Historia de La Piratería

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HISTORIA DE LA PIRATERÍA

LIBRO TERCERO

CAPÍTULO I

LOS BUCANEROS

La extraña y siniestra escuela de piratería, conocida bajo nombre


de la Hermandad de la Costa, tiene sus orígenes en ciertos
cambios peculiares de la política europea. España había perdido
su posición de primera potencia del universo, y las otras
naciones se mostraban cada vez menos dispuestas a respetar su
reivindicación del monopolio sobre las Antillas y el Mar Caribe, ni
a aceptar siquiera teóricamente la fórmula: No hay paz más allá
de la Línea. (La línea era el meridiano de longitud fijado por el
Papa Alejandro VI y que aseguraba a España su monopolio
resultado de los descubrimientos de Colón).

El uso que hacían los españoles de su monopolio era no


solamente en extremo estúpido sino algo peor que esto. Como
todos los países en los comienzos de su expansión colonizadora,
España se aferró a la vana empresa de impedir todo contacto
entre sus colonias y el extranjero, convencida de que extraería un
máximo de beneficio para sí misma, obligándolas a comerciar
exclusivamente con la metrópoli, sin tener en cuenta el hecho de
que no disponía de medios que le permitieran abastecer las
poblaciones coloniales con más que tan sólo una pequeña parte
de los productos que necesitaban a cambio de sus propias
exportaciones. Y no era éste el único motivo que guiaba a los
españoles al excluir las colonias del comercio universal. También
intervenían razones religiosas: así se prohibía a todos, los
herejes el acceso a las posesiones occidentales de Su Católica
Majestad. Casi al día siguiente de las primeras conquistas
ultramannas había sido promulgado un edictp prohibiendo dejar
bajar a tierra a los corsarios luteranos en ningún establecimiento
español, ni de venderles o comprarles allí productos, víveres o
abastecimientos de ninguna especie.

Pero más fácil era promulgar tal edicto que hacerle respetar. Los
colonos necesitaban de los géneros que les ofrecían los
corsarios y, consiguientemente, se los compraban. Esta demanda
fundamental explica el éxito de Hawkins y sus semejantes hacia
mediados del siglo XVI. Y pronto asomó un peligro aun más grave
que el contrabando: los sinvergüenzas extranjeros comenzaron a
colonizar los territorios vedados y a establecer relaciones
comerciales permanentes con sus vecinos españoles. La 'primera
colonia fundada por los franceses en Florida, en 1562, fue
destruída despiadadamente. Los españoles, en su afán de
proteger su monopolio, no retrocedían ante ninguna crueldad. En
diciembre de 1804, el embajador de Venecia en Londres escribía
que en las Antillas, los españoles, al capturar dos barcos
ingleses, habían cortado a los tripu1antes las manos, los pies, la
nariz y las orejas; después los embadurnaron con miel, los ataron
a los árboles y los entregaron así a la voracidad de los mosquitos
y otros insectos. Esta información de fuente inglesa puede
aparecer exagerada o excepcional; pero no sorprende leer que tal
barbarie arranca lágrimas a nuestro pueblo y que había pocos
crédulos cuando los españoles aducían que se trataba de piratas
y no de mercaderes, y que ellos no estaban enterados de la paz.

A pesar de todo, continuaba la colonización. El primer


establecimiento fijo de los ingleses en América fue el de
Jamestown, en Virginia, fundado en 1607. En 1632, los ingleses
pusieron pie en las Antillas, estableciéndose en Saint Kitts,
aunque dos años más tarde hubieran de compartir la isla con los
franceses. Fueran cuales fueren los primeros intrusos en las
posesiones españolas: piratas, ladrones o mercaderes honrados,
en todo caso no eran bucaneros. Un pirata era un criminal que se
apropiaba los barcos de cualquier nación y en todas las aguas;
en tanto que los bucaneros primitivos buscaban su botín
exclusivamente a expensas de los españoles, y en las costas
americanas. Su principal razón de ser era la estrechez de vista de
aquellos, que no podían vender a los colonos lo que necesitaban
o que se lo vendían a precios prohibitivos, fijados por las
autoridades de Cádiz, en un momento en que los extranjeros
introducían en las colonias toda clase de mercancías a precios
razonables.

La primera base de aquellos mercaderes guerrilleros y cuna de la


cofradía de los bucaneros fue La Española hoy llamada Haití o
Santo Domingo, la segunda de las Antillas por su tamaño. Esta
isla extensa y magnífica había sido poblada otrora por razas
indias, virtualmente desaparecidas por guerras y emig¡raciones.
Después de la conquista de México y el Perú, la mayor parte de
los colonos españoles abandonaron las islas buscando fortuna
en el continente y dejando tras sí numerosos rebaños de ganado
medio salvaje y de marranos domésticos que vivían en libertad en
las sabanas. Poco a poco habían llegado ingleses y franceses,
para cazar animales silvestres, secar su carne y venderla a los
barcos transeúntes.

Clark Russel, en su Vida de William Dampier, describe tal


establecimiento primitivo e indica de paso el origen del
nombre bucanero.

Hacia mediados del siglo XVII, la isla de Santo Domingo, o La


Española como la llamaban en aquel entonces, se encontraba
invadida por una singular comunidad de hombres salvajes,
hirsutos, feroces y sucios, en su mayoría colonos franceses,
cuyo número aumentaba de cuando en cuando con manadas de
recién llegados procedentes de los bajos fondos de más de una
ciudad europea. Estos hombres iban vestidos con camisa y
pantalones de tela bastada, la cual empapaban en la sangre de
las bestias muertas por ellos. Llevaban una gOrra redonda, botas
de piel de cerdo que les cubrían la pierna, y un cinturón de piel
cruda, en el cual metían sus sables y navajas. También estaban
armados de mosquetes que disparaban un par de balas de dos
onzas de peso cada una. Los sitios en que secaban y salaban la
carne se llamaban boucans, y de este término procede su nombre
de bucaneros. Eran cazadores por profesión y salvajes por
costumbre. Abatían las bestias de cuernos y traficaban con su
carne. Su alimento preferido era la médula cruda de los huesos
de aquellos animales. Comían y dormían sobre el suelo desnudo;
su mesa era una piedra, su almohada un tronco de árbol, y su
techo el cálido y centelleante cielo de las Antillas.

Los primeros que violaron el monopolio español fueron los


franceses. Aunque Scaliger, el cronista francés, escribiera a fines
del siglo XVI: Nulli melios piraticum exercent quam angli, los
filibusteros que operaban allende el Canal no eran nada menos
que torpes en su oficio. Ya hacia mediados del siglo, los
franceses de Dieppe, de Brest y del litoral vasco andaban
saqueando por el Oeste, y los nombres tales como Jean Terrier,
Jacques Sore y Francois Le Clerc, alias Pie de palo o Pierna de
palo, sonaban tan mal a los oídos españoles como los de Francis
Drake o de John Hawkins. Aquellos primeros piratas no se
enfrentaron, por cierto, con una tarea difícil, pues la mayor parte
de los establecimientos atacados por ellos, eran mal defendidos,
casi no tenían cañones, y a menudo hasta carecían de pólvora.
Los corsarios franceses se familiarizaron pronto con las rutas
favoritas que seguían al regresar los galeones cargados de oro,
adoptando la costumbre de cruzar frente a las costas de Cuba y
de Yucatán, al acecho de ricas presas. Tan pronto como aparecía
una flota de aquellas grandes, pero poco veloces carabelas, los
ligeros y bajos navíos piratas, cerrándose con el viento, las
seguían de cerca, esperando la ocasión de dar el salto sobre la
que tuviese la mala suerte de quedarse atrás o de separarse del
grueso; de modo que no nos extraña oír decir de ellos que habían
acabado por convertirse en la pesadilla de los marinos
españoles.

Aquellos hombres eran los precursores de los bucaneros, que no


comenzaron a prospear hasta mediados del siglo XVII. Sus
principios reales datan de su expulsión de La Española por los
españoles. Esta gente celosa decidió desembarazarse de los
bucaneros, inofensivos hasta entonces; mas desalojándolos,
-operación que se llevó a buen término sin gran dificultad-
convirtió a los derribadores de caza en derribadores de hombres.

Expulsados los colonos hallaron un seguro refugio en la pequeña


y rocosa isla de la Tortuga, frente a la costa noroccidental de La
Española. Allí se instalaron, fundando una especie de República y
construyendo un fuerte. Durante un par de años, todo parecía
haber prosperado en la nueva colonia, hasta que una escuadra
española, llegada de Santo Domingo, un día se abatió contra ella,
destruyéndola. Pero los españoles no se quedaron mucho
tiempo, y después de su desaparición, los antiguos dueños
comenzaron a volver a la isla. No fue, sin embargo, hasta 1640,
varios años más tarde, cuando se establecieron allí los auténticos
bucaneros, iniciando una era de constante progreso de casi
ochenta años. Aquel año, un francés de Saint-Kitts, el señor
Levasseur, calvinista, hábil ingeniero y gentilhombre intrépido,
reunió una compañía de cincuenta compatriotas y
correligionarios, y atacó por sorpresa la Tortuga.

El asalto fue coronado por el éxito, y los franceses, sin tropezar


con grandes obstáculos, tomaron posesión de la isla. Lo primero
que hizo el nuevo gobernador, fue construir un sólido fuerte
sobre cierto promontorio, y armarlo con cañones. Dentro de esta
fortaleza, edificó su propia mansión, a la que dió el nombre de El
Palomar. La única manera de llegar al fuerte era trepando primero
por una escalera tallada en la roca, y luego por una escala de
hierro. Apenas terminado el castillo, se presentó en el puerto una
escuadra española que se acercaba sin recelo, cuando fue
recibida por un fuego fulminante desde El Palomar, fuego que
echó a pique varios buques y ahuyentó el resto.

Bajo el sabio gobierno del caballero Levasseur, el pequeño


establecimiento tuvo tiempos prósperos. Se congregaron allí
aventureros franceses e ingleses de toda especie, plantadores,
bucaneros y marinos desertores. Los bucaneros cazaban en la
vecina isla de La Española, los plantadores cultivaban el tabaco y
la caña de azúcar, en tanto que gran número de los primeros
llegados, por entonces ya piratas cien por ciento, recorrían los
mares adyacentes en busca de presas españolas.

La Tortuga se convirtió pronto en puerto de depósito


del boucan y las pieles de La Española, así como del botín
arrebatado a los españoles, mercancías que se trocaban por
aguardiente, cañones, pólvora y telas, traídas por los barcos
holandeses y franceses que hacían escala en la isla.

A poco tiempo, la fama de la Tortuga se propagó por todas las


Antillas, atrayendo enjambres de aventureros de toda clase,
incapaces de resistir la tentación de expediciones de españoles
con tan maravillosas perspectivas de rápido enriquecimiento.
Tales extremos de la fortuna han atraído siempre a ciertas
especies de hampones, y la situación en la isla de la Tortuga en
aquella época ofrce gran parecido con la de California hacia 1849
o con el torrente de los buscadores de oro de Klondyke en 1897.

Es imposible, en un libro de carácter tan general como el


presente, entregarse a un estudio detallado del desarrollo de los
bucaneros, tanto más cuanto que su historia ya ha quedado
establecida gracias a la obra de un historiador, salido de sus
propias filas: Alexandre Oliver Exquemelin o Esquemeling, joven
francés de Honfleur y que llegó a las Antillas en 1658. Su libro fue
publicado por primera vez en 1678, en Amsterdam, y parece
haber tenido un éxito inmediato. Tres años más tarde apareció
una edición española, impresa en Colonia y traducida del original
holandés por un tal señor de Buena Maison. La primera versión
inglesa data de 1684. He aquí su título:

Bucaneros de América o relato verídico de las más notables


agresiones cometidas durante los últimos años contra las costas
de las Antillas por los bucaneros de Jamaica y la Tortuga, tanto
ingleses como franceses

Esta edición fue tan bien acogida que en menos de tres meses se
hizo una reimpresión; al mismo tiempo apareció un segundo
tomo. Los dos volúmenes son hoy en extremo raros y cuando se
ofrecen en venta, algunos buenos ejemplares alcanzan precios de
cien libras y más.

El segundo tomo lleva el título:

Bucaneros de América. Segundo tomo. Contiene el peligroso


Viaje y las hazañas del capitán Bartolomé Sharp y otras,
cumplidas en las costas de los Mares del Sur durante un período
de dos años, etcétera. Compuesto según el diario original de
dicho viaje.
Escrito por el señor Basil Ringrose, Caballero, que se halló
presente a bordo.

Estos dos tomos constituyen nuestra principal fuente de


información sobre la vida de los bucaneros. Podría llamárseles
un manual de la bucanería y creemos de buen grado que muchos
jóvenes holandeses o ingleses de fines del siglo XVII han sido
inducidos por su lectura a hacerse navegantes para ir a reunirse
con sus héroes. En años recientes se han hecho varias buenas
reimpresiones de aquella historia, de modo que los que así lo
deseen encontrarán allí una descripción más detallada de
las hazañas de los Hermanos de la Costa.

Cuenta el autor del libro, que salió muy joven para la Tortuga
como aprendiz al servicio de la Compañía francesa de las Indias
Occidentales. Prácticamente tal acto equivalió a convertirlo en
esclavo durante cierto número de años. Al cabo de algún tiempo,
el gobierno de la isla que le trataba tan cruelmente que su salud
quedó quebrantada, lo vendió a vil precio a un cirujano. Su nuevo
amo se mostró tan bondadoso como había sido inhumano el
anterior, y poco a poco, el joven Exquemelin recobró salud y
fuerzas, además de aprender de su patrón el arte de barbero
cirujano. Al fin, habiendo recibido su libertad y en obsequio
algunos instrumentos quirúrgicos, el flamante medicastro salió
en busca de un sitio donde poder ejercer su profesión. Pronto se
le ofreció una oportunidad de servir de barbero cirujano entre los
bucaneros de la Tortuga, y el año 1668 le vió engancharse a
bordo de un barco bucanero, donde se distinguió afeitando y
sangrando a sus compañeros, a la vez que les curaba las heridas.
Indudablemente llevaba durante todo este tiempo a bordo un
diario secreto.

Fue en 1665 cuando se llevó a cabo una hazaña en extremo audaz


y de la que puede decirse que marca el principio de la bucanería,
dándole d aspecto que tenía a la llegada de Exquemelin. Hasta
aquella fecha, los piratas habían navegado a bordo de pequeñas
embarcaciones movidas por remos, con una vela auxiliar. Así
vagaban a lo largo de las costas o se ocultaban en el interior de
las ensenadas, al acecho de embarcaciones españolas de poco
calado. A bordo de tal navío, Pierre Legrand se hizo a la mar con
una tripulación de vcintiocho hombres. Durante muchos días
buscó en vano alguna presa, y agotadas las provisiones, los
hombres iban a morir de hambre cuando, cierta tarde, vIeron
desfilar majestuosamente ante sus ojos una poderosa flota
española. El galeón de cola se quédaba atrás, circunstancia que
determinó a Pierre a capturar este buque o morir en el intento.
Bajo los trópicos, la noche cae plena, de suerte que la pequeña
embarcación pudo acercarse al galeón y esconderse por debajo
de la popa sin ser vista.

Antes de intentar el abordaje, Legrand dió orden al cirujano -pues


parece que los bucaneros ya se permitían el lujo de tal servicio
anteriormente a la llegada de Exquemelin- de practicar agujeros
en el casco de su propio barco, excluyendo así toda esperanza de
salvarse en él si el proyecto fracasaba. Luego, los hombres,
descalzos, y armados con pistolas y sables, treparon furtivos por
los flancos del galeón y saltando a bordo, mataron al timonel
soñoliento ante su barra. Después se precipitaron hacia la gran
sala, donde sorprendieron al almirante y sus oficiales absortos en
una partida de naipes. Legrand, apoyando una pistola en el pecho
del almirante le ordenó entregar el barco. De seguro que este
oficial tuvo buen motivo para exclamar, como lo hizo: ¡Jesús nos
bendiga! ¿Son demonios o qué?

Mientras tanto, el resto de los piratas había tomado posesión de


la armería, matando a todos los españoles que les oponían
resistencia. En un abrir y cerrar de ojos lo increíble se había
convertido en realidad y el poderoso buque de guerra se hallaba
en manos de un puñado de rufianes franceses.

Pierre Legrand hizo entonces algo inaudito. En vez de regresar la


la Tortuga y de malgastar sus riquezas como lo harían después
de él todos los bucaneros, navegó directamente a Dieppe, en
Normandia, su tierra natal, y se retiró, terminando sus días en paz
y abundancia, sin volver jamás al mar.

El bucanero normal que acababa de hacer una buena presa, se


vanagloriaba de derrochar su botín lo más pronto posible. Había
qulenes gastaban en una noche dos o tres mil duros en tabernas,
gantos o lupanares.

Exquemelin escribe al respecto:

En tales ocasiones, mi patrón compraba un barril entero de vino,


lo depositaba en la calle y obligaba a todos los transeúntes a
beber con él, amenazando con la pistola a los que se negaban.
Otras veces, hacia lo mIsmo con toneles de cerveza o de ale. A
menudo derramaba estos licores con ambas manos, regando las
ropas de los transeUntes sin cuidado de estropeárselas, fueran
hombres o mujeres.

Naturalmente, la noticia de la proeza de Legrand tuvo una


formidable resonancia: después de este acontecimiento,
cualquier cosa parecía permitida a los bucaneros, y los capitanes
españoles de los ricos galeones que regresaban a la patria, vivían
en perpetuo temor de ataques.

Para darse una idea de la forma en que se organizaban los


bucaneros y de las reglas o leyes que observaban durante una
expedición, no hay manera mejor que la de citar a Exquemelin,
que hace la siguiente descripción de los hombres con los que
vivía:

Antes de hacerse a la mar -escribe-, los piratas avisan a cada uno


de los que deben tomar parte en la expedición, el día exacto en
que se han de embarcar, imponiéndoles al mismo tiempo el deber
de traer la cantidad de pólvora y de balas que estimen necesario
para la empresa. Una vez a bbrdo, todos se reúnen en consejo
para discutir la cuestión del lugar adonde habrán de ir primero a
fin de cargar víveres, sobre todo carne, pues casi no comen otra
cosa, y la vianda más común entre ellos es el puerco. El alimento
que sigue después es la tortuga, que acostumbran salar un poco.
A veces se deciden a vaciar tal o cual porqueriza, donde los
españoles suelen guardar hasta mil cabezas de ese ganado.
Llegan al lugar elegido de noche y habiéndose introducido en la
garita del guardián le obligan a levantarse amenaZando darle
muerte, si no obedece a sus órdenes o si hace el menOr ruido.
Incluso sucede que las amenazas se ejecutan, sin cuartel para los
infelices porqueros o cualquier otra persona que intente
oponerse al saqueo.

Una vez en posesión de la cantidad de carne suficiente para su


travesía, regresan a bordo. La ración de cada cual comprende
cuanto les cabe en la barriga; no se pesa, ni se mide. Y no se le
ocurre al despensero dar al capitán una porción de carne o
demás" alimento superior a la del más subalterno marino. Así
aprovisionado el barco, se reúne otro consejo que va a deliberar
sobre el lugar donde buscar fortuna. En esta ocasión, se
acuerdan y se ponen por escrito ciertos artículos u obligaciones
que cada uno debe respetar; y entonces son firmados por todos o
bien por el jefe. Así se especifica de manera detallada la suma de
dinero que cada cual recibirá por el viaje, siendo la fuente de los
pagos el producto de la expedición pues obedecen a la misma ley
que los demás piratas: ¡Si no hay botín, no hay sueldo!

Mencionan, sin embargo, en primer lugar la suma que


corresponde al capitán por prestar su barco. Después viene el
sueldo del carpintero u obrero que haya carenado, reparado o
aparejado el navío. El sueldo de éste asciende de ordinario a cien
o ciento cincuenta duros, según se haya convenido. Luego para
las provisiones, se apartan del total doscientos duros. Después
se deduce un sueldo conveniente para el cirujano y su caja de
medicamentos, estimado habitualmente en doscientos o
doscientos cincuenta duros. Por último, estipulan por escrito la
indemnización o recompensa que ha de recibir cada uno, si es
herido o estropeado, o si pierde alguno de sus miembros durante
la expedición. Así, se cobra por la pérdida del brazo derecho
quinientos duros o cinco esclavos; por la del brazo izquierdo,
cuatrocientos, o cuatro esclavos; por la pierna derecha,
quinientos duros o cinco esclavos; por la pierna izquierda,
cuatrocientoS duros o cuatro esclavos; por un ojo, cien duros o
un esclavo; y por un dedo de la mano, la misma indemnización
que por un ojo.

Todas estas sumas, como ya he dicho anteriormente, son


apartadas del total constituí do por el producto de su piratería.
Porque de lo restante se hace entre ellos un reparto estrictamente
exacto y justo. Sin embargo, también en esta operación se toman
en consideración el grado y posición de cada uno. Así, el capitán
o jefe de la expedición recibe cinco o seis veces la parte de un
sencillo marino; el segundo sólo recibe dos; y los demás oficiales
en proporción con su cargo. Después de lo cual, se dan partes
iguales a todos los marinos desde el más elevado hasta el más
humilde, sin olvidar a los grumetes, pues incluso ellos reciben
media parte por la razón de que, si se captura un barco mejor que
el suyo, es deber de los grumetes prender fuego al navío o
embarcación en la que se encuentren y regresar luego a bordo de
la presa capturada.

Observan entre sí el orden más perfecto; pues al hacer alguna


presa, se prohibe a quien quiera que sea apropiarse objeto
alguno para él mismo. Todo cuanto se capture, es dividido en
partes iguales, tal como acabamos de verlo. Es más: se
comprometen unos frente a otros, bajo juramento, a no distraer,
ni ocultar la menor cosa que hayan encontrado entre el botín. Si
uno de ellos perjura, entonces es puesto inmediatamente en
cuarentena y expulsado de la sociedad. Se muestran entre sí muy
corteses y caritativos, y eso en tal grado que si uno necesita
alguna cosa que posee otro, éste se apresura a dársela.

En cuanto los piratas se han apoderado de un barco, lo primero


que hacen es intentar bajar a tierra a los prisioneros,
conservando tan sólo algunos para su servicio, y a los cuales
acaban por devolver la libertad al cabo de dos o tres años. Hacen
con frecuencia escala en una isla u otra, para descansar, y con
más regularidad en aquellas que se hallan sobre la costa sur de
Cuba. Allí carenan sus naves y mientras se dedican a esta tarea,
algunos van de caza, en tanto que otros cruzan en canoas
buscando fortuna. A menudo se les ve prender a los humildes
pescadores de tortugas a los que se llevan a sus habitaciones,
donde les hacen trabajar a su gusto.

Es interesante comparar las recompensas pagadas por los


bucaneros por las heridas recibidas en acción, con la escala de
indemnización fijada por las compañías de seguros contra
accidentes. Debo a la cortesía del señor T. W. Blackburn la
siguiente tabla, publicada en la revista norteamericana Insurance
Field:

Pérdida del brazo derecho ... 600 duros ... Equivalente en dólares=
579.00 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida del brazo izquierdo ... 500 duros ... Equivalente en
dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de la pierna derecha ... 500 duros ... Equivalente en
dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de la pierna izquierda .. 400 duros ... Equivalente en
dólares= 482.50 ... Similar indemnización a un obrero= 520.00
Pérdida de un ojo ... 100 duros ... Equivalente en dólares= 96.50 ...
Similar indemnización a un obrero= 280.00
Pérdida de un dedo ... 100 duros ... Equivalente en dólares=
96.50 ... Similar indemnización a un obrero= 126.00

Se advertirá que los bucaneros hacían una distinción entre la


pérdida del brazo derecho y la del izquierdo, distinción que
desconocen las normas de indemnización modernas.
Evidentemente, los bucaneros atribuían al brazo derecho un valor
superior al del brazo izquierdo. En el caso de la pérdida de un ojo,
la compensación concedida por los bucaneros es más baja que la
indemnización moderna; lo cual demuestra que tal pérdida no era
considerada como impedimento serio, y eso a causa del gran
número de piratas aptos y prósperos a pesar de ser tuertos.

No hay que olvidar que las condiciones descritas por


Exquemelin, se refieren a los comienzos de los bucaneros, a lo
que podemos llamar la era de la familia feliz, y que eran harto
diferentes de las que prevalecieron en épocas posteriores, bajo
los grandes capitanes, tales como Mansfield, Morgan y
Grammont.

En el período más reciente, la gran era de la bucanería, el general


o almirante reconocido hacía saber a los cuatro puntos
cardinales, que iba a operar por su cuenta, indicando el lugar de
cita para los dispuestos a tomar parte en la empresa. Entonces
acudían de todas las islas y de todas las bahías hombres rudos,
armados de mosquetes y puñales, ardiendo en deseos de
alistarse bajo el mando de un jefe favorito o afortunado.

Si Pierre Legrand demostró a sus hermanos que ni siquiera los


más grandes galeones españoles se hallaban al abrigo de sus
golpes, a otro bucanero le pertenece haber encontrado y
explotado un filón nuevo y más rico.

Fue también un francés, Francois Lolonois, probablemente el


canalla más cruel y desalmado que haya cortado jamás el
pescuezo a un español, y que se jactaba de no haber perdonado
la vida a ningún prisionero.

Hasta entonces, los bucaneros habían concentrado casi toda su


atención en los barcos españoles. La tierra recibía sus visitas
sólo ocasionalmente, y el objeto de estas incursiones era la
busca de víveres y de bebidas. Lolonois concibió un nuevo
sistema. Luego de ceunir una poderosa fuerza de buques y
hombres en la Tortuga, salió hada el golfo de Venezuela. La
ciudad de Maracaibo, extensa y próspera, se levantaba a orillas
de un vasto lago que comunicaba con el golfo por un angosto
canal. Este paso era guardado por un fuerte que cayó en manos
de los piratas tras una enconada lucha de tres horas. Despejado
el camino, la flota, atravesando el canal, entró en el lago y se
apoderó de la ciudad, sin encontrar resistencia por parte de los
habitantes, los cuales habían huído presas de pánico, y se
ocultaban en la cercana selva.

Al día siguiente, Lolonois envió un grupo de hombres armados


hasta los dientes con la misión de registrar los bosques. El
destacamento regresó la misma tarde con numerosos
prisioneros, veinte mil duros y una caravana de mulas cargadas
de objetos de valor y de mercancías. Había entre los prisioneros
mujeres y niños, y algunos de ellos habían sido torturados para
obligarlos a confesar el lugar en que tenían escondidos sus
bienes.

Mientras tanto, un oficial que había hecho servicio activo en


Flandes, reunió una tropa de ochocientos hombres armados e
hizo cavar trincheras y colocar algunos cañones junto a la
entrada al canal, en un intento de impedir la huída de los
bucaneros. Estos atacaron y tomaron las fortificaciones por
asalto. Para vengarse, el insaciable Lolonois decidió prolongar el
saqueo de Maracaibo, dando órdenes a la flota de volver allí, con
objeto de añadir al botín un par de miles de duros más.

Habiendo pasado algunas semanas en Maracaibo, los bucaneros


se hicieron a la vela rumbo a la isla de las Vacas, donde
repartieron el botín. Al hacer la cuenta, se llegó a la enorme suma
de doscientos sesenta mil duros a los que hay que añadir alhajas
de todo género, de suerte que cuando cada uno había recibido su
parte en dinero, objetos de plata y joyas, todo el mundo resultó
ser rico.

No seguiremos la carrera de Lolonois; nos contentaremos con


decir que terminó de una manera horrible en manos de los indios
de Darien.

Hemos mencionado a Pierre Legrand y a Lolonois como ejemplos


notorios de los bucaneros del primer período. Pero hubo otros,
de fama casi igual, que adquirieron renombre y riquezas a
expensas del imperio español; hombres como Bartolomé el
Portugués, Rock Brasiliano, y Montbars el Exterminador; como
Lewis Scott, el inglés que algunos reivindicaban como el primer
bucanero que buscara aun antes del sanguinario Lolonois su
suerte en el continente, saqueando e incendiando la ciudad de
Campeche. Esta desgraciada ciudad debía recibir poco después
la visita de otro huésped indeseable, un holandés, el capitán
Mansfields o Manswelt. Fue un bucanero de visiones más amplias
que las del común de la Hermandad; pues soñaba con fundar un
establecimiento o colonia de piratas en la isla de la Providencia,
frente a la Costa de los Mosquitos. Pero pereció de muerte
violenta antes de que su plan llegara a madurar.

Hubo también otro bucanero, Pierre Francois, que habiendo


salido al mar con veintiséis compañeros, a bordo de una
embarcación sin puente y casi desesperando de dar jamás con
una presa, tuvo la idea de una hazaña particularmente original, a
saber, una incursión sobre las pesquerías de perlas, golpe de
mano que ningún bucanero había osado intentar hasta entonces.
La flota de los pescadores de perlas, procedente de Cartagena, se
componía de una docena de barcos, y cuando trabajaba en el
banco, estaba protegida por dos buques de guerra españoles.
Mientras los piratas se aproximaban a esta flota, Francois dió
órdenes a sus hombres de arriar el velamen y de colocarse junto
a los remos de manera de dar la impresión de un barco español
llegando de Maracaibo.

Con una audacia increíble, los veintisiete bucaneros abordaron el


más pequeño de los buques de guerra, el Vicealmirante, provisto
de ocho cañones y que llevaba a bordo sesenta hombres bien
armados. Una vez en el puente, ordenaron a la tripulación que se
entregase. Los españoles hicieron una tentativa de defensa; mas
a despecho de su superioridad numérica y de su poderoso
armamento, fueron derrotados por los bucaneros. Hasta
entonces, la operación había tenido un éxito que sobrepasaba las
más atrevidas esperanzas de Pierre, pero éste no sabía detenerse
a tiempo. En vez de alejarse con su nuevo barco, sus prisioneros
y su botín de perlas, valuado por los españoles en la enorme
suma de cien mil duros, el temerario bucanero trató de tomar
también el otro buque de guerra más grande, fue rechazado,
perdió su presa y pudo sentirse feliz de salvar su pellejo.

La Tortuga constituía desde todos los puntos de vista un sitio tan


ideal para la instalación del cuartel general de los bucaneros, que
no podía permanecer mucho tiempo sin un ataque de los
españoles. Sucesivamente, éstos se lanzaron al asalto de la isla,
matando o expulsando a todos los franceses y británicos; pero
los pintas volvían invariablemente. Al fin, sin embargo, los
bucaneros se decidieton a hacerse un refugio más seguro y
donde no solamente estuviesen al abrigo de ataques, sino
pudiesen vender también su botín, emborracharse y, cuando lo
hubieran gastado todo, encontrar un nuevo barco. Hallaron lo que
buscaban en Jamaica, donde en el extremo de una angosta
lengua de tierra se levantaba la pequeña ciudad de Puerto Real, la
cual satisfacía de manera completa todas sus necesidades.

Algunos años antes, en 1655, Jamaica había sido tomada a los


españoles por Penn y Venables, y los nuevos colonos se
encontraban en una situación un tanto precaria. Pero después de
pasar bajo la autoridad de centenares de los marinos más hábiles
del mundo, la población se sintió más segura. Pronto una
corriente de mercancías y de dinero comenzó a afluir a Puerto
Real que lleg6 a ser una de las ciudades más ricas y
probablemente más inmorales de su tiempo.

El hombre más célebre de. Puerto Real y el más grande de todos


los bucaneros fue Henry Morgan, hijo de Robert Morgan, un
pequeño terrateniente de Llanrhymny, en Glamorganshire. La
historia que circuló durante toda su vida, a saber, que de niño
había sido robado en Brístol y vendido como esclavo en la
Barbada, es probablemente una leyenda. Sabemos que fue el
motivo de un pleito por difamación, que inició Morgan contra el
editor inglés de Exquemelin. El corsario ganó el proceso que le
valió una indemnización de doscientas libras y excusas públicas.
Lo que parece haberIe disgustado mucho más que el retrato
hecho de él por aquel autor y que le representa como un perfecto
monstruo y torturador de prisioneros, fue precisamente una
versión de la mencionada historia, en la que aparece como
vástago de una familia muy humilde, y vendido de niño por sus
propios padres a gente que le hacia trabajar en las plantaciones
de la Barbada.

Morgan parece haber pasado por la Barbada, antes de


establecerse en Jamaica, donde se adhirió en seguida a los
bucaneros. Habiendo desempeñado un papel bastante modesto
en varias expediciones contra la costa de Honduras, remontó el
Río San Juan con una flotilla de canoas y atacó Granada que fue
saqueada y entregada a las llamas.

.Al ser nombrado gobernador de Jamaica, sir Thomas Modyford


manifestó a los bucaneros una calurosa amistad. Confirió en 1666
al capitán Edward Mansfield, por entonces jefe de los bucaneros,
la comisión de tomar el puerto de Curacao. Fue en esta
expedición en la que el joven Henry Morgan tuvo por primera vez
el mando de un barco.

Después de haber arrebatado Santa Catalina a los españoles, los


bucaneros sufrieron un revés. Mansfield cayó en manos del
enemigo y murió en el cadalso, y Henry Morgan fue
elegido almirante en su lugar. Reuniendo una escuadra de diez
buenos veleros, tripulada por quinientos piratas, el nuevo jefe
apareció frente a Cuba, desembarcó en la isla y emprendió la
marcha al interior, sobre Puerto Príncipe. Esta ciudad se hallaba
tan lejos del mar que hasta entonces no había recibido ninguna
visita de los Hermanos de la Costa. Fue tomada rápidamente y
sometida a un saqueo. Habría sido quemada sin el pago de un
tributo de mil bueyes.

Inmediatamente después, Morgan se lanzó a una empresa en


extremo audaz y arriesgada. Se propuso sorprender y asaltar la
plaza fortificada de Puerto Bello, desde donde, según se creía, las
tropas españolas se aprestaban a atacar Jamaica. A todas luces,
Puerto Bello sería una nuez dura de cascar, por lo cual los
bucaneros franceses se negaron a tomar parte en la expedición,
prefiriendo desertar.

Avanzando hasta una distancia de algunas millas de la ciudad,


Morgan fondeó, y a las tres de la mañana del día siguiente
desembarcó a sus hombres en canoas. La plaza estaba defendida
por tres fuertes. Los dos primeros sólo ofrecieron una débil
resistencia; pero el tercero, mandado por el propio gobernador
español, se defendió valientemente. En el curso del asalto, los
ingleses confeccionaron una docena de escalas lo
suficientemente anchas para permitir a tres o cuatro hombres
trepar en fila. Sin ninguna consideración de compasión ni de
humanidad, Morgan obligó a gran número de sacerdotes y de
monjas a transportar estas escalas y a colocarlas junto a la
muralla. Algunos de los religiosos fueron derribados por los
españoles que luchaban con desesperación; pero muerto el
gobernador, la fortaleza se rindió. La ciudad fue invadida y
saqueada. Indescriptibles fueron los suplicios a los que se
sometió a la población para averiguar los escondrijos de sus
tesoros.

Esto es lo que relata Exquemelin. Si queremos dar crédito al


informe oficial de Morgan sobre el asunto, la ciudad y los
castillos fueron dejados en tan buen estado como los habíamos
encontrado al entrar, y la población recibió un trato tan humano
que varias damas distinguidas, libres de trasladarse al campo del
presidente, se negaron a hacer uso de su libertad, diciendo que
eran prisioneras de una persona de rango y que había tenido
miramientos tales por su honra que no creían encontrar iguales
en el campo del presidente; y así se quedaron de buen grado con
nosotros hasta nuestra salida.

A su regreso a Puerto Real, Morgan fue bien recibido por el


gobernador Modyford, no obstante haberse extralimitado en los
poderes que le confería su misión. Probablemente, el inmenso
botín que traía hiciese mucho para temperar la ira de las
autoridades. En todo caso, el dinero fue despilfarrado
inmediatamente, y Morgan hizo anunciar que todos los que
deseasen servir bajo su mando habían de presentarse en la isla
de las Vacas, donde él mismo arribó en enero de 1669,
encontrando allí gran número de bucaneros. Dió a sus oficiales
un banquete a bordo de su gran fragata Oxford, que por un
descuido estalló en plena fiesta, y pocos hombres lograron
salvarse. Morgan fue uno de ellos.

El accidente no detuvo la empresa que motivó la convocatoria de


los piratas a la isla de las Vacas y cuyo objeto era una nueva
incursión contra la ya dolorosamente castigada ciudad de
Maracaibo. Morgan forzó el angosto paso que conducía al lago; la
plaza fue tomada y comenzó lo de siempre: una sucesión de
torturas aplicadas a los infelices prisioneros, acompañada de
matanzas, estupros, rapiñas y demás excesos, durante cinco
semanas.

Una vez más regresó Morgan a Puerto Real con un botín


impresionante; de nuevo el gobernador le hizo reproches por
haberse extralimitado en su misión, y de nuevo le confió, al
mismo tiempo, otra comisión: la de poner en pie una gran flota y
de ir a infligir toda clase de mermas a los barcos, villas, emporios
y almacenes españoles. Se esperaba que estas severas medidas
harían decrecer los cada vez más audaces ataques de los
españoles contra el comercio inglés a lo largo de la costa
septentrional de Jamaica.

Tal comisión confería sin duda alguna cierta apariencia de


respetabilidad a algo que en realidad no era más que piratería
pura y simple; y es harto significativo ver concluir el texto de la
orden con la siguiente frase: Puesto que no habrá otro sueldo
para alentar la flota, se concederán a las tripulaciones todas las
mercancías y demás bienes que produzca la expedición; los
cuales serán repartidos entre ellas según sus propias reglas.

Aquella expedición fue el coronamiento de la carrera de Morgan.


Después de haber hecho rumbo al istmo de Darien, desembarcó
en la desembocadura del Río Chagres un fuerte destacamento
que atacó y tomó el castillo de San Lorenzo. Morgan dejó allí una
guarnición para cubrir su retaguardia; luego, a la cabeza de
ochocientos hombres, remontó el río con una flotilla de canoas,
saliendo de San Lorenzo el 9 de enero de 1671.

El cruce del istmo a través de la jungla tropical fue


abominablemente penoso, tanto más cuanto que los españoles
habían tenido cuidado de llevarse o de destruir todos los
aprovisionamientos, de suerte que los bucaneros, en vez de
encontrar víveres como lo habían esperado, por poco se morían
de hambre, cuando por fin al sexto día tropezaron con un granero
lleno de maíz. En la tarde del noveno día, los exhaustos hombres
recobraron ánimo: un espía acababa de ver el campanario de una
de las iglesias de Panamá.

Guiado por esa inspiración original del genio, que tan a menudo
le había dado el triunfo, Morgan atacó la ciudad por el lado donde
no le esperaban; en consecuencia, los españoles se encontraban
con que habían colocado su artillería en mala posición, viéndose
obligados a actuar exactamente como lo deseaba Morgan, es
decir, a salir de sus atrincheramientos y acometerIe en campo
raso.

El enemigo principió el ataque, soltando un rebaño de varios


cientos de toros, con la intención de lograr así la desbandada de
los bucaneros; mas el ingenioso plan fracasó, pues las
espantadas bestias se volvieron atrás y se esparcieron por entre
la caballería española que avanzaba, creando el mayor desorden.
Durante dos horas, la batalla continuó indecisa entre los valientes
defensores y los no menos valientes, pero casi extenuados
bucaneros. Cuando finalmente los españoles abandonaron toda
resistencia y huyeron, los bucaneros no tenían ya fuerza para
explotar su éxito; lo cual dió tiempo al enemigo para sacar de la
ciudad y poner a salvo a bordo de un navío, gran cantidad de
objetos de plata de las iglesias, así como muchas otras alhajas.

Ocupada la ciudad, Morgan reunió a todos sus hombres y les


prohibió terminantemente beber vino, diciendo que acababa de
recibir por vías secretas la información de que todo el vino había
sido envenenado por los españoles antes de su salida. Era un
ardid para impedir que sus hombres se embriagasen,
entregándose a merced del enemigo, así como ya había sucedido
con frecuencia durante los asaltos anteriores de los bucaneros.
Estos se lanzaron entonces al saqueo de la ciudad, rica en calles
bordadas de hermosas casas de madera de cedro. De una manera
u otra se declaró un incendio, y a poco tiempo una parte extensa
de Panamá quedaba convertida en cenizas, sin que se haya
podido saber si el fuego se debía a una orden de Morgan o del
gobernador español. La ocupación de la ciudad duró tres
semanas, durante las cuales los piratas pasaban el tiempo
explorando por toda la región en busca de botín y de prisioneros.
Después, emprendieron el camino de vuelta a través del istmo,
llevándose una caravana de doscientas mulas cargadas de oro,
de plata y de objetos preciosos de todo género, además de gran
número de cautivos.

A la llegada al Río Chagres, se repartió el botín, pero no sin


violentas disputas, pues los marinos declararon haber recibido
menos de lo que les correspondía. Mientras continuaban las
discusiones, Morgan se eclipsó en su buque, con la mayor parte
del botín, dejando a sus fieles partidarios sin víveres, sin barcos
y con sólo diez libras por cabeza.

Cuando Morgan llegó a Jamaica, el Consejo de la isla le dirigió


una arenga de agradecimiento por el éxito de su expedición,
pasando por alto el hecho de que apenas un par de meses antes
se había firmado en Madrid un convenio entre España e
Inglaterra, comprometiéndose ambas partes a poner fin a las
depredaciones y a establecer la paz en el Nuevo Mundo.

Al recibir la noticia de la destrucción de Panamá, el gobierno


español protestó tan intempestivamente ante el rey Carlos II que
éste reaccionó: en abril de 1672, Morgan fue llevado prisionero a
Inglaterra, a bordo de la fragata Welcome, para ser juzgado por el
crimen de la piratería. Mas ningún juez, ni jurado, osaría condenar
al hombre que era idolatrado como héroe popular. Tal cosa
hubiera sido tan imposible como condenar a Drake después de
haber dado la vuelta al globo. El rey, cuyo favorito era el acusado,
le armó caballero y le envió de nuevo a Jamaica, no como reo,
sino como vice-gobernador de la isla.

Pero el saqueo de Panamá no por eso dejaba de ser un asunto


fastidioso, y el gobernador se sentía alarmado, viendo que se
habían dejado ir tan lejos las cosas. Retirado de su puesto y
nombrado gobernador de Jamaica lord Vaughan, con severas
instrucciones para suprimir a los bucaneros, la ironía de las
cosas quiso que tuviese por ayudante al nuevo vicegobernador.
La idea de convertilr al ladrón en policía resultó feliz. Morgan
parece haber cumplido honorablemente con sus nuevas
funciones. Terminó como notable de Jamaica y plantador
riquísimo y continuó hasta su muerte siendo presidente del
Consejo y comandante jefe de las fuerzas armadas de la isla. A
diferencia de la mayor parte de sus semejantes, sir Henry murió
en su cama en su propia casa y fue sepultado en la iglesia de
Santa Catalina, en Puerto Real.

El éxito de la expedición de Panamá había puesto en movimiento


la imaginación de toda la Hermandad, orientando los espíritus
hacia las posibilidades de enriquecimiento, que ofrecía el
Pacífico. Esta lDspiración marca el comienzo del segundo
período, en el curso del cual los bucaneros alcanzaron el punto
culminante de su prosperidad y poderío.

Mientras tanto, el gobierno había publicado numerosas


proclamas, asegurando el perdón a todo filibustero que
abandonase el mal camino, volviendo a ponerse bajo la Ley, al
mismo tiempo que se veían amenazados con los castigos más
duros aquellos que rechazaran tal ofrecimiento. Algunos de los
vagabundos del mar hicieron acto de sumisión; pero gran
número de ellos, los más crápulas, prefirieron persistir en sus
errores. Al mismo tiempo se produjo un cambio completo de los
sentimientos hacia los bucaneros por parte de los colonos de
Jamaica, los mismos que tanto los habían alentado en días
anteriores. Hasta entonces, no habían escatimado su apoyo a los
piratas; pero ahora se daban cuenta de que ningún tráfico regular
sería posible mientras los bucaneros continuasen aterrorizando
el Mar Caribe.

La primera expedición hacia el Pacífico salió de Puerto Morant


(Jamaica) en enero de 1680. Figuraban entre sus jefes, bucaneros
tan reputados como Bartolomé Sharp y John Coxon. La flota se
dirigió hacia Porto Bello. El desembarco se verificó a cosa de
veinte millas de la ciudad, después de lo cual comenzó una
marcha extenuadora que tomó a los marinos cuatro
días, cayendo gran número de ellos en un estado de gran
debilitamiento por haber quedado sin comida durante tres días y
teniendo los pies heridos por el suelo rocoso, debido a la falta de
calzado. Así llegaron a la vista de la importante plaza.
La sorpresa resultó completa, y la villa fue tomada tan
rápidamente como saqueada después, habiéndose recibido la
noticia de que importantes refuerzos españoles se hallaban en
camino. En esta expedición, a cada hombre le tocaron cien duros.
Los bucaneros, presurosos de verse de nuevo a bordo de sus
navíos, se retiraron hacia la playa del desembarcadero; después
salieron con rumbo al Norte, hacia Boca del Toro, donde
carenaron sus barcos e hicieron aguada. Allí encontraron un
destacamento mandado por Richard Sawkins y Peter Harris, el
soldado gallardo y sólido. En abril, esta tropa hizo tierra en el
istmo de Darien y se puso en marcha hacia el Pacífico, sin
detenerse en el camino más que para atacar la pequeña ciudad de
Santa María.

Hacía mucho calor y la marcha era ruda, circunstancias a las que


deben atribuirse en parte las querellas que estallaron entre los
jefes de la expedición. Coxon, hombre irascible, provocó primero
una disputa con el joven Sawkins al que tenía celos por su
popularidad entre la tropa; luego se lanzó a otra riña, esta vez con
Harris, la cual terminó en pelea.

Fuera lo que fuere, los zafarranchos quedaron allanados y los


aventureros descendieron el río en treinta y cinco canoas,
llegando finalmente al Océano Pacífico. La suerte los favoreció:
tropezaron con dos pequeñas embarcaciones ancladas junto a la
playa, se posesionaron de ellas y las armaron. A continuación,
embarcados en los dos veleros y algunos otros navíos, los
intrépidos exploradores hicieron rumbo a Panamá.

En el momento en que se aproximaban a la ciudad -era el día de


San Jorge, patrón de Inglaterra- se dió el alerta y tres pequeños
buques de guerra españoles salieron a su encuentro. Los
bucaneros, sin impresionarse, avanzaron hacia los barcos
enemigos, los abordaron y trepando por sus flancos, se
abalanzaron sobre los estupefactos españoles. La lucha fue
encarnizada. Finalmente, los bucaneros quedaron dueños de los
tres navíos. Inmediatamente, pasaron a atacar un gran crucero
español, la Santísima Trinidad, capturándolo, después de lo cual
el capitán Sharp transportó a bordo de esta presa a sus heridos.
Así pues, aquellos diablos de piratas se habían mudado en un par
de horas, de canoas a barcos, de los barcos a pequeños barcos
de guerra, y de éstos a un poderoso crucero de batalla. Fue sin
duda una de las proezas más memorables de la historia de los
bucaneros.
Desde aquel día, Sharp y sus hombres se hallaban en
condiciones de hacer cuanto les viniera en gana a lo largo del
Pacífico, indefenso en toda su extensión; pero el pendenciero de
Coxon que había sido acusado de cobardía en Panamá, tuvo otro
choque con sus compañeros y volvió a atravesar el istmo a la
cabeza de un grupo de descontentos.

Entre los sediciosos se encontraban dos personajes sumamente


interesantes, que escribieron y publicaron, uno y otro, un relato
de sus aventuras. El primero fue el célebre bucanero y naturalista
William Dampier; el otro un cirujano, Lionel Wafer. Coxon acabó
por regresar a Jamaica, y aunque tuvo que hacer frente a una
orden de arresto lanzado contra él por el gobernador como
también por Morgan, parece que se las arregló para reconciliarse
con el Consejo, y eso hasta el punto de ser enviado por este
último en persecución de un famoso pirata francés de nombre
Jean Hamelin.

Contentémonos por ahora con seguir la fortuna de los bucaneros


que se quedaron en el Pacífico, ávidos de tomar parte en aquellas
audaces y arriesgadas hazañas en las costas de los Mares del
Sur. La historia original de sus aventuras, escrita por el señor
Basil Ringrose, Caballero, fue publicada en 1684, y, según ya
hemos señalado, reimpresa en fecha reciente.

Ido Coxon, las tripulaciones eligieron jefe al popular capitán


Sawkins. Durante muchas semanas, los bucaneros cruzaron por
el golfo de Panamá, capturando los barcos que se dirígían al
puerto y entregándose a un tráfico clandestino con mercaderes
españoles poco escrupulosos, los cuales salían en botes para
venderles víveres y pólvora, a cambio del precioso botín
encontrado en los buques de sus compatriotas.

El 15 de mayo, la expedición se hizo a la vela rumbo al sur.


Algunos días más tarde fondeó frente a Pueblo Nuevo, donde
Sawkins y Sharp desembarcaron con una tropa de sesenta
hombres armados en una tentativa de tomar la plaza. Pero ahora
los españoles les esperaban listos detrás de parapetos y
trincheras recién construídas. Sawkins, el más querido de toda
nuestra compañia, cayó víctima de una bala al conducir el asalto.

Hubo que elegir otro capitán y resultó electo el marino artista y


gallardo comandante Bartolomé Sharp. A continuación se
convino emprender una incursión contra Guayaquil, plaza donde,
al decir de un prisionero, podríamos deslastrarnos de nuestra
plata y cargar nuestros barcos con oro.

Primero, los bucaneros se fueron a carenar el gran crucero,


la Santísima Trinidad, a Gorgona o Isla de Sharp, donde quitaron
todas las esculturas de madera de la popa y repararon los
mástiles. Relata el señor Ringrose cómo mataron una enorme
serpiente de once pies de largo y catorce pulgadas de contorno, y
cómo todos los días veían llegar ballenas y focas zambullirse por
debajo del buque. Les dispárabamos a menudo encima, pero
nuesm-as balas rebotaban sobre su piel. En Gorgona, los
bucaneros encontraban abundancia de las mejores provisiones, y
a las horas de las comidas, los comensales han debido
experimentar gran satisfacción al ver en su plato guisados dé
conejo, de mono, de serpiente, ostras, almejas y demás
mariscos, o bien pequeñas tortugas, así como otras clases de
pescado. También cogimos un perezoso, animal que merece bien
su nombre; pero el señor Ringrose no nos dice si tomó el camino
de la marmita.

Pasaron allí un rato tan cuajado de festines y de cacerías que


decidieron abandonar el proyecto de sorprender Guayaquil e
intentar mejor la misma operación contra Arica, plaza altamente
recomendada por cierto anciano, el cual afirmaba que toda la
plata procedente de las minas del interior se llevaba allí para
transbordarla hacia Panamá, no dudaba de que pudiéramos sacar
así un botín de dos mil libras cada uno.

De manera que arrancaron para iniciar el largo viaje hacia aquella


ciudad chilena; viaje durante el cual fueron escasos los
acontecimientos interesantes que vinieron a distraer el
aburrimiento de los bucaneros; a lo sumo se capturó
ocasionalmente un barco español. De prisa se retiró todo el botín
que necesitaban, y los prisioneros de cierta posición social
fueron trasladados a bordo de la Santísima Trinidad. Algunos de
los cautivos se mostraban particularmente charlatanes y
confiados, de suerte que los crédulos bucaneros se tragaron la
mar de informaciones, de las que algunas, aunque no muchas,
resultaban ser verídicas.

Entre los más locuaces figuraba el capitán Peralta, quien,


después de su apresamiento en Panamá, parece que había
llegado a ser persona grata a bordo. Al emprender el barco su
ruta hacia el Sur, el español hizo, en cierto modo, las veces de
piloto para el Perú y Chile. Así, pasando a la vista de un pequeño
establecimiento llamado Tumbes, el capitán Peralta recordó la
siguiente ocurrencia.

Aquél fue el primer punto de penetración de los españoles en


esta región, después de Panamá ... Por entonces, un sacerdote
bajó a tierra con una cruz en la mano, mientras diez mil indios le
contemplaban. No bien había puesto el pie en la playa, cuando
salieron de la selva dos leones. Pasó dulcemente el crucifijo
sobre su lomo. En seguida se echaron adorándole. Lo mismo le
acaeció con dos tigres, que imitaron el ejemplo de aquéllos. Por
lo cual estos animales daban a entender a los indios la excelencia
de la fe cristiana, que estos últimos no tardaron en aceptar.

Con agradables anécdotas de ese género el capitán Peralta se


hizo popular entre sus compañeros piratas, ayudándoles a vencer
la monotonía del fastidioso viaje a Arica. Finalmente, el 26 de
octubre, la Santísima Trinidad llegó a la altura del puerto, y los
bucaneros bajaron a los botes para desembarcar y atacar la
plaza. Mas, con gran decepción, encontraron la playa negra con
españoles armados que ya los esperaban.

Decepcionados por Arica, los bucaneros desembarcaron más


lejos, sobre la costa de La Serena, ciudad muy grande y orgullosa
de sus siete iglesias. Pero también allí los habitantes habían sido
prevenidos y habían tenido tiempo de huir a la montaña con sus
objetos de valor. De modo que los bucaneros tuvieron que
contentarse con un mísero botín, quemando la ciudad hasta los
cimientos.

Mientras se entregaban a esta última operación, por poco perdían


su barco; pues durante la noche, un chileno subido sobre una
piel de mula hinchada con aire, se acercó furtivo a la Santísima
Trinidad, se instaló por debajo de la popa, y después de
introducir estopa y azufre entre el codaste y el timón, lo
encendió. Nuestros hombres, a la vez alarmados y estupefactos
al ver el humo, registraron toda la nave, sospechando que
nuestros prisioneros eran los que le habían prendido fuego para
recuperar su libertad y asegurar nuestra destrucción. El fuego,
descubierto a tiempo, fue apagado, y los bucaneros prosiguieron
en viaje hacia el Sur.

El día de Navidad, llegaron a la vista de Juan Fernández, la isla de


Robinson Crusoe, y a tempranas horas de la mañana, se
dispararon tres salvas para dar solemnidad a aquella gran fiesta.
La tripulación se dedicó a cazar cabras cuya carne salaron, y a
llenar los depósitos de agua. Entonces estalló un conflicto, pues
los hombres estaban divididos en dos partidos: aquellos que
habían conservado su parte del botín y deseaban dar la vuelta al
Cabo de Hornos y regresar a las Antillas, y los que habiéndolo
jugado todo insistían en continuar por el Pacífico. Finalmente
prevaleció este último partido, destituyendo del mando al capitán
Sharp e incluso poniéndole grilletes, y eligiendo jefe a John
Watling, viejo pirata endurecido, pero sólido marino, cuyo
nombre ha sido dado al sitio en que Colón pisó por vez primera el
suelo del Nuevo Mundo.

Una de las razones aducidas por la tripulación, al quitarle el


mando a Sharp, era su impiedad. Bajo el nuevo capitán vemos las
cosas cambiadas. El domingo 9 de enero, Ringrose hace en su
diario la siguiente inscripción:

Este día fue el primer domingo que nos hallábamos de común


acuerdo desde la muerte de nuestro valiente jefe, el capitán
Hawkins. Aquel hombre de noble carácter tiraba al mar los dados
cuando veía que los usaban en día como éste.

El propio señor Ringrose parece haber sido acometido por


aquella ola de religioso fervor; pues se escurrió a tierra y allí
grabó con su navaja una cruz y sus iniciales en el tronco de un
árbol. Mas a despecho de sus buenas intenciones, el capitán
Watling no trajo suerte a la expedición: obedeciendo su consejo,
los bucaneros volvieron a Arica, atacaron y fueron rechazados en
condiciones desastrosas. El nuevo comandante recibió una bala
que, le destrozó el hígado; herida de la que murió poco después.
Muchos otros piratas habían caído durante el asalto.

Derrotados y debilitados, con gran número de heridos,


los vagabundos del mar apenas habían arrancado sus canoas de
la playa, cuando aparecieron los caballeros españoles. Por
desgracia, los tres cirujanos se habían emborrachado hasta el
punto de no poder correr hasta los botes, de modo que fueron
hechos prisioneros.

Fue una asamblea de bucaneros harto tristes y humillados la que


se presentó entonces ante el capitán Sharp, suplicándole que
reasumiera el mando. En un principio el ofendido marino se negó
rotundamente; pero ante la insistencia de la tripulación, nuestro
buen comandante aceptó.
La mayor parte del mes de mayo se dedicó a duros trabajos;
tratábase de adaptar la construcción de la Santísima Trinidad a
las condiciones del viaje por el Cabo de Hornos. Se quitó el
puente superior, se acortaron los palos y el bauprés, y se
pusieron en perfecto estado el aparejo y el velamen. Se les dió a
los prisioneros españoles una pequeña embarcación para que
pudieran volver a casa, y sólo se conservaron a bordo algunos
negros e indios necesarios para el servicio. Desde aquel
momento, el diario de Ringrose contiene apenas más que la
anotación cotidiana de la latitud y longitud, así como
indicaciones sobre la dirección y fuerza del viento; excepto en las
ocasiones en que los bucaneros tuvieron la suerte de hacerse de
alguna presa.

Tal fue el caso el 1° de julio, cuando vieron una vela e


inmediatamente le dieron caza. Al alcanzarla hacia las ocho de la
noche, descubrieron que era el San Pedro, barco que ya habían
saqueado un año antes. Esta vez encontraron a su bordo veintiún
mil duros cerrados en arcas de roble, y dieciséis mil guardados
en costales, más cierta cantidad de plata. Una semana después,
los piratas capturaron un barco de adviso o correo, a cuyo bordo
navegaban tres pasajeros, un fraile y dos mujeres blancas. El
señor Ringrose no nos habla de la suerte reservada a estas
últimas.

Al día siguiente mismo, tropezaron con un gran navío español,


que al principio tomaron por un buque de guerra, enviado en su
persecución. Al disparar sobre él una salva con sus pequeñas
piezas de artillería, tuvieron la suerte de matar al capitán,
accidente que condujo a la rendición del barco. Resultó ser
el Santo Rosarioy llevaba en su bodega mucha plata y piezas
acuñadas, así como seiscientas barricas de aguardiente; estas
últimas constituían sin duda un hallazgo en extremo bienvenido a
los marinos ingleses. También fue capturada la mujer más
hermosa que me ha sido dado ver en el mar del Sur. Pero el señor
Ringrose nada añade a esta observación.

Al proceder a una selección del cargamento del Santo Rosario,


les ocurrió a los bucaneros un trágico error. Habiendo
encontrado en la bodega cientos de galápagos de cierto metal, lo
habían tomado por estaño y no concediéndole valor alguno, lo
habían tirado al mar. Uno de los marinos, sin embargo, conservó
uno solo con la intención de utilizarlo para fundir balas, y cuando
regresó a Inglaterra, supo por boca de un joyero que era dueño
de un lingote de plata pura. Un cálculo hecho reveló que el valor
de la plata tirada al mar por los ignorantes bucaneros pasaba de
ciento cincuenta mil libras.

Todos los cautivos, incluyendo probablemente a la hermosa


mujer, fueron trasladados a bordo del Santo Rosario, uno de
cuyos árboles había sido ciado, impidiéndose así que el barco
llegase demasiado pronto a algún puerto para dar la alarma;
tomada esta precaución, se les dejó a los prisioneros libres de
dirigirse hacia donde quisieran o pudieran.

La visita siguiente de los bucaneros tuvo por objeto cazar cabras


en la isla de Plata; mas estos astutos animales tienen buena
memoria y, por consiguiente, no se dejaron prender. Pero aun
haciendo a un lado la decepción causada por la conducta de la
especie cabruna, la visita a aquella isla no fue un acontecimiento
feliz. Escribe el señor Ringrose: Fue allí donde nuestro maestre y
yo nos batimos en duelo en la playa. Pero una vez más el
narrador excita inútilmente nuestra curiosidad olvidando
mencionar el desenlace del asunto, distraído tal vez por la
subsiguiente confusión, pues en, la noche de aquel día nuestros
esclavos se confabularon con el propósito de degollarnos a
todos, sin dar cuartel a nadie, mientras nos entregásemos al
sueño.

El sueño de los bucaneros parece que fue profundo, pues


Ringrose añade: Se daban cuenta de que aquella noche les
proporcionaba la mejor oportunidad, puesto que todos nos
hallamos llenos de bebida, debido quizás al aguardiente
descubierto en la bodega del Santo Rosario. Por fortuna, el impío
del Capitán Sharp había permanecido sobrio y así se percató a
tiempo del complot. El instigador del que sospechó, un indio de
nombre Santiago, capturado en Iquique, se arrojó de pronto al
mar y se puso a nadar vigorosamente; pero fue muerto a manos
de nuestro capitán y castigado así por su traición. Luego todo se
arregló de manera amigable: Los demás le echaron la culpa a
aquel esclavo y aceptamos la excusa, pues no sentíamos ganas
de llevar la investigación más lejos y, ¿quién dudará de
ello?, estábamos demasiado contentos de poder continuar
nuestro sueño.

Después de aquel episodio, los bucaneros navegaron


directamente, sin distracción alguna, hacia Cabo de Hornos. Se
hallaban ya bastante cerca del temible paso, cuando casi se
estrellaron contra un arrecife y sólo se lo debieron a la gran
misericordia de Dios que no había dejado de asistirnos en aquel
viaje, el que escapasen a la muerte. Capturaron a un joven nativo
de Tierra del Fuego, el cual salió a su encuentro en una canoa,
enseñándoles una tea ardiente. El hombre y la mujer que le
acompañaban, saltaron al agua. Al perseguirles, nuestros
hombres mataron al várón, por accidente, pero la hembra se
salvó. El mozo, un gran diablo de unos diciocho años, tenía una
cara de pocos amigos y ojos bizcos. El señor Ringrose concluyó
de su aspecto que debía ser antropófago.

Cuando la Santísima Trinidad llegó a la vista del cabo, el tiempo


empeoró; fuertes ráfagas y borrascas de nieve asaltaron el barco
y lo rechazaron lejos hacia el sur. No encontramos nada digno de
ser señalado hasta el 7 de diciembre, fecha en que el señor
Ringrose anota:

Hoy nuestro digno comandante, el capitán Sharp, parece que


recibió información de que nuestra compañía, o al menos una
parte de ella, se proponía matarlo, aprovechando que había fijado
desde hace tiempo esta fecha para celebrar una fiesta. Enterado
del plan, hizo distribuir vino, pues daba por seguro que los
hombres no harían tal cosa sino en ayunas.

Observación muy conmovedora, pero poco lógica. El señor


Ringrose tal vez haya redactado su nota después de haber
recibido su parte de vino, que fue generosa; tres grandes jarros.

A continuación, les sorprendió un tiempo nublado, de violentas


ráfagas. El 19 de diciembre, nuestro cirujano cortó un pie a un
negro, por tenerlo helado. Al día siguiente, el pobre Beafaro
murió y con él otro negro.

El día de Navidad parece que transcurrió apacible:

El día de hoy siendo el del nacimiento de nuestro Señor,


matamos anoche una cerda, para celebrar la gran solemnidad. La
habíamos traído del golfo de Nicoya cuando no era más que un
lechón de tres semanas apenas, y ahora pesaba cerca de noventa
libras. La carne de esta marrana constituyó nuestra cena de
Nochebuena y era la única que habíamos comido desde que
dejamos regresar nuestras presas a los trópicos.

Tras terribles trabajos, los bucaneros doblaron Cabo de Hornos,


remontaron el Atlántico del Sur y al fin, el 28 de enero, llegaron a
la vista de la Barbada. El bienvenido panorama les fue estropeado
por la presencia de una de las fragatas de Su Majestad,
el Richmond, por lo cual decidieron largarse sin pérdida de
tiempo.

Pese a su desengaño, el señor Ringrose exclama: Me es difícil


describir aquí la infinita alegría que se apoderó de nosotros aquel
día a la vista de nuestros compatriotas. Por desgracia, los
compatriotas no compartían su emoción.

Ahora todas las querellas y malas inteligencias estaban olvidadas


a bordo de la Santísima Trinidad. Los bucaneros pusieron en
libertad a un zapatero negro, como recompensa de los servicios
profesionales prestados a la tripulación durante la
travesía. Obsequiamos también a nuestro buen jefe, el capitán
Sharp, un joven mulato, regalo consentido libremente por toda la
comunidad, en testimonio del respeto que nos había inspirado a
todos la seguridad con la que el capitán nos condujera a través
de tantas peligrosas aventuras. A continuación, se procedió al
reparto del botín que aún no había sido distribuído; operación
que produjo veinticuatro libras por cabeza.

El 30 de enero, los bucaneros llegaron a Antigoa; pero sus


pruebas todavía no habían tocado a su fin. Una canoa enviada a
tierra, para comprar tabaco y pedir permiso de entrar en el puerto,
se encontró con una rotunda negativa por parte del gobernador,
aunque la sociedad de la plaza y el pueblo no hubieran deseado
onca cosa que acogernos.

La única solución que les quedaba a los cansados viajeros era


bajar a tierra en Nevis, donde obtuvieron permiso de
desembarcar. Allí el grupo se dispersó. Muchos de los tripulantes
habían perdido todo el botín en el juego. Así pues se decidió
regalarles el barco, en tanto que los provistos de dinero se fueron
cada uno por su lado. El señor Ringrose y otros trece miembros
del grupo tomaron pasaje a bordo del Lisbon Merchant,
conducido por el capitán Robert Porteen, y llegaron sin incidente
a Dartmouth el 26 de marzo de 1682. En cuanto al arrogante y
gallardo capitán Sharp y su primer piloto John Cox, regresaron
también a Inglaterra, con la intención según dice Cox en su
diario, de informar al Rey de sus descubrimientos; pero en
realidad para verse metidos en chirona a consecuencia de una
queja del embajador de España. Fueron enjuiciados, en efecto,
bajo acusación de piratería; pero salieron absueltos, ya que
naturalmente no se había presentado ningún testigo directo.
Al dejar Puerto Real de ofrecer hospitalaria acogida a los
bucaneros, los aventureros de las islas tuvieron que buscar otras
plazas para vender el botín y reparar las averías. Después de
Jamaica, no había sitio más propicio que las Bahamas. Este
grupo de islas de todas las formas y todas las dimensiones,
ocupa una posición de primer orden en cuanto a empresas de
piratería, y dió la casualidad que poseyera un gobernador en
extremo indulgente en la persona del señor Robert Clarke, el cual
tenía su palacio en la isla de la Nueva Providencia. El gobernador
Clarke se encontraba siempre dispuesto a conferir -a cambio de
recompensas- comisiones a los piratas desocupados. Más de un
bucanero que no quería o no osaba hacer acto de sumisión en
Jamaica, conducía su barco a la Nueva Providencia y allí se
procuraba una carta de contramarca que le permitía vengarse de
los daños reales, o, en los más de los casos, imaginarios, que le
habían infligido los españoles.

Si se quiere dar crédito a Dampier, ciertos gobernadores, entre


otros el de Petit Guaves, en La Española, solían extender las
comisiones en blanco, y los propios capitanes piratas las
llenaban luego a su antojo. También afirma Dampier que muchas
de las comisiones franCe6as sólo concedían al portador el
permiso de pesca y de caza.

Ha quedado establecido de manera manifiesta que tal filibustero


que robaba mercantes españoles, saqueaba iglesias y quemaba
ciudades, se valía de una comisión extendida por el gobernador
de una isla danesa, él mismo antiguo pirata. El precioso
documento, concebido en floridos párrafos y adornado con un
sello de aspecto impresionante, estaba escrito en lengua danesa.
En una ocasión, alguien que entendía este idioma, tuvo la
oportunidad o la curiosidad de traducirlo y entonces descubrir
que el único derecho que confería al detentador era el de cazar
cabras y puercos en la isla.

Otros nidos piratas brotaron particularmente en las Carolinas y


en Nueva Inglaterra, donde los corsarios estaban siempre
seguros de ser bien acogidos y de sacar un buen precio por su
botín. Michel Landresson, alias Breha, pirata que devastaba
durante mucho tiempo las costas de Jamaica, solía presentarse
en Boston para vender el producto de sus robos: oro, plata, joyas
y cacao a los píos mercaderes de Nueva Inglaterra, que se
estimaban afortunados de poder enriquecerse con un comercio
tan fácil y que le abastecían gustosos de cuanto necesitaba para
la incursión siguiente. Breha prosperó durante varios años, hasta
1686, cuando tuvo la mala suerte de caer en manos de los
españoles, los cuales le ahorcaron junto con algunos
compañeros suyos.

Encontrábanse al servicio de los bucaneros los oficios y tipos


humanos más diversos: médicos, exploradores, criminales, y
desarraigados, que habían poseído en otros días grandes
fortunas y altos títulos. Nadie parecía fuera de su lugar en esta
extraña compañía. El más extraordinario de todos tal vez fuera el
futuro arzobispo de York, Lancelot Blackburne.

Sus enemigos, -pues tuvo en el curso de su larga vida tantos


enemigos como buenos amigos-, decían que el recién ordenado
graduado de Christ Church había corrido, en 1681-1682, el
continente español y las Antillas como miembro de la Hermandad
de la Costa. Lo cierto es que fue a las Antillas en 1681 y que a su
regreso a Inglaterra recibió la suma de veinte libras a título
de servicios secretos.

Una de las historias que de él circulaban cuenta que cierto día


volvió a Inglaterra un bucanero y preguntó qué había sido de su
viejo compinche Blackburne. Recibió entonces la respuesta que
era arzobispo de York. Horace Walpole creía, o aparentaba creer,
que Blackburne había sido bucanero, cuando escribía sobre el
viejo diablo de arzobispo de York que tenía modales de hombre
distinguido no obstante haber sido bucanero y ser clérigo. Pero
de hecho nada le había quedado de su primer oficio, como no
fuese su serrallo.

Hace poco, se hizo donación a Christ Church de la espada de


Blackburne. Esta reliquia es considerada como objeto interesante
aunque sujeto a desconfianza, pues le acompaña una tradición
que dice que la desgracia se abatirá sobre áquel que saque la
espada de su vaina, y creo saber que hasta hoy día ningún
miembro de aquella antiquísima y docta cofradía ha querido
correr el riesgo.

De cualquier modo y de ser exactas más informaciones, no es


costumbre que un arzobispo, ni tampoco un obispo, lleve espada;
lo cual permite la conclusión de que la conservada en Christ
Church debe haber sido manejada por su clerical propietario en el
continente español.

Permítaseme la audacia de repetir una historia atribuída al actual


arzobispo de Canterbury que fue en otro tiempo arzobispo de
York. Dice la anécdota que el arzobispo Blackburne tenía por
escanciador al famoso salteador de caminos Dick Turpin, y que
los vecinos no tardaron en descubrir que todas las noches en
que el prelado y su escanciador salían de Bishopsthorpe, era
detenida y robada la diligencia del Norte.

A quienes no hayan estudiado de cerca eSe género de


cuestiones, debe parecer grotesco e increíble el que un antiguo
pirata o bucanero pueda llegar alguna vez a una posición tan
elevada y en un gremio por demás venerable, como han sido los
asumidos por Lancelot Blackburne. Pero se conocen otros casos,
más seguros, por ejemplo el del salteador de caminos John
Popham, el cual llegó a ser Lord Chief Justice, o sea, presidente
del tribunal supremo, bajo Jacobo II. El antiguo bandolero ejerció
esta función durante quince años, adquiriendo una reputación de
extrema severidad, sobre todo frente a los prisioneros acusados
de asaltar a mano armada, los cuales tenían escasas perspectivas
de ser absueltos al parecer ante Popham.

Cierta historia debida a la pluma del padre Labat, jesuíta que es


autoridad en la descripción de la vida cotidiana de los bucaneros,
es significativa por la luz que arroja sobre la curiosa tendencia
religiosa, observada a menudo en los más salvajes de aquellos
merodeadores del mar. Volveremos a encontrar este
sorprendente fenómeno en forma imprevista en los retratos de
los piratas del siglo XVIII. Labat, que alcanzó celebridad hacia
fines del siglo XVII, era un sacerdote jovial, que hacía amistades
por doquiera que pasase y en todos los medios sociales.
Abrigaba simpatías entrañables hacia los bucaneros aunque solía
designarlos por el nombre un tanto ambiguo de piratas.

Cuenta aquella historia que el capitán Daniel, conocido pirata,


viéndose escaso de víveres, fondeó cierta noche frente a las
Santas, grupo de pequeñas islas al sur de La Española. Fue
desembarcada una tropa, la cual se apoderó, sin encontrar
resistencia, de la parroquia. El cura y toda su servidumbre fueron
llevados a bordo del barco pirata, mientras cada rincón de su
casa se registraba en busca de vino, aguardiente y gallinas.
Durante esta operación se le ocurrió al capitán Daniel que el
tiempo estaría bien empleado diciendo misa a bordo en provecho
espiritual de la tripulación. El pobre sacerdote no osó rehusar, de
suerte que mandaron a buscar los receptáculos sagrados y se
improvisó un altar en la toldilla, debajo de una tienda. El principio
de la misa fue saludado por una descarga de los cañones; otras
salvas resonaron al Sanctus, a la Elevación, a la Bendición, y,
finalmente, al Exaudiat antes de concluir el servicio con una
oración por el rey. Y ¡Viva el Rey!", gritado por los bucaneros
congregados.

Un desgraciado incidente oscureció un poco la serenidad de la


ceremonia. Durante la Elevación, uno de los piratas adoptó una
actitud inconveniente y, reprendido con aspereza por el capitán,
contestó con una abominable blasfemia. Entonces, rápido como
un relámpago, Daniel sacó la pistola y le rompió el cráneo,
jurando por Dios hacer lo mismo con cualesquiera que faltase de
respeto al sagrado Sacrificio.

El tiro había sido disparado muy cerca del sacerdote que


naturalmente se mostró muy alarmado; pero el capitán,
volviéndose hacia él, le dijo:

- No es nada, padre. Un bribón que acaba de faltar a su deber y al


que castigué para reprenderle.

He aquí -anota Labat- un método eficaz para impedir que vuelva a


repetir su falta.

Terminada la misa, el cuerpo del difunto fue arrojado al mar, y el


sacerdote se vió recompensado por su sermón con varios
obsequios, entre los cuales figuraba un esclavo negro.

La última aparición de los bucaneros se produjo en 1697,


coincidiendo con el estado de guerra entre Francia, por un lado, e
Inglaterra y España, por otro. El señor de Pointis, Jean Bemard
Desjeans, había sido enviado por el rey de Francia a la cabeza de
una poderosa flota, con la misión de atacar Cartagena, en
Colombia. El señor Ducasse, gobernador del puerto francés de La
Española, amigo y soporte de los bucaneros, recibió orden de
llamar a todos os flhbusteros a combatir bajo el mando de De
Pointis.

El 18 de marzo, las flotas combinadas del rey y de los bucaneros


salieron de Cabo Tiburón, y el día 13 del mes siguiente echaron
ancla a dos millas al Este de Cartagena. El contingente bucanero,
fuerte de seiscientos cincuenta hombres, era capitaneado por
Ducasse; pues se había negado a servir bajo el mando del altivo
De Pointis, el cual no hacía el menor esfuerzo para ocultar el
desprecio que le inspiraban sus aliados.
Después de un cañoneo de dos semanas, la ciudad se rindió. Fue
inmenso el tesoro que cayó en manos de los vencedores: al decir
de algunos, su valor ascendía a veinte millones de esterlinas. Al
día siguiente de la victoria, resurgieron los conflictos entre De
Pointis y los bucaneros. El primero se negaba obstinadamente a
conceder a sus compañeros de armas más que la pequeña parte
del botín otorgada a las tropas reales, en tanto que los bucaneros
exigían que el producto total del saqueo fuese repartido a partes
iguales entre todos los combatientes, tal como había sido
costumbre en todo tiempo.

Al fin, tras mucho regateos, De Pointis aceptó ceder cuarenta mil


coronas a los bucaneros, los cuales, sin la intervención de
Ducasse, habrían acabado por amotinaorse. Allanado el litigio, el
almirante francés reembarcó sus tropas y se apresuró a regresar
a Francia, feliz de alejarse de los turbulentos y revoltosos
bucaneros y ansioso, también, de escapar a la flota inglesa que,
según sabía, se aprestaba a cercarle en aquellos parajes.

Los bucaneros salieron también, aparentando hacer rumbo a la


Española. En el camino, sin embargo, decidieron volverse atrás,
con la intención de resarcirse de la forma mezquina en que
habían sido tratados al repartirse el botín.

Ducasse, el único hombre qUe ejercía alguna influencia sobre los


rudos marinos, se hallaba demasiado enfermo para protestar, y
sus oficiales no eran escuchados. Al cabo de pocos días, los
bucaneros estaban de nuevo en Cartagena. Durante cuatro días,
no hubo más que saqueos y torturas, expropiando a los
desgraciados habitantes los últimos objetos de valor y
despojando las iglesias y abadías de todo el oro y la plata por
valor de algunos millones más. Provistos de tal viático, los
piratas emprendieron el camino de su vieja madriguera, la isla de
la Vaca, para hacer allí el reparto del botín. Mas el castigo los
alcanzó bajo la forma de una flota combinada anglo española. De
los nueve buques bucaneros, los dos que transportaban la mayor
parte de los tesoros, fueron capturados, y otros dos encallaron
sobre la costa. El resto se salvó penosamente, refugiándose en la
Española.

Ducasse envió una misión a la corte de Francia para protestar


contra los malos tratos de que él y los bucaneros habían sido
objeto por parte del señor de Pointis, pidiendo su revocación.
Deseoso de restablecer la paz, el rey lo elevó a caballero y le
envió un millón cuatrocientos mil francos con instrucción de
repartirlos entre los bucaneros. Huelga decir que la parte leonina
de esta suma no llegó nunca a posesión de estos últimos, pues
había pasado por demasiadas manos.

La toma de Cartagena en 1696 marca el punto final de la historia


de los bucaneros.

Su gran importancia histórica -escribe David Hannay- reside en el


hecho de que abrieron los ojos al mundo, y particularmente a las
naciones que los han visto nacer, sobre la naturaleza del sistema
de gobierno y el comercio hispanoamericano, poniendo al
desnudo el estado podrido del primero y revelando las
posibilidades que abriría el segundo en otras manos. Fue, entre
otras causas, la aparición de los bucaneros la que hizo nacer las
posesiones holandesas, inglesas y francesas en las Antillas

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