Libro Nuestra Laicidad Publica Emile Poulat

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Nuestra laicidad

pública
émile poulat

SOCIOLOGÍA
Prefacio

Si Kant regresara entre nosotros, escribiría inmediatamente una Crítica


de la laicidad pura en oposición a una laicidad práctica. La primera exis-
te en el cielo de las ideas, la segunda tiene los pies en la tierra y camina a
paso humano. Una, se estructura de convicciones y se sitúa en el orden
del noúmeno (noumene); la otra teje relaciones y tiene que ver con el fenó-
meno. Esta laicidad pura adopta con gusto la mayúscula —estilo Estatua
de la Libertad en la entrada del puerto de Nueva York, ese regalo monu-
mental de los franceses a los estadounidenses—. Sin embargo, si los dos
pueblos la invocan igualmente, la libertad como la entienden en Estados
Unidos casi no se parece a la libertad como la entendemos en Francia.
Las palabras y las cosas —adœquatio rei et verbi— es un problema que
arrastramos desde el nominalismo.
Lo que hemos venido a llamar globalmente «la laicidad» es una no-
ción compleja que remite a una realidad proliferante. Decir «la laicidad»,
como se oye con frecuencia, es hacer la abstracción y la simplificación; es
hablar entre iniciados que se ponen de acuerdo sobre cierto número de
opciones (decisiones) fundamentales o entre adversarios que se comba-
ten sobre esas opciones.
Seamos claros: la laicidad, la libertad, la modernidad, la cristiandad,
la humanidad —podríamos continuar— ¿qué significa esta serie de enti-
dades que desplegamos como antes la procesión gnóstica de los eones?*
La cuestión no es lo que cada quien tiene en su cabeza y pone en esos
términos abstractos, sino sobre todo lo que circula y cristaliza social-
mente gracias a ellos, con frecuencia empujándose y peleándose. Según

* Entre los gnósticos, Potencia eterna del Ser supremo, y a través de la cual ejerce su
acción sobre el mundo. [N. del T.]

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prefacio

la manera como se las trate, son palabras solemnes, que dispensan de


pensar o, al contrario, palabras cargadas de sentido y de experiencia.
Tenemos hoy un ejemplo elocuente con la palabra liberalismo.
La laicidad es una gran idea. Su institución ha sido una enorme
aventura intelectual y política, que se cuenta con gusto en modo heroico,
a través de grandes hombres y sus episodios memorables. Hemos descui-
dado su historia literaria, un discurso plural que se ha construido labo-
riosamente, produciendo textos que señalan debates interminables y los
marcan con la autoridad del derecho. Todavía nos falta para esta empresa
lo que varias generaciones de exégetas —y, el último, Étienne Trocmé
(1997)— han hecho por la infancia del cristianismo.
Para retomar una expresión alemana del siglo xix, la laicidad ha
sido en primer lugar un Kulturkampf, un combate por una cierta idea de
la civilización y la ambición puesta a su servicio. Antes de ser una pala-
bra, la laicidad fue un espíritu y a éste hubo que difundirlo para, en vista
de una libertad necesitada de instituirse, romper la fuerza opositora: un
arma de triple gatillo. El espíritu era el de la Ilustración y la fuerza, la de la
Iglesia (católica y romana, por supuesto). La libertad era el primero de los
tres términos del lema republicano, directamente inspirado por la Decla-
ración de los Derechos del Hombre y del Ciudadano, a los cuales la oposi-
ción católica les enfrentará durante largo tiempo los derechos de Dios.
La historia ha caminado y el tiempo ha hecho su obra. El Bicen-
tenario de la Revolución Francesa y sus fiestas están ya lejos detrás de
nosotros. Vivimos en un régimen de derecho y de libertades que constitu-
ye «nuestra laicidad pública», con sus garantías aseguradas a todos: una
realidad autónoma, que ha tomado vuelo independientemente de la idea
laica, sin la cual ella no sería, y de la religión católica, que ha hecho todo
para que no existiese. Una y otra deben acostumbrarse: ella no está hecha
conforme al modelo con el cual cada quien podía soñar. No es tampoco
un acuerdo entre sus exigencias antagónicas, o un pacto entre adversarios
resignados, sino una creación sui generis, el fruto de una historia, de la
cual la tenemos una analogía en la presente construcción europea.
Para acercarla al espíritu del que se reclama, cada quien puede desear
reformarla o retocarla. Aun así, son necesarias tres condiciones: conocer
con exactitud y precisión lo que se quiere modificar; determinar clara-
mente vías y medios que permitirán alcanzar la meta: evaluar lúcidamente
el precio de ese supuesto beneficio que se ha aceptado pagar. Lo hemos
visto en última instancia con el debate parlamentario sobre la revisión
del artículo 69 de la ley Falloux y con el informe de la comisión parla-
mentaria sobre las sectas.

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prefacio

Eso que nosotros llamamos, para abreviar, la laicidad, ha venido a


identificarse en el imaginario francés con la ley del 9 de diciembre de
1905 «sobre la separación de las Iglesias y del Estado». De manera equi-
vocada. Las iglesias y sus actividades están hoy regidas por un conjunto
heterogéneo de textos, algunos de los cuales, fundamentales, se remon-
tan al siglo xix e incluso a la Revolución. Éstos están integrados al régi-
men surgido de la ley de 1905, él mismo retocado, precisado, adaptado a
lo largo del tiempo, de acuerdo a las necesidades, hasta parecer muy ale-
jado de la idea que cada quien puede hacerse al respecto.
Nuestra laicidad pública aparece así como el resultado de una sabi-
duría política y de un sutil equilibrio que no obliga a nadie a sacrificar
sus principios, pero que propone a todos un nuevo arte de vivir juntos.
Ésta ha conocido un punto de inflexión histórico cuando comenzó a
transformarse de arma de guerra en instrumento de paz para el crisol
misterioso de la vida en sociedad.
Es inútil por lo tanto saber con realismo de dónde venimos o dón-
de estamos, teniendo cuidado de no confundir realismo con inmovilis-
mo. Todo cambia y muy rápido en nosotros, entre nosotros, alrededor
de nosotros. El peligro aquí es el de hacer del cambio una palabra má-
gica y un concepto difuso. El debate no es de ahora: oponía ya a Herá-
clito y Parménides, antes de Aristóteles, gran inspirador del pensa-
miento escolástico. No es necesario entrar en abstrusas especulaciones
o estimaciones aventuradas. Podemos partir de las expresiones de
Roger Errera, consejero de Estado, experto incontestable en este te-
rreno: «Estamos colocados, con un derecho sin cambiar, ante una nueva
problemática, nacida de nuevas actitudes sociales y de cuestiones
inéditas».1
La laicidad, como suele decirse, no se reduce a su tratamiento jurí-
dico por los tribunales y la administración, pero ella no existe y no se
impone públicamente más que por su elaboración jurídica. Esta dimen-
sión jurídica no se reduce a un corpus de textos codificados o codifica-
bles y al arte de aplicarlos a las situaciones más diversas. Llama a una
reflexión abierta, contradictoria, sobre su naturaleza, su alcance, su
significación: ¿qué es vivir según sus convicciones «laicas», «religio-
sas» en un régimen de sociedad que se impone a todos independiente-
mente de lo que cada quien cree o no cree, consagrando el respeto público
al mismo tiempo que se le debe a esta libertad fundamental y a sus
manifestaciones?

1
Études, mayo de 1997, p. 695.

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prefacio

El debate sobre «la filosofía católica» existe desde Lamennais.2 Se


transformó en el periodo de entreguerras en querella sobre la filosofía
cristiana con hombres como Blondel, Maritain, Gilson, Sertillanges y, del
lado laico, Bréhier o Brunschvicg. ¿Qué podía ser una «filosofía cristia-
na» (los autores católicos divergían sobre esta noción) y, si existía, qué
podía significar frente a ella una «filosofía laica»? ¿No era la filosofía laica
por naturaleza, al menos desde Descartes? Proponemos aquí otra cosa:
una reflexión secundaria, tomando como objeto la laicidad tal como se
expresa en sus intenciones y sus realizaciones, a través de las discusiones
y las evoluciones acarreadas por su construcción social.
Si existen una o más filosofías institutoras de la laicidad, hay lugar
para una reflexión de tipo filosófico sobre la revolución y las obras reali-
zadas en su nombre, en el seno de un movimiento histórico que las des-
borda y de las cuales nadie sabe controlar su curso. La laicidad ha enten-
dido ahorrarse la Providencia tan querida de Bossuet: no es para tomar
su lugar. Reflexionar sobre nosotros mismos en la situación que se ha
convertido la nuestra se ha vuelto tanto cuanto más necesario y urgente.
A la manera en que Bergson lo decía de la moral y la religión, debe-
mos reencontrar las dos fuentes de la laicidad. Antes de la Ilustración,
que se identificaba al despegue de la razón y las libertades —y en primer
lugar a la libertad de conciencia— hubo, en el siglo xvi, los Políticos, que
obraron por una paz de religión entre católicos y protestantes.3 Se sitúan
así en la fundación del Estado moderno: la unidad política aprende a
prescindir de la unidad religiosa a nombre de la concordia civil. La laici-
dad no es simplemente un espíritu de emancipación por la filosofía, sino
también una política de pacificación por el derecho.
¿Es necesario agregarles una tercera fuente? Desde el Concilio Vati-
cano II en particular no faltan autores católicos para recordar todo lo
que la Ilustración y los derechos del hombre, la conciencia y la libertad
deben a la tradición cristiana. Recusan así la doctrina contraria que ha
hecho autoridad durante mucho tiempo en la Iglesia católica. Es el signo
de una nueva mentalidad, pero esta adhesión no puede ni borrar el pasado
ni esconder sus límites, ni mucho menos eludir la cuestión: ¿cómo expli-
car que este progreso se haya hecho sin ella y contra ella, enfrentándose a

2
Félicité de La Mennais, Essai d’un système de philosophie catholique. Ouvrage inédit,
recueille et publié d’après les manuscrits (1830-1831) avec une introduction, des notes et un
appendice par Christian Maréchal, París, 1906, xxxix-429 pp.
3
Olivier Christin, La Paix de Religion. L’autonomisation de la raison politique au XVIe
siècle, Seuil, París, 1997, 332 pp.

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prefacio

sus propios orígenes religiosos, al punto de engendrar un conflicto que


todavía no está superado?
Algunos se inquietan de la «revancha de Dios» o de «la ofensiva del
neolaicismo», no sin razones verdaderas. Por mi parte, soy más sensible
a la formación de un nuevo espíritu laico y de un nuevo espíritu religio-
so, los cuales tienen ciertamente una relación. Es hacia esta gestación
—del monopolio católico a las libertades modernas— y a sus obstáculos,
que se dirige toda mi atención.
A uno y otro espíritu nuevo les descubrimos rápidamente un lugar
común, extrañamente misterioso: lo que nosotros llamamos desde Rous-
seau la conciencia. En los albores del tercer milenio, los políticos tienen
que hacer vivir en paz no solamente a dos o tres religiones, sino a miría-
das de conciencias cuyo vínculo con la religión ya no es lo que era.
Un balance de la situación francesa puede caber en cuatro proposi-
ciones solidarias:

1. Es a los católicos a quienes la institución de la laicidad les ha cos-


tado más: negativamente, en razón de las pérdidas —materiales, finan-
cieras, morales— que han sufrido, pero sobre todo, positivamente, en
razón del esfuerzo de aculturación que han debido proveer después de
haber renunciado a la oposición en la cual se habían encerrado.
2. Por el contrario, al menos hasta el presente y sin prejuzgar sobre
el futuro, la gestión de esta laicidad les ha sido durable y continuamente
favorable por pequeños golpes en un punto sensible. En efecto, Francia
se proclamó constitucionalmente laica en 1946, sobre la base de las dos
leyes de 1901 y 1905, que jamás han sido abrogadas, pero que han sido
rectificadas o corregidas en 1942 en beneficio de los cultos y las congrega-
ciones. Ellas eran fundadoras de un nuevo régimen y así permanecen, pero
hay un gran trecho entre el texto auténtico y el modus vivendi que surgió
y que no ha sido nunca puesto en duda, ni siquiera en la Liberación,
mientras que la legislación escolar no ha cesado de levantar pasiones.
3. A pesar de todo, nada ha podido detener el movimiento —secula-
rizador, emancipador, modernizador— de nuestra sociedad, su despren-
dimiento y su alejamiento de la fe y de la cultura cristiana, sin que sea
muy avanzado el análisis de relaciones de ese movimiento social con
nuestra laicidad establecida. Hay allí una fuente de reflexión inagotable.
4. No es suficiente encantarse ante este gigantesco esfuerzo de eman-
cipación, de invitar a los cristianos a «dar vuelta a la página» ante lo ine-
vitable o, al revés, de profetizar el Apocalipsis que nos prepara tanta in-
conciencia. Es necesario en primer lugar mirar lo que sucede, comprender

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prefacio

lo que llega y, para esto, arar el terreno, la mente siempre alerta, y deco-
dificar lo que se observa.

El general De Gaulle escribía al cardenal Grente, obispo de Mans y


miembro de la Academia Francesa, el 17 de septiembre de 1958: «A me-
nos que el Estado sea eclesiástico, no veo —no más que Su Eminencia,
estoy seguro— que pueda ser otra cosa más que laico… Toda la cuestión
está en saber cómo y con qué espíritu». Él desarmaba así la bomba, sal-
tándose el obstáculo de lo que habría de ser el artículo 2 de la ley consti-
tucional del 4 de octubre de 1958: «Francia es una República laica…».
Pero si era en efecto su manera de pensar, no era todo su pensamiento, el
cual abrigaba una segunda convicción: «La República es laica, Francia es
cristiana». ¿Era un eco de Jules Ferry, que se sabía el elegido republicano
de un departamento católico?
Es esta contradicción vivida —un país dividido— lo que está en el
corazón del presente libro, con sus niveles frecuentemente confundidos:
el Estado, la República, Francia… No nos preguntaremos si los franceses
son laicos o cómo deberían serlo: veremos cómo ellos construyeron esta
laicidad proclamada y cómo se las arreglan con ella. Le seguiremos la
traza en las cabezas, en los textos y en los hechos, pero —hay que agre-
gar— teniendo en mente una idea principal: nuestra laicidad no se reduce
a la larga querella entre el Estado y la Iglesia. Su espectro se extiende de
la República a toda instancia —religiosa, pero también administrativa,
profesional, escolar, familiar, militar, etc.—, a toda persona que tenga auto-
ridad y poder sobre otra, mayor o menor.4 Ella es inseparable de lo que
desde Rousseau llamamos la conciencia, y que es algo más y una cosa
distinta que la razón de la Ilustración: éstas difieren como lo propio y lo
común. Cada conciencia es única en la innumerable constelación de
conciencias. La libertad de conciencias se funda así en una magistratura
de la conciencia, oponible a la autoridad de las potencias visibles e invisi-
bles que nos gobiernan.
Continuamos diciendo Estado, como decimos Iglesia, por la fuerza
invisible de la costumbre, mientras que, sin olvidar el Estado, hay que
pensar primero en Libertades. La laicidad de la República, es mucho más
y algo más nuevo que la laicidad del Estado. El Estado de derecho, como

4
Ejemplos: René Séjourné, L’Option religieuse des mineurs et l’autorité parentale,
Beauchesne, París, 1972, xxxvi-340 pp. (Bibliografía); Pierre Langeron, Liberté de conscience
des agents publics et laïcité, Économica, París, 1986, 292 pp.; Georges Dole, La Liberté d’opinion
et de conscience en droit comparé du travail, lgdj, París, 1987, 256 pp.

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prefacio

se dice por todos lados, es el derecho de las libertades de las cuales es el


regulador sin ser la fuente. Expreso aquí mi convicción profunda, ancla-
da en una larga reflexión de toda una vida. La laicidad no es «todo al
César, nada al Dios»,5 ni siquiera «todo al hombre, nada a Dios», sino
todo a la conciencia y a la libertad de los hombres llamados a vivir juntos
a pesar de cuanto los separa, los opone o los divide. El enigma de nuestra
laicidad pública es precisamente el secreto de esas conciencias innume-
rables que se benefician de ella y la construyen.
Fruto de un combate que fue duro, nuestra laicidad se define como
el paso de ese combate a un estado relativamente estabilizado, el régimen
y el derecho de nuestras libertades. Este derecho se aprende sin muchas
dificultades. Es más difícil y más largo aprender a vivir, a pensar, a hablar
en un régimen de libertades reconocidas a todos y para todos, cuya ar-
monía no está preestablecida. Podemos ver, en lenguaje universitario, un
«cambio de paradigma»: es en primer lugar una revolución mental de la
cual no escapan ni «la opción de Dios» o «el partido de Dios»,6 ni siquie-
ra el humanismo laico que les es antinómico. Pero eso sería materia de
otro libro.
El Parlamento hace las leyes e hizo la Separación. Viene después lo
que la sociedad hace de las leyes. ¿Qué hemos hecho, qué hacemos de las
«leyes laicas» y de la Separación? Pero no es todo. Montaigne quería
«pensar de manera laica, no clerical, pero siempre muy religiosa». Pode-
mos pensar laicamente —todos, más o menos, y cada vez más— sin pen-
sar en la laicidad, y aún menos pensar la laicidad. Al lado de nuestra lai-
cidad pública, nuestra sociedad produce esta laicidad común que se
volvió nuestra ley no escrita y donde se decide la relación de lo religioso
con lo secular. La formación de lo segundo —nuestro Zeitgeist— merece
tanta atención como la institución de lo primero. Era el sentido, en 1962,
de mi tesis sobre la crisis modernista en el centro del catolicismo, en el
campo especial pero decisivo de las «ciencias religiosas».
El presente trabajo tiene sus límites: no ofrece ni un tratado ni una suma
o una enciclopedia. Es un libro de investigación, de cultura (de una doble
cultura, religiosa y laica), de reflexión y también (¿por qué no?) de histo-
rias. Hay ausencias, pero también repeticiones. Es a veces inevitable pa-
sar de nuevo por el mismo lugar, regresar a una pregunta: he preferido la

5
Réform, 20 de diciembre de 2000 (a propósito de la disputa alrededor del preámbulo
de la Carta de los Derechos fundamentales de la Unión Europea).
6
Jean Marie Lustiger, Le Choix de Dieu, París, Éd. De Fallois, 1987, 474 pp.; André Frossard,
Le Parti de Dieu, Fayard, París, 1992, 118 pp.

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prefacio

repetición a la eliminación, como se clava un clavo, como nos orienta-


mos en un bosque donde los caminos se juntan.
¿Es necesario decirlo? En su campo de visión, este trabajo no tiene
más que un adversario, de donde sea que provenga: el aproximado (el
casi) —del lenguaje, de la escritura, del pensamiento, de la información y
hasta de las referencias— que Paul Valéry juzgaba «característico de
nuestra época». El tema es inmenso y nadie puede pretender agotarlo.
Numerosos expedientes quedan sin explotar y las preguntas sin respon-
der. La literatura aumenta sin progresar mucho: agota los fondos comunes
accesibles a todos.7 La razón es quizás una reducción demasiado habitual
de la historia a una narración lineal, del derecho a su glosa jurídica, de la
sociología a una doxología, ciencia de las opiniones. Una sociedad pro-
ducto de la opinión —se hablaba antes de «espíritu público»—, pero es
una cosa distinta a un agregado o un condensado de opiniones religiosas
o laicas, sin las cuales sin embargo ella no sería más que el mundo del
silencio. Nunca escuchamos de manera suficiente todo lo que se dice.
Pero se requiere más para entender lo que sobresale de las profundidades
de esta sociedad. Por lo demás, cada lector ejercerá su libre juicio con
conciencia informada y despierta.
Nuestra laicidad tiene una historia y dos memorias, según se esté de
un lado o de otro. No he buscado ni contar esta historia ni reconciliar esas
memorias.8 Hice del todo el objeto de este trabajo, yendo a los temas que
no han cesado de mantener esta fractura. Debe ser leído como fue escrito,

7
Que me perdonen demasiados autores que no citaré. La bibliografía de Maurice
Barbier les hará justicia (La Laïcité, L’Harmattan, París, 1995, pp. 251-292).
8
Nos hace falta una buena historia del pensamiento laico sobre el cual Georges Weill
había abierto la vía (Histoire de l’idée laïque en France au XIXe siècle, Alcan, París, 1925). De
los cimientos nacionales de la laicidad (1948) hasta nuestros días, hay un hoyo negro. En su
defecto, se apreciarán las antologías de Lucien Sève, L’ École et la laïcité, Chambéry, Edsco
Documents, núm. 60, 1956, 62 pp. (comprimidas, el papel era escaso), en Pierre Pierrard,
Anthologie de l’humanisme laïque, París, Albin Michel, 2000, 296 pp., pasando por Guy
Gauthier y Claude Nicolet, La Laïcité en mémoire, Edilig, París, 1987, 294 pp., sin olvidar a
Jean Cotereau, Idéal laïque, concorde du monde et laïcité, sagesse des peuples, París, Fischba-
cher, 1963, 208-xl pp., y 1965, 468 pp. Se añadirá, patrocinado por la Ligue de l’enseignement
et de l’éducation permanente, Roger Lesgards (ed.), Vers un Humanisme du IIIe millénaire.
Réflexions pour un humanisme laïque renouvelé, Le Cherche-Midi, París, 2000, 210 pp.
(Valores por confirmar, preguntas por afrontar: doce autores). ¿Hoy ya sólo es «la Francia
plantada en una laicidad patrimonial», opuesta a una «laicidad moderna»? (Le monde
de l’éducation, septiembre de 2002, p. 76). Se espera que los colaboradores de Françoise
Subileau, recientemente fallecida, puedan conducir a buen fin su investigación «la evolu-
ción de la idea laica en Francia», su relación con la idea republicana y las divisiones que
ésta genera en las familias políticas.

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prefacio

con una atención particular al lenguaje: todos hablan la lengua común


pero cada quien a través de su dialecto propio y a veces su caló. Oír lo que
se dice, es ser sensible a esas distancias. La laicidad puede ser vivida como
una «pasión intelectual», según dice Elisabeth Badinter: es tratada aquí
como un lugar público, ordenado y frecuentado, propicio a las confronta-
ciones y revisiones que necesita el movimiento de nuestra sociedad.
¿Cómo pasará, en tres años, el primer centenario de la ley de 1905? El
de la ley de 1901 sobre las asociaciones no pudo ser celebrado unánime-
mente, más que gracias a un silencio total sobre su capítulo III —las con-
gregaciones— que en su época le valió a esta «ley republicana» el nombre
de «ley liberticida». No hay que expurgar la historia de lo que enoja, ni
cultivar lo que enoja al servicio de las memorias enemigas. Pero hay que
creer en las virtudes de una seria anamnesia para escapar a las fallas de
la cultura y a lo imaginario que la invade a medida que pasa el tiempo.
A las referencias clásicas, añadiremos las Memorias de guerra del
general de Gaulle: «Hacia el oriente complicado, volaba con ideas sim-
ples. Sabía que en medio de factores entrelazados, se jugaba una partida
esencial…». Laicidad, nuestro oriente, pero también nuestro Oriente.

É. P.
París, 9 de diciembre de 2002

31
Perspectiva
El sentido de una búsqueda
y el espíritu de una reflexión

«Francia no es solamente la hija mayor de la Iglesia», escribía Péguy en


L’Argent. Pero nuestra laicidad francesa no es sólo lo opuesto de esta tra-
dición católica y más generalmente cristiana, o incluso religiosa. La lai-
cidad es un vasto lugar de trabajo, una nueva ciudad surgida en medio
del paisaje tradicional para responder a las necesidades de una sociedad
en plena mutación. Auguste Isaac, católico liberal lionés contemporáneo
de Péguy, que fue parlamentario y ministro en 1920 en el gabinete de
Alexandre Millerand, veía en la laicidad «el nombre moderno de la li-
bertad de conciencia». Ella es este nuevo futuro abierto a todos, en las
antípodas del pensamiento único y, como consecuencia, el régimen civil
de religión que se ha establecido sobre las ruinas del «Antiguo Régi-
men». Se inscribe en esta gran transformación que lleva nuestro mundo
y su economía (Kart Polanyi), a veces en contra de toda razón, sin poder
escapar a sus sacudidas.
Hoy hablamos mucho de «nueva laicidad», olvidando demasiado
que no ha cesado de renovarse por motivos en ocasiones contradictorios.
Se habla también de «laicidad abierta», pero ¿qué sería una laicidad en-
cerrada en sí misma sino la negación o la falsificación de lo que pretende
ser: principio de organización pública de una coexistencia aceptable y
aceptada por todos?
Los debates sobre la laicidad son por lo general asunto de perspecti-
va. Vista desde la derecha o desde la izquierda, por los laicos, los católi-
cos, los protestantes y hoy los musulmanes (enumeración no exhaustiva),
la laicidad es escogida por cada uno y enfrentada a los demás. Nos sabía-
mos diferentes, nos separamos diferentes, cada quien afirmado en su
idea y su identidad.
Históricamente, es cierto que fue conflictiva y permaneció conten-

33
perspectiva

ciosa. Conflicto derivado del motivo esencial que suponía, que supone,
por parte de la institución católica, de su jerarquía y de sus fieles —pri-
meros afectados—, la renuncia a derechos históricos cuya reivindicación
les pareció durante mucho tiempo un deber religioso. Modificar el esta-
tus público de la religión es una reforma jurídica indivisible de una revo-
lución cultural. Ésta no puede cumplirse ni en un día ni sin dolor. Su
«victoria» reposa sobre un recorrido histórico que sus pioneros y sus
promotores no podían imaginar. Integra los aportes y las lecciones de
una experiencia colectiva de la duración que sólo puede dar cuerpo a
grandes principios.
Y sin embargo, cuidado: quizá ese litigio sea más resistente, más
fundamental que ese conflicto, a pesar de lo contingente, al menos si nos
atenemos al Concilio Vaticano II y a su constitución Gaudium et spes:
«El orden social debe tener como base la verdad…» (núm. 26). La ver-
dad, este oscuro objeto de nuestros disentimientos. Es una referencia de
peso en el sistema católico, pero ¿en qué se convierte siendo parte de un
régimen democrático, sometida a la doble ley implacable del pluralismo
y del positivismo?
Durante la entreguerra, Léon Brunschvicg había animado en el centro
de la sociedad filosófica francesa una larga discusión sobre la querella del
ateísmo,1 en la que se preguntaba sobre «el progreso de la conciencia en
la filosofía occidental» y «el drama de la conciencia religiosa desde hace
tres siglos». La laicidad es igualmente una querella, es decir un drama, en
la medida que su ideal y su programa encuentran y luego suscitan resis-
tencias previsibles de trayectoria imprevisible.
Este curso se dividió: de un lado, una negativa absoluta, casi deses-
perada, que se concentra alrededor de los tradicionalistas, a nombre de
la integridad y de la integralidad de la fe católica; del otro, un «reagrupa-
miento» por etapas, aculturación progresiva del catolicismo a ese nuevo
estado de la sociedad, que no implica necesariamente adhesión a todos
los valores en circulación. La laicidad va más lejos pero no demanda
más. No es un credo del cual haya que aceptar todos los artículos bajo
pena de herejía y anatema. No exige de todos una adhesión incondicio-
nal; da lugar a la libertad de juicio y al hombre de razón, sin imponer
ninguna definición de la razón ni de la libertad, que permanecen como
materia de examen y de debate.

1
Société française de philosophie, sesión del 24 de marzo de 1928, vuelto a publicar
como anexo en Léon Brunschvicg, De la vraie et de la fausse conversion, PUF, París, 1951,
pp. 208-264.

34
una búsqueda y una reflexión

En fin, la laicidad es también, en el punto en que estamos, una inte-


rrogante común, el conjunto de grandes preguntas de la sociedad que se
presentan a todos y cuya solución requiere una reflexión sin exclusiva.
En tal sentido, se identifica a una democracia de pleno ejercicio, que no
se reduce ni a una representación del pueblo por sus elegidos ni a un
agrupamiento del pueblo alrededor de un hombre.
Durante mucho tiempo, la idea de un cercano fin del mundo tuvo,
bajo el signo del Apocalipsis, un gran lugar en las imaginaciones cristia-
nas. Ya avanzado el siglo xix se pensó gustosamente al revés, como el fin
próximo de la historia en la inminencia de su consumación: científica
(Berthelot), musical (Wagner), revolucionaria (Marx), etc. Cada genera-
ción se imagina fácilmente en el medio de la historia.
Fue necesario 1914 y sus consecuencias convulsivas, de las cuales
apenas salimos en Europa, para recordarnos que la historia es rápida-
mente trágica, que permanece por mucho inhumana, que en cualquier
caso no se detiene jamás y no cesa de recomenzar, que su camino está
sembrado de situaciones desconocidas e imprevistas. La caída del Muro
de Berlín en 1989 y el derrumbe del Imperio Soviético incitaron a Francis
Fukuyama a pensar que esta vez ocurría el fin de la historia, y que era li-
beral: profecía trágicamente desmentida poco después. Por primera vez,
en 1991, el Partido Socialista se interrogó sobre ese mal inherente a la
humanidad, más indeleble que la mancha de Lady Macbeth.2 Y Sarajevo
se convirtió en el nombre de nuestras impotencias.
Los hombres que instituyeron la República y la laicidad podían en-
tonces tener ideas claras y simples; en el mundo complejo y veloz en que
vivimos ya no son posibles ni la claridad ni la simplicidad. Las leyes de
1882 y de 1905 pretendían resolver un problema elemental con dos pará-
metros: establecer para todos las libertades públicas y la unidad nacional
bajo el patrimonio común de una enseñanza moral y cívica; garantizar a

2
PS Info, 492, 2 de noviembre de 1991, «Un nuevo horizonte para Francia y el socialismo»
(texto propuesto por el Comité director a los militantes del partido socialista en vista del con-
greso extraordinario sobre el proyecto, 13-15 de diciembre de 1991). «Hemos perdido la inocen-
cia del proyecto» (p. 12). «El mundo actual parece absurdo, ya que es demasiado complicado;
monótono, porque su porvenir no tiene nombre; cruel, porque la parte trágica que conlleva
sigue siendo inexplicable» (p. 14). «Nosotros abordamos los ríos de un nihilismo postmoderno
seductor y frívolo» (p. 29). «El optimismo proveniente de la Ilustración considera que el hombre
es naturalmente bueno y sociable. En consecuencia, el socialismo hace la apuesta por el hom-
bre y atribuye a la sociedad la responsabilidad de los vicios y de las grandes injusticias. Éste ig-
nora fácilmente la dimensión trágica de la existencia y la parte maldita del hombre […]. Noso-
tros ya no creemos, como hace mucho tiempo, en la bondad natural del hombre […]» (p. 46).

35
perspectiva

quienes lo desearan las dos libertades de enseñanza religiosa y de prácti-


ca religiosa, y por lo tanto la posibilidad de ejercerlas.
No se dará marcha atrás: ¿quién, por lo demás, habría soñado y ha-
bría podido? Aun así, todos sabemos que se aleja también, sin retorno, a
gran velocidad, el universo mental, moral y social en el cual estos logros
habían tomado forma. De la laicidad que movilizó tantos pensamientos
y energía a la laicidad que nos gobierna por sus textos y sus usos, había
ya un largo camino. Es ahora una verdadera ruptura cultural la que se
concreta ante nuestra mirada, y es una ruptura cuya medida tomamos con
dificultad. No hay más «nueva laicidad» que «nuevo cristianismo» sino,
para la laicidad como para el cristianismo, una nueva situación que tomar
en cuenta.
Releamos La vuelta a Francia de dos niños [Le Tour de la France par
deux enfants], un gran clásico como las Fábulas de La Fontaine, y una
bella historia como la de Hector Malot o Erckmann-Chatrian, más cer-
cano de la Condesa de Ségur que a lo cotidiano de nuestros niños en las
escuelas públicas o privadas. La «Vuelta a Francia» constituía, en el tras-
fondo, los compañeros del deber y una alta concepción del trabajo, toda-
vía artesanal: hoy es el Gran Círculo, deporte, publicidad, fiesta y comer-
cio, mientras programas escolares y mediáticos invitan más bien a una
«vuelta al mundo».
Todavía podemos aprovechar el generoso Manual republicano del
hombre y del ciudadano de Renouvier, pero la reciente reedición de ese
texto «del cuarenta y ocho», con sabias notas históricas,3 es realmente el
hurón que desembarca en medio de nuestras disputas electorales y nues-
tras justas políticas. Otro continente y otra época u otro planeta. A su vez,
nuestra laicidad es empujada hacia la revolución cultural que está en su
origen. Los laicos deberían ser los últimos en asombrarse, a menos que
se dé un fundamentalismo o un integrismo contra el cual ningún siste-
ma de convicción puede pretenderse inmunizado en todas sus formas.4
De manera menos radical pero igualmente brutal, tienen hoy la ex-
periencia de la tormenta que los católicos habían atravesado un siglo

3
Charles Renouvier, Manuel républicain de l’homme et du citoyen, Garnier, París, 1981,
178 pp. Introducción y notas de Maurice Agulhon (Les classiques de la politique), colección
dirigida por Claude Nicolet. La obra había aparecido en 1848.
4
Hervé Hasquin, rector de la Universidad Libre de Bruselas y senador liberal del reino
de Bélgica, había insistido en señalarlo el 9 de mayo de 1985 al abrir el coloquio dedicado a
«El impacto del integrismo religioso sobre las sociedades contemporáneas». Sus propuestas
no fueron retomadas en las actas del coloquio (Les intégrismes, Éd. de l’Université, Bruse-
las, 1986, 144 pp.).

36
una búsqueda y una reflexión

antes: en un caso como en el otro descubren que, si se quiere conservar


viva y activa una mentalidad que no vaya a la zaga de todo lo que nos
sucede, no es posible seguir pensando en los términos anteriores y el
capital adquirido.
En otras palabras, no hay más pensamiento —por lo tanto laici-
dad— que el cultivado. El drama actual de la laicidad es que para muchos
ya no representa más que un glorioso trofeo y una herencia, cuya compo-
sición nadie conoce muy bien. Maurice Deixonne lo sabía muy clara-
mente cuando, en 1952-1957, condujo, a nombre de Guy Mollet, negocia-
ciones con el papado de Pío XII que por poco llegan a su término.5
Una explosión revolucionaria abrió la vía, pero es por la vía parla-
mentaria, democráticamente, que el espíritu laico engendró nuestra lai-
cidad pública. Nadie está obligado a adherirse a este espíritu, pero nadie
puede sustraerse a esta laicidad. Hay una brecha entre la convicción ínti-
ma y un espacio común donde las condiciones más diversas tienen derecho
igualitario de ciudadanía, a cuyo cargo está la observancia de la ley.
Este espíritu laico fue intolerante como lo era aún el espíritu católi-
co: lo vimos, en las familias, en el caso Dreyfus y en el de las «leyes laicas»
(1880-1905). La catolicidad fundaba una sociedad de verdad; la laicidad
legitima una sociedad de libertad. Una y otra comparten un mismo prin-
cipio: no se fuerza la conciencia, incluso si no se titubea en violentar los
cuerpos. Lo que está en juego entre ellas alrededor de este punto tiene
que ver muy precisamente con los derechos de expresión reconocidos a
la conciencia, de manera privada o también pública. La catolicidad re-
servaba el espacio público a las manifestaciones de la verdad según el
catolicismo; la laicidad se estableció contra esta corriente, forzada por la
acción de hombres que no compartían esta concepción de la verdad; per-
mite a cada quien juzgar sobre ello libre y públicamente, en el derecho de
todos, a las libertades públicas.
Mientras haya dos campos enfrentados —Francia católica, Francia
laica—, uno se persuade con facilidad que basta escoger el suyo, el bueno.
Pero a esta historia simple se opone de manera permanente otra historia
que no cesa de confundir las ideas más comunes. Cuando la fe retrocede,
surge una pregunta entre los católicos, angustiante y estimulante: «¿Fran-
cia, país de misión?». Cuando la laicidad se realiza toma formas que des-
conciertan a sus defensores y a sus más resueltos detractores, obligando a

5
Robert Lecourt, Entre l’Église et l’État. Concorde sans concordat (1952-1957), Hachette,
París, 1978, 188 pp. (exactitud del relato confirmada por François Méjan, consejero de
Estado de M. Deixonne en este caso).

37
perspectiva

todos a interrogarse: «¿Francia, país laico?». Las ideas en movimiento exi-


gen una gran agilidad mental.
Formular la pregunta no es arrojar una duda sobre la realidad de su
laicidad o el grado de su laicización, sino llamar la atención sobre ese
hecho masivo y demasiado descuidado: la separación es lo que permite
la cooperación y a veces la obliga. La laicidad no es estática. Tenía, tiene
su dinámica: a los viejos vínculos que debió cortar, les sucedieron nue-
vas relaciones nacidas de la vida en el espacio común abierto a todos.
Ignorar, desconocer esos vínculos es confundirse sobre la laicidad y
perderse cuando se habla de ella, o lamentar lo que es a nombre de lo que
debería ser. Esencia del cristianismo, esencia del liberalismo o de la laici-
dad: hemos vivido demasiado de esencias y de ideas cuya leyes internas
regirían nuestra historia, mientras ésta no cesa de ver cómo surgen,
emergen, se desarrollan nuevas situaciones, a su vez fuentes de nuevos
inicios.
¿Se dirá que «Francia es un viejo país cristiano que jamás ha sido
laico»? ¿O que la laicidad ya no es lo que era? ¿Se afirmará que Francia
es laica y que no hay regreso al respecto? ¿O nos preocuparemos por
determinar si es todavía un país laico? Estas interrogantes reenvían a
cierta idea de laicidad, a una idea-bisagra que no es necesariamente la
misma para todos. Aquí privilegiamos el procedimiento inverso: obser-
var cómo esta idea se forma históricamente y se realiza concretamente,
cómo se integra según los tiempos, los lugares, las mentalidades y los
problemas, y por último cómo la galería de sus figuras libera sus senti-
dos con más seguridad que cualquier cálculo abstracto. En una sola frase,
se trata no de lo que cada quien tiene derecho a opinar, sino de lo que
significa hablar y de lo cual hablamos cuando decimos laicidad. Se trata
de comprenderla a partir de las batallas de ideas que suscitó. Las medi-
das de derecho que la instituyeron, los equilibrios de facto que se esta-
blecieron y no de escribir, como Bossuet, una «política extraída de la
idea laica».
Es, en pocas palabras, lo que explica el curso de las reflexiones y de
los análisis que aquí se presentan. He hecho mi carrera intelectual en la
función pública, en el Centre National de la Recherche Scientifique
(cnrs) (Sociología de la religión, desde 1954) y en la École des Hautes
Études en Sciences Sociales (Sociología histórica del catolicismo actual,
desde 1963). La laicidad es mi estatus, la religión mi objeto de estudio: en
términos financieros, es la República la que me ha permitido llevar a
cabo mis investigaciones. Siempre he vivido en un medio laico, y han
sido laicos los que han hecho mi carrera, a pesar de mi pertenencia cató-

38
una búsqueda y una reflexión

lica que era notoria y aceptada.6 He conducido mis investigaciones con


toda independencia de pensamiento, sin haber recibido jamás alguna
directiva del Estado o de la Iglesia: las «reglas del método», según la fór-
mula recibida, las invitaciones del medio y las exigencias de mi tema le
bastaban.
Mis trabajos publicados no pretenden tener una autoridad especial,
tienen el valor que le reconocen mis colegas después de un examen crí-
tico y discusiones abiertas, pero también —y soy particularmente sensi-
ble— el interés que muestran mis lectores llamados profanos. La univer-
sidad tiene sus clérigos; más allá están sus laicos, que constituyen el
público mayor.7
Nunca me preocupé por el proceso mutuo que se hacen creyentes y
no creyentes,8 pero siempre por su ignorancia recíproca y sus lamenta-
bles efectos, estando de cualquier manera persuadido de que, más allá de
las acusaciones que se formulan y de los argumentos que se intercam-
bian —la baba espumeante de los días—, lo que los separa sobre el fin del
hombre no puede ser borrado de un plumazo a nombre de una generosa
reconciliación —«ateo, gracias a Dios»—9 en el crisol de los buenos sen-
timientos. Pensar, debatir sin exclusiva y utilizar los medios, siempre me
ha parecido más fructífero. Siempre he preferido el encuentro entre
hombres a la batalla de ideas, donde cada quien se muestra como es, en
lugar de aferrarse a lo que sabe o a lo que dice.
No basta ofrecer el diálogo para exponer buenas intenciones. Hace
falta preguntarse en qué medida, en qué condiciones, el otro puede entrar
en nuestro discurso y las evidencias que ofrecemos. Necesitamos pasa-

6
Lo relaté en los capítulos III y IV de mi libro L’Ére postchrétienne, Flammarion,
París, 1994. Se puede agregar aquí Valentine Zuber (ed.), Émile Poulat. Un objet de science,
le catholicisme, Bayard, París, 2001, 365 pp. (Actes du colloque en Sorbonne, 22-23 de octubre
de 1999).
7
¿Qué elegir, laïc o laique ? Existen, en la Iglesia católica, santos e incluso «santos lai-
cos»: más vale entonces escribir de Littré que fue un «santo laico». Y frente a la abundante
literatura sobre «los laicos, cristianos en el mundo», se llamaron «laïques» ésos que estaban
en el mundo sin ser cristianos. Se seguirá aquí esta regla en nombre de la claridad, a falta de
un uso que no se ha generalizado ni en la obra de los autores ni en la de los impresores.
Aquí, Poulat explica la diferencia que en francés se utilizó en el siglo xix para distinguir
a los laicos católicos (laïcs) de los laicos no católicos o seculares (laïques). Desafortunada-
mente, además de que ni en francés es de uso generalizado, en español no se puede hacer la
diferencia en la traducción y se intentará mostrarla haciendo alusión a los laicos-católicos
o laicos-seculares cuando el contexto no sea evidente para el lector. [N. del T.]
8
Pierre Albertini, «L’éminente dignité des incroyants», Le Monde, 9 de agosto de 1996.
9
Témoinage chrétien, 7 de julio de 1995.

39
perspectiva

murallas y transfronterizos. Existen muchos más de los que se cree por-


que viven cada día sin la preocupación de hacerse notar. Precisamente
por eso, saben que murallas y fronteras no son sólo ideas o imaginacio-
nes, tienen una realidad resistente, un alcance que excede toda vicisitud
histórica. Pero a nombre del futuro del hombre, ¿es necesario que se ma-
ten aquellos que no comparten la misma concepción?
Sobre esta premisa, que no satura a nuestros medios de comunica-
ción, podemos ver hoy en obra un nuevo espíritu religioso y un nuevo
espíritu laico aún balbuceante. Este libro es fruto de ello, no defensa o
testimonio sino obra de investigación, de cultura y de reflexión atenta a
la vida pública y a lo que Marcel Mauss llamaba «el fenómeno social total»,
sin zonas oscuras.
Pura coincidencia, pero parábola para nuestros tiempos: el mismo
día murieron Michel Debré y monseñor Claverie. El obispo de Orán,
símbolo de un nuevo espíritu religioso, ocupó tanto los medios de comu-
nicación, si no es que más, como el hombre de Estado, encarnación de
una época terminada pero, en sus tiempos, pionero de un nuevo espíritu
laico. «Dos hombres separados por todo, o casi todo», y para quienes
«Argelia fue su viacrucis común», observó Thomas Ferenczi en Le Monde
del 11 al 12 de agosto de 1996.
Todo está dicho (todo cabe en la banalidad de ese adverbio casi)
acerca del vaivén que caracteriza nuestra modernidad laica. La misma fe
católica los unía, incluso si no compartían en todo la manera de enten-
derla y de vivirla. Durante largo tiempo estuvo allí realmente lo esencial
de nuestra sociedad, hoy relegada en ese «casi», con todo lo que puede
tener una importancia individual e incluso una repercusión pública,
pero ha perdido cualquier pertinencia social. Una revolución introduci-
da en las costumbres, aceptada sin cuestionamiento, se ha vuelto lo co-
mún de nuestro tiempo. Una gigantesca transmutación que, en ese pode-
roso nootron* que constituye la cultura contemporánea, ha hecho de
nosotros —de todos nosotros— espíritus positivos, bajo el mismo mode-
lo «o casi». Y es precisamente la evaluación de ese casi lo que hace toda la
diferencia.
¿Defensores de una laicidad nueva y abierta? ¿Adeptos de una lai-
cidad pura y dura? Siempre me pregunto por qué los primeros piden
tan poco y por qué los segundos no piden más. Sin duda porque no sa-
ben más y no ven más allá de lo que saben. El combate aquí se da entre

* Nootron: medicamento que se destina a mejorar las actividades mentales superiores.


[N. del T.]

40
una búsqueda y una reflexión

los viejos demonios que nos atormentan y ese moderno Sísifo que, hace
ya un siglo, recibió el nombre de espíritu nuevo. No es una mentalidad
de concordia a cualquier precio —Folleville y Lamourette, abracémo-
nos—, sustituido al fragor de la batalla, sino una ética de la pasión
contenida, de la conciencia informada y del pensamiento cooperativo.

ii

Hemos entonces recorrido, en algunos siglos, un largo camino del cual


hemos olvidado casi todo. Más aún que la memoria, perdimos la inteli-
gencia. Hubo incluso un ministro de Educación Nacional que suprimió
la Historia de los programas escolares. Eso no tuvo larga vida, pero esta-
ba en el aire. Es tanta nuestra prisa por avanzar, tanto nuestro miedo de
perder el tren, que nos apresuramos en dejar atrás un pasado próximo
que podría demorarnos. En el campo de las ciencias humanas, la historia
académica se ha renovado profundamente durante nuestro siglo, pero la
historia contada al gran público, que tiene gusto por ella, se parece más a
la novela tradicional —extraña y distractora— que al esfuerzo austero por
comprender de dónde venimos, dónde estamos y hacia dónde vamos.
Como el cristianismo, nacido en el seno del pueblo judío, el espíritu
laico ha surgido de tierra cristiana antes de abrirse paso y producir su
propio humus. La historia moderna de la laicidad se une a una larga his-
toria político-religiosa. En el principio era la pareja Estado-Iglesia la que
vino a separarse hacia el final de una querella milenaria en la que —para
decirlo con palabras de la época— las libertades de la Iglesia galicana y
las pretensiones de la corte romana (el papado) no iban siempre en el
mismo sentido. Al inicio, hubo un axioma teológico formalizando una
verdad sobrenatural: «Fuera de la Iglesia, no hay salvación»; en el otro
extremo, un principio jurídico proclamando un derecho natural: «A cada
quien, libremente según su conciencia». A lo largo de la cadena se obser-
va la imposibilidad de absolutizar: el axioma, a causa de una brecha cre-
ciente entre la Iglesia católica y la humanidad universal; el principio,
porque la conciencia soberanamente libre no puede ignorar la vida en
sociedad y las leyes de la sociedad. En los dos casos, existen fuertes inter-
pretaciones y temperamentos, una historia tormentosa, a ras del suelo,
imposible de deducir de los imperativos teóricos cuyos doctrinarios ase-
guran la vigilancia.10

10
El desarrollo que sigue me fue solicitado para un panel de la exposición sobre las

41
perspectiva

«Fuera de la Iglesia, no hay salvación», se dijo primero en latín: «Salus


extra Ecclesiam non est» (después transformada en «Extra Ecclesiam nulla
salus»). La fórmula se halló en una carta de Cipriano, obispo de Cartago,
muerto en el año 258, decapitado por su franca oposición al culto impe-
rial: desde la perspectiva de la Iglesia, un mártir.
Estábamos entonces en plena guerra de religión: Cristo o César, había
que escoger, y en África del Norte, los cristianos renegados —los lapsi—
eran numerosos. En ellos piensa Cipriano: «Nadie puede tener a Dios
por padre si no tiene a la Iglesia como madre… Fuera de la Iglesia no hay
salvación». Esos que la dejan firman su pérdida. Hemos conocido esta
intransigencia en otros acontecimientos: la Revolución, la República, la
Resistencia, hay que escoger un bando y pagar el precio.
Después vino el Edicto de Milán (313) de Constantino: «Conviene a
la tranquilidad de que goza el Imperio, que sea completa para todos
nuestros súbditos la libertad de tener el Dios que han escogido…». Lue-
go se produjo el Edicto de Tesalónica (380) de Teodosio, a partir del cual
el cristianismo será la única religión admitida para ejercer su culto en el
Imperio.
Es entonces que la fórmula de Cipriano se vuelve un axioma teoló-
gico, mientras que su sentido se desplaza: el que no entra en la Iglesia…
Sin la fe cristiana y sus verdades necesarias, resulta imposible pensar en
la salvación eterna, que era el gran tópico más allá de los intereses de este
mundo. Quien no pertenece a la comunión visible de la Iglesia católica es
rechazado en las tinieblas exteriores, así como quien muere en estado de
pecado mortal. Problema angustiante: el destino de los recién nacidos,
muertos antes de ser bautizados. Los predicadores pusieron en marcha
un verdadero terrorismo religioso, reservando el Cielo a un «pequeño
número de elegidos» y destinando el Infierno al resto de la humanidad.
Aparece otro problema en el siglo xvi, tras el descubrimiento del
Nuevo Mundo: América, después Asia, África, Oceanía. ¿Qué hacer con
todos estos «paganos»?
Estamos ahora, todos, muy alejados de esta mentalidad rigorista
(que tanto cultivaron los jansenistas, admirados por los laicos). La Iglesia
católica nunca ha renegado o desautorizado la fórmula de San Cipriano,
pero, poco a poco, sus teólogos han ido interpretándola en un sentido
más abierto. No ha cesado de considerarse camino real de la salvación
por Jesucristo, al cual todos los hombres son llamados, pero admiten que

grandes religiones de la humanidad, organizada en el marco de la Fiesta de la Humanité


[Festival del Partido Comunista Francés] en septiembre de 1995.

42
una búsqueda y una reflexión

las vías de Dios son innumerables. Juan Pablo II dio testimonio de ello
en 1986 en Asís, en esa memorable jornada mundial de la oración por la
paz en la cual reunió a todos los grandes jefes religiosos. En diez años el
«diálogo interreligioso» tomó vuelo. Su avance fue mucho menor entre
los no creyentes, los humanistas, los laicos, los ateos: todos los que pre-
tenden salirse del control de las Iglesias y de las religiones.
Para llegar hasta ahí, fue necesario pasar por un embudo: la libertad
de conciencia y de pensamiento como la libertad pública reconocida a
todo ser humano. Es cierto que ella incomodaba las ideas vigentes. Es
cierto que se prestaba a muchos malentendidos e incluso a excesos. Por
encima de todo, atacaba los principios fundamentales sobre los que re-
posaba la sociedad. El paso de un régimen a otro era en sí una revolu-
ción. Pero antes de ésta y anunciándola, hemos visto despuntar y ganar
terreno un ideal de tolerancia pública que no debe confundirse con ese
arte de vivir juntos que individuos o grupos pueden cultivar entre ellos.
A nombre de la tolerancia, utilizando la pluma y la palabra, reali-
zando también gestos, durante los siglos xvii y xviii se ha peleado mu-
cho por el derecho de existir públicamente en una sociedad exclusiva
cuyos presupuestos religiosos no soportaban ni la heterodoxia ni la in-
credulidad. Por nuestro lado, hemos descubierto que no toda expresión
del pensamiento es tolerable: el racismo, el antisemitismo, el «revisionis-
mo», el «negacionismo», la apología del crimen, del odio y de la violen-
cia, etc. La astrología tiene su clientela, a pesar de la universidad. La his-
toria, la ciencia, la medicina y la ingeniería no pueden dejarse en manos
de cualquier escuela. Al revés de lo que señala imprudentemente la cons-
titución de la V República, no todas las creencias son respetables: sólo
los individuos lo son y sólo ellos quedan sujetos a los tribunales, que no
están para juzgar los pensamientos sino las infracciones. Hoy nos interro-
gamos: ¿hasta dónde tolerar? ¿Puede y debe una sociedad tolerar, o debe
poner límites infranqueables, bajo pena de sanciones?
Cuando se habla de laicidad, por lo general se piensa en la del Estado
o en la de la escuela, que no son en esta historia más que condición, me-
dio o consecuencia. Hay que invertir la perspectiva, recordar que fue ini-
cialmente un asunto de conciencia, de conciencias que demandaban su
lugar en el Sol en una sociedad que se lo negaba. Habiéndolo alcanzado,
también recibían la carga principesca: una sociedad no puede permitir
todo ni permitirse todo. Cabe pensar que, en el foro de las libertades pú-
blicas, éste será el gran debate democrático de los próximos años: ¿cómo
conciliar el «politeísmo de los valores» y de las convicciones, como decía
Max Weber, con lo que por oposición denominamos el «monoteísmo» sin

43
perspectiva

divinidad reconocida, que postula la Declaración Universal de los Derechos


del Hombre? ¿Cómo constituir un espacio ético común sin el cual una
sociedad se vuelve muy rápido invisible e ingobernable?
En el Concilio Vaticano II, la Iglesia católica precisó así su doctrina:
la libertad de conciencia no es la licencia del pensamiento, sino el respeto
de toda persona a lo más íntimo de su conciencia. Le toca a la sociedad
el deber de gestionar este juego de libertades con todas sus contradiccio-
nes, bajo pena de volverse anárquica. Una tarea difícil, donde cada quien
es empujado a poner de su parte sin sacrificar lo que tiene por esencial.
Vivir en régimen de laicidad se aprende, y no es cualquier cosa, incluso
para los laicos convencidos, precisamente porque no son los únicos en su
mundo y porque el mundo en el que vivimos juntos no cesa de moverse.
El pensamiento cristiano había asociado estrechamente «la fe y las
costumbres». El pensamiento laico ha querido disociar radicalmente «la
religión y la moral». A la diversidad de opiniones «incluso religiosas», o
políticas, se agregó la de las opiniones «incluso morales». Desde enton-
ces, ante nosotros tenemos el conflicto de morales y el desorden de sus
efectos, que lleva el desvanecimiento de la moral tradicional al primer
plano. Ni el espíritu laico ni nuestra laicidad pública pueden desintere-
sarse de ese desarrollo inesperado de una forma de sociedad que les debe
su llegada y sus fundamentos. La memoria, que conserva el recuerdo de
las luchas y las glorias pasadas, no dispensa la reflexión sobre el trata-
miento de los problemas que los hombres continúan generándose a sí mis-
mos, sin preocuparse de las situaciones que se adquieren.
«Tierra nueva, cielos nuevos» fue en primer lugar una imagen bíbli-
ca. Luego, desde la expansión indo-europea (para no ir más allá) y desde
las «grandes invasiones» bárbaras a los «grandes descubrimientos» de los
conquistadores, la expresión no ha tenido durante mucho tiempo más
que un sentido geográfico. Se hizo cargo a principios del siglo xix de todos
los sueños sociales que acechaban a los sansimonianos. Identificaba desde
entonces al genio creador del hombre, a su espíritu de aventura y de em-
presa. Una migración sin objetivo conocido, una empresa anónima sin
patrón conocido ni jefe reconocido, una fábrica de lo desconocido,11 de
la cual la religión no es ni el motor ni el término.
Relegada en su propio lugar ¿cómo podría esa expresión no vivir
una crisis? Le queda, es cierto, un consuelo: esta empresa no se dirige
directamente a ella; no la ataca y no la persigue, puede incluso sostenerla
y subvencionarla. Pero, bajo esa apariencia ¿cómo no ver otra realidad?

11
Traté ese tema en L’Ère postchrétienne, op. cit., pp. 300-307.

44
una búsqueda y una reflexión

Por su parte, ella se dispensa y se exonera de toda religión.12 Demuestra


así públicamente su inutilidad social, al mismo tiempo que respeta la li-
bertad personal de quienes, creyentes, continúan experimentando la ne-
cesidad y las manifestaciones del sentimiento religioso que las inspira.
Está dispuesta a dejarle todos los nichos que le convienen, siempre y
cuando su movimiento no resienta alguna molestia seria. No persigue el
fin de la religión —sería perder un tiempo precioso para un objetivo
riesgoso y una ganancia dudosa—, en la medida que ha escapado a su
jurisdicción. Dios puede continuar viviendo con toda tranquilidad en
este mundo que se liberó de él, siempre y cuando a su vez lo deje tran-
quilo, libre de hacer como mejor le parezca lo que está en su poder y según
su humor.
Cuidado, sin embargo, la religión no es la única en crisis. De ésta no
se salva ninguno de los campos y le reserva a cada uno su lote de sorpresas,
cualquiera que sea la bandera que enarbola, precisamente porque nos
pone delante de lo desconocido y lo inédito, con un pensamiento dema-
siado limitado, sin agarre suficiente ante los problemas que nos asaltan.
Tres rasgos caracterizan esta situación general: la divergencia creciente
de este nuevo mundo habitado por lo que hemos conocido hasta ahora;
la alarmante desproporción de nuestra herencia intelectual y espiritual
ante los problemas no resueltos que se acumulan; la inquietud lacerante
que se desarrolla un poco por todos lados ante esta especie de fatalidad,
nacida de nuestra libertad, a la cual le dedicamos esta marcha forzada.
No nos ahorraremos una reflexión colectiva a la escala de esta grandiosa
y peligrosa aventura que involucra a toda la humanidad.

12
Del mismo modo, se observa —es sólo una analogía— a la economía adelgazar el
empleo e indemnizar el desempleo, mientras que los mercados financieros integran la
«fractura social» externalizada por los índices bursátiles.

45
La laicidad es fruto de una larga, apasionante y con frecuencia
problemática aventura intelectual. El porvenir de su historia
queda abierto a una convicción personal y compartida, a un pre-
supuesto de nuestra cultura contemporánea y, sobre todo, a un
factor que propició una revolución del pensamiento en nuestras
instituciones: el paso de un régimen donde la verdad católica ejer-
cía fuerza de ley a otro donde la conciencia libre afirma sus dere-
chos y los reconoce políticamente. Esta gran transformación dio
lugar a lo que debemos llamar “nuestra laicidad pública”, pues es
un destino común, independientemente de las disposiciones pri-
vadas. Esta obra aborda de manera minuciosa la laicidad que nos
gobierna: los juegos del clericalismo y del anticlericalismo, las
pugnas entre la Iglesia y el Estado y los problemas que plantean
al Estado millones de conciencias libres que integran el pueblo y
que están decididas a ejercer todas sus libertades.

Émile Poulat es director de estudios en la Escuela de Altos Estudios


en Ciencias Sociales y de investigaciones en el Centro Nacional de
Investigaciones Científicas de Francia, así como historiador de la Igle-
sia católica contemporánea. Es uno de los fundadores de la moderna
sociología de la religión y director y miembro de comités de redacción
de varias revistas. Se ha especializado además en los temas de la crisis
modernista, la masonería y el laicismo.
www.fondodeculturaeconomica.com

9 786071 610690

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