre:
"¡Son fantásticos!" Por medio de las experiencias que tendréis en el quórum del
Sacerdocio Aarónico, aprenderéis a aceptar responsabilidad, a ser dignos de
confianza y a
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cumplir con vuestro deber. Una vez en que le pregunte a un diácono que hacía en su
llamamiento, me respondió: "¡Hago todo lo que tengo que hacer!" En el gran
campamento Scout que se realizó en 1982, en un hermoso lugar cerca de Flagstaff,
estado de Arizona, se reunieron 1150 Aguilas Scout en una cena especial que hubo en
su honor. Durante el programa se les pregunto quienes pensaban cumplir una misión.
Cada uno de aquellos jóvenes se puso de pie con el cometido de cumplir la
responsabilidad para la cual el presidente Kimball les había pedido a los del
Sacerdocio Aarónico que se prepararan. Esos poseedores del sacerdocio sabían cual
era su deber. Y, sobre todo, el Sacerdocio Aarónico os enseña en que consiste la
verdadera felicidad: no en tener posesiones, riquezas o fama; no en dejaros vencer
por los amigos, los apetitos o las pasiones, ni por ninguna otra tentación de
Satanás, sino en rendir servicio a vuestros semejantes, aprendiendo a amar como
nuestro Salvador nos enseñó que amemos. Un quórum de presbíteros demostró
verdaderamente lo que es el amor. En ese quórum había un jovencito que había tenido
que pasar su vida en una silla de ruedas por la parálisis que lo aquejaba; hasta le
era difícil hacerse entender cuando hablaba. A pesar de esos graves impedimentos,
todo el quórum se unió para ayudarle y apoyarlo como hermanos en el evangelio. Lo
hacían tomar parte en todas sus actividades; cuando jugaban al baloncesto
[basketball], allí estaba Eddy alentándolos; cuando iban a hacer esquí acuático,
Eddy se quedaba en la orilla disfrutando del aire libre; cuando iban al cine, lo
llevaban en su silla de ruedas y lo colocaban cerca de ellos. Los miembros del
quórum lo levantaban junto con la silla para ponerlo en el auto y sacarlo, fueran
adonde fueran. El era verdaderamente parte del quórum. Tendríais que haber visto
los lazos de amor que se formaron entre aquellos muchachos y la felicidad que ellos
mismos sentían por lo que hacían. Yo estaba muy orgulloso de esos jóvenes, porque
realmente honraban su sacerdocio. Cuando contemplo a los cientos de miles de
valientes jóvenes, hijos de Dios, emprender la aventura de la vida cubiertos con la
armadura del Santo Sacerdocio de Dios, sirviendo fielmente en vuestros barrios y
ramas y haciendo aumentar vuestro testimonio del evangelio en los años de la
juventud, sé que el futuro de la Iglesia esta asegurado. Con el Sacerdocio Aarónico
como vuestro director para ayudaros a conocer a vuestro Salvador, a amarlo y amar
su evangelio, y a prepararos para recibir el sagrado juramento y convenio del
Sacerdocio de Melquisedec, os ajustáis fielmente a la descripción de vuestra
generación real que cantamos en el magnífico himno "Juventud de Israel": Juventud
de la promesa, esperanza de Sión; escuchad al gran Caudillo y seguidle en unión.
Juventud de Israel, la justicia defended; y luchando con fervor venceremos el
error. (Himnos de Sión, 60.)
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LA CLAVE ES EL AMOR SINCERO
Jim Rasband

El Salvador quiere que nos amemos unos a otros. Con respecto a esto, El dijo: "Un
nuevo mandamiento os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que
también os améis unos a otros" (Juan 13:34). Los que poseemos oficios en el
Sacerdocio Aarónico tenemos la misión especial de obedecer este mandamiento, y de
hacer que, por medio de nuestro amor, los demás miembros del quórum sientan el amor
que el Salvador tiene por ellos. Si no vivimos de acuerdo con ese mandamiento, no
podemos tener éxito en nuestros esfuerzos por activar a los diáconos. Podemos
visitarlos en su casa, hacer fiestas especiales para atraerlos e invitarlos a ir a
la Iglesia todas las semanas, pero si lo único que nos importa son los registros
del quórum o "cumplir con el deber", no tendremos buenos resultados. Tenemos que
sentir interés y afecto por el muchacho mismo; tenemos que preocuparnos por su vida
eterna; tenemos que quererlo exactamente en la misma forma en que el Salvador nos
quiere a nosotros, con la clase de amor que expresó El cuando dijo: "Esta es mi
obra y mi gloria: Llevar a cabo la inmortalidad y la vida eterna del hombre"
(Moisés 1:39). Ese es el primer paso para activar a los diáconos: el interés
sincero, el interés que nos lleve a enterarnos de lo que les gustó hacer y de los
problemas que tengan y que podamos ayudarles a resolver. Ya sea que vayan o no a la
Iglesia, debemos demostrarles que somos sus amigos, y al mismo tiempo planear
actividades que sean de su gusto. Es indispensable hacerles sentir que forman parte
del grupo, aunque para eso tengamos que hacer un esfuerzo extra. Cuando los
muchachos se dan cuenta del interés que uno tiene en ellos, de que se preocupa más
por ellos que por el programa, quieren retribuir la amistad que uno les ofrece y
hacer lo mismo que uno hace, ser parte de lo que uno es, o sea, participar
activamente en el quórum de diáconos. Y ahí es donde empieza lo difícil, porque es
necesario mantenerlos activos. Se les activa por medio del amor, pero se les
mantiene activos con la clase de programas que a ellos les gustan. En esto es en lo
que más necesitamos a nuestros asesores y a nuestros líderes del Sacerdocio
Aarónico. A los muchachos les gusta estar ocupados y desean ser mejores. Les gustan
los deportes, no solo los juegos, sino los deportes organizados en los que puedan
competir. Les gusta el programa Scout y la satisfacción que les brindan los logros
alcanzados. Los jóvenes necesitamos hombres que se interesen y se ocupen de
nosotros y que nos ayuden a conseguir nuestros insignias y a
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54
organizar actividades. Supongo que podemos decir que los hombres mantienen activos
a los muchachos también mediante su amor por ellos. Se necesita mucho afecto para
que los adultos nos dediquen tanto tiempo e interés. En nuestro barrio hemos tenido
buenos resultados con dos muchachos que habían estado completamente inactivos. Nos
hicimos amigos de ellos; los invitamos a comer pizza con nosotros; programamos
actividades de acuerdo con las cosas que a ellos les interesaban. Cuando les
explicamos todo lo que tiene para ofrecer nuestro programa y les demostramos que
realmente nos interesaba que participaran con nosotros, decidieron probar. La
semana pasada los dos fueron a la noche de actividades. Si podemos ocuparnos de
ellos hasta el punto de cumplir lo que les prometimos y presentarles el buen
programa de que les hablamos, al mismo tiempo que continuamos demostrándoles
interés, se quedaron en nuestro grupo y tendrán la oportunidad de ocuparse de su
propia salvación. Los muchachos inactivos necesitan que los diáconos activos se
ocupen de ellos, y todos los jóvenes necesitamos que los adultos se ocupen de
nosotros. Es mucho lo que podemos ofrecer a cambio. Les ofrecemos a estos líderes
gratitud y admiración por el resto de nuestra vida, y también un mundo mejor para
el futuro, porque en el estarán los hombres mejores que ellos mismos habrán ayudado
a forjar. Ruego que podamos obedecer este mandamiento especial de amarnos los unos
a los otros, en el nombre de Jesucristo. Amén. Tomado de la revista New Era de
febrero de 1976. Fue originalmente un discurso pronunciado por Jim Rasband, cuando
tenía doce años, en la conferencia de la Estaca Monterrey, California, el 21 de
septiembre de 1975.

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EL PODER DEL DIÁCONO
William G. Hartley

Desde que Titus Billings, Serenes Burnett y John Burk fueron los primeros en ser
ordenados diáconos en la Iglesia Restaurada, durante los años 1830 y 1831, ¿quién,
aparte de los ángeles que llevan los registros celestiales, puede saber la cantidad
exacta de diáconos que han servido a la Iglesia? Podríamos hacer cálculos
aproximados basándonos en algunos totales anuales (por ejemplo, 95 en 1854; 18.000
en 1906; unos 150.000 en 1975) y en el hecho de que un jovencito es diácono por dos
o tres años, y muy moderadamente, calcularíamos por lo bajo unos dos millones de
diáconos. El Señor debe de dar gran importancia a este oficio del sacerdocio para
haber llamado a tantos diáconos para servir en su Iglesia en los últimos días.
Recuerdos gratos de los días de diácono Ha habido muchos grandes hombres en la
Iglesia a quienes el poder del diácono ha impresionado y que han afirmado tener
gratos recuerdos de la época en que ellos mismos eran diáconos. El caso de John
Smith, converso inglés, es un ejemplo de más de cien años atrás; siendo ya un
hombre maduro, el recordaba "que se había convertido a la Iglesia cuando tenia once
años, lo habían ordenado diácono cuando tenia quince [en 1851], y [con la
ordenación] había sentido un poder que nunca había experimentado hasta entonces".
Mas a fines del siglo pasado, el elder George Reynolds, que en 1890 fue llamado
como uno de los siete presidentes del entonces Primer Consejo de los Setenta,
expresó similar gratitud por su breve servicio de diácono: "Si ha habido un deber
en la Iglesia que he cumplido al máximo de mi capacidad, ha sido el de magnificar
el llamamiento de diácono, jamás falté a una reunión, a menos que me fuera
imposible asistir. A menudo llegaba al edificio de reuniones una hora o más antes
de que empezara la reunión, para abrir la puerta y tener la satisfacción de ver que
todo estuviera en orden: que los asientos estuvieran limpios, la luz de gas
encendida cuando era de noche, y todos los detalles necesarios con el fin de que el
lugar fuera más cómodo para los santos que se reunían allí. De verdad creo que me
gustaba más y me brindaba mayor satisfacción aquella tarea que cualquier otra
responsabilidad más importante que haya tenido después." Lo que escribió en la
década de 1940 James H. Moyle, que fue presidente de la Misión de los Estados del
Este, explicando la forma en que su llamamiento de diácono había cambiado su
conducta de adolescente, es un ejemplo de este siglo. Cuando el obispo le habló de
ordenarlo diácono, el joven James, que frecuentaba
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la compañía de los muchachos más alborotadores del barrio, vaciló por un instante y
luego aceptó. Esto es parte de lo que escribió: "Me fui alejando gradualmente de
los otros muchachos y me dedique a mis deberes de diacono hasta tal punto que el
obispo afirmo que yo era el mejor del barrio. Los diáconos limpiábamos el edificio
de reuniones, barríamos, lavábamos los pisos y quitábamos el polvo; llenábamos de
combustible las lámparas y les emparejábamos la mecha; encendíamos el fuego;
hacíamos todos los trabajos de limpieza, poníamos todo en orden y cuidábamos la
entrada... Para limpiar, nos turnábamos, y teníamos que hacerlo con frecuencia. Yo
era muy consciente de mi trabajo, y a partir de entonces jamás me permití volver a
ser díscolo ni irreverente". Teniendo en cuenta estos tres casos, podríamos
preguntar: ¿Por que tienen los hombres mayores recuerdos tan agradables de la época
en que eran diáconos y del servicio que rindieron a la Iglesia en aquel entonces?
Al contemplar la obra de los diáconos en esta dispensación, parecen destacarse tres
razones evidentes: el hermanamiento, el servicio y el progreso personal. El
hermanamiento Como lo indicó el hermano Moyle, las normas por las que se guía un
muchacho determinan la clase de compañías que busca. Una vez que el joven participa
activamente en el quórum de diáconos, es común que sus compañeros de quórum se
conviertan en sus mejores amigos, y cuando eso sucede, influyen unos en los otros
para bien, como lo demuestra el siguiente relato: Un joven llamado William Smart se
juntaba con sus compañeros para molestar regularmente a una viuda un tanto
excéntrica que vivía en su vecindario, hasta que un día ordenaron diáconos a
algunos de ellos. "Sintiendo hasta cierto punto el espíritu del llamamiento de
diácono", comentaba después el hermano Smart, "descubrí que estaba muy dispuesto a
juntarme con mis hermanos del quórum y cortar leña para los pobres y para el
edificio de reuniones, y que hasta me gustaba hacerlo". Un día, pensando en
divertirse un poco, los diáconos se pararon frente a la casa de la viuda y
empezaron a planear la mejor forma de fastidiar a la anciana. Pero esa vez el
resultado fue diferente. "Desde la última vez en que nos habíamos reunido allí",
recordaba mucho después el hermano Smart, "imperceptiblemente había tenido lugar un
cambio en nosotros. Habíamos pasado a ser diáconos en el Santo Sacerdocio".
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Uno de los chicos tuvo la idea de que, en lugar de jugarle una mala pasada, sacaran
el carro que ella tenía, la arrastraran colina abajo, la llenaran con troncos secos
y la llevaran a la casa otra vez, donde podrían cortar la leña y colocarla junto
con la que ya estaba en una pila para el invierno. Cuando los otros se dieron
cuenta de que su compañero no bromeaba, todos estuvieron de acuerdo con él. La
señora vio a los muchachos sacar la carreta y empezó a gritarles muy enojada;
después, se fue a la casa de una vecina y se puso a ventilar con ella su
indignación. Pero cuando vio que llevaban de regreso la carreta cargada de troncos,
y que los muchachitos sucios y sudorosos, los mismos que antes la mortificaban, se
ponían a cortar la leña enérgicamente, ¡vaya sorpresa que se llevó! Los riñó, se
rió y lloro alternativamente, y después de calmarse, exclamó: "¡Que Dios los
bendiga, muchachos! ¡Les perdono todas las maldades que me hicieron!" Aquel día,
tanto ella como los jovencitos se dieron cuenta de que "algún poder silencioso
había efectuado un cambio en ellos" y que esa fuerza invisible era el nuevo poder
que habían recibido en su ordenación. El servicio Los diáconos, que en la historia
de la Iglesia nunca se han limitado a tener reuniones solamente, siempre han
llevado a cabo importantes asignaciones religiosas. Siendo ayudantes de los
maestros y presbíteros y del obispo, han cumplido una gran variedad de tareas. Hace
un siglo, por ejemplo, su asignación principal era el cuidado del edificio donde se
realizaban las reuniones del barrio. En 1874, Mark Lindsay, que entonces era
diácono, dijo: "El que los miembros se sientan cómodos en una reunión depende mucho
de nosotros, los diáconos. Tenemos que llegar por lo menos una hora antes de que
empiece la reunión. Debemos tener el edificio limpio y agradable, que no este
demasiado caliente ni demasiado frío... Debemos tener limpia la bandeja
sacramental, la mesa y el mantel pulcros, y asegurarnos de mantenerlos así a fin de
que no se gasten teniendo que lavarlos demasiado." También la preocupación por los
pobres ha sido una característica de las actividades de los diáconos y, en
particular, de la recolección de ofrendas de ayuno. Los muchachos de nuestros días
recorren caminando la ruta que les corresponde, o, en algunos lugares, un adulto
los lleva en auto a recoger el dinero que la gente pone en los sobres especialmente
destinados para ese fin. Los diáconos de épocas pasadas quizás encontraran un
poquito de aventura en la tarea. En la carreta de su padre, tirada por una yunta,
iban dos chicos alrededor de la manzana, golpeando de puerta en puerta; muy
raramente les daban dinero; la mayor parte del tiempo volvían a la carreta cargados
con cajas, cestas, frascos
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o paquetes. Por ejemplo, en 1903 se registró que en su recolección mensual dos
diáconos cargaron en la carreta "2 libras [poco menos de 1 kg] de tocino, 40
centavos en efectivo, 1 frasco de fruta envasada, 1 paquete de pasas de uva, 1
envase de ostras y 43 libras [unos 19 kg] de harina". Además de recolectar las
ofrendas de ayuno, los diáconos han ayudado a los necesitados donando horas de
trabajo: pintando casas, juntando hojas secas, apaleando nieve y haciendo mandados
(recados). Como ilustración podemos citar un caso de fines del siglo pasado, en que
los diáconos ayudaron a dos familias de su barrio: "Con el consentimiento del
obispado, el quórum de diáconos se junto el diez de mayo en el campo de remolachas
de la hermana _______, cuyo esposo había muerto hace poco. Los miembros del quórum
y sus familiares que fueron a ayudarles, un grupo de sesenta y ocho personas en
total, se pusieron a trabajar, y cultivaron y limpiaron un campo de nueve acres de
remolachas [3,642 hectáreas]. Esta labor quitó un enorme peso de los hombros de la
familia, que en esos momentos pasaba por gran aflicción. "Unos días más tarde, los
diáconos fueron a la granja de la hermana ______ también viuda, y limpiaron una
extensión considerable de plantación de remolachas." Aunque ya alrededor de 1870
había obispos que hacían que los diáconos sirvieran la Santa Cena, hasta principios
de este siglo no fue esa una responsabilidad específica del quórum de diáconos en
toda la Iglesia. Esta tarea aparece en una lista de los deberes que se recomiendan
para ellos, publicada más o menos en la época de la Primera Guerra Mundial:
Recolectar ofrendas de ayuno. Ser mensajeros del obispo. Servir la Santa Cena.
Preparar combustible para las viudas y los ancianos. Cuidar de los pobres. Entregar
avisos y notificaciones. Bombear aire (con los fuelles) para el órgano en las
reuniones. Mantener la propiedad de la Iglesia en buenas condiciones. Ayudar en el
cuidado de los cementerios. Mantener el orden en el edificio de reuniones. Mantener
en buen estado los terrenos del edificio de reuniones.
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Ayudar en el trabajo de la Primaria. Ayudar en la Clase de Religión. Ser
acomodadores en el barrio. Hacer trabajo de Boy Scouts. Cuidar las puertas.
Distribuir notificaciones especiales.

El progreso personal Por medio del hermanamiento y el servicio, tanto los diáconos
del pasado como los del presente han aprendido sin duda importantes normas de
conducta, modos de pensar y conceptos sobre su religión. Al recibir una asignación,
los diáconos la llevan a cabo y luego informan a su líder; de esa manera, aprenden
muy jóvenes lo que es la mayordomía, que es un principio fundamental en el gobierno
de la Iglesia. También aprenden a sentir compasión cuando ayudan a los necesitados,
adoración y reverencia cuando sirven la Santa Cena, y respeto por el obispo y otras
autoridades de la Iglesia cuando realizan las tareas que ellos les han encomendado.
Además, reciben instrucción sobre el evangelio en sus reuniones de quórum. Antes de
que la Iglesia empezara a publicar manuales, dependía de los mismos diáconos lo que
hicieran para aprovechar el tiempo de sus reuniones, y, de acuerdo con los
registros de esas épocas, se las arreglaban muy bien para tener reuniones de quórum
que fueran de valor para todos. Hace un siglo, por ejemplo, en una reunión típica
de dicho quórum se cantaba el himno de apertura, se daba la oración y se leían las
minutas, luego de lo cual se leían historias que dejaran una enseñanza y se
cantaban canciones inspiradoras, eso combinado con discursos e himnos sobre el
evangelio y, frecuentemente, con la expresión de testimonios. Citamos a
continuación una porción de un libro de minutas de Centerville, estado de Utah,
sobre una reunión que tuvieron los diáconos previa a la Navidad de 1884: "Charles
Tingey comenzó leyendo el capítulo 5 de Daniel, que fue una descripción de la
escritura en la pared concerniente a la destrucción del reino de Belsasar. Perry
Tingey leyó después un relato titulado 'Pensamientos de una niñita en Navidad'.
John Capner dio un corto discurso sobre el capítulo 12 de Isaías, concluyendo con
la lectura de dicho capítulo. Samuel Capner habló sobre el orden que debemos
observar en nuestras reuniones. P. G. Tingey, James Smith, Parley Parrish, Harry
Barber y William Miller hablaron unos minutos cada uno. Se pasó la lista del
quórum. Se leyó el programa para la próxima reunión."
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Aunque un tanto informales e irregulares, esas reuniones ayudaban fundamentalmente
a los diáconos a comprender mejor el evangelio, así como a que obtuvieran
experiencia en hablar y práctica en el canto. Los quórumes de diáconos no
recibieron cursos metódicos de estudio para sus reuniones hasta el año 1908, y
desde entonces, el Obispado Presidente les ha proporcionado, a través de los años,
cantidad de cursos y manuales de lecciones meticulosamente preparados para
enseñarles tanto principios religiosos como normas de conducta, o sea, el evangelio
en teoría y en su aplicación práctica. Por estas tres características de la labor
de los diáconos —el hermanamiento, el servicio y el progreso personal—, los hombres
mayores, que han servido muchos años en la obra del sacerdocio, contemplan con
gratitud la época en que subieron al primer peldaño de la escalera del sacerdocio
para servir de diáconos.

Sin diáconos, la Iglesia quedaría incapacitada No es el poder motor sino el poder


del sacerdocio lo que mueve a la Iglesia y la hace avanzar, y el poder del diácono
es una parte esencial del poder del sacerdocio. Sin él, la Iglesia sufriría en dos
aspectos: Primero, los obispos y otros lideres tendrían que dejar de lado algunos
de sus deberes para poder cumplir con las responsabilidades que corresponden a los
diáconos; segundo, y quizás lo más importante, si un grupo determinado de diáconos
—los diáconos de dos años consecutivos -se inactivará, a los dos años no habría
maestros, a los cuatro años no habría presbíteros, y al cabo de una década las
filas del Sacerdocio de Melquisedec ya no se llenarían con adultos preparados y
capacitados por el sacerdocio preparatorio, o sea, el Sacerdocio Aarónico. En la
época de Brigham Young, los diáconos y otros miembros del Sacerdocio Aarónico se
describían como las piernas y los pies de la Iglesia, sin los cuales la Iglesia
quedaría incapacitada. Es importante también notar que, sin las experiencias del
Sacerdocio Aarónico, los muchachos mismos estarían incapacitados. Por lo tanto,
podemos decir que el poder de los diáconos es un beneficio tanto para ellos mismos
como para la Iglesia en general. Dos millones de diáconos significan mucho
hermanamiento, mucho servicio a la Iglesia, mucho progreso personal. Y, si vamos al
fondo del asunto, es eso, y no las estadísticas, lo que mas interesa y preocupa a
nuestro Padre Celestial y a los ángeles que llevan los registros celestiales.

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DEL AGUA Y DEL PAN
Laird Roberts

Era un día de principios de primavera, uno de los primeros días calidos de la


estación. Las ventanas estaban abiertas por primera vez después del invierno, y la
luz tibia y radiante del sol entraba a raudales en la capilla; se sentía también
una brisa primaveral que traía las fragancias de los capullos aún sin abrir. Mis
abuelos y varios de mis tíos estaban sentados junto a mis padres, todos muy
orgullosos. Yo estaba en el banco de mas adelante, con los diáconos, pues aquel era
el primer día en que iba a repartir la Santa Cena. Al fin, terminó el himno
sacramental. El obispo nos hizo una seña con la cabeza, y todos nos levantamos al
unísono y fuimos hasta la mesa de la Santa Cena. Entretanto, habían sacado y
doblado cuidadosamente el mantel blanco que la cubría. Empezó la oración. Sentí la
importancia de aquellas palabras y de la ordenanza como nunca la había sentido
hasta ese momento. Dándome cuenta de que mis familiares me observaban (y me pareció
que los ojos de toda la congregación estaban también sobre mí), traté de moverme
con toda la reverencia y la dignidad que me fue posible demostrar. Tuve un fuerte
sentimiento de dignidad por poder repartir la Santa Cena. Era un gran honor.
Después de terminar la reunión, casi todas las personas del barrio me felicitaron.
Pasaron varios meses, y en ese tiempo tanto yo como los otros integrantes del
quórum empezamos a olvidarnos un poco del honor de poseer el sacerdocio y de servir
la Santa Cena. Dejamos de acordarnos del significado de la ordenanza, y esta se
convirtió en una obligación como cualquier otra, algo que teníamos que hacer, como
si fuera un deber que se nos había impuesto porque no había ninguna otra persona
que lo quisiera hacer. Por nuestra actitud, comenzó a cambiar la forma en que
llevábamos a cabo la ordenanza. Las diferencias no eran muy notables: A veces
llegábamos tarde a la reunión sacramental; en algunas ocasiones no nos vestíamos en
la forma apropiada; y hablábamos durante la reunión, no en voz alta ni tampoco
mientras se repartía la Santa Cena, aunque si lo bastante para que se notara. Eran
pequeños detalles, pero disminuían el carácter sagrado de la ordenanza que se nos
había encomendado. El obispo le pidió al asesor del quórum que nos hablara con
respecto a nuestra conducta. Durante varias semanas, todos los domingos de mañana
el trato de explicarnos la importancia de lo que hacíamos, del Sacerdocio de Dios y
de la ordenanza de la Santa Cena; nos habló de los hijos de Aarón, del
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sufrimiento de Cristo en Getsemaní y del Calvario. Era un hombre ya mayor, y nos
dábamos cuenta de que sentía muy profundamente todo lo que nos decía. Después de
eso, durante unas semanas nos comportamos un poco mejor, pero al cabo de unos
cuantos domingos volvimos a las andadas. Un domingo, después de terminar la clase
del sacerdocio, el asesor nos dijo: "Hoy no tienen que ocuparse de la Santa Cena;
otros se encargaran de todo el servicio". Aquello nos sorprendió y despertó nuestra
curiosidad, pero también quedamos contentos de habernos librado de la tarea, aunque
fuera solo por un día. Entramos, como de costumbre, tarde a la reunión, cuando ya
estaban cantando el himno, y nos sentamos en uno de los bancos del medio. En el de
los diáconos estaban nuestro asesor y los sumos sacerdotes del barrio. Estos eran
los hombres de más edad y más respetados de la congregación; dos de ellos habían
sido obispos; y otro, presidente de estaca. Todos habían ocupado cargos de honor y
habían sido líderes. Terminó el himno sacramental; ellos se levantaron y empezó la
oración. Por su apariencia y por la reverencia que demostraban, se podía ver
fácilmente que contemplaban lo que hacían con profundo respeto y que lo
consideraban un honor. Aquella no era una tarea común y corriente para ellos. Todos
estaban vestidos de traje, con camisa blanca y corbata. Pero lo que se percibía era
mucho más que la forma en que estaban vestidos o su comportamiento al efectuar la
ordenanza. Era que reinaba el silencio entre la congregación; era que la Santa Cena
había cobrado de pronto su carácter sagrado, que todos sentían hondamente. Era algo
mucho más profundo, mucho más importante. Se percibía una atmósfera especial, algo
imposible de expresar con palabras. Era un domingo de fines de otoño y las
fragancias otoñales entraban en la capilla por las ventanas abiertas. Desde donde
estaba, yo podía ver trozos de cielo azul y algunas hojas que todavía caían de los
árboles. Me invadió un intenso sentimiento de humildad. Repartir la Santa Cena no
era una responsabilidad que ningún otro quería, sino un deber que se me había
confiado como encomienda sagrada. Era el más grande de los honores.

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MI HERMANO MAYOR
Kirk Sheldon Wilkinson

No pasa un día sin que le dé las gracias al Señor por mi hermano, que me salvó la
vida. Todavía recuerdo ese terrible día como si fuera ayer. Quiero a mi hermano con
todo mi corazón y haría cualquier cosa por retribuirle lo que hizo por mí. Aunque
yo era muy pequeño entonces, esa experiencia tuvo en mi vida repercusiones eternas.
Fue en un día soleado de principios de junio, un sábado. Vivíamos en un típico
vecindario de la ciudad, donde había muchos niños y mucho tráfico. Aquella mañana,
mientras mí hermano cortaba el césped, yo jugaba a la entrada de nuestra casa con
mi amigo Jeff, que vivía dos casas más allá de la mía. Jeff era mi mejor amigo, y
en ese momento estábamos ambos muy entretenidos jugando a la pelota. Jay era mi
hermano mayor, y no había otro hermano como él en todo el mundo. El me cuidaba y
siempre estaba dispuesto a ayudarme en lo que fuera, hasta en pequeños problemas
que solo eran importantes para mí. El suyo era un ejemplo de verdadero amor
fraternal. Me llevaba consigo a todos lados; éramos inseparables los dos. Aunque
era mucho mayor que yo, me daba cuenta de que estaba tan orgulloso de mí como yo lo
estaba de él. Adoraba a mi hermano mayor y se que el me quería de igual manera. Mi
amigo y yo todavía estábamos muy entusiasmados con nuestro juego cuando Jay terminó
de cortar el pasto que había más cerca de la casa y siguió con la angosta franja de
césped que separaba la acera de la calle. Yo lo admiraba cuando lo veía trabajar, y
más aún cuando trabajaba arduamente. El era el ejemplo de lo que yo quería llevar a
ser. De pronto ceso el ruido del motor de la cortadora, y pensé que tal vez una
piedra lo hubiera hecho atascarse; me di vuelta para preguntarle si necesitaba
ayuda, y en ese momento Jeff lanzó la pelota con fuerza para que yo no pudiera
agarrarla, con tal fuerza que se fue a la calle. Al verla, corrí tras ella sin
notar el camión que venia a toda velocidad en dirección a mí. En cambio Jay si lo
vio y corrió rápidamente detrás de mi. Yo no llegué a ver el vehiculo en ese
momento, pero sentí un fuerte empujón que me lanzó al otro lado de la calle. En el
instante en que caía al suelo, oí un chirrido de frenos y un golpe sordo
acompañados de un quejido de dolor. Con el corazón en la boca, me levanté y corrí
hacia Jay, que yacía sobre la calle con la mitad del cuerpo debajo del camión que
lo había golpeado. Me senté junto a él llorando y lo abracé estrechamente, en la
forma en que sólo un hermanito puede abrazar.
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—¡Jay, abre los ojos! ¡Jay, abre los ojos! —le suplique, entre sollozos, con todas
mis fuerzas—. ¡Jay, no te mueras! ¡Abre los ojos! ¡Ah, cuanto quería a mi hermano!
Casi al mismo tiempo, mamá salió corriendo de la casa para averiguar lo que había
pasado. Al ver a su hijo en el suelo, se echo a llorar. Lentamente se agachó y se
abrazó a Jay y, juntos en media de la calle, mezclamos nuestras lágrimas por aquel
ser tan querido. Al momento, oí las sirenas de una ambulancia. La idea de que se
iban a llevar a mi hermano solo me hizo estrechar más mi abrazo y llorar con más
desconsuelo. Jay yacía exánime y su cuerpo se estaba enfriando. Yo tenía mucho
miedo y no quería que me alejaran de él. En el preciso instante en que llegaba la
ambulancia, llegó también papá del trabajo, y al verlo, mamá se levantó y corrió a
su encuentro; él se acercó corriendo y vi que tenía los ojos llenos de lágrimas. Me
hizo señas de que soltara a mi hermano para que pudieran ponerlo en la ambulancia.
Antes de levantarme, me incline y le dije a Jay en el oído: —Jay, te quiero mucho.
¡Vuelve a casa! Los enfermeros cerraron las puertas de la ambulancia después que
papá subió para acompañar a mi hermano, y el vehículo partió; la sirena era tan
estridente que me lastimaba los oídos. Mamá me levantó en brazos, y llorando
todavía entramos en la casa; ella me depositó en el suelo y se fue a su cuarto para
estar sola por un momento. Lloraba como yo nunca la había visto llorar. Yo también
me fui llorando a mi cuarto y me arrodille a orar. Respire hondo y empecé la
oración entre sollozos. "Padre Celestial, ¡bendice a Jay para que se cure! ¡No lo
dejes morir! ¡Yo lo quiero mucho! ¡Te pido, TE PIDO que no lo dejes morir!" Todavía
lloraba cuando mamá fue a mi cuarto y abrió la puerta lentamente. Noté que hacia
grandes esfuerzos por no llorar. Por un momento, se quedó mirándome en silencio,
con la expresión más intensa de amor y de dolor que yo había visto. Después, corrió
hacia mí, me levantó en brazos y a través de nuevas lágrimas me dijo: —¡Kirk, te
quiero mucho, hijito! Y volvimos a llorar juntos por un rato. Esa noche mis padres
no regresaron a casa. Jay tampoco regresó, y nunca volví a ver a mi hermano mayor,
después de haber abrazado su cuerpo frío y exánime en la calle.

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¿Cómo era que yo estaba vivo y el había muerto?¿Qué había hecho yo para merecer mi
vida a cambio de la suya? ¡Su vida era mucho más valiosa que la mía! ¡Y pensar que
el había muerto por mi! Murió, para que yo pudiera vivir. Muchos años han pasado
desde el día en que Jay me salvó de morir bajo las ruedas del camión. Pero mi vida
cambio en aquellos pocos minutos, y yo he tenido la determinación de proclamar al
mundo lo que mi hermano hizo por mí. Además, he tratado de vivir en una forma tal
que pueda retribuirle en parte su sacrificio. Yo pude salvarme de morir porque hubo
alguien cuyo amor por mi era bastante grande para dar su vida por la mía. ¿No
deberíamos todos también tratar de complacer con nuestra manera de vivir al
Salvador, que murió por todos nosotros? El es nuestro Hermano Mayor, y murió para
que nosotros podamos ser salvos y vivir eternamente. No pasa ni un día sin que le
de las gracias al Señor por mi hermano, que me salvó la vida.

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CUENTO: EL TEMIBLE JOSÉ
David Hammond

Me llamo Gabriel, tengo trece años y la voz me sale un poco disonante cuando hablo.
No soy muy alto (mido mas o menos metro y medio) ¡y peso casi 77 kg! Pero desearía
que los demás pensaran que soy "un poco corpulento", y nada más. Por lo menos
ahora, en la escuela secundaria, no tenemos una maestra que en la clase de anatomía
quiera pesarnos a todos y le grite los resultados a través del cuarto al compañero
que los anota, y así todos los demás se enteran. Como ven, he sufrido mis bochornos
y ya he pasado a la categoría de estudiante. También soy miembro de un quórum de
diáconos. Le doy mucha importancia a este grupo del sacerdocio, aunque no lo ando
diciendo a todo el mundo. Me gusta hacer algo por mis compañeros de quórum. Una vez
fuimos a acampar a orillas de un lago, y me pusieron a cargo de la comida; todo me
salió bien, menos el pan de maíz. Lo que me pasó fue que pensé que si el pan de
maíz es delicioso y el chocolate es delicioso, el pan de maíz con chocolate tenía
que ser algo fantástico. Pero me equivoque, y los del quórum no han olvidado ese
incidente y me han prohibido terminantemente cocinar por un tiempo. Y bueno... la
vida es así. Hace unas semanas, el presidente del quórum me habló para pedirme que
visitara a un diácono que acababa de mudarse a nuestro barrio. —No hay problema —le
dije—. ¿Cómo se llama? —José Paredes. —¿José Paredes? ¿El José Paredes que va a la
misma escuela a la que voy yo y que es el terror de todos? ¿Ese José Paredes? —Ese
mismo. —No puede ser. Estoy seguro de que él no es miembro de la Iglesia. —Lamento
sacarte del error. Sí, es. Viene de la Estaca Norte. Supongo que habrá sido
inactivo toda su vida. Eso no me sorprendió. Por supuesto que José no era del tipo
de muchachos que se encuentran en la Iglesia. —¿Tengo que ir solo? —No. Le pedimos
a David que te acompañe. —¡Bonita compañía! —le contesté.
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No es que David no me sea simpático, sino que es diferente de los otros muchachos;
en la mayoría de las clases tiene problemas, porque no es muy rápido para aprender.
Claro que es diácono y reparte la Santa Cena con nosotros, y participa en las
lecciones. Y también le gusta hacerme bromas sobre el pan de maíz con chocolate.
Pero pensé que para acompañarme a visitar a José necesitaba a alguien más seguro de
sí mismo. —Y no te preocupes —agregó el presidente del quórum—, ya le hemos hablado
y él está de acuerdo en ayudarte a tratar de activar a José. —¡Ah, si! ¡Una gran
ayuda! —le contesté. Después, hablando rápidamente le dije: —Yo no puedo hacer eso.
José me desprecia. ¡De veras! Una vez se burló de mí en la clase de inglés, delante
de todos. Hasta el profesor se reía de la "broma". —Bueno. Eso ya pasó. Esta vez no
habrá problemas. Sería mejor que lo visitaras lo antes posible. Y deberías
invitarlo a la Iglesia. —¿Estás seguro de que es miembro? —Si, es. Bueno, que te
vaya bien. Al principio, tenía intenciones de ponerme en contacto con David y
preguntarle cuando podría ir conmigo, pero resolví esperar hasta la noche para
asegurarme de que lo encontraría en su casa. Le dije a mi papá de la asignación que
había recibido, y él me dijo que estaba dispuesto a ayudarme en cualquier cosa que
necesitara. Mas tarde me "ayudó" preguntándome si había hablado con David, pero
como ya eran más de las nueve y yo no quería salir de noche, decidí esperar hasta
el lunes. No vi a José en la escuela, lo que fue un alivio; tampoco vi a David,
pero como era lunes, no quise ir a hablarle por no interrumpir la noche de hogar de
la familia. Mi papá debe de haberme preguntado diez veces si había hecho arreglos
con mi compañero, y cada vez le prometí que lo haría muy pronto. El martes llegue a
la conclusión de que ya era tiempo de ponerme en contacto con David, pero como no
estaba muy seguro de la dirección de su casa, pensé que esperaría uno a dos días
más. Cuando mi papa se enteró, el se encargó de buscar la dirección y dármela
anotada en un papel. Al otro día, en el liceo, supe por que no había visto a José
en esos días: se había fracturado una pierna, se decía que jugando al fútbol. La
noticia no me dejó precisamente embargado por la tristeza, pero no hice ningún
comentario a
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nadie sobre lo que opinaba. Por otra parte, pensé que sería mejor esperar una
semana antes de visitarlo para darle tiempo a que se recuperara. Más tarde, me
sorprendió ver a David, que había ido a hablar conmigo. —Gabriel —me dijo con su
acostumbrada manera lenta de hablar—, tenemos que ir a visitar a José. —Ya sé —le
contesté—. He estado tratando de ponerme en contacto contigo, pero nunca estás en
tu casa. Vi que se fracturó una pierna, y creo que deberíamos dejar pasar unos días
y darle tiempo a que se mejore antes de ir a visitarlo, ¿no te parece? —No, yo
pienso que debemos ir a verlo mañana. —Bueno, podemos ir antes de lo que yo
pensaba; pero tenemos que verlo en el liceo para avisarle que vamos, y hay ya no
podemos hacerlo. Mañana o pasado hablaré con él y arreglaré la visita. —Pero yo ya
le hablé. —¿Queeeeé?.. . —Y, sí, le hablé. Me dijo que podemos ir. —¡Linda la
hiciste! ¿Y le dijiste que iba yo también? —No. Le dije que un amigo y yo íbamos a
charlar con él un rato mañana. —Mmmm. Yo estoy muy ocupado siempre, y justamente
mañana tengo otras cosas que hacer. —Bueno, pero tendrá que ser mañana, porque ya
le dije que íbamos. —¿Después de la escuela? —Si. —Bueno, está bien. Vamos mañana —
hice una pausa—.¿Sabes una cosa? No sabemos dónde vive. —Yo sé. Tú puedes ir a
buscarme a casa, y de allí vamos caminando. —Bueno, bueno —le contesté con
resignación. Cuando le dije a papá que íbamos a visitar a José, se quedó muy
contento. Al otro día, tal como habíamos acordado, fui a buscar a David a su casa,
una casita con dos árboles grandes en el frente. —Es bastante cerca de acá —me
dijo.

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No era tan cerca, y cuando llegamos, mi respiración era un tanto agitada. La casa
era nueva, como todas las demás en ese vecindario. —Aquí vive José —me dijo mi
compañero. Yo sentía las manos húmedas y un nudo en el estómago, como siempre me
pasa cuando tengo que hacer un ejercicio difícil en la clase de gimnasia, o dar un
discurso en la capilla, o decirles a mis padres que saque una mala nota en un
examen. Subimos los escalones y David llamó a la puerta. Una mujer rubia, alta y
delgada nos atendió. —Buenas... —nos dijo, y se quedo mirándonos como si nos
hubiera pescado tratando de robar algo. Después agregó—: ¿Qué se les ofrece? —
Vinimos a ver a José —le contesté atropelladamente—. Pero si está durmiendo, o
comiendo, o haciendo alguna otra cosa, podemos volver en otro momento. La señora se
inclinó ligeramente hacia adelante, arqueó las cejas y frunció un poco los labios.
David se aclaró la garganta y le explicó: —Somos amigos de él. Somos mormones. —Ah,
sí, de la Iglesia —y seguía mirándome a mí—. Nosotros no vamos mucho a la Iglesia;
en realidad, ni me acuerdo de cuando fue la última vez que fuimos —miró a David y
continuó—: Está bien, entren, entren. Nos hizo pasar a la sala, y nos sentamos en
unas sillas duras, de madera. —¡José! —llamó—, unos chicos de la Iglesia vinieron a
verte. —Bueno, ya voy —le contestó su hijo, y la voz tenía un tono de aburrimiento.
Al momento oímos el golpeteo de las muletas contra el piso. —Todavía no se ha
acostumbrado a las muletas —comentó la madre—. Y creo que eso lo tiene desanimado.
En ese momento apareció por la puerta del corredor una pierna enyesada seguida por
un muchacho con la cara encendida luchando con un par de muletas. José se quedó
mirándome. —¿Qué viniste a hacer? —me preguntó. —¡Ah! —dijo su madre—, de veras se
conocían. —Más o menos —contesté. —Sí, de la escuela —agrego él con una sonrisita
afectada. —Los dejo para que conversen a gusto —dijo la madre, saliendo del cuarto.
José se sentó en una silla. —Así que eres mormón —comentó. —Sí —le contesté, con
uno de esos tonos raros que me salen a veces en la voz—. Los dos somos mormones.
Miré a David y éste le dijo:
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—Sí, somos mormones, y vinimos a invitarte a que vayas a la Iglesia. ¡Eh! ¡No te
apures!, pensé ¡Ahora si que nos va a caer encima! —¿A la Iglesia? —repitió José
con incredulidad. —Sí, claro. Es un lugar bueno. Lo pasamos muy bien allí. José
colocó las muletas al costado de la silla. —¿Así que quieren que vaya a la Iglesia?
—Me miró de reojo, pero se sonrió—. ¿A pesar de que te he tratado de "gordinflón" y
de "grasita"? —Seguro —le dije sin mirarlo directamente—. Los dos queremos que
vayas. —Eso sí que es raro —dijo él—. Quieren que vaya a la Iglesia. ¿Saben que
hace muchísimo tiempo que no voy? —Para todo hay una primera vez —lo alentó David.
—Sí, para todo hay una primera vez —repitió, y soltó una risita. Nos quedamos los
tres silenciosos por un momento y después le pregunte: —¿Cómo te quebraste la
pierna? —Estaba jugando al fútbol y me caí —dijo, un tanto abochornado—. Parezco un
chambón. —Ya sé —le contesté, y me echó una mirada penetrante—. Quiero decir, te
entiendo, porque yo soy siempre chambón. —¡Ah, si? ¿Te acuerdas de aquella vez en
que se te cayó la carpeta que le llevabas al profesor García? —Sí. ¡Y se
desparramaron todas las hojas que llevaba dentro, y el viento las empezó a
arrastrar! Hasta yo puedo reírme al recordar aquel suceso. —¡Ah, pero tendrías que
haberme visto a mi cuando me caí! ¡Qué chambonada! Después que dejamos de reírnos,
David le preguntó: —¿Y cuando vas a volver al liceo? —No sé. Tal vez dentro de unos
días. El doctor dijo que es una fractura bastante seria y que tengo que cuidarme. —
¡Qué fastidio! Y bueno, estamos estudiando el sujeto y el predicado en la clase de
idioma español. ¡Un aburrimiento! Y lo que nos explica la profesora Cardozo sigue
siendo indescifrable, como siempre. —Tendré que estudiar mucho para poder ponerme
al día. Así seguimos hablando de nuestras clases, de las que nos gustaban y de las
que nos fastidiaban, de las fáciles y las difíciles. La mamá de José nos sirvió
refresco y galletitas. Al rato, le dijimos que teníamos que irnos, y antes de salir
le
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agradecimos a la señora lo que nos había servido. José nos acompaño a la puerta, lo
que le costa un gran esfuerzo por no estar acostumbrado todavía a las muletas. —
¿Saben una cosa? —nos dijo—. Nadie me había invitado nunca para ir a la Iglesia. —
Bueno, ahora estás invitado. Y de verdad queremos que vayas. —Puede ser. Sí, puede
ser que vaya —repitió José—. ¿Queda lejos la capilla? —No, a unas pocas manzanas de
aquí —le contestó David—. Si quieres, nosotros podemos venir a buscarte. —Bueno,
avísenme si van a venir. Al salir los dos, David agregó: —Tal vez vengamos de nuevo
a verte uno de estos días. —Si, vengan los dos otra vez. Estaba oscureciendo ya,
así que nos despedimos y emprendimos el regreso a casa. Después de caminar en
silencio un momento, David me dijo: —Y bueno, por lo menos algo conseguimos. Deje a
mi compañero en su casa y seguí para la mía. Cuando llegue, le conté a mi papá todo
lo que había pasado y se quedó muy contento. Yo mismo estaba contento. Después, me
senté a estudiar el sujeto y el predicado, tan aburridores como siempre.

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EL COMIENZO
Kristy Humphreys

Divertido, despreocupado y lleno de una fuente inagotable de energía: estas son las
características de un muchachito de doce años. Un día está hundido hasta las
rodillas en la orilla fangosa de un arroyo, tratando de sacar el pescado más
grande; y al otro día, bien lavado y reluciente y con cierto fulgor de autoridad,
reparte la Santa Cena. Los muchachos parecen estar muy lejos del mundo de los
casados, del gobierno y de otros asuntos propios de los adultos; sin embargo, se
encuentran en camino hacia el matrimonio eterno, y el sacerdocio que poseen les
enseña una forma de gobierno más perfecta que la de cualquier país. El Sacerdocio
Aarónico no es un club ni una organización mundana. No se puede comprar una tarjeta
para afiliarse a el; tampoco se obtiene como regalo, sino por medio de la
imposición de manos de hombres que poseen la debida autoridad para hacerlo. Es un
llamamiento de Dios, y se confiere solamente a los que son dignos. Aunque yo no
puedo poseer el sacerdocio, si soy recatada, doy un buen ejemplo y aliento a los
jóvenes de mi edad a asistir a las reuniones y cumplir con sus responsabilidades,
puedo ayudarles a honrar el que ellos poseen. Y siendo así, les ayudo también a
mantener sus metas e ideales elevados y los apoyo en sus deberes. Si soy capaz de
influir en ellos para bien ahora, podremos avanzar y progresar juntos. Para mí, el
Sacerdocio Aarónico representa solo el comienzo de una vida totalmente diferente.
Llevaré una vida limpia que sea siempre un buen ejemplo para los demás, porque
algún día quiero arrodillarme ante un altar, no un altar cualquiera, sino uno en el
cual pueda dar otro paso hacia la vida eterna; y del otro lado de ese altar quiero
que este un hombre limpio y digno, que respete y honre el sacerdocio. Quiero poder
ofrecerle lo mejor, pero también quiero para mí lo mejor. Por eso, espero que en
algún lugar haya en este momento un joven que piense de la misma manera que yo.
Así, viviendo con rectitud, podré progresar de diácono a maestro, de maestro a
presbítero, y luego recibir los llamamientos más altos del Sacerdocio de
Melquisedec. El Sacerdocio Aarónico es vital, puro, activo... es el comienzo.

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LA FUNCIÓN DEL MAESTRO
Elder H. Burke Peterson

Mientras reflexionaba sobre este tema, recordé un relato de autor anónimo que había
oído hacia poco. Hace muchos años, en la brumosa ciudad de Londres, vivía un joven
que sostenía a su madre viuda y a sus cinco hermanos, con lo que ganaba yendo todas
las noches a la estación ferroviaria y ofreciendo sus servicios de guía a los
viajeros, a quienes conducía a su punto de destino por entre las calles estrechas y
llenas de niebla, alumbrándoles el camino con un farol. En una ocasión, un
forastero se le acercó solicitándole que lo llevara a cierta parte de la ciudad. La
niebla era muy espesa y las calles empedradas estaban peligrosamente resbaladizas.
El joven acepto, aun cuando su propia vida estaría en peligro, así que los dos se
pusieron a caminar, y él iba con su linterna en la mano guiando al caballero.
Después de varias horas llegaron al destino, donde el viajero le pagó la cantidad
estipulada. El guía le dio las gracias y emprendió a paso ligero el regreso a la
estación. No bien había llegado, varias personas salieron de entre la niebla y cada
una le dio una cantidad de dinero igual a la que le había dado el caballero. Al
principio, el muchacho rehusó, porque no creía haberlo ganado, hasta que por fin
uno de los extraños le explico: "Todos estábamos perdidos en esta niebla, y ni
siquiera teníamos una idea de dónde estábamos; Pero vimos la luz de tu linterna y
la seguimos a la distancia. Ahora queremos pagarte por habernos guiado a lugar
seguro. Si no te hubiéramos seguido, todavía andaríamos extraviados". Al ayudar a
los que estan perdidos a encontrar el camino, el que ha sido ordenado maestro
quizás no este consciente de la Buena influencia que al mismo tiempo tiene sobre
otras personas. Cuando honra el sacerdocio por medio del servicio, es como una luz
que otros pueden seguir. Muchas personas han tenido la oportunidad de visitar la
Manzana del Templo de Salt Lake City. Sobre la pared del templo que da al oeste,
hay algunas figuras interesantes; una de ellas representa la constelación de la Osa
Mayor. El presidente Harold B. Lee explico su simbolismo en un discurso pronunciado
en un seminario para presidentes de misión, que se llevo a cabo en 1961. Al
empezar, dijo que durante la construcción del Templo de Salt Lake, Brigham Young
pidió al arquitecto, Truman O. Angell, que escribiera un artículo para el periódico
de la Iglesia, el Millenial Star, con la esperanza de que en todas partes los
santos se dieran cuenta de que había gran necesidad de que contribuyeran para la
construcción. Entre otras cosas, el hermano Angell
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describió el simbolismo de algunas partes exteriores del templo. El presidente Lee
hablo del contenido del artículo, diciendo: "Están las piedras del sol, que
representan lo celestial, también estan las piedras de la Luna y las estrellas;
habéis visto estas y otras figuras que hay allí. Pero el mencionó otra cosa que
tiene un significado particular en el que os pido que penséis: Dijo que en el
extremo oeste del templo, debajo mismo de la torre, esculpió la constelación que
los astrónomos llaman Osa Mayor, en la cual las estrellas menores señalan a la
estrella polar; esto lo hizo como símbolo para representar el concepto de que
'mediante el Sacerdocio de Dios los extraviados pueden hallar su camino'." Los
maestros, siendo una parte vital de estas fuerzas del sacerdocio, deben guiar,
conducir, instruir e iluminar a los demás. Haciéndolo ayudarán a los que están
perdidos a encontrar ese camino. Los que han sido ordenados maestros en el
Sacerdocio Aaronico reciben asignaciones para la orientación familiar y la
preparación de la Santa Cena, para ser acomodadores y para llevar a cabo todos los
deberes del diácono cuando se les requiera. Cuando llevan a cabo diligentemente
estos deberes, están cumpliendo el sagrado encargo que el Señor les ha dado de
"velar siempre por los miembros de la iglesia, y estar con ellos y fortalecerlos"
(D. y C. 20:53). Todos los deberes del maestro son importantes. En la Conferencia
General de octubre de 1970, el Obispo Victor L. Brown [que entonces era Obispo
Presidente de la Iglesia] dijo: "El Sacerdocio Aarónico no es una actividad inútil
designada para mantener a los muchachos ocupados y alejarlos de las tentaciones,
sino que es parte del gobierno del reino de Dios sobre la tierra; los que lo poseen
están investidos con el poder para ejecutar los deberes que ayudarán al Señor a
llevar a cabo su obra y su gloria" (en Conference Report, octubre de 1970, pág.
125). Cuando participa en la orientación familiar, el maestro tiene la oportunidad
de ser una bendición en la vida de otras personas y ayudarles a alcanzar la vida
eterna. Un conocido me relató una experiencia que ilustra esa afirmación: "Hace
poco", me dijo, "un hombre del barrio y su hijo, que es maestro, recibieron la
asignación de visitarnos como maestros orientadores. Ya conocíamos la dedicación
del padre al evangelio, pero no sabíamos que esperar del hijo, aunque por su
apariencia y conducta parecía tener igual devoción. Durante la primera visita me
dediqué a observarlo; a pesar de no hablar mucho, con todo lo que hizo y dijo
honraba el sacerdocio que poseía. En la conversación les dijimos que hacia un año
que había muerto nuestro hijito y que estábamos esperando otro.
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Desde ese momento, ambos formaron parte especial de nuestra vida, orando por
nosotros y dándonos ánimo. Aquel día, al terminar su visita, le pedí al joven que
ofreciera la oración, y al hacerlo pidió al Señor que nos ayudara a sobrellevar la
pérdida de nuestro hijo y que bendijera al niño que iba a nacer; además, le pidió
que mi esposa no tuviera dificultad en el parto. Los dos nos quedamos muy
conmovidos por la sinceridad y la percepción de aquel joven maestro. Durante los
días y las semanas siguientes, estos hermanos nos demostraron su interés
regularmente (y no solo una vez por mes). Después de nacer el niño, nos llevaron un
regalo; todos nos arrodillamos a orar y el maestro expreso gratitud al Señor por el
nacimiento sin complicaciones del bebe. " Este es un ejemplo de un joven que
entiende la importancia de la asignación que el Señor le dio, y podría mencionar
muchos otros, pero la orientación familiar es solo una de las formas en que podemos
emplear el sacerdocio para bendecir a los demás. El maestro tiene una función
especial en la Iglesia, y su oficio es una dependencia del Sacerdocio Aarónico
(véase D. y C. 84:30); así como ese oficio es indispensable, también lo es el que
lo recibe. El maestro debe comprender que la Iglesia lo necesita a él igual que él
necesita de la Iglesia. Es preciso que el maestro entienda su función en la
Iglesia. Algunos tienen la tendencia a adoptar una actitud un poco indiferente
hacia la ejecución de sus deberes sacerdotales, y uno de los motivos es que no
comprenden la asignación que han recibido. Comprendemos más plenamente nuestra
función a medida que llevamos a cabo los deberes que tenemos. Ruego sinceramente
que el Señor derrame sus bendiciones sobre todo maestro, para que pueda comprender
su función y cumplirla de tal manera que les lleve honor y gloria a él y a su Padre
Celestial.

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EL VIEJO McFARLAN
Terry Dale

Después de la reunión sacramental, el obispo me pidió que fuera a su oficina porque


quería hablar conmigo. ¡Por fin!, pensé. Es seguro que me va a llamar para ser
presidente del quórum de maestros. Me sentí muy ufano y lleno de entusiasmo. Todo
el mundo me va a felicitar, y mamá va a estar muy orgullosa de su hijo. Entre en la
oficina y me senté en una silla grande que había del otro lado del escritorio,
frente al obispo. El era un hombre muy agradable y sonreía como siempre; pero, a
pesar de la sonrisa, yo sabía que la conversación sería muy seria e importante. —
Esteban —me dijo, y el corazón empezó a latirme rápidamente—, tenemos una
asignación muy importante para ti. Es una asignación especial de "amor al prójimo".
Nos preocupa mucho Heber McFarlan, porque es anciano y está solo; el necesita que
alguien lo visite y le ofrezca amistad. No es miembro de la Iglesia, pero Dios
derrama su amor sobre todas las personas por igual, y nosotros, los miembros de su
Iglesia, tenemos la responsabilidad de hacer lo mismo; mejor dicho, tenemos el
privilegio de demostrar el mismo amor. Creo que en la cara se me notaba el
desconcierto que sentía. —Tú conoces a McFarlan, ¿verdad? —me preguntó, al ver mi
expresión. Mi memoria me hizo retroceder un par de semanas al día en que, con
algunos de mis amigos, nos habíamos burlado del anciano con cantitos y bromas que
habíamos inventado sobre el. —Si, lo conozco —le dije, tratando de ocultarle la
desilusión y el sentido de culpa que me embargaban—. Es ese viejo que vive solo en
las afueras del pueblo. —El mismo —dijo el obispo—. Me gustaría que lo visitaras
unas dos o tres veces por semana. —Bueno —fue lo único que pude responder. El
obispo debe de haber notado mi decepción, porque se inclino hacia adelante y,
mirándome fijamente a los ojos, me dijo: —Si esta asignación es demasiado para ti,
no vaciles en decírmelo. —No se preocupe, obispo —le contesté, dejando escapar un
suspiro—, lo haré.
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—Me alegro —me dijo con una sonrisa, y antes de que yo pudiera agregar nada,
continuó—: Puedes cortarle la leña para el fuego, llevarle comida y frazadas, en
fin, cualquier cosa que le haga sentir que alguien se interesa en él. Tu padre sabe
de esta asignación, y me dijo que te ayudaría. Y también tu Padre Celestial lo sabe
y te ayudará inspirándote en todo. —Sí, obispo —le respondí. En esa época tenia
solo quince años, y había otras cosas que prefería hacer en mis ratos libres, como
jugar al fútbol, pescar, ir a cazar o cualquier cosa que mis amigos hicieran. Pero
le había dicho al obispo que cumpliría la asignación y sabía muy bien que no es
correcto faltar a la palabra. McFarlan vivía en una cabaña de troncos al pie de la
montaña, en las afueras del pueblito del estado de Idaho donde yo me crié. En el
largo recorrido hasta su casa la primera tarde que fui a verlo, después de la
escuela, me parecía que todo lo que encontraba en el camino era una confirmación de
la soledad en que vivía el anciano. Una vez al año, cerca de la Navidad, el viejo
se podía dar un baño gratis en el hotel, gracias al alguacil del pueblo que se lo
pagaba. Todos pensábamos que seguramente aquel seria el único baño que se daba
durante todo el año. También comentábamos que parecía un pirata con el bulto que
tenia en un lado de la cabeza y el parche negro que llevaba sobre el ojo. La
mayoría de los chicos, e incluso algunos adultos, tenían la costumbre de decir
cosas desagradables o jugarle una mala pasada cuando iba al pueblo. En el camino a
su casa iba pensando si me reconocería como uno de los "bromistas". Al llegar,
estaba asustado de verdad. Llamé a la puerta, pero no hubo respuesta. Volví a
llamar. Sabía que él tenía que estar allí, ¿adónde mas podía ir? -¡Señor McFarlan!
—lo llamé. La voz me temblaba. No sé cuánto tiempo estuve junto al umbral antes de
decidirme a entrar. La pesada puerta de madera hizo un chirrido al abrirla. –¿Señor
McFarlan? —volví a llamar—. ¿Está usted ahí? Al oír un murmullo, asome la cabeza
por la abertura y miré dentro del cuarto. La cabaña estaba fría y casi a oscuras, y
apenas pude distinguir la figura de un hombre sobre la cama, inclinado hacia
adelante, pero no como si hubiera estado durmiendo, ni siquiera como si estuviera
pensando, sino como si no hubiera ningún motivo para estar de otra manera. Al
acercarme, pude notar que la sucia frazada sobre la cual se encontraba sentado era
más agujeros que frazada.
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Sentía que el corazón me latía en la garganta y nerviosamente tragué saliva antes
de volver a hablar. —Señor McFarlan —le dije abruptamente—, ¿puedo hacer algo por
usted? Después le dije mi nombre y le expliqué que el obispo de La Iglesia de
Jesucristo de los Santos de los Últimos Días me había mandado para ver cómo estaba
y si podía ayudarle en algo. No me contestó. La mirada fija del viejo me helaba la
sangre en las venas. —El fuego de la chimenea se apagó. No hubo respuesta. —¿Quiere
que le corte un poco de leña? Silencio. Salí de la cabaña, busque un hacha y empecé
a partir troncos y a hacer astillas. Con cada golpe del hacha me decía: ¿Que estoy
haciendo aquí? ¿Por qué tenían que elegirme a mí? ¿Por qué? ¿Por qué? "Deja de
quejarte", me susurró una voz interior. "El viejo tiene frío y está solo, y tú
puedes ayudarle." Encendí un fuego en la chimenea y traté de hablar con él, pero
después de unos minutos me di cuenta de que ni siquiera me estaba escuchando. Era
evidente que necesitaba otra frazada, así que le dije que le llevaría una nueva y
abrigada; al otro día lo hice. A partir de eso, fui a verlo día por medio. Poco a
poco, con el correr de las semanas, empezó a hablarme. Un día, después de haber
charlado con el un rato, me dijo: —Muchacho, ¿por qué vienes a visitarme? Estoy
seguro de que un joven de tu edad puede hacer cosas mucho más interesantes que
visitar a un viejo enfermo y huraño. Pero estoy muy contento de que vengas. Y
entonces me sonrió. Para la fiesta de Acción de Gracias* lo invité a cenar en
nuestra casa. El no fue, pero mi familia fue conmigo para llevarle la cena y,
cuando nos dio las gracias, tenía los ojos llenos de lágrimas. En el transcurso de
mis visitas, me contó que había sido pastor de ovejas; también me dijo que se había
casado y había tenido hijos, pero debido a una terrible fiebre que les había
atacado, ellos y su esposa habían muerto. A partir de ese momento, considerando en
su dolor que su vida estaba destrozada, empezó a recorrer todo el país como
vagabundo. Después le apareció el tumor que tenia en un costado de la cara y que le
había causado la ceguera en ese ojo, y el aspecto que le daba había hecho que fuera
presa de bromas desagradables y que llevara una vida miserable.
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Sin embargo, a mi el anciano ya no me parecía tan feo ni me asustaba. Más aún,
después de terminar las clases, corría hasta su cabaña para ayudarle y escuchar sus
historias. Cuando llegó la Navidad, lo invitamos nuevamente a cenar con nosotros, y
esa vez aceptó. Llego vestido de traje, muy limpio y bien presentado; tenía muy
buena apariencia y una sonrisa en la cara. Era evidente que se sentía feliz porque
le habíamos demostrado un interés sincero y el deseo de que fuera nuestro amigo. Al
terminar la cena, McFarlan bajó la cabeza por un instante, luego nos miró y nos
dijo: —Ustedes son maravillosos. Por mucho tiempo mi vida ha sido un desastre, pero
el amor que ustedes me han demostrado me está convirtiendo en una persona
diferente. Y les estoy muy agradecido por eso. Mientras el hablaba, me invadía todo
el pecho un calorcillo que iba en aumento. ¡Que agradable sensación! Tomado de la
revista Liahona de enero de 1982. *Esta es una festividad que tiene lugar en el mes
de noviembre, y tuvo su origen en la gran celebración que hicieron los primeros
inmigrantes europeos a la América del Norte reuniéndose con los indios para
agradecer al Señor la buena cosecha.

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CUENTO: ES PECADO ROBAR UNA SANDÍA
Walter L. Maughan

Me pareció mucho mejor no tratar de averiguar mucho sobre la procedencia de la


sandía que los muchachos habían conseguido para el paseo. Después de todo, los
muchachos son muchachos, me dije. Y cuando se ofrecieron a conseguirla, ¿qué les
podía decir? Tenía que dejarlos participar de alguna manera. Al fin y al cabo,
robar una sandía era un pecadillo sin mayor importancia. ¿No nos habíamos metido
todos en algún lío similar siendo muchachos? Me las arregle para acallar mi
conciencia con esas justificaciones hasta el día en que supe de donde habían sacado
la sandía. Y ahí no había remedio. No había duda de que robar una sandía era un
pecado, y tendría que hablar de ese tema en nuestra próxima clase del sacerdocio.
No solo era pecado robarse la sandía; el mentir acerca del acto lo agrandaba más
aún. Y eso fue lo que en realidad me indignó después de la visita que le hicimos a
la hermana Jiménez. Mi joven compañero, Tomás Mederos, había hecho los arreglos, y
parecía completamente tranquilo al tocar el timbre en casa de la hermana. —Buenas
noches, hermana Jiménez —la saludó; y el tono de su voz era sincero y amable. —¡Ah!
son mis maestros orientadores. Pasen, pasen. Estaba esperándolos. —¿Y cómo está,
hermana? —le pregunté. Me dio una respuesta evasiva, y tuve la sensación de que
había algo de lo que no quería hablar. Le hablé del mensaje que habíamos preparado
sobre la castidad, que no era precisamente un tema sobre el cual la hermana Jiménez
tuviera que preocuparse mucho. Tomás dio la oración, que fue muy hermosa. Luego,
cuando ya estábamos por irnos, le pregunté: —Y de verdad, ¿cómo está, hermana? ¿No
hay alguna otra cosa que quiera decimos? Echando una mirada de reojo a Tomás, me
contestó: —Vengan conmigo al patio de atrás. Quiero que vean algo. La hermana
Jiménez, que desde hacia quince años era viuda, estaba muy orgullosa de su huerto;
muchas veces, durante nuestras visitas, nos había llevado para que viéramos los
tomates y las zanahorias y los guisantes; y, por supuesto, la única planta de
sandía que tenia allí. Cuando hablaba de comerse las dos
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grandes sandías que estaban creciendo en aquella planta, le aparecía en los ojos
una expresión que casi se diría de ansia. Tomás y yo habíamos hecho algunos chistes
inofensivos al respecto, diciendo que las sandías eran como niños para ella y que
probablemente no tendría valor para comérselas cuando maduraran. Al salir al patio
exterior, nos indicó el huerto y nos dijo, casi al borde de las lágrimas: —Si sólo
se hubieran llevado las sandías, me habría conformado. ¡Pero mire los tomates! ¡Si
parece que les hubiera pasado por encima una manada de elefantes! ¡Mis hermosos
tomates, desperdiciados! ¿Y sabe lo que hicieron con las sandías? Una se la
llevaron, pero la otra la tiraron en medio de la calle, ¡la hicieron pedazos! Y con
esas palabras fue sollozando a refugiarse en el santuario de su casa. —¿Quien puede
haber hecho semejante cosa? —exclamó Tomás furioso, mientras nos encaminábamos a su
casa—. Averiguaré quien lo hizo, ¡y las va a pagar! No había duda de que era un
buen actor y estuvo a punto de convencerme; hasta tenia lágrimas de indignación en
los ojos. Pero la evidencia circunstancial era demasiado grande. Precisamente él
era quien había dicho que sabía donde podían conseguir una sandía para el picnic, y
yo estaba seguro de que había logrado que los otros muchachos del quórum fueran
cómplices en el robo. Con un gran peso en el corazón, empecé a preparar la lección
para el domingo. Había disfrutado mucho con ese grupo de jóvenes; en el fondo,
todos eran buenos. ¿En qué me había equivocado al enseñarles? Me parecía increíble
que fueran capaces —y especialmente que Tomás lo fuera —de robarle las sandías a la
hermana Jiménez, sabiendo muy bien lo importantes que eran para ella. Y aunque
necesitaban sólo una para el picnic, le habían robado las dos tirando la otra en la
calle, frente a su casa. Eso era la burla encima del escarnio. —Bueno, muchachos,
¿que les parece si hablamos? Antes de que yo abriera la boca, ellos ya sabían que
esa lección no iba a ser como las de todos los domingos. —¿No les parece que
deberían decirme la verdad? —¿De que está hablando? —oí que murmuraba Marcos. La
cara de Tomás estaba sin expresión. —Vamos, muchachos, cuando ustedes se ofrecieron
a llevar una sandía al paseo, yo di por sentado que...
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Vi que, poco a poco, iba apareciendo en los ojos de Tomás un brillo de comprensión,
que fue aumentando hasta pasar de una vaga duda a una completa certeza. —P... pero
¿usted cree que se la robamos a la hermana Jiménez? —exclamó con incredulidad. —¿Y
que otra cosa puedo pensar? De pronto, todos empezaron a hablar a un tiempo, cada
uno de ellos declarándose inocente. Era obvio que los había tomado de sorpresa.
¿Los habría juzgado erróneamente? ¿O se debería su reacción a que estaban seguros
de que nadie los descubriría? —¡Bueno, bueno, silencio! —les dije, alzando los
brazos para que se callaran—. Está bien. Quizás haya emitido un juicio prematuro;
si es así, les pido que me perdonen. Pero, por favor, sáquenme de la duda: ¿Donde
consiguieron la sandía? Inmediatamente se hizo un silencio tan profundo como
clamorosas habían sido las protestas de inocencia que lo habían precedido. Tomás
miró a Marcos; Marcos se revolvió inquieto en la silla y miró de reojo a Roberto
Chávez; Eduardo, el hermano menor de Roberto, de pronto parecía sumamente
interesado en el diseño de las baldosas del piso y las estudiaba como si estuviera
hipnotizado por ellas. Pero al fin, la atención de todos los miembros de la clase
se concentró en él, que era el más tímido y callado del grupo; evidentemente, en
silencio lo habían elegido para que fuera su portavoz, lo quisiera o no. —Eduardo,
¿tú sabes algo que yo también debería saber? —le pregunté directamente. Me miró con
una expresión tal de temor que hubiera querido librarlo de aquella situación; pero
si él no me lo decía, nunca llegaría a saberlo, así que insistí: —Dímelo tú, ¿de
dónde sacaron la sandía? La voz con que me respondió apenas se le oía. —De...
del... —tartamudeó. —No te oigo, Eduardo. Habla más fuerte. —Del viejo García —
salieron las palabras atropelladamente, pero pareció quedar más tranquilo después.
Sentí una oleada de alivio parecida a la que se siente cuando corre una brisa
fresca en el verano. ¡Así que no se la habían robado a la hermana Jiménez, después
de todo! Habían sacado la sandía del huerto del vie... de Pedro García;
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era un huerto muy grande y tenía tantas sandías que seguramente no iba a echar de
menos una. Sin embargo, yo había empezado aquella clase con la idea de dejar bien
establecido cierto concepto, y tenia que hacerlo. — ¡Muchachos! les pido que me
perdonen por haber pensado que pudieran haberle hecho algo así a la hermana
Jiménez, una pobre viuda que solo tenía una plantita. Pero, de todas maneras, como
ya saben, robar es robar. ¿Todos participaron en el asunto? Todas las cabezas se
movieron afirmativamente. Mi plan requería ahora solo un pequeño cambio, como quien
dice un cambio de personajes. —Bueno, muchachos, supongo que ustedes ya saben lo
que debemos hacer. Por supuesto que lo sabían, aunque tenían la esperanza de que yo
no se lo dijera. Pero todos estuvieron de acuerdo en que, como yo insistía, no
habría más remedio que ir a hacerle una visita a don Pedro García aquella misma
tarde. Fui a buscarlos a la hora que habíamos acordado, y todos nos encaminamos a
la granja de García, que quedaba en las afueras del pueblo. Hacia mucho tiempo que
no lo veía; sin embargo, nos conocíamos bien, pues muchos años atrás habíamos
asistido a la misma escuela. El no era miembro de la Iglesia, pero se había casado
con una mujer cuya familia sí lo era, y muy destacada. Los hijos estaban
completamente inactivos. Debo confesar que me sentía un poco inquieto mientras nos
dirigíamos allá, e iba pensando en si valdría la pena hacer el esfuerzo por una
insignificante sandía. Pero la decisión ya se había tomado y no había nada más que
hacer. Cuando llegamos, García estaba trabajando en el motor del tractor. Me
acerqué a él con cierta vacilación. —Buenas tardes, Pedro —lo saludé. —¡Eh! Buenas!
Hace tiempo que no te veía —me contestó, extendiéndome la mano pero retirándola al
instante—. No tendrás mucho interés en darme la mano; la mía esta llena de grasa.
Los muchachos todavía se mantenían al amparo de la distancia. Les hice señas de que
se acercaran. —Parece que ha venido todo un comité —comentó García, —Mmmm... Y...
¿cómo marcha todo? —le pregunté. —Podría andar mejor. El tractor no funciona y la
otra noche la vaca se metió en el campo de alfalfa y comió a reventar puede que
todavía se me muera. —¡Ah, que pena! Y veo que tienes una linda plantación de
sandías…
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—¡Ha! "Tenía", querrás decir. Algunos muchachos se me metieron entre las plantas,
las pisotearon y echaron a perder las mejores sandías; y, como dejaron el portón
abierto, lo que ellos no destrozaron lo arruinó la vaca al pasar por el huerto para
llegar al campo de alfalfa. Noté que los muchachos estaban muy nerviosos. —Bueno,
Pedro, precisamente ése es el motivo porque vinimos a verte. —Ah... si, ya me lo
imaginé cuando los vi venir. —Queremos pagarte por los daños causados. —Mira, yo ni
siquiera sabría decirte cuánto; puede ser que sea bastante... Pero los muchachos
son muchachos, y no se dan cuenta del daño que causan. No lo hacen por hacer mal,
sino por divertirse. Claro que no es diversión cuando te toca recibirlo. No... no
podría aceptarles que me pagaran. Me basta con que se disculpen. Cada uno de ellos
le expreso su arrepentimiento, y se notaba que eran sinceros y estaban arrepentidos
de verdad. Lo malo es que todos quedamos con la impresión de que no habíamos
resuelto el problema; pero yo no sabía que otra cosa podíamos hacer. Cuando Pedro
García fue a hablar conmigo dos semanas después, supe de qué calibre eran los
maestros de aquel quórum. —Vine a verte —me dijo— para darte las gracias y decirte
que lo que hicieron... Por la expresión de mi cara debe de haberse dado cuenta de
que yo no tenia la menor idea de lo que trataba de expresarme. —Lo que hicieron tus
muchachos —agregó, a modo de explicación—. El chico de Mederos sabe mucho de
mecánica y me ha dejado el tractor como una seda; fue con el hermano, el que
trabaja en el taller. Y los otros también han estado trabajando para ayudarme. El
asombro me había dejado mudo. Al domingo siguiente hablamos del asunto en nuestra
reunión de sacerdocio. Les dije: —¿Ustedes no saben que mentir es un pecado? —y me
temblaba un poco la voz. —¿Mentir? —Tomás parecía muy indignado—. Nadie le mintió.
—¡Nadie! —intervino Marcos—. Lo único que hicimos fue no decirle todo.

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—Es que queríamos darle una sorpresa —dijo Eduardo con su timidez acostumbrada. De
pronto, me hizo falta un pañuelo. Después de sonarme la nariz y recomponerme, les
pregunté: —¿Y que aprendieron de esta experiencia? —Que es pecado robar una sandía
—contestó Roberto Chávez, en nombre de todo el grupo.

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LA VOZ DE MI PADRE
Steven H. Giles

Yo no era lo que se diría de un físico "amenazador"; en realidad, si hubiera sido


boxeador, no hubiera podido siquiera clasificarme en el peso mosca**. Si bien
estaba en mi segundo año de secundaria, apenas alcanzaba a pesar cuarenta y tres
kilos. Así que, haciendo esfuerzos por aumentar un poco mi autoestima, había
empezado a tomar parte en la lucha libre. Todo marchaba muy bien, pues por fin
había conseguido que me aceptaran en el equipo titular y hasta había ganado algunos
combates. Fue entonces cuando al entrenador se le ocurrió que sería una "buena
experiencia" para mi ir con el equipo de los más jóvenes a tener un combate con los
titulares de un equipo liceal mucho más pequeño que el nuestro. Para el momento en
que el ómnibus que nos transportaba llegó junto a la escuela, todos estábamos muy
seguros de que ganaríamos; después de todo, ¿qué clase de luchadores podía tener
una escuela tan insignificante como aquella? Al salir del ómnibus, fuimos todos
directamente al gimnasio para pesarnos. Era un gimnasio como todos los demás, con
el ambiente caliente y pesado; desparramadas por el suelo se veían las colchonetas
para los combates y algunas pesas. En la pared, junto a la balanza, había una
gráfica del equipo con los nombres y las estadísticas individuales de los
luchadores. Al buscar en la lista el nombre de mi contrincante, se me cayó el alma
a los pies: El había ganado nueve combates y solo había perdido dos; además, había
salido segundo en una competencia importante. Yo, por mi parte, me conformaba con
haber ganado cuatro y perdido cuatro. Para peor, el había sido el mejor de su
equipo en casi todas las categorías. Cuando el equipo contrario entró,
inmediatamente lo reconocí y él también a mí; me miró de pies a cabeza, y yo lo
miré a lo ancho, de hombro a hombro; era grande y fuerte como un toro; yo era flaco
y desgarbado. Al verlo, podía imaginarme los años de apilar heno y hacer otras
tareas de granja que habían agregado músculos a sus músculos. No pude por menos que
mirarme los brazos delgados y las costillas salientes que me caracterizaban. En
aquel mismo momento supe que me convertiría en su víctima número diez. Mientras
nuestro equipo mataba el tiempo que faltaba para empezar el combate, yo me dediqué
a justificarme mentalmente por mi inminente derrota. Era evidente que él era mucho
más fuerte que yo y, de acuerdo con las estadísticas que había leído, también más
diestro en la lucha; además, aquél era
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un combate sin mayor importancia, con un equipo insignificante y en un pueblo
alejado del mío, y nadie me vería fracasar. Al dirigirnos a los vestuarios para
prepararnos, otra vez volvió a caérseme el alma a los pies al ver allí a mi padre.
Había ido a aquel pueblo por negocios y había decidido quedarse para verme luchar.
Lloré por dentro cuando él me presentó a varios de los amigos que tenía por allí y
había invitado para presenciar la lucha. ¿Cómo era posible? ¿No sabía acaso que yo
estaba a punto de que me aniquilaran? No lo sabría, pues me alentó diciéndome que
"hiciera papilla" a mi contrincante. Yo me forcé a contestarle "Seguro", sin
ninguna convicción. * Peso mosca: El más liviano en el boxeo, que apenas pesa los
50 kg. Mientras nos vestíamos, mi mente funcionaba a toda velocidad. ¿Qué podía
hacer? ¿Por qué se le había ocurrido a mi padre ir a verme luchar? Decidí que no me
dejaría ganar fácilmente; por lo menos, así sufriría una derrota honorable. La
desigualdad en aquel combate era tan evidente que no había la más mínima
posibilidad de que lo ganara. Hice con mucho desgano los ejercicios de
calentamiento con los demás del equipo. Desde donde estaba, veía a mi padre sentado
con sus amigos en las gradas del pequeño gimnasio. El mío era el primer combate. En
el momento de estrecharle la mano a mi contrincante en el centro de la colchoneta,
oí algo que me gritó mi papá alentándome. ¿Por qué lo hacía? Ahora todos sabrían
que él era mi padre. Sabiendo que muy pronto sería lastimosamente derrotado, me
sentí apenado por la vergüenza que él pasaría. El árbitro hizo sonar el silbato
para que empezara el combate. El público estalló en gritos alentadores. En todas
las luchas en que había participado antes, con el sonido del silbato mi mente había
cesado de recoger todo sonido exterior y no oía ni siquiera la voz del entrenador,
ni los gritos de mis amigos ni el rugido de la multitud. Pero ese día llegaba a mis
oídos un sonido: la voz de mi padre que gritaba mi nombre, me alentaba, hasta me
rogaba que no me dejara vencer, que diera lo mejor de mí. Y ese día luché con todas
mis fuerzas. Un momento estaba yo dominando a mi adversario, y al siguiente estaba
bregando con denuedo por librarme de él. Los seis minutos del combate pasaron con
más rapidez que nunca, y mi padre no dejó por un instante de alentarme. Por fin
sonó el timbre dando por terminada la lucha y el gimnasio quedo silencioso.
Demasiado silencioso. ¡Yo había ganado!

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Había triunfado sobre mi contrincante por un punto. Al escuchar la voz de mi padre,
al poder distinguirla entre los gritos de los demás, había logrado algo que seis
minutos antes me parecía imposible. El entrenador me dijo que aquélla era mi mayor
victoria. Y lo era. Pero no porque hubiera ganado, sino porque había reconocido la
voz de mi padre y sabia que el había puesto su confianza en mí. Actualmente, la
lucha es diferente, de mayor trascendencia, pero las voces de la multitud todavía
tratan de ejercer su influencia en nosotros. Todos los días nos embarcamos en
diversos tipos de luchas que tienen efecto sobre una pista eterna. Oímos las voces
que nos llaman, cada una indicándonos un camino diferente. Pero la clave para el
éxito sigue siendo la misma: que aprendamos a distinguir la voz de nuestro Padre.

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LOS GANADORES
Keith Edwards

Debido a que Billie, de quince años, aparte de un impedimento físico también tenía
dificultad para aprender, nuestro quórum lo había olvidado casi por completo. Por
su incapacidad mental, el bautismo no había sido necesario en su caso; además,
asistía a una escuela especial y, por su incapacidad física, los líderes no creían
que el programa Scout fuera apropiado para él. Pero después hubo un cambio, y el
quórum de maestros tuvo un nuevo asesor. —Si Billie va a estar en la lista del
quórum —nos dijo—, tendremos que incluirlo en las actividades por lo menos. El
mismo se encargó de ponerse en contacto con la familia, que recibió las nuevas con
gran entusiasmo. Por supuesto que Billie deseaba asistir. —Es que hasta ahora nadie
había pensado en invitarlo — dijo tímidamente su madre. Durante los meses
siguientes de primavera y verano, Billie asistió a todas las actividades de la
Mutual y empezamos a conocerlo mejor; él también se sentía parte del grupo. Algunos
de los muchachos no lo comprendían y decían que era tosco y torpe, pero él sentía
que la mayoría lo aceptábamos y que nuestro asesor lo quería mucho. Cuando cumplió
dieciséis años, el grupo de presbíteros lo dejó de lado y fue olvidado nuevamente,
pero solamente hasta que algunos de nosotros llegamos a la misma edad y cambiamos
de quórum; entonces nos acordamos de él y volvimos a buscarlo e incluirlo en
nuestras actividades. Así rodeado, Billie volvió a sentirse aún más aceptado que
antes. Llegó la época del campeonato de voleibol (balonvolea). Nosotros sabíamos
que éramos el mejor equipo de la estaca; durante los dos últimos años habíamos
estado a punto de ganar el campeonato, y ese año lo ganaríamos. Teníamos a los
jugadores de más experiencia, a los más altos, a los más hábiles; hasta teníamos
una mascota: Billie, e incluso lo dejábamos jugar. El solo hecho de pegarle a la
pelota era todo un acontecimiento para él, y como lo aplaudíamos y lo vitoreábamos,
estaba convencido de que contribuía a nuestro triunfo. Durante aquella época del
campeonato, era más importante que nunca para él estar presente en los partidos. Su
presencia entre nosotros quizás nos haya costado algunos tantos y tal vez hasta un
partido en la serie, pero todos veíamos el brillo que había en sus ojos cuando
jugaba y nos sentíamos contentos con nuestro pequeño sacrificio.
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Al fin llegó el campeonato de la estaca, con la misma rivalidad que había existido
en los dos años anteriores; pero esa vez estábamos decididos a ganar. Habíamos
vencido a ese equipo en los partidos anteriores y lo "aniquilaríamos" en el
campeonato. Quizás como precaución, a alguien "se le olvido" avisarle a Billie
cuándo era el partido. El sábado de tarde, casi a la hora de empezar, algunos de
nuestros jugadores, demasiado confiados en la habilidad del equipo, se fueron a
buscar unas bebidas gaseosas. El primer partido empezó sin ellos, pero los
jugadores de reserva eran bastante buenos. Y entonces llegó el obispo con Billie.
Los dos equipos estaban bien entrenados, pero, aunque durante el partido íbamos muy
cerca en los tantos, nosotros perdimos. A menos que hiciéramos nuestro mejor
esfuerzo por ganar el siguiente juego, era evidente que no podríamos ganarles dos
de los tres partidos que debíamos jugar ese día. Billie había estado sentado junto
al entrenador durante todo el partido. — ¿Ahora? —le preguntaba impaciente—. ¿Voy
ahora? ¿Puedo ir a jugar? Su insistencia distraía. El entrenador le contestaba
firme pero amablemente: —Ve a sentarte, Billie. Yo te avisaré cuando te toque. Pero
al terminar el primer juego, Billie ya no podía esperar más. Después de todo, el
tanteo no significaba nada para él.

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LA FUNCIÓN DEL PRESBÍTERO
Elder Victor L. Brown

Desde la época en que era un muchachito y vivía en el Oeste de Canadá, he sentido


mucho cariño por los caballos. Hasta que tuve unos quince años, mi padre siempre se
aseguró de que mis hermanos y yo tuviéramos un caballo, y con el correr de los años
tuvimos varios. Algunos fueron poneys (caballos de alzada corta), tranquilos y un
tanto lerdos; también tuvimos uno o dos briosos y de buena raza. Después, desde la
época en que era presbítero hasta tener unos cincuenta años, las circunstancias me
impidieron tener un caballo, aunque siempre me han gustado. Pero desde hace unos
años he tenido una yegua de buena sangre. Aunque mi programa de trabajo me limita
el tempo que pueda pasar con los caballos, éstos siempre me han traído grandes
satisfacciones y, lo que es más importante, me han dado la oportunidad de aprender
algunas lecciones muy valiosas que me han enseñado a honrar el sacerdocio que
poseo, tanto de joven como de adulto. A continuación, quisiera hablaros de algunas.
Un día mi padre llevó a casa una yegua de pura sangre, hermosa e inquieta, a la que
habían entrenado como caballo de polo. Al comprador de la recua le había parecido
demasiado pequeña, así que papá se la había comprado para nosotros. Aquel era uno
de los mejores regalos que yo había recibido en mi vida; era un regalo que
cualquier muchacho hubiera codiciado. La yegua era capaz de arrancar a toda
carrera, detenerse en un instante, ir hacia atrás casi con la misma rapidez y hacer
cualquier cosa que otro caballo pudiera hacer, pero hacerlo mejor. Era pura de
raza; no obstante, le faltaba algo. Casi todas las veces que montaba en ella se
desbocaba. Quizás yo haya tenido la culpa por no saber enseñarla; lo cierto es que
no quería aceptar mi autoridad. Se ponía el freno entre los dientes y echaba a
correr haciendo caso omiso de la dirección que yo quería seguir. Era un animal
rebelde. Toda su inteligencia y el entrenamiento que había recibido quedaban en
nada por su obstinación y desobediencia. Le habíamos puesto el nombre de "Dama",
pero al poco tiempo el nombre le quedaba muy grande, y al fin nos deshicimos de
ella. Clipper era un hermoso alazán, no de raza pura pero bien entrenado para
trabajar con el ganado. Cuando lo soltábamos en el campo después de un largo y
arduo día de trabajo, empezaba a saltar y retozar como un potrillo juguetón. Una
vez iba montado en el tratando de llevar la vaca hacia el corral, pero, como ésta
se me escapaba, me vi obligado a enlazarla y atar el lazo a la cabeza de la silla
de montar; al ponerse tenso el lazo, la cincha se rompió y caí al suelo con silla y
todo, bajo las patas de Clipper. Aunque el caballo había corrido mucho y estaba
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nervioso, de inmediato se detuvo y no movió un músculo hasta que yo me puse a
salvo. Ahora hablaré de Katie, la yegua que adquirí hace unos años. Esta tiene un
impresionante pedigree; sus padres eran campeones y ella es una hermosa zaina
(color castaño), inteligente y de cabeza erguida. Su primer potrillo ya ha ganado
varios premios en competencias de trotones. Cuando la compramos, Katie estaba en
muy malas condiciones, pues la habían maltratado y no la habían alimentado
debidamente; pero pensé que con el cuidado apropiado se repondría, y así fue. Es el
caballo más hermoso y de mejor sangre que he tenido, y sin duda sería campeona si
no fuera por un gran defecto que tiene: nunca ha aprendido disciplina. El
entrenamiento que tuvo de joven fue muy deficiente. Es muy placentero montar en
ella por un rato; camina con la cabeza erguida y levantando las patas con donaire,
lo que le da un magnifico aspecto; pero el mismo instante en que algo la sobresalta
o se encuentra con lo que le es desconocido, pierde la cabeza por completo. Un día
se asustó de un perro, se encabritó levantándose sobre las patas traseras y cayó
sobre el lomo apretándome y lastimándome una pierna; después hizo un esfuerzo por
levantarse y salió corriendo como un ciervo atemorizado. A pesar de toda su belleza
e inteligencia, ha quedado relegada a la pastura sin que nadie la utilice ya. Una
de las hijas de Katie, a la que llamamos Suzie, tiene ahora seis años y es tan
hermosa como su madre. Hace unos tres años recibió un poco de entrenamiento, pero
ha tenido raras oportunidades de ponerlo en práctica desde entonces; por ese
motivo, ha retrocedido casi a la misma condición en que se hallaba antes de que la
capacitaran. Si se hubiera utilizado con regularidad después de capacitarla, ahora
seria un placer montar en ella. No pretendo, de ninguna manera, comparar la
inteligencia de un joven con la de un caballo. Sin embargo, al referirnos a una
persona sensata, creo que es muy sabio el dicho que tenemos [en ingles], que dice
que esa persona "tiene el sentido común de un caballo". Vosotros, los presbíteros
del Sacerdocio Aarónico, sois de una generación real, hijos de Dios con un gran
poder y un potencial ilimitado. En los últimos cinco o seis años habéis recibido
capacitación como preparación para obtener el honor y la responsabilidad más grande
que puede tener un hombre: el Sacerdocio de Melquisedec, o sea, el poder para obrar
en el nombre de Dios y tener el derecho de que vuestros actos sean ratificados en
los cielos. En este proceso de capacitación, habéis recibido instrucción de los
líderes que presiden, particularmente el obispo, que es el presidente de vuestro
quórum. El os ha
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enseñado vuestras responsabilidades con respecto a la Santa Cena, el bautismo y la
orientación familiar; y ahora os enseña conceptos de liderazgo en el programa de
los Hombres Jóvenes. Os ha instruido en lo importante que es que tengáis una buena
apariencia y que seáis limpios, tanto interior como exteriormente, para dar un buen
ejemplo a los demás. Cuando presidís en la mesa de la Santa Cena, dais a los
miembros de la Iglesia la oportunidad de renovar sus convenios con el Señor; esto
lo hacéis por medio del poder del sacerdocio que poseéis. Al llevar a cabo un
bautismo, ejercéis el mismo sacerdocio que poseía Juan el Bautista cuando bautizó
al Salvador en el río Jordán. Y al "visitar la casa de cada miembro, y exhortarlos
a orar vocalmente, así como en secreto y a cumplir con todos los deberes
familiares" (D. y C. 20:47), también ejercéis el sacerdocio en vuestra función de
maestros orientadores. Si habéis aprendido bien estas lecciones, habréis alcanzado
esa satisfacción que solo se logra estando al servicio del prójimo, lo cual es, por
supuesto, estar al servicio de Dios. Estos principios nos ayudan a vencer el poder
de Satanás, que en una de sus formas se presenta como rebeldía. Os sentiréis en
armonía con los que tienen la autoridad y seréis ciertamente como un "pura sangre",
preparados para ser misioneros, para casaros en el templo y asumir las
responsabilidades de liderazgo que recibáis en la Iglesia. Al igual que vuestro
Obispo, tengo gran fe en cada uno de vosotros y se que, si honráis plenamente el
sacerdocio que poseéis, tendréis importante participación en la edificación del
reino de Dios en la tierra. Ruego al Señor que os bendiga en vuestros esfuerzos por
lograr la excelencia.

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EL TESTIMONIO
Elder Robert L. Simpson

Jim, que hacía poco había cumplido los dieciocho años, estaba sentado frente a una
Autoridad General de la Iglesia, y era obvio que se encontraba nervioso, lleno de
frustración y demostrando gran animosidad. Su solicitud era directa, sencilla y le
brotó de adentro como si estuviera ansioso por expresarla. —Quiero ser excomulgado
de la Iglesia... ¡hoy mismo! —¿Cuánto tiempo hace que es miembro de la Iglesia? —le
pregunto el líder. —Mas o menos tres años —respondió. — ¿Y por que se le ha
ocurrido pedir la excomunión? —Porque he perdido mi libre albedrío. Me gusta fumar,
y la Iglesia me priva de la libertad de vivir como quiero. Lo que Jim no entendía
es que la forma más sabia de emplear su libre albedrío había sido tomar la decisión
de bautizarse y de vivir de acuerdo con las normas del evangelio. Era evidente que
había hecho amistad con personas que no eran miembros de la Iglesia, lo que
gradualmente había embotado la sensibilidad y la altura espirituales que tenía al
hacer el convenio bautismal. Jim había dejado de ser libre; había sido víctima de
uno de los muchos embustes y artimañas que pone en práctica el adversario para
engañar a los electos y alejar a las personas de la verdad. Se quejaba de que la
Iglesia lo privaba de su libre albedrío cuando, en realidad, es la verdad del
evangelio lo que nos hace libres (véase Juan 8:32). Y todos queremos ser libres.
Una noche, bastante tarde ya, los misioneros habían terminado de leer las
Escrituras y acababan de apagar la luz, cuando unos golpes apremiantes en la puerta
rompieron el silencio nocturno. El elder Franklin fue a abrir y se encontró con
Steve, uno de los miembros nuevos que se había convertido hacía nueve meses, que lo
miraba sin su acostumbrada sonrisa; en la mano llevaba un papel enrollado. —Elder
Franklin —le dijo—, he venido a traerle mi certificado de ordenación al sacerdocio.
Hágame el favor de guardarlo hasta que yo pueda resolver un problema que tengo
ahora. En este momento no me siento digno del sacerdocio, pero se que volveré a
buscarlo muy pronto.

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En realidad, lo que hizo Steve no era necesario, a no ser por su propia paz mental
hasta que encontrara una solución satisfactoria para su situación. Pero,
precisamente la paz mental es la clave, y él no la tenía mientras existiera un
conflicto en su llamamiento del sacerdocio. Todos necesitamos esa paz mental. Sue
estaba muy silenciosa ese día, mientras regresaba a su casa con la familia después
de una reunión de ayuno y testimonios. Era tan evidente su silencio que el padre
busco la oportunidad de hablar con ella a solas tan pronto como pudo después de
volver. El problema era que Sue pensaba que ella no tenía un verdadero testimonio
del evangelio. Aquel día algunos miembros habían expresado "la seguridad", "sin
ninguna duda", de que el evangelio es verdadero y, con lagrimas en los ojos, la
joven le dijo a su padre: —Papá, yo no puedo decir que sé con seguridad que es
verdadero, y eso me preocupa mucho. El padre le habló con paciencia y comprensión,
pues las palabras de su hija le habían hecho recordar muy claramente los años de su
adolescencia, cuando el estaba en el proceso de obtener su propio testimonio. —Sue
—le preguntó—,¿por qué pagas el diezmo? —Porque sé que es un mandamiento del Señor
—le contestó ella sin vacilar. El entonces la condujo a través de un breve repaso
de algunos principios básicos, como la Palabra de Sabiduría, la ley del ayuno, la
Santa Cena, las normas morales elevadas y la oración, cada uno de los cuales ella
comprendía y podía relacionar consigo misma. Al rato, sonriendo le dijo a su padre:
—Papá, me doy cuenta de que tengo un testimonio de todo lo que hemos hablado. Tal
vez sea una buena idea que testifique de los conceptos del evangelio que entiendo.
Lo mismo nos pasa a todos. Sue había sentido una cierta inseguridad en esta
Iglesia, que era parte de su vida; pero no siguió sintiéndola después que su papá
le demostró que ya tenía un testimonio de muchas verdades. La seguridad absoluta se
adquiere después de empezar a fortalecer el testimonio. Esperamos que en esta vida
terrenal pasemos mucho tiempo fortaleciendo y mejorando nuestro testimonio, y que
podamos sentir esa maravillosa seguridad que se obtiene después que toda nueva
verdad se ha grabado en forma indeleble en nuestro corazón. Todos tenemos la
necesidad imperiosa de sentir seguridad. Desde el principio del mundo el hombre ha
tratado de ser libre. A través de las épocas, la gente ha tenido una intensa ansia
de seguridad. Y, por muy endurecidas y perversas que sean las personas, en el fondo
a todas les gustaría gozar de paz mental.
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¿No estáis agradecidos de que los Santos de los Últimos Días seamos los custodios
de la corriente más grande de verdad que haya descendido sobre la tierra en
cualquier época? Uno de nuestros propósitos principales es emplear ese conocimiento
para dar a conocer esa verdad que se nos ha revelado, porque el Salvador dijo: "La
verdad os hará libres" (Juan 14:27). Lo que todos debemos hacer es escuchar al
Profeta que tenemos y seguir sus enseñanzas. La paz es y ha sido siempre un
objetivo importante en el mundo. Uno de los mensajes principales que las huestes
celestiales declararon al anunciar el nacimiento del Salvador consistía en las
palabras "Paz en la tierra". No obstante, durante tres guerras que tuvieron lugar
en nuestros días, cientos de jóvenes Santos de los Últimos Días se encontraron en
trincheras mientras las balas, las bombas y otros proyectiles amenazaban por todos
lados quitarles la vida. Los agnósticos afirman que el cristianismo ha fracasado
porque en los últimos dos mil años no ha habido paz en la tierra, sino guerras y
contención entre los hombres. Las Escrituras nos dicen que esta probación mortal
estará plagada de contención, discordia, guerras y rumores de guerras,
especialmente en los últimos días. El Salvador sabía eso cuando dijo: "La paz os
dejo, mi paz os doy; yo no os la doy como el mundo la da" (Juan 14:27). Sin duda,
se refería a "la paz de Dios, que sobrepasa todo entendimiento" (Filipenses 4:7) —
la paz mental—, la que se recibe cuando se tiene un testimonio. Eso es lo que hace
sentir paz aun en el fondo de una trinchera, rodeado de proyectiles que vuelan en
todas direcciones. La paz siempre ha acompañado a los que, sean cuales sean las
circunstancias y condición en que se encuentren, pueden decir: "Yo sé que mi
Redentor vive" (Job 19:25). La paz mental acompaña todo testimonio que está en
proceso de fortalecimiento; pero tenemos que estar alerta, no sea que ese
testimonio deje de crecer y quede latente en estado estacionario. Mucha gente de
este mundo necesita hallar esa clase de paz a la que se refería el Maestro. ¿No
estáis agradecidos de que esa seguridad de que hablaba se encuentre al saber que es
verdad que Dios el Padre y su Hijo aparecieron en una arboleda sagrada en esta
época de la historia del mundo? ¿O de saber que los cielos se abrieron y que la
autoridad del sacerdocio —el derecho de obrar en el santo nombre de Dios— fue
restaurada? ¿No estáis agradecidos de saber con seguridad que el Señor mismo
recibió el bautismo por inmersión a fin de establecer un ejemplo para toda la
humanidad? El buscó al que tenía la autoridad, Juan el Bautista, y ambos fueron a
un lugar donde "había... muchas aguas" (Juan 3:23); las Escrituras tienen también
el registro de que el Salvador "subía del agua" (Marcos 1:10). Esa es la clase de
seguridad que necesita el mundo.
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¿No estáis agradecidos de saber que la paz mental es una condición personal que se
basa en la relación personal que tengamos con nuestro Padre Celestial y su Hijo
Amado? Un testimonio no es otra cosa que una comprensión creciente de la verdad y
una capacidad en constante aumento de amar al Salvador. "Si me amáis", dijo El,
"guardad mis mandamientos" (Juan 14:15). Y haciéndolo recibiremos una paz que
debemos estar ansiosos de dar a conocer libre y generosamente a otras personas.
¡Oh, juventud de Sión! Manteneos firmes en esto por sobre todas las cosas. El mundo
daría cualquier cosa por tener lo que está a vuestra disposición. Al encontrar la
verdad y vivir de acuerdo con ella, tenéis al alcance la liberación de los
amenazadores grilletes del adversario. Tenéis el principio de un firme cimiento y
la seguridad total que se tiene al formar una asociación divina con el Señor. Y
podéis obtener esa paz mental que se promete a todos los que lleguen a conocerlo.

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CUENTO: UNA CUESTIÓN DE HONOR
Alma J. Yates

Mientras se dirigía a su casa, Fernando Santos subió el volumen de la radio del


auto al mismo tempo que doblaba la esquina y apretaba el acelerador. Al encontrarse
solo, después que su amigo Enrique se había bajado, necesitaba algo que le
distrajera la conciencia que lo aguijoneaba. Un rato antes, cuando Enrique todavía
estaba con él, todo parecía muy divertido; ambos se habían reído y habían bromeado
sobre su salida juntos; pero, al dirigirse Fernando a su casa, se sentía abatido
por el remordimiento. Lo humorístico de la situación se había disipado y solo le
quedaba un amargo despertar a la realidad. Cuando estaciono el auto de su padre
frente a la casa, Fernando noto que la lámpara de la sala estaba todavía encendida;
se movió con inquietud en el asiento y se sintió súbitamente muy incomodo ante la
idea de entrar en la casa. Se preguntó si sus padres sabrían algo. Varias excusas
le pasaron por la mente. ¡Que curioso!, todas las que unas horas antes le habían
parecido muy validas en ese momento le resultaban vanas y sin sentido. Silbando
bajito, en un intento de mitigar su propia ansiedad y tener un aspecto
despreocupado, cruzó el césped, subió los escalones y abrió la puerta. Su padre
estaba sentado en un sillón leyendo las Escrituras, una lectura que hacía todas las
mañanas... o cuando estaba preocupado. Fernando echo una mirada a su reloj, y luego
miro a su padre, que levanto los ojos del libro que estaba leyendo. —Te quedaste
levantado hasta tarde esta noche —observó con una sonrisa forzada—. ¿Querías saber
a que hora venía? El padre cerró el libro de Escrituras, se quitó los anteojos y le
sonrió. —¿Cómo te fue? —le preguntó alegremente—. ¿Te divertiste? Fernando esquivó
la mirada de su padre, se dejó caer en el sofá y tomó una revista. —Y... no estuvo
mal —contestó hojeando distraídamente la revista. Se daba cuenta de que los ojos de
su padre estaban fijos en él y sintió que el calor de la culpabilidad le enrojecía
las mejillas. Esto pasa cuando uno es hijo de un obispo, pensó. Los obispos
parecían tener la misteriosa facultad de poder mirar dentro de una persona y saber
exactamente que pensamientos secretos se escondían en su mente. Por supuesto, su
padre siempre había tenido esa habilidad, pero a él le parecía que había aumentado
últimamente; y esa noche era más evidente que nunca.
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—¿Que te pareció Gabriela? El joven se encogió de hombros con indiferencia,
tratando de evitar decir una mentira. Siempre le había repugnado la idea de
mentirle a su padre y, sin embargo, no tenía el valor de decirle la verdad. Es que
la verdad lo abochornaba. Cuidadosamente busco una evasiva, algo que no lo hiciera
mentir sino que le permitiera evadir la verdad. —Y... no está mal para la edad que
tiene. No es una muchacha fantástica, y es... bueno, no sé cómo describirla. Pero
no pienso salir de nuevo con ella, si a eso te referías. —Ella llamó por teléfono
esta noche —dijo el padre sin hacer comentarios. Era una simple afirmación, pero lo
golpeó como si le hubieran dado un mazazo en la cabeza; el estomago se le hizo un
nudo y sintió que la sangre le subía como un torrente a las mejillas. —¿Que quería?
—preguntó, tratando de dar a sus palabras un tono desinteresado. Su padre puso las
Escrituras a un lado y se enderezó inclinándose hacia adelante. —Llamó como una
hora después que te fuiste. Estaba preocupada porque no llegabas, pensando en si te
habría pasado algo. El silencio del cuarto era pesado. De pronto, Fernando sintió
un gran deseo de que su salida hubiera sido diferente. —Le dije que no tenia por
que preocuparse —continuó su papá—, que estaba seguro de que llegarías muy pronto;
y que podrías haber tenido algún problema con el auto, o que quizás Enrique no
hubiera estado listo a tiempo. Creo —agregó en tono de broma— que tenía miedo de
que la dejaras plantada. Pero yo la tranquilice diciéndole que tú no eres de esa
clase de muchachos. —Y... sí, tuvimos algún problemita —le explicó su hijo nervioso
y dando vuelta rápidamente a las páginas de la revista sin mirarlas para luego
cerrarla sin haber leído ni una sola palabra—. Bueno, mejor me voy a acostar. Ese
trabajo en la granja de la estaca es mañana de mañana, ¿no? —Sí, a las seis.
Fernando se puso de pie y se dirigió hacia el corredor que llevaba a su dormitorio.
—Fernando —lo llamó su padre; él se detuvo en el corredor, sin darse vuelta—. ¿Se
divirtió Gabriela?
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—¡Yo que sé! No le pregunté. Había en su voz un tono de impaciencia con el que no
estaba acostumbrado a hablarle a su padre; no había tenido la intención de hacerlo.
Se le había escapado. —Tenía curiosidad simplemente... —le dijo el padre, sin
ningún reproche—. Estos bailes en que son las chicas quienes tienen que invitar a
los muchachos son muy difíciles para ellas. Y se lo toman tan en serio que seria
una pena que, después de tanto esforzarse y esperar varias semanas, no se
divirtieran. Siempre he pensado en eso. —Bueno, pero no le pregunté —repitió él
entre dientes—. Me voy a dormir. Ya en su dormitorio, se quedó sentado un rato en
el borde de la cama, sin desvestirse. De repente, agarró la almohada y la tiró con
furia al otro lado del cuarto. Si su padre lo hubiera acusado, no se sentiría tan
mal; pero se había limitado a preguntarle, no por tener sospechas sino por sincero
interés. Fernando dio un fuerte puñetazo en el colchón. ¡Si no hubiera escuchado a
Enrique!, pensó. Si le hubiera dicho que no al principio, en lugar de considerar la
idea para al fin sucumbir a la tentación que su amigo le presentaba. Se quedo
sentado en el borde de la cama durante casi quince minutos, con la conciencia
remordiéndole y negándole toda paz. Al fin se levantó, salió de su cuarto y se
dirigió a la sala, donde su padre todavía se encontraba leyendo. —Es mejor que
sepas que no fui a buscarla —exclamó abruptamente, como si estuviera desafiando a
su padre a que lo castigara de alguna manera, o que le hiciera cualquier cosa, con
tal de acallar su conciencia. El padre levantó la vista y lo miró, pero no dijo
nada. El trató de presentar un argumento: —Es que no tenía ganas de ir al baile; y
Enrique tampoco, así que las plantamos. Ellas no debían habernos invitado. Detesto
esos bailes en que las chicas son las que invitan; uno siempre termina con alguna a
quien no habría elegido ni en mil años. —Lo mismo que les pasa a las muchachas
muchas veces, ¿verdad? — comentó el padre con una sonrisa desganada. —No, para
ellas es diferente. Los muchachos somos los que tenemos que invitar, y si ellas no
quieren, no tienen por que aceptar. El padre respiró hondo y fijó la mirada en el
libro que todavía tenía abierto. —Todo lo que tienen que hacer es dejar plantados a
los muchachos... ¿Es eso lo que quieres decir? —le preguntó suavemente.
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Fernando se humedeció los labios antes de contestar. —No, pueden... bueno, pueden
decirles que no cuando ellos las llaman. El padre puso el libro a un lado. —¿Y no
podías tú haber hecho lo mismo con Gabriela? —le preguntó con el mismo tono calmo.
—¡Ella no tenia por que invitarme! —protestó él, buscando alguna justificación—.
¿Quién le dijo que yo quería ir? Apenas me conoce; para peor, los anteojos y el
aparato que lleva en la boca para enderezarle los dientes la afean bastante. Y
además, es muy joven para mí. — ¿Y tú crees que alguno de esos pretextos te da el
derecho de lastimar a otra persona, de romper una promesa? —Yo no le prometí nada.
—¿No aceptaste la invitación? —Si. Pero no le prometí que iría al baile. El padre
volvió a respirar hondo. —Fernando, una persona no tiene por que anteponerle la
palabra "prometo" a todo lo que dice para que sea una promesa. Cuando uno dice que
va a estar en cierto lugar a cierta hora, eso es una promesa. Y si no se presenta,
a menos que haya una razón de fuerza mayor, ha roto su promesa. Aunque esto no se
tenga en cuenta en un tribunal de la ley, el faltar a una promesa se tiene muy en
cuenta en el tribunal del Señor, que, después de todo, es el único que al fin
tendrá importancia. Fernando lo miró, luego fijó la vista en el suelo; se puso las
manos en los bolsillos y apoyó el peso de su cuerpo primero en un pie, después en
el otro. Sabía muy bien que su padre tenía razón. El argumento que él presentaba en
su defensa era falso, apenas un débil intento de disfrazar su error. —Bueno, bueno,
reconozco que debía haber ido —admitió de mala gana—. Lo siento. —Pero yo le dije a
Gabriela que estaba seguro de que irías, que tú no eres de los que no cumplen su
palabra y dejan plantada a una chica. —Bueno, papá, ya te dije que lo siento mucho.
El padre hizo un movimiento afirmativo con la cabeza. —Ya se que lo sientes. Pero
no es a mí a quien debes decírselo; yo no tengo por que recibir tus disculpas; no
fue a mí a quien dejaste plantado. Es cierto que me has desilusionado un poco; sin
embargo, ya se me pasará, porque yo te
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conozco y se que no lo hiciste con la intención de hacer daño, de burlarte; mas
aún, no creo que nunca vuelvas a hacer algo así. Pero hay alguien a quien le
hiciste daño, alguien que sufre por tu culpa. —¡Ah, no es para tanto! No era más
que un baile sin importancia. Ya habrá más como éste, y entonces podrá invitar a
otro muchacho, a alguien que quiera ir. El padre sacudió la cabeza apesadumbrado. —
No, Fernando. Se trata de algo más que un baile sin importancia; se trata de tu
palabra y de los sentimientos de Gabriela, de la forma en que le echaste a perder
la noche. Tú no sabes las consecuencias que todo eso puede tener. —¡Vamos, papa!
Estás haciendo una montaña de un grano de arena. Si a mí me dejaran plantado, eso
no me haría perder el sueño. —Tú no eres una chica; para los muchachos es
diferente. —Hizo una pausa y luego le preguntó—: ¿Cuándo te invitó Gabriela? —Hace
dos o tres semanas. —Cuando tú invitas a una muchacha, ¿lo haces con tanta
anticipación? Fernando dijo que no con la cabeza. Su papa siguió: —Claro que no,
porque, como dijiste, no tiene tanta importancia. Pero para una chica como Gabriela
es algo muy importante. Estoy seguro de que hizo planes; quizás haya sido la
primera vez que iba a salir con un muchacho. Tal vez se haya hecho un vestido
especialmente para esta noche. Puede ser que haya estado haciendo planes desde hace
varias semanas, aun antes de haberte invitado. Quizás se haya arreglado el pelo en
forma especial, y hablado con sus amigos del baile, diciéndoles que irías con ella.
Se habrá sentido muy contenta de que hubieras aceptado, y todas sus amigas lo
sabrán. Pero también sabrán que la dejaste plantada. Para un muchacho es diferente.
Tu te bañas, te peinas, te pones la misma ropa de siempre y sales de casa, y ni
siquiera empiezas a pensar en la velada hasta ese momento. Si alguna vez te dejan
plantado, quizás tengas una explosión de enojo, tal vez tus amigos te hagan alguna
broma, pero después te olvidas del asunto a no ser para bromear de vez en cuando
con los muchachos. Bajó la cabeza y se quedó silencioso por un momento; luego
continuó con voz suave: —Este no era un baile sin importancia para Gabriela. Tú
tienes dos hermanas mayores y has visto lo que pasa. Yo las he visto prepararse, y
esperar, y ponerse nerviosas; y las he visto cuando han tenido que pasar
desilusiones —y mirando a la cara a Fernando le preguntó: —¿Que pensarías si
alguien le hiciera a tu hermana Susana lo que tú le has hecho a Gabriela? —¡Ah!
Susana ni siquiera sale con muchachos todavía, papá.
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—Pero lo hará. ¿Y cómo te sentirías? —insistió—. ¿Sería algo sin importancia para
ti? Sería muy serio para mí. Fernando sabía que había cometido un grave error, y lo
había sabido durante todo el tiempo que duró la película que él y Enrique habían
ido a ver. —Bueno —admitió—, cuando la vea en el liceo el lunes, le pediré
disculpas. ¿Te satisface eso? El padre se echo para atrás en el sillón. —Hijo, no
fue a mí a quien dejaste plantado. Gabriela es la persona a quien debes considerar;
ella y sus padres. Estoy seguro de que todos estarán nerviosos y preocupados. ¿Los
vas a tener así hasta el lunes? —Papá, ¡no pretenderás que vaya esta misma noche! —
Tú le dijiste que irías. —Pero... ¡es casi medianoche! Todos estarán acostados ya.
—Lo dudo. Después de haberse preparado para ese baile, haberse arreglado el
cabello, vestido y maquillado, con la familia entusiasmada por conocer al joven que
aceptó su invitación, dudo mucho que la hayan dejado sola con su decepción. No, y
ella tampoco se habrá acostado. No estará arreglada todavía, pero esta noche no le
será fácil dormirse, y creo que a los padres tampoco. ¿Te parece justo ir a
acostarte y dormir tranquilamente, mientras ellos estan sin saber siquiera lo que
te ha pasado? —Papá, ¡por favor, no me pidas que vaya esta noche!—suplicó el joven.
El padre suspiró hondamente y empezó a hablar de nuevo: —Hijo, hace mucho tiempo
conocí a un muchacho que dejo plantada a una chica. Tenía mas o menos tu edad, y
ella era un poco menor. Un grupo de amigos iba a hacer un paseo especial invitando
también muchachos, así que la chica lo invitó y el aceptó... con muy pocas ganas.
Primero, por ser uno de los jóvenes mas populares y deportista destacado de la
escuela, interiormente se sentía superior a ella, que era una jovencita tímida y de
aspecto sencillo, con un cutis no muy atrayente; además, llevaba anteojos y tenía
un aparato en la boca para enderezarle los dientes. El se pasa dos semanas pensando
en como librarse del compromiso. Cuando llego el día del paseo, estaba un poco
resfriado; era un resfrío simple que no le había impedido ir a la escuela, pero se
justificó diciéndose que no se sentía bien y debía cuidarse y no salir de noche.
Media hora antes de la que habían señalado para encontrarse, la llama y le dijo que
no podía ir, tratando de hacer que su voz sonara como la de un enfermo; pero no la
engañó, aunque ella aceptó la excusa amablemente. Él fue a acostarse, para darle
por lo menos visas de verdad a la situación; pero no pudo dormir ni concentrarse en
la lectura. Había mentido, mas no podía engañarse a sí mismo; y sabía muy bien que
había varias chicas con las que habría salido esa noche aunque hubiera
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estado mucho peor. A las once de la noche se levantó, se vistió y fue hasta la casa
de ella para disculparse. Sé muy bien que esa fue la acción mas difícil que el
había llevado a cabo hasta ese momento de su vida; pero también sé que jamás se
arrepintió de haberlo hecho. El padre calla y quedaron en silencio. Fernando volvió
a hundir las manos en los bolsillos, con la vista fija en el suelo. ¡Como hubiera
deseado poder volver atrás unas horas! Estaba atrapado. Aunque hubiera podido irse
a su cuarto y acostarse, sabia que no podría dormir. Su padre tenía razón, pero el
vacilaba porque su cobardía era un obstáculo que le parecía infranqueable. —¿Así
que piensas que debería ir esta noche? —Fernando, siempre he tenido una gran fe en
ti, y todavía la tengo. No te voy a decir lo que deberías hacer; eso tienes que
decidirlo tú. Hagas lo que hagas, que sea tu propia decisión. No quiero que vayas
porque pienses que eso es lo que yo deseo, porque en el futuro, al recordar esta
noche, tienes que tener la memoria de algo que tu mismo resolviste hacer e hiciste,
y no de algo que te viste forzado a hacer para complacerme. Pasaron unos minutos, y
el joven seguía de pie frente a su padre, no tratando de resolver lo que haría —
pues ya se había decidido aunque todavía no lo hubiera expresado—, sino tratando de
darse valor. No había tenido que recurrir a su valor unas horas antes para dejar a
Gabriela esperando, pero para enfrentarla ahora, si, necesitaría una gran entereza.
—¿Me prestas el auto otra vez? —le preguntó a su papá en un susurro. El padre
asintió con la cabeza. Con paso lento, Fernando se encamina hacia la puerta; tenia
retorcijones en el estómago, la boca seca y las manos temblorosas. Mientras se
dirigía a la casa de Gabriela, alimentaba la esperanza de que todos se hubieran
acostado ya y la casa estuviera a oscuras cuando el llegara, dándole así una excusa
para posponer el momento amargo que tenia que pasar. Buscaba desesperadamente
alguna disculpa, algo que disminuyera la vergüenza de aparecer a aquella hora, pero
la misma nerviosidad le impedía organizar sus pensamientos en forma coherente. Al
fin llegó. Se veía una luz en una de las ventanas. El sabía que si se quedaba
vacilando en el auto, aunque solo fuera por un momento, perdería el valor por
completo y no podría hacer lo que se había propuesto. Salió del auto y, antes de
darse cuenta completamente de lo que hacia, estaba parado frente a la puerta,
tocando el timbre. El corazón le latía alocadamente y su respiración era agitada,
casi dolorosa.

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Mientras esperaba, se hacia la ilusión de que nadie contestaría y que la luz de la
ventana se apagaría dejándolo solo en el negro silencio de la noche. Al cabo de un
momento oyó pasos; luego se encendía la luz del porche y la puerta se abrió unos
centímetros. Por la abertura vio al padre de Gabriela, completamente vestido y sin
ninguna señal de haberse retirado a dormir. No le sonrió ni lo saludo, sino que
pronunció un cortante " Sí?", que sonaba mas como un desafío que como una pregunta.
—Buenas noches, señor. ¿Está Gabriela levantada? —se las arregló para preguntar. El
hombre se quedo mirándolo sin decir nada y, finalmente, hizo un movimiento
afirmativo con la cabeza. —¿Me permitiría hablar con ella un momento, por favor?
Una mirada al reloj, otra al interior de la casa, y luego, bruscamente: —Es
bastante tarde ya, ¿no le parece, joven? —Ya sé; perdóneme por venir a esta hora,
pero tengo que hablar con ella... si usted me permite. El hombre suspiró con
fastidio. —Voy a ver —le dijo con aspereza. Estaba por dejarlo de pie en el porche,
pero recapacitó y, abriendo un poco más la puerta y haciéndole una seña con la
cabeza, le indicó que entrara. Pasaron casi cinco minutos, y entonces la mamá de
Gabriela se asomó a la sala y le dijo: —Vendrá en seguida. —Gracias, señora —dijo
Fernando—. ¿Podrían usted y su esposo estar presentes también? Pronto entraron los
tres, los padres adelante, con aspecto muy sombrío, y Gabriela siguiéndolos
tímidamente y tratando de esquivar la mirada de él; pese a lo poco iluminado que
estaba el cuarto con la luz de una solo lámpara, Fernando se dio cuenta de que
había estado llorando. Todavía tenia puesto un hermoso vestido y, aunque tenia el
cabello un poco despeinado, era evidente que se lo había arreglado muy bien más
temprano. Humedeciéndose los labios y moviendo nerviosamente los pies, él le dijo
con voz temblorosa: —Quiero que sepas que no tengo ninguna excusa por lo que paso
esta noche. Créeme que lo siento mucho. Pero no estoy aquí para decirte por que no
vine a buscarte, porque eso ya no tiene importancia ahora —se detuvo y aspiró una
bocanada de aire—. Vine porque... bueno, para decirte que lo siento mucho. Ya sé
que eso no arregla nada, pero todo lo que puedo hacer ahora es decirte que me doy
cuenta de que lo que hice fue cruel y equivocado. Creo que si no hubiera pensado
bien antes, jamás te habría hecho algo así. —No te preocupes —musita Gabriela,
mirando al suelo.
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A esto siguió un momento interminable de pesado silencio; después, el continuó: —
Pero hay algo que me gustaría hacer. Me imaginó que pensaras que soy un
verdadero... yo que sé, de lo peor; y entendería perfectamente si no quisieras
verme nunca más en tu vida. Pero, si me dieras la oportunidad, me gustaría
demostrarte que lo que hice esta noche no es un ejemplo de lo que soy en realidad.
Creo que soy un poco mejor de lo que mi conducta de esta noche indica, y quisiera
demostrártelo. Me gustaría invitarte a salir, llevarte a algún lugar especial y
mostrarte que no soy tan malo como probablemente pienses que soy... y con razón. Se
que no tengo ningún derecho a pedirte que aceptes, pero quisiera que me dieras otra
oportunidad. No me extrañaría que me dijeras que no, y lo comprendería
perfectamente. Fernando no recordaba lo que había pasado después, ni como había
llegado por fin nuevamente al auto; pero estaba sentado allí, y se sentía muy bien.
Incluso esperaba con entusiasmo el próximo fin de semana y había decidido que lo
convertiría en una ocasión memorable. Cuando llego a su casa, la luz de la sala
todavía estaba encendida; al entrar vio que su padre estaba leyendo aún; por lo
menos, tenía el libro de Escrituras en las manos, aunque por la mirada lejana y los
ojos un poco húmedos, suponía que no habría leído mucho. Al oírlo, levantó la
vista. —Bueno —le dijo Fernando sumisamente—, lo hice. El padre sonrió. —Si, ya
sabía que lo harías, y me hace sentirme orgulloso de ti. Estoy seguro de que te fue
muy difícil, pero ya eres una persona mejor por haber ido a disculparte. Durante
varios minutos permanecieron callados, cada uno sumido en sus propios pensamientos.
Al fin, el padre rompió el silencio. —¿Te acuerdas de lo que te conté sobre ese
muchacho conocido? Fernando asintió con la cabeza. —Bueno, por un tempo se olvidó
de aquella muchachita. Pasaron unos años; el fue a la misión y después de regresar
empezó la universidad. Y un día la volvió a ver —sonrió, recostó la cabeza en el
respaldo del sillón y fijó la vista en el techo—. Había cambiado mucho; le habían
sacado el aparato de la boca y ya no usaba anteojos; también el cutis le había
mejorado. No parecía la misma chica; es mas, el ni siquiera la reconoció al
principio. Después, quería invitarla a salir y no se atrevía, pues temía que le
guardara rencor; además, todos los muchachos querían salir con ella. Al fin, reunió
todo su valor y la invitó, siempre con la esperanza de que no se acordara de
aquella noche de cinco años atrás. Pero, aunque ella lo recordaba muy bien, de
todas maneras aceptó la invitación. Mas adelante, cuando ya estaban comprometidos
para casarse, le dijo que había aceptado porque la había impresionado mucho el
hecho de que el hubiera ido esa
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noche a disculparse, que se daba cuenta de la entereza que se requería para una
acción semejante y eso la había hecho sentir respeto y aprecio por él. Fernando
sonrió y miró a su padre con picardía. —Creo que conozco a ese muchacho —le dijo
socarronamente. —¿Que muchacho? —le preguntó el padre, fingiendo no darse cuenta. —
El muchacho ese que tu "conocías". El padre volvió a sonreír, se puso de pie, se
acercó a su hijo y le pasó un brazo alrededor de los hombros, diciendo: —Si, estoy
seguro de que lo conoces. Creó que se casó con tu madre.

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EMOCIONES
Terry Nofsinger

Los jóvenes parecen gustar de las emociones fuertes, ya sea andar en los juegos de
un parque de diversiones, escalar una montaña, andar en motocicleta a toda
velocidad u otras por el estilo. A mí también me gustan las emociones fuertes, y
deseo contarles dos de las que he disfrutado más en mi vida. Hace muchos años tuve
la oportunidad de jugar en una posición importante, en algunos equipos
profesionales de fútbol de los Estados Unidos. En un periodo de siete años jugué en
tres de los equipos principales del país. La primera de esas emociones la tuve
mientras integraba uno de esos equipos, durante un partido de gran importancia. Al
principio del juego (yo tenía la pelota), hice la moción de pasarle el balón a un
jugador, pero retrocede unos pasos y luego se lo pasó a otro que estaba más cerca y
corrió a toda velocidad; el estiró una mano, lo agarró, siguió corriendo hasta la
meta e hizo un tanto. Ese pase que hizo el tanto fue muy emocionante para mí,
especialmente con 80.000 espectadores gritando desde las gradas. No muchas personas
pueden experimentar una emoción semejante en toda su vida. La segunda emoción la
tuve después de haberme retirado del fútbol profesional. Un joven se interesó en el
evangelio después de algunas conversaciones que los dos hablamos tenido. Yo lo
invite a mi casa; el aceptó y fue con su novia y allí los misioneros regulares les
enseñaron y ambos se convirtieron a la Iglesia. Tuve la oportunidad de bautizarlos,
y un año después vinieron a Salt Lake City. Allí tuve el privilegio de acompañarlos
al Templo de Salt Lake, donde se sellaron por esta vida y toda la eternidad. La
experiencia de ver a aquellos dos hermosos jóvenes aceptar el evangelio y unirse
para siempre en el templo fue una de esas emociones fuertes. Por supuesto, fue
diferente de la del pase en el fútbol; y aunque allí, en aquel silencio sagrado, se
habían juntado solo unas pocas personas, el momento fue sumamente emocionante. No
existe punto de comparación entre la emoción del deporte y la que sentí en el
bautismo de los jóvenes, que fue mucho más intensa. Quizás parezca exagerado,
porque ahora "vemos por espejo, oscuramente" (1 Corintios 13:12), pero puedo
testificar que las emociones más grandes de esta vida se sienten al servir al
Señor. Además, es lógico que sea así. ¿Quién se va a acordar de aquel tanto del
partido de fútbol? Solo dos personas: yo y el que recibió la pelota cuando se la
puse; para ninguna otra persona fue ese pase tan importante que lo recuerde a
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través de los años. En cambio, pensemos en cuantos tendrán en cuenta los bautismos
de mis amigos con el paso del tiempo: sus hijos, sus nietos y muchos de
generaciones futuras, además de todas las personas en las que esa pareja habrá
influido para que se conviertan a la Iglesia. Cuando llegue el día del juicio, se
abrirán los libros y esos bautismos estarán registrados en ellos. Nosotros los
veremos y los ángeles los verán; y muchas almas seguirán sintiendo el impacto de
esa emoción por toda la eternidad. "Ahora, si vuestro gozo será grande con un alma
que me hayáis traído al reino de mi Padre, ¡cuan grande no será vuestro gozo si me
trajereis muchas almas!" (D. y C. 18:16). Y, aunque serán muy pocas las personas
que puedan sentir el vibrante entusiasmo de hacer un tanto en un partido, todo
joven de la Iglesia, sea varón o mujer, puede experimentar la emoción mucho mas
grande de dar a conocer el evangelio. Hay muchas emociones fuertes en la vida, pero
las más grandes son las que experimentamos con el evangelio, aprendiendo y
progresando, enseñando, compartiendo, sirviendo a los demás como amigo y como
misionero. Si podemos aprender a amar todo aquello que Dios ama, comprenderemos el
verdadero propósito de la vida y buscaremos, "con todo [nuestro] corazón, alma,
mente y fuerza" (D. y C.4:2), el gozo que brinda el evangelio.

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EL ACCIDENTE
Kent Jackson

Desde donde estaba veía la bandada de patos que, todavía a gran altura, se
aprestaba para descender al lago. Era temprano por la mañana y estábamos en la
época de la caza de patos. Yo me encontraba escondido entre los juncos de un lado
del lago, y mis amigos, Rick y Kinnley, estaban del otro lado. Los patos volaron en
círculo alrededor del lago varias veces y luego se colocaron directamente encima
del lugar donde mis amigos se hallaban escondidos. Oí tres tiros, y los patos
volaron rápidamente hacia arriba otra vez; después sonó otro disparo, y recuerdo
que me extrañó oírlo porque en ese momento las aves estaban fuera de nuestro
alcance y a continuación volaron a través del valle y empezaron a circunvolar
algunos estanques más pequeños. Después, vi a Kinnley, que salía de su escondite y
me gritaba: — ¡Skip, ven acá! Yo sabía que aparecerían más patos y no quería salir
de donde estaba. Antes de que pudiera contestarle, mi amigo corrió de vuelta entre
los juncos; pero a los pocos segundos volvió a salir. — ¡Skip, apúrate! ¡Corre!
Corrí tan rápido como pude, tratando de mantenerme en posición de disparar, por si
aparecían más patos. Cuando llegue adonde estaba Kinnley, al ver la palidez de su
cara, inmediatamente me di cuenta de que había algún problema. —La escopeta se me
atascó y se me escapó un tiro —balbuceó—. ¡Rick esta herido! Nos metimos corriendo
entre los juncos hasta donde estaba Rick, y entonces apareció ante mi una de las
imágenes más desagradables que había visto en mi vida: Ahí estaba uno de mis
mejores amigos, retorciéndose de dolor en el suelo, con una herida de bala en el
costado. Al vernos, nos suplicó: —¡Ayúdenme, muchachos! Tienen que ayudarme. Me di
cuenta de que debíamos detener la hemorragia en seguida, y luego ir en busca de
ayuda. El pueblo más cercano estaba a varios kilómetros de distancia. Le vendamos
la herida con la camisa de Kinnley, pero aquello no dió gran resultado. Rick se nos
moría y sabíamos que no teníamos mucho tiempo para hacer algo por él. La camioneta
había quedado en el camino, como a unos tres kilómetros de distancia, y nos era
imposible llevar a nuestro amigo hasta

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allí; ir en busca de ayuda llevaría tiempo, quizás más del que teníamos. Mientras
tratábamos de tomar una decisión, Kinnley me dijo: —Skip, vamos a darle una
bendición. Nos arrodillamos a su lado y le pusimos las manos sobre la cabeza. —Tu
primero —me pidió Kinnley. Con el poder del Sacerdocio Aarónico, pedí que se
detuviera la hemorragia, que Rick pudiera sentir alivio del dolor y que se le
concediera vivir. También oré para que Kinnley y yo pudiéramos pensar claramente y
hacer lo necesario para llevar a nuestro amigo al hospital. Cuando terminamos de
orar y retiramos las manos de su cabeza, sentimos que una sensación de paz
reemplazaba el pánico que habíamos sentido antes. Le dije a Kinnley que corriera a
buscar la camioneta. Luego, me saqué el abrigo y el mameluco y se los puse por
encima a Rick para mantenerle la temperatura estable; le coloque una chaqueta
doblada debajo de la cabeza, y con mucho cuidado lo acosté sobre el lado opuesto a
la herida. Se notaba que estaba debilitándose. Trate de tranquilizarlo,
asegurándole que no estaba herido de gravedad y que muy pronto se pondría bien.
Jamás en mi vida me había sentido tan impotente ante las circunstancias. Ahí estaba
mi amigo sufriendo y moribundo, rogándome que no lo dejara morir, la camisa con que
le habíamos vendado la herida empapada en sangre, y yo sin poder hacer nada. Le
supliqué al Señor con toda mi alma que no lo dejara morir. Cuando Kinnley volvió
con la camioneta, tenía la cara todavía más blanca que antes. Después de un momento
decidimos que no podíamos arriesgarnos a mover a nuestro amigo; así que Kinnley se
quedó con él, mientras yo me iba en la camioneta a conseguir una ambulancia que lo
transportara. El camino era áspero, y me pareció que me llevaba horas llegar al
pueblo. Sabía muy bien que cada segundo que pasaba tenia importancia. Entre en un
café y dije que había un herido a causa de un accidente. Busqué un teléfono y llamé
al hospital, pidiendo que mandaran inmediatamente una ambulancia e indicándoles la
encrucijada del camino donde debían encontrarme. Varios de los hombres que se
encontraban en el café me ofrecieron ayuda; salí de allí con ellos y fuimos en la
camioneta hasta la encrucijada, a esperar la ambulancia. No recuerdo haber tenido
en mi vida una espera tan larga, aunque solo pasaron tres minutos desde el momento
en que llame hasta que la ambulancia llegó a la encrucijada. Nos pusimos en viaje,
con el vehículo de emergencia siguiendo a la camioneta; pero el camino era
demasiado escabroso, así que el personal de la
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ambulancia pasó todo el equipo de emergencia a la camioneta y seguimos adelante. Me
parecía que habían pasado horas desde que había dejado a mis amigos, y no sabia lo
que encontraría a nuestro arribo. Cuando llegamos, Kinnley se puso de pie y me
dijo: —Skip, mira a Rick. Este respiraba con más facilidad y parecía que el dolor
le había aliviado. Inmediatamente los de la ambulancia se pusieron a atenderlo; le
pusieron unos pantalones presurizados y a los pocos minutos tenía la presión
sanguínea casi normal; al cabo de una media hora lo habían estabilizado al punto de
poder moverlo. Con la ayuda de algunos de los hombres del café lo levantaron y lo
colocaron en la parte de atrás de la camioneta; luego se pusieron en camino hacia
donde habían dejado la ambulancia. Yo me quedé para juntar todas nuestras cosas.
Estuve un rato sentado pensando, y ofrecí una oración de gratitud a nuestro Padre
Celestial. Una semana después, Kinnley y yo visitamos a nuestro amigo en el
hospital; lo encontramos sentado en la cama, jugando con un juego electrónico y
sonriendo alegremente. Esta experiencia fortaleció mi testimonio del poder del
sacerdocio, pues no tenia dudas de que la bendición que le dimos a Rick le había
salvado la vida y nos había ayudado a Kinnley y a mi a darnos cuenta claramente de
lo que debíamos hacer por nuestro amigo.

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GOLPEAR EL ACERO
B. Lloyd Poelman

—Tienes que limpiar todo el hormigón que cubre estos postes de acero — me dijo el
capataz, al mismo tiempo que me ponía en la mano una maza de hierro y daba un paso
atrás para observarme mientras empezaba la tarea. Deseoso de impresionarlo con mi
disposición para trabajar, me planté firmemente en el suelo con los pies separados,
levanté la maza por encima de mi cabeza y la descargué con fuerza sobre el bloque
redondeado de hormigón que cubría el primer poste de lo que había sido una baranda
de protección. Seis... siete... ocho fuertes golpes en el mismo lugar, pero todo lo
que yo podía sentir era la potente vibración en el mango de la maza; ni un trocito
de hormigón había saltado bajo los tremendos mazazos. Apoyé la herramienta en el
suelo por un momento, frotándome el hombro derecho; después volví a levantarla y a
renovar mis esfuerzos, otra vez sin obtener resultado alguno. Me sentía abochornado
ante el capataz que, después de mirar un momento más, empezó a caminar en dirección
al taller de herramientas, diciéndome: —Te traeré algo que tal vez te facilite la
tarea. Al llegar al trabajo aquella mañana, usando mis botas de obrero y con los
guantes de cuero colgando del bolsillo del pantalón, había pensado, al igual que en
las dos mañanas anteriores, si aquel sería mi último día en el empleo. Esperaba que
no fuera así. Solo me faltaban tres meses para entrar en la casa de la misión, y
necesitaba todos los centavitos que pudiera ganarme para ayudar a costearme los
gastos de misionero, por lo menos en los primeros meses. Mi papá había dicho que
ningún sacrificio que hiciera la familia sería demasiado por el privilegio de
mantenerme en la misión, y no me cabía duda de que lo decía de corazón. El sabía
muy bien lo que significaba un sacrificio de ese tipo; todavía recuerdo que,
mientras mi hermano Ron estuvo en la misión, el tener de vez en cuando un poco de
mermelada para untar en el pan era un lujo especial para nuestra familia; además,
la gratitud de mi padre era muy evidente cuando yo me las arreglaba para contribuir
al mantenimiento de mi hermano con unos pocos dólares que sacaba de algún trabajito
que hacía de vez en cuando. Si, yo sabía que sería un sacrificio que mi familia
haría por mí de buena gana; pero también sabía que debía hacer yo mismo todo lo que
pudiera. Tome con más firmeza la maza, colocando las manos un poco mas abajo en el
mango para poder sacar más ventaja de la pesada cabeza de hierro. Di varios golpes
más

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sin ningún resultado; aquello estaba empezando a enojarme. No había forma de que
pudiera golpear con más fuerza. ¿Por qué no se rompía el cemento? Espero que él no
vuelva hasta que haya hecho algún progreso en este trabajo, murmuré entre dientes,
echando una mirada al taller de herramientas. El lunes por la mañana, cuando le
había dicho al capataz que acababa de interrumpir mis estudios universitarios para
trabajar unos meses a fin de poder salir en una misión, pensaba que a él le
parecería una idea digna de encomio. Pero, en cambio, todo su comentario había
sido: "¡Qué perdida de tiempo esa!" Y desde entonces parecía haberse dedicado con
determinación a hacer comentarios sarcásticos sobre la Iglesia y a decir otras
groserías, según yo sospechaba, con el sólo fin de ofenderme. Pero él era el que
mandaba y tenía el poder de dejarme trabajar allí o echarme, así que yo aguantaba.
La semana anterior, al empezar el trabajo en aquel lugar, había sido mucho mejor;
había estado trabajando con el hermano Godfrey, ayudándole a levantar una pared de
ladrillos que reemplazaría la existente, de madera. Era imposible no llegar a
querer a aquel hombre de cara arrugada y corazón bondadoso que había servido en
tres misiones, dos de ellas de construcción. La compañía me había tomado por diez
días con el objeto de levantar aquella pared. Pero el hermano Godfrey y yo habíamos
trabajado tan bien juntos, que la habíamos terminado en una semana. A él no parecía
importarle que yo fuera un poco torpe e inexperiente en cuestiones de construcción,
porque se daba cuenta de que me esforzaba al máximo por cumplir y también sabía el
porqué de mis esfuerzos; tal vez por eso siempre estaba hablándome de servir al
Señor. Ese lunes, al presentarme a trabajar, me había sorprendido mucho encontrar
allí al capataz, pues el hermano Godfrey nunca me había dicho que este estaba de
vacaciones. Hasta ese día mi estrategia de trabajo me había dado resultado; aunque
mi salario era mucho mayor de lo que había podido ganar hasta entonces en otros
empleos, calculaba que si podía lograr que mi trabajo valiera más de lo que me
pagaban, quizás el capataz me considerara indispensable y me dejara seguir
trabajando después de los diez días. Volví a mirar la larga viga de acero con los
trece postes que sobresalían y le daban el aspecto de un peine gigantesco al que le
faltaban dientes. Había servido de baranda protectora en el estacionamiento para
impedir que los autos se acercaran demasiado a la pared del edificio. Para
instalarla, habían hecho en el suelo trece agujeros grandes, a una distancia de dos
metros y medio uno de otro; habían llenado los agujeros con hormigón y en cada uno
habían colocado un poste de acero que, a su vez, iba soldado a la barra horizontal
que servía de paragolpes. Hacía poco lo habían arrancado en
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una sola pieza con la ayuda de dos poderosas maquinas, y allí estaba con todos los
postes todavía incrustados en los grandes bloques redondeados de hormigón. Al oír
pasos procedentes del taller de herramientas, descargue una serie de golpes con
renovado brío. Me alegré de que por lo menos se notara que estaba sudando debido a
mis esfuerzos. —Toma, utiliza ésta —me dijo el capataz, al tiempo que me alcanzaba
una maza mas pesada. En realidad, aquélla no era la ayuda que yo esperaba para
"facilitarme" la tarea. Le sonreí al alcanzarle la maza más chica, pero sabía que
él se daría cuenta de que aquella sonrisa no era sincera. Me observó durante unos
minutos y luego, sin más comentarios, se alejó para supervisar a los que estaban
haciendo la reforma en el edificio. La única diferencia entre esta maza y la otra
es que esta es más pesada y es mucho mas difícil levantarla, refunfuñe para mis
adentros, al mismo tiempo que la cabeza de hierro golpeaba el duro hormigón. Al
cabo de un rato, saltó un pequeño trocito; no obstante, después de unos cuantos
golpes empezaron a dolerme los brazos y el bloque de hormigón seguía casi intacto.
Si continuaba a aquel paso, sabía que me llevaría por lo menos tres días terminar
la tarea; sabía también que si para mediodía no se veía un progreso considerable,
me quedaría sin trabajo y tendría que volver a las largas colas que había en la
Oficina de Empleos y aceptar cualquier cosa que me ofrecieran. Debido a que había
estado en esas colas durante tres días, sentía un particular anhelo de conservar
aquel trabajo. Por otra parte, en aquel año de 1954 había miles de desocupados, con
familias que mantener, que buscaban cualquier trabajo temporario. ¿Cómo podía
competir con ellos un joven de veinte años? Después de unos cuantos golpes más, que
también resultaron inútiles, me convencí de que había llegado al límite de mis
fuerzas y que para resolver el problema tendría que recurrir a más fortaleza e
inteligencia de las que yo poseía. Apoyé la maza contra el suelo y, tratando de
calmar mis sentimientos de ira y frustración, sentí la necesidad y el deseo de
hablar de mis dificultades con el Señor. Sin arrodillarme ni cerrar los ojos,
empecé a orar en voz alta, explicándole la tarea titánica con la que me enfrentaba.
En una forma coloquial pero sincera le recordé que no era para costearme un lujo
que quería el dinero, sino porque Él me había llamado para ir en una misión y sabía
que era Su voluntad que fuera; le dije que ese trabajo era una respuesta a mis
oraciones, pero que era indispensable que lo conservara; le dije que no esperaba
que me
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enviara un ejército de Ángeles con mazas, pero que no tenía dudas de que Él podía
ayudarme. Nunca en mi vida he recibido una respuesta más clara e inmediata a una
oración. Súbitamente surgió una idea en mi cerebro, tan lúcida y fuerte que el
corazón empezó a latirme apresuradamente; era una solución sencilla, según me di
cuenta más tarde, y a una persona más experimentada se le habría ocurrido
inmediatamente; pero para mí fue una respuesta directa a mi oración. La instrucción
que recibí imperativamente fue: "Golpea el acero; en lugar de dar golpes sobre el
hormigón, golpea el acero". Sin darme cuenta aún del porqué, levanté la maza y la
bajé con fuerza cinco o seis veces contra el poste de acero, cerca de donde
empezaba el hormigón. Al ver que un gran trozo del material se desprendía y caía en
pedazos, me di cuenta de que los golpes contra el acero habían provocado una serie
de fuertes vibraciones que se transmitían a todo el poste. En seguida me olvidé del
peso de la maza, y con renovada energía descargue golpes sobre el acero, uno tras
otro, yendo de poste en poste asombrado por la forma en que la vibración
magnificaba mis esfuerzos. En menos de dos horas había limpiado de hormigón los
trece postes y había amontonado los grandes trozos en una pila. Me eché la maza
sobre el hombro y, con una oración de gratitud en el corazón, fui en busca del
capataz. —Necesitaré alguien que me ayude a sacar el armazón de allí —le dije,
tratando de disimular mi entusiasmo. Creyendo con eso que me daba por vencido, me
hizo señas de que lo siguiera al estacionamiento. Al dar vuelta a la esquina del
edificio y ver la pila de escombros y las barras de acero limpias de hormigón, se
detuvo de golpe; primero parpadeo con incredulidad y luego abrió los ojos
asombrado. Se quedó así por un minuto entero, de pie y en silencio, contemplando
alternativamente las barras de acero y la pila de hormigón. Después de un momento,
me hizo señas otra vez de que lo siguiera y me dijo: —Ven. Te daré otro trabajo
para hacer. No hizo ningún comentario acerca de lo que había pasado, pero a la
mañana siguiente, cuando llegue al trabajo, me dijo: —Lloyd, puedes quedarte a
trabajar con nosotros todo el tiempo que quieras. Y me quede, casi tres meses,
hasta entrar en la casa de la misión. Después de la capacitación misional, me
tomaron por otros diez días mientras esperaba que me llegara el turno de partir con
el grupo de misioneros que me correspondía, hacia nuestro lugar de destino. Además,
a partir de aquel día no volvió jamás a
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hacer ningún comentario ofensivo sobre la Iglesia ni sobre mis planes de ser
misionero, por lo menos en mi presencia. Desde aquella ocasión, muchas veces me ha
ayudado el Señor a "golpear el acero en lugar del hormigón" al tratar de resolver
algún problema. Pero el día en que partí a la misión, a fines de noviembre de 1954,
ya sabía que había sido llamado por el Señor y que Él escuchaba mis oraciones; y,
por experiencia propia, sabía también que Él no nos da un mandamiento sin
prepararnos la vía para que podamos cumplir lo que nos ha mandado [véase 1 Nefi
3:7].

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EL COMPINCHE DE RONNY
D. Brent Collette

No es que Ronny fuera solamente tímido, sino que era completamente obtuso. A pesar
de tener diecisiete años y estar en el último año de secundaria, nunca había tenido
un amigo íntimo ni había hecho nada que tuviera que hacerse con otras personas. Era
famoso por su apocamiento; nunca hablaba una palabra con nadie, ni siquiera con los
maestros. Con solo mirarlo uno se daba cuenta del problema: tenía un tremendo
complejo de inferioridad. Se encorvaba hacia adelante como si quisiera esconder la
cara y parecía que siempre se estaba contemplando los pies; siempre se sentaba en
el último banco de la sala de clases y jamás tomaba parte en ninguna lección. Era
tan diferente de todos los demas, que se había convertido en el hazmerreír de la
escuela. Una cosa se podía decir de él y es que su complejo se justificaba: sus
padres eran iguales. Los vecinos de puerta pasaban meses enteros sin verlos. El
padre estaba empleado de conserje nocturno en el edificio de un pequeño negocio,
así que se iba al trabajo ya avanzada la noche, trabajaba solo y llegaba de regreso
a la casa de mañana, a la hora en que casi todo el mundo se levantaba. Entre los
vecinos corría el chiste de que, con tal de no ir a la tienda a comprar comestibles
por temor a que alguien les dirigiera la palabra, los de esa familia no comían
nunca. Precisamente por ser Ronny así fue que me asombre cuando empezó a asistir a
nuestra clase de la Escuela Dominical, aunque sabía que era miembro de la Iglesia;
recordaba vagamente que en una oportunidad había llegado un pariente de otra ciudad
para bautizarlo. En ese entonces tenía catorce años y, a causa de su extremada
timidez, habían tenido un servicio bautismal especialmente para él; solo estaban
presentes un tío suyo, el obispo y los misioneros; y pensábamos que, pesar de ello,
el estaría muerto de vergüenza por ser el foco de atención de "todas" esas
personas. Después supe que su asistencia a la Escuela Dominical se debía a los
esfuerzos de uno de nuestros compañeros, Brandon Craig, que se había hecho amigo de
él. Si ha existido una pareja "despareja", ¡esos dos lo eran! Brandon podía ganarse
el primer premio en cualquier concurso de simpatía y era sumamente sociable; era la
"estrella" de nuestro programa estudiantil de atletismo, y sobrepasaba a Ronny en
estatura por lo menos unos treinta centímetros; Brandon estaba metido en todas las
actividades y tenía éxito en todo lo que emprendía; todo el mundo lo quería porque
era un muchacho fantástico.

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Bueno, resulta que Brandon se hizo compañero inseparable de Ronny. Era evidente que
a este le resultaba difícil asistir a nuestras clases, pero Brandon estaba allí
para protegerlo como un guardaespaldas protege a su rey. Yo mantenía la distancia
con Ronny; no le hacia preguntas y me limitaba a sonreírle y desviar la mirada
rápidamente, y a darte de pasada alguna palmadita en la espalda. El paso del tiempo
quizás sirviera de algo, pero muchas veces me preguntaba si entre Brandon y los
otros de la clase, que tratábamos de ayudar, podríamos llegar a romper el hielo.
Precisamente por todos estos motivos fue que me quede de una pieza un domingo de
tarde, en la Escuela Dominical, cuando Brian, el presidente de nuestra clase, se
puso de pie y anunció como si nada que Ronny iba a dar la oración de apertura.
Ronny vaciló un momento, pero luego se puso de pie lentamente y, con la vista fija
en los zapatos, como siempre, camino hasta ponerse al frente de la clase; después
cruzó los brazos (de todos modos, ya tenía la cabeza inclinada). Todos estábamos
inmóviles, como si nos hubiésemos congelado en nuestros asientos. Yo pensé: Si da
la oración, todos vamos a ser trasladados al cielo. Entonces oí, como en un
susurro: "Nuestro Padre Celestial, gracias por nuestra clase de la Escuela
Dominical". A esto siguió el silencio, un largo y "sonoro" silencio, y pensé en el
sufrimiento por el que estaría pasando el pobre Ronny. Luego, se oyeron unos
profundos suspiros y un sollozo ahogado. ¡Oh, no!, pensé. Tendría que ir a su lado
y ayudarle. Sentía una gran pena por él; todos la sentíamos. Abrí un ojo, con la
intención de levantarme y acercarme a Ronny; pero Brandon me ganó y vi su figura de
casi dos metros de altura dirigirse al frente, pararse junto al amigo y ponerle un
brazo alrededor de los hombros; después, se inclinó hacia él, le apoyó el mentón en
un hombro y empezó a susurrarle al oído las palabras de una oración dulce y breve.
Ronny hizo un esfuerzo por serenarse y repitió la oración. Pero después que Brandon
había terminado, él continuó con la cabeza inclinada y agregó por su cuenta: "Y
gracias también por Brandon. Amén". A continuación se dio vuelta, miró a su
compinche y le dijo claramente, de modo que todos lo oímos: —Eres un gran amigo,
Brandon. Este, todavía con el brazo alrededor de sus hombros, le contestó: —Tú
también eres un gran amigo, Ronny. Y me gustó ayudarte. En realidad, a todos nos
había gustado.

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LA PREPARACIÓN PARA RECIBIR EL PODER
Robert Marcum

Era un atardecer de verano, cálido pero sumamente agradable, Bob y su amigo Fil
acababan de dar fin a su cena, un asado a las brasas, y se encontraban cómodamente
sentados en los sillones del jardín. De pronto se dieron cuenta de una súbita
conmoción que tenía lugar en la casa de uno de los vecinos. Al principio, no le
dieron importancia, pero al aumentar el tumulto se despertó su curiosidad. Casi al
mismo tiempo ambos se pusieron de pie para tratar de ver lo que ocurría; y en ese
momento oyeron que alguien gritaba pidiendo ayuda. Sin detenerse a pensarlo, los
dos corrieron a toda velocidad en dirección a la casa de donde provenía el ruido.
Al atravesar el jardín, vieron salir a Ken, el dueño de la casa, llevando en brazos
al más pequeño de sus ocho hijos; en la mano tenía una botellita de aceite
consagrado. —Fil —dijo—, haz el favor de ungir a mi hijito. ¡Lo ha atropellado un
auto! No había temor en su voz, pero Bob percibió lo tenso e inquietante de la
situación. Inmediatamente, Fil tomó el envase con aceite y ungió al niñito, que
respiraba en forma entrecortada. Después, los tres le pusieron las manos sobre la
cabeza y Ken lo bendijo para que permaneciera con vida y pudiera resistir hasta que
lo pusieran en manos de un médico. Al terminar la bendición, Bob abrió los ojos y
sintió que lo invadía una gran calma; esta sensación se interrumpió momentáneamente
al observar al pequeño, cuya piel se iba poniendo azulada por la falta de oxígeno.
Ken y su esposa dejaron a los demás hijos al cuidado de Bob y Fil, y se fueron al
hospital más cercano. Aunque el recorrido se haría normalmente en treinta minutos,
sólo les llevó quince llegar allí. Entretanto, después que uno de los niños mayores
les explicó coma había ocurrido el accidente, Fil llamó al hospital para dar la
información correspondiente, a fin de que estuvieran preparados para atender
debidamente al pequeño. Luego, todos se sentaron a esperar noticias. Había pasado
lo que les pareció una eternidad cuando el teléfono sonó sobresaltándolos, y varios
corrieron a contestarlo. Fil fue el primero en alcanzar el aparato, y los demás
tuvieron que conformarse con escuchar, atentos a la conversación, tratando de oír
algo que les diera alguna clave del estado de salud del pequeñito. —¡Hola! Si Ken,
habla Fil. ¿Cómo está el chiquito? —Hizo una pausa y luego—: ¡Que bien!

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Al oír esto último, a su alrededor estalló el alboroto de los niños que brincaban y
gritaban de alegría. —¡Silencio! —tuvo que decirles para que se callaran—. Sigue,
Ken; no te oí lo último que dijiste. Ante el tono solemne de su voz, volvieron a
quedar en silencio mientras trataban de escuchar y darse cuenta del giro que tomaba
la conversación. Fil colgó el teléfono y se volvió hacia los chicos con expresión
preocupada pero haciendo un esfuerzo por sonreír. —Su hermanito se pondrá bien —les
dijo—, pero tendrán que dejarlo internado por unos días para asegurarse de que la
condición no se complique. Tenía los pulmones aplastados, y los médicos no pueden
explicarse que se haya salvado; pero con un buen tratamiento se curará. El alboroto
volvió a cundir por la casa al empezar los niños a expresar sus emociones
contenidas y la alegría por la recuperación de su hermanito menor. Mientras los
observaba, Bob pensó en que habían sido testigos de un milagro. Los doctores no
podían explicárselo porque no habían estado presentes cuando Ken bendecía a su
hijito, y no habían podido sentir la apacible voz del Espíritu asegurándole que se
recuperaría. Lo primero que se le había ocurrido a Ken al saber del accidente había
sido emplear el sacerdocio que poseía para bendecir a su hijo, y estaba preparado
para hacerlo. A todos nos ocurrirán situaciones de emergencia, algunas muy
similares a ésta, y debemos estar preparados para enfrentarlas. ¿Cómo pueden todos
los poseedores del sacerdocio adquirir la fe en el sacerdocio y el poder para
ejercerlo que tuvo Ken en el momento en que más los necesitaba? Al dar vuelta la
curva, el maquinista del tren expresó que iba a toda velocidad vio súbitamente, a
corta distancia de donde estaban, un tren de carga que había descarrilado en la vía
que corría paralela a la suya; dos vagones se habían desprendido y volcado, y
estaban atravesados sobre los rieles por los que iba su tren. No tenía tiempo de
aminorar la marcha, ni siquiera tenía un momento para pensar. En un instante, el
maquinista abrió completamente el regulador de la locomotora al mismo tiempo que le
gritaba al fogonero que se agachara para ponerse a salvo. El tremendo ímpetu con
que el tren expreso golpeó los vagones los lanzó por el aire en pedazos despejando
la vía, y el tren se detuvo como a un kilómetro de distancia al otro lado del
descarrilamiento. Los pasajeros se amontonaron alrededor del maquinista, y uno de
ellos le preguntó como era posible que en un momento tan crítico hubiera podido
pensar instantánea y claramente, hasta el punto de tomar la única decisión que
podía evitar que ocurriera otro descarrilamiento. Él le contestó:
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"Es que no tuve que pensar en ese momento. Muchas veces me había imaginado esa
posibilidad, y hace ya diez años que había decidido lo que haría si tuviera que
enfrentarme con un problema semejante. Cuando la situación se presentó, no pensé,
sino que actué instintivamente. " Todos podemos prepararnos en la misma forma en
que lo hizo el maquinista para enfrentar situaciones de emergencia que puedan
surgir. Podemos hacer planes, pensar detenidamente en los posibles problemas y
tomar las decisiones que nos dieron fuerzas para emplear el sacerdocio en el
momento en que más lo necesitemos. El elder Marvin J. Ashton explicó lo que podemos
hacer ahora para prepararnos debidamente: "Como poseedores del sacerdocio debemos
ser verídicos a los principios correctos. Tenemos una responsabilidad de continuar
fieles y leales al evangelio. No podemos descansar o abandonar estos principios
temporalmente ya que seremos juzgados de acuerdo con nuestra habilidad y fuerza
para continuar [obedeciendo] su palabra." ("Enseñar, testificar, ser verídico", El
sacerdocio, Salt Lake City, Deseret Book Co., 1982, pags. 112-113.) Podemos
hacernos una idea de lo que hubiera pasado si el maquinista del tren no hubiera
decidido de antemano lo que debía hacer en el caso de que se le presentara ese
problema, o si Ken hubiera estado "descansando" de su responsabilidad de honrar el
sacerdocio. Cada uno de los oficios del Sacerdocio Aarónico lleva consigo ciertas
responsabilidades específicas. Si un joven cumple raramente con ellas, se puede
decir que está "descansando"; si en su juventud decide posponer el momento de
empezar a honrar el sacerdocio que posee —si rehúsa servir a los demás cumpliendo
las responsabilidades que tiene, como las de la Santa Cena, de la orientación
familiar, de visitar a los enfermos y necesitados, de trabajar en los proyectos de
bienestar y de guardar los mandamientos—, ¿cómo podrá prepararse para llevar a cabo
las funciones propias del Sacerdocio de Melquisedec? El presidente Kimball dijo lo
siguiente: "Es de lo más apropiado que la juventud del Sacerdocio Aarónico... en
privado y con determinación, fijen serias metas personales por medio de las cuales
traten de mejorar seleccionando las actividades que lograrán dentro de un lapso
determinado. Aun cuando los poseedores del sacerdocio de nuestro Padre Celestial
vayan en la dirección correcta, si son hombres sin ímpetu, tendrán muy poca
influencia. Vosotros sois la levadura de la que depende el mundo; preciso es que os
valgáis de vuestros poderes para contrarrestar a un mundo perdido y sin propósito.

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"Es nuestra esperanza poder ayudar a nuestros jóvenes y señoritas a entender... que
hay ciertas decisiones que necesitan tomarse sólo una vez. Podemos rechazar algunas
cosas de una vez por todas y sostenernos firmes en nuestra decisión; podemos tomar
una sola decisión sobre aquello que formará parte integral de nuestra vida y
hacerla un hecho, sin tener que vacilar cien veces. La indecisión y el desaliento
son propicios para que el adversario se introduzca y actué, ya que bajo estas
circunstancias, puede obtener muchas víctimas de entre la humanidad." ("El
privilegio de poseer el sacerdocio", El sacerdocio, Salt Lake City, Deseret Book
Co., 1982, pag. 6.) Con esas palabras aconseja a los jóvenes a prepararse, como el
maquinista del tren, a fin de que estén listos cuando surjan las emergencias.
Porque aquel hombre había tomado una decisión previamente, el ímpetu que llevaba el
tren salvó la vida de cientos de personas. El mismo criterio se aplica a los
poseedores del sacerdocio: a una edad temprana deben tomar ciertas decisiones, a
fin de que el ímpetu que vayan tomando en su camino de rectitud los conduzca a
salvo a través de los problemas de la vida; decisiones como las de estudiar las
Escrituras, orar de mañana y de noche, y resistir cualquier tentación de faltar a
la Palabra de Sabiduría y de rebajar las normas morales de la Iglesia. Si ustedes
toman esas decisiones ahora, mientras son jóvenes todavía, estarán preparados para
todas las emergencias que se les puedan presentar. Hace unos años, mi hijo y yo
vimos por televisión un partido de baloncesto (basketball) que tenía importancia
nacional. El equipo de la Universidad Brigham Young acababa de ganar un partido del
campeonato y los locutores deportivos estaban felicitando a los jugadores. Entre
estos, entrevistaron a un joven estudiante de la universidad, de nombre Devin
Durrant, y le preguntaron que planes tenía para el año siguiente. Mi hijo, que
tenía entonces diez años y era gran aficionado a los deportes, escuchó atentamente
a este joven contestar que pensaba salir en una misión primero, y luego formar
parte de un equipo de baloncesto. En ese momento sentí mucha gratitud hacia aquel
joven que sabía lo importante que es tomar la decisión antes de que se presenten el
problema y el momento de decidir. Al llegar ese momento, el sabía lo que debía
hacer, igual que el maquinista del tren. Mi hijo y yo nos dimos cuenta de que se
había establecido metas, había tomado decisiones y se mantenía fiel a ellas. El
elder Ashton dijo también: "Ser verídico requiere mucho sacrificio; mucho corazón,
alma, mente y fuerza. Si somos obedientes a los líderes del sacerdocio, a los
principios del sacerdocio y a las responsabilidades del sacerdocio, descubriremos
que somos obedientes y verídicos con nosotros mismos... "El Salvador nos ha
enseñado las recompensas por ser verídicos. El ha dicho: 'De cierto, de cierto os
digo, que el que guarda mi palabra, nunca verá la
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muerte' (Juan 8:51). Cada uno de nosotros debe decidir ser verídico, fiel y digno
de la encomienda que se nos ha dado. Dios nos ayudará. Nosotros y Dios somos una
mayoría y podemos salir victoriosos de todos los retos de la vida si continuamos en
Su fortaleza." ("Enseñar, testificar, ser verídico", El sacerdocio, Salt Lake City,
Deseret Book Co., 1982, pags. 114—115.) Dios no nos ha enviado a la tierra para que
perdamos, sino para que salgamos victoriosos en la empresa; no nos ha elegido para
que fracasemos, sino para que tengamos éxito. No obstante, si queremos que así sea,
en nuestros años de juventud debemos decidir que seremos fieles en el cumplimiento
de nuestras responsabilidades sacerdotales. En su poema titulado "Maud Miller", el
poeta estadounidense John Greenleaf Whittier [1807-1892] escribió: "De todas las
palabras que se han escrito o dicho, las más tristes son estas: '¡Lo que pudo haber
sido!' " (estrofa 53). Esas palabras no deben formar parte de lo que le digamos al
Salvador cuando tengamos que darle cuenta de nuestra vida y del uso que hicimos de
los dones que Él nos confió. Si ahora nos preparamos debidamente, el sacerdocio nos
puede llevar a obtener el poder y la capacidad que nos permitan ayudar a otros y a
nosotros mismos en cualquier momento en que se nos presenten situaciones de
emergencia.

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