Aventuras en El Espacio Salvaje - El Rescate
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retenidos a sus padres. Deben infiltrarse en una base secreta para liberarlos,
pero la legión imperial al completo los persigue. ¿Conseguirán llevar a cabo el
rescate?
Libro 7
El rescate
Tom Huddleston
Esta historia está confirmada como parte del Nuevo Canon.
Digitalización: Bodo-Baas
Revisión: holly
Maquetación: Bodo-Baas
Versión 1.0
17.11.17
Base LSW v2.21
Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
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Tom Huddleston
CAPÍTULO 1
AGARIS
El clavo de anclaje salió disparado de la parte inferior del Mensajero Estelar,
introduciéndose profundamente en la superficie de una diminuta luna. «A duras penas se
la puede llamar así», pensó Lina para sí. No era tanto una luna como un meteorito
deformado, atrapado por la gravedad del planeta y condenado a orbitar para siempre. Aun
así, sería suficiente para esconderse.
Milo pulsó el botón de retroceso y el cable se tensó, asegurando la posición de la nave
imperial robada. CR-8R apagó el motor del Mensajero y la cabina quedó sumida en la
oscuridad. Morq se escondió en el regazo de Milo, gimiendo asustado.
—Buen movimiento, hermanita —dijo Milo, ya más tranquilo—. Cráter, ¿nos han
visto?
CR-8R negó con su cabeza de metal.
—No ha habido un aumento apreciable en las comunicaciones imperiales —dijo—.
Al parecer, la perspicacia de la señorita Lina ha evitado que nos detectaran.
Lina se asomó por una de las ventanas mientras la pálida luz del amanecer se
introducía en la cabina.
—Ahora la pregunta es: ¿cómo llegamos desde aquí hasta allí?
Sobre la desolada superficie de la luna se elevaba el planeta Agaris. Un sombrío y
peligroso mundo, envuelto por bancos de nubes. Pero incluso en aquellas pequeñas partes
en las que el manto de nubes se abría, Lina no pudo ver el deslumbrante verde y azul que
se esperaría encontrar en un planeta como ése. Agaris estaba lleno de vida, según todos
los sensores. Pero bajo todo aquel gris, lo único que pudo ver era más gris.
—La instalación imperial se encuentra en el continente más septentrional —dijo CR-
8R, apuntando con su largo dedo de metal—. Los sensores detectan una fuerte señal de
energía.
—¿Sólo una base? —preguntó Milo, sorprendido—. Mira y Ephraim dijeron que el
Imperio había estado ocupando planetas enteros, estableciendo base tras base para poder
controlar a la población.
—A lo mejor no hay población que controlar —apuntó Lina—. No hay señal de
ciudades ni de tecnología.
—El señor Milo tiene razón —dijo CR-8R—. Si Agaris es el enclave de una
operación minera imperial, ¿por qué los sensores no encuentran zonas de perforación o
bases auxiliares además del complejo central? Dicho esto, quiero decir una cosa: sólo hay
un lugar en el que puedan estar sus padres.
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Milo cogió la mano de Lina y juntos contemplaron el vasto planeta pálido. Ahí arriba,
en algún lugar, Rhyssa y Auric Graf estaban esperando, encarcelados y desesperados. La
larga búsqueda de los hermanos estaba a punto de acabar.
Lina intentó imaginar la cara de sus padres; intentó evocar su olor y el sonido de sus
voces. En las últimas semanas, esos recuerdos habían empezado a desvanecerse, y los
sueños sobre Rhyssa y Auric se perdían entre la oscuridad y el peligro. «Pero no por
mucho tiempo», se prometió a sí misma. Pronto, de alguna manera, volverían a estar
juntos. Ella y Milo encontrarían el modo. Tenían que hacerlo.
Un resplandor en la oscuridad le llamó la atención, y sintió que Milo la agarraba con
más fuerza. El Destructor Estelar Ejecutor apareció de entre las sombras del planeta
como un elegante tiburón de plata, en busca de presas. La torre de mando se iluminó,
rodeada de torretas láser y antenas.
—¿Estás totalmente seguro de que no pueden vernos? —preguntó Milo con
nerviosismo.
—Todos los sistemas del Mensajero Estelar han sido desconectados —le dijo CR-
8R—. Somos una nave gris en una luna gris. Y ellos no tienen ni idea de que estamos
aquí.
—De todos modos, vamos a escucharlos, Cráter —sugirió Lina—. Sólo por si acaso.
—Se lo aseguro, señorita Lina —afirmó CR-8R, un poco a la defensiva—. Estoy
monitorizando todas las transmisiones del Imperio, si algo saliera de lo habitual…
—Confiamos en ti, Cráter —dijo Milo—. Pero nos haría sentir mejor, eso es todo.
—¿Se sentirían mejor oyendo las voces de sus enemigos? —preguntó CR-8R—. A
veces, simplemente no les entiendo.
Pero finalmente parcheó la señal para que se pudiera oír a través de los altavoces
internos del Mensajero Estelar. Habían encontrado un involuntario regalo del anterior
propietario de la nave, el capitán Korda: un escáner sintonizado con todos los canales de
comunicación imperial, incluso algunos clasificados. «Cuando todo esto haya terminado
—pensó Lina— podremos entregar la nave a Mira y Ephraim Bridger, una vez estemos
en Lothal. Tal vez así nos perdonen por habernos escapado».
—Ejecutor, aquí el transporte tres-seis-seis —dijo una voz de hombre distante y
distorsionada—. Estamos listos para partir.
—Recibido, tres-seis-seis —respondió un segundo hombre—. Prepárense para soltar
el acoplamiento.
Un enorme buque de transporte emergió del hangar del Destructor, flanqueado por un
par de cazas TIE. Los motores aceleraron y las tres naves se dirigieron hacia el planeta:
un trio de motas negras contorneadas contra las nubes.
—Base Agaris, seguimos de cerca su faro y estamos llevando a cabo el descenso —
anuncio la primera voz mientras el transporte se desvanecía en la oscura atmósfera—.
Escolta, presten atención a esos tallos.
Milo miró a Lina, confundido.
—¿Tallos? —preguntó—. ¿A qué se refieren?
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—¿Alo mejor a alguna ave? —sugirió Lina—. ¿Puede que haya un pájaro gigante por
allí?
—Tiene que ser realmente enorme para acabar con un transporte imperial —afirmó
Milo—. De cualquier forma, es raro.
—Ejecutor, aquí la Patrulla-C —dijo una voz clara, y Lina se agachó instintivamente
cuando un segundo par de cazas TIE aparecieron, dirigiéndose hacia el Destructor—.
Hemos terminado nuestro barrido, no hay ninguna nave por aquí. Sea lo que sea lo que
les pasó a esos hombres, es problema del complejo, no nuestro.
—Controle esa boca, Patrulla-C —respondió una abrupta voz—. O haré que le
destinen como explorador planetario. ¿Le gustaría?
—Recibido, Ejecutor —respondió el piloto—. Esto, por favor informe al gobernador
Tarkin de que nuestros sensores están limpios. Pero haremos otra pasada, sólo por si
acaso.
—Eso está mejor, Patrulla-C —dijo el oficial—. Haga esa doble pasada y quizá
podamos olvidarnos de su… inapropiado comentario.
—Tarkin —dijo Milo—. He oído ese nombre antes. Ephraim dijo que era alguien
importante dentro del alto mando imperial.
—¿Y qué está haciendo aquí? —preguntó Lina—. ¿Y de qué están hablando? ¿Qué
pasa con sus hombres?
—A lo mejor es por lo de esas aves gigantes —musitó Milo—. ¡Quizá se los han
comido!
—El piloto ha dicho que el accidente seguía siendo un misterio —añadió CR-8R—.
Obviamente la situación en Agaris está lejos de ser satisfactoria, desde el punto de vista
del Imperio.
—Es decir, que es buena para nosotros —dijo Lina—. Si están distraídos con esas
cosas, nos puede resultar más fácil colarnos.
—Si ese Tarkin es tan importante como el señor Milo cree, estará bien protegido —le
recordó el droide.
Milo asintió.
—Pero si están tan ocupados protegiéndolo, a lo mejor no prestarán mucha atención a
un par de prisioneros.
Lina sonrió.
—Exacto —dijo—. Bajemos y descubrámoslo.
Observaron en silencio cómo el Ejecutor cruzaba el planeta cual flecha negra
dibujada en las nubes. La luna se movía en una órbita distinta y los alejaba de su destino.
Enseguida el Destructor Estelar fue sustituido por la cara grisácea de Agaris.
—Una vez hayamos despegado encenderé los propulsores durante dos segundos —
explicó Lina—. Eso debería de ser suficiente para salir de la órbita gravitacional de la
luna y entrar en la del planeta. Cráter, deja apagados todos los sistemas hasta que
lleguemos a esas nubes.
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Lina respiró aliviada. Habían estado demasiado cerca. Si el Imperio los hubiera visto,
hubiese sido el fin. Incluso aunque lograran escapar, habrían perdido el factor sorpresa.
El Mensajero Estelar rodó directamente hacia el planeta, y ahora podían apreciar
como las nubes más altas se les acercaban. En cuanto se encontraran a salvo en el interior
de la atmósfera, encenderían los propulsores y buscarían algún lugar en el que aterrizar.
—Cráter —dijo Lina—. Prepárate para…
—Ejecutor, vamos a comprobarlo —dijo la voz del piloto, retumbando por toda la
cabina—. Probablemente tenga razón, pero es mi cuello el que estará en juego si el
gobernador descubre que hemos ignorado algo importante.
El rostro de Milo palideció. Lina se agarró con fuerza a los reposabrazos.
—Muy bien, Patrulla-C —respondió el oficial—. Pero hágalo rápido.
—Cráter, empecemos —ordenó Lina—. Milo, ponte el cinturón.
Sintió que los motores chirriaban y daban potencia a los propulsores, permitiendo que
la nave dejara de rodar. Podía imaginarse la cara de sorpresa del piloto del caza cuando
aquel trozo de basura espacial cobró vida de repente, volando en dirección al planeta.
—Vienen a por nosotros —le advirtió Milo.
—Ya me lo imaginaba —respondió Lina mientras se hundían en la atmósfera y el aire
que les envolvía pasaba del negro al azul.
Entonces las nubes los engulleron. Un momento estaban bajo la luz del sol, y un
segundo después se arrastraban por una densa niebla, y el vapor ocupaba todo el ventanal.
El viento impactó contra el casco del Mensajero Estelar y la nave se tambaleó hasta que
Lina alcanzó la palanca de control y pudo nivelar la nave.
Salieron de la borrasca y aparecieron en un día nublado. El sol emitía un acuoso
resplandor tras las nubes y, por debajo de ellos, Lina pudo ver una oscura llanura que se
extendía hasta un conjunto de montañas dentadas en el horizonte.
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Al principio pensó que la superficie era desierta, sólo compuesta de rocas lisas de
color gris. Pero entonces, observándola de cerca, vio que estaba cubierta de grandes
cúpulas, como ampollas sobre la piel de Agaris.
—¿Esas cosas son…? —preguntó perpleja—. Parecen…
—Setas —dijo Milo por ella—. Un bosque entero de ellas. Y son enormes. Mira ésa,
es más grande que la nave.
—Los hongos gigantes son muy comunes, se encuentran en muchos planetas —
apuntó CR-8R.
—Pero parece que no hay nada más —dijo Milo—. ¿Dónde están los árboles?
¿Dónde está el césped? Sólo hay setas por todos…
Se oyó un rugido y el Mensajero Estelar se sacudió violentamente. Morq dio un grito
y saltó del regazo de Milo para esconderse bajo la consola, temblando. Lina golpeó la
palanca de dirección hacia un lado y esquivaron un disparo por muy poco. Un proyectil
verde pasó junto a ellos y cayó en el bosque de setas.
—No podemos evitarlos, señorita Lina —dijo CR-8R—. Nos siguen de demasiado
cerca.
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Revisando el ventanal trasero, Lina vio que el droide tenía razón. Los dos cazas TIE
estaban prácticamente encima de ellos, con sus motores de ion rugiendo a toda potencia.
Las maniobras evasivas no servirían de nada a esa distancia. ¿Dónde podrían ir?
—¿Qué es eso? —preguntó Milo, señalando hacia delante—. Parece una torre.
Una alta silueta se perfilaba contra el cielo. Milo tenía razón; parecía una estructura
artificial: un esbelto rascacielos oscuro con una amplia base.
—¿Imperial? —preguntó Lina.
—El complejo imperial está a cierta distancia todavía, en la base de esas montañas —
dijo CR-8R—. Y esta estructura no se corresponde con ningún diseño con el que esté
familiarizado.
Otro proyectil impactó contra la nave, enviándola hacia abajo. Lina intentó mantener
el control corrigiendo la dirección del Mensajero Estelar, pero era muy consciente de que
otro impacto acabaría con ellos.
—Nos dirigiremos allí de todos modos —dijo—. No tenemos otra opción. Quizá
quienquiera que haya construido eso pueda ayudarnos.
—Espera —dijo Milo con asombro—. ¿Se está moviendo?
De alguna manera, la enorme estructura se estaba inclinando hacia ellos. La base
estaba arraigada en el suelo, pero las capas superiores se encaraban hacia ellos. Al
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hacerlo, Lina se dio cuenta de que no era en absoluto una torre, ni siquiera era recta. La
estructura se curvaba en el medio como un alto tallo y se alzaba terminando en una gran
protuberancia.
—No es un edificio —dijo Milo—. ¡Es otra seta!
—¿Está… apuntando hacia nosotros? —preguntó Lina, olvidando por un momento
que los estaban persiguiendo.
Mientras observaban como una serie de pliegues de un pálido verde se extendía por la
parte superior de la seta, que se abría como una flor, percibieron una abertura en el
centro.
—Es casi como… no, no puede ser —dijo Milo.
—¿Qué? —le instó Lina.
—Bueno, como si fuese un cañón, ¿no? —preguntó Milo—. Como un barril con la
abertura al final. —Entonces los alcanzaron—. Lina, sácanos de aquí. Los tallos,
¿recuerdas? ¡Cuidado con los tallos!
Pero fue demasiado tarde. Lina vio una ondulación en la base del hongo gigante que
subía a través del tallo cada vez a más velocidad. Cuando alcanzó la abertura, algo salió
volando: una brillante esfera roja tan grande como el cuerpo central de un caza TIE,
reluciente y con púas doradas.
Lina agarró la palanca de dirección con todas sus fuerzas, consciente de que no tenían
ninguna oportunidad. El proyectil se estrelló contra la parte delantera del Mensajero
Estelar, y sus espinas perforaron el casco. Las alarmas se encendieron y las sirenas
comenzaron a sonar, pero para entonces ya estaban girando y descendiendo, sin poder
hacer nada, hacia la superficie del planeta.
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CAPÍTULO 2
TIERRA CHAMUSCADA
El gobernador Tarkin se quitó un guante de cuero negro y pasó el dedo por el balcón
metálico de la terraza. La punta del dedo se le ennegreció. Disgustado, negó con la
cabeza, se sacó un pañuelo del bolsillo y se limpió las manos antes de volver a ponerse el
guante.
En aquel planeta todo estaba podrido; el aire era húmedo y fétido, y las constantes
nubes eran sombrías y opresivas, como si lo poseyeran todo. La ropa del gobernador, las
botas, las armas e incluso su impoluta nave espacial, el Pico Carroñero, habían adquirido
una capa de hongos negros. Para un hombre que apreciaba tanto la limpieza, esto era
prácticamente intolerable.
Una llamarada de luz roja captó su atención y miró hacia la oscuridad. Desde su
ventajosa posición en lo alto del recinto de piedra podía ver a través de los bosques de
Agaris. Era una imagen que ya había llegado a odiar: despreciaba las enormes cúpulas
grisáceas y los hongos más pequeños que se agrupaban alrededor de ellas como lúgubres
salpicaduras de pintura esparcidas sobre una pared gris. Pero su odio más profundo estaba
reservado a esos tallos gigantes, con su irritante costumbre de derribar sus cazas con esas
bolas puntiagudas. Habría ordenado que los talaran todos si no fuera porque tenían
problemas más urgentes.
La luz surgió de nuevo. Tarkin sacó un par de macrobinoculares de su chaqueta. Dos
cazas TIE estaban siguiendo algo. ¿Una nave? Se agarró a la barandilla, observando con
más atención. ¿Podría ser la respuesta que había estado buscando? ¿Había rebeldes
secuestrando a sus hombres sin que él se hubiera dado cuenta?
O podría ser… sí. Había oído los informes de la luna de Xala, de la caída del capitán
Korda y los hijos de los Graf. ¿Adónde iban a ir, si no aquí? Sonrió. Era casi perfecto.
Agudizó su atención, para intentar distinguir qué era lo que sus cazas estaban
siguiendo. Pero la persecución parecía haberse terminado, y los cazas TIE volaban en
círculos como unos buitres carroñeros sobre un cadáver. Entonces, ¿los niños estaban
muertos? Esperaba que no; serían una valiosa herramienta para hacer que sus padres
hablaran. Aunque, en realidad, si el droide seguía con ellos, ya no necesitaría a los Graf,
así que no sería tan grave que los niños hubiesen perecido.
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Sonó el timbre de la puerta y Tarkin suspiró. La persiana se abrió para revelar una
enorme figura, casi demasiado alta para cruzar la puerta. El droide de seguridad KX
agachó la cabeza y se dirigió hacia el balcón, con los brazos metálicos balanceándose a
cada lado. El negro caparazón del K-4D8 había sido pulido hasta relucir. El símbolo
imperial en oro ornamentaba uno de sus hombros, indicando su nuevo rango. Al verlo,
Tarkin sonrió levemente. Aunque el droide otorgara su lealtad a un hombre que él
detestaba, ahora los tres eran meros servidores de una causa mucho mayor.
—El director Krennic le envía saludos —dijo el droide, con una voz que sonaba como
metal arañando metal—. Me ha ordenado personalmente supervisar el transporte del
primer envío de cuadamio a la Base Centinela. Con su permiso, gobernador.
—Por supuesto —dijo Tarkin en voz baja, frunciendo los labios—. ¿Y ésas son las
únicas órdenes de Krennic? Porque un hombre más suspicaz sospecharía que te han
enviado para espiarme.
K-4D8 se irguió, con sus sistemas vibrando.
—Mis órdenes son claras —aseveró—. Escoltar el primer envío tan pronto como el
mineral esté preparado. Y mientras tanto, ponerme al servicio del gobernador Tarkin y
llevar a cabo cualquier tarea que me asigne.
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—Ah, ¿así que estás aquí para ayudarme? —preguntó Tarkin—. El director es
demasiado amable.
—Creyó que un par de manos podrían acelerar las cosas —explicó el droide.
Tarkin entrecerró los ojos.
—Sí, muy propio de él. Muy bien, droide, no hay necesidad de esconder la verdad.
Sabes bien, y por descontado el director Krennic también sabe, que el progreso ha sido
más que lento. De hecho, nuestras operaciones mineras se estancaron antes de empezar.
Señaló con la cabeza la parte inferior del recinto, hacia el patio. La plaza de piedra
estaba llena de enormes máquinas de minería: brazos de perforación y extractores
minerales, pulverizadores de roca y bombas de drenaje, todos trabajando en la extracción
de hongos. Los cargadores llevaban el equipo de un lado a otro de la plaza, y grupos de
soldados de asalto corrían de un lado para otro, pero incluso desde la distancia Tarkin
podía apreciar que fingían estar ocupados, fingían que estaban haciendo algo.
—El director cree que Agaris tenía uno de los depósitos de cuadamio más ricos de
toda la galaxia —dijo K-4D8—. ¿Este complejo no fue una antigua colonia minera?
Tarkin asintió. La base imperial parecía desde el exterior un único muro de piedra
apoyado contra la ladera de la montaña. Pero los mineros se habían introducido bajo la
superficie rocosa, dejando una compleja red de sinuosos y oscuros túneles.
—Desgraciadamente, las fuentes han sido explotadas —dijo—. Y encontrar nuevos
lugares para perforar ha demostrado ser un verdadero reto.
Un grupo de búsqueda de soldados de asalto se reunía en el patio, comprobando sus
armas y asegurando sus cascos. Cuando se volvieron hacia el bosque de setas, parecían
reacios a abandonar la seguridad del complejo. Su comandante hizo un gesto brusco y los
soldados se movilizaron, sujetando con fuerza sus blásters.
Tarkin casi podía oler su miedo.
—¿El problema es el equipamiento? —preguntó K-4D8—. ¿Necesita recalibrar los
escáners?
—Los hombres siguen desapareciendo —admitió Tarkin bruscamente—. No sabemos
por qué, no sabemos si alguien los está capturando, o si simplemente se están…
perdiendo. Pero dieciséis patrullas se han desvanecido en los últimos ocho días, un total
de ciento once hombres.
La sorpresa de K-4D8 se hizo evidente en sus pálidos ojos metálicos.
—Ciento once —repitió.
—Los pocos que regresaron no tienen muy claro lo que pasó —dijo Tarkin—.
Algunos hablan de siluetas en la niebla, figuras que les rodeaban en la oscuridad. Lo que
por supuesto es imposible. Agaris carece de vida, los antiguos registros mineros y
nuestros propios sensores así lo han demostrado.
—¿Sospecha que hay alguna interferencia externa? —preguntó K-48D.
—No sé qué sospechar —dijo Tarkin—. Este maldito planeta nos confunde a cada
paso. Pero no está todo perdido. He hecho traer a un par de prisioneros que saben todo lo
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que hay que saber sobre Agaris. Me darán las respuestas que busco, o sufrirán las
consecuencias.
El droide se acercó un poco más.
—Estoy programado para llevar a cabo más de diez mil métodos diferentes de
interrogación —afirmó con frialdad—. Por favor, avíseme si puedo serle de ayuda.
Tarkin ignoró la solicitud de K-4D8.
—Eso no será necesario —dijo. Después sonrió—. Aunque, en realidad, sí que tengo
una tarea para ti. Hace un momento, mis cazas han derribado una nave que pretendía
adentrarse en el espacio aéreo de Agaris. Puede que a bordo hubiera dos niños y un
droide, que podría ser muy útil para dar con las respuestas que estoy buscando. Coge un
pelotón pequeño. Si los niños han sobrevivido, tráemelos. Y, en cualquier caso, quiero la
cabeza del droide.
—¿No se encargarán los pilotos de los cazas de recoger a los supervivientes? —
preguntó K-4D8.
—Esto es importante para mí —le dijo Tarkin al droide—. Y ahora mismo mis
hombres tienen la costumbre de desaparecer. Sea lo que sea lo que hay ahí fuera, supongo
que se lo pensará dos veces antes de atacarte a ti. Y si no vuelves… bueno, entonces
sabré que es algo serio.
El droide saludó con energía.
—Le mantendré informado —prometió, y salió del balcón.
Tarkin sacó el comunicador de su bolsillo.
—Envíenme a los prisioneros —ordenó—. Y traigan una botella de alderaaniano
blanco, con tres vasos.
Se apoyó sobre la barandilla, preguntándose si esa patrulla que acababa de salir
seguía ahí fuera o si ya habrían desaparecido como los otros. Negó con la cabeza
mientras la frustración conquistaba su estómago. No iba a dejar que este maldito planeta
lo derrotara.
Tal vez era el momento de tomar medidas más extremas. Sus hombres habían talado
el follaje que rodeaba el complejo, pero todavía podía ver el muro grisáceo de gruesos
troncos que había más allá del perímetro. Necesitaban talar más, llegar más lejos, limpiar
este planeta kilómetro a kilómetro.
Por un momento, las nubes escamparon y un rayo de luz solar impacto contra el
bosque de hongos, iluminando los enormes caparazones y dándoles un aspecto mucho
más colorido. En ese instante, Tarkin consideró la posibilidad de que aquello pudiese
parecer un paisaje muy bonito.
Pero entonces las nubes volvieron a cerrarse y la oscuridad descendió de nuevo.
Rhyssa y Auric Graf le fueron entregados maniatados por un par de soldados de
asalto. Tarkin ordenó que les quitaran las esposas, invitando a los prisioneros a que se
sentaran a una mesa en la esquina del balcón, donde una botella y tres vasos les estaban
esperando. Sirvió el vino, se acomodó en una silla y los miró con intensidad. Se dio
cuenta de que el encarcelamiento de los Graf no había sido especialmente agradable.
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«Un día más», había dicho Tarkin. Esperaban que fuese suficiente.
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CAPÍTULO 3
EN LA NIEBLA
—Vamos, Cráter —insistió Milo casi implorando—. ¡Tenemos que irnos!
El droide negó con su cabeza metálica.
—Me temo que eso es simplemente imposible, señor Milo. Este proyectil me ha
atravesado como a un cerdo.
La espora había impactado contra un costado del Mensajero Estelar, desgarrando el
casco de la nave con sus espinas. Milo y Lina habían tenido suerte ya que sus asientos
quedaban al otro lado de la cabina. Pero uno de los pinchos se había hundido justo en el
torso de CR-8R, inmovilizándolo. Aquel impacto sólo había empeorado las cosas, porque
la espora provocó que la nave cayera al suelo. Los accesorios y las extremidades de CR-
8R estaban enterrados bajo una tonelada de metal triturado y una materia húmeda
proveniente del hongo.
—Esos cazas TIE se acercan —advirtió Lina, colocándose su mochila y echando un
vistazo a través del techo agrietado. Los cazas habían usado sus láseres para despejar una
zona de aterrizaje entre unas setas del tamaño de edificios, y ahora estaban dando círculos
un poco más cerca—. Tenemos que salir de aquí.
—Vayan —instó CR-8R a Milo—. No tengo tiempo para liberarme, y no tiene
sentido que nos capturen a todos. Tienen que huir.
—Pero ¿hacia dónde? —le preguntó Milo—. Estamos en un planeta inexplorado en
medio de un extraño bosque de hongos, y con el Imperio por todos lados.
—Estarán bien —insistió CR-8R, apretando el brazo de Milo con la mano que tenía
libre—. Confíen en ustedes, y el uno en el otro. Y no vayan comiendo setas por muy
buena pinta que tengan.
Milo asintió.
—Volveremos a por ti —dijo—. Lo prometo. Después se apartó y se escabulló por el
agujero de la cabina, usando los asientos para impulsarse. Morq le siguió, corriendo hacia
la luz. Lina se agachó para empujar a su hermano, y los tres se pararon un momento sobre
la proa magullada de la nave.
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—Me pregunto —dijo Milo—, si hay algún tipo de nave que no puedas destrozar
aunque lo intentes.
Lina le golpeó en el brazo.
—Cuidado.
Los cazas habían aterrizado justo delante de un denso grupo de setas. Milo podía oír
las palabras de los comunicadores mientras los pilotos se acercaban a pie. Pero ahora una
tercera nave apareció flotando, una nave de desembarco blindada, con ambos lados
abiertos. Había más soldados en el interior, con sus blásters desenfundados.
Cuando la nave descendió, un alto droide negro bajó desde la bodega de carga,
agarrándose de una barandilla con su enorme mano. Volvió su cabeza y los miró
directamente. El droide empuñó un transmisor.
—Niños. —Su voz resonó por los altavoces de la nave—. Ahora estáis a salvo. No
tenéis de qué preocuparos. Quedaos en la nave.
Lina resopló.
—No lo creo.
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Milo se volvió para mirar por encima de su hombro. El bosque de hongos se extendía
tras ellos hasta llegar a las distantes montañas. Pero justo después de la nave, el terreno
descendía, con una serie de huecos oscuros que se distinguían entre una niebla irregular.
—Ese camino parece una buena opción —dijo—. A lo mejor podemos perderles entre
la niebla.
Se deslizaron por aquel lado del Mensajero Estelar; con Morq por delante. Milo
impactó contra el suelo y corrió, intentando llegar a la protección de los grandes tallos. El
suelo era un manto esponjoso y negro, salpicado de hongos de todas las formas y de
todos los colores, desde los que tenían el tamaño de un cabello hasta los que alcanzaban
el tamaño de un hombre, con unas cabezas en forma de paraguas. Pero no había un follaje
denso, nada que les molestara, y lo agradecían.
Oyeron como los soldados llegaban a la nave, acompañados por el eco de sus blásters
disparando. De repente, el comunicador de Lina se encendió. El corazón de Milo le dio
un vuelco, CR-8R ya había usado ese truco antes, en Xirl. Utilizaba sus sensores
auditivos para emitir a través del comunicador todo lo que podía oír mientras los soldados
hablaban. Quizá el droide podría salir de ésta, pensó Milo. O a lo mejor fingía estar
muerto, y los soldados ni se fijarían en él.
—La nave está desierta, pero hemos encontrado un droide —dijo un hombre al que
Milo reconoció como uno de los pilotos que habían oído antes de entrar en Agaris—.
Está atrapado entre los restos. Podríamos cortarlo, pero vamos a tardar un poco.
—El gobernador sólo necesita la cabeza —respondió el droide negro—. Dejen el
resto.
—No, por favor, esp… —suplicó CR-8R. Y de repente sonó un disparo.
El comunicador se apagó.
Milo miró a Lina, con el corazón a cien por hora. Lina negó con la cabeza.
—Ya pensaremos después —dijo—. Ahora corre.
Milo obedeció, corriendo sobre el terreno pantanoso. «CR-8R estará bien», se dijo a
sí mismo. No era la primera vez que perdía la cabeza. Llegaron ala primera bajada, una
inclinada pendiente rocosa. La oscuridad se hizo más profunda y la niebla se espesó a
medida que descendían. A su alrededor todo era silencio: sin animales ni cantos de
pájaro, ni siquiera el sonido del viento. Pero Milo pensó que quizá eso fuese positivo; si
todo estaba en silencio podrían oír a los soldados tras ellos y el crujido de sus
comunicadores mientras los perseguían.
Al final del desfiladero había un estrecho arroyo que corría entre hileras de rocas
cubiertas de musgo. Se apartaron a un lado para seguir el caudal de agua. La niebla era
más espesa, y enseguida pudieron oír un sonido profundo, más intenso a medida que
avanzaban. Milo agarró la mano de Lina y se detuvieron al borde de un pedregoso
precipicio, por donde el agua caía hacia la oscuridad. Morq se agachó temblando a mirar
por el borde.
Lina maldijo en voz baja.
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—¿Qué hacemos ahora? —Los soldados les impedían retroceder, y el muro que
tenían a un lado resultaría una escalada demasiado difícil.
—No tenemos otra opción —indicó Milo—. Seguimos adelante, ¿vale?
—Pero no tendremos cobertura —dijo Lina, mirando hacia arriba—. Si nos ven, nos
dispararán. —Se inclinó por el borde—. Podríamos saltar, supongo. Pero no sabemos qué
es lo que hay abajo.
Milo siguió su mirada. La base de la caída se perdía en la penumbra.
—De ninguna manera —dijo—. Pero espera, ¿y eso?
Al borde de la cascada se alzaba una enorme roca y por debajo parecía haber una
sombría cueva. Milo entrecerró los ojos para tratar de observar su interior. Pero entonces
oyeron el murmullo de las voces y el chapoteo tras ellos. En ese momento se dieron
cuenta de que su tiempo se había terminado.
—Es lo mejor que tenemos —le dijo a Lina—. Vamos.
Cruzaron el arroyo para pasar al otro lado y se sentaron al borde del acantilado para
escabullirse bajo la roca. Justo en el momento en el que bajaron, sonaron las voces
encima de ellos, junto al chapoteo del agua.
—No hay rastro de ellos —explicó el piloto con una reconocible voz profunda—. La
niebla es demasiado espesa. Solicito permiso para volver a la nave.
—Negativo —respondió la voz del droide a través del comunicador—. El gobernador
quiere que encontremos a esos niños.
El piloto suspiró y Milo oyó un clic que venía de su comunicador.
—¿Desde cuándo un droide puede dar órdenes?
—Desde que lo ha enviado el mismísimo director Krennic —respondió su
compañero—. Dicen que Krennic y Tarkin se odian mutuamente, y Krennic ha enviado a
K-4D8 para descubrir qué está haciendo Tarkin.
—¿Krennic envió a un droide para vigilar a Tarkin? —preguntó el piloto con
asombro—. Eso es un poco ofensivo.
Los pasos se detuvieron en el borde de las cataratas, justo encima de Lina y Milo.
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—Esos niños han desaparecido —susurró el piloto—. Quizá lo que se llevó a nuestros
hombres se los ha llevado a ellos también. Y nos cogerán a nosotros dos si nos quedamos
aquí demasiado tiempo.
—¿Sabes que DZ-372 y DX-491 desaparecieron hace dos días? —dijo su compañero
con un escalofrío—. Estuvieron con nosotros desde la academia. Siempre pensé que
había una especie de criatura ahí fuera, pero ahora he oído algo acerca de una célula
rebelde que está acabando con nosotros uno a uno. Eso explicaría la nave de ahí atrás.
Milo miró a Lina sorprendido. ¿Podría ser? Los sensores del Mensajero Estelar no
habían encontrado ningún rastro de tecnología que no fuese imperial, pero seguramente
los rebeldes habrían encontrado alguna forma de camuflarse. Por primera vez desde que
se estrellaron, sintió un rayo de esperanza.
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
CAPÍTULO 4
CAZADOS
—No tenemos elección —insistió Lina—. No podemos quedarnos aquí; enviarán a
más hombres. Y no tiene sentido volver al Mensajero Estelar. Se han llevado a CR-8R y
de todas formas la nave está acabada. Tenemos que seguir moviéndonos.
—Pero ¿hacia dónde? —preguntó Milo—. Por un momento he creído que pudiera
haber rebeldes aquí, gente que pudiera ayudarnos. Pero ya lo has oído. Sea lo que sea lo
que los ha atacado, no eran rebeldes.
Lina negó con la cabeza.
—No. Pero somos pequeños. Quizá si estamos callados no vendrá a por nosotros.
—Quizá —dijo Milo—. O quizá seremos un postre perfecto para después de su cena.
—¿Y qué sugieres? —preguntó Lina con frustración—. Tal y como yo lo veo, nuestra
única opción es ceñirnos al plan. Llegar al complejo imperial y esperar que no nos
encontremos con nada por el camino.
—Podríamos tardar días —dijo Milo—. Ya has visto lo lejos que estaban esas
montañas.
—Tardaremos unos días, sí —dijo Lina—. Pero tenemos suficiente comida en mi
mochila y sabemos exactamente hacia dónde tenemos que ir. Nos moveremos lentamente
y en silencio.
Milo suspiró.
—Vale —dijo—. Pero tú vas primera.
Lina se encogió de hombros.
—De acuerdo. Si yo fuera un monstruo hambriento, primero cogería al de atrás, así el
de delante no se daría cuenta.
Milo frunció el ceño.
—Eso no hace nada nada de gracia.
Escalaron las rocas tan silenciosamente como pudieron, dejando atrás las cascadas.
Morq colaboró escalando el primero y mostrándoles los mejores puntos de apoyo. Lina se
detuvo para acariciar al mono-lagarto bajo la barbilla. A veces podía ser molesto, pero la
mascota de Milo no era tan mala. Morq chasqueó el pico, contento, y salió corriendo
hacia la niebla.
Cuando llegaron a la cima de una roca, volvió a aparecer con algo en el pico. Era una
criatura diminuta, de un color entre gris oscuro y negro, que se movía lentamente. Milo
ordenó que lo soltara y Morq obedeció y retrocedió agitando la cola.
Lina se agachó junto a su hermano. La criatura no se parecía a nada que hubieran
visto antes: un disco plano del tamaño de la palma de su mano, cubierto de una piel fina.
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Milo alargó el brazo para tocar a la criatura. Esta se quedó quieta, y luego comenzó a
moverse exactamente al mismo ritmo.
—Sé que suena extraño —susurró sorprendido Milo—, pero creo que es otra seta.
Una de esas que se mueven. De hecho, creo que todo el ecosistema de este planeta ha
evolucionado del hongo. Por eso no hay árboles ni césped. Sólo setas y liquen y… esto.
Lina miró a su alrededor. Las grandes y anchas cúpulas se extendían sobre ellos, y a
través de ellas pudo ver uno de esos tallos en forma de cañones que se alzaba hacia el
cielo nublado.
—Lo que se llevó a los soldados —preguntó Lina—, ¿fue una de esas cosas enormes?
Milo se encogió de hombros.
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CAPÍTULO 5
AGARIANOS
—¡Auric, Rhyssa, levantaos! —La voz era suave y cercana, y sintió un suave toque
en su brazo—. ¡Auric! —repitió la voz—. ¡Rhyssa! ¡Arriba!
Milo gruñó. ¿Por qué alguien estaba pronunciando el nombre de sus padres? Su
cabeza estaba nublada, y sus recuerdos no estaban claros. Pero cuando abrió los ojos, las
cosas no mejoraron; lo único que podía ver eran unas zonas de niebla y un alto techo de
piedra. Había ruido alrededor, un zumbido como proveniente de una enorme bestia
respirando en algún lugar de la oscuridad.
Entonces, con un sobresalto, lo recordó todo. El humo en el aire, las figuras alrededor
de la fogata. Alargó la mano y sintió a Lina a su lado, que se movía.
—¿Milo? —preguntó adormilada—. ¿Está papá aquí? ¿Qué pasa?
—No lo sé —susurró su hermano mientras se sentaba—. Pero no estamos solos.
Las figuras oscuras estaban de pie, formando un círculo alrededor de ellos, en silencio
y atentas. O al menos tan atentas como unas criaturas sin ojos podían estar. Eso fue lo
primero que percibió Milo: tenían cabezas, o por lo menos partes en el extremo superior
donde sus cuerpos en forma de tubo se hinchaban, con la misma forma que un hongo
venenoso. Incluso tenían bocas, ranuras oscuras bajo el inicio de las cabezas. Pero no
podía detectar nada en esas criaturas que pudiera ser usado para ver.
Los muros de la cueva estaban salpicados de manchas de hongos luminiscentes, y
cuando sus propios ojos se ajustaron a la oscuridad, Milo pudo estudiar a las criaturas
más detenidamente. Las diferencias entre ellas eran más numerosas que las similitudes;
todas tenían un cuerpo cilindrico con miembros que salían de él, pero el parecido llegaba
hasta ahí. Algunos eran humanoides, con dos extremidades arriba y dos abajo. Pero otros
parecían tener tres piernas y no tener brazos, o seis piernas como un insecto, o no tener
piernas y ocho pequeños brazos dispuestos en círculo. Un espécimen particularmente alto
cerca de Milo tenía cuatro brazos que brotaban de lo alto de su cabeza y, en lugar de
piernas, tenía un solo tentáculo.
Entonces, uno de ellos dio un paso adelante, y Milo reconoció a la figura humanoide
que se acercó a ellos la noche anterior. Se agachó junto a los niños, con la piel pálida y
plateada.
—Auric y Rhyssa —dijo con una voz suave que se elevaba por encima del silbido del
aire—. Me alegra teneros de vuelta en Agaris.
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Lina se sentó.
—¿Por-por qué seguís llamándonos así? —preguntó.
Las criaturas parecían confundidas.
—Pero así nos dijisteis que os llamabais. ¿No os acordáis? Nos contasteis muchas
cosas en vuestra última visita, y no puedo recordarlas todas. Pero nunca me olvidaré de
vuestros nombres, ¡Auric y Rhyssa Graf!
Su boca se estremeció y, para su sorpresa, Milo sonrió. Ahí estaban, atrapados en una
oscura cueva rodeados por el grupo de seres más extraños que había visto nunca y, de
alguna manera, la voz de esa criatura y sus formas le hacían sentir… no seguro
exactamente, pero no tan aterrado como lo había estado.
—Auric y Rhyssa son nuestros padres —dijo—. ¿Tanto nos parecemos a ellos?
La criatura retrocedió.
—¿Padres? —preguntó—. Así que sois niños. —Echó la vista atrás hacia sus
compañeros, que se asintieron y husmearon unos a otros—. Eso lo explica todo. Nos
preguntábamos por qué os habíais hecho más pequeños y brillantes.
—¿Brillantes? —preguntó Lina.
—¿Cómo explicarlo? —sopesó la criatura—. Ah, sí. Nosotros somos agarianos, que
es el nombre que nos pusieron Auric y Rhyssa. Agariano. Un buen nombre. Los
agarianos no tenemos ojos como los humanos. Para nosotros es difícil incluso imaginarlo.
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Después de largas conversaciones con vuestra madre, casi llegué a entender el concepto
de la vista, pero ahora creo que lo he olvidado. Así que no podemos ver, pero podemos
sentir el mundo. Podemos oler y oír. Sentimos el movimiento del aire y el calor que
emitís. Y sentimos… ¿cómo lo llamaba Auric? Las vibraciones, sí, las vibraciones que
emiten todas las cosas. Es nuestra forma de mirar. Así es como encontramos al par de
criaturas que huelen y vibran como Auric y Rhyssa Graf, aunque un poco más pequeños
y más llenos de energía. Pensamos que simplemente habían cambiado su forma, como
nosotros hacemos a veces.
—Nosotros no podemos cambiar nuestra forma —dijo Milo—. Sólo somos niños. Yo
soy Milo y ella es Lina.
Extendió la mano y el agariano hizo lo mismo, extendiendo una extremidad plana
cubierta de una hilera de hojas húmedas que descansaron sobre la palma de Milo. De
repente se percató.
—Eres una seta —dijo sorprendido—. Todos vosotros ¡sois setas vivientes!
El agariano se echó a reír con un sonido sibilante.
—Es una forma de verlo —sugirió—. Los humanos tenéis animales primitivos.
Nosotros evolucionamos, como decís vosotros, de los hongos. Mi nombre es… —E hizo
una especie de sonido apagado, como el que a veces producía Morq cuando Milo le
acariciaba la barbilla.
De repente, Milo recordó a su mascota. Pero allí estaba, estirado sobre el suelo de
piedra y dando patadas en sueños. Tenía sentido: si los agarianos habían utilizado una
especie de gas para dejarlos inconscientes, los efectos durarían más para Morq.
Lina intentó pronunciar el nombre del agariano, pero sólo fue capaz de emitir un
gemido sin sentido.
—Hhhuuhhhfffffffrrrrrrr —lo intentó Milo, y la criatura asintió impresionada.
—Bien, Milo —dijo—. Ahora un poco más rápido. Hffrr.
—Hffrr —dijo Milo—. Me gusta.
Lina seguía intentándolo, con la mirada llena de frustración.
—A tus padres les pasaba lo mismo —dijo Hffrr sonriendo—. Vuestra madre logró
familiarizarse con nuestro idioma en el tiempo que estuvieron aquí, pero vuestro padre
decidió que era más fácil enseñarnos el vuestro. Lo que es bueno para nosotros, ¿no?
—¿Cuándo estuvieron aquí? —preguntó Milo—. Tuvo que ser hace mucho tiempo,
antes de que naciéramos nosotros.
Hffrr pareció encogerse de hombros.
—Para mí, es como si hubiese sido hace un momento —opinó—. Pero los agarianos
medimos el tiempo de forma muy diferente. Decidme, Milo y Lina, ¿dónde están vuestros
padres ahora? Me encantaría hablar con ellos.
La cara de Lina se oscureció.
—Son prisioneros. Del Imperio.
Hffrr inclinó la cabeza.
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—Ah, qué lástima —dijo—. Pensar en Auric y Rhyssa, tan llenos de vida y
conocimientos, en manos de esos monstruos, destructores sin corazón —dijo antes de
lanzar un amargo ruido que Milo identificó como una maldición agariana.
—Hemos venido a rescatarlos —explicó Milo—. Pero nos chocamos.
—Decidme —dijo Hffrr—, no entiendo todo sobre vuestra especie pero… ¿los niños
humanos no son las criaturas indefensas que deben ser protegidas por sus padres? ¿Cómo
habéis llegado tan lejos vosotros dos solos?
Milo y Lina se miraron y se encogieron de hombros.
—Parece que no sois los típicos niños —dijo Hffrr pensativamente.
—Sabemos dónde están —le dijo Lina—. Están capturados en el complejo imperial.
Pero no sabemos cómo llegar hasta ellos. ¿Conocéis algún camino? ¿Podéis ayudarnos a
llegar?
—No —dijo rotundamente Hffrr—. Eso es imposible.
La cara de Lina se apagó.
—Sé que el Imperio tiene armas, y tenéis miedo de enfrentaros a ellos pero…
—No tenemos miedo —dijo Hffrr—. Pero no podemos llevaros al complejo. Hay una
fuente de energía oculta en el interior de ese lugar. Fue instalada por los mineros, y es la
única razón por la que no hemos acabado con ellos como tendríamos que haber hecho,
antes de que su descubrimiento entregara el cuadamio al Imperio. Ese generador da
energía al complejo, las taladradoras, las luces, los sistemas de refrigeración, todo. No
podemos acercarnos.
—Pero ¿por qué? —preguntó Lina—. ¿Por qué es tan terrible?
—El simple hecho de acercarnos al recinto nos resulta enfermizo. Las vibraciones
energéticas son tan fuertes que nuestros sentidos se confunden; nos provoca una especie
de locura. No hay forma de luchar contra eso. Es tan fuerte que incluso el propio aire es
nuestro enemigo. —Hffrr negó con la cabeza—. Es un problema, porque nuestros
esfuerzos por luchar contra el Imperio nos han dejado en una posición complicada. Esta
cueva se está quedando sin espacio.
Levantó un brazo y un chorro de gas verde salió despedido de su muñeca, en
dirección al interior de la cueva. Por todos lados la niebla se fue despejando,
convirtiéndose en finas gotas que se aferraban a las paredes de la cueva. Las costuras de
liquen verde se iban haciendo visibles, iluminándolo todo con un resplandor fantasmal.
Cuando la niebla se disipó, Milo pudo apreciar otras figuras, desperdigadas en el
suelo de la cueva. Podía ver un brazo aquí, una bota allí. Un torso blanco, un casco
mohoso. ¡Soldados de asalto! Pero todos estaban inmóviles, tumbados en el suelo
cubierto de moho de la caverna. Oyó aquel repentino ruido de nuevo, y se dio cuenta de
que era el sonido de cien hombres respirando al unísono, siseando y roncando en sueños.
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CAPÍTULO 6
LA ESPORA
Cuando se despertaron, una luz pálida se filtraba hasta el interior de la caverna por
entre las rendijas del techo rocoso. Los soldados de asalto encerrados seguían tumbados
bajo una capa de niebla, con su respiración ronca como único signo de vida. Lina se sentó
junto a Milo, frotándose los ojos con una mano sucia.
—Guau —dijo—. Así que no ha sido un sueño.
Milo sonrió.
—Me temo que no.
—Pero estamos bien, ¿no crees?
—Definitivamente —asintió Milo—. Y vamos a ver a mamá y a papá hoy. Lo sé.
Mientras se sentaba en el borde de la cama, una pequeña figura salió de la oscuridad y
saltó sobre su regazo. Morq tenía los ojos brillantes y completamente abiertos y agitaba
su cola mientras acariciaba el vientre de Milo con su pico. El niño acarició la cabeza del
pequeño mono-lagarto, alimentándolo con restos de su paquete de racionamiento. Morq
tosió y los escupió de vuelta.
Hffrr apareció poco después, caminando por la cueva. Milo no pudo evitar fijarse en
que las piernas del agariano eran más largas que la noche anterior, y la cabeza un poco
más humana.
—Vamos, Milo; vamos, Lina —dijo Hffrr alegremente—. Tenemos un largo camino
por delante.
Los llevó por senderos serpenteantes a través de cuevas, pasando de espacios del
tamaño de un hangar a minúsculos túneles donde incluso Milo tenía que agacharse. El
sistema subterráneo estaba lleno de agarianos de todas las formas y de todos los tamaños.
Milo vio un montón de cuerpos tan grandes como los enormes hutts grises, que usaban
sus brazos y tentáculos para arrastrarse. Otros apenas alcanzaban las rodillas de Milo, y
corrían a través de los túneles mientras hablaban en grupo. Al principio pensaba que eran
niños, hasta que Hffrr los llevó a través de una cueva guardería donde unos pequeños
agarianos grises daban vueltas por el suelo, balbuceando y riendo alegremente.
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—Sí —admitió Hffrr—. Nuestra forma básica sigue siendo la misma, un cuerpo, algo
que vosotros llamaríais «cabeza», pero podemos alterar nuestra altura y nuestro número
de extremidades.
—Esta noche has cambiado —dijo Lina—. Ahora te pareces más a una persona.
—Eso es cierto —respondió Hffrr—. Adonde vamos, necesito que confiéis en mí.
Subieron por un último túnel empinado y salieron junto a una escarpada colina
rodeada por un montón de ramas. El sol estaba en lo alto, pero Millo no podía verlo a
través de las nubes. Lina se cubrió los ojos para mirar las distantes montañas.
—Pensaba que nos llevabas al complejo —opinó con sospecha—. Pero parece que
estemos más lejos. Mira, ahí está nuestra nave. —Señaló con el dedo un fino rastro de
humo en el horizonte.
—Dije que iríamos al complejo —añadió Hffrr—. No dije que llegaríamos
caminando. Vamos.
Los llevó a la cresta de la colina, donde el bosque de setas se convertía en un
pedregoso claro. En el centro se erguía una vasta figura cilíndrica que llegaba hasta el
cielo. Milo la reconoció de inmediato.
—Esa cosa es la que nos derribó —dijo—. ¡Estuvo a punto de matarnos!
Hffrr asintió.
—Fue desafortunado —indicó—. Los tallos tienen un… instinto propio, y les encanta
disparar a las naves imperiales. ¿Cómo iban a saberlo?
Milo contempló la enorme torre que se elevaba hacia el cielo, casi perdiéndose en las
nubes. El tallo se inclinó, con sus correosas raíces en el interior del suelo. Hffrr se acercó
y colocó las dos palmas de las manos sobre él. Bajo sus manos sin dedos, el tallo se
onduló suavemente, reaccionando al contacto. Hffrr dio un paso atrás mientras una parte
del tronco del tallo se abría para mostrar un oscuro pasadizo.
Les hizo una señal.
—Por aquí.
—No, no —negó Lina con firmeza—. De ninguna manera me voy a meter ahí.
—Pues deberías —insistió Hffrr—. La única alternativa es caminar durante tres días.
No sabemos lo que les puede pasar a vuestros padres en ese tiempo.
—Tiene razón, hermanita —dijo Milo—. No tenemos otra opción.
El niño se agachó para entrar por la abertura. Las paredes interiores eran frías y
húmedas, pero podía sentir cómo la vida latía en ellas. Morq saltó para instalarse en su
hombro, temblando.
De repente las paredes desaparecieron y los niños se encontraron de pie en un espacio
cerrado, rodeados de una suave piel roja. La cámara doblaba el tamaño de Milo y parecía
una esfera perfecta. Desde la base de dicha esfera brotaba un cilindro dorado cubierto de
ramas irregulares. Hffrr hizo un gesto hacia él.
—Agárralo del centro, Milo —dijo—. Y tú también, Lina. Agárrate fuerte.
—¿Por qué? —preguntó Lina preocupada—. ¿Qué va a pasar?
Milo miró hacia el techo y tragó saliva.
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—Creo que… —sugirió cuando consiguió hablar—. Creo que estamos dentro de…
—No —dijo Lina, volviéndose hacia él—. No, no podemos… —Pero la entrada ya
estaba sellada tras ellos; las paredes de la esfera estaban cerradas a la perfección.
Milo se subió a una de las ramas que salían de la estructura central, y la envolvió con
sus brazos. Era suave pero sólida a la vez, y la rama que tenía debajo parecía igualmente
segura. Sin embargo, sintió el miedo en la garganta cuando la esfera empezó a elevarse,
lentamente al principio, pero progresivamente más rápido. Milo pensó que era como estar
en un turboascensor, sólo que no había ningún botón para hacerlo parar, ni un último
piso. Seguían subiendo, más y más rápido, hasta que Lina soltó un grito y Morq se unió a
ella, chillando aterrorizado mientras salían disparados por el tallo.
Entonces sonó un fuerte estallido y comenzaron a volar. El viento rugía y el color rojo
de las paredes del cilindro se volvió más pálido. La espora dibujó un gran arco en el aire.
—¡¿Puedes controlarlo?! —gritó Lina a Hífrr—. ¿O lo único que podemos hacer es
rezar para que no pase nada?
Hffrr agarró la rama central, deslizando su palma por la superficie. Milo sintió que la
esfera se movía sutilmente, cambiando su dirección.
—¿Cómo funciona? —preguntó Lina.
—Pequeñas aletas en la capa exterior —explicó Hffrr—. Se abren o se cierran,
dirigiendo el flujo de aire.
—¿Cómo ves hacia dónde vamos? —preguntó Milo— ¿O es mejor que no lo
sepamos?
Hífrr sonrió, y Milo sintió una sacudida al llegar al punto más alto del arco. Por un
momento quedaron suspendidos en el aire, pero se mantuvieron sujetos a las ramas.
Después hubo un crujido, un desgarro y la cámara se iluminó.
Milo gritó cuando las paredes de la espora se alejaron, expulsadas por el mismo
viento que les removía el pelo y la ropa. Algo apareció en espiral desde el centro: un
zarcillo que se elevaba con la brisa. Pero a medida que se alargaba, comenzaba a
deshilacharse, ensanchándose hasta convertirse en una especie de vela. La atadura se
tensó y la espora comenzó a descender.
Milo sintió su corazón latir a toda velocidad, agarró el centro de la espora con más
fuerza e intentó no mirar hacia abajo. Las nubes estaban muy por debajo de ellos y el sol
era un ardiente círculo sobre la curvatura del planeta.
Lina se echó a reír, con las mejillas sonrojadas. Alcanzó la mano de Milo, cogiéndola
con fuerza. Él intentó devolverle la sonrisa, pero le dolía el estómago y la cabeza le daba
vueltas. Morq se introdujo en la chaqueta de Milo, temblando contra su pecho. Apretó los
dientes y se acurrucó contra su dueño.
—Allí —dijo Hffrr, apuntando con el dedo.
En el horizonte, las montañas irrumpían entre las nubes como una hilera de dientes
afilados. La vela cambió de dirección y des-vn cendieron impulsados por las corrientes de
aire.
—¿Puedo probarlo? —preguntó Lina colocando sus manos en el centro.
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Hffrr asintió.
—Sé amable. Sentirás que te responde.
La vela se sacudió y la espora se estremeció.
—¿Estás segura de que es una buena idea? —preguntó Milo.
—No seas tonto —dijo Lina a la defensiva—. Puedo hacer volar cualquier cosa.
—Puedes estrellar cualquier cosa —murmuró.
Ahora estaban descendiendo más deprisa, y parecía que las nubes los engulleran.
Durante un largo periodo de tiempo no pudieron ver nada, sólo remolinos grises. Milo se
estremeció, sintiendo como la condensación se acumulaba en su piel. Entonces se
abrieron camino y la superficie de Agaris se hizo visible.
—Lo veo —dijo Lina, señalando algo—. ¡Mira!
Milo siguió su dedo. Allí, a un lado de la montaña más cercana, vio el contorno del
complejo imperial: una estructura de piedra inclinada dotada de antenas y torretas de
defensa. En su base había un patio repleto de formas oscuras de hombres y máquinas.
Hffrr soltó un grito, abrazándose al tronco central.
—¿Qué pasa? —preguntó Lina.
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HfFrr apuntó con la cabeza. En los alrededores del complejo habían despejado el
bosque, talándolo todo en todas direcciones. Milo pudo ver soldados en el perímetro y el
humo que se elevaba cuando destruían la maleza.
El paracaídas se retorció y la espora empezó a inclinarse, pero el giro sólo fue
superficial. Hffrr se apretó la cabeza por el dolor.
—Estamos demasiado cerca —dijo—. He sido descuidado, nos he traído demasiado
cerca. Pensaba que podríamos acercarnos desde el bosque, pero no sabía que habían
conseguido llegar tan lejos.
En el claro, Milo pudo ver las formas quemadas de las setas gigantes, que estaban
siendo arrastradas por la maquinaria imperial.
—Tenemos que saltar —dijo Hffrr—. Nos cogerán.
Lina miró hacia abajo.
—No todos somos tan elásticos como tú —comentó—. Tenemos huesos, y se
rompen.
Hffrr se cubrió la cabeza desesperado.
—Estamos demasiado cerca —repitió—. No puedo… el dolor… es demasiado. No
puedo…
Lina le agarró la mano.
—Vete —dijo—. Ya encontraremos la forma de entrar y apagaremos ese generador.
Entonces podrás venir a rescatarnos, ¿vale?
Hffrr asintió.
—Lo siento.
Lina le soltó la mano y retrocedió. Milo vio cómo Hffrr caía en picado hacia el suelo,
girando al descender. Aterrizó con las piernas abiertas sobre la parte superior de una seta
y se desvaneció entre la maleza.
El niño levantó la vista. La espora se deslizó lentamente, acercándolos al claro, el
complejo y la captura.
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CAPÍTULO 7
EL PLAN
Rhyssa miró con horror la cabeza que había sobre el escritorio. No había luz en esos
ojos metálicos.
—Cráter —dijo, agarrando el brazo de Auric—. No.
Tarkin sonrió levemente.
—Pedisteis una prueba. Aquí la tenéis. Auric se incorporó.
—¿Y los niños?
—Están a salvo —respondió Tarkin—. Y lo seguirán estando. Vosotros, en cambio…
Rhyssa asintió.
—Todo lo que necesitas está en la cabeza de Cráter.
—Precisamente —dijo Tarkin—. Los mapas del Espacio Salvaje, todas vuestras notas
de vuestro anterior viaje a Agaris… Admito que fue una lectura fascinante. Esos
agarianos, apenas puedo creerme que existan. Hongos sensibles. Tendrán que ser
eliminados, por supuesto. A menos que estén dispuestos a trabajar en nuestras minas.
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—Nunca los apresaste, Tarkin —dijo—. Nos has estado engañando todo este tiempo.
El gobernador inclinó la cabeza.
—Cierto —admitió—. Pero nada de eso importa ahora, ¿no? Y al final, lo habéis
entendido. No podéis escapar de las garras del Imperio.
—Ya lo hemos hecho. Como unas… cuatro veces —dijo Lina, alzando la barbilla—.
Una más no debería ser tan difícil.
Tarkin bajó la mirada con disgusto, como si hubiese visto una mancha en su bota.
—Ya no os enfrentaréis a un incompetente como el capitán Korda. Y esta vez no
tendréis a ningún amigo rebelde que os ayude. Sí, sé dónde os habéis estado escondiendo.
Y me vais a contar todo lo que sabéis: el nombre de cada espía rebelde y la localización
de cada refugio.
—Olvídalo —dijo Lina, ignorando la mano de su padre, que la advertía apretándole el
brazo—. No vamos a decir nada.
—Ya veremos —espetó Tarkin—. Tenéis suerte de haber llegado justo a tiempo.
Vuestros padres todavía conservan sus ojos y sus brazos. Sus corazones continúan
latiendo. No tiene por qué ser siempre así. —Sonrió tímidamente—. Descansad esta
noche. Mañana me lo contaréis todo.
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Y se alejó, seguido por el droide negro. Lina sintió que sus manos le temblaban
mientras uno de los soldados la cogía de las muñecas y se las llevaba a la espalda.
—¡Por aquí! —gritó, empujándola hacia delante. Pero incluso mientras la arrastraban,
incluso mientras la llevaban por un pequeño y oscuro pasillo, se sentía como si flotara en
el aire.
Miró hacia atrás y vio a sus padres tras de sí, junto aun soldado que hacía señales con
su bláster. Milo dio unos cuantos pasos hacia delante, conducido por un gran soldado con
un bastón de aturdimiento pegado a la cintura. Pero cuando captó los ojos de Lina, una
sonrisa apareció en su cara. Habían pasado por muchas cosas. Habían sido perseguidos y
capturados, encarcelados y golpeados, les habían disparado desde tierra y desde el cielo,
y habían sobrevivido. Todavía seguían de una pieza, y habían conseguido todo lo que se
habían propuesto.
—Limpia esa sonrisa de tu cara —gruñó el soldado—, o te la limpio yo.
Pero, por mucho que lo intentara, Lina no podía parar de sonreír.
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CAPÍTULO 8
CARNE Y METAL
El olor lo estaba volviendo loco. Tenía que venir de alguna de aquellas puertas. Pero
¿de cuál? Cada vez que intentaba echar un vistazo al interior del acero, se le cerraba en la
cara, o un humano con enormes botas salía y estaba a punto de pisarlo. Uno lo había visto
y había intentado darle caza, pero él había conseguido escalar un muro de roca y
esconderse en un diminuto túnel lleno de aire fresco y ecos.
No sabía dónde habían ido, su chico y su chica. Tenía recuerdos vagos de un hombre
vestido de blanco disparando contra él, y un rostro amistoso que recordaba de un pasado
muy lejano. Había huido del pánico, zambulléndose en la oscuridad, ansioso por escapar
del ruido y las explosiones. Pero ahora estaba perdido y hambriento y solo.
Una puerta al final del pasillo se abrió, emitiendo una ráfaga de vapor. Morq empezó
a salivar; el olor era tan fuerte… tenía que venir de allí. Se acercó más, atento a cualquier
señal de los hombres de blanco y sus grandes botas. Se encorvó en las sombras,
esperando, y en el momento en el que la puerta se movió, él también lo hizo.
Morq entró corriendo, esquivó los pies y pasó bajo una mesa. La habitación era
grande, caliente y brillante, pero parecía que sólo había un hombre en su interior, uno
grande con manchas en el abrigo. Estaba removiendo algo en una sartén, algo delicioso y
carnoso.
El mono-lagarto sacudió la cabeza. El hambre lo estaba atontando. Acercarse al
hombre era demasiado arriesgado, pero tenía que conseguir comida. Se escondía saltando
de una sombra a otra, quedándose quieto en cuanto percibía algún movimiento. Entonces
se percató de que no tenía sentido permanecer ahí abajo. Los humanos nunca dejaban su
comida en el suelo, a menos que se la estuvieran ofreciendo. Tenía que subir más arriba.
Escaló una repisa, usando sus garras para impulsarse. Desde allí sólo le bastó un salto
para llegar a la encimera, un salto corto y rápido. La superficie era lisa y resbaladiza, así
que el aterrizaje fue de todo menos elegante. Pero tuvo su recompensa: un plato de carne
recién cocinada, esperando su llegada.
Morq miró alrededor con cautela. El hombre grande seguía moviéndose, dándole la
espalda.
El mono-lagarto se lanzó hacia delante y agarró un trozo de carne, engulléndolo. Su
sabor fue incluso demasiado fuerte; después de las secas raciones esto era un lujo
inimaginable. Se comió otro trozo, y otro más.
Estaba a punto de empezar con el cuarto cuando una mano lo agarró de la cola. Morq
se dio la vuelta, maldiciendo su propia estupidez.
El enorme hombre lo tenía cogido con su gran puño. Y ahora el otro puño descendía,
con un cuchillo afilado que se balanceaba en dirección a la cabeza de Morq. Soltó un
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
grito y se volvió, hundiendo el pico en la mano del hombre, que gimió enfadado y dejó
caer el cuchillo sobre la encimera.
Morq se liberó, saltó de la mesa y corrió hacia la puerta. Pero entonces, el desastre:
había alguien en la puerta, caminando con unas bandejas de metal. El recién llegado los
vio y gritó, y entonces soltó las bandejas, con lo que provocó un gran estrépito. El mono-
lagarto retrocedió, buscando desesperadamente otra salida. Allí, en lo alto de la pared,
había una escotilla abierta. Tendría que saltar mucho, pero podía hacerlo.
Se agachó, listo para saltar. Por un lado, el hombre grande se acercaba alzando el
cuchillo de carnicero. Por el otro, el recién llegado corría hacia él, con las manos
extendidas. Morq saltó, haciendo tanta fuerza como pudo con sus piernas.
Impacto contra la pared e intentó escalarla desesperadamente con sus garras. Por un
momento pensó que había fallado, que iba a caer al suelo y lo iban a cortar en pedazos.
Pero sintió como sus grandes garras se aferraban, los músculos de sus brazos se tensaban
mientras subía más y más en dirección a la compuerta.
Estuvo cayendo durante un tiempo, golpeando a un lado y otro hasta topar contra algo
caliente, pegajoso y sucio. El olor era insoportable: alimentos y líquidos podridos, todos
procedentes de la fangosa piscina en la que se había caído. Pero había algunas zonas
secas en la orilla, un montón de chatarra y partes de maquinaria hacia las que remó,
arrastrándose para salir.
Una vez fuera, se agachó para observar lo que lo rodeaba. Por allí no estaba su chico;
de hecho, no había señales de vida alguna, ni siquiera una buena rata sabrosa. Pero algo
producía un sonido: podía oír que rebotaba por las paredes y el techo de piedra. Era un
sonido familiar; no era humano, pero lo conocía.
Estaba llamándolo por su nombre. Morq dio vueltas, confundido. No podía ver a
nadie, sólo había un extraño objeto abovedado con enormes ojos. Se le acercó, y fue
entonces cuando lo reconoció.
De alguna manera, la cabeza del Hombre Flotante se había separado del resto de su
cuerpo, un accidente que hubiese matado a Morq, pero el Hombre Flotante había
sobrevivido. Hablaba con mucha insistencia, y parecía que quería algo, pero Morq sólo
reconocía el tono, no las palabras. Entonces, el Hombre Flotante pronunció una palabra
que el pequeño mono-lagarto reconoció: «Busca».
Morq miró a su alrededor neguitoso. ¿Qué es lo que el Hombre Flotante podría querer
de entre toda esta basura? No tenía forma de explicarse, sólo era una cabeza, así que
Morq tendría que resolverlo sin ayuda.
Probablemente sería algo de metal, porque el Hombre Flotante era de metal. ¿Tal vez
tenía hambre? No, nunca lo había visto comer. ¿Qué más podría necesitar el Hombre
Flotante? ¿Qué le faltaba?
Entonces lo vio. En lo alto de la chatarra, un disco plano con cinco extremidades
extendidas. Morq saltó hacia el objeto y lo agarró con su pico por el dedo más largo.
Tras él, podía oír que el Hombre Flotante seguía hablando.
—¡Sí, Morq! —estaba diciendo—. ¡Bien, Morq! ¡Bien!
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Tom Huddleston
Milo se despertó por el sonido de unas voces; miró hacia arriba y vio al droide negro
que se alzaba en la entrada de la puerta de la celda. Rhyssa y Auric esperaban vigilados
en el pasillo, con las manos atadas. Lina se sentó, frotándose los ojos.
—Moveos —ordenó K-4D8—. El gobernador quiere veros.
—¿Y qué pasa si nosotros no queremos verlo? —preguntó Lina.
El droide se volvió hacia Rhyssa, levantando su pesado rifle de asalto. Lina se puso
en pie de un salto.
—Ya vamos —dijo—. No lo hagas. Por favor.
Milo corrió junto a su madre, incapaz de abrazarla por culpa de las esposas que tenía
en las muñecas. Ella se agachó para acariciarle la nariz.
—¿Has podido dormir? —susurró.
Milo negó con la cabeza.
—No mucho. Me siento tenso por no sé qué razón.
Rhyssa se echó a reír.
—Silencio —espetó K-4D8—. Nada de intimar.
Marcharon por el pasillo en parejas: Milo y su madre seguidos por Lina y su padre y,
en la retaguardia, los dos soldados de asalto. El túnel se dividió y tomaron el camino de la
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izquierda; se sumergieron en un húmedo pasillo con luces parpadeantes que colgaban del
techo.
—¿Adónde nos lleváis? —preguntó Auric—. Este no es el camino a la habitación del
gobernador.
—No vamos a su cuarto —replicó K-4D8, agachándose para esquivar un montón de
liquen que colgaba del techo de piedra—. Asqueroso planeta —murmuró—. Tanta…
vida.
Mirando a su alrededor, Milo vio manchas de hongos en los muros del túnel,
parecidas a las cosas que crecían en la espalda de HíFrr. Se preguntó dónde estaría el
agariano. ¿Estaría allí fuera, preparando un plan para rescatarlos? ¿O habría vuelto alas
cuevas, abandonándolos a merced del destino?
Parpadeó varias veces. Por un brevísimo instante le pareció ver al hongo moviéndose,
una rápida sombra que cruzó la luz. Había un extraño zumbido en el aire.
K-4D8 se detuvo y se dio la vuelta. Los soldados alzaron los blásters. El sonido se
intensificó, era un constante zumbido palpitante que provenía de las paredes del túnel. De
nuevo, Milo pensó que parecía que el hongo se retorciera, como las algas en la superficie
del mar.
Entonces de repente el ruido cambió de tonalidad, y pudo oír las palabras que
pronunciaba.
—Miiiiloooooo… —parecía decir—. Liiiiiinaaaaaaaaaa…
Se miraron unos a otros, sorprendidos. El droide se acercó a los prisioneros.
—¿Qué es eso? —preguntó—. ¿Quién está haciendo esos sonidos?
—Ya vaaaaamoooooooos —dijo la voz, y Milo reconoció el tono suave de Hffrr—.
Nooooo tengáaaais mieeeedooooooo…
Lina sonrió, dando palmas.
—Ya vienen —dijo. Después miró directamente a K-4D8—. Ahora estáis en un grave
problema.
Fue entonces cuando comenzaron los disparos.
Milo se agachó cuando los proyectiles de los blásters impactaron contra las paredes
de piedra. Los soldados volvieron a disparar, con lo que provocaron un rugido
ensordecedor en ese estrecho espacio. K-4D8 alzó su rifle de asalto y disparó seis veces
de forma sucesiva.
Milo levantó la mirada, intentando ver a qué estaban disparando. Las luces se habían
apagado, pero en el lejano final del pasillo se podía distinguir una enorme forma
moviéndose, con la cabeza agachada y que se dirigía hacia ellos. Los soldados se
agazaparon, y dispararon como respuesta; los proyectiles golpearon su monstruoso torso
y la figura se tambaleó. Luego se animó de nuevo, haciendo temblar el suelo a cada paso
que daba por el túnel.
—¡Identifiqúese! —gritó K-4D8—. ¡Es una orden!
—No recibo órdenes de usted —respondió la figura, y la mente de Milo vaciló. «No
podía ser… ¿no?».
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
CAPÍTULO 9
ATAQUE
De un extremo a otro, el patio estaba lleno de hombres, todos en pie y atentos. Los
soldados de asalto estaban perfectamente alineados, con sus blásters pegados al pecho.
Los oficiales se disponían frente a ellos, inmóviles bajo la luz roja del sol naciente. A sus
espaldas, a través de una amplia extensión de terreno pedregoso, el bosque de setas
permanecía gris y nebuloso en la bruma de la mañana.
—Ah, K-4D8 —dijo el gobernador Tarkin mientras el droide negro se acercaba desde
el complejo, escoltando a Milo y a sus padres—. Me ha llegado información sobre unos
disparos en los túneles. Me estaba preguntando si te habías metido en problemas.
—No ha sido nada —informó el droide—. Un fallo del bláster. La chica de los Graf
se ha hecho daño y la he enviado a su celda con un droide médico.
Los ojos de Tarkin se entrecerraron.
—Qué pena —dijo—. Me hubiese gustado que estuviera aquí para presenciar esto.
«¿Por qué ha mentido el droide?», se preguntó Milo. Debía de darle vergüenza
reconocer su error, o tenía miedo de las consecuencias si Tarkin descubría la verdad. La
certeza de que incluso una bestia brillante como K-4D8 tenía miedo de algo hizo que
Milo se sintiera extrañamente esperanzado. Esos Imperiales podían parecer imparables,
podían actuar como si el universo les perteneciera, pero muy en el fondo tenían los
mismos miedos que cualquier otro.
Tarkin se volvió hacia Auric y Rhyssa, y señaló el patio.
—Impresionante, ¿no? Quiero inspeccionar mis tropas una vez más antes de empezar.
—¿Empezar qué? —preguntó Rhyssa con los dientes apretados.
—Mi toma de posesión de Agaris, por supuesto. —Tarkin sonrió con crueldad.
Asintió a uno de sus hombres, que se apresuró a quitarles las esposas—. Ya sabéis,
habéis hecho que esto sea posible, vosotros y vuestros hijos. Los datos que encontramos
en la cabeza de vuestro droide nos dijeron todo lo que necesitábamos saber sobre esos
agarianos, incluido cómo matarlos. Mis soldados tienen nuevos filtros de aire instalados
en sus cascos, así que no volverán a respirar ese asqueroso gas.
Apuntó hacia el cielo, donde un conjunto de figuras negras volaban entre las nubes.
Cubriéndose los ojos para no deslumbrarse por el sol, Milo distinguió las conocidas
formas gemelas de los bombarderos TIE.
—Han sido dotados con cargas de minas especiales —explicó Tarkin—. Las llaman
«traga cuevas». Pelarán este planeta como una fruta podrida, y mis hombres se
encargarán del resto. En unos cuantos días, Agaris será mío.
Se dio la vuelta, levantando el comunicador hasta su boca. Los hombres del patio se
quedaron en silencio. No se movía ni una brizna de aire; lo único que Milo podía oír era
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—Dales una a los prisioneros —dijo—. Quiero que sean testigos de mi contraataque.
Milo cogió la máscara que le ofrecían, se ató la correa alrededor de la cabeza e
intentó respirar con calma. El gas rojo había empezado a disiparse, dejando un rastro de
figuras inconscientes esparcidas por las piedras. En el silencio, oyeron gritos de dolor y
confusión, el crujido de los comunicadores y hombres dando órdenes.
Entonces se oyó otro sonido, débil y distante pero imposible de ignorar. Llegaba de
más allá del patio, de más allá del claro despejado. Llegó del interior del mismísimo
bosque de setas. Eran voces, cientos de ellas, que parecía que estuvieran muy furiosas.
Sus gritos no pronunciaban ninguna palabra inteligible, pero el desafío era inconfundible.
Milo sintió que su esperanza crecía. Los agarianos estaban llegando.
Una segunda línea de esferas apareció en el horizonte, girando hacia ellos.
Parpadeaban con una pálida luz púrpura, como si en su interior brillara algo. Después,
como el primer grupo de esporas, explotaron en el aire y enviaron así miles y miles de
diminutas y brillantes bolitas en forma de lluvia sobre los hombres del patio.
Milo se agachó al oír un ruido como el de una roca al impactar contra un techo de
hojalata. Pero cuando miró de nuevo, los soldados de asalto se estaban levantando, con
las armaduras abolladas por la lluvia de plantas.
Tarkin sonrió sombríamente.
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—¿Eso es lo mejor que tienen esos agarianos? —espetó. Entonces alzó la voz—. ¡K-
4D8, acaba con ellos!
El droide negro asintió, caminando hacia el patio. Los soldados comenzaban a
reagruparse, con las armas apuntando hacia el bosque. El droide se puso junto a ellos y
dio las órdenes. Los bombarderos TIE restantes dieron la vuelta y Milo pudo ver bolas de
fuego apareciendo a lo largo de la línea de setas gigantes, una cortina naranja emergiendo
de la niebla. Oyó gritos lejanos, alzados por el viento caliente que se arrastraba hacia
ellos.
La primera línea de soldados de asalto avanzó, con los lanzallamas levantados. A la
señal de K-4D8, apretaron los gatillos simultáneamente, quemando el suelo que tenían
delante. Los bombarderos regresaron, desatando otro muro de fuego. Milo vio una
enorme seta en llamas, con la parte superior que se resquebrajaba y caía en aquel
infierno. Y pudo ver otra figura más alejándose de la feroz tormenta de fuego y
desapareciendo entre las grietas del suelo.
Los agarianos estaban ahí fuera, conteniendo el asalto del Imperio. Pero, a menos que
el generador quedara fuera de juego, se iban a quedar donde estaban, incapaces de
acercarse al complejo. En cualquier momento los primeros soldados de asalto los
alcanzarían, y Milo no tenía ni idea de cómo acabaría esa lucha. Los agarianos eran
muchos, pero los soldados estaban mejor armados, mejor entrenados y no tenían dudas
cuando se trataba de matar.
Estaba desesperado por saber dónde debía de estar Lina. Por lo que podía deducir,
había dos posibilidades: o estaba malherida bajo el desprendimiento de rocas, o ella y
Cráter estaban buscando el generador. Por el bien de todos, esperaba que fuese la última.
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CAPÍTULO 10
EL GENERADOR
—Y entonces creo que la caída debió de desencadenar mi reactivación, porque
cuando recuperé el sentido estaba en un montón de basura —contaba CR-8R—. En
realidad, señorita Lina, no se puede imaginarlo que he sufrido. Es un milagro que después
de todo pueda estar aquí. De una pieza, más o menos.
«De una pieza muy grande», pensó Lina para sí. Le estaba resultando imposible
acostumbrarse al nuevo cuerpo de CR-8R mientras caminaban, levantando nubes de
polvo con cada paso. Lina había visto cómo trabajaban los levantadores de carga; uno
casi la aplastó en una mina de Cedonne. Éste estaba abollado y doblado, y agarraba un
voluminoso bláster en el único brazo que le quedaba. Su torso era casi tan grande como el
túnel y terminaba en un par de piernas enormes, del tamaño de un tronco. En el centro del
vasto cubo, la cabeza de CR-8R parecía una pequeña pelota que se balanceaba sobre su
cuerpo.
Lina no sabía de dónde procedía el otro brazo, pero sospechaba que era de algún tipo
de droide de tala. La larga y esbelta extremidad terminaba en una sierra dentada que se
encendía en los peores momentos, como cuando Lina se acercó a CR-8R para darle un
abrazo después del desprendimiento del túnel. Él había querido consolarla y había estado
a punto de cortarle la cabeza.
—No fue un milagro lo que te salvó —le recordó—. Fue un mono-lagarto.
—Supongo —aceptó CR-8R a regañadientes—. Este… animal ha demostrado ser
útil, después de todo.
—Y después de todas las cosas que has dicho sobre él —dijo Lina con una sonrisa—,
deberías disculparte, Cráter.
CR-8R suspiró.
—Morq, siento no haber apreciado todo lo que valías antes. Gracias por rescatarme.
Morq ronroneó, trepando por el enorme hombro de CR-8R y frotando cariñosamente
el pico contra su mejilla metálica. CR-8R le respondió con un zumbido reacio, y Morq se
sintió feliz.
—Según los esquemas a los que pude acceder en el ordenador central del complejo —
dijo CR-8R—, el generador tendría que estar al final de este pasillo.
—Estará protegido —le advirtió Lina—. No todos habrán ido a esa inspección.
Los pasillos se habían quedado vacíos, pero habían oído a un par de mecánicos que se
peleaban porque llegaban tarde a la revisión de personal del gobernador.
—Espero que Milo esté bien —dijo Lina—. El techo cayó con mucha fuerza.
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—Estoy seguro de que estaba en la zona libre de impacto —le dijo CR-8R—. El
droide KX no iba a poner en riesgo a los dos prisioneros más valiosos del gobernador.
Todavía no ha tenido la oportunidad de interrogarlos.
—No le diría nada de todas formas —murmuró Lina.
—Le diría lo que necesita saber —dijo CR-8R—. No arriesgaría su vida, o la del
señor Milo o la de sus padres por un poco de información que puede que esté desfasada.
—Pero quería información sobre Mira y Ephraim —protestó Lina—. Y toda su red.
—Y si los Bridger estuvieran aquí, le dirían lo mismo —dijo CR-8R—. Ellos pueden
cuidar de sí mismos.
Se oyó un estruendo sobre ellos y las paredes temblaron. Las luces del techo
parpadearon y Lina oyó un ruido sordo y potente a lo lejos.
—Ha empezado —dijo—. Tenemos que movernos. —Aceleró el paso y se puso a
correr por el túnel.
—¡Oye! —Un grito les dejó helados—. ¿Qué creéis que estáis haciendo?
Al final del pasillo se abría una puerta de acero. Un par de tripulantes jóvenes
esperaban en la entrada, empuñando torpemente sus blásters.
—¡Alto! —gritó el que les quedaba más cerca—. O abriremos fuego.
—Cráter —murmuró Lina—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
—No tenga miedo, señorita Lina —dijo CR-8R—. Lo tengo todo bajo control.
Comenzó a correr, clavando sus enormes pies en las piedras. Para sorpresa de Lina,
soltó un rugido mientras bajaba por el pasillo y avanzaba hacia los aterrados guardias.
Uno de ellos disparó, pero el proyectil rebotó contra el torso blindado de CR-8R. Aun así,
continuó corriendo, con Morq aferrado a su hombro chillando por su cuenta.
Los soldados se miraron entre sí, sorprendidos y aterrados. Lina percibió que eran
poco más que unos cadetes; hacían la guardia mientras sus superiores asistían a la
inspección. Se podía imaginar el miedo que sentirían mientras veían que esa figura
gigante se precipitaba desde las sombras hacia ellos.
El jefe se rindió el primero, atravesando la puerta y arrastrando a su compañero con
él. Se precipitó sobre los controles de la misma mientras huía, pero CR-8R la alcanzó
antes de que se cerrara, agarrándola con su enorme puño. El acero se desgarró como
papel mientras el droide cargaba contra él.
Lina se apresuró tras CR-8R, pasó por la retorcida puerta y entró en la habitación del
generador. Al otro lado vio otro panel que se cerraba.
—Has dejado que se fueran —objetó.
CR-8R asintió.
—Quizá parezco un monstruo, señorita Lina, pero eso no significa que me haya
convertido en uno.
El suelo tembló de nuevo, provocando una fina lluvia de polvo en la habitación.
—Volverán —dijo Lina—. Y traerán refuerzos.
—Entonces deberíamos hacer lo que hemos venido a hacer —dijo CR-8R—. Y
rápidamente.
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El generador estaba ante ellos: un cilindro negro que brillaba con luces de colores.
Lina podía sentir su poder; el aire estaba lleno de electricidad y unas chispas azules
bailaban por la parte superior.
—¿Crees que hay algún interruptor para apagarlo? —preguntó.
—Tal vez —le dijo CR-8R—. Pero tardaríamos mucho en encontrarlo. Esto será más
rápido. —Encendió su brazo de sierra, y lo bajó hacia la consola que tenían enfrente.
Salieron volando chispas, junto a fragmentos de metal y plástico que saltaban por los
aires.
Lina se agachó.
—¡Eh, cuidado! —protestó—. No todos estamos protegidos por una armadura.
—Perdone —dijo CR-8R—. Cúbrase detrás de mí, señorita Lina.
Dirigió la sierra al centro de la consola, y la hoja crujió mientras los dientes se abrían
paso. Con el otro brazo disparó su bláster, dañando la consola con cuatro disparos
rápidos.
—¡Dispárale de nuevo! —gritó Lina—. ¡Creo que funciona!
El acero se derritió. El generador se agitó, mientras chispas eléctricas saltaban de la
consola rota. Morq corrió por la cubierta a medida que los tornillos eléctricos salían
disparados por el aire.
Entonces, con un espasmo y un rugido, el generador pereció y todo quedó a oscuras.
—Buen trabajo, Cráter —afirmó Lina—. Ahora sólo tenemos que encontrar la forma
de salir de aquí.
—Me temo que mi nuevo cuerpo no parece tener ninguna linterna —dijo CR-8R
disculpándose—. Aunque puedo ver con los infrarrojos. Intentaré encontrar una fuente de
luz. Ah, ¿qué es eso?
Lina oyó un clic, seguido de un silbido estático.
—Eso no suena como una linterna —dijo.
—Muy astuta —añadió CR-8R—. Es una radio. A lo mejor podemos conseguir
noticias del señor Milo, o al menos descubrir qué está causando estos terremotos. —
Escaneó a través de los canales del Imperio. De repente una voz surgió de la oscuridad.
—Las criaturas se están acercando —crujió la voz—. No puedo… No puedo
mantenerlos alejados.
Entre las palabras, Lina pudo oír explosiones y disparos de bláster, y soldados dando
órdenes.
—Espera —siguió el hombre, con la voz temblorosa—. El humo está
desapareciendo. Veo… Los veo. Vienen hacia aquí. Señor, ¡hay cientos de ellos!
—¡Mantengan la posición! —dijo una segunda voz, que Lina reconoció que era de
K-4D8 por su tono frío—. Usen lanzallamas y blásters, pero manténgalos alejados.
—¡Hay demasiados! —gritó el soldado—. ¡Están por todos lados! ¡Están saliendo
de la niebla! Aaaaah…
Su gritó se apagó, y por un momento se hizo el silencio. Después se volvió a oír la
voz del droide.
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CAPÍTULO 11
LA BATALLA
—¡Muévete, chico! —ladró K-4D8 empujando a Milo, que se tropezó, y agarró la
mano de su padre. Auric se volvió, y miró al droide y a los soldados de asalto que iban
detrás de él.
—Derribar a nuestro hijo no hará que vayamos más rápido —dijo enfadado.
—Tiene razón —añadió Tarkin entrando en el túnel—. No hay necesidad de ser
desagradable. Sólo pensad que cuanto más rápido os mováis, antes estaréis a salvo en mi
nave.
—No vamos a entrar en tu nave —escupió Rhyssa—. Tendrás que matarnos primero.
—Como quieras —dijo Tarkin. Y avanzó, conduciéndolos hasta el hangar.
El Pico Carroñero se encontraba en el otro lado del espacio cavernoso, y estaba
dotado con torretas brillantes. Droides de energía iban de un lado para otro alrededor del
tren de aterrizaje de la nave, y Milo pudo ver un par de oficiales que se apresuraban por
la pasarela mientras hacían las comprobaciones finales. En el interior, todo estaba oscuro.
—Milo, mira —susurró Auric, y Milo se volvió para seguir la mirada de su padre.
Más allá de la entrada del hangar, todo era un caos. El gas rojo llegaba en oleadas,
ocultando gran parte del patio. Pero Milo podía ver lo suficiente.
Podía ver cuerpos tumbados en el suelo, algunos inmóviles, otros arrastrándose
lentamente. La mayoría eran oficiales imperiales, los que estaban fuera cuando el primer
gas descendió. Pero también vio unos cuantos soldados de asalto y, por aquí y por allí,
grandes figuras grises.
Sonó una explosión, olas de calor que hacían retroceder el humo rojo. Mientras el
ruido desaparecía, Milo vio la primera línea de ataque de los agarianos, que avanzaban
irregularmente hacia el complejo. Como una difusa pared gris, llegaban corriendo y
rodando por el espacio abierto del patio. Los soldados de asalto se retiraban, mientras
intentaban repeler a los enemigos con los blásters y los lanzallamas. Pero los agarianos
eran demasiados; sobrepasaban en número a los soldados, devolviendo el fuego con
proyectiles de gas y bolas llenas de pinchos.
El gobernador Tarkin miraba en silencio; si estaba de alguna manera perturbado por
lo que veía, se negaba a mostrarlo.
—Súbelos a bordo —dijo a K-4D8—. Rápido, ya.
El droide cogió a Milo del hombro, casi levantando al chico del suelo, mientras
caminaba hacia la nave. Los soldados empujaron a Auric y Rhyssa hacia delante; los
oficiales del Pico Carroñero cruzaban el hangar, acercándose a ellos.
—Está todo listo y preparado, señor.
—Bien —dijo Tarkin—. Proteged a los prisioneros. Yo mismo pilotaré la nave.
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Milo oyó un disparo de bláster muy cerca. Se volvió cuando el humo de la puerta del
hangar desaparecía, revelando a un grupo de figuras negras.
—¡Alto! —ordenó el agariano más cercano—. ¡Soltadlos! —Milo reconoció esa voz.
Tarkin se dio la vuelta cuando ya estaba subiendo por la pasarela. Los soldados de
asalto se colocaron en formación, cubriendo al gobernador. K-4D8 se detuvo, agarrando a
Milo por el cuello.
—Soltadlos —repitió Hffrr, con su voz suave que rebotaba por todo el hangar—.
Ahora.
Sus compañeros se detuvieron. Había siete de ellos, que iban desde una alta seta a un
par de monstruos con cuatro brazos que tenían la mitad de tamaño que un caza TIE.
Tarkin miró a los agarianos con repugnancia, como si fueran la encarnación de todo
lo que detestaba de ese planeta.
—Estas personas son mis prisioneros —anunció—. Van avenir conmigo.
Hffrr dio un paso adelante.
—¿Estás al mando aquí?
—Soy la autoridad en Agaris —confirmó el gobernador—. Me llamo Tarkin.
—Taaah-kin —dijo Hffrr—. Sí. Conozco tu nombre. Tenemos a tus hombres.
El gobernador apretó los dientes.
—Eso me imaginaba. ¿Están muertos?
—No —negó Hffrr—. Sólo están dormidos. Si abandonáis este planeta, os los
devolveremos.
Tarkin le lanzó un gesto de desprecio.
—Si esos hombres son lo suficientemente tontos para ser capturados, no me
responsabilizo de ellos.
Hffrr dio otro paso más.
—Ésa es tu elección —dijo—. Pero no os vais a llevar a estas personas.
Tarkin suspiró.
—Ya me estoy cansando de esto —dijo—. ¡K-4D8! Mátalos, ¿entendido?
El droide negro asintió una vez.
—Encantado —dijo, y abrió fuego.
Uno de los agarianos se derrumbó, desprendiendo un gas verde de su cuerpo. El resto
se cubrió tras una pila de cajas mientras los soldados de asalto les disparaban. Las chispas
volaron e incendiaron el hangar.
—Auric y Rhyssa, ¡cubrios! —gritó Hffrr, y algo rodó hacia los soldados, una
pequeña planta redonda. Los Graf se agacharon cuando el hongo granada explotó,
golpeando con dardos la armadura de los soldados de asalto y derribándolos. Milo estaba
protegido por el cuerpo metálico de K-4D8; el droide apenas se movió cuando tres dardos
le perforaron el chasis negro.
Los agarianos avanzaron, con HfFrr liderando la carga mientras corrían y rodaban
contra el transbordador. Tarkin se detuvo por un momento, y miró hacia los soldados
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
caídos y los agarianos que se le acercaban. Entonces se dio la vuelta y subió por la
pasarela, que se levantó tras él.
K-4D8 se adentró en el hangar, con Milo, que arrastraba sus pies por la piedra, sujeto
por el cuello. El chico le dio una patada para intentar liberarse, pero K-4D8 apenas lo
notó. Milo vio dos soldados poniéndose de pie, y entonces empezaron a disparar
salvajemente. Uno de los grandes agarianos cayó, envuelto en gas verde.
Rhyssa agarró por la muñeca al soldado que tenía más cerca y le quitó el bláster.
Auric se encargó del otro y lucharon sobre las piedras. Milo vio que su padre envolvía
sus manos alrededor del cuello del soldado.
Entonces hubo un rugido y una gran ola de calor, y el Pico Carroñero comenzó a
elevarse. En la ventana de la cabina Milo pudo percibir la cabeza de Tarkin, inclinado
sobre los controles mientras sacaba la nave del hangar. Los propulsores rugieron y la
caverna se llenó de luz y de calor. Un instante después, la nave había desaparecido,
cruzando las nubes y desvaneciéndose en el cielo nublado.
—¡Suelta a Milo! —ordenó Hffrr dando un paso hacia K-4D8. En sus manos llevaba
un bláster, que había cogido de uno de los soldados caídos—. Suéltalo, y te dejaré vivir.
El droide se enderezó. Milo se agachó un poco a sus pies, con K-4D8 todavía
agarrándolo por el cuello.
—Detente donde estás —ordenó el droide negro—. Alto, o mataré a tu querido chico.
—Te destruiré a ti primero. —Hffrr levantó el bláster y apuntó a la brillante cabeza de
K-4D8. El monstruo de metal y el delgado agariano eran del mismo tamaño—. Suéltalo,
o usaré tus propias armas para acabar contigo.
—No lo creo —respondió K-4D8— Eres débil. No me matarás.
Hffrr no dijo nada, con la mano temblorosa donde agarraba la pistola.
—Es una máquina —le instó Rhyssa—. No está vivo. Dispara.
Hffrr la miró confundido.
—Pero habla —dijo—. Piensa.
—No es lo mismo —insistió Auric junto a su mqjer—. Hazlo. Salva a Milo.
Hffrr miró el bláster, después al droide. Milo podía percibir el conflicto en su fina
cara gris. Entonces Hffrr, lentamente, bajó el arma.
—Es un ser sensible. No puedo dispararle.
—Yo, en cambio, no tengo ese problema. —La voz resonó desde el fondo del hangar,
desde la oscuridad.
K-4D8 se dio la vuelta, arrastrando a Milo con él. Algo emergió de las sombras,
acompañado del sonido de una sierra metálica.
—Suéltalo —ordenó CR-8R mientras avanzaba con sus enormes piernas de metal—.
Ahora.
Lina corría tras él. Vio a Milo y se quedó helada, con una mano en la boca y la otra
agarrando un tubo oxidado.
—Pareces… diferente —dijo K-4D8, alzando su rifle de asalto.
—Me siento diferente —coincidió CR-8R.
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Tom Huddleston
Rompían las piedras cada vez que sus pies chocaban contra el suelo.
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
Al principio, CR-8R tenía ventaja, con su sierra que desgarraba los cables expuestos
del hombro de K-4D8. Después, el droide negro se agachó, colocó su rifle contra el torso
de CR-8R y disparó dos veces. La armadura de CR-8R era fuerte, pero los disparos lo
lanzaron hacia atrás. Agachó la cabeza y cargó de nuevo, agarrando el rifle de K-4D8. El
siguiente disparo se perdió en el aire, y estuvo a punto de darle a Lina mientras corría
hacia su hermano.
Se refugiaron tras el ala de un caza TIE, y observaron a los droides mientras se
golpeaban furiosamente.
—¿Qué le ha pasado a Cráter? —preguntó Milo sorprendido.
—Es una larga historia —explica Lina—. Pero le queda bastante bien, ¿no?
—Creo que va ganando —dijo Milo. Entonces levantó la voz—. ¡Vamos, Cráter!
¡Arráncale los brazos!
—Lo intento, señor Milo —le gritó CR-8R, y dio un golpe a K-4D8 que lo lanzó por
los aires. El droide negro aterrizó de espaldas con un crujido—. Quédate ahí —ordenó
CR-8R, acercándose—. O te aplastaré. Nadie toca al señor Milo y se va de rositas.
K-4D8 se levantó. Tenía un brazo torcido y cables cortados en el hueco del hombro.
—Yo lucho por el Imperio —dijo. Su vocalizador tenía daños que provocaban que su
voz sonara lenta y seria—. ¡Yo lucho!
Y avanzó con determinación, con la cabeza inclinada hacia delante. Cuando se
produjo el contacto, CR-8R se tambaleó hacia atrás. K-4D8 se balanceó salvajemente,
golpeando con su enorme puño una y otra vez en el mismo punto débil de CR-8R. Para
horror de Milo, consiguió atravesarlo y saltaron chispas mientras K-4D8 lo retorcía y
rasgaba con los dedos. CR-8R soltó un gemido eléctrico, y cayó hacia atrás con aceite
derramándose por su pecho.
—¡No! —gritó Lina mientras se ponía de pie. Salió corriendo de la sombra del caza,
empuñando su tubería.
CR-8R luchaba por separar su espalda del suelo, como un insecto que intenta
levantarse, pero su voluminoso cuerpo era demasiado pesado. K-4D8 colocó un pie sobre
su torso, manteniéndolo tendido. Bajó su rifle de asalto y lo presionó contra la cabeza de
CR-8R. Milo sabía que si destruía esos circuitos craneales, su amigo no podría volver.
CR-8R desaparecería para siempre. Se puso de pie para seguir a su hermana.
—¡Niños, no! —gritó Auric, y Milo echó un vistazo hacia atrás y vio a sus padres
corriendo tras ellos, con las manos extendidas. Hfírr estaba con ellos, y cruzaban el
hangar.
Pero Milo y Lina los ignoraron y corrieron hacia K-4D8, mientras gritaban como
animales. Lina empuñó la tubería y golpeó al droide en su articulada espalda. Se produjo
un fuerte sonido metálico. Le golpeó una y otra vez, con tanta fuerza como pudo. Milo
entró en acción y agarró el brazo armado de K-4D8.
El droide gruñó con frustración.
—Niños —dijo—. Ingenuos.
—No dejaremos que le hagas nada —gritó Milo—. ¡De ninguna manera!
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K-4D8 se inclinó hasta que su cruel rostro se quedó a unos centímetros del de Milo.
—Os mataré primero a vosotros —ladró—. Después acabaré con vuestro amigo.
Y levantó su arma, arrastrando a Milo con ella. El niño se aferró fuerte para intentar
hacer bajar al droide, pero no era lo suficientemente pesado. El rifle giró hacia Lina. Milo
pudo distinguir algo que se movía por el rabillo del ojo, algo que se alzaba desde el suelo.
Lina dio un paso atrás cuando K-4D8 se volvió. Sostuvo la tubería frente a ella, y
Milo recordó las viejas historias que sus padres les explicaban antes de ir a dormir sobre
los Jedi y los sables láser. Lina se encaró al droide, con un rostro firme y la tubería
alzada. K-4D8 rio y le apuntó.
Hubo un chillido metálico y Milo sintió el calor de las chispas que le salpicaron un
lado de la cara. K-4D8 se tambaleó y Milo cayó, volviéndose para ver que el alto droide
negro seguía erguido, con una expresión de sorpresa en su rostro. Su cabeza comenzó a
vibrar, como si estuviese a punto de explotar. Algunos fragmentos de acero y plástico
salieron disparados de su cuello.
Entonces se produjo un ruido sordo y un siseo, y la cabeza de K-4D8 se desplomó
hacia delante. Rebotó contra su pecho y cayó rodando hacia el suelo, aterrizando con un
fuerte golpe metálico. El droide negro cayó de rodillas, y Milo saltó hacia atrás mientras
el cuerpo decapitado se desplomaba como un árbol.
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Star Wars: Aventuras en el espacio salvaje: El rescate
Tras él, apareció CR-8R, levantando triunfante su sierra eléctrica. Pero sus
articulaciones se debilitaron y él, también, se tambaleó hasta caer sobre su blindado
trasero.
Lina corrió hacia el droide, rodeando con sus brazos su cabeza. Morq se subió sobre
el hombro de CR-8R y le lamió la cara con entusiasmo.
Milo sonrió.
—Eso ha sido sin duda la cosa más increíble que he visto en mi vida.
CR-8R alzó la mirada hacia él.
—Me alegra ser de ayuda, como siempre.
Rhyssa se unió al grupo, atenta a la figura inmóvil de K-4D8.
—Creo que ni siquiera te programé para la batalla, Cráter —dijo.
El droide asintió débilmente.
—Descubrirá muchos cambios, señora Rhyssa.
Auric cruzó el hangar para reunirse con Hífrr. Estaba contemplando el patio, con los
brazos cruzados. La batalla había terminado y, a través del humo, Milo pudo ver a los
agarianos que levantaban a los oficiales inconscientes y los alineaban sobre las piedras.
Los soldados de asalto supervivientes estaban sentados en grupo, con los brazos sobre sus
cabezas en señal de rendición. Los agarianos habían recogido sus armas y las estaban
amontonando en un foso más allá del patio. Mientras Milo observaba, la tierra se abrió y
se tragó las armas, que desaparecieron de su vista.
—Tarkin volverá —comentó Auric a Hffrr—. Lo sabes, ¿verdad?
—Lo sé —asintió Hffrr—. Lo vi en sus ojos. Volverá, y lo destrozará todo.
—¿Y qué vais a hacer? —preguntó Auric—. No podéis enfrentaros a él. Os sacará de
la órbita si es necesario.
—Es hora de marcharnos —dijo Hffrr—. Ya lo esperábamos desde hace un tiempo.
Los preparativos ya están listos.
—¿Marcharos? —preguntó Milo, acercándose—. ¿Marcharos cómo? No tenéis
naves.
Hffrr le sonrió.
—Ya lo verás, joven Milo —dijo con seguridad—. Ya lo verás.
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CAPÍTULO 12
EVACUACIÓN
Lina se abrochó el cinturón del asiento del copiloto mientras Auric hacía las
comprobaciones finales de los mandos de vuelo del Mensajero Estelar. Las luces
ondulaban a través de la recién soldada consola mientras Milo tomaba asiento tras ella, y
comprobaba el sistema de navegación.
—¿Cómo vamos por ahí atrás? —dijo Auric, y Lina se volvió para asomarse a la
oscura bodega. Vio unas chispas, y oyó a su madre maldiciendo en voz alta.
—Ya casi estamos —respondió Rhyssa—. Cráter, pásame la llave hidráulica.
Los agarianos habían entregado la nave al salir el sol, arrastrándola por el bosque de
setas usando cuerdas y rodillos. Rhyssa se había puesto a trabajar de inmediato: arregló el
lado destrozado del Mensajero Estelar y cambió los cables que iban de la cabina al
motor. Afortunadamente, los propulsores no estaban dañados, y una vez que CR-8R fue
conectado a su antiguo chasis, pudo ayudar a hacer las reparaciones finales.
—Espero que este trasto aguante —murmuró, alcanzando la palanca de alimentación
de combustible.
—Lo hará —dijo Lina—. No está mal, para ser una nave imperial. Sólo es que ha
recibido algún que otro golpe.
—Deberíamos haber pedido prestada una de ésas —dijo su padre, señalando—. Me
sentiría más seguro.
A través de la ventana, se podía ver un transporte imperial que se elevaba del
complejo, subiendo en dirección al Destructor Estelar que esperaba en órbita. Un puñado
de soldados de asalto seguían amontonados en el patio, esperando a ser evacuados.
—No me puedo creer que Hffrr los suelte sin más —comentó Lina—. Si se los
quedaran como prisioneros, los agarianos tendrían algo con lo que negociar.
—Eso no cambiaría nada —le dijo Auric mientras el transporte se desvanecía entre
las nubes—. Tarkin no se lo pensará dos veces antes de reducir este planeta a pedazos,
tanto si sus hombres siguen en la superficie como si no.
Lina se puso enferma.
—Eso es horrible —dijo—. Es un monstruo.
—Lo es —afirmó Auric—. Pero Hffrr no lo es. El prefiere dejarlos marchar, aun
sabiendo que recuperarán sus unidades. Le admiro.
Lina asintió. Imaginarse a todos esos soldados imperiales libres la hacía enfadar, pero
sabía que su padre tenía razón. Si los agarianos los dejaran morir, no serían mejores que
el Imperio.
—¿Y qué crees que va a pasar? —preguntó Milo, apoyándose entre los asientos—.
¿A qué se refería Hffrr cuando decía que era el momento de marcharse?
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—¿Qué son esas cosas? —preguntó Milo mientras el Mensajero Estelar se abría paso
entre las nubes—. ¿Qué están hac…?
Hubo una explosión ensordecedora.
Agaris se sacudió de polo a polo, como si una explosión gigantesca hubiera surgido
del corazón del planeta. El Mensajero Estelar se tambaleó, y las paredes y las ventanas
comenzaron a vibrar. A través del cristal, Lina pudo ver que el planeta entero se
estremecía, como si una mano invisible se hubiese apoderado de él y lo estuviera
sacudiendo bruscamente.
Y como una bola de espinas que lanza sus pinchos, Agaris se desprendió de su piel
nublada. Las nubes se deshicieron, evaporándose hacia el espacio. Lina vio como el
bosque de hongos se separaba de la superficie del planeta, mientras fuentes de tierra
negra se acumulaban alrededor de ellos. Las grandes setas cayeron y rodaron, con sus
enormes raíces tras ellas. Los delgados tallos salieron disparados como flechas,
impulsados por la fuerza del terremoto. Uno de ellos se dirigió hacia el Mensajero
Estelar, lo golpeó con su enorme cabeza y apartó la nave a un lado.
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Tom Huddleston
Era como atravesar un campo de asteroides, pensó Lina, excepto que estos proyectiles
eran más pequeños y más planos, y se movían rápidamente hacia el espacio. La nave
seguiría sufriendo grandes daños si alguna de aquellas cosas enormes impactaba contra
ellos.
Entonces algo pasó por delante del ventanal, a más velocidad que cualquiera de los
otros tallos. Era una esfera oscura que tenía la mitad de tamaño que el Mensajero Estelar;
moviéndose aúna velocidad cegadora hacia la lejana oscuridad. Otra la siguió, y otra.
—¡Son ellos! —dijo Milo sorprendido, estirando la cabeza para mirar hacia el
planeta.
Las esferas negras salían del centro de esos túneles gigantes como proyectiles de un
cañón de iones, atravesando el campo de escombros hacia el espacio vacío. El planeta
temblaba con cada descarga violenta.
—¿A qué te refieres con ellos? —preguntó Auric, observando con asombro.
—Los agarianos —dijo Milo—. Esas deben de ser las plantas de las que hablaba
Hífrr, las que podían sobrevivir en el espacio. Mira, se dirigen al sol.
Tenía razón. Las esporas se movían en formación, girando en dirección a la lejana
estrella.
—¿No se quemarán? —preguntó Lina.
—Deben de usar la gravedad de la estrella —sugirió Rhyssa—. Una onda, para coger
velocidad. Tienen que cruzar distancias interestelares, después de todo.
—Vale, ahora es eso lo más increíble que he visto en mi vida —dijo Milo—. Lo
siento, Cráter.
—No pasa nada —dijo el droide—. Estoy bastante de acuerdo.
—Incluso el Imperio se está apartando de su camino —dijo Auric, y Lina vio que el
Destructor Estelar comenzaba una acción evasiva, apartándose de la órbita de Agaris
mientras la nube de escombros iba en su dirección.
—Vamos a escucharlos —dijo Rhyssa antes de encender la radio. El ruido estático
llenó la cabina.
Una voz imperial surgió de la nada.
—¿Abrimos fuego?
—Deje que se vayan —respondió Tarkin con tono pausado—. El planeta es nuestro.
—Percibo una nave que sale de Agaris —continuó la primera voz—. Es una
embarcación imperial, pero todas nuestras naves están contabilizadas.
—La familia Graf —se burló Tarkin—. Bien. Envíen un escuadrón caza para
interceptarlos.
Rhyssa apagó la radio.
—De verdad que no aguanto a ese hombre. —Se volvió, alzando la voz—. Cráter,
¿cómo va el hiperpropulsor?
—Ya casi está —respondió el droide—. Dos minutos.
Lina vio cuatro cazas TIE que salían del Ejecutor y se dirigían hacia ellos.
—No vamos a tener dos minutos.
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—Trazaré un rumbo —dijo Auric, inclinándose sobre la consola—. Así podremos dar
el salto a la velocidad de la luz en cuanto Cráter nos diga.
—¿Sabemos adonde vamos? —preguntó Rhyssa.
—A algún lugar seguro —dijo Auric—. Todavía tenemos los mapas, ¿recuerdas?
Encontraremos un planeta tranquilo y agradable, algún lugar verde y pacífico, lejos de los
soldados de asalto y los Destructores Imperiales.
Una imagen apareció en la cabeza de Lina. Una casa en el bosque, junto a un río
salvaje. Un cultivo de grandes plantas frutales. Un lugar en el que ella y Milo pudieran
crecer fuertes y sanos, donde sus padres pudieran enseñarles todo lo que necesitaban para
sobrevivir. Toda su familia, junta, a años luz del peligro. Sería perfecto.
Pero eso era imposible.
—No —dijo—. No, no podemos.
Auric se volvió hacia ella.
—¿Qué quieres decir? —preguntó—. Lina, no voy a poneros en peligro otra vez.
Lina puso su mano sobre el brazo de su padre.
—Toda la galaxia está en peligro, papá. El Imperio no parará hasta que todo les
pertenezca, todos los planetas. Y no podremos perdonarnos el haber huido.
—No estamos huyendo —argumentó Rhyssa—. Esta no es nuestra lucha.
—Es la lucha de todos —dijo Milo, encarándose a su madre—. Lina tiene razón. Hay
gente ahí fuera que lo han arriesgado todo por nosotros. Estábamos perdidos y solos y no
sabíamos qué estábamos haciendo, y ellos nos ayudaron. Ahora es el momento de que
nosotros los ayudemos a ellos.
—¿Los rebeldes? —preguntó Auric—. Nunca podremos agradecerles todo lo que han
hecho. Pero ellos escogieron poner sus vidas en peligro. Ellos decidieron luchar contra el
Imperio. Nosotros nunca tuvimos elección.
—Pero ahora la tenemos —dijo Lina—. Y tenemos que volver.
—Estoy de acuerdo —dijo CR-8R mientras se asomaba flotando en la puerta,
observándolos.
Rhyssa alzó la mirada.
—¿Tú también, Cráter? —preguntó—. Tú fuiste programado para proteger a Milo y
Lina, no para ponerlos en peligro.
—Eso no es del todo correcto, señora Rhyssa —dijo CR-8R—. Si recuerda, usted fue
la que instaló mi programación primaria. Me diseñó para proteger niños, sabiendo que
empezaría con los suyos. Pero Milo y Lina no son los únicos niños de la galaxia. Hay
miles de millones más bajo amenaza. Al Imperio no le importan los niños. Lo único que
les importa es el poder. Si nos unimos a esta lucha, quién sabe a cuántas familias
podríamos salvar.
Por un momento, se hizo el silencio. Lina miró la cara de su madre y luego la de su
padre. Los ojos de Auric estaban fijos en el suelo, y negaba con la cabeza lentamente.
Entonces, un proyectil láser impactó contra un lado del Mensajero Estelar y Milo
soltó un grito. Los cazas estaban encarados hacia ellos, disparando mientras se acercaban.
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Tom Huddleston
—Cráter, espero que hayas arreglado el hiperpropulsor antes de decidir venir aquí a
darnos el sermón —dijo Rhyssa.
—Por supuesto —respondió el droide—. Y también me tomé la libertad de poner
rumbo a Lothal.
Auriclemiró.
—¿Has hecho… qué?
Milo se echó a reír.
—Cráter, eres un genio.
Otro proyectil alcanzó la nave. Frente a ellos, Lina pudo ver cómo las esporas
agarianas se dirigían hacia el sol, aumentando la velocidad. Esperaba que Hífrr y su gente
llegaran a buen puerto. Pero para ella, no había tal lugar. Era hora de volver y continuar
la lucha.
—Acelera, papá —dijo, agarrando la mano de Milo y apretándola.
Auric activó el hiperpropulsor. Las estrellas se dirigieron hacia ellos, y
desaparecieron.
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