Tempest Williams Terry Cuando Las Mujeress Fueron Pájaros
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Cuando ¡as m ujeresfueron pájaros: Cincuenta y cuatro variaciones sobre la voz
Primera edición, México, diciembre de 2020
© Terry Tempest Williams
d.r . © 2020
Ediciones Antílope S. de R.L. de C.V
Alumnos 11, San Miguel Chapultepec, Miguel Hidalgo,
c.p. 11850, Ciudad de México
www.ediáoncsantilope.com
D.R. © 2020
Almadia Ediciones S.A.P.I. dc C.V
Avenida Patriotismo 165, Escandón II Sección, Miguel Hidalgo,
C.P 11800, Ciudad dc México
Formación'
www.taller-sc.com
C orrección de estilo:
Jimena Maralda y Renata Riebeling
Im preso en México
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ANTILOPE
A NN M U D G E BACKER
Musa
L AURA SIMMS
Historia
L INDA A S H ER
Traductora
ALEXANDRA FULLER
Voz
A T O D O S LOS SE RE S A LADOS
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14
II
27
Cuando las mujeres fuimos pájaros, lo enten
díamos de otra manera. Sabíamos que nuestra
mayor libertad era escapar volando de noche,
cuando podíamos apropiarnos de la oscuridad
celeste, navegar en la dicha y el terror de nues
tra incertidumbre a través de la inteligencia de
las estrellas y de constelaciones creadas por no
sotras mismas.
Lo que mi madre quiso hacer y lo que pudo
hacer sigue siendo su secreto.
Todas tenemos nuestros secretos. Yo tengo los
míos. Retener palabras es poder. Pero compartir
nuestras palabras con otros, abierta y honesta
mente, también es poder.
Yo era consciente de los silencios al interior
de mi madre. Eran sus espacios de fuerza, invio
lables. Tillie Olsen estudió ese silencio. Escribe:
28
ciclo natural de la creación. Los silencios de los que
hablo no son naturales: la frustración no natural de
aquello que lucha por llegar a ser, sin lograrlo.
¿Qué es la voz?
III
29
lucionan hasta una consciencia que me mantie
ne erguida. Caminando por la línea de algas en
una playa, recojo conchas, un caracol, un molus
co, una almeja, testigos de un mundo que no po
demos ver hasta que lo tocamos, lo sostenemos,
lo llevamos hasta nuestra oreja y escuchamos.
El mundo invisible puede hablarnos. Este océa
no vasto, ondulante, nos mece. Las olas nos car
gan como el asenso y la caída de la melodía de
las madres. Mucho de lo que somos se origina y
se mantiene aquí, en el agua salada. Tomo otra
concha y escucho...
30
IV
31
derribarme y amenazar con ahogarme en una
ola inesperada. De ser así, entonces también aquí
aprendí que puedo sobrevivir al dolor. Creía en
mi capacidad de ponerme de pie y correr hacia
las olas una y otra vez, sin importar los riesgos.
La ola se rompía, se apresuraba en mi dirección
hasta cubrirme los pies y luego se retiraba de re
greso al mar, seguida de otra y otra más. Ésta
era la gran seducción. La exaltación dichosa en
este borde de oscilaciones era interminable.
Y cada noche el olor del azahar y de la sal
marina encendía los atardeceres en llamas que
el mar apagaba poco a poco. No he pasado un
solo año de mi vida sin un bautizo en el océa
no. Ni uno.
¿Por qué esta relación con M am á y con el
agua?
Fuentes que se rompen. Nacimos de lo que flu
ye, no de lo fijo. El agua es esencial. Una madre es
esencial. El océano como madre es fascinante por
su poder, una fuerza creativa que puede consolar y
destruir. Mi madre y yo llegamos a confiar una en
la otra en la playa donde nos sentábamos. Jugába
mos entre silencio y silencio. Nos entreteníamos.
Al borde del continente, viendo hacia el oes
te, comprendimos la paz y la violencia a nuestro
32
alrededor. El poder es la voz estruendosa del
mar, el ondular y estrellarse de las olas. Si el
agua no es repetición, no es nada: un encore a la
tenacidad de la vida. Y la vida que el mar con
tiene es superficie y profundidad, lo que vemos y
lo que imaginamos. Lanzamos una línea de pes
ca, una red. Lo que emerge es religión en forma
de pescado.
La transgresión de mi madre era deseo. Me
heredó ese deseo sin decir una palabra. La sole
dad es la memoria del agua. Vivo en el desierto.
Todos los días estoy sedienta.
Cuando abrí los diarios de mi madre y leí el
vacío, éste se transformó en nostalgia, el mismo
deseo y la sed que Mamá me transmitió. Voy a
reescribir esta historia, crearé mi propia historia
en las páginas de los diarios de mi madre.
33
dejar manchas. La tinta se termina. A un lápiz
se le puede sacar punta una y otra vez y desapa
rece en el proceso. Como yo. En el pasado, mis
palabras han nacido de flamas. Hoy mis pala
bras emergen del agua. La fuente de una mujer
se rompe y entra en labor de parto. El nacimiento
es inminente. La imaginación de una escritora se
suelta y ella también empieza una labor.
Todo se siente nuevo. Un nuevo año. Una nue
va década. Una nueva página en blanco. Escribo
en una de las páginas en blanco de los diarios de
mi madre no con una pluma, sino con un lápiz.
Me gusta la idea de borradura.
BORRAR
34
6. Dar lugar a la supresión en seguida y fácilmente.
7. Quitar caracteres, letras, marcas, etc., de algo.
8. Tachar; desvanecer.
Sinónimos:
abolir
anular
blanquear
cortar
dejar en blanco
deshacer
despachar
destruir
eliminar
expurgar
extirpar
matar
negar
nulificar
obliterar
35
podar
raspar
recortar
retirar
sacar
suprimir
tachar
tapar
x
36
Los diarios de mi madre son una obsesión.
Los diarios de mi madre son una obsesión compartida.
Los diarios de mi madre son una posesión.
Los diarios de mi madre ahora me poseen.
Los diarios de mi madre son deseo.
Los diarios de mi madre son mi deseo de saber.
Los diarios de mi madre son evidencia.
Los diarios de mi madre son la evidencia de que me conoció.
Los diarios de mi madre son elpoder de la ausencia.
Los diarios de mi madre son elpoder de la presencia.
VI
37
Colorado o el Snake. Esos caminos acuáticos se
guían su curso fuera de los mapas hasta nuestras
venas, tomando el amor de nuestro padre por la
naturaleza y tatuándolo sobre nuestro amor por
él. Si había una montaña que escalar o una sen
da que caminar, yo iba justo detrás de él como su
hija. La cordillera Teton, la Wasatch, las monta
ñas Rocosas fueron la columna vertebral colecti
va de la familia.
Todas las noches, terminábamos el día en ca
sa con historias de aventuras. Nuestra favorita
era “Scarface: la historia de un oso grizzly”, de
Dorr G. Yeager. Sentados en sus piernas, escu
chando el hermoso lenguaje de los osos movién
dose entre los árboles, lo que veían, cómo olían,
el poder detrás del zarpazo de su garra, nos atra
paba no sólo el drama emocional de la historia
sino también la pasión con la que nuestro padre
hablaba de un animal tan magnífico. Mis her
manos y yo quedábamos extasiados. Primero y,
ante todo, John Tempest es un contador de his
torias. Pero siempre supimos algo con claridad:
se sentía más realizado cuando estaba afuera con
sus botas puestas, caminando por las zanjas, lici
tando contratos para gaseoductos de alta presión
que atravesaban el oeste estadounidense.
38
Mamá tenía su propia intensidad, pero la con
tenía, especialmente cuando estábamos a solas
con ella. Fue durante esos días en Moor Mont
Drive, en Salt Lake City, que nos mostró a mi her
mano Steve y a mí “Pedro y el lobo”, de Prokófiev.
Pasamos tardes enteras sentados de piernas cru
zadas en el piso, absortos frente a nuestro fonó
grafo, escuchando este cuento musical. En el mi
nuto en que terminaba el disco, regresábamos la
aguja al principio y lo volvíamos a escuchar.
No tengo idea de qué hacía Mamá en las ho
ras durante las cuales nosotros estábamos bajo el
hechizo de Prokófiev, pero estoy segura de que
ése era el objetivo. Nuestro tiempo con Pedro sig
nificaba tiempo consigo misma.
A través de la autoridad de la narración bri
tánica de Richard Hale, Steve y yo conocimos
las voces distintivas de cada personaje: el pájaro
era la flauta; el pato era el oboe; el gato, el clari
nete; el abuelo, el fagot; y reconocíamos al lobo
con los tres cornos franceses. La presencia de Pe
dro se convirtió en la melodía de las cuerdas de
la orquesta. Los tiros de rifle eran emitidos por
los timbales.
“Una mañana temprano, Pedro abrió la puer
ta del jardín y salió a la verde pradera que había
39
3
40
Escuchar una y otra vez las voces a través de
una familia de instrumentos nos permitía reco
nocer y apreciar la dignidad y singularidad de
cada ser vivo de la pradera y del bosque.
Pedro nos mostró lo que Mamá quería que su
piéramos sin tener que decirlo. Acaso fingía desa
parecer detrás de la puerta cerrada, pero conocía
las lecciones: aquí está el mundo. No es un lugar
seguro, pero sin importar lo aterradora y descon
certante que se ponga la vida podemos sobrevi
vir a nuestros miedos, tomar al lobo por la cola
como hizo Pedro y hacer las paces con el mundo.
Cada voz pertenece a un lugar. La soledad es
un lugar. Mamá nos dejaba solos para disfrutar
de nuestra propia compañía, mientras ella disfru
taba de la suya y se tomaba tiempo para sí mis
ma. Cuando no estaba viviendo su soledad, la
contemplaba.
VII
41
turquesa. Catalogaban, identificaban e ilustra
ban estrellas, rocas, minerales, árboles, arbus
tos, flores silvestres, conchas, insectos, peces, an
fibios y reptiles, mamíferos y pájaros. Su favorita
era Guía de campo de las aves occidentales, publicada
en 1961 por Houghton Mifflin. Tenía una porta
da azul cielo con letras blancas. En la esquina su
perior derecha aparecía el retrato de un fraileci
llo y debajo del título, dibujados al interior de un
rectángulo blanco, una tangara aliblanca y un pi-
cogrueso norteño.
Tengo el ejemplar de mi abuela sobre el escri
torio. La cubierta está gastada. Cuando abro el li
bro, las guardas son siluetas de pájaros posadas en
cables de teléfono, en un árbol, en postes de luz,
todos pájaros que podrías ver conduciendo en la
carretera: un petirrojo, una urraca, una tórtola,
un cuervo.
En la caligrafía de mi abuela, con su caracte
rística pluma roja, ella escribió su nombre en la
diagonal: “Kathryn Blackett Tempest, 1599 O r
chard Drive, Salt Lake City, Utah 84106”. Está
escrito con mucha elegancia.
En las páginas ilustradas, junto a ciertos pá
jaros en particular, escribió la fecha y el lugar en
que vio esa especie por primera vez. Por ejem-
42
pío, junto a la imagen de un mirlo ermitaño, di
ce “1962, Bullen’s Ranch”.
Si hago una referencia cruzada entre su guía
y la mía, muchas de las primeras especies que vi
coinciden con las que vio Mimi, y se detona un re
cuerdo. Vi por primera vez una tangara aliblanca
en casa de mi amiga Gayle Platt. Su patio estaba
rodeado por el arroyo Mili, que corre a través del
Gran Lago Salado. La tangara apareció a la mi
tad de su fiesta de cumpleaños. Dejé de inmediato
eljuego en el que estábamos y seguí al pájaro como
en un trance. Era el pájaro que hace tiempo desea
ba ver. Y aparecieron su característica cabeza ro
ja, su cuerpo amarillo y sus alas negras. Cuando
la señora Platt se acercó a preguntarme qué estaba
mirando tan fijamente, de inmediato apunté ha
cia el pájaro en el álamo. Irritada de que me hu
biera alejado de la fiesta, me dijo que volviera con
el resto de los niños. Le pedí que me dejara llamar
a mi abuela, y así lo hice. Mimi tardó unos minu
tos en llegar en su Cadillac de acabados dorados
y dejó que cada niña en la fiesta viera, a través de
sus binoculares, al pájaro rojo, amarillo y negro.
Las dos registramos este momento en nuestras
guías de campo. Ella me dio la mía cuando yo
tenía cinco años. Es el primer libro que recuerdo
43
haberme llevado a la cama. Debajo de las cobi
jas, sostenía una linterna con una mano y la guía
de campo con la otra. Estudié con cuidado cada
uno de los pájaros y los llevé a mis sueños.
Al pertenecer a una familia que iba de caza,
aprendí los nombres de los patos a los que mi pia-
dre disparaba.
Le pedía que me guardara las alas. Ala dere
cha. Ala izquierda. Y hacía un ramo con sus plu
mas. Cuando nos sentábamos en la mesa del co
medor a cenar pato, lanzaba oraciones silenciosas
para los patos colorados y los porrones picudos.
VIII
44
Mimiyyo salimos de la cabaña listaspara experimentar
y observar los secretosy emociones que hay en el mundo de
la naturaleza. Caminamos con los binoculares en la mano
para noperdernos ni un detalle... sentimos el calor del sol
filtrarse a través de las hojas de los álamos.
Nos sentamos en un anudado tronco viejo que había sido
golpeado por un rayo muchos años antesy escuchamos, es
cuchamos el silencio. Sólo escuché una quietud hermosa.
45
Vimos al águila real precipitarse hacia abajo
y tomar un ratón entre sus garras.
46
IX
47
La señora Parkinson y yo nos reuníamos tres
veces a la semana en su salón especial, lleno de
plantas y pósteres con ilustraciones de varios so
nidos consonantes y vocales. Me ayudaba a re
dirigir mi lengua cuando hablaba y al tragar. El
punto era dejar de meter la lengua.
Los ejercicios eran más o menos así: me daba
una galleta salada para masticarla, con la instruc
ción de formar una bolita de masa en el centro de
la lengua. Una vez hecho esto, tenía que abrir la
boca y mostrársela. Después de felicitarme, po
nía una pequeña banda elástica alrededor de la
punta de mi lengua (o al menos así lo recuerdo) y
me enseñaba, con su propia lengua, en qué pun
to exacto ponerla (en el paladar).
Una vez colocada la lengua en la posición per
fecta, justo como había indicado, decía “Aho
ra traga”.
Yo tragaba. Ella miraba.
“Muy bien.”
Me terminaba un paquete de galletas en cada
sesión, o eso parecía. Así era la enseñanza sobre
tragar. La clase para dejar de sesear era distinta.
Si ponía la punta de la lengua donde nor
malmente lo hacía cuando hablaba — detrás de
mi dientes delanteros y “su diente vecino” ha-
48
cia la derecha— y decía “Sally”, creaba un so
nido poroso como “Thally”. Pero si la colocaba
en el lado opuesto de mi boca, entre mi diente
delantero de la izquierda y el de junto, por de
trás, creaba un sonido limpio y crujiente, correc
to. “Sally”. Sin sesear.
Lo que se requería de mí era práctica. La se
ñora Parkinson y yo leíamos poesía juntas, mi voz
sobre la suya. Me enseñó a escuchar el sonido de
las palabras y a deleitarme con el ritmo y la mu
sicalidad de ciertas combinaciones, como el poe
ma de Emily Dickinson que empieza:
49
La lechuza giró en su vuelo justo a tiempo
para no romper el cristal de la ventana
y, de pronto tensas y extendidas, sus alas
captaron de la tarde el último bermejo
en un espectáculo de pluma y péndola
para niños congelados en la vidriera.
50
poco tenía manera de saber cómo estos temas de
la naturaleza y la cultura me crecerían por den
tro hasta tomar posesión de mí, más tarde, como
escritora. Sólo conocía el placer que los poemas
le daban a mi boca y a mis oídos. Nunca pude ex
plicar a mis amigos cuánto disfrutaba mis leccio
nes de lenguaje, incluso si me hacían perderme el
recreo. La poesía se volvió un juego, un atletismo
verbal más divertido y desafiante quejugar avion-
cito o saltar obstáculos en la cancha de fútbol.
La señora Parkinson creía en la belleza de la
voz humana y llamaba a mi voz “un instrumen
to”. Me enseñó a hablar con una confianza y ale
gría que yo no conocía. Me ayudó a corregir la
fuente de mi vergüenza haciéndome consciente
de los sonidos. Insistía en escuchar. Ya no me da
ba miedo que me pidieran leer en clase, porque
ella me mostró el potencial de mi propia voz, sos
tenida en destreza y sustancia por encima de in
seguridades y dudas. Me convertí en una aman
te de las palabras.
No encontré mi voz, mi voz me encontró a
mí a través de la compasión de una maestra que
entendió cómo la poesía nos transforma a tra
vés de la elegancia y el lirismo del lenguaje. Al
compartir su amor por la poesía, la señora Par-
51
1
52
bre la mesa en su primer cumpleaños, una serie
de objetos que representen el trabajo de sus pa
dres, tíos, tías y demás invitados. Hay que incluir
un billete de un dólar para la riqueza y una bala
o una réplica de una pistola que represente el ser
vicio militar. El niño es invitado a tomar el obje
to que más le llame la atención. Según la tradi
ción, su profesión dependerá de lo que escoja. Si
toma dos objetos más, es un augurio de pasiones
complementarias. Matilda escogió un gran cu
charón para cocinar. Chef. Escogió el BlackBerry
de su padre. Abogada. Y el lápiz de su tía. Escritora.
Cuando nadie estaba viendo, le susurré al oí
do: “Un lápiz es una varita mágica y es un arma.
Ten cuidado. Protégete. Puede ser glorioso”.
Mi madre me dejó sus diarios y todos esta
ban en blanco. Emily Dickinson escribió poe
mas en su habitación y los mantuvo, en su mayor
parte, en secreto. La poeta Susan Howe escribió:
“Quizá escogió entrar en el espacio del silencio,
un espacio en el que el poder ya no es problema,
el género ya no es problema, la voz ya no es pro
blema, donde la idea de un libro impreso apare
ce como una trampa”.
Me pregunto si hubiera sido mejor darle a
Matilda una hoja de papel en blanco.
53
Mi querida Matilda, te escribo esta carta con la pun
ta de una pluma sumergida en sangre...
No, eso no sería justo.
Mi querida Matilda, te escribo esta carta con la pun
ta de una pluma sumergida en tinta invisible...
Mamá nos enseñó a escribir mensajes secre
tos conjugo de limón. Tomaba un limón, lo apla
naba con sus manos sobre la mesa y luego lo par
tía a la mitad y exprimía el jugo en un tazón.
Teníamos pinceles a la mano y con ellos escri
bíamos nuestras palabras en papel pergamino.
Encendíamos un cerillo, la flama ardía deba
jo del papel y lo que estaba oculto aparecía má
gicamente.
XI
54
por ciento). También hay vapor de agua en la at
mósfera (2 por ciento). Eso me daba confianza. El
mundo invisible era real.
Me acostaba en un charco de sol en el piso de
nuestra sala y miraba fijamente cómo bailaban
las partículas de polvo en la columna de luz que
se levantaba sobre mí. Usando mi guía de cam
po sobre el aire, intentaba diferenciarlas hojuelas
de piel seca de las partículas de mugre, arena o
sal marina. Había humo y polen en esta mezcla,
y yo me imaginaba ácaros del polvo comiéndose
a las partículas microscópicas que flotaban en el
aire, girando alrededor de nosotros todo el tiem
po, demasiado pequeñas como para ser visibles.
El sol se convirtió en un intermediario honesto
al mostrarme lo que respiramos. Pero lo que más
me emocionaba era el hecho de que cada día mi
llones de meteoros se queman al entrar a nuestra
atmósfera. Como resultado, la Tierra recibe diez
toneladas de polvo del espacio exterior. En cada
respiro no sólo absorbemos el mundo, inhalamos
el universo. Somos polvo de estrellas.
55
“Las estrellas son nuestros ancestros”, escri
bieron Mary Evelyn Tucker y Brian Swimme en
La aventura del universo. “De ellas proviene todo...
para las estrellas, la creatividad depende de man
tener un estado de desequilibrio... es la tensión
dinámica entre gravedad y fusión... expansión
hacia fuera y contracción... las estrellas son vien
tres de creatividad inmensa.”
XII
56
colorines aliblancos eran signos de exclamación
turquesa cantando bajo un techo verde; perlitas
azulgrises eran las comas de la narrativa continua
de la naturaleza salvaje. Mi inspiración tenía alas.
Urracas, picogruesos y charas eran familia. Bui
tres americanos se elevaban sobre nosotros, pro
yectando sombras inesperadas durante el calor
del veráno. Las víboras de cascabel complicaban
nuestra vida exterior. Primero las escuchábamos,
luego las veíamos, enroscadas, y corríamos antes
de contar hasta tres. Las nubes se convirtieron en
nuestro punto focal para el cambio.
En cuanto terminaba la escuela comenzaba
el juego que llamábamos “Captura”. Era nues
tra propia Isla del tesoro en las montañas. Los ni
ños del vecindario construían y reconstruían so
bre el roble las casitas del árbol del año pasado.
No sé cuál era el punto de este juego, pero nos
consumía desde el momento en que despertába
mos hasta la hora de la cena. Nos espiábamos los
unos a los otros, niñas contra niños, desde los ár
boles. El dulce placer de imaginar que era otra
persona viviendo en otra parte era suficiente pa
ra entretenerme el verano entero.
Inventábamos nuestro propio lenguaje. Di
bujábamos mapas. Los enterrábamos. Creamos
57
una comunidad con su propia moneda, hecha de
pedazos de vidrio que encontrábamos. Los frag
mentos verdes y cafés eran comunes. Los lavan
das eran los más deseados, los azules eran poco
comunes, pero el rojo era el destello que buscabas
bajo el sol ardiente del desierto brillando a través
del sotobosque de salvia.
Sin embargo, un día que estaba sentada en
nuestra casa del árbol, descubrí a un pájaro blan
co posado justo encima de mí. No se parecía a
nada que hubiera visto antes. Fui a la casa a lla
mar a mi abuela sin dejar de ver al pájaro fan
tasma a través de las puertas corredizas de vidrio
frente a los árboles. Le expliqué que el pájaro
misterioso tenía la forma y el tamaño de un pe
tirrojo pero sin la espalda café ni la cabeza negra
ni el pecho rojo. Me escuchó con atención. Am
bas teníamos nuestro libro de pájaros a la mano.
“Tal vez sea un albino”, dijo. “Un pájaro sin pig
mentación, incluso los ojos sin color.” La sola pa
labra albino fue una revelación para mí. Bien pu
do haber dicho del mundo de los espíritus.
En efecto era un petirrojo, el más común de
los pájaros, libre de su vestimenta habitual, blan
co con ojos rojos. Estaba inspirada y le llamé “el
Espíritu Santo”.
58
Cuando reporté mi hallazgo a nuestra oficina
local de la Sociedad Audubon como una observa
dora de aves de ocho años, el presidente dijo que
no podía tomarlo en cuenta como una “observa
ción creíble”, por mi edad.
Mi abuela simplemente sacudió la cabeza y
dijo: “Tú sabes lo que viste. El pájaro no necesi
ta ser contabilizado, y tú tampoco”.
XIII
59
cuanto a expectativas. Un diario exige una en
trada diaria. Yo no podía hacer eso. Casi de in
mediato transformé mi diario en un cuaderno
en cuyas páginas podía escribir cuando quisiera.
Todavía recuerdo una entrada en particular por
que estaba escrita en código.
Decisiones...
Decisiones...
Decisiones...
Finalmente llegamos aJackson Hole.
60
Lo que quería decir era que en nuestra fami
lia, el trabajo estaba primero. Nunca sabíamos
que iríamos de vacaciones hasta que estábamos
en el coche. La incertidumbre era cierta. Todo
dependía de lo que pasara con la Compañía Tem
pest, un negocio familiar de tuberías. Si Papá te
nía que trabajar, nos quedábamos en casa. Cuan
do estaba libre, salíamos en carretera. La tensión
de las negociaciones entre mis padres iba con fre
cuencia más allá de su habitación. ¿Nos llevaría
sola mi madre? ¿Papá nos alcanzaría después?
¿O irían juntos al día siguiente y mis hermanos y
yo nos iríamos antes con nuestros tíos y primos?
Yo me frustraba. Habíamos esperado todo el
día. Finalmente se tomaba una decisión. Sí, iría
mos a las Tetons. Tengo registro de mi queja.
61
mando nota de los sucesos cotidianos de nues
tras vidas. Llevar un diario es llevar registro. Y
yo tengo cientos de ellos, cientos de diarios lle
nos de plumas, flores, fotografías y palabras. Es
tán abiertos en mis repisas, sin candado. Y tengo
otros con notas de mis viajes, desde el Ártico has
ta África, de días que pasé en el Museo del Pra
do y de días que pasé en compañía de perros de
las praderas. Nuestra casa está llena de agendas
con calendarios, listas de compras y datos conta
bles. No puedo pensar sin una pluma en la ma
no. Si no lo escribo, no existe.
Mamá sabía esto de mí. También sabía y en
tendía cabalmente los incentivos mormones para
convertirse en escriba. Tenemos en nuestra pose
sión muchos diarios que han pasado de madres
a hijas, escritos en elegante caligrafía por ante
pasadas nuestras que practicaban la poligamia.
Me enorgullece especialmente una entrada he
cha por mi tatarabuela, que castiga a su espo
so por tomar a una tercera esposa que era “una
muchachita linda pero frágil, incapaz de traba
jar en el campo o de cargar un cubeta de betabe
les, añadiendo a la carga de mis labores del ho
gar. .. sólo es posible especular por qué la trajo a
casa en primer lugar”.
62
Mamá era una mujer reservada, pero no si
lenciosa. A menudo decía: “No me gusta que la
gente sepa lo que estoy pensando”. Era un coyo
te, una embaucadora, una mujer que desviaba el
interés en ella hacia un interés en otras personas.
En la presencia de mi madre, eras escuchado. Y
siempre terminabas sabiendo mucho más de ti de
lo que tú sabías de ella. Así lo prefería. En públi
co era cálida y amable, pero era una maestra en
mantener intacta su privacidad. La intimidad se
daba en sus propios términos.
Cuando Mamá compartía algo, y compartía
a profundidad con las personas cercanas a ella,
sus ojos eran penetrantes. “¿Qué piensas?”, pre
guntaba. Tiene sentido que su legado para mí
sea un misterio.
63
descubrir, a destapar lo que está royendo tus hue
sos. Las palabras tienen su peso. La manera en
que decides presentarlas, y ante quién, es asunto
de estilo y de elección. Pero el vacío de los dia
rios de mi madre carga el peso de una pregunta,
de muchas preguntas.
XIV
64
muy cómoda con el poder que tenía en la Iglesia
como mujer y como madre.
Mimi fue más lejos, llamando a los doce após
toles “viejos chivos” temerosos del sexo, y por en
de obsesionados con él. Incluso usó la palabra
“demoníaca” para describir a la Iglesia mormo-
na en toda su arrogancia y superioridad. En esos
tiempos, antes de 1978, los afroamericanos no
podían ser sacerdotes, pues su piel negra era evi
dencia de pecados ancestrales relacionados con
Caín y el asesinato de su hermano Abel.
“¿Cómo justificas el sexismo y el racismo?”,
preguntó Mimi. “Esos son prejuicios de los hom
bres, no de Dios. El dios mormón es pequeño, pe
queñísimo.” Y luego citó ajoseph Campbell. “Yo
creo en un Dios más allá de Dios.”
Yo sentía que estaba en medio de un partido
de tenis, mirando la pelota ir y venir de un lado
a otro de la red con rapidez y agilidad.
“Te apuesto a que pensabas diferente cuando
estabas criando a tus hijos”, dijo Mamá.
“Así es”, respondió Mimi, “pero eso fue ha
ce más de cuarenta años. Espero haber cambia
do desde que tenía 35 hasta ahora que tengo 70”.
Miró fijamente a Mamá. “El mundo está cam
biando, Diane. Estamos viviendo un momen-
65
to transicional de la historia. La Iglesia tendrá
que cambiar porque las mujeres de la Iglesia es
tán cambiando.”
Mamá se puso de pie. “Hay algunas verdades
que permanecen.” Antes de cruzar por la puer
ta, dio la media vuelta y dijo: “Kathryn, no quie
ro volver a escuchar ningún comentario negativo
sobre la Iglesia frente a mis hijos”.
Ella se fue, yo me quedé a dormir ese día. Mi-
mi y yo estábamos en el porche cuando tomó sus
tijeras podadoras y dijo, sin dudarlo, “Diane está
a punto de dejar la Iglesia”. Luego tomó algunas
flores amarillas con tintes rosados. “¿Me acom
pañas a ponerlas en un florero, querida?”
XV
66
sen nunca. Si lo hacen, es porque han elegido un
hogar y los pájaros-palabras son ahora un arspoé
tica. Las mujeres de mi familia no siempre esta
ban de acuerdo, pero su compañía me hacía sen
tir inspirada y segura.
XVI
XVII
67
Cuatro generaciones de mujeres estaban pre
sentes en mi familia: mi bisabuela, Vilate Lee
Romney; mi abuela, Lettie Romney Dixon; mi
madre, Diane Dixon Tempest; y yo.
Éstas fueron las palabras que pronuncié en
una reunión de la Iglesia Mormona conocida co
mo conferencia de estaca. Yo sabía que mi capa
cidad de hablar estaba en relación directa con las
mujeres de las cuales descendía y ascendía.
Ese día, el 12 de septiembre de 1971, la in
certidumbre era el clima que reinaba en nuestro
hogar. Mamá acababa de ser diagnosticada con
un cáncer de seno muy agresivo que se había ex
tendido hasta sus ganglios linfáticos. Su progno
sis no era alentadora. Bajo presión, su médico
le había dicho que quizá, con suerte, tenía “dos
años”. Tenía 38 años y cuatro hijos menores de
quince. Mi padre se llenó de trabajo como cami
nando hacia una tormenta de arena en un desier
to de dunas movedizas, incapaz de ver lo que te
nía delante.
Vi a Mamá ensimismarse. Vi a M am á con
vertirse en acero. Estaba buscando una voz dis
tinta para sí misma, con un nuevo vocabulario
que incluyera sus necesidades, no las nuestras, no
sólo para sanar sino para sobrevivir. Y la vi le-
68
yendo constantemente, sentada en su sillón a cua
dros con las piernas estiradas sobre el taburete.
Junto a ella había una coca light con hielo, un li
món y un popote.
Le encantaban las biografías de mujeres: Mu
jer a mujer de Gloria Vanderbilt. Conmovida con
la pasión de su autora por los edredones, Mamá
mandó a enmarcar uno hecho por una amiga su
ya y lo colgó en su baño, donde podía verlo to
dos los días por la mañana. Cuando le pregunté
por qué le importaba, me dijo: “Representa có
mo las mujeres van formando su vida con los pe
dazos que les quedan”.
Churchill era un héroe para ella y Mamá esta
ba obsesionada con sus discursos. Cuando ella y
una amiga viajaron a Europa, cruzando el Atlán
tico en el Queen Mary en 1952, lo primero en su
lista era escuchar a Winston Churchill hablar
en el Parlamento, lo cual hizo dos veces. Ma
má encarnaba su famosa frase: “Vivimos con lo
que recibimos, pero construimos una vida con
lo que damos”.
M amá respetaba a la poeta mormona Carol
Lynn Pearson, una pensadora progresista que
escribía acerca de la maternidad. Su libro Begin
nings fue el modelo sobre el cual la doctrina se
69
expandió hacia la emancipación. Estas líneas son
de su poema “My Season”:
Y todas tus
dudas impías
no destruirán
el espíritu que se alza
en mí.
70
Pero no estaba más allá de la basura de Holly
wood, desde revistas sobre cine como Photoplay o
Silver Screen hasta el bestseller deJacqueline Susann
El valle de las muñecas (1966), sobre éxitos y decli
ves y las mujeres que ascendieron a la fama y ca
yeron de golpe. El chisme era bueno. Ella fue una
de las mujeres más profundas que he conocido y
una de las más superficiales. El lomo de esa nove
la se volvió parte del escenario de nuestro hogar.
Como su hija, yo intentaba encontrar mi pro
pia manera de habitar el mundo. Era un momen
to de gestación en el que los derechos civiles, los
derechos de las mujeres y el movimiento ambien
talista estaban encontrando sus voces en el con
texto de una guerra que dividía generaciones en
la sociedad estadounidense. Para mí, Vietnam
fue una pulsera de plata que honraba a los prisio
neros de guerra y desaparecidos en combate. La
mía llevaba el nombre “Capt. Robert Willett”. A
mi soldado nunca lo encontraron. Después me en
teré de que el Capitán Robert Willett era de Great
Falls, Montana, y de que se había casado apenas
seis semanas antes de ir a la guerra. Era un pilo
to cuya aeronave FlOO-Super Sabre fue derriba
da sobre Laos el 17 de abril de 1969. A la fecha
sigue desaparecido en combate, junto con 600
71
1
72
Cambié a los buenos amigos por la lectura.
Los libros se volvieron mi fundamento moral, mi
manera de encontrar una filosofía que me recon
fortara cuando la Iglesia fallaba. Siddhartha, de
Hermann Hesse, se volvió un texto sagrado. Me
gustaba sentarme junto al arroyo que había cerca
de nuestra casa a pensar en las siguiente palabras:
Azul era azul, río era río, aunque dentro del azul
y del río y de Siddhartha vivía escondido lo singu
lar y lo divino; precisamente, pues, el carácter y la
esencia de lo divino era el ser aquí amarillo, allí
azul, allá cielo, acullá bosque y aquí Siddhartha. El
sentido y el carácter no estaban detrás de las cosas,
estaban dentro de ellas, dentro de todo.
73
sobre su cama convertido en un monstruoso in
secto”, no sólo me parecía plausible, sino desea
ble. He llevado esta oración conmigo desde 1973:
“Y por ningún motivo debe perder la conciencia
ahora, precisamente ahora...”
La conciencia de nuestros padres nunca fue
ortodoxa. Durante una temporada en Hawái no
fuimos a la escuela y nos educaron en casa, du
rante el auge de gargantillas de concha de pucca
y pulseras de macramé. Puff el dragón mágico vi
vía exactamente en el lugar donde acampábamos
en Hanalei. Veíamos hippies todos los días. Entre
los mormones circulaba un chiste que contába
mos con gran júbilo: “¿Qué obtienes al combinar
LSD con la iglesia LDS? Respuesta: un sumo sa
cerdote sumamente puesto”.*
74
Las playas salvajes de los sesenta, azotadas
por el viento, eran sagradas y poco desarrolladas.
Cuando viajas con la mochila al hombro, los
domingos se parecen mucho a los lunes. Y cuan
do escalamos la costa de Ná Pali como familia,
mientras pasábamos de una comuna nudista a
otra con los acantilados de Kauai por encima del
oleaje intenso, mis hermanos y yo notábamos la
envidia de nuestros padres. La responsabilidad
era un atuendo del que no podían despojarse.
Cuando proclamé mi historia y mi soberanía
al mismo tiempo, de pie detrás del pulpito frente
a mi comunidad religiosa, hasta yo sabía que es
taba rompiendo un tabú. No podía decir exacta
mente por qué, pero sabía lo suficiente como pa
ra entender que se esperaba que siguiéramos un
rígido patrón a través del tiempo a pesar de que
nuestra historia mormona era breve. Pero la his
toria religiosa está arraigada en la historia perso
nal. Especialmente conJoseph Smith. Su hambre
por la verdad creó una visión. ¿Qué es la evolu
ción sino adaptación creativa y la progresión de
nuestras propias almas?
Al fumar mariguana o beber alcohol no me
estaba rebelando, estaba poniendo ideas a prue
ba. Estaba experimentando con la voz, con lo que
75
podía decir—siendo escuchada— en una atmós
fera de verdades prescritas.
Al decir “Soy mi madre, pero no lo soy”, de
cía que mi camino me pertenecía.
Mi abuela Lettie me entendía. En algún mo
mento privado me contó una historia sobre ella y
mi abuelo. “No sé si ya te había contado esta his
toria, querida, sobre la vez que Sank estaba por
volver a Boston para jugar tenis en la Copa Da-
vis. Lo llevé al aeropuerto. Era temprano por la
mañana y yo seguía en camisón. No se acostum
braba viajar en avión en esa época y él estaba bas
tante asustado. Me gusta pensar que me quería
como compañía y no por seguridad, pero de últi
mo momento, con su equipaje en mano, de pie en
la sala de abordaje, titubeante de subir al avión,
me dijo, ‘Lettie, ven conmigo’. Y lo hice. Rápi
damente compré un cinturón indio de cuentas de
colores que decía Utah en la parte de atrás, me
lo puse encima del camisón y nos fuimos volan
do en el avión, muy elegantes”. Sonrió, burlona,
y dijo “Mamá nunca lo supo, ni ella ni Papá hu
bieran aprobado que lo hiciera. Pero yo nunca ol
vidé de dónde era”.
76
XVIII
77
XIX
78
titura silente. Se paró dos veces entre movimien
tos, para abrir y cerrar la tapa del piano. Tras
cuatro minutos y 33 segundos, el pianista se pu
so de pie para recibir los aplausos. El público que
dó pasmado.
Ésta fue la obra maestra de John Cage.
“Lo que el público consideraba silencio, por
que no sabían cómo escucharlo, estaba lleno de
sonidos accidentales.” Cage recordó aquella pri
mera función en las Catskills de la pieza ahora
conocida como 4’ 33”. “Durante el primer movi
miento, el viento se escuchaba soplando afuera.
Durante el segundo, empezaron a caer gotas en
el techo y en el tercero la gente hizo todo tipo de
sonidos interesantes al hablar o salir de la sala.”
Introducir el silencio en una sociedad que
adora el ruido, es como si la luna expusiera a la
oscuridad de la noche. Nuestro miedo se escon
de en la oscuridad. Nuestra voz habita en el silen
cio. Lo que ambos necesitan es que nos quedemos
quietos. Que nos concentremos. Que escuche
mos. Que miremos y oigamos. Y entonces emer
ge lo inesperado. John Cage considera el acto de
escuchar un acto de creación.
“No es cuestión de tener algo que decir”, res
pondería en un diálogo ficticio entre un profesor
79
intransigente y un estudiante poco iluminado.
“La acción relevante es teatral”.
4’33” fue teatral.
80
En ese entonces John Gage estaba profunda
mente involucrado con el budismo zen. En una
charla en la Universidad Vassar, dijo: “Debería
haber una pieza sin sonidos. No es difícil imagi
narse un espacio para respirar”. Más adelante,
en una entrevista, dijo “Lo que me dio el valor
de hacerlo finalmente... fue ver las pinturas blan
cas vacías de Bob Rauschenberg a las que quise
responder de inmediato”. El compositor vio las
Pinturas blancas como “pistas de aterrizaje” para
la luz y la sombra. Rauschenberg construyó algo
parecido al silencio.
Sin embargo, Rauschenberg no fue el primer
artista en experimentar con el poder y con la pa
leta de blancos. El artista ruso Kazimir Malévich
pintó un gran cuadro blanco, asimétrico, inclina
do dentro de otro más grande, también blanco.
Le puso Blanco sobre blanco y le llamó a este aban
dono de pintar el mundo visible “suprematismo”,
definido como “la supremacía de la sensación o
la percepción pura”. Pintó sus cuadros blancos
en 1918, el año después de la Revolución Rusa.
“El blanco es energía —impulso— es la pre
gunta y sus respuestas, su espíritu es total”, escri
be Richard Pousette-Dart. “El blanco es algo a
lo que siempre vuelves.”
81
1
82
cío. De hecho, no importa cuánto lo intentemos,
no logramos crear silencio”.
Siempre hay algo que ver o que escuchar. Hay
sonidos en el ambiente que nos rodea, incluso en
el silencio, especialmente en el silencio: el vien
to, el canto de los pájaros, los insectos. Acaso el
silencio que Cage está honrando es la quietud
que buscamos en el mundo natural, la que nace
de la soledad, donde nuestra capacidad de escu
char se agudiza con nuestra habilidad de acep
tar la calma.
A menudo susurro en el desierto. Los junípe
ros son excelentes cajas de resonancia. Han sido
moldeados por el viento. A las piedras no parece
importarles en absoluto lo que digo, sin embargo,
cuando les hablo, se sienten porosas, capaces de
recibir mis palabras para incorporarlas a su his
toria de quebrantamiento.
83
nada verdadero, nada bueno en las cosas gran
des de la sociedad. Pero los sonidos suaves eran
como la soledad, el amor o la amistad”.
Esto vuelve a sentirse cierto ahora que somos
otra vez una nación en guerra. Estamos involu
crados en dos guerras cuyos costos son altos. Lo
único discreto en ellas es que los conflictos en
Afganistán y en Irak se han mantenido casi ocul
tos, prácticamente negados excepto para aque
llos en combate. Que de algún modo estas gue
rras existan fuera de nosotros es nuestra mentira
nacional. La guerra estadounidense contra el te
rrorismo nos ha silenciado, nos ha convertido en
sonámbulos incapaces de hablar, pero también
con miedo a alzar la voz. En tiempos de guerra
podemos usar nuestras voces como un remanso
para los que sufren. En tiempos de guerra, sobre
vivir depende de nuestra capacidad de escuchar
ese sufrimiento. Cage entendió cómo el acto ines
perado de escuchar profundamente puede abrir
un espacio de transformación capaz de romper
con la complacencia y la desesperanza. Hizo un
llamado valiente al silencio como una quietud in
tencional que pudiera infiltrarse en nuestra ima
ginación: “Entonces deberíamos ser capaces de
responder a la pregunta, ¿qué podemos hacer?”’
84
XX
85
pantanero. Con los gemidos del cárabo nortea
mericano compitiendo con las ranas toro, dudá
bamos que algunos de los pájaros fueran del to
do pájaros.
Con el tiempo, dejábamos de lado el nombre
de los pájaros y nos internábamos en las ensoña
ciones del sonido. Nos quedábamos dormidos.
Aprendíamos lo que se supone que se aprende
por las noches.
A la mañana siguiente, mi hermano y yo des
pertábamos en la sala, cubiertos de cobijas.
Eventualmente, Mimi se encontró una gra
badora de mano llamada Audible Audubon en la
que insertabas la tarjeta de un pájaro en parti
cular, apretabas un botón y el canto de ese pá
jaro sonaba inmediatamente. Lo llevábamos al
campo y varios pájaros respondían. Siempre po
díamos confiar en los carboneros de capucha ne
gra: al cabo de minutos, media docena de indivi
duos curiosos nos rodeaban con su chick-a-dee-dee,
chick-a-dee-dee-dees. Otros pájaros eran más caute
losos, pero maulladores y jilgueros respondían si
teníamos paciencia. Hacíamos una lista de can
tos, no sólo los escuchados sino los que nos res
pondían.
86
Mi amigo David Rothenberg hace música con
pájaros. En el Aviario Nacional de Pittsburgh to
caba jazz con un Garrulax leucolophus, comúnmen
te conocido como charlatán crestiblanco. Han
improvisado y hecho música juntos, han creado
riffs al escucharse y tomarse en cuenta el uno al
otro. Esto no es raro para David. También toca
con aves lira en Australia y con todo tipo de se
res alados alrededor el mundo.
David cuenta una historia sobre otro clarine
tista, Henri Akoka, que fue capturado por los ale
manes en la Segunda Guerra Mundial y envia
do a un campo de prisioneros con el compositor
francés Olivier Messiaen. Antes de ser captura
dos, Messiaen se perdía escuchando a los pájaros
al amanecer desde las trincheras, en guardia an
te el enemigo. Desde que era niño transcribía las
notas de los pájaros, aunque todavía no las inte
graba a alguna composición musical. Ahora era
el momento. Con ellos había otros músicos pri
sioneros, un chelista y un violinista.
En la profundidad de los pliegues oscuros de
la prisión, Messiaen logró componer una de las
piezas de música de cámara más conmovedoras
que se han creado: “Cuarteto para el fin de los
tiempos”.
87
Rothenberg continúa la historia en su evoca
dor libro Por qué cantan lospájaros:
88
Cada pájaro puede cantar diferente de vez en
cuando.
Cada especie puede cantar diferente dependien
do del lugar.
Un canto puede repetirse o puede ser aleatorio e
impredecible.
Entre más desarrollado sea un canto, más amplio
es el rango de variación.
—John Bevis
Aaaaw a Zzzzzd. Las palabras de lospájaros
89
Gracias al miedo que tenía Mimi de quedarse
ciega, conozco a la mayoría de los pájaros de me
moria, tanto por cómo suenan como por cómo se
ven. Los pájaros siguen siendo mi compás. Don
de quiera que esté, estos seres con alas me orien
tan: un tordo sargento en el pantano; un playero
aliblanco en la playa; un halcón planeando sobre
los campos. La verdad es que los pájaros me con
dujeron a mi esposo.
XXI
90
Silko, Encuentros con elArchidruida dejohn McPhee
y El desiertoy la mente americana de Roderick Nash.
También traía la Guía de campo de las aves occidenta
les de Peterson. Intenté ser discreta mientras re
gistraba el precio de cada libro sin dejar de escu
char cuidadosamente su conversación.
“El sueño de mi vida es lograr tener, algún
día, todas las guías de campo Peterson”, dijo apa
sionadamente el hombre.
Mi amiga lo miró fijamente y le dijo “Eso es
lo más tonto que he escuchado”.
Sin pensarlo, los interrumpí. “Yo ya las tengo...”
Nuestros ojos se encontraron. “Brooke Wil
liams”, se presentó.
91
La expectativa era prácticamente convertirnos
en dioses y diosas de nuestros propios planetas.
La procreación era el juramento dominante del
matrimonio.
92
de un fin de semana en las Tetons, encabezado
por la doctora Florence Krall, profesora de edu
cación en la Universidad de Utah.
Manejando rumbo ajackson Hole, Wyoming,
vi parvadas de grullas canadienses bailando en
los campos a las afueras de Cokeville. Estaba se
gura de que éste era un nuevo fenómeno y de que
yo era la primera en presenciarlo. Inmediata
mente le llamé a mi profesor de ornitología de la
Universidad de Utah, el doctor William H. Beh-
le, desde una cabina telefónica.
“Qué gusto escucharte, Terry”, dijo cortés-
mente. “De hecho, las grullas llevan cerca de nue
ve millones de años haciendo esa danza de apa
reamiento.” Hizo una pausa. “Pero sigue siendo
igual de emocionante.”
93
abriendo las pifias para liberar en el suelo cha
muscado las semillas necesarias para que los pi
nos se regeneraran el año entrante.
“Las pifias pueden mantenerse cerradas du
rante años y abrirse sólo durante un incendio”,
decía Ted. “Se les llama pifias serótinas.”
Como joven mormona, yo escuché “Resu
rrección”.
A Ted Major le importaban más las pregun
tas que las respuestas.
Imposible contar todas las veces que Ted de
cía “no lo sé”. Esto me inspiraba. De pronto me
sentí involucrada en un lenguaje nuevo para mí,
interrelacionada e interconectada. No quería ir
me. Mi curiosidad era insaciable.
Ted Major fue el primer demócrata que cono
cí, un progresista chapado a la antigua que ha
blaba de César Chávez: “En un hábitat huma
no dañado, todos los problemas se combinan”.
Cuando hablábamos sobre historia natural, ha
blábamos de política. “Necesitamos educación y
leyes que protejan a lo salvaje”, decía. Ley, his
toria, religión, racismo, especismo, salud: todo
estaba bajo el rubro de ciudadanía responsable.
Ted era un verdadero patriota. Su amor por su
país incluía a la naturaleza.
94
También fue la primera vez que escuché ha
blar de la ecología. Tenía 18 años.
Antes de irme, Ted me pidió que le llevara un
paquete a un amigo suyo de la universidad. Su
nombre era David Raskin, un profesor de psico
logía experto en máquinas detectoras de menti
ras. Había puesto a prueba a Patty Hearst, nieta
del magnate William Hearst quien fue secuestra
da por el Ejército Simbiótico de Liberación en
1974 y luego se alió con ellos.
Al día siguiente toqué la puerta del doctor
Raskin. Me abrió un hombre de barba negra y
semblante muy intenso. Claramente, no quería
ser molestado. Me presenté tan rápido como pu
de y le dije que acababa de volver de la Escuela de
Ciencias de Teton y que Ted Major me había pe
dido que le entregara un paquete.
“¿Cómo estuvo?”, me preguntó.
Me puse a llorar.
“¿Así de mal?”
“No, así de bien”, le dije.
“Pasa.”
Un favor entre amigos se convirtió en una
conversación de una hora (o quizá, más puntual
mente, una sesión de terapia). No fue necesario el
detector de mentiras. Al final de la hora, David
95
Raskin estaba sentado en una silla con las manos
entrelazadas detrás de la cabeza.
“Da la casualidad que hay una beca en estu
dios ambientales en nuestro Departamento y da
la casualidad de que hoy es la fecha límite para
meter la solicitud. Y da la casualidad de que na
die lo ha hecho.”
Tardé quince minutos en llenar la solicitud. Fui
aceptada yjuntos diseñamos un proyecto de vera-
| no que me permitió volver a la Escuela de Cien
cias de Teton. El plan era estudiar el comporta
miento de los turistas en el Parque Nacional de
Grand Teton.
La beca era por 500 dólares. Con una llama
da rápida, Raskin logró que el Parque Nacional
de Grand Teton me pagara tres dólares al día y
así fue que me convertí en la primera practican
te de la escuela. También empecé a guiar cami
natas de avistamiento de pájaros los sábados por
I
la mañana.
, Típico de los Tempest, toda la familia me lle
vó en coche a la escuela donde viviría durante el
verano. Ted y mi padre se llevaron sorprendente
mente bien. A ambos les gustaba discutir. Ambos
pensaban que tenían la razón. Y ambos amaban
las montañas. Mi madre fue encantadora y suavi-
I
96
zó cualquier tensión que pudiera surgir, y a Joan
no se le escapaba nada. Manos fueron estrecha
das. Abrazos fueron dados. Y lágrimas cayeron
cuando me despedí de mis dos hermanos meno
res, Dan y Hank. Mamá me regaló un cuadro en
marcado de citas de Henry David Thoreau con
una nota que decía “Espero que encuentres tu
propio lago Walden”.
Cuando mi familia se marchó, fui a mi ca
baña a desempacar mis pantalones de mezclilla,
mis botas, algunas camisas vaqueras y libros, uno
de los cuales era Walden.
Hacia el final del verano acompañé a Ted y a
Joan a un viaje mochilero de siete días en Wind
Rivers. Acampamos muy alto en la cuenca Tit-
comb, desde donde se veía el pico más alto de Wy
oming: el Pico Gannett, elevación: 4,207 metros.
Muy cerca de la cima, vimos a un coyote co
rrer sobre el campo de nieve a toda velocidad. Se
detuvo, dio la vuelta, se sentó en la nieve y obser
vó el paisaje. Cualquier frontera que pudiera sen
tir como ser humano con las demás criaturas se
disolvió en ese momento. Nosotros también dis
frutábamos del paisaje.
Cuando regresamos a casa, había un coyote
desollado colgado del cuello en el travesaño de la
97
entrada del rancho. Ted iba conduciendo el ca
mión de la escuela.
Se detuvo, salió del vehículo y cortó la cuer
da con el cuchillo que llevaba siempre en el cin
turón. El coyote cayó en sus brazos. Nos bajamos
del camión y nos acercamos a él.
“Esto solía ser el Rancho Elbo”, dijo. “A al
gunos que lo conocieron en esa época no les gus
ta lo que estamos haciendo.”
Le escribí una carta a Mimi para contarle
lo que había pasado. Me respondió: “Evolucio
namos como seres humanos a través de nuestra
imaginación y nuestra voluntad. Seguramente
fue difícil para ti presenciar ese acto de cruel
dad, pero considéralo una manera de conocer a
aquellos que empuñaron el cuchillo”. Pensé en
el hombre que desolló al coyote y en el que cortó
la cuerda; ambos usando la misma arma, ambos
gestos poderosos. Si existe un momento para ca
da quien, éste fue el mío. Me volví parte del “clan
del coyote”. Les juré no guardar silencio tanto al
coyote que escaló el Pico Gannett, como al que
fue asesinado y martirizado en el Racho Elbo.
98
Conocí a un hombre llamado Brooke que en
tendía la naturaleza y me casé con él. Entendía
por qué yo echaba la cabeza para atrás y aullaba.
Éramos refugiados que llevaban demasiado tiem
po cautivos en una ortodoxia de represión y res
tricción que se había convertido en una habita
ción sin ventanas. Hablaba a través de la alegría
física de su cuerpo. Cuando lo conocí, él ya había
recorrido el Pico Gannett, había escalado sus ele
vadas montañas en verano y esquiado en sus pen
dientes profundas y nevadas en invierno. Su libro
favorito de la infancia era Elprincipito. Su frase fa
vorita: “Pon atención a lo que no puede ser do
mesticado”.
XXII
99
■
100
corarlo. Compré un panal para la ventana, con
todo y abejas y una reina que tenía acceso al ex
terior. Su vida social sería visible para los estu
diantes.
Recorté unas letras de cartulina verde que
decían: B i o l o g í a : e l e s t u d i o d e l a v i d a . Lle
vé rocas y plumas y conchas. Llené las repisas
con guías de campo y toda clase de libros sobre
el mundo natural. En el boletín puse un fondo
de montañas que imaginé que los niños podrían
llenar con sus propios dibujos de pájaros loca
les, mamíferos, anfibios, reptiles, peces, insectos
y plantas. Era emocionante crear una atmósfe
ra donde yo esperaba que los estudiantes encon
traran inspiración para investigar la naturaleza.
Mi últim a acción del día fue escribir el si
guiente mensaje en el pizarrón: “Bienvenidos.
Me llamo señora Williams. ¿Qué ves cuando te
asomas por la ventana?” Aplaudí para deshacer
me del polvo del gis, apagué las luces y cerré la
puerta detrás de mí. Las clases empezarían en
dos semanas. Al día siguiente Brooke y yo nos
fuimos a Alaska.
101
clases con los niños de segundo grado y encontré
mi salón completamente desmantelado. ¿Vanda-
lizado? ¿Dónde estaban las abejas, las rocas, mis
conchas? ¿Por qué habían borrado el pizarrón
y quitado las letras recortadas en papel verde?
Treinta minutos antes de clase caminé por el pa
sillo hasta la oficina de la señora Jeffs.
“Pasa”, dijo. “Bienvenida, señora Williams.
¿Qué puedo hacer por usted?”
“SeñoraJeffs, pasó algo terrible. Alguien qui
tó todo lo que había puesto en mi salón.”
“Se aprende mejor en un entorno limpio, se
ñora Williams. ¿Algo más que quiera discutir?”
Me quedé muda.
“El señorJeffs arregló el desorden. Y a partir
de hoy no debe usar jamás la palabra biología con
nuestros estudiantes.”
“¿Perdón?”
“La palabra biología no es adecuada para
nuestros estudiantes.”
“Pensé que me habían contratado para dar
esa clase.”
La señoraJeffs se puso de pie, alisó su falda de
lana marrón y le dio la vuelta a su gran escrito
rio. “Ciencia, señora Williams. Ha sido contra
tada como maestra de ciencia. La palabra biolo-
102
gía denota reproducción sexual, y no toleraremos
eso en Carden.” Echó un vistazo por encima de
mi hombro. “Creo que hay un grupo de estudian
tes esperándola.”
Y así empezó mi primer día en la Escuela
Carden, en Salt Lake City.
Como me enamoré de los niños, aprendí a
darle la vuelta a las excentricidades de los Jeffs.
De hecho admiraba la capacidad educativa de la
señora Jeffs, especialmente sus clases de lectura
y literatura, que yo debía entrar a escuchar. Los
niños quedaban hipnotizados con sus dones na
rrativos. Amaba los clásicos y creía en la lectura
en voz alta. Animaba a los estudiantes a imagi
nar sus propias tramas, anticipando la dirección
en la que el autor los llevaría. Huckleberry Finn,
flotando en una balsa hecha a mano por el río
Mississippi con su amigo Jim, bien pudo haberse
dirigido al G ran Lago Salado.
Y cuando hablaba sobre Julio César, de Shake
speare, en su grupo de noveno grado, los hacía
especular sobre cómo César transformó la Re
pública Rom ana en el Imperio Romano. De ahí
se desprendía una conversación sobre liderazgo.
La literatura era la vida y la lectura una puer
ta abierta a un mundo más allá de lo familiar. Los
103
estudiantes la amaban y le temían. En su pedago
gía había una profundidad que nunca entendí del
todo. Una vez que una clase mía estaba fuera de
control, salí al pasillo, cerré la puerta y me puse
a llorar. La señoraJeffs pasaba por ahí.
“¿Todo bien, señora Williams?”
“No, señoraJeffs.”
“No olvide que su clase es un reflejo de sí mis
ma”, dijo, y siguió caminando vigorosamente ha
cia su oficina.
104
taba llevando a cabo comunicación entre las es
pecies, incluyendo sexo entre mujeres y delfines.
Todo era posible. El dije plateado con forma de
ballena que traía puesto en un collar de cuero no
era emblemático, sino religioso.
Mis alumnos de primer grado también ama
ban a las ballenas. Cubrí las ventanas de papel
azul, moví todos los pupitres y sillas a un lado del
salón y apagué las luces.
Prendí la grabadora y puse el disco de Roger
Payne Canciones de las ballenasjorobadas.
Discutimos cómo las ballenas estaban ame
nazadas y lo difícil que era para ellas encontrar
se unas a otras en la enormidad del mar. Le pedí
a los niños que se acostaran en el suelo y cerra
ran los ojos para escuchar sus cantos hechizan
tes, profundos, sonoros. Los niños empezaron a
nadar salvaje, dichosamente alrededor del sa
lón, no sólo imaginándose cómo sería ser balle
nas sino convirtiéndose en una. Le subí al volu
men y me uní a ellos.
De pronto se abrió la puerta, se prendieron las
luces y escuché la aguja del aparato de sonido ras
gar el disco al momento que el canto de las balle
nas terminaba de pronto.
105
“¿Qué está pasando aquí?”, dijo la señorajeffs.
“Somos ballenas buscando pareja.. gritó
un niño de primer año arrodillado en el suelo.
De lo siguiente que me acuerdo es de ser con
ducida hacia fuera del salón por una directora
enfurecida. No creo que me hayajalado de la ore
ja, pero hubiera sido capaz.
Nos dirigimos de inmediato a su oficina, des
de donde le llamó al señorjeífs por el interfón. Yo
me quedé sentada. Ella también lo estaba, dán
dole golpecitos con los dedos al pedazo de cue
ro marrón grabado en oro que cubría su escrito
rio. El señorJeffs llegó corriendo con sus zapatos
prudentes que no hacían nada de ruido sobre el
piso brillante.
“Dígame, señorajeffs.”
Ella le contó del escándalo que había presen
ciado, cómo había escuchado “los sonidos más
terroríficos, provenientes del salón de la señora
Williams”. El lucía más sorprendido que ella, con
su 1.90 metros de estatura. Desaparecieron en un
rincón y susurraron.
Al volver, se dieron a la tarea de interrogarme.
“Señora Williams, tenemos una pregunta pa
ra usted y más le vale pensarla bien antes de con
testar.”
106
Hubo una larga pausa.
“¿Es usted una a m b i e n t a l i s t a ?”, pregun
tó el señor Jeffs, pronunciando cada letra de la
palabra, mientras los dos me miraban fijamente.
“Sí, lo soy”, dije.
“¡Eso temíamos!”, dijo el señorJeffs.
“Teníamos nuestras sospechas cuando supi
mos que usted y el señor Williams fueron a Alas
ka sin un arm a”, añadió la señora Jeffs.
El señorJeffs se acercó a mí. “¿Sabía usted que
el diablo es ambientalista?”
“No, no lo sabía”, respondí.
Y me corrieron.
Cuando me puse de pie para marcharme, el
señor Jeffs volteó a ver a la señora Jeffs y le dijo
“¿Pero qué le vamos a decir a los niños?”
La señora Jeffs se quedó mirando largo rato
por la ventana. “Tienes razón. Va a ser difícil de
explicar. La quieren mucho.”
Me volteó a ver. “Señora Williams, sabemos
que quiere a los niños y ellos claramente disfrutan
su clase. No quiero volver a pensar en sus razones
para ponerlos a nadar en el piso sucio llamándose
unos a otros como si fueran ballenas, mucho me
nos ver ese comportamiento repetido.” Hizo una
pausa y miró de reojo al señor Jeffs. “Podemos
107
considerar volverla a contratar con una condi
ción: nunca más traer sus opiniones políticas al
salón. Los niños no deben saber que usted es...”
“Ambientalista”, le dije.
“Precisamente.”
Se lo prometí con una condición de mi par
te. “Sólo le pido que no vuelva a entrar a mi sa
lón sin avisar.”
Nos dimos la mano y volví a mi salón vacío,
que todavía brillaba en tonos azules por las ven
tanas cubiertas.
Fui maestra en Carden durante cinco años.
Me encantaba. Amaba a los niños y todo lo que
aprendía de ellos. Al final, la señoraJefFs y yo nos
respetábamos mutuamente. Enseñar me ayudó
a encontrar mi voz a través de la creatividad de
la traducción. El reto era transmitir los grandes
conceptos ecológicos a jóvenes mentes en desa
rrollo en un lenguaje que no fuera polémico, sino
tejidos en una historia que atrapara su atención.
Mi tarea como maestra era honrar la integridad
de los hechos al tiempo que encendía la imagina
ción de los alumnos. Mi mayor placer era crear
una atmósfera en la que cada uno se sintiera li
bre de explorar sus propias preguntas sin miedo
a ser reprendido.
I
108
Rachel Carson escribió: “Para mantener vi
vo su sentido nato del asombro, un niño necesita
el acompañamiento de al menos un adulto para
compartirlo y redescubrir la dicha, la emoción y
el misterio del mundo que habitamos”.
Lo que yo aprendí, aunque la señora Jeffs
nunca lo supo, fue que el amor compartido por
la naturaleza es el acto más político de todos. En
contrar la voz propia es un proceso que equivale
a encontrar nuestra pasión. Encontré mi voz en
la docencia. Mi currículo se convirtió en la cu
riosidad de los niños. Confiaba en que nos lle
varía a buen puerto. Jugábamos. Experimen
tábamos. Dibujábamos y escribíamos sobre el
mundo que nos rodeaba. Los niños hablaban de
lo que sucedía afuera. Vimos a una mantis reli
giosa amenazar a su pareja, hilar un saco de hue
vos en un palito y luego morirse de agotamiento,
con sus brazos verdes entrelazados alrededor de
su creación. La primavera siguiente una cadena
de mantis bebé emergió del saco. Hasta el señor
y la señora Jeffs se mostraron conmovidos por la
nueva vida del salón 8.
109
a dar la clase sobre la velocidad del sistema solar
en relación a un universo en constante expansión
y contracción. Se dio cuenta de que me estaba
costando trabajo explicarlo. El éxito de cualquier
maestra consiste en reconocer lo que ignora. Ted
Major me había enseñado bien. Así fue que un
niño que entendía de física cuántica, pero no ha
bía aprendido a saltar la cuerda, llevó al grupo al
patio y nos acomodó de acuerdo a las órbitas pla
netarias. Me puso al centro, representando al sol.
Un niño se convirtió en Mercurio, corriendo muy
rápido alrededor de mí. Otro era Venus y otro la
Tierra, cada uno moviéndose de acuerdo con los
cálculos que Lee había hecho mentalmente. Sa
turno tuvo un reto extra —hacer girar un huía
huía en su cintura mientras avanzaba en círcu
los— y Plutón se quedó de pie en el estaciona
miento, sin moverse. Fue una lección que ninguno
de nosotros olvidó, pues la internalizamos. Cuan
do el Sistema Solar se activó, Lee se acostó en el
pasto y se contrajo en posición fetal para luego es
tirarse por completo, expandiéndose y contrayén
dose. Nadie preguntó qué representaba él o qué
estaba haciendo, pero claramente él tenía visión.
Ahora, Lee es DJ de bodas a través de su em
presa, llamada Cloud. 10 Entertainment. De día tra-
110
baja como ingeniero en informática. Las notas
graves de nuestra voz se encuentran en lo que ha
cemos con más naturalidad.
XXIII
8 de septiembre, 1980
Querida Terry:
111
relación en elpresentey aceptarla taly como es hoy”. Siento
que esto describe muy bien lo que compartimos.
Terry, cada mujer debe madurar a su tiempo, encontrar
su centro por sí misma. Este proceso es muy emocionan
tey encontrarás satisfaccióny crecimiento los próximos 25
años. Si todo está bien dentro de ti, nada de lo que te suce
dapuede salir mal
Mi padre celestial debe amarme mucho para haberme
enviado una hijay una amiga como tú.
Todo mi amor,
Mamá
112
De cumpleaños, Mimi me había regalado un
traje de lana azul marino que incluía unas ber-
mudas. No era mi estilo, pero pensé que ésta se
ría la ocasión ideal para usarlo porque estaría la
familia y nada más. Diré simplemente que pa
recía una m arinera a la que los pantalones se le
habían encogido por encima de la rodilla. La
camisa blanca con un moño rojo, blanco y azul,
junto con un saco formal, no ayudaba para na
da. Brooke se burló de mí sin piedad.
“Esto no se trata de mí”, le dije. “A Mimi le
va a dar gusto verme vestida así por primera (y
única) vez en mi cumpleaños.”
Mamá había estado preocupada de que yo es
tuviera deprimida, se daba cuenta de que no te
nía idea qué dirección tomaría mi vida. Tenía
razón. Me sentía como Henrietta, el canario en
jaulado que teníamos de niños y que constante
mente estaba perdiendo plumas por los golpes
que se daba contra las barras de su jaula, inten
tando escapar. Yo formaba con ellas un ramo y
las ponía en un pequeño florero de vidrio en el
alféizar de la ventana de mi habitación roja, con
el cielo azul de fondo. ¿Tendría el valor de for
jar mi propio camino, diferente a la manera en
que me habían criado, y romper con los roles
113
tradicionales de las mujeres? Me daba claustro
fobia sentarme en los bancos del templo con otras
parejas de jóvenes matrimonios, siempre necesi
taba quedar en la orilla. Mi mente divagaba. Lo
único que retenía mi atención era el reloj.
Puede que ahora parezca tonto, pero en
1980, en mi comunidad de Utah, no había mu
chos modelos alternativos que seguir. Me pre
guntaba si tendría la fuerza para continuar con
mi educación y posponer la maternidad. Cuan
do veía bebés en brazos de sus madres, hacía la
cuenta regresiva hasta mi último periodo.
Brooke y yo entramos a casa de mis padres.
Todo se sentía normal, cómodo. La familia es
taba ahí, mis abuelos, pero noté que el pastel en
la mesa era demasiado grande, incluso para ser
de chocolate. Mi hermano Steve se burló de mi
“look de Buster Brown”. Mimi comentó lo adora
ble que era mi atuendo y en los siguientes quince
minutos, cincuenta personas llegaron a desear
me feliz cumpleaños. Más que una sorpresa, era
una humillación.
Además de haber sido sorprendida en mi traje
de marinera, tuve que soportar una noche de tri
butos bien intencionados y una presentación in
soportable de diapositivas titulada Ésta es tu vida,
114
seguida por mis débiles intentos de sonar agra
decida. Lo que fue planeado para alegrarme me
provocó náuseas. Regresé a casa y vomité de in
mediato.
El regalo inesperado fue el siguiente: tras ver
mi vida en un carrusel de imágenes, aburrida
hasta las lágrimas —literalmente—, decidí ha
cer algo notable. Ser maestra en Carden se había
vuelto insoportable el día que la señora Jeffs de
cidió posponer la Navidad porque la interpreta
ción que los niños hicieron de los villancicos no
estaba a su altura. Canceló la asamblea navide
ña hasta enero. Yo decidí enviar mi solicitud pa
ra el posgrado. Tener hijos podía esperar. Mi de
seo de encontrar mi voz en el mundo, no.
XXIV
115
campos de lava se convirtieron en la sangre con
gelada de los demonios que murieron en estos
campos de batalla, derrotados por Matador de
Monstruos para salvar a su pueblo. Shiprock,
la piedra en forma de barco, se volvió Winged
Rock, la piedra alada, convirtiéndose en mu
cho más que los restos de un cuello volcánico. La
morfología de las plantas, los animales, las rocas
y los ríos no responde únicamente a la ciencia,
sino que constituye y contribuye a la cosmolo
gía de la gente que habita el lugar. Es un asun
to espiritual.
Tierra. Madre. Diosa. En todas las culturas,
la voz de lo femenino emerge de la tierra misma.
La vestimos de Eva o Isis o Deméter. En el de
sierto, aparece como Mujer Cambiante. Puede
tomar diferentes formas, como el viento, y rom
per las piedras con su voz, como el agua. Y cuan
do se acerca a nosotros con las manos llenas para
ofrecernos conchas blancas en medio de ese terri
torio árido, nos recuerda que hubo un tiempo an
tes de la sequía en que los antiguos mares cubrie
ron el desierto. Ella no puede ser clasificada. No
puede ser controlada. Ella es quien junta las se
millas y las planta en la arena como sueños y con
voca a la lluvia. Ella encarna a la luna, honrando
116
la naturaleza cíclica de la vida. Y es Mujer Cam
biante a quien honra la ceremonia de la primera
sangre. Kinaaldá es su ritual, el rito de paso que
convierte en mujer a cada niña navajo. Ojalá al
guien me hubiera dicho, cuando erajoven, que no
podía contar con la felicidad, sino con el cambio.
Los diñé, como se llaman a sí mismos los na
vajo, me enseñaron a contar historias. Cuando en
el desierto vi una canasta con forma de espiral,
ésta se desenrolló como una serpiente. Cuando
encontré una pluma de colapte atrapada entre la
salvia, el rojo ardiente de su centro me habló de
la valentía de este pájaro que voló directamente
hacia el sol para conseguir fuego para el pueblo.
Y cuando vi a León de Montaña moverse como
mantequilla suave a través de los acantilados roji
zos, éste dejó de ser un felino y se convirtió en una
poderosa medicina que pedía que se regara polen
de maíz en el sitio donde la presencia nos honra.
La pregunta ¿Qué historias contamos para evocar
un sentido de lugar? se volvió mi obsesión. A tra
vés de la generosidad de los diñé, escuché cómo
lo voz encuentra su más grande amplificación a
través de las historias.
Durante muchos años recorrí el desierto bus
cando una narrativa que no era la mía. No sentía
117
que perteneciera ahí. Estaba tomando prestado
un paisaje hasta encontrar el propio. Pero cuan
do dejé de buscar y me instalé en la paz erosiva
del desierto rojizo, me sentí suavemente sostenida
por una inmensidad que no podría nombrar. Me
quité la ropa, me acosté bocarriba en un arro
yo seco y permití que el calor de la arena rosada
entrara por cada célula de mi cuerpo. Cerré los
ojos y me convertí, simplemente, en otra presen- ¡
cia que respira en el planeta. j
¡
i
XXV
118
Antes de casarnos en el templo de Salt Lake,
Brooke y yo nos dijimos nuestros votos en una ce
remonia previa al día de la boda, también dentro
del templo, con nuestros padres como testigos. En
la teología mormona eso se llama “recibir su in
vestidura”. Es un rito de paso sagrado.
Puedo compartir lo siguiente: los hombres se
sientan a un lado del cuarto y las mujeres al otro.
Se imparten las instrucciones sagradas. Se relata
la historia de Adán y Eva. Brooke y yo fuimos ele
gidos para representar a la primera pareja en el
Jardín del Edén. Honrados, nos presentamos an
te la congregación como Adán y Eva. Eva era vir
gen, también yo. Mientras escuchaba este texto
bíblico ser leído en voz alta el día antes de mi ma
trimonio, la única palabra que habitaba mi men
te era coger. Me sonrojé. Ésta no era una palabra
común en mi vocabulario como una casta joven
de 19 años. Escandalizada por la traición de mi
propia imaginación intenté despejar mis pensa
mientos y mantener mi semblante limpio y pu
ro. Pero la palabra me seguía presionando, coger,
coger, una palabra que nunca había pronunciado
en voz alta. Me puse todavía más roja. Brooke
me sonrió, preguntándose por qué me seguía
sonrojando.
119
¿Avergonzada? ¿Ruborizada por la fiebre?
Ambas cosas. Una vez más, cuando me pedían
repetir ciertas frases, esta palabra de cinco letras
se me seguía apareciendo en los momentos más
sagrados, distrayendo mi atención del matrimo
nio de Adán y Eva hacia la seductora serpiente.
Intenté concentrarme en Brooke mientras nos to
mábamos de la mano. Coger, coger, coger. La danza
entre lo sagrado y lo profano se volvió cada vez
más candente.
En este momento tan público estaba lidiando
en privado con mi propio demonio. “En el prin
cipio fue el Verbo.” Nadie me advirtió cuál.
120
Cuando Mimi me dio el libro Mitos de creación,
de Marie-Louise von Franz, no entendí que se tra
taba de un texto subversivo. Me habían enseñado
que la historia de Adán y Eva era un manual bíbli
co sobre el bien y el mal y las consecuencias de ce
der a nuestros antojos. Desobedecer a Dios equiva
lía a ser expulsado del Jardín del Edén y enfrentar
“tristeza en las entrañas por el resto de tus días”. Lo
que entendí después fue que la transgresión de Eva
fue un acto de valor que nos condujo fuera deljar
dín, hacia la naturaleza. ¿Quién quiere ser una dio
sa si puede ser humana? La perfección es un defec
to disfrazado de control. El momento en que Eva
mordió la manzana, sus ojos se abrieron y se volvió
libre. Reveló la verdad que toda mujer sabe: encon
trar nuestra voz soberana a menudo implica una
traición. Sólo debemos estar seguras de no traicio
narnos a nosotras mismas. Hablar desde la verdad
de nuestros corazones es romper un tabú, seamos
hombres o mujeres. Quitarnos la máscara. La ser
piente que sedujo a Eva para que comiera la fruta
prohibida no era el Diablo, sino su propia naturale
za instintiva diciendo, Honra a tu hambrey aliméntate.
En inglés, la palabra diablo {devil), escrita al
revés, es vivido (lived).
121
Leer no sólo me cambió la vida, me salvó. El
libro correcto en el momento correcto —espe
cialmente aquel que nos asusta, que amenaza
con debilitar aquello que nos han dicho, el que
contiene los pensamientos prohibidos— es el tipo
de libro que se convierte en la manzana de Eva.
“El despertar de la conciencia es idéntico a la
creación del mundo... los mitos de creación son
los más profundos e importantes de todos. En
muchas religiones primitivas el recuento de los
mitos de creación es una enseñanza esencial en
el rito de paso”, escribe von Franz.
XXVI
122
tamente a través de mis pechos en la penumbra.
Estábamos en el Refugio de Aves Migratorias de
Bear River, acostados bocarriba sobre la hierba
con avocetas volando sobre nosotros. Brooke se
acercó a besarme. Nunca cerrábamos los ojos al
entrar a nuestra geografía privada del gusto y el
tacto y el tiempo. Trazando el mapa de nuestros
cuerpos, yo recordaba el canto de los tordos sar
gentos. Con la lengua sobre la carne, escribíamos
las palabras secretas de los amantes.
Gustave Courbet pintó El origen del mundo co
mo un reto a lo que sabemos, pero elegimos no
revelar. Es un retrato íntimo y sensual de los ge
nitales de una mujer después de hacer el amor,
hinchados y brillantes; sus piernas están abiertas,
un pecho apenas expuesto bajo la bata blanca. Lo
privado se vuelve público. La mirada personal de
Courbet celebra que se muestre lo invisible. Aho
ra está colgado en el Museo de Orsay, en París,
no como algo pornográfico, sino revelador.
Durante años, esta pintura estuvo en la ca
sa de campo de Jacques Lacan, escondida detrás
de una puerta de madera deslizable. Los críti
cos de arte la han descrito como “un registro fron
tal de una mujer con las piernas abiertas, desde
lo pechos hasta los muslos... un atrevido retrato
123
hecho por Courbet para un diplomático turco en
1866”. Pero esto es demasiado clínico.
Cuando estuve frente a esta tan conocida mu
jer desconocida en reposo, me vi a mí misma, a
mi madre, a mi abuela, una mujer revelada amo
rosamente con la mano y el ojo de un hombre,
óleo sobre tela en un lienzo rectangular de 45
x 53 cm. Lloré. Lloré ante la belleza de nombrar
lo tan claramente. Origen del mundo. Venimos al
mundo a través de las mujeres, de una mujer que
se gasta, que se rasga, maravillada. No es extra
ño que las mujeres hayan sido temidas y adora
das desde que el hombre vio ahí por primera vez
la coronación de una cabeza humana, las piernas
abiertas, una pincelada de luz.
Somos Fuego. Somos Agua. Somos Tierra.
Somos Aire.
Somos todas las cosas elementales.
El mundo empieza con un sí.
Mujer Cambiante. Volvemos a empezar como
la Luna. Ya no podemos negar nuestro destino
convirtiéndonos en mujeres que esperan: esperan
para amar, esperan para hablar, esperan para ac
tuar. Esto no es paciencia, es patología. Somos se
res sensuales y sexuales, intrínsecamente unidos
al Cielo y a la Tierra, nuestros cuerpos hologra-
124
mas. Al retener el poder derogamos al poder, y
eso crea la guerra.
XXVII
125
y control de natalidad en el número 46 de la
calle Amboy, en el barrio de Brownsville, en
Brooklyn. Nueve días más tarde la policía hi
zo una redada. Margaret Sanger, líder del mo
vimiento moderno de control de natalidad, pasó
treinta días en prisión. En sus 87 años de vida se
ría arrestada siete veces más por defender el de
recho de las mujeres a decidir el número de hijos
que quieren tener y a mantener la privacidad de
su propio cuerpo.
En una cena en honor a Sanger en 1931, H. G.
Wells dijo: “El movimiento que ella inició crecerá
hasta ser, en unos cien años, el más importante de
todos los tiempos en lo que respecta a controlar el
destino de la humanidad en la Tierra”.
Cuando éramos niños, visitamos a Mamá en
el hospital. Nos dijeron que había tenido una “ci
rugía correctiva”. Más tarde, supe que había to
mado la decisión de someterse a una ligadura de
trompas, una práctica poco común en esa época.
“Libertad”, me dijo.
Los anticonceptivos me dieron una voz. Ésa
fue quizá la única cosa en mi vida en la que he si
do absolutamente responsable. Nunca he tomado
la decisión de abortar, pero estoy agradecida de
haber tenido la opción ante mí. En 1973, cuando
126
el emblemático caso Roe contra Wade llegó a la Su
prema Corte, yo estaba por graduarme de la pre
paratoria Highland. Como mujeres que estaban
entrando a su madurez sexual, fue una sentencia
que nos dio confianza en el control que teníamos
sobre nuestros cuerpos.
Ninguna mujer termina con un embarazo fá
cilmente. Nadie que haya sentido la vida dentro
de sí puede negar ese poder. No es una decisión
que se tome nunca a la ligera, sin amor ni dolor
ni una oración por el perdón.
Porque lo que cada mujer sabe al sangrar ca
da mes es: no estoy embarazada. Porque lo que cada
mujer entiende cada vez que hace el amor es: una
vidapodría empezar ahora. Por eso, cuando una mu
jer permite que un hombre la penetre, no es sólo
un acto físico sino un acto de entrega a la posibili
dad de que su vida le deje de pertenecer sólo a ella.
Porque hasta sangrar, revisará su vientre todos los
días buscando los movimientos de la vida. Porque
hasta sangrar, se preguntará si su vida será una o
dos o tres. Porque hasta sangrar, imaginará cada
posibilidad, desde el placer hasta el dolor al naci
miento a la muerte y cómo logrará hacer lo que
necesita hacer, y porque hasta sangrar estará pre
ocupada infinitamente, hasta sangrar.
127
Si el hombre supiera lo que una mujer nunca
olvida, la amaría de manera diferente.
No, nunca he tenido un aborto, pero conoz
co la ternura de mujeres que sí. Es mucho más
común de lo que queremos admitir. Nos hemos
escondido bajo tierra. Esta es una conversación
ausente. Los abortos que hemos experimenta
do son parte intrínseca de quiénes somos y en lo
que nos hemos convertido. Y es profundamen
te privada. Recientemente me enteré de que tres
de mis amigas más cercanas habían tenido abor
tos. Nunca lo habíamos hablado. Uno tenía que
ver con una enfermedad genética, otro era una
situación que hubiera puesto en peligro su ma
trimonio y el otro fue un embarazo durante la
universidad que hubiera cambiado el rumbo de
su vida. Elegimos. Ése es nuestro derecho espi
ritual y legal en los Estados Unidos de América.
Merecemos tomar esta decisión libres del juicio
de los demás.
No hay nada abstracto en dar a luz. Nada más
serio que una mujer que se pone las manos en el
vientre y se pregunta qué debe hacer. Siempre se
trata de amor. Nunca se hace a la ligera. Y no hay
nada más humillante para las mujeres que el he-
128
cho de que un hombre, especialmente un hombre
que no conocemos, defina las leyes que gobiernan
nuestra leche y nuestra sangre.
Leche y sangre.
¿Por qué estas dos palabras?
Porque la leche —como vaca como pecho co
mo semen como cualquier sustancia que alimen
ta y nutre al mismo tiempo— está al centro del
placer. Porque bebemos profundamente. Por ne
cesidad y por deseo, bebemos profundamente.
Porque la sangre —como flujo como mens
truación como luna como ciclo— significa no es
toy embarazada. Porque lo que cada mujer entien
de cada vez que hace el amor es: una vida podría
empezar ahora. Por eso, cuando una mujer permi
te que un hombre la penetre, no es sólo un acto
físico sino un acto espiritual.
Leche y sangre.
Porque la leche fue lo primero que deseamos.
Porque la sangre es lo que fluye a través de nues
tro corazón. Leche y sangre. Hombres y muje
res. Placer y dolor. El amor es a la vida lo que
la vida es a la muerte. Así que arriesgamos todo
intentando tocar lo inefable al tocarnos unos a
otros. Una y otra vez. Más y más. Sin demasiado
129
control, perdemos la cabeza cuando nos perde
mos en el fuego.
130
cómo logrará hacer lo que necesita hacer, y por
que hasta sangrar estará preocupada infinita
mente, hasta sangrar.
XXVIII
131
profundizando los colores. Y cuando vimos la
obra de teatro de Lillian Heilman, Pequeños zorros,
con Elizabeth Taylor, Mamá insistió en salimos
temprano para sentarnos en Sardi’s, donde su ac
triz favorita (que cumplía años el mismo día que
ella) cenaba después de cada función. Elizabeth
Taylor llegó puntual y atravesó la puerta de entra
da en su caftán morado y sus joyas. Mamá la es
taba esperando. Sentada en el salón con las pier
nas cruzadas, extendió una de ellas con timidez.
Elizabeth Taylor se tropezó con el pie de Mamá.
“Disculpe”, dijo la actriz.
“Qué dices”, contestó Mamá. “Estuviste ge
nial hoy.”
“Gracias, es usted muy amable.”
Estábamos sentadas entre luminarias.
En el camino de regreso al edificio donde yo
vivía, atravesamos el distrito de teatros, deslum
bradas por las luces de neón. La luna colgando
entre los rascacielos era casi indistinguible de los
reflectores que anunciaban nuevos espectáculos
de Broadway.
“¿Cuál es la diferencia entre Elizabeth Taylor
y Saturno?”, le pregunté a Mamá.
“¿Cuál?”, me dijo, sonriendo.
“Elizabeth Taylor tiene más anillos.”
132
Mamá me dejó una carta con una hermosa esfe
ra de cristal pintada con olas doradas que rodea
ban el orbe como la escritura del agua.
17 de abril, 1983
Nueva York
Querida Terry:
133
Siempre atesoraré las experiencias que hemos comparti
do esta semana en Nueva York.
Te ama mucho,
Mamá
XXIX
134
inteligente. Wangari Maathai hablaba de tomar
acciones, algo simple, algo positivo, algo real co
mo plantar un árbol.
Yo escuchaba.
“Para plantar un árbol debes ensuciarte las
manos. Cuando las mujeres van a la universidad,
a menudo vuelven a las ciudades para tener tra
bajos de oficina y olvidan de dónde vienen. Es la
gente del campo, la gente del pueblo, la que sos
tiene la salud de la Tierra en sus manos.”
Aprendí cómo las mujeres africanas cargaban
la crisis ambiental a sus espaldas, pasando entre
ocho y diez horas al día buscando leña para po
der cocinar para sus familias. Aprendí cómo se
incendiaban los bosques porque el carbón es más
eficiente que la madera. Como resultado, las la
deras se degradan, generando erosión crónica.
Por primera vez vi cómo los asuntos ambientales
son asuntos económicos y son, en el fondo, asun
tos de justicia social.
Si sufren las mujeres, sufren los niños. Al em-
poderar a las mujeres se empoderan las comu
nidades. U na revolución se me encendió por
dentro. A eso había ido a África, sin saberlo:
a aprender la esperanza de los árboles. Cuan
do terminó la conferencia, visité los pueblos de
135
Kenia con Wangari, donde fui testigo del traba
jo de las mujeres y de lo que significa hacer cre
cer un bosque.
“Necesitamos trabajar un poco más y hablar
un poco menos”, me dijo mordaz cuando nos fui
mos de Nairobi y llegamos a una comunidad muy
cerca de sus propias raíces Kikuyu.
Vi a mujeres juntando semillas en los pliegues
de sus faldas, plantándolas y cuidando árboles en
sus regazos, como rezando, dándole golpecitos a
la tierra para asegurarse de que crecieran. No
sólo estaban plantando árboles, estaban alimen
tando posibilidades. Con el tiempo, las mujeres
podían vender sus plantas y obtener un ingreso
para sus familias. La restauración estaba siendo
cultivada con las manos en la tierra.
El liderazgo de Wangari Maathai era el prag
matismo de la dicha. A todos nos alegra que
crezca una semilla. En las comunidades, las mu
jeres estaban encontrando su voz. Plantar ár
boles se volvió más que una vocación. Era una
acción contra la tiranía y una metáfora de la re
novación. La salud de la tierra. La salud hu
mana. Cuando las mujeres trabajan juntas, el
beneficio es para todos. Así me incorporé al Mo
vimiento del Cinturón Verde.
136
Wangari Maathai se volvió mi mentora. Me
invitó a plantar un árbol en honor a mi madre en
el “Bosque de las mujeres”. Regresé día tras día
a plantar más árboles con las mujeres que vivían
ahí, las manos manchadas de semillas africanas.
El poder del optimismo de Wangari Maathai
alimentaba el mío. Ella me mostró la importan
cia de movilizar a la gente a través del amor, di
ciendo al mismo tiempo las verdades duras de
nuestro efecto sobre el planeta. Su voz no sólo me
inspiró, me llevó a la acción cuando volví a casa.
Empezamos el Movimiento del Cinturón Ver
de en Utah. Fue una manera de señalar simili
tudes entre la deforestación en Kenia y la deser-
tificación en la Gran Cuenca. Ambos paisajes se
estaban degradando por la falta de vegetación: la
tala de árboles en África, el pastoreo excesivo del
ganado en el suroeste de Estados Unidos. En am
bos casos las valiosas capas superficiales del sue
lo estaban desapareciendo a causa de la erosión.
Involucré a mujeres mormonas de la Sociedad de
Socorro, una organización filantrópica y educa
cional para mujeres de la Iglesia de Jesucristo de
los Santos de los Últimos Días. Podíamos cola
borar entre continentes. Di cientos de pláticas en
Sociedades de Socorro en el estado, contando la
137
L
historia de la deforestación y hablando de los es
fuerzos de Wangari Maathai por plantar árbo
les, comunidad por comunidad, para liberar a
las mujeres del peso y la opresión, cuidando a la
Tierra al mismo tiempo.
“El problema es la fragmentación”, dijo la
profesora Maathai. “Debemos ver el todo. Caer
en la fragmentación atenta contra el trabajo de
las mujeres.”
Yo simplemente estaba contándole a las muje
res de Utah, mi tierra natal, lo que había visto en
Kenia e invitándolas a involucrarse. Por diez dó
lares, una mujer podía comprar un árbol a nom
bre de alguna otra mujer amada. Diseñamos e
imprimimos certificados. Fue una campaña para
educar e involucrar. Mamá y Mimi y Lettie fue
ros de las primeras en participar.
Al padre de Brooke le conmovieron nuestros
esfuerzos. Me invitó a comer. Le pedí que, co
mo hombre respetado y de alto rango en la jerar
quía de la Iglesia, me ayudara a presentarme con
uno de los apóstoles, un amigo suyo que podía ha
cer que la recaudación de fondos se extendiera a
nivel mundial. Sabía lo que esto podía significar
para el movimiento en Kenia. Nadie se organiza
como los mormones. Me dijo que me ayudaría a
138
presentar mi caso frente a uno de los élderes en
el poder. Pero había una condición.
“Ya sabes lo que te prometí. Ahora yo te pido
algo. Prométeme que vas a traer a Brooke de re
greso a la Iglesia y que nunca le vas a contar que
tuvimos esta conversación.”
Me quedé muda. Pensé en las mujeres en Ke-
nia luchando por su independencia. Pensé en
Wangari Maathai y su ferocidad inquebrantable
de cara al poder institucional. ¿Qué haría ella?
Me senté al centro de un silencio muy largo
a mitad de nuestra comida. La propuesta pare
cía tan simple.
“No puedo prometerte eso”, le dije a mi sue
gro, a quien amo.
Sin saberlo, él había puesto sobre la mesa el
asunto de la integridad. La mía. Me di cuen
ta de que no podía obtener ambas cosas: usar
la influencia de la Iglesia Mormona para lo que
quería con la ayuda de mi suegro, pero sin po
der ayudarlo a lo que más quería él, que su hi
jo se involucrara en la Iglesia. Era un pacto con
el diablo. Brooke era soberano de sí mismo y yo
también. La restricción a la que estaría someti
da como mujer mormona obligada a guardar si
lencio desvirtuaría cualquier bien que estuviera
139
intentando hacer a las mujeres de Kenia. Mi sa
crificio se volvería suyo, en principio.
140
kenianas, con sus hijos, Waweru, Wanjira y Mu
ta, la enterraron en un cajón hecho de jacintos
de agua.
Me impactó enterarme de su muerte. Gente
como Wangari no muere, así de inamovible y fuer
te era ella para mí. Nunca estamos listos para per
der a las personas que amamos, especialmente un
alma como Wangari. Salí de casa, me arrodillé en
la tierra y lancé una oración de gratitud a su espí
ritu. Mis lágrimas se convirtieron en lluvia y un
colibrí de garganta roja voló directamente hasta
mí. Lo miré y sonreí. Claro, era un colibrí, el pája
ro favorito de Wangari, el que apagó un incendio
forestal llevando agua en su pico una y otra vez.
XXX
141
muerte rápida, la marmota hizo un giro abrupto,
se puso frente a ella y gritó. Asombrada, la coma
dreja saltó en el aire y cayó de espaldas mientras
la marmota escapaba.
XXXI
142
Ambos estábamos en un campamento remo
to en el área de Sawtooth Wilderness, en Idaho.
Yo era profesora asistente en un curso de Eco
logía de Campo. Él hacía trabajos de carpintería.
“Hay una vista bonita en Two Ravens en Tall
Pines”, dijo.
Asentí y seguí escribiendo. Conocía la zona.
No necesitaba ir con él.
Olía a humo mezclado con sudor. Incluso en
la brisa del pórtico de la casa, me recordaba a
fogatas en terrenos secos. Hasta sus manos esta
ban polvosas.
“Te traigo de regreso antes de la cena.”
Levanté la mirada.
Él se quedó viendo mis mocasines. “Ponte tus
botas.”
No sé por qué ignoré los instintos de mi cuer
po, mi propia intuición. Todos los ingredientes de
una historia que termina mal estaban ahí. Mimi
nos había leído cuentos de hadas de Andersen y
de Grimm hasta el cansancio. Yo prefería los de
Grimm porque eran más oscuros, más espanto
sos, más veraces. La caja llena de libros verdes y
rojos estaba desgastada y vieja. Todos teníamos
nuestros favoritos. Yo siempre quería escuchar el
cuento de Blancanieves. Me gustaba la idea de un
143
espejo que hablara y la reina malvada obsesio
nada con el desvanecimiento de su propia belle
za y aterrada con la pregunta que se hacía una y
otra vez. “¿Quién es la más hermosa de todas?”
Disfrazada, intenta matar a Blancanieves tres
veces: primero con los lazos del corsé demasia
do apretados, que le provocan un desmayo, lue
go con un peine envenenado y finalmente con
una manzana envenenada. Pero Blancanieves
siempre logra escapar de la muerte y volver a la
vida, arruinando los planes de su malvada ma
drastra. Para mí el cuento se trataba del amor
entre Blancanieves y el príncipe, de cómo man
tenerte oculta, pero dejando claros tus poderes
y sobrevivir a lo que te amenaza. Los siete ena
nos me parecían creíbles, crecer en una familia
grande donde cada miembro contribuía y prote
gía a los demás con sus propias excentricidades.
Joseph insistió tanto que me convenció. Fue
más fácil decir que sí que decir que no. Dejé a un
lado mis papeles y mi pluma, me puse las botas y
lo seguí. ¿Qué es lopeor que puede pasar?, pensé. Me
hará bien el airefresco.
“¿Así que eres la asistente de Hathaway?”
“Sí.”
“¿De qué clase?”
144
“Ecología de Campo.”
“¿Cuántos estudiantes tienen?”
“Diez.”
No quería ser grosera, pero tampoco tenía ga
nas de involucrarme en la conversación.
“¿Cuánto tiempo te quedas?”
“Dos semanas.”
Justo en ese momento, un búho cornudo ba
jó en picada frente a nosotros. Sorprendida por
su cercanía, me detuve y lo seguí con la mirada
hasta verlo aterrizar en un pino.
Me alejé del sendero y caminé despacio hacia
el ave. Joseph siguió por el camino hasta darse
cuenta de que ya no lo estaba siguiendo.
“Vamos, todavía falta un poco”, gritó, cami
nando de regreso.
“Me voy a quedar aquí un momento. No siem
pre tengo la oportunidad de estar con un búho.” Y
me senté en los altos pastos amarillos de la ladera.
Agitado, Joseph desapareció.
El búho se quedó. Su manto de plumas le per
mitía camuflarse perfectamente en la luz oblicua
de los pinos. No se movió, con la mirada fija en la
mía, sus ojos como flamas amarillas en el bosque.
Quién sabe cuánto tiempo pasó en las sombras
cambiantes de la tarde.
145
Los búhos son engañosos. Son advertencia y
consuelo. En esa ocasión me negué a ver la adver
tencia y me instalé en el consuelo de su presencia.
En la montaña, me hundí en las ensoñaciones de
mi propia mente. Para mí esto era mi hogar, no
un lugar de temor. La naturaleza salvaje tiene sus
propias reglas: fuimos criados con ellas. El respe
to es fundamental. También la impredecibilidad.
Mantén tu distancia. Pon atención. Siempre.
Las ramas crujieron, volteé hacia atrás. Jo
seph estaba de pie detrás de mí en taparrabos,
sin camisa, con plástico aislante verde enrolla
do en la cabeza.
“Tengo frío”, dijo.
“Me imagino que sí”, dije yo, preguntándo
me dónde había dejado su ropa. Me preocupaba
más todavía dónde había encontrado lo que lle
vaba —o dónde lo tenía escondido— y por qué.
“Vamos de regreso.”
Su comportamiento era inquietante. Olía a
humo. Dejé al búho, que significaba dejar lo que
conocía, y seguí a Joseph, que ahora estaba me
dio desnudo, de regreso hasta el sendero princi
pal. Cuando llegamos a la bifurcación, en vez de
volver hacia abajo, por donde habíamos llegado,
Joseph se detuvo y dijo “Sigamos un poco hacia
146
arriba hasta Richardson Creek y luego bajamos.
Es un atajo al campamento, entonces no llegare
mos tarde a la cena”.
Según mis cálculos, en este punto seguir a un
hombre que estaba enloqueciendo cada vez más
era una mejor apuesta que huir. No quería alte
rarlo. No puedo decir que haya sido exactamente
por cortesía que seguía haciéndole caso, porque
cada decisión tomada era sabotaje y mal juicio,
pero el esfuerzo de simplemente seguir caminan
do parecía más fácil que confiar en lo que yo sa
bía. No tenía energía para entrar en conflicto.
Me quedé callada. Pero cometí un error crucial:
olvidé las reglas de los cuentos de hadas. Cosas
malas les pasan a las mujeres jóvenes en el bos
que. Ignoré el principio fundamental de todos los
cuentos de hadas que había escuchado: cuidado
con el lobo carismático que viste piel de oveja.
Hay maldad en el mundo. Puedes ser engañada.
Llevábamos quince minutos caminando con
rapidez cuando empezó a oscurecer. Joseph iba
detrás de mí. Podía escuchar su respiración, casi
jadeos. Aceleré la velocidad, cada vez más ner
viosa. Una cañada profunda amenazaba en su in
mensidad. Richardson Creek estaba lejos, mon-
/
taña abajo. Ibamos por el camino equivocado. Se
147
me puso la piel de gallina. Cuando volteé a verlo,
Joseph estaba de pie sobre una gran roca cuadra
da. Las venas de su cuello sobresalían. Sus pupi
las estaban dilatadas. Todo parecía estar pasan
do en cámara lenta: lo vi levantar sobre su cabeza
un hacha de doble filo en la que se reflejaba la
luz, con la fuerza de todo el cuerpo a punto de
caer sobre su objetivo. Nuestras miradas se en
contraron. El hacha estaba dirigida a mí. Cuan
do atacó, se resbaló. Salí corriendo. Avancé dos
kilómetros y medio sin mirar atrás.
Llegué tarde a cenar. El profesor Hathaway
me preguntó si todo estaba bien. Parecía preocu
pado. Le dije que había salido a caminar y había
calculado mal el tiempo.
¿Por qué mentí? ¿Por qué no le conté a mi pro
fesor sobre el terror del que había escapado? Me
sentía avergonzada. Quizá había sido mi cul
pa. Quizá me lo había imaginado todo. No ha
bía confiado en mis instintos al irme con Joseph.
¿Por qué debía confiar en ellos ahora?
Esa noche saqué mi bolsa de dormir de la ca
sa y me dirigí a una pradera alejada de todo. Me
sentía más segura afuera que adentro. Me quedé
mirando el cielo estrellado y la extensa ruta de la
Vía Láctea. Pero la única constelación que pude
148
ver fue una con forma de un hacha de doble fi
lo. Nunca cerré los ojos, sólo permanecí ahí tem
blando en el suelo, repitiendo una y otra vez en
mi cabeza la imagen de los ojos dilatados de Jo
seph mirándome fijamente y el terror punzante
atrapado en mis piernas, que me habían sacado
de ahí con el cuerpo convertido en hielo.
Al día siguiente, le escribí a una larga carta a
Brooke contándole todo lo que había pasado, in
cluyendo una descripción física de Joseph en ca
so de que yo desapareciera. Le transferí mi carga
a Brooke. ¿No es así la historia, la dama en apu
ros salvada por el príncipe? Si yo no podía ha
blar, Brooke hablaría por mí. Si algo pasaba, él
podría contar el cuento, dado que yo estaba mu
da. Si me había equivocado, no quería dañar a
Joseph. Metí una pequeña pluma de búho en el
sobre. Caminé hasta la carretera principal, a va
rios kilómetros de distancia, y le hice la parada
a una camioneta que venía de Stanley. El hom
bre que iba en ella se detuvo, bajó su ventana y
me preguntó si estaba bien. Le pregunté si podía
enviar una carta por mí. Aceptó y se la entregué
junto con un par de monedas para la estampilla.
Unos días después, estaba sirviéndome una
taza de té en la cocina. Finalmente había vuelto
149
a la rutina. Escuché la puerta abrirse y cerrarse
de golpe. Cuando volteé hacia ella vi ajoseph, de
pie, completamente rasurado y vestido. El mismo
olor a cigarro me acorraló en una esquina. Mi
corazón latía fuerte. Se acercó a mí lentamen
te, susurrando.
“Pensaste que iba a matarte, ¿no, Terry?”
Yo sólo podía pensar en el brillo del hacha, en
sus brazos levantándose lentamente por encima
de su cabeza. El miedo no me dejó hablar. Me
quedé parada ahí, con la taza de té en las manos,
quemándome los dedos, sintiendo el terror reco
rrer mis piernas una vez más.
“¿Por qué corriste? ¿Por qué me dejaste ahí des
pués de que me caí? Pude haberme lastimado.”
Me escuché enunciar el nombre de Brooke,
como una palabra mágica que pudiera romper
este hechizo.
“¿Brooke? ¿Quién es Brooke?”, preguntó Jo
seph, súbitamente maniático, balanceándose ha
cia atrás y hacia delante. “¿Estás casada? No me
dijiste que estuvieras casada. Pensé que eras vir
gen...” Se volvió incoherente, susurrando, ha
blando en lenguas desconocidas. Sus ojos azules
se dilataron otra vez y entró en trance, tocan
do mi cuello con sus dedos apestosos, su pulgar
150
apretando fuerte y lento el espacio entre mis cla
vículas. Me miró fijamente hasta que me soltó,
decepcionado, y salió de la alacena. Nadie vol
vió a verlo.
Los lobos matan ovejas sin chistar mientras no
haya contacto visual. Los venados o los caribús fi
jan la mirada en el lobo. En un abrir y cerrar de
ojos, se toma una decisión entre depredador y pre
sa. Barry Lopez llama a esto “la conversación de
la muerte”. El animal accede o no accede a ser to
mado. No. Mis ojos dijeron que no. No seré tomada. Fue
en ese momento que Joseph se resbaló y yo corrí.
Durante los días que me quedaban en Saw-
tooths quise contarle a alguien, a quien fuera, lo
que había pasado. Quería hablar. Quería contar
lo asustada que estaba, cómo casi me asesinaron,
convertida en pedacitos por un loco con un ha
cha, sin que yo hubiera hecho nada. Pero no lo
creía. Creía que era mi culpa. Había traicionado
a mis instintos. Mi cuerpo intentó advertírmelo.
Un búho intentó advertírmelo. Pero ignoré todo
eso y dejé de lado mi intuición. Cuando una mu
jer no habla, otras mujeres salen lastimadas. Y
ahorajoseph podría estar lastimando a otras mu
jeres que duermen en otros bosques.
151
Durante la última semana del curso nos enfoca
mos en estudios fluviales, estudiando a las lar
vas de tricópteros y efemerópteros que viven en
Richardson Creek. Río arriba, los estudiantes
nos llamaron a gritos, frenéticamente. Dejamos
nuestro equipo de recolección a un lado y fuimos
a ver qué estaba pasando.
Junto al arroyo, en la base del barranco, ha
bía una pequeña choza construida con ramas
de sauce. Adentro había cráneos ensangrenta
dos de venado y amuletos hechos de hueso. Una
pequeña biblioteca de libros esotéricos sobre las
culturas mesoamericanas, desde los aztecas has
ta los mayas, estaba bien ordenada con secciones
sobre sacrificio humano marcadas con pedazos
de papel. Y luego uno de los estudiantes encon
tró el hacha de doble filo.
Ver el arma me dio náuseas, así que me discul
pé y salí de ahí. Vomité. Cuando una estudiante
me vio jadeando en los arbustos, me preguntó si
podía ayudarme.
“No, gracias, es que estoy enferma.”
Nunca le mencioné nada más a nadie.
Brooke me rogó que fuera a la policía. Me ne
gué. Como buena chica mormona dije “Estoy bien”.
“Déjalo ir”, dije.
152
¿Cuál es el gesto de una mujer que se cubre la
boca con la mano?
153
Cuando me miro al espejo, veo a una mujer
con secretos.
Cuando no escuchamos nuestra intuición,
abandonamos nuestra alma. Y lo hacemos por
miedo a que, si nos resistimos, los demás nos
abandonarán. Hemos sido educadas para cues
tionar aquello que sabemos, para desacreditar la
autoridad de nuestras entrañas. ¡
Quiero saber por qué. Siempre que me aban
dono a mí misma, termino por arrepentirme. Pe
ro albergar arrepentimientos es hacer el amor 1
con el pasado, no hay movimiento ahí. No nos
salvarán los labios de un príncipe, sino nuestros
propios labios hablando.
Estoy creciendo más allá de lo que me ha con
dicionado, rompiendo con lo que me estaba rom
piendo a mí.
XXXII
154
lor tiene voz. Es el grito frío del silencio que re
suena hacia adentro.
XXXIII
155
cielo sobre las paredes de roca roja que formaban
el corredor donde el agua atravesaba las piedras.
Las tórtolas ronroneaban. Los canarios cantaban
en los sauces. Nosotros estábamos sentados a la
orilla del agua, con las piernas cruzadas, mien
tras Brooke sacaba los sándwiches de su mochila.
¡Wirrrrrrrrrp!
Algo pasó disparado junto a nosotros como
un cohete. Antes de que yo entendiera qué esta
ba pasando, Brooke ya se había puesto de pie y
miraba por encima de mí. Yo tenía una herida
en la orilla del ojo: filosa, veloz y sangrante. To
qué la delgada línea marcada por la punta de un
ala a toda velocidad.
“¡Un halcón peregrino!”, dijo Brooke, miran
do hacia el cañón lateral. “¿Viste eso?” Luego se
agachó para revisarme el ojo y limpió una go
ta grande de sangre con su dedo. “¿Estás bien?”
Lo estaba, pero si hubiera estado inclinada
una pulgada más a la derecha en vez de hacia
Brooke, hubiera resultado muerta por halcón: un
gran obituario.
Estoy marcada, mi piel grabada por una plu
ma. El llamado de la muerte llega a través de un
ventrílocuo cuyos labios jamás ves moverse has
ta que están aullando de risa.
156
XXXIV
157
había hecho antes. Sabían que funcionaba. Las
bombas atómicas lanzadas sobre Hiroshima y
Nagasaki el 6 y el 9 de agosto de 1945 termina
ron con la Segunda Guerra Mundial. Pero, evi
dentemente, el hecho de que decenas de miles de
personas hayan sido vaporizadas en un gran des
tello fantasmal no era la evidencia que ellos bus
caban: necesitaban pruebas de sus propios ciuda
danos. Mi familia y yo formamos parte de esos
ciudadanos leales conocidos como “downwin-
ders”, aquellos que vivíamos en zonas hasta don
de el viento arrastró la radiación de las pruebas
nucleares.
El gesto tiene una voz. Encontré la grave
dad de mis propias palabras a través de la muer
te de Mamá y Mimi. Esa es la ironía brutal de
mi vida.
Estas fueron mis declaraciones: “Escribiré: to
maré mi iray la convertiré en rabia sagrada. Encontraré
significado en sus muertes.”
No había guía de campo. No había mapa. Era
libre de improvisar.
La creación de mitos es el trabajo evolutivo de
traducir verdades.
158
“Pertenezco a un clan de mujeres de un solopecho." Estas
fueron las palabras que se me ocurrieron cuando
una amiga me preguntó, simplemente, “¿Cómo
estás?”. No podía saber entonces lo que sé aho
ra, que esta imagen me permitía ver a las muje
res de mi familia como guerreras, no como víc
timas de cáncer de seno. Veintidós años después
estas palabras, esta imagen, “cuando las mujeres
fueron pájaros”, se me apareció en un sueño sin
mayor explicación.
¿Lo fuimos?
¿Lo somos todavía?
¿O estamos en movimiento y nunca seremos
atrapadas? Permanecemos elusivas por elección.
“Soy una mujer con alas”, escribí una vez y
volveré a esas palabras. “Soy una mujer con alas
que baila con otras mujeres con alas.”
159
Vuelvo a estos momentos en Refugio no como
una repetición de la memoria, sino como un re
cordatorio de cómo evolucionamos en tiempo y
lugar. El valor para continuar ante la desesperan
za es el reconocimiento de que en los ojos de la os
curidad encontramos nuestra propia visión noc
turna. Las mujeres que han sido bendecidas con
ojos de muerte no le tienen miedo a nada.
XXXV
160
de fondo. Lleva puesta una camisa ajedrezada con
botones de perla y una chamarra Levi’s que le que
da un poco grande. El viento debe de haber estado
soplando, porque trae una pañoleta amarrada en
la barbilla. Un mechón de pelo está fuera de lugar,
formando un rizo en su frente; otro está volando
hacia un lado. Sus ojos son abrasadores. Su nariz,
recta. Su boca no es sonrisa ni disgusto. Mamá es
fuerte. Me mira a mí. Me pregunto qué ve.
No sé qué prefiero,
la belleza de las inflexiones
o la belleza de las alusiones,
el mirlo mientras silba
o el justo después.
— Wallace Stevens
XXXVI
161
El significado es simple: Eres fuerte. Eres con
fiable. Puedes cargar tu propio peso. Nuestra tía
Bea era una de esas personas, hecha de buen ma
terial pionero.
Beatrice Romney Berg era tía de mi madre,
hermana de mi abuela, la segunda hija de Vilate
Lee Romney y Park Romney, que buscó en Mé
xico refugio de la persecución asociada con la po
ligamia. En 1890, la Iglesia Mormona emitió un
manifiesto declarando el fin del matrimonio plu
ral como una práctica religiosa permitida. Aun
que la poligamia era ilegal en México, era co
múnmente practicada ahí entre los mormones
sin el mismo nivel de escrutinio que enfrentaban
en Estados Unidos.
La historia de la familia es la siguiente: los
hombres Romney estaban armados y listos para
la llegada de Pancho Villa y los villistas, que se
acercaban al asentamiento mormón en Colonia
Dublán, en la región de Chihuahua. Había em
pezado la Revolución Mexicana.
Era 1911. Mi bisabuela Vilate estaba prepa
rando la cena cuando les llegó la noticia de que
debían partir de inmediato. Embarazada de su
segundo hijo, tomó a su bebé, Lettie, de apenas
dos años, la amarró alrededor de su panza y huyó
162
a caballo. Cruzó la frontera con otros hombres
y mujeres. Una vez en El Paso, los mormones re
beldes fueron considerados refugiados. Los aco
rralaron como ganado hasta que Estados Unidos
de América decidiera qué hacer con ellos.
Mi bisabuela me dijo que abandonaron sus
hogares tan rápidamente que dejó un pastel en
el horno.
¿Qué es verdad y qué es imaginado?
Lo que es verdad es que la tía Bea nació en
Utah, a donde la familia volvió después de que
el gobierno les dio un boleto de ida a la ciudad
de su preferencia. Escogieron Cornish, Utah,
donde mis bisabuelos cultivaron betabel. Mi bis
abuelo, Park Romney, fue ordenado como pa
triarca mormón cuyo trabajo era repartir ben
diciones personalizadas de Dios.
La bendición patriarcal de mi madre le fue
dada por su abuelo cuando tenía doce años. La
llamó su pajarita cantora.
Mi bendición patriarcal me fue dada cuando
yo tenía 17 años, después de graduarme de pre
paratoria. La frase de mi bendición que aún lle
vo conmigo es la siguiente: “No te será revelada
ninguna verdad que esté en conflicto con la ver
dad de Dios”. Yo lo creí, todavía lo creo, y lo he
163
incorporado en mi teología personal. ¿Quién pue
de decir que esta invitación a buscar preguntas
no abrió la puerta a mis propias indagaciones re
ligiosas, que incluirían la sabiduría espiritual de
las plumas y el pelaje?
164
cada en mí. “Dime en qué andas. Siempre estás
metida en cosas interesantes, ¿sigues estudiando
indios?”, me preguntó. “Extraño a Lettie. Ella
siempre nos contaba de ti.”
Le dije que estaba escribiendo un libro.
“¿Un libro? ¿Sobre qué?”
“Sobre M am á...”
Fue entonces que vi su sonrisa vacilar un po
co. “¿Sobre Diane?”
Y luego cometí el error de decir demasiado.
“Estoy escribiendo un libro sobre el Gran Lago
Salado y la muerte de Mamá.”
“Bueno, pásale y te damos algo de comer.”
Me miró, fijándose especialmente en mi vientre
plano, y nos dirigimos a la sala, llena del ruido
de mis familiares, a muchos de los cuales llevaba
meses sin ver, años. Me dio gusto verlos.
Sin embargo, me quedé poco tiempo. Me sen
tía mal. En el camino de vuelta a casa, pensé to
do en presente: Quizá realmente estoy loca. Quizá real
mente no hay manera de vincular un Gran Lago Salado
que se inunda, un refugio de pájarosy la muerte de mi
madre por cáncer de ovario.
Una vez en la entrada de mi casa, recordé que
Brooke estaba fuera de la ciudad. Me encontra
ba sola, asediada por mis propios pensamientos,
165
acechada por mis propios miedos. Asustada. He
rida. Una vez dentro, puse mis llaves en un sitio
donde sin lugar a dudas olvidaría que las había
puesto, prendí las luces y me hundí en el sillón.
Esa noche, ya en la cama, mi mente estaba
acelerada. No podía dormir. Me levanté y dibu
jé un mapa.
Había un caballete tamaño infantil abando
nado en nuestro sótano. Todavía tenía papel. Fui
por él para meterlo a la casa.
Usé dos plumones para apuntar los temas en los
que estaba trabajando en ambos lados de la hoja:
166
ta de que no estaba loca. Tenía ante mí un mapa
con la forma del sistema reproductivo femenino.
Fui por mi manuscrito y empecé a acomodar
lo rápidamente en dos montones de papel: Ma
má, Mamá, Mamá, refugio de pájaros, refugio,
refugio. Tomé el montón que tenía que ver con
mi madre, me fajé el camisón en los pantalones
de mezclilla, me puse las botas y pisé el acelera
dor. Manejé hasta la papelería más cercana y le
entregué la mitad de mi libro a lajoven mujer de
trás del mostrador.
“¿Puede por favor imprimir esto en el papel
más brillante que tenga?”
“Va a ser difícil de leer.”
“Está bien.”
“¿Color turquesa?”
“Perfecto.”
Y luego esperé, viendo el reloj a cada rato. No
me había dado cuenta de que pasaban de las dos
de la mañana. En el lugar sólo estábamos la chi
ca y yo.
De pronto se abrió la puerta y entró un hom
bre que lucía peor que yo.
Era el poeta Mark Strand. Éramos amigos.
Recé porque no me entregaran mi manuscrito
color neón justo en ese momento.
167
“¿Qué haces aquí?”, preguntó.
“Mark, ¿te pasa que hay días en que sientes
que no puedes escribir una palabra más?” Me pu
do haber asesinado en ese momento. Estaba com
pletamente vulnerable.
“Todos los días.” Ni siquiera notó mis pági
nas azules mientras le entregaba a la mujer las
suyas, blancas.
De vuelta en casa con mi montón de pape
les turquesa volví a acomodar el manuscrito, po
niendo las páginas en orden. Mucho azul quería
decir demasiada intensidad. Mucho blanco, de
masiados pájaros. Mi labor era crear un manus
crito azul claro en el que dos historias paralelas se
entrelazaran con elegancia en un libro coherente.
Enunciar: absolutamente, por completo —ha
cer palabras—.
Enunciación del alma: hablar con fuerza des
de nuestra vulnerabilidad.
XXXVII
168
la luz. ¿Por qué no pronunciar tu hechizante lla
mado cuando el sol empieza a ponerse, cuando
estamos envueltos en las sombras, a punto de des
aparecer en la oscuridad? ¿Por qué no entonces,
cuando podemos escucharte —No hay nada quepo
damos hacer— te pregunto ahora, por qué guardas
tu voz hasta el momento de despertar? Porque
cuando me llamas entre sueños quiero permane
cer en el confort del sueño, sujetarme a las cobi
jas —dormir, dormir, dormir— en donde hasta una
quimera se siente como un lugar más seguro que
tú, que me llamas con valor crepuscular y me di
ces: levántate—ahora— pronto.
XXXVIII
169
Al día siguiente desperté ante un verano sin co
lor. No era un mundo en blanco y negro, sino gris.
Incluso a los 84 años, tras una vida larga y fér
til, se fue demasiado pronto.
No podía salir de mi cama. No podía seguir
con mi vida. Y cuando finalmente me decidí a
salir, me sentaba durante horas frente a un la
go artificial en un parque artificial con patos do
mesticados que flotaban en un espejo de agua.
Miraba fijamente a la nada. Nada importaba.
Estaba paralizada. Brooke me dijo que caminar
me ayudaría.
Caminaba todos los días. No por meditar, si
no para sobrevivir, un pie delante del otro, con
los ojos concentrados, intentando mantenerme
estable.
170
menos grave que vimos. Renacuajos intentando
convertirse en ranas antes de que se evaporara el
charquito de cincuenta por cincuenta centíme
tros. Los vencejos bajaban del cielo para beber
las últimas gotas del manantial, antes confiable.
Las campanitas, prácticamente incapaces de re
toñar, no lograban superar la altura de los esque
letos del otoño pasado, ahora sonajas al viento.
A donde quiera que miráramos había una sensa
ción de resequedad —y de penuria—.
Un anillo marrón se había formado alrede
dor de uno de los charcos secos, peculiar y her
moso. Mi amiga bióloga, Laura Kamala, simple
mente dijo “algas”.
Nos arrodillamos para tocarlas. Las algas
marrones se volvieron anaranjadas como por ar
te de magia. Las volvimos a tocar suavemente y
descubrimos que a mayor agitación, más vivo el
color. Era un anaranjado desplazado en mi pro
pio espectro de la experiencia. El color era más
resplandor que pigmento. El caroteno estaba vi
vo en mis dedos.
¿Es esto lo que los primeros habitantes del de
sierto tenían en mente cuando pintaron sus his
torias en las paredes de roca roja?
171
Tracé un círculo anaranjado en la palma de
mi mano izquierda y coloqué mi otra mano con
tra ella en oración. Cuando las separé, un círcu
lo se había vuelto dos. Mi amiga creó una espi
ral en sus manos y dibujó una cruz en cada uno
de sus pies. Yo marqué mi frente, mi garganta, el
espacio entre mis pechos hasta el ombligo, hasta
mis pies y luego dibujé un punto anaranjado en
la parte de atrás de mi cuello.
El ritual crea su propia lógica.
Las lagartijas de panza turquesa se acerca
ron, moviéndose arriba y abajo, arriba y abajo, y
me pregunté por qué hay esta clase de abundan
cia en medio de la sequía. Ante nosotros hay una
paleta de colores desconocida. Las algas florecían
con esfuerzos, rogando ser utilizadas. De la agi
tación nace la creación.
Caminamos hacia abajo por el cañón, de re
greso a casa, abriendo nuestras manos a la salvia,
registrando el impacto del anaranjado contra su
azul pálido. La salvia despertaba en contacto con
el anaranjado. Los arbustos también se intensi
ficaban, sus hojas pequeñas, plumosas', brillando
en el calor. Pusimos nuestras manos de fondo an
te cualquier cosa viva en la sequía del desierto y
miramos aparecer su carácter.
172
¿Cómo llamar a este color?
Cuando llegué a casa, contemplé el paisaje de
rrumbado, erosionado. La flama anaranjada que
habíamos encendido estaba en llamas en nuestro
jardín de malvas del desierto, y ahí estaba de nue
vo, alas anaranjadas agitándose contra el azul, el
penúltimo anaranjado de los monarcas.
XXXIX
173
como presidente de la Wilderness Society, Olaus
cabildeó con éxito para prevenir que se hicieran
grandes proyectos federales de presas en el Par
que Nacional de los Glaciares y el Monumen
to Nacional Dinosaurio. Consiguió que el escri
tor Wallace Stegner hiciera junto con él el libro
Esto es Dinosaurio como herramienta literaria de
activismo.
Wallace Stegner era miembro del Consejo
Rector de la Wilderness Society junto con Arnie
Bolle, el gran reformista en políticas públicas fo
restales, y Charles Wilkinson, profesor de Dere
cho en la Universidad de Colorado y experto en
políticas públicas de agua y ley indígena. En total
había 26 miembros en el Consejo y dos de ellos
eran mujeres: Alice M. Rivlin, Directora Adjun
ta de la Oficina de Administración y Presupuesto
de Clinton, y Jane H. Yarn, conservacionista de
Georgia. Por insistencia de Mardy acepté la invi
tación para unirme a ellas.
El primer año que estuve en el Consejo, no
abrí la boca. Escuché. Escuché cómo los hombres
pontificaban sobre la política pública del territo
rio federal. Argumentaban. Debatían. Hacían re
comendaciones. Era impresionante. Alice Rivlin
fue central en cualquier conversación sobre finan-
174
zas y consideraciones presupuéstales. Jane Yarn,
siempre cortés, contribuía con su conocimiento,
pero usualmente sólo cuando se trataban temas
relacionados con los territorios del sur.
Durante uno de los recesos, salí del cuarto pa
ra caminar un rato afuera. Me dirigí al elevador,
donde estaba Alice Rivlin. Presionó el botón pa
ra bajar. Las puertas se abrieron y entramos. Am
bas nos quedamos mirando fijamente las puertas
cerradas mientras el elevador descendía.
“¿Tienes una voz?”, preguntó, sin quitar la vis
ta del panel de botones.
“Sí”, contesté.
“Me gustaría escucharla...” Las puertas se
abrieron y ella desapareció rápidamente.
El segundo año que estuve en el Consejo Rec
tor, hablé. Le tomé la palabra a Alice Rivlin y
empecé a contribuir a la conversación. Noté dos
cosas. La primera fue que cuando hacía una pre
gunta o comentaba algo, siempre había una breve
pausa y luego la discusión continuaba sin hacer re
ferencia a lo que había dicho. Me sentía invisible,
escuchada sólo cuando ofrecía algún momento de
introspección poética. Periférica.
Segundo, yo no contaba con la misma infor
mación que el resto de las personas en la mesa
175
parecían tener. Leía todos los materiales dos ve
ces. Estudiaba los asuntos y las propuestas adjun
tas y aún así parecían faltarme piezas claves de la
discusión. No entendía por qué.
Después de una de las reuniones, uno de los
hombres me invitó a tomar algo con los miem
bros del Consejo. Acepté. Fue entonces que me
enteré de lo que todos los demás sabían. La po
lítica pública se decide fuera del salón de juntas.
La reunión misma es una formalidad.
Había estado leyendo Ladronas del lenguaje, de
la escritora francesa Claudine Herrmann. Se en
foca en el verbo francés voler, que significa “volar”
o “robar”, los dos caminos normalmente disponi
bles para las mujeres cuando hablamos. O esca
pamos y desaparecemos o robamos, adoptamos y
nos adaptamos al lenguaje masculino dominan
te, a menudo pagando el costo de hacerlo. Herr
mann ofrece otra ruta, la de la “lengua materna”,
la voz del dialecto auténtico que surge de nues
tras experiencias, feroz y compasiva al mismo
tiempo; la voz como un cuchillo que puede reba
nar, tallar y cortar, moldear, esculpir o apuñalar.
Al día siguiente llegué temprano a la reunión.
Fui la primera. Puse una copia de Ladronas del
lenguaje al centro de la mesa. La imagen de una
176
I
1
177
en la política interna de la organización y no en
la política de las áreas naturales. En lugar de ha
blar sobre el clima o sobre si debería o no haber
ganado en ciertas áreas, discutíamos temas inmo
biliarios, como cuánto deberíamos pagar de ren
ta y la la importancia de posicionarnos en un ve
cindario adinerado.
En cada reunión yo me preguntaba por qué
no estábamos enfrentándonos con más fuerza a
las políticas ambientales de George H. W. Bush,
especialmente las concesiones de petróleo y gas
natural en territorios federales del oeste. Tener
acceso a los políticos parecía tener más impor
tancia que nuestros principios. Una ley de áreas
naturales imperfecta era mejor que ninguna. La
palabra de los donantes mayoritarios tenía gran
peso. Fui testigo del juego de sombras entre con
servacionistas, corporaciones y Congreso, com
pletamente vinculada al dinero y al poder. Me
estaba volviendo parte de ese juego de sombras
cuando de pronto vi mi reflejo en las ventanas
polarizadas del automóvil de lujo en el'que via
jaba con otros miembros del Consejo rumbo al
aeropuerto.
Al cuarto año, renuncié. No pude conciliar
la división que sentía dentro de mí entre convic-
178
ción y necesidad de negociar. Había perdido en
lo personal lo que había ganado políticamente.
Me di cuenta de que era escritora, no política y
ciertamente no conservacionista profesional. La
ajetreada vida en Washington era emocionante,
pero colapsé cuando volví a casa, agotada y des
animada por lo que habíamos sacrificado. Para
mí, lo real era el olor dulce de la salvia después
de la lluvia en el desierto, no ir a comer con un
senador.
Fui a Washington porque amaba las áreas
naturales. Fui a Washington porque pensé que
podría hacer una diferencia. Porque me habían
pedido ser parte de una organización que respe
taba en un momento en que necesitaba algo que
me alentara a volver a un mundo del que me ha
bía alejado. No puedo contar las veces que mi co
razón se rompió, que mis sueños se frustraron y
que sentí la adrenalina llegar a un punto máxi
mo para luego drenarse. No sabía cómo ser ob
jetiva respecto a la naturaleza de Utah. No sabía
cómo proteger solamente parte del Refugio Na-
/
cional de Vida Silvestre del Artico, y no todo. Y
nunca entendí por qué retener información o re
cursos — es decir, dinero— de otras organiza
ciones conservacionistas para proteger nuestros
179
propios intereses —es decir, territorio— era una
estrategia y no un escándalo. Sólo sabía defen
der lo que amaba.
No estaba hecha para la política de Wash
ington. Tuve que enfrentarme a mí misma y a la
verdad de mis pasiones: todas las cosas salvajes,
incluyendo las palabras, palabras que no podían
ser domadas, palabras que sangraban si las corta
bas, no palabras pronunciadas cuidadosamente,
adornadas y disfrazadas de interés en la natura
leza. La política es un juego de poder y de enga
ño. Negociar, por más necesario que sea, no es mi
fuerte. Ya hemos sacrificado demasiado.
Escuché que mi voz era radical.
XL
180
I políticas ambientales del Secretario de Goberna
ción Manuel Luhan, contratando un anuncio a
página completa del New York Times, o trabajando
tras bambalinas, ejerciendo influencia en miem
bros del Congreso que tenían acceso al Presiden
te George H. W. Bush? El Consejo estaba divi
dido a la mitad.
Se decidió que Wally, en su sabiduría, rom
piera el empate. La pregunta era: ¿Debemos ser
fuertes en nuestra respuesta pública a la admi
nistración de Bush o más estratégicos en nues
tra respuesta privada? Charles Wilkinson y yo
fuimos los encargados de redactar algo para el
New York Times por si elegíamos la ruta más ra
dical. Le llevamos la declaración a Stegner a su
casa en Palo Alto.
“Vamos a ver.. dijo Wally después de ser in
formado sobre la división y el dilema del Consejo.
Acabábamos de terminar una comida larga, en
cantadora, con su esposa Mary en su terraza con
vista a los suaves montes amarillo de Los Altos.
Charles y yo estábamos ansiosos. ¿Cómo lees
algo que escribiste a uno de los escritores que
más admiras?
Wilkinson leyó la primera parte de lo que ha
bíamos redactado y yo la segunda.
. 181
Wally estaba sentado en su silla con las manos
entrelazadas. “¿Eso es todo?”, preguntó. “¿Vinie
ron hasta California a leerme eso?” Luego se sol
tó a criticar ferozmente las políticas de Bush con
tanta incredulidad que nos sentimos avergonza
dos en nuestra timidez, que habíamos conside
rado progresiva y valiente.
La verdadera elocuencia es filosa, clara y pun
zante.
Un mes después, Stegner recibió la Medalla
Nacional de las Artes de 1992, pero la rechazó
porque le “conflictuaban” los controles políticos
vinculados con el Fondo Nacional para las Artes
y el Fondo Nacional para las Humanidades ba
jo el liderazgo tiránico de administradoras como
Lynne Cheney.
Para Stegner, la integridad de la naturale
za y la integridad del arte eran lo mismo, algo
que debía ser honrado y protegido como fuen
te de inspiración. Tanto las orquídeas de Rob
ert Mapplethorpe como la tundra amenazada
de la costera del Ártico merecen nuestro respeto
y mesura como heraldos de la imaginación. La
creatividad es otra forma de espacio abierto cu
ya naturaleza es agitar, trastocar y “conducir
nos a la ternura”.
182
1 Cuando Wally habló sobre el “hogar nativo
de la esperanza”, fue en respuesta directa a su
creencia de que podemos “crear una sociedad
que combine con el paisaje”.
Regresé a Utah, nuestro hogar en el desierto.
Mi actividad política se mantendría local.
183
territorio. Se les dijo que su voz no sólo sería es
cuchada, sino respetada.
Audiencias formales de los subcomités del
Congreso fueron llevadas a cabo en Cedar City,
Utah. Hubo tres paneles: el político, el de la in
dustria extractiva y el de conservación. La comu
nidad conservacionista me pidió que hablara. Se
ríamos los últimos en testificar.
El diputado Jim Hansen y sus colegas se sen
taron en una plataforma elevada por encima de
nosotros, diseñada para intimidar. Cuando me
puse de pie para hablar, Hansen empezó a revol
ver sus papeles, bostezando, tosiendo y hacien
do cualquier cosa para mostrar su aburrimiento
y molestia. Estaba a la mitad de mi testimonio
cuando quedó claro que ni siquiera me estaba
escuchando. “Diputado Hansen, he vivido en
Utah toda mi vida. ¿Hay algo que yo pudiera de
cir que de algún modo cambiara su perspectiva
sobre este tema?”
Me miró por encima de sus lentes, sostenidos
en la base de su nariz, se apoyó lentamente sobre
sus codos y dijo, simplemente, “Lo siento, seño
ra Williams. Hay algo en su voz que hace impo
sible que la escuche”.
Y así terminó.
184
No creo que se haya referido a la calidad del
micrófono. Los comentarios del diputado Han-
sen se volvieron una metáfora, la representación
simbólica de la incapacidad de la delegación
—no, de su negación— a escuchar lo que está
bamos diciendo.
Un mes después, Hansen y Hatch presenta
ron la Ley de Gestión de Territorios Públicos de
Utah de 1995, que proponía proteger sólo 1.8 mi
llones de acres de los 22 millones que la Oficina
de Gestión del Territorio administraba.
Fue un golpe enorme para la democracia,
una traición a la confianza pública en nombre
del bien común. Indignada, yo no podía dejar de
pensar ¿Quépuedo hacer como ciudadana?
Escribí un artículo de opinión para el New York
Times, titulado “A la venta”, describiendo los gra
ves problemas de esta ley creada por la delega
ción del Congreso de Utah. La Ley de Gestión
de Territorios Públicos de Utah de 1995 estaba
en directa contradicción con la Ley de Áreas Na
turales de 1964, al abrir tierras previamente pro
tegidas al desarrollo vinculado con el petróleo y
el gas natural.
En julio, se realizó una audiencia especial an
te el Comité de Energía y Recursos Naturales del
185
Senado en Washington. El Senador Hatch y el
Senador Bob Bennett testificaron a favor de su
iniciativa. Otra vez hubo tres paneles, otra vez el
de conservación quedó al final. Y una vez más,
testifiqué junto con otras tres personas de Utah
a favor de la Propuesta Ciudadana para prote
ger 5.7 millones de acres, que era parte de la Ley
de Áreas Naturales de Red Rock, que ya estaba
siendo debatida en el Congreso, en oposición a
la iniciativa Hatch-Bennett que proponía prote
ger sólo 1.8 acres.
El panel sobre la industria había termina
do su testimonio en voz de representantes de de
la Oficina de Agricultura de Utah y compañías
de petróleo y gas. Era el turno del comité sobre
conservación. El primero en hablar fue Phillip
Bimstein, alcalde de Springdale, Utah, puerta
de entrada al Parque Nacional Zion. Cuando
llevaba dos minutos de sus cinco asignados, el
presidente del comité, el senador Larry Craig,
un republicano de Idaho, se puso de pie, dijo
escandalosamente: “Éste es suyo, senador Hat
field” y salió del lugar. Mark Hatfield era un
hombre pusilánime de Oregon. Phillip tuvo que
detener su testimonio durante este cambio de
turno y, tras la disrupción, el senador Hatfield
186
se quedó mirándolo y dijo “Se acabó su tiem
po, ¡siguiente!”
Además de grosero y maleducado, fue una fal
ta de respeto al proceso democrático. Durante el
resto de la audiencia, el senador Hatfield leyó un
libro mientras nosotros hablábamos. Básicamen
te, estábamos ante un muro. Nuestra consola
ción: los testimonios fueron registrados en el Ar
chivo del Congreso.
Dejamos la capital de la nación abatidos y des
animados. Era difícil no preguntarnos “¿Cuál es
el punto?”
Cuando volví a casa me reuní a tomar un ca
fé con Stephen Trimble, un colega escritor. Ha
blamos sobre el debate en torno a las áreas pro
tegidas y lo que pasaba en el Congreso.
“Quizá el Congreso no pueda escuchar una
voz”, dije, “¿pero qué tal una comunidad de vo
ces?” Habíamos estado hablando sobre hacer
una pequeña publicación para celebrar la natu
raleza de Utah.
“Creo que es el momento”, dijo Steve.
Escribimos una apasionada carta a nues
tros amigos. Empezaba: “Necesitamos su ayu
da”. Luego decía: “La naturaleza de Utah está
en peligro. Ésta es la situación política a la que
187
nos enfrentamos... sabemos que amas los terri
torios intocados de Utah. Te pedimos que escri
bas el ensayo o poema más elocuente y bello de
tu vida. No podemos pagarte y lo necesitamos en
tres semanas”. Le mandamos esa carta a 25 es
critores de la zona que conocían el tema de pri
mera mano.
Milagrosamente, en tres semanas teníamos
veinte textos inéditos de una comunidad de es
critores comprometidos con el lenguaje y el pai
saje, algunos de los ensayos más conmovedores
que jamás hubiéramos leído.
En el grupo de escritores estaban John
McPhee, Barry Lopez, Bill Kittredge, Scott
Momaday, Ann Zwinger, Richard Shelton y el
poeta laureado Mark Strand, todos ellos voces
poderosas en las letras estadounidenses. Karen
Shepherd, que había sido diputada en Utah,
también contribuyó. Charles Wilkinson contri
buyó con su experiencia en cuanto a leyes rela
tivas al agua. Mardy Murie, que ese año cum
plía cien años, nos permitió publicar un texto
suyo sobre naturaleza en general. De otro lado
del espectro de la edad estaba Rick Bass, que
entonces tenía 38, un escritor musculoso y de
fensor de las áreas naturales de Yaak, Montana.
188
Le pedimos a T. H. Watkins, reconocido histo
riador y amante de Utah, que escribiera un pró
logo, lo cual hizo.
Para diseñarlo buscamos a una amiga nuestra,
Trent Alvey, que cortésmente aceptó hacerlo sin
salario. Recibimos seis mil dólares de una funda
ción local patrocinada por Annette e Ian Cum-
ming, grandes aliados de los esfuerzos de con
servación en Utah. Alcanzó para imprimir mil
ejemplares.
Organizamos los ensayos en una secuencia
que brindaba, para nosotros, la progresión más
poderosa de ideas. Teníamos poco tiempo. Sa
bíamos que las biografías eran importantes para
mostrar el calibre de los escritores involucrados.
Queríamos firmas de cada uno para dar la sen
sación de solidaridad y profundidad. Una ráfaga
enloquecida de escritores nos envió su firma por
fax para que pudiéramos incorporarla al diseño,
añadiendo poder y presencia al libro.
Incluimos un mapa con una lista de todas
las áreas naturales consideradas en la Propues
ta Ciudadana del las Áreas Protegidas de Red
Rock. Nuestro libro estuvo listo en dos semanas.
Lo llamamos Testimonio: los escritores del oestehablan
afavor de la naturaleza de Utah.
189
El buen trabajo es un consuelo contra la des
esperanza.
La Alianza del Sur de Utah por la Naturaleza,
un pequeño y rudimentario grupo de activistas,
nos ayudó a que cada miembro del Congreso re
cibiera un ejemplar de Testimonio. Éste es el poder
de la colaboración, de una comunidad apoyando
y ayudando a otra.
A mediados de septiembre organizamos una
conferencia de prensa en W ashington, en el
Triángulo, junto al Capitolio. El historiador Torn
Watkins tomó la palabra, dándole a nuestra an
tología un contexto político junto con Esto es Di
nosaurio, de Wallace Stegner, un conjunto de tex
tos para detener la construcción de la presa sobre
el río Green en el Monumento Nacional Dinosau
rio durante los años cincuenta. También estaban
presentes los diputados Maurice Hinchey y Bruce
Vento, impulsores de la Ley de Áreas Protegidas
de Red Rock, que recibieron públicamente co
pias de Testimonio, aceptando que se trataba de al
go equivalente a una propuesta de ley desde la lite
ratura llevada hasta las puertas del Congreso por
escritores estadounidenses. Prometieron hacer lle
gar esas palabras a sus colegas. Hablaron elocuen
temente sobre la naturaleza como un derecho es-
190
piritual de todos los ciudadanos. El senador Russ
Feingold también asistió e hizo la promesa de lle
var Testimonio al Senado para derrotar la Ley de
Gestión de Territorios Públicos de Utah de 1995.
Después de la conferencia de prensa, un re
portero de The Washington Post se acercó a Steve
y a mí.
“Qué pérdida de tiempo”, dijo. “¿Tienen una
idea de la cantidad de papeles que reciben los
miembros del Congreso? Ustedes son muy inge
nuos, esto no va servir de nada.”
Yo estaba incrédula y lista para empezar un
buen debate. Steve en cambio tenía una acti
tud más calmada. Le dijo al reportero: “Escribir
siempre es un acto de fe”.
En efecto, copias de Testimonio llegaron has
ta el Congreso. Pude entregarle personalmente
una a la señora Clinton, que prometió llevárse
la al presidente.
También pusimos un ejemplar en manos del
Vicepresidente Gore y de otros miembros centra
les de la administración Clinton.
En marzo de 1996, la Ley de Gestión de Te
rritorios Públicos de Utah de 1995 finalmente
llegó al Senado. El Senado cayó en filibusteris-
mo. Lo que un filibustero necesita son palabras.
191
El senador Bill Bradley, de Nueva Jersey, se pu
so de pie. “Con todo respeto, senadores Hatch y
Bennett, estas áreas naturales pertenecen a to
dos los estadounidenses, no sólo a los que viven
en Utah. Me gustaría leer palabras de uno de mis
representados, John McPhee: ‘cuenca, cordille
ra, cuenca, cordillera’...” y el senador Bradley
leyó el ensayo completo de McPhee. Otros sena
dores lo siguieron, leyendo fragmentos de Testi
monio. A lo largo del filibusterismo se leyeron en
voz alta ensayo tras ensayo celebrando formacio
nes rocosas, buttes y mesetas, saturando el tiem
po y el espacio. La Ley de Gestión de Territo
rios Públicos de Utah de 1995 murió en el piso
del Senado.
Testimonio ya es parte del Archivo del Con
greso.
Seis meses después, el 18 de septiembre de
1996, el presidente William Jefferson Clinton
designó como área protegida el Monumento Na
cional Grand Staircase-Escalante, resguardando
casi dos millones de acres de naturaleza en Utah.
La comunidad ambientalista se mantuvo fuerte
mientras el clima político estaba justo en medio
de una elección presidencial. Tiempo después, el
192
presidente Clinton tomó una copia de Testimonio
y dijo: “Este pequeño libro hizo la diferencia”.
Uno nunca sabe los efectos tangibles que pue
de tener la literatura, pero ese día en particular,
mirando al norte hacia los vastos territorios natu
rales de la meseta de Colorado, fue posible creer
en el poder colectivo de un coro de voces.
193
XLI
ADENTRO
194
r
195
k
¿A qué suena la voz de una mujer en prisión?
“Joder esto... joder lo otro... que se jodan...”
Dos mujeres hablan sobre cómo no hay nada
peor que una mujer malhablada.
“Joder es una palabra horrible. Necesitamos
limpiar nuestro lenguaje. Nos sentiríamos mejor
con nosotras mismas.” Luego me voltean a ver.
“Yo la digo todo el tiempo.”
“No pareces del tipo.”
"Lo soy.”
Soy una mujer cumpliendo una condena con
otras mujeres que cumplen una condena en la
prisión del condado de Caribou, en Idaho. Vesti
das de anaranjado, dentro todas nos parecemos.
Cualquiera puede caer en las grietas de la justi
cia. Nadie es inmune. Pero también sé —inclu
so si me encadenan alrededor de las muñecas, la
cintura y los tobillos cuando me lleven a mi au
diencia en la Corte mañana— que me dejarán li
bre cuando se defina una fecha en la Corte. Mi
tiempo en prisión, y no por una noble causa, es
un día, una noche y otro día. La mayoría de estas
mujeres se quedarán semanas, meses, años, con
la certeza de que una vez en el sistema, es difícil
salir de él. Nada es justo, ni el nacimiento ni la
suerte ni el destino.
196
r
AF UE RA
197
través de la ventana. “¿Por qué odio el color na
ranja cuando mis colores favoritos son el rojo y el
amarillo?”, me preguntó una de las mujeres aden
tro. No supe qué contestarle.
XLII
198
pueblo será mi pueblo y tu Dios, mi Dios. Donde
mueras, moriré, y ahí seré enterrada...”
La voz y el juramento de Ruth encarnan al
amor leal en acción, lo que la palabra hebrea
chesed celebra como generosidad amorosa, una
virtud central en la fe judía. Ahora en Israel,
Ruth, como extranjera, le dice a Naomi: “Déja
me ir a los campos y recoger los granos que que
den detrás de cualquiera en cuya mirada encuen
tre apoyo”.
Ruth se vuelve recolectora, encontrando en
los surcos lo que queda de la cosecha de cebada
para alimentar a las dos mujeres. El dueño de los
campos, que se llama Boaz, es pariente de Nao-
mi. Cuando nota la humilde belleza de Ruth, le
pide a los segadores que dejen más grano suel
to para ella. Después de un tiempo se conocen,
luego se casan. Ruth da a luz a un bebé llama
do Obed, del que las dos mujeres se vuelven ma
dres. Obed se convierte en el abuelo del Rey Da
vid de Israel.
El libro de Ruth honra los vínculos de lealtad
entre mujeres. Cuidarse unas a otras es cosechar
amor. La empatia y el trabajo duro de Ruth da
lugar a un auténtico poder. Una extraña que tra
ta con compasión a su afligida suegra se convierte
199
en la ancestra del rey más benevolente de Israel,
que a su vez es ancestro del Divino Niño y Sal
vador Jesucristo.
200
mos a casar, exclamó “¡Qué maravilla! Y si no
funciona, siempre podrán divorciarse”.
Pero yo creo que mi propia voz sigue estan
do donde yo me haga presente y responda desde
el corazón, momento a momento. Mi voz nace
una y otra vez en los campos de la incertidumbre.
XLIII
201
los ojos enloquecidos, con las lágrimas de nuestros
ojos, con el frenesí de una mirada, con la piel de
nuestras manos.
Y entonces...
En el amor, susurro.
En el amor, lloro.
En el amor, grito.
En el amor, respiro —respiramos juntos—.
Sujetamos el silencio, suspendidos.
202
trante más audaz más controlador más compla
ciente más asustado más angosto y más despiada
do que tú y más que yo.
203
L
Para mi mentora en las palabras, Héléne
Cixous, sus palabras son mis palabras son mi
manera de confesar: “Gracias, sí, exactamente”.
XLIV
204
r
205
No puedo hacer lo que quiero por estar ha
ciendo lo que debo. ¿Debo alejarme para siempre
de lo que es real y verdadero y duro?
Cuando se trata de las palabras, en lugar de
usar nuestra voz, auténtica pero inexperta, nos
robamos la de alguien más para protegernos del
miedo. En el caso de mi madre, me dejó llenar los
espacios en blanco. Ésa es mi herencia.
Soy mi madre, pero no lo soy.
Soy mi abuela, pero no lo soy.
Soy mi bisabuela, pero no lo soy.
Los patrones de comportamiento se alternan
como luz y sombra. El dolor en el amor es un pa
trón que se repite hasta que lo reconocemos como
destructivo. “Nadie vive en este cuarto sin pasarpor una
especie de crisis. Nadie vive en este cuarto sin confrontar
la blancura de la pared.” Podemos cambiar, evolu
cionar y transformar lo que nos condiciona. Po
demos elegir movernos como el agua en lugar de
ser moldeadas como arcilla. La vida avanza en es
piral hacia adentro y hacia fuera, todos los días.
No tiene que ser de una sola manera, una verdad,
una voz. Tampoco el amor tiene por qué ser todo
o nada. Ni el poder. Lo positivo y lo negativo no
son términos absolutos.
“Déjalo ir—”, me decía Mamá siempre que le
206
preguntaba si debía conservar o deshacerme de
algo. Su respuesta siempre era la misma.
Las páginas en blanco se convierten en posi
bilidades.
XLV
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207
Puede que la genealogía de esta antigua es
critura sea anterior a las inscripciones en los hue
sos oraculares de la dinastía Shang, 1600-1100
a. C., identificada como perteneciente a una so
ciedad de mujeres que adoraba a los pájaros. El
símbolo de la cabeza de un pájaro representa la
cabeza de una mujer. Las mujeres y los pájaros
eran intercambiables, inscripciones mutables
inscritas sobre huesos y caparazones de tortugas,
un arquetipo de la Diosa Tierra, que preside so
bre la fertilidad, la continuidad y la sabiduría.
El Nushu echó raíces en el lenguaje de las mu
jeres iletradas, mujeres a las que no se les permi
tía asistir al colegio incluso hasta el siglo veinte.
Esas escrituras susurrantes eran transmitidas de
madre a hija y entre amigas cercanas, “herma
nas por juramento”, y cuidadosamente resguar
dadas entre los dobleces de abanicos de papel,
bordadas en pañuelos o escritas discretamente
dentro de los zapatos que sujetaban sus pies.
Una de las últimas practicantes de Nushu,
Yang Huanyi, nació en 1909. Explicó cómo el
Nushu era una manera en que las mujeres po
dían hablar entre ellas fuera del lenguaje de los
hombres. En los pueblos, las mujeres hacían li
bros encuadernados a mano, escritos en Nushu,
208
r
209
El Nushu fue redescubierto en 1981 por lin
güistas extranjeros. Cathy Silber se pregunta, so
bre las escrituras de mujeres en general: “¿Quién
escribe, quién escribe qué, quién lee y a quién le
importa?”
Los japoneses prohibieron el Nushu duran
te su reinado en China en los años cuarenta, por
miedo a que pudiera ser utilizado como un len
guaje cifrado contra ellos. Los Guardias Rojos
tuvieron preocupaciones similares durante la Re
volución Cultural.
Quedan muy pocos textos escritos en Nushu,
casi todos fueron quemados, extraviados o ven
didos. Yang Huanyi murió el 20 de septiembre
de 2004 y el contexto vivo de los 1,500 caracte
res Nushu desapareció con ella.
Las mujeres siempre han escrito en código pa
ra protegerse. El Nushu era una “actividad pro
pia de las mujeres”, una escritura que se volvió
amenazadora sólo cuando las cámaras interiores
del pensamiento cruzaron hacia el ámbito de la
acción. Héléne Cixous escribe: “Debemos apren
der a hablar el lenguaje que hablamos las mujeres
cuando nadie está ahí para corregirnos”.
210
XLVI
1 dejunio, 1975
Querida Terry:
211
ouna hijapropiay que experimentespor ti misma la dicha
de compartirlo todo, como lo hemos hecho nosotras.
No siento realmente que te marches de este hogar, más
bien agradezco el que otrapersona hermosa llegue a él.
Porfavor lleva contigo este regalo mañana al Templo,
con la certeza de que al sostenerlo sostienes el amor de to
da tufamilia. Todos te amamos mucho.
Espero que este día sagrado les traiga bendiciones eter
nas a tiy a Brooke.
Mamá
212
I
213
montañas, los cañones y las mesetas. La erosión
crea las ventanas y puentes de roca roja. La be
lleza se transforma con el tiempo y el proceso no
está libre de destrucción.
El paisaje es dinámico. También el matrimo
nio. Brooke y yo hemos cambiado y hemos cam
biado al otro. Lo que se ha deslavado y erosiona
do es tan importante como lo que queda.
Lo que queda para Brooke y para mí es la
conversación, nuestro amor compartido por las
ideas. Nunca hemos dejado de am ar todo lo sal
vaje y lo rebelde, incluyéndonos a nosotros. Nos
criamos el uno al otro, crecimos juntos. Como
pareja, nos hemos dado a luz el uno al otro, tanto
como amantes como refugiados en una cultura
ajena a nuestra propia naturaleza. La furia feral
de nuestros veintes es un fuego muy distinto en
nuestros cincuentas. Más profundo, más com
pleto, el fuego ahora es tan intenso y sorpresivo
como antes por los espacios que honramos entre
nosotros y que cuentan una historia. Brooke si
gue siendo un misterio.
Big Sur es un lugar al que regresamos para
renovarnos, un borde irregular de cóndores, ola
je intenso y aguas termales. Un día en particu
lar estaba lloviendo. Nos hospedábamos en la pe-
214
queña cabaña de unos amigos. Prendimos velas,
hicimos té y leimos: un día soñado, cálido y en
calma. Pero después de la cena nos inquietamos.
Brooke sugirió un proyecto artístico.
“Vamos a recortar revistas.”
Solté una carcajada.
“No, en serio”, me dijo. “Podemos hacer un
collage de quiénes somos en este momento del
tiempo.”
Yo me mantuve escéptica, ló cual lo divirtió.
“No lo pienses demasiado”, me dijo. “Sólo
corta y pega.” Desarmó una caja de cartón que
teníamos en el coche para transportar comida.
La cortó en dos. “Toma.”
Teníamos suficiente material: entre los dos, ha
bíamos traído revistas para ponernos al corrien
te en su lectura. Y así desplegamos nuestro propio
territorio en el piso y empezamos a cortar ejem
plares de Oprah, Oñon, Vanity Fair, People y ejempla
res atrasados de The Mew Yorker. Había un par de
copias de National Geographic en la cabaña, y nos
tomamos la libertad de usarlas también.
Brooke sirvió copas de vino para ambos. Yo
reemplacé las velas que llevaban todo el día pren
didas por otras nuevas. Entre sombras oscilantes
y el sonido de la lluvia, pusimos manos a la obra.
215
Durante las dos horas que pasamos haciendo
nuestras narrativas visuales yo miraba de vez en
cuando a Brooke, intenso en su creación, y él sen
tía mi mirada mientras pensaba en alguna frase
en particular, aunque ninguno de los dos habla
ra. Y luego terminamos.
Ambos visitamos el collage del otro, una es
tratigrafía del ser a través de imágenes y pala
bras. Cada uno le contó su historia al otro. Yo no
tenía idea dónde había estado habitando Brooke,
internamente, pero la figura pintada en lodo con
las manos llenas de fuego y los pies hechos de raí
ces me dijeron todo lo que necesitaba saber. Me
gustó especialmente la cabeza del cuervo.
216
Brooke está caminando en la playa con su sué
ter sobre el hombro, acercándose a mí. Si yo fue
ra la encargada de escribir la historia de nuestro
matrimonio, la escribiría en esta arena donde na
da permanece, así como escribo con agua sobre
papel, mi libro de las olas.
Gomo la m area — ésa es la naturaleza de
nuestra alianza— marea alta, marea baja, subi
das y bajadas, siempre unidos a la Luna. Aquí.
Ahora. Justo esta m añana despertamos bajo su
luz amarilla-anaranjada, flotando sobre el hori
zonte como una cuna, como un bote.
Nos levantamos y salimos de la cabaña encla
vada en medio de los acantilados y vimos la Lu
na desaparecer al amanecer.
La mano es una ola sobre el cuerpo. Se lla
ma caricia.
Hacer el amor es hacer olas —una tras otra—
que nos carguen más y más profundamente en el
flujo del olvido y el recuerdo, replegándose y re
gresando a las razones de nuestra vida.
217
Mi camino es la encarnación de las olas.
Mi matrimonio es la piedra que cargo en el
bolsillo como un secreto, una fuente de equilibrio,
un misterio al que le doy vueltas en mi mano.
Si mi matrimonio es un secreto, entonces es
lo suficientemente grande para contener secretos
que he aprendido a no revelar. Ésa es la natura
leza de la intimidad, la discreción.
Más tarde, Brooke y yo discutimos sobre si los
pájaros de patas largas que descansan en las rocas
son garzas blancas o garzas ganaderas. Brooke
dice que son ganaderas. Yo digo blancas. Sé que
tengo razón. Él piensa que tiene razón. Vamos
a consultar la Guía de campo de las aves occidenta
les de Peterson cuando regresemos a la cabaña.
Ése es, después de todo, el libro que unió nues
tros caminos.
XLVII
218
nar un mantel de papel por ambos lados. En un
avión, la bolsa de mareo es mi lienzo. Cualquier
cosa sirve: el reverso de tarjetas de presentación,
recibos, servilletas, cualquier pedazo de papel.
Una amiga dice que es mi enfermedad. Yo lo lla
mo mi confesionario.
Se ve así:
219
columnas de hormigas... a lo más que se pare
cen es a la imagen borrosa o distante de las co
lumnas de texto recién impresas, monótonamen
te, en la página del periódico”.
La escritura de Walser ha sido llamada “una
estética del desconcierto”. Su intención no era
guardar secretos, sino representar una caligrafía
Kurrent diminuta, de raíces medievales, de mo
da en los países germano parlantes en su época.
Considerado esquizofrénico, Robert Walser
fue admitido en el Sanatorio Waldau en 1929. Su
escritura fue usada como un síntoma para diag
nosticarlo, uno de los muchos que lo mantuvie
ron internado hasta su muerte. Me pregunto si su
micrografía era más que una manifestación físi
ca de su enfermedad, una decisión estética que le
permitía experimentar, otra de las maneras que
tenía para leer no sólo su mente, sino su alma.
“Que mis palabras sean sumergidas una tras
una en un baño de deliberación hasta que del
lenguaje que fluye de mi pluma mane una ater
ciopelada y negra profundidad. Ni una sílaba se
rá un fib...”
Un micrograma llevaba el título “Una volun
tad para sacudir a ese individuo refinado”. Adop
tar una escritura personalizada, incluso una se-
220
creta, nos libera de la necesidad de un contenido
perfecto. Nos libera de nuestra moral pública.
Podemos trazar un camino honesto de búsque
da con nuestra pluma o, en el caso de Walser,
su lápiz.
“El método del lápiz”, escribió, “significa mu
cho para mí. Quien escribe estas líneas odió su
pluma horriblemente, aterradoramente, durante
algún tiempo, no puedo describir cuán harto de
ella estaba; se convertía en un completo idiota en
el momento en que empezaba a usarla; y para li
berarse de su enfermedad de pluma empezó a di
bujar con lápiz, a hacer garabatos, a juguetear.
Con la ayuda de mi lápiz me parecía más fácil
jugar, escribir...”
Mi propia mano, con la pluma en su lugar, se
abre camino a través de mi psique, atravesando
el espeso sotobosque de pensamientos azarosos. A
medida que mi pluma negra vuelve sobre sí mis
ma, destruyendo lo que había creado, escondien
do lo que acababa de ser escrito a medida que otra
oración se impone a las palabras recién expues
tas, me siento liberada. Mis repetaciones me dicen
la verdad en cuanto son trazadas. Y luego, en el
proceso del lenguaje en capas, un sendero se abre.
Veo hacia dónde tengo que dirigirme. Una vez
221
que son escritos, estos párrafos efímeros que ni yo
misma puedo descifrar se convierten en glifos re
imaginados. Su significado reside en un proceso
de ofuscación. Hay un arte en la escritura, y no
siempre es el de la revelación. El acto en sí pue
de ser hermoso, revelador y privado.
“Una voluntad para sacudir a ese individuo
refinado, para hacerlo temblar como si fuera un
árbol ralo con unas pocas hojas tambaleantes,
parece estar agitándose en mí.”
Es precisamente esta inestabilidad lo que me
puso en el rumbo de la caligrafía críptica. A me
nudo desgarro mis repetaciones, creando tiras de
papel para esparcir en el jardín. Si tan sólo mi
madre hubiera sabido que yo era su hermana en
vez de su hija.
XLVIII
222
en una banca de madera un largo rato. No había
nadie presente, sólo aquellos pintados por Ghir
landaio en esta pequeña iglesia italiana camino a
Donnini, donde dicen que estuvo Dante.
Me hinqué en el confesionario. No había nadie
detrás de la cortina de terciopelo rojo ni entre las
paredes perforadas, pero quería sentir la postura.
Algo nuevo. Mi cuerpo se acomodó sobre mis ro
dillas. Recargué la mejilla contra el lugar donde
hubiera estado la oreja del sacerdote.
“¿Por qué habría de hablar con usted?”, susurré.
No era mi intención decir eso. Dejar una or
todoxia significa dejar todas las ortodoxias. Me
puse de pie lentamente, desacostumbrada a es
tar de rodillas en una superficie tan dura, y ca
miné hasta el altar, donde M aría miraba fija
mente al ángel. Prendí un cirio alto y delgado y
lo puse en un clip de metal en forma de concha.
La Virgen brillaba. El patrón dorado de su tú
nica estaba pensado para iluminar la luz, no pa
ra impresionar. La iglesia se oscureció a medida
que la fiama tomaba fuerza. Me quedé mirándo
la. Cerré los ojos pero ella permaneció, quieta y
numinosa, mientras yo recordaba el verso de un
poeta después de un gesto así: “Ahora has visto
la eternidad”.
223
XLIX
224
r
L
Roland Barthes dice, “Aquello que no puede ser
nombrado es una perturbación”.
226
r
227
incontrolablemente, salió de la alberca y se me
tió a la casa.
Louis dijo “No hablemos de eso”.
Yo dije “Estás tratando de silenciarme”.
/
El dijo “Te he dicho demasiado. Es mejor
guardar silencio. Me estoy forzando a mí mismo
a volver a ser la persona que era”.
“Eso es imposible”. Hice una pausa. “Las pa
labras tienen su manera de...” y luego me detuve.
“¿Su manera de qué?”, preguntó.
Y yo desaparecí, mirando las sombras de las
palmeras balancearse, temblando sobre el estuco
blanco de la villa en la que estábamos.
228
con una sandalia rosa como puente levadizo y un
brazo de muñeca como torre. Tapas de botellas
de colores dibujan un mosaico en las paredes de
arena. Cepillos de dientes son astas de banderas.
Ya dijo todo lo que iba a decir.
La marea sube y las olas inundan el castillo y
se alejan tan rápido como llegaron. Brooke no se
inmuta. Sigue construyendo.
Yo estoy parada en la arena, con la espuma en
los tobillos. He estado aquí antes. Donde no he
estado es en mis experiencias con Louis, sintién
dome responsable por una vida que sin embar
go ya está poderosamente formada. Me concen
tro completamente en lo que llama mi atención.
Louis llama mi atención. Me envuelvo con mis
propios brazos, temblando.
“Gracias”, digo.
Brooke me mira. Es cierto que me he queda
do ciega. Él apaga su lámpara. Me arrodillo en la
arena junto a él y empezamos a reparar las par
tes erosionadas del castillo.
229
i
la luna. Con el tiempo, la luna se convierte en
un durazno demasiado maduro suspendido en el
cielo. La sombra se aleja tan rápidamente como
llegó, y vemos cómo la luna reclama su comple
ta iluminación.
LI
230
r
231
I
Los diaños de mi madre son una cortada depapel.
Los diaños de mi madre son sal.
Los diaños de mi madre están hechos degaza para envol
ver una herida.
Los diaños de mi madre son una tela de cáñamo.
Los diarios de mi madre son un escenario.
Los diaños de mi madre son escenaspintadas en blanco.
Los diarios de mi madre sonprogramasjamás impresos.
Los diarios de mi madre son reseñas nunca escritas.
Los diarios de mi madre son el bloqueo de una escritora.
Los diarios de mi madre son lagrandilocuencia de una es
critora.
Los diarios de mi madre son sus vanidades reveladas.
Los diarios de mi madre son sus cabellos teñidos, ahora
dejados en blanco.
Los diarios de mi madre son las espirales de crema de no
che que se untaba en las mejillas.
Los diarios de mi madre son sus dientes, coronas dentales.
Los diarios demi madreson resguardo conprotección solar.
Los diarios de mi madre sonperfume degardenias.
Los diarios de mi madre son palabras flotando sobre la
página.
Los diarios de mi madre son nubes.
Los diarios de mi madre son huesos.
Los diarios de mi madre han sido robados.
232
r
233
í
Al derecho y al revés: tengo una amiga que
alguna vez fue mi hermana. Ahora casi no ha
blamos, pero aparece a menudo en mis sueños.
Pienso en ella. El otro día encontré una carta
hermosa que ella escribió. La extraño. Muchísi
mo. Nos separó una muerte; nuestra relación fue
su víctima. Profundamente adoloridas, nos ase
sinamos una a la otra a golpe de juicios de mo
do que no quedara recuerdo alguno de cerca
nía y ahora estoy en duelo por otra muerte, por
la muerte de una amistad, por otra pérdida, otra
herida, no hablada.
El pecado que las mujeres cometemos unas
contra otras es la falta de apoyo. Nos duele. Nos
lastimamos unas a otras. Nos escondemos. Nos
proyectamos. Nos volvemos mudas o engañosas,
y supuramos como agua hirviendo hasta que un
día explotamos como un géiser. ¿Olvidamos que
nos deshilachamos en el dolor profundo? Hay
mucho que puede interponerse entre nosotras,
especialmente en el silencio. El malentendido
más simple, con el tiempo, se convierte en moti
vo de envidia. Me he dado cuenta de que lo que
más necesito para curar un vínculo roto es com
partir el tiempo: aquello que más evito es lo que
más deseo.
234
Las emociones no expresadas serán expresa
das en otro sitio, de algún modo, dentro o fue
ra, de la m anera más cruel. Como la agresión in
consciente que se ejerce con una sonrisa o como
una taza de té envenenada.
'“No es el pecado el que carga la sombra, si
no la intención... la intención o el impulso o el
motivo detrás de lo que hacemos”, escribe Es
ther H arding en su ensayo “La sombra”, publi
cado en 1941.
Yo cometí el pecado de la adopción. He adop
tado un conjunto diferente de creencias a aque
llas bajo las que fui criada a obedecer. Pero esta
definición de pecado, con el tiempo, se ha vuelto
mi alegría. Es cierto que tengo otros dioses fren
te a mí, muchos, y ninguno de ellos es un viejo
señor blanco sentado en un trono brillante en el
cielo. El antílope americano tiene autoridad para
mí, como un sacerdote. El zorzal ermitaño canta
con la voz de un ángel.
He cometido varias traiciones, accidentales
e intencionales, pecados de omisión y de comi
sión. Mi pluma puede herir. Mis palabras pueden
quemar. Sé cómo desaparecer. Pero la redención
siempre es posible. Rezo. Me arrepiento. Perdono.
Soy perdonada. Llevo un diario para conversar
235
con mi sombra. Y creo en el poder de hacer mi
lagros que tiene una comunidad amorosa.
¿Cuál fue el pecado de mi madre? (La ver
dad es que odio esa palabra. ¿Es la Sombra la
que habla?)
El pecado de mi madre fue su secreto. Quizá
tenía muchos, tres repisas llenas. Sus secretos es
tán bien guardados a través de sus diarios rúni
cos vacíos de palabras.
Los mayas se aseguraron de que pudieras pa
rarte en medio de una cancha de juego de pelo
ta y decir tu secreto de modo que el único que lo
escuchara fuera a quien estaba dirigido. Esto era
una construcción de la verdad, no una corrup
ción del sonido.
236
canciones de cuna cada noche antes de acostarse,
aferrándose a sus propios dedos para imaginar
se a sus bebés, los bebés a los que parieron pero
que nunca pudieron abrazar, ahora adoptados.
LII
238
lin cavilaba en torno al paso del tiempo con sujo-
ven amante, Octavian. Y no fui la única. Pañue
los desechables pasaban discretamente de mano
en mano.
“La ópera tiene el poder de advertirte que
has malgastado tu vida”, escribe Wayne Koes-
tenbaum. “No has actuado según tus deseos. Has
sufrido una existencia ajena, atrofiada. Has si
lenciado tus pasiones. En la ópera, el volumen,
altura, profundidad, exuberancia y exceso de la
enunciación revelan, en contraste, lo insignifi
cantes que tus gestos han sido hasta ahora, cuán
empobrecido está tu físico; sólo has usado una
fracción de tu dotación corporal y tu garganta
está cerrada.”
¿En qué otro dominio de las artes se podría
autentificar y dominar una palabra comofalsetto?
“El lugar donde la voz sale mal... un placer útil
con una mala reputación... la ilusión de la ver
dad”, dice Koestenbaum. Lo admira como un
“baile de máscaras vocal”.
239
La ópera es un artificio.
240
da con un emperador, la otra está casada con un
hombre que se dedica a teñir telas.
La emperatriz no tiene hijos y no tiene som
bra. Si no puede encontrar una sombra en tres
días, su esposo será convertido en piedra. Ésa es
la maldición que le impone Halcón Rojo —el
mismo que la atacó mientras ella era una gacela
(ella tenía el don de cambiar de forma en el bos
que)— mientras el emperador está de caza. Cau
tivado por su belleza y con miedo a perderla, el
emperador mantiene a la emperatriz encerrada
en una jaula.
La emperatriz es atendida por una enferme
ra y juntas descienden a la Tierra a buscarle una
sombra. Disfrazadas de humildes sirvientas, vi
sitan a la esposa del tintorero, quien está infeliz
en su matrimonio, aburrida e insatisfecha con sus
insinuaciones sexuales, que nunca son por placer
sino por la esperanza de dejarla embarazada. La
enfermera le propone un trato a la esposa del tin
torero: si renuncia a su maternidad futura y en
trega su sombra, le será dada una vida de rique
za y aventuras eróticas.
El segundo día, la enfermera vuelve a apare
cerse frente a la esposa del tintorero con la em
peratriz como testigo. A cambio de su sombra, le
241
presenta visiones de riqueza y de un amante es
pectral. La esposa del tintorero abraza a la lu
juriosa aparición, creyendo que en eso está su
camino hacia la prosperidad y la felicidad. Es
tá cansada de su esposo aburrido y de su opa
ca existencia.
Mientras tanto, el emperador sigue al halcón
hasta el bosque, que lo lleva hasta el pabellón don
de están su esposa y la enfermera. Las espía. El
emperador puede percibir el aroma de seres hu
manos en su esposa. La mezcla de dioses y seres
humanos está prohibida. Se llena de ira y quiere
asesinarla, pero no se atreve a lastimar a la mu
jer que ama.
De vuelta en la Tierra, la enfermera le da al
tintorero una poción somnífera. Mientras él duer
me, ella hace un último esfuerzo por convencer a
la esposa del tintorero para que ceda su sombra
a cambio de una vida de placer. El tiempo se le
está acabando a la emperatriz.
Conflictuada, la esposa del tintorero rechaza
la oferta. Llena de culpa por sus fantasías, des
pierta a su esposo para confesarle que estuvo a
punto de intercambiarlo por una vida llena de ri
queza y lujuria. Conmovido por las palabras de
su esposa, el tintorero intenta hacerle el amor, pe-
242
ro la repulsión de su esposa vuelve cuando se da
cuenta de que él la desea sólo por su capacidad
de engendrar hijos.
Esa noche en el pabellón del bosque, a la em
peratriz la tortura la culpa de haber forzado al
buen tintorero y a su esposa hasta este punto de
confusión y desprecio. Ser testigo de sus conflic
tos ha hecho que le tome cierto cariño a la pare
ja humana. No puede quitarle su sombra a aque
lla mujer. Acepta que su esposo, el emperador, se
convertirá en sombra.
Al tercer día, la esposa del tintorero le mien
te a su esposo diciéndole que le ha sido infiel. Re
nuncia a la posibilidad de futuros hijos, lo que sa
be que él más desea, y le dice que ha vendido su
sombra a cambio de placer.
La enferm era ha triunfado. La emperatriz
tendrá su sombra y el emperador se salvará. Pero
la emperatriz es testigo del drama y sufrimiento
de la pareja. El tintorero, que ha llegado a su lí
mite, entra en un ataque de ira e intenta asesinar
a su esposa. La emperatriz interfiere, desespera
da por salvarlos uno del otro, con el corazón do
lido por el conflicto que ha provocado. No quie
re tener una sombra manchada de sangre. A la
esposa del tintorero, que nunca había visto a su
243
esposo tan apasionado por nada, se le ablanda el
corazón. Le dice que le ha mentido, que sólo que
ría ver si ella le importaba. No le ha sido infiel ni
ha vendido su sombra. Cuando la pareja está a
punto de abrazarse, el reino de los espíritus y el
reino de los humanos colisionan. La casa del tin
torero explota y es tragada por la Tierra.
En la escena final de la ópera, el tintorero y
su esposa caminan sin rumbo por el reino de los
espíritus, sin poder encontrarse. Están perdidos,
llenos de amor y arrepentimiento. La emperatriz
y la enfermera llegan a la entrada del templo, tor
turadas de culpa y terror. Se quedan de pie frente
a la confluencia del Agua de la Vida y el Umbral
de la Muerte. La enfermera teme que el padre de
la emperatriz, el rey, desate su ira sobre ella por
exponer a su hija al mundo humano. Al mismo
tiempo, la emperatriz siente la inminencia de la
maldición que está a punto de convertir al empe
rador en piedra. Su deseo de tener una sombra ha
puesto en peligro el destino de la pareja humana
y de su esposo. Corta sus lazos con la enferme
ra y se compromete a una vida humana. H a si
do transformada por el sufrimiento de la pareja
y está dispuesta a intercambiar su vida por la de
ellos, que es significativa y verdadera. En la Tie-
244
rra fue testigo de cómo, con todo y dolor, la liber
tad de am ar y vivir existe. En el reino de los espí
ritus estaba aprisionada por el emperador, que la
consideraba una posesión. Su vida extravagante
no le ofrecía libertad alguna.
Justo en el momento en el que Halcón Rojo
exilia a la enfermera al inframundo por su hipo
cresía y falsedad, uno de los espíritus mensajeros
invita a la emperatriz a beber del Agua de la Vi
da. Cuando lo hace, le dicen que la sombra de la
esposa del tintorero será suya y que el emperador
no será convertido en piedra.
El espíritu mensajero le entrega un cáliz de
oro lleno de aguas alquímicas y le pide que beba.
Mientras lo hace, de fondo escucha el llanto de
aflicción de la pareja perdida, buscándose el uno
al otro. En un momento de angustia y claridad,
la emperatriz grita: “¡No lo haré!”
La fuente desaparece y una sombra se dibuja
de inmediato detrás de ella.
El halcón aparece y la maldición se levanta. El
emperador es liberado de su atadura de piedra.
Experimenta la fuerza de su esposa y por prime
ra vez la ve como un individuo independiente de
él. H a pasado todas las pruebas. Al seguir el dic
tado de su propio corazón y proclamar el poder
245
de su voz, la emperatriz encuentra su sombra y
libera a su esposo.
El generoso acto de resistencia de la empe
ratriz, su negación a beber del agua contamina
da por la sangre del dolor y la corrupción, la ha
transformado en un auténtico ser humano. La va
lentía es el origen de su sombra. A través de ella
ha encontrado su voz, con la que hace un llama
do a la integridad. El tintorero y su esposa se re
únen. Las voces de sus hijos no nacidos se regoci
jan. La armonía es restaurada.
La emperatriz, el emperador, el tintorero y su
esposa celebran la convergencia de la luz y la os
curidad. Se proclama la paz. El júbilo abunda.
Sus sombras,juntas, crean el Puente de la Unidad.
246
Cada vez que Halcón Rojo aparecía, la agi
tación de sus alas era expresada a través de la
flauta. Pedroy el lobo me preparó para este viaje.
Cuando hacía su entrada, las frases musicales se
iban convirtiendo en pistas que seguir, condu
ciéndonos por el sendero de la historia. La repe
tición de las notas se volvió reconfortante, un lu
gar donde ubicarme en este mundo inventado.
Un motivo, discordante al principio, de manera
eventual se convirtió en una melodía.
Los gestos musicales de Strauss se transforma
ron en poemas tonales, creados y sostenidos en
las largas notas de las arias y duetos de los perso
najes. Las palabras se disipaban en sentimiento
puro. Mi espíritu se elevaba.
¿Sería creíble si dijera que, cuando abrí la bo
ca, un pájaro salió volando?
Mi padre estaba igual de conmovido. En un
momento de inusual honestidad, durante uno de
los intermedios me dijo que, dado la presencia
poderosa de M am á, él pocas veces hablaba. No
había necesidad. Ella lo cubría. No fue sino has
ta después de su muerte que él empezó a involu
crarse socialmente con los demás.
“La gente me dice que me he vuelto más gre
gario desde la muerte de Diane”, me dijo. “Hablo
247
más con nuestros amigos ahora.” Hizo una pau
sa. “He aprendido mucho al vivir solo. Cuando
sé de alguien que ha perdido a su pareja o a un
hijo, al día siguiente voy a tocarle la puerta. No
importa lo que diga. Lo importante es estar ahí.”
Mi padre está mas involucrado en nuestras vi
das, también. Su voz se ha vuelto cada vez más
tierna, un tono que rara vez conocimos de niños
excepto a través de sus acciones. Lo mismo ocu
rrió con nuestro abuelo Jack. No lo conocimos
realmente hasta que murió Mimi.
Juntos, mi padre y yo no sólo escuchamos el
arco de la música triunfante y desgarradora de
Strauss, también sentimos el registro completo
de la condición humana en nosotros. Quise to
marlo de la mano, pero no me atreví. Las voces
de la ópera, dibujadas con gran intensidad y con
vicción, se volvieron los colores de la pasión y el
dolor en el ambicioso libreto de Hofmannsthal.
Cuando terminó la función, nos pusimos de
pie en el palco del auditorio, uno al lado del otro,
y aplaudimos con entusiasmo hasta que se cerró
la cortina.
248
Los mitos pueden hacerla realidad más inteligible.
—Jenny Holzer
LUI
249
Mi madre jugaba un papel.
Muchos papeles.
Mamá tiene un nombre, Diane Dixon Tem
pest. Yo diré su nombre. No escribió en sus dia
rios pero sí escribió cartas para su familia y con
servó todas las charlas que dio en la iglesia.
Durante la lucha por la Enmienda de Igual
dad de Derechos, la cual apoyaba, pronunció es
tas palabras ante su comunidad de mujeres en la
Sociedad de Socorro:
250
tadas agendas como madres y esposas para desa
rrollarnos?... ,
¿Se han preguntado alguna vez si sus fami
lias piensan en ustedes más como una serie de
funciones que como una persona?... Yo he pasa
do por fases donde me detengo y me pregunto a
mí misma quién soy realmente. ¿Tengo una iden
tidad propia más allá de ser la esposa o la madre
de alguien? ¿En qué debo convertirme? ¿Qué de
bería estar haciendo justo ahora, en este momen
to de mi vida?...
“Hay dos días importantes en la vida de una
mujer: el día en que nace y el día en que descubre
para qué nació.”
251
Doblé los papeles que contenían la charla de
mi madre y los puse en uno de los diarios en los
que se negó a escribir. A través de los años siguió
comprando uno tras otro, pero simplemente no
pudo escribir en ninguno de ellos sin dejar de ser
honesta consigo misma. Los diarios de mi madre
son su sombra. Contienen su profundidad y sus
tancia y su rechazo a dejarse conocer.
Mi madre rechazó sus papeles asignados.
“¡No lo haré!”, gritó la emperatriz con el po
der de su voz. Se negó a beber de la fuente do
rada que contenía el Agua de la Vida, porque
lo hubiera hecho a expensas de alguien más. Si
mi madre hubiera escrito la verdad sobre su vi
da, creía y temía hacerlo a expensas de alguien
más. No quería lastimar a aquellos que amaba
en caso de que sus diarios fueran leídos. Y nos
criaron con la creencia de que nuestros diarios
serían leídos en el futuro.
El futuro era un lujo que Mamá nunca tuvo.
Habitó el punto más caliente de la flama de cada
día. A los 38 se enfrentó a su propia mortalidad
y vivió hasta que Hank, su hijo menor, cumplió
veinte. Terminó de criar a sus hijos, una prome
sa que se había hecho a sí misma.
252
La voluntad de las mujeres es la voluntad de
la Vida.
Poner la mesa.
253
Mamá y Mimi conversan.
LIV
254
“¡No soy un criminal! ¡Yo no maté a nadie!”, gri
tó el niño. “Sólo quería matarme a mí mismo.”
Vimos al chico de quince años retorciéndose
de dolor después de intentar cortarse las venas.
Estaba acompañado por un policía que, por ley,
tuvo que esposarlo.
Yo estaba sentada en la sala de espera de la
Clínica Médica de la Costa de Maine junto a va
rios otros pacientes, en su mayoría pescadores de
langosta.
Me había disculpado con la recepcionista al
entrar a la sala de emergencias. “¿Por qué?”, me
preguntó. Por reaccionar exageradamente. Aho
ra, después de que mis síntomas habían sido des
critos, la sangre y la presión anotadas, la tempera
tura tomada, estaba esperando a ver si realmente
había exagerado.
Pasaba de la media noche. Después de varias
horas de pruebas y exámenes, incluyendo una to-
mografía y un electrocardiograma, un asistente
médico me llamó a un cuarto privado.
“Hay un tejido blando del lado izquierdo de
su cerebro que mide 11.8 por 8.6 milímetros co
mo máximo.”
Le pedí que me hablara con palabras que yo
pudiera entender.
255
“No sé exactamente cómo decirle esto”, me
dijo, “pero parece que tiene usted un tumor en el
cerebro y que está teniendo un derrame.”
Empecé a reírme, incapaz de asimilar lo que
estaba escuchando. Para entonces, la doctora ha
bía entrado al cuarto. Al escuchar la conversa
ción y mis tintes humorísticos, nos interrumpió.
“Qué tal verlo así: en una escala del uno al diez,
estás en un ocho.”
Eso obtuvo mi atención.
Llamé a Brooke a Utah para decirle lo que es
taba pasando: el lado derecho de mi cuerpo esta
ba adormecido, mi visión borrosa y no podía ha
blar bien. Escuchó sin decir mucho. Dijo que se
subiría al próximo avión en cuanto pudiera lle
gar al aeropuerto. Castle Valley estaba inunda
do. Amigos y vecinos estaban construyendo ba
rricadas con bolsas de arena en Placer Creek en
medio de la noche, con la esperanza de salvar al
gunas casas. La nuestra entre ellas. Brooke llevó
el teléfono afuera, desde donde yo podía escuchar
los truenos y el río creciente que rugía a través del
arroyo junto a la casa.
Vi al halcón que me cortó el ojo. Estaba si
guiendo a su presa, lanzándose como flecha a
gran velocidad a través de los cañones sobre un
256
río turbulento. Esta vez me pegó. Ciega. Sorpren
dida. Estoy dentro de un torbellino, incapaz de
escapar de la violencia de la corriente, atrapada
en el ciclo de terror que rodea a mis propias ideas.
Como una inundación relámpago en el de
sierto, no tiene que estar lloviendo antes de que
el agua caiga. Siempre pensé que mi mortali
dad llegaría con alas de gracia, no a través de un
adormecimiento que le impidiera a mi cuerpo ca
minar o encontrar las palabras.
No dejo de pensar, ésta no es mi historia, ésta no es
mi historia, hasta que el agotamiento total me ha
ce rendirme ante el confort de la fatiga y la rea
lidad de la camilla fría y rígida sobre la que es
taba recostada, cubierta por una delgada cobija
de algodón. Así que estoy aquí, pensé. Qué sorpresa.
Como si el halcón se hubiera posado en una
cornisa, mi mente se calmó y fue capaz de adop
tar una posición estratégica distinta. ¿Y si de ver
dad tengo un tumor cerebral? ¿Cómo podría vivir? ¿Y si
estoy teniendo un derrame? ¿Cómo podría vivir? ¿Y si es
toy bieny todo esto es un error? Y luego me di cuenta,
en la oscuridad de mi duda, de que sin importar
el resultado la pregunta seguía siendo la misma.
La enfermera entró a tomarme la temperatu
ra. Prendió las luces. Yo me senté, entrecerré los
257
ojos y miré el reloj. Las dos manecillas sobre fon
do blanco empezaron a dar vueltas rápidamente.
Veinticuatro horas pasaron en segundos.
“No, no es su cerebro”, me dijo la enfermera
muy segura, al notar mi confusión. “Las mane
cillas del reloj sí están girando demasiado rápi
do. Y realmente no sé por qué está pasando eso.”
258
para ver dónde están las zonas de exclusión, las
áreas que debemos evitar para asegurarnos de no
poner el riesgo tu centro del lenguaje. Después te
anestesiaremos completamente para extirpar la
malformación, poner el círculo de hueso de vuel
ta en su lugar, cubrirlo con una placa de titanio
de quince centímetros, volver a colocar la capa de
piel, coserla y esperar a ver cómo te recuperas.”
“¿Es decir?”, pregunté.
“Es decir que tendremos que esperar a ver si
puedes entender lo que digo o si puedes hablar.”
Dejé de escucharlo.
Le pregunté si podía ver la imagen de mi ce
rebro una vez más. Con un clic en la computa
dora mi cavernoma apareció en la pantalla. Me
quedé mirando fijamente la imagen en blanco y
negro. No estaba claro si estaba viendo un agu
jero de bala o una ventana de luz.
Todos los doctores a los que consultamos pa
ra una segunda opinión, desde la Universidad de
Utah hasta el Departamento de Neurología de la
Universidad de Columbia, hicieron la misma pre
gunta: “¿Qué tan bien lidia usted con la incerti
dumbre?”
“¿Existe alguna otra cosa?”, dije.
Decido no hacer nada.
259
Durante semanas, meses después de recibir
mi diagnóstico, soñé con pájaros.
260
Se quitó la vida. Y como comunidad, reunidos
en torno a sus amados padres y hermano, todos
cargamos con el peso de la responsabilidad y el
arrepentimiento.
Al interior de la iglesia, los acomodadores
eran padres y fueron las madres las que lleva
ron comida al hogar desconsolado durante toda
la semana, sirviendo a la familia que se conver
tía en huésped de su propia casa, reconfortada. Y
pensé en cómo nos convertimos en padres y ma
dres unos de otros en procesos de duelo con ges
tos grandes y pequeños. Mis ojos se enfocaron
en una caja elegantemente elaborada —hecha a
mano por un vecino— que ahora contenía sus ce
nizas, cenizas, todos terminamos por caer. El bosque
por el que corría de niña conserva su recuerdo
en sus maples, abedules y abetos. Tulipanes ro
sas suavizan los bordes del altar. Las flores favo
ritas de Emily. Sí, diré su nombre, su hermoso
nombre, Emily.
¿Alguno de nosotros entiende realmente las
consecuencias de nuestros actos?
La luz ardiente del invierno quemaba a través
de los vitrales de la blanca iglesia mientras escu
chábamos al reverendo leer un fragmento de “El
juicio de los pájaros”, de Loren Eiseley:
261
i
El sol era cálido en ese lugar, y los murmullos de
la vida del bosque se desdibujaban suavemente en
mis sueños. Cuando desperté, apenas consciente
de cierta conmoción y escándalo en el claro, la luz
se inclinaba a través de los pinos de modo que el
espacio se iluminaba como una vasta catedral. Po
día ver las partículas de polvo del polen de la ma
dera en el largo eje de luz, y ahí, en una rama ex
tendida, se encontraba un enorme cuervo con un
polluelo rojo retorciéndose en el pico.
El sonido que me despertó fue el de los chilli
dos furiosos de los padres del polluelo, que volaban
indefensos en círculos sobre el claro. El elegante
monstruo negro permanecía indiferente. Engulló,
afiló su pico sobre la rama muerta durante un mo
mento y se quedó quieto. Hasta ese punto la pe
queña tragedia no se había salido de lo normal.
Pero de pronto empezó a levantarse un suave so
nido de queja en toda esa área del bosque. Llega
ron al claro pequeños pájaros alborotados de me
dia docena de variedades distintas, atraídos por
la angustia de los gritos de los minúsculos padres.
Nadie se atrevió a atacar al cuervo. Pero se que
daron ahí llorando en una especie de miseria co
mún, los dolientes y el indolente. El claro se llenó
262
del suave sonido de sus alas en conmoción. Aletea
ron como apuntando sus alas hacia el asesino. Ha
bía una ética tenue que él había violado y que ellos
conocían. Era un pájaro de la muerte.
Y él, el asesino, el pájaro negro en el corazón
de la vida, se quedó ahí, brillando en la luz común,
formidable, inmóvil, indiferente, intocable.
Los susurros terminaron. Y fue entonces que vi
el juicio. Era el juicio de la vida contra la muerte.
Nunca más lo veré presentado de manera tan cla
ra. Nunca más lo escucharé en notas tan trágica
mente prolongadas. Porque en medio de la protes
ta, olvidaron la violencia. Ahí, en ese claro, la nota
de cristal de un gorrión cantor se levantó poco a
poco del silencio. Y finalmente, tras el doloroso ale
teo, otro tomó la canción, y luego otro, y así pasó la
canción de un pájaro al siguiente, dudoso al prin
cipio, como si algún ser maligno estuviera siendo
lentamente olvidado.
Hasta que de pronto tuvieron el valor de cantar
juntos, a muchas voces, como se sabe que cantan los
pájaros. Cantaron porque la vida es dulce y la luz
del sol es hermosa. Cantaron ante la sombra ame
nazante del cuervo. Lo cierto es que habían olvi
dado al cuervo, porque eran cantores de la vida,
no de la muerte.
263
Salí de la iglesia hacia el inclemente frío. Un
azulillo sietecolores, que no suele verse al nor
te de las Carolinas, había llegado volando al fi
nal de la tormenta, desviado de su curso, y se ha
bía quedado. Yo también había perdido el curso.
Necesitaba ver a ese pájaro. Llamé a la casa del
hombre cuyo comedero frecuentaba. Resulta que
era el reverendo de todas las islas de la Bahía de
Penobscot.
“Regrese mañana a las 6:45 de la m añana”,
dijo. “Él ha sido muy puntual.”
Así que fui a mi cita con el azulillo sietecolo
res, manejando en la oscuridad por la carretera
nevada de la costa de Maine. Toqué a la puerta.
El pastor abrió y me invitó a pasar. Su esposa es
taba preparando café. La única luz en su hogar
venía del horno de leña que había en la cocina,
donde una ventana enmarcaba el comedero que
había afuera. Eran las 6:30 de la mañana. Nos
sentamos haciendo largas pausas entre las pala
bras. La gente de Maine no habla mucho. A las
6:43 llegó el azulillo sietecolores, como un sueño
en los pliegues de luz y sombra. Su silueta se vol
vió cada vez mas colorida durante los siete cortos
minutos que se quedó. Y cuando el amanecer to-
264
có su pequeña espalda emplumada, la encendió
como una flama: roja, azul y verde. No había nin
gún otro pájaro a su alrededor. Estaba solo en su
singular golpeteo al borde del comedero, comien
do una semilla de girasol tras otra, y luego voló...
265
L
La galería está vacía. Acerco una silla. La es
piral de pájaros se registra como una familiari
dad alegre, viva en el desierto, viva en mí. Y sin
embargo algo no está bien. Siento una molestia,
una herida quieta. Sostengo una pregunta como
un pájaro silencioso que aletea dentro de mis ma
nos ahuecadas esperando a ser liberado.
Cada pájaro carga texto en sus alas. Pequeñas
oraciones blancas, fragmentos demasiado peque
ños como para ser leídos a la distancia. No había
notado esa peculiaridad hasta ahora. Me pon
go de pie y camino hacia ellos para examinarlos
más de cerca. Se me ponen los pelos de punta.
Estos pájaros están hechos de radiografías de re
sonancias magnéticas, imágenes resonantes co
mo las que expusieron el cavernoma en mi cere
bro hace seis meses.
Me pellizco la piel de la mano derecha para
ver si está adormecida.
Cada pájaro es una imagen es una presencia
es una persona, y me pregunto si las personas re
presentadas aquí están vivas o muertas. Las to-
mografías parciales de sus cerebros, sus huesos,
sus órganos, con letras que los identifican aquí y
allá, ahora se reinterpretan y reconstruyen, pero
la evidencia de una persona en riesgo permane-
266
ce. Como yo, una imagen se convierte en el diag
nóstico, determinado y nombrado. Lo que no
puede ser nombrado es una perturbación.
267
Los diarios de m i madre son una sorpresa.
268
¿Cómo debo vivir?
269
Hace mucho tiempo, cuando las mujeres fueron
pájaros, existía el sencillo entendimiento de que
cantar en la madrugada o cantar al atardecer era
curar al mundo a través de la dicha. Los pája
ros aún recuerdan lo que nosotras hemos olvida
do, que el mundo está hecho para ser celebrado.
270
Los diaños de mi madre deben ser celebrados.
VIVI(R)
272
ty ahora está expuesta. Como yo: mi corazón es
tá expuesto. El lago brilla en el horizonte como
un filo de plata.
Pensé que estaba escribiendo un libro sobre la
voz. Pensé que, como mujer, proclamaría que de
bemos contar la verdad de nuestras vidas a cual
quier costo. Pero, con Louis caminando atrás de
mí, me doy cuenta de que nunca seré capaz de de
cir lo que hay en mi corazón, porque las palabras
nos fallan, porque está en nuestra naturaleza pro
teger, porque hay momentos en que debemos dis
cernir lo público de lo privado. Hay consuelo en
mantener lo sagrado dentro de nosotros, no co
mo un secreto, sino como una plegaria.
El mundo ya está abierto en dos y es nuestro
destino sanarlo, cada uno a su modo, cada uno a
su tiempo, con los dones que tenemos.
Nos quedamos de pie al centro de la espiral y
nos entregamos al vasto silencio que nos rodea.
Estamos desorientados. Los hombres se m ar
chan. Las mujeres nos quedamos y juntas nos re
costamos en la sal del desierto, una frente a otra,
con las orejas en la tierra, escuchando.
Escucho la voz de mi madre.
En el vacío de este paisaje amado que me ha
sostenido toda la vida, pienso en los diarios de mi
273
madre como una paradoja más, diarios sin pala
bras que crean una narrativa de la imaginación.
El don de mi madre es el Misterio.
Empiezo cada día con la página en blanco.
274
AGRADECIMIENTOS
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Shepherd, Geralyn White Dreyfous, Anne Mil-
liken, Annabelle Milliken, Carol Stockham ,
Hank Tempest, Dan Tempest, Lynne Tempest,
Becky Williams, Rex Williams, Steven Barclay,
y Carl Brandt: aprecio. Y por supuesto, Sarah
Crichton: visión; John Tempest, Louis Gakum-
ba, y Brooke Williams: hogar.
284
L
c
c*i^