Rossi, Laura - No Me Verás Volver

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No me verás volver

Laura Rossi
Información legal

Rossi, Laura
No me verás volver / Laura Rossi. - 1a ed. - Rosario : Brumana,
2021.
Libro digital, EPUB - (Brumana Libre ; 2)

Archivo Digital: descarga y online


ISBN 978-987-47561-7-6

1. Narrativa Argentina. 2. Machismo. 3. Patriarcado. I. Título.


CDD A863
Los textos que constituyen esta publicación fueron
escritos a la luz de un proyecto que ganó, en 2019,
una Beca a la Creación del Fondo Nacional de las
Artes. Aunque la realidad haya funcionado como dis-
parador de la escritura, todos los relatos son ficción.
No saber que se sabe y, de pronto, saber.
Mario Levrero
Como si la pala cortara el hilo

Ahora no tiene frío. Cuando empezó, tenía pero


ya entró en calor. Al final, era fácil. Ya avanzó un mon-
tón y eso que recién empieza y que nunca en su vida
había agarrado una pala. La tierra está bastante suel-
ta además, eso ayuda. Le gusta el sonido que hace
la plancha cuando penetra la tierra, lo serena. Hace
un rato que ha logrado no pensar en nada. Las ideas
vienen y se van casi a la misma velocidad, como si
la pala les cortara el hilo que, si no, empezaría a en-
roscarse en su cabeza. Otra vez. Mejor no distraerse.
Clavar la punta, presionar con el pie derecho, man-
tener las manos firmes en el mango. Hundirla hasta
donde dé. Levantar la tierra, echarla ahí nomás. Ob-
servar cómo, de a poco, se arma el hueco. Él solo en-
tre maderas rotas, pedazos de chapa, fierros, tachos
que en el fondo acumulan agua de lluvia; él solo es
capaz de hacer eso.
Tiene sed. Suelta entonces la pala y arrastra los
pies hasta la canilla que está ahí afuera. No quiere
perder tiempo. Quiere calcular dónde va a caer el
chorro pero no puede. Se agacha y su lengua intenta
apresar el hilo finito, irregular que escupe la canilla.
Se salpica la cara, las zapatillas. La tierra suelta se
vuelve barro. La puta madre. Intenta cerrarla: las rosca
se falsea y el agua empieza a brotar de los lugares
más impensados. Debe encontrar el punto justo en
el que pierda lo menos posible, si no, el viejo le va a
romper los huevos. Qué culpa tiene él que todo esté
medio roto, oxidado o sucio. Esa canilla de mierda
ahora larga el agua como llorando, ni siquiera se la
escupe como para que él pueda hacerle frente.
—Qué mirás, perro de mierda —dice en voz alta.
El perro detiene el movimiento y lo mira.
—Andá a cagar.
El perro espera. Reinicia el movimiento cuando
el chico vuelve al pozo y agarra la pala como si su-
piera que esa es la clave de su libertad, que ya no va
a molestarlo. El instinto perruno lo empuja a lamer el
agua que chorrea a pesar del óxido. Después, va a
echarse debajo de la parrilla a dormir el hambre.

De nuevo: punta en la tierra, pie hasta el fondo,


ese siseo de la chapa raspando la tierra; levantar la
palada, arrojarla al montón. La tierra no desaparece,
sólo cambia de forma. No lo piensa así: piensa sólo
en el pozo. Mantiene los ojos clavados en ese suelo
nuevo que libera en una torsión cada vez más rápida;
no mira el montículo que crece. El secreto está en la
concentración y en el ritmo: cuando logra calibrar las
dos cosas, la mente se pone en blanco y es como si
también se vaciara, como si el cuerpo pudiera, por fin,
andar solo.
Hace una pausa porque ya no le da más el cuer-
po, porque el perro salió de su guarida y se sentó fren-
te a la puerta de la cocina. Debe haber llegado el viejo
aunque él no lo oyera. Ha perdido la noción del tiempo.
Tantea el bolsillo y con la mano libre saca el celular.
Tres horas más o menos. Tres horas en las que lo úni-
co que existió fue el pozo, la ansiedad de verlo más
profundo en cada palada. Pero si el perro se sentó
ahí, con esa cara de querer comer, es que el viejo
ha llegado. No quiere cruzárselo, no vaya a ser que
le pregunte qué está haciendo o si fue a la escuela o
cualquiera de esas cosas que pregunta el viejo cuan-
do llega. Mira al perro que, de nuevo, lo ignora. Como
si él no existiera. Deja la pala contra el alambrado, se
sacude un poco la tierra y aprovecha a mear. Se moja
las manos con el hilo de agua que brota de la canilla
sin que haga falta abrirla. El viejo se va a dar cuenta:
ya se hizo barro por todos lados. Sale por el costado,
bordeando la casa, sin rumbo fijo. Tampoco puede ir a
muchos lugares así sucio como está. Por más que se
haya sacudido, la tierra no sale nunca del todo. Ade-
más, está chivado como si hubiera ido a correr. Deci-
de callejear por el barrio, con suerte el viejo se tira un
rato y él puede volver y cambiarse para ir al gimnasio.

—¿Qué mierda pasó en el patio?


Es la madre la que pregunta. El viejo la mira sin
saber de qué habla y después lo mira a él.
—Nada, estoy entrenando. No me rompás las
bolas, después lo tapo.
—Más vale. Se puede caer cualquiera en ese
pozo. Ni tender la ropa en paz se puede. Andá a ba-
ñarte que va a estar la comida.
No le gusta que lo manden pero agacha la ca-
beza y camina hasta el baño. Se saca la ropa sudada.
El olor a perro mojado le hace pensar que el bicho
se le ha metido en el baño pero no, de él emana esa
mezcla agria. Abre la ducha y el ruido del agua lo deja
sordo por un momento. Él no quiere ser padre. Y ella
había dicho que se lo iba a sacar. Cómo puede ser
que se haya arrepentido.
Le quema el agua en la espalda, aguanta; la
deja correr y se acostumbra. Cree que es el vapor lo
que lo marea. Apoya las dos manos al frente, sobre el
revoque, y espera que pase esa oscuridad que estalla
alrededor de sus ojos. Se aferra a la rugosidad de la
pared, resiste.
Que le contó a la madre, que la madre la apoya,
que ahora está pensando en tenerlo. Y encima se lo
dijo así, como si él no existiera. Cierra los puños y
siente cómo se tensan sus músculos. Antes no se le
marcaban así. Antes se cagaban de risa de él, lo mo-
lestaban y él no era capaz de defenderse. Pero ahora
es otro: ahora puede levantar mucho peso, pegarle a
cualquiera, abrir solo un tajo en la tierra y vaciarla.
Fue tan rápido y, a la vez, no. Cada vez que re-
pite la secuencia en su cabeza, todo se mueve en cá-
mara lenta. Como si hubiera durado días. La tierra que
había apilado en un montículo fugaz había retornado
a su lugar de origen. Desde la mesa que esa maña-
na habían puesto en el patio, ni se adivinaba que allí,
hasta la noche anterior, había habido un pozo. Tam-
poco que en las entrañas de ese hueco que él mismo
había abierto y tapado, ahora había un cuerpo. Dos,
dirían después por todos lados. Pero para él era un
solo.
Como el pozo, la secuencia que vuelve tiene zo-
nas vacías. Va a rellenarlas cuando llegue el momen-
to. Si es que llega. Que estén buscándola no quiere
decir nada. A lo mejor no la encuentran nunca. Todo
es posible, piensa, mientras el olor de la carne asada
llena el aire.
—Traé sillas —dice alguien. Le cuesta darse
cuenta de que es a él a quien le hablan. El cansancio
empieza a caer como una frazada sobre sus hombros.
Tiene que esquivar al perro para entrar a la casa.
Intenta correrlo de una patada: el perro resiste y le
muestra los dientes. Perro de mierda. Tuvo que poner
un montón de porquerías sobre la tierra recién api-
sonada para que no fuera a echarse justo ahí. Había
empezado a escarbar el muy hijo de puta. Ahí sí le
pegó una patada que lo hizo rugir como lo que era: un
animal herido. Igual no lo lastimó. Había aullado de
puro maricón que era, el perro. Se ve que igual no se
la perdona.
Vuelve con las sillas. Se deja caer en una. El vie-
jo lo mira pero no le dice nada. Controla la carne, le
espanta las moscas. Lo mira de nuevo y él se estira
en la silla, cierra los ojos y se pone de cara al cie-
lo como si estuviera tomando ese sol débil de mayo.
Como si quisiera estirar el verano un poco más. Eso
le gustaría: que fuera verano. Así podría irse a la mier-
da sin levantar sospechas. La gente se va en verano:
ellos, no pero la gente, sí y nadie anda preguntando,
es obvio que están de vacaciones.
Puede pensar en otra cosa. Si se deja estar, su-
cede.
Si fuera verano, podría haber dicho que el pozo
era para hacer una pileta. Si era capaz de cavarlo,
también era capaz de levantar unos muros que retu-
vieran el agua, ponerles un piso. Al fin y al cabo, una
pileta no era más que eso. Y no se hubiera recagado
de calor debajo de esos ventiladores que tienen, que
remueven aire caliente como si estuvieran en el infier-
no.
Al infierno se va a ir si se quiebra, si todo sale
mal. Si todo empeora, en realidad: ya estaba todo mal
pero siempre podía ponerse peor. Como esa fuerza
que le venía quién carajo sabía de dónde; el cuerpo
convertido en una máquina de golpear.
Y ahí aparece el hueco.
El teléfono de ella que sonaba, la respuesta que
escribió rápido sin pensar: ‘no no vuelvo me quedo
aca’.
Por suerte no jodieron más.
No había mentido. Eso era verdad, se dice.
Después le escribieron a él. Ya había tenido tiem-
po de pensar un poco las cosas. Rellenar un pozo es
distinto que cavarlo: rellenarlo es más fácil, ayuda a
pensar. Así se le ocurrió desarmar el teléfono de ella,
tirarlo lejos para que nadie lo encontrara; decir que
él la había dejado en una esquina, que había unos
pibes raros, sí. No, no pensó que le podía pasar algo.
Ella quería irse, que se arreglara. Eso no lo pensó en
realidad: fue escupiéndolo sobre la marcha, mientras
le hacían las preguntas. Hablar poco ayudaba; que
todos dijeran que era tímido, también. Las primeras
preguntas llegaban hasta ahí, no lo tocaban. Era sen-
cillo responder lo que los demás querían escuchar.
Para ella, no. Ella no podía. Ella respondía siem-
pre lo que pensaba. Si no, no hubieran discutido. Ya
se le iba a empezar a notar. Qué mierda iba a hacer
él. Que se tomara las pastillas, que se dejara de joder.
No era tan difícil. Pero ella que no, que no quería. Lo
acorraló con todos esos ‘no, no, no, no’. Ni siquiera
cuando la penetró le dijo que sí. ‘No, no, no’ era lo úni-
co que oía en su cabeza. ‘No, no, no’ y el sonido que
sus puños emitían al golpear contra los huesos: una
catarata de chasquidos que absorbió todo, incluso el
zumbido que se teñía de rojo.
El olor de la sangre; después, el de la tierra hú-
meda. Y los no, los mensajes, los grillos afuera: todo
zumbaba entre los pastizales del barrio en plena no-
che, todo menos el cuerpo que se borraba en cada
palada. Dos, dirían después por todos lados. Para él,
no: siempre había sido uno solo.
Atravesar una cueva

Estaciona detrás de un móvil. No se baja. Se


dice que es la trompada de aire caliente lo que preten-
de evitar. Cuenta los patrulleros. Ve cuatro pero debe
haber más. La parte trasera de una ambulancia brilla
de una manera insensata entre tanta polvareda.
Otra vez.
Otra vez diciembre y su reguero de cuerpos des-
componiéndose en plena tarde a una velocidad pavo-
rosa.
Otra vez, investigar es juntar apenas los peda-
zos de ese desastre; juntarlos a destiempo y entender
que hacía rato anunciaban ese final: una bandada de
tiros perforando el sopor de la siesta.

Los vecinos se arraciman en la esquina. Algunas


mujeres se agarran la cabeza, lloran sin escándalos.
Las miradas se clavan en las casas de enfrente y se
pierden. No se acercan. Sandra sabe que lo que mur-
muran va a llegarle de lejos y va a fundirse después
con el olor a sangre, a lo que empieza a pudrirse, a lo
que ya estaba podrido y que todo eso se convertirá en
una masa rancia, homogénea que se le filtrará entre
sueños durante las noches de mal dormir.
Sabe también que están esperándola.
Inhala. Exhala. Repite el ejercicio pero ya siente
el calor adentro del auto y manda al carajo las técni-
cas de manejo del stress. Quién quiere estar presente
con todos sus sentidos en un momento así. Mano-
tea el celular y baja. El portazo que se le escapa lla-
ma apenas la atención. Nadie, de todas formas, va a
acercarse a ella: la gente espera a un hombre en su
lugar y eso la vuelve invisible. Lo ha comprobado en
cada procedimiento. No parece que este vaya ser la
excepción.

Los peritos deben estar trabajando; los demás


deambulan, fuman en la vereda. Ojalá no hayan piso-
teado todo, piensa.
—Lo agarramos, doctora —le dice Bermúdez
cuando la ve.
Que se había atrincherado en el patio. Que an-
tes había querido confundirse entre los del operativo.
Ni siquiera estaba ensangrentado.
—Todavía tenía balas en el bolsillo.
Sandra asiente en silencio. No quiere que Ber-
múdez la aturda. Necesita observar con sus propios
ojos las dos escenas. No puede confiar en nadie:
ya aprendió.

Un cuerpo en la vereda, justo en la entrada de


la casa. Adentro, otros dos. Dos más en la de al lado.
Todos, atravesados por las balas. De fondo, la voz de
Bermúdez suelta nombres, edades, parentescos. La
voz de Bermúdez también es un murmullo. Sandra
deja que se pierda entre los otros cuerpos, los que
todavía están de pie, en movimiento.
No hay árboles para verificar que no se mueve
ni una hoja. Una gota gruesa de sudor le recorre la
espalda hasta la cintura. Va a bajarle la presión en
cualquier momento.
— ¿Está bien, doctora?
Sandra llega a apoyarse en una de las paredes
de la segunda casa. Más tarde, sólo va a recordar el
esfuerzo para no desmayarse, la oscuridad fugaz que
atraviesa en el mareo y que la deja siempre atontada,
temblando.
Que se lleven al tipo, ordena. No quiere verlo ahí.
Que se lleven al tipo, que terminen los peritos. Que
levanten todo.
Escupe las frases obvias que justifican haber ido
hasta ahí, haberse llenado de ese olor a carnicería a
cielo abierto que sus fosas nasales no van a olvidar
con facilidad. Evita mirar a Bermúdez: lo único que le
falta es ver esa mueca de yo-sabía-que-eras-floja.
Vuelve al auto esquivando piedritas sueltas.
Siente la fricción de la arenilla entre las plantas de
sus pies y las suelas de las sandalias. Va a tener que
pasar por su casa antes de interrogar al tipo. Apoya
la espalda contra el asiento: la blusa empapada de
sudor termina de convencerla. El motor carraspea,
arranca en un rugido ligero. Empieza a moverse. Qui-
siera ser capaz de concentrarse en el camino, en la
luz de la tarde que hace que el cielo parezca blanco,
en los semáforos, en cualquier cosa que la lleve lejos
de esa bocanada de muerte que acaba de meterse en
el cuerpo de un saque.
Cada vez que presiona los pedales, la arenilla
arde.

Crónica de una muerte anunciada. Siempre es


igual. Le gustaría recordar bien de qué se trata el libro.
Tuvo que leerlo obligada en la escuela. Le ha quedado
una impresión vaga, llena de agujeros: iban a matar
a un tipo, todos en el pueblo lo sabían y nadie hizo
nada para evitarlo. ¿Será que no se puede?, se pre-
gunta mientras cierra la canilla y la ducha enmudece.
Se seca rápido, se viste. Si se detiene un segundo de
más, corre el riesgo de no volver a salir. Podría justi-
ficarlo: tiene a Bermúdez como testigo de la descom-
pensación aunque nadie vaya a pedirle explicaciones
por su ausencia.
Clava los ojos en la porción de río que llega a ver
desde su ventana. La superficie del agua brilla ondu-
lada. El sol parece estar fuerte todavía, fuerte como
si no se hubiera enterado de que la noche acaba de
adelantarse y le inundó la siesta. Busca la cartera, las
llaves del auto y vuelve a salir.

No quiere acordarse del otro caso pero se acuer-


da. Recién estrenaba su cargo en la fiscalía. Eran tam-
bién las vísperas de las fiestas, la época del año en la
que a todo el mundo se le da por juntarse. Ese sábado
había amanecido tarde, con el estómago revuelto. La
habían llamado dos o tres veces y le habían dejado
mensajes. Un tipo había matado al padre, a la madre,
a la hermana y a la pareja de la madre de su ex novia.
A ella, no. Para que sufriera, le había dicho.

Sandra camina por el pasillo que conduce a su


oficina. El sonido de sus tacos resuena como si estu-
viera atravesando una cueva. Debe haber tres gatos
locos en el edificio, piensa. Es el anteúltimo día laboral
del año y a esa hora ya no queda nadie a menos que
tenga algo urgente. Y las urgencias no son otra cosa
que un punto de vista. Piensa en el próximo diciembre
y se estremece. Cuántos casos así puede resistir un
cuerpo. El suyo apenas si pudo con el primero. Ahora
le toca atravesar el segundo con una muerta más.
Se sirve un vaso de agua antes de sentarse.
Abre la ventana y enciende un cigarrillo aunque está
prohibido. Todo no se puede, se dice. Oye pasos del
otro lado de la puerta.
—Entrá, Ramiro.
El secretario hace un malabar extraño para abrir-
la sin soltar los papeles. No esperaba encontrarse con
una puerta cerrada.
—No sabía que fumaba, doctora.
—No fumo. Ahora voy.
2

—Sandra, para qué te apuraste: no va a pasar


nada hasta febrero.
La voz de Daniel le llega cortada, apenas un
destello en el barullo de fondo. Debe estar en alguna
despedida, piensa. Le dice que no lo escucha bien,
que lo llama otro día. Y le corta sin esperar respuesta.
No se acuesta. Sabe que no va a dormir. Ha
vuelto a bañarse pero el cuerpo queda resentido. No
le va alcanzar la noche para purgar tanta oscuridad.
Le llegan las fotos, los comentarios de una despedi-
da a la que no llegó ni tenía ganas de llegar. Apaga
el teléfono. Enciende el televisor. Busca un canal de
cocina: lo último que quiere ver son las caras de las
víctimas decenas de veces repetidas, oír su propio
nombre en medio de todo el asunto. Todavía no logra
sacarse de la cabeza la frialdad con la que Fernando
Suárez había justificado cada una de las balas que
había disparado.
Todos sabían que las cosas iban terminar mal.
Aunque ni nos imaginamos algo así, dijo una vecina
frente a un micrófono. ¿Quién puede imaginarse algo
así? — piensa y, al mismo tiempo: ¿Cómo no ima-
ginarlo si ya sucedió? Si alguien en la ciudad había
logrado olvidar la masacre del año anterior, los noti-
cieros se habían encargado de recordárselo. Como si
se tratara de una pandemia, de un virus que volvía a
atacar. En el barrio le teníamos miedo, dijo alguien más.

No quiere pero busca sus anotaciones y revisa


la cronología que fue armando como un rompecabe-
zas en el que todas las piezas encastraron sin sobre-
saltos. Mañana tiene que ir a hablar con el único al
que Suárez le perdonó la vida. Quién sabe qué más
puede decirle, en qué estado va a estar.
Todo dura unos cuarenta y cinco minutos. Calcu-
la: ella se bajó del auto a las tres y media. Tiene que
haber empezado, más o menos, una hora antes.
En realidad, había empezado hacía años. Todos
lo sabían: la familia, los vecinos, la misma Mara. El
silencio había tejido su telaraña.
3

Se despierta y supone que debe ser ya medio-


día por la densidad del calor que inunda la habitación
de su infancia. Las aspas de ventilador giran lentas
en la penumbra. Después se callan y sólo se oye el
ronroneo metálico una, dos vueltas. Y de nuevo, el
quejido, el ronroneo y ese calor infernal que la hace
sopa. El dolor de cabeza no colabora ni un poco. No
se acuerda cuánto ni qué tomó para recibir el año en
un estado de esperanza posible. Siempre le pasa lo
mismo: cuando vuelve al pueblo y se mezcla con sus
hermanos, sus sobrinos, sus viejos, baja la guardia
aunque sabe que no debería. Bajar la guardia es abrir
una hendidura por la que empiezan a colarse pregun-
tas, reclamos, información. Tendría que vestirse, irse
enseguida. No está en condiciones de hacerlo así
que ni siquiera lo intenta. Volver a su departamento,
además, implica enfrentarse con el expediente que
dejó desmembrado, a medio hacer, sobre la mesa de
su cocina.
Se calza las ojotas y arrastra los pies hasta el
baño. Busca dos aspirinas en el botiquín. Están donde
siempre. Todo está donde siempre: las huellas del sa-
rro, los restos de jabón ancestral, el frasco de bolitas
de algodón, los peines. La canilla escupe un hilito de
agua tibia que no alcanza para hacer un buche. Como
puede, se las traga. Todavía las siente adheridas a la
altura de la tráquea cuando se baja la bombacha y se
sienta en el inodoro. Cierra los ojos. Debería seguir
durmiendo, piensa, dormir hasta no poder más.

En la mesa de la cocina, encuentra el mate lleno


de yerba seca, el termo con agua caliente y una notita
con la letra prolija de su madre. Que se fueron a bus-
car a los chicos, que a José se le rompió la chata. Que
no se vaya, que vuelven para almorzar.
El reloj que cuelga sobre el aparador marca las
doce.
Por una vez, va a ser obediente. Agarra el termo
y el mate y empuja la puerta mosquitero: afuera toda-
vía hay bastante sombra debajo del árbol.
No importa cuánto hayan regado, la sequía deja
huella y el pasto no es otra cosa que un montón de pi-
rinchos amarillentos que no llegan a entreverarse en
un colchón. Arrastra una de las reposeras que queda-
ron sembradas en el jardín de la noche anterior aun-
que levante polvo y se sienta. No está más fresco ahí
pero la ausencia de sol directo es un alivio. El dolor
de cabeza empieza a ceder lento como un nene ca-
prichoso. Vuelve a cerrar los ojos: la sensación de que
podría dormir durante meses no la suelta.
Un sueño anestesiado, largo. Eso necesita, pien-
sa.
La última vez que sintió algo así todavía vivía en
esa casa.
No quiere acordarse.
Abre los ojos; las imágenes no se desvanecen.

Inhala. Exhala. Vuelve a llenarse los pulmones


de ese aire limpio. Lo siente caliente, pesado. Cierra
los ojos y lo expulsa con lentitud. Ahí, entre los ár-
boles, entre los ruidos apenas perceptibles del jardín,
respirar parece fácil pero es una ilusión, como ese día
del año en el que todo se detiene, en el que no hay
otra cosa que hacer que transitar la resaca, esperar
a que se termine. Después, las vacaciones obligadas;
poner pausa como si las acciones de los otros fueran
de verdad a detenerse. Para qué te apuraste si hasta
febrero no va a pasar nada.
Febrero va a estirarse quién sabe cuánto. Y no
va a pasar nada porque ya pasó todo. Así de obvias
son, a veces, las cosas.
Tierra movida

Si enfoca la mirada, están ahí: minúsculas man-


chas que solas ni se ven. Antes, fueron bichitos que
volaban sin saber que iban a estrellarse contra un pa-
rabrisas.
No es momento de prestarles atención.
Pone en marcha el auto, sale del estacionamien-
to. La luz roja del primer semáforo. Chequea el celular.
Nada.
Se le ocurre que si achinara los ojos en plena
ruta, podría ver cómo las alitas golpean el vidrio y
se desprenden; los cuerpos, también. Y al final, esas
marcas que se notan a fuerza de acumulación. Oye
bocinas de fondo. Avanza. El tránsito de la ciudad se
ha puesto espeso. Salir le lleva más tiempo que el que
había calculado. Se dice que es eso lo que la inquieta,
que va a tener que inventar algo por las dudas. Sabe,
sin embargo, que no debe distraerse: debe mirar el
camino, estar atenta a la moto que quiere adelantarse,
a los camiones que van y vienen. Tendría que haber
tomado el colectivo, piensa. Entonces, podría haberse
dejado caer en un asiento, sus ojos se perderían en
el paisaje que muta del otro lado de la ventanilla sin
ponerse en riesgo.
Es muy arriesgado, dijo su médica. Aun en las
mejores condiciones, un aborto sería muy riesgoso.
Que ella dijera que sí era su última esperanza.
Se aferra al volante. Le tiemblan las manos. Afe-
rrarse es un instinto.
Lo único que quiere es llegar, hablar con él, ex-
plicarle. Y escucharlo decir que todo va a estar bien,
que de algún modo van a encontrar una solución.
Al fin y al cabo no es tan difícil, se dice.
El sol anaranja el cielo, unas nubes delgadas se
deshilachan en el horizonte. Las huellas de los bichos
brillan en constelación a la luz del atardecer.
2

No me hagás esto, piensa él y es lo único que


puede pensar durante unos minutos. Repite la frase
una y otra vez en su cabeza mientras ella habla.
No habíamos quedado en esto, alcanza a decir-
le.
O cree que se lo dice porque, en realidad, toda
su atención está puesta en sí mismo: sabe que debe
contenerse, que si da rienda suelta a esa fuerza que
le crece en el pecho, las cosas van a terminar mal.
Ella habla y sus ojos lo buscan pero él los es-
quiva. Tendría que haberla visto venir. Cierra los pu-
ños hasta que siente las uñas clavadas en las palmas.
Aprieta los dientes. Mira el volante, el tablero, el río
inmutable a unos metros.
Y ella se calla.
Al fin se calla y él puede dejar de repetirse ‘no
me hagás esto, por qué me hacés esto, la putísima
madre’ y se sumerge en un silencio que es más bien
un zumbido que sólo él oye, frío como el viento que
mueve las copas de los árboles ahora que ella se baja
y camina con una lentitud que lo exaspera hasta que
se pierde entre los autos estacionados.
El zumbido no cesa pero logra estirar los dedos,
aflojar la tensión de la mandíbula, evitar el calambre.
La puta madre, dice para nadie.
Mira el reloj. Ya tendría que estar en su casa. Gira
apenas la llave: el motor ruge primero, ronronea des-
pués. Da marcha atrás y avanza. Enciende la radio. Es
un reflejo, nada más, un modo de poner la mente en
blanco que siempre funciona. Sus ojos se distraen en
los árboles y en las casas que corren como una cinta
del otro lado de las ventanillas.
3

Desde hace días, ella llama, manda mensajes y


él no contesta.
Necesitará tiempo para arreglar las cosas, se
dice ella para explicarse esa coreografía del silencio.
La explicación acalla, de a ratos, los ruidos que em-
piezan a brotar en cada recoveco de su cabeza.
También se dice que son las hormonas, que está
más sensible y que por eso cree que él está distinto. Y
esa ausencia que no ayuda en nada, que la fuerza a
girar en falso sobre las mismas ideas.
Será que la última vez no pudo reconocerse en
esos ojos que se endurecían a medida que ella ha-
blaba de los riesgos. Le pareció ver que él apretaba
la mandíbula como si estuviera levantando un cerco
para que no se le escaparan las palabras.
No habíamos quedado en esto, murmuró.
Y ella no supo qué decir.
Y no, no habían quedado ni en eso ni en nada,
pensó.
No lo dijo. No dijo nada: no se atrevió. Algo se
había quebrado sin emitir ni el más mínimo sonido.
Esperó unos minutos que caldearon el aire. Entonces
se bajó. Necesitará tiempo, pensó mientras se alejaba
y el viento helado se le enredaba en el cuerpo y le
estremecía los nervios. Necesitará tiempo, se repite
ahora para que el desamparo no gane las horas de
ese tiempo que empieza a acabarse.
4

Las horas se aceleran y, al mismo tiempo, han


cavado un pozo del que cada vez le resulta más difícil
salir. Ya no sabe cómo disimular las náuseas que ata-
can en cualquier momento, el sueño que la embota
todo el día pero que la esquiva de noche. No sabe
qué hacer.
O sí sabe, pero no puede.
Y ese silencio al que la somete, esa manera de
borrarla como si no existiera. O peor: como si nunca
hubiera existido. Cuándo empezó a tenerle miedo.
No lo sabe.
La primavera se adivina en el verde recién na-
cido de los árboles. Ese calor a destiempo y la hu-
medad hacen que el día se vuelva difícil de escalar.
Empiezan a preguntarle si está bien, si le pasa algo.
Estoy cansada, nada más. Claro, se acerca fin de año,
estamos todos igual. Claro, asiente ella y se ampara
en esas explicaciones fáciles que, en otro momento,
la hubieran calmado. Pasa las noches buscando algo
que no encuentra. Busca, lee hasta que el resplandor
de la pantalla le seca los ojos. Cuando no da más, se
acuesta.
Los sueños se han poblado de brumas visco-
sas, bosques en penumbras, animales que escarban
la tierra, que respiran como si les faltara el aire. Las
sombras mutan: se vuelven objetos imprecisos, caras
que no conoce y que se esfuman. Después, el día no
le alcanza para despegarse las sensaciones que que-
dan deambulando en el cuerpo.
5

Ya fue suficiente —piensa— y manda un ‘hola’


como si nada fuera de lo común hubiera ocurrido. Ella
no responde enseguida. Con todo lo que insistió, aho-
ra lo deja con el saludo en la punta de los dedos.
Lo pensaste, teclea.
No es una pregunta, es una certeza. Ella res-
ponde que sí, que lo pensó.
Entonces.
No es para hablar por acá, dice ella.
No va a pasar nada, escribe y va a agregar algo
pero se arrepiente. Mejor dejarla en suspenso.

Ella llega temprano. Es difícil calcular los horarios


con los colectivos de los sábados que pasan cuando
quieren, se dice para distraerse. Le tiemblan las ma-
nos. Quiere pensar que ya no siente miedo pero el
cuerpo es traicionero. Tiene que tragárselo, necesita
mostrarse firme. Quizás no tenga otra oportunidad.
No me hagás esto, le repitió él mil veces en los
últimos días. No va a pasar nada, es un procedimiento
sencillo. Él repite cosas que no entiende y las frases
se le desubican en la boca.
La espera se estira como un gato que se ha des-
pertado de la siesta. No hay nadie en el bar. El mozo
la mira pero no vuelve a acercarse. Sus dedos juegan
con los sobres de azúcar, de edulcorante.
Que llegue.
Que no llegue.
No sabe qué querer.
Los ventiladores remueven el aire de la tarde y
se quejan en cada vuelta: algo está flojo ahí arriba.
El mozo detiene la mirada en las aspas y percibe las
oscilaciones de ese centro que debería —le parece—
estar quieto. En realidad, no lo sabe. Si supiera algo
de electricidad —cree—, no estaría allí un sábado a
la tarde. Es el aburrimiento el que lo obliga a pensar
en cualquier cosa, detenerse en detalles a los que, en
otras condiciones, no hubiera prestado atención.
La puerta se abre en un estallido. Dos tipos se
sientan con la mujer que no quiso pedir nada. Espero
a alguien, le había dicho. Al final era cierto.
Dos cortados.
Nada. Ella no quiere nada.
Lleva el café a la mesa. Le pagan enseguida.
Hace años que trabaja de mozo, sabe qué significa
eso: o se van rápido o no lo quieren dando vueltas.
Algo en la rigidez de las miradas le resulta extraño
pero no va a meterse. Ha visto cosas más raras sin in-
volucrarse. Esta no va a ser la excepción. Qué podría
hacer, además.
El atardecer empieza a apagar el cielo. Los
autos pasan como estrellas fugaces sobre el fondo
de pavimento. En un rato, empezarán a llegar los de
siempre. Se pone a fajinar vasos y cubiertos para que
sus ojos no se obstinen en clavarse en la charla de la
única mesa ocupada.
Se van los tres al mismo tiempo. Mientras levan-
ta las tazas con el café medio tomar y el reguero de
papelitos que ha quedado sobre la mesa, ve a la mu-
jer sola en la parada del colectivo.
No dejaron propina. Va a recordar sus caras para
no esmerarse la próxima vez.
6

La mujer abre la puerta y no hace falta que diga


nada.
Ellos se miran.
El flaco es el primero en desviar los ojos: no es
en realidad su problema —piensa— aunque ahora sí
—se da cuenta— porque en lugar de estar en su casa
mirando televisión, por ejemplo, está en ese living de
sillones raídos como si se tratara de una sala de es-
pera cualquiera y no se le ha cruzado por la cabeza,
ni por un segundo, mientras miraba las manchas de
humedad en las paredes o los bordes saltados de la
mesa, que iba a tener que cargar un cuerpo. El otro,
en cambio, no tiene que desviar la mirada porque
desde que se ha dejado caer en uno de los sillones,
mantiene los ojos clavados en una línea de meta ima-
ginaria: el instante en el que la locura de esos días
llegue a su fin. Sus ojos apenas repararon en los del
flaco y volvieron a despegarse: algo se había termina-
do, sí, pero no como habían arreglado. La puta madre.
De fondo, oye un lloriqueo que empieza a exasperarlo.
No le importan las excusas que ponga la tipa, ahora
tiene un problema que no tendría si ella hubiera he-
cho bien la única cosa que tenía que hacer.
—¿Qué hacemos?—pregunta el flaco.
Nadie sirve para nada, piensa él.
—Se callan los dos—dice.
Durante unos minutos, sólo se oye el motor de
una heladera en la habitación contigua y el arrastrar-
se del segundero de un reloj que ninguno de los dos
sabe dónde está.
—Me la sacan de acá ya mismo.
La mujer habla como si fuera otra. Quiere que
los tipos se vayan cuanto antes y si el lloriqueo no
surtió efecto, es imperioso cambiar de estrategia.
—Esto no es lo que habíamos arreglado.
—Podía pasar cualquier cosa y ustedes lo sa-
bían. Me la sacan de acá.
El flaco sigue callado, los ojos anclados al suelo:
espera instrucciones aunque hasta él se da cuenta
de que no hay muchas alternativas mientras perma-
nezcan ahí adentro. El otro también lo sabe pero está
pensando un poco más allá: va a necesitar ayuda. La
tierra se revuelve mejor en manada.
Fotografías

La foto es un rectángulo en el que se ve todo


el cielo. La tierra es una línea gruesa, un horizonte
verde interrumpido por los árboles, desenfocado. Ella
ocupa el lugar central: tiene puesto un vestido blanco.
Sonríe. Sus manos sostienen un ramo de rosas de
un naranja suave. Una cinta roja rodea su muñeca
derecha: un hilito, apenas, contra la envidia. Tiene el
cabello recogido. Más atrás, está él: traje azul marino,
camisa celeste, corbata. También sonríe. La alianza
brilla. Unos ligustros enmarcan las figuras.

Interior, blanco y negro. Ella usa el mismo vesti-


do entallado; la falda es amplia, mullida. Él conserva
el traje. Están frente a frente, sus manos se entrelazan.
Bailan. Ella sonríe. La cámara lo ha capturado a él con
la boca abierta: acaba de decir algo o está a punto
de hacerlo. Detrás de ellos: una silla, un saco colgado
en el respaldo; sillones vacíos contra un ventanal.

—Vengan, maté a mi mujer.


El martillo con el que le ha golpeado el cráneo
está en el suelo, a unos metros del cuerpo que, media
hora antes, había sido capaz de moverse por sí mis-
mo. Sin embargo, el hombre corta la comunicación y
permanece sentado a la mesa.
Cree que mató a su mujer.
No sabe que todavía no está muerta.
Son las 17.30.
Es enero.
El calor es una presencia pegajosa que se ha
vuelto parte del aire. El hombre respira. El pecho se
aquieta. El sudor se ordena en minúsculas gotas que
le enmarcan la frente. Las gotas de sangre, en cambio,
dibujan sobre sus manos el mapa de un estallido que
empieza a secarse.
No piensa en nada.
Sabe lo que ha hecho: acaba de confesárselo a
alguien.
Parece que el tiempo se detiene pero no: conoce
bien esa sensación. Cuando estaba internado, todas
las horas parecían la misma; los días, siempre igua-
les. Entonces, ella iba a visitarlo y él se daba cuenta:
las rutinas seguían rodando en esa dimensión que le
estaba vedada. Eran sus horas las que se estiraban
como si estuvieran hechas de algún material viscoso
que no llegaba a romperse, que apenas se movía.
Ella también estaba hecha de algo viscoso.
No había pensado en eso.
Plano americano sobre un fondo de nieve y
montaña. Los dos visten ropa deportiva. Él tiene
puesta la capucha; la mano derecha en el bolsillo. El
brazo izquierdo reposa sobre la espalda de ella, que
está inclinada y se apoya sobre el pecho de él. La
pose parece incómoda, fugaz. Ellos, de todos modos,
sonríen.

Él ocupa todo el cuadro y tiene la capucha del


buzo puesta. De ella, la cámara ha capturado la frente,
los ojos. Su cabello brilla al sol. Es un destello. El sue-
lo es pura roca, aridez. Casi no hay fondo.

Otra vez, plano americano. De fondo, el río y,


más allá, el perfil de la ciudad que se asoma. Ella
tiene el bolso cruzado en bandolera y los mismos an-
teojos oscuros que aparecen en otras fotos. Hacia la
izquierda, en la sombra, hay un hombre ajeno a la
escena. Viste una campera verde. A ellos no parece
importarles ni el hombre ni el aire fresco: se apoyan
contra la baranda blanca y sonríen.

Primero, oye un zumbido. No se inmuta.


Su cerebro, de todos modos, conecta los hechos:
la sangre, el cuerpo —el cuerpo es carne, la carne se
descompone—, las moscas —las moscas zumban.
Ella se quejaba siempre de las moscas, sobre
todo en verano. Las moscas revoloteando sobre las
frutas; las moscas enturbiando todo en la casa.
Ya no va a quejarse más, piensa.
El zumbido se vuelve compacto, se convierte en
otra cosa.
“Vengan, maté a mi mujer”, ha dicho hace apenas
unos minutos.
Y otra vez se produce la sinapsis: el llamado, la
voz metálica del otro lado de la líneas, el zumbido, las
sirenas. Para qué las sirenas, se pregunta, si yo no
voy a ningún lado. No quería preguntarse nada, en
realidad: ha sido un gesto involuntario. Clava los ojos
en la pared: justo donde la humedad ha levantado la
pintura. Clava los ojos en ese globo y frena el impulso
de aplastarlo.
Las sirenas se acercan. Es lo único que puede
oír.
No le costaría nada levantarse, darle una patada
a la pared, observar cómo la pintura cae hecha polvo.
No se mueve hasta que cree oír golpes en la
puerta. Las sirenas están ahí y amortiguan otros soni-
dos. Entonces el hombre no sabe si han golpeado o si
ha sido su imaginación. Intenta ponerse de pie, pero
la puerta se abre en un estallido. Enseguida todo se
vuelve azul oscuro, rechinar de los borceguíes en el
suelo.
—Una ambulancia. Que venga la ambulancia—
grita alguien.
Y él lo oye lejos, como si ya se hubiera ido.

Desenfoque ligero. Es él quien saca la foto. Tie-


nen las cabezas juntas. Él achina los ojos aunque su
cara está en sombra. Ella cubre los suyos con enor-
mes anteojos oscuros. Su cabello rubio brilla al sol.
De fondo, la ciudad: una plaza seca, autos estacio-
nados. Una parte del cuerpo de alguien más se ha
colado en el cuadro.

De nuevo, las cabezas juntas. También es él el


que saca la foto. Ha aumentado de peso. Viste un
buzo naranja que hace que la luz se refleje cálida en
su cara. Ella tiene el pelo más corto; un sweater gris,
una polera blanca. Sonríe apenas. El sol que brilla
afuera ilumina la cortina: la persiana levantada per-
mite vislumbrar los edificios del otro lado de la calle.

Se concentra en los brazaletes de metal que


le aprietan las muñecas para distraerse del zumbido.
Algo le dice que no pueden ser las moscas, a menos
que lo hayan seguido. Pero no, a quién se le iba a ocu-
rrir seguirlo hasta ahí. Lo han dejado solo. Busca con
la mirada hasta que encuentra: son los tubos fluores-
centes los que zumban. Zumban y hacen que el aire
se vuelva verdoso. Cierra los ojos.
No estaba muerta.
No contó los golpes, pero fueron muchos. De
eso está seguro. Por eso le duelen los brazos. Tam-
bién por el forcejeo, pero sobre todo, por el esfuerzo
de mover la maza una y otra vez. Una y otra vez has-
ta que ella se quedó quieta y él pensó que estaba
pegándole a algo que ya estaba muerto. Y se detuvo.
Y en ese momento se dio cuenta de que ella estaba
hecha, también, de algo viscoso que fluía de lugares
insospechados. Dejó caer la maza y se limpió las ma-
nos en el pantalón. Buscó el teléfono y llamó al 911.
—Vengan, maté a mi mujer—dijo.
De eso también está seguro.
La voz, del otro lado de la línea, titubeó pero se
repuso enseguida. Él le dijo la dirección y cortó.
Se la habían llevado primero a ella. La cargaron
en una camilla. Él estaba todavía adentro de la casa
cuando escuchó cómo se alejaban las sirenas.
“Maté a mi mujer”, había dicho pero no: al final no
la había matado.
No podía ser: nadie sobrevive a esa cantidad de
golpes.
Nadie.
No oye que alguien abre la puerta: siente, en
realidad, una bocanada de aire fresco. Abre los ojos;
la luz lo encandila.
Está despeinada. Tiene los cachetes y la nariz
enrojecidos por el sol. De fondo, una ruta llena de ca-
miones.Y la montaña. Nieve en las laderas, en el suelo.
Ella sonríe a pesar del viento.

Blanco y negro. Ella está en el centro inventado


por el ojo del fotógrafo. Allí, donde todo es borroso, su
cara es lo único enfocado. No sonríe: está atenta a la
ceremonia a la que asiste.

Todo es rojizo: ella, el fondo. Mira a la cámara


de su computadora. La luz es una enorme mancha
amarilla sobre su cabeza. Las vigas de un techo de
madera, las paredes cálidas. Tiene el pelo más corto,
más oscuro. Sonríe.

Los pasillos huelen a desinfectante pero el piso


igual se ve sucio. Está percudido, piensa. Imagina
miles, millones de pies horadando ese suelo: miles,
millones de pies marcando el mismo camino de la
guardia a la sala de espera. Ida y vuelta. Ida y vuel-
ta. No entiende qué hace allí. Ida y vuelta. Hace un
rato, nada más, habló con ella. Que estaba todo bien,
le había dicho. Que estaba preocupada por él, como
siempre.
Y ahora.
No puede haber sido él. Pero dijeron que sí. Que
él llamó, que confesó.
Quiere salir de ahí de inmediato. Necesita escu-
char de su boca que él lo hizo. Quiere saber por qué.
No puede creerlo: algo en ella se resiste, nada encaja
con nada. Quiere que el vaivén de la puerta se active,
que salga la médica y le diga que su hermana va a
estar bien.
Que se hayan equivocado. Que no hayan sido
tantos los golpes. Su hermana es fuerte, piensa, tiene
que ser más fuerte ahora.
Las cosas nunca son como una quiere.
Ojalá, esta vez.

Está despeinado. Su cabeza se inclina hacia la


derecha. De fondo, un auto estacionado debajo de un
alero, una pared descascarada.

Un campo, una camioneta. Él ocupa la esquina


derecha de la foto. Entre el gorro verde y la bufanda,
sus ojos miran a la cámara. Las sombras se alargan
en el suelo.

Tuvo que sentarse a escuchar todo lo que había


hecho de la boca de alguien que no había estado allí.
No le pareció ni bien ni mal; un poco raro, nada más.
Ellos sí habían contado los golpes: diez, dije-
ron. Y que ella había sufrido mucho. Él la había creído
muerta, por eso había dejado de golpearla. Si hubiera
sabido que no, quizás habría seguido. Quién sabe, en
realidad: el calor era insoportable y la maza se volvía
más pesada en cada golpe.
Oyó prisión preventiva, como de lejos.
Otro zumbido: el aire acondicionado escupe un
vaho tibio en una gárgara metálica. Es lo único que lo-
gra escuchar: las voces se desenfocan, se vuelven un
colchón de murmullos que detiene, otra vez, el tiem-
po. Había creído que todo iba a ser más rápido, que
por una vez iba a ser él quien tuviera el control. Pero
no, siempre eran los otros: ella, los médicos; ahora, el
juez.
Prisión preventiva.
Qué más da, piensa. Ahora, al menos, ella va
a estar tan detenida como él; detenida como en las
fotos que se sacaban casi siempre juntos aunque al
final ya no. Se deja conducir hasta el patrullero. El vi-
drio está sucio pero no le importa: cierra los ojos ape-
nas percibe el movimiento.
No me verás volver

Pensaste que estaba muerta.


Y que las muertas se entierran para que se las
coman los gusanos mientras nadie las ve; se entierran
para que nadie las encuentre, o para que las encuen-
tren convertidas en un puñado de huesos sin nombre.
Que estaba muerta, pensaste. Que podías tirar-
me entre los yuyos mientras decidías qué hacer, cómo.
Pensaste que iba a ser fácil.
Que si llegaban a encontrarme, nada en mí iba
a señalar el camino hacia vos. Que podía haber sido
cualquiera.
No sé cuándo te diste cuenta de que no ibas a
poder.

Era tierra lo que estaba metiéndome en los pul-


mones.
Ya no sentía las piernas. Ni las manos. Ni los bra-
zos. No podía moverlos. Ni sacudirme las ramas. Ni li-
berarme de toda la mierda que me habías echado encima.
Era tierra.
La pala que se negaba a clavarse en la tierra
seca. Tus puteadas. Los primeros pájaros de la ma-
ñana. Un colchón de insectos zumbantes entre los
yuyos. Los rayos de la bicicleta que cortan el aire, se
alejan. El silencio.
Iba a lo de Juli. Me dijiste que me llevabas. Era
justo enfrente de tu casa. Para qué vas a estar acá
esperando, dijiste. Algo de lógica había en las pala-
bras que soltabas como caramelos al aire: no era tan
lejos, no eras un completo desconocido. Y me dolían
los pies. El sueño empezaba a pesarme en el cuerpo.
Me dijiste que me llevabas.
Después, las puertas trabadas. El forcejeo.
Cómo iba a salir de ahí. Me defendí como pude. Tus
ojos enrojecidos entre mis manotazos inútiles.
Yo ya no sabía dónde estaba.
El aire se afinó como un hilo imperceptible y algo
se desprendió de mí.
Recién ahora lo sé: era yo.
2

Va y viene sobre el techo del galpón. Los vecinos


lo ven y miran para otro lado: saben que es mejor no
meterse con él, no llamar su atención. Hace un par
de días nomás, se metió con los pibes que se habían
juntado, como siempre, en la esquina. Nadie supo por
qué hasta que alguien echó a correr el rumor: su mu-
jer se había ido de la casa, lo había denunciado. Na-
die, de todos modos, iba a preguntarle nada a él.
Fuma un cigarrillo tras otro, deambula. Levanta
los ojos al cielo. El aire es gris pero no parece que
vaya a llover. Tiene las manos sucias, le duelen un
poco. Esa pala de mierda, piensa. No le sirvió para
nada más que para rasparse. Tuvo que escarbar, cla-
var las uñas. Hasta que se dio cuenta de que no iba
a poder. Parecía a propósito: esa misma tierra que
formaba nubes en el camino y que le ensuciaba el
auto cuando pasaba por ahí había elegido justo esa
mañana recuperar una suerte de hermandad inorgá-
nica. No lo piensa de esa manera. Piensa, más bien,
que todo lo que lo rodea se complota en su contra y
teje una maraña en la que se ha pegoteado.
Esta vez, no sabe cómo va a salir.
Enciende otro cigarrillo. Tiene que pensar en
algo y tiene que ser rápido —se dice— pero no logra
pensar nada más. Ya hizo todo lo que se le ocurrió,
salvo escaparse. Vuelve a mirar el cielo: una bandada
chilla sobre su cabeza. Irse sería llamar la atención.
Tiene que resistir. No deja de moverse sobre el techo.
Podría tirarse, acabar con todo en un instante. Repa-
sa otra vez la secuencia en su cabeza.

Fue hasta lo del vecino, le pidió una pala. Las


calles del barrio estaban quietas todavía pero José
se despertaba al alba. Ni jubilado había podido sa-
carse la costumbre. Tomaba mate en el patio: lo vio
a través del cerco. Charló un rato. Le dijo que se iba
a pescar, que iba a buscar lombrices. No le gustaba
pescar —nunca había entendido qué entretenimiento
veían algunos en observar el agua quieta esperando
el pique— pero no se le ocurrió otra excusa.
Más tarde, volvió con la pala rota. La dejó contra
el alambrado.
No sé si vamos a volver a vernos, le dijo.
José pensó que era una broma de esas que no
hacen reír a nadie —qué otra cosa podía ser. Y se ol-
vidó. Pero él no lo sabe: por qué no cerró la boca, por
qué no se arregló solo. Como siempre.
El sol se ha abierto camino entre las nubes. Qui-
zás no fuera a durar: las lluvias que pronosticaban
tendrían que llegar en algún momento. No aguanta
más el calor ahí arriba. La porción de barrio que al-
canza a divisar se le vuelve miserable, mustia. Esca-
parse. Sí, podría escaparse: dilatar un poco las cosas,
hacérselas más difíciles. No sería el primero que zafa,
ya lo vio muchas veces. No en el pueblo, claro, pero él
qué sabe. A más de uno debe habérsele ido la mano
—como a él— y a lo mejor tuvo suerte —la misma que,
por qué no, podría tener él.
3

Sus ojos viajan de un bulto a otro y, durante unos


segundos —quizás minutos, si se empeña un poco en
enfocar y en nada más— lo único que existe es esa
soga tensa, retorcida sobre sí misma, que forma dos
bultos. Una molestia ligera en el cuello lo distrae y la
distracción —lo sabe— va a arrancarlo de ese estado
fugaz, contemplativo, que aprendió a construirse con
los años para lidiar con las situaciones que, al princi-
pio, le revolvían las tripas y lo obligaban a doblarse al
medio como si le hubieran pegado un puñetazo seco
en el abdomen. Lo distrae la molestia que ahora es
un alambre de dolor que le atraviesa la nuca y empie-
za a escuchar los murmullos, las pisadas, el click de
los maletines que se destraban. Alguien se ha puesto
un guante, el látex emite un destello elástico, veloz.
Una mano le roza el codo, otra le alcanza un par de
guantes azules pero no: él no va a tocar nada. Para
qué. Ya no hay modo de mantenerse en la burbuja: los
bultos son ahora nudos, la soga es un arma mortal de
la que cuelga un cuerpo. Todas las interpretaciones
que había logrado poner en suspenso se desbocan.
El cuerpo es el sospechoso que se ha delatado en su
último gesto.
Logra reprimir la náusea a la altura de la gar-
ganta.
— ¿Lo bajamos, doctor?
Asiente con la cabeza.
No es el primer ahorcado que ve. Le resulta ex-
traño, sin embargo. No estaba buscando un suicida:
estaba buscando a un tipo capaz de secuestrar, violar
y enterrar viva a una mujer. Alguien así no se asusta,
había pensado. Se escapa, busca protección, resiste.
Pero no se mata. Se ha equivocado. No sería ni la
primera ni la última vez.
Los patrulleros habían llegado antes que él.
Santos, el jefe del operativo, había intentado entrar
“por las buenas” —dijo— a pesar de que tenía la orden.
Golpearon la puerta varias veces mientras rodeaban
la casa. Ellos tampoco esperaban encontrarse con un
muerto: habían llegado tarde.
Y ahora estaban ahí, observando el cuerpo del
tipo que los testigos, las cámaras y algunas pericias
habían señalado como el sospechoso. Que la había
perseguido toda la noche, dijeron. Que la vieron ha-
blando con él cerca de las seis de la mañana. Des-
pués, el vacío: nadie supo nada de ella hasta esa
mañana. De él, se sabía todo: que su mujer lo había
denunciado por amenazas, que se trenzaba con los
pibes del barrio, que acosaba a las pibas.
Sale de la casa, no tiene nada más que hacer
ahí.

—Vino a la mañana. Estuvo con nosotros, char-


lando, tomando mate. Hablamos de pesca. Como a
las cinco y media, el amigo… le voy a decir el amigo…
vino a pedirme una pala. Una pala de punta para ir a
sacar lombrices. Bueno, sí, le dimos la pala de punta.
Y salió en bicicleta con la pala y una botellita cortada.
Salió. Y más o menos a los treinta, cuarenta minutos,
volvió y me dejó la pala ahí en el tejido. Todavía me
dice: “Uh, te rompí tu pala”. “Estaba más dura la tierra”,
dice. Cuando iba saliendo así para afuera, me dice:
“No sé si vamos a volvernos a ver”. Bueno, yo me que-
dé tranquilo nomás acá porque como siempre jodía-
mos… Ni se me cruzó en la cabeza que este mucha-
cho iba a hacer lo que hizo, ¿no?
Santos lo mira.
—Es el vecino que le prestó la pala—aclara como
si la ausencia de reacción del fiscal fuera un pozo que
él debe llenar de obviedades.
—Sí, me doy cuenta. Vamos a necesitar que ven-
ga a declarar.
Para qué se acercó, piensa ahora mientras vuel-
ve al auto.
Un caso que se abre y que se cierra solo. To-
davía tiene que esperar el resultado final de las au-
topsias, que aparezca el celular de la chica, que no
emerjan otros sospechosos entre los rumores, entre
las frases que los vecinos empiezan a soltar como sin
querer.
Se aleja del barrio.
Un punto amargo empieza a expandirse en su
paladar. Va a permanecer ahí unos días, ya lo sabe:
la costumbre no es un escudo estable; la experiencia,
tampoco.
4

Fuiste y viniste mil veces.


Oía, como de lejos, las ruedas de la bicicleta
cortando el aire, cómo la soltabas al costado del ca-
mino, el ruido de chapas golpeando los yuyos.
Rompiste una pala.
Te embarraste.
Murmurabas frases que no llegué a entender: se
te pegoteaban primero entre los dientes, se morían en
el aire después.
Me cubriste con bolsas. Apilaste ramas y troncos
porque la tierra no alcanzaba. Improvisaste un basu-
ral justo aquí donde no hay nada.
Habrás invocado a la suerte.
Habrás pensado que a nadie iba a importarle lo
suficiente.
Pero no pensaste que no ibas a poder. En ese
momento, no lo pensaste: ni siquiera te fijaste que mi
pecho se movía, aunque el movimiento fuera casi im-
perceptible. No veías nada.
Si lo hubieras hecho, te habrías dado cuenta de
que era tierra lo que estaba metiéndome en los pul-
mones. Que mi cuerpo se empeñaba en hacer lo úni-
co que saben hacer los cuerpos: mantenerse con vida.
Pensaste que las muertas se entierran para que
se las coman los gusanos mientras nadie las ve; que
se entierran para que nadie las encuentre, o para que
las encuentren convertidas en un puñado de huesos
sin nombre.
Pero yo no estaba muerta.
La luz me enceguece ahora como si este campo
fuera un día perpetuo. Cada tanto, se agita el verde
y creo que voy a ver algo. Que alguien va a venir a
decirme dónde están las sombras, cómo se vive fuera
del cuerpo.
Algo parecido a una brisa me mantiene quieta.
Nadie me espera ya en ningún lugar.
Sobre la autora

Laura Rossi

(Buenos Aires, 1980). Licenciada en Letras


(UBA).
Vive en Rosario desde 2009.
Fue finalista del Premio Clarín Novela en 2011
(Suturas, inédita); en 2012 (Baldías, 2013/2020), en
2015 (Los bordes del cielo, Editorial Biblioteca, 2017)
y en 2017 (Sombras chinas, inédita). En 2013, ganó el
1° premio en el Concurso de Narrativa organizado por
Río Ancho Ediciones con la novela Llegaría el silencio
(2014). Además ha publicado Los Tunos, los Tarkos y
los Tercos (Libros Silvestres, 2017).
Ha participado de “La Chicago Argentina” (Rosa-
rio), dos veces Encuentro Internacional de Literatura
Negra y Policial “Córdoba Mata” y en el Congreso Aza-
bache (Mar del Plata). Ha ganado, en 2017 y 2019, las
becas a la creación del Fondo Nacional de las Artes.
Textos suyos han sido publicados en las revis-
tas, diarios y antologías. En 2020, formó parte de la
organización de ‘El festivalón’.
Índice
Información legal
Como si la pala cortara el hilo
Atravesar una cueva
Tierra movida
Fotografías
No me verás volver
Sobre la autora
No me verás volver fue publicado por Brumana
Editora en enero de 2021 (Rosario, Argentina) en el
marco de la iniciativa Brumana Libre.

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