Un Lugar Llamado Oreja de Perro
Un Lugar Llamado Oreja de Perro
Un Lugar Llamado Oreja de Perro
un lugar llamado Oreja de Perro, un hombre intenta escribir una carta. Atrás
queda su historia familiar, la temprana muerte de su hijo Paulo, la ruptura de su
matrimonio. Por delante, una intrincada ciudad andina, que fue destruida durante el
terrorismo peruano en los años 80, será usada como símbolo de la pacificación con el
lanzamiento de un programa de asistencia social. El país exige recuperar la verdad y
guardar memoria de los hechos trágicos para buscar una reconciliación.
Pero la memoria personal a veces es demasiado dolorosa y uno preferiría olvidar. Sin
embargo, van apareciendo durante su estadía en Oreja de Perro una serie de
personajes espectrales: un amnésico que estudia chino; un fotógrafo viejo y cínico;
una muchacha embarazada y con una trágica historia personal; un muchacho de
aspecto hosco que lo persigue; una hermosa y joven antropóloga que fantasea con
corresponsales de guerra. Incapaz de escribir aquella carta o de tomar cualquier
decisión, el protagonista vagabundea por un mundo del que se siente cada vez más
distanciado, con la sensación de que debe resolver un enigma y sin saber por dónde
comenzar. Aunque, a cambio de no intervenir en los trágicos sucesos de los que va
siendo testigo involuntario, se le permite advertir algo cierto sobre sí mismo, los
límites de su mirada y su verdadera condición.
En esta esperada última novela, el escritor peruano Iván Thays confirma plenamente
las esperanzas en él depositadas: «Iván Thays es uno de los más interesantes
escritores que han aparecido en América Latina en años recientes. Es cuentista,
novelista, profesor universitario y conductor de un programa de televisión sobre
libros; ha dedicado su vida a la literatura, una vocación que en su caso es una pasión
y una misión», en palabras de Mario Vargas Llosa.
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Iván Thays
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Título original: Un lugar llamado Oreja de Perro
Iván Thays, 2008
Ilustración: «El amigo», Luz Letts
Editor digital: Titivillus
ePub base r2.1
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Índice de contenido
Cubierta
[Conozco a Jazmín]
[Mónica]
[Hablo de sueños]
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[Regreso aprisa al albergue]
Agradecimientos
Sobre el autor
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El día 3 de noviembre de 2008, un jurado compuesto por Salvador Clotas, Juan
Cueto, Luis Magrinyá, Enrique Vila-Matas y el editor Jorge Herralde, otorgó el
XXVI Premio Herralde de Novela, por unanimidad, a Casi nunca, de Daniel Sada
(México, 1953).
Resultó finalista Un lugar llamado Oreja de Perro, de Iván Thays (Perú, 1968).
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El sufrimiento, pensó, debería pesar algo, debería tener un
peso específico propio, debería ser visible como un mineral
por lo demás inexistente, un valor inmutable en el que se
habrían almacenado los cadáveres, la sangre, las heridas, las
enfermedades, las humillaciones, y que quedaría en los
campos de batalla, las cárceles, los lugares de ejecución y
los hospitales, un monumento que no significaría lo mismo
siempre y en todas partes.
CEES NOOTEBOOM
GEORGE STEINER
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Oreja de Perro es el nombre con que se conoce a una zona ubicada en La Mar
(Ayacucho) que incluye varios caseríos, algunos de ellos de muy difícil acceso.
Aunque, lamentablemente, el lugar fue en efecto muy golpeado por el terrorismo en
la década de los años ochenta, todos los datos sobre la zona, los lugares mencionados
y los personajes que aparecen en esta novela son ficticios.
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Hoy apareció otra vez la noticia del hombre que perdió la memoria luego de matar en
un accidente a su esposa y su hijo.
Siempre es lo mismo: basta con que un medio publique una nota para que los
demás la repitan hasta volverla intrascendente.
Con mucho, la entrevista que le hice fue más conmovedora y sin necesidad de
dramatismos; sólo un hombre frente a su memoria en blanco.
Leo la noticia mientras espero el bus que me llevará hasta Oreja de Perro. La zona
más deprimida del país, sembrada de fosas comunes, de intrincado acceso, escribo en
mi bloc. La más golpeada por el terrorismo, la más miserable, fría, yerta…, qué
aburridas son las palabras.
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Náuseas. Náuseas todo el tiempo.
Hay algo profundamente erróneo en los viajes. Moverse del punto A al punto B.
Optar siempre por la línea recta.
Esta vez hubiera preferido no viajar. Pero el editor del diario donde trabajo no
tuvo dudas a la hora de encargarme la comisión de Oreja de Perro.
El lugar era un caserío anónimo hasta que la Comisión de la Verdad lo mencionó
en su informe. Ahí se lee que la zona abunda de fosas clandestinas. Y que los
ronderos del pueblo son los únicos que lograron vencer al terrorismo sin ayuda de la
policía.
Nunca ha llegado una autoridad hasta acá. Ni siquiera un teniente alcalde. Ahora,
el propio presidente Toledo ha escogido la zona para iniciar un programa de reparto
de dinero para campesinos.
Mi editor me informó que el diario estaba decidido a apoyar a la Comisión de la
Verdad. Por eso cubriría este ridículo intento populista de un presidente que ya se va
del gobierno y cuyo partido no tiene ninguna oportunidad en las elecciones; un
populismo carente de objetivos concretos salvo la vanidad.
La coyuntura es obvia. En los últimos meses, algunos medios han reiniciado el
ataque frontal contra la Comisión.
Primero, dijeron que los comisionados se prestaban a una cacería de brujas, que
las sesiones eran una casa del jabonero donde quien no caía resbalaba. Luego, que su
fin era una venganza política contra el gobierno de Fujimori. Su existencia sólo
serviría para atizar el fuego de viejas rencillas.
Intentando superar esas suspicacias el gobierno aumentó la palabra
«reconciliación».
Comisión de la Verdad y la Reconciliación.
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compartida al cincuenta por ciento con el ejército.
Scamarone, almorzando en un restaurante de menú cerca del diario, nos dijo a los
que estábamos ahí un día que estaba seguro de que la Comisión encubría a los
militares por expreso pedido del gobierno.
Se discutió el punto acaloradamente.
Yo no tenía ninguna opinión al respecto.
Por aquellos días un canal de televisión por cable se había dedicado a transmitir, sin
interrupciones, las tediosas jornadas de la Comisión donde se escuchaban los
testimonios de las víctimas.
Desde campesinos analfabetos hasta viudas, todos de pie frente a un estrado desde
el cual media docena de intelectuales escuchaban atentamente y, a veces, tomaban
notas.
¿Qué gesto convincente podían poner ellos ante las cámaras que les hacían
acercamientos?
Indignación, horror, incredulidad.
Curiosidad, sin duda; también curiosidad.
Y asombro.
Los detalles abundaban. Algunos testigos incluso ensayaban algo de mímica.
Cortaban cuellos con un afilado dedo silbando en el aire. Rastrillaban fusiles
imaginarios.
Había lágrimas.
El miedo, el crimen.
Mónica me advirtió que me estaba enajenando.
Me pasaba horas mirando las declaraciones por televisión. Reconozco que al
principio lo hacía por morbo.
La campaña de mi diario en defensa de la Comisión me permitió darle un
conveniente giro laboral a mi curiosidad.
Finalmente, entendí que mi obsesión iba por otro lado. No podía despegarme del
espectáculo aquel del descubrimiento de la naturaleza humana.
Era un striptease.
En cada testimonio percibía el funcionamiento de un artefacto humano, el
alambicado armazón de la maldad, instalado entre aquellas anécdotas y expuesto ante
nuestros ojos.
La maldad oyéndose como un silbido junto a la respiración de todos los que
formábamos parte de esta historia; todos, incluyendo los simples observadores como
yo.
O más aún: el espectáculo era sobre todo para nosotros.
Estaba convencido de ello.
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En las declaraciones a los diarios resultaba obvio que al presidente de la
Comisión, un filósofo y rector universitario, le preocupaba el tema de la Verdad.
A mí el tema que me atraía era el del Mal.
Es decir: ¿es esto el ser humano?
Alcancé a preguntarle eso mismo a Mónica un día en que se sentó a mi lado para
compartir el televisor.
¿Es esto el ser humano, Mónica?
La persona que declaraba ese día no estaba muy inspirada. Se extraviaba en gritos
pidiendo justicia, gritos predecibles y —dado el contexto— incluso pleonasmos.
Nada de solvencia, nada de mímica, carencia de histrionismo.
Incluso para hacer un testimonio de esa naturaleza había que actuar un poco. O,
mejor dicho, sobre todo cuando uno quiere decir una verdad tan grave como aquélla
debe saber fingir.
Sólo mediante una representación convincente podemos acercarnos al hecho
objetivo, real, del terror y la crueldad. Pero el testigo de aquel día se limitaba a
responder con monosílabos las preguntas de la Comisión y luego llorar.
Mónica terminó por aburrirse.
A mí, por el contrario, el cansancio que sentí al ver a un actor tan obtuso me
inspiró.
Había pasado semanas leyendo las transcripciones de los testimonios en una
oficina del diario. Tenía en mis libretas una gran cantidad de notas que había tomado.
Frases al vuelo. Imágenes. Ideas.
También grababa en video las transmisiones. Retrocedía a veces para transcribir
párrafos enteros.
Uno decía: «Fui voltear cadáveres a Infiernillo, había miles de cadáveres ahí, de
todo tipo, de toda clase, había campesinos con su poncho, había gente con pantalones,
señoritas de toda clase, volteando, volteando, pero nunca la encontré a mi mamá».
Otro: «Allanaron la casa y nos levantamos de la cama, nos pidieron la
identificación, les mostré mi documento, dijo, ya, me voy contigo. Me quitó mi hijito,
que aquel entonces tenía año y dos meses, y bueno, nos vamos contigo dijeron. Me
sacaron a mi criatura, me la quitaron de mis brazos, y lo tiró a la cama».
Otro: «Mi nombre es Jorge Luis Aramburú Correa, soy biólogo de profesión y
tengo treintaitrés años. A mi padre lo mataron con silenciadores, pero yo no voy a
guardar silencio».
Uno más: «Él se fue, una semana estaba en Ayacucho, y no… no llegaba y ya la
siguiente semana yo sentía un presentimiento, soñé la masacre de ellos, soñé, tuve un
sueño real y le dije a mi hijo, Jorge se llama mi hijo mayor, hijo, le he soñado a tu
padre, que… que estaban corriendo desesperados por unas alturas y aparecieron unos
hombres de vestido de mancha con metralleta y lo mataron a tu padre, y mi hijo me
dice, no, mami, me dice así, no te preocupes que mi padre sabe cuidarse, no le va
pasar nada; pero todo eso fue un día veintiséis, para amanecer día miércoles».
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La noche aquella en que Mónica se aburrió de ver los testimonios, escribí un artículo
de opinión sobre el tema. Llegué a la conclusión de que lo peor que podría pasarnos
era acostumbrarnos a la muerte, a la impunidad, al horror, al Mal.
Luego, simplemente cité textualmente algunos párrafos sin editar de las
declaraciones.
El artículo fue muy celebrado, lo que no me sorprendió porque era un zurcido de
lugares comunes.
O quizá deba decir que por eso mismo fue tan exitoso: estaba cargado de aquellas
ideas que todo el mundo piensa que se les podrían haber ocurrido a ellos también, y
por eso las consideran espléndidas, inteligentes, agudas.
Por culpa de aquel artículo, cuando ocurrió lo del reparto de dinero en Oreja de Perro
fui elegido por el periódico para asistir a la inauguración del programa. Me sentí
como un niño que cae en su propia trampa.
Una trampa innecesaria, además.
En la redacción, por supuesto, nadie envidió mi suerte. Frío de mierda. Mal de
altura. Scamarone me dio un par de palmadas en la espalda. Él también había sido
elegido como fotógrafo, pero eso no le representa ningún inconveniente.
Es soltero, es alcohólico, no es claustrofóbico, se considera cínico.
Cuando le conté a Mónica que viajaría por unos días, me adelantó que
aprovecharía mi ausencia para visitar a su familia que vivía en San Jerónimo.
El departamento permanecería durante esos días solo.
No pude evitar pensar en aquel hogar vacío.
En aquel entonces, pasados unos meses de lo de Paulo, durante las noches me
parecía ver un fantasma recorriendo el largo pasadizo que une la sala con las
habitaciones, deslizándose por las escaleras de madera, tomando asiento en mi
escritorio.
Un día tropezó con la puerta del baño con enorme estrépito mientras Mónica y yo
dormíamos.
El hecho era aún más curioso si se tenía en cuenta que, esa misma tarde, yo había
tropezado de manera idéntica con la misma puerta.
Concluí que o bien los espectros nos imitaban con oscuro sentido del humor, o
bien esos fantasmas no eran sino proyecciones de nosotros, las demoradas estelas que
dejaban nuestros cuerpos en una vida paralela.
El departamento estará cerrado, pensé con pánico.
¿San Jerónimo? ¿Cuánto tiempo estarás fuera entonces?
No sé. Un mes.
¿Un mes?
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Sí, un mes, recalcó ella. Hace años que no los visito.
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Está Mónica.
Y Paulo, sobre todo Paulo.
Debo contestar una carta e intentar dormir un poco para calmar la excitación que
me dejan los viajes.
Desde esa ventana veo enrojeciéndose las puntas de los cerros y las aéreas nubes
desplazándose por encima de ellas, muy bajas, como si fueran a pincharse y explotar.
Explotarán las nubes, sí.
Y el sonido final será ese zumbido de moscas.
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La carta es de Mónica.
La dejó sobre mi maleta cerrada antes de que yo saliera al aeropuerto.
Era obvio que había demorado muchos meses en escribirla.
Larga, con esa letra curiosa que tiene, extendida en los primeros párrafos y
apiñada en los últimos, como si temiese que el final de la hoja en blanco fuese el fin
de todo.
De algo.
Puedo imaginar a Mónica escribiéndola, el súbito horror ante la página en blanco,
el disgusto de ver su letra expuesta, ¿el mismo disgusto que siente cuando escucha su
voz grabada en una cinta de audio?, la demora en escoger el tipo, corrida o
temblorosa script, el color de la tinta, la primera frase, que debe ser contundente pero
vacía de significado porque el lector aún no sabe adónde lo conducirá ese viaje o, en
todo caso, cuáles son las reglas que lo rigen.
Pero me engaño, Mónica no hubiese escrito una carta así.
Ése soy yo.
Ella sólo habrá arrancado, sin romanticismo, un papel en el bloc que está sobre mi
escritorio y luego, con el primer lapicero que encuentre al lado del teléfono, se habrá
puesto a escribir.
Quizá, para no dar una imagen de absoluto desinterés, podríamos confiar en que
antes de arrancar la hoja se fijara en si no había algo escrito en el dorso.
Sin embargo, es una carta larga. Veinte páginas que la califican, por mucho, como
la más larga que jamás he recibido.
Y, con absoluta seguridad, la más hermosa.
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Las finas estrías sobre el vientre de Mónica que ella oculta con una mano. El olor
mojado y limpio del vello púbico de Mónica.
Cosas que recuerdo de Paulo: su cabello alrededor de la oreja, que yo peinaba
con los dedos mientras Mónica lo hacía dormir.
Cuando la conocí servía cafés y ofrecía postres por las tardes en un local en San
Isidro. Por entonces solía ir a ese lugar porque parecía discreto, la música nunca tenía
el volumen muy alto y el café no era malo.
Llevaba un uniforme de tirantes amarillos sobre la camiseta o la blusa, a veces
negra, a veces azul —el color perfecto para ella—, e incluso a veces también
amarilla.
Mónica tenía el cuerpo extremadamente delgado. «La sonrisa rubia y el pelo
desvalido», como la describí intentando ser ingenioso la primera vez que aceptó salir
conmigo.
Llevaba el pelo muy corto, y sus ojos se veían más grandes.
Era idéntica a Mia Farrow. La Mia Farrow que estaba casada con Frank Sinatra,
claro, no la pobre ex mujer de Woody Allen. La adolescente problemática que un día
apareció con el pelo casi al ras para escándalo de la prensa. La Mia Farrow un poco
ausente de los videos caseros en la casa de Sinatra. Esa aparición.
Yo había ganado cierta fama apareciendo como entrevistador político en un
programa dominical. Me ponían un terno, me maquillaban con los cojincitos
húmedos por los que transitaba el sudor de todas las estrellas del canal. Intentaban
peinarme.
En la calle sabían quién era. Los taxistas comentaban lo que había dicho en la
emisión anterior.
Me impacientaba verme rodeado de miradas de reconocimiento, y era aún peor si
alguien se acercaba a pedirme un autógrafo.
Por eso me gustaba Mónica.
Parecía no fijarse en mi existencia, no estar interesada en saber si yo era más alto,
más gordo o tan huraño como afirmaba el mito que me habían creado en ciertas
revistas.
Empecé a pasar más tiempo en el café, a ser más generoso en las propinas, a
buscarla con la mirada cuando entraba al local.
Un día le pregunté su nombre; otro día si le gustaba el cine. Finalmente la invité a
ver una película.
Me preguntó si tenía auto. Le dije que no, que no sabía manejar, que mi misión
específica en el tránsito local era resguardar a los peatones de una muerte segura.
Ella fue a recogerme en el suyo. Un Mercedes Benz viejo, alargado, de canciller
alemán, color rojo. Yo no sabía que los hacían de ese color. ¿Los hacen de ese color?
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No le dije nada del color. Tampoco le conté un chiste tonto que se me ocurrió,
sobre si ese auto enorme había servido a un miembro de la Stasi como lancha para
navegar hasta el Callao.
Y menos aún le pregunté qué hacía una camarera con un Mercedes Benz rojo.
Por lo demás, no acerté con sus gustos cinematográficos, ¿y demoraría mucho en
acertar también los literarios?, pero no le importó acompañarme luego a mi casa en su
auto rojo, a beber una copa y permitirme prepararle un café.
Pero fue ella quien lo preparó en un descuido mío.
Apenas hablaba. Como todas las mujeres, su primera lección fue enseñarme a
leerle la mente.
Miró los libros de mi sala, dio vueltas al sofá, se agachó para recoger algo que se
había caído en la alfombra, se escandalizó de los alimentos con fechas vencidas en mi
refrigerador, y se fue.
Pasaron varios meses antes de que volviese a invitarla a salir. Es cierto que
regresaba al café, pero ya no me demoraba tanto dentro ni acudía tan seguido.
Daba por hecho que terminaría acostándome con ella, quizá un amor de un par de
meses, o años, y no tenía apuro.
Entonces, ¿en qué momento se convirtió en una obsesión? ¿Cuándo aparecieron
aquellas ganas toxicomaniacas de respirar su aliento, de compartir el oxígeno, el
espacio estrecho, el agujero?
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Decidí no dar más datos. Pregunté un par de cosas más, muy concretas, y
finalmente, con desinterés, dejé caer el nombre de Mónica. La carta mostraba ahora a
dos seres distantes, vestidos de toga, bastante serios aunque en actitud amistosa.
Uno de ellos, el anciano, observaba un dibujo que el otro, su discípulo, le ofrecía.
La interpretación fue que esperara una amistad en la que ambos aprenderíamos
mutuamente del otro, pero no mucho más.
De inmediato sentí un vacío en el estómago.
¿No mucho más?
Abandoné la sesión con una tristeza extraña, una especie de nostalgia de lo no
vivido: una puerta que se abre y alguien que desaparece súbitamente, soltándose de tu
mano.
Pasé esa noche pensando en Mónica, recordando nuestra salida, la forma deliciosa
como frunció la nariz cuando abrió el refrigerador o las dificultades que tuvo para
explicarme que en realidad odió la película que escogí.
En el avión hacia Ayacucho me había hecho gracia una caricatura de Toledo. Me reí
mucho, tanto como para atraer la atención del sujeto que viajaba a mi costado.
Pensé en recortarla para Mónica.
Enviársela por correo a San Jerónimo como un anticipo de la carta de respuesta
que le debía, para que ella también riese.
Luego me imaginé estacionando ese recorte entre las páginas del libro que me
había llevado para el vuelo. Y encontrándolo, diez años después, amarillo, planchado,
cuando Toledo y aquella broma no significasen nada.
Absolutamente nada.
O menos que eso.
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Cuando Scamarone llegue al cuarto me preguntará sobre ese papel. Es como un
zorro que olfatea los problemas. ¿Qué haces?, dirá. No sabré mentir. Decirle, por
ejemplo, que tomo notas sobre Oreja de Perro o preparo la estrategia para la nota.
Tendré que decirle la verdad. Confesarle: Mi mujer me ha escrito una carta. En la
carta dice que se ha ido con otro hombre. Me dice que se iba a San Jerónimo un mes,
pero en realidad sé que se ha ido con otro hombre.
O sólo le diré: Mi mujer y yo hemos terminado, pero por carta. ¡Por carta,
hombre! ¿Captas lo patético que es eso?
¿Y qué dice la carta?, preguntará.
Incompatibilidad de caracteres. Las cosas ya no dan para más. Lo típico en una
carta que se deja sobre una maleta cerrada. ¿No es extraño?, preguntaré.
Scamarone no contestará.
Quizá no tenga que explicarle nada a Scamarone al fin y al cabo. Quizá entienda todo
sin que le diga nada. ¿Ella se fue? ¿Ella te dejó? ¿Te dijo todo eso por carta? ¿Por
carta? ¡Vaya microbios son las mujeres! ¡Por carta!
La temperatura baja. La luz atrae a las polillas. Los cerros rojos ahora están
oscurecidos. La cuadriculada ventana del cuarto es un bloque negro, duro y
compacto. Centímetros cuadrados de noche.
Muchas veces me hice la pregunta sobre por qué Mónica se enamoró de mí. Llegué a
la conclusión, por ejemplo, de que entonces yo estaba muy seguro de mí mismo, muy
optimista: las cosas me estaban saliendo bien, estaba feliz, sosegado.
No necesitaba una novia.
Entonces llegó Mónica.
Las cosas cambiaron mucho. Tenía una novia. Una novia que podía terminar
casándose conmigo. ¿Era eso inusual en la vida de alguien?
Sí, era inusual en mi vida. No estaba preparado para eso.
Un día le pregunté al fin, cuando teníamos unos meses de casados, por qué se
enamoró de mí.
Para mi sorpresa, respondió.
Dijo: Porque eres torpe, pero te esfuerzas. Porque me di cuenta de que te vestías
para mí, que esperabas que yo llegara con ansiedad, porque te asustabas cuando
pensabas que me ofendías o cuando escogiste pésimo la película, nuestra primera
película juntos.
Por eso.
Eso.
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No llega Scamarone. Quiero dormir. Leer de nuevo la carta de Mónica. No leerla
más. Escribir: «No te vayas». O: «No te has ido». O: «No te puedes ir».
No quiero dormir antes de que llegue Scamarone.
Quiero preguntarle qué sabe, qué ha visto, si hay alguna noticia interesante,
alguna anécdota.
Empiezan los primeros síntomas del mal de altura. Dolor de cabeza, náuseas,
agotamiento, ojos hinchados, la indomable carta resplandeciente, labios resecos,
palpitaciones en las sienes. El estómago que se desplaza lentamente en círculos.
Insomnio no. Insomnio no lo puedo permitir.
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Conozco a Jazmín.
Estaba bebiendo la segunda taza de mate esa mañana. Una taza gorda, tosca. Han
hundido en el agua caliente mi puñado de hojas de coca para el soroche, hojas verdes
y húmedas.
El sabor del mate es acre.
Eran apenas pasadas las siete de la mañana, pero hay mucho movimiento.
El local donde sirven desayuno es una tienda de comestibles, estrecha y de adobe
como todas las casas, que abre una puerta a un patio interior con piso de tierra donde
han colocado tres mesas y sillas de plástico.
Ofrecen desayuno y almuerzo.
No es difícil descubrir que por las noches tiene una vida distinta, sirven cerveza y
aguardiente: las cajas están abandonadas, decenas de cascos vacíos, el piso aún
húmedo.
Scamarone conversaba en una de las mesas con los otros inquilinos del albergue.
El famoso corro de periodistas. El lugar donde se intercambian las stories. Las
escenas espectaculares, las veces que la vida de uno ha estado en peligro.
Él es impecable en esas lides. Tiene encandilados a nuestros compañeros de baño,
que esta mañana lo dejaron asqueroso.
A uno de ellos lo reconozco de antes, de otra comisión. También hay una chica.
Mientras tomo el desayuno envidio a Scamarone. Envidio su capacidad de
adaptarse, de hablar de ese modo, de congregar personas a su alrededor, de ser
convincente, dramático, encantador.
Detrás de él había un sticker en una vitrina que parece de Coca-Cola pero en
realidad dice Coma-Coca, usando el mismo logo y los colores rojo y blanco de la
bebida.
Más abajo se lee: «¿Falto de energía? Coma Coca. Una hoja comida, una hoja
menos para la droga».
Y en la otra línea, en letras apenas legibles: «Hacia el 2006 por la despenalización
de nuestra hoja sagrada».
Una publicidad convincente.
Me uní a la mesa. Me conviene cierta familiaridad con Scamarone. No quiero ser
el raro, el solitario, el huraño. Quiero escuchar lo que dice Scamarone, opinar,
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celebrarlo.
Él se sorprendió por mi presencia, pero no se interrumpe. Los muchachos me
miran con curiosidad, con cierta distancia, quizá reconociendo mi pasado televisivo y
mi actual decadencia en la prensa escrita.
Scamarone comentaba con entusiasmo el seguimiento, en el que asegura haber
participado, a un terrorista árabe apodado Mul al Sebbat, el hombre con zapatos.
Tal como la cuenta, la investigación es tan bizantina e inverosímil que no dudo
que describe la sinopsis de una novela que acaba de leer o pretende escribir.
Scamarone lee muchas novelas, sobre todo policiales: ediciones cuadradas,
embrutecidas, de olorosas páginas amarillas y carátulas previsibles: revólveres,
cadáveres, sangre derramándose sobre las letras del título.
A su favor hay que decir que lee con idéntica devoción esos chorizos pero
también a otros como Leonardo Sciascia, John Le Carré y Graham Greene.
Asegura haber conocido a Mario Vargas Llosa cuando era un periodista
adolescente en las boites del centro de Lima; considera a Manuel González Prada el
único escritor peruano que vale la pena leer.
Sufre incontinencia verbal, pero finge ignorarlo. Tiene de sí mismo una imagen
de lacónico, observador, sagaz, como si fuese un fotógrafo lince en constante estado
de alerta.
La realidad dista mucho de ser así. Sólo es un cínico que de vez en cuando aprieta
el disparador de su cámara.
Sin embargo, en sus buenos tiempos era el fotógrafo de policiales más auténtico
que he conocido en mi vida. No temía embarrarse con sangre, correr tras la foto
imposible, levantar el periódico que cubre el rostro masacrado en un ajuste de cuentas
o un accidente de tránsito, mezclarse con putas y robarles cocaína.
También era experto en conseguir donaciones para la policía, si eran necesarias, o
aceitar las palmas de las manos de algún garganta profunda.
Por lo demás, tampoco temía denunciar sus fuentes si le ajustaban un poco el
cogote.
Le encanta la redacción de las notas policiales. Se fija siempre en la pertinencia
del pie de sus fotografías en la revista. Suele garabatearlos él mismo. Llega al
paroxismo cuando sus fotos están acompañadas por frases como «el occiso fue
hallado en posición decúbito dorsal».
No es sorprendente que su forma de hablar sea una mezcla del lenguaje de
crónica roja y jerga callejera.
Dice la menor, el transeúnte, los individuos.
Cuando habla de fútbol pregunta por el score.
Su estatura es mitológica. Con esfuerzo, quizá alcanza el metro cincuenta. El
mayor mérito de su vida parecía ser el haber convencido a todos de que no era un
enano.
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Lograr eso dependía exclusivamente del poder hipnótico de su conversación, no
por lo irresistible de sus argumentos sino por su adormecedora hemorragia de
palabras, recuentos de viajes y citas sin sentido.
Cada vez que aparece en las páginas sociales de un diario el rostro y el nombre de
un fotógrafo periodístico, celebrando la exposición de sus trabajos en una galería, da
un manotazo sobre la mesa y grita: ¡Ése no saldría vivo de Estambul!
Una maldición indescifrable.
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Nada notable.
¿Por qué Scamarone le ha prestado su cámara?
Cuando se acerca más descubro que está embarazada. Cuatro meses, quizá cinco.
Una cámara tan cara, pensé, un profesional tan quisquilloso y presumido. Me
divierto pensando que el viejo está lanzando una sonrisa para la persona equivocada.
O quizá no tanto.
Él sabrá.
Le devolvió la cámara a Scamarone, quien la observa desplazarse en silencio. No
regresó a su sitio. Se sentó a mi lado. Me miró otra vez buscando mis ojos.
Y tú qué haces acá tan lejos, me preguntó.
Y yo le dije la verdad:
Escribo una carta.
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Mototaxis en la India, le explico viendo la espalda arqueada de Scamarone
saliendo de la habitación. No le hagas caso.
En Huamanga sí hay, aquí no existe nada parecido, comenta Jazmín.
Y sin preámbulos, como si yo no estuviera presente y Scamarone no hubiera
acabado de salir, se saca el pantalón y su larga blusa de maternidad se convierte en
una reducida falda que permite ver sus piernas cortas.
Es obvio que te gusta coleccionar amores sin esperanza, pero no es eso lo que
necesito ahora, explica.
La escucho. No la escucho. Pienso en esas piernas sobre el colchón y las sábanas
revueltas.
Por un momento me pasa por la cabeza pedirle que se vista y salga del cuarto.
Luego recuerdo que cuando Mónica estaba embarazada de Paulo el sexo era
extraordinario.
Me da curiosidad.
Veo entonces mi sombra sobre la pared de adobe: un hombre enredado con el
cierre de su bragueta, las manos torpemente grandes y oscurecidas.
Al fin libero el pene. Ella se lo lleva a los labios. Está reducido, escurridizo. Es lo
que hay, pienso. Ahora lo manipula con una mano y el temor de sus uñas largas no
ayuda demasiado. Pero no lo soltará, de eso estoy seguro.
Como sea, no es agradable, ni siquiera patético, sino ridículo, así que decido
colaborar. Tiro el torso hacia atrás, y la nuca también. Cierro los ojos mientras Jazmín
vuelve a introducirse el pene en la boca.
Me concentro en los sonidos del exterior.
Puede funcionar.
Una radio en la que alguien canta en quechua, el ladrido de un perro callejero, un
sujeto camina rumbo al baño. ¿Agua? Sí, eso parece un baldazo de agua arrojado
contra la tierra seca. Escucho nuevos pasos por el albergue y lo que está sucediendo
mejora mucho.
La sangre bombea, el caprichoso pene se ve ahora más presentable. Jazmín se
nota ávida, aunque no me animo aún a investigar qué pasa allá abajo.
Pienso en sus piernas, morenas, fuertes.
Pienso en sus tetas, probablemente grandes debajo de la blusa que aún no se ha
quitado. Y no sé si lo hará.
Pienso en las tetas de Mónica cuando esperaba a Paulo. Esas tetas densas que
parecían estar siempre lustrosas.
Y pienso en el vientre de Mónica durante aquellos meses, una explanada cóncava
por la que subía una hilera de erizadas hormigas.
Pienso en Mónica.
Jazmín de pronto me suelta.
Esto no es todo, amigo, dice.
Se quita la blusa y la arroja al suelo.
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En efecto, son grandes las tetas, dos frutas enormes, duras como piedras. Los
pezones morados. Y estaba ahí también la explanada, mucho más oscura que la de
Mónica, pero con la misma apariencia de monte, de ascenso.
Ahora, exige.
¿Ahora qué?
Métemela.
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Mónica.
Entender a Mónica.
Para entender a Mónica hay que visualizar un Mercedes Benz. Un Mercedes Benz
rojo, más precisamente.
Cuando pienso en ella, en su familia, en su historia, se me viene a la mente un
mural de Diego Rivera. Se titula: Sueño de una tarde dominical en la Alameda
Central.
En mi primera visita a México compré una reproducción que se fue arrastrando
por todas mis casas, por distintas habitaciones, hasta quedar estacionada en la cocina,
sobre los reposteros.
Es un grupo de personajes reales e inverosímiles, célebres o desconocidos,
extravagantes o desapercibidos, que posa delante de un pintor.
Así, la vida, el pasado de Mónica se me aparece como aquel desfile de rostros,
personas, cada una con sus vestidos, con sus trajes dominicales, con sus actitudes.
Quizá así es la vida de todo el mundo. Quizá todos podemos estar incluidos en
alguno de esos personajes, o en varios.
Y cambiar de rol. Y ser distintos a lo largo de los años.
A Mónica ese cuadro le fascina. También a mí. Lo mirábamos por horas, a ver
quién encontraba algo que el otro no había visto. Un nuevo ángulo, un objeto que se
había hecho invisible por años.
Además, teníamos un juego: ¿Dónde está Frida Kahlo? Ésa era fácil. ¿Dónde el
canillita? ¿Dónde el hombre de la barba amarilla? ¿Dónde Sor Juana Inés de la Cruz?
¿Dónde la señora de luto con la cara cubierta por sus manos?
Para entender a Mónica estaba el cuadro, entonces. Y estaba el auto.
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Sus amigos se burlaban del tamaño, o el color tan encendido, crueles, ajenos al
prestigio de un Mercedes. Pero a ella le fascinaban aquellos paseos con su padre.
El padre no era de esas personas que salen los domingos a lavar su auto en
mangas de camisa. Lo mantenía limpio llevándolo a un lugar de lavado o pagándole a
alguien para que lo hiciera.
Además, olía a lavanda y a tabaco. El olor nunca se desprendió. Para Mónica, el
concepto de su padre no podía disociarse del Mercedes. Siempre era él y el auto rojo.
Un día desapareció de la casa. Su padre, no el auto. Se llevó algunas cosas
mientras su madre lloraba en silencio en la sala. Simplemente se fue.
Se fue solo, sin llevarse a Mónica, sin llevarse el Mercedes que su madre
detestaba.
¿Una amante? ¿Tenía su padre una nueva familia? ¿Una decisión común? ¿Es que
su padre, al que ella adoraba, podía ser una presencia insoportable para su mamá?
La huida del padre fue la gran ruptura de su vida. La madre se la llevó a vivir al
pueblo de San Jerónimo, donde pasó un año. Un pueblo pequeño, donde consiguió
amigas que eran muy ingenuas, que no conocían Lima y que le envidiaban sus
juguetes, su ropa, sus historias.
Mónica extrañaba Lima.
Al fin, su madre decidió volver a la capital y empezar a vivir sin el fantasma del
hombre que se había ido. Se había llenado de valor. Se olvidó de consultarlo con
Mónica, de contarle sus planes. Simplemente la arrastró con ella y nunca más habló
de su padre. No quería que nadie lo mencionara, ni su hija. Para ella estaba muerto.
Pero no estaba muerto. Su auto estaba ahí. El Mercedes Benz rojo. La madre no
sabía qué hacer con él. Puso un aviso para venderlo, nadie ofreció demasiado. El auto
se quedó estacionado en el garaje, inútil, por un tiempo. Un tiempo largo, como si no
existiera.
Para Mónica sí existía.
Cuando quería pensar en sí misma, cuando se peleaba con su madre, cuando
quería estar a solas con una amiga, cuando se enamoraba de alguien, cuando quería
oír música, entraba al auto y cerraba las puertas.
Mónica cumplió diecisiete años y le dijo a la madre que iba a manejar el
Mercedes.
La madre opuso resistencia. Una mediana resistencia. Todos le aconsejaron que se
lo diese, que lo viese como una suerte de herencia del hombre que las dejó solas.
Ha heredado otras cosas de él, dijo refiriéndose al malhumor en las mañanas, a la
forma ovalada del rostro, al intenso color de los ojos, a la terquedad.
Mónica siempre pensó que él no se había ido para siempre. Se imaginaba que
quería comunicarse con ella pero su madre se lo impedía. Sabía que un día lo iba a ir
a buscar. Así se los dijo a sus amigas el día de su graduación: iría a buscarlo.
Había tomado mucho, incluso había vomitado en el baño. Su vestido había
perdido el lustre.
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Decía: No hay mejor forma de encontrar a mi padre que llegar conduciendo el
auto rojo. ¡Su auto me va a llevar hasta él! Aprendió a manejarlo y jamás se
desprendió de él. Ni siquiera cuando se fue con su madre a Estados Unidos.
Entonces lo guardó en un garaje que una amiga le había alquilado por muy poco
dinero. Le pidió que todos los días encendiera el auto e hiciera rugir el motor. Mónica
sabía que iba a regresar por el auto, que iba a regresar al Perú.
Era sólo un viaje.
El viaje a Estados Unidos fue una idea absurda de su madre llevada a cabo cuando
Mónica tenía dieciocho años.
Como era su costumbre, no le había confiado sus planes, pero Mónica había
descubierto que era para encontrarse con un hombre. Lo había conocido en el trabajo,
habían salido varias veces, se lo presentó a Mónica.
Parecía inocuo, hasta que el tipo se fue a Estados Unidos.
Entonces la mamá de Mónica entró en una depresión profunda, sólo quería estar
con él, mandarle cartas, recibir sus llamadas por teléfono.
Le propuso que se fuera a vivir a California con él.
Ella renunció al trabajo y partió. No quiso dejar a su hija en San Jerónimo, con su
abuela. Pensó que podría estudiar en una universidad en Los Ángeles y la llevó
consigo.
Le dijo que sólo era por unos meses. Que quería estar cerca de su hermana para
ayudarla. Una hermana suya vivía con su esposo en Los Ángeles, casada con un
norteamericano millonario, y estaba embarazada. La coartada perfecta.
La convenció de que en esos meses podía aprender inglés.
Ella viajó porque, sobre todo, quería conocer Estados Unidos. ¿Por qué alguien
querría irse a conocer Estados Unidos? Nunca lo confesó, nunca me lo confesaría a
mí sobre todo, pero creo que tenía la imagen equívoca del mundo trazado por las
series de televisión. No fue así. Alquilaron un departamento pequeño, con dos
cuartos, y su madre salía a trabajar en una plaza que le había conseguido su amante.
La matricularon en una institución llena de mexicanos, puertorriqueños, también
latinoamericanos, pero ningún peruano.
La escuela era insufrible. La odiaba. Odiaba a sus compañeros. Un mexicano
obeso y negro se enamoró de ella y la perseguía sobre una moto mientras regresaba a
su casa. Pertenecía a una pandilla, o eso creía Mónica. Le temía.
En su casa, debía prepararse el almuerzo, limpiar, estudiar, quedarse dormida, sin
ver a su madre hasta avanzada la noche, pues ella luego del trabajo iba a ver a su
novio.
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Los fines de semana, su madre también tenía planes con el sujeto y dejaban a
Mónica sola.
A él no le gustaba Mónica.
Puedes salir con tus amigas, le decía la madre.
No tenía amigas.
Se escapó de la casa. Se fue a vivir a la casa de una chica a la que apenas conocía,
que incluso le caía mal, pero al menos sus padres la trataban bien y tenía dinero.
Además, acababa de llegar a Estados Unidos como ella.
Su madre le exigió regresar y ella no quiso hacerlo.
La familia de su amiga intentaba convencerla, le decía que la apoyaban, pero
estaban temerosos de que los acusasen de secuestro. Sin embargo, Mónica era mayor
de edad y sabía lo que estaba haciendo.
La madre no logró nada. Ni los gritos, ni las súplicas. Ella era terca, terca como
su padre. Finalmente, se le ocurrió una idea para conciliar: que Mónica viajase para
vivir con la tía, la hermana de su madre.
Que la ayudase con el embarazo, que la atendiese.
Mónica pensó que, al fin, no era mala idea. Además, no quería seguir creando
problemas en la casa de su amiga. Se fue con su tía.
El marido era un hombre alto, torpe y generoso. La trataba como a una niña, la
llevó a comprar ropa, le daba dólares para que fuese al cine o comprase discos, la
escuchaba con expresión divertida o incrédula hablar del Perú.
La tía, en cambio, tenía mal carácter. Era joven y guapa, con unos ojos oscuros
asombrosamente bellos, pero el embarazo la había vuelto celosa y odiaba esas
conversaciones entre la sobrina y el esposo.
Entonces decidió tratar a Mónica como empleada. Las pequeñas batallas
domésticas. Primero atacó haciéndole una serie de encargos relacionados con el
embarazo. Luego fueron cosas de la casa, limpiar, arreglar, planchar. Luego cocinar.
A cambio recibía un cuarto, comida y las propinas del esposo.
Cuando comenzó a hacer planes sobre cuáles serían con exactitud las ocupaciones
de la sobrina cuando naciera la niña, Mónica se volvió más silenciosa, más rebelde, y
a introducirse en el clóset de su cuarto durante horas para pensar o estar sola.
No quería ser la criada de una niña que aún no había nacido.
Le faltaba aire.
Le faltaba su padre.
Le faltaba el Mercedes Benz rojo.
Un día el esposo de su tía la encontró en el clóset y se asustó. Le dijo a su esposa
que aquello no podía seguir así, que aquella muchacha estaba sufriendo demasiado.
Fue una semana de conversaciones con Mónica en el clóset y la madre desaparecida.
Al final, decidieron mandarla a Lima de regreso. Una vez ahí ella debía ir donde
su abuela en San Jerónimo. Pero Mónica sabía que no haría eso. Ya había hecho sus
propios planes: una amiga suya vivía sola y la iba a alojar. Trabajaría atendiendo
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mesas o de anfitriona como su amiga, pagarían juntas la renta, harían todo entre las
dos.
Recuperaría el auto de su padre.
Buscaría a su padre.
Regresó en un vuelo pagado por el esposo de su tía. También le había comprado ropa,
aparatos eléctricos, antojos. Se despidieron con un enorme abrazo. Ambos lloraron un
poco. No se soltaban.
Había sido como un padre para ella.
También la madre fue a despedirla al aeropuerto. No le hablaba, estaba enojada
con ella. Sentadas en unas sillas de plástico gris empezaron a recriminarse. Mónica la
acusó de haberle mentido, de no haberle contado lo de su amante, de haberle hecho
creer que era un viaje de sólo unas semanas. La madre se negó a escucharla, le dijo
que sólo quería lo mejor para ella. La llamó malagradecida.
¿Sabes cuánta gente querría estar en tu lugar? ¿Tienes idea de lo difícil que es
tener una visa y estar aquí con todo fácil, como estabas tú?
Mónica no tenía idea. Y tampoco le interesaba tenerla.
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Muchas veces me he imaginado a Mónica escondida en aquel clóset. Una muchacha
hermosa de piernas dobladas esperando que la llegase a rescatar su padre en un
Mercedes Benz rojo.
El padre al que nunca pudo encontrar.
En esas ocasiones, sin embargo, en mi imaginación Mónica sonríe con una
insólita felicidad dirigida a nadie; al vacío en todo caso.
Sonreír al vacío.
Las frases hechas tienen más valor que las extraordinarias: encierran verdades
absolutas, persistentes.
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Cuando llegó a la redacción la noticia del tipo que había perdido la memoria luego de
un accidente vehicular, yo aún tenía en mi biblioteca un libro de Oliver Sacks que
había tomado prestado.
Lo busqué entre los libros desordenados.
Recordaba que la lectura de ese libro me impresionó mucho.
Desde pequeño siempre tuve miedo a perder la memoria repentinamente, en
medio de la calle, y no saber cómo regresar a mi casa.
Parecía absurdo, nunca supe de nadie a quien le hubiese sucedido, pero ése era mi
principal motivo de angustia.
Mi pesadilla.
La primera vez que me enviaron a comprar a una panadería que quedaba a dos
cuadras de mi casa, tuve la misma precaución de Ariadna y até una lana roja del
tejido de mi madre al dintel de la puerta.
Mis padres no se preocuparon por ese capricho ni les resultó extraño. Les pareció
cómico. Quizá si Paulo hubiera hecho algo así, yo tampoco me habría preocupado.
Por eso, el cuento de la pérdida de la memoria del tipo me interesó tanto. Como
antes, en la infancia, me había interesado el cuento de Hansel y Gretel, las migas de
pan, los pájaros hambrientos.
Pedí hacer una nota un poco más extensa que la propuesta que me hizo el editor.
No fue difícil lograrlo porque, periodísticamente, el tema despertaba interés: no
sólo era un accidente trágico, una fatalidad familiar con tres muertos, sino que
además el hombre pertenecía a un apellido ilustre, era un economista de éxito, tenía
mucho dinero invertido e incluso había ocupado un cargo público medianamente
importante unos años atrás.
Al día siguiente de que me dieran la comisión fui al hospital a verlo. En el
pasadizo me cerraron el paso. Una enfermera me advirtió que, por el momento, no iba
a recibir visitas, salvo las familiares.
La disposición era de su madre.
Por esa misma enfermera supe que el hombre tenía dolores de cabeza muy
intensos, que olvidaba ciertas cosas pero otras sí las podía recordar.
Había olvidado por completo la existencia de su familia y del accidente sólo
recordaba, quizá, relámpagos de luces, bulla, sonidos de golpes metálicos, vidrios
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rotos, cosas que se quiebran.
Crujidos.
El «quizá» era de la enfermera. Me pareció un poco tenebrosa. Quién podía saber
la verdad.
¿Podía hablar con su médico, quizá?
Recalqué el «quizá» pero no se dio por aludida.
Siguió hablando:
Los huesos de su brazo izquierdo habían quedado astillados. El cráneo de uno de
sus hijos había estallado como un globo de agua. El otro había quedado degollado.
Quizá. Su mujer había salido disparada por el parabrisas.
Una hora después estaba en la comisaría viendo lo que quedaba de su auto.
Inservible.
En el libro de Sacks, el caso clínico que más me había intrigado era el de una mujer
que había perdido la noción, o el concepto, del lado izquierdo.
Probablemente no sé explicarlo bien. Pero lo recuerdo. Por algún motivo, su
cerebro había extraviado el significado de «izquierdo» y, por tanto, su realidad
tampoco incluía ese concepto.
Lo que al principio parecían problemas de la vista, lo que explicaba tropiezos y
cosas así, luego se convirtió en un complejo problema neurológico que Sacks
detallaba.
Pienso en las consecuencias de ese caso: ¿qué otros conceptos elementales se
podían perder? ¿Mujer, madre, hijo?
¿Mónica?
¿Paulo?
Luego de insistir por varios días pude ver finalmente al hombre tendido en su cama.
Estaba solo. La descriptiva enfermera, que se había convertido en mi cómplice, me
comentó que los primeros días iba a verlo su madre y un hombre elegante, que ella
pensó que era su padre pero posiblemente era un contador o un abogado.
Después de una semana, ninguno de los dos volvió a aparecer, pese a que antes
ellos mismos dieron la prohibición contra las visitas. Quien sí llegaba era una
terapeuta contratada por la familia que se encerraba con él un par de horas los martes,
los jueves y los sábados.
¿Qué tal come?, le pregunté.
Come bien, respondió ella un poco intrigada. Tiene buen apetito. ¿Por qué lo
preguntas?
Por nada. Es buen síntoma que coma bien, supongo.
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La mujer en el libro de Oliver Sacks no comía bien.
Como no tenía el concepto de un lado, los objetos para ella eran incompletos.
Incluyendo los platos de comida. Comía un solo lado, de manera perfecta, y dejaba el
otro intacto. Siempre se quedaba con hambre, a pesar de que para ella había
terminado con todo lo que había en el plato.
No servía hacer girar el plato: aquel lado no existía. Lo que se ideó, entonces, fue
hacerla girar a ella.
Una solución simple.
Ella terminaba la mitad del plato, giraban su silla, aparecía entonces el pedazo
que faltaba y comía el cuarto del plato, giraban su silla nuevamente, comía la mitad
de lo que sobraba, el octavo del plato, y así sucesivamente hasta darse por satisfecha.
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Jazmín consiguió que yo tuviera un orgasmo. Un golpe seco de mi nuca contra la
almohada. Luego, el cielo cerrado de la habitación.
No nos conocemos; si ahora alguno de los dos se pusiera a hacer promesas no
significarían nada. Nos quedamos callados. Se oye la respiración como una marea.
Como una marea, repito en voz baja.
Evito verla desnuda. Sin embargo, no siento ninguna tensión por evadirla. Es sólo
mirar a otro lado.
Luego, Jazmín se va.
Malas noticias, anuncia Scamarone. El cholo no llega hasta mañana. Un día más en
este cuartucho para cuyes.
¿Cómo lo sabes?
Lo están comentando los soldados en la plaza. ¿Te enteraste de que hay una plaza
o no? ¡Gran informe el que harás! Pues hay una plaza y está llena de milicos. Y para
más tarde esperan un camión cargado de chiquillos que hacen la mili. Sobre eso
debes escribir.
Sólo falta que termines con la frase «para eso te pagan», replico sin prestarle
atención.
Para eso te pagan, responde, y se arroja a mi cama.
Los británicos…, empieza a decir luego de unos minutos.
Así como algunos dicen «los chinos» o «los gringos» para hablar de novedades
tecnológicas o récords imposibles, Scamarone dice siempre «los británicos».
Los británicos, continúa, o quizá los japoneses, han inventado un aparato para
mujeres celosas. Es como un spray de luminol, de bolsillo, para la cartera. Se apaga la
luz y se rocía el líquido por las sábanas o la ropa interior del marido. Si hay rastros de
semen, aunque sea de una semana hacia atrás, se encienden unas manchas violetas.
Manchas fosforescentes.
A veces me imagino que cuelgan una de esas luces sobre la luna y la proyectan
contra la tierra. ¿Qué crees tú que veríamos? ¿El azul del mar, las montañas? Nada de
eso. Veríamos una enorme mancha violeta, una gigantesca mole de humedad
fosforescente en medio del espacio. Una bola de semen girando sobre su eje.
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¿Y esta sábana?, dice. ¿Cómo crees que se vería esta sábana desde el cielo?
Suelta una carcajada.
Voy a ver si consigo algo para comer, digo.
Scamarone no piensa dejarme.
No pudiste evitarlo, ¿no? Ves una mujer y no te importa si es una chola o si está
embarazada, igual te lanzas sobre ella, remojas el membrillo con la primera que te
abre la rajita. No importa si ayer estabas arrojando la inmortalidad del alma por el
váter. Basta que una mujer te sonría y plaj. Para qué controlarse, ¿verdad?
Está bien, después discutimos eso, digo saliendo de la habitación.
Afuera descubro a Jazmín mirando hacia el interior del albergue con aire
distraído.
Se ha cambiado de ropa. ¿En qué momento?
Mato por un cigarro, susurra.
Me coge de la mano. Supongo que no puedo evitarlo, aunque no me agrade.
Somos dos que acabamos de hacer el amor y ahora vamos de la mano a buscar un
cigarro. Así de simple son las cosas. Ésos son los mares en que nos sumergimos.
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La escenografía en Oreja de Perro ha cambiado. Alrededor de la tienda se ven tropas
del ejército y campesinas que arrastran polleras y que intentan inútilmente
comunicarse con ellos.
Los soldados se burlan del quechua. Hacen gestos para explicarles que no las
entienden. En castellano, mamita, ríen.
Los más jóvenes, niños quizá, los del servicio militar, aprietan los labios, bajan
los ojos y obedecen la orden de no hablar el idioma aunque es obvio que lo conocen
perfectamente.
La mayoría son de poblados de alrededor. Posiblemente del mismo Oreja de
Perro.
Camino con Jazmín rumbo a la tienda.
En un patio de tierra unos muchachos comparten una botella de Coca-Cola
rotando el vaso como si fuera cerveza.
Son tres muchachos y dos chicas.
En la otra mesa, un tipo espera a Jazmín bebiendo un café servido en tarro.
Levanta el brazo y le indica un asiento libre en su mesa. Mira con desconfianza el
bullicio de la mesa del costado. También desconfía de mí, mientras me ve
acercándome.
Se sorprende al verme al lado de Jazmín.
Parece que hoy no llega, nos recibe.
Ya nos habíamos enterado, contesta ella.
Una vez sentada me presenta a su amigo, que no hace ningún esfuerzo por aclarar
un gruñido que significaba, probablemente, «hola».
Éste es Tomás, repite.
También yo gruño y echo una mirada distraída al costado.
Limeñitos, dice.
Limeños, igual que yo, le devuelvo.
Él se explica: No son iguales. Ellos son peores en todo caso, ríe. Son
antropólogos, vienen con los de la Comisión.
Les echa una mirada de desprecio, como si necesitara enfatizar lo obvio.
Míralos, le dice a Jazmín. No se atreven a pedir nada de comer, creen que se les
llenará la tripa de gusanos o les dará malaria, sólo toman Coca-Cola.
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Los antropólogos que conozco, le digo, muchos de ellos de la Católica como
probablemente lo sean estos chicos, comen hasta carne de mamut. Y ni te digo lo que
se fuman.
Los muy hijoputas creen que es un safari, replica sin prestarme atención. Han
confundido un cementerio con un zoológico.
No me habla a mí. Tampoco mira a Jazmín. A nadie. Ni siquiera se mira a sí
mismo.
Pienso decirle que quizá cree que los safaris se realizan en un zoológico, pero me
quedo callado.
Así que no viene el presidente, repite.
Da igual, viene mañana, le digo.
Primero parece no oírme pero luego cambia de actitud. ¿Cómo estás tan seguro de
que viene mañana?, pregunta.
El diario se lo informó a mi fotógrafo. Toledo está en Huamanga, inaugurando
una obra de sanidad. O un colegio. Algo.
Un colegio que en un mes se caerá hecho mierda. Un centro de asistencia que
dejará morir podridos a los campesinos que hacen cola por días enteros para obtener
una cita.
Escuché sorprendido.
Esta vez no había hablado Tomás.
Era Jazmín.
Los jóvenes antropólogos no dejan de gritar, de reírse con los chistes tontos que
adivino desde mi mesa. Juegan a adivinar las canciones que oyen en la radio del
restaurante. Como es música tropical sólo un par de ellos tienen oportunidad, los
demás celebraban o se hacían los tontos.
Me ponen delante un mate de coca, dos panes y mantequilla.
Los panes están secos, desabridos. Bebo el mate.
¿Tienes teléfono satelital?, pregunta de pronto Tomás.
¿Qué te hace pensar eso?, respondo malhumorado. Ésas son cosas de los que
trabajan en El Comercio, supongo, mi revista es mucho más modesta. Mucho menos
«limeña», para decirlo en tu código.
Como dijiste lo del retraso de Toledo, pensé que lo habías averiguado con uno de
esos teléfonos.
No, no lo averigüé yo, fue mi fotógrafo. Y no creo que sea difícil hacerlo,
además, los militares se lo deben decir a todo el que pregunta.
A mí no me dirían nada, dice Tomás.
Bueno, ya es suficiente, interviene Jazmín.
Se ha puesto de pie y le echa una mirada dura a su amigo.
Vamos a caminar, me dice.
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Tomás se queda en su sitio.
Los chicos no adivinan una canción que yo sí conozco porque le gustaba mucho a
mi madre.
Un bolero, aunque en una versión ridícula y modernizada.
Ésa la conozco, anuncio mirando a los chicos, pero Jazmín ya me está arrastrando
fuera del lugar.
Mientras nos alejamos veo una columna de humo. En las montañas están quemando
el follaje.
El humo es espeso.
El ascendente humo, como tantas veces, me hace recordar a Paulo, a mi madre, a
los que han desaparecido de mi vida.
Jazmín dice:
Te veo claramente. ¿Sabes qué veo? Estás arrojado en el suelo, en la mano llevas
una espada rota y alrededor luyo hay otras cinco espadas, también rotas. Te coges el
brazo derecho, con dolor. Atrás, tu enemigo se ve en sombras, levanta su arma, se
sabe victorioso.
Cada espada rota es un año. Cinco años pasados y uno que está en curso, el que
está aún en tus manos.
Eso es lo que tienes que esperar.
No entiendo. ¿De qué está hablando?
Prefiero no hacer preguntas.
Me acabo de acostar con ella y ahora ella tiene visiones sobre mí. Todo es una
locura. Este sitio es una locura.
Caminamos entre soldados de expresión sombría y campesinos que nos observan
con curiosidad, sentados junto a las puertas de sus casas.
¿Te he sorprendido?, pregunta.
Me tienes muy sorprendido desde que te conocí, respondo honestamente.
Eso es cierto. Te intrigo mucho. Puedo ver tu aura. Sé que te he asustado esta
mañana, no estás acostumbrado a esos arranques, a que las mujeres tomen la
decisión, pero ya te dije, tú no necesitas más amores imposibles.
Al menos en eso no se equivocaba.
Conozco el futuro, dice. Lo puedo ver. Lo oigo.
¿Y entonces qué? ¿Qué puedo esperar después de que una chica dice una frase
como ésa?
Ella continúa:
He escuchado con toda claridad lo que me quieren decir sobre tu futuro. Y esas
voces te aconsejan que te rindas, que aceptes que te han vencido. A veces es bueno
rendirse y no seguir luchando, recoger tus restos y empezar de nuevo.
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A eso se referían las espadas rotas, le digo tratando de participar. O quizá fue una
pregunta.
Dice:
Ya sé que parece raro, pero yo puedo ver esas espadas, verlas tan claras como veo
a esa mujer o a ese perro, o a ti.
En efecto, un perro sale desde unas ramas y desaparece por el camino de tierra
hacia la plaza. A la mujer no la veo.
¿Y siempre aciertas?, le pregunto sin demasiado interés.
Siempre. Por ejemplo, sé que aún sufres por la muerte de tu hijo. ¿Sabes que
puedo ver con toda claridad el rostro de tu hijo y sus brazos aferrados a ti? Tiene los
ojos grandes, el pelo lacio, las cejas caídas como las tuyas, un lunar sobre el labio.
Pero no es él quien no te quiere dejar, eres tú el que lo sujeta.
Se llamaba Paulo, le digo ahora sí sorprendido.
Me coge del brazo y camina con más aplomo.
Paulo es bonito nombre, sonríe.
Luego dice: Paulo acaba de asentir con la cabeza y me esta sonriendo. Y de
repente también baja la cabeza, respondiendo al invisible saludo de mi hijo.
Pero ¿acaso es esto real? ¿Paulo saludando a una desconocida es real? No hay
respuesta. Prefiero no pensar en lo que está sucediendo.
Giro la cabeza y descubro a mis espaldas a Tomás que nos persigue, intentando
ser discreto, a una cuadra de distancia. Es más bajo de lo que parecía en el
restaurante. Más pequeño incluso que Scamarone. Es desmesuradamente bajo.
Tomás nos está siguiendo, digo.
Él es así.
Pero ¿qué estupidez fue esa del teléfono satelital?
Nada que deba molestarte. Probablemente Tomás quería que le enseñes el tuyo, le
fascinan las cosas tecnológicas. Deja de preocuparte por Tomás, es buena persona.
Lo del teléfono me pareció una burla, hasta un insulto.
No me extraña, Tomás tiene la virtud de convertirnos a todos en paranoicos. Hace
que nos sintamos mal por lo que sea. Es como si con su simple presencia nos
cuestionara todo el tiempo.
¿Y por qué eres su amiga, entonces?
Porque sé lo que pasa por su mente. Y conozco su historia.
Entonces tiene una historia.
Todos en Ayacucho tenemos una historia. ¿Quieres que te cuente la de Tomás en
la versión larga y melodramática, o quieres la corta y contundente?
Ninguna. O no, ya que estamos cuéntame la corta.
Sus padres eran de Accomarca.
Nos quedamos los dos caminando en silencio. Luego digo:
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Eso fue breve.
Mientras ingresamos al albergue trato de recordar lo último que había leído sobre
Accomarca. Mejor dicho, de distinguir esa historia de lo que había leído sobre tantos
otros pueblos, todos con relatos iguales, repetidos hasta el cansancio, inevitables.
Hay algo sobre una fosa común que aún no han exhumado, una muy grande, con
cincuenta cadáveres probablemente, o más, incluyendo niños y ancianos como en la
mayoría de fosas.
Han pasado más de veinte años.
Recuerdo más: antes de arrojarlos a las fosas, los militares hacían estallar los
cadáveres con granadas para volverlos irreconocibles. Aun así, y pese a los años, los
parientes acudían cuando se exhumaba una fosa y eran capaces de reconocer un
cuerpo por la ropa que traía cuando se lo llevaron.
Eso era Accomarca.
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¡Ah! ¡Aquí estaban!, gritó pasando el brazo por la cintura de Jazmín. Son los
únicos que faltaban, ya están todos. Llegaron también los rayas. Parece el matrimonio
civil de un congresista bueno para nada. Por algún lado deben estar pasando el trago
gratis. Rayas, milicos, cachacos, tombos, hay de todo un poco. Ahorita se le escapa
una bala a cualquiera de ellos y empiezan los juegos artificiales. Y después que nadie
diga nada y que los muertos entierren a sus muertos. Así son las cosas en estos
pueblos, mis estimados tortolitos. Una bala perdida no le pertenece a nadie.
Salimos los tres del albergue. Tomás está esperándonos afuera, pero al ver a
Scamarone no se acerca.
Empieza otra vez a seguirnos de lejos.
Aunque lo niegue, Jazmín está alterada por esa actitud ridícula de perro apaleado,
aunque finge no darse cuenta.
Scamarone no se ha fijado en Tomás. Está demasiado pendiente de otras cosas.
Me señala a una de las antropólogas que vi unas horas antes en la tienda. Bajo la luz
se nota que es una chica muy guapa.
Me comenta que ha estado sacándole fotos.
Dice:
Todas son iguales. Mucha antropología, mucha Comisión de la Verdad, mucho
izquierdismo radical, huelga y lavada de bandera, pero cuando se les solicita la carita
para una foto se ponen más jetonas que Brigitte.
Sonrío.
Se refiere a Brigitte Bardot.
Para él, la belleza femenina se resume en las mujeres que se parecen a Brigitte
Bardot y las que no se parecen a ella, que no cuentan.
Luego, coge del brazo a Jazmín y comenta las noticias del día mientras entramos
otra vez a la tienda por inercia.
Parece que no se salva de la pena de muerte el tipo ese que violó a la menor en
Japón. Ayer se puso a gritar que era inocente.
Al cholo este lo encuentran ingresando en su casa con una criatura, la japonesita
aparece descuartizada un par de horas después, metida de cabeza en la caja de una
cocina nueva, que además tiene el mismo código que la cocina que se compró el
sujeto una semana antes. Y cuando lo pescan dice que es inocente.
¿Saben cuál es la sensación más difícil de retratar? El cinismo. Es prácticamente
imposible.
Jazmín se mordió los labios cuando oyó a Scamarone decir cholo.
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Otra vez en la tienda, que ahora se ve vacía y polvorienta.
Scamarone, que ya conoce a todos, grita que necesita un aperitivo para
periodistas. Enfatiza el para periodistas.
Existen unas célebres comilonas suyas en la revista, que suceden entre el
desayuno y el almuerzo, a las que llama «entierro bajo».
¡Un entierro bajo para ponerse a trabajar!, exige.
Pero son más de las doce de la mañana y en la tienda sólo le ofrecen el almuerzo.
Ni Jazmín ni yo tenemos hambre.
Busco a Tomás con la mirada pero ha desaparecido.
Obviamente, Scamarone no pretende quedarse callado. Tiene nuestra atención y
la aprovechará hasta donde se lo permitamos.
Declara, por ejemplo, que el asunto más grave del mundo es que la gente no
desayuna como es debido. Con un buen desayuno, explica, menos grasa y menos
guerras.
Luego pretende demostrar que su sentencia es un hecho científico, que no la ha
inventado él. Hace reír a Jazmín insistiendo en que el desayuno es la comida más
importante del día, pero que a los Estados Unidos no les interesa que todos sepamos
eso porque les conviene tener a una sociedad llena de obesos incapaces de negarse al
consumo y, por tanto, a las guerras.
Todo es por la guerra, declara. La guerra es el gran bontenón.
Scamarone respira hasta llenarse los pulmones.
Ah, el aire puro de la sierra, comenta.
Luego dice:
Mary Hemingway sostenía que Kenia era el mejor lugar del mundo para
levantarse por la mañana.
Va a seguir la historia pero se detiene. Se queda mirando a la antropóloga guapa
entrar al local y pedir comestibles enlatados.
¿De picnic, preciosa?, se dirige a la chica en voz alta pero ella no parece darse por
enterada.
No le importa demasiado el rechazo. Le echa una mirada de aprobación al culo y
continúa con lo de la esposa de Hemingway:
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También dice la mujer que hasta que uno no se encuentra con un rinoceronte de
dos toneladas de peso antes del amanecer, camino al río para lavarse la cara, no se
aprecia lo que puede llegar a ser la vida. ¡La vida! ¿Pueden creer eso?
Se echa a reír.
Jazmín también ríe.
Scamarone apunta rápidamente con su cámara; le roba una fotografía.
Dejamos al fin la tienda, que se está llenado de limeños. La mayoría de ellos compra
provisiones, son muy pocos los que ocupan las mesas. En la puerta, un par de
periodistas del albergue saludan a Scamarone antes de pedir una lata de atún, una
botella de agua.
A mí me lanzan una mirada de desconfianza.
A Jazmín no la miran.
Una vez afuera siento curiosidad por unos pájaros que he visto saltando por todos
lados desde que llegamos. No sé si son exactamente cuervos esos pájaros flacos,
oscurísimos, que saltan de una vara a otra. El pico es curvo, aunque breve, y los ojos
rasgados.
No parecen poder volar.
Reptan.
Tampoco parecen amistosos, están demasiado alerta, estar alerta no es ser
amistoso. No puedo oír si emiten graznidos.
No soportan el clima.
Quizá lo más lamentable, lo enfermizo, de todos los animales es que terminan
pareciéndose a nosotros por más horrendos y distintos que sean. Que seamos
nosotros. Nuestra vida, la síntesis de una serie de costumbres animales.
Y no todas son agradables.
Hacemos reír a los que queremos que nos amen, como micos. Somos fieles a
nuestros amigos, como perros. Comemos la fruta con la mano como conejos.
Inflamos nuestros cachetes llenos de comida y la rumiamos lentamente como ratas.
Dejamos de ser nosotros mismos, cambiamos de piel como serpientes.
Nos aprovechamos de los demás, como buitres. Terminamos meando encima de
lo que creemos nuestro, como felinos.
Nos reímos como hienas, lanzamos zarpazos de pánico como osos.
Mónica me dio el primer beso cerrando los labios, haciendo un pico, como un
pájaro.
O como un animal extraordinario, incomprensible, un ornitorrinco.
Cuando su útero soportaba el peso de Paulo parecía un marsupial. Una larga y
ondulada madre canguro.
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Y yo, pasándola mal después de la muerte de Paulo, cuando me atenazaba el
insomnio, aquellas noches en vela aferrado a su espalda y su respiración también
intranquila, me había convertido en un animal vulnerable, un animal en extinción.
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Por supuesto, me pregunta qué hago aquí.
¿Le diré también que escribo una carta?
¿Adivinará también ella por el color de mi aura, por la dilatación de mis pupilas o
el trayecto caprichoso de las líneas de mis palmas, que Paulo ha muerto?
Contesto que me han enviado de comisión por lo de la llegada de Toledo. Algo
evasivo. Me toca preguntarle qué hace ella. Dice que encuestas, como sus otros
amigos, trabaja para la Comisión. La mayoría son de la Universidad Católica, el resto
de universidades nacionales.
Desde su ángulo, Scamarone no deja de mirarme con rencor. Comprendo que en
cualquier momento se acercará y tendré que alejarme para no escuchar uno de sus
comentarios ridículos.
Me mira con celos.
Pero él es un hombre mayor, no tiene posibilidades con esta chica. Sin embargo,
la vio primero, la fotografió y es suya. Ése es su código. Pese a la edad, no
renunciará.
Eso lo sabemos todos en la redacción.
Las diagramadoras, las practicantes, la muchacha que trae la comida desde una
fonda a dos cuadras de nuestra oficina.
Todas son suyas.
Casi sin darme cuenta, abro el bloc y anoto el número de teléfono de la
antropóloga. Me dice que estará en Lima en quince días, podríamos vernos para
tomar algo, ir al cine.
No pienso más en Jazmín, pienso en Mónica.
Le digo que sí.
No le confieso que estoy casado, o probablemente separado.
No le hablo de ninguna carta.
Tampoco le digo lo que en realidad pienso, lo que quiero decirle: Mira, esto que
ves aquí, yo, soy un fragmento, un pedazo. No puedo ir al cine, no puedo tomar nada
con una chica, ni un café, ni una cerveza. Tengo un hígado, tengo aún alguna muela,
probablemente un corazón, y podría seguir enumerando porque soy una acumulación,
no un todo.
Un pensamiento patético, como siempre.
¿Acaso puede evitarse?
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Cuando empecé mi carrera trabajé en la redacción de uno de ésos. Iba a los
partidos, escribía según un diccionario de jerga deportiva. Me enteraba de chismes
sobre jugadores y amantes, sobre borracheras, sobre homosexualidad en las
concentraciones. Jamás me he divertido tanto en un trabajo.
No puedo evitar pensar que, de haber seguido en ese periódico, probablemente
ahora estaría alistándome para ir a Alemania, a cubrir el Mundial, en vez de estar en
una banca destruida, frente a edificios públicos de barro, en un lugar sin mayor
atractivo —salvo sus cadáveres— como Oreja de Perro.
Dirección equivocada, como tantas veces.
Esta vez no es un pensamiento pesimista sino un pensamiento mezquino, sin
duda; pero un pensamiento real, concreto.
La altura ha vuelto a afectarme, respiro con dificultad y empiezo a sentir con
insistencia el latido de las sienes. Sé que si me levanto de golpe terminaré vomitando,
reconozco los síntomas. Debo esperar y tranquilizarme. Pero me impacienta estar en
esa piedra, sintiéndome mal, sin hacer nada, quieto hasta que me pase la sensación.
Cierro los ojos: no pasa nada, me digo. Es sólo angustia.
Mi estómago hace un sonido extraño como respuesta. Al menos sabe lo que
quiere. Recuerdo que no he almorzado. Debería pedirle a alguien que me consiga
cualquier cosa para comer antes de desmayarme. Quizá a uno de esos policías.
Un paquete de galletas, una Coca-Cola.
¿Los policías aceptan encargos?
O pedírselo a Scamarone. O a Jazmín.
Es decir, a un anciano y una embarazada.
Alguien.
Ése soy yo, ése es mi inquebrantable espíritu, mi sentido de la solidaridad, mi
capacidad de protección a los demás.
Nunca dejaré de sentirme mal conmigo mismo.
Qué meticuloso es ser melodramático, estar todo el tiempo a la expectativa de tus
propios problemas y dolencias, en alerta constante como un felino amenazado.
Demasiada conciencia.
Por ejemplo, pasa una campesina absolutamente quebrada, con una joroba
enorme, una mujer que parece un escarabajo, probablemente de cien años,
arrastrando un alado que es el doble de su peso. Nadie la ayuda. Los policías con sus
noticias de fútbol, yo con mi mareo.
Obvio sentir compasión por ella, o incluso algo parecido a la conciencia social.
Sin embargo, estoy convencido de que si pretendiese ayudarla ella arrancaría una
vara de los arbustos y la azotaría al viento como un látigo, una advertencia, para
alejarme.
A la mujer la sigue un perro.
Un perro flaco, negro, de orejas caídas y patas largas, huesudas. La cola rota. El
perro se acerca hasta mí y me olisquea.
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Lo miro a los ojos oscuros, uno de ellos nublado, y le digo: Me falta el aliento, no
puedo respirar. Ayúdame.
El perro tiene una mirada inteligente.
Incluso podría decir que sonríe.
Luego continúa su camino y se une a una jauría esperpérntica que persigue a la
anciana, a cual más tullido: algunos con la pata coja, otros con las orejas mordidas.
Uno parece tener las costillas quebradas.
El perro mueve con entusiasmo su cola recortada.
Es la primera vez que un perro me sonríe, pienso.
Y esa sonrisa me cambia el ánimo: las cosas no tienen por qué salir tan mal.
Está esa chica guapa, está una amiga que siempre me acompaña al cine en
Miraflores, y podría convertirse en algo más después de tantos años; está la chica que
me atiende en el banco, un rostro felino con moño de solterona; está una de las
diagramadoras de la revista, la de los jeans apretados; está Jazmín.
¿Jazmín? No, imposible contar con ella a futuro. Está embarazada. Piensa que
habla con los ángeles. Tiene los dientes parecidos a los de mi ex empleada. Es chola.
Está en otro mundo, obvio, un mundo completamente distinto al mío. ¿Qué estará
hacienda ahora? ¿Duerme? ¿Sueña despierta? ¿Le cuenta todo lo nuestro a Tomás,
con pelos y señales?
«Pelos y señales».
Nunca me había dado cuenta de lo repugnante que es esa frase.
No quiero volver a ver a Jazmín, pero sé que no podré evitar hacerlo.
¿Por qué dice Scamarone que es imposible retratar el cinismo?
No podré alejarme, no soy así, tendré que fingir que me interesa. Hablar con ella.
Tratar de que no se dé cuenta de que, en realidad, pretendo acercarme más a la
antropóloga guapa. Invitarla a salir. Enamorarme de ella.
No debo dañar a Jazmín.
Pero ¿puedo no lastimarla?
Debí hacerme esa pregunta antes de acostarme con ella. O después, y no verla
más. Probablemente terminaré escapando de ella y de la antropóloga. Perdiendo soga
y cabra.
Buena metáfora para el lugar donde me encuentro.
Por las ramas secas y el escarpado me parece ver una cabra vieja perseguida por
las moscas.
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Me pongo de pie y regreso al municipio. Encuentro a Scamarone rodeado de
todos los muchachos de Lima.
¡Hey, tú!, grita la antropóloga cuando me ve llegar. ¡Good news! ¡Habrá una
fiesta!
Busco su mirada.
A pesar de Mónica, a pesar de Jazmín, busco su mirada.
La rutinaria rueda de la vida ha empezado a girar.
Ahí está su mirada.
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Me costó convencer a mi editor, un mes después, de que debía volver a entrevistar al
hombre que perdió la memoria.
Ya le había ofrecido bastante espacio en la revista cuando sucedió el accidente;
para cuando salió del hospital y regresó a su casa la noticia había dejado de ser actual.
Lo que se discutía en los medios aquellos días era si debía sacrificarse o no a un
rottweiler, Lan Fung, que había asesinado a un sujeto que ingresó a robar en el
negocio que custodiaba el perro.
También se comentaba sobre un famoso economista, que incluso tenía un
programa de defensa del consumidor en televisión, que en un rapto de locura había
amenazado de muerte a su ex mujer, con la que tenía un niño.
Le dejó unas grabaciones dementes en el teléfono, que todos pudimos escuchar
gracias a un programa de espectáculos.
Decía: «He decidido que si te me acercas a cinco metros te voy a romper toda la
cara. ¿Entiendes? ¿Entiendes, perra maldita? Eso lo he decidido porque soy Dios, te
voy a matar».
En la revista estaban fascinados con la noticia de esas grabaciones, en especial
porque el economista aquel era notablemente antipático, e incluso se decía que era
enemigo privado de nuestro editor de negocios.
Querían hundir al economista, querían matar al perro.
La sociedad civil, como le gusta decir a Scamarone, realizaba una serie de
marchas a favor del perro Lan Fung y se decía que le habían contratado un abogado
defensor.
Una redactora me mostró que las frases editadas que dejó el economista en la
grabadora se podían bajar como ringtone para los celulares. Ella lo había hecho.
El tema de la amnesia no tenía mayor oportunidad.
Aun así, logré que un fin de semana me recibiera en su casa mintiéndole que iba a
cubrir la recuperación.
Tenía la esperanza de que no hiciera demasiadas preguntas.
No hizo preguntas.
Se acordaba de mí.
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Me explicó que su memoria había borrado varios años de su pasado, pero las
cosas que sucedían luego del accidente las recordaba sin mayores problemas. O
incluso mejor que antes.
Pero olvidó que yo sabía su nombre y me volvió a decir que se llamaba Gabriel.
Estaba viviendo en uno de esos balnearios exclusivos de casas blancas y
ordenadas, cerca de Asia, a más de una hora de distancia de Lima. Tenía a su servicio
a una empleada y, ocasionalmente, el chofer de su madre. Además, tres veces por
semana una terapeuta era traída desde la ciudad para atenderlo.
Su madre le había conseguido esa casa, que perteneció a una tía suya. Los
médicos habían considerado que la reclusión en su antigua casa podía ser muy
dolorosa y, quizá, contraproducente.
Era mejor habitar un limbo como le ofrecía el balneario.
Él parecía estar de acuerdo.
Como la dueña de la casa había sido anciana y minusválida, la casa estaba
adecuada para ella. A simple vista no se notaban las modificaciones, pero luego eran
muy llamativas.
El acceso principal tenía una rampa extensa que hacía una curva. La puerta de
calle era ancha, corrediza. Las puertas interiores tenían los pomos muy bajos y casi
todas las instalaciones (la sala, la cocina, el baño y el dormitorio principal) habían
sido diseñadas para una persona que se desplaza en silla de ruedas.
Pero Gabriel no iba en silla, caminaba perfectamente y hacía algún esfuerzo para
adaptarse a las dimensiones de la casa.
No pude evitar preguntarle por qué había aceptado vivir ahí.
Al principio me bañaba y dormía en el cuarto de visitas, me contó, pero poco a
poco me he ido adecuando. Ahora duermo en el cuarto principal, que es mucho más
extenso y tiene, además, una maravillosa vista al mar.
También uso el baño de la tía de mi madre. Es incómodo. Me tengo que agachar
para usar el lavadero, y es difícil usar la taza o tomar una ducha, pero el reto me
estimula. ¿Lo comprende? Empiezo a adecuarme a este nuevo espacio. A veces,
siento como si realmente me faltara una silla de ruedas. Como si el no tenerla me
convirtiera en un minusválido, y no al revés.
Trepamos por una rampa interna hasta la terraza, donde había acondicionado un
pequeño bar.
La vista era fabulosa. Nunca antes me había impresionado tanto el océano. La
terraza parecía suspendida en el aire, como la proa de un barco, y el mar mostraba
unas olas enormes de apariencia sólida, más extensas y oscuras que de costumbre.
Me sirvió un whisky, pero él se abstuvo de tomar.
El sol empezaba a caer.
De pronto, recitó: «He tenido al sol, durante el alba, pero sólo una hora lo he
poseído. Hoy me lo esconden las aéreas nubes».
¿Conoces ese poema?, preguntó.
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No, no sé mucho de poesía.
Shakespeare. Lo traduje yo. Mi terapeuta dice que es bueno que ejercite mi
memoria recordando frases, párrafos de libros o poemas. Encontré algunos libros en
la casa, en inglés. Pude leerlos sin esfuerzo. Por cierto, si regresas, ¿podrías traerme
libros en castellano? Saber que puedo leer en inglés ha sido una buena noticia, pero
me gustaría leer también en castellano.
Luego de mirar el mar en silencio dijo:
¿Sabes qué estoy haciendo? Aprendo chino.
Decidí probar si mi cabeza funcionaba al cien por ciento poniéndome un reto muy
grande, más difícil que dominar esta casa de minusválidos, así que decidí aprender
chino. Una profesora viene los días de semana que no viene la terapeuta, tomamos
una clase de dos horas aquí mismo, o en la sala.
Ella nació en Jiangsu y por supuesto tiene un nombre chino, Yenay, pero a mí me
gusta decirle Lili.
Lili me parece un nombre perfecto para ella.
Al principio teníamos que detener la clase apenas iniciada por el dolor de cabeza.
Me daban unas migrañas terribles. Aún las tengo, pero son más espaciadas. Descanso
unos minutos, dejo que haga efecto la medicación, y luego retomo las clases.
¿Sabes qué significa Yenay?, me pregunta.
Estoy realmente empeñado en aprender chino. ¿Y luego qué? Viajar a Pekín.
Viajar solo. O convencer a Lili para que me acompañe y sea mi guía. Es una mujer
guapa. Y para mí, al final, Pekín, Lima, todo me da lo mismo ahora.
Se siente raro estar incapacitado para recordar personas o lugares, para extrañar.
Yenay significa «la que ama».
Yo no extraño nada, ¿sabes? A nadie.
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Un día, por ejemplo, Lili no llegó. Me enfurecí mucho cuando me avisó por
teléfono, rompí aquel tablero de un puñetazo. El resto de la tarde y todo el día
siguiente no quise hacer nada, ni siquiera recibir a la terapeuta. Y luego, durante la
siguiente clase, recriminé de manera tan violenta a Lili que pensé que terminaría
llorando.
Pero no lloró.
Me lanzó una mirada inexpresiva.
Después le pedí disculpas y traté de ser más racional. De explicar mi punto de
vista de otro modo. Le dije que estaba muy enfermo, que necesitaba un orden, una
estructura, como con los idiomas. Que si no tenía esa estructura podía desmoronarme.
Le hablé de mi enfermedad.
¿Sabes que he perdido todo? ¿Acaso no te han contado mi madre o el chofer que
lo he perdido todo?
Me quedé mirándola, buscando compasión o desprecio en su mirada. Pero nada
de eso. Se puso de pie y me dijo con una voz casi dulce:
Deja de lamentarte.
Y luego, cogiéndome la cabeza, me dijo algo que no puedo olvidar:
No tienes por qué lamentarte por la amnesia. La memoria es una espía. Tú has
logrado librarte de ella, has conseguido extraviar a tu espía. Considérate un hombre
muy afortunado.
Estuvo un rato callado, quizá calibrando el efecto que la frase de Lili había hecho en
mí. Luego me preguntó:
¿Crees que eso es lo que llaman «sabiduría oriental» o sólo un cuento chino?
Y se echó a reír.
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Pensamos que las fotografías, los recortes de periódico, las cartas, los videos, los
testimonios, los recuerdos, sostienen la memoria. Pero no la sostienen, la reemplazan.
Paulo nació un domingo.
La enfermera que preparó a Mónica para el parto dijo que los niños que nacían en
domingo tenían buena suerte. Nació, además, después del mediodía. Más suerte.
Quizá debo comentarle ese detalle a Jazmín.
Recuerdo perfectamente la primera vez que lo vi. Estaba en la incubadora: con la
cabeza levantada, la boca abierta, los ojos abiertos también, la frente arrugada,
llorando sin bulla, mirando intrigado al mundo que había desplazado el cómodo
espacio que había ocupado hacía poco.
También a mí me lanzó una de esas miradas aún vacías de significado.
Paulo.
Por alguna extraña razón, se acostumbró a que sólo yo lo hiciera dormir durante
las madrugadas. No aceptaba a nadie más.
Me pasé entonces horas enteras, entre las tres y las cinco de la mañana,
caminando de un lado a otro por su cuarto, o por el pasadizo, tratando de que se
durmiera.
Muchas veces lo dejaba en su cuna, me bañaba de inmediato, me vestía e iba al
trabajo. El cansancio y el sueño no impedían que tuviera durante todo el día la
hermosa sensación física de su fragilidad, su peso minúsculo, su pequeña nuca que mi
mano acariciaba, su cabeza en mis hombros.
Aquel tierno asteroide.
Mis padres siempre contaban mitos sobre lo extraordinario que había sido yo en
el andador. Por eso, antes de que naciera, cuando pensaba en Paulo siempre lo
imaginaba dentro de uno, deslizándose de un lado hacia otro en la casa, mientras yo
leía o veía televisión. Pero una tía de Mónica nos aconsejó no usar el andador por
algún tema de la pediatría moderna.
Mónica y yo nos quedamos presos de ese consejo. Los fines de semana, cuando
no contábamos con empleada, rodeábamos la sala de cojines y nos colocábamos los
tres al centro, cuidando de que Paulo no saliese de aquellos límites mientras aprendía
a andar a gatas.
Eran días extenuantes.
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Paulo había aprendido a reconocer su espacio. Y nos hacía entender, de manera
contundente, lo que quería y lo que no quería.
Los domingos por la tarde, una feria de libros de segunda mano se colocaba en
una plaza cerca de casa. Mientras Mónica tomaba una siesta, yo cogía a Paulo, lo
colocaba en su coche, lo cubría con una manta y bajaba su toldo por si empezaba la
garúa. Nos íbamos los dos a buscar libros. Era mi compañero. Tomaba dos o tres
ejemplares, les limpiaba el polvo, me sentaba en una banca y los revisaba mientras
Paulo dormía o miraba a la gente.
Luego, cuando él o yo nos aburríamos, volvíamos a casa.
Cuando cumplió dos años, descubrimos en su lengua las primeras muestras de una
mordedura. Despertó con un moretón en el costado izquierdo. Paulo decía que no le
dolía mucho.
Seguro te mordiste la lengua en la noche, le dije. A veces pasa, estarías soñando
algo.
Él no entendía con exactitud qué había ocurrido. Tampoco nosotros. Luego de un
rato lo olvidó. Sólo volvió a recordarlo cuando comió un dulce.
Dijo: Me pica.
Lo consolamos. Le dijimos que pasaría pronto, que dejara de pensar en eso y ni
cuenta se daría de cómo se le iba el dolor.
A pesar de lo fuera de lo común que fue el síntoma, no prestamos demasiada
atención.
Un tiempo después volvió a ocurrir. Paulo se despertó llorando sin entender.
Tampoco nosotros entendíamos y ahora sí estábamos asustados. Veíamos aquellas
pequeñas manchas moradas y no entendíamos. ¿Por qué se muerde un niño la lengua?
Le sugerí que intentara dormir con la boca cerrada.
Lo llevamos al pediatra. Nos dio varias opciones, alguna que otra recomendación,
pero no parecía preocupado.
Sorprendentemente no nos pidió ningún análisis.
Mónica me dijo que quería llevarlo a otro médico. Yo opté por la negación.
Además, odiaba a los médicos y pretendía vivir lo más lejos posible de ellos. ¿Para
qué hacernos problemas? Ya el pediatra que lo había atendido toda la vida había
dicho que no era nada.
Ella, a regañadientes, no insistió.
Decidimos dormir con Paulo un par de noches para ver si tenía pesadillas. En
efecto, tenía un sueño intranquilo pero no necesariamente pesadillas.
Pasaron los meses y lo de la lengua no volvió a ocurrir.
Lo olvidamos.
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Paulo era un niño inquieto. No le gustaban los dibujos de los canales educativos ni
los clásicos muñecos de peluche de Disney. Muy temprano le empezaron a gustar
desmesuradamente los felinos grandes: leones, tigres. Pasó después a los dinosaurios.
En especial, los pterodáctilos. Conseguí comprarle uno enorme, muy costoso, que él
hacía volar por el cuarto desplegando sus largas y nervudas alas de tela. Tenía unas
garras temibles.
Luego, abandonó el mundo prehistórico por los superhéroes, los personajes
animados con capas, pectorales y armas impresionantes, poderes invencibles. Debí
comprarle sus personajes de ficción favoritos: Superman, Batman, Flash, Spiderman,
Power Rangers, Bionicles. En ese orden. Luego aparecieron los héroes de Cartoon
Networks. Tuve que comprar infinidad de muñecos de plástico de cada serie, y los
enemigos también había que conseguirlos. Y también me pidió un par de disfraces:
uno de Superman, otro del Power Ranger rojo, su favorito.
La instructora del preescolar nos advirtió que él era, con mucho, el chico más
inquieto y distraído de la clase. Nos aconsejó que no viese demasiada televisión.
Paulo saltaba sobre la cama. Me daba golpes de karate. Cogía una espada de
juguete y empezaba a destrozar a sus muñecos, en especial los que eran para armar.
Los arrojaba por las escaleras. Estallaban en decenas de piezas que luego yo tenía que
reconstruir.
Aunque a Mónica le decía que estaba preocupado por su vehemencia, yo
admiraba esa energía. Era tan distinto a mí, que fui un niño tímido y malhumorado.
Tan feliz, tan seguro dentro de su mundo de héroes, poderes y armas imaginarias.
Paulo hacía pocas preguntas.
No era de los niños a quienes se les ocurrían esas «genialidades» que los padres
atesoraban siempre. Era fantasioso. Inventaba historias cada vez más complicadas.
Imitaba voces. Creaba amigos y enemigos imaginarios. Siempre se quedaba dormido
una hora después de lo que le exigíamos, con los muñecos exhaustos y regados por la
cama.
Nadie, ni siquiera esos superhéroes, podía soportar batallas tan duras y tan
frecuentes. Los cofres de juguetes de su habitación estaban repletos de brazos,
piernas e incluso cabezas sin dueño.
No era una visión agradable, tampoco para muñecos de plástico.
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En el sexo nunca nos había ido tan bien, pero habíamos aprendido a acoplarnos y
a no tener demasiadas expectativas.
Los fines de semana, solía ir a casa de mis padres con Paulo, donde él jugaba
durante horas con un sobrino mío, hijo de mi hermana, su contemporáneo. Mónica
usaba esos días para estudiar o salir con sus amigas.
Nos estábamos distanciando pero no nos dábamos cuenta. Visto de manera
objetiva, esos fines de semana separados era lo mejor para todos: Paulo tenía un
compañero de juegos, Mónica podía tener tiempo para sus cosas, mis padres veían a
su nieto y yo descansaba libre de cualquier responsabilidad, salvo la de atender a
Paulo en las contadas ocasiones en que corría por la casa gritando mi nombre.
Siempre era un golpe, una pelea con el sobrino, cosas así, ligeras y fáciles de
solucionar, que me permitían volver de inmediato a mí mismo.
Lo único problemático era el almuerzo.
Paulo había descubierto, en una ocasión en la que yo estuve enfermo, que
aquellos a los que les duele el estómago están eximidos de comer y desde entonces,
para angustia mía y rabia de Mónica, cada vez que no quería comer, lo que sucedía a
menudo, decía que le dolía el estómago.
A veces, para hacer más verosímil el acto, incluso se inducía arcadas.
Teníamos que luchar para que se terminase la comida. Teníamos que inventar mil
trucos —qué rápido caían en desuso— o idear mil formas de amenazarlo para que
comiera.
La noche en que murió, mientras le daba de almorzar Paulo me dijo que le dolía la
nuca. Acababa de cumplir cuatro años y se cogía la cabeza como si tuviera cincuenta.
Tenía el ceño fruncido.
¿Ahora es la cabeza? ¿No era la barriga?
Se quejó un poco más pero siguió comiendo.
Como Mónica sufría migrañas, sobre todo cuando pasaba las noches en vela por
su tesis, pensé que Paulo había cambiado de órgano pero no de truco.
Lo que más recuerdo de ese día es que, luego de un rato, encontré a mi sobrino
jugando solo cerca de las siete de la noche.
¿Y Paulo?, le pregunté.
Se ha quedado dormido, me dijo.
Noté que Paulo cogía con una mano uno de sus superhéroes de plástico, mientras
dormía tendido en la alfombra. Me llamó la atención que estuviera tan cansado. Lo
cargué, él hizo un ligero mohín con los labios, lo llevé hasta la cama.
Deberías ponerle pijama y llevarlo temprano a casa, me advirtió mi madre. Ha
estado cansado todo el día.
Pensé que no era necesario. Debía ser una de esas siestas de tarde que Paulo se
había acostumbrado a dormir últimamente. Ya se despertaría, y con más energía que
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antes. Sólo me preocupaba que hubiera almorzado poco. Me molestaba la
eventualidad de perseguirlo con un plato de comida por toda la casa de mis padres.
Lo cubrí con una manta de mi madre.
Me puse a leer un poco, con el televisor encendido, en el cuarto de mis padres,
mientras Paulo dormía en el de visitas. Luego de unas horas, decidí regresar a casa.
Llamé a un taxi. Lo desperté. Se levantó de malhumor, aún con cara de sueño. Pensé
que quizá se había resfriado o que tenía fiebre. Sus pulmones nunca fueron fuertes y
vivíamos cerca del mar, demasiada humedad.
En casa encontré una nota donde Mónica me avisaba que estaría en casa de una
amiga, en un círculo de estudios, que volvía tarde, que nos acostáramos sin esperarla.
Algo habitual en esos meses.
Le puse el pijama. Le pregunté si quería leche. Estaba refunfuñando y preferí no
insistir. Le cogí la frente para saber si tenía fiebre o calentura. Nada fuera de lo
común. Lo acosté. Lo cubrí con su propia colcha. Levanté unos juguetes por aquí y
por allá.
Recuerdo que me agaché a la cama, me acerqué a su cabeza y olí su nuca como
siempre. Me fascinaba ese olor. Paulo olía delicioso.
Me puse de pie. Su cabeza se veía como un nido revuelto sobre la almohada. Eso
también lo recuerdo perfectamente.
Salí del cuarto. Pensé que quizá sí estaba resfriado y debía llamar al médico.
Mejor lo consultaba con Mónica. Me recosté en un sofá. Nunca me gustó echarme en
la cama mientras la esperaba. Iba a esperarla a pesar de todo, para contarle lo de
Paulo.
Me gustaba esperarla. Aún la amaba. La necesitaba.
Leí un rato. Luego me quedé dormido.
El médico diagnosticó que había sufrido una trombosis durante la noche. Además,
nos comentó que si no sabíamos que sufría ataques de epilepsia. Le dijimos que no.
Luego nos explicó algunas cosas, algunas señales que no advertimos. Obviamente, lo
de la lengua mordida era una de ellas.
¿Pudimos haberlo evitado?, preguntó Mónica.
El doctor empezó a dar una serie de explicaciones con párrafos largos, científicos,
a los que Mónica y yo asentíamos, aunque sus ojos de lástima por el género humano
decían cosas muy distintas.
Así que esto es todo, pensé mientras el médico hablaba. Uno tiene un hijo, lo hace
dormir, lo cuida, lo alimenta, se acostumbra a él, y luego deja de tenerlo. Desaparece.
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Lo primero que me pasó por la cabeza fue suicidarme.
Imaginaba con toda claridad un túnel, un tubo estrecho e iluminado por donde
ascendía Paulo hacia algún limbo.
Pensé que si moría de inmediato y me apuraba un poco en entrar por ese túnel,
podía alcanzar a Paulo y acompañarlo hasta un lugar seguro.
También pensaba en Apollinaire.
Durante todas las horas que pasaron desde que Mónica descubrió que Paulo no se
levantaba; o mientras la ambulancia llegaba abriéndose paso con su sirena y abríamos
la puerta a dos tipos que entraban de prisa; o cuando el doctor confirmó que no había
nada que él pudiera hacer; o mientras llegaban mis padres, a los que pude avisar por
teléfono en medio del estrépito de tantas carreras; o mientras buscaba con la mirada
un lugar en la superficie del techo donde atar mi correa; durante todo, absolutamente
todo ese tiempo, con insistencia, con crueldad, recordaba aquel episodio de una
novela de Kenzaburo Oé en que él relacionaba a su hijo recién nacido, a quien le
presentaron con una venda ensangrentada en la cabeza y un tumor en el cráneo, con
un poema de Apollinaire.
El personaje de Oé se decía: Así como Apollinaire viene de una batalla vendado,
así también mi hijo llega vendado de una batalla que se libró en algún sitio, una lucha
en la que estuvo solo y de la que ha resultado herido. Y en la que yo no pude
ayudarlo.
Me imaginé a Paulo asustado, diciendo mi nombre como en el pasadizo de la casa
de mis padres, quizá también con una venda ensangrentada en la cabeza. Lo imaginé
durante esa noche en medio de un ataque epiléptico, asfixiándose, mordiéndose la
lengua, revolcándose en la cama con los ojos abiertos, sin posibilidad de pedirnos
ayuda, mientras Mónica no llegaba y yo me había quedado dormido en el sofá.
Yo no había estado ahí y ahora mi hijo estaba solo.
No hay más. Es sólo esto. Paulo no está. Ni siquiera duele. No hay más.
Me puse a llorar.
Desde que murió Paulo las cosas no fueron iguales nunca más. Tampoco
esperábamos que lo fueran. Pero me sorprendió que el mundo empezase a avanzar a
una velocidad distinta.
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Los familiares podían acercarse al vidrio del ataúd. Muy pocos se animaron a
hacerlo.
El rostro de Paulo se veía quizá un poco inflamado, lívido, con un peinado que
nunca usó, pero los que se acercaron coincidieron en que parecía dormido.
No podía dormir.
Mi madre convenció a un médico amigo suyo para que me recetara somníferos.
Gracias a eso, durante los siguientes tres días luego de la cremación, yo llegaba a
casa, me echaba sobre la cama y tomaba las pastillas.
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Me quedaba dormido viendo cómo Mónica recibía a sus amigos, a mis padres, a
sus parientes, escuchándolos hablar en voz baja recordando anécdotas de Paulo.
Supe que mi sobrino preguntaba por él y discutían qué decirle. Sentí que mis
amigos, cuando me reintegré al trabajo, guardaban silencio o evitaban hablarme.
Tampoco mi editor me daba demasiado trabajo. Me quedaba horas vagando en
internet. Ponía una palabra en el buscador, de ahí saltaba a otra, de ahí a otras, y
terminaba siempre en páginas web insólitas.
Un día terminé viendo en internet una fotografía de la película Besos robados de
Truffaut. Yo recordaba haberla visto con una antigua novia mía, cuando éramos
adolescentes, en un cine de butacas incómodas en Barranco.
Desde entonces guardaba buenos recuerdos de la película, aunque durante años
no supe definir si su título era Besos volados o Besos robados.
Según aquella ex novia, yo era idéntico a Jean-Pierre Leaud, el actor que encarnó
a Antoine Doinel.
Busqué la fotografía de él en google y me sentí identificado, aunque ya no me
parecía demasiado a él: había engordado demasiado en los años de matrimonio.
Me sorprendió saber que Antoine Doinel era un personaje de varias películas de
Truffaut, no sólo de una como yo creía. Leí los títulos y no me parecieron conocidos.
Un amigo me había hablado de la feria de Polvos Azules donde compraba discos
piratas en la que se podían conseguir auténticas maravillas. No sólo películas
clásicas, me dijo, sino también estrenos europeos o incluso asiáticos que jamás
llegarían a Lima.
Le pregunté por las películas de Truffaut. Me dijo que las había visto todas en
aquel campo ferial. Y no solamente las del ciclo Doinel sino todas las de Truffaut,
especificó.
Entonces, eso iba a hacer. Vería una a una todas las películas de Truffaut, hasta
hacerme un experto. Buscaría además una biografía suya, algunos libros de análisis
de sus películas. En unos meses, la vida y la obra de Truffaut no tendrían misterios
para mí.
Decidí conseguir todas esas películas el fin de semana.
Mónica salía a estudiar o a conversar con sus amigas y solía pasar las noches fuera.
Regresaba cansada, sin humor, se acostaba con ropa en la cama y se echaba encima
una frazada.
Yo aprovechaba para poner películas de Truffaut en el video. Pero no sólo se
trataba de Truffaut. Había sistematizado mis maratones de películas. Escogía un
director, iba al campo ferial, compraba todas las obras que tuviesen de él, y las veía
en orden cronológico.
Llegué a contabilizar 1.500 películas, todas anotadas en excel.
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Conseguí ver una película de Nanni Moretti sobre la muerte de un hijo, pero no
me conmovió ni me sentí identificado. En cambio, una película sobre padres y niños
pero con final feliz, como Kramer contra Kramer, me aniquilaba.
Cuando no estaba con las películas veía televisión: las noticias, películas, series
ridículas que pasaban por cable, partidos de fútbol de ligas internacionales que jamás
me interesaron. Horas de horas frente al televisor, con el control remoto en la mano.
Así fue como fui a dar con los testimonios de la Comisión de la Verdad y los
miraba con vehemencia, como si fuesen un programa continuado, una serie, uno tras
otro cada uno de los testimonios.
Anotando algunas veces frases en mi cuaderno de notas.
Así, hasta Oreja de Perro.
Sé que hay vidas cuyas muertes las estacionan en un punto entre dos páginas, como
flores secas dentro de un libro.
Pero con Paulo no fue así.
Fui yo quien me quedé encerrado en su muerte.
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La chica guapa me dice su nombre.
Se llama Maru.
Mi buscador de parecidos a estrellas de cine se activa de inmediato. Un juego
divertido que suele volverse una obsesión, una carga. ¿A quién me recuerda?
Esta vez no es tan difícil: a Dominique Sanda, una actriz francesa que trabajó en
Italia con Bertolucci, que se revolcó sobre un montón de paja con Robert de Niro,
pero sobre todo la belleza solar de El jardín de los Finzi-Contini.
¿Cómo no recordarla con el traje de tenis, o la falda plisada y la bicicleta?
Escucho que Maru comenta que se siente un poco responsable ante el fracaso del
gobierno de Toledo, pues fue una de las más activas en la lucha de los universitarios
contra Fujimori. Incluso organizó, con un grupo de estudiantes de la Católica al que
se unieron otras universidades, una vigilia.
Todos esos muchachos veían a Toledo como una oportunidad perdida. Pero lo que
más les dolía era notar cómo las conclusiones de la Comisión eran tomadas tan a la
ligera por su gobierno.
¿Para eso habían luchado tanto?
Estamos sentados en la banca de piedra fuera del municipio. Dominique Sanda y
yo, sentados y conversando.
No hay ninguna señal de los perros minusválidos.
Los policías han dejado el diario deportivo y se sirven un café caliente. Quizá
extrañan el cigarrillo, pero con tantos militares rondando no se atreven.
Maru sigue enumerando su decepción con el gobierno.
¿Y tú?, pregunta.
Le comento mi relación con los testimonios pasados por televisión y cómo éstos
me condujeron al artículo y luego a Oreja de Perro.
He estado en muchas de las audiencias, y he oído esos testimonios en vivo y en
directo, dice Maru. No sólo en Lima sino los que se recogían en provincias. Eran
terribles. Impresionante. No tienes idea si sólo los viste por televisión.
Le pregunto qué opina de la demagogia de Toledo entregando dinero en Oreja de
Perro.
Bueno, eso mismo, que es una demagogia. Obvio. ¿Qué otra cosa le queda por
hacer a alguien que ha pasado sin pena ni gloria?
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¿Por qué están ustedes acá entonces?
De todos modos teníamos que hacer las encuestas. Además, igual es una
oportunidad para resaltar los resultados de la Comisión. Hay que aprovechar
cualquier plataforma, eso es lo importante. No basta con encontrar resultados, hay
que promoverlos para que todos se enteren. Para que no suceda nunca más.
¿Y realmente crees que no sucederá nunca más?
Se indigna ante la pregunta. Maru se va volviendo cada vez más fanática y, al
mismo tiempo, cada vez menos inquietante, cada vez menos Dominique. Sus ojos se
encienden mientras habla. Parece realmente preocupada.
Tiene los senos puntiagudos, pequeños.
Dice: Aquí mismo, en esta ciudad, hubo centenares de muertos. Niños, madres,
ancianos. La policía, los terroristas, los ronderos. Todos mataban. Todavía hay
enterrados en fosas comunes que aún no descubrimos.
Conozco algo del tema, la interrumpo.
Dice:
Eso es lo que no se puede olvidar, ¿entiendes? Se trata de seres humanos muertos.
La primera vez que estuve en Ayacucho vi cómo una piedra le caía encima a una
mujer. Era una chica joven, de la edad que tengo ahora más o menos, que se había
quedado distraída mirando cómo hacíamos unas encuestas a sus vecinos.
A ella la habíamos descartado porque no queríamos sólo quechuahablantes, sino
bilingües. No sabía castellano. Le tomé sus datos, le dije que no podíamos contar con
ella y se puso a un costado.
Fue extraño pero pareció decepcionada cuando le hicimos entender que no la
encuestaríamos. Se fue retirando de a pocos, sin sacarnos la vista de encima.
Una piedra se desprendió del cerro y cayó sobre su cabeza. Una piedra enorme
rodando por la pendiente, y que siguió dando vueltas unos metros más, arrastrándola.
Yo sentí el golpe, el sonido seco como una explosión. Fui la única que realmente vio
cuando la piedra la cogió y ella se deshizo como si fuera de papel.
Sus vecinos corrieron a auxiliarla pero nosotros no reaccionamos, nos quedamos
quietos, helados.
Esa noche, con un grupo de amigos regresé hasta el lugar, no sé por qué, algo de
sadismo quizá, éramos más jóvenes, y vimos la sangre manchando la tierra. Y la
piedra. ¿Alguna vez has visto una piedra manchada de rojo por la sangre? Como si
fuera la roca misma la que sangrara.
Yo nunca había visto sangre.
Me dijeron que el cuerpo lo arrojaron a una fosa común en el cementerio. Creo.
No sé. Sus padres tenían diez hijos, ninguno hablaba castellano. Pensé que no la iban
a llorar demasiado, que a la gente del campo con muchos hijos no les afecta tanto la
muerte de uno de sus hijos. Era obviamente una idiota por pensar eso. Ahora sé que
me equivoqué. En las audiencias he visto desgarrarse a campesinos con docenas de
hijos por la pérdida de cualquiera de sus hijos desaparecidos.
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Maru se queda callada un segundo. Luego me mira con expresión seria y dice:
¿Sabes? Todavía no puedo sacarme la cara de la mujer mirándonos, mirándome
mientras la piedra le rompe la nuca. No puedo.
Debe ser demasiado impactante, le digo.
Sí, impactante. ¿Alguna vez te ha sucedido algo tan fuerte, tan fuerte, que
quisieras sacarte ese recuerdo del cerebro como si fuera algo sólido, un ladrillo, una
tuerca, la pieza de un rompecabezas?
¿Alguna vez has estado en una guerra?, me pregunta ella sin percatarse de
Scamarone.
¿Una guerra como cuál?
Sí, una guerra, cualquier guerra. Tu fotógrafo nos contó que estuvo en varias. En
la de Irak, por ejemplo, dice que estuvo ahí. Es un tío de puta madre.
¿Scamarone en Irak? ¿Quién podría creer algo así? Si lo dejaban hablar, seguro
decía que atrapó al mismo Sadham Husein. Pero decido no ponerlo en evidencia.
No, le digo, para mí ésta es la primera guerra.
Pero seguro te mueres de ganas de que te manden a una. A una guerra de fuera,
dice. No sabes, cuando salí del colegio quería estudiar periodismo y ser corresponsal
de guerra. También quería unirme a los cascos azules, cosas así. Cómo envidio a los
que salen reporteando en CNN. Detrás de ellos, los hoteles bombardeados o los
camiones portatropas. Parece tan emocionante. ¿Te acuerdas de Miguel Gil? Yo me
enamoré de ese hombre. Lo que me da pena es que sólo supe de él cuando dieron la
noticia de que había muerto en África. ¡Tenía un rostro tan masculino!
Toda su historia me fascina, los sitios donde había estado, las cosas que grabó, lo
que hizo, la forma como murió.
Yo estaba loca de remate sólo por ese hombre. Grabé un especial de la tele donde
pasaron fotos suyas, y las bajé de internet y las veo siempre, sobre todo aquellas en
las que se hace el tonto y juega con sus amigos, o se ríe, tan guapo, con su sonrisa
ladeada.
Dejé una foto suya enorme clavada en el corcho de mi cuarto. Yo tenía diecisiete
años cuando murió, mis amigas pegaban a Kurt Cobain y a Brad Pitt, pero yo tenía a
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Miguel Gil.
¿No te hubiera gustado ser como él? Aunque, en realidad, te confieso que desde
que te vi pensé que te pareces un poco a Manuel Gil, físicamente digo. ¿Nadie te lo
ha dicho antes?
No, nadie me lo había dicho.
Y tú me recuerdas a Dominique Sanda, le digo.
¿Quién es ella?
El jardín de los Finzi-Contini. Micòl. Esas cosas.
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Ella siguió caminando y yo iba detrás, pero ya no hablábamos.
¿Pensábamos ambos, al mismo tiempo, en la muerte? ¿Queríamos matar ambos al
niño, es decir a Paulo?
A veces me digo: era sólo un pensamiento guiado por el terror, como cualquier
otro. Pero otras veces me siento culpable. Siento como si, al pensar eso, yo hubiera
provocado su muerte.
Pobre mi hijo. Pobre Paulo. Desde el principio la palabra «muerte» apareció
vinculada definitivamente a su vida.
En ese momento se me pasó por la cabeza la posibilidad de que aquel embrión,
que aún no se llamaba Paulo, muriese.
No sé olvidar esa idea. Es imposible. No puedo.
Me gustaría haber tenido la oportunidad de pedirle disculpas cuando pudiese
entenderlo.
Explicárselo.
Pero se ha convertido en un espectro.
Un ave que, de vez en cuando, se posa en mi hombro y sopla a mi oído frases en
un lenguaje incomprensible, el lenguaje de quienes no han descubierto aún que no
están más.
Y luego, con habilidad de fantasma, desaparece como un haz de luz y polvo en
una habitación oscura ante las cortinas súbitamente abiertas de par en par.
Paulo.
Anotación en el cuaderno: Definitivamente, no sé olvidar. Conmigo no resulta.
Quiero conseguirlo. ¿Podré conseguirlo?
¿Y qué me dices entonces? ¿Vas al tono?, dice Maru, a quien he dejado hablando
sola.
No soy de fiestas, digo.
¡Cómo te haces de rogar! Además no es una fiesta en realidad. Es una reunión en
el cuarto donde dormimos mi amiga y yo, con todos los chicos. Todo tranqui. Vamos
a poner música y tomar algo, no hasta muy tarde.
Paulo se ha desvanecido.
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¿Si no nos volvemos a ver, recordarás el nombre de la actriz que te dije que se
parece a ti?, le grito porque ya se ha alejado algunos metros.
Levanta los hombros.
Quién sabe.
Una amiga de universidad me dijo una vez que no debía olvidarme jamás de que
todas las mujeres estaban locas. Jamás lo olvidé. Decía que todas tenían un grado de
neurosis, y eran capaces de hacer maldades inmensas si se lo proponían. Todas.
Me lo dijo o me lo advirtió.
Mónica a veces se desataba, como si rompiese amarras, y yo no sabía cómo
apaciguarla.
Ingresaba en etapas oscuras, tristes, de silencios profundos. Paulo también era un
niño silencioso.
En medio de ese par, aprendí a quedarme callado, escuchando mis propios
pensamientos, mis propios y monotemáticos pensamientos acerca del futuro, de la
felicidad, del amor, de la muerte.
¿La muerte?
También la muerte.
Pero entonces no sabía. Era sólo una palabra.
Anotación en el cuaderno: Algunas vidas van de ola en ola, limitadas al mismo mar,
dando vueltas alrededor de la misma orilla siempre, hasta terminar varadas en la
arena, como ballenas agotadas, hartas de vida.
Otras vidas dan tumbos de un mar a otro, cada uno con una distinta profundidad,
su clima interior, su carta de navegación, sus monstruos marinos, sus bestias, sus
balnearios diferentes, su olor a otro mar.
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Esas vidas son arrojadas de un océano a otro, mares superpuestos, quizá
simultáneos, y no pueden dejar de sumergirse en cada océano hasta el fondo, sin
límite.
Así la vida de Mónica y mi propia vida. Así de enormes y resplandecientes, y
extraños e inagotables, son los océanos en los que nos tocó explorar la vida, los
mares en que nos sumergíamos.
Consigo los víveres y camino pensando en lo que tengo que hacer: revisar mis notas y
escribir una crónica sobre la no llegada de Toledo. Pienso qué punto de vista tomar.
Distraído, me encuentro frente a Tomás.
Casi me choco con él.
Necesito hablar contigo, me ordena. Vamos fuera.
Le tiembla el labio inferior. Me sucedía lo mismo en el colegio cuando tenía que
salir a responder una pregunta al frente de la clase o me presentaban a una chica.
Tomás está nervioso. O iracundo.
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Me hace recordar a un muchacho. No recuerdo su nombre, aunque quizá era
Leonardo. Había sido uno de mis mejores amigos desde que ingresamos a la misma
sección el mismo año.
Una vez, por algún lío de mocosos, se enfadó conmigo. Me esperó a la salida,
como dicta el código no escrito, y me enfrentó con gran solemnidad, aunque
estábamos solos: Ya no somos más amigos, dijo. ¡Ahora vamos a sacarnos la mierda!
Recuerdo con toda claridad su cara de dientes apretados. Su mirada feroz.
Y sus labios, claro, ahora que lo pienso, también su labio inferior temblaba.
Quizá eso mismo es lo que quería Tomás: apretar los dientes, cogerme a
trompadas. Castigarme por haberme mezclado con Jazmín.
Le hago caso y lo sigo, más aburrido que ansioso, y salimos.
Que te quede una cosa clara desde ahorita, dice adelantándose: No te acerques
más a Jazmín. No sé lo que buscas con ella, nomás, pero no quiero que la molestes
más.
Respondo:
Bueno, pero ahora yo tengo algo también importante que decirte: ¿por qué mierda
crees que me interesa tener contigo una conversación? ¿O sólo quieres hacerme
perder el tiempo?
No es una conversación, es una advertencia.
Ah, una advertencia. ¿Estás diciendo que vas a golpearme si no me alejo de
Jazmín? ¿Vas a amenazarme? ¿Es ése el agujero por donde va a explotar toda esa
frustración acumulada por no decirle a Jazmín que la amas? No jodas más.
No sé qué frustración dices o estás hablando, pituquito, pero no te metas. Es por
tu bien. Tú sigue tu vida nomás, como quien dice tu vida de pituco, y déjanos en paz.
Nomás te digo que no soy yo quien te haría algo, no soy yo quien te amenaza. No soy
yo.
¿Y quién me amenaza entonces? Cambio de tono pues consigue intrigarme.
Tú sabes quién. ¿O no te ha contado?
¿Qué tenía que contarme?
Entonces no sabes nada. Más razón pues para que la dejes en paz. Mejor que no
sepas nada. No te acerques.
¡Pero cómo me voy a enterar de algo si lo único que haces es ladrar! Mira, es
obvio que no te caigo bien, que me consideras un pituco y, además, odias a los
«limeños», en fin, que estás lleno de prejuicios y no me importa. Y espero que para ti
sea igual de obvio que me aburres y me irritas. Así que si tienes algo que decirme de
verdad, algo concreto, dímelo de una vez y deja esta payasada.
Se echó a reír con desprecio:
Valiente eres. Un piquito de oro eres. Pero eso no es suficiente aquí. Hay otras
cosas en juego. Cosas que mejor no te enteras. Quédate con eso nomás. Si no te las ha
contado Jazmín es porque mejor es que no sepas.
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Lo miré un segundo y descubrí que no mentía, y que tampoco iba a decirme nada
más. Me relajé.
Bueno, Tomás, vamos a dejarlo así. Pero no me vuelvas a amenazar, compadre. Si
lo haces otra vez, simplemente te denuncio por hostigamiento a cualquiera de los
rayas que están aquí. Así soluciono yo mis problemas.
No te voy a hacer nada, de qué rayas hablas, yo no te toco. Sólo digo que dejes a
Jazmín tranquila, no te conviene fastidiarla.
Ya me aburriste, compadre, ya cánsate y no me hagas perder el tiempo.
Digo esto último con el tono más despectivo que puedo y empiezo a alejarme de
Tomás. Al principio no reacciona, pero luego va tras de mí, me coge del brazo y me
escupe al oído:
Me dices que te amenazo y tú me amenazas con llamar a la policía. Se nota que
no sabes nada de nada. Ése es tu problema, es el problema de todos en este país,
nadie sabe nada. ¡Y me amenazas con los rayas encima! Hasta me das pena. No sabes
qué cosa dices. No sabes nada.
Entonces me suelta y desaparece.
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Jazmín me está esperando en el cuarto del albergue, sentada con las rodillas juntas
sobre el colchón.
Scamarone está ahí también, tendido en la parte superior de la litera,
intercambiando frases con ella. Apenas me ve llegar, Jazmín se pone de pie y me
coge de una mano.
¿Dónde te metiste?
Por si acaso, tortolitos, no pienso moverme de aquí, anuncia Scamarone. Lo que
quieran hacer tendrán que hacerlo teniendo a Dios y a este servidor como testigo. Y
sin demasiada bulla, si es posible, que me gustaría dormir un rato.
No contesto a Scamarone. Me pasa por la cabeza que a mí tampoco me haría mal
dormir un rato. ¿Cómo podría librarme de Jazmín sin ofenderla?
¿Vamos afuera un rato?, me pide.
No sé qué responder. Salimos.
Estoy muy preocupada por ti, me dice cuando estamos solos. Las cosas se han
salido un poco de control.
Ya lo sé, estuve conversando con Tomás.
¿Conversando con Tomás? ¡Qué estupidez! Le pedí que te deje tranquilo y él me
prometió que lo haría. ¿Qué te dijo? No quiero que hables más con él, por favor.
Qué curioso, él me pidió lo mismo pero al revés: que no hable más contigo. Me
dijo además que era una advertencia.
Es mejor que te mantengas alejado de él, insiste. Incluso yo he tomado ciertas
distancias. Tomás es una persona buenísima, es muy dulce cuando lo conoces, pero es
testarudo como una mula. Hace un ratito, antes de venir a buscarte, estuvimos
discutiendo horas de horas. Y me prometió que no iba a hablar contigo. Lo juró. Y ya
ves lo que pasó.
Ya veo.
Es que es una mula, ya te dije. Si se le mete algo en la cabeza, no para hasta que
lo termina. Pase lo que pase, además. Y lo peor de todo es que ya empezó a hacer sus
cosas.
¿Y esas «cosas» me involucran?
No tienen nada que ver contigo. Pero sí me involucran a mí. Me involucran
demasiado. Tomás tiene que parar.
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Ya estoy harto de tantos misterios. Creo que es hora de que me empiecen a decir
algo claro y no sólo «no tienes nada que saber, no tiene nada que ver contigo» y cosas
así, ¿no? Tengo derecho a saberlo. Y no todos somos videntes, Jazmín.
Te lo voy a contar pero no aquí, no ahora.
Jazmín se pone de pronto a hablar de otras cosas. Habla mucho. Nuevamente describe
auras de colores oscuros y claros, ángeles que rezan por ella y por mí, pretende
convencerme de que mi malhumorado Paulo se ha convertido en un niño feliz y
juguetón en un universo sideral que yo no puedo imaginar, pero con suerte se
parecerá al campo con elevados copos de algodón como el cuento del Oso Espumoso
que inventó su madre y que tanto hacía reír a Paulo.
Luego, Jazmín habla de mí con metáforas zoológicas.
Me explica que yo, hasta ese momento, he sido una lechuza. Me he aferrado a la
rama más alta de un árbol y desde ahí, moviendo mis ojos de un lado a otro y
sacudiendo mis garras, observo el mundo.
Te gusta esa oscuridad, pero algo te ha obligado a salir, dice.
Luego añade: Ahora eres una tortuga. Estás sumergido en un mar y deseas cruzar
hasta el otro lado.
Llevas siempre en tu espalda el peso de todo lo malo y bueno que he hecho. Ésa
es tu caparazón. A veces la sientes como un lastre, pero también te protege. Llevas tu
casa contigo. Y aprenderás a nadar con ella hasta salir del mar donde estás metido en
este momento. Y estoy segura de que saldrás del bajo fondo, sé que lo conseguirás.
¿Y luego?
Luego la tortuga dejaría su caparazón y se convertiría en otra cosa. Algo
imposible de prever.
¿Un animal rastrero?, le pregunto. ¿O quizá otra ave de rapiña? ¿Un buitre?
No me tomas en serio, pero no es una broma, tonto. ¿Es que sigues sin creerme?
No, no la creo. O quizá sí. Reconozco, no sin sentirme mal conmigo mismo, que
mis bromas no tienen ningún objetivo, salvo evitar que Jazmín, que aún no me suelta
la mano, intente besarme otra vez. Quiero que se vaya.
Es decir, que aleje de mí sus labios ajados, sus dientes blancos, duros y recortados
como espátulas.
Empiezo a mirar hacia todos lados, incómodo, sin poder salvar ese momento.
Quiero estar solo. Quiero echarme a dormir. No quiero que Jazmín me bese.
¿Es que su videncia no podía sentir algo tan elemental como todo esto?
Al fin me da un beso, que recibo con los labios apretados.
Te quiero mucho, me dice. Más tarde te voy a contar todo, te lo prometo. Todo.
Pero más tarde.
Asentí con la cabeza.
Al fin me puedo ir.
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Y al fin la cama.
Cierro los ojos.
Los ronquidos de Scamarone son débiles pero continuos. Como el sonido de un
caño abierto, o el tictac de un reloj. Me considero capaz de convertir un ruido
monótono en un arrullo.
Sólo tengo que concentrarme.
Trato de poner mi mente en blanco, pero la imagen de una tortuga hundiéndose en
el mar me asalta. Un mar turquesa. Una tortuga gigante dentro del mar turquesa.
No por ser un lugar común la imagen es menos perturbadora.
Tiene sentido, después de todo, lo que me ha dicho Jazmín: lo de la lechuza, lo
del escondite, lo de las tortugas que tratan de cambiar de sitio llevando su casa a
cuestas.
Quizá tiene razón. Lo único que falta es que por su culpa me convierta en una de
esas personas que compran libros de autoayuda. Terminaré metido en los centros de
rehabilitación mental de Osho, hablando de reencarnaciones, de astrología.
Trato de reírme de mí mismo. Pero al ver esa tortuga nadando en el mar siento,
honestamente, que al menos en eso Jazmín no está equivocada.
No puedo dormir y me levanto. Desde el baño escucho unas voces. Los ronquidos de
Scamarone no han amainado.
Tengo que escribir esa carta, pienso. Tengo que comentarle a Mónica lo de la
lechuza y la tortuga. Busco con la mirada el lapicero, el papel. Aliviado, descubro
que está todo en su sitio, al alcance de mi mano.
Y luego de comprobar eso cierro los ojos.
Me quedo dormido.
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Como otras veces, en mis sueños aparece Paulo, dos años, vestido con un pijama
enterizo con dibujos de leones y cebras que le regaló mi suegra.
Leones y cebras en un pijama para niños, vaya.
La simulación de la vida en un enterizo de algodón.
Siempre le decía a Mónica: Este pijama ha sido diseñado no por un escritor de
fábulas sino por un masoquista, un filósofo escéptico o algo así.
La propaganda debería decir: Compre la vida real. Que sepan desde pequeños que
la vida no es un juego.
La novedad de este sueño es que, detrás de Paulo, aparece el nítido rostro de
Mónica. El rostro de los primeros meses, o incluso antes, de esos días en el café y las
propinas exageradas.
Un rato después, Mónica desplaza a Paulo y se apodera del sueño. Conversa
conmigo. Pienso que viene de otro mundo, de un mundo absolutamente distinto.
Se esfuma, parece alejarse, no la reconozco de espaldas. Pero el cabello es el
mismo.
Antes de desaparecer voltea y me mira.
Sus ojos, a veces azules intensos, a veces verdes, siguen siendo los mismos
incluso en el sueño.
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Como otras veces, también, le cogí la pequeña nuca y acerqué su mejilla a mis
labios.
Nada fuera de lo normal.
Pero al separarnos le dije que la amaba.
Se lo dije mientras miraba su rostro desencajarse y a sus ojos brillar con una
intensidad desconocida, quizá con pánico.
Pero pronto la mirada se dulcificó y cedió un poco la tensión de sus mejillas. La
frase había sido pronunciada y no había marcha atrás.
Me dijo que ella también sentía algo por mí. Y nos besamos.
Sus labios eran delgados, y los mantuvo cerrados, pero con la cercanía pude sentir
que su corazón latía aceleradamente.
¿Eso es para mí?, pensé mientras la tenía abrazada.
Tendones, músculos, las minúsculas venas de su muñeca, cabellos, huesos,
pulmones, el recorrido de la sangre, su aliento, el breve pubis, ¿todo eso existe y tiene
sentido ahora a mi lado? ¿Todo eso me entrega ella sólo porque me quiere?
Y el útero, ¿también es mía esa concavidad, la dulce cueva, y con él lo que ahí
puede guardarse?
Volví a besarla, agradecido.
Pensaba en eso ahora, mientras los sonidos en el baño han desaparecido y afuera
ladran los perros de Oreja de Perro.
Pienso en eso y en aquella frase de una canción de The Eagles que desde el
colegio me viene a la mente en los momentos oportunos: lo hicimos más duro de lo
que debía ser.
Los primeros meses con Mónica fueron extraños. Iba a buscarla al café, a veces
me sentaba a esperarla y pedía algo, a veces daba vueltas en la puerta.
Ella salía y nos íbamos los dos caminando.
Me hice amigo de sus compañeras y conocí al administrador.
Casi no hablábamos entonces.
Logramos hacer que nuestros gustos en cine coincidieran. Pasábamos las horas en
la oscuridad de la sala, en silencio, mirando películas extrañas o películas tontas, con
las manos entrelazadas.
O acariciándonos.
Sentía una infinita ternura por que ella siempre pidiese el tamaño más grande de
pop corn.
A mí no se me ocurría jamás pedir algo de comer en el cine, si acaso alguna
bebida, pero ella sí disfrutaba del pop corn y eso, para mí, contrastaba con la seriedad
con la que llevaba su vida y con la que acometía cualquier acto, servir café, cogerme
la mano, mirar una película.
Con el pop corn era diferente.
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Su brazo subía y bajaba sin descanso.
Cuando la película comenzaba, lo que quedaba en la caja era poco y casi siempre
frío, por lo que lo desdeñaba poniéndolo en el suelo, sobre la alfombra.
Lo recuerdo pefectamente.
Cuando salíamos de la función, sus críticas eran lapidarias pero casi siempre
acertadas.
No quedaba rastro de la devoradora de pop corn.
Sólo por fastidiar, a veces le decía que se limpiara aquí o ahí. Se desconcertaba,
sacudía su ropa como si tuviera insectos, dedicaba unos segundos a verificar que no
hubiera más sobras.
Mónica subía a su auto y, estirándose, me abría la puerta.
En el camino conversábamos sobre lo que haríamos al día siguiente,
confabulábamos sobre planes de viaje que eran casi imposibles de realizar: Tokio,
Alberta, Yaundé, Pekín, Praga, Flandes, Lucerna.
Me dejaba en mi casa.
Nos besábamos en el auto o entrábamos a la sala y nos desnudábamos mientras
hervía el agua para el café.
A veces se quedaba a dormir conmigo roda la noche.
Escuchábamos música.
Mirábamos por la ventana: una pared oscura en la que se vislumbraban las pistas
llenas de luces o incluso el mar, si uno se empeñaba en ello.
A Mónica le encantaba ponerse mi ropa.
Se ponía mis camisas, mis polos, una ancha chompa color verde petróleo que la
hacía verse adorable. Caminaba con las piernas desnudas y descalza sobre la
alfombra de la sala que compré en Turquía, un esnobismo de mis años en la
televisión.
Colocaba música o encendía el televisor.
Caminaba hacia mi cuarto, se acurrucaba entre mis sábanas, me llamaba desde ahí
siempre con una de sus piernas flacas descubierta y flexionada.
Entonces descubrí sus brazos, musculosos pero delgados, formados por el tenis
que practicaba con una amiga suya y la prima de ésta. Helena, la de los níveos brazos.
Los brazos más hermosos del mundo. Brazos que desencadenan batallas, caballos de
madera, poemas épicos.
Estiraba sus brazos hacia mí.
A veces prefería tenderse en la cama y coger uno de los libros que se
multiplicaban por toda mi casa en proporción geométrica. Mi mesa de noche
aguantaba diez o doce, sobre la tapa del váter tenía cinco más, con las páginas
dobladas donde me quedé.
Ella no preguntaba por nombres o autores. Sólo cogía uno, al azar, y empezaba a
leerlo. Casi siempre se quedaba en la misma página en la que yo me había
estacionado.
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Pocas veces la descubrí cogiendo el mismo libro, o llevándoselo a su casa para
terminarlo.
Leía esos libros como leía todos los elementos de esa casa: la ventana oscurecida,
la taza de café y la tetera chillando, la costosa alfombra cual mágico sueño de
Estambul, la fotografía de mi familia en un marco de plata, el equipo de música, el
haz azul del televisor encendido, las sábanas, yo mismo.
Como un felino, su curiosidad era guiada por un espíritu de pertenencia. Unos
meses más tarde, no existía rincón de la casa que no estuviera habitado por ella, que
no la retratase a ella actuando sobre ese espacio mínimo, el más inocuo centímetro
cuadrado.
Cuando al fin se quedaba dormida, yo abandonaba la cama y me dirigía a la sala.
Sentado en el sofá, leyendo sin poder concentrarme en un libro cualquiera, trataba
de imaginarme cómo había sido mi vida unas semanas antes, cuando no existía
Mónica.
De inmediato empezaba a echarla de menos: esa dulce desesperación por perder a
alguien que no hemos perdido en realidad, que respira y patea las sábanas a unos
escasos metros de uno, mientras la extrañamos rabiosamente.
La imaginaba desaparecida, la imaginaba enamorada de otra persona, la
imaginaba muerta en un accidente.
Preparaba la cena para ella porque me gustaba verla comer.
Mientras ella devoraba con hambre los platos insípidos que mi falta de talento le
deparaban, yo bebía un vaso de agua o a veces compartía con ella una botella de vino
estupendo que un tío me traía de España cada tres meses, sin motivo aparente.
Adoraba verla comer lo que le había cocinado, con la cabeza gacha y sin decir
palabra, mientras yo me perdía en divagaciones.
Quédate, le decía en silencio mientras la veía colocarse los zapatos.
Quédate.
Quédate.
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Hablo de sueños.
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A veces el carrusel era más grande que yo, era inalcanzable. Otras veces pensaba
que nunca había existido, ni siquiera en el sueño, nunca.
Y los disfraces también se iban complicando más, eran estrambóticos o
imposibles, a veces podían volar o encenderse en estallidos de luces, o volverse bolas
de fuego o hacerse transparentes.
Había que recogerlos en la puerta de ingreso a la casa del dueño de la fiesta y
vestirlos para poder entrar, como una clave de acceso; imposible entrar sin disfraz.
También aparecían máscaras en algunas versiones. Y esas máscaras, cuando las
había, eran terribles, de pesadilla.
Luego de unos meses los sueños se fueron espaciando, cada vez más, hasta casi
extinguirse.
Entonces, cuando crecí, tuve la sensación de que yo podía dominar ese sueño,
cualquier sueño. Si sentía pánico, simplemente trataba de superarlo convenciéndome
de que no era real o convocando animales —un león de rugido cinematográfico era
mi preferido— para que me defendiesen.
Los sueños terribles no volvieron sino hasta mi adolescencia. Recuerdo los
primeros años de universidad en medio de pesadillas espantosas, angustia que se
manifestaba en una persona que me perseguía y yo que me lanzaba desde una azotea
hacia el vacío.
Otras noches tenía insomnio.
Todo eso desapareció ante la inminencia de lo que podría llamarse,
pomposamente, «vida real». Estudios, novias, trabajo, Mónica, el nacimiento de
Paulo.
Las noches eran entonces espacios en blanco, oasis, remansos antes de empezar el
día.
Pero unos meses antes de que muriese Paulo volví a tener un sueño atroz.
Subía a un taxi y daba una dirección. Pero el taxista se desviaba y empezaba a
conducirme por calles peligrosas, por tugurios, y yo abría la puerta del auto en
marcha y me arrojaba.
Aquel sueño, con variantes, empezó a acosarme dos o tres veces por semana. La
constante era el taxista, la sensación de extravío y la huida. A veces el conductor tenía
un cuchillo, a veces una pistola. Una vez sentí que desde atrás un cómplice intentaba
estrangularme con una cuerda muy delgada y fuerte hasta que pude huir.
Cuando Paulo murió, la pesadilla del taxista empezó a repetirse con más
frecuencia.
Ahora en los sueños aparecía él, a veces más pequeño y otras mayor, sentado
junto a mí en el asiento trasero, o en el del copiloto cogido por las zarpas del taxista,
o extraviado en la vereda rota de algún tugurio.
Lo reconocía siempre.
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¡Paulo!, gritaba con angustia.
Pero él empezaba a huir de mí, como si yo fuera el peligro.
Esos días me despertaba sudando, a veces con la garganta seca o el aliento
cargado. Mónica decía que me oía llorar o suplicar o lanzar un grito ahogado.
Pero, dadas las circunstancias, las pesadillas no le llamaban la atención.
Una psicóloga que la trataba por entonces le había explicado el mecanismo.
Me lo comentó en una cena.
Era hasta obvio.
Hasta que, luego de unas semanas, el insomnio empezó a reemplazar esos sueños.
Un insomnio sin lecturas, sin música, sin ruidos para no despertar a Mónica.
El insomnio de un convidado de piedra.
Una vez alguien llamó por teléfono. Era número equivocado, una voz amable del
otro lado de la línea, alguien que sufría insomnio como yo.
Quizá intentaba una comunicación, lanzar un cable. Era una voz masculina,
amable más que suave o dulce. No supe qué hacer, sólo atinar a decirle que era
número equivocado.
Colgó casi de inmediato.
Desde entonces, en medio de mis insomnios esperaba que alguien, el mismo u
otro, volviese a equivocarse.
Y los días de más angustia era yo quien llamaba, marcando cualquier número,
esperando que alguien me contestase.
Alguien que tampoco encontrara una razón para cerrar los ojos esa noche.
El cuarto empieza a oler a diarrea. El baño se ha desbordado. El olor a difteria, a
enfermedad.
Me veo en el espejo. He tenido las mismas pesadillas.
Me delata el pelo revuelto, el algoritmo de una estela de saliva en la almohada. El
dolor de cabeza.
Busco una pastilla para la migraña en mi maleta. Encuentro una. También cojo un
lexotan.
Bebo toda una botella de agua con los remedios.
Afuera oigo la voz de Scamarone que ha salido del cuarto y habla de política. Hay
otras voces, pero no las reconozco. Probablemente son los otros periodistas.
A pesar del olor decido quedarme en cama. Observo un cuadro en la pared que no
estaba antes. Y si estaba, no lo había visto. ¿Es eso un río? ¿Un bosque? ¿Una
mancha de humedad?
Escucho también la voz de Jazmín.
Scamarone está invitándola a la fiesta.
Es un intrigante y me quiere joder. Se divierte. No da puntada sin hilo. Es un
imbécil. Una razón más para no ir a esa fiesta. Aunque quiero ver a Maru, reconozco.
No voy a pensar en eso.
Jazmín agradece la invitación, se despide, pero no asegura si podrá asistir o no.
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Abro un ojo. Cierro un ojo. El cuadro cambia de ángulo.
¿Irá Jazmín a la fiesta? Como si eso pudiera importarme ahora.
No importa.
Espero a que Scamarone salga y abro el papel por las puntas, como si fuera una figura
de origami.
Cartas así sólo pueden traer malas noticias, sentenció Scamarone.
Cuánta razón.
Yo acababa de recibir la carta más terrible de mi vida, la carta de Mónica, una
carta que se había quedado sin responder.
Una carta también doblada en cuatro.
Leo.
La carta de Tomás habla de Jazmín. En ella se refiere a lo que él llama «el secreto
de Jazmín». Ha decidido contarme todo.
La carta está escrita con una letra ilegible, mal dibujada, fea, de largas líneas
curvas y sin tildes.
Pero al menos se ha atrevido a escribir una carta difícil. Lo admiro. Lo envidio.
En pocas palabras, Tomás me informa en su carta que el hijo que espera Jazmín
es de un militar. Un militar que la sometió a una biolación, escribe.
Una biolación, releo con sorpresa, pero no me he equivocado.
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La palabra está escrita así, con aquella b grotesca, obscena, que yo no puedo dejar
de mirar hipnotizado.
La carta, sobre todo, es para advertirme que el violador, es decir el biolador, a
quien llama el «Cabo Pedro», está en Oreja de Perro. Lo han visto él y Jazmín esa
mañana.
Incluso lo he seguido sin que me vea, escribe.
Entonces por eso dejó de seguirnos a nosotros, pienso.
«El biolador se pasea entre nosotros como un perro», dijo, «se pasea y nos
muestra sus dientes para que le tengamos miedo».
Vuelvo a pensar en esa «b». Me digo: esa «b» no puede ser arbitraria, tiene que
ser un efecto, tener sentido, algo hecho a propósito.
«¿Y ahora qué vas a hacer tú?», pregunta Tomás. «¿Vas a hazerme caso y no te
acercas más a Jazmín o qué vas a hazer?».
Ha subrayado, con doble línea, ese «tú».
Descubro que la dueña del albergue me está mirando desde el cubil que hace de
cocina, mientras mueve con una cuchara de madera el contenido de una olla enorme
suspendida sobre el fogón.
El humo trae un olor indefinido. Algo que ha logrado sobreponerse al olor a
diarrea.
¿Albahaca?
Scamarone aún no sale del baño.
La dueña debe tener treinta años, no más, calculo, pero está prematuramente
envejecida como la mayoría de campesinas. La piel oscurecida, las manos de piedra,
la dentadura desviada o perdida, con los caninos demasiado desarrollados.
En mis manos tengo dos cartas.
Dos cartas como dos interrogantes.
Un niño probablemente de tres años vestido con un buzo ennegrecido entra en la
casa y olfatea el aroma que sale de la olla. Luego se va sin decir una palabra.
Scamarone también olfatea cuando sale del baño. Hace una mueca de disgusto.
Felizmente no comeremos aquí, dice.
La carta de Mónica y la carta de Tomás: dos cartas que me exigen respuesta. Una
tiene que ver con el pasado, y la otra con el futuro.
¿Qué tiene que ver conmigo?
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Yo ansío un mundo que no tenga que ver con el pasado ni con el presente, ni con
la constante presión de mis pensamientos.
¿Qué dice la carta?, pregunta Scamarone.
Nada importante.
¿Cómo que nada importante? ¡No jodas! Un hombre al que le han puesto los
cuernos de una manera tan flagrante no escribe una carta para no decir nada
importante.
Le entrego la carta para que la lea. Me la devuelve sin abrirla.
No me importa lo que dice, igual no pienso meterme en tus líos. Sólo espero que
cuando ese cornúpeta se meta al cuarto con un machete en la mitad de la noche, no se
equivoque de litera. A estas alturas de mi vida, sería el colmo morir por un polvo que
se tiró otro.
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Salimos del albergue y veo que dos periodistas provincianos nos están esperando.
Conversamos un rato, quieren acompañarnos a la plaza. Nos preguntan sobre Lima.
Uno de ellos alimenta a un perro flaco, color blanco, con el ojo izquierdo cubierto
por una nube.
El otro se me acerca y me informa, quizá demasiado tímidamente, que leyó varias
crónicas mías mientras estudiaba en la universidad.
Le agradezco.
Se acaba la conversación, el perro también se aburre de nosotros y se tiende sobre
la tierra, masticando el pedazo de pan endurecido que le han lanzado.
Perdemos de vista a nuestros acompañantes.
Cada vez hay menos campesinos en la calle, y más policías y militares.
¿Cuál de todos ellos será el violador?
Miro a cada uno. Cualquiera puede ser. Todos son sospechosos. Todos idénticos.
Uno saca el seguro de su fusil mientras pasamos delante de él. Lo hace a
propósito, sin duda. Un patán.
¿Será él?
Sólo yo me he dado cuenta del detalle. Quizá también Scamarone, que no le da
importancia.
Bravuconadas, pienso.
Seguimos de largo hasta la plaza. Ahí nos encontramos de nuevo con los
antropólogos de Lima.
Comentan sobre el frío, y luego sobre una tienda de ropa en Lima donde venden
implementos Artiach. Entiendo que uno de ellos lleva algo de esa marca y la
recomienda. Discuten sobre marcas. Un tío suyo le trajo unos zapatos Berghaus. Los
muestra y todos los alaban.
Luego hablan de Toledo. ¿Por qué no ha venido? Se lo imaginan borracho, en una
orgía con azafatas del avión presidencial, con diablos azules en Huamanga.
Se echan a reír.
Seguro por eso nunca llega a tiempo, dice uno de ellos, ése es el origen de la hora
Cabana: siempre tarde. El otro asiente con un movimiento de cabeza, acota algo que
no entiendo, vuelven a reír.
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La imagen del presidente supuestamente ebrio los anima. No piensan dejarla
pasar tan rápido. Hacen más chistes al respecto. Se unen a ellos los chicos de
provincia que habíamos dejado atrás.
El muchacho que perdió el tiempo estudiando periodismo con mis crónicas lo
imita. La imitación es idéntica a la de los humoristas de la televisión. Engruesa la
voz.
Le sale bien, aunque no me causa risa.
Tampoco es tan difícil imitarlo.
Scamarone se suma al grupo contando algunas de sus propias anécdotas con
Toledo. Sé que tiene varias.
Logra capturar otra vez la atención de los muchachos.
Se unen a nuestro grupo más antropólogos, uno de ellos una muchacha pequeña y
fea pero entusiasta. El escenario es inmejorable para Scamarone. Las anécdotas son
interminables.
Doy un vistazo alrededor.
Los cerros tienen algo bello, algo intenso en sus lomos alzados, pero empiezan a
causarme angustia. Prefiero no mirar los cerros.
Hago girar la cabeza hacia el ichu flotante, las sombras alargadas de las casas, las
estrellas incandescentes.
Con tantos militares y policías, los huraños campesinos prefieren estar en sus
casas a esta hora. Oreja de Perro se ve desolada, casi espectral.
Pero no hablemos de espectros; prohibidas las metáforas de fantasmas.
¿Por qué califico de «huraños» a los campesinos?
Me corrijo: cautos, eso es lo que hay que decir de ellos. Sólo los borrachos han
perdido el miedo. Cada vez veo más borrachos.
Están tendidos en la acera, o recostados en las puertas de algunas casas. No
parecen borrachos recientes, lo son pertinaces, es probable que hayan estado ahí
desde hace meses, o años, y seguirán estándolo después de que nos vayamos.
Uno de ellos se acerca al grupo, pero no podemos entender qué dice. Quizá ni
siquiera se dirige a nosotros.
Dos más salen de una casa muy pobre, oscilantes, dibujando eses, mientras son
vigilados desde una esquina por los policías, más con burla que con alertas. Los dejan
perderse sin prestarles demasiada atención.
A quien sí tienen en la mira un grupo de militares es a nuestro grupo. Con
curiosidad, con envidia, con resentimiento, con desprecio, incluso con ganas de
participar. O de aguarnos la fiesta. No tienen vergüenza en mirar fijamente y
mantener la sonrisa congelada.
A diferencia de los policías, muchos de ellos mayores, los del ejército son
chiquillos haciendo el servicio, no más de dieciséis años quizá, y manejan un código
de miradas que no es difícil entender.
Son unos soldaditos, pero llevan armas cargadas.
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Uno de los chicos levanta la voz:
¡Cómo es la cosa! ¿Habrá fiesta o no? Ya me aburrí de esperar.
Los otros le contestan: No te vayas, de hecho habrá tono, ya está todo preparado.
Nuestro grupo se ha hecho más grande. Varios están fumando. Tosen cuando
expulsan el humo. El humo parece más denso mientras se eleva dibujando seres
inmateriales, transparentes, nubes, constelaciones brumosas.
Un círculo, una vuelta y otra vuelta, un rulo.
¿Más fantasmas?
Scamarone también fuma.
Al poco rato, llega Maru seguida de dos chicos, uno de ellos sin duda tan guapo como
ella.
Saluda a todos.
Me imagino que a mí me saluda con un énfasis especial: me mira, sonríe, me
pregunta qué tal he estado, qué hice por la tarde.
Tomé una siesta, le digo. Nada más.
Eso está bien, qué suerte tienes, me coge el brazo y me retira del grupo
haciéndome avanzar unos pasos.
Estuvo doliéndome mucho la cabeza, no pude dormir ni un ratito, se queja.
Seguro tengo pastillas para el dolor de cabeza, le digo. En mi mochila tengo
pastillas para casi todo.
¿Tienes también algo para la bicicleta?, pregunta el chico guapo, que nos ha
seguido. Es que no me paro del baño, me voy en churreta. Seguro es el frío.
¡Eres un asqueroso!, dice Maru, falsamente ofendida.
Continúan haciendo bromas sobre la diarrea durante un rato.
Mi abuela solía decir que el frío tenía olor. Olía a diarrea.
Huele a frío, decía. Y era como el olor de una enfermedad.
Quizá no es tan mala la idea de irse de aquí de una buena vez para una fiesta o
para cualquier lado. Pero, pese a las protestas, nadie parece querer moverse.
Scamarone parece divertirse con todo esto, pero para mí es demasiado.
Yo ya tuve suficiente de estos chicos, sus chistes, su ropa, sus diarreas.
Sólo me detiene no saber qué pretendo de Maru.
¿Es que realmente pretendo algo con ella? ¿Por qué me importa? No sé qué debo
decirle para poder irme sin tantas preguntas y no quedar como si huyese de ella. No
sé comportarme con una chica como ella, tan distendida, y eso me agobia.
¿Debo decirle que también tengo diarrea? ¿Eso la haría reírse? ¿Contarle lo que
decía mi abuela del olor del frío?
Bah.
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De pronto, veo que Scamarone y un par de muchachos advierten que van a comprar
algo de alcohol, y luego la silueta desproporcionada de Jazmín se proyecta al lado de
la mía y la absorbe.
Doy media vuelta y la descubro sonriéndome.
Me da un beso en la mejilla.
¿Pensaste que no vendría?
No, claro que no.
Lo cierto es que no había pensado en ella.
Le presento a Maru y ella le presenta al otro muchacho.
¿De verdad habrá fiesta? Me hará bien distraerme un rato, dice. Hoy ha sido un
día con demasiadas emociones para nosotros.
El «nosotros» lo pronuncia con entonación especial mientras acaricia su vientre.
Súbitamente, me conmueve esa presencia submarina, nadando en la sobriedad del
líquido amniótico.
Después de todo no sé si pasará algo, le comento a Jazmín mientras Maru se da
media vuelta y avanza hacia su grupo de amigos, un poco ofendida, me temo, de que
no me haya podido sacar de encima a Jazmín.
¿Y el tono?, insiste Jazmín.
Creo que no pasa nada. Nadie parece dispuesto a moverse de aquí y menos haber
organizado algo parecido a un tono.
Da lo mismo. Igual aquí se está bien. Y no te sientas incómodo por mí. Ve y
circula.
Se aleja. Toma asiento en una banca de piedra y casi de inmediato deja colgada en
su rostro una sonrisa estática, de labios estirados, que apenas puede ocultar la
soledad, la tristeza; nada en común con aquel «nosotros» que había pronunciado
antes.
Jazmín estaba sola.
Mientras los demás deciden qué hacer, voy hacia Jazmín y me siento a su lado.
Estamos un rato callados. Luego, comenta que le parece extraño ver Oreja de Perro
tan iluminada, con tanta bulla a esa hora, con tantos jóvenes alrededor.
Me cuenta que ella era una niña entonces, y apenas se acordaba de algo, pero
estuvo aquí en los años ochenta, cuando aún había terrorismo. Y aunque no podía
decir nada concreto sobre lo mucho que, más que probablemente, había cambiado el
lugar, sí sabía que el nombre, Oreja de Perro, le causaba por aquellos años y aún el
mismo estremecimiento que antes.
Y es que cuando era niña, en Huamanga, solía encontrar cadáveres de perros
colgados en postes o arrojados en las veredas, algunos de ellos con carteles donde se
leían palabras como SOPLONES o REVISIONISTAS o incluso una palabra de
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sonido casi mágico, rarísima, como DEN XIAOPING, cuyo sentido ella no alcanzaba
a comprender a esa edad.
Me hace sonreír que mencione a Den Xiaoping porque, aunque yo era algo mayor
que ella, entonces tampoco entendía qué significaba ese nombre en chino que
aparecía escrito con tiza o pintura roja en algunas paredes, o en volantes que
arrojaban alrededor de los cadáveres de perros y luego salían retratados en los diarios.
Y lo recuerdo sobre todo porque se lo llegué a preguntar, por entonces, a un
profesor en el colegio.
Me contestó que suponía que aquél era el nombre de alguien, pero que no sabía
exactamente qué importancia histórica tenía y menos aún por qué los terroristas lo
mencionaban siempre.
Se comprometió entonces a buscarme datos sobre él.
Y la clase siguiente me llevó un papel doblado, como una carta, la primera carta
que recibí en mi vida ahora que lo pienso, donde no había datos biográficos ni fechas
de nacimiento o muerte, sino sólo una cita citable:
«No importa que el gato sea blanco o negro con tal de que cace ratones», DEN
XIAOPING.
Den Xiaoping, respondí a Jazmín, el del gato blanco y negro.
Ella no parece entender la broma pero no se detiene y sigue hablando.
Es obvio que ahora sabe muy bien quién fue Den Xiaoping y tiene un
conocimiento solvente sobre las reformas en China y la doctrina de un país, dos
sistemas.
Decido no interrumpirla.
Después de todo, Jazmín habla para sí misma.
Aunque a veces parece acordarse de mí y me hace una pregunta retórica que no
espera respuesta.
¿Sabes qué?, pregunta. En verdad pienso que el nombre Oreja de Perro es como
una premonición. Imagínate, todos los días descuartizaban perros en Ayacucho. Y si
lo ves en un mapa, este sitio parece un pedazo enorme cercenado de alguno de esos
perros, o de todos.
Luego dice: Una vez escribí un cuento que comenzaba con una niña que miraba
un perro muerto que parece flotar arrojado sobre los cables de electricidad. La niña lo
ve y piensa que es un ángel, el espíritu de los perros, y le pide un deseo.
La imagen no me parece equívoca. La felicito por el cuento que no he leído.
Hay una novela estupenda de Gombrowicz que empieza así, le comento. Sólo que
no es un perro sino un gorrión muerto y colgado de unos alambres. Es una de mis
novelas favoritas de Gombrowicz.
¿Quién es ese Gombrowicz? ¿Es peruano?
No, es polaco. Un loco. Vivió exiliado en Argentina, un tipo demente,
absolutamente extraño.
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¿Lees escritores polacos? Yo creo que sólo he leído a autores peruanos. Pero,
bueno, como sea mandé mi cuento a un concurso literario pero no pasó nada. Y eso
me ofendió porque en ese cuento estaba mi vida, era una obra autobiográfica, ahí dije
todo lo que tenía que decir. ¿Entiendes?
Entiendo.
¿Y te gusta mucho ese escritor polaco?
Me parece un genio.
Entonces yo también lo voy a leer. Voy a leer todo lo que tú me digas que lea.
Aunque un gorrión…, bueno, me imagino que encontrar un gorrión muerto no tiene
nada que ver con encontrar un perro muerto flotando en el aire con la piel arrancada,
lleno de moscas y la boca negra mostrando los dientes, ¿no?
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Un tipo obeso, de movimientos rápidos y ansiosos, se introduce en medio del grupo
de jóvenes seguido de dos muchachos idénticos, sin duda sus hijos.
Dice ser ingeniero de minas y llamarse Raúl, pero aclara que en la ciudad, a la
que llama con énfasis mi ciudad, todos le dicen «El Padrino» porque ha sido muchas
veces padrino de las fiestas regionales, además de tener más de cincuenta ahijados
repartidos en varias comunidades en Ayacucho y Huancavelica.
Sus hijos asienten a lo que dice su padre mientras miran a las chicas con
ambición, pero también con timidez o incluso miedo, desviando la mirada con prisa
para no ser descubiertos.
El gordo y su familia logran llamar la atención de todos.
Busco con la vista a Scamarone y no puedo verlo.
Maru me echa una mirada de soslayo.
El gordo dice que ha nacido en Oreja de Perro pero su familia logró mudarse a
Huamanga, y luego a Lima, cuando empezó todo eso de las guerrillas.
Los primeros guerrilleros, aclara.
Luego dice:
No estoy refiriéndome a los terrucos sino a los guerrilleros de los sesenta que
financiaban el hijoputa de Fidel Castro y el Che Guevara.
Yo soy de derecha pues, liberal, para que el país progrese.
También comenta que desde que se acabó el terrorismo y se pacificó Oreja de
Perro no ha dejado de venir por lo menos dos veces al año para ver en qué podía
ayudar a sus paisanos, aunque ya no tenía familia ahí y su trabajo lo ejercía sobre
todo en Cerro de Pasco.
Dice que está alojado en la casa de uno de sus compadres, que él mismo se la
reconstruyó y se la regaló a su yunta luego de que los terrucos la destruyeran.
La casa de mi compadre es como mi casa, dice. Una casa grande, de piedra, la
más bonita de Oreja de Perro.
De inmediato, inflando el pecho como una caricatura, afirma que él es una de las
personas que consiguió la visita de Toledo, que jamás se había acercado hasta ahí.
Dice que consiguió ese honor gracias a unos socios suyos que tienen cargos en País
Posible. Anuncia, de paso, que él también invirtió dinero para tener a un cholo como
él en el Palacio de Gobierno y sacar al chino ladrón.
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Grita: Yo por mi pueblo doy hasta el pellejo, ya me conocen por aquí. ¡Hasta el
pellejo!
Luego, retoma la compostura y —aunque sin mucha convicción— da a entender
que Toledo es, en cierto modo, amigo suyo.
Se entusiasma y aclara que, modestia aparte y estando en confianza, ha sido él
mismo el que lo ha convencido de empezar por aquí el programa social. E incluso
confirma que ha estado esa misma tarde con él en Huamanga, viendo que todo esté
listo para mañana.
¡De que viene, viene!, insiste.
Dice:
Será un acontecimiento histórico. Oreja de Perro no será el mismo lugar después
de mañana. Ya saben que aquí nunca ha venido un presidente ni un ministro ni nada.
Ni siquiera un general. Puros subalternos y burócratas nomás y no es justo. Mañana
tendremos a Toledo e incluso a dos ministros y generales, todo. Por eso estoy
orgulloso, carajo, porque éste es mi pueblo, ¿entienden?
Se echa a reír mientras sus carrillos se inflan de orgullo.
Los del grupo acompañan en silencio y con una sonrisa todo el discurso, que ha
puesto en evidencia que el ingeniero está un poco ebrio.
Luego empiezan a dispersarse y a hablar en pequeños grupos, sin hacerle
demasiado caso. Ya nadie le presta atención. Esperan a que se vaya.
Los hijos del ingeniero siguen con la vista, muy atentos, a todos los chicos, en
especial a Maru. Me doy cuenta de que quizá no tienen más de dieciséis años. No han
abierto la boca para nada.
El gordo alza la voz:
¡Al grano, chicos! Ustedes se estarán preguntando para qué he venido. Yo les
explico: en la casa de mi compadre tengo cerveza y whisky como para emborrachar a
un batallón, guardada para agasajar al presidente y sus ministros. Pero como no
llegaron, pensé que por qué no agasajaba a la juventud, la juventud estudiosa como
ustedes, el futuro del país, en vez de que se quede todo ese trago aquí y no se lo
chupe nadie. ¿Sí o no?
Algunos chicos se animan y le palmean la espalda.
El ingeniero se lleva una mano al pelo y se acomoda el fleco.
Noto lo cincelado que parece su perfil indígena, de nariz gruesa, como recortado
en piedra.
Sus hijos, en cambio, resultan más mestizos, de rasgos menos tajantes y por ello
mismo menos atractivos. Uno de ellos es bastante gordo también.
Los tres visten camisas Hilfiger a cuadros, con los puños abotonados y metidas
dentro del blue jean. Las rematan unas correas gruesas y algo gastadas.
Dice:
¡Qué pasa, gente! ¡No sean chunchos, que aquí el único chuncho soy yo! Les
estoy invitando trago fino, carajo. Deben estar aburridos porque en este pueblo todos
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se duermen temprano como gallinas, menos los borrachitos. Aquí no hay Barranco,
pues, ni discotecas ni esas cosas que a mis hijos también les gustan.
Los he visto aquí parados y he pensado: Puta, se están aburriendo los invitados.
Porque para mí todos ustedes son invitados de mi pueblo y a mí me toca ser el
anfitrión, ¿no?
¿De qué universidad son ustedes?, pregunta entonces. Algunos le contestaron que
de la Católica.
Acá, Gonzalo, mi hijo, sale del colegio a fin de año pero quiere estudiar en la UNI
porque es un trome en matemática. Pero Alfredo sí quiere ir a la Católica, ¿no? A
estudiar arquitectura o sistemas. Él sabe todo de computación. Todo el día está
metido en su computadora.
El amigo de Maru dice de pronto: ¿Y no tienes un playstation? Sería estupendo
unos partidillos.
Algunos ríen y celebran su ocurrencia. También los hijos del ingeniero parecen
animarse.
No pues, gringo, intervino el ingeniero, qué playstation ni playstation. Mis hijos
también están todo el día con esas maquinitas como cojudos, pero aquí no. Yo les he
dicho a mis hijos que aquí no se viene a gastar la luz en huevadas. Tenemos nuestra
central eléctrica y todo, ah, pero no pues para esos aparatos que los estupidizan pues.
Acá hay que venir a ver el campo, a oler la tierra, a trepar los cerros, a escuchar
música que no van a escuchar en Lima con tanto rock y tanta chicha y cumbias y esas
cosas.
¡Ya sé qué vamos a hacer!, se anima.
Voy a despertar a unos compadres que tengo, que seguro están borrachos a esta
hora porque ésos chupan duro, pero yo igual los encuentro para que escuchen lo que
son nuestros llaqta maqta. No se pueden ir sin escuchar nuestra música. Yo los
escuchaba cuando era un crío, carajo, y hasta ahora me acuerdo de todos. Esos
borrachos de mierda son los mejores de aquí cantando huaino, van a ver. Se les van a
poner los pelos de punta.
Se pone a avanzar rumbo a la casa. Los chicos se miran un segundo y luego lo
siguen, un poco sorprendidos, pero a cada paso más entusiasmados.
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Mientras camino al ritmo de Jazmín, observo que un grupo menos numeroso se queda
fumando unos cigarrillos en la plaza.
A ese grupo se une Scamarone, quien regresa con uno de los chicos con los que
salió a buscar algo para tomar, y blande una botella de aguardiente.
Se ha perdido la escena del ingeniero, pienso. Hubiera sido un intercambio
interesante.
Los chicos le cuentan a grandes rasgos qué ha pasado. Lo único que le interesa es
saber dónde es la fiesta. Le señalan la casa del compadre del ingeniero. También
comentan que han ofrecido whisky gratis.
¡Whisky! ¡Whisky en las rocas!, dice Scamarone señalando los cerros
ennegrecidos por la noche, feliz de su ocurrencia. ¡Ésas son palabras mayores! Y yo
cargando por todo este pueblucho esta botella ridícula de aguardiente. ¿Y qué
estamos haciendo aquí?
Le da un trago al aguardiente, lo deja al lado de una de las rotas bancas de piedra
del parque, y empieza a caminar rumbo a la fiesta.
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Jazmín camina contando los pasos, con la cabeza baja. Le pregunto si se siente bien.
Me dice que sí. Me dice que no.
Le pregunto si la aparición del ingeniero la había molestado.
¿Por qué habría de molestarme?, pregunta.
Tú sabes, agregué, todo aquello del whisky, de la amistad con Toledo, de los
huainos.
¡Los llaqta maqta!, parece animarse. Primero escúchalos y después te cuento qué
hay con ellos. Son algo así como el orgullo de Oreja de Perro.
Damos unos pasos más.
A Tomás le hubiera encantado oírlos, dice de pronto.
¿Dónde está Tomás? Luego de su carta con doce faltas de ortografía no he sabido
nada más de él. Scamarone teme una emboscada nocturna.
Es un chiste pero Jazmín no ríe. Al contrario, abre los ojos enormes y aprieta los
dientes.
Y luego de un rato anuncia: No voy a verlo nunca más.
En el pórtico de la casa con un vaso de whisky en la mano y bajo una farola de
luz amarilla, Maru conversa con un par de chicas y un amigo que no es el sujeto de la
diarrea, felizmente.
Al verme llegar alza el brazo.
¡Es por aquí!, grita.
La saludo. Se acerca a mi oído como si fuera a darme un beso y dice con toda
claridad: No voy a permitir que me ignores más toda la noche.
Jazmín, como si la hubiera oído, aprovecha mi distracción para escurrirse dentro
de la casa y busca un asiento.
Una vez sentada, parece decidida a no moverse más en toda la noche. La miro
pero ella no me devuelve la mirada.
Se ha ido muy lejos.
Maru se calza unos lentes para leer las canciones de un cd de música que le ha
prestado uno de sus amigos.
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El amigo trata de convencerme de que me ponga unos audífonos para escuchar
una grabación casera de su grupo de música.
Se hacen llamar Los Paranoias. Todos los integrantes pertenecen a la promoción
de Maru. Me extiende los audífonos.
La posibilidad de colocarme esos tapones que antes han estado en sus oídos me
resulta escalofriante.
Al fin, Maru comenta algo sobre lo que dice la contratapa del disco, se ríe con
ellos, y me olvidan.
Maru me pregunta si no quiero caminar un poco. Noto que sus pupilas se dilatan
tras las lunas de sus lentes. Se ve preciosa con esos lentes.
Le respondo que no estoy muy convencido de caminar en una ciudad como ésta,
con tantos soldados con el dedo en el gatillo y medio dormidos.
Su decepción es evidente.
Después de todo, es una mujer que admira a los corresponsales de guerra.
¿Qué quiere de mí?
No sólo hay whisky. Nuestro anfitrión trae una botella de cerveza, y un vaso para
turnarlo entre todos, y no me puedo rehusar. La cerveza fría, de madrugada y en
altura, no me parece una buena idea.
Conozco el ritual: el vaso único girará de sus manos a las mías y luego a las de
todo aquel que quiera participar de la rueda. Pedir otro vaso sería una ofensa.
Tengo por adelantado la sensación de náuseas, la angustia de que ese vaso con la
espuma y la saliva de alguien más llegue a mis manos.
Me reconozco perfectamente en el sujeto en que me he convertido: un tipo lleno
de patologías y ascos, con fobia social, incapaz de relacionarse con los demás. Un
impresentable.
Tomo el vaso con decisión.
El ingeniero grita que se postulará para congresista en las próximas elecciones.
Está convencido de ganar porque conoce a todo el mundo, es amigo de ricos y
pobres, y asegura sabe mejor que nadie lo que necesita la gente de la sierra.
Insiste en que si no fuera por él, Toledo jamás hubiera pensado en pasar por Oreja
de Perro para la asistencia social. Nadie quiere venir aquí. ¡Y nuestras mamachas
necesitan ese dinero!
Pero luego anuncia que no permitirá jamás que nos olvidemos de ese lugar, así
como él no lo ha olvidado.
¿Hasta cuándo se quedan, chicos?, pregunta. Quiero hacer una expedición con
todos los que quieran hasta Belén Chapi. No tienen idea de lo que es eso. De puta
madre, con perdón de las damas. Una belleza natural, no hay nada igual en toda la
sierra. Se los juro, no hay nada igual. Y eso que yo he estado en el Caribe, en Europa,
donde chucha sea. Pero no hay nada igual.
Explica que el acceso es difícil pero él puede prepararlo todo.
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Maru parece interesada. Hace un par de preguntas demasiado técnicas sobre la
caminata que el ingeniero, ya demasiado ebrio, no puede contestar.
Aun así, insiste en que tenemos que ir hasta ese sitio.
Es todo verde, insiste.
Verde, verde, verde.
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pero sobre todo con cierto aire de seguridad que me incomoda.
Yo intento también sentirme seguro de mí mismo.
Me cuenta que ha viajado mucho desde que era niña. Incluso ha vivido en
Washington unos años. Sus padres se divorciaron muy temprano. Piensa que su
madre es alcohólica.
Me percato de que no estamos demasiado lejos de la casa del agasajo. Puede
verse desde aquí. Parece una casa incendiada con tantos faroles. Proyectado contra
esa luz, el perfil de la respingada nariz de Maru se ve hermoso mientras abre y cierra
los labios.
Luego está su olor, su perfume a vainilla.
Sé que eso es lo que recordaré de esta conversación: su perfume, el perfil de su
nariz, sus labios abriéndose y cerrándose en el vacío.
Dice que hasta hace unos meses había estado viviendo con un muchacho, un
cineasta joven cuyo nombre reconozco, pero que ahora ha regresado a la casa de su
madre.
La relación con el cineasta, sin embargo, no ha terminado.
Somos como hermanos, dice. Me alejo de él y luego vuelvo. Él me perdona todo.
Entiendo, le miento.
¿Y tú? ¿Tú con quién vuelves y te alejas?
Con nadie. Tengo una esposa. O tenía.
¿Tenías?, responde intrigada. ¿Y cuándo dejaste de tenerla?
Pienso: Ahora mismo, cuando tu silueta lo es todo en mi vida, pero nunca
demasiado. O esta mañana mientras tenía sexo con Jazmín. O mientras abría la carta
que Mónica me ha enviado. O el día que descubrí que existía un lugar llamado Oreja
de Perro.
O el primer día que me quedé escuchando las entrevistas de la Comisión de la
Verdad.
O el día en que murió Paulo.
¿Están separados o ya se divorciaron?, insiste Maru.
Ahora mismo ésa es una pregunta difícil de responder, digo.
Ella cambia de tema: No sé por qué tengo tanta hambre. ¿Crees que haya comida
en la casa del gordito parlanchín? No soporto a ese pesado, pero de verdad me muero
aunque sea por un par de galletas de soda.
Podemos probar, le digo librándola de mi abrazo.
Espera a que termine el cigarrillo. Entonces, ¿cómo dices que se llama tu ex
esposa o esposa?
Se llama Mónica.
¿Y tienes hijos? ¿Están con ella?
Tuve uno, se llamaba Paulo.
¿Tuviste?
Tuve. Se murió.
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Lo siento.
Tenía cuatro años.
Pobre. Lo siento, no debí preguntar.
Está bien.
Maru deja caer su cigarrillo y lo aplasta contra la tierra, contra aquella tierra seca
marcada por enormes huellas de zapatos y pequeñas pezuñas de perros.
Grita: Ya es oficial, ¡muero demasiado de hambre! Si no como algo me voy a
desmayar aquí mismo.
Vamos a buscar algo de comer donde el ingeniero.
¿Y si no hay nada?
Algo habrá. Lo que sea.
Me coge de la mano de forma tan inesperada que doy un salto.
Qué gracioso, dice, me has hecho recordar a un chico de mi colegio que un día
me quiso dar un beso pero cuando nos acercamos estaba temblando tanto que me dio
no sé qué besarlo.
¿Y lo besaste?
Claro que no.
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Levanta la cabeza y dice:
Yo creo que lo que en realidad necesito es que me hipnoticen.
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Dejo a Maru en la puerta de la casa del ingeniero, al lado de sus amigos, pero me
arrepiento de entrar con ella y salgo.
Así que quiere que la hipnoticen, sonrío.
Debí besarla en ese momento, cuando me dijo esa frase del hipnotismo
mirándome a los ojos.
De pronto me viene a la mente una frase al respecto.
No sé por qué no me animé a entrar a la fiesta. Quizá debí insistir con Maru. Pero
odio insistir. Además, parece que el ingeniero cumplió su amenaza y estaban oyendo
unos huainos.
La frase que recuerdo dice: Si una chica tiene algo de valor para alguien, sería
una tonta si no lo cobra.
No sé si tiene algo que ver con Maru. O con Jazmín.
Quizá debí entrar y buscar a Jazmín. Pero la música folklórica aburre siempre, me
parece monótona, desesperante, así sea andina, africana o celta.
Además, no parecía que Jazmín hubiera aguantado tanto. Seguro se había ido ya a
su habitación. No, en realidad no tenía ganas de verla. No iba ir a buscarla.
Además, el dolor de cabeza me estaba volviendo. Era mejor descansar, mañana
iba a ser un día pesado.
La frase aquella era buena. Era de un libro de Dashiell Hammett. ¿De cuál?
Siempre me gustó Hammett, mucho más que Chandler, más fino en su ironía, más
cínico y sobre todo menos hollywoodense, aunque también anduvo por ahí.
Creo que es de Cosecha roja.
Mientras camino de regreso repito varias veces la cita de Hammett y pienso en
Jazmín y en Maru.
Pienso en Mónica.
A Mónica la frase le iba perfecta. Ella cobraba lo que valía.
Todo está muy oscuro. De pronto me entra angustia de que me ataque un perro en
medio de la oscuridad. Mi abuela siempre recitaba una oración contra los perros
cuando nos llevaba a pasear. La recordaba perfectamente.
Una oración o un conjuro.
Calla, calla, animal feroz, que primero fue Dios que vos.
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También siento miedo de que un policía me detenga sin ninguna excusa, sólo para
hacerme pasar un mal rato.
Un mal rato al blanquiñoso, al limeñito. ¿Servirá entonces el carnet de periodista?
¿Servirá de algo aquí? A muchos no les sirvió en estas mismas circunstancias, en
lugares idénticos a éste.
Pero ya no es lo mismo, me consuelo. Eran otras épocas, épocas distintas, cuando
yo vivía a miles de kilómetros de aquí metido en mis propias batallas, en mis
angustiosos viajes verticales.
Quizá la frase es de El hombre delgado. O de alguna de sus películas. No, de las
películas no, recuerdo haberla subrayado.
La frase calza perfecto con Mónica y su vida. No debo olvidar que tengo que
escribir esa carta a Mónica.
Pero ¿para qué?
Si una chica vale algo, sería absolutamente ridículo que no lo cobre.
Sé que Mónica se ha ido con un hombre, que no está sola.
Se llama Francisco. Le dicen Paco.
Le he contestado el teléfono decenas de veces en las últimas semanas. E
invariablemente, cada vez que ella toma el teléfono, se hunde por el pasadizo de la
casa hacia un cuarto distante, buscando privacidad.
Yo trato de no preocuparme, apenas protesto, o más bien la molesto un poco con
él. Te ha llamado Francisco, le digo, o más bien Paquito.
¿Qué le digo a Paquito?
¿Qué quiere el tal Paco? Te gusta Paco, ¿verdad?
Un día le dije: Te estás enamorando de él. ¿Por qué no lo aceptas?
Mónica no contestó, pero me miró con lástima, como si por el solo hecho de
pensarlo y decirlo en voz alta fuera yo el equivocado, la mala persona.
El monstruo.
¡El monstruo!
Sería una tonta si no cobra.
¿Y qué ha cobrado Mónica? ¿Qué le ha cobrado, o le cobrará, a Paco? ¿Y qué me
ha cobrado a mí?
¿Y cuánto le he pagado? ¿Y con qué le he pagado?
Un día encontré unos discos que no son míos ni de ella. Me llaman la atención, es
música que ninguno de los dos escucharíamos.
¿Y estos discos?, le pregunto.
Son de Paco.
¿De Paco? Típico. Te da sus discos para que los escuches. ¿Me dirás ahora que no
pasa nada?
No pasa nada, grita. Eres un paranoico.
Yo cojo los discos, hago una copia en mi computadora, me aficiono a ellos, los
escucho todo el día, a todas horas, mientras redacto mis artículos, mientras voy en el
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taxi hasta el trabajo.
Estoy escuchando la música que Paco quiere que ella escuche.
Estoy empezando a pensar como Paco.
Y entonces me doy cuenta de cuánto la he olvidado. Súbitamente encuentro a
Mónica como una mujer bella, sensible, inteligente, solitaria.
¿Solitaria?
Una mujer que ha sufrido demasiado. Que no se atreve a decir las cosas en voz
alta. Que vive con un tipo insufrible, un hombre golpeado por el dolor y, al mismo
tiempo, un indolente.
Una mujer que anhela realizar un viaje secreto con Paco.
Una mujer que escribe una carta.
Llego a mi albergue.
La puerta está abierta. La dueña sin duda está dormida. De ella son los ronquidos.
Pero hay un ruido en la cocina, quizá perros o cuyes. ¿Ratones? Sí, ¿por qué no?
Probablemente ratones.
Me recuesto en mi litera con la luz apagada.
Pienso en escribir de una buena vez esa carta, por lo menos mentalmente. Tengo
que salir de eso de una vez y dar el siguiente paso.
Se me ocurren dos o tres frases para empezarla.
Una de ellas realmente buena. Las corrijo, las repaso.
Sé que cuando tome asiento en el escritorio y ponga esas ideas sobre un papel
estarán perfectas.
Así, supongo, se escriben las cartas importantes.
Así habrá escrito Mónica la suya.
Los artículos de periódico, los pocos cuentos que he escrito, siempre han
aparecido de un solo envión, corriendo de un lado a otro en la pantalla de la
computadora, haciendo brotar párrafos milagrosos tras los dedos que caen sobre el
teclado, párrafos auspiciados por aquella música de golpecitos en el teclado de
plástico.
Pero las cartas no se escriben así.
Vuelvo a pensar las tres frases: están muy bien, pero pueden reducirse a dos. Dos
mejor que tres. Contundencia, contundencia.
Y no mencionar, por lo menos al principio, a Francisco. A Paco. Él no tiene nada
que ver.
Somos nosotros.
Nosotros y Paulo.
O más bien: nosotros y lo que le hicimos a Paulo.
Tampoco debo mencionar a Paulo en las primeras líneas.
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No es tan difícil escribir mentalmente. Me siento satisfecho, me pongo de pie para
encender la luz y buscar papel y lápiz.
Entonces tengo una punzada en el estómago revuelto, me llevo la mano y palpo el
dolor: es el colon que parece que me va a estallar.
Voy hasta el baño. Abro la tapa que cubre la taza. Abro la boca. Suelto una bilis
amarilla, densa. Un par de arcadas más y nuevamente bilis.
Hace frío y está oscuro.
El frío se mete por debajo de la puerta. El frío huele a diarrea, a enfermedad. El
baño tiene piso de tierra y está húmedo. Me arrodillo y suelto un nuevo hilo de bilis
al interior de la taza.
Quizá es la cerveza, pienso.
Pero no, el líquido viene del interior, estaba guardado muy adentro de mí. Es
negro. Lo veo confundirse con el agua estancada, estirarse, formar un signo de
interrogación.
Me conozco. Si no hago algo por detenerlo voy a seguir vomitando. Eso no puede
suceder.
Me pongo de pie. Aguanto el mal sabor, la acidez, una nueva arcada. Mal de
altura, digo, soroche.
A cualquiera le pasa. A todos.
Regreso a la cama. Si logro dormir todo estará bien, me digo.
Cojo dos lexotanes, los meto en mi boca, los deshago con la lengua. Esta noche
no voy a escribir ninguna carta.
Cierro los párpados.
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feroz.
El ligero roce de una pierna de Jazmín sobre el borde de la litera me hizo levantar
violentamente.
Lo siento, dijo, te desperté.
Me quedaba el sabor amargo de la boca, ácido, como siempre que despertaba de
manera abrupta cuando he tomado lexotan.
El perfil de Jazmín se recortaba sobre lo negro, iluminada por el cuadrado de la
ventana y las saturadas estrellas.
Es un feo perfil, distinto al de Maru.
Un perfil que no puedo admirar.
Qué raro, ni siquiera llegué a sentarme y saltaste hasta el techo, se ríe ella.
Seguro estaba profundamente dormido, dije.
Qué suerte tienes de dormir tan profundo. Te envidio.
Me he sentido mal. Vomité. Tomé un par de lexotanes. Creo que debería seguir
durmiendo.
Duerme, pero no me pidas que me vaya, dice. ¿Me puedo acostar a tu lado? Sólo
un rato, diez minutos. Me aburrí allá. Te vi yéndote hace un rato. No se trataba de que
me quede sola en medio de todos esos chiquillos.
Me sentí mal, repito.
No te echo la culpa.
Se saca el pantalón.
Nuevamente sus piernas como alas desplegándose en la oscuridad.
Tampoco yo me he sentido bien, dice. Quiero que mañana llegue Toledo y se
termine todo este lío. Que todo se termine de una vez. Ya quiero que sea mañana.
Me conmueve su voz en medio de la noche. La abrazo.
Ella pone su mano sobre mi brazo y juega con los vellos haciendo círculos. Me
adormece.
Has estado pensando en Mónica, dice, puedo sentir su presencia. La has
convocado. Ella también piensa en ti. Hay una conversación pendiente. Se ha ido y
no ha podido decirte lo que tenía que decirte.
¿Y qué quería decirme? ¿Que se ha ido con otro?
No te pongas idiota, sabes que no es eso. Son otras cosas, cosas de los dos.
¿Cómo era Mónica? ¿Era guapa?
Es guapa.
La estoy viendo, muy guapa, sí. Muy rubia.
Le digo: Muy rubia y frágil. Parecía que en cualquier momento iba a llorar. Se
parecía bastante a Mia Farrow cuando era chiquilla, cuando estaba casada con Frank
Sinatra. Parece, quiero decir, parece.
No ubico a ésa. ¿Es cantante?
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¿Te diste cuenta de que hablo de Mónica en pasado? ¿Por qué hablamos así de los
que están todavía vivos? Siempre me ha molestado eso.
Porque salen de nuestras vidas, ya no están.
Mónica no ha salido de mi vida.
Pero si ella ya se ha ido. ¿Cómo es posible que no te des cuenta? Y se ha ido hace
mucho tiempo, antes incluso de lo de Paulo.
Eso no es cierto. Por lo visto, hoy día tus antenas están chuecas.
¿Chuecas? Puede ser, ríe. Te juro que hoy me gustaría tanto que mis antenas,
como las llamas, estuvieran más chuecas que nunca.
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La llamé al día siguiente también desde el baño, pero ya no bromeamos tanto. Me
comentó que estaba apurada porque iba a ir a una discoteca con sus amigas. Estaba
atolondrada. Las risas de las amigas se filtraban por el teléfono.
Al día siguiente la quise llamar desde el aeropuerto, salía muy temprano, para
contarle que la cuenta del teléfono había salido como doscientos cincuenta dólares,
que pagué ante la mirada sardónica de la recepcionista del hotel.
Se lo advertí, dijo o me pareció que dijo.
No contestaron ni el fijo ni el celular. Muertos.
Llegué al departamento desde el aeropuerto. Mónica estaba muy nerviosa pero se
alegró de verme. Le comenté lo de la cuenta de teléfono y no pareció muy
sorprendida. Le pregunté qué había pasado con el teléfono. No tenía la menor idea.
Sus amigas acababan de irse de la casa.
Tenemos que hablar, me dijo seriamente.
Y me contó una historia rara, un malentendido que ocurrió en la discoteca, en la
que se había encontrado con una amiga mía y ella le presentó a un muchacho.
Estuvieron hablando. Bailaron. Le invitó un trago.
En resumen, al día siguiente el muchacho le comentó a mi amiga que se había
acostado con Mónica.
Ella dijo que se acordaba de él de antes, habían vivido relativamente cerca, y que
era famoso por ser mitómano además de drogadicto. Que ya antes había dicho cosas
similares de una amiga suya. Me preguntó si confiaba en ella.
Claro, le dije. Por supuesto.
La verdad es que cuando quise irme él me siguió. Estaba muy borracho. Mientras
esperaba un taxi él insistía en que quería irse conmigo. Y mis amigas se habían
conseguido a no sé quién, no me querían acompañar.
¿Quieres que hable con el sujeto? ¿Que le diga que no siga diciendo mierda sobre
ti?
No, basta con que me creas.
Te creo.
Pero no la creía.
Una semana después llamé a mi amiga y concerté a espaldas de Mónica una cita
con el sujeto. Lo primero que me dijo es que ella no le había comentado nada sobre
mí, que sólo le había dicho que vivía con dos amigas. Que en efecto habían salido
juntos, que ella le pidió que la acompañara a tomar un taxi y luego que le daba miedo
ir sola a esa hora de la madrugada.
Pero ¿es cierto lo que estás diciendo?
Mi amiga estaba incómoda, me miraba con lástima.
Él me aseguró que era cierto y, para demostrarlo, me describió la sala de la casa.
Fue detallista. Incluso mencionó algunas cosas que él movió de su sitio o un objeto al
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que le rompió una punta.
Una noche agitada, por lo que veo, intenté bromear.
Bueno, sonrió el tipo. No lo tomes a mal. Estábamos muy borrachos. Yo un poco
mejor porque había jalado, pero ella estaba pésima, casi no se podía parar.
Ya, está bien.
Lo siento, patita, no sabía que era tu chica.
Ya.
¡Entonces ése es tu gran secreto! Ése es el vaso de agua donde te ahogas, dice triunfal
Jazmín.
Acabo de contarle la historia del tipo de la discoteca y Mónica.
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¡Lo sabía! Lo supe desde que te conocí. Era obvio que tenías una carga pesada, un
secreto de ese tipo. Por eso toda tu aura es tan cargada, estás con la cabeza en eso
siempre.
No entiendo nada de lo que dices, y deja de hablar de auras si quieres que te tome
en serio.
Escucha: el hijo es tuyo. Sácatelo de la cabeza. Es tuyo.
¿Cuál hijo?
No te hagas el despistado, tonto. Digo Paulo, Paulo es tu hijo. ¿No es eso lo que
dudas? Esta historia que me acabas de contar, la sacada de vuelta de Mónica, los
cuernos, todas esas vainas en realidad no te interesan. No es el tema del sexo o los
cuernos, sino del hijo, ¿verdad? Pues sí, no lo pienses más, Paulo es tuyo y no de ese
tipo ni de otro.
¿Te lo dicen los ángeles?
Si quieres puedes decir que sí, que ellos me lo han dicho. Pero tienes que
convencerte de que Paulo era tuyo y de Mónica. Que se acaben tus dudas de una vez.
Paulo te amaba y tú lo amas aún a él. Él vino a este mundo para ti. No sufras más.
Me abraza. Siento que tengo que ponerme a la defensiva para no soltarme a llorar.
Paulo. Quiero creer en ella, quiero que Jazmín tenga razón y que mi único problema
sea cambiarle el color a mi aura.
Digo: Muy bien, tienes razón, ése es mi secreto. Pero ahora te toca a ti. ¿Cuál es
tu tormenta en el vaso de agua?
Se queda asombrada por el tono de mi voz. En sus ojos brilla un destello de ira.
Pero luego retrocede.
Pregunta lo que quieras, dice, pero caliéntame un poquito.
Se mete debajo las sábanas, se aferra a mí.
Entonces contéstame, tu hijo ¿de quién es?
Y eso qué tiene que ver. No te metas en problemas.
¿Es cierto que es hijo de un militar que te violó? ¿Es cierto?
Levantó la nuca. Trató de buscar mi mirada entre la habitación ciega.
¡Estás loco! ¿Pero quién carajo te ha dicho eso? ¡Por qué estás tan molesto
conmigo!
Me lo contó Tomás en su carta. Y no sólo eso, también me dijo que el sujeto está
aquí, en Oreja de Perro.
Tomás habla demasiado, habla lo que no sabe. Y tú lo repites.
Entonces, ¿es cierto o no?
No le creas a Tomás una puta palabra. Es un exagerado. Un fundamentalista. Yo
sabía que no debían hablar los dos solos.
Bueno, entonces es cierto.
¡Claro que no! Son cosas de Tomás. Y no sigas insistiendo en esto que no te
conviene nada. Tú no sabes lo que hay detrás de todo eso, no tienes ni idea, y mejor
que ni lo sepas. Déjalo así nomás.
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Pero ¿el padre de tu hijo es un milico o no?
Sí, sí es. Eres un terco de mierda, igual que Tomás. Y sí, también está aquí, eso es
cierto. No quería decírtelo, no son cosas que tienes por qué saber. Ya pasó, todo lo
demás son las típicas huevadas de Tomás que lo único que hace es meterse en líos. Y
meterme a mí con él en sus cosas, además. Y ahora a ti. Mejor dejemos de hablar, ¿no
tenías sueño?
Bueno, pero el padre está aquí entonces. Al menos eso no es mentira.
No es el padre, yo soy padre y madre. Él es sólo alguien que conocí. No hubo
violación ni nada por el estilo. Sólo estuve con él porque me dio la gana, y eso lo
sabe Tomás, se lo he dicho mil veces, pero no quiere creerme.
¿Dónde lo conociste? ¿En Huamanga?
Sí, en Huamanga. Lo conocí, empezó a corretearme, yo no le hacía caso pero el
tipo insistía.
¿Tiene nombre el tipo?
¿Y qué importa eso?
Bueno, si no quieres ponerle un nombre.
Se llama Manuel. Da lo mismo.
Entonces, ese tal Manuel insistió mucho y tú terminaste por ceder.
Tampoco es que insistiera demasiado, intentó bromear. Simplemente, un día me
agarró distraída, aburrida, con las defensas bajas, con ganas, qué sé yo. Creo que
había luna llena.
¿Y no se te ocurrió cuidarte?
No, claro que no. A veces no lo hago. ¿Me cuidé contigo acaso?
Como sea, ahora tienes un problema. ¿Él sabe del hijo?
Claro que lo sabe. Y no le importa. Ni a mí me importa que le importe. Está
casado en Lima y en Piura. Es un hijo de puta, un pinga loca como todos los milicos.
Como todos los hombres. Lo importante es que ahora estoy embarcada en esto y no
estoy sola.
Acarició su vientre y dijo:
¿Sabes? Eso es lo que más le molesta a Tomás: saber que no estoy sola. Quiere
cuidarme, pero no lo necesito. Me pidió casarse conmigo, ser el padre del chico, y yo
le dije que no. ¿Por qué querría casarme?, le pregunté. Me contestó que para que no
estés sola. ¡Pero si nunca más estaré sola! ¡Ahora tengo a éste!
De pronto, empiezo a sentirme de mejor ánimo. Las náuseas han cedido.
Puedo darme cuenta de que Jazmín está diciendo cosas muy sensatas. Ella vivía
en un mundo sin violadores, con mujeres que sentían que tener un hijo era una
compañía, que pensaban que hacer el amor no era un asunto para sentir culpa, con
paranoicos como Tomás que no eran tomados en serio. Un mundo en el que sí valía la
pena vivir.
Empiezo a mordisquear su oreja.
¿Y ahora qué?
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Nada, le digo. Sólo que estoy feliz de que estés aquí.
Le beso la mejilla, el cuello.
¿Yo? Pero seguro estarías más feliz si estuviera la caldo de apio esa, la gringuita
desabrida de la fiesta, ¿o no?
¿Cuál gringuita?
¿Cuál gringuita? Hay que ser conchudo. ¿Con quién crees que estás hablando?
Me río.
Digo: Me vas a decir que los ángeles también te dicen a quién me quiero tirar y a
quién no, le digo. ¿Son ángeles o viejas chismosas?
¡No te hagas el loco!
¿Y por qué no los mandas a esos ángeles un rato a que limpien el desastre que
hice en el baño y nos quedamos debajo de la colcha un rato?
La nariz de Jazmín se hunde en mi pecho mientras es cucho sus risas. Una mano
se deslizaba por el vientre. Cosquillas. Noto que habla algo pero no entiendo porque
tiene la boca pegada a mi estómago.
Con una mano fría coge mi pene.
Dice: Ahora sí está paradito, qué diferencia con la vez pasada. Vamos a ver si
podemos hacer algo con esto. Buenas noches, señorito, un gusto volver a verlo.
Se lo lleva a la boca. Una, dos chupadas.
Levanta el rostro y encuentra mis ojos. Sin dejar de mirarme dice:
Te prometo que todo va a salir bien.
Ya era hora de que alguien lo diga, pienso.
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En medio de la oscuridad, aún desnuda, Jazmín empieza a hablar.
Dice, por ejemplo, que a su madre se la llevaron unos policías cuando ella tenía
once años. 1991. Entraron a su casa y se la llevaron, simplemente.
Entonces vivía en un caserío tan pequeño como Oreja de Perro. Nunca entendió
por qué se la llevaron. En realidad se llevaron a muchos esa noche, porque había paro
armado y los sinchis estaban asustados. Una vecina le dijo que no se preocupara, que
seguro iba a regresar al día siguiente, que sólo se las llevaban para unas preguntitas
nomás.
Y era cierto, al día siguiente regresó mucha gente de la que se llevaron, pero no su
madre.
Además de su madre vivían en su casa la abuela y dos hermanos menores. La
abuela la mandó a preguntar a la comandancia por su madre. Ella no podía moverse
porque tenía que cuidar a los hermanos. Jazmín obedeció y una vez ahí le dijeron que
no quedaba nadie, que habían soltado a todos los que cogieron para hacer preguntas.
Mi mamá no vuelve, insistió.
Se levantaron de hombros, volvieron a decirle que ahí no estaba; luego le hicieron
unas preguntas tontas, con quién vivía, si tenía hermanos, la edad, si iba al colegio.
Al fin la dejaron ir.
Jazmín dice no saber por qué ni en qué momento de su retorno a casa perdió las
sandalias. Pero sí recuerda claramente haber entrado a su casa descalza.
¿Por qué nos ha pasado esto?, preguntó la abuela en voz alta, llorando. Si
nosotros siempre hemos estado bien, nunca hemos tenido problemas de nada.
Algunos vecinos se acercaron donde la familia para averiguar qué pasaba. Pero
con cautela, era mejor no involucrarse demasiado. Todos se iban de la casa dejando
palabras de resignación y hasta condolencia.
A partir de ese momento, durante semanas Jazmín volvió a la misma
comandancia y preguntó por su madre una y otra vez.
Una tía suya, hermana de su madre, viajó desde Huamanga para ayudarlas. Las
dos iban de un lado a otro, se hicieron conocidas, empezaron a hacerse amigas de los
policías, a veces incluso les llevaban comida que la abuela de Jazmín preparaba.
Ustedes saben dónde está, decía la tía de Jazmín. No sean malitos, digan qué
saben.
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Si aquí estuviera ya te hubiéramos dicho, mamita, le contestaban los policías.
Pero ellas notaban que ya no estaban tan seguros, ni tan prepotentes, como al
principio.
Un día, uno de los policías, uno muy joven, esperó a que no estuviera su tía por
ahí y se acercó a Jazmín y le hizo una pregunta distinta: ¿Tu madre tenía documentos
cuando se la llevaron? Ella contestó que no sabía. ¿Cómo estaba vestida tu mamá?
Un polo rojo, un pantalón de buzo azul que le habían regalado por su cumpleaños,
zapatillas.
Tu mamá no está aquí, le dijo, aquí no hay nadie. Pero yo sé dónde está ella.
¿Tú sabes? ¿Tú siempre la ves?
La veo a veces, cuando voy por allá cuando me toca. No me gusta ir allá, por si
acaso, yo no soy así, pero hay un rol y cuando tengo que ir, voy.
¿Y qué le pasa a mi mamá? ¿Por qué no sale?
Ya va a salir, tienes que tener un poco de paciencia. Y luego le contó que cuando
la llevaron le habían quitado las zapatillas, que estaba con los pies desnudos y las
uñas pintadas de rojo, y le amarraron unas talegas de azúcar en los pies y le ataron
también la espalda. Así la conoció él.
Entonces supo que su mamá estaba descalza igual que ella. Es decir, que en el
mismo momento en que Jazmín caminaba sin sandalias, a su madre le colocaban unas
talegas de azúcar en los pies.
Tenía bonitos pies, recuerda Jazmín. Siempre los dejaba descansar en una batea
de agua caliente color azul. Ella se sacaba las sandalias e introducía también sus pies
en la batea azul y los frotaba con los de su mamá.
Ella era maestra de escuela primaria. Le enseñó a leer y escribir. Le enseñó a
muchos niños a hacerlo.
¿Tu mamá sabe leer?, me preguntó un día el policía.
Sí sabe, contesté. Es profesora.
Eso es lo jodido, dijo él. Saber leer en estos sitios es jodido.
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¿Tienes que hacerle algo o no?, preguntó. Yo sé que le haces algo. A mí me han
dicho.
El policía se defendió:
Nada. Lo normal. Sólo pongo música para que no se escuche lo que pasa adentro,
la pongo muy fuerte, y a los detenidos les paso electricidad por los dedos y los pies.
¿También a mi mamá?
Él no contestó.
¿Y por qué? ¿Por qué le haces eso a mi mamá?
Jazmín, nomás te digo que tienes que ser fuerte. Ya va a pasar esto, tienes que
esperar mínimo quince días o más, pero ya va a salir.
¿Y le hablas de mí?, preguntó Jazmín.
¿Qué dices?
Cuando le haces esas cosas, ¿le hablas de mí? ¿Le dices que la estoy buscando,
que siempre pregunto por ella en la comisaría?
No puedo hablarle, pues. Entiende. Además, ya te dije que ya va a salir.
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No sé bien, pero si es algo malo mi mamá no va a resistir eso, tienes que
ayudarme.
Más bien tú tienes que ayudarme a mí, tienes que ser fuerte y soportar todo esto.
Yo también tengo que ser fuerte, ¿o acaso crees que a mí me gusta estar así? ¿Vivir
aquí? No me gusta. Yo me vine porque una flaca me dejó. Y no una cholita sino una
blanca, universitaria, con un pelo largo que se lo lavaba todos los días y olía siempre
a champú. ¿Crees que quiero estar aquí? Si no fuera por ella, no pasaría nada.
Pero tienes que ayudarme, yo sé que tú puedes.
No sabes nada, yo no puedo. ¿Acaso yo nomás le hago cosas? Todos hacemos
cosas, no soy el único. Si estuviera sólo en mis manos, si sólo yo fuera el
responsable, te juro que no sería capaz de hacerlo. Te lo juro. Pero la cosa es que
todos lo hacemos.
Sólo quiero que mi mamá regrese, dijo Jazmín.
Ya sé que no me entiendes, todavía eres una mocosa, pero tienes que darte cuenta
de que esto no es sólo malo para tu mamá. También yo me siento mal. Cuando a mí
me pasó lo de la chica que era mi novia, pensé: Me voy a matar. Pero luego me dije:
Eso es pecado, mejor que me maten los terrucos. Y me vine a Ayacucho. Pero me
equivoqué, estoy arrepentido y ahora quiero que me trasladen a cualquier sitio. ¿Ya
ves por qué yo también tengo que aguantar?
Sí, pero cuándo van a soltar a mi mamá. Sólo te pido que me digas eso. ¿Cuándo?
Desde ese día casi siempre que iba a la comandancia el policía cogía del brazo a
Jazmín y la llevaba al costado del kiosco, al lado del perro amarillo. El perro era de la
señora que atendía el kiosco. Se llamaba Cancha, porque fregaba como cancha. Pero
a ella le parecía mansito, tendido al costado de la acera, dejando que las moscas se
posasen sobre él.
Cuando iba con su tía, no conversaba nada con nadie. La tía había perdido la
paciencia, por eso sólo estaba un par de horas, gritaba, amenazaba con que iba a
denunciar a los militares, al gobierno, a las instituciones internacionales, pero nadie le
hacía caso. Luego se iba y Jazmín tenía que irse con ella. Si podía regresaba ahí
mismo y si no, volvía al día siguiente.
Cuando estaba sola las cosas eran distintas. La trataban bien; primero decían: «Ya
llegó la sobrina del Tigrillo». Luego, cuando empezó a llevarla al kiosco, empezaron
a decir: «Ya llegó la novia del Tigrillo».
Así supo que a él lo llamaban Tigrillo, pero nunca lo llamó así.
Empezó a llevarle comida a Cancha, a cuidarlo todo el tiempo. Le daba agua, le
hablaba, se sentaba a su lado. De una manera extraña, absurda, el policía, los demás
de la comandancia, Cancha, incluso el jefe de la comisaría, todo eso empezó a
convertirse en su familia.
Sólo faltaba su mamá.
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Pero como ellos sabían dónde estaba, como ellos la veían, era como tenerla
también un poco cerca. Como no haberla perdido del todo.
Jazmín me acaricia el pelo. Me besa el cuello, la oreja, pega su cuerpo junto al mío.
Siento su aliento cargado. También siento mi propio olor.
¿Entonces?, le pregunto.
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Me pasé un mes en una zanja, todas las noches, a veces sola, a veces con una
vecina, a veces con mi tía, a quien el plan le pareció desesperado, pero se aferró a él
más que nadie.
¿Y la lanzaron o no?
Nunca pasó nada, ni siquiera el camión pasaba por ahí. Yo iba todos los días a ver
a Cancha y a hablar con el policía. Él decía: No se pudo, está pendejo ahora mismo,
la próxima vez de todas maneras.
Mi tía fue un día conmigo y amenazó de nuevo a todos. Y en especial al Tigrillo,
al que llamó torturador, asesino.
Yo estaba con Cancha, llegó un policía y me dijo: Dice el Tigrillo que si tu tía se
porta de esa manera ya no va a estar en sus manos.
¿Eso qué significa?, le preguntó Jazmín.
A mí no me preguntes. El Tigrillo sólo dice que ya no va a estar en sus manos,
nada más.
Se lo repetí así, con esas palabras, a mi tía.
Ella se quedó un largo rato en silencio. Mi abuela se puso a llorar primero bajo,
luego muy fuerte. Nos abrazó a mí y a mis hermanos.
Como el día que se llevaron a mi madre, ese día también sentí que algo se me
estaba apagando dentro, que algo se me derrumbaba, miraba a todos lados y pensaba
en mi familia, y también pensaba en mi mamá, y en Cancha y en el policía que me
mandaba a decir que ya no iba a estar en su manos.
Sentí por primera vez que mi madre estaba muerta. No sé si lo estaba, ¿entiendes?
Quizá no lo estaba, o quizá lo estuvo desde el primer día. Pero ese día, en mi mente,
yo la dejé ir.
Y no sólo yo, dice Jazmín.
Al día siguiente, su tía le prohibió ir a la comandancia. Tampoco ella fue. Nadie
dijo nada en la casa, comieron algo, tomaron una siesta, nada más.
Y esa noche la tía les avisó que se iban todos a vivir a Huamanga. Para siempre.
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No hablamos más esta noche.
O quizá sí.
Quizá estoy soñando que seguimos conversando en medio de la noche, de la
oscuridad, de Oreja de Perro.
El antónimo ideal de la memoria debe ser la imaginación, fantasear, hacer ficción.
No la amnesia.
No sé si es realidad o me imagino que le digo: Quiero quedarme contigo, le digo,
quiero que vengas a Lima conmigo y quiero criar a tu hijo como si fuera Paulo.
No sabes lo que dices, sólo me tienes lástima, contesta ella.
No, no lo sé, no lo pienso siquiera. Sólo lo digo.
Se me ha adormecido la pierna, dice. Siento como hormigas.
Jazmín, escúchame, no te escapes.
Cállate, dice. Cállate, cállate. Las promesas en la oscuridad me dan miedo.
Ha amanecido.
Despierto con el ladrido de decenas de perros. O miles. Y luego el frío de las
sábanas corridas y la incomodidad de haber dormido al lado de un cuerpo más
voluminoso que el mío.
Jazmín duerme despeinada a mi lado, con los labios abiertos.
En su cama, ronca Scamarone con el ceño fruncido.
Busco la hora: seis y treinta de la madrugada.
Una araña camina por la pared, se interna en una grieta. Cuando vuelva a
aparecer, pienso, me levanto y la cazo. Me quedo observando unos minutos la pared,
la oquedad. Pero la araña no aparece.
Igual me levanto.
Siento la acidez del estómago. Necesito comer algo, tomar algo. Debería también
traerle algo a Jazmín. Un jugo de frutas, galletas, pan. Lo que haya.
Me pongo el pijama, salgo hasta la puerta. Afuera veo mucho movimiento. La
tienda está abierta, atiende a los campesinos, que empiezan temprano la faena. Un par
de niñas de cachetes morados salen por la puerta del local, cada una con un pan en la
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mano, uno de esos panes grandes y aplastados como lunas, y empiezan a arrear con
gritos a unas ovejas flacas, sucias, de patas quebradas.
Desde la cocina de la casa siento elevarse un olor fresco a huacatay. Veo el vapor
de una olla que asciende con lentitud en medio de las moscas.
Cambio el pantalón del pijama por un jean, compruebo si los durmientes siguen
protegidos dentro de sus sueños, como la araña en su grieta, y parto hacia la tienda.
El frío me hace doler los labios.
Entro al local, observo las pocas cosas que ofrecen y también a los campesinos
haciendo cola para conseguir pan, a un par de limeños que piden una cajetilla de
cigarros y paquetes de galletas.
Uno de ellos, lo reconozco, es el amigo guapo de Maru.
Se quedan mirándome pero se les congela el saludo.
Ingresan más campesinos, hombres y mujeres, hablando en quechua. Algunos
pasan de largo hasta las mesas, donde unas mujeres con dobles o triples polleras han
depositado bolsas de plástico y sacan verduras.
Será difícil que me atiendan. Paciencia. Me recuesto en la vitrina. Mi pelvis está
pegada al cartel que ordena COME COCA.
Al final consigo comprar un jugo de fruta en caja, que podré compartir con
Jazmín y Scamarone, y dos paquetes de galletas. La señora de la casa nos podrá
conseguir mate de coca, un poco de azúcar.
Oreja de Perro ha cambiado otra vez. Hay mucho más movimiento incluso que el
día anterior. Los soldados parecen más tensos, van de un lado hacia el otro dando
órdenes. Veo a uno de ellos hablando por aquellos teléfonos satelitales que tanto
intrigaban a Tomás y me da risa.
Algunos campesinos se unen en círculos, vestidos con pantalones remangados y
chompas viejas, incluso ponchos. Algunos llevan hondas en el cinto. Los identifico
como ronderos; ayer dispersos pero unidos otra vez ante la visita de Toledo.
Llevan unos carteles de cartulina. Las letras están escritas con plumón. También
hay una banderola con sus reclamos.
También las campesinas se han multiplicado por decenas. Ahora es una jauría de
inquietas polleras de colores, dentaduras incompletas, chompas amarillas, rojas,
azules, celestes, negras. Sombreros de paja ennegrecidos, sombreros de fieltro con
flores. Hay ancianas, mujeres mayores, niñas. Todas vestidas igual. Y perros, sus
perros largos y flacos orbitando alrededor de sus dueñas.
Hablan en voz alta en quechua. Se pasan la voz de un lado a otro de la calle con
silbidos. Toman asiento donde pueden, rodeando todas las casas.
De pronto, la prisa de un militar rompe ese improvisado desfile. Detrás de él, dos
muchachos del servicio militar, con los ojos llenos de miedo y la cabeza rapada, lo
siguen.
El oficial da trancazos, tiene los nervios del cuello visiblemente inflamados, los
ojos enrojecidos.
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No dice ni una palabra, pero parece que gritara.
Un perro amarillo, flaco y con la espina dorsal expuesta como la de un pez, se
cruza en su camino. El militar le grita que se largue y luego, como el perro demora en
reaccionar, le lanza una patada en las costillas que lo levanta del suelo y lo arroja
unos metros más allá.
El perro aúlla de dolor.
Se arrastra sin dejar el chillido, la cola hundida entre las piernas. Se esconde
detrás de unas campesinas buscando su protección. Ellas miran al agresor con los
ojos abiertos.
Todos nos hemos quedado súbitamente callados.
Eso envalentona al militar, que sigue avanzando, pero su rapto de violencia contra
el perro y nuestro repentino silencio es una química que hace explosión en alguna
parte de su cerebro. Retrocede seguido por los muchachos, que ahora están más
asustados que el perro.
Llega hasta donde se oculta el perro. Lo observa con ira, los puños apretados. El
animal ya no se percata de él, sólo se lame una pata posiblemente rota y aúlla bajito.
De un giro, el militar le alcanza a dar una nueva patada en la espalda que le
arranca un poco de piel. El perro lanza un chillido, cojeando sale disparado.
Algunas mujeres empiezan a quejarse en quechua. Levantan las manos, amenazan
al militar pero sin convicción.
Las campesinas que habían servido sin éxito de refugio para el perro, hacen
muecas de odio con la cara, pero guardan silencio. Un par de criaturas, suspendidas
sobre las espaldas de sus madres, interpretan el miedo y lloran.
¡Perro de mierda!, grita el militar. ¡Serranos de mierda! Si creen que se van a salir
con la suya, que me van a cagar a mí, a mí, están jodidos. Yo he matado terrucos
como ustedes con las manos, ¿oyeron? La reconchadesumadre si piensan que me van
a cagar a mí.
Da media vuelta y se aleja a toda velocidad.
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Nadie. Yo no, al menos. ¿Tú?
Baja y se sienta sobre mi catre. Olfatea exageradamente alrededor del colchón y
luego mi cuello. Respinga la nariz fingiendo asco.
¡Ah!, el olor de las cholitas es inconfundible. Te tienes que ir acostumbrando
nomás, compadre.
Siento que puedo romperle la nariz por burlarse de Jazmín. Empujarlo contra la
pared y amenazarlo con un puño. En cambio, le ofrezco un paquete de galletas.
Scamarone, enano de mierda, pienso. No me importa nada tu cinismo. Realmente,
no me importa nada.
No sabes lo que acaba de pasar afuera, le digo. Un militar se volvió loco y pateó
un perro. Lo hizo volar el hijoputa.
Y tú no sabes la cantidad de whisky que tenía escondido ese ingeniero en su
casucha, dice. ¡No tienes idea! Como había puro cabeza de pollo, terminé mano a
mano con el ingeniero, que debe tener un culo de dinero escondido debajo de una
loseta. ¿Y desde cuándo no están locos los milicos? Y más cuando están en altura. La
falta de oxígeno los vuelve una basura.
Todo ha cambiado afuera. Habrá mínimo doscientas personas más que el día en
que llegamos.
Es que se acerca el Gran Monetón. Ahorita escuchamos las hélices del helicóptero
de nuestro Cholo Sano y Sagrado, más borracho que el ingeniero y yo juntos. Y con
etiqueta azul. Después, ya veremos cómo tus doscientas o mil indígenas empiezan a
pedir plata o que les devuelvan a sus hijos, una por otra. Los milicos empiezan a
ponerse nerviosos y a dispersar a la población con las puntitas de sus FAL. Ya
conozco la historia. Y los tombos, esos tombos que no tienen nada que hacer y
piensan en cómo ratonearse en el descuido alguna huevada. Y mientras tanto yo,
chuic, chuic, sacando fotitos, la chamba de todos los días. Con un poco de suerte, a
un milico se le cruzan los cables y empuja a una chola y yo me gano con la fotito para
un premio sobre derechos humanos en Suiza. Un día me va a tocar a mí, pues,
hermano. Pero mientras llegue, chamba es chamba.
Qué raro que te acuerdes de que tienes que tomar fotos, digo. Pensé que tu
presencia aquí era para hacerte el cínico.
¡Ataja! Muy buena frase. Parece que ayer no sólo te comiste a la preñadita sino
también a un payaso.
Su frase, absolutamente cretina, tiene la virtud de hacerme pensar otra vez en
Jazmín. Salgo a buscarla.
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Ya salgo, contesta una voz desde el baño.
Es una voz masculina.
Voy hasta la puerta, busco a Jazmín entre la gente, que sigue aumentando. Ahora
también hay hombres, ancianos y jóvenes, pero siempre son superados en número por
las mujeres.
Toledo dará la ayuda económica sólo a las mujeres.
No veo a Jazmín.
También hay más militares. Y perros.
De pronto, cruza delante de la puerta el grupo de limeños con grabadoras en las
manos y caras de mala noche.
También está Maru, más pálida que de costumbre.
Me mira y se detiene. La saludo con un beso en la mejilla.
La cagada, ¿no?, dice mordiéndose un labio.
¿La cagada qué?
¿Cómo que qué? ¿No te has enterado de nada? ¡Pero qué clase de periodista eres
tú!, se burla.
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Regreso aprisa al albergue para preparar mis notas y buscar a Scamarone. Me da el
alcance desde el baño. Le pregunto si está enterado.
Lo está; no sé cómo pero sí lo sabe.
¡Mierda! La cosa está más jodida de lo que pensaba, dice cogiendo su cámara.
Apúrate, te cuento todo lo que supe mientras tomamos un café.
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Quizá tenga razón.
Toledo no parece estar muy ecuánime y tampoco demasiado preocupado por lo
que ha ocurrido en la madrugada. No lo menciona en su discurso.
Más bien habla de reivindicaciones milenarias, del progreso del país, dice algunas
palabras en quechua, hasta se atreve a cantar un poco.
Sonríe a las campesinas hasta abrir hoyuelos en sus mejillas, pero el gesto se le
endurece cuando voltea hacia su comitiva.
Los militares sí se ven tensos, con los dientes apretados, mientras los policías los
miran burlonamente. Se saben sin culpa ante lo ocurrido. Aliviados. Con ellos no es
la cosa.
¿Para eso quieren que los milicos cuiden las calles? Era su mejor hora. El mejor
escenario posible.
Veo al ingeniero obeso. Está en primera fila, pero luego, de un salto, se trepa al
estrado y aletea alrededor de Toledo con expectativa. Se ha puesto un terno
ridículamente caro, que contrasta con la ropa informal que todos llevan, incluido el
presidente y su comitiva.
Pese a ello es obvio que se siente satisfecho y elegante en ese traje. Cada tanto, le
quita imaginarias pelusas.
Los chicos de Lima, incluyendo a Maru, también están en la plaza viendo a
Toledo, la mayoría con un gesto de burla en los labios, echándose miradas cómplices.
Aplauden mezquinamente.
Pero es obvio que están asustados.
Se trasluce la mala noche anterior; también el miedo.
Nos han advertido a los periodistas que una vez terminada la ceremonia debemos
abandonar lo más pronto posible Oreja de Perro.
No es una orden, pero todos vamos a obedecerla.
Sin duda, en la revista estarán interesados en que, además del evento de Toledo
para el que me han mandado y que ahora pasa a segundo plano, también cubra lo
ocurrido en la madrugada.
Podía hacerlo sin problema. Ya Scamarone, olfateando la sangre, se había lanzado
hacia lo que él llamaba «el lugar de los hechos». Y tenía unas fotos.
Mientras tanto, recojo algunos testimonios de los chicos que se desvelaron en la
fiesta, de las autoridades, de todos los que puedo encontrar por ahí. No deseo ver el
cadáver, tengo miedo de encontrarme con algo demasiado desagradable, según los
rumores.
Las noticias son contradictorias y los militares no están dispuestos a hablar.
Tenemos prioridades, el presidente está aquí, comprendan, señores periodistas,
dicen.
Scamarone regresa con las fotos. Me las enseña con gusto.
El cadáver del soldado muerto es espeluznante.
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Le han arrojado una roca en la cara, se la habían destrozado completamente.
Tiene las manos agarrotadas y el pico de un machete sembrado en medio del pecho.
¿Hablaste con ellos? ¿Qué saben?, pregunta Scamarone.
Dicen que tienen otras prioridades.
¡Puta madre! Les matan a uno de sus milicos y no es una prioridad, puta, eso sí
que está bueno. Prioridad es que se estacione bonito el helicóptero del cholo, al lado
de la alfombra si es posible. Y el sargento este que se pudra.
¿Cómo sabes que era sargento?
Algo he averiguado, ríe. Pero ésa es tu chamba, no la mía, no creas que te la voy a
poner fácil.
Scamarone me anima a que dejemos la plaza y vayamos hasta el lugar donde
encontraron al suboficial.
Un fiscal llegado de un pueblo vecino mira con el rostro impávido la operación de
levantamiento del cadáver. Los soldados también miran la escena sin dejar traslucir
demasiado.
Pero están temblando de indignación y de sorpresa.
¿Cómo nadie se dio cuenta? ¿Cómo se mata a un militar en un pueblo enano con
docenas de militares? Lo acomodan y atan en una camilla y le arrojan una frazada del
ejército. Se lo llevan.
«Escribe: Se lo llevan con rumbo desconocido», me dicta Scamarone.
Seguro lo llevan ahora a Huamanga, le digo.
¿En el mismo helicóptero del cholo? Ni cagando, pues, ni cagando. Sería
divertido. ¡Se le pasa la borrachera en una!
En la plaza, la ceremonia ha concluido y se da inicio al largo y tedioso
empadronamiento de campesinas.
Se suponía que Toledo iba a almorzar en Oreja de Perro pero los planes han
cambiado.
En contra de lo que piensa Scamarone, introducen el cadáver en el helicóptero y
detrás de él suben un general, dos militares más, Toledo y un viceministro, y luego su
seguridad.
Con ruido de hélices y el viento que hace volar hierbas, palos, piedras
minúsculas, se elevan y se hunden en las nubes.
Mientras se levanta el helicóptero me doy cuenta de que Jazmín no ha aparecido
en todo el día.
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Anotación en el cuaderno: No pienso acostumbrarme al viento. Los cerros colorados,
los cerros azules. La ciudad es de piedra, las personas parecen de piedra.
Insisto en escribir estas cosas mientras pienso en qué escribirle a Mónica.
Increíble: hace tan sólo unas horas que salí de Oreja de Perro y me parece que
pasaron mil años, tantos que no tengo nada que ver con ese sitio ni con nada de lo
que pasó, ni siquiera Scamarone, que ahora mismo baja por el vestíbulo de este hotel
en Huamanga y se hunde en la cafetería.
Ni siquiera Jazmín.
Sin embargo, lo de Paulo parece que fue ayer, hoy mismo, hace unos minutos, en
este mismo instante, y quiero matar a todo el mundo, quiero golpear a alguien.
Saldré a caminar por Huamanga. Desde aquí se ve la plaza, los árboles agitados
por el viento.
Salgo.
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territorio para realizar un estudio de delimitación del territorio entre nativos y
colonos.
Un obispo en Chimbote pidió que se interne en un manicomio a los violadores de
niños por considerar que son personas con desequilibrios mentales.
Entrevistan a una mujer de la Bolsa de Valores de Lima, quien dice que la Bolsa
de Valores de China es de otro mundo.
Un grupo de campesinos tomó las represas de Altomachay y Jaico, a ochenta y
cinco kilómetros de la provincia de Pasco, para exigir la construcción de una
carretera hacia Oxapampa.
La principal facción criminal de São Paulo liberó a un periodista de la TV Globo,
de treinta años, luego de que la emisora aceptó divulgar un video en que un hombre
con capucha protestaba por las condiciones de detención en las prisiones.
El presidente boliviano Evo Morales ha nacionalizado los hidrocarburos. Un
congresista de izquierda saluda en su columna de opinión la noticia: «Vientos
soberanos en América del Sur».
Alan García declara que, de llegar el APRA al poder, revisará todos los contratos
con las transnacionales.
Una mujer de ciento cuatro años se casa con un tipo de treinta y tres años en
Kuala Lumpur. Por amor y no por dinero, aclaran. Para ella es su boda número
veintiuno.
En otro diario me entero de que el niño del ropón amarillo abandonado en la
estación de buses carecía de la mano izquierda.
Diego Armando Maradona jugará un partido de exhibición en Lima. El Diego de
la gente, lo llama la nota.
Y un cantante folklórico rechaza con modestia que lo llamen «El Bob Dylan de
los Andes».
El editorial del New York Times dice que cualquiera de los dos candidatos
presidenciales peruanos que sea elegido en la segunda vuelta conducirá al país a un
inminente desastre.
Leo: «El triste dúo».
Una economista dirigente de una organización a favor de las mujeres campesinas
cuenta su historia: fue a trabajar por una semana a Puno, pero se enamoró de la sierra
y decidió abandonar Lima e instalarse ahí.
Se ha casado con un puneño y tiene una hija.
La hija se llama Aymara.
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Un coronel salió luego a decir que el crimen era aún materia de investigación, y
descartó también que fuera un rebrote senderista. Dictó el nombre de la víctima, su
rango (en efecto, un sargento), y dijo que estaba destacado en Ayacucho desde hacía
tres años.
Su nombre, claro, lo reconocí de inmediato.
Apenas Maru me contó la noticia fui a buscar a Jazmín, pero ya había
abandonado el cuarto. Luego, cuando confirmaron el nombre de la víctima intenté
encontrarla de nuevo, pero estaba seguro de que no la encontraría.
El sujeto era el mismo que Tomás había delatado como el violador de Jazmín, el
padre de su hijo.
Los de la Comisión, me contó Maru antes de salir del pueblo, no dudan de que se
trata de un ajuste de cuentas de Sendero. Está sucediendo por toda la sierra del país,
pero nadie dice nada. A nadie le conviene un país que no esté pacificado, ¿verdad?
Maru dice: Lo raro es que hayan tenido las agallas para matarlo justo ahora, con
una dotación policial que era el doble o el triple de la que normalmente hay por acá.
Y eso, sin contar a los militares.
No respondo.
Pienso en Jazmín.
En fin, dice Maru, vas para Huamanga, ¿no? ¿Nos vemos ahí?
Es raro, sí, por lo visto a la pituca esa le funciona la calabaza, dice Scamarone. Pero
tampoco es tan extraño, esas cosas suceden todo el tiempo ahí donde el diablo perdió
el poncho.
Estamos sentados en un café frente al hotel en Huamanga. Yo bebo la tercera taza
de mate de coca del día. Scamarone, un cortado. He enviado ya la nota a la revista,
con las fotos escalofriantes. Ahora miro al cielo azul, las nubes bajas, y le comento a
Scamarone lo que piensa Maru del crimen.
¿La vas a ver?, pregunta.
Sí, más tarde. A ella y a uno de sus amigos.
Qué suerte tienes, cabrón. Sales un par de veces en televisión hablando
estupideces y ya te levantas a cholas y pitucas.
Entonces, según tú es raro pero no tanto…
Con estos ojos he visto robar autos del mismo Ministerio del Interior. ¿Tú crees
que no se puede matar a un milico mientras su compañero está en el baño? Es lo más
fácil del mundo. Pero…
Ya sabía que venía un «pero», digo. Te encantan los «peros».
… Pero, insisto y no me jodas o me callo, la vaina es que no estamos ante un
crimen organizado, con tropas senderistas bajando del cerro y diabladas así, sino una
cosa hombre-hombre, un ajuste de cuentas. Ahí está la noticia. El asesino conocía al
cachaco, eso es fijo.
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Levanto la cara hacia Scamarone y trato de aguantar su mirada. Con él siempre
hay que establecer pequeñas batallas. Sabe que me ha dejado intrigado. No digo nada
para que siga hablando.
Como te digo, continúa, la vaina es que alguien lo sacó del cuartel, es decir del
escondrijo donde guardaban las cajas de Etiqueta Negra para la chupeta presidencial
que les canceló el crimen, lo condujo hacia uno de los cerros pelados esos y, zuac, le
metió el lampazo en el pecho. No es muy difícil, los milicos que sobreviven un par de
años en la sierra creen que tienen siete vidas.
¿Tan idiota puede ser un sargento para dejarse llevar detrás de unas piedras y
cortarse con un machetazo en el pecho?
¿Te sorprende?, dice Scamarone.
Trato de ordenar el rompecabezas de estos últimos días, desde que partí hasta Oreja
de Perro. No es fácil y, por lo demás, aún no ha terminado el viaje.
Tengo la sensación física de estar dentro de un sueño: yo, tratando de esconder
una carta rota en varios pedazos. Desesperado. Corro de un lado hacia otro; los
basureros no me convencen.
Dentro del sueño me pregunto por qué siento tanta necesidad de desaparecer esos
pedazos de papel. Estoy angustiado.
Me digo: He matado a alguien. No recuerdo cómo ni a quién, pero sé que la única
razón por la que quiero desaparecer esa evidencia es porque en el sueño soy culpable
y en mis manos está la evidencia.
Al fin me relajo. Desaparece la opresión que he tenido durante horas, días. Lo que
no se esfuma es la idea de haber asesinado a alguien en la realidad. Existen decenas
de explicaciones concretas y obvias para un sueño como ése, claro. Es un sueño
lógico.
Pienso: Jazmín, Mónica, Paulo.
Pienso en el hombre sin recuerdos, en el amnésico recibiendo clases de chino. Y
pienso también en Lili diciéndole al oído que la memoria es una espía.
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Está bien, no hay respuesta. Segunda cuestión: ¿Por qué has estado con esa cara
desde que supiste del muerto?
Reconocí su nombre.
¿El nombre del occiso quieres decir?
Me pregunté si debía confiar en Scamarone. La respuesta era obvia. No tenía otra
alternativa.
Según el amigo de Jazmín ese tipo la dejó embarazada. Aquí lo escribió. Dijo que
fue una violación. Escribió «violación» con «b» larga.
Le extiendo la carta ajada y la coge de un zarpazo. La lee con atención, como si
pudiera descifrar un código secreto en el tramado de papel, en la misma tinta.
Supongo que es la única manera de leer una carta como ésa.
Pero yo no la leí así.
Dobla el papel y me mira fijamente:
Caso resuelto. Ya sabemos quién mató al cachaco. Cherchez la femme. Típico.
Mejor te devuelvo esta misiva que en un par de días estará dentro de una bolsita
sellada, en medio de decenas de inútiles objetos embolsados en un recinto del Poder
Judicial.
Eso no puede pasar. No quiero decir nada a nadie de esto. No quiero meter a
Jazmín en esto.
¿Escuché bien? ¿Vas a perder la oportunidad de ser un periodista de investigación
serio por una vez en tu vida? O más bien la pregunta es: ¿Vas a ocultar una prueba de
ese calibre a la policía?
Yo no diré nada. Y quiero que me prometas que tú tampoco.
Scamarone soltó una carcajada.
¡El gran periodista de la tele! Siempre lo he dicho, no les enseñan nada en esas
universidades pitucas. ¿Así que no dirás nada? Está bien, sólo es un milico más, me
da lo mismo, pero tengo una curiosidad: ¿por qué esperas que yo sea tu cómplice?
Por Jazmín. Porque está embarazada. Te repito, no quiero que la involucren en
esto. Ya sabes cómo es allá. Aunque ella no tenga nada que ver, la van a fregar.
Se burla de mí: Invítame un trago, compadre. No puedo soportar la presencia del
amor sin algo fuerte en la mano.
Soy un imbécil, ¿verdad? No debí confiar en ti.
Scamarone enarcó las cejas y endureció el rostro.
Mira, ahora sí va en serio. Sé que estás demasiado sensible desde que murió tu
criatura. La vida es una mierda, era sólo un crío. Por mí no te preocupes, no diré
nada, que se jodan los milicos, o jódete tú si quieres ocultarle datos a la policía. Pero
no decidas nada con la bragueta abierta. ¿Está bien? Como sea, reconozco que estoy
sorprendido de algo.
¿De qué?
De que hayas confiado en mí. ¡Puta madre! Pensé que en todo el periodismo
nacional no había una sola persona que aún confiara en mí. Ni siquiera yo confío en
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mí mismo.
Siempre hay uno más al que puedes estafar, por lo visto. El único principio
económico que mueve al mundo. En el fondo eres un sentimental.
No uses esas frases tontas conmigo. Me quedo callado, pero no tiene nada que ver
con que me dé pena que la cholita dé a luz en una cárcel, ni porque un abusivo
muerto es algo para celebrar. No lo voy a decir a nadie simplemente porque hace un
mes que me dijeron cuánto recibiré por jubilación después de más de cincuenta años
de sacarme la mierda, y en ese momento descubrí la gran verdad de todo: si mi viejo
no hubiera sido un hijo de puta que estafó a medio mundo, no tendría ni siquiera el
cubil maloliente que me dejó para caerme muerto. Ni siquiera eso, ¿entiendes?
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¿Ha viajado Mónica a ese mundo que aparece cuando cierro los ojos, cuando
anulo lo que existe, ese espacio donde Paulo no es real, donde Mónica no es real?
Quién lo iba a decir, la explicación de la vida en el manual de un electricista:
cuando una luz se apaga, una luz se enciende en otro mundo. En China, por ejemplo.
O en Estambul. O en la habitación del costado.
Sí. Alguien empieza a vivir mientras nosotros estamos a oscuras, esperando a que
nos toque el turno de estar iluminados.
En fin, supongo que bajo la penumbra también existe una vida. Y esa vida de
tinieblas ahora mismo es mucho más rica, mucho más armoniosa y con sentido,
mucho más completa que mi vida iluminada. Sé que detrás del foco que se apaga,
detrás de los componentes químicos del lexotan que lentamente se introducen en mi
sangre, me espera mi vida de antes: Paulo, sentado en una silla, armando un
rompecabezas que ha quedado inconcluso.
Mónica.
Anotación en el cuaderno: No recuerdo quién dijo que los hombres debían hacer
todos los días, por el bien de su alma, dos cosas que les desagradasen. Sin duda era
un sabio, y yo puedo decir que he cumplido escrupulosamente ese precepto, pues
todos los días me he levantado de la cama y me he acostado.
Esa frase la tengo en mi billetera, anotada en una tarjeta de un hotel en
Guadalajara.
No recuerdo el nombre del autor ni el libro donde la encontré. No sé por qué la
anoté la primera vez. No sé por qué la transcribo ahora.
Quizá solamente porque empieza con la frase «No recuerdo».
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Los párpados apretados, la cabeza hundida en mi asiento en el avión. Scamarone, a
mi costado, intenta distraerme recordando un viaje periodístico suyo de los años
ochenta, para cubrir la guerra de Líbano.
Eso fue mucho peor que Sabra y Chatila, dice. No tienes idea.
No tengo idea, me digo. Tampoco tengo idea de por qué este hombre me está
hablando en un avión sobre Sabra y Chatila. ¿Qué tiene eso que ver conmigo, con
nada?
Todo se reduce al absurdo, todo, la vida es absurda cuando se mira desde lejos.
Por cierto, estuve presente cuando sucedió la masacre en Tel Aviv, me aclara con
orgullo. Hubo una manifestación impresionante, nunca vi nada parecido. Si no
estuviste ahí, no sabes de lo que se trata este negocio. No hay nada como ser
corresponsal de guerra. Nada.
Me dio pánico pensar lo que podría estar pasando en este momento por la cabeza de
Scamarone.
¿Compartimos un secreto? ¿Somos amigos?
Finalmente, se queda callado cuando las aeromozas sirven el snack. Mermelada,
un sándwich donde asoma una lechuga, unas galletas minúsculas en bolsa, té.
Aprieto más fuerte mis párpados.
Pienso: Me he convertido no en un hombre incompleto sino en un ser dividido en
tres mitades. Por un lado está Paulo, por el otro yo, y en el medio, como en un limbo,
Mónica. Ya que es imposible arrastrar a Paulo hacia mi lado, debo empujar a Mónica
hacia el lado de Paulo y luego cruzar yo la línea. Así, por lo menos ese universo
oscuro estará completo.
Mientras ese pensamiento toma forma en mi mente, aparece otro detrás de él que
me obliga a reconciliarme con ese tipo, yo mismo, que se aplasta en el asiento porque
teme a los aviones, que cede su snack al incontinente Scamarone; ese que
súbitamente, en medio de un avión, se está quedando sin pasado.
Buscaré a Jazmín.
Buscaré a Maru.
Tendré otro hijo.
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Un horizontal océano de labios pronunciando mi nombre, de caricias en la nuca y
acolchados úteros, se abre paso en mi mente. Una ordenada fila de lámparas que
encienden sus filamentos bajo un cielo no crepuscular sino a punto de amanecer.
Escucho una voz que anuncia las condiciones del clima en Lima, que nos advierte
que no debemos levantarnos de nuestros asientos cuando hayamos tocado tierra y que
esperemos a estar detenidos antes de abrir los compartimientos sobre nuestras
cabezas.
Empieza el descenso hacia Lima.
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El grave ascensor me deja en mi piso.
Llego al departamento, dejo las maletas en la sala, sobre la alfombra, al lado del
mueble, sin interrumpir el pasadizo.
Corro hacia el baño.
Cierro la puerta.
Afuera me esperan ansiosas las demás habitaciones de la casa: el sofá de crin
erizado, el cubil de mi dormitorio, el tétrico laberinto lineal del pasadizo, el jardín
lleno de insectos, agujeros, plantas, pesadillas.
Me bajo los pantalones.
Me miro en el espejo.
También ha quedado lejos, lejos de mí, el cuarto de Paulo y su puerta a veces
abierta, a veces cerrada, a veces ni lo uno ni lo otro. La mampara japonesa. El
comedor de piedra. La cocina con sus fauces abiertas.
Una, dos, tres horas después, o mucho menos que eso, decido abrir la puerta y
caminar hasta mi habitación.
Busco con la mano el pijama. Las sábanas están frías y el pijama no está debajo
de la almohada.
Lo encuentro doblado en la cómoda.
Me desnudo, me visto. Me recuesto sobre la cama. Luego levanto la sábana, la
frazada, y me introduzco debajo de ellas. Estoy tan cansado que no dudo que me
quedaré dormido de inmediato.
Cuento ovejas: ovejas gordas, peludas, como en los cuentos, y ovejas flacas, con
ojeras y el hocico oscuro, tiradas por niñas con los puños cerrados como en Oreja de
Perro.
Al final consigo que me dé sueño. Mientras apago la luz del velador y cierro los
ojos me sorprendo. Pensé que iba a ser más difícil.
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que lo buscasen. Quizá eso es lo que hago ahora, buscarlo, esperando oír su risa
ahogada en cualquier momento para que todo vuelva a ser como antes.
¿No entiendes lo que está pasando, Mónica?
Me he pasado días tratando de escribirte una carta, pero lo único que consigo es
correr a este cuaderno y escribir frases, como la mujer de aquel cuento que hacía un
agujero en la tierra para gritar sin que nadie la escuchara.
Pero estas frases son inútiles, absurdas: Paulo no aparecerá riendo debajo de
ninguna sábana, nunca más. Tú no aparecerás riendo.
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sesos de los muertos. No era foto ni para primera plana, no era nada, estábamos
acostumbrados a eso. Eso es lo que me daba miedo.
Necesito que averigües algo sobre Jazmín. Ayúdame en eso.
Va a ser difícil, sobrino, ni siquiera sabemos el apellido de la chica. Una aguja en
un pajar, como quien dice.
Voy a viajar, voy a buscarla.
Scamarone lanza una carcajada:
¿Viajar adónde? ¿Buscarla para qué? Olvídate de una vez de la cholita, hombre.
¿O es que quieres ser el padre de la criatura? ¿Estás loco o qué? Más bien mira tu
correo que te he mandado tu foto con la pituca. Ésa es la chica que te conviene,
muchacho. Arregla tu vida de una vez. Escribe artículos, sácate la mugre en tu
chamba de una vez que para eso te pagan. Imprima, no deprima. ¿Estabas
durmiendo?
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Al fin, enciendo una luz y me dirijo a la cocina.
Busco algo de comer, pero nada me apetece. La refrigeradora mantiene el orden
de Mónica. ¿Cuánto más podría durar así?
Cierro la puerta.
Busco una sopa, encuentro un pote de Maruchan. Cuando vivía solo, antes de
Mónica, era comida de todas las cenas. Ahora, tengo que verificar si no está vencida.
¿Es esto lo que me toca? ¿Maruchan todas las noches?
Lo pongo a calentar.
Pienso en Mónica. En un rapto, busco el número de teléfono de su familia en San
Jerónimo y lo marco. Dejo que suene dos veces antes de colgar. ¿Y si se hubieran
puesto al teléfono? ¿Y si se hubiera puesto ella?
La sopa está lista. Le agrego champiñones en lata, también como siempre. La
tomo con una cuchara de pie, junto al refrigerador que zumba.
¿Qué voy a hacer en esa casa llena de fantasmas?
Sé que no lo voy a soportar. Veo la hora y son las nueve de la noche. No tengo sueño,
pero quiero dormir. Me ha tomado una hora, y un poco más, escribir la crónica sobre
Oreja de Perro. Todo está ahí: Toledo, los helicópteros, los perros, las mujeres, las
moscas, los cerros, el silencio.
Lo mando por email.
Mi bandeja está llena pero nada importante.
Mónica no ha escrito. Con la carta ha tenido suficiente.
Apago la computadora. Me doy un duchazo. Tomo un lexotan. Me tiendo sobre la
cama sin quitarme la ropa y mientras espero que haga efecto el calmante, diez
minutos, quince a lo mucho, empiezo a alejarme de Oreja de Perro y sus escenas
fragmentadas.
Pronto nada de eso significará nada. Y la memoria, esa espía, será reemplazada
por una ficción en la que todo tendrá sentido.
Aunque nada lo tiene.
Despierto.
Son las cuatro de la tarde. He dormido demasiado. Felizmente, no tengo que ir a
la revista hasta la semana próxima.
Estoy a punto de prepararme algo de comer pero al final decido que mejor voy a
comer algo en otro lado. Me visto, busco dinero, cierro ventanas y cortinas.
Paso por el cuarto de Paulo. Entro.
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No sé en qué momento se llevaron sus cosas. Todas sus cosas. Sus juguetes, su
ropa, sus disfraces, sus libros. No están. Ahora el cuarto está casi vacío, con una
cama enorme para un improbable huésped.
¿Qué huésped dormiría en ese cuarto?
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Para mí he comprado un libro sobre Diderot y la fantástica empresa que significó
completar su Enciclopedia.
Entro a un café, pido un expreso y me pongo a hojear el libro. Leo una anécdota
que me impresiona profundamente: en medio de la recolección de datos para su
Enciclopedia entrevistó a un ciego de nacimiento que solía utilizar sus brazos para
ver el mundo.
Diderot le pregunta: ¿Qué haría si Dios le permitiera ya no ser ciego, que le
cumpliera el milagro de poder ver por primera vez?
El ciego contesta:
Si pudiera pedir un milagro, pediría brazos más largos.
Regreso a mi casa antes de las ocho de la noche. No importa la hora, sé que Mónica
no va a venir.
Es difícil llegar hasta el edificio porque afuera ya empezaron a filmar y han
cortado un par de calles.
Arreglo un poco la casa, sacudo los muebles, veo si hay algo de tomar en la
refrigeradora. Pongo un disco y lo saco.
Tanto arreglo en la casa, como si fuera una primera cita, es ridículo, pienso.
Han pasado más de quince minutos. No va a venir. Aún puede llegar. Hay mucho
caos abajo, quizá eso la ha detenido.
Abro una lata de Coca-Cola, enciendo el televisor y me recuesto sobre el sofá.
Luego apago el televisor, incapaz de soportar el ruido.
Voy hasta la ventana y me quedo mirando cómo graban una escena. Es una pareja
que parece discutir en la calle. Están repasando con el director la escena, mientras los
maquillan.
Luego encienden las luces y filman. La pareja camina de la mano, pero discute.
Desde aquí parecen mimos. Incluso sus rostros parecen pálidos con el maquillaje.
Leo todos sus gestos exagerados y entiendo lo que dicen perfectamente.
Él gesticula más y ella retrocede.
Se han soltado la mano.
Sin darme cuenta he abierto la ventana y he sacado casi todo el cuerpo por ella.
De pronto, el director para la escena. Nadie se mueve. Me quedo mirando qué ha
ocurrido durante unos minutos, sin darme cuenta de que ahora todos me miran a mí.
El director me dice algo que no logro escuchar. Los técnicos me miran
expectantes. Algunos curiosos me señalan y ríen.
Los actores también ríen y se distienden.
Me doy cuenta de que, al sacar el cuerpo por mi ventana, he interrumpido la
continuidad de la escena.
Me hundo en mi casa. Me quedo detrás de una cortina viendo cómo termina la
escena. Esperando ver a Mónica abriéndose paso entre los curiosos, los técnicos, los
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actores, las luces, el edificio mismo, y ascendiendo hasta nuestro departamento como
si volara.
Yo la espero detrás de la cortina, desde donde nadie me ve y no molesto ni
interrumpo la continuidad de nadie.
La espero convertido en el hombre invisible.
Espero.
Pienso en Maru. Pienso en Jazmín.
¿Realmente quiero salvar a Jazmín?
No, no quiero hacerlo. Ni siquiera la conozco, no sé quién es, no soy responsable
de ella.
¿Y Maru?
Será lo mismo y lo sé.
Cambian los cuerpos sobre la cama, cambian ligeramente las palabras de deseo o
amor que se dicen sobre la cama.
Pero ciertamente no cambia nada.
¿Y Mónica?
Mónica no vendrá, ahora lo he comprendido.
Mónica no vendrá del mismo modo como yo jamás escribiré una carta de
respuesta a su carta.
Lo que teníamos que decirnos ya ha sido dicho. Hemos hablado en el lenguaje de
los espectros. Nos hemos convertido en espectros.
Mónica, Paulo, yo, ahora equidistantes, ausentes uno del otro, proyectándonos
sobre nuestras historias individuales pero incapaces de estar juntos nuevamente como
una familia.
Mónica no vendrá así como Paulo no vendrá más.
Y ahora ésa es toda, absolutamente toda la realidad en la que debo aprender a
vivir.
Miro por la ventana por última vez para ver si la actuación ha terminado abajo. Noto
que, en efecto, los actores se han ido y los técnicos recogen las cosas.
Los curiosos también se han ido y ahora no quedan, alrededor, sino dos o tres
grupos pequeños.
La calle lateral ya no está obstruida.
Abandono la ventana, me doy una vuelta por la sala intentando acostumbrarme a
ese nuevo silencio y al fin me recuesto sobre el sofá.
De pronto, siento ganas de estirarme como si despertara de un sueño. Por primera
vez en mucho tiempo me desperezo, estiro los brazos y suelto un quejido de placer.
Me estiro un buen rato y pienso en el pedido del ciego de Diderot: brazos más
largos.
Levanto la cara para vez mis brazos y sonrío.
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Decido no volver a la cama esta noche.
Llevaré una colcha, cogeré un libro y dormiré en la sala.
Como cuando Paulo era pequeño y se despertaba en la madrugada. Lo cargaba y
le daba vueltas esperando a que se durmiera. Y muchas veces el amanecer nos cogió a
los dos tirados en el sofá.
Nos gustaba mirar el amanecer.
Sí, iré por una manta, haré un poco de café, leeré un libro y me quedaré dormido
en el sofá, con las cortinas abiertas.
Y mañana despertaré con las primeras luces.
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AGRADECIMIENTOS
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IVÁN THAYS (Lima, 1968) ha escrito el libro de cuentos Las fotografías de Frances
Farmer y las novelas Escena de caza, El viaje interior y La disciplina de la vanidad.
Ganó el Premio Príncipe Claus 2000 por su contribución cultural. Ha dirigido durante
siete años el polémico programa literario de televisión Vano Oficio y actualmente
dirige el blog de actualidad literaria Moleskine Literario. En 2007 fue elegido como
uno de los 39 mejores escritores latinoamericanos jóvenes en Bogotá 39. Sobre él han
dicho: «Iván Thays es uno de los más interesantes escritores que han aparecido en
América Latina en años recientes. Es cuentista, novelista, profesor universitario y
conductor de un programa de televisión sobre libros; ha dedicado su vida a la
literatura, una vocación que en su caso es una pasión y una misión» (Mario Vargas
Llosa); «La literatura peruana joven está en manos de autores como Iván Thays»
(Alfredo Bryce Echenique); «Existe en el Perú una generación de escritores
novísimos que pretenden apartarse de la forma usual de escribir novelas realistas.
Iván Thays y Mario Bellatin han sido los maestros de estos escritores jóvenes»
(Alonso Cueto).
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