Dulce María Loynaz - Fe de Vida

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Dulce María Loynaz

Premio Nacional de Literatura 1987


Premio Cervantes 1992

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LETRAS CUBANAS
Dulce María Loynaz

CIRC.UL^*TI

EDITORIAL LETRAS CUBANAS,


LA HABANA, CUBA
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Primera edición, 1995 Y.

Edición: Ana Victoria Fon


Diseño de cubierta: Alfredo Montoto Sánchez
Corrección: Antonio Armenteros y Alicia Díaz
Composición / Tatiana Sapríkina

© Centro de Promoción y Desarollo de la Literatura


"Hermanos Loynaz", 1995
© Sobre la presente edición:
Editorial Letras Cubanas, 2000

ISBN 959-10-0538-5

Instituto Cubano del Libro


Editorial Letras Cubanas
Palacio del Segundo Cabo
O'Reilly 4, esquina a Tacón
La Habana, Cuba
Dedico este libro a Aldo Martínez Malo.
í Él lo hizo posible.
D.M.L.

/
•>•

NOTA NECESARIA

Cuando terminé de escribir estas páginas, expresé a Aldo Martínez Malo


mi deseo de que sólo se conocieran cuando yo hubiera cumplido noventa
años o después de mi muerte. Cumplida una de las condiciones expuestas,
accedo a la solicitud de publicarlas.
Por aquella época, pensaba que solamente me quedaba por sentir una
emoción: la de la muerte. Estaba equivocada porque la vida me depararía
nuevas sorpresas.
Así, constituyen motivos de alegría la acogida que los lectores han dado
a mis libros al publicarse por primera vez en nuestro país, y también las
demostraciones de respeto y cariño cuando se me ha conferido un premio,
ya sea en Cuba o en España, mi segunda patria.
Yhan sido estas demostraciones afectuosas las que me hicieron pensar
en modificar ciertos pasajes del libro, que fueron escritos cuando aún no
había sentido la emoción de percibir el testimonio de interés y aprecio de
los lectores cubanos.
Por eso, debo decir que he destinado el último esfuerzo de mi pluma a
esos seres, de los que ahora sí sé que puedo esperar algo.
No quiero terminar estas breves líneas sin antes agradecer a Ana
Victoria el amor con que una vez más revisó otro de mis libros.

D.M.t.

Agosto de 1993

7
INTRODUCCIÓN

Urgida por la necesidad de hablar del hombre que fue mi esposo, necesidad
que ahora me plantean y comprendo, lo primero que se me ocurre decir,
es cuan poco conocido fue este hombre que fue, sin embargo y paradóji-
camente, uno de los hombres más conocidos en su ámbito y su época.
Lejos de mí la pretensión de presentarlo como un héroe; de haberlo sido
creo que no me hubiera casado con él, porque es fama que los héroes, como
los genios, resultan casi siempre insoportables en la vida doméstica.
Él era simplemente un común ser humano, pero de una humanidad cálida,
vibrante,ricaen matices y enciertomodo fascinadora. Bajorasgos corrientes,
expresiones corrientes y actitudes corrientes, mantenía, no sé cómo, una
personalidad inconfundible, y no sólo la mantenía sino que la imponía
—también en cierto modo— a los demás.
Muchos defectos y virtudes se le atribuyeron, a veces verdaderos, a
veces falsos, y a juzgar por las furias y envidias que suscitó y por las pocas
gratitudes que recogió, aquéllos debieron de ser máximos y aquestas
debieron de ser mínimas; pero ni aun reuniendo unos y otras y entresacan-
do nada más lo indubitablemente genuino, podría lograrse una imagen real
de su persona, que nadie conoció ni entendió más que yo.
Yo tuve todas las cartas en la mano y pude sacar conclusiones: Puedo
incluso poner mi vida por apuesta y ganar.
No era fácil el juego —vamos a llamarlo así— porque este hombre
típicamente extrovertido, pleno de vitalidad, que parecía dispuesto a
volcarla sobre los demás, tenía, al mismo tiempo, extrañas y súbitas
reservas, lagunas imprevisibles, y era capaz de mantenerlas durante años
aun delante de sus seres más allegados.
No era, sin embargo, dado al disimulo ni al fingimiento, por lo que
muchos creían leer en él como en un libro abierto; pero la lectura solía

9
confundirles desde la primera hoja, y entonces la interpretaba cada cual
a su manera, y es que él estaba hecho de cualidades disímiles y hasta
contradictorias muchas veces. Podía aparecer vulgar, y lo era en más de
un aspecto, en más de alguna de las actitudes que se vio obligado a tomar
en su nada fácil existencia.
Podía serlo, sí, como no tengo reparos en reconocer, y podía, al mismo
tiempo, atesorar —alma adentro—• insospechadas ternuras, delicadezas
propias de un poeta romántico.
Era firme en los afectos y en los odios, porque también sabía odiar, y
sólo perdonaba, como algunos animales nobles de la selva, al enemigo
caído.
De esto dio pruebas en varias ocasiones, como aquélla en que sabiendo
viejo, enfermo y en la ruina, a uno de los que más lo habían combatido en
su carrera, le enviaba todos los meses las vituallas necesarias para su
sustento: «para que no muriese en la miseria —decía a guisa de explica-
ción—, quien una vez había ejercido igual profesión que la suya».
Como se ve, era también orgulloso, y no quería que pareciese debilidad
aquel dejarse ablandar por una compasión que seguía estimando inmere-
cida.
Si no directamente, indirectamente se me ha insinuado con frecuencia
que resultaba inexplicable su unión conmigo, no sólo por la disparidad de
caracteres, sino también porque él no era hombre inteligente o, al menos,
no lo era tanto como yo.
A la disparidad de caracteres, nada tengo que objetar. Así era, en efecto,
aunque ello no estorbó para que nuestra unión fuera una unión feliz. Lo fue
hasta el instante en que el exilio le puso abrupto fin.
En cuanto a la inteligencia, confieso que no debo de ser muy diestra en
calibrar capacidades cerebrales, y si éstas se miden por su proyección en
la vida, sólo puedo decir que he conocido —y muy cerca de mí— criaturas
dotadas en alto grado de cualidades intelectuales o que por lo menos en
ese concepto se las tenía, y sin embargo no han hecho en el mundo nada
digno de esas dotes, sino que si alguna huella han dejado de su paso por
él, sólo ha sido la de la ola sobre la arena: sal.
Yo misma, ¿qué soy?; ¿qué represento en esta hora? Sólo lo que él quiso
que fuera. Pasé como una estrella fugaz en la noche, y mi carrera duró lo
que duró la mano que me impulsaba.
¿Que podía haber brillado con luz propia? Puede que sí. Es probable que
sí. Pero me faltaban las cualidades de carácter, de ambiente, de experiencia,
bien asimiladas, que en cambio abundaban en él.

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Tal vez, la inteligencia por sí sola no actúa, le falta un ingrediente capaz
de ponerla de manifiesto, necesita ese complemento que es también
facultad del cerebro, para existir como tal o, por lo menos, para hacer
valer su presencia. De todos modos nunca lo sabremos, o lo sabremos
después del año 2000, así que no vale la pena discutirlo.
Él siempre me consideró en poco —o en mucho— su obra, y por eso los
que creían mortificarlo comparándonos a los dos se llevaban el gran chasco:
era demasiado generoso para sentir envidia de nadie y hasta demasiado
satisfecho de sí mismo para admitir que le faltaba algo.
En cuanto a mí, era su hechura. ¿Y cabe pensar que Pigmalión tuviera
envidia de su Galatea o Leonardo, de su Gioconda?
Hemos hablado de cualidades del intelecto y, luego, de cualidades del
carácter, y no hay duda de que en el caso de Pablo, estas últimas fueron
principalmente las que lo llevaron a triunfar en la vida. Principalmente, pero
no únicamente. Únicamente no hubieran podido.
Para que hablando de él pueda emplear la palabra triunfo, que tan
legítimamente le corresponde, tendría que empezar por explicar a los que
nacieron después de su desaparición, lo que era el campo de sus luchas,
la liza, la arena, el circo, como quiera llamársele, pero de todos modos una
tradicional institución donde él triunfó.
Todavía se la trae y se la lleva de un lado a otro muchas veces, y en
ciertos aspectos se la imita, aunque para nombrarla se empleen siempre
los más denigrantes epítetos.
No sé por qué, y no lo sé por más de una razón que me hace ver la
sinrazón del hecho. Digamos primero que los que así se expresan, parecen
ignorar que plumas muy prestigiosas, guardadas ya en nuestro acervo
cultural, no desdeñaron el cultivo del género.
Aniceto Valdivia, el conde Kostia; los hermanos Pichardo, Julián del
Casal, uno de los precursores del modernismo; Enrique Hernández
Mij ares, autor del famoso soneto «La más fermosa», y hasta el mismo José
Martí, cultivaron en su tiempo, más o menos regularmente, la crónica
social.
Aniceto Valdivia espigaba en muchos campos, pues su espíritu inquie-
to no se avenía al rigor de un solo tema, pero entre la diversidad de los que
le atraían, estaba el de la crónica de salones; las suyas, con las de
Fontanills, eran de las más leídas en los dorados años que precedieron a
la Primera Guerra Mundial.
La dedicada a una ceremonia nupcial que enlazó a dos muy conocidas
familias habaneras, y para la cual vaciaron sus arcas llenas de preciosi-
dades los establecimientos suntuarios de la ciudad, le valió una emocio-

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nada carta de la novia, donde le decía que conservaría esa página como
el mejor regalo de su boda.
Otra de sus crónicas, la concerniente a la presentación en sociedad de
las hijas de Regino Truffm —cuando ellas no existen ya— es recordada
todavía por ancianas que fueron entonces sus jóvenes amigas. A una de
ellas debo la lectura de esa página que casi se deshizo entre mis dedos.
¿Quién de nuestra generación no oyó hablar del Bal Watteau celebrado
con tal motivo en Villa Mina, cuyos espléndidos jardines ocupa hoy el
cabaret Tropicana? Fue fiesta de las que hacen eco, como decían los
cronistas de entonces.
José Antonio Portuondo, sagaz investigador y fino espíritu, de insos-
pechable filiación marxista, lamenta que Julián del Casal interrumpiera
la sucesión de sus crónicas aparecidas bajo el epígrafe de «La Sociedad
de La Habana», porque ellas hubieran servido de «consulta indispensable
para conocer el rico pasado de la historia social, porque ya lo son los
capítulos incompletos que nos dejara en las páginas olvidadas de La
Habana Elegante».
Pudiera seguir presentando ejemplos tan elocuentes como los que dejo
apuntados, pero voy a concretarme al de José Martí, ya que de su
infalibilidad total se tiene, entre nosotros y más allá de nosotros, el mismo
concepto que abriga la Iglesia Católica acerca de la infalibilidad del Papa.
Nuestro Apóstol, según puede verse en la página 100 del tomo 28 de
sus Obras completas, editado recientemente bajo el rótulo de nuevos
materiales, tiene a bien hacer allí la reseña de lo que pudo llamarse luego
un «Cocktail diplomático», pero que el autor, purista del lenguaje, titula
simplemente «Una tertulia elegante».
En esta crónica nos habla él, de la que tuvo efecto en la Legación de
Guatemala en México, y hasta se detiene a describir los traj es de algunas de
las damas asistentes al acto. Nos dice, por ejemplo, que la señora de Uriarte
—la ministra anfitriona— «llevaba un vestido primoroso de gros color de
rosa, adornado con blondas blancas, y que llamó justamente la atención por
su gracia y suprema elegancia».
Continúa diciendo que «entre algunas de las damas que asistieron a la
tertulia, recordamos a la señora princesa de Iturbide, que vestía una faya
verde luz con encajes negros» (no parece que su pluma se haya detenido
horrorizada al tropezarse con una princesa; por el contrario, como el serlo
no le impide ser señora, antepone todavía este título al título nobiliario).
Por él mismo nos enteramos de que esa noche «la señora de Muruaga»
(ese apellido habría de tener después triste repercusión en su memoria)

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«llevaba un elegante traje de raso blanco con encajes de Chantilly negro,
revelando, desde luego, la hábil confección de una modista parisiense».
Al referirse a la joven hija de dicha señora, comenta que «hacía su
entrée dans le monde con un correcto traje de faya azul con gasa blanca
y galones de oro».
No se olvida de informarnos que «se sirvió una excelente cena, y que
a las cuatro de la mañana todavía se escuchaban las notas de dos músicos
que amenizaban la tertulia».
Muestra de este estilo tenemos varias más, pero si queremos proseguir
con este repaso marciano o martiense, vamos a entresacar dentro del
marco de celebraciones familiares, una que lo fue en tono mayor;
volviendo las hoj as del dicho tomo hacia atrás, en la no.39 nos encontra-
mos con la «Fiesta en Tultepec», que no es otra cosa que una crónica social
dedicada a un potentado, el señor Sánchez Solís, que de una cuna
ciertamente humilde supo elevarse a «Padre de Pueblos», según dicho del
propio cronista. Tultepec es uno de ellos, esto es, uno de los pueblos que
se han desarrollado bajo su égida benefactora, y «tocábale en turno este
año, celebrar el nacimiento de su hermano y protector».
Como se ve, algo semej ante a lo que ocurría aquí y en todas partes, con
muchos industriales, terratenientes, comerciantes, que partiendo de una
posición modesta, pasaban con el tiempo y el esfuerzo propio a la
categoría de magnates.
Una vez alcanzada esta meta, no les era difícil mostrarse generosos con
gente humilde que les recordaba sus inicios, y que en muchos casos habían
colaborado al éxito de sus empresas. Pero aun suponiéndoles carentes de
esos naturales sentimientos, bien sabemos como es grato a los poderosos
el incienso de las clases populares, y qué bien ayuda este incienso a
mantener sus posiciones. Que en alguna ocasión el éxito no era ajeno al
abuso del más fuerte es cosa también ya sabida, que algunas veces la ley
de la selva pasa a ser la ley de la ciudad. Pero no eran los cronistas de
salones los llamados a enjuiciarla conducta moral de las personas que sólo
en relación con sucesos superficiales se nombraban.
Desde luego, Martí supone en su opulento señor Sánchez Solís virtudes
humanas y cristianas que no tengo por qué poner en duda. Háganlo los
afiliados al dogma de que la propiedad es un robo. Sea como fuere, la
concurrencia o no concurrencia de tales virtudes, no afecta el hecho de que
se trata: esto es, la aparición en letra de imprenta de un evento festivo —
o luctuoso— de carácter particular, supuestamente habido en casa
importante y trasladado como noticia de interés a un periódico con miras
al gran público.

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De que el público, grande o pequeño, leía con interés estas reseñas, es
cosa en la cual tampoco debe sustentarse duda alguna. Prueba de ello fue
el buen siglo que se prolongaron. No recuerdo en ningún diario una
sección que haya alcanzado tan dilatada existencia, salvo, tal vez, las de
anuncios de transacciones comerciales y las de entradas y salidas de los
barcos surtos en puerto, esta última extinguida hace ya mucho tiempo, y
ambas tan insípidas como-la misma crónica social que se comenta.
Ahora bien, lo que yo quisiera saber es cuáles son las verdaderas raíces
de este odio hoy enfocado constantemente sobre algo, si vamos a ver, tan
inocente, tan inocuo como las reseñas de un bautizo, de una boda, o de la
concurrencia a una función de gala.
La crónica social no robó ni quitó nada a nadie, no fomentó vicios ni
motivó penas ni quebrantos.
Si acaso, envidias en los resentidos y acomplejados que siempre
existen, pero frente a esas pequeñas mortificaciones de gentes pequeñas,
¡cuántas inocentes alegrías repartió entre las muchachas que cumplían
quince años, las novias en el día de sus nupcias, los jóvenes padres que
besaban al primer fruto de su unión!
¡ Cómo se guardaban durante años y años aquellos recortes amarillen-
tos donde se daba cuenta del para ellos gran suceso familiar! Y aun los que
permanecían al margen de sus columnas, bien que se entretenían con su
lectura, bien que seguían con el más sano, ingenuo, desprendido interés,
los pasos de sus principales figuras, al extremo de que llegaban a
hacérseles familiares y las veían ya, si no como sus amigos, como sus
conocidos de mucho tiempo atrás.
Hay quien me dice todavía —desde luego, gente entrada en edad
madura—: «Lo primero que yo buscaba en el periódico era la crónica de
su esposo»... O me preguntan cosas como éstas: «¿Qué sería de aquella
j oven que fue reina de belleza? Todavía conservo su retrato con la relación
de su boda»...
Naturalmente, la crónica social en otros órdenes era algo más que eso;
y aunque tenía también, naturalmente, sus fallas y sus flaquezas como
toda institución humana, ninguna otra como ella pudo registrar, día por
día, a lo largo de los años y sólo por aconteceres intrascendentes, el
desenvolvimiento de una sociedad civilizada, sin odios, sin persecuciones,
sin estridencias.
Podía no establecer jerarquías que ya estaban establecidas, pero sí
respetarlas y nunca poner a hermano contra hermano.
Que a fin de cuentas, la crónica social no era un sistema filosófico, ni
un credo político, ni una panacea universal.

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¿Que el lugar común era frecuente allí y el elogio cursi y la palabrería
hueca? Estamos de acuerdo; pero así gustaba a los lectores, y así se les
proporcionaba sus pequeñas dosis de alegría y a otros de entretenimiento.
¿Qué mal había en ello?
Es más, la crónica tenía que ser así, tal como se la escribía, y de ello
pude cerciorarme por mí misma. Recuerdo que en cierta ocasión, recién
casada yo, por el afán de ayudar a mi marido —que por otra parte no
necesitaba de ayuda alguna— intenté introducir en su página determina-
das modificaciones: cambiar aquellos manoseados adjetivos por otros
más originales y discretos, hablar de los adornosfloralescon giros nuevos,
describir el atuendo de una dama eliminando tantos vocablos extranjeros,
innecesarios en un idioma rico como el nuestro.
Protesta general: consternación en todas direcciones. Nadie quería
que se le dijeran cosas distintas a las que se le habían dicho a Fulanita
en circunstancias similares; los modistos alegaban que la palabra
atuendo —que probablemente oían por primera vez— carecía del chic
que llevaba implícito la expresión toilette, y que imprimée no era lo
mismo que estampado; por su parte, los floristas exigían que las descrip-
ciones de sus trabajos —que a veces ocupaban la mitad de la crónica, de
manera que el acto principal quedaba absorbido por el accesorio—
exigían, repito, estos señores, que éstas se reprodujeran literalmente, y
hasta los simples lectores le decían a Pablo, con toda ingenuidad: «Me
gustaba más como usted escribía antes...»
Y lo curioso es que Pablonunca escribió sus crónicas; creo que lo hizo
en sus primeros tiempos de periodista, pero luego delegó esa labor en sus
secretarios. Pero aunque no las escribiera, sabía cómo había que escribir-
las, y cuidaba mucho de que así se hiciera. Me permitió por excepción
intervenir para que comprobara por mí misma lo que ya me había dicho.
Y, en efecto, comprobé que en determinados géneros literarios, un José
Manuel Valdés Cruz podía escribir mejor que yo.
Fue mi primero y... —sinceramente sea dicho— mi primero y último
fracaso de escritora.
¿Cómo se hizo Pablo del muy codiciado título de cronista social? Se ha
dicho que usurpando el puesto a su antecesor. Veamos entonces cómo tuvo
lugar esa usurpación, y poseo la versión del mismo Alfredo Hornedo, dueño
del periódico donde Pablo colaboraba.
El entonces titular de la sección, hombre muy conocido en el mundo
teatral, aunque no en otro, quiso hacer un viaje a Europa y pidió licencia
por tres meses, pues en aquella época sin aviones de pasajeros, era el
mínimum de tiempo necesario para esa excursión.

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Eligió para sustituirlo temporalmente al que le pareció más insignifi-
cante entre los aspirantes a la posición, que era, a su modo de ver, Pablo
Álvarez de Cañas.
Pablo tenía poca experiencia en el mundo periodístico, pero ya bastante
en el mundo social. Esto le valió el poder ofrecer a sus lectores noticias
frescas, a veces mantenidas en discreta reserva; noticias que el otro sólo
les proporcionaba, dicho en el argot de la clase, cuando ya eran «fiambre».
Pronto en su afán de adelantarlas, llegó hasta a saberlas y publicarlas
primero que los antiguos y reverenciados compañeros del oficio.
Todo esto lo iba observando Hornedo, que jamás perdía de vista su
periódico, así que cuando el titular ausente pidió una prórroga de su
licencia, no tuvo empacho en otorgársela.
Pero fue entonces cuando los viejos maestros de la crónica social
pusieron el grito en la bóveda celeste. El otro no les había estorbado en
nada, sus intereses estaban en otra parte, pero este atrevido joven, este
ambicioso advenedizo, significaba una peligrosa competencia que ellos
no estaban dispuestos a tolerar. Escribieron al viajero, conminándole a
hacer pronto sus maletas de regreso. Mientras, por otra parte, llovían
sobre la dirección del diario anónimos en los que se decían del novel
cronista, las cosas más horribles que el papel pueda soportar. Ynos consta
que lo soporta todo.
Como es de suponer, el otro vino a escape, que si bien se consideraba con
dotes superiores a las propias de aquella profesión, tampoco eran de
despreciar sus posibilidades. Pero ya no era Pablo, sino Hornedo, muy
atento a su negocio, el que iba a decidir la cuestión.
La circulación del periódico había aumentado visiblemente; los
anunciantes pagaban más si su propaganda aparecía al lado de la crónica
social, y sobre todo, como le oí contar muy ocurrentemente a Hornedo en
persona, «lo que más influyó en mi decisión fue esa lluvia de insultos: me
dije, un hombre al que sus competidores temen a tal extremo, debe de ser
sin duda porque los aventaja a todos en su oficio. Yo no sabía nada de
crónicas ni sabía nada de aquel muchacho, pero el revuelo levantado por
su sola presencia, me hizo ver en él la promesa de un hombre importante,
porque sólo a los importantes se les discute. Y eso era lo que a mí me
interesaba».
Fue, pues, de esa manera, como indemnizó en lo que correspondía a su
antiguo cronista, y se quedó con Pablo.
—Como tú comprenderás —me decía él más tarde—, yo no era un
caballero andante dispuesto a detenerme y examinar con todo escrúpulo
la situación. No tenía tiempo para tales finuras. Agarré lo que se me

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ofrecía resuelto a no soltarlo, y ya preparado para luchar con los demás,
que toda clase de piedras habrían de ponerme en el camino. Pero pude con
ellos, y cuando murió Fontanills, tras larga enfermedad, hacía tiempo que
era yo quien hacía sus crónicas para que él pudiera seguir cobrando lo que
éstas producían. Me fue ofrecido entonces, por el mismo Pepín Rivero, el
Diario de la Marina, que era el periódico más importante, pero yo no
podía traicionar a Hornedo, porque eso sí hubiera sido una traición.
Como se ve, el terreno donde se dispuso a ensayar sus fuerzas, era un
terreno muy resbaladizo, y hasta para decirlo con términos modernos, un
terreno «minado».
Un terreno minado bajo una alfombra de flores.
Por otra parte, otros se consideraban ya dueños del mismo, habían
establecido allí sus huestes y sabían dónde podían o no podían pisar.
Pablo no sabía nada. Era, como decían ellos, un advenedizo, un intruso,
y para moverse entre ellos necesitaba prudencia y, al mismo tiempo,
osadía, finura de olfato y precisión. Necesitaba, en primer lugar, fiarlo
todo a sí mismo y estar seguro —lo más seguro posible— de que lo fiaba
bien.
¿Habría podido lograr tal conjunto de habilidades que desde el princi-
pio le aseguró el éxito, sin estar asistido también de una aguzada
percepción de su inteligencia?
He empleado con toda intención el calificativo aguzada, porque creo
que es el que mejor encaja en su caso.
Su inteligencia natural, poca o mucha, tuvo que aguzarla; sacar punta
a su entendimiento, como dice el diccionario, para llegar alfinpropuesto.
Téngase en cuenta que en semejante empresa, fuera de ser el escogido
por su jefe, no le ayudó nadie, ni siquiera su familia que cada día, moral
y materialmente, pesaba más sobre él. No tuvo a su lado a una hermana,
a una esposa que lo estimulara con sus consejos, simplemente con una
sonrisa a la vuelta de sus fatigosas jornadas. El, que no disponía de una
sólida base cultural en qué asentarse, ni de medios de fortuna, ni de
grandes apellidos para empinarse sobre ellos; que no era siquiera hijo del
país, sino un recién llegado sin arraigo en él y que, por el contrario,
procedía de otro del cual sólo venían al nuestro gentes rústicas, sin más
experiencia ni ambición que labrar los campos.
No contó siquiera con el vuelco de una guerra, de una revuelta militar
o política, que virando las cosas al revés, lo pusiera a él a la cabeza de algo,
que ése es también un modo de llegar que favorece a muchos impacientes
ambiciosos con méritos o sin méritos, pero que de otra manera no llegarían
nunca a ningún lado.

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He dejado una pregunta en el aire, que aspira a ser contestada: no
importa que yo no pueda oír la contestación, porque otros la oirán en mi
lugar. O por lo menos, los que alguna vez me lean, tendrán que contestársela
a sí mismos.
La pregunta es ésta: En tales condiciones, o mejor dicho, ausencia de
condiciones, ¿hubiese podido conquistar algo un ente cualquiera despro-
visto, además, de inteligencia; hubiera podido conquistar algo por mucho
que fuera su coraje, su voluntad, su fe en sí mismo y hasta en el material
humano que habría de moldear entre sus dedos?
Después que quienes hayan comenzado a leer estas páginas, encuentren
la lectura entretenida y la prosigan hasta el final; después que una vez
terminada, se den, al menos a sí mismos una respuesta sincera que
corresponda a las preguntas formuladas, entonces, y sólo entonces podrán
saber un poco más acerca de quién fue Pablo Álvarez de Cañas.

18
• «
PRIMERAPARTE

Do I contradict myself?
Very well, then I contradict myself.
(I'm large; I contain multitudes.)

WALTWHITMAN

t
PABLO NACE EN UNA ISLA

Pablo embarcó en Santa Cruz de Tenerife —donde había nacido


veinticinco años antes— a fines de noviembre del 1918, poco
después del famoso naufragio del Valbanera, y llegó a Cuba, ya
próximo a terminar ese año.
No era precisamente un emigrante, o al menos no lo era en el
sentido que por lo común se da a esta palabra. Es decir, no era un
mozo tosco, ignorante, salido de las más remotas aldeas, sino un
joven que había pasado los años de la adolescencia, interno en el
Instituto de Segunda Enseñanza de su isla, y tenía por compañeros
a los que pudiéramos llamar la flor y nata de aquella sociedad
provinciana.
Quebrantos económicos obligaban ahora a la familia a buscar
nuevos y más amplios horizontes, y elj oven viajero no lo lamentaba
demasiado; más que para prudentes reflexiones, había en su corazón
espacio hecho a risueñas esperanzas e imaginarias aventuras.
Graduado de bachiller, había escogido la carrera de ingeniero de
montes; pero por aquellos tiempos ésta había que cursarla en
Madrid, según lo regido en la materia docente; y por una razón u
otra, el traslado a la capital se había venido demorando. Entonces,
estos viaj es eran muy difíciles, y lo fueron más al estallar en 1914 la
Primera Guerra Mundial.
En tanto, Pablo, que no sentía especial delectación por la hidráu-
lica ni por el aprovechamiento de los maderables, y si la sintió alguna
vez, la perdió pronto, no teniendo cosa mejor que hacer, lejos de
unirse al coro plañidero de su casa por el incierto porvenir, se
entretenía frecuentando el trato de los que habían sido sus condis-

21
cípulos, cuyos padres, gracias a aquella su natural simpatía, le abrían
complacidos las puertas de sus casas.
Pablo no pertenecía, como sus jóvenes amigos, a la rancias
familias de la Isla, que aun venidas a menos, conservaban con
orgullo los viejos pergaminos que los acreditaban como descendien-
tes de los conquistadores.
Este curioso fenómeno social lo explico en mi libro sobre la isla
de Tenerife, y no es preciso volver sobre ello. Lo cito ahora para
aclarar que si bien es cierto que el joven Álvarez de Cañas se movía
en ese círculo por larga convivencia estudiantil, procedía, sin
embargo, de una familia humilde, en la cual el único timbre de
abolengo que pudiera oponer a tantos escudos y blasones era el de
la partícula «de» antepuesta al apellido materno, por concesión real
en virtud de no sé qué servicio prestado por un abuelo o bisabuelo
de mi suegra al rey Fernando VII, cuando éste estuvo en cautiverio
de los franceses.
Muchas veces oí a doña Ana, enternecida, narrar este episodio,
al que no obstante presté tan poca atención que no se me quedó en
la memoria.
El padre de Pablo, llamado Isidro Álvarez Delgado, era un
modesto comerciante canario establecido en Cuba de mucho tiempo
atrás, pero no en la capital, sino en el campo. Quizás se trataría de
aquellas bodeguitas salpicadas por el agro, cerca de los pequeños
pueblos, que se conocían por tiendas mixtas.
En un viaje que este señor hizo a su tierra de origen, se compro-
metió en matrimonio con Anita de Cañas, bastante más j oven que él,
cuyo padre ejercía en Santa Cruz un antiguo y noble oficio —era
maestro forjador— que si bien no daba para lujos, le permitía
mantener decorosamente a su familia.
Era también hombre piadoso, terciario franciscano que guardó
durante años en el arca, el hábito de la orden con que lo habrían de
enterrar.
Ya en trance de boda, la condición que don Isidro puso para el
matrimonio fue la de partir inmediatamente para Cuba, una vez
casados, condición que aceptó la novia, pero que llenó de conster-
nación a sus padres.

22
Verificado el enlace, éstos se arreglaban hoy con un pretexto,
mañana con otro, para ir dilatando la partida, y entretando la joven
esposa quedó encinta del que iba a ser su único hijo.
Con este motivo ya muy razonable, ella rogó al esposo que
esperase el nacimiento del vastago; pero él, que, por una parte, veía
sus negocios desatendidos en la isla de Cuba, y, por otra, era un
enamorado precisamente de aquella tierra, adujo que su mayor
gusto sería que el hijo le naciera en la Perla de las Antillas, y, por
tanto, no había nada más que hacer sino emprender el viaje.
Toda súplica fue inútil, y cuando ya Anita llevaba sus seis meses
de embarazo, don Isidro se presentó un día con dos boletos de pasaj e
para el vapor que zarpaba esa misma noche con rumbo a La Habana.
Puso uno en el velador y dijo a su esposa que si al fin decidía
seguirlo, se presentara en el barco antes de la medianoche, que era
la hora fijada para la partida.
Él, por su parte, hizo rápidamente sus valijas, y se marchó sin
despedirse de nadie.
Al cabo de muchos, muchísimos años, ya viuda mi suegra y
consolidada la situación familiar en Cuba, me contaba ella, mujer
inteligente y sensible con la que me llevé muy bien, pese a que no
comprendía nada a su hij o, lo que fue aquella terrible noche, para su
corazón dividido: lloraba todavía al evocar las horas de vacilación
y angustia pasadas junto a la ventana, puesta a elegir entre el marido
que la esperaba en el barco, cuyas luces veía brillar en lontananza,
y el padre hincado de rodillas ante ella, agarrado a sus faldas como
un niño, suplicándole entre sollozos que no los abandonara.
Alegaba el anciano en su inconsciente y doloroso egoísmo, que
si ella se iba, nunca más volvería a verla, viejo y achacoso como
estaba; en cambio, si se quedaba, el esposo no podría por menos que
volver a buscarla, aunque sólo fuera por conocer a su hijo.
En aquella agobiadora porfía, sonó la sirena del vapor: la sirena
fatídica que habría de poner entre ella y su esposo, nada menos que
catorce años de ausencia.
(Cuando Pablo partió a su vez para el exilio, donde habría de
permanecer once años, ¡ cuántas veces me acordé del triste relato de
su madre y cuántas pensé que el destino parece repetirse en las
mismas familias!) / '
No creo de más haberme detenido en estos inicios, que por sí
solos podían dar lugar a una patética historia, y que indudablemente
habrían de ejercer su influencia en el niño que naciera tres meses
después.
A Anita, joven, bonita y virtuosa, no le quedó más recurso que
enclaustrarse en la casa, cuyos umbrales sólo debía transponer para
asistir a las misas llamadas de precepto. Había quedado en una
extraña y ambigua situación, que sólo así podía mantener honora-
blemente, pues en concreto no era ni soltera ni casada ni viuda. Era
la situación del «marido embarcado», por cuya honestidad se creía
obligada a velar una estrecha y levítica sociedad de provincia.
Murió el padre, y ella quedó sola con el niño, la madre enferma
y una hermana solterona.
Hubo que coser, bordar, dar clases de lo mismo, ganarse la vida
de cuatro seres siempre puertas adentro, pero eso sí, «a mi hijo —me
decía ella, la pobre— no le faltó nada, puedo asegurar que su
canastilla era la de un príncipe, ni el mismo Alfonso XIII la tuvo
mejor...».
Los ojos de mi suegra se gastaron prematuramente en aquellos
bordados primorosos de los cuales conservo yo algunos; bordados
que parecen más trazo de plumilla que puntadas de aguja.
Este sentirse a la vez madre y padre de una pequeña criatura, este
asistir sin compartirlo a sus primeros pasos y balbuceos, este tomar
para ella sola aquella frágil viday sacarla adelante, si necesario fuese
a costa de la propia, explica en cierto modo su afán de posesión
llevado más allá de los límites razonables. Yo, por lo menos, lo
entendí así, aunque, desde luego, ya a aquellas alturas, no era posible
justificarlo.
Poco puedo contar de la niñez de Pablo: no tuvimos tiempo de
hablar de ella.
Leí una vez que cuando un hombre estaba verdaderamente
enamorado de una mujer, no le bastaba su presencia tal como la
conocía, sino que anhelando más imágenes suyas, le era grato
remontarse hasta los años infantiles de la bien amada. Era como un
viaje retrospectivo por la vida de ella, que sólo podía emprenderse
en alas de una exquisita y delicada ternura.

24
Si estafinezadel amor es posible en un hombre, con mayor razón
debiéramos hallarla en la mujer, por ser ella, en términos generales,
criatura más imaginativa y sentimental.
No se dio, sin embargo, entre nosotros. Lo atribuyo primeramen-
te a que nos casamos ya bastante mayores los dos. Puede que nos
pareciera un tanto ridículo retroceder tan largo camino para encon-
trarnos niños, él jugando a la pelota y yo saltando la suiza.
Además, una vez que entré en la vida de Pablo, todo el ritmo de
la mía se alteró. Mis días transcurrieron hasta ese momento
despaciosa, rítmicamente; y no hice más que desprenderme de mis
sobrias galas nupciales, cuando ya la sucesión de mis jornadas se
aceleró comprendiendo en la velocidad imprimida hasta las corres-
pondientes al clásico viaje de bodas, que no fue por cierto a París,
a Roma o al Japón, sino en automóvil a lo largo de nuestra Isla, hasta
tocar su extremo oriental.
He tenido este cambio súbito de mi horario, tal vez como la
condición a que más me costó adaptarme, pero ella dio por resultado
que el exceso de actividades exigido por la profesión de mi esposo,
no dej ase mucho tiempo para el regusto del pasado. Vivíamos en un
presente que apenas lo tocábamos, ya nos estaba empujando hacia
el futuro, de suerte que si apenas podíamos tener presente, menos
podíamos tener pasado.
Y, sin embargo, nosotros contábamos con un verdadero caudal
de vivencias, un trasfondo no sólo extenso, sino intenso, denso
como un agua pesada.
Puedo decir que nuestra edad y nuestras circunstancias nos
permitían el raro lujo de tener mucho que recordar. Habíamos
dejado atrás, como quien dice, dos tiempos pretéritos, uno lejano y
otro cercano, el que aún pugnaba por no dormirse en la memoria.
De este pasado cercano, las remembranzas, aunque ricas de
contenido emocional, no eran precisamente placenteras; menos lo
eran las correspondientes al otro, y Pablo, nada dispuesto aremover
melancolías, prefirió dedicar las escasas horas que nos quedaban
libres, a su viejo placer por la lectura o a comentar conmigo en sus
breves segmentos, los sucesos del día.
El caso es que por una razón u otra, me quedé sin saber cómo era
Pablo niño; mi suegra gustaba de evocarlo en esta época de su vida,

25
pero tampoco había tiempo de prestar oídos a sus evocaciones, que
como suelen ser las de los viejos, acababan perdiéndose en un
laberinto del cual no se podía ya volver al punto de partida.
Lo único que pude colegir atando cabos sueltos, es que fue un
niño muy vivo, muy despierto, pese a su salud bastante endeble por
entonces y a la sujeción ejercida por las tres mujeres que integraban
su reino y que, al parecer, lo mantenían adorado y cautivo como el
niño Dios revelado, el dios vivo de los lamas.
Esta situación prolongada hasta ya muy entrada la adolescencia,
pesó en la futura vida del muchacho: si no ya físicamente, se
consideró siempre muy ligado a su gente mayor, ligado por razones
de diversa índole, no comprendidas por muchos, pero sí compren-
didas por mí.
No les unía ya afinidad alguna —creo que nunca existió entre
ellos—, y sin embargo no quiso o no pudo en el resto de su existencia
separarse de los que iban sobreviviendo, y todos alcanzaron muy
avanzada edad.
Del cariño absorbente sí se escapó pronto, y la única desilusión
de que respecto a mí se quejó mi suegra, fue la que le produjo mi
incapacidad para coser de nuevo a sus lindas batas de hilo al hombre
que era ya mi esposo. Ella presumía en mí esos poderes; abrigaba la
esperanza de que una vez casado, el hijo pasaría las veladas en el
hogar, sentado entre las dos y oyéndole contar hora tras hora, los
viejos cuentos de su tierra.
Puede que en su juventud hubiera leído —porque había sido
también muy lectora— el famoso «Nocturno» de Manuel Acuña («y
en medio de nosotras mi madre como un dios...») y no le parecía
imposible ni disparatado ver realizado este sueño en nuestra trilogía
familiar.
Debo decir que tal estampa hogareña estaba más cerca de mi
temperamento que del de Pablo, a quien por otra parte su profesión
no le permitía esaplena filial dedicación. Pero algo tan razonable no
lo comprendía ella, y fue causa de amargarse más e innecesariamen-
te sus días, ya bastante amargados por la otra no menos cruel
ceguera de sus ojos.

26
Materialmente, nada faltó a esos ancianos, pero doña Ana
deseaba algo más, algo como el constante mimo de una hij a—la hij a
que nunca tuvo—, y que él, naturalmente, no le podía dar...
No obstante esa tendencia de su carácter, sé que j amas sintió celos
de mí. Por el contrario, me profesaba un sincero afecto, con lo cual
no hacía más que corresponder al que yo le tenía, unido éste a una
disimulada pena por sus desgracias, que en lo que pude traté de
atenuar, sin presentir aún que bien habrían de parecerse a las mías.
Con todo, prescindiendo del hecho de que nunca he sido muy
expansiva, no era en mi persona donde ella necesitaba esa entrega
total, sino en el hijo. Y este hijo había tenido que luchar muy
duramente, para abrirse camino él solo en un mundo desconocido,
muchas veces hostil y siempre, siempre cuesta arriba.
No podía ser a la vez hijo e hija. No podía desdoblarse al gusto
de ella, ni estirar el tiempo que en ocasiones le faltó hasta para
dormir.
Tal fue la situación que yo encontré al casarme, y la que con todas
sus consecuencias creó desde muchos años atrás unamuj er obligada
a devorar su soledad, sin más rayo de sol en sus calabozos interiores,
que la pequeña criatura que le dej aran sus breves y angustiadas horas
de amor.
Pablo fue no sólo su hijo, sino también su mundo. Se apoderó de
su infancia con la avidez de la tierra seca, sorbiendo las primeras
lluvias. Y, naturalmente, de estas primeras lluvias tan lejanas, poco
ha llegado a mí.
Me ha llegado un bucle rubio atado con una cinta azul; también
algunas labores de canastilla y el lazo bordado para el cirio de su
Primera Comunión.
Pero lo más interesante son los retratos: hay bastantes porque,
año tras año, la madre enviaba uno a Cuba, y a través de estas
imágenes sucesivas el niño va creciendo, espigándose, perfilando
sus futuras facciones. Y lo que me intrigábanlas era el detalle de que
en todas aparecía vestido de marinero, como preparado ya para
surcar las aguas en un bajel de juguete, en busca del padre ausente
en otra lejana isla.
Atravesar el mar, atravesarlo... Era la obsesión de aquella esposa
de seis meses, de la desposada desposeída de su amor. Desposeída

27
cuando el amor es algo tan imperiosamente necesario, que por
mucho tiempo que vivamos, nunca comprenderemos cómo pudi-
mos vivir sin él.
Pero volvamos a la casita de San Juan Bautista, tras cuyas puertas
siempre cerradas una mujer joven y un niño se han convertido en
plantas crecidas en tiestos, amarillas las hojas que no saben del sol.
Ella cuenta los días, los meses, los años... ¿Los años? Sí, los años.
Los cuenta como cuenta las puntadas que quedan en su bastidor o
los hilos que uno a uno va sacando para calar el lienzo. La hebra del
ovillo se entreteje con la hebra del tiempo, que la soñolienta Parca
se olvida de cortar. Y a semejanza de aquella otra tela hecha y
deshecha en la infinita espera, la suya fue muchas veces rasgada, y
otras tantas la cuenta de hilos y de horas tuvo que volver a empezar.
Afuera hay sol y corre un aire salado, oloroso a mar cercano. El
pequeño lo sabe y se escapa a veces. A veces, una ventana quedó mal
cerrada, o se olvidó la escalerilla junto al muro del patio, y él es ágil
y escurridizo. Se escapa y corre al puerto erizado de mástiles,
banderas y chimeneas que echan humo. Allí queda quieto, mirando
los barcos con una oscura, inconsciente ensoñación.
De allí lo arranca entre refunfuños y bien cogido de la mano, la tía
solterona. Sabe dónde encontrarlo.
—Ojalá se hundieran todos los barcos del mundo. Ojalá se
hubieran hundido antes de que tú nacieras...
El niño se horroriza. Por un instante, vuelve la cabeza para ver si
el enérgico anatema ha tenido el poder de producir esa catástrofe:
pero no, los barcos siguen allí igual que siempre. Algo tranquilizado,
se siente con valor para preguntar:
— ¿Por qué dices eso, tía?
— Porque me parece que a ti también te tira el mar...
Le habían dicho que un barco de aquéllos le traería a su padre, se
lo traería algún día; pero ya él no creía en eso. Era una mentirilla más
de las que se dicen a los niños, como la de los Reyes Magos o la del
abuelo paseándose del brazo de San Francisco por los jardines del
Cielo, cuando él había visto bien cómo lo metieron en un cajón y lo
llevaron al cementerio. Y vio cómo las mujeres de su casa lloraban
empapando con sus lágrimas los largos velos negros. De ser verdad

28
lo del paseo con San Francisco, ellas lejos de llorar estarían muy
ufanas y deseosas de ir también de bracete con el santo.
Así que él tampoco esperaba que su padre viniera en ningún
barco, y tampoco le importaba que viniera o no viniera. Le impor-
taría si le trajese un reloj de oro o una cotorra..., o un pequeño
cocodrilo para asustar a la vieja maestra de su escuela.
Dime, Pablo, ¿por qué te gustaba tanto mirar los barcos?
No sé. Posiblemente por los barcos mismos. O por lo que podía
haber detrás de los barcos. ¿Cómo quieres que me acuerde? Hace
ya tanto tiempo...
Pero los barcos te han seguido gustando.
Me gustan contigo dentro.
Y el beso hacía imposible un diálogo que estaba apenas en su
inicio.
El padre, de Cuba unas veces mandaba dinero y otras veces no.
Más veces no que sí. Los negocios andaban mal. Cuando la criatura
tenía dos años, y él ya había decidido liquidar el suyo y regresar,
estalló la guerra de Martí y Maceo —mi suegra no podíapronunciar
estos nombres—, que lo arrasó todo, y fue preciso empezar de
nuevo.
Luego fueron los ciclones, unos tras otros; antes, la llamada
guerrita de agosto, otra vez ciclones, y la correspondencia langui-
deciendo y la juventud marchitándose, hasta que al fin, reuniendo
con supremo esfuerzo los despojos de lo que en tanto tiempo había
podido ahorrar en Cuba, don Isidro apareció en Santa Cruz de
Tenerife, cuando ya su hijo iba a cumplir catorce años.
Pablo no lo quiso nunca. Era para él un desconocido que llegaba
inopinadamente dando órdenes, haciendo críticas, escudriñándolo
todo. Se instalaba como el amo en la casa donde hasta entonces
había reinado él solo.
Pero lo de mi suegra fue peor. Ella había aguardado año tras año,
con una esperanza dura de matar, la llegada de aquel hombre que
había sido su único amor y de quien se había separado, puede decirse
que en plena luna de miel.
Y he aquí que el que llegaba le parecía otro, le parecía un extraño
que pretendía absurdamente, odiosamente compartir su lecho, el

29
que ella había guardado para el ausente, casto, limpio, intacto.
Aquel hombre no le parecía su marido, no encajaba su imagen en la
otra, todo era como una pesadilla, una terrible equivocación o una
cruel broma del destino.
Naturalmente, ninguno de ellos se sintió feliz: por cualquier
nadería estallaban los nervios, las riñas se sucedían unas a otras, la
casa parecía cargada de pólvora próxima a estallar en cualquier
momento.
Hay que pensar en la enorme presión a que de pronto se vio
sometida la adolescencia del hijo, muchacho también nervioso,
inquieto, sensitivo.
Un día decidió ser él quien se alejara de hogar tan poco placen-
tero. Siendo los estudios superiores un buen motivo para hacerlo,
pidió y obtuvo de sus padres que lo internaran en el famoso Instituto
de La Laguna, ciudad distante unos siete u ocho kilómetros de la
capital.
A don Isidro le halagaba la idea de tener un hijo en aquel
prestigioso centro docente, adonde sólo las familias más distingui-
das se podían permitir el lujo de enviar los suyos, y se dispuso a
sufragar los gastos que ello implicaba, gracias al producto de un
comercio de ultramarinos, que con lo poco traído de América
acababa de instalar en la calle del Castillo, vía que era y sigue siendo
la principal de la ciudad.
Hombre perseverante y experimentado, trataba al mismo tiempo
de sacar adelante su maltrecha hacienda y de reconquistar a su
mujer.
El chico no era motivo de preocupación; traía buenas notas en sus
estudios, y él abonaba gustoso las cuentas del pupilaje en aquella
institución, cuyos emolumentos se consideraban entonces entre los
más elevados de España. No era fácil conseguir buenos profesores
dispuestos a trasladarse con carácter permanente desde la Península
a aquellas lejanas Islas en medio del Atlántico.
Tal vez habría en ello algún remordimiento, pero gracias al
esfuerzo paterno —y eso Pablo se lo reconoció siempre— pudo el
muchacho terminar allí su educación.
Terminarían también los últimos días felices que le quedaban en
su tierra natal, porque felices fueron en verdad los pasados en
aauellos claustros bulliciosos, y porque lo fueron en una tierra que
vo aprendí a querer, me es grato evocarlos ahora como él los
evocaba con frecuencia, de manera tan vivida, que me parecía que
yo también los había compartido.
Puntual hacía su aparición los domingos, después de misa, la tía
Barbarita. Ella era la que venía con más asiduidad, pues el matrimo-
nio siempre a las greñas o embargados por mil faenas, no disponía
de humor ni tiempo para visitas.
Cambiado el beso de rigor, la tía le entregaba solemnemente una
peseta, diciendo mientras volvía a doblar la esquina del pañuelo de
donde lar había extraído:
—A ver si entre las muchas cosas que te enseñan aquí, aprendes
a no tirar el dinero.
Puedo decir que no lo aprendió nunca, pero él asentía, impaciente
por reunirse a los compañeros que preparaban ya la excursión del
día. Generalmente era al hotel Quisisana, emplazado en el monte de
su nombre, el más elegante de la Isla, frecuentado en su mayor parte
por extranjeros venidos de lugares fabulosos: Londres, París,
Berlín, Estocolmo...
No les quedaba lejos este hotel, y la ascensión al risco en que se
erguía, ya resultaba un paseo a más de un ejercicio saludable. En
cuanto a la peseta semanal servía para entrar e ingerir allí una taza
de té, que así era la vida de barata entonces. Desde luego, la taza de
té sola, pues el acompañamiento de pastelillos que sus amigos
encargaban en sendos platos, era cosa aparte.
Ellos le brindaban siempre, y se asombraban de que a su edad no
le tentaran aquellas golosinas que rehusaba cortésmente. Claro que
le tentaban, pero por el momento no convenía aclararlo. Además, él
no iba allí a comer, sino a deleitarse con el ambiente del paraje: las
mesitas con lamparillas veladas de seda azul y rosa, los violines
tocando el vals de moda, las mujeres perfumadas con esencia de
Houbigant, los caballeros elegantísimos de pantalón de rayas y
gardenia en el ojal...
Suerte que los severos uniformes del Instituto eximieran a los
jóvenes alumnos de tales refinamientos...
De vuelta al recinto estudiantil seguía soñando con lo que había
visto, e imaginaba cuan maravilloso sería vivir en un mundo así.

31
Y el Instituto no estorbaba estos sueños. Los profesores no eran
demasiado exigentes, y terminadas las clases podía sentarse en el
gran patio florecido de camelias y sombreado por altos magnolios
centenarios.
La compañía de muchachos en mejor posición que la suya, no le
infundió nunca complejos de inferioridad. Tampoco sentía envidia
entre otras razones, porque estaba seguro de que algún día llegaría
a ocupar una posición semejante a las suyas.
Y así fue siempre, y una vez alcanzada la difícil meta que se había
propuesto, ni siquiera consideró necesario ocultar sus orígenes
humildes. Por el contrario, hablaba de ellos divertidamente, casi
orgulloso de haber llegado a mucho saliendo de la nada, al revés de
otros que salen de lo mucho y retroceden a la nada.
Pero retrocedamos nosotros a aquel plantel de enseñanza supe-
rior, un poco conventual, en cuyos jardines contaba Pablo haber
visto un rosal que daba rosas verdes, fenómeno singular atribuido
por mí a uno de los tantos sueños allí soñados, hasta que llegado un
día, pude contemplarlo con mis propios ojos.
Amplios corredores circundaban el patio, y a ellos daban las
habitaciones de los internos, especie de celdillas para que cada uno
tuviera la suya. Y en cada celdilla, recortado de alguna publicación
elegante, estaba el retrato de Piedita Iturbe, hij a de los embaj adores
de México en España, y la muchacha de moda por aquel tiempo.
Ésa, «la muchacha de moda», es otra especie ya extinguida, pero
entonces la que lograba tal rango, pues rango era, aparecía en todos
los semanarios ilustrados y en todas las crónicas de salones desta-
cada de una manera especial.
En su álbum —el álbum no podía fallar, y algunos de estos
proyectiles me alcanzaron todavía—, en su álbum, como decía,
brillaban las más famosas plumas del momento, lo mismo de un
poeta que de un sabio, de un general o de un ministro del gabinete;
sus vestidos, sus peinados, sus gestos eran imitados, aunque casi
siempre sin éxito o por lo menos sin un éxito igual.
Fuera de eso, «la muchacha de moda» no tenía que sobresalir
particularmente en nada: no tenía que ser una notable pintora o
pianista o cantar como una diva, ni siquiera ser en extremo bella.

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Entonces ya sería otra cosa, y su encanto residía precisamente en no
nada, pero ser esa nada con admirable gracia y distinción.
A Piedita se la retrataba montando a caballo, de paseo en la
Castellana con sus galgos o en la cancha de tenis con atrevida falda
e apenas le rozaba los tobillos. Y aunque ninguno la vio nunca,
ella era el amor imposible de todos los muchachos del Instituto.
A tal punto llegaba la fascinación que por control remoto ejercía
esta criatura, que andando el tiempo y ya rebasadas las fantasías
juveniles, uno de aquellos condiscípulos de Pablo, bautizó con el
nombre de Piedad a la primera hija que le nació en su matrimonio.
Cuarenta años después, mi esposo tuvo oportunidad de contár-
selo a la misma musa inspiradora de tantos ensueños, ya convertida
en princesa de Hollenlohen, y tengo la impresión de que tan bonita
historia la dejó más fría que un carámbano.
Terminaron, pues, los bellos días del Instituto, y Pablo, lleno de
nostalgias, hubo de reintegrarse al poco atrayente hogar.
En su vida se había abierto un paréntesis que aún no sabía cómo
llenar. Dentro de aquellas dos líneas curvas, sólo podía poner un
punto de interrogación.
La carrera en principio parecía tronchada: rumores de guerra
venían desde Europa, y los elegantes extranjeros del Quisisana
dejaban grandes claros abiertos entre las sombrillas y los macetones
de arecas.
De esta época creo que data su amistad con Carlos Rizo y José
Manuel Guimerá, los nunca olvidados compañeros de su juventud.
Sin embargo, ellos no se habían educado en el Instituto por distintas
razones; el primero, hijo de familia acomodada, cursó estudios en
Suiza, donde lo obligara a residir por años una penosa dolencia de
los huesos; y el segundo tampoco pudo hacerlo, porque sus padres
carecían de medios económicos para costear un aprendizaje que los
requería.
Procedentes los tres de distintas cunas, una hermosa amistad los
unió en esta época y aun transcendió los años y los mares. No podría
escribir sobre la vida de mi esposo sin nombrar siquiera de pasada,
a estos dilectos amigos suyos que también lo fueron míos, cuando
los conocí en mi primer viaje a Canarias.

33
En mi libro sobre la bella isla de Tenerife, hablo ya detenidamente
de ellos, pero en estas páginas que aún no sé si llevaré a su fin, he
querido consagrar un recuerdo a quienes con Pablo compartieron
las primeras ilusiones y los primeros desencantos de la vida.
Tengo para mí, sin embargo, que ni ilusiones ni desencantos
pesaron mucho entonces en el ánimo de Pablo joven; la amistad sí
la mantuvo siempre, pese al rumbo tan diferente que tomaron luego
los días de cada uno.
Habíamos dejado a don Isidro en su almacén de la calle del
Castillo, con la cabeza hundida en los libros del Debe y el Haber,
ahora con más cifras que apuntar bajo el acápite del primero, que
bajo el del segundo. Estaba visto que el buen señor, no obstante su
laboriosidad, no era hombre de suerte.
A poco de levantar de nuevo una pequeña fortunita, estalló la
Primera Guerra Mundial, quedó interrumpido el tráfico marítimo y
cesaron en consecuencia las transacciones comerciales con los
países de Europa, principalmente Francia e Inglaterra.
Esto reducía el negocio del señor Álvarez a los estrechos límites
de su islita, por lo que hubo de comenzar por imponer economías.
Despidió a los empleados de su establecimiento y decidió que su hijo
los sustituyera, trocando la carrera en ciernes, de todos modos ya
interrumpida, por el trabajo tras el mostrador, en el despacho de los
comestibles...
Y allí fue el clamor de llanto y el crujir de dientes. Pablo huía del
potro de su martirio, cuantas veces hallaba alguna brecha en aquellas
monótonas horas que parecían no tener fin. Y se echaba a temblar
cuando hacía su aparición en el almacén alguna de las señoritas con
las que bailaba el vals Dreaming de guante y frac en las noches
dominicales del Casino.
Sería horrible que la damisela lo sorprendiese pesando un kilo de
garbanzos o empujando en una carretilla un costal de papas.
—Lo único que aprendí fue a doblar el papel en cartuchos —solía
decirme, y para que me cerciorase de ello, se ponía a hacerlo delante
de mí, con destreza no olvidada.
Aquella nueva fase de su vida no duró mucho tiempo, pues la total
ruina del negocio tuvo al fin que sobrevenir, y se cerró el estableci-
miento con gran contento del cautivo.

34
Todavía intentó el padre una vez más rehacerse, poniendo en
oducción una pequeña fincaheredada de su madre y sólo utilizada
asta entonces en los breves y escasos veraneos que se permitía la
familia.
No fue a disgusto de Pablo este nuevo traslado: guardaba gratas
memorias del lugar, y allí, en el Río de Arico, en medio de una hosca
naturaleza, entre breñas y torrenteras, había tenido su primera
novia. No se trataba, desde luego, de Piedita Iturbe, pero tenía
también los ojos verdes y era rubia como ella.
La recordó siempre, y recordó también los bofetones que ambos
se llevaron, propinados por los respectivos progenitores, enemigos
irreconciliables, ubicados en la misma vecindad. Jamás hubieran
consentido ellos tales amores.
Pero ya todo había cambiado: no se iba en plan vacacional sino de
trabajo duro, y la muchacha, por su parte, se había casado y ya no
vivía allí.
Esto no lo desalentó, porque según parece nunca hubo propen-
sión en él a tomar las cosas por lo trágico: una aparente ligereza
revestía su epidermis y la hacía impermeable a estos contactos
ácidos. Muy fuerte habría de ser la abrasadura para que en verdad
llegara a traspasarla.
Tampoco le asustaba el trabajo en sí, siempre que no lo colocara
a él en situación de inferioridad respecto a otros. Cultivar la propia
tierra era cosa distinta, no desdeñada incluso por muchos verdade-
ros señores.
Así pues, padre e hijo se dieron a las tareas necesarias para sacarle
fruto a aquellos ariscos terrones, la primera de las cuales tenía que
ser buscar el agua.
Esto podrá parecer extraño, pero allá el divino líquido escasea en
tal forma, que todos los pleitos que se entablan no son por cuestión
de más o menos tierra, sino por más o menos agua.
Se construyó entonces el gran aljibe o depósito descubierto,
destechado y rodeado de altos muros, que son así como se fabrican
por esas tierras, con destino a recoger las lluvias invernales.
Se molieron los terrones, se adobaron con arenisco, se incorporó
el cemento, se levantó el muro, y hecho esto, ya no hubo nada más
que hacer, sino esperar las lluvias.

35
Mientras las esperaba, el joven Pablo se entretenía leyendo los
periódicos de Madrid, a los que se había suscrito antes de partir. En
medio de aquellas ásperas soledades, devoraba los diarios y revistas
que le llegaban con meses de retraso, y se imaginaba en el baile
ofrecido por los duques de Fernán-Núñez, o en un palco del Real
oyendo cantar a Luisa Tetrazzini.
Cuando al fin llegaron las lluvias, que en aquel año fueron
pródigas y se volcaron hasta tocar el borde del alj ibe y aun rebasarlo
la familia se acostó a dormir satisfecha. Pablo, soñando con sus
duquesas y embajadores, y el resto de ella, con tomates recogidos
a montones, papas aposentadas en barriles, alubias en graneros,
peras, perones y calabacines.
En esos sueños estaban todos, cuando un estruendo seguido de
sordo y prolongado borboteo, los despertó en la alta noche.
Era el agua del año que se escapaba a torrentes monte abajo, se
perdía, se vaciaba por ancho tajo abierto en sus muros.
Lo había abierto la mano del enemigo.
Irreparable desastre que acababa de hundirlos en la ruina defini-
tiva. Ya no llovería más hasta el año próximo y, por consiguiente,
las siembras faltas de regadío no germinarían, no atinarían a abrirse
paso a través del duro suelo.
Pero ya hemos dicho que Pablo nunca fue dado al espíritu de
tragedia. Ésa lo era realmente, pero mientras la familia se hundía
cada vez más en aquella suerte de fatalidad que los perseguía, y
abandonaba ya todo afán de lucha, él, lejos de hundirse, determinó
otra cosa, y fue la primera que determinó por sí mismo: ya la guerra
había concluido, y él marcharía a Cuba.
En la carrera, ni pensar. No había tiempo ni dinero, ni estaba ya
en edad de comenzar estudios universitarios. Marcharía a Cuba a
labrarse un porvenir, y marcharía naturalmente solo. Una vez
consolidada su situación, mandaría buscar a la familia. Tenía
veinticinco años plenos de optimismo y de fe.
Pero la familia no quiso ni oír hablar de eso. La madre recordaba
los catorce años que estuvo esperando al marido, y éste recordaba
los tumbos y tropezones que a pesar de todo se la había pasado
dando por aquella especie de El Dorado, y la tía se cubrió la cabeza

36
e l delantal, gimoteando: «Ahora que nos ves pobres, nos
abandonas...»
Total, que Pablo, después de vender la finquita y rematar todo lo
allí les quedaba, desembarcó en Cuba, como solía decir con
mucha gracia, con tres viejos, un perro y veinte duros en el bolsillo.
El perro no quiso dejarlo, pero sólo su pasaj e costó catorce duros,
con lo que se redujeron a veinte los treinta y cuatro obtenidos
después de pagar los de ellos y las deudas. En la travesía no gastaron
nada.
Los pasajes eran de tercera, pero Pablo, gracias a ese desenfado
v a ese don de gentes que lo asistió siempre —el desenfado solo
no hubiera valido—, se arregló enseguida para que los pasaran a
segunda, y ya en segunda, se arregló también para transponer la
rígida barrera de primera, sin que nadie le dijera nada. Esta última
ascensión ya era para él solo y con carácter transitorio, pero allí
tomaba el té con los oficiales a quienes su charla viva y pintoresca
distraía de la monotonía del viaje; ya terminado el té, se retiraba
prudentemente.
Estas furtivas incursiones —no del todo furtivas— al coto
prohibido, le permitieron iniciar algunas amistades, que en sus
difíciles comienzos habrían de serle de alguna utilidad, aparte de las
que se proponía visitar a su llegada, merced a las cartas de
presentación que traía para muy principales familias habaneras: los
Albear, los Zúñiga, los Giberga, la Guardia, Azcárate y otras cuyos
apellidos no me vienen ahora a la mente.
Nunca supe cómo logró hacerse de tantas cartas, y he llegado a
pensar por una travesura del pensamiento, que algunas de ellas
pudieran ser falsificadas.
Sea como fuere, conservó siempre en su memoria aquellos
nombres, y puedo decir que hasta en su corazón, bien que las vueltas
y revueltas de la vida, en más de una ocasión, lo alejaran de ellos.
Pero quien resultó ser su decidido protector y amigo en aquel
período inicial, siempre el más arduo en toda carrera, fue su
coterráneo don Tomás Felipe Camacho, brillante abogado, hacen-
dado opulento y reconocida autoridad en nuestro renglón máximo:
el azúcar.

37
Mucha gente combatió a Pablo Álvarez de Cañas en su agitada y
prolongada existencia, pero había dos hombres que lo compensaban
de todas las traiciones, envidias y resentimientos padecidos, y ellos
eran Tomás Felipe Camacho y Alfredo Hornedo y Suárez.
No obstante la magnanimidad de estos señores (mejor dicho, la
de don Tomás, pues todavía don Alfredo no había aparecido por el
horizonte), el primer empleo conseguido distaba mucho de ser
brillante: pesador de 'cañas en uno de los ingenios que poseía su
paisano en la provincia de Camagüey, y otro semejante para el
padre.
Allá, pues, habría de trasladarse la familia, casi inmediatamente a
su llegada a La Habana.

38
PABLO VUELVE A NACER EN OTRA ISLA

El que no la vio, no podrá nunca imaginar lo que era La Habana en


aquel momento: una pequeña Viena, una París en miniatura, un
extracto de Buenos Aires, sin la sosera ni tanta calle ancha y
descolorida.
Porque La Habana era todo eso; color, esplendor, refinamiento.
Cuando me expreso en esta forma que muchos tendrían por
exagerada, no me estoy refiriendo al cuerpo de la ciudad, sino al
espíritu, a la vida que la colmaba y sobre todo al estilo de vida.
El cuerpo no difería mucho del que nos muestra en nuestros días,
sólo que relucía de puro limpio.
Tampoco tenía los feos rascacielos, de los que abominaba
Rabindranath Tagore cuando los viera en Nueva York. Aún no
habían venido éstos a desnaturalizar su aspecto ni su carácter, y, en
cambio, contaba con El Vedado, no el que vemos ahora, sino el otro,
el que pereció aplastado por catapultas de pedruscos, sobre él
arrojados a voleo.
El Vedado que yo viví y que él también vivió era otra cosa.
Digo vivir sin intercalar la preposición «en» entre verbo y
nombre, porque en realidad formaba parte de la vida que vivíamos,
no se reducía a un mero espacio para aposentar el curso de los
aconteceres cotidianos.
El Vedado era una esencia, un espíritu, un ser fundido a nuestro
ser, que cuando lo perdimos, no fue sin sentir que ya dejábamos de
ser un poco nosotros mismos, y aun prescindiendo de estas finuras
de la sensibilidad... ¡Cómo olvidar aquel trasunto de mármoles y

39
j ardines, de árboles umbrosos y verj as de hierro calado en filigranas'
Y luego aquel olor a albahaca y a romero que era su olor, y nunca
más he vuelto a percibir.
Mientras escribo me doy cuenta de que estoy escribiendo en el
vacío. ¡Cómo hacer creer a los que vendrían luego que aquel
Vedado era un lujo que podía permitirse la ciudad y con la ciudad
un pequeño país donde no existían éxodos en masa, ni asaltos a
embajadas, ni gente perseguida ni perseguidores!
De aquel Vedado que pasó, contamos todavía con ese mar
porque no pudieron también despoj arlo de él; pero es un mar en gran
parte expoliado, batido en retirada como si se avergonzase de la
derrota infligida por el hormiguero.
Porque, ¿qué otra cosa que hormigas deben ser los hombres para
el mar? Y, sin embargo, ellos lo vencieron, echaron de sus dominios
y rompieron su contorno instalándose como intrusos dentro de los
confines que le fueron asignados desde el principio de las edades.
Hoy, si nos apartamos de sus falsas orillas de hormigón, apenas
alcanzaremos a vislumbrar pedazos suyos entre mole y mole.
Ya no existe El Vedado, como no existen Pompeya ni Palmira.
Como no existe Macchu Picchu.
Pero éstas al menos, debieron su destrucción al rodar de los siglos
o a las tremendas fuerzas de la Naturaleza, aún imponentes y
grandiosas en su potencia de aniquilamiento. La misma Cartago fue
arrasada por los hombres que peleaban su guerra, extranjeros en
ella.
En cambio, nuestro Vedado fue enterrado vivo por la estulticia y
la avaricia de hombres nacidos bajo su mismo cielo.
De aquellas antiguas ruinas mencionadas antes, quedan para
contar su historia las nobles piedras, el espectro de su pasado
flotando en el aire fino, puro todavía.
Del Vedado no queda más que el nombre, un nombre que aún nos
llega con vagas reminiscencias de bosques de espinas y desembarcos
de piratas, pero que a lo mejor, con la manía de cambiar unos por
otros, de introducir vocablos nuevos que es la moda imperante,
pronto caerá también como cayeron sus columnas, para perderse en
el polvo de sí mismo.

40
Al comienzo de la segunda década del siglo, la civilización
idental a i c a n z ó sumas alto grado de refinamiento, y es fenómeno
digno de observarse que la misma catástrofe llamada a abrir en ella
la primera brecha, fuese también la que inyectara en nuestro torrente
circulatorio nuevo vigor, como si la sangre —y no sólo la sangre
eis[ca, que se extravasaba en Europa, se transfundiera de algún
modo misterioso en nuestra propia sangre.
La Primera Guerra Mundial, en la que no tomamos parte más que
simbólicamente, había hecho subir el precio del azúcar a una altura
nunca alcanzada hasta entonces, y el oro se volcó a espuertas sobre
la Isla dueña del precioso producto. Aún se conoce esa era con el
nombre de la Danza de los Millones.
Y en efecto, el dinero bailaba, giraba, corría a lo largo y ancho
de ella, casi sin detenerse ni salir de su entorno, porque nadie o casi
nadie creía tener necesidad de asegurarlo, de prever con él ninguna
calamidad.
Y de La Habana, ¿qué decir? Fue siempre la ciudad alegre y
confiada.
Y en Cuba había de todo. ¿Podrán recordar los que me lean
mañana, la décima popular:
En Cuba todo se encierra,
Cuba es un jardín de flores?
(Lamento no poder transmitir la estrofa entera, porque soy vieja
y la memoria me falla a veces... A veces, nada más.)
Me gustaría que alguien les hiciera aquel cuento tan gracioso del
dueño de una colonia de caña, enriquecido repentinamente, que de
visita en La Habana, entra a una joyería para llevarle un regalo a su
mujer y pide media libra de brillantes...
O aquel otro de una Primera Dama nuestra, que de viaje por
Europa, compra en París un fastuoso collar de perlas por el que
había suspirado en vano la consorte de Alfonso XIII. Y cuando ésta
se le queja al monarca de haber dado lugar a que otra lo adquiriese,
él le dice filosóficamente:
— Qué quieres, hija mía... Era la esposa del Presidente de la
República de Cuba; y yo no soy más que el Rey de España.

41
Pido perdón por haberme alejado un poco de nuestra historia, si
bien puedo alegar en mi favor que ésta no es sólo la historia de un
hombre, sino también la de su ámbito y su hora.
Y tal vez ni siquiera sea historia, sino más bien la evocación entre
nostálgica y sonriente de una época que vivimos, de una actitud ante
la vida, que entonces se creía buena y ahora se cree mala, de todos
modos perdida para siempre.
Tan perdida está, que sigo dudando mientras escribo, dudo que
se me crea si afirmo —y afirmo sólo lo que vi— que las muj eres más
elegantes del mundo transitaban diariamente por sus calles y paseos
unas en automóvil o en coche —que algunos quedaban todavía
otras a pie; aquéllas ricas, éstas de la clase media y hasta de la más
modesta, pero todas iguales en la gracia, en el innato señorío del
andar, del vestir, del conducirse.
Había que detenerse a contemplarlas, como se detenían muchos,
por esa calle de San Rafael, hoy convertida en sede de riñas
callej eras, adonde diariamente se ven precisadas a acudir las fuerzas
represivas del Estado; o por ese Paseo del Prado, desde hace tiempo
madriguera de hampones y marihuaneros, igualmente escala obliga-
da de la gendarmería.
Había que ver, como lo vimos nosotros, aquel hermoso desfile,
que no siendo más que un desfile de pueblo cotidiano, era sin
embargo una cabal manifestación de pueblo civilizado.
Pablo debió de quedar deslumhrado por aquel espectáculo al que
asistía por primera vez. ¡Qué lejos aquello de las viejas mansiones
laguneras con mucho escudo en el portón, pero olorosas a humedad
por dentro, como si allí se hubiera estancado el aire del siglo xvn!
¡Qué lejos de los paseos dominicales por el parque donde se veían
siempre los mismos rostros y los mismos trajes, de los bailes del
Casino donde las muchachas asustadizas no permitían que una mano
sin guantes les rozara el talle...!
Gran sacrificio debió de ser para él dej ar lahermosa capital apenas
entrevista, por los cañaverales que se comprometía a pesar, y cuyo
peso sentía ya sobre los hombros.
Pero joven y animoso como era, no vaciló un instante: alguien le
había dicho que para subir era necesario empezar por el primer

I
alón V P o r e^ primer escalón empezaría. Allá se fue con sus tres

Sin embargo, el sacrificio debió de serle recompensado por la


ensación de seguridad que de inmediato pudo probar desde que
Uegara al punto de su destino.
Era realidad una sensación nueva que sólo entonces descubría: no
antes porque para sus padres seguía siendo un niño, y un niño
alocado, cuyos pasos había siempre que vigilar.
Tan descabellada presunción había traído por consecuencia que
hasta sus cinco lustros bien contados siempre hubiera dependido de
ellos, primero de uno, luego de otro, cuando no de los dos.
Para explicarnos ya a esas alturas tal estado de cosas, serí apreciso
haber conocido la total absorción que la madre pretendió siempre de
su persona, una absorción irritante y patética al mismo tiempo,
debida acaso a que desde que nació, él había constituido todo su
mundo, la única razón, el combustible que mantenía andando su
existencia.
Casos así no son del todo excepcionales en la vida, y de ellos se
habla bastante en los tratados de psicología. No obstante, convengo
en que se hace difícil admitirlo en hombres de su edad, y con mayor
razón en uno que pronto habría de demostrar tesón igual al de la
madre.
Es como si hasta aquel momento él hubiera tenido su voluntad
dormida, absortos sus sentidos en un trasmundo ajeno al mundo
suyo. Debe de haber sido el brusco choque con la realidad el que lo
despertó de pronto, desatando en él toda la fuerza sin usar, acumu-
lada tantos años.
Vio entonces que había vivido una vida postiza, aunque hubiera
vivido cómodamente: que esa vida le había sido fabricada por otros
que no podían ya seguirla fabricando; vio así que todo lo vivido hasta
ese instante de nada le valía ahora; todo se había perdido sin que él
hiciera mucho por evitarlo.
La carrera que le hubiera permitido labrarse un porvenir propio
habí a quedado interrumpida, y lo peor, interrumpida con la esperan-
za de continuarla, mientras los años iban pasando y se hacía tarde
para sustituirla por cualquier oficio.

43
De modo que cuando llegó la ruina definitiva de su casa, se halló
con que los papeles tendrían que invertirse y, en lo adelante, serían
los mayores los que dependieran de él.
Y él no sabía hacer nada; no era hábil con sus manos para valerse
de ellas, ni albergaba en su cerebro otros conocimientos que no
fueran las generalidades más o menos difusas que le enseñaron en el
Instituto. De éstas, ninguna representaba algo en concreto, alguna
especialidad teórica o técnica a la que hubiera podido con fruto
dedicarse.
Haberse embarcado en tales condiciones y con una familia a
cuestas, rumbo a un país donde no tenía parientes ni amigos, ni
seguro apoyo, constituyó, de veras, una hazaña que nunca le he
admirado bastante.
Pero, como él decía, tenía que intentarla porque no le restaba otra
alternativa: Cuba era una incógnita con todas las probabilidades del
fracaso, pero quedarse era el fracaso mismo, la derrota antes de la
batalla.
Y tal vez él estaba hecho para la batalla, tal vez había en él madera
de luchador. Aun sin armas creía que podía serlo sólo con sacudirse
los viejos frenos. No lo sabía todavía, porque dentro de los que
nunca fueron muy holgados medios familiares, a él se le proporcionó
desde la infancia una vida muelle, ligera, despreocupada.
Ahora aquel niño mimado habíamuerto; aquel adolescente alegre
del exclusivo Instituto habíamuerto; aqueljoven, figura popular en
el Casino, en las retretas del domingo y en los té del Quisisana, había
muerto también, y si él quería seguir vivo, tendría que nacer de
nuevo en Cuba.
Y, desde luego, no quería morir. Nunca quiso morir, aun cuando
más de una vez a lo largo de su existencia, tal deseo hubiera sido el
único que lógicamente cabía mantener.
Pero si nunca habría de querer la muerte, menos la quería en plena
juventud, en plena salud y fuerzas, aunque todavía no estuviera claro
dónde invertir éstos, sus únicos bienes.
De modo que cuando se le propuso el modesto empleo que iba a
confinarlo quizás durante años en un ambiente de aislamiento rural
muy distinto al que había sido el suyo, lo aceptó sinreparos. Siempre

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timista pensaba en su interior que algo o alguien pudiera apare-
ase para convertir los duros años en risueños meses.
Fueron las mujeres las que protestaron, y al modo suyo, muy
nérgicamente. pj)e La Habana sólo habían conocido la calle Monte,
ero ya las tenía fascinadas. ¿Por qué irse de allí, cuando apenas
cababan de llegar? Ese señor Camacho bien podía haber ofrecido
otra cosa. ¿Haber emprendido un viaj e tan largo y peligroso, haberse
despedido para siempre de su tierra y de sus amigos, sólo para
ahogarse ahora en un mar de cañas verdes?
No no, había que intentar otro camino, había que esperar un poco
más. Probablemente, don Isidro obtendría de cualquier paisano ya
conocido, algún pequeño préstamo para establecerse otra vez, para
montar por los alrededores de aquella animada vía urbana un
negocio de ultramarinos, o por lo menos que ese paisano lo
admitiese como socio industrial en otro negocio ya establecido.
Pero don Isidro tenía amarga experiencia de los préstamos, tanto
de darlos como de recibirlos, y más amarga aún de sus paisanos; por
otra parte, la idea de reintegrarse a la campiña cubana, no le era
extraña ni desagradable. Después de todo, allí había tenido sus
rachas de buena suerte, y no era imposible que alguna volviera a
soplarle, ahora en que el campo se había convertido en la gigantesca
artesa donde se amasaban todas las riquezas de la Isla.
Como se ve, ninguno de ellosfiabasus posibilidades a lajuventud
de Pablo, ni se esperaba mucho de él. Don Isidro seguía siendo el
paterfamilias al estilo romano, pese a su anterior y larga dejación
de su autoridad. Seguía siendo el Conductor del Éxodo, sin que lo
estorbaran sus sesenta y cinco años, que parecían ochenta, sus
constantes descalabros y su diabetes progresiva.
Pablo tuvo, pues, que acudir al apoyo moral del padre, para
convencer a las obstinadas señoras de la imperiosidad del traslado.
Bueno, al apoyo paterno reforzado con su anunciada y resuelta
decisión de dej ar a los tres en la ciudad y marcharse él solo al ingenio.
La lucha de Pablo ya había empezado, no sólo con los elementos
exteriores, sino también con los interiores, que en más de una
ocasión le resultaron más arduos de dominar que aquellos otros.

45
Hasta dónde se prolongó esta lucha y hasta qué grado llegó, sólo
yo lo supe; pero puesto que él no lo divulgó, yo tampoco me
considero con derecho a hacerlo.
Habíamos, pues, dejado a esta familia de emigrantes en el central
azucarero de los Camacho, situado en plenas sabanas de Puerto
Príncipe, como todavía seguía llamando don Isidro a la provincia y
en cuyo amplio batey habrían de constituir su nuevo hogar.
El paisaje campesino siempre le fue grato a Pablo, no sé por qué
pues me parece que tal afición no encajaba en su psicología.
Pero él era así, diverso, imprevisible en sus manifestaciones
irregular siempre, amplio de miras y muchas veces contradictorio!
Enseguida encontró cosas dignas de su interés: aquellas posibles
tres cosechas al año, de que le habían hablado los guajiros. (Nunca
atiné a saber a cuáles se refería el dato, pues aunque he tenido
también mis aficiones bucólicas, éstas no han correspondido al
orden práctico.)
Y aquellos esquejes clavados en tierrapara sostener la alambrada
de los cercados, que sin raíces ni otro propósito que el dicho, a la
vuelta de una semana florecían milagrosamente, crecían hasta
hacerse pronto frondosos árboles; aquellas aguas abundantes por
doquier, sin tener que extraerlas a pico y pala de la entraña de un
risco... y luego la maravilla del ingenio mismo, convirtiendo en
oleadas de azúcar diamantino, las cañas que acababan de entrar en
él, frescas y todavía chorreando el sabroso jugo...
Todo era nuevo y deleitoso para él, y nuevo también aquel
regusto de su emancipación moral y material, de su estabilidad
económica, aunque fuera de reducido alcance, de su saber que de ahí
en adelante, para bien o para mal, dependería todo de él solo.
Por lo ya dicho, debemos concluir que el joven Pablo se sentía
bien en el ingenio y no tenía tanta prisa en salir de él como le ocurría
al principio.
Mas, sucedieron algunas cosas: la primera empezó por el padre,
como era de esperar. Siempre elemento de disociación y muy
achacoso ya, muy agriado por sus sucesivosfracasos,se enemistaba
con cuantos tenía en derredor. Acostumbrado a desenvolverse bien
o mal, sin jefes que lo mandaran, no se sujetaba a disciplina alguna,
y pese a las buenas relaciones con que entrara a servir en la

46
nótente fábrica de azúcar, no tardó en ser separado de su cargo;
' tíi se le encomendaron otros más sencillos de desempeñar, pero
f do fue inútil, con el resultado de que el hijo tuvo que asumir
bien n u e v as tareas, es decir, trabajar por los dos para los cuatro.
Y el ocio disgustaba a don Isidro: había sido siempre un hombre
laborioso, y ni la poca fortuna había conseguido que dejara de serlo.
No aficionado a la lectura ni cultivado de mente, no sabía qué hacer
con las horas vacías que una a una iban cayéndole en las manos. Eran
oara él monedas falsas que no podían emplearse, que no servían para
nada.
Y desde luego, no reconocía que tal inercia se la había buscado
él mismo; por el contrario, culpaba a otros de su derrota, con lo cual
crecía el reconcomio, y acabó por arrepentirse de su primera
decisión. Y éste fue el momento psicológico que aprovecharon
mujer y cuñada, para ponerlo de su parte y lograr buena alianza de
tres contra uno.
No les faltaba nada, porque el hijo hasta restaba horas al sueño
para que la familia se sintiera cómoda, y sólo pedía que lo dejaran
trabajar en paz.
Empeño inútil. Falto del reverenciado apoyo paterno, las féminas
no perdieron ocasión de reanudar su asedio de mil formas y matices,
desde el amarillo pálido de las quejumbres al rojo vivo de las
trifulcas.
Se lamentaban de lo absurdo que era comer raíces, que así
denominaban con bastante justeza a la yuca y al boniato. Pero lo
hacían como si en su tierra no hubieran comido toda la vida papas,
que no dejan de ser otra raíz.
Las quejas proseguían elevándose: los mosquitos taladraban con
mil agujas ponzoñosas sus días y sus noches; la gente no iba a misa;
las mujeres, con pretexto del calor, dejaban descubiertos en toda su
amplitud los brazos, llevaban traj es sin mangas, cosa nunca vista en
el mundo, o por lo menos en Canarias.
Lamadre, sobre todo, miraba con mal disimulado rencor aquellas
infinitas, suaves planicies de terciopelo verde, tan distintas a su tierra
bravia, que no obstante su dulzura —semej ante a la de las criollas—
habían podido robarle a su marido, veinticinco años atrás. Y robado

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permanecía, porque en cierto modo, aquél no era todavía su marido
aunque ella tuviera que considerarlo como tal.
Pablo decidió poner oídos sordos a las plañideras, y se entregó
con más ardor a su trabajo. Tenía y conservó siempre la pasión por
la lectura, y devoraba cuanta letra impresa le caía en las manos-
libros, periódicos, revistas se habían convertido en su refugio y
como sus funciones ocupaban también parte de la noche, solía en
esas horas colocar una silla bajo el gran foco eléctrico que alumbra-
ba la vía férrea, para sentado allí poder entregarse a su entrenamien-
to favorito, mientras esperaba la llegada de los vagones cargados de
cañas, destinados a pesarse donde colocaba la silla, o sea, donde los
rieles encajaban en la báscula.
Una noche en que llevaba varias horas inmerso en páginas de fijo
cautivantes, se levantó momentáneamente dejando el libro en el
asiento, para satisfacer una necesidad fisiológica; y apenas hubo
alej adose unos pasos, cuando oyó a su misma espalda el más
sorpresivo estruendo. Uno de los vagones que venían cargados por
la pendiente, se había desenganchado del que venía detrás y se
precipitaba en loca carrera hacia el lugar donde segundos antes él
estuvo sentado, absorto en la lectura, aj eno a la trampa que le tendía
la muerte.
El vagón se perdió como un bólido en la noche, y ni del libro ni
de la silla quedaron rastros, pero sí por mucho tiempo una tremenda
impresión en quien estuvo a punto de desaparecer con silla y libro.
(Muchas veces he pensado que si un extraño impulso que es difícil
aceptar sólo como el de una mera función física, no lo hubiera
arrancado en el preciso instante de aquel sitio, cuan distinta hubiera
sido mi vida... Nunca lo hubiera conocido. Su nombre, si llegaba a
mí, sólo sería a través de un suelto de periódico al dar cuenta de uno
de tantos accidentes que ocurrían en tiempo de la zafra. Lo hubiera
leído entonces con algo de pena por la j oven vida tronchada, y luego
hubiera vuelto la hoj a en busca de noticias menos perturbadoras. Es
curioso como el más nimio acontecer, el más ajeno a uno mismo,
puede sin embargo decidir el curso de una futura existencia. Sin él,
¿cómo habría sido lamía? ¿Mejor, peor? No lo sé. Por de pronto más
tranquila. Y, desde luego, más aburrida.)

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Aquel lance, por un lado, y las intemperancias de los suyos, por
1 otro, acabaron por hacerle muy poco llevadera su vida en el
6
genio- Después de todo, nada ni nadie lo retenía allí. Ni siquiera
hbía hecho amigos, él que con tanta facilidad se los ganaba. Por
puesto, sujeto a tantas obligaciones, no había tenido tiempo de
ultivar la amistad, que es planta delicada y requiere sus cuidados.
p o r el contrario, hasta enemigos empezaba a granjearse, pues día a
día tenía que hacerfrentea los que iban sembrando labelicosidad en
la familia-
Ademas, aquel monstruo despeñándose a su espalda... No era
supersticioso, pero la verdad... No lo pensó mucho; él nunca
pensaba mucho las cosas. Contó el dinero que durante un año había
ahorrado a fuerza de trabajo y privaciones personales, volvió a
contarlo y vio con satisfacción que la suma rebasaba los dos mil
pesos. Con ese capitalito, ya podía probar fortuna en aquella
tentadora Habana que volvía a surgir en su recuerdo, apenas
entrevista o entresoñada.
Dicho y hecho. Tomaron el primer tren sin mucha pena por lo que
dejaban; los mayores porque ciertamente no deseaban otra cosa, y
él, porque con la misma facilidad con que se adaptaba a un medio,
podía, si era el caso, abandonarlo. Otra de sus muy envidiables
cualidades.
Pero ya en el tren, empezaron de nuevo los inconvenientes: el
padre insistía en ser él quien llevara el dinero, pues a Pablo, por su
atolondramiento, por estar siempre en las nubes, podían robárselo.
Éste alegaba que si alguna vez estuvo en las nubes, ya hacía rato
que había descendido, y se negaba ahora a entregar lo que al fin y al
cabo había ganado él solo.
Pero lamadre y la tía, como buenas españolas muy apegadas a los
rancios principios, se pusieron de parte de la patria potestad, y no
hubo más remedio que ceder.
Llegaron a La Habana, y, en efecto, el dinero se lo habían
robado... al padre.
Nunca quise saber cómo fue la escena, pero puedo imaginarla. En
resumen, que después de haber trabajado duramente un año, de
haber estado a punto de perder la vida y cerradas todas las puertas
del regreso, volvíaa verse como al principio, o peor que al principio,

49
porque seguía con los tres viejos y el perro a cuestas, pero no teñí
siquiera veinte duros en el bolsillo.
(A ese perro lo conocí muy viejo y casi ciego. Se llamaba Doris
era blancuzco y no tenía raza alguna. Cuando murió lo enterramos
en el jardín de mi casa, la casa que quedaba frente al mar.)
En el año transcurrido, La Habana había cambiado un poco, si no
en la apariencia, sí en el fondo.
La superficie seguía siendo la de un lago abrillantado por el sol
pero por bajo el agua se diría que cuajaban sombras.
A la Danza de los Millones había sucedido una especie de tregua
de calma chicha, de entreacto. Tal vez de crisis disfrazada de espera
y ya no era tan fácil abrirse paso en la urbe.
Pablo había perdido no sólo el trabajo de un año, sino también la
oportunidad de haber empleado mejor aquel tiempo. A fin de
cuentas resultaba que las viejas señoras tenían razón cuando se
resistían a dejar la capital.
Pero no se dejó amilanar por el destino, que parecía burlarse
siempre de sus esfuerzos, y el doctor Camacho volvió a tenderle la
mano. Bien pensado, había sido una tontería enviar a un j oven listo,
preparado, que podía ser útil en cualquier oficina, al rústico ambien-
te de un ingenio.
Pablo aceptó lo que se le proponía, pero ya no estaba tan seguro
de que había que empezar por el primer escalón, como se le había
aconsejado. Ni siquiera por el segundo, ni por el tercero... Todo
sería cuestión de agilidad, y agilidad no le faltaba... Y seguía
buscando nuevos horizontes.
Buen tiempo no era para buscarlos, pero él, que había vivido
siempre libre, y que aun cuando dejó de serlo, lo hizo en amplio
campo de aire y luz, se sentía comprimido por las cuatro paredes de
su oficina, y pese a su adaptabilidad de saurio, solía interrumpir la
labor para asomarse a la ventana de aquel quinto piso en busca de
aire, más necesitado por su espíritu que por sus pulmones, porque
era el aire de la libertad.
Abajo, la ciudad respiraba también. ¿Acaso afanosamente? A
veces sorprendía en ella una agitación, un estremecimiento febril,
como de hembra en celo. Y a él le parecía entonces sentir su llamado

50
• udible para otros, la insinuación de una promesa, de una miste-
riosa entrega.
• Sería que volvía a ascender a las nubes como antes, como tanto
s e le había reprochado?
• Sería que echaba de menos algo que no sabía que era o que tal
z no había conocido, pero que estaba en algún lado, acaso cerca
de él, acaso... acaso el amor?
Turbado el ánimo, sin atreverse amirar dentro de sí mismo, Pablo
e reintegraba a su escritorio, procuraba concentrarse en la monó-
tona tarea de ordenar, en columnas simétricas, montañas y monta-
ñas de cifras.
Sin saber mucho de eso, empezó a parecerle un día que las
montañas se rebajaban levemente, pero sin interrumpir el ritmo de
descenso. También las horas de trabajo ofrecían inusitadas pausas.
De ello dedujo que el negocio de los centrales que allí se traducía en
dígitos escuetos, no marchaba muy bien. Algo fallaba por algún
lado, ligeramente todavía, imperceptible casi para otros no dotados
del fino olfato suyo. Era como si en el complicado engranaje
financiero, una de las múltiples ruedas hubiera perdido un dienteci-
11o. La rueda, al girar, brincaba en llegando a cierto punto; proseguía
luego el giro, volvía a brincar allí, se detenía ahora, pero giraba de
nuevo hasta que en determinado instante, al llegar al brinco,
quedaba ya trabada, no girabamás. ¿Qué era lo que estaba sucedien-
do entonces?
Bueno, pues sí... Sucedían cosas. El gran central azucarero donde
él había vivido un año, aquella hermosura de acero entretejido en
palpitantes formas geométricas, con su cortejo de trenes propios,
posturas ondulantes, planicies afelpadas por los cañaverales que se
extendían hasta el horizonte, aquel coloso por el que habían ofrecido
unos meses atrás millones de pesos, sin que el dueño se resolviera
a venderlo, ya no daban por él medio millón. Y un conocido hombre
de negocios se suicidaba en su palacete del Vedado, porque al
perder de golpe su fortuna, no le quedaba más que un milloncejo...
La Danza de los Millones decrecía, se iba volviendo sorda como
una música que se alejaba...

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Y entonces las paredes de la oficina se estrecharon más sobre 'i
confinado ahora, por primera vez desde que llegara a Cuba, en un-
involuntaria inacción, como si todos, huyendo de la marea nu
sentía avanzar en torno suyo, se hubieran olvidado de él.
Aquella posición le resultaba molesta; comprendía que ya su
oficios estaban de más en la oficina, y optó por presentar la dimisió
de su intrascendente empleo, al modo que la pulga libraba de su peso
al elefante.
En aquel vértigo de millones desintegrándose, nada significaba
esto para la economía de la empresa, pero sea como fuere, tampoco
estaba dispuesto a amarrarse por el resto de su vida a una máquina
gestadora de frías cifras que no daban lugar a la ilusión. No era
romántico, pero alguna necesitaba para vivir, pues que de realidades
estaba ya bien harto.
Había cumplido veintisiete años, y no acababa de encontrar su
verdadera ruta. Quería libertad para buscarla, para actuar de algún
modo que lo orientase en su dirección, aun en aquel ambiente poco
propicio para aventurarse en cambios, aun a riesgo de equivocarse
otra vez. Aceptaba los errores siempre que fueran suyos, pero no iba
a seguir pagando por los errores de los demás. Esta resolución
exigía que fuera él mismo quien escogiera sus propios medios.
En aquel momento y en sus circunstancias, con una familia que
mantener sobre los hombros, semej ante audaciaparecía simplemen-
te una locura; pero una vez tomada una resolución, se había visto
que no retrocedía. Por el contrario, creo más bien que las dificulta-
des constituían para él un acicate, una atracción que lo impulsaba,
a veces peligrosamente, a saltar por encima de ellas.
Esos arranques, esa vocación por conquistar a pulso cimeras
posiciones, al parecer inaccesibles para él, tendrían que mantenerse
vivos mucho tiempo, ya que el éxito iba a tardar bastante en
rendírsele.
Un día creyó observar cierto hormigueo humano en derredor de
los grandes, macizos y flamantes edificios bancarios. Se asentaban
éstos por la llamada Habana Vieja, alzándose con arrogancia casi
humana por sobre las ruinosas casonas coloniales, que parecían
agobiadas por su vecindad.

52
gentes entraban y salían por estos edificios, en una suerte de
^agitación que no dejó de intrigarle. Se dirigió a los que tenía
m
erca con preguntas, pero ninguno parecía oírle. Ni siquiera
notar su presencia.
Otro día, andando un poco a la deriva por las calles de la ciudad,
o andan las gentes sin empleo, vio precipitarse multitudes, al
° cer enloquecidas, hacia las puertas de los bancos; pero ya no
' rlían entrar porque esa mañana, sin ser fecha feriada, las puertas
abrieron. Supo así que los bancos se habían declarado en

Hubo dos o tres excepciones: la esposa de uno de estos magnates


de lasfinanzas,vendió todas sus joyas en un esfuerzo por salvar la
buena reputación de su marido. Entre ellas estaba el famoso collar
de brillantes, que en el pasado invierno había deslumhrado a la
concurrencia, en las noches de ópera. Pero aun este sacrificio
personal, no evitó que la ruina fuera completa.
Porque creo que la enaltece el gesto, dejo aquí el nombre de la
dama. Llamábase Nicolasa Zabalade Llerandi, y andando el tiempo,
sería Pablo quien le procuraría la modesta posición, en la cual pudo
dignamente ganar para ella y sus hijos menores, el pan de cada día.
Otra excepción fue la de unos banqueros de origen catalán
apellidados Gelats. Estos señores, cuyo concepto del honor estaba
por arriba de ellos mismos, no sólo abrieron de par en par las puertas
de su banco, sino que las mantuvieron abiertas día y noche, mientras
detrás de las ventanillas enrejadas, padre e hijos, personalmente,
arremangadas las camisas al par que sus empleados, no se cansaban
de hacer correr riadas de dinero desde sus manos firmes hasta las
manos temblorosas de los clientes.
Pablo recordaba que ante aquel despliegue de sereno valor y de
honradez, la revuelta masa, presa de pánico, se detuvo por unos
momentos... Pero como bien dicen, el dinero es buen servidor hasta
donde no se torne en amo o no se acobarde, lo cual suele sucederle.
Por supuesto, había entonces razones para acobardarse, y el mo-
mento de reflexión no prevaleció.
No recuerdo si los banqueros de referencia se arruinaron a causa
de su heroica conducta; creo que en todo caso, se recobraron

53
después. De cualquier forma, el recuerdo de estas actitudes exc
cionales perduró mucho tiempo en la memoria de la ciudad. ^
Gran impresión tuvo que causar en el ánimo de nuestro jove
aquel resquebrajamiento de todo un país. En su persona, nada 1
afectaba, pues no poseía dinero en bancos ni fuera de ellos, pero 1°
catástrofe colectiva a que asistía, aunque sólo fuese como especta
dor, la ola de escándalos, suicidios y demencias que siguió el
silencio que se hizo de pronto en la ciudad, como después que pasa
un huracán, todo se le quedó indeleblemente grabado en la concien-
cia, y en lo profundo de ella preguntábase si valía la pena luchar año
tras año para reunir lo que podía perderse en un minuto.
Le fue dado seguir con sus propios ojos la tragedia de muchas
familias, quericaso simplemente acomodadas la víspera, amanecían
súbitamente empobrecidas. Y no eran sólo las clases pudientes las
arrebatadas por el maremoto; también la clase media y hasta los
humildes trabajadores, obreros, amas de casa, mujeres del servicio
doméstico que habían logrado hacerse de unos ahorros con la
esperanza de una vej ez tranquila, se veían de pronto envueltos en la
vorágine, sin saber ya de dónde asirse, dónde afirmar los pies
quedados en el aire.
Todos, ricos y pobres, cada uno dentro de su esfera, habían
perdido con los bienes materiales algo más que esos mismos bienes:
habían perdido aquella sensación de seguridad de que nos habla
Stephan Zweig en su libro El mundo de ayer. Y sabemos que él
mismo no pudo sobrevivir a esta pérdida.
Sensación de seguridad era la que ya Pablo habí a percibido apoco
de llegar a Cuba, la que le había permitido emanciparse del niño,
renacer hombre.
Pero ahora esa imagen también le fallaba, y ante aquel derrumba-
miento de algo que parecía tan sólido, ¿cómo volver a tener
confianza en principios tenidos hasta ese instante por inconmovibles,
si a las mismas plantas de él, se iban también abajo con las obras
sobre ellos cimentadas?
Puede que esta experiencia —este impacto, como dicen ahora—
sirva para interpretar el desorden económico que reinó siempre en
toda su existencia, cuyos efectos, al final, habrían de repercutirían
dolorosamente en la mía.

54
el que haya podido sacudirse entonces la polvareda del
i me que de un modo u otro también le alcanzaba, muestra en
íuna entereza de carácter nada común.
nt o en su situación ya se habríarendido. Muchos lo hicieron por
c e s Y como muchos, hubiera naufragado en el alcohol, en los
11
°tos o en las cárceles. Cierto, estaba la familia, mas casi siempre
" stos casos, deja de ser ella un estímulo para convertirse en un

Y él dio en aquel momento la medida de su estatura, carácter


ral' era el decisivo en su vida, aún más que el otro en que decidió
mbarcar a Cuba. Porque dos años antes, Cuba era la Tierra
Prometida o era al menos un interrogante donde podía estar su
orvenir. Y ahora Cuba también se tambaleaba junto a él.
Era como si el destino se complaciera en poner a prueba su
capacidad para absorber desastres, sus cualidades de gladiador.
Gladiador, digo, porque éstos eran los hombres que luchaban con
una sola alternativa, la victoria o la muerte, y dentro de aquel sismo
socioeconómico, él estaba luchando así.
Él vivía esta hora de la Isla en todo su dramatismo, pero también
se defendía del contagioso descorazonamiento. Una cosa sabía, y
era que había sido él quien escogiera esta tierra para su segunda
nacencia, y una vez más se repetía que allí tendría que nacer de nuevo
si no quería morir.
Presentía que en ella habría de sufrir mucho, no sólo en el
presente, sino también en el futuro, si es que futuro había para él.
Y aun así, comenzaba a amarla como se ama a veces el peligro,
a la mujer que no acaba de rendirse, el potro altivo que se tiene que
domar.
Pero de igual modo que presentía el combate, presentía también
metas de triunfador. Y no importaba que estuvieran lejos. ¿No era
la vida digna de vivirse? ¿No era ésa la vida?
Decir ahora en cuántos oficios habría de enrolarse en lo adelante,
en cuántos proyectos vencería o fracasaría, en cuántos lugares de la
Isla se le vería aparecer y desaparecer por temporadas, vendiendo
unas veces vinos, otras calcetines, hoy jabones de olor, mañana
colorantes o betún de zapatos, pero siempre con la sonrisa a flor de

55
labio —su sonrisa podía ser también un arma de combate Se
d
una tarea que iba a hacer esta historia interminable.
Fue entonces cuando lo conocí. Sus múltiples y cambiam
ocupaciones no le habían impedido seguir cultivando la flor de \*
amistad, que era la única flor, el único lujo que se permitía, al iguai
que sus cambiantes y múltiples lecturas, que le habían permitid
conocer algo, poco, de una poetisa adolescente, hija de un general
famoso, de la cual empezaban a ocuparse revistas y periódicos
La poesía no le interesaba mucho, y la foto de la muchacha que
había visto publicada, con su expresión melancólica y meditabunda
no era para atraerle. Pese al azaroso camino recorrido en aquellos
años, él era alegre por naturaleza —no por otra cosa—, y la gente
alegre no quiere nada con los tristes. Y yo era triste, también por
naturaleza, sin que, por el momento, nada justificara tanta tristura
Al menos en mis asuntos personales, que en lo demás ya era otra
cosa.
Quedamos pues, en que ya él sabía poco más o menos, quién era
yo, aunque yo, naturalmente, no sabía nada de él.
Un día, en casa de un amigo director de una revistajuvenil llamada
Nosotros, que aún sobrevivía al cataclismo como las briznas de
hierba al vendaval, volvió a dar con el nombre de la muchacha.
Era la tercera vez que esto sucedía. La segunda había sido el año
anterior, también como la primera, en los periódicos, si bien
relacionado entonces con algo muy aj eno a la poesía: se la aludía de
pasada, en ocasión de una súbita y notoria desgracia acaecida en su
familia.
Pero ahora acababa de verlo escrito por ella misma, y su atención
quedó prendida por más tiempo que antes.
Era un nombre desusado en su tierra, y a él le pareció bonito.
Estaba al pie de una carta, por supuesto, no dirigida a él, sino al
director de la revista. Pero ya el trazo de la letra en el sobre, había
atraído su atención.
Lo de la letra se debía a que yo, bastante desocupada por aquel
tiempo, me entretenía en hacer piruetas caligráficas, y lograba con
ellas unos caracteres casi chinos.
Pues bien, le interesó la letra, y tomó el sobre para observarla
mejor. Vio que éste estaba ya abierto, y como todo papel escrito que

56
«i sus manos lo leía sin escrúpulos de conciencia, extrajo
cayera cu °u" r0
la carta y la ley -
Fl texto carecía de interés; la joven se limitaba a agradecer al
tinatario un artículo en el que se la elogiaba, y al mismo tiempo
ofrecía el número de su teléfono para aclarar ciertos detalles.
6
El número del teléfono se le quedó en la memoria, pero no llamó
enseguida. Por lo menos, eso contaba él.
Pasaron unos días, y de pronto llamó. Era el 20 de octubre de
1920.

57
DESGRACIADO EN EL AMOR Y AFORTUNADO
EN EL JUEGO DE LA VIDA

Ahora séame permitido pasar por alto el largo y doloroso proceso


de aquellas nuestras relaciones.
Mi familia se opuso tenaz y fieramente a ellas. Reconozco, creo
que lo reconocí siempre, porque desde entonces ya era justa
reconocí, sí, que mi familia tenía razón, que Pablo no podía ser para
los míos más que un desconocido sin unaprofesión definida, sin una
posición estable, con más trazas de aventurero que de otra cosa.
¿Qué móvil sino la ambición—porque se veía que era ambicioso—
podí ajustificar en tales condiciones y en tal momento, su pretensión
de unirse a una rica heredera?
He querido siempre ver este asunto objetivamente, es decir,
desde fuera; fuera del huracán y no arrastrada como fui por toda su
turbulencia.
Era difícil, pero creo que lo logré. Les di la razón. Aceptando que
las apariencias condenaban al hombre que yo amaba, se la di a ellos,
en contra mía y en contra de él, que por primera vez pareció dejarse
abatir por la desgracia, y yo misma rompí los lazos con que acaso
inexpertamente me había dejado atar.
Pero siendo, como fui, capaz de esto, ¿cómo explicar la rigidez
de los procedimientos, la frialdad con que se asistía a mi luchamoral
y explicar esto en seres que hasta entonces me habían hecho objeto
de todas las ternuras y todos los cuidados? ¿Qué pecado había sido
el mío, que no los conmovíami total entrega en sus manos? Y, luego,
los medios que se emplearon para hacer imposible toda reconcilia-
ción, todo encuentro, toda mirada; medios tanto más duros cuanto
más ridículos, y tanto más ridículos cuanto más innecesarios.

58
había ya, desde el primer momento, aceptado la ruptura, no
h h'a sometido, no lo había sacrificado a él? Y aún más que eso,
m
h hecho, había comprendido que, desde su punto de vista, mi
T tenía razón para pensar así; que todo estaba en contra de
^hl ' vpor tanto era él quien tenía que ser apartado de mi camino.

r eí hacerlo, pero él no se apartó. Fui yo la que se fue apartando


do retrocediendo hasta el fondo de sombras que poco a poco
' trababan. Fui yo la que, sin dejar de quererlo, no paré hasta
auedar fuera de su alcance.
Pasaron los afios. El país se recuperó pronto del golpe asestado
el año veinte. Una vez más hacía bueno el sobrenombre de Isla
Corcho; isla capaz de salir a flote cada vez que la sumergían.
Superados los días de confusión y pánico, olvidadas las víctimas,
porque éstas se olvidan sin mucho esfuerzo, las Vacas Flacas del
sueño faraónico no lo fueron tanto que murieran de hambre, a pesar
de que faltó un José bíblico que aconsejara juiciosas medidas para
conjurar el mal. Y sin volver a la áurea danza, el crédito y la
estabilidad se consolidaban, daban lugar a una bastante más mode-
rada, pero apacible bonanza.
Pablo había aprovechado bien el viraje del viento. Aguijoneado
más que nunca por la humillación sufrida, dio nuevos ímpetus a las
viejas ambiciones que tenía un tanto olvidadas y empezó a subir de
nuevo, no ya de peldaño en peldaño, sino de dos en dos, de dos en
tres y hasta de tres en cinco. Ahora la suerte parecía acompañarlo
y le hacía rápida la ascensión, como si quisiera indemnizarle el
tiempo perdido, la ilusión perdida.
Avanzar, subir siempre, se convirtió en una idea fija, en una
obsesión para él. Sin una clara meta todavía, pero con la certeza de
que ya nadie volvería a humillarlo, a echarle en cara su oscura
medianía.
Ingenuamente había creído que bastaba ser sincero para ser
escuchado, y ahora sabía que no era así, y que incluso la sinceridad
podía tomarse como otra máscara en el perenne y trágico carnaval
de la vida.
Pues bien, se serviría de una máscara para moverse en este mundo
que le era hostil. Se serviría de lo que fuese menester para despegar-

59
se de una vez del montón anónimo, para zafarse de la masa inform
a la que él pertenecía, un conglomerado humano sin nombre
fisonomía y sin destino. ' !n
Ignoraba al principio qué podía hacer para lograrlo, ignorah
posiblemente qué podía hacer de él mismo, y es asombroso que 1
un momento así haya acertado con la única ruta que podía llevarl
al fin propuesto, con la única carta que podía jugar con éxito en la
vida.
Cómo acertó, cómo llegó, no lo sé bien. Quizás una pequeña
coincidencia, un botón a oprimir, que entre muchos resultó ser el
decisivo, como aveces media vuelta de llave, una ligera chispao una
gota de -reactivo bastan para desencadenar una serie de fuerzas
eslabonadas, lo mismo en un motor que en un tubo de ensayo.
Comprendo que muchos piensen que mi historia se quiebra en
este punto, pues aun recurriendo a imágenes extrañas, no me es
dado explicar suficientemente algo para entenderla, como tuvo que
ser el mecanismo que tras tantos fracasos, puso en marcha su
sorpresiva carrera.
Yo misma me he preguntado muchas veces cómo pudo llegar a
donde llegó, alguien tan desposeído de medios para conseguirlo, tan
desconocedor del terreno donde debería batirse y, enfin,tan carente
de armas para tal combate.
Mucho tiempo después, en el muy breve que pasamos juntos, él
trató de explicármelo; pero la comprensión me resultaba difícil,
probablemente por lo extraño que era todo a mi carácter y a mi órbita
y, sobre todo, por lo nimio que juzgaba yo el punto de partida de su
argumento.
Dejando aparte aquella especie de magnetismo que, sin duda, de
él dimanaba, Pablo solía decirme que su triunfo en la llamada alta
sociedad (lo era, aunque ya ahora no sea nada), dependió, en buena
parte, de la habilidad que tuvo para reservar sus mej ores homenajes,
no a las muj eres más j ó venes y bellas, sino a las que ya habían dej ado
de serlo.
Pudo acercarse al mundo en que habitan, gracias a las famosas
cartas que trajo consigo, y que dado lo azaroso de los últimos
tiempos, aún no había tenido ocasión de exhibir. Pero apenas logró
deslizar un pie en aquel terreno, ya supo lo que tenía que hacer. Estas

60
damas, que se sentían un poco arrinconadas, desplazadas por
ViejaS
entud siempre petulante y arrolladora, no podían por menos
13 J U
nnmoverse ante aquel joven elegante, no mal parecido, pronto
qU
^ anzarles una butaca, un plato ya servido del buffet, o a sentarse
° versar con ellas simplemente, interesado en las cosas de su
3C
°oo o en sus obras de caridad, mientras la muchachada se
^treeaba, como decían las antiguas reseñas de salones, a las delicias
del baile.
Tamas olvidaba el día de santo de sus ancianas amigas, ni de
viarles ese día un ramo de flores con su tarjeta, o de celebrar
soecialmente sus galas cuando se iniciaba ya en la crónica social.
Porque hay que saber que no era la crónica, como corrientemente
e creía la que daba al cronista carta de naturaleza en el fenecido
sran mundo habanero. Muchos escribieron crónicas y no lo consi-
guieron i amas. Era cierta sutileza, cierto savoirfaire (aquí cabe bien
el galicismo), cierto don de gentes que, al parecer, en Pablo era don
intuitivo.
Como mi pensamiento sólo estaba en ti —me explicaba—, no
me parecía gran sacrificio prescindir de la compañía de mujeres
jóvenes, que nada decían a mi razón ni a mis sentimientos, y
cambiarlas por la de otras que si bien no decían nada a mis
sentimientos, decían mucho a mi razón.
Ellas, desde la altura de sus años y de la posición que habían
alcanzado entre los suyos, dominaban muchas esferas, tenían a su
favor la experiencia, y se sentían muy inclinadas a tomar bajo su
protección al joven que las tenía en cuenta, que les mostraba una
respetuosa admiración, una atención afectuosa, que con el trato
llegó a ser desinteresada y sincera.
Estas deliciosas confidencias que puedo repetir porque ahora ya
él está muerto, quizás parezcan a algunos un tanto cínicas y
descarnadas, pero no lo eran en absoluto; al menos él las decía con
tanta gracia, y para decirlo así, con tanta inocencia, que daba la
impresión de ser un niño desarmando un juguete que podía volver
a armar, sólo para explicar cómo lo había puesto en movimiento.
No todo, sin embargo, era tan sencillo como él pretendía, en aquel
juego. Había otros resortes que tocar o no tocar, de cuyo acierto
podía depender el engranaje, el buen funcionamiento de las piezas.

61
Estaban, por ejemplo, los partidos políticos, de los cuales nro
raba mantenerse equidistante, sin descuidar por supuesto el culf i
personal de las figuras de más relieve en ambos bandos N°
excediendo dicho cultivo los límites sociales que él mismo se fijak °
no era de temer que el dispensado a los de una facción perjudica'
a
o lastimara a los de la otra.
Previsora medida que también requería tacto, porque en lo
avatares de nuestras democracias, los que hoy estaban abaio
mañana podían estar arriba, y la crónica tenía que ser una especie de
país neutral.
Dentro del sistema republicano del que hasta ahora tanto presu-
miamos, ante otras caducas formas de gobierno, había sus excepcio-
nes, como se sabe, por las convulsas tierras de nuestra América. Fue
después, cuando la instalación en el poder con carácter de perma-
nencia habría de extenderse por todo el continente de habla hispá-
nica. Es de suponer que entonces la crónica social, de seguir
existiendo, no hubiera tenido que hacer tantos equilibrios.
Pero entre éstos y otros, también se daban ciertosriesgos,y
algunos menos sujetos a cálculos prosaicos: el de enamorarse, por
ejemplo.
Si era con carácter formal, esto es, con buenas intenciones, como
se decía antes, el cronista debería evitarlo. En términos generales,
no le convenía hacer obj eto de su predilección a una muj er determi-
nada, y menos unirse a ella con cualquier clase de coyunda.
El cronista debería ser, en primer lugar, un «hombre suelto», apto
para invitarse a cualquier sitio o evento, sin tener que contar con otra
persona unida a él.
Esto significaba la obligación de conservarse «listo», como los
bomberos para acudir a un fuego, si era llamado a última hora a
ocupar el puesto en una mesa de etiqueta donde fallaba un invitado.
O para ser el compañero en las comidas elegantes, de viudas o
divorciadas, cuyo número por esos predios, era siempre mayor que
el de los hombres.
Algo más: tenía que conservar, digamos que en potencia, la
posibilidad de rendirse en algún momento a los encantos de alguna
fémina de su ambiente, sin acabar de rendirse a ninguna.

62
daba margen a que muchas damiselas, sobre todo las que ya
' de cierta edad, tornándose algo soñadoras, se hicieran la
Cef
^n de que esos encantos residían precisamente en sus respecti-
vas personas.
T i curiosa modalidad explica que salvo Fontanills —soltero él
o mucho tiempo—, ningún cronista casado tuviera éxito en su
mlS
f ion y j o s qUe la ejercían, si era el caso, aguardaban a verla
consolidada para acogerse al himeneo.
T a Habana por ese tiempo florecía en mujeres muy femeninas,
1 ea la redundancia, mujeres verdaderamente seductoras, y más de
a sé que ejerció su influjo en Pablo, aunque sólo haya sido
platónicamente.
Guardó hasta casi elfinalde su existencia una verdadera devoción
cierta dama bellísima, casada ella, y madre de hijas casaderas,
aueunía asus gracias físicas un trato afable y una fina espiritualidad.
Pablo la vio por primera vez cuando todavía no era más que un
insignificante amanuense en las oficinas del acaudalado esposo, y al
parecer quedó deslumhrado por la fugaz aparición.
Iba de luto por su padre, y pasó por delante de mí sin verme;
pasó como un meteoro, y el que estaba a mi lado se rió al ver cómo
laseguíacon los ojos. Pero yo le dije: «Algún día bailaré con ella...»,
y él, riendo siempre, preguntó socarronamente: «¿Te conformas
con eso?» Y a mí me pareció que la ofendía y contesté: «Me
conformo con eso.»
Y ya ves, he bailado con ella muchas veces, y con eso me he
conformado. Nunca le dije nada. Puedes creerlo.
Y lo creía, porque Pablo jamás me dijo una mentira, aunque más
de una vez haya permitido que yo ignorase una verdad.
No es necesario ni conveniente poner aquí el nombre de la dama,
porque aunque sé que la devoción no descendió del altar donde él
la había colocado, otros pudieran no pensar lo mismo.
Corría el año 1924, nosotros ya estábamos definitivamente
separados, y mientras yo me retiraba más aún al fondo del escenario
en penumbras, él avanzaba resuelto hacia la luz.
Y sucedió que una famosa condesa inmensamente rica, tuvo la
ocurrencia de celebrar en su mansión del Vedado un baile de disfraz,
según la moda del Segundo Imperio.

63
Pablo no conocía más que de nombre a esta señora, y tampoco
fácil el acceso a ella. No podía soflar con ser invitado a lafiestab
que ése hubiera sido, como pensaba, el espaldarazo de su carrer
Las gentes de ahora o de mañana, si disponen de tiempo na*
leerme, pensarán que tal aspiración, a más de vana, era ridicula
No lo era en modo alguno en aquel mundo desaparecido del cu i
sólo quedará pronto una leyenda como la de la Atlántida, confus
urdimbre de hilos ciertos e inciertos.
Para Pablo y para casi todos, no se trataba del baile en sí, ni de lo
que uno podía divertirse en el baile: lo que andaba enjuego era una
posición social privilegiada —que de un modo u otro, las ha habido
siempre—, una posición que trascendía a muchos campos, incluso
al político.
Pues bien, durante los preparativos del sarao, surgió una dificul-
tad; para realzar aún más el espectáculo, ya muy brillante de por si
un grupo de jóvenes parejas deberían efectuar en mitad de la fiesta
uno de los complicados bailes de la época. Pero..., ¿cuál sería ese
baile?
Alguien no muy versado en Historia, sugirió el minué... Por favor,
por favor, protestaron otros, si eso ya no se usaba ni en el tiempo de
María Antonieta.
—¡El rigodón, entonces —propuso una vieja marquesa, que
recordaba haberlo bailado cuando vino la Infanta Eulalia.
Tampoco, señora mía. El rigodón se puso de moda después de
haber caído el Segundo Imperio.
Al fin alguien se atrevió a insinuar —no deseaba caer en los
lamentables fallos anteriores—, se atrevió, digo, a insinuar una
danza que más o menos podía situarse a mitad de camino: los
Lanceros.
La insinuación tuvo más suerte, ya que por lo pronto era un baile
de figuras que no conocía nadie. Así, pues, ¡los Lanceros!, acorda-
ron todos. Pero ahí venía la segunda dificultad: ¿Quién recordaba en
Cuba los Lanceros?
Quizás pudiera recurrirse a una estampa de la época; pero una
estampa carece de lo que es esencial en toda danza: el dinamismo.
¿A quién acudir en la ocasión?

64
uiondo del problema —cosas así podían constituir un proble-
una era en que no había que hacer colas ni pensar en la carrera
ma
^ entista , hablando pues, del problema en casa de una de las
^ y aristocráticas amigas de Pablo, ésta presentó enseguida la
ansiada solución.
Fl sabía bailar los Lanceros. Los había bailado muchas veces en
obsoletos salones de su tierra de origen y, desde luego, estaba
« uesto a iniciar en sus misterios a las jóvenes parejas que se le
señalaran.
Nadie habló de pagar dichas lecciones, porque hubiera sido
fender a aquel muchacho tan correcto, tan gentil, tan desinteresa-
, Tampoco nadie hubiera pensado —salvo tal vez el mismo
p kj0 todo lo que iba a ganar con aquellas lecciones.
Cuando la oronda anfitriona corrió a dar la buena nueva a la
condesa, ésta se alegró mucho, pero después pareció quedar
perpleja: recibir un servicio sin tener que pagarlo era algo que no
entendía bien, y no sabía cómo proceder en la ocasión.
Bueno, María, él no me ha dicho nada, pero yo creo que si lo
invitas a lafiesta,ya quedas bien.
La condesa vaciló todavía unos momentos. Hubiera sido más fácil
pagar que invitar, pero, en fin, ya que no se podía lo primero, se
conformaría con hacer algunas preguntas que seguramente su amiga
estaría en disposición de contestar. «¿Cómo era el joven? ¿Podía
conducirse correctamente en un salón? ¿Qué se sabía de su familia?»
Bueno, de su familia no se sabíanada, pero en cuanto a corrección
de conducta y modales, ella podía responder. ¿No lo recibía acaso
en su casa? Pues bien podía la condesa recibirlo en la suya, y con
mayor razón si lo necesitaba.
Después de todo, pensó ésta, nada perdía con invitar al que por
el momento le iba a ser útil; después, con no darle más entrada todo
quedaba arreglado.
Eso pensaba ella, porque no sabía de la sutil habilidad de Pablo.
Una vez que le abrían una puerta, no había manera de cerrársela.
Quedaba instalado en su recinto por todo el tiempo que se le
antojara.
Y así fue, en efecto. Enseñó a los muchachos los graciosos
arabescos de los Lanceros, tomó el té con la condesa en las tardes

65
de los ensayos, mandó hacer su disfraz, que pagó a plazos fi
baile, y casi puede decirse que lo consideraron el rey de la fiesta V
c
una sola noche se ganó a toda la concurrencia. '
Esa misma condesa, ante quien se había presentado como
desconocido, lo tenía constantemente invitado a su mesa cua H
estaba en La Habana, y era ya tradicionalmente, hasta que n
casamos, su compañero fijo en los sonados Bailes Rojos, que u -
vez al año celebraba el archielegante Country Club.
A propósito de ello, y porque pinta con breves pinceladas i
complejo carácter del que fuera mi esposo, diré aquí que en un
ocasión la altanera directiva de ese club, decidió a última hora QU
nadie que no fuera socio del mismo pudiera presentarse allí la noche
consagrada a su famoso baile.
Pablo no era socio ni necesitó serlo de ninguna agrupación, pues
ya en el pináculo de su popularidad, todas las puertas se abrían a su
paso, incluso las del Palacio Presidencial. En cuanto a las del club
de muchos años atrás venía franqueándolas sin que a nadie se le
ocurriese exigirle tal requisito.
El golpe imprevisto estaba dirigido a él, personalmente, pues se
sabía el puesto que le reservaba siempre la condesa, y como ya
hemos dicho, nunca le faltaron enemigos. De rebote, la alcanzaría
a ella, que también los tenía a causa de sus millones y de su carácter
un tanto atrabiliario.
La señora, como socia y viuda, tenía derecho a invitar a un
compañero aunque no fuese socio del club, según el reglamento,
mas con la nueva disposición, ya no tenía derecho a invitar al que lo
había sido siempre.
Lo primero que pidió Pablo al enterarse, fue que no le dijeran nada
a la dama. A continuación se enfrentó con la directiva y preguntó lisa
y llanamente cuánto tenía que pagar.
La suma era bastante respetable y tal vez por ello no estaban
aquellos señores preparados para tan rápida reacción. Un poco
confundidos balbucearon una cifra, a ésta habría que añadir también
las cuotas no percibidas en todo el tiempo, luego quizás los
intereses, y lo principal, los antecedentes del presunto miembro.
Eran formalidades que...

66
p blo los interrumpió poniendo sobre la mesa un buen rollo de

_ Cuenten luego, y si no es bastante, volveré mañana.


En cuanto a los antecedentes, tómense tiempo para averiguar-
}
Y ahora hasta la noche. Que todos la pasemos bien.
° Al día siguiente, la condesa se enteró del incidente, pues estas
nu nca pueden ocultarse por mucho tiempo.
Llena de cólera llamó al presidente del club, que naturalmente no
cudió al teléfono y luego uno por uno a todos los miembros de la
directiva, con igual resultado.
Sabido era que la condesa cuando se enfurecía desplegaba un
vocabulario digno de los escritores modernos.
Entonces llamó a Pablo, todavía con la voz temblorosa por la ira.
Como éste era el único en responder a su llamada, aunque no el
responsable del entuerto, no quiso dejar pasar la ocasión de desaho-
garse.
¡Cómo se había dejado sorprender por esos insolentes! Bien
sabían todos que ella podía invitar a quien le diera la gana; plegán-
dose a la conjura, casi él mismo parecía ignorarlo...
—Señora —la atajó él muy suavemente—, señora, escúcheme,
se lo ruego. Tratándose de usted, ¡cómo iba a entrar yo a discutir
esas cosas! Además, amiga mía, el honor de sentarme a su lado bien
valía ese dinero, y más que fuera...
La condesa estaba acostumbrada a la adulación, pero no a esa
galantería de corte fino e ingenioso. Quedó unos instantes en
silencio, un silencio acaso un poco emocionado... Luego, reponién-
dose, acertó a decir:
—Está bien, Pablito. Usted es algo único.
Creo que si en aquel momento Pablo hubiera solicitado su mano,
se la hubiera otorgado, bastante aturdidamente.

Pero no fue ése el trance más difícil de su vida social. Lo verdade-


ramente grave, casi imposible de salvar, lo que hubiera podido dar
al traste con su carrera, sucedió cuando al famoso senador propie-
tario del periódico donde aparecía su crónica, don Alfredo Hornedo

67
y Suárez, le deslizaron una bola negra al presentarse como asn
a socio del Habana Yacht Club. ' P1%11
El señor Hornedo no había querido contar con los buenos of
del que después de todo no era más que su subalterno. No n0C
los despreciara, sino porque no los creía necesarios simplertie !Ü
Hombre muy autosuficiente como Pablo, pero con menos fi f
psicológica para tratar con un elemento que no era el SUU
consideró su sólida posición financiera y política, su reconoc'
prepotencia, factores bastantes para que los señores del exclu/
club se rindieran a su paso.
No fue así, y excusado está decir el desastre que esto signifiCak
para Pablo. Hornedo era no sólo su superior, su jefe, era también
uno de los pocos verdaderos amigos con que podía contar. Sabí-
que aun en medio de sus rudezas, el senador le profesaba un afecto
muy parecido al paternal.
Por otra parte, estaba el periódico. ¿Cómo conciliar la crónica
social en que casi diariamente aparecían y teñían que aparecer notas
sobre el aristocrático club y el agravio inferido a aquél de quien
dependía la crónica? Estas notas, si bien no reportaban nada
económicamente —otra experiencia suya era que la aristocracia
creía ya contribuir bastante con sus nombres—, en cambio influían
poderosamente en el ánimo de los lectores no iniciados en los ritos
del gran mundo, pero todos muy interesados en seguirlos paso a
paso. ¿Cómo conciliar aquellos intereses que eran también los
suyos, con la justa ira de su protector, que a voz en cuello clamaba
por venganza?
Como es de suponer, inmediatamente recibió orden de presentar-
se en su presencia. Ya casados, me contaba él que por unos minutos
pensó meterse en cama pretextando una indisposición repentina,
pero enseguida su fortaleza de ánimo se sobrepuso, y partió derecho
al encuentro del toro.
Por el camino iba pensando qué decirle, pero como las ideas
bullían y se atropellaban en su cerebro sin poder apresar ninguna,
decidió como los buenos oradores en los momentos más difíciles,
dejar todo a la improvisación.
Cuando llegó, encontró a Hornedo sentado en una butaca,
enarbolando su ya clásico bastón, y con él daba fuertes golpes contra
el suelo.

68
lo saludó con aquella su sonrisa seductora, pero que en
i °omento no sedujo a nadie. Como suele decirse, no estaba el
aq
para rosquillas. "
h0I
^° a tratar de reproducir el diálogo que tuvo lugar allí, tal como
i efirió él mismo, y otra persona más que fue también testigo
me
n a Lo creo verdaderamente todo un tratado de psicología.
Q3 detenerse en saludos ni en cortesías, Hornedo se dirigió
Jotamente a él, apuntándole con el bastón.
3
Desde mañana, óyelo bien, desde mañana no volverá a apare-
" c a m á s en mi periódico el nombre del Habana Yacht Club.
f , o m o s i nunca hubiera existido. Más aún: te abstendrás de
currir a ninguna de sus fiestas, a tratar con sus socios, en fin, de
todo lo relacionado con ellos.
—Muy bien, mi jefe. Pero..., ¿podría usted explicarme el motivo
de tan drásticas medidas?
Homedo lo miró como se mira a un chiquillo que hace una
pregunta tonta.
—Entonces, ¿es que no sabes nada, tú que presumes de estar
siempre enterado de todo?
—Naturalmente que lo sé, jefe.
—¿Y no sabes igualmente que yo soy el dueño del periódico, y
puedo hacer con él lo que me venga en ganas?
(La expresión fue algo más cruda, como ya puede imaginar el
lector.)
—Ahí está el punto —saltó Pablo—. Precisamente, si yo fuera el
dueño del periódico no obraría así. Con ello me estaría poniendo al
descubierto, manifestando ante esos señores y ante todo el mundo,
que había recibido la estocada en pleno pecho. Y usted es un hombre
demasiado importante, demasiado poderoso para considerarse ofen-
dido por gentes desocupadas, que sólo saben beber y tirar el dinero
a las cartas. Usted no debe intentar siquiera medirse con ellos.
El rostro descompuesto del que oía, se había ido serenando. Por
lo menos escuchaba con atención, y parecía deseoso de seguir
escuchando.
Pablo, muy animado ya, puede decirse que muy inspirado,
prosiguió:

69
—Además, piense que aunque el periódico es suyo y sólo
usted no debe dar esa sensación. Y menos utilizarlo para volcs ^°
él sus resentimientos personales, por muy fundados que éstos
Aquí hay muchos diarios, pero cada uno al servicio de un perscm *
de un partido o de una clase: el suyo, en cambio, es el único di ^
del pueblo, el único que puede llamarse verdaderamente derno
tico. No sé si usted se toma el trabajo de leerme, pero si así tu
vería que a diferencia de otras crónicas sociales, en la nuestra
esto de «nuestra» lo acentuó bien— aparecen con frecuen l
entremezclados con los grandes apellidos, los quince años que [
festejaron a la hija de un comerciante y hasta de un modest
oficinista a quien no me olvido de llamar «alto empleado» de tal
cual firma. El pueblo compra y lee con gusto su periódico, porque
encuentra allí de todo; en una palabra, se encuentra a sí mismo v
casi siempre en buena compañía. ¿No ha observado usted, que los
anunciantes pagan más cuando se insertan los nombres de sus
productos al lado de la crónica social?
El rostro de Hornedo rebozaba satisfacción, pero desde luego, no
quería demostrarlo. Al fin condescendió a responder:
—Bueno, vistas así las cosas, puede que no te falte razón.
Además, voy a ser franco; no te creas que yo tenía gran interés en
codearme con tales (aquí otro vocablo intraducibie). Lo que había
era que yo quería disponer de una buena playa, donde mi pobre
mujer, impedida como está y necesitada de buen sol y aire puro,
pudiera cómodamente bañarse...
—¡Pero, querido Hornedo —interrumpió Pablo—, si esa playa
usted puede fabricársela! ¡Qué golpe de efecto sería, no ya para el
Yacht Club, sino para La Habana entera, para Cuba entera, si en los
periódicos apareciera un día este cintillo: «El conocido millonario
y hombre de negocios don Alfredo Hornedo, fabrica una playa para
su mujer...» Le aseguro que la noticia llegaría hasta los rotativos
extranjeros...
—¡Caramba! —gritó el jefe, ya entusiasmado con esa sola idea;
y dándose una palmada en la frente—: ¡Y cómo no se me había
ocurrido!...
—¡Pero si ya estaba a punto de ocurrírsele cuando habló de su
esposa. Lo que pasa es que la ofuscación no le dejaba poner orden

70
sarnientos. y 0 n o ^ce mas q u e ¿arles forma, concretar-

'°v ' fue como surgió un buen día la Playa Blanquita, creo que la
v la mejor de todas, destinada a una sola persona, que
" ^ ¿ a d á m e n t e muy poco pudo disfrutarla. Pero la playa siguió
rendo muchos años, para solaz y saludable ejercicio de más de
£XlS
j' neración de cubanos de modestas entradas, que por una cuota
-
Una
>na
ma hallaban allí grato refugio en los veranos tropicales.
Desde 1924 hasta 1958 inclusive, más de treinta años, Pablo fue
o de todos los presidentes que tuvo la República, fuere cual
tese la marejada que los había llevado al poder.
No le resultó muy difícil, porque sobre ser un hombre de mundo,
mnre conveniente en Palacio, experimentado en muchas cosas
ue los recién llegados generalmente ignoraban, era también una
cié ¿e oficial de enlace entre éstos y las clases altas, a veces
reacias a estrechar nuevas amistades, por muy encumbradas en que
de pronto se las viera.
Muv diestro en dominar situaciones embarazosas, en limar aspe-
rezas, en conquistar simpatías, en improvisar, persuadir, aparecer y
desaparecer en el momento preciso, le adornaba además una
cualidad que lo hacía, más que ninguna otra, digno de la confianza
de los Poderes Ejecutivos: no tenía el menor interés en la política.
Pudo ser representante a la Cámara, y más de una vez se lo
propuso Hornedo, tratando de convencerle —y era verdad— de que
otros muchos con menos condiciones, habían escalado esa alta
posición, que además abría muchos otros caminos. Desde luego,
podía contar con su eficaz apoyo.
Pablo, generalmente, no negaba nada a su generoso jefe y amigo,
pero a tal perspectiva opuso siempre una risueña resistencia. Jamás
se afilió a ningún partido, ni procuró sacar jugosos beneficios
personales de aquellas conexiones palatinas. Bien sabía él obtener-
los por otro lado, y así lucía la amistad de un presidente de la
República, como si se tratara de un automóvil nuevo o de un traje
bien cortado.
Era, pues, a más de un huésped útil, un huésped cómodo, y esto
le permitía deslizarse a su capricho por todos los vericuetos de la
Real Mansión, y contar de cada uno de los ocupantes de turno, las

71
más divertidas anécdotas, los más enrevesados affaires, con A
er,:
dos en sus respectivos tiempos, secretos de gabinete. '
Puede que cargara de color alguno que otro pasaje o QU
desfigurase a su manera, pero, en términos generales, sus exn ^
cias cuando se decidía a relatarlas, se tenían por testimonios c'
se dice ahora, o como se decía antes, por información de pri *
mano. Huelga añadir que sabía contar o callar lo que quería y se y'
el momento y la conveniencia de cada caso. " fc!J
Sin embargo, no todo era superficialidad en estas andanzas suv
entre otras cosas, ellas le servían para dar empleo a person
necesitadas, que con frecuencia ni a derechas conocía, o na
gestionar el pago de pensiones atrasadas a gente vieja y pobre QU
no podía corresponderle más que con sus bendiciones. ¡Cuánta.
veces pudo una madre o una esposa enjugar el llanto derramado no
el ser querido preso —casi siempre un estudiante levantisco o un
obrero amargado—, cuántas veces, digo, pudieron enjugar el llanto
al ver libre al cautivo, gracias a los buenos oficios de aquel frivolo
cronista de salones, tan poco considerado por ellos mismos y que
sin embargo, utilizaba sus relaciones con los poderosos para traer la
paz a sus hogares!
¡ Y a cuántos otros proporcionó su casita de soltero como seguro
escondite para los que a causa de sus ideas políticas eran persegui-
dos por el gobierno! ¿A quién se le hubiera ocurrido ir a buscarlos
allí?
Andando el tiempo, a uno de ellos traté, ya convertido en escritor
respetable —español y republicano por mas señas— que recordaba
aún el sabroso arroz con pollo que allí preparaban los refugiados,
suministrado, como es de suponer, por el insospechable anfitrión,
—¡Nunca nos supo mejor semejante plato! —añadía—. ¡Como
que era un arroz con pollo doblemente clandestino!
No voy a decir que Pablo llevara a cabo aquellas acciones, que en
cierto modo entrañaban bastante peligro, con ánimo de combateo
aspiraciones a heroicidad. Nada de esto entraba en su conducta, y
lo hacía así, ligeramente, como hacía todas las cosas, a veces por
servir a un amigo, otras por mera lástima, y otras... Otras no sabía
él mismo por qué.

72
odo de actuar sin profundizar en nada, como si la vida no
ste
E *? e u n a actividad deportiva, en la que él podía ganar o
fuera ma 4 s o n r j s a e n i o s labios, me exasperaba muchas veces y,
perderc ^ ^ y a caS ados, no pude menos que decirle a propósito
en Una
uchos servicios que prestaba, no sólo ya sin interés personal,

o también sin el menor espíritu filantrópico:
Sm
Haces el bien sin saber lo que haces, porque hasta en eso eres

V' su rostro enseriarse de repente, y sólo me contestó con estas


nalabras que no he olvidado nunca:
__• Y tú crees que si no fuera frivolo hubiera podido vivir?

I proximidad de los supremos mandatarios no siempre era acom-


oañada de ventajas, y en alguna que otra circunstancia lo colocó en
postura bastante incómoda y desairada. Sólo a manera de ejemplo
voy a referirme a una que provocó en su tiempo los más sabrosos
comentarios y que, teniendo algo que ver conmigo, pude conocer en
todos sus detalles.
Suelen los autócratas ser—salvo excepciones que las hay—muy
dados a las mujeres, aunque la edad ya les debiera haber templado
la afición. Y al viejo general que por entonces regía los destinos de
la República, nadie lo hubiera comprendido entre las excepciones.
Giras campestres, bailes —era un gran bailador de danzón—, a
todo le acompañaba Pablo, aunque dicho sea en verdad, sólo le
acompañaba, sin participar mucho en el holgorio, no muy de su
gusto ya más refinado.
En una de aquellas excursiones, prendóse el general —casado y
yaconnietos—de unabellajovenpertenecienteahonorable familia
de provincia, que si bien se dej aba querer, como se dice vulgarmen-
te, no consentía en más condescendencias.
En esa época, a ningún presidente de la República se le hubiera
ocurrido divorciarse para unirse a otra mujer, aunque no sé si eso
hubiera sido mejor o peor que otros procedimientos. Pero enamo-
rado nuestro herrumbroso caudillo cada día más, de la no del todo
esquiva doncella, le vino al magín un expediente muy usado en las

73
antiguas cortes europeas, por más que el buen señor no est •
VlCr
muy ducho en disciplinas históricas.
Casar a la muchacha con algún amigo que le fuera fiel y s
y luego dispensar ampliamente su protección a los dos.
No tardó mucho en encontrar al sujeto ideal, según él, para 11
a realidad sus planes: aquel joven que tan adicto se le mostraba
tan servicial y correcto aparecía siempre, era sin duda lo ni!
necesitaba.
Ni tardo ni perezoso, le soltó a Pablo en la primera oportunid
que tuvo a mano, la buena pareja que haría él con Fulanita, lo M\
que se sentiría él, el presidente, si pudiera unirlos a los dos. Gr?
muestra de confianza le daba «al querer poner en sus manos lo
destinos de una señorita a quien amaba como a una hija». Precisa
mente, aparte de los méritos personales que le reconocía, lo había
escogido porque de tiempo atrás venía observando que él no parecía
sentir predilección por determinada muchacha.
Pablo tragó saliva, pero hecho ya a sortear toda clase de obs-
táculos, se agarró justamente a la última observación del general
para defenderse de aquélla tan directa puntería.
Cierto que la joven en cuestión era un encanto, cierto que
cualquier galán se sentiría honradísimo en tomarla por esposa, pero
no menos cierto era que ya él había entregado su corazón a otra
damita, y ésa era precisamente la razón por la cual no se le veía
mariposear en torno a ninguna.
—¿Y quién es esa desconocida, dueña de tus pensamientos?-
preguntó el otro algo picado.
—Pues es la hija de un antiguo compañero de armas suyo, y
aunque el padre protege estos amores (¡ qué imaginación!), la familia
materna, de quien está separado, se opone a muerte. Siendo ella
menor de edad...
—¿No basta la autorización del padre para casarla? —interrum-
pió su interlocutor ya impaciente.
—No, porque es la madre en este caso, la que tiene la patria
potestad. Pero al general, mi futuro suegro, le he dado mi palabra de
esperar a que todo pueda arreglarse honorablemente, y ...
Todo esto Pablo lo iba inventando según hablaba, mezclando
verdades con mentiras, saltándolas, atropellándolas, moviéndose

74
equilibrista en la cuerda floja... Y algo debió de sospechar
comou ^ba, cuando le dijo un tanto socarronamente:
el
^A lo que se ve, mucho debe de quererte ese viejo soldado...
Rueño, debe de ser suerte mía. También usted me quiere,

^n sonora carcajada fue el eco de aquella estupenda salida.


Muv bien, muy bien... Y ahora: ¿Puede saberse quién es el
nadre de tu amada?
__Sí comono...ElmayorgeneralEnriqueLoynazdelCastillo...
—-Enriquito? Ya, ya... Buen patriota, aunque algo cascarrabias.
Ahora anda medio peleado conmigo por eso de la prórroga de
deres, a la que tú sabes que soy completamente ajeno...
—Lo' sé, y hasta he tratado de convencerlo, confiando en su
afecto, sin insistir mucho, por supuesto, pues como usted bien dice,
tiene muy malas pulgas, y yo le tengo mis respetos. Ya comprenderá
cómo no me atrevería a faltarle a la palabra empeñada... Sería capaz
de correrme atrás con el machete del Wajay...
—Vamos, muchacho, no exageres...
Y con esto dio por terminada la interesante conversación el
presidente de la República, que a lo que se ve no era tan bruto como
la generación del treinta imaginaba.
Y ahora viene el segundo acto de la comedia, aquél en que entro
yo en escena, pues, hasta entonces, sólo mi nombre había salido a
relucir.
Pablo, muy alarmado, memandó un S.O.S. No era el primero que
recibía, ni sería el último que yo dejara sin contestación, pero esta
vez, acudí al llamado. Algo de aquello había llegado a mí y quería
saber a qué atenerme.
Hacía años que no nos encontrábamos, y quise que fuera en su
propia casa, donde viví a con sus padres, la viej a tía y todavía el viej o
perro.
Yo ya no era una chiquilla timorata; cursab a estudios universita-
rios, y no me cuidaba mucho de las apariencias. Pero, ¡qué gran
miedo le tenía a Pablo, y qué justificado miedo!
Subí las escaleras, golpeándome el corazón como un pájaro loco
en jaula demasiado estrecha. Él mismo me abrió la puerta y me

75
condujo a su despacho. A los viejos no los vi; supuse que los t
r
encerrados en alguna habitación de la casa.
La emoción de vernos de nuevo, juntos y solos, después d
larga separación, no nos permitió cruzar palabra alguna en i
primeros momentos. Permanecimos de pie, uno frente al t°S
mirándonos largamente, como si quisiéramos confrontar la ima
real con la que cada uno de los dos guardaba en el recuerdo
Aquella mirada fija, anhelante, aun sin ser acompañada
ningún gesto, me turbó más de lo que ya estaba y apartando mis oi
de los suyos, los fui paseando lentamente por el sitio desconoció
en que me hallaba.
Indudablemente, Pablo había progresado bastante en los último
años. Allí no había lujo, pero sí un ambiente grato, confortable
muebles nuevos, pulidos, cortinas de crash rojo, detalles de bueii
gusto. Un vaso con flores en el escritorio, donde, por supuesto no
escribía... Enfin,todo muy distinto alahumildísima vi viendadonde
lo conocí.
Él no había dejado de mirarme ávidamente, bebiéndome con los
ojos, puede decirse, pero como al mismo tiempo no se le escapaba
nada, una especie de regocij o infantil se le veía en ellos al percatarse
de que yo había observado el cambio.
La entrada de una joven sirvienta toda de blanco rompió el
hechizo del instante: traía una bandeja de plata con una botella
también de plata y dos copas.
Es curioso que en un momento así, me haya fijado en la botella,
quizá por su diseño original. Tenía forma de triángulo, y sus lados
eran cóncavos. Lo que había dentro no lo supe, porque aunque
Pablo se apresuró a llenar las copas, ni él ni yo llegamos a probar su
contenido. La criadita se alejó enseguida, tan silenciosamente como
había entrado.
Pablo habló el primero, y sus palabras, en contraste con el éxtasis
inicial, me parecieron bastante amargas, aunque las decía sonriendo.
—Creo que ahora ya puedes casarte conmigo sin temor a ser
alimentada sólo con arroz y frijoles, como me dijeron en tu casa...
Puedo darte pollo todos los días.
—Me llamaste y he venido, porque supongo que tengas que
decirme algo más que eso...

76
ierto, perdóname. Pero vamos a sentarnos, porque esto es
lar
ía freció un asiento a su lado, pero yo escogí otro frente a él.
una razón, aunque yo sólo dije que prefería verle el rostro
^ a b i a hablaba Y ya sentados, comenzó el relato con gran
¿ S e de detalles.
r fíeso que su historia no me caló muy hondo. Comprendí que
J° írmelo, ya él había tomado su decisión, y en el fondo lo que
Sn 6
' ba era aprovechar la ocasión para arrancarme una promesa o
íflo menos retenerme el mayor tiempo posible.
P , ¿ej¿ hablar sin interrumpirle, y cuando al fin no hubo más
etoques que añadir al cuadro, me limité a decir:
No me parece mal que hayas usado mi nombre para librarte de
aCción que estimas y es bastante deshonrosa. Ahora bien, nada
más que mi nombre puedo facilitarte; ni siquiera un consejo te voy
a dar, porque no me considero con derecho a ello.
—Tú me hablas de derechos, y yo te estoy poniendo delante de
los ojos los peligros que corro y de los cuales sólo tú puedes
librarme. Piensa que es mi vida la que está enjuego, que me hallo en
manos del hombre que es dueño de Cuba, que si lo contrarío, si burlo
sus designios, él, con apretar un poco, me tritura. Tú eres mayor de
edad, no menor como le dije; estás libre y yo estoy libre. ¿Es que
antes de casarte conmigo, prefieres exponerme a sus furias?
Pero yo había ido dispuesta a resistir las dotes de persuasión que
ya le conocía, y sin andarme con rodeos, le respondí:
—Mira, Pablo, si escapaste de las furias de mi madre y de mi
abuela, creo que ya puedes escapar de todas las furias. El capricho
del general se le pasará pronto, como ha sucedido otras veces, y de
todos modos, no llegará la sangre al río. Por lo demás, te veo muy
bien instalado, muy compuesto, muy rozagante, has engordado lo
menos treinta libras, así que en modo alguno pareces perseguido por
los Hados. En cambio, mírame a mí, estoy flaca, amarilla, marchita
antes de tiempo, convertida en la sombra de mí misma. Esto lo debo,
más que a la incomprensión de los míos, a la imprudencia tuya, que
sin contar conmigo y aprovechándote de mi ausencia, hablaste
cuando no debías hablar...

77
—Estás más linda que antes...
Comprendí que con él era inútil razonar. Me despedí, apan
con leve gesto el beso que no me había dado nunca y que, conr
fulgor de esas constelaciones tan lejanas, aún tardaría'año °C
e
alcanzarme.

Hacia mucho tiempo que yo no lloraba ni escribía versos nem


noche, lagrimas que parecían semisolidas —y digo esto por
trabajo que costó a mis ojos desprenderlas— empezaron a desee
der lentamente, silenciosamente hasta la almohada.
Luego me incorporé y empecé a escribir al tacto en la tiniebla e
la doble tiniebla:
El beso que no te di
se me ha vuelto estrella dentro...
Y siguieron pasando los años; y viviendo en la misma ciudad, cerca
uno del otro, nuestros caminos no volvieron a cruzarse. Eran líneas
paralelas que por más que se prolongaran, nunca se encontrarían. ¿0
líneas divergentes que aún cada vez más separadas, pudiera llegar
un instante en que por un vuelco del destino, se unieran las dos?
No lo sabía ya, ni quería saberlo. Por aquella época, empezaba a
cuajar en mi cerebro un vago boceto de lo que sería Jardín, esas
extrañas páginas brotadas, todavía no sé de dónde, todo muy
confuso, muy embrionario, pero que aún así requería una concentra-
ción del pensamiento que no podía darle si por alguna grieta, por
algún intersticio el fantasma del pasado lograba deslizarse. (Ahora,
al cabo de tantos años, pienso si no sería ese mismo fantasma el que
dictó aquella especie de delirio de divagación onírica.)
Por otra parte, después de mi última negativa a casarme con él,
la vida de Pablo entra en una fase oscura, impenetrable para mí. Poco
me llega de ella, y lo poco se torna ante mis ojos, incoherente,
chocante, contradictorio.
Un aturdimiento, una embriaguez de los sentidos parecen haberse
apoderado de él, como si ya que alfinla iba domando, se propusiera
arrancar a la vida todo lo que ella era capaz de ofrecer.

78
, o 0 dí a ser más opuesto a la imagen que de él yo conservaba,
rdo salvado del naufragio. Pero hasta esta imagen, hasta este
a! re
° do estaban destinados a perderse y así fue como ya sin
reCUer
„riñn de mi familia, acabé de romper los últimos hilos senti-
intervenuuii
úntales que me unían a el.
r ndo fui obligada a renunciar a su amor, estaba dispuesta a
U
ciar tam bién a todo lo que el mundo podía darme; de hecho

h' renunciado ya, pues mi vida tendía cada vez más a la soledad
islamiento. ¿Por qué él no podía hacer lo mismo que yo hacía?
^ Me formulaba esta pregunta y no hallaba respuesta. No se me
rría que él tenía que vivir con los pies bien puestos en la tierra,
h cho a todas las cosas de la tierra, y no en la región ideal adonde
vo podía permitirme el lujo de ascender; y que, de todas formas,
tenía derecho a vivir a su manera, ya que yo misma le había negado
la otra natural alternativa, y no era el suyo, por cierto, un tempera-
mento monacal.
Sencillamente, no se me ocurría que yo podía encerrarme en una
urna si tal decisión me era menos difícil que la que él pedía de mí,
pero no podía pretender que él hiciera otro tanto.
En realidad, no se me ocurría nada, no entendía nada. El mundo
se me había vuelto una nebulosa.
Y para colmo de incongruencias, en medio de aquella nebulosa,
él hallaba siempre un modo de hacerme llegar un mensaje suyo,
alguna reiteración del doloroso pasado que yo luchaba por dejar
atrás.
A veces estas señales de sobrevivencia revestían las más impre-
visibles formas delicadas, con lo que naturalmente mi ánimo por
unos instantes se sentía flaquear.
¿Cómo compaginar esto con aquello, cómo adivinar el verdadero
origen, la recóndita naturaleza de aquellas señales que parecían
llegarme de otro mundo?
Recuerdo, por ejemplo, que con motivo de haber comprado mi
abuela a ruegos míos un costoso terreno para evitar que derribasen
un árbol que me era grato, él me envió un arbolito de cristal que
parecía la exacta réplica en pequeña escala del que yo había salvado
en un rapto de romanticismo.

79
Difícil en verdad me resultó dar a mis sorprendidos famil'
alguna explicación medio satisfactoria de la enigmática proceda"
del regalo. ^ Cla
Otra vez, al adquirir su primera fmquita de recreo recibí
estuche que parecía vacío a juzgar por su falta de peso, y al abrí i
vi que estaba lleno de flores de azahar. Con ellas, una tarjeta en i
que había escrito: «Mis naranjos están en flor y te esperan...» d
Cosas como éstas me sorprendían y turbaban; eran como inesn
rados asaltos a la fortaleza donde yo me creía segura. Pero, a pesa
de ello, no me rendía, y ahora puedo jurar que jamás contesté aun
sola de aquellas llamadas de su corazón al mío. Tal era mi voluntad
de olvido, de silenciar al corazón.
Fue un combate sordo y prolongado, el del amor contra el amor
el de Jacob con el Ángel, más allá de una sola noche, extravasado a
muchas noches, mientras el alma se iba poco a poco desangrando

Y así, ¿qué puedo hablar de aquellos años que se relacione con él


si en definitiva era yo quien no quería saber nada, quien ponía oídos
sordos a todo rumor que lo incluyese y cortaba como con una
espada, la voz que para bien o para mal mencionara su nombre en
mi presencia?
Sólo por los periódicos me alcanzaba alguna vez el eco de sus
pasos, y sólo entonces, a solas conmigo, devoraba aquellas frías
letras de imprenta que en alguna forma borrosa me lo devolvían.
Supe así de sus inicios en la crónica social, que no atiné o no quise
tomar por triunfo suyo. Desde la altura de mis soledades, tenía en
gran desdén aquellas reseñas mundanas, me parecían todas vanas y
ridiculas. Lo eran seguramente, pero no era su calificación social o
estilística la que debía contar entonces para mí, sino el gran esfuerzo
que significaba en un j oven hasta ayer desconocido, introducirse en
el entonces poderoso reino del periodismo, hacerse en él de una
sección por muchos ambicionada, aunque sólo fuese por los víncu-
los que ella mantenía con las clases rectoras del país.
Por los diarios supe también de la Gran Cruz de Isabel la Católica
que le envío el rey de España, Alfonso XIII. Fue en ocasión de
haberse inaugurado el primer pabellón de la serie que ya se estaba

80
vendo destinada a constituir la Quinta Canaria, obra de
COnS
Sura ¿ e él ayudó a levantar.
enV
\ ó a ser esta casa de salud, la mejor o una de las mejores de
h or aquel entonces, y en sus amplios y soleados recintos
n 3 'an remedio para sus dolencias los emigrantes de aquellas Islas
i' t'cas residentes en nuestro territorio nacional.
p blo puso cuerpo y alma en la realización de este proyecto, y
corolario del mismo, quiso que se erigiese en los jardines
^darlos al edificio, una capilla dedicada al culto de Nuestra Señora
d la Candelaria, Patrona del archipiélago canario.
Va suma requerida para ello, no prevista en el presupuesto, él se
árgana de reuniría entre los miembros de la sociedad habanera,
es va la colonia canaria había contribuido generosamente a la
fabricación del sanatorio.
No carecía de audacia su iniciativa, pues en caso de no acompa-
ñarla el éxito, él quedaría en evidencia ante los de aquí y los de allá,
v talfracasoen los comienzos de su carrera podía peligrosamente
comprometerla. Mas, si por el contrario triunfaba en el empeño,
sería la primera vez desde la independencia de Cuba, que una nutrida
y prestigiosa representación del país, prestara su concurso a un
grupo regional de la antigua metrópolis.
Ello implicaba, por tanto, poner a prueba la simpatía y la
estimación de que gozaba Pablo en su ámbito y, en efecto, la
sociedad habanera lo respaldó plenamente, permitiéndole salir
airoso de la empresa.
Organizó bailes, verbenas, subastas, loterías, y al poco tiempo el
dinero estaba ya reunido.
A media docena de canarios ricos les pidió que donase cada uno
un ventanal de cristales emplomados, con la efigie de la Virgen
protectora de sus respectivas Islas; y el altar mayor lo reservó para
ia séptima del archipiélago, Tenerife, representada por su Patrona
la Candelaria, entronizada en él. Ésta no correspondía a una vidriera,
sino a una imagen de bulto, copiafielde la original, que de su propio
peculio mandó tallar en madera al escultor Borges, en Canarias.
(Aún me parece contemplar aquel bello rostro moreno, aquella
Virgen de su tierra que algún día habría de presenciar nuestro
cambio de anillos; aún me veo pasar entre aquellos maravillosos

81
vitrales dignos de una catedral gótica. Y me pregunto, melan 'r
lC;
mente, qué habrá sido de todo eso...)
De esta manera, Pablo Álvarez de Cañas volvía a unir del
más sutil y delicado a las lej anas Islas con la Isla presente
La condecoración real premiaba la ingente labor realizada
que tanto de su aliento puso; pero el retrato autografiadn H
monarca que también la acompañó y aún conservo en el que fi
su despacho, reconocía ya en el destinatario una relación "
espiritual y personal, la de haber recabado el calor y la simpan' i
los cubanos para otra tierra que no era la de ellos, la tierra que él'
había olvidado ni olvidaría jamás.
Por los periódicos vendrían también malas noticias: lamuerted i
padre, la operación de cataratas practicada a la madre por el meio
cirujano de la especialidad, operación que, pese a ello, iba a dejarla
ciega para siempre; la súbita quiebra de la revista Selecta, que una
mañana de invierno sorprendió a los habitantes de la ciudad.
Y así vamos viendo que ya, desde la década del treinta, la historia
de Pablo se me rompe varias veces entre las manos. Aparecen en ella
grandes claros, y no me es posible continuarla con la ilación que más
o menos, hasta entonces, había logrado mantener.
Era difícil plasmar vida tan móvil en los estrechos moldes de las
columnas periodísticas, y yo había segado desde antes toda fuente
de información.
Hay un desmembramiento de situaciones y sucesos, que ya no
sabría dónde colocar, y si he de proseguir con mi relato, tendrá que
ser un poco a la deriva, dej ándome llevar por la corriente, o sea, por
lo que buenamente vaya acudiendo a mi memoria, extrañamente
lúcida unas veces, otras negada a recordar.
Diríase que por un misterioso mecanismo de autodefensa, la
mente humana, de modo inconsciente, instintivo, echa fuera de sí lo
que de permanecer mucho tiempo en contacto con ella, acabanapor
convertirse en un cáncer del alma.
De ahora en adelante, iremos como en uno de esos viajes en
ferrocarril por zonas montañosas, en las que, apenas comenzamos
a vislumbrar hacernos cargo del escenario natural que nos rodea,
cuando ya el tren entra en un túnel y el escenario desaparece.

82
I repentina oscuridad nos va llevando hacia un punto
P er0 u e s e agranda a medida que nos aproximamos, y al salir
luminos ilu escenario nos aguarda tan sugerente como el que
al sol, o r

^cM aue también ha de borrárnoslo otra soterrada andadura, y


esivamente, entre paréntesis de sombra y eclosiones de luz,
aS1 S
' recogiendofragmentosdelpaisajealpasoporrisueñosvalles
'^íborde de neblinosos ventisqueros.

omentos son los que trato de componer aquí, recolectados


oués que nos casamos, a veces por confidencias de sus más
toimos amigos, otras por escucharlas de sus propios labios.
Enmarcados en la crónica social, hay unos cuantos que me
arecen sencillamente deliciosos; serán los risueños valles a que
ludía antes, y aquellos que me lean en días venideros, habrán de
agradecerme que no reparase tanto en la futilidad del marco, como
en la gracia intrínseca del episodio.
Fútil o no fútil, es necesario llegar hasta allí, porque hasta ahora
hemos visto a Pablo moverse en los más diversos planos, pero
todavía no tenemos una imagen suya que lo represente afirmado en
lo que fue su elemento vital, el mundo de sus crónicas.
Sabemos que no las escribía, y debo añadir que simplemente no
lo hacía porque consideraba que éste era un trabajo, como quien
dice, manual, que podían realizar otros.
Lo que otros no podían hacer, era lo que él hacía, esto es,
vertebrarlas, enfocarlas en los aspectos más interesantes o conve-
nientes, podar lo superfluo o, por el contrario, realzar lo que no tenía
realce y convenía que lo tuviese.
No escribía sus crónicas, pero las leía cuidadosamente antes y
después de publicadas.
Para ellas exigía siempre consideración y respeto: la crónica era
su instrumento de trabajo y sabía defenderlo.
En su persona se mostraba indulgente yjovial, pero manteniendo
siempre una línea divisoria entre ambos terrenos, aquél en que
toleraba de buen humor el mal humor de los demás, y el otro en que
no toleraba humor de ninguna clase.

83
Tampoco permitía intervención aj ena en su página, y sólo r
oyó consejos: La crónica social constituía en el periód' aVez
pequeño estado autónomo, donde de vez en cuando se podía t° Un
ener
voz, pero sólo él podía tener voto.
Se le reprochaba tener la mano muy abierta para dar entrada e
a gente desconocida, a lo que respondía invariablemente, pens A
acaso en sí mismo:
—Los conocidos de hoy fueron ayer desconocidos.
No faltaba razón a los del reparo, pero no la hubieran tenido H
haber atribuido tal conducta a un proceder interesado.
Él hacía las cosas sin pensarlas mucho, y en estos casos siemn
por complacer a un amigo o sin ser amigo, a cualquiera que con irá
o menos méritos se lo pedía. Pablo no era hombre de cinco pesnt
aquí y diez allá.
En realidad, no necesitaba serlo, pues por la misma condición de
cronista social, casi todos sus gastos —los que pudiéramos llamar
de rigor— estaban ya cubiertos, o sea, no le costaban desembolso
alguno.
En los grandes restoranes, por ejemplo, no sólo no se le cobraba
su cubierto, sino tampoco el de sus invitados, que no faltaban nunca,
pues ni en su casa ni fuera de ella gustaba de comer solo.
Puedo añadir, aunque a la juventud de ahora le costaría trabajo
creerlo, que hasta algunos de esos grandes restoranes le ofrecían
sumas no despreciables por dejarse ver allí. Y hay que pensar que
cuándo así lo hacían era porque la presencia de aquel hombre
elegante y popular al mismo tiempo, redundaba en beneficio del
negocio. Los comerciantes sacaban bien sus cuentas.
El ponía de moda los lugares que frecuentaba y por tanto la gente
iba adonde él iba. Esto era así entonces, y nadie se extrañaba de ello.
Mas, sucedió una vez que hubo que llevar a doña Ana a hacerse
una radiografía y se eligió, como era natural, al mejor radiólogo de
la ciudad.
Éste, al tiempo de enviar la cuenta de sus honorarios no se
conformó con enviarla, sino que la hizo subir a un costo verdadera-
mente exorbitante.
Pablo pagó sin discutir, pero resolvió desquitarse en la primera
ocasión que se le presentara. Porque no había sido sólo el hecho de

84
H rados honorarios, sino el comentario despectivo que el
los inm° e ge p erm itiera cuando alguien le apuntó que tal vez sería
profesión ^ Q S un poco y hasta renunciar a ellos, habida cuenta
prefenb e a u i e n se trataba, que muchas veces tuvo cortesías
¿e la persona ^ H
C n
° Vvo de mi trabaj o —dijo ásperamente—, y tengo más clientes
1
e pUedo atender. No necesito de la crónica social.
qU
p °S bien, no pasó mucho tiempo sin que le llegara a Pablo lahora
eneanza. Aquel brillante médico se equivocó un día en un
d£ SU
stico, como alguna vez nos equivocamos todos, y vio un
lagI
r maligno en una radiografía de tórax que le tomara a un joven
muyconocido en los círculos de la capital.
Fn vista del diagnóstico que, en efecto, concordaba con los
tomas del paciente, se aconsejó la inmediata intervención quirúr-
Ü!M la cual se llevó a cabo ante la natural consternación de la
familia-
Pero he aquí que abierta la cavidad toraxica, el tumor no aparecía
donde el radiólogo señalaba.
Buscaron en las zonas adyacentes, discutieron, tornaron a buscar
bisturí en mano... Y el tumor no apareció por ninguna parte.
Se procedió, en consecuencia, a cerrar de nuevo, o sea, a suturar
la ancha herida abierta, pero la cuestión era ahora enfrentarse con
la familia, pues sabido era cómo la carrera de Medicina agrupaba a
sus miembros en una especie de masonería.
Sin embargo, debe reconocerse que al menos en este caso, la muy
sagrada cohesión de clase no los obligó a tanto como a decir una
mentira, ni a mantener a padres y hermanos en la angustia de esperar
años y años para convencerse de que el mal no se reproduciría.
Tal vez, pudieran oponer un silencio profesional a preguntas
demasiado acuciantes o contestar en términos cabalísticos... En eso
estaban, cuando al fin uno de ellos que era particular amigo del
muchacho y a ruego suyo había presenciado la operación, puso fin
al debate, diciendo que aunque él comprendía las vacilaciones de sus
compañeros y aun participaba de sus escrúpulos, no hallaba otra
solución que hablar claro, y él, por su parte, estaba dispuesto a
hacerlo.

85
Y habló claro. Tan claro que el eco de sus palabras, por más que
quisieron atajarlo, llegó a un oído siempre alerta.
Y al otro día apareció en la crónica social de El País la siguiente
nota:
«Por un feliz error del eminente radiólogo doctor Fulano de Tal,
error que él ha sido el primero en rectificar, fue sometido el pasado
lunes auna intervención quirúrgicael conocido jovenPanchito J.E.
con el venturoso resultado de no haber hallado en su persona el
terrible mal que todos temíamos.
»No podemos por menos que apresurarnos a dar esta noticia que
será de regocijo para sus numerosas amistades, al conocer por ella
que la tranquilidad vuelve a reinar en el hogar de una tan querida
familiahabanera.»
¿Rectificar después de abierto el hombre en dos?
Antes de transcurrir un mes del suceso, ya la clientela del
eminente y autosuficiente radiólogo había descendido en un cin-
cuenta por ciento.

Mucho y por largo tiempo, se estuvo comentando en La Habana


aquella «diablura» de Pablito, que así le llamaban todos, menos yo.
Bien es que ya su nombre hacía años que no pasaba por mis labios.
Y transcurrieron más años, y cuando ya el nombre había dejado
de ser fruto prohibido en mi boca, un día a mi presencia se trajo de
nuevo a colación el ya pretérito incidente.
Fue en una comida que con motivo de nuestros desposorios nos
ofrecía en su casa un matrimonio muy amigo de él.
Pensando los allí reunidos, que yo no conocíalahistoria, pusiéronse
a referírmela entre los mas chispeantes comentarios.
Tenía yo por compañero de mesa al doctor Ernesto Sarrá, y éste,
una vez terminado el relato que me sabía de memoria, me dijo casi
al oído en tono misterioso:
—Cuándo Pablito llegó a Cuba, yo fui a recibirlo al muelle...
Aquello me extrañó, porque yo sabía muy bien en qué condicio-
nes se había efectuado el desembarco, de modo que de vuelta a casa,
lo primero que hice fue interrogar a mi marido acerca de lo que me
había dicho el doctor.

86
Pablo rompió a reír con aquella risa suya ruidosa, contagiosa,
inolvidable:
—Pero... ¿Cómo has podido admitir por un momento, que el
millonario Sarrá se molestara en ir a recibir a un isleñito desconocido
que llegaba a Cuba sin oficio ni beneficio?
—Entonces, ¿por qué lo dice? —repliqué yo, algo amoscada.
—Sencillamente porque se lo cree. A mí también me lo repite con
frecuencia, y no le contradigo. Trabajé un tiempo en su farmacia,
y guarda un vago recuerdo de mi persona, aunque no sepa dónde
situarla. Ahora —y este ahora lo acentuó de una manera especial—,
ahora le parece muy natural que haya sido así, y hasta parece muy
satisfecho de ello.

Por excepción, alguna vez el éxito dejó de acompañarle en su labor


periodística, y vale la pena recordar algún episodio en que esto
sucedió.
Como no fueron muchas, voy a escoger, entre las que me vienen
a la memoria, una que todavía me hace sonreír aunque no fui testigo
presencial de su acontecer. Me fue contada por un amigo suyo,
asiduo visitante de la casa, que por esta circunstancia y por ingénita
afición, andaba muy enterado de lo que ocurría en ella.
La historia se remonta a un tiempo en que todavía no nos
habíamos casado, pero la tengo con todos sus detalles.
Estaba próximo a morir un anciano caballero, de los más estima-
dos y respetados en la sociedad habanera, y como es natural, tanto
los que le conocían de trato, como los que sólo de nombre lo
conocían se interesaban por su salud, que como ya he dicho, iba en
rápido declive.
Pendiente, especialmente, estaba Pablo: como lo de la muerte ya
no tenía remedio, él por lo que se sentía en verdad ansioso era por
ser el primero en anunciar en su crónica el esperado desenlace, pues
«dar el palo periodístico», según expresión usada en el ramo,
constituyó siempre una de sus preocupaciones principales.
Con esa pertinacia que le era característica, traía locos a los
médicos encargados de la asistencia del enfermo —todos amigos
suyos, como bien se comprenderá—, a fuerza de recados y

87
telefonemas inquiriendo una y otra vez cómo iba el curso d
a
enfermedad.
Estando el pobre señor ya desahuciado y próximo a su fin uno H
los galenos preguntado una vez más a las doce de la noche, optó °
decirle para quitárselo de encima:
—Ya no preguntes más. No llega a la madrugada.
Y, en efecto, Pablo no preguntó más. Pensó que a esa ho
todavía tenía tiempo de insertar en su sección la noticia del fallec
miento, con la cual se adelantaba así a sus colegas, y tal como 1
pensó, lo hizo, apresurándose a redactarla por teléfono al diario con
todos los aditamentos propios del caso.
Al día siguiente, muy de mañana, debido a la gran circulación del
matutino, la triste nueva fue del conocimiento general, y como no
se estilaban, entonces, los tendidos en las funerarias, empezaron a
llegar a la casa del finado grandes y numerosas coronas fúnebres
Empero, ¡horror de los horrores! El finado no era todavía finado
y excusado es decir la tremenda cólera de los familiares cuando
vieron venir tales ofrendas, dispuestas a aposentarse en su mansión.
Violentamente fueron éstas arrojadas a la calle, en medio de la
confusión de los portadores y el escándalo de los transeúntes; y tal
fue la lluvia de improperios desatada allí, que se prolongó después
ganando en fuerza sobre jardines comerciales, periódico y cronista,
ya convertida en vendaval de los que hacen época.
Hubo naturalmente su toque a somaten de amigos y compañeros
de la letra impresa: había que atajar aquello antes de que llegara a
oídos del jefe.
Tarea inútil, pues ya lo acaecido estaba en todas las lenguas,
sazonado con los comentarios que son de suponer. Semejante
traspié significaría la inmediata destitución del culpable, o por lo
menos una suspensión temporal, una severa amonestación. De
todos modos, la ruina de toda una carrera.
Mas, sucedió lo imprevisto: sucedió que Hornedo, cuando se
enteró de la tragedia a la cual se había arrastrado su periódico, en vez
de indignarse como esperaban todos, estalló en tan rotundas carca-
j adas, que mediadores y subalternos no recordaban haberlo oído reír
con risa igual.

88
v cuanto al supuesto difimto, se resolvió a serlo definitivamen-
enas transcurridas veinticuatro horas.
16
^ Después de todo —decía Pablo imperturbable—, no sé a qué
~~~ tanto
viene ia" iu alboroto. Más tarde o más temprano, ¿el hombre no
murió?

89
ESTAMPAS O POLICROMÍAS

Una de las más graciosas historias que recuerdo, fue la del reto
duelo que le hizo un colega del periodismo. Éste, por rivalidades en
el oficio, le había lanzado en público un violento insulto a la salida
de una ceremonia oficial.
Pablo le había ido arriba con el bastón que le quebró en las
costillas, pero como es usual en estos casos, muchas personas se
abalanzaron a separarlos, y la cosa no pareció ir mas allá.
Pero a la mañana siguiente, con bastante sorpresa suya, recibió la
visita de cuatro señores de gran relevancia social y política, que
venían solemnemente en representación del apaleado, con el encar-
go de dirimir en el campo del honor el ridículo incidente.
Pablo no tenía el menor deseo de batirse, y es probable que a su
retador le sucediera lo mismo. Por su parte —se apresuró a
aclarar—, consideraba suficientemente lavada la ofensa con los
bastonazos propinados.
—¡De ninguna manera! —protestaron los viejos caballeros—: la
afrenta había sido pública y notoria a más de escandalosa en grado
sumo, y todo aquello exigía una reparación por las armas.
Pablo comprendió que sus muy respetables visitantes, nacidos en
una época medieval, no estarían contentos hasta que el desafío se
llevara a cabo. Así, pues, consintió, y aunque ya empezaba a sentir
calambres de estómago, tuvo bastante aplomo para advertir que
siendo él, el ofendido, se reservaba la elección del arma.
—Eso lo veremos —contestaron ellos, despidiéndose con fría
inclinación de cabeza—. Es asunto a ventilar con los padrinos que
usted nombre.

90
bró los padrinos. Otros tantos caballeros de capa y espada.
l o a insistir en lo de la elección del arma, bien que no sabía aún
Jj> % dría ir ganando con la elección, pues no recordaba haber
1 ue j 5 n u n c a un arma en la mano. No sabía distinguir un sable de una
«„n1«pr de
ii un revolver H<=>una
unapistola.
nistnla Sólo
Srtlnpensaba
npneaha con
(>nnrazón
ra7Án que
nnp
eSpa
, ' éste un derecho, alguna ventaja habría de reportarle.
sien
Dadrinos le aseguraron que en este extremo de la elección del
la razón estaba de su parte, ya que la provocación había
Stído de su adversario.
Y e n efecto, quedo convenido asi entre ambas representaciones.
Frute estas idas y venidas, Pablo se puso a recordar que siendo él
muchacho, su padre le había regalado una escopetica de las
llamadas de salón, casi como quien dice de juguete, para que lo
ompañara en sus excursiones de cacería, cosa que nunca había
nuerido hacer, pues fue siempre muy amante de los animales y le
repugnaba la efusión de sangre, fuese de quien fuese.
Pero la escopetica le había entretenido mucho y le había enseñado
a afinar la puntería en los blancos que podía proporcionarse de
acuerdo con sus alcances: un círculo en la pared, una fruta colgando
de una rama, una botella con una vela encendida... Recordó que
hasta un día había logrado apagar la vela sin romper la botella...
Tal vez aquellos remotos ejercicios le fueran de alguna utilidad
ahora: y, en efecto, comprobó que lo eran.
Cuando le llegó el turno de designar el arma con que habrían de
batirse, para gran asombro de los padrinos propuso tranquilamente
que el duelo se celebrara a pistola.
—¿Estás seguro de lo que dices? —le preguntó uno que le tenía
buen afecto. Y creyó necesario añadir—: Un duelo a pistola puede
ser un duelo a muerte.
—Ya lo sé; pero puesto que quieren duelo, duelo tendrán. En mi
tierra acostumbraba a tirar, y lo hacía muy bien. Vamos a ver si no
se me ha olvidado.
No se le había olvidado. En los ensayos previos, llevados a cabo
en la sala de esgrima que tenía en su residencia uno de los padrinos,
el senador Carlos Miguel de Céspedes, se comprobó que, en efecto,
Pablo rara vez erraba el tiro.

91
—¿Y a dónde vas a apuntarle? —preguntaba éste, ya
niu
intrigado por el sesgo que tomaba la cuestión.
—A una pata —contestaba él, con su lenguaje que a veces
ser tan rudo—. Pero no lo digas. Yo no quiero matar a nadie
—¿Y si él te apunta a la cabeza?
—El no sabe tirar. Ya lo he averiguado. Además, le temblar'
mano. Esto no es más que un espectáculo.
Unos días antes del señalado para el desafío, empezó a propala
el rumor de que Pablo había sido campeón de tiro en las Canari
rumor probablemente lanzado por él mismo, y que llegó prom
como es de suponer, a oídos de su retador.
La alarma cundió entre todos, y no tardaron en ponerse d
acuerdo en que según lo prescrito por el Código del Honor 10
indicado en tales casos era que el ofensor presentara cumplidas
satisfacciones al ofendido, y si éste las aceptaba, quedaba igualmen-
te en libertad de hacerlas públicas por los medios que estimara
convenientes.
Pablo las aceptó, y se limitó a eso, y a advertir muy poco
protocolarmente a los emisarios:
—Bueno, no vengan con más duelos, y a ése, que tenga en
adelante más cuidado con su lengua.

Reía yo de buena gana, cuando a poco de casados, me contaba este


lance que lo pintaba tan de cuerpo entero; mas, como me reservaba
ciertas dudas sobre aquella habilidad suya de poner la bala donde
ponía el ojo, habilidad ésta que nunca le hubiera sospechado, me
llevó un día a uno de aquellos tenduchos que existían junto a lá playa
de Marianao, en los que se ensayaba el tiro al blanco.
Ni una sola vez dejó la campanita de tocar diana cuando él tiraba,
y fueron tantos los cacharros otorgados en premio, que quise llamar
a Quirós, el chofer, para que se hiciera cargo de llevarlos al
automóvil.
—No —me dijo deteniéndome con un gesto—, ahora los vas a
llevar tú sola, en castigo por tu falta de fe. Tu falta de fe en mí... —aña-
dió sonriendo.

92
detalle nimio, pero muy simpático, en que por un instante se
Hayun k e s e n c j a ¿ e s u carácter, amalgama de sentimentalismos
n S
° nerezas, de finuras y brusquedades.
y a?P d é dónde incluirlo y hasta incluirlo siquiera, por su aparente
ificancia. No me encajaba entre las «estampas» porque era
inSlg
uipn una instantánea, y así, como instantánea va, sin más
mas oi cu , , i
excusas ni preámbulos.
c había encariñado mucho con una pernta mía, recogida de la
11 ooco antes de nuestro matrimonio, la cual llevé a la casa
3
ndo nos casamos, único ser tierno y gracioso que allí teníamos
tuvimos hasta la partida de él, pues vivió muchos años.
y c u e la célebre Puchita, animalito casi humano, con todos los
H fectos y las virtudes propios, no de su especie, sino de la nuestra.
fabriela Mistral, retratada con ella muchas veces, la llamaba
Angelito Peludo.
Aún me parece recordar la desolada voz de Pablo a través del hilo
telefónico, por larga distancia, cuando tuve que darle la noticia de
su muerte, ocurrida pocos días después que él se marchó.
Nunca volví a oírla tan triste, tan distinta a sí misma, a lo largo de
aquellos once años sin hogar, sin juventud y sin dinero.
Pero volvamos al detalle que contaba, pincelada rosa en un
cuadro que aún estaba lejos de enlutarse; hablaba de la «niña», que
así nos referíamos a ella en nuestra intimidad.
Carecía de raza definida, pero eso no le impedía ser lo que era:
viva, inteligente y graciosa en extremo, si bien ofrecía un aspecto
algo raro a primera vista.
Menuda como era, y delgadita, la llevábamos con nosotros a casi
todos los lugares a donde íbamos, y una vez que en automóvil
atravesábamos con nuestra «niña» una calle de mucho tránsito, a
una señal del semáforo, éste hubo de detenerse, y al reparar en ella,
dos muchachones que estaban en la esquina, sin ánimo de mortifi-
cación, espontáneamente, exclamaron a la par en alta voz:
—¡Qué perro tan feo!
Furioso, Pablo les lanzó una palabrota, y no contento con eso
pretendía descender del vehículo para liarse a golpes con los dos
ofensores de su criatura.

93
Gran esfuerzo me costó contenerlo, mientras los transe'
incluyendo ambos muchachos, sin comprender de qué se tr Tu'
contemplaban atónitos la escena. ' a
Por fortuna, la luz verde brilló pronto, y el chofer hizo partir c
0,!u
un rayo el automóvil.

Aún queda un punto por tratar y es el tocante a religión: aun


parezca extraño en hombre tan mundano —otras de sus parad 6
jas—, Pablo era un sencillo creyente, y aún más, un católi
practicante, cosa que no era yo.
Pero lo era sin ahondar mucho, sin entregarse mucho, sin ese cel
que se impone en tantas almas religiosas que a su vez tratan de
imponérselo a los demás.
No se crea por esto que pertenecía a la casta de los tibios, de los que
tanto abominaba San Agustín. Él no era tibio en nada, y si apelaba
poco a los poderes divinos, era porque estaba acostumbrado a
resolver las cosas por sí mismo, sin que ello significara que cuando al
fin se decidía a hacerlo, no fuera con su primera fe de niño, con su
optimismo habitual. Se adentraba entonces en los ámbitos celestes
con la tranquila seguridad del que se cree con derecho a ello.
Tal vez, sería mejor decir que, más que con Dios directamente,
prefería entenderse con sus santos, ya que también los tenía por
eficaces intercesores. Pero no se limitaba atenerlos en tal concepto,
sino que los trataba con confianza; eran para él como personas vivas,
con las que siempre era posible llegar a algún arreglo.
Esta manera suya de entender y profesar la religión, que más de
un católico habrá mirado con recelo, fue altamente eficaz para la
religión misma, y así se le reconoció siempre por los llamados a
juzgar en ella.
Por su obra en las Escuelas Pías de San Juan Bosco, institución
de proyección universal, acerca de cuyos méritos no voy a extender-
me ahora, mereció que el Papa Pío XII le enviara la no prodigada
condecoración Pro Ecclesia et Pontífice, labrada en oro puro, una
de las últimas, sino la última que concediera aquel Vicario de Cristo,
que no ha tenido todavía su digno sucesor.1
1
Escribo en 1976.

94
lieiosidad de Pablo no consistía en deliquios místicos: no
f
^ Ha de carismas, le impacientaban las teorías, las homilías, las
sabiar
¿e ia Biblia y los retiros espirituales. De las cosas del cielo
'ectUr tierra sólo tenía una visión dinámica, activa, impetuosa.
» ropósito de ésta, en verdad, muy cunosa fase de su persona-
•A A más de una vez en contraposición a la mía, pudiera aquí
' aigunos pasajes reveladores de sus maneras expeditas, aún
;n
i s cuestiones más complejas; me limitaré a uno sólo, el que por
611
rta analogía crismática con la obra de Dantas, he registrado en mi
memoria como el Almuerzo de los Obispos.
Fl caso se dio porque abrigábamos dudas, o más bien las abrigaba
sobre un extraño poema que escribí ya en los últimos tiempos,
i al que había dado el inquietante título de «La novia de Lázaro».
Al escribirlo había tratado de ponerme en el lugar de ella, en el
momento psicológico de mi heroína, súbitamente sacudida por la
explosión de sus contradictorios sentimientos.
Y como es lógico, las dudas se debían a las palabras coléricas que
vierte esta supuesta criatura al hallarse de nuevo ante el hombre que
amó vivo y lloró muerto, ahora imprevistamente resucitado.
No se podía asegurar que esa mujer, enloquecida, no traspasara
en algún momento los límites de la irreverencia y hasta del sacrile-
gio, ya que una vez creada, yo no podía detenerla.
En esta incertidumbre pensé que tal vez lo mej or sería suprimir el
poema del último libro mío próximo a editarse en España, y que por
razones obvias luego tampoco se editó.
Lo dije así a mi marido, pero la abstención nunca fue partido a
tomar por Pablo: él necesitaba actuar de alguna manera, poner en
claro lo que estaba oscuro, y en cualquier conjetura, saber pronto a
qué atenerse.
No vaciló por tanto en someter el caso al juicio de las autoridades
competentes, y ellas fueron nada menos que tres obispos.
No quiero hacer más extenso el recuento de estas estampas o
policromías que acaso ya lo son en exceso, por lo que he suprimido
la correspondiente al ágape ofrecido a los prelados en consulta, y al
modo en que resolvió Pablo este problema de conciencia.

95
Baste decir que era un cálido día de verano, y estos H'
jerarcas revestidos de sus ropas talares —aún no barridas ' ^
nuevos vientos que hoy tienen al garete la nave de San PeH
tuvieron que escuchar por hora y media la lectura del poema en T"""'
digestión de manjares profusamente entreverados por perturh A
res caldos espirituosos, y ante la perspectiva de una segunda 1 u
sugerida por Pablo para aclarar ciertos conceptos, apresura
los tres a un tiempo a declararla innecesaria, con lo cual el Nv
Obstat quedó solemnemente pronunciado. "
Sin afectaciones ni extravagancias, eramuy pulcro en superso
muy cuidadoso en el vestir, y se le teñí a por uno de los hombres m'.
elegantes de La Habana.
Pero no se conformaba con serlo él, sino que también hab'
tomado a su cargo el que yo lo fuera.
Ya esto era más complicado, no porque no me gustase la buena
ropa como a cualquier mujer, sino porque me parecía que se perdía
mucho tiempo en los probatorios de los modistos; y el tiempo, pese
a lo mucho que he vivido, es lo que me ha faltado siempre.
Sospechando, quizás, que yo no le concedía la debida importan-
cia a este renglón, asistía con paciencia benedictina a aquellas
pruebas interminables ante el espejo, de recoger un pliegue aquí y
soltar otro allá y recogerlo otra vez y otra vez soltarlo, y así hasta
el infinito.
Verdad que él permanecía sentado y yo de pie, pero de todos
modos no dejaba de asombrarme que un hombre tan inquieto y
nervioso soportara sin quejarse la aburrida contemplación. Con
frecuencia era yo la que protestaba.
—Tú te has figurado que yo soy una muñeca tuya y juegas a
vestirme todos los días un traje nuevo...
—No, mi muñeca no, mi Virgen de Candelaria, a quien me
gustaba ver de niño, toda cubierta de joyas...
Tenía estas salidas espontáneas, a veces impensadamente poéti-
cas, y con ellas me desarmaba siempre, sin que fuera excepción mi
sometimiento a los absurdos caprichos de la moda.
Y hago constar —según el nuevo acápite— que yo no permitía
nunca que mis prendas de vestir fueran «obsequio de la casa», como
era usual entre otras esposas de cronistas, pues siendo yo unamujer

96
sibilidades económicas, acompañada de fama aún mayor que
d£ P
osibilidades, no quería aparecer aprovechándome sin necesidad
¡fias relaciones de mi marido, de modo que pagaba él o pagaba yo.
Sin embargo, ahora puedo decir que la presencia todavía en mis
arios, de aquellos hermosos trajes que tanto me importunaron
2Xtn
tiempo, por parecerme que robaban las mejores horas de mi
l da constituyen hoy una especie de melancólico consuelo en mi
opaca vejez.
Me he desprendido ya de muchas cosas, pero ellos, ladrones de
mis horas, siguen allí mustios, descoloridos, testigos mudos y ya
únicos de la hora brillante de mi vida.

97
FOTOS DE CUMPLEAÑOS

Fotos de cumpleaños he querido llamar a estos apuntes —


bocetos—, que hago con cargo a una fecha de mucha significació
para él, aunque por más de un motivo resultara con frecuenc'
bastante complicada.
El título está bien lejos de ser castizo, y propio de una pluma
académica, pero yo no tengo la culpa de que en tiempos de
Cervantes no se hubiera inventado este ingenio —como dirían
ellos— de la fotografía, ni de que el habla popular haya limitado a
sus dos primeras sílabas la designación de imágenes obtenidas
mediante un misterioso mecanismo; y si la palabra completa no ha
caído en desuso, es porque ella sirve todavía para señalar el tallero
laboratorio (estudio dicen ahora), donde se hace el revelado de la
imagen impresa, o adonde se concurre expresamente para obtener
un retrato profesional. Fotografía es, pues, el arte de obtener
imágenes por medios mecánicos, pero es también la imagen obteni-
da y hasta el lugar donde se manipula dicha imagen. Un solo vocablo
para designar tres cosas distintas se presta a confusión, de modo que
en este caso, el corte del prefijo común realizado por el vulgo, no
deja de ser útil. Abrevia tiempo y explicaciones.
Razón tienen los que dicen que el idioma se nos escapa de las
manos. Podemos más o menos encauzarlo, pero no sujetarlo a
normas fijas.
Valga este argumento para justificarme ante los que estimen
vulgar el término que uso, y piensen que bien podía haberl
sustituido por otro. En realidad, no he podido, a mí tampoco me

98
<foto», pero mi vocabulario ha perdido casi dos terceras
gustaba < c o n ' t e n i ¿ 0 y prescindiendo de ello, que ya es prescindir,
partes < n r o 0 u e sto escribir una obra maestra de la literatura. Me
?
° C o c ó n haberla vivido.
n damos pues en «fotos» porque no hay otra que la sustituya,
ociación de ideas, era ésa la palabra que me venía a la mente
y P o r a J ^ a l j a ¿e ordenar las imágenes breves, a veces nítidas, a
CUan
desenfocadas de ciertos momentos de la vida de Pablo, que
ece S
, 0 generalmente de tránsito fugaz, variaban, sin embargo, en su
gama cromática.
Ya había clasificado como estampas o policromías las que teman
aire ligero, una como fina comicidad; y bajo el rótulo de
afuertes, las que a veces, dentro de una apariencia también
forera, encerraban un sabor rispido, una almendra amarga.
Pero, ¿cómo clasificar aquellas que no encajaban en ninguna de
las dos' denominaciones? En la vida de mi esposo hubo tantos
matjces aunque el mundo circundante sólo viera uno—, que mi
labor para entresacarlos y encasillarlos debidamente al cabo de
tantos años, ha tenido que ser ardua y prolija.
Dije que por asociación de ideas había venido a mi memoria la
palabra «fotos», y esto fue recordando las múltiples que nos hacían
por esos días los fotógrafos de la prensa, ansiosos por captar
distintos aspectos de una curioseada fiesta, la de su cumpleaños.
Como es de suponer, más que nada los atraía la presencia de
importantes personajes a quienes no era fácil sorprender reunidos en
otro sitio u otra ocasión.
No era raro que ese día coincidieran en nuestra casa figuras
relevantes de opuestos credos políticos, porque Pablo, como ya he
dicho, se mantuvo siempre al margen de todo partidismo. Uno de
sus mayores méritos era ser amigo de todos y serlo sinceramente.
Ya se comprenderá que tal equilibrio era bastante difícil mante-
nerlo, aunque en él parecía cosa muy natural. Debe de haber sido don
congénito suyo, pero en lo que a mí hace confieso que me llevó años
su aprendizaje.
El día 28 de abril era el día que todos los años se esperaba con
visible interés, en los círculos dentro de los cuales él se movía;
circuios que, como hemos visto, cada vez se ampliaban más.

99
La espera de esa fecha no se circunscribía sólo a esos I
sino que trascendía a otros estratos de la comunidad habalrCU*OS'
que más adelante trataré de explicar, si bien me va a ^ ' °
complicado, pues para lograr una completa imagen de Pablo * ^
el obj eto de esta narración, no es posible separarlo de esa fech ^ r ^
mayor razón cuando a esto se aunan complementarias reac
no sólo por parte de él, sino también de aquellos que de un rn °H ?
otro participaban en ella. °
Celebraba ese di a la Iglesia Católica, la festividad de San Pabl
la Cruz, fundador de la orden de los Pasionistas, y mi esn
celebraba también el mismo día su santo y su cumpleaños.
No por inútil, hasta aquí, regodeo del pasado, me detengo
explicar lo que esto significaba, sino porque de otra mane *
aparecerían sin sentido muchas cosas que aquí se cuentan para lo
que por no haberlas vivido, serían incapaces de entender.
Yo hablo de un mundo fenecido, y los que quieran seguir mi
relato, tendrán que situarse en él.
Y en él, nada exagero ni desvirtúo: no trazo el escenario a mi
capricho, ni exagero los rasgos de las gentes, ni las costumbres de
la época; no pinto a mi marido mejor ni peor de lo que era, porque
cualquier alteración que introdujese, estaría sobrando no sólo para
mí, sino también para los demás. Lo acepté, como ya dije a la
persona interesada en estas líneas, con todos sus defectos, que
fueron muchos, y todas sus virtudes, que fueron más.
Y los que lo trataron, amigos o enemigos, también tuvieron que
aceptarlo, en primer lugar porque aun de los predispuestos en su
contra, se ganaba fácilmente las simpatías y hasta las indulgencias si
era el caso; en segundo término, porque en cierta medida, en cierto
previsible o imprevisible momento, podía ser que dependieran de él.
Dicho esto, lo más brevemente posible, empezará a entenderse
por qué esa fecha se fue convirtiendo en una tradición habanera con
el correr del tiempo. Era el día del año en que se le podía testimoniar
afectuosa simpatía—incluso ganar la suya—, y en el que él esperaba
que se le testimoniase.
Un día en el año no era mucho, para quien se había pasado el añ>
sirviendo y halagando a los demás. De modo que por esta y otras
razones, ese día acudían cerca de mil personas a agasajarlo.

100
ra esta la verdadera cifra, por lo menos el buffet preparado
^ n ° n la casa, se calculaba para mil visitantes. No obstante debo
síempr a s v e c e s se consumió en más de dos terceras partes.
aC ar
'^ siguiente, las grandes bandejas intocadas, rebosantes de
^ teces, se repartían entre los distintos hospitales de la ciudad.
eX<
n de mucho antes, los talleres de modistura no daban abasto
cumplir las órdenes que les llegaban: encargos de vestidos,
^ V e r o s y demás atavíos femeninos y aun masculinos.
S
°Recuerdo un año en que para dar alguna variedad al evento,
dimos celebrarla por la noche, en vez de hacerlo por la tarde
era costumbre ya. Por poco provocamos una catástrofe; no
h° n circuló la novedad, se presentó en el despacho de mi esposo una
' misión formada por oficialas de los talleres de sombreros existen-
t s en la capital. Venían a rogarle que cancelara su inesperada
H soosición, pues ya todo el material necesario para la confección de
su mercancía había llegado a su destino, y el no poder utilizarlo
significaba gran quebranto en sus naturales intereses.
Pablo, riendo, accedió enseguida a complacerlas, y luego las
obsequió con vino de Oporto, despidiéndose de ellas con esas frases
gentiles que tenía en su crónicapara las damas del gran mundo, y que
en su boca parecían más frescas y naturales.
Pese al veneno que se destilaba ya en sus almas, estoy cierta de
que esas muchachas no lo olvidaron nunca.
Ahora entraré en la fantástica relación de los regalos que recibía
por esa fecha. Empezaban a llegar con días y semanas de anticipa-
ción, y según tradicional costumbre se disponían primero sobre la
cama.
Pronto llenábase aquélla de presentes, y era necesario improvi-
sarle otro dormitorio, ya que por lo menos en un mes, no podría
utilizar el suyo.
A los pocos días, ya el lecho resultaba insuficiente para contener
ios que seguían llegando, apesar de que se aprovechabapulgadapor
pulgada del mismo; y entonces había que repartirlos por los asientos,
los veladores, las mesas y demás muebles adyacentes, hasta que
cubiertas ya todas las superficies, se hacía preciso desplegarlos por
el suelo. Hubo años en que la distribución llegó hasta las habitacio-

101
nes contiguas, pues era una verdadera inundación de regal
s a
invadía la casa. ' que
El eco de estos sonados onomásticos debía de traspasar
vez los límites de nuestra Isla, pues la famosa revista / y Una
Norteamérica, envió expresamente un reportero acomnañ H '
fotógrafos para retratar a Pablo, en medio de esta inusitada ni
de los más heterogéneos objetos. No estando yo casada con él *
época, aunque vi años después esas fotografías, ignoro si n i &
egar n
a publicarse. °
No se interesaron los periodistas enviados en otros detalles ri
fiesta ni en la fiesta en sí, con lo cual evidenciaban su falt
espiritualidad.
Blanco de su atención fueron únicamente los regalos, entre 1
que abundaban los de plata.
Muchas personas solían preguntarme ingenuamente cómo me las
arreglaría yo para colocarlos, pues aunque la casa era bien grande
parecía imposible darles cabida a todos.
A estas preguntas se evitaba siempre contestar, pues hubiera
producido lógico desencanto entre los oferentes saber que objetos
elegidos con sumo cuidado y gusto, serían al día siguiente devueltos
en casi su totalidad a los establecimientos de comercio de donde
procedían. Sendas camionetas se enviaban a recogerlos, y no era
menuda tarea llevar la cuenta de lo que se entregaba y hacerlo al
establecimiento a que correspondía.
Pero tenía que ser así, por la misma razón que ellos encontraban
inexplicable. No era posible conservarlos. No obstante, esos regalos
no dejaban de cumplir la intención de quienes los ofrecían, pues su
valor reconocido en tarjetas de crédito por las correspondientes
firmas comerciales, proveía a nuestro hogar de todo lo necesario
durante el año.
En una ocasión Pablo se dio cuenta —porque era de una
perspicacia extraordinaria— de que en aquel amplio despliegue de
objetos tan numerosos como diversos, había desaparecido un
valioso reloj, regalo del presidente de la República.
No dijo nada, y sólo al final de la fiesta, los íntimos, que solían
rezagarse, tuvieron conocimiento de lo sucedido. Se le aconsejó dar

102
ediatamente a la policía, pues siendo el reloj una prenda
parte in10 Q j £ g e r | a fac ¡j a j ladrón usarla ni desprenderse de ella.
eXcepcio ' s Q ro tundamente. Eso significaría, explicó, una
todos sus invitados, pues aunque el autor del hecho había
0fensa a ^ ^ ^ ^ n o p 0 ( j^ a a d m itir públicamente que entre
l ! ° Í o s hubiera alguno capaz de esa fechoría.
US a
sus eso sí, en adelante situó, no agentes policíacos, que siempre
° cen y es desagradable recurrir a ellos, sino a personas de su
mza en puestos adecuados, donde les fuera dable observar
C n
° ' ladamente el desfile que circulaba durante horas en contem-
i "n de tantas preciosidades. Había que evitar tentaciones y se
S o n . Por suerte, el hecho no se repitió.
2
He hablado de obj etos, sin mencionar todavía los cheques que el
mo día se deslizaban hasta sus bolsillos, como aves en busca de
nido Nunca logré que me dijera a cuánto llegaba el monto de los
-nismos, pero de que eran miles y miles estoy más segura que de la
salvación de mi alma.
Puede que esta situación verdaderamente envidiable que llegaron
a alcanzar entre nosotros algunos cronistas de salones, aún sin que
ella se debiera a ningún tipo de despojo u otros procedimientos
torticeros, haya sido sin embargo causa de la rabiosa inquina con que
se les persiguió después.
Pero volvamos a la fiesta que nos ocupaba: es obvio que las
invitaciones impresas para esa celebración, apenas empezaban a
circular, se hacían vivamente codiciadas.
Recién casada yo, e ignorante del trasfondo de todos estos
escarceos, se me acercó una de las personas de mi amistad —no de
la de él— para pedirme que le obtuviera de mi esposo una de
aquellas perseguidas cartulinas, para dársela a un matrimonio
amigo, cuyas hijas deseaban vivamente asistir al gran evento.
Como me parecía cosa sin importancia, así lo hice, no sin notar
una como sombra de contrariedad en el rostro de mi marido.
—¿Tú las conoces?— preguntó, a lo que contesté algo extraña-
da, pues Pablo nunca indagaba razones cuando se trataba de
complacerme:
—No, pero conozco a la persona que pide para ellos. No te
mandaría gente indeseable.

103
Sólo dijo:
—Está bien —y me entregó la invitación con ell n onm^ L
blanco. bre e n
Al día siguiente, el intermediario me dejó un sobre dirieid
que contenía un billete entero de la lotería nacional, con latari° a m':
a e
señor invitado. "'
Muy sorprendida se lo mostré a Pablo, que no manifestó la
sorpresa, y le pedí que me explicase qué significaba aquello r» "
era mi santo el que se celebraba. ' vS!!
—Significa, sencillamente —respondió— que te están pagand
invitación que le diste, y no creas que les sale cara. Sólo lo que v 3
comeryavalealgo,peroesoeslodemenos,inclusoparaellos Lo •a
tú debes ver es que hay gente que no sabe hacer las cosas, ni merl
que se les invite. Te hubieran mandado unasfloresy hubieran quedad
bien. Mandando un billete dan a entender que nosotros mismcx
negociamos con las invitaciones y que es posible adquirirlas nnr
determinado precio, cosa que no sólo la creen ellos, sino que también
la propalan, porque a todos les gusta mucho hablar.
Naturalmente, devolví enseguida el sobre con su contenido, y no
quise ni anotar el número del billete para no enterarme de si salía
premiado.

Dij e al comienzo de estas fotos de cumpleaños, que el desempeñarme


adecuadamente a través de ellas, me llevó años de aprendizaje.
Y en el aprendizaj e estaba todavía, cuando ocurrió mi lamentable
incidente con la esposa del primer ministro.
Como se verá, por poco soy yo la que esa vez pudo comprometer
en un riesgo tonto la carrera de mi marido.
Coincidió un 28 de abril con una de las famosas cuestaciones
públicas que se hacían entonces para recaudar fondos, destinados a
ayudar al sostenimiento de diversas instituciones benéficas de
carácter más o menos oficial, que en verdad no debieran tener
necesidad de apoyarse en esas movilizaciones populares, ya que era,
en todo caso, el gobierno el obligado a mantenerlas.
La eficacia de estas cuestaciones dependía de varios factores,
principalmente del buen corazón de los cubanos, que pocos carecía:

104
A la simpatía que el fin pudiera despertar en ellos, pero
de él; e j a g s e n o r a s y señoritas que tomaban a su cargo la colecta.
tamban ^ ^ ^ fueran jóvenes y dotadas de cierta graciosa
Se ProC , a dirigirse a los transeúntes, aun a los que ya llevaban
3grei
|l^acreditativo de su contribución, prendido a la solapa. Y la
c
-o nnraue en esos tiempos los hombres no acostumbraban
cnlaoa era, puiH"
dar por la calle en camisa o en camiseta.
F ta reiteración en el pedir era contraria a la consigna, pero
has se olvidaban de eso, en su afán de llenar las alcancías, y lo
hacían con éxito.
Fn cuanto a las señoras, el atributo más buscado en ellas era el de
1 ún prestigio social o artístico, y si ya no eranjóvenes, bastaba que
3
sentaran frente a la mesa de petitorio, en algún lugar céntrico de
urbe para atraer a muchos de los viandantes, aunque sólo fuera
por curiosidad.
Alrededor de estas mesas mariposeaban las muchachas, alcancía
en mano, y raro era el que pasabapor allí y no se detenía un momento
para acceder al pedido y, al mismo tiempo, contemplar de cerca a
algunafiguraseñera del teatro, del arte o del gran mundo, que sólo
de nombre conocía.
Tal vez la más concurrida de todas, era la que presidía en los
portales de la famosa tienda El Encanto, la señora Lila Hidalgo de
Conill.
Gozaba esta dama de alto y merecido prestigio entre sus conciu-
dadanos, fruto natural de una vida intachable, no exenta de penas
llevadas siempre con señoril recato, y transmutadas por esa alquimia
propia de las almas cristianas, en obras de asistencia y amor al
prójimo.
Ya entrada en años y nada agraciada en prendas físicas, su
bondad, sin embargo la hacía aparecer tocada de un aura angélica,
que aun los que no frecuentaban su trato percibían.
Me he detenido a explicar lo que eran estas cuestaciones, para que
los que no las conocieron queden en actitud de saborear elpas en
faux a que dio motivo una de ellas, que era por cierto de las más
importantes entre las que se organizaban dos o tres veces al año.

105
Coincidió ésta, como dij e, con la celebración de una fech
al cumpleaños y santo de Pablo, coincidencia que ya me in a C ° m ^
ltto ü
poco y puso en estado de alerta mis nervios.
Yo no tomaba parte en la cuestación, pero temía que 1
interfiriese de algún modo el acto que con tanto cuidado y ta T^
se preparaba en nuestra casa. ' ' ° aíi
Pablo, siempre optimista, me tranquilizó diciendo que un
nada tenía que ver con la otra. Además, las cuestaciones term '* °K ^
antes de la caída del sol y ésa era precisamente la hora e &
empezaban a llegar nuestros invitados más impacientes. No h í!
pues, que temer la colisión de ambos acontecimientos.
Y, en efecto, ya la calle estaba en reposo cuando, de pie
entrada de la casa, donde deberíamos permanecer lo menos porrla
horas, tendíamos las manos a los primeros visitantes.
Poco a poco, la mansión fue llenándose de ellos, y hacia las och
de la noche, cuando se estaba en lo más animado de lafiestave
aparecer por la puerta abierta a todo lo ancho, a un grupo de señoras
en trajes corrientes y todavía tocadas con los velos y distintivos
propios de la institución que representaban, y para la cual habían
pasado el día recaudando fondos por las calles de la ciudad.
Venían armadas de sus alcancías, y el propósito era, naturalmen-
te, aprovechar nuestra casa en fiesta, como campo estratégico de
sus actividades.
Tal pretensión, según mi modo de pensar, no sólo hubiera venido
a importunar a nuestros huéspedes, sino que les hubiera permitido
sospechar que éramos nosotros los que les habíamos preparado esa
especie de pequeña encerrona.
Porque, como es fácil presumir, no iban a salir del compromiso
depositando en las alcancías billetitos de a peso. Los tales recipien-
tes les serían ahora presentados por damas, cuya relevancia social
ameritaba un buen esfuerzo de los contribuyentes.
Eran ellas esposas de políticos de rango, y conocidas, ya habrá de
suponerse, por mí, aunque no puedo decir que amigas mías, con
excepción de una de la que hablaré después.
Sin reponerme aún de la sorpresa, observé que entre aquell
irrupción estaban varias señoras que habiendo sido invitadas a
natalicio, bajo un pretexto u otro habían excusado su asistencia,)

106
tenían empacho en presentarse cuando así convenía a sus
ahora no teme»
' nter6S lio me irritó sobremanera: quise enterar a Pablo de lo que
A4U Q ¡mposible se me hacía dar pronto con él en medio de
oCUrna
oersonas bloqueadas las puertas, obstruido el paso por
Sdejasqueibányvenían.
v 1 premura se imponía, pues ya las señoras habían extraído sus
chos de guerra y comenzaban a atacar a los que tenían más
I Todo esto sin saludar siquiera ni contar con la dueña de la
a
p'• 0 ¡ a qUe casi de un salto me les enfrenté: mi temperamento
iempre un poco vivo y vivamente reacciona, sobre todo cuando
sino que alguien falta a las pocas y elementales consideraciones
1
ue espero de los demás, y no son más que las que yo también guardo
para ellos.
Así pues, me dirigí a las damas mvasoras, y fría, pero cortésmen-
te ouse en su conocimiento que mi casa era un dominio privado y
no me parecía bien que se utilizara para unfinpúblico, y para el cual
nosotros no habíamos sido consultados. De manera que les rogaba
que renunciando a su propósito, muy loable, pero fuera de sitio allí,
se despoj aran de sus insignias y nos acompañaran a tomar una copa
de champán.
Mis palabras querían ser corteses, pero se las adivinaba duras y
algo temblorosas por la indignación. Las señoras, sorprendidas por
el obstáculo con que no contaban, reaccionaron del modo que peor
lohubieranhecho; reclamaron la presencia del dueño de lacasapara
ventilar la cuestión, como si yo no representara nada en ella. Esto me
irritó más aún, y volviéndome entonces a la que era amiga mía, y
aunque ya incorporada al grupo no había entrado con él, pues se
hallaba en la fiesta desde temprano, volviéndome a ella sola le
pregunté por qué, si tuvo tiempo para hacerlo, no me había
informado de lo que se tramaba.
La palabra me salió impensadamente, de otra manera no la
hubiera dicho. Pero el andar con palabras tiene eso, a veces se
buscan y no se encuentran y otras, sin buscarlas, acuden las que
corresponden.

107
Las señoras, como es de suponer, se retiraron muy ofe H'
con ellas mi amiga, que no quiso esperar siquiera por su esn *
S(
se hallaba entre la concurrencia. Mue
Cuando el murmullo despertado por el incidente 1 W L
a
Pablo, ya todo había terminado. No me dij o nada, ni yo a él P
vez despedido el último invitado, y al quedarnos solos \J°ÜTli
punto por punto lo sucedido. ' c°m
Él me oyó hasta el final sin interrumpirme, pero con sorpresa -
no aprobó lo hecho por mí. *>
—Tú tomas todo muy en serio —me dijo—, y has dado im
tancia a lo que no la tenía. No querías que se molestara a nuest
invitados, y te aseguro que ellos y ellas se hubieran sentido enea-'
tados de verse en esa compañía. Entre esas señoras estaban d
cuyos esposos aspiran a la presidencia de la República, uno c
muchas probabilidades de obtenerla. Estaba la esposa del premie
que, según me dices, era la que encabezaba el grupo; estaban la del
presidente del Tribunal de Garantías Constitucionales y las de tres
ministros del gabinete. ¿Qué les hubiera importado a los que estaban
aquí, pagar diez o veinte o treinta pesos por la oportunidad que se
les ofrecía de iniciar con ellas un conocimiento, una conversación
que podía llegar a ser una relación útil? En vez de eso, con tu rigidez
de criterio, te has buscado una enemistad que no nos conviene a
ninguno de los dos.
Quedé anonadada. No traté de defenderme, ni me eché a llorar
como hubiera hecho otra en mi caso, porque no soy mujer llorona
ni discutidora. Pero pensaba que era triste que la primera vez que yo
trataba de ejercer alguna autoridad en aquella casa que era la mía,
hubiera sido para causarle a él un disgusto, y probablemente un
perj uicio cuyo alcance no podía prever. Estaba visto que mi natura-
leza no se aclimataba a su ambiente.
Pablo debió de verme la pena en el semblante, porque me echó el
brazo por la cintura diciendo:
—Tú tenías razón, pero la hiciste valer con modos un poco
bruscos. Ahora no pienses más en eso, y vamos a dormir.
Por supuesto, no dormí. Y mayor fue mi sobresalto cuando al día
siguiente le entregaron a Pablo una carta traída por un propio, cuyo

108
ntaba el membrete correspondiente a las oficinas del
sobre
iinerfflimstro
Pmpero
" no coc ~ ii»
a enviaba
_ ^ tél, sino la. esposa
^ agraviada por ^.mí. En la
111 A
dirigía a Pablo como si fuera el llamado a castigarme, a
m S Va ¡ediri
' ' e en penitencia como a una niña mal educada que ha
sefltan "- -i falto
falta. Reta nueva
nueva fnrma ríe
de secmiricmnránrln-
ometido una severa uu*. ^Esta *—,» .forma
- — «, ^seguir
6 ^ ignorándo-
^ ^ v , -
y o que aún en medio de mi consternación creciera mas mi
m
-t í De pasada, la señora dejaba caer, como al descuido, que
C
° dor su esposo del suceso —no por vía de ella, naturalmen-
C C
°!° se hallaba en extremo disgustado.
Véjame ser yo quien conteste esa carta, que a mí debió ser
. -Ja supliqué—, pues de reclamarse tu intervención, como al
ecer se reclama, no toca a ella sino al marido hacerlo.
P
f£Stá bien —respondió—, pero antes me dejas ver lo que
escribes.
— Temes que vuelva a emplear el tono brusco?
__No, pero por si acaso...
Vi en sus labios la sonrisa habitual, y me sentí reconfortada. Creo
que me dio hasta la inspiración que requería para hacer la carta
exacta.
La hice muy sobria, muy sencilla, muy digna. Aparte de la
inspiración, debo decir que por entonces dominaba a mi gusto el
estilo epistolar, y si me daban tiempo para la reflexión, dominaba
también mis pasiones.
Pablo la halló muy bien, no añadió ni quitó nada, pero me dijo que
no pudiendo ya ignorar el incidente, le parecía deber suyo incluir
unas líneas de su mano al esposo.
Comprendí que tenía razón, pero temía que su intervención
enredara más el asunto. En esta incertidumbre llegué al punto de
preguntarle algo dolida si se creía obligado a presentarle excusas.
—No me conoces todavía —fue su bella respuesta—. Yo no
acostumbro a darlas, y menos en este caso, en que hacerlo equival-
dría a desaprobar tu conducta ante ellos. Yo he podido desaprobarla
ante ti, pero no ante los demás, y desde ahora debes saber que con
razón o sin ella, yo te respaldaré siempre.
Y como aún yo preguntara:

109
—Entonces, ¿qué le vas a decir al ministro?
—Más o menos eso mismo. Te doy también la oportu H
leer la carta y hasta de enviarla si quieres. Él es hombre v " de
ycoi
derá. *prer,.
Así se hizo, y la contestación del premier fue invitarlo ato
en su despacho, con lo cual todo quedó pacíficamente arrea] ^ ^
menos en la parte que más me intranquilizaba a mí.
Las heridas entre hombres —entre hombres civilizados
generales sana C
ise— pueden ser graves, pero en términos generales,
dase—
consecuencia. No así entre las mujeres que, civilizadas o no íu"
se trate de pinchazos de alfiler, suelen peligrosamente encona ^
La premiera no me perdonó nunca el desaire que le hice al
poner a su disposición el usufructo de mi fiesta, cosa que no ^
importó mucho, y laque era mi amigadejó de serlo definitivament
lo cual me importó más.
Era de las pocas que había logrado ganarme en aquel tablado
inestable en que me movía, mujer joven, inteligente, encantadora
que por desgracia murió pronto, sin tiempo de restituirme, como
quiero pensar que hubiera hecho, al sitio ocupado antes en su
corazón.
Otro año sucedió que la fecha caía en domingo, y pensando mi
esposo que esa circunstancia podía restar animación a su fiesta
decidió celebrarla en la víspera.
Decía él que el domingo era el día de la semana que tenía la gente
para descansar, pasarlo con la familia o irse al campo o a la playa,
hábitos bien arraigados entre nosotros y por tanto susceptibles de
interferir en el éxito de su programa.
A mí me daba igual un día que otro, pero me parecía que la
precaución estaba de más, pues el campo y la playa estaban siempre
allí, y nadie iba a perderse un acontecimiento tan esperado, sólo por
oír la radio en la cama o aburrirse en compañía de los suegros.
No obstante, como mi ignorancia en las tácticas sociales había
resultado tan notoria, me abstuve de opinar o aconsejarle.
Otros lo hicieron por mí, pero ninguno logró disuadirlo. Una ve
que entraba una idea en su cabeza, sólo practicándole la trepanado:
se hubiera logrado hacerla salir.

110
ó el sábado y llegaron los invitados en procesión, como de
Ll6g
bre, repartiéndose unos por los portales, otros por el jardín
ÜXÍi
enos por el interior de la casa. Esta última medida, muy
y loS agradecida por mí, obedecía sin duda al temor de derribar
SCre
^' de las antigüedades, jarrones chinos, mesas y mesillas que a
aigUI1
Ae mis manías de coleccionista proliferaban a lo largo y lo
causa <Je
„nCho de su recinto.
n sde luego, no se renunciaba a la contemplación de los regalos,
este desfile encauzado por amigos ya veteranos en el oficio, se

a siempre en buen orden y procurando que una vez alcanzada la
ia
fa no demorasen mucho su estancia allí. El objeto era no
^ngéstionar la fila y dejar sitio a los que venían atrás.
Todo esto estaba perfectamente reglamentado y aprendido por
nos v por otros; era como una suerte de ritual que funcionaba casi
mecánicamente.
Pues bien, ese día no habían acabado de llegar todos los que se
esperaban, cuando se desató de pronto tremendo aguacero.
Huían las señoras por los jardines tratando de guarecerse bajo un
árbol o de ganar el portal, ya empapados los vaporosos vestidos de
verano, ya caídos los alones de las pamelas, y cuando nadie más
cabía allí, grupos de fugitivos seguían llegando, apretujando a los
que estaban primero, volcándose hacia las estancias interiores tan
respetadas siempre.
Nada hay que tanto asuste a mis conciudadanos como la lluvia,
me dije filosóficamente, viendo en peligro inevitable a mis amados
cachivaches, resignada ya a su pérdida, como acabamos por resig-
namos a lo que no está en nuestras manos remediar.
Cuando al fin escampó y pudo batirse en retirada la marchita
concurrencia, me dediqué enseguida a sacar cuenta de las bajas, al
igual que se hace en los campos de batalla al término de la contienda.
Debo decir para consuelo mío y honor de nuestros visitantes, que
me fue dado comprobar que aquéllas no eran tantas como yo
esperaba y debieran haber sido, lo cual me permitió igualmente
inferir que aunen medio de una situación difícil, saben también las
gentes de esta tierra cómo arreglárselas para soslayar obstáculos.
Pero lo más interesante del suceso, fue cuando al amanecer del
domingo despuntó un día espléndido que se mantuvo soleado todo
111
el tiempo, y como si eso fuerapoco, la noche no pudo ser má
S Seren
típica noche de verano, tibia, lunada, perfumada. <••
Puedo añadir que en tantos años, ése fue el único día e
tradicional fiesta del cronista se viera deslucida por la lhrv' ^ 'a
En cuanto a Pablo, vivió siempre convencido de que su
Patrón, por aquel escamoteo de su fecha, lo había cierta ^ '
castigado. ^ente
Alguna vez, la festividad de San Pablo de la Cruz se celebró
finca que poseíamos en los alrededores de La Habana, y ento "*
ella adquiría el aire delicioso de los antiguos garden parties °
Era realmente un espectáculo brillante el que ofrecían aquel]
jardines", donde parecía abrirse en abanico toda la gracia vv
elegancia de la mujer cubana.
¡Qué belleza de trajes, como cosidos con alas de mariposas
libélulas; qué de ricos encajes sacados de las arcas de la abuela' QU
de sombreros donde parecía anidar laprimavera; qué de ir y venir de
bandej as en torno a las mesas diseminadas por el césped, a la sombra
de amplios y policromados quitasoles!
No había duda de que allí el acto tenía más lucimiento, más
amplitud, más escenario. Y, sin embargo, hubo que suprimirlo a
ruegos de las autoridades locales; hubo que renunciar a repetirlos
porque ellos originaban innumerables trastornos en el tránsito, y por
ende en la vida comunal de la región.
Pensemos que desde las dos de la tarde, la carretera que conducía
a nuestra finca se congestionaba de tal modo que había que desviar
los vehículos que no fuesen expresamente al lugar del acontecimien-
to. ¡Y hasta los ómnibus decían que iban a la finca de Álvarez de
Cañas!
Esto provocaba protestas en masa, y no sólo se alteraba el
discurrir de vehículos y hábitos, sino también los ánimos de los que
acudían o no acudían a la fiesta, éstos por verse molestados sin
beneficio alguno, y aquéllos porque corrían el riesgo de llegar
cuando ya la fiesta había terminado.
Recuerdo que la última vez que allí se celebró, llegó Homedo muy
sofocado, pasándose el pañuelo por la frente y lamentando al modo
suyo las dos horas largas quejiubo de arrastrarse su automóvil por
el camino, bajo el sol del campo abierto.

112
jijo a Pablo—, no se te ocurra el año que viene celebrar
en la fin°a' a m e n o s <iUG mandes hacer una carretera
el
ñámente para ti.
, j 0 qUe antecede, que a estas alturas nadie podrá achacar-
^UeI1 idad para que se vea cómo la personalidad de un hombre
016
t V a llegado a Cuba en el más completo anonimato y despro-
1ue h^ t 0 ( j 0 medio para salir de él, logró sin embargo destacarse
VlSt
°feras tan opuestas a la suya, y proyectarse en las más inespe-
direcciones, no por un breve tiempo sino por casi tres décadas.
v ntándolo yo misma, las preguntas acuden todavía a mi mente
e en realidad, aun para mí quedaron siempre sin respuesta.
130
fómo pudo, cuando se lo propuso, mover a su antojo toda una
multitud, sin más recursos que su nombre?
Cómo pudo mantener el equilibrio donde otros se hubieran
estrellado?
Cómo pudo hacer pensar a hombres muy expertos y curtidos
por la vida lo que él quería que pensaran, no ya por la persuasión que
hubiera sido mucho, sino haciéndoles creer que las ideas habían
partido de ellos mismos?
/Cómo pudo entenderse con gentes cuyo idioma no hablaba, y
llevar a buen término las misiones cuyo desempeño se le había
confiado?
¿Cómo pudo adivinar en su remota islita, que un día pasearía por
las principales capitales del mundo, sería recibido por jefes de
Estado y agasajado por las mismas duquesas y princesas, cuyos
nombres sólo podían alcanzarle entonces por los diarios de Madrid?
Y ahora, al contarlo, me parece a mí misma un sueño lo que
cuento, una experiencia vivida, como creen los teósofos, en una
anterior encarnación.
Me queda de todo lo que fue aquella vida, que en parte fue la mía,
la sensación de un perfume que poco a poco se evapora, un perfume
cuyo nombre ya se hace difícil recordar.
Y siguen las preguntas rondando mi irremediable soledad: ¿Cómo
pudo hacer todo esto el hombre que tuve por más de una década y
que tal vez no conocí del todo?
¿Lo hizo realmente aquella criatura alucinada y casi agónica, que
al cabo de once años me devolvió el exilio?

113
Una vez en que hablábamos de esas facultades suyas d
remover, conducir y aglutinar grupos humanos, no pude m m ° V e r •
preguntarle por qué no las había empleado en fines quiz'en°Sqile
/asrr
prácticos, pero más trascendentes. iet¡,
—En primer lugar —respondió—, porque no lo deseaba
dicho, no era mi vocación. Pero otra razón había para deten ^ ^
el punto donde me detuve: corría elriesgode perderlo todo SÍM
avanzando. No soy como la gente cree, como crees tú misn?81
ambicioso, si por ambición se entiende un desmesurado de ^
alcanzar lo que no está dentro de nuestras posibilidades Yo v
muy bien hasta dónde llegaban las mías, y eso sí, estaba dispue t
sacar de ellas todo lo que ellas pudieran dar; eso no es ser ambic' °'
es estar agradecido a los dones que Dios nos da, a las oportunidad
que pone a nuestro alcance, aunque a veces nos parezca que est^
muy lejos, y aunque cueste algún esfuerzo el alcanzarlas. De todo
modos, negarse a ir a su encuentro es pecar por ingratitud o nr
pereza, que en mi caso se hacían pecados graves porque tenía una
familia que mantener. Lo que esta familia pesó sobre mí, tú lo sabes
pero eso nunca me sirvió de excusapara dejarlo todo a la deriva Tú
fuiste, tal vez, la única cosa que verdaderamente ambicioné, porque
tú estabas muy alta para mí. Lo demás no, por muy extraño que te
parezca. Lo demás yo sabía que podía, con más o menos esfuerzo
conquistarlo, y era natural que no renunciara a cobrar lo que.
después de todo, la vida me debía.
Con éstas o parecidas palabras, trataba él de explicarme «su
caso», en el que yo hallaba tantas incógnitas. Esas palabras mismas,
¿qué estaban demostrando, altivez o humildad?
¡Qué compleja sencillez la de este hombre que entre sus muchas
lecturas no incluyó nunca las de filósofos o psicoanalistas!
¿Y qué querría decir con eso de que la vida le debía? ¿Es que la
vida puede debernos algo?
—Oye, Pablo, ¿qué te debía la vida?
—Lo que me dio.
—Sigo sin entender.
—¡Pero si es muy fácil! Mira, por un azar cualquiera, yo nací en
un medio inferior a mis aptitudes, eso lo supe enseguida. Pues bien,

114
• entre ese medio y esas aptitudes es lo que me debía la
ladiffTfaCsTmple operación de aritmética.
vida- ui o a u e i a v i d a debe de ser una deudora bastante morosa.
nlndThaíaste fuerzas para cobrarle?
6
_En la misma vida.
n o dejémoslo ya, porque esto se va pareciendo al cuento
ll^peíado, que tanto me atormentaba en mi lejana infancia.

115
AGUAFUERTES

Cuando el famoso actor de cine mexicano José Moj ica visitó a Cuba,
allá por la década de los años treinta, los que ya tenían uso de razón,
recordarán cómo la perdieron los habitantes de San Cristóbal de La
Habana.
Para ensalzarlo o vituperarlo, ningún artista ha levantado aquí
clamor semej ante.
Yo permanecí al margen de todo aquello. En realidad, nunca me
han interesado estos cantantes, y a la sazón tenía cosas más
importantes en qué pensar. Empezaba mi primo a cortejarme y,
aunque afortunadamente no cantaba, era ajuicio mío hombre más
gallardo que aquél. De Mojica ni siquiera había visto las películas,
y lo tenía por persona vana y superficial.
Este concepto fue ampliamente rectificado muchos años des-
pués, cuando lo conocí en su convento de La Recoleta, casi
inaccesible en aquellas tremendas soledades andinas. Tan rectifica-
do fue, y tal impresión me hizo en esa única visita, que puedo decir
ahora que fueron sus palabras las que más pesaron en mi vacilante
voluntad de casarme con Pablo.
Pero eso estaba todavía muy lejano, aunque ya desde la época a
que me refiero, una fraternal amistad había unido al artista con el
cronista, y esta amistad duró hasta la muerte, ocurrida sólo con días
de diferencia entre los dos.
Entre las cartas que todavía llegaron a su nombre después de
fallecido Pablo, estaba una de fray José de Guadalupe Mojica, que
incluía su última foto dedicada a él. En ella aparecía ya en una silla
de ruedas, aún sonriente, y cuando la recibí, los dos estaban muertos.

116
•Quién me iba a decir que sería yo precisamente quien recibiría
aquel mensaje postumo, que serían mis manos las destinadas a
recogerlo!
; Desde qué instante en el tiempo? —quién iba a decirlo en aquel
año 1932, cuando nuestros caminos se hallaban tan distantes que era
^posible pensar que algún día llegaran a unirse...
Entonces estaba Mojica en la cúspide de su fama; su voz era
quizás todavía más hermosa que la que oí luego en la iglesita de La
Recoleta, que lo era tanto. Sus piernas, una de las cuales habría de
serle amputada, saltaban ágiles a los indómitos caballos, y las gentes
formaban largas filas al frente de su hotel o su teatro, sólo para verlo
escapar rápidamente cuando salía, si antes no se escabullía en
prudente evasiva por una puertecilla secreta.
Más de una vez los agentes del orden tuvieron que protegerlo del
entusiasmo del público, y más de una vez tuvo que castigar él mismo
con sus recios puños, la insolencia de algunos que llevaban su
torpeza o su malignidad demasiado lejos.
Pues bien, en aquella suerte de locura colectiva que se apoderó
de los moradores de nuestra capital, pudieron ocurrir cosas como la
que voy a contar a continuación.
Sabedores todos de la amistad a que me refería antes, y como en
virtud de ella podía influir uno en el ánimo del otro, se presentó un
día en casa de Pablo alguien con un encargo singular.
Este alguien puso en manos del dueño de la casa un pequeño
estuche de terciopelo, y abierto el mismo, resultó contener un solo
arete de los llamados dormilonas. El arete lo constituía un brillante
de cuatro o cinco kilates.
—¿Qué significa esto? —preguntó Pablo sorprendido.
—Significa simplemente que el compañero de este arete no
tardará en seguirlo si se le arregla una entrevista a solas con Mojica
a la persona que envía el obsequio.
Pablo se puso en pie, y devolviendo la prenda dijo:
—Muchos oficios me he visto obligado a desempeñar en mi vida,
pero todavía no he llegado a ése...

117
Otra vez se le presentó una señora desconocida, de modesto
aspecto, con una triste historia que contar.
Su hija, gravemente enferma en el hospital, le suplicaba qUe
obtuviera por cualquier medio que el actor se dejara ver por ella
aunque sólo fuese en el breve curso de unos minutos.
¡Oh, sí, la madre sabía bien cuan embargado tenía que estar el
tiempo del gran artista y lo imposible que era llegar a él, y aún más
difícil que él se llegara a nadie! Todo eso ella lo sabía muy bien, y
sabía lo absurdo de su petición. Pero una madre en su caso no podía
detenerse en razones; tenía que esforzarse y que luchar hasta lo
último, para conseguir que su hija viera cumplido el que iba a ser tal
vez su último deseo.
Pablo tomó el teléfono, habló brevemente, y dijo a la señora una
sola palabra: «vamos». Y fueron los tres en raudo automóvil hasta
el lejano hospital, atravesaron la doble hilera de camas blancas sin
ser reconocidos o tal vez siéndolo, pero paralizados todos por la
sorpresa, y llegaron hasta el lecho de la enferma, cuyo rostro se
iluminó con esa especie de éxtasis, que sólo los que lo han sentido
son capaces de imaginar.
Mojica le ofreció un retrato dedicado, que la muchacha llevó
emocionada a su pecho. Él habló algo, poco, palabras de ternura que
querían ser también de esperanza. Luego se despidió besando
aquella pequeña mano helada que temblaba entre las suyas... Y
partieron enseguida, antes de que se propagara por el hospital la
noticia de su presencia.
A los pocos días, murió la joven, y antes pidió que la enterrasen
con el retrato sobre el corazón, como delante de él lo había puesto.
La madre dijo luego, que muerta ya volvió a ver en su semblante
aquella expresión celeste que el breve paso del amor le había dejado.

Hubo un gran fracaso, grande e inexplicable en su carrera periodís-


tica, no como cronista social, sino como director de Selecta, que
aspirando a ser la mejor de Cuba, y precedida de enorme propagan-
da, había surgido, puede decirse que espectacularmente, ante la
curiosidad de la población habanera.

118
Era difícil mejorar la calidad de las revistas ya existentes por
entonces, pero ésta parecía haberlo logrado. Era una publicación
magnífica, apolítica, amena, dinámica, bien informada.
Contaba con edificio propio, expresamente construido a esos
efectos, incluso el de resistir el peso y la trepidación de las enormes
rotativas traídas del extranjero. A cargo de ella se puso un cuerpo
técnico muy especializado y otro de redacción cuidadosamente
elegido.
Estaba además respaldada por un conocido y más que solvente
hombre de negocios, joven, enérgico, inteligente, que también,
como Pablo, había tenido éxito en todas sus empresas.
En cuanto al director, diremos que se hallaba en plena efervescen-
cia de su popularidad, y en lo que hacía a susfinanzas,cabía suponer
que nunca pudieron ser mejores. El año anterior se había permitido
sus primeras vacaciones, que empleó en emprender un viaje de
recreo por Europa en compañía de su familia, deteniéndose natural-
mente en la isla natal, a la que no había vuelto desde que salió de ella,
casi veinte años atrás.
¡ Con cuánta emoción debió de contemplar el volcán tutelar, aquel
augusto Echeyde de los guanches a cuya sombra había transcurrido
la primavera de su vida!
El Teide, como lo bautizaron los cristianos, también lo habí a visto
partir intrépido, con los bolsillos vacíos y el corazón lleno de
ilusiones, listo para librar su gran combate, sin más armas que sus
veinticinco años, su voluntad y su fe. Y el Teide volvía a verlo ahora
como el héroe de Verdi, en su retorno vencedor.
Los viejos amigos, los camaradas.del Instituto, las autoridades de
la Isla, se apretujaban en el muelle para darle la bienvenida y hasta
un coro juvenil, luciendo galas típicas, entonabapara él las notas de
una folia.
¡Qué hermoso había sido aquel regreso, aquel reencuentro con
las calles familiares, la plazuela donde jugó de niño, la alameda
donde tuvo sus primeras citas de amor!
Y luego la larga, cálida plática con los dos amigos dilectos —ya
casados, ya padres—, que se prolongó hasta la madrugada.

119
Aún aleteaban en su pecho las recientes emociones, aún saborea-
ban sus labios las mieles del triunfo... Todo en el horizonte anuncia-
ba bonanza, y de pronto, aquello había sucedido.
Cuando se produjo el colapso de Selecta, a los dos meses escasos
de su publicación, puedo decir que las gentes se preguntaban por la
calle qué vuelco fue capaz de provocarlo.
Creo que nunca se supo bien: fue una de esas cosas imprevistas
que sin embargo ocurren, como la caída de un meteorito o el
hundimiento de un barco considerado insumergible.
Yo acababa de casarme con Enrique de Quesada Loynaz, y
amaba sinceramente al hombre que era ya mi esposo, de otra manera
no me hubiera unido a él. Era algo más joven que yo, y tal vez por
eso lo quería un poco maternalmente.
Pero, ¿es que hay mejor manera de querer?
Estoy cierta de que él también me quiso —una mujer no se
equivoca en eso—, aunque en su cariño hubo siempre una especie
de obsesiva, casi morbosa absorción de mi persona, que procuraba
apartar de todo trato humano y divino.
Podría citar aquí ejemplos de esta actitud incomprensible en
hombre tan normal, como el de hacerme desechar un par de zapatos
nuevos por considerarlos provocativos, inmorales.
Pero por esos tiempos aquello no me importaba mucho: podía
comprarme otro par de zapatos que le pareciera bien. Lo importante
era que yo me sentía a gusto a su lado, protegida a su lado, y a
diferencia de Pablo, que no había hecho más que perturbarme, él
había traído a mi espíritu la ansiada paz.
No obstante, estaba visto que también esta paz habría de ser
interrumpida, siquiera fuese momentáneamente, a causa suya, pues
como a todos, me sorprendió la caída de Selecta, cuyo nombre
aparecía todavía en grandes letreros lumínicos por toda la ciudad.
A la sorpresa siguió una pena indefinible, una mezcla de descon-
suelo e inquietud que aún ahora no me sería fácil explicar.
Yo creo que me apenó e inquietó sobre todo la coincidencia: no
es que yo atribuyese una cosa a la otra, ni creo sinceramente que
fuera así. Pero, en cierto modo, me parecía que yo no podía seguir
disfrutando de mi paz idílica, indiferente a aquel derrumbe, a la

120
desgracia de un hombre que había estado tan dentro de mi vida.
Insensible tendría que haber sido para no pensar de esa manera.
Tras varios días de vacilación, lo llamé por teléfono. Tuve que
hacerlo de uno público, pues en mi casa no existía ningún aparato de
esta índole, desde que lo arrancó el ciclón del año 26.
Era mejor acabar de una vez con esa inquietud que me acosaba,
ese deber moral en que me sentía, razonable o irrazonablemente, de
acudir de algún modo a su derrota.
¡Qué desconcierto el mío! Yo me había pasado la vida huyendo
de aquel hombre, mientras todo le sonreía en derredor; y ahora
cuando ese «todo sonriente» naufragaba, ¿era insensatez, era im-
prudencia, era siquiera lícito o erapor el contrario un gesto humano,
brindar al nuevamente desposeído una palabra de comprensión?
¿Y qué palabra podía decirle ya?
Todavía marcando el número me hacía esas preguntas y sin
tiempo de contestármelas, contestó él.
Me acogió fríamente. Dijo algo vago que casi no le oí. Recuerdo
que su voz aparecía tranquila, pero muy lejana, como si viniera de
no sé qué distancia. Pensé que la oía así porque había olvidado cómo
era su timbre cuando hablábamos furtivamente por teléfono. ¡Y
hacía tanto tiempo que ese hilo último había dejado de unirnos!
Se hizo un silencio tenso, como cargado de electricidad, uno de
esos silencios que por teléfono resultan insoportables. Para romper-
lo de algún modo, no se me ocurrió otra cosa que una pregunta
pueril:
—¿Has perdido mucho?
—Lo he perdido todo. Lo que era mío y lo que no era mío. Y hasta
te he perdido a ti.
—Pablo, voy a decirte una palabra que nunca dije a nadie:
Perdóname.
—No te preocupes. Los dos tenemos mucho que perdonarnos. O
tal vez nada... Ya es lo mismo. Ahora lo que importa es que tú seas
feliz.
Quedé en silencio, y él pudo añadir.
—Pero me parece que no vas a serlo.
Colgué. Bien poco habíamos hablado, y lo habíamos dicho todo.

121
Llegué a casa con la sensación de ser perseguida, de que algo
amenazaba mi felicidad. Aquel vaticinio suyo, aquella tranquila
frialdad con que lo había pronunciado, corría aún como agua helada
por mis venas. Después de dar aquel paso que tanto me había
costado y en el que tanto había arriesgado, no había hecho más que
cambiar una angustia por otra peor.
Pero lo que él había dicho no podía ser cierto. Lo decía amargado
por las circunstancias y tratando de amargarme a mí.
Había dicho que lo que importaba era que yo fuera feliz, pero no
hablaba, no podía hablar sinceramente. Él deseaba que no lo fuera
y haría todo lo que en su mano estuviese para estorbar esa felicidad.
Tenía que ponerme bien lejos de su alcance, bien a salvo de su fatal
influjo porque ése era tal vez el único modo de preservar la paz que
al fin había ganado, y no estaba dispuesta a perder.
Sí, él había querido pasar por generoso, pero era desgraciado, y
la desgracia deja poco espacio para la generosidad.
Yo hubiera preferido una explosión de ira, eso estaba más en su
carácter y de ella hubiera podido defenderme, no de aquel modo casi
indiferente, casi despectivo y en el fondo, insidiosamente malévolo...
—Pero me parece que no vas a serlo...
Las palabras traspasaron conmigo el umbral de mi casa, me
siguieron a través del j ardín ya en sombras, se instalaron en mi misma
alcoba, como si tuvieran algún derecho a ello, como si unas palabras
solas pudieran estorbar otra presencia allí.
Me refugié entonces en la biblioteca, busqué un libro al azar,
intenté leer inútilmente.
La noche acabó de caer sin que yo la sintiera, detenido el tiempo,
el mundo exterior, entre aquellas cuatro paredes que me rodeaban.
Maquinalmente, prendí las luces en gesto repetido tantos años, y
el resplandor súbito trajo a mi memoria cómo los miedos infantiles
huían cuando se hacía luz en el cuarto oscuro... Sonreí al recuerdo.
Luego empecé a sentir que, poco a poco, en aquel ambiente tan
familiar, tan mío, me iba al fin serenando. Mi casa acababa por
serenarme siempre, era mi paraíso, y no lo dejaría perder.
Por el friso de un verde gris que corría a lo largo del recanto,
desfilaban estilizadas figuras en color marfil, representando los

122
signos del zodíaco. Las había pintado mi esposo a ruego mío y
revelaban en verdad un arte depurado que él no hizo mucho por
cultivar.
Aún existen medio borrosas por el tiempo, ya derrumbado un
muro de su cuadrilátero, entre las ruinas de la vieja casa, y con qué
melancolía asisto a su definitiva destrucción...
Pero en aquel momento, tales figuras frescas todavía, casi salién-
dose de la piedra, me parecieron algo así como un despliegue de
guerreros fantasmales, dando la vuelta en torno mío, dispuestos a
defenderme de cualquier asechanza, que por alguna grieta mal
sellada pudiera inesperadamente surgir...
Me había sentado en mi butaca de aire, y sentí sueño. Recordé
entonces que hacía dos noches que no dormía. Las palabras sinies-
tras habían quedado atrás, y un olor a jazmines subía del jardín
anochecido.
Antes de cerrar los ojos, lo último que vi fue a Sagitario —el
signo mío— apuntando con su flecha a un blanco invisible.

Sintió entonces la necesidad de viajar, viajar a cualquier parte,


alej arse siquiera por un tiempo de un escenario donde el telón había
descendido.
Tenía que librarse de las preguntas que lo asediaban a modo de
moscardones, casi siempre con la gota de veneno en la picada. Y más
que de ellos, librarse también de la conmiseración de algunos que no
agradecía ni necesitaba.
Por primera vez sintió que su quehacer periodístico se estaba
convirtiendo en atadura. Uncido a él, no podría nunca buscar la
expansión que acaso por el momento le era imprescindible.
Habló con Hornedo. Le explicó escuetamente la situación sin
dramatizarla mucho, pues no era ése el estilo de ninguno de los dos.
Estaba seguro de que si cambiaba el panorama todo pasaría
pronto, y a su regreso nadie se acordaría de nada, y él tampoco se
acordaría.
Hornedo comprendió. Que se tomara el tiempo que considerara
necesario, pero que tuviera cuidado de que en el viaje no le fueran
a hacer lo mismo que él le había hecho al otro.

123
Esto último lo decía a manera de broma, para animarlo, pero bie
sabía que era él en persona quien no lo hubiera consentido.
Ya Pablo había pensado en eso: las crónicas —que en realidad él
nunca había escrito— seguirían apareciendo baj o su nombre, como
si él estuviera aquí. Lo había ensayado en el viaje anterior y había
salido bien. Por supuesto, esta ausencia sería un poco más larga
—¿Y el dinero? —preguntó todavía Hornedo algo intrigado—
Me gustaría saber cómo vas a arreglarte para viajar si, como me han
dicho, no te queda un centavo por haberte metido, contra mis
consejos, en esa aventura de Selecta... Bien, si necesitas alguna
ayuda...
No, no necesitaba ninguna. No iba a ahogarse en tan poca agua
después de haber capeado tantos temporales.

Cuando la Asociación de Grandes Tabacaleros de Cuba le encomen-


dó la representación de sus productos en el extranjero, no parecía
Pablo Álvarez de Cañas la persona más indicada para tal empresa.
El importante cargo no era dependencia del gobierno, aunque
éste le dispensaba su sanción oficial. Tampoco se trataba de una gira
comercial, porque el Comisionado del Tabaco Cubano —éste era su
título y como se ve, sin especificación de marca determinada, sino
comprendiéndolas todas— no iba a vender el producto, sino más
bien a obsequiarlo a figuras relevantes de otros países, a hacer su
propaganda de una manera más fina, más elegante, en suma,
diferente a las demás.
Ignoro cómo y de quién surgió la idea —¿acaso de él mismo?—,
sólo sé que ya empezaba a sentirse la competencia que el rubio
tabaco de Virginia hacía al nuestro en la confección de cigarrillos.
El caso es que se trataba de popularizar, sin que ello pareciese cosa
mercantil, la odorífera hoja de Vueltabajo. Como es de suponer, el
que ostentara el cargo de referencia, devenía del mismo ciertos
privilegios, a más de ser éste ampliamente retribuido por las
empresas particulares que constituían la Asociación.
De lo dicho se infiere que ésta ponía buen cuidado en elegir a la
persona a quien se iba a confiar una misión de la cual dependían sus
propios intereses. Nunca se la hubiera adjudicado a alguien que por

124
falta de cualidades muy especiales y precisas, pudiera poner en
¿esgo esos intereses.
pe modo que al saberse entre los candidatos al cargo, que el
nombramiento había recaído en Alvarez de Cañas, cuyo fracaso en
la revista Selecta era aún reciente y comentado, uno de ellos, muy
popular por cierto entre los vecinos del Norte, pudo hacer un chiste
ingenioso:
Éste es el país de los absurdos. Va a Norteamérica con la
representación del tabaco cubano un señor que no es cubano, ni
fuma, ni habla inglés.
Era verdad, y, sin embargo, los hechos se encargaron pronto de
demostrar que las verdades no se ajustan siempre a las realidades,
y puede caer en error el que pretenda encerrar algo tan complejo
como la naturaleza humana dentro de las rígidas premisas de un
silogismo. La evidencia dijo claramente que los de la industria
tabacalera no se habían equivocado en su elección. El fracaso no iba
a repetirse.
Pablo había partido llevando por delante gran provisión de
estuches del famoso producto, que iba repartiendo a su paso con
aquella su prodigalidad acostumbrada.
Provisto con tan buenas armas a las que podía agregar, como la
salsa aplatofino,cierto magnetismo o influjo personal, que sin duda
le acompañó hasta casi sus últimos años, las puertas más cerradas
se abrían al primer toque de su mano, los lugares más encumbrados
se le hacían accesibles, los personajes más bien guardados le tendían
la diestra sonrientes. De él no había nada que temer.
Sin saber hablar inglés, ni molestarse en aprender siquiera unas
palabras, se entendía con los norteamericanos que debería visitar, se
retrataba con todos los artistas de cine, ofreciendo un estuche de
tabacos a Clark Gable, otro a Gary Cooper, más y más estuches a
Carol Lombard, a Jackie Coogan, a Betty Davis, y estas fotos no
sólo llegaban por decenas a Cuba, sino que también los diarios y
semanarios de aquel país, las publicaban entre asombrados y diver-
tidos.
De regreso a La Habana, apenas lo dejaron descansar: tenía que
seguir recorriendo otras tierras, las que mejor le parecieran, con tal
de que continuara su fructífera labor.

125
Alguien, queriendo todavía mejorarla, le sugirió que fumase él
también, aunque fuera un cigarrillo, sobre todo cuando se retrataba, a
lo que él contestó:
—Ustedes no necesitan que yo fume, sino que fumen los demás
Y si me lo propongo, hago fumar hasta a Shirley Temple.
El famoso Walt Disney le regaló el original en celuloide de un
sketch dibujado por él, para su película Los tres caballeros, que se
estaba filmando en ese momento, y hasta quiso bautizar a uno de los
personajes de su trilogía con el nombre de Pablito. Esto lo alarmó
un poco, y con muy fina habilidad logró disuardirlo de la idea.
A lo largo de estas andanzas por los caminos del mundo, fue
recibido en muchos palacios presidenciales, entrevistó a muchos
jefes de Estado, a personalidades de la banca, del teatro, de la
política; lo mismo a la que gobernaba como a la que se hallaba en la
oposición. Los periódicos de uno y otro bando, cuando lo entrevis-
taban, según les conviniese, ponían en sus labios frases que no había
dicho, de manera que podía aparecer en el mismo día emitiendo
opiniones distintas y hasta contradictorias entre sí.
Tales desaguisados en vez de contrariarle le hacían reír diciendo:
«Eso también es propaganda».
Y a los que le advertían sobre el riesgo que podía entrañar la
tergiversación de sus declaraciones y la conveniencia de rectificar-
las, repetía un aforismo sacado de su cabeza:
—Un periodista nunca desmiente a un periodista. Y de todos
modos, me voy pronto.
Y se iba, llevándose consigo más condecoraciones, más diplo-
mas, más retratos, más testimonios de simpatía.
Entretanto, la fama del tabaco cubano corría por la letra impresa
de un país en otro, hasta los más remotos del planeta.
Años permaneció en el desempeño de estas funciones, si no con
el febril ardor de los primeros tiempos, que lo llevaba a sobreponerse
a sí mismo y a su destino, sí a satisfacción y beneplácito de la
corporación nominadora, que mientras existió como tal, no lo
sustituyó por nadie, ni hubo de hallar motivo para arrepentirse del
nombramiento.

126
Hace poco hallé un gavetón lleno de recortes de papel amarillento
aue mostraban algunos lahuellamelancólica de la traza: eran los que
daban cuenta de su paso por lejanas tierras.
Entre aquellos recortes de periódicos y revistas, venidos de los
cuatro puntos cardinales, había un gran cintillo a toda plana que
nunca habíamos podido leer.
Estaba impreso en esas preciosas letras del alfabeto arábigo, que
en la locura de los viajes no se cuidaba de hacerlos traducir.
Fue cuando en busca de ciertos documentos, tuve que internarme
en su biblioteca, pues poseía la suya propia independiente de la mía,
ya que como antes he dicho, era un infatigable lector.
Por supuesto, lo era sin seleccionar mucho, y con los libros debía
de acontecerle lo mismo que con los seres humanos, en todos y en
cada uno hallaba algo de interés.
De aquella biblioteca tenía yo una vaga idea, una como visión de
conjunto, pero aventurarme en tan intrincado laberinto era cosa por
mí jamás intentada, no sé si a causa de cierto oscuro temor de lo que
allí podía encontrarme o porque ya la mía absorbía gran parte de mi
tiempo. El caso es que sólo después de la desaparición de su dueño,
vine a conocer a través de sus libros, otra insospechada modalidad
de su carácter y sus gustos.
En aquellos grandes y bastantes desordenados libreros de caoba,
donde los títulos más diversos aparecían como embutidos al azar, no
hallé un solo volumen de contenido pornográfico, salvo una obra de
Curzio Malaparte, cosa inconcebible en un hombre que, sin guía ni
freno, había recorrido todos los caminos de la vida.
Tampoco hallé ej emplar alguno de esa literatura hoy tan difundi-
da de estilo Freud, ni del otro también en boga, género policíaco.
Nada de ciencia ficción o de ciencia sólo, nada de versos, excepción
hecha naturalmente de los míos, colocados en sitio principal.
De lo demás, había de todo, y como nota curiosa diré que hallé
una viej a tabla de logaritmos, recuerdo acaso de su vida de estudian-
te y un Kempis editado hacía más de un siglo, que por el nombre
puesto en la primera hoja, supe que había pertenecido a su abuelo,
el terciario franciscano. Habíatambiénunapreciosa colección de La
Esfera, otras de Blanco yj&gro y de Social, muchas biografías y
libros de viajes, antologías de teatro moderno y alguno que otro

127
ensayo sobre diversas materias, dedicados generalmente por e]
autor. Pero los que ocupaban mayor espacio eran novelitas de amor
novelas rosa.

Al principio de su estancia en La Habana, Pablo sostuvo relaciones


de negocios con un paisano suyo, que pronto asumieron las de una
estrecha amistad. Él era así; con la misma facilidad hacía amigos
como enemigos, aunque me parece que a la larga los enemigos eran
más enemigos que amigos los amigos.
No puedo decir que éste fuera el caso del paisano, porque no lo
conocí, por más que la amistad fue duradera. Duradera hasta un día.
Tampoco pude saber los motivos del rompimiento, ni importa
ahora saberlo: lo cierto es que sucedió, y los dos hombres, como
suele acontecer en sus comunes lares, se declararon una guerra a
muerte.
A poco de romperse las hostilidades, el ex amigo se vio envuelto
en un escandaloso proceso a ventilar ante los tribunales de justicia.
Se trataba nada menos que de una presunta falsedad en documento
público, y ya puesta en marcha la maquinaria judicial, hasta el
notario que autenticó el testamento, se vio arrastrado entre sus
ruedas.
Por dicho acto de última voluntad, se dejaba al paisano —era
sobrino del difunto—por único heredero de cuantiosa fortuna, y los
parientes preteridos, a la muerte del testador, impugnaron inmedia-
tamente el documento.
El asunto llegó a enredarse de tal modo, que La Habana entera
estaba pendiente del proceso.
Se trataba de personas muy conocidas, y el notario había sido
hasta ese instante funcionario probo, muy respetado en su profe-
sión.
La parte contraria, sabedora de la inquina creciente entre los dos
que tan amigos fueran un día, nombró a Pablo testigo de cargo en
la seguridad de que éste no dejaría pasar la oportunidad de vengarse.
Ya se le había oído decir que sus odios llegaban hasta la cuarta
generación.

128
Como es de imaginar, el otro quedó aterrado: lo de la cuarta
generación él también lo había oído, y por cierto que muchas veces.
' Ahora la declaración de aquel hombre rencoroso, convertido en
testigo por sus acusadores, iba a pesar bastante en el ánimo de los
magistrados, pues se trataba de alguien que había estado por largo
tiempo en la interioridad de sus negocios, incluso en los del
fallecido. Por tanto, había que suponerlo muy enterado de lo que
había de verdadero o falso en aquella voluminosa cuanto enrevesada
causa.
Se habló de recusar al testigo, pero eso podía ser peor. Podía no
prosperar el alegato, pues si hubo intereses entre ellos, fácil era
demostrar que habían cesado. De cualquier forma, una recusación
ponía en evidencia el temor que inspiraba el recusado, y nadie iba a
adivinar la naturaleza del temor. Se decidió entonces esperar los
acontecimientos, aunque ya se comprenderá el nerviosismo de esta
espera.
Llegó el día de la comparecencia, y Pablo fue llamado el primero.
Se le hizo la pregunta de ritual: ¿amigo o enemigo del procesado?
Bueno, en un tiempo había sido amigo, pero ya no lo era.
Tampoco enemigo porque esa persona era para él como si no
existiera.
Continuó el interrogatorio ya por la parte actora, y muy segura
ésta de su victoria se aventuró a preguntarle si dada su amistad, que
fue larga con aquella familia, no estaba en condiciones de poseer
algunos datos relacionados con el testamento, datos que le permi-
tieran sospechar que éste no había sido firmado por el difunto o al
menos que no había sido su verdadera voluntad la que allí aparecía.
Pablo contestó tranquilamente que en el momento de los hechos
que se discutían, ya él había dejado de frecuentar la casa de esa
familia y no podía por tanto saber lo que ocurría en ella. Ahora bien,
en lo concerniente a la voluntad del testador, lo único que podía
declarar era que en todo el tiempo en que lo trató, siempre le oyó
decir que dejaría por heredero único de su fortuna a la persona que
veía sentada en el banquillo de los acusados. Ni siquiera lo nombró.
Sorpresa general. Renuncia a continuar el interrogatorio. Pablo,
sin saludar a nadie, se alejó entre la doblefilade los bancos, mientras
un sordo murmullo lo iba siguiendo a lo largo de la sala.

129
Al día siguiente, el ex amigo lo llamó por teléfono muy conm
vido. Quería que le permitiera ir a darle enseguida un buen abraz
Nunca le agradecería bastante aquel testimonio suyo, que le perrn'
tía esperar con más confianza, no sólo un fallo absolutorio, sinñ
también la reivindicación de su honor.
Iba a seguir hablando, pues se sentía en verdad eufórico, cuando
Pablo lo interrumpió bruscamente:
—El agradecimiento puedes guardártelo y el abrazo, también. Te
equivocas si crees que declaré así por favorecerte. Era la verdad y
por ser la verdad, así la dije. Claro que pude hundirte si hubiera
querido, pero tú no vales ni siquiera una mentira.
Y con esta última palabra, colgó el auricular. El otro quedó
aturdido, como si el golpe seco en el receptor se lo hubieran dado
a él con una maza. Había tenido mucho tiempo a este hombre por
su amigo, habían comido juntos, paseado juntos, emprendido juntos
muchos negocios, y con todo eso, era probable que nunca lo hubiera
conocido. Ciertamente, Pablo se conducía siempre del modo más
contradictorio. Terminado el juicio, que creo recordar fue absolu-
torio, el protagonista, posiblemente para borrar el recuerdo de la
pesadilla, fue a residir al extranjero.
Él y Pablo nunca más volvieron a verse.
Es decir, tanto como nunca más, no. Todavía habrían de encon-
trarse una última vez en este mundo.
Cuando mi esposo regresó del exilio, ya muy enfermo, entre los
pocos deseos que manifestó, estaba el de volver a ver al que había
sido su amigo y su enemigo en tiempos tan remotos.
Yo no sabía dónde podría hallarse esta persona, seguramente
fuera de Cuba, si es que no había muerto. Tampoco había vuelto a
oír palabra alguna sobre él, ni sabía de nadie que pudiera orientarme
en rumbo más o menos acertado. A raíz de aquel juicio, que ni
siquiera podía asegurar que le fuera favorable o adverso, del
enjuiciado lo único que sabía era que había desaparecido sin dejar
rastro.
Pero Pablo insistía. No, él tenía la certeza de que no había muerto
y era casi seguro de que se hallaba en Cuba. De no ser así, él se
hubiera enterado.

130
No me explicababien aquella tardía y súbita mudanza, porque las
nocas veces que le había oído nombrar al suj eto en cuestión, lo hacía
en los términos más despectivos.
«Capricho de enfermo», pensaba yo, y mientras tanto los meses
iban pasando y Pablo empeorando y repitiendo ya como en sueños
aquel deseo, hasta que al fin determiné, por complacerlo, tomar en
serio aquella búsqueda, y tan en serio la tomé que la llevé a feliz
término.
El paisano vivía aún y estaba en Cuba, tal como había él
presumido. Desde hacía años moraba en unaplaya muy apartada, sin
más compañía que la de su esposa, abnegada muj er que con él había
compartido los buenos y los malos tiempos, convertida ahora en
enfermera, pues él también se hallaba muy quebrantado de salud.
Así, un día tomamos el automóvil camino de aquella playa
donde no recordaba haber estado nunca, y tras muchas vueltas y
revueltas, llegamos al fin a las puertas de un muy modesto hogar.
Quedé en suspenso al contemplar el precario techo que amparaba
a un hombre otrora tan rico en bienes de fortuna.
Pablo tuvo que descender al mínimo portal casi en brazos del
chofer. Por un momento me arrepentí de haber propiciado la
entrevista.
Me presenté a la señora, que no me conocía y que se había
levantado ya del sillón donde cosía sola. Ella, sin articular palabra,
había reconocido a Pablo. No en vano habían estado apareciendo
sus retratos en los periódicos hasta última hora. Pero ya esta «última
hora» nos quedaba tan lejos...
Hizo ademán de llamar a alguien que estaba dentro, pero Pablo
la detuvo, llevándose el índice a los labios.
—No le digas nada, que quiero darle la sorpresa...
Mas, no le dio sorpresa alguna por el momento. La persona tan
buscada era un ancianito magro, hundido casi en su butaca, que tras
sacar de bajo las mantas una mano de cera, en gesto de mecánico
saludo, estuvo hablando un buen rato con un visitante, sin dar
señales de reconocerlo.
Cuando Pablo se dio cuenta de que lo trataba de usted, lo llamó
a la realidad con una risa que era todavía su risa, una risa que hacía
mucho tiempo no le oía.

131
Creo que fue por la risa por lo que primero lo identificó- v
mientras él seguía riendo, vi los otros ojos grises dilatarse y llenarse
de lágrimas, esas lágrimas tan tristes de los viejos, que enturbiando
las pupilas hasta tornarlas lechosas, no acaban sin embargo de
brotar.
Con un penoso esfuerzo se incorporó el anciano y tendiendo los
brazos a mi esposo, le dio entonces el retardado abrazo que había
querido darle aquel lejano día.
Pasados los primeros instantes de conmovida turbación, el señor
se repuso, y volviendo a sentarse hablaron los dos tranquilamente de
cosas de sus mocedades. Pero nada se aludió al infausto suceso que
los había separado por más de medio siglo, ni de la tarde de la
Audiencia, en que Pablo declaró. Tampoco se hizo referencia
alguna al desolador presente. Hablaron como si sólo hubieran
dejado de verse el día anterior.
La señora y yo asistíamos contentas, un poco emocionadas, al
diálogo, intercalando breves comentarios o cambiando recetas de
cocina muy útiles para la economía doméstica preconizada por los
tiempos.
Pasamos los cuatro muy buena tarde, una de las últimas tardes
buenas que ya tendríamos.
Un mes después de la visita, murió el anciano amigo, y Pablo
—a quien no quise decir nada— sólo hubo de sobrevivirle tres
meses.

Aquí termina la primera parte de Fe de vida.


Antes de entrar en la segunda, va el Intermezzo.
Pero este título de Intermezzo no me gusta y he de cambiarlo.
¿Interludio, quizás? ¿No será muy afectado y pedante?
Deseo que éste, mi último libro —pudiéramos llamarlo postumo—,
sea lo más sencillo posible, escrito casi como hablo.
Será pues, el último, la antítesis del primero, de Jardín.

132
r^

INTERMEZZO
(Una pausa que pudo ser epílogo)

Al llegar a este extremo de mi historia, necesito detenerme, hacer un


alto en el largo camino recorrido, siquiera sea para procurar algún
respiro a la mente. Fueron muchos años de silencio, y ahora tengo
que sobreponerme a él, concentrar las dispersas y acaso últimas
energías en el empeño de comunicar a otros ideas y sentimientos.
En la hoj a que antecede sigue un punto final a la muerte de Pablo,
y aunque por el momento me haya detenido allí, no ha sido mi
propósito terminar con la muerte, lo que he llamado Fe de vida.
Sin embargo, la muerte se ha introducido por cualquier hendidu-
ra, como si ya debiera entregarle lo escrito sin añadir más palabras
a su texto.
No quisiera rendirme a su reclamo, porque aún al precio de esta
fatiga, fui feliz escribiendo; parecíame que Pablo respiraba a mi
lado, volvía a verlo vivo, dominador, sonriente.
Saltaré pues, por encima de los postreros recuerdos que de él me
quedan, tan amargos que bien pudo el Señor suprimirlos como yo
los suprimo en el papel, aunque hubiera sido mi vida la que
terminara antes de llegar a ellos.
Pero, ¿qué rumbo he de seguir al cabo de la tregua, cómo
orientarme en este vacío en que de pronto he caído?
Volvamos hacia atrás, ya que por ahora no me es posible
proseguir la marcha hacia adelante.
Dije que necesitaba dar descanso a la mente, y puede que el
descanso esté en releer despacio lo que escribí de prisa, en el afán
de retener sucesos y situaciones que ya habían empezado a desva-
necerse en mi horizonte.

133
Pero debo entonces leer fríamente, quiero decir desasida de mí
a la manera que pudiera leer alguien ajeno a lo que allí se va
contando, aunque, desde luego, con sensibilidad para captarlo
Leyendo así, me sorprendo de ver cuan irregular es ya mi estilo-
cierto, la vida late en él, pero con alterada intermitencia, con
pulsaciones de corazón arrítmico, a veces vacilante y a veces
acelerado.
Hacia las páginas finales, la desigualdad se hace más evidente, y
una pregunta salta del papel: ¿por qué razón —parece que me
dice— un relato que empezó más o menos dentro de las normas de
la narrativa, se ha ido condensando en casi imágenes, como si
disgregado el contexto en líneas esquemáticas, sólo unas cuantas
alcanzaran nuevamente a reunirse en un rápido bosquejo, en una
desarticulada escena visual?
Bueno sería contestar a esa pregunta que nadie ha formulado
todavía, pero que de cualquier forma está ahí, interrumpiendo más
que procurando mi buscado reposo.
Y el caso es que no hallo la respuesta: no sé si ello se debe a que
no acerté a dar continuidad a la acción, o si por el contrario,
involuntariamente, di a la acción algunos cortes oportunos.
Quizás el sentido de orientación, inherente a todo escritor por
muy desarraigado que de su oficio esté, me haya llevado como de
la mano, a valerme de tales imágenes a modo de láminas o ilustra-
ciones, ya que haciéndolo así, sería más fácil al lector de algún día,
sacar sus propias conclusiones de lo que ofrezco casi como datos o
elementos de juicio.
Porque si me limito a decir que él era de esta manera o de esta otra,
se pudiera creer que exageraba o lo pintaba a mi capricho, sin
descartar la posibilidad de que yo misma me enredase en el intento
de penetrar hoy, cuando ya nada existe, en lo profundo de aquel ser.
Harto esfuerzo costó ahondar en aguas al parecer superficiales,
y muchas penas y quebrantos cuando me lo propuse; pero creo que
al fin llegué a tocar fondo, y ése sí fue un triunfo mío, un triunfo tras
de tantos tanteos y derrotas, tantas sendas tomadas y dejadas.
Pero una cosa es descubrir y otra muy otra describir: porque a las
dificultades que puede haber en descubrir, vienen a sumarse las que
existen siempre en describir, empezando porque la primera tiene que

134
ser tarea previa a la segunda. Mal puede describirse lo que sólo a
medias se descubrió.
y descubrir no es necesariamente un milagro de la voluntad. El
azar, como se sabe, interviene muchas veces, o lo que llaman buena
suerte.
Ya en terreno más llano, por ejemplo, basta alguna sensibilidad
para apreciar un libro, un paisaje, una obra de arte o de teatro;
incluso sin especial conocimiento técnico, podemos percibir en
ellos virtudes o defectos. Pero tratemos de describir lo ya captado
a través de nuestros sentidos y veremos cuan ardua es la labor.
Y si esto es así en lo que hace a la percepción física, concreta,
encerrada entre límites exactos, qué decir entonces de lo que
corresponde más a los sentimientos que a los sentidos, más a las
tinieblas que al verbo, substancia imponderable, y no obstante,
vivida a plenitud tal, que hoy las palabras para expresarla me
recuerdan los baldes de juguete con que de niña pretendía recoger
el mar.
Palabras, sí... Palabras. Es todo lo que veo en estos trazos, y ya
las veo huecas, exprimidas.
Sin embargo, hubo un tiempo en que me parecía que era yo quien las
estrenaba, que me era fácil —o así lo creía— darles hondura, anchura,
elasticidad.
Hoy sé que no es así, que si tuve ese don, ya lo he perdido, ya no
puedo fiarme de las palabras, sino de los hechos mismos, y si las
necesito para llevar los hechos al papel, sólo debiera recurrir a los
indispensables, condición esta que probablemente no he cumplido.
Releyendo lo escrito, me parece que salvo en las láminas o
ilustraciones, sobran muchas; pero es lo cierto que difícilmente
hubiera podido arreglarme con menos. La precisión es otra meta
inalcanzable.
De todos modos, como bien se ve, no son palabras escogidas con
regodeos literarios, ni aun surgidas al calor de la inspiración: son
simplemente las muy manoseadas y desgastadas en el lenguaje de
todos los días. Por lo demás, no tengo otras.
Yo me contentaré con que ellas sirvan para exponer sencillamen-
te pasajes de una vida que estuvo tan cerca de la mía. Y si posible
fuera, para evocar siquiera sea de pasada aquel mundo nuestro, que

135
es hoy un mundo sin habitantes, porque los que en él vivieron va
están muertos o lo estarán muy pronto. Y al paso en que se precipita
y se transforma la actual humanidad: —¿hacia dónde y en qué?-,
bastaran otros cincuenta o sesenta años para convertirlo en un fósil
de la Historia.

Estos pasaj es conservan todavía su aliento vital, pero cuando, como


acontece en los últimos, se me tornan un tanto deshilvanados, los
llamo estampas, fotos, aguafuertes.
Son como relampagueos de luz cenital, como eclosiones de color
que se suceden sin conexión de unas con otras.
Tomados en conjunto constituyen una estructura anárquica
bastante heterogénea, pero con la ventaja de ofrecer toda una gama
de contrastes , que me ponen a salvo de la monotonía.
De ahí que su lectura resulte a ratos divertida, a ratos melancólica
o sentimental, y hasta en algún momento quién sabe si algo en ella
nos araña la epidermis —o nos la punza— con la finura de una
espina de flor.
No hay muchos diálogos en esta historia de amor, a pesar de que
un elemento esencialmente auditivo, el teléfono, juega a lo largo de
su curso un papel que lo asemeja a un instrumento del destino.
Es por teléfono el primer encuentro de su voz con la mía, y a los
seis años justos de ese encuentro, también por un teléfono que
vientos de ciclón estaban arrancando, se escucharía de mis labios la
última palabra de amor, antes de naufragar en el gran silencio.
¿Qué hablábamos por aquellos años y tanto tiempo? En verdad no
podría recordarlo. Sólo fragmentos han sobrevivido de aquellos
diálogos que yo juzgaba inolvidables. Son los que reproduzco así,
espaciadamente, al desgranar de este entrecortado rosario de viven-
cias.
El olvido no debe entristecerme. Es natural que al cabo de tantos
años sólo hayan permanecido en mi memoria los que de un modo
u otro, marcaron un momento trascendente, el paso decisivo en una
encrucijada de caminos.
Tal fuera el sostenido durante la entrevista en su casa, cuando el
Presidente pretendió casarlo. O el que tuvo lugar diez años después,
al ocurrir el derrumbe de Selecta.

136
Con todo, debo advertir que en ellos las palabras transcriptas
pudieran no ser exactamente las mismas, porque la mente humana
n 0 es una grabadora, ni un receptor de información electrónico,
pero si no fueron exactas en lo externo, sí lo fueron —y eso sí puedo
afirmarlo— en lo medular, en el sentido que expresan, el mismo con
que entonces se dijeron. Sea como fuere, esas palabras, si no todas,
en su mayor parte, creo haberlas retenido por encima del tiempo.
Pesaron mucho sobre mí.

Continuando el repaso de las hoj as, veo también que casi siempre he
prescindido de escenarios, o por lo menos de su descripción: esos
escenarios en los que tan voluptuosamente me recreabarecreándolos
en páginas pretéritas; he prescindido con frecuencia del moroso
ritmo que era mi ritmo, y hasta donde me fue posible, de las
metáforas que embelleciendo el lenguaj e, ayudan a expresar yfijar
lasideas. He prescindido enfinde toda poesía que no fuera—cuan-
do la tuvieron— la de los hechos mismos. Y hasta de mi torpeza al
escribir después de tanto tiempo de no hacerlo, he llegado a
alegrarme porque ella dificulta la expansión de mis emociones
personales y me permite seguir la acción como una atenta, pero
simple, profana espectadora.

¿Estoy muy lejos del final? ¿O acaso me estaré acercando a él?


Cuando iba reuniendo las estampas, me pareció que no quedaban
muchas por reunir. Tal vez de Pablo en primer plano, algunas, pero
muy pocas ya.
Siendo así no es de extrañar que la historia se interrumpa al llegar
a nuestro matrimonio; más bien diría que no se interrumpe, que en
realidad termina allí.
No importan los años que el hombre cuya fe de vida estoy dando,
haya vivido después. Esos años, aunque compartidos por los dos, ya
no pertenecen a su vida, sino a la mía. Y no es mi vida de entonces,
la vida de emociones, triunfos y sinsabores la que aquí cuento, sino
la de él. La de él, dura, batallosa y batalladora,coronada al fin por el
éxito.

137
Excluyo, pues, los años que vivimos el uno junto al otro, qu,
fueron muchos ciertamente. Y excluyo los que ya separados sig
ron al exilio. En ellos él no vivió, ni yo viví. No hay fe de vida
ofrecer.

He pasado algunos días sin escribir, detenida quién sabe si ya cerca


de la meta.
Detenida por un cansancio que me pesa como un remordimiento
pues casi me parece deslealtad el haberme cansado hablando de él'
Y es fuerza que yo siga este camino, aunque no sepa todavía a
dónde ha de llevarme. Es fuerza que yo retome el hilo de mis
recuerdos y trate de ordenarlos para que este parco receso que me
prometía, no se convierta en impotencia de la voluntad, en abrupto
final inesperado.
Y ahora que la idea del final vuelve a rondarme, paréceme que
algo quedó en el aire cuando se me cayera el lápiz de la mano: iba
diciendo entonces que la historia de Pablo terminaba al llegar a
nuestro matrimonio,y, en efecto, así fue. Mas, como esto mismo
resulta muy extraño, convendría explicarlo algo más ampliamente,
aunque ello signifique un retroceso en la ruta andada.
Diré, por tanto, que hasta el día de nuestra unión, es él quien llena
su ámbito y hasta me atrevo a decir que lo ilumina. Es el cronista de
su hora y su mundo, y en razón de ello disfruta de una buena parcela
en letra impresa.
Letra impresa, misterioso e hipnótico poder capaz de transmutar
la verdad en mentira y la mentira en verdad. Pero él no la maneja
ciertamente con miras a esa alquimia, y de su muy temible potencial
sólo se vale para llamar algunas veces Dulcineas a las Aldonzas o
prender en el corazón de Aldonza una ilusión de Dulcinea... En fin,
que se limita a jugar ligeramente con el mecanismo caído en sus
manos, si bien sabiendo ya que el juego lo erige en arbitro de muchas
cosas.
Sirviéndose de esta especie de linterna mágica, él puede proyec-
tar ante el público la más brillante imagen de la vida en la ciudad
alegre y confiada. Otros también lo intentan, pero ninguno como él
para hacer vivir siquiera por reflejo, esa vida a los que están fuera

138
A ella, porque ninguno logra ser a un tiempo su expositor, su
imador y muchas veces su protagonista.
Recortadas contra el telón de fondo, desfilan muchas gentes
onocidas y, sin embargo, en su mayor parte carentes de otra
sonalidad qUe n 0 m e r a \a q u e él mismo quiso insuflarles. Así, en
i tremendo acto final habrán de desintegrarse, volverán a la masa
gns y anónima de donde por un tiempo emergieron.
Pero también en el desfile se entreveran muchas de lasfigurasmás
relevantes de la época, algunas ya incorporadas —positiva o
negativamente— a la historia del país. Y aún cuando todas pasan
llevadas y traídas —o empuj adas— por el fluj o y refluj o de la urbe,
él se mantiene en su puesto, él permanece.
Es al llegar a nuestro matrimonio, cuando sin que nada lo
justifique, en apariencia, este hombre omnipresente deja de tener
vida propia. Voluntariamente se hace a un lado, se borra para que
sea la esposa quien brille, quien se destaque, quien se deje ver.
Muy conocedor de estas cosas del mundo, de esta psicología de
las multitudes, comprendió pronto que dos figuras sobresalientes
juntas, no era fácil sostenerlas mucho tiempo sin que el lustre de una
empezara a mermar el de la otra. No se puede compartir la fama, ni
aun en esferas tan diversas y si se quiere tan mínimas. Siempre la
porción de una va en detrimento de la otra porción. Una debe
esfumarse, y prefirió esfumarse él.
Con un símil que usé para explicar lo sucedido cuando nuestras
vidas se bifurcaron, puedo explicar también lo que ocurrió al unirnos
después. Sólo que ahora era él quien retrocedía al fondo del
escenario en sombras, mientras con firme y resuelta mano me
empujaba hacia adelante, hacia el proscenio. Hacia la luz.
Si algún día este país mío cae en cuenta de que me debe algo, será
aPablo Álvarez de Cañas a quien le deba. Sin él hubiera sido difícil
hasta que se enterara de que existí.

Siguen pasando los días, y el hilo de los recuerdos se me ha vuelto


a enredar entre los dedos. De nuevo permanezco detenida ante el
papel en blanco, muro blanco de cal; la blancura absoluta, la albura
inexorable que no me deja avanzar.

139
Entre el muro y mis ojos —que poco a poco se me nublan— es t'
el tiempo, que es todo lo que puedo contemplar. Y lo conternn]
avaramente, con la avidez angustiosa de quien contempla un tesoro
próximo a consumirse.
Imposibilitada de verdadero reposo por la desazón que me
domina, he querido aprovechar estos días inertes poniendo un poco
de orden en lo ya escrito, volviendo sobre las páginas pasadas una
y otra vez.
Tarea inútil y acaso innecesaria: revueltas como están, sin ningún
orden, ni siquiera el cronológico, quizás lo reflejen mejor que
compuestas de acuerdo con alguna disciplina.
En él no había disciplina alguna: era hombre de impulsos —iba a
decir de instintos—, y los seguía casi siempre y casi siempre, aunque
parezca raro, lo llevaban bien.
Decía la primera palabra que le venía a la boca; y el primer
proyecto que le venía a la mente era el que ponía en ejecución.
Medida, reflexión, moderación, eran vocablos que no existían en su
léxico. Podía ser —lo era— un hombre refinado y al mismo tiempo
un hombre primitivo.
Yo he tratado, sigo tratando, de explicar estas inadmisibles
paradojas, primero persiguiendo sus huellas por los revueltos e
infinitos caminos de su existencia, después echando mano a los
flashes, a las zigzagueantes estampas, y siempre me parece que se
me escapa algo, que algo se resiste a ser entregado.
¿Cómo plasmar una materia tan escurridiza, cómo apresar entera
la verdadera personalidad de una criatura tan desconcertante que
por serlo ya irritaba a mucha gente? ¿ Y cuántos no hallaron más fácil
combatirlo que comprenderlo?
Muchos cargos pesaron sobre este hombre, unos justos y otros
injustos, y mi misión no estaría completa si no intentara rescatar aún
de entre ellos su vera imagen, la imagen que yo sólo conocí.
Se le acusaba de engreído, de hacer alarde de sus triunfos, de amar
en demasía los conquistados lujos y vanidades. Era verdad, pero
entonces hay que admitir también que no le faltaban razones para
incurrir en tal flaqueza. Hay que recordar que tuvo que pelearlo
todo, ganarlo todo palmo a palmo. No se le dio nada por añadidura.

140
Y admitir igualmente que gran mérito fue el suyo al apartarse del
orimer plano con tanto esfuerzo conquistado y mantenido, para que
allí sólo brillara la muj er que amó. Con aquel buen humor que era tan
suyo, solía presentarse después que nos casamos, como el poeta
consorte.
No es frecuente encontrar tan generosa conducta en muchos
hombres, y menos en hombres hechos a destacarse ellos también.
No faltó, no podía faltar, la acusación de egocentrista, de
impermeable a todo lo que no fuera su propio interés. Su propio
interés tuvo que defenderlo siempre: no tenía a nadie que por él lo
hiciera; y también puede que sus armas, en más de una ocasión, no
se ajustaran a las de un torneo caballeresco, pero bien sé yo que a
nadie atacó gratuitamente, como sé que su bolsa y su casa estaban
siempre abiertas para muchos, y entre ellos un buen número que no
lo merecía. Éstos eran con frecuencia los primeros que después de
disfrutar los favores dispensados —cierto es, lo repito, sin discernir
merecimientos—, echaban a rodar la especie, porque aún así su
avidez de parásitos no se encontraba nunca satisfecha.
Muchos le tuvieron por hombre vulgar, inestable, vacuo de mente
y de carácter, alegando en abono del poco caritativo juicio la misma
superficialidad de su profesión, la alegre ligereza rayana casi en la
inconsciencia con que acogía —aún tocándole de cerca— graves
cuestiones que hacían fruncir el entrecejo a los demás. Yo misma lo
taché de frivolo, y ya sabemos lo que me contestó: una respuesta que
he recordado toda mi vida.
No voy a defenderle de estas imputaciones, que si no en todo, en
parte puede que haya merecido. Mas ya desde el momento en que
total o parcialmente las estamos admitiendo, volvemos a tropezar
con otra de sus incomprensibles paradojas: si era superficial, ines-
table, vacuo de mente y de carácter, quisiera que alguien me
explicara cómo logró salir airoso de empeños que requerían perse-
verancia, de empresas donde se precisaba agudeza de visión, y sobre
todo cómo pudo mantenerse fiel a sentimientos y principios que
otros hubieran desechado pronto, y hasta para dar a algunos de ellos
la dimensión de un culto, de un ideal romántico, de un sueño.
Y como suele suceder, con o sin fundamento, entre los que de
alguna manera logran alzar la frente sobre el rasero de sus semej an-

141
tes, no se libró de un cargo muy común en nuestra época, el de ser
insensible a la atracción del sexo opuesto.
Y así también se tuvo por incapaz de amar y sentir como hombre
al que esperó veintiséis años a la mujer que había elegido, aun
cuando ella fue quien no esperó.
Respeto mucho la memoria de mi esposo y me respeto mucho
a mí misma para intentar siquiera descender a ese terreno. Pero sí
debo decir y digo, que no sé de hombre alguno que haya dado
prueba mayor de amor a una mujer.

Dije y creo haberlo logrado hasta ahora, y hasta donde ello me fue
posible, que uno de mis empeños en esta obra tan difícil para mí, por
muchas y diversas razones, había sido aparecer en ella sólo de
pasada y sólo cuando una vida tan desgarrada de la mía lo exigiera.
Pero después del desgarrón... ¿Cómo llegaron esas vidas a ser una
sola?
Comprendo que en su día esta otra interrogante empezará a
acuciar la paciencia de los que hasta aquí me hayan seguido, y de
algún modo habrá que contestarles si no pretendo interrumpir la
historia antes del matrimonio mismo, porque habiéndome yo casado
anteriormente quedaría sin explicar cómo ni cuándo se disolvió
aquella primera unión.
He estado a punto de dejarlo así, como una sinfonía inconclusa,
y en tal sentido lo comuniqué a la persona que me había impulsado
a escribir estas páginas tras diecinueve años de silencio. Lo de
sinfonía inconclusa esfrasesuyapara consolar con ella el desaliento
que me abrumaba, al ver que después de tanto esfuerzo sólo iba a
lograr una obra manca.
Porque la alternativa era ésa: detenerme aquí, en esta vía muerta
(creo que llaman así a las que entre los andenes ferroviarios no
conducen a ningún lado), o dar marcha atrás, situarme en el lugar y
tiempo en que la historia podía continuarse, pero entonces ya
conmigo abarcando una buena parte de ella, con el ambiente y las
circunstancias en que por regiones antípodas yo me iba también
desenvolviendo y, naturalmente, junto al hombre destinado a ser mi
primer esposo.

142
Arrancado ya Pablo de mi vida, tampoco puede figurar en esta
parte de la narración, aunque siempre hay resquicios por donde él
logra hacer llegar algún latido de la suya.
Y así se inicia una lucha sorda, desigual, verdaderamente agónica
entre el hombre presente y el ausente, entre la niña que muere y la
mujer que nace.
Como todo esto no se dio de la noche a la mañana, sino que, por
el contrario, su dolorosa gesta llevó años, no era cosa que yo pudiera
reducir a unas cuantas cuartillas más, como quien apremiada por
alguien o por algo, pone como sea fin a un relato.
Prefería en tal caso la sinfonía inconclusa que amablemente
sugería mi amigo, de modo que volvieron a quedar por muchos días
papel y lápiz abandonados en el escritorio.
Era difícil hablar de mí sin hablar de Pablo, había dicho ese amigo:
pero más difícil era hablar de Pablo sin hablar de mí, pensaba yo, y
si hablaba de mí, tenía que hablar mucho y hablar de cosas que por
largos años mantuve reservadas en una suerte de pudor y orgullo.
No había manera de eludirlo, ni yo renunciaba a lo que desde el
principio me propuse: contar lo que contara, honrada y verazmente.
Pero... ¿Valía la pena que yo hiciera este sacrificio de mis más
guardados sentimientos, este desplegar al sol, ante gentes extrañas
que no me conocieron, los secretos que nunca quise compartir ni aun
con los que vivieron junto a mí?
Por otra parte, ¿esas gentes extrañas entenderían el idioma en que
les hablo, acaso para ellos más ininteligible que una lengua muerta,
una clave perdida?
¿Esas gentes de hoy o de mañana, entenderían muchas de las
cosas que aquí se narran, entre ellas y principalmente las concernien-
tes al amor, bien que el amor sea o nos parezca algo consustancial
a la naturaleza humana?
¿Qué pensarían, por ejemplo, de aquella escena en que dos
jóvenes enamorados y separados largos años llegan por una vez a
pasar juntos horas en soledad, y las pasan sin cambiar un solo beso?
¿Les parecería eso verosímil o les parecería simplemente ridículo?
Sin animosidad alguna contra ellos, creo que sería mucho pedir
a los jóvenes de hoy que entendieran cosas así, en medio de la

143
vorágine en que les ha tocado vivir, en un mundo presidido por ia
pornografía y la droga, la violencia, el terror y la muerte.
Llevada por estas tristes reflexiones, abrigando si se quiere tales
prejuicios, no era de extrañar que una vez más vacilase ante los
pliegos todavía en blanco.
No estaba, por supuesto, obligada a contar nada; pero ya había
empezado a hacerlo y aunque quisiera ahora guardar la pluma
parecíame que las palabras —aun las no escritas todavía— eran'
pequeñas ruedas que engranaban unas en otras, y una vez puestas en
movimiento las primeras, las demás seguirían andando por sí solas
independientes de mi voluntad, si yo no atinaba con el resorte capaz
de detenerlas.
Yahabía hablado de mi primer noviazgo, de mis dos matrimonios
y de otros aconteceres que iban a quedar, por decirlo así, haciendo
equilibrios en el aire, si yo, como con un golpe de hacha, dej aba aquí
trunco el relato.
Como haciendo equilibrios en el aire, vale decir a merced de que
cada cual los interpretase a su manera, y tampoco era esto lo que yo
quería.

Decía la gran escritora italiana Matilde S erao —que también escribió


en su tiempo páginas incomprensibles para el nuestro— que a ella le
bastaba saber que un libro suyo había llegado a la sensibilidad de un
solo lector, para dar ya por justificado el esfuerzo de escribirlo.
Quisiera yo pensar así y no tenerme por más ambiciosa con menos
derecho a serlo; empero la autora de Ella no responde escribía en
el lenguaje de su época y hallaba siempre la esperada respuesta en
una carta que venía de lejos, la de un admirador desconocido. Ésa
era la señal, la certeza de que el mensaje había llegado a su destino.
En cambio, yo debo seguir pensando mientras viva, que como el
pintor demente de que nos habla Martí, sólo tracé estos bocetos en
la tela del viento.

La idea de escribir en el viento no erapor cierto muy animadora, aun


intuyendo otros sentidos en la estrofa.

144
pentro de su sencillez parabólica, tan parecida a aquella que le
precedió, tal vez Martí sugería que el que puede hacerlo debe ser
generoso de sus dones, que no debe sacar cuentas sobre ellos ni
esperar por su gesto retribución alguna.
Ésa era posiblemente la bella locura del pintor, la alegre fe que lo
llevaba a realizar actos tenidos por absurdos, pero que alfinhabrían
de elevarlo muchos codos por encima de los juicios sensatos y
prudentes.
Y en llegando a este extremo, yo pensaba que esa locura no podía
ser la mía, ni esa locura ni esa fe. Yo estaría siempre en las filas de
la cordura, del equilibrio, poco dispuesta a aceptar prodigios.
Esto era así, y yo no podía cambiarlo; pero lo era únicamente con
respecto a mí, o sea desde mi punto de vista, y era ahí donde el
razonamiento se quebraba. ¿Es que estaba yo sola en el drama?
Pensando tanto en mí misma, ¿me habría olvidado de los que
conmigo compartieron la carga?
En verdad no me había olvidado: no se me ocultaba que aunque
sólo fuera por ellos, era justo que yo me impusiera un esfuerzo más,
que tratara de explicar lo mej or que pudiese el papel que desempeñó
cada uno y qué motivos tuvo para desempeñarlo; qué circunstancias
hicieron posible aquella primera unión, posible que yo, al principio,
obligada a ello y luego voluntariamente, apartase a Pablo de mi vida
y me casara con mi primo.
No fue mi primer amor un capricho pasajero, propio de una
chiquilla sin seso, ni la elección que hice luego de otro hombre, paso
impulsivo, impremeditado.
Había por tanto que explicar esta aparente contradicción, pues de
no hacerlo correría el riesgo de que algún futuro lector —el
esperado por Matilde Serao—, aun animado de la mejor voluntad,
diera por falsa cualquiera de las dos premisas, al no poder conciliar
una con otra.
Hasta hoy dej é que cada uno pensara lo que mejor le acomodase,
pero muy a pesar mío, empezaba a comprender que no era éste el
momento de seguir manteniendo la actitud desdeñosa: puesta a
contar una vida que no era la mía, ni podía al mismo tiempo separar
de la mía, tendría que abandonar también pedazos de ésta al

145
recuento, y pedazos donde ya Pablo quedó fuera, pero que servirían
para calibrar el peso de su ausencia.
Dije antes que fui yo quien no esperó. ¿Fue en tal caso desleal mi
conducta con el que esperaba? ¿Lo fue con el hombre a quien preferí
entonces confiar mi suerte?
Debo dejar a otros la contestación a estas preguntas, sólo que
para contestarlas rectamente —si tal cosa es posible dada la
complejidad del espíritu humano— habría que poner en ajenas
manos todos los hilos de la trama.
¿Me decidiría por fin a hacerlo, o dejaría que todo continuara en
el silencio donde me abroquelé desde el principio? Un silencio que
es ya más de la muerte que de la vida, un secreto que, sobreviviente
como soy de aquel mundo de sombras, sólo yo puedo romper.
Ésa era la cuestión; ése, el dilema.
Y entonces probé a hacer lo que Hamlet posiblemente hubiera
hecho de haber llegado a mi edad. No había caí do en la cuenta de que
yo contaba con una ventaja que él no tuvo, la amplia, serena
perspectiva que dan los años. Un Hamlet envej ecido, quizás hubiera
podido contar sus experiencias como si no fueran suyas, sino más
bien las de un amigo que tuvo cerca, pero de todos modos, un amigo
ya desaparecido.
Seguí, pues, escribiendo, dando la vuelta en sentido contrario
—un poco fatigosamente— a la rueda del tiempo.

146
SEGUNDA PARTE

¿A quién descubriestes
las telas del corazón?
CANTAR DEL MÍO CID
LA ÉPOCA AZUL

Creo haber oído de una cinta cinematográfica en que se hace algo


semejante, pero a la inversa, esto es, hacia el futuro. No sé cómo
lo harán porque hace muchos años que no visito una sala de cine.
De modo que si alguien piensa que hubo plagio, le diré como suele
advertirse, que sólo hubo coincidencia.
Ya dando vueltas a la rueda, ¿dónde he de detenerla? Habíamos
llegado a mi primer matrimonio, pero si la rueda podía retroceder,
debería hacerlo bastante más atrás, aclarar un poco, ordenar un
poco estos recuerdos.
Había dicho simplemente que me había casado con mi primo,
pero es hora de que les presente como es debido a una persona cuya
influencia en mi vida nadie ha sabido aquilatar.
Se piensa que fue la mía con él, una unión puramente circunstan-
cial, intrascendente, pronto deshecha como humareda al viento.
Puede incluso que esto hiciera más lógica la historia, más bonita,
más romántica: un solo amor siempre es mejor que dos amores.
Pero no fue así. No fue así y debo decirlo. Algo contribuyó, desde
luego, el ambiente de soledad en que por tanto tiempo se me había
mantenido, soledad que si bien se agudizó al descubrirse mis
primeros amores, lo cierto es que ya había empezado desde la
infancia. Era el estilo de mi casa, el medio por el cual una familia que,
en efecto, parecía alentar bajo un signo trágico, creía preservar
nuestra felicidad.
Ligado por razones de cercano parentesco, Enrique de Quesada
Loynaz tenía acceso a la hermética mansión. Era de los pocos que
lo tenía, y eso, naturalmente, pesó.

149
Pero pesaron otras cosas. Empecemos por decir que era uno de
los hombres más hermosos que he visto en mi vida; quedan pocos
retratos suyos, y ninguno lo refleja como realmente fue. Poco
fotogénico se dice ahora, y no hay duda de que algunas personas
salen ganando en sus imágenes, mientras otras pierden inexplicable-
mente en ellas. Y así como yo pertenecía al primer grupo, a él le
correspondía el segundo.
Con veinte años de edad y una estatura de seis pies, magro de
carnes, pero musculoso, lo que más llamaba la atención en él era el
color. No hallo ahora con qué compararlo. Muy oscuro y al mismo
tiempo bruñido como un metal extraño. Con alguna imaginación se
podía pensar en el oricalco, aquel oro rojizo ya perdido, de la
fabulosa Atlántida. De no ser por lo puro de sus facciones arias y la
lisura de su cabello, se le hubiera tomado por hombre de otra raza.
Pasando de lo físico a lo moral, diré que fuera de aquella piel
metálica, no había en él nada brillante, nada original. Quizás hubiera
podido destacarse en la pintura, pues sin haber cursado estudios
académicos, sus dibujos parecían dotados de una flexibilidad viva,
y sus colores casi adquirían transparencia. Sin embargo, fracasaba
cuando trataba de hacer mi retrato, y como yo se lo decía con
franqueza, parece que esto lo desanimó. Dejó de interesarse por la
pintura.
Lo que se conocía perfectamente era la red de distribución de
aguas del Acueducto de La Habana. Algo muy curioso que no
dejaba de llamarme la atención.
Por cualquier lugar que transitara, podía decir exactamente qué
tipo de tuberías maestras y no maestras pasaban soterradas bajo sus
pies.
No despreciaba yo aquel conocimiento: nunca he despreciado
conocimiento alguno, sea cual fuese su índole. Hasta creo que los
admiro más, cuanto más inaccesibles se me hacen.
De ahí que observara con interés aquella rara sabiduría suya que
para mí parecía tener algo telúrico, algo de sortilegio.
De manera que, lejos de tener por vulgar su profesión, por el
contrario me parecía injusto que una persona tan apta y rica de
experiencia útil a la comunidad, sólo desempeñase un insignificante
empleo en la administración pública.

150
Injusticias que se han visto, se ven y se verán en todas las
burocracias.
Con lo dicho, ya se comprenderá que su posición económica
distaba bastante de la mía. Como se sabe, mi familia materna fue
siempre muy acaudalada; la de mi padre también lo fue, pero guerras
y afanes patrióticos habían reducido la fortuna a nada.
No está de más aclarar esto, para que no se piense que al casarnos
hubo por parte mía otro interés ajeno al sentimental, que tampoco
lo hubo por parte de él, ya lo veremos a su hora.
Era este Enrique —el cuarto o quinto en la familia— de carácter
reservado, sobrio de gestos y costumbres, lento en el decir y en el
hacer. Había pasado los primeros años de su vida en el campo, y
siempre le había quedado un aire agreste, una cierta cautela de
criatura hecha a los peligros de la selva.
Parecía temerme un poco, quizás porque las pasadas amarguras
habían hecho ya del mío un tono incisivo, a veces casi hiriente. Sea
como fuere, no dejaba de tener gracia ver encogerse aquel gigante
ante la criatura frágil que era yo.
Con mis hermanos era más expansivo, y cuando acompañaba al
otro Enrique hermano mío, en sus andanzas juveniles, parecían
Castor y Pólux, los míticos gemelos que el capricho de un escultor
hubiera cincelado en mármol blanco al uno y al otro en puro bronce.
Pero mientras Castor, de aspecto endeble, si bien más refinado y
elegante, imponía su presencia, aun antes de hablar, el buen Pólux,
con su viril figura desgarbada, se refugiaba en el primer rincón que
hallaba amano.
Carecía de personalidad, pensaba yo, o la tenía muy escondida.
Por eso, por pensarlo así, me pareció un pasatiempo entretenido
tratar de descubrírsela, y entonces fue que me di cuenta, no sin
sorpresa, de que aquel muchacho ingenuo, casi campesino, se había
enamorado de mí.
Yo no era coqueta, no necesitaba serlo, aunque admito que en tres
o cuatro generaciones de mujeres rígidas y frígidas, lo pude parecer
más de una vez. Tampoco era lo que se dice bella, y con todo, ejercía
más atracción en el sexo opuesto que mi hermana, que lo era de
verdad. Debe de haber sido por sus extravagancias, que con frecuen-
cia ponían en fuga a los que se nos acercaban.

151
Porque ya entonces algunos empezaban a acercarse: en el cot
cerrado se iban abriendo brechas. Los siempre «niños» que tant
había que cuidar, estaban ya bastante creciditos, y para colm
haciendo sus primeros pininos en nuevas o viejas actividades, una
artísticas, otras literarias, todas intelectuales. De cosas prácticas no
sabíamos nada.
Se hablaba de nosotros, no sé si mal o bien, probablemente se
inventaba; pero eso no nos importaba mucho. Para la mayoría sólo
éramos «raros» y como «raros» se deseaba conocernos. El aura de
misterio que en cierto modo nos rodeaba, los antecedentes dramá-
ticos que como el phatos griego nos hacía de fondo, debieron de
obrar también como incentivo, y el caso es que empezaron a
«descubrirnos».
Chacón y Calvo y Fernández de Castro (José Antonio) fueron de
los primeros, y con ellos vinieron otros y otros más. Vino García
Lorca —que vino por cierto solo, sin que personalmente le
conociéramos—, un gran poeta ya, y tan interesado en cuestiones
políticas como en las costumbres de los esquimales. En el prólogo
que a instancias del doctor José Antonio Portuondo escribí para la
obra de mi hermano Enrique, que se pensaba editar hace unos años,
narro el gracioso episodio que tuvo lugar en el primer encuentro del
poeta español con el poeta cubano. Pinta a los dos de cuerpo entero.
Vino también Alejo Carpentier, por entonces un joven muy
prometedor, ya con una cultura abrumadora. Más que a él recuerdo
a madame Carpentier, que siendo viuda vino alguna que otra vez,
posiblemente con el hijo. En cierta ocasión, nos llevó a compartir
con ella la asistencia a una misa del rito ortodoxo griego, ceremonia
que duró tres horas y había que presenciar de pie. Son cosas en
verdad inolvidables. Era esta dama una rusa otoñal, todavía bellísi-
ma, de la cual andaba mi hermano Enrique vagamente enamorado.
Y otro ruso, el pintor Addia Yunkers, con su aire de príncipe en
exilio, y de quien estuve a punto de enamorarme yo.
Me hizo un retrato extraño, que Pólux habría de quemar más
tarde en un rapto de celos, sin que yo lo lamentara demasiado.
A mi vez yo le hice unos poemas que llamé «El Extranj ero», y que
su destinatario nunca llegó a conocer. Eran doce, de los cuales sólo

152
conserva uno. Los demás es probable que también perecieran
víctimas de las llamas.

En esa época empezaron a llegar y aponerse de moda muchos rusos,


todo lo ruso en Cuba.
Yo me hice copiar cuantos exóticos modelos lucía Alma Rubens
en la película El botero del Volga (para lo cual hubo que ver la cinta
veinticinco veces), y mi hermana llevaba altas botas de cuero
fileteadas en piel de nutria.
Fernández de Castro nos llevó a casa a un mariscal ruso falsifica-
do, y nosotros falsificamos a un pope con mitra, barba y todo, que
no era otro que el bodeguero de la esquina. Flor quería hacerlo de
una vez archimandrita, pero no nos atrevimos a tanto.
Rusos y bielorrusos, bolcheviques y mencheviques, estalinistas y
troskistas, Rojos y Blancos, Blancos y Rojos, seguían llegando,
repartiéndose la hospitalaria simpatía de los cubanos, aunque en
verdad ninguno sabía mucho de ellos. Con las excepciones, por
supuesto, que luego hemos conocido.
Mis hermanos y yo, naturalmente, nos inclinábamos hacia los
Blancos. Por cuestión de estética, no por otra cosa.
Pero también sabíamos de ambos bandos un poco más de lo que
comúnmente se sabía. Sabíamos, por ej emplo, quién eraMayakowski,
que estuvo un día en Cubay creo que se suicidó. Sabíamos quién era
Spies con su dantesco carrusel, y quién Einsenstein, del que ahora
se habla mucho y antes no se hablaba nada. Y otro del que antes se
hablaba y ahora no se habla: Alejandro Blok haciendo desfilar su
Jesucristo con la bandera roja.

Como iba contando, habíamos falsificado a un pope y nos iba muy


bien con él, porque se suponía que desconociendo nuestro idioma,
no estaba obligado a hablar. Eso nos ponía al abrigo de toda
sospecha que pudiera suscitar su rancio acento galaico. Su única
misión consistía en alargar a cuantos llegaban la mano gordezuela,
hecha a mal pesar garbanzos y tocino.

153
Esa mano había que besarla, y como nosotros éramos l 0s
primeros en dar el ejemplo, no quedaba más remedio que seguir,
nos. Y si alguno se hacía el distraído, nuestras feroces miradas lo
conminaban pronto a besar la augusta diestra o a retirarse.
Sin embargo, fue precisamente su mutismo, que veíamos corno
una ventaja, lo que por poco echa a rodar aquel elaborado producto
de nuestra fantasía: en una pequeña cena a que asistía, entre otros
invitados, nuestro pope, uno de aquéllos, al pasar a la sala de fumar
me deslizó al oído una frase alevosa.
—Pude observar que ese digno eclesiástico que ustedes distin-
guen tanto, come mucho y no habla nada...
Poco faltó para que derramara la copa de vodka que aún tenía en
la mano. (También falsificado, porque no lo podía pasar puro.)
Debo de haber palidecido, porque sentí que la sangre se me iba a los
pies.
—Bueno —apunté tartamudeando—, voy a decirle... Él no habla
español.
—Ya lo sabemos. Pero podía hablar otras lenguas, dada su
j erarquía eclesial. Carlos Manuel, que es políglota, podría conversar
con él, hasta en latín si quisiera.
Por suerte, mi hermano Enrique, viendo mi confusión, acudió en
mi auxilio y sentenció severamente:
—Entre almas afines, las palabras sobran. Ya lo dijo Rabindranath
Tagore: sólo el silencio es grande.
Y, naturalmente, hubo que guardar silencio, aunque yo creo que
no fue Rabindranath Tagore quien lo dijo, sino Alfredo de Musset.
O tal vez Alfredo de Vigny. Ya todo se me va olvidando.
Este pequeño incidente nos hizo meditar sobre la conveniencia de
restituir a monseñor Kestner —éste era el nombre que le dábamos—
a su habitat natural, o sea a su mostrador de comestibles.
Era muy doloroso para nosotros, y creo que hasta para él, pero
había que renunciar a tiempo, de modo que le inventamos una alta
misión secreta cerca del Vaticano o del Gran Patriarca de
Constantinopla, y así pudimos desaparecerlo sin dejar huellas del
asesinato.
Bien; nos habíamos visto obligados a deshacernos del pope, a
renunciar a un personaje con el que ya nos habíamos encariñado,

154
ñero no renunciaríamos a las aspiraciones que habían hecho nece-
saria su creación. Nosotros deseábamos mantener un cierto aire
severo en nuestras veladas, algo que sin desentonar impusiera un
ooco por su solemnidad a nuestros visitantes. Y no se nos ocurrió
nada mejor que sustituir al archimandrita por un agente de pompas
fúnebres. Eso daría un toque de austera elegancia a nuestras
reuniones.
No sin algún trabajo conseguimos el personaje en cuestión, que
ya no podía ser un hombre rudo, sino dotado de ciertas cualidades
definura,de causerie, de discreción.
Desgraciadamente no era ruso, es decir, se trataba de un autén-
tico funcionario del ramo; pero de la autenticidad sí puedo respon-
der. No todo iba a ser imitación, y nos conformamos con un
excelente caballero muy conocido en su lúgubre profesión.
A éste no dejaban de asombrarle la insistencia que poníamos en
que nos visitara, y las muestras de solicitud, el interés por sus
actividades que le manifestábamos cuando nos dispensaba sus
visitas.
Al principio, como suele decir el vulgo ignaro, parecía algo «escama-
do», pero paulatinamente fue comprendiendo que en verdad éramos
sus admiradores.
Pese a lo halagador que esto debiera serle, imagino que le aburrían
bastante nuestras veladas, que por otra parte, tampoco pretendía-
mos que fueran divertidas. La diferencia de edad era grande, y es
posible que también se percatara de que si bien nosotros le rendía-
mos pleitesía, en cuanto pronunciábamos su nombre, una especie de
silencio ominoso se esparcía entre la concurrencia.
En fin, que pretextando no sé que viaje de negocios, nos anunció
un día que se veía en la necesidad de ausentarse por algún tiempo.
Como viese entonces que nuestra desolación era sincera, tuvo un
momento de debilidad, y nos prometió que antes de marcharse nos
llevaría a visitar el misterioso receptáculo de sus creaciones, cosa en
la que a pesar de nuestros ruegos, nunca había querido consentir.
Allá nos fuimos sin vacilar, y antes de que se arrepintiese, y él
personalmente nos atendió, mostrándonos los distintos modelos de
sarcófagos que allí tenía y representaban, seguramente, los últimos
adelantos en la especialidad.

155
Uno entre todos nos llamó la atención porque se iluminaba n
dentro con una violácea luz neón.
Entonces Flor, la más espontánea, la menos dada a reprimir su
impresiones, dijo a nuestro anfitrión que aquella novedad le parecía
sencillamente inútil, a lo que él contestó con unas palabras que no
he olvidado nunca y fueron más o menos éstas:
—Amiga mía, si usted va a ver, todo lo que hacemos por l0s
muertos es inútil, y es inútil porque ellos no necesitan nada. Somos
nosotros los que necesitamos de alguna forma seguir prodigándoles
nuestra ternura, pues sólo así podemos mantenerlos vivos un poco
más de tiempo. Recuerde aquella obra de Maeterlink donde los
abuelos ya fallecidos dicen a los niños asombrados de hallarles
nuevamente, que los muertos no se mueren de verdad hasta que los
vivos los olvidan.
»Nosotros no queremos olvidarlos, y les ofrecemos cosas senci-
llas como unas flores, rituales como unos sufragios por sus ánimas,
lujosos como una caja de bronce para sus cuerpos. No es la vanidad
lo que anda en ello, como se piensa vulgarmente, ni la superstición,
sino un instinto de supervivencia.
»Los egipcios, pueblo necrófilo por excelencia, como ustedes
saben, enterraban a sus difuntos acompañados de las cosas que les
fueron gratas en vida. Los anglosajones, gente muy docta y muy
sesuda, pero carente de la espiritualidad latina, nos explican esto
diciendo que lo hacían así para que esos objetos acompañaran al
finado en su vida futura, o sea, para que pudieran volver a servirse
de ellos.
»Tal hipótesis puede aplicarse a los primeros tiempos, pero
después de Ramsés II ningún egipcio culto creía en eso. Ya muchas
tumbas habían sido de algún modo abiertas o violadas, y se había
visto que mientras los objetos de valor habían desaparecido, los que
nada valían permanecían allí, por muy familiares o preciosos que
hubieran sido para sus dueños. No era probable que el difunto
hubiera hecho por sí mismo tal selección. No obstante, ellos
siguieron durante siglos enterrando a los suyos con igual acompa-
ñamiento . No estaban ya destinados a compartir la vida venidera del
ser querido, sino a decirse a sí mismos que con esa ofrenda, que

156
r uchas veces constituía un verdadero sacrificio, habían podido
Jiunfar sobre la muerte.
Siguió un tenso silencio a sus palabras: alguien quiso romperlo
reguntando la hora, y él extraj o del bolsillo un reloj de cuya leontina
olgaba una pequeña calavera de marfil.
Todos quisimos verla, pero Flor se atrevió a pedírsela: le gustaría
llevarla al cuello como un dije y sobre todo como un recuerdo de la
deliciosa tarde allí pasada.
Sonriendo, nuestro amigo no accedió al pedido.
—Usted es muy joven para adornarse con estas cosas, y sin
necesidad de que se la recuerden, no olvidará nunca esta visita.

Como en medio de sus peculiaridades, nuestra familia seguía siendo


muy burguesa y ya no entonábamos en su ambiente, se resolvió dejar
«para que los muchachos se divirtieran» un ala entera de la casa,
rodeada de jardines que nosotros nos encargamos de recrear a
nuestro gusto.
Puentes inverosímiles colgando de los árboles, armaduras tártaras
que teníamos por gran desdicha no poder atribuir a alguno de
nuestros antepasados, y de la cual todavía Flor afirma que le vio un
día levantar un brazo sobre ella; vitrinas de abanicos, cuarzos,
marfiles y objetos raros, traídos de lejanas tierras y aquel precioso
blackamoor, talla en madera policromada del siglo xvm, que
lamentablemente en una crónica Juan Ramón Jiménez confundió
con un basto yeso. Nunca se lo perdoné.
La luz eléctrica fue abolida —¡qué premonición!— y sustituida
por antiguas arañas de cristal, destinadas a alumbrarnos con
parpadeantes bujías.
En cuanto a los jardines, ¡qué delicia!... Permítaseme evocarlos
sólo por un instante, ahora cuando ya no son más que un yermo
calcinado, cuyo destino parece ser el de recibir toda clase de
inmundicias. Me ha tocado la triste suerte de ver derruidas o
mancilladas las casas que viví y tanto amé. Haga Dios que la que hoy
habito, me sobreviva. Es la que menos he querido, pero la que me
ha sido más fiel. Sí, haga mi Dios que en ella cierre los ojos, y no los

157
vuelva a abrir si ha de ser para contemplar su destrucción o lo qu
es peor, su ultraje.
Pero volvamos a la casa donde nació Bárbara, la casa frente a]
mar, porque aún no habían empotrado entre ella y el beril, ese
horrendo estadio, y que el padre Dante tenga en su Quinto Infierno
al que lo construyó.
Estábamos en los jardines: plantas de especies hoy casi desapa-
recidas se desbordaban por los canteros; jazmines de El Cabo
begonias, embelesos, la rara dalia color lila, que no he vuelto a ver
Era moñuda, espesa de pétalos, muy distinta a la que se vende por
ahí. Y violetas, macizos enteros de violetas con los que yo hacía
todos los días ramilletes y guirnaldas, sin que se notaran huecos en
aquella compacta masa morada y húmeda.
Luego, la arboleda entretejida en toldos de frescura, la fuente con
pececillos de colores, que con pececillos y baranda de hierro poco
a poco se fue tragando la yagruma; y el gran pino que se veía a
kilómetros de distancia, y derribó el ciclón del 26...
Excluyendo perros y gatos que se mantenían en zona aparte,
exóticas bestezuelas poblaban el jardín: había pavos reales blancos,
nunca vistos «en vivo», cacatúas de igual color, monos traídos de las
vírgenes selvas de Venezuela (el capuchino, el mono araña), flamen-
cos de rosado plumaje y picos de azabache.
Y, de pronto, allí, en los umbrales del jardín, el huésped no
esperado.
Alguien con un pretexto me había atraído a la verja, y entonces lo
vi, pálido, desencajado, con el traje en desorden, cosa no vista en él.
—He pasado veinticuatro horas desde Santiago de Cuba hasta
aquí en un asiento de tercera clase, en un tren que no llegaba nunca,
sólo por verte, por verte...Y ahora tengo que irme enseguida, ni a
mi casa iré. Se supone que no me he movido de allá...
—¿Y por qué has hecho eso? —he balbuceado en medio de mi
sorpresa.
—Entonces no recuerdas qué fecha es hoy... —le oí murmurar
desilusionado...
Era cierto, no la había recordado: era 20 de octubre...
—No me has dado tiempo —empecé a decir, pero ya él se había
apoderado de mis manos, y las besaba a través de los hierros ...

158
r-

Este gesto, este buscar las manos entre los hierros de una reja,
habría de recordarlo mucho más tarde, en el momento decisivo de
nuestras vidas.

Madre y abuela, a la sazón únicas dictadoras, iban soltando el freno,


v con elfrenolas amarras de la bolsa, que en honor a la verdad, nunca
estuvieron muy tensas para nosotros. Y creo que para nadie. No es
el momento de enumerar hechos para demostrarlo, pero aunque la
memoria para la gratitud es flaca, todavía viven algunos que bien
pudieran dar testimonio de lo que digo.
Y nuestras invenciones requerían cada vez más soltura en bolsa
y freno: mi abuela pagó una vez cuarenta mil pesos para salvar la
vida de un árbol. Era un hermoso framboyán que crecía en un solar
aledaño a nuestra posesión, pero tan cerca de ella, que daba sombra
a mis aposentos, y por el mes de mayo cubría de una alfombra
púrpura mi balcón.
Una mañana me despertaron fuertes golpes de hacha y gritos de
hombres: estaban derribando mi framboyán.
Los detuve con una caj a de cerveza, pues el calor era grande y un
descanso les vendría bien. Hecho esto, corrí desolada a contarle a
mi abuela la tragedia.
La comprendió perfectamente: me dij o con toda sencillez que eso
podría arreglarse, comprando la parte del terreno donde estaba
enclavado el árbol.
Corrí adonde el dueño, pero éste no quería vender parte; en todo
caso y a mucho ruego, la totalidad. Corrí otra vez a mi abuela, y la
totalidad fue comprada sin discutir.
Recuerdo esto como una de las mayores alegrías de mi existencia,
no sólo por el árbol, sino por otras cosas que el gesto significó para
mí. Y recuerdo también que no ha mucho, tras una de las depreda-
ciones que sufrió la casa de Bárbara, fui yo quien arrojó el framboyán
a la hoguera atizada para quemar desechos. Aunque se mantenía en
pie, adosado a un muro, estaba seco desde hacía tiempo, y del viejo
tronco casi no quedaba más que la corteza.

159
Pesaba ya tan poco, que pude llevarlo en brazos como si fuera
niño —el cadáver de un niño— hasta el mismo fuego donde lo ech'
de un solo y resuelto impulso.
Con él quemaba ya el último vestigio de nuestra juventud.

Abuela y madre, sin atribuir demasiada importancia a los éxitos de


los que seguían siendo «sus niños», ni descuidar por un momento
la prosecución de nuestros estudios, que bastante aburridos nos
parecían ya, no dejaban de sentirse halagadas por el creciente
interés que la gente mayor nos dispensaba.
Ya de Pablo no se acordaba nadie. Tal vez yo... De vez en cuando
Vivíamos en dos planetas distintos y distantes.
Mientras tanto, los rusos seguían llegando, y ya no había que
falsificarlos.
Condes, duques y grandes duques, que habían logrado escapar
con vida, pululaban míseramente por los cuatro puntos cardinales,
dispuestos a trocar el águila bicéfala por un buen pollo a la Villeroy.
A los rusos vendrían pronto a unirse los hebreos que huían de la
persecución de Hitler, de modo que ya era difícil distinguir unos de
otros. Más tarde, el pueblo los bautizó a todos con un denominador
común: polacos.
Con uno de aquellos espectros trashumantes, el pintor Yunkers,
ya por lej anas tierras, me hizo llegar un lindo prendedor de esmalte,
que tenía por el reverso una misteriosa inscripción en letras del
alfabeto griego. Descifradas éstas, resultó que sólo decían: «Te amo
siempre». Tal simpleza descartaba la posibilidad de que yo hubiese
recibido algún mensaje secreto, destinado a restaurar en el trono la
gloria de los antiguos zares, como en cualquier tiempo y lugar,
hubiera podido sospecharse.
Un día hallé raspada la inscripción como si fuese con la punta de
un buril rabioso. Naturalmente, se trataba de Pólux.
Según se ve, padecía ya de la manía iconoclasta que un día habría
de apoderarse en masa de nuestra respetable clerecía. Sin embargo,
lo que había de artista en mi enamorado, detuvo el buril al llegar a la
efigie dibuj ada en el esmalte. Lástima grande que esa misma discreta
contención no hubiera prevalecido en nuestros eclesiásticos.

160
Penábamos o hacíamos que cenábamos al amanecer, y cuando
leuno de nuestros contertulios se permitía ponerlo en duda, lo
evitábamos a disfrutar con nosotros de tales ágapes, donde en
uprema inmolación a la amistad y al honor conferido, tenían que
gerir s j n pestañear los extraños manj ares que un poco malignamente
ies confeccionábamos.
Muchas veces me he preguntado si aquello era sólo un juego o
u n a forma de incipiente locura. Me inclino a creer que era más bien
un juego, pero que nosotros estábamos de tal manera identificados
con los papeles que nos habíamos asignado, que ya no los jugába-
mos, sino que los vivíamos. Habíamos llegado a un punto en que la
realidad se confundía con la ficción, de modo que ni nosotros
mismos acertábamos a separar ésta de aquélla.
De otra manera no se explicaría que aun estando solos, esto es,
sin espectadores, mantuviéramos la misma conducta. Ni se explica
que mi hermano Carlos Manuel se paseara en hábito monacal horas
enteras, por los senderos más recoletos del jardín, absorto en la
lectura de un libro que se llamaba Derechos y deberes de los
párrocos.
Ni que mi hermano Enrique durmiera con una calavera sobre la
almohada, ni que mi hermana Flor lo hiciera cubierta de joyas que
al día siguiente amanecían rotas, al extremo de que, una vez, el
platero, cansado de componerlas, le preguntó si hacía prácticas de
boxeo con ellas puestas.
Enrique IV o V no veía con buen talante la presencia de gentes
nuevas en la casa, y menos si entre ellas se encontraba algún
admirador asaz vehemente. Poco avezado al trato social y a lides
amorosas, se replegaba como un ostión en su concha, y de haberse
atrevido en la armadura tártara.
No había, sin embargo, que temer un compromiso con ninguno.
Por el contrario, abrigábamos cierto orgullo en mantenernos siem-
pre un poco lejanos, un poco inaccesibles. Era la actitud elegante
que nos correspondía y que sabíamos conservar.
La amistad, la simpatía, la admiración se detenían siempre en el
preciso momento en que tocaban las fronteras del amor.
Una suerte de altivo pudor recataba no sólo nuestros sentimien-
tos, sino también nuestras palabras y nuestros gestos.

161
La gente no lo entendía bien, pero nosotros sí.
¿Lo entendería el primo que desde su rincón oscuro seguí
escrutando, pesando y sopesando mis sonrisas como si fueran biene
propios de su acervo? ¿O ya lo serían realmente?
Él no decía nada, él no hacía nada, pero sin saber, ya su mirada me
producía una vaga inquietud.

Nos fuimos a viajar por algún tiempo, y hubieron de interrumpirse


las gratas aunque un tanto exóticas veladas, sobre las cuales tanto
se fantaseó. A nuestro regreso ya no se reanudaron. Los intereses
de mis hermanos eran otros. Flor se había entregado con todo el
arrebato de su carácter a la lucha antimachadista. Enrique meditaba
entre dos perspectivas a escoger, sumarse también a sus ardores
bélicos o dejarse caer en el matrimonio, y Carlos Manuel sintió de
pronto un gran interés por conocer la República de Honduras.
Yo me quedé con gran nostalgia de ellos y de las deliciosas
tertulias donde aún en medio de tanta incongruencia, sufinoingenio
se manifestaba. Siempre hubo gran unión entre nosotros, y la
nostalgia era explicable. Pero mi primo se alegró. Volvía a quedar
dueño del terreno.
Volvía a quedar dueño, y esta vez resolvió avanzar un poco más
allá de su muda contemplación, y me dij o que amaba aun imposible.
Como yo sabía que el imposible era yo, no consideré necesario
preguntarlo y tampoco me di por aludida.
Mi poco interés no pareció desazonarle, y hasta creí observar que
se alegraba; se alegraba, sí, de que por lo menos su audacia no me
hubiera ofendido. Tal era la timidez de aquel hombre a quien le
hubiera sido fácil rendir a cualquier mujer.
Cualquier mujer, pero no yo. Y eso quizás él lo intuía de algún
modo. Camalmente nadie me ató nunca, y es bueno que se sepa, no
vaya a resultar a fin de cuentas, que se atribuya a mera atracción
física lo que me llevara a unirme a Enrique de Quesada Loynaz.
Tal conclusión se ha sacado ya del terrible caso de Delmira
Agustini, en vista de que nunca se le pudo dar debida explicación.
Deliberadamente he ido deteniéndome en el mío y en el proceso

162
niiizás tedioso y minucioso de aquellos aflos, para proporcionar
elementos de juicio a los que tengan que juzgar un día.
Y es que también creo que en la gran uruguaya la conclusión es
falsa o falsa a medias. Lo de Delmira fue mucho más complicado,
v conste que en Montevideo estudié bien el caso, asesorándome con
personas que todavía vivían y recordaban bien las circunstancias y
antecedentes de la tragedia; hasta me hice de periódicos de la época,
que daban cuenta del suceso, pues me proponía escribir la biografía
de la maravillosa cuanto enigmática poetisa. Debo confesar que, en
efecto, era todo tan complicado que renuncié a descifrarlo. Pero sí
pude convencerme de que Enrique Job Reyes no era en modo alguno
el hombre vulgar que nos presentan (nadie que va a lamuerte por sus
propios pasos es vulgar), el que sólo como recio varón podía
atraerla.
¿Vulgar un hombre que conservaba con la más delicada de las
ternuras, hasta las muñecas con que la muj er amada j ugó de niña, las
pinturas de flores brotadas de sus manos? En una de aquellas rosas
gráciles fue a incrustarse la bala que la mató.
Verdaderamente, es el mundo harto ligero en sus juicios. Y el hecho
—tampo-co no explicado— de que casi todas las poetisas hayan sido
desgraciadas, no lo autoriza a tener por torpezas, locuras o simples
histerismos, sus desgracias.

Creo que todavía no me he referido a un hecho que ha llamado


mucho la atención de los que nos conocieron después, y no quisiera
terminar el recuento de esta Época Azul sin exponerlo, pues
precisamente y paradójicamente, se dio en ella. El hecho es que por
entonces mi hermano Enrique y yo nos graduamos de doctores en
Leyes.
Pero en vez de estar contentos por haber adquirido una nueva
sabiduría, nos sentimos muy entristecidos y creo que hasta avergon-
zados de una carrera seguida sin vocación y que, además, nos
obligaba a poner los pies en tierra. De ahí que procurásemos
disimularla como si fuera un defecto físico, por más que algunas
veces no nos quedase más remedio que ejercerla.

163
Cómo se arregló nuestra madre para encasillar en la Universidad
a hijos hechos no sabía ella misma de qué materia evanescente e
algo que todavía me pregunto.
Sólo la férrea voluntad del matriarcado —como llamaba m'
hermano Enrique al sistema familiar en que vivíamos— nU(j0
extraer de nuestras respectivas y renuentes testas, a un par de
abogados en ejercicio de su profesión.
Aquello fue como poner enjuego los milagrosos bombines de los
magos circenses, o como serrucharnos por un lado y devolvernos ya
con la toga puesta por el otro.
Pero hubo otro prodigio en el prodigio: gracias al sortilegio de sus
manos, nuestra ya caldeada fantasía pudo empollar, no sólo a dos
letrados, sino dos buenos letrados.
Yo por lo menos creo que lo fui, aunque no estoy tan cierta de que
mi hermano lo fuera tanto.
A veces se olvidaba de que lo era, y tendía a la divagación en un
quehacer que exige ser concreto. Nadie hay más fácil de aburrir que
un magistrado, porque se aburre de sus propios códigos, de su
jurisprudencia, de su repetición y sobre todo de escuchar a los
abogados noveles que todos los años como arribazón de sardinas,
empuja la Universidad hacia sus costas.
Ño quieren oír más citas de Justiniano ni del Fuero Juzgo, que ya
han oído mil veces y, generalmente, nada tienen que ver con lo que
se trata.
Para los muchachos que acaban de estudiarlas resultan nuevas,
suponen haberlas descubierto, y quieren lucirse sin compasión
alguna ante la venerable ancianidad que escucha o más bien no
escucha, embutida en sus vestiduras negras, mientras el presidente
de Sala mira desesperado la campanilla con un gran deseo de
esgrimirla.
Mantener a los magistrados despiertos durante todo un juicio
constituye ciertamente una hazaña, una marca deportiva que más de
una vez yo alcancé con el natural orgullo.
Acaso influyera en ello la circunstancia de ser yo muj er, ya que en
mi época, las abogadas podían contarse con los dedos de la mano.
Creo que ni siquiera existía esta palabra en los diccionarios.

164
Enrique, sin embargo, más culto que yo, más inteligente, más
saturado de Beccaría y Jiménez de Asúa, más imbuido en la filosofía
¿el Derecho que en su aplicación práctica; más investigador de los
orígenes que atento a los efectos, solía impacientar a estos señores
del tribunal, que a las alturas de sus años, no estaban ya para tales
regodeos.
En cuanto a los hermanos menores, no pudo ya el matriarcado
obligarlos a entrar en el redil.
Seguían los estudios de rigor, pero lo hacían como un juego
nuevo, contestando en verso las lecciones o poniéndoles música de
Debussy.
Mi hermana Flor coleccionaba suspensos como coleccionaba
porcelanas de Manises. Creo que antes de presentarse a los exáme-
nes, ya estaba suspendida.
De Carlos Manuel no puedo decir tanto, porque la verdad, era a
él a quien se obligaba en menor escala. No por creerlo menos
inteligente sino por todo lo contrario, por pensar que habiendo en
su persona facultades tan brillantes, resultaba impropio desper-
diciarlas en aprendizajes rutinarios.
Y, en efecto, era así: la música parecía habérsele revelado como
una ciencia infusa, como un saber congénito tal cual sucede con
algunos genios de este arte, sin que exista una explicación lógica del
hecho. Nuestra madre esperaba de él un Mozart, un Liszt, y no todo
era ilusión materna en aquel sueño que tan cruelmente habría de
quebrarse.
Pero, además, Carlos Manuel sabía muchas cosas, y para decirlo
de una vez, sabía de todo sin que se le viera estudiar mucho de nada.
En una ocasión me dijo con perfecta seriedad:
—Si yo quisiera, podría pintar tan bien como Miguel Ángel.
Aunque ya aclimatada a aquella temperatura alucinógena, no
dejó de sorprenderme semejante afirmación. Entre otras razones
porque jamás lo habíamos visto pintar nada.
Pensando que se trataba de un deliquio más de nuestro surrealis-
mo, le contesté también muy seriamente:
—¿Y por qué no lo haces?
—Porque no me interesa. Pero si no lo crees, te lo puedo probar.

165
—Bien, píntame entonces lo que quieras, en estas dos puertecit
de mi escritorio.
Fue por pinceles y paleta, desgonzó las pequeñas puertas
observó que tenían el fondo carcomido por el comején.
—¿Crees que vale la pena pintar aquí?
—Es que no me gusta verlas tan deslucidas. Además, es sólo un
ensayo.
Sin añadir palabra empezó a pintar, y ante el asombro de mis ojos
fueron surgiendo líneas y colores, que dejaron pronto estampadas
en la madera dos figuras de ángeles, como yo nunca había visto ni
volvería a ver.
No eran ángeles góticos, estilizados, etéreos como suelen dibu-
jarse: eran seres alados con ropajes clásicos, pero rebosantes de
humanidad, y entre los pliegues de sus clámides asomaban
imprevistamente cuerpos membrudos de robustas piernas. Éstas se
asentaban firmes en la tierra como si hubieran ya perdido o renun-
ciado a su facultad de vuelo.
Pena grande es que yo no hayapodido conservar aquellos ángeles
insólitos, que acabaron por deshacerse con las tablas donde nacie-
ron. Deshacerse como todo lo brotado de sus manos o de su mente.
Digo nacieron porque aquello me pareció entonces algo de
alumbramiento. Algo que sucedía naturalmente y al mismo tiempo
maravillosamente.
Terminada la obra en poco más de media hora, Carlos Manuel
guardó paletas y pinceles, y los guardó para siempre.
Nunca más pude obtener que mi hermano pintara nuevamente.
Fue aquélla nuestra Época Azul, en la que aún me es difícil
deslindar la realidad del sueño. Después vendría la Época Rosa,
donde otros sueños y otras realidades empezarían ya a delinearse.
Así, al amanecer, las nubes y contornos del paisaje, que de noche
sólo eran sombras azuladas, recobran poco a poco su identidad, su
propia y, a veces, agridulce sustancia.

166
r
LA ÉPOCA ROSA

Es cosa singular y al mismo tiempo un exponente de aquella forma


soterrada de encauzar los sentimientos, común a todos los de
nuestra sangre, el hecho de que mi primo nunca tratara de explorar
el verdadero estado de mi corazón.
Porque parece natural que un hombre enamorado quisiera saber
a qué atenerse en punto de tanta trascendencia para él.
No ignoraba la historia de aquellos amores desgraciados, como
ignoraba el brusco fin que ellos tuvieron; pero más de una vez me
he preguntado si era su misma timidez la que inhibía en él todo
intento de indagación, aun por los medios más indirectos, o si la
timidez llegaba a ser miedo de hallar lo que, aparentemente al
menos, había dejado de existir.
Hubo una vez en que estuvimos muy cerca de hablar claramente
sobre esta cuestión: estuvimos, pero no llegamos a hacerlo.
Aquel verano fue muy largo y llovió mucho. La mayor parte de
las tardes teníamos que pasarla en casa, y mientras el agua parecía
sitiarnos tras los cristales de la terraza, yo leía para él obras famosas
de nuestra literatura, que sus ocupaciones diarias no le habían dado
la oportunidad de conocer.
Por supuesto, no leíaEl Quijote ni nada por el estilo, sino páginas
fáciles de asimilar, que él escuchaba visiblemente complacido.
Entonces me parecía un niño que yo llevaba de la mano a conocer
el mundo.
Las vidas de los grandes pintores le cautivaban más que todo: las
de Rafael y Miguel Ángel tuve que leérselas dos veces, pues no se

167
cansaba de seguir paso a paso tan apasionantes cuanto humanos
relatos.
Prefería que fuera yo quien leyese porque así podía comentar
conmigo los pasajes más interesantes, según fueran surgiendo.
No se piense que el bloqueo de la lluvia nos sumía a mí, a él, a mis
hermanos, en el spleen o el aburrimiento. No recuerdo haberme
aburrido nunca. La juventud de entonces contaba con muchos
recursos de qué echar mano cuando el acontecer de jornada lo
requería, y hallaba cosas de interés en qué ocuparse sin salir del
hogar. Sólo a título de curiosidad, no siempre convertida en hábito
imperioso, recurrían algunos a estímulos artificiales, pero, por regla
general, el joven de nuestra generación no necesitaba de más
alicientes que eso mismo, serjoven y ser sano, para disfrutar en toda
su plenitud de la gracia de vivir.
Si estas aseveraciones mías, por un azar cualquiera cayesen en las
manos de algún mozo de hoy, él pensaría que yo hablaba partiendo
de mi experiencia personal, y en ese caso era muy fácil que en nuestra
holgada posición económica, la vida no nos brindara más que horas
amables.
Hablar así sería hablar puerilmente, y de pueril creo que nunca
tuve nada, ni aun cuando me hallaba en la puericia.
Tampoco quiero decir con estas meditaciones que los jóvenes de
ahora seanpor naturaleza inferiores a los de antes, pero comprendo
sus circunstancias y comprendo también que, hoy, como ayer, las
que menos pesan son las económicas.
Lo que sucede simplemente es que a los jóvenes no los dejan ser
jóvenes.
Así pues, en aquella temporada, como iba diciendo, unas veces
leíamos y otras bailábamos al son de una ortofónica que la bonda-
dosa abuela nos había regalado.
A estos aparatos que tenían ya la forma de un mueble y, desde
luego, prescindían de bocina exterior, se les consideraba por enton-
ces el más fiel eco de todos los sonidos; eran algo así como los
primates del tocadisco estereofónico, la grabadora electrónica y
demás maravillas que vinieron después.
Nosotros, sin embargo, manteníamos la ortofónica encerrada en
el cuarto del baño: no queríamos que se sospechara de su existencia

168
e n nuestro feudo, y únicamente en el círculo de los íntimos compar-
tíamos nuestra juvenil debilidad. Porque un artefacto destinado a
reproducir la música nos parecía una profanación, y seguir con el
cuerpo los compases de un tango, un entretenimiento harto vulgar.
Demaneraque sólo en confianzanos atrevíamos abañar, y fue así
cómo observé con bastante extrañeza que nuestro primo, tan poco
airoso en el andar y tardo.de movimientos, obedecía al saxofón de
Lou Armstrong como si hubiera nacido a orillas del Mississippi.
Y a mí me gustaba el lánguido blue más de lo que quería
confesar, y me gustaba sobre todo con él, de compañero. Pero
esto era sólo porque él sabía comunicarme su personal sentido
del ritmo, el próximo paso antes de darlo. Me gustaba el aire
hierático que precisamente la poca flexibilidad de sus articula-
ciones imprimía a cada cadencia. Yo no tenía en cuenta más que
el primitivo placer de la danza, que sentía desde los días de mi
niñez y que como en los tiempos antiguos, cobraba a veces en mí,
la solemnidad de un rito.
Llevada por él, me veía flotar en el aire con la semi ingravidez de
una nube de incienso o de un copo de nieve.
Debió de ser ésta, mi condición alada —o el cuidado puesto, a
pesar de todo, en guardar la distancia prescrita por las buenas
costumbres—, lo que le hizo decirme un día, que cuando bailaba
conmigo le parecía que bailaba solo. Recuerdo la frase porque no
supe si tomarla por un cumplido, o no.
Las tardes que no leíamos o bailábamos, él se entretenía enjugar
al ajedrez con mis hermanos, y según decían ellos, expertos en tal
arte, lo hacía muy bien.
Como yo en cambio lo hacía muy mal, nadie quería jugar
conmigo, y tenía que conformarme con ser espectadora de aquellas
interminables partidas.
Y no es que yo me interesara mucho en un ejercicio mental que
juzgaba tan complicado como vano: que si los ojos permanecían
atentos al entrecruce de las piezas, el pensamiento se me enredaba
en los hilos de la lluvia y no acertaba a interpretar la estrategia del
mínimo cuanto silencioso combate.
No obstante, como dicho juego era muy popular entre los rusos, y
probablemente ellos lo habían puesto de moda aquí, ya tenía yo

169
motivo suficiente para tratar de remediar como pudiese, mi imperdo-
nable ignorancia.
Siendo Pólux hombre de gran paciencia, le propuse que a cambio
de mis lecturas hiciera el pequeño sacrificio de iluminar mi mente en
tal materia. Probablemente era él laúnicapersona capaz de develarme
los misterios de los gambitos, los enroques y las defensas indias y
sicilianas. Accedió, aunque me parece que sin mucha fe en el éxito
de su empresa, y si bien las lecciones no pasaron de tres o cuatro
porque me sentí sin valor para proseguirlas, de todos modos quedé
muy agradecida a su buena voluntad.
En una de ellas, mientras yo demoraba laj ugada tratando de poner
a salvo un alfil perseguido por su caballo, no contento con hostigar
mi pieza, dejó escapar tras el caballo la cuarta o quinta referencia a
su amor imposible.
Algo molestaporque al hablar dispersabami atención, difícilmen-
te ya fijada, resolví contestarle de manera que no me repitiese más
ese estribillo.
Todavía con el alfil en la mano, le respondí que yo también amaba
a un imposible, porque estaba enamorada de un muerto. No me
casaría con otro aunque mis nupcias tuvieran que celebrarse en la
eternidad.
Movió negativamente la cabeza. No me creía, porque nadie podía
enamorarse de una persona fallecida. La cosa no podía ser más
simple.
«¡Qué falta de imaginación!», pensé yo: «Lo toma todo al pie de
la letra; ni siquiera comprende lo que le quiero decin>. Y sin esperar
más, coloqué mi alfil en la casilla en que me pareció más seguro.
Pero no había acabado de hacerlo, cuando le oigo murmurar
despacio, ordenando sus palabras como ordenaba sus fichas en el
tablero:
—Lo que puede suceder es que tú des o quieras dar por muerto
a alguien que sigue vivo..., y vivo en tu corazón.
Quedé asombrada de la agudeza de su pensamiento. ¿Sería acaso
como él decía? Por lo pronto puse también mis fichas en guardia.
A él le tocaba jugar, pero no jugaba; parecía absorto en la
contemplación del tablero. Eso me molestó aún más, y le apunté ya
directamente:

170
.—¿Y el caso tuyo no puede ser lo mismo, al revés? ¿O sea, que
estás enamorado de una mujer que crees viva, pero está muerta?
Una sonrisa indefinible se dibujó bajo el fino bigote:
.—No. Yo sé que ella está viva...
¿Cómo lo sabes?
La pregunta era ya agresiva, casi provocadora. Se asustó.
—Perdona. No quise ofenderte.
—¿Y por qué piensas que podías ofenderme?
—No sé, no sé...Mira, no estás jugando bien. Si pones el alfil ahí,
dejas tu rey al descubierto.
¿Al descubierto mi rey? ¿Habría dicho eso con algún otro
sentido? Lo miré, pero ya su rostro era el de siempre, tranquilo,
imperturbable.
—¡Cómo voy a jugar bien, si tú me distraes con tus boberías!
Y acostando mi rey un poco bruscamente, lo rendí ante su caballo
negro.

He narrado este episodio del juego de ajedrez, porque no sólo


retrata la situación en que nos hallábamos los dos, uno frente al otro,
como si aquel tablero representara un minúsculo campo de batalla,
sino también porque allí se dio la única vez que él hizo una alusión
a Pablo, o mejor dicho, la hicimos los dos.
No se pronunció su nombre, pero el nombre se mecía en las
imágenes de lamuerte, como en blanda hamaca, y los dos sin decirlo,
sabíamos que estábamos hablando de él.
De un lado a otro, por encima de las fichas que avanzaban o
retrocedían por igual, el nombre vedado iba y volvía, reducido a
cadáver unas veces, resucitado otras, presente siempre.
Y, cosa a tener en cuenta, era yo quien le imponía la condición de
cosa fenecida, y era él quien se la negaba, quien pretendía saber de
mí, más que yo misma.
He pensado mucho en esto, he tratado de adivinar por qué razón
Enrique de Quesada no me hizo jamás pregunta alguna sobre este
hombre que le había precedido en mi vida, si ya desde entonces él
intuía que era yo quien quería darlo por muerto, y por tanto muerto
no estaba todavía.

171
Y, sin embargo, yo era sincera cuando hablaba así, incluso lo era
ante mi propia conciencia. Cierto que cuando se me rozaba este
extremo, la réplica adquiría siempre un tono áspero debido a que p 0r
un sentimiento muy explicable, no permitía anadie inj erencias en las
entretelas de mi corazón; pero no lo hacía por temor a que se
descubriera algún rescoldo de la viej a llama. Por otra parte, la forma
ruda en que se puso fin a mi romance, me humillaba ante los demás
y ante mí misma. Una como sorda ira se me despertaba a su solo
recuerdo, la ira de la criatura apocada que no tiene el valor de
rebelarse ante la injusticia. Pero como al mismo tiempo me resistía
a proyectarla sobre los verdaderos autores y actores de mi humilla-
ción, ella iba a descargarse sobre el hombre inconsciente que la
provocó.
En mi interior le daba mil muertes, y quizás este ensañamiento
provenía del oscuro temor de que una sola muerte no podía matarlo.

(«Tú estás muerto. Te digo que estás muerto y no puedes poner tu


mano sobre mi vida»...)

Y así Enrique y yo llegamos al noviazgo, que se prolongó indefini-


damente, y la pregunta que ya tenía derecho a hacer, nunca asomó
a sus labios.
Yo acabé por desearla, por oírsela de una vez, porque no quería
sombras entre los dos, y abrigaba la seguridad de que hasta las
últimas cenizas de aquella incineración habían sido aventadas por mi
mano.
Así de firme, sin pliegues ni fisuras, era mi certeza, y así hubiera
podido contestarle si se hubiera decidido a preguntar.

(«Dios arriba, Dios abajo...Y yo no te besaré.»)

Pero él prefirió el silencio cuando yo me sentía hasta orgullosa de


demostrarle el poder de mi voluntad.

172
(Sí, había sido fuerte: «Había apedreado en el agua la estrella que no
existía.»)

Él prefirió el silencio. Temió acaso que con palabras no llegaría


nunca a un corazón que por tanto tiempo se mantuvo orgullosamente
callado.

(«Y el corazón se encastilló en un muro de silencio.»)

Prefirió unir su silencio al mío. Después de todo, con él había llegado


lejos. O sin necesidad de preguntar, había hecho suya mi certeza.
De todas maneras, bien me alegro de que el juego de palabras no
pasara del juego de ajedrez, y la interrogación no llegara a serlo. De
lo contrario, tal como se cambió todo después, él hubiera pensado
con derecho, que yo no había sido leal con él.
Lo hubiera pensado porque, abroquelada en mi dolorosa sober-
bia, nunca hubiera podido imaginar que aquellas cenizas aventadas,
volverían a juntarse un día para integrar de nuevo el ser, cuyo
nombre yacía bajo una losa de silencio.
Yo había pedido a Dios que me diera el destino de la mujer de
Loth, antes que eso ocurriese.
Pero ocurrió. Absurdamente, imprevisiblemente. Y al ocurrir era
yo la que quedaba en evidencia, la que había faltado a la verdad.
¿Cómo explicar entonces que la verdad puede ser una hoy y otra
mañana y que sea como fuere, nadie tiene el dominio absoluto de la
verdad?

Ibapasando el tiempo; la vida ibapasando. Mi silencioso enamorado


continuaba, como el centinela de Pompeya, firme en su puesto y
firme en su mutismo.
Erahombre tallado en sólo un bloque, un hombre monolítico, que
posiblemente por serlo así, creaba una atmósfera de seguridad en
torno suyo —la seguridad de que hablaba Stephan Zweig—, o al
menos, daba la sensación de que la creaba.

173
^

Su presencia sin palabras llegó a serme tan familiar, que de


haberme faltado, me hubiera parecido que me habían cortado un
brazo o una pierna, o cosa así.
(Como él no hacía preguntas, yo tampoco las hacía. Ni a él ni a
mí misma. No quería saber nada. Sólo quería el bien supremo del
olvido. Y el olvido tal vez ya había llegado.)

Más que las plantas de jardín, amaba yo los árboles, y cuando por
el mes de mayo se cuaj aba deflormi framboyán, me decía amí misma
que algún día aquel hombre de piedra tendría también su propia
eclosión primaveral, se convertiría en algo semejante a otro hermo-
so árbol de mi casa, a cuya sombra yo podría tenderme a descansar.
No tenía prisa porque ello sucediera: las cosas estaban bien como
estaban, y mi primera experiencia sentimental, tan abruptamente
tronchada, me había dejado eso que llaman miedo de vivir.
Desde entonces habitaba en una tenue atmósfera de entre sueño,
evitando el contacto con la realidad, de modo que cuando llegó para
él la presentida primavera, ni cuenta ya me di. Bien es que el florecer
fue lento, capullo por capullo en cada grieta de la piedra.
De que me enamoré no hay duda alguna, que al fin él no era un
árbol, ni la piedra tenía dentro un cadáver, sino un hombre sano y
fuerte, y a nuestra edad, laprolongada convivencia suele parar en un
remanso de los sentimientos, teñido a veces de una indecisa luz
crepuscular.
Cómo llegamos a ser novios es cosa que no sé ni supe entonces.
Creo que nunca se me declaró, y por tanto nunca le correspondí, y,
sin embargo, cuando vine a despertar de mi sueño hibernante, ya lo
éramos.
Sé que esto tardó años en producirse, y debe de ser su lenta
incubación la que borró esas cosas que generalmente nadie olvida.
Pero hasta en esta balada del amor tardío, otra voz con sordina
persistía a manera de contrapunto, y así puedo decir también que me
enamoré quizás precisamente porque él era la antítesis del hombre
por quien había sufrido tanto. Todo lo que era turbulencia en aquél,
era sosiego en éste. Lo que era audacia en el otro, era en mi primo

174
mesura y contención. Afán de placeres en uno, seriedad en el otro.
Simplicidad casi de niño, contra complejidades que ya yo había
renunciado a desentrañar.
Así y todo no me decidía a dar el paso definitivo. El noviazgo se
prolongó años, como se sabe, y hay que decir que si Pablo Álvarez
de Cañas me esperó por más de cinco lustros, Enrique de Quesada
también me esperó bastante.
Sólo que Pablo estuvo siempre separado de mí, y Enrique podía
acercarse cuantas veces quería, por razón de cercano parentesco, lo
cual hace bien distinta la proeza.
Ya mis dos hermanos, Enrique y Flor, de regreso de sus ilusiones
abecedarias, se habían casado. Enrique con una frágil muchachita
burguesa, queno acertó ahacer otra cosa en el mundo que adorarlo;
adoración esta que él recibía como un dios algo ausente y distraído.
Flor, la criatura menos inclinada a la paz conyugal —y creo que
a ninguna paz—, terminó sin embargo por casarse con un parsimo-
nioso arquitecto, buena persona él, de honorable conducta, aunque
ligeramente aburrido. Las bodas deben de haber sido el premio a su
paciencia, pues si bien a regañadientes la seguía en sus peripecias
revolucionarias, y ella creería justo seguirle luego —también a
regañadientes— en la descolorida llanura de su matrimonio.
No añado la descripción de los muy peregrinos aderezos de que
se revistieron ambas uniones, porque correría elriesgode que se me
tuvieran por inventadas.
Pero si extraordinarias fueron dichas nupcias, las de nuestro
hermano Carlos Manuel las excedieron en originalidad. Casó allá en
Honduras o en Nicaragua o no sé dónde, con un fantasma. Lo digo
sin rodeos ni metáforas, porque nunca vi a esta Maximiliana Du-
Bouchet y Suárez, panameña de origen y ancestro galo, según decía
él, a más de su esposa por dos meses.
Unos creían haberla visto por el Malecón, guiando un automóvil
con él al lado, lo cual ya era dudoso, porque Carlos Manuel no
permitía, estando presente, que nadie le arrebatara el volante, que
era su cetro.
Otros la situaban en las carreras de caballos, apostando grandes
sumas que extraía de la cartera del presunto esposo. Tampoco esta

175
versión me convencía, pues en mi hermano eran naturales 1
locuras, pero no las tonterías.
Sea como fuere, la familia no tuvo el gusto de conocerla y ei
divorcio hubo que tramitarlo en rebeldía de la cónyuge, p Ue
Maximiliana no aparecía por ninguna parte. En fin, que con gran
alivio mío, quedó ya restituida al plano metafisico de donde él la
había sacado. Todo era así en este hermano nuestro, todo irreal
vago, fantasmagórico.
Casados ya los que me acompañaran en la prolongada soltería
casados y a contrapelo de la influencia materna, que ante los hechos
consumados no tuvo otro recurso que ceder, quedaba yo con aquel
novio todavía no muy definido, pero a quien los bríos gastados en
combatir a los otros, no alcanzarían sino muy levemente. Casi
pudiéramos decir que por ley de gravedad, nuestro tácito compro-
miso fue aceptado.
Pablo no lo aceptó nunca. Hizo cuanto pudo para desbaratarlo;
pero ya no podía mucho. Había sido arrancado violentamente de mi
ámbito, y ya no vivíamos en dos mundos distintos, sino en dos
galaxias que cada vez se alejaban más una de la otra.

Mi novio era celoso y a más del color, también en eso se parecía a


Ótelo. Pero no un Ótelo explosivo, melodramático. Todo en él era
puertas adentro, pecho adentro, y aunque jamás lo nombraba ni
hacía alusiones a él, odiaba hasta el nombre, que tampoco allí se
pronunciaba, el nombre prohibido del que había sido el primero en
mi corazón.
En una persona tan introvertida como él, de apariencia tan fría
como la suya, sólo yo podía saber la intensidad de este sentimiento.
Y ahora era yo, quien —vagamente— le temía.
¿Pero era de fijo a él? Presentía y quería alejar el presentimiento
de que su amor, que tan dulce y consolador se me ofrecía, habría de
pesar como plomo ardiente y derretido en mi existencia.
De esta época data el poema de las manos, las manos del rey
niño... Por extraño que a algunos haya parecido este poema, quizás
nada mejor podía explicarlo.

176
pije que mis hermanos ya se habían casado, cuando yo continua-
ba todavía en mis titubeos.
jsfo se debían éstos a resistencia familiar, bastante relajada a la
sazón, aunque siempre latente.
Era una resistencia sistemática, que en realidad no había empeza-
do con Pablo, si bien él la provocó, la desafió y la desencadenó.
Pero su origen ibamás lejos; iba dos o tres o cuatro generaciones
m ás atrás. Habíanse sucedido en ellas una serie de matrimonios
desdichados, que en vez de tenerlos por coincidencias —no
casualidades— cuyas causas habría tomado tiempo el estudiar, se
tuvieron por regla general. En casa eran así, muy radicales y
expeditos.
Y la regla una vez sentada, se nos aplicó a los cuatro. No
importaba que el pretendiente o pretendida fuese buena persona o
buen partido. Eso ni siquiera se analizaba.
La única vez —que yo recuerde al menos— que en la familia cayó
bien un cortejante, fue en el caso de un nieto de Ignacio Agramonte,
el gran caudillo de la Guerra Grande.
Prendóse el joven de mi hermana Flor, y ni que decir hay que
nuestro padre se derretía de gozo pensando en la posibilidad de que
su sangre volviera a mezclarse, de manera más íntima y cercana con
la sangre del B ay ardo, aquella sangre vertida en la inmortal epopeya,
justo en el año en que él nació.
Ello había estado a punto de suceder en otro tiempo, cuando el
joven Loynaz escribiera una carta pública para refutar la insidiosa
especie propalada por un periódico de la capital, de que la viuda del
héroe y su hija habían asistido a una fiesta oficial, ofrecida por el
Gobierno de la Colonia en honor de la Infanta Eulalia.
Fue así como a la amistad ya existente, se unió la gratitud, y a la
gratitud un pasajero romance con la encantadora Herminia, sin otra
consecuencia que un amable recuerdo entre los dos. Puede ser que
este recuerdo influyera también en sus presentes sueños.
Hasta madre y abuela se conmovieron, cosa muy rara en ellas. En
cuanto a mí me alegré mucho, por eso y porque así esperaba que se
rompiese alfinaquella suerte de hechizo o maleficio queparecíapesar
sobre nosotros, aunque a veces tomase apariencia de snobismo.

177
Que se rompiese no era muy seguro. Aquella inusitada comnl
cencia de nuestros mayores, sólo era una excepción. Una excen<^'"
que obedecía al preclaro abolengo del pretendiente.
Era difícil que a mí me cupiese igual suerte, porque todos los día
no tocaba a las puertas de la casa un descendiente de varón egregio
De manera que yo parecía destinada a perpetua soltería.
Cuando hablo de abolengos preclaros y de varones egregios no
me estoy refiriendo en modo alguno a los que en términos corrientes
se consideran como tales. Ésos tenían a nuestra familia sin cuidado
Miembros de casas aristocráticas, ricos burgueses o simples caza-
dores de dotes, estaban destinados a correr la misma suerte.
Creo que si un infante de España hubiera hecho el viaje desde su
tierra a la nuestra con el solo objeto de pedir nuestra mano —la mía
o la de Flor— hubiera sido despachado con la misma impertérrita
hosquedad.
El abolengo único que en mi casa se reconocía era el de los héroes
de las guerras emancipadoras, y era también el único en que manes
maternos y paternos estaban de perfecto acuerdo.
Pero he ahí que por esos caprichos del destino, mi hermana Flor
rechazó rotundamente, casi violentamente, la idea de casarse con el
único hombre a quien se había dado la bienvenida a nuestro hogar.
Y el único también a quien no asustaron las excentricidades suyas,
quizás por ser él también un poco excéntrico. Le hizo la corte
largamente, y aún después de estar ambos libres de nuevo, intentó
en vano realizar la lejana quimera de su juventud.
De todo ello debe colegirse que ya no era la resistencia familiar
—reducida sólo a una resistencia pasiva— la que continuaba
enredándome y amarrándome con hilos invisibles. Lo que era, vine
a saberlo mucho más tarde, si es que en definitiva lo supe alguna vez.
Cuando por las causas expuestas se fueron alejando mis herma-
nos, volví a encontrarme sola, sin más calor de juventud en torno
mío, que la absoluta pero absorbente dedicación de mi novio.
Pero yo había probado ya el olor del incienso, y más que el
incienso, esa indefinible embriaguez que consiste en la emoción de
emocionar. No como mujer, que era cosa distinta, sino como
escritora, y la escritora seguía luchando por imponerse a la mujer.

178
Resolví, pues, volver a reunir a los sobrevivientes de nuestro
equeño grupo disperso, y a ellos se unieron otros elementos ya más
•Avenes, procedentes de la nueva generación. Estos muchachos que
no me habían conocido, temblaban sólo de estrechar mi mano, todo
lo cual me hacía sentir como Isabella d'Este en su salón. Forse que
sijorsequeno ...
Tal resurgimiento no fue nada tranquilizador para mi adusto
galán, pero en principio no se atrevió a oponerse, a probar las
fuerzas que acaso sin saberlo tenía ya sobre mí.
La casa mantenía aún su señorío, su exótica fascinación, por lo
que tuve que hacer pocos arreglos en ella. El primero, volver a
introducir la luz eléctrica, pues ya lo de las velas venía resultando
algo molesto.
El servicio doméstico había disminuido bastante, pero yo sabía
compo-nérmelas prescindiendo de él. En la tarea sólo me ayudaba
Angelina Miranda, amiga infatigable de los años mozos, la «linda
trigueña normal» de que habla Juan Ramón Jiménez. Mis hermanos
no se dejaban ver, sino cuando la importancia del visitante lo
ameritaba. Extrema importancia, naturalmente.
Pero había otros que sin serlo tanto, también tenían chispa e
ingenio: recuerdo que entre mis vanidades estaba entonces la de
confeccionar cocteles mejor que nadie, y a propósito de ellos, uno
de los habitúes, posiblemente por despecho o no sé qué, me dijo en
carta émula de la de Petronio, que el ingerirlos fue la mayor prueba
de devoción que me había dado en su vida.
Nos acercábamos al término de los años treinta, y aunque mis
reuniones literarias de la Época Rosa nunca alcanzaron el raro
encanto de las que las habían precedido, de todos modos acuden a
mi memoria como en realidad fueron, algo muy sedante y al mismo
tiempo estimulador, algo que vino a encauzar en cierta forma las
inquietudes que a modo de agua estancada, mas no muerta, iban
creciendo sin hallar salida.
Fueron los tiempos de Juan Ramón Jiménez, de Rafael Marquina,
de Fabio Fiallo y Jiménez Grullón, estos dos últimos, ilustres
dominicanos exiliados que me presentó mi padre, y a los cuales hube
de agradecer libros y artículos muy generosos. Porque yo era

179
todavía una escritora bastante desconocida, casi tanto como h
vuelto a serlo ahora. Pero eran principalmente gentes de Españ6
envueltapor esos años en la Guerra Civil, las que conmás frecuenc''
hacían un alto en los umbrales de mi casa. Mi casa se convirtió e
una especie de paradero en la ruta del exilio, y en ella los república
nos españoles hallaban acogedor respiro. No me interesaban sus
ideas políticas, ni siquiera hablábamos de ellas, pero al igual que
años antes con los rusos, una cálida corriente de simpatía me unía
a aquellos que por las razones que fueran, de cualquier forma
dolorosas, dejaban atrás patria y hogar. Hogar y patria hallaron
muchos en nuestra tierra siempre abierta para todos, como fueron
los casos de Manolo Altolaguirre, Rafel Marquina, Rafael Suárez
Solís. Con Marquina y con Suárez Solís me unió una amistad que
sólo interrumpió la muerte. Sin embargo, los más de ellos preferían
seguir a México, país más vasto, a más de simpatizante, que les
garantizaba el porvenir.
Recuerdo que don Luis de Zulueta, que sólo conoció mis versos
por habérmelos oído en su primera visita, escribió un bello artículo
sobre ellos, en un periódico de Bogotá. Tan lejos estaba de la
pretensión de halagarme, que no me lo remitió personalmente, y yo
pude conocerlo gracias a una prima mía residente en Colombia, que
se encargó espontáneamente de hacérmelo llegar. Para correspon-
der en alguna forma a don Luis, le envié mi primer libro, que acababa
de editarse, y me lo devolvieron al cabo de unos años. No sé por qué
nunca llegó a sus manos.
Juan Ramón Jiménez publicó en Sur, la famosa revista argentina,
la impresión surrealista que le produjo, no nuestra poesía, sino
nuestra morada, cosa que nos disgustó bastante, aunque, según se
nos decía, era cosa de batir palmas el solo hecho de que el gran Juan
Ramón, que no se ocupaba de nadie, se hubiera ocupado de nosot-
ros.
Mejor lo hizo don Vicente Yaos, catedrático de la Universidad de
Madrid, que iba a ocupar el mismo puesto en la de México: este
sabio profesor de Filosofía, analizaba acuciosa y detenidamente el
capítulo «Prisa», de mi novela Jardín, todavía inédita, y aseguraba
a sus estudiantes que nunca había leído conceptos tan originales
sobre tal fenómeno social.

180
-jsj0 sin cierta vacilación hago aquí referencia a estos hermosos
tiempos de mi casa, sin poder evitar las citas concernientes a mi
nersona, como en verdad preferiría. Pero sobrepongo a ese senti-
miento —que no es más que una forma de pudor— el que me mueve
a dejar constancia, siquiera sea en estas páginas oscuras, de lo que
esa casa fuera un día, dé lo que representó en nuestra historia
cultural, en nuestro esfuerzo por aunar el talento, la bondad y la
belleza, por fundir la espiritualidad —aún impregnada de escepti-
cismo— de una generación ya envuelta en luz cenital, y la fogoza
audacia de la que venía atrás, impaciente por sucederle, por tomar
pronto los mandos, aún sin saber el rumbo que tomaría la nave.
Tal esfuerzo, por vano que haya sido, tal convivio, creo que sin
precedentes, y, desde luego, sin imitadores, no hubiera sido posible
sin la casa: ella ofrecía cosas ya desde entonces muy difíciles de
hallar, como la bienvenida cordial y desinteresada, exenta de
condiciones, el reposo de sus jardines rescatados a la trepidación
urbana, la gracia de un conjunto donde cada objeto dejaba ver, no
su precio, sino el arte y la habilidad de la mano que lo creó.
Todos se sentíanbien en aquel ambiente, fueran cuales fuesen sus
creencias, hábitos e ideologías, y no era necesario atraerlos con
incentivos materiales. El incentivo estaba en la casa misma, en la
invitación que allí se hacía al diálogo sereno e inteligente, a dejar
fuera de sus muros, siquiera fuese por algunas horas, el fárrago de
las pequeñas y grandes preocupaciones, al modo que los musulma-
nes dejan a la entrada de sus mezquitas las babuchas con que
anduvieron por el polvo de todos los caminos.
Época Azul, Época Rosa... Sí; fueron, como decía, los mejores
tiempos, los de los intelectuales españoles y cubanos; los de los
artistas y los animadores y los dilettanti: allí Emilio Ballagas, elmás
poeta de nuestros poetas; Gonzalo Aróstegui, Juan Antiga, María
Villar Buceta, Ezequiel Cuevas, el guitarrista; Josefina de Cepeda,
José Antonio Ramos, el escultor Casagrán, Angélica Busquet, una
belleza de la época... Fueron los mej ores tiempos y fueron también
los últimos intentos que hice por revivir en Cuba un salón al estilo
de los del siglo xix, un refugio para la aristocracia del espíritu, tal vez
el afán más noble y loable de mi existencia.

181
Nadie se ha preocupado después de crearlos, nadie pare
echarlos de menos. Y es que poetas y artistas, uniformados en si
obras, no necesitan intercambiar ideas ni sentimientos, porque idea
y sentimientos han venido a serles comunes, a vaciarse todo en el
mismo molde.
Es un solo modelo el que se copia, una sola voz la que habla, una
única línea la que debe ser trazada.
Lamenté, cuando al fin llegó, la desaparición de mis reuniones
pero ahora comprendo que mucho más no hubieran podido prolon-
garse.
Las «juevinas» las llamó Aurelio Boza Masvidal, uno de los más
asiduos y queridos contertulios, cuando un poco nostálgicamente se
hace eco de aquellas tardes inolvidables, en opúsculo que publicara
años después.

A las juevinas, naturalmente, no concurría Pablo, ni nadie lo


nombraba allí. Yo estaba próxima a casarme —¡al fin!— con mi
primo, y aunque él tampoco asistía a ellas, según decía por su mucho
trabajo, mi compromiso se sabía y se respetaba.
Lo del mucho trabajo no era del todo un pretexto: hasta el
modesto empleo que a cabalidad sirviera durante tantos años, le
había sido arrebatado en los vaivenes de una política sin altura y sin
visión. Decidió entonces no depender más de ella, trabajar por su
cuenta, y así lo hizo, y pronto con más provecho que el obtenido en
servir a gente inepta y rapaz.
Sin duda se afanaba en su nuevo quehacer, que siempre los
comienzos son difíciles, y su decoro le impedía ir al matrimonio con
una mujer rica sin contar siquiera con lo suficiente para sus gastos
personales.
Me parecía bien aquello, y me parecía mejor porque alfinparecía
curado de sus antiguos celos y recelos, y yo podía disfrutar en paz
de mis juevinas.
Fue en aquellas reuniones crepusculares, que la buena amistad
obtuvo de mi orgullosa timidez la publicación de mi primer libro de
versos. Buen logro fue y el de última hora, pues en el entretanto ya

182
me había casado, y mi esposo, que hasta entonces sólo se había
abstenido de compartir mis pequeños recibos, pronto empezó a
ooner reparos a su celebración. Siempre había un visitante declara-
do non grato, hasta que al fin le presenté un día la lista completa de
¡oS mismos, con el ruego de que tachara de ella, y de una vez, los
nombres que estimase conveniente.
Así lo hizo, y cuando me la devolvió, no pude por menos que
reírme: todos los nombres aparecían tachados, excepto tres o
cuatro, cuyas edades sumaban centurias.
Nos reímos los dos porque éramos jóvenes y estábamos recién
casados, y la felicidad se debe conservar a cualquier precio. Ninguno
debe parecer caro, si por él nos es lícito retener algo tan escurridizo.
Pero otra cosa vendría a hacer ya para siempre imposible la
reanudación de las juevinas. Y esta vez no sería una felicidad
doméstica, sino una doméstica desgracia.

183
LABELINDA

Nuestro hermano Carlos Manuel, el más brillante, el bien mimado


de nuestra madre, que en él y sólo en él había cifrado todas sus
esperanzas, Carlos Manuel había intentado suicidarse.
Nunca hubiéramos esperado esto: nada lo justificaba. Rico,
j oven, bien parecido, dotado de una cultura que asombraba, de unos
conocimientos que casi diríanse sobrenaturales, todo en la vida le
sonreía y, sin embargo, no quería vivir.
Poco a poco, la verdad se fue abriendo paso: Carlos Manuel
estaba loco. O dicho en términos más científicos, era una víctima de
la esquizofrenia o demencia precoz.
Ya se comprenderá la catástrofe que esto significó para nosotros.
Y eso que aún ignorábamos hasta dónde y hasta cuándo ella habría
de prolongarse.
Como primera medida, los médicos aconsejaron el internamiento
del enfermo, y recuerdo todavía cómo el padre, la madre, los
hermanos íbamos todos los días y cada uno por su parte, a escon-
dernos en el j ardín del sanatorio o en una esquina próxima, sólo para
atisbar su paso por el corredor o verle unos instantes si acertaba a
asomarse a su ventana enrejada...
Transcurrido medio año, y ya considerado en vías de recupera-
ción, se autorizó la salida del centro de salud, con la condición de
que fuera a vivir a un lugar tranquilo, fuera de la ciudad, sin trasiego
de gentes ni de ruidos, aunque sí rodeado de calor familiar.
Así se hizo. Abandonamos nuestra amada casa del Vedado, la
casa junto al mar, a la que ya no volveríamos más que
esporádicamente; mi esposo consintió de buen grado en la mudanza

184
que, aunque lo hacía recorrer diariamente una buena distancia para
acudir a su despacho, en cambio lo convertía en virtud de su
aislamiento y no por imposición suya, en único y definitivo dueño
de mi persona. Por otra parte —miel sobre hojuelas—, amaba
mucho aquella antigua posesión campestre donde había nacido.
¡Qué me importaban entonces las juevinas; qué, las lisonjas a las
que por un momento cedí; qué, las vanidades gustosamente renun-
ciadas para atender únicamente a la curación de mi hermano!
Y la curación parecía lograrse. En efecto, Carlos Manuel, muy
lentamente, volvía a ser el de antes. Tranquilo, suave de índole
¡tan lejos de las impetuosidades de Flor!—, absorto en sus libros
o en su piano, un poco frío siempre.
Se le consintieron los paseos en automóvil, guiando él mismo,
según su hábito, pues al parecer, con el timón en la mano se sentía
feliz y poderoso. Era también lo que se dice un as del volante. Sin
ánimo alguno de parecer modesto, decía que él sólo era un buen
chofer.
Sentía el vértigo de la velocidad, y nosotros, para demostrarle
nuestra confianza, le acompañábamos en aquellas carreteras noc-
turnas a ciento cuarenta y ciento cincuenta kilómetros por hora. Era
tan segura su mano sobre los mandos, tan extraordinaria su pericia
y hasta su olfato para sortear obstáculos, que el miedo inicial y
natural con que nos dejábamos conducir al principio, desapareció
pronto, y acabamos por sentirnos tan seguros como él mismo. La
máquina bajo su dominio parecía un ser vivo, un grande y dócil
animal amaestrado, pronto a obedecerle al menor de sus gestos.
Fue así como nos conocimos la Isla palmo a palmo, pues estas
excursiones ni siquiera parecían fatigarle. Se proyectaba una a
Matanzas y seguía hasta Santa Clara o Camagüey, sin hacer alto en
el camino ni atender a nuestras tímidas protestas. Exploraba todas
las vías nuevas, sin importarle si estaban o no todavía en construc-
ción; atajos y desfiladeros seguían siendo pistas para él, y como se
comprenderá, por esta u otra razón, la compañía familiar fue
mermando hasta reducirse a mi madre, mi hermana y yo.
Recuerdo una noche de tormenta, que bajo cataratas de agua
helada corríamos a velocidad fantástica por la carretera que va de

185
Ciego de Avila a Florida, una recta de más de cien kilómetros c
parece invitar a lanzarse por ella como un bólido.
Llegó un momento en que al cruzar un puente de madera
automóvil patinó y desviándose dejó por unos segundos las dos
ruedas de un mismo lado en el aire. Yo, que ibajunto a él, vislumbré
con espanto que la baranda protectora había sido arrancada por el
vendaval. Era inminente que el vehículo se deslizara por allí
Entonces vi a mi hermano impasible, maniobrar con el timón de tal
forma que, sin volver a posarse las ruedas en el puente, lo pasó como
si no hubiera ocurrido nada. Mi madre iba dormida, mi hermana
recitando, y creo que yo sola me di cuenta de lo cerca que habíamos
estado de la muerte.

Y así transcurrieron cinco años, que él ha recordado siempre como


los mejores de su triste vida. Creo que todos fuimos allí felices,
incluyéndome a mí misma, porque alfinparecía haber alcanzado lo
que siempre tuve por supremo bien: la paz.
Y la paz reinaba en aquel edén privado, casi obra de mis manos.
Cuando llegamos, poco menos que en ruinas se hallaba la gran
mansión colonial, albergadera de príncipes fugitivos, cuya verja
ostentaba la fecha de su construcción: 1793.
Amplio portal sostenido por columnatas dóricas la rodeaban por
sus cuatro fachadas, y aunque erguida en un altozano, la espesa
arboleda apenas la dejaba ver.
Hice reforzar los muros que empezaban a agrietarse, copiar y
reponer los medio puntos de colores que ya se habían destruido, y
repasar lo mejor posible los que aún se conservaban.
Se desenterraron los antiguos jardines yacentes bajo guijarros y
hojarasca, que se habían venido acumulando a lo largo de los años.
No los quería en exceso cuidados, pero sí recuperarles el primitivo
trazado de senderos y arriates. Poco apoco, empezamos a encontrar
estatuas mutiladas, bancos de mármol rotos que me limitaba a unir
si se podía, y hasta la vieja fuente recobró su cantarino hilo de agua.
Busqué para los inmensos salones muebles en consonancia con
la época, sin olvidar por supuesto el gran piano de cola donde, ya

186
recogidas, oíamos a mi hermano tocar a medianoche... Se llamaba
eSta arcadía tropical La Belinda.
Como es de suponer, a sus umbrales no llegabanadie o casi nadie,
excepción hecha de los miembros de la familia.
Sólo una vez, mi prima Nena Aranda, comentando una conferen-
cia que en esos días diera Miguel de Marcos, y a la que ella había
asistido, me transmitió un recado del conferencista: ya que yo no
había ido a escucharle, él estaba dispuesto a ir hasta La Belinda para
leerme su trabajo.
Quedé un tanto sorprendida, pues aunque este muy notable
escritor y periodista, uno de los pocos maestros que hemos tenido
en el fino arte de la ironía, me había demostrado desde antiguo una
afectuosa admiración, no esperaba que tras ausencia, no sólo
prolongada, sino huraña, quedase alguien en el mundo que se
acordara de mí.
Estaba en un error, según mi prima, que era muy persuasiva e
insistente, y en un lugar tan bello como aquél, podíamos organizar,
siquiera fuese por una noche, una velada que sería inolvidable.
Invitaría a aquel grupo que siempre me había echado de menos,
traería al poeta Fernández Arrondo, a los Marquina, a Margarita
Montero, mi viej a amiga, para que al pie de la fuente rimara el goteo
del agua entre las piedras con las notas de su arpa, en fin algo que
pareciese transplantado a los castillos de Chinon o Rambouillet. Era
el ambiente que requería la conferencia cuyo autor habí a titulado «El
último amor de Enrique IV».
No sin cierto recelo expuse el proyecto de mi prima, y no sin cierto
recelo fue aceptado. Después de todo, era una cosa muy bonita, que
además nadie sabía cuándo podría repetirse.
Vino Miguel de Marcos con su gentil Rosita; vinieron Julia
Rodríguez Tomeu, Angélica Busquet, la de la voz perfecta para
bordar los versos; Conchita Gallardo, que se decía descendiente de
los marqueses de Almendares, primitivos señores de La Belinda;
Amelia Solberg, Isabel Margarita Ordext, el muy querido Aurelio
Boza Masvidal, en fin casi todos los de antes... Yo me sentía
contenta de verme otra vez rodeada de mis antiguos, fieles amigos,
y más contenta aún, porque mi esposo también hacía los honores de
la casa junto a mi madre y mis hermanos, y hasta Carlos Manuel

187
accedió a deleitarnos con sus brillantes ej ecuciones al piano, las que
él reservaba sólo para la medianoche.
De aquella velada que, desde luego, fue la única, me quedó una
punzante nostalgia. Caí en la cuenta de que ya iba entrando en el
otoño de la vida y en realidad no había vivido, o sólo había vivido
para los demás.
Tal vez esa fuera mi misión, pero también pudiera haber otra que
hasta entonces había ignorado o manejado sólo como una válvula de
escape para todo lo que bullía y fermentaba dentro de mí. Dios me dio
el don de escribir, y yo dejaba que se perdiera para otros y para mí.
Tal vez eso no fuera justo. Empero yo tenía que estar segura de
que a lo que yo escribía valía la pena sacrificarle mi otra obra, esto
es, la edificada a costa de tantos cuidados en salvaguarda de valores
que me eran entrañables, y para cuyo amparo yo misma me había
puesto de muro frente a la vida. No podía, en nombre de lo que acaso
no era más que un espejismo, echar por la borda tanta lograda paz
depositada en mí.
Si esto era así, yo también tenía que saberlo, pues puedo jurar
ahora que no lo sabía bien. Y para saberlo no había más que un
medio: salir al mundo... Mas, ¿cómo salir?
Estaba encadenada al Paraíso con cadenas cuyos eslabones había
forjado el amor, el fraternal cariño, el sentimiento del deber y hasta
mis mismas ansias de paz: pero eslabones eran al fin, y hechos por
buenos forjadores.
Por otra parte, los celos de mi esposo, lejos de sosegarse en el
aislamiento, iban recrudeciéndose de una manera casi mórbida.
Podría citar aquí más de un rasgo de esta actitud incomprensible
en hombre tan normal, cosas pueriles, sin sentido y sin trascenden-
cia, pero que sumadas una a otra, también me hacían, poco a poco
—puedo decir que hasta sin darme cuenta—, denso y como impreg-
nado de polvillo el mismo aire que respiraba.
¿Qué pensar, por ej emplo, de aquella vez en que me hizo desechar
un par de zapatos el día en que los estrené, por considerarlos
inmorales?
¿Cabe la inmoralidad en un par de zapatos?
Pues bien, para él, cabía. Y consistía en que los desdichados
chapines sólo estaban sujetos al talón por una estrecha correa,

188
dejando al descubierto la parte inferior del pie. Es decir, un
fragmento de mi anatomía que, si bien cubierto por la media, ajuicio
suyo no debería mostrarse, ya que siempre había permanecido a
salvo de miradas indiscretas.
Por supuesto, yo no lo había inventado, sólo que era la nueva
moda, y aunque no frecuentaba ya lugares elegantes, siempre me
había gustado vestir bien.
Traté de explicárselo, no tanto por conservar los zapatos, que en
definitiva nada significaban para mí, sino por hacerle entender lo
absurdo de su razonamiento, o por lo menos, entenderlo yo.
Tarea inútil en la que, desde luego, no gasté cinco minutos,
porque hubiera sido igual que insistir en lo mismo cinco horas.
Regalé los zapatos, y otra vez en paz.
Pero la paz había que ganarla así, brizna a brizna, grano a grano,
como ganan su subsistencia las hormigas; renunciando ayer a una
amistad, hoy a unos zapatos, mañana ya no sabía a qué.
Ciertamente, yo había aprendido a prescindir (¡aprendizaje que
ahora me ha sido bien útil!), pero entonces yo estaba en los años
plenos de la vida, y sabía que de ellos se desciende pronto. Me iba
pareciendo insensatez consumirlos en tales cominerías.
No puedo decir que me sintiera desgraciada; ni en modo alguno
defraudada. No me había casado con un desconocido: lo hice tras un
noviazgo de años, y desde mucho antes de casarme, sabíabien cómo
era mi esposo. Además, salvo esas nimiedades que reconozco
también que en él tenían carácter de obsesión, no me había dado el
menor motivo de queja o siquiera de desilusión.
No obstante, algo seguía inquietándome, larvándose parabién o
para mal, en aquel ambiente monástico que me rodeaba, en aquellas
galerías flanqueadas por altas columnas de silencio.
Con lo largas y anchas que ellas eran, empezaban a comprimir un
sueño harto ambicioso.
Yo lo sabía y no quería soñarlo. Yo quería ser lo que era, una
buena ama de casa, una esposa solícita, una materfamiliae pendien-
te de todos los múltiples y pequeños deberes domésticos.
No podía engañarme a mí misma: eso era lo que yo había aceptado
de buena fe y de buena voluntad, y eso era lo que tenía.

189
Pero mientras ordenaba las vituallas en la despensa o las pócima
a ingerir por mi hermano o repasaba los calcetines de mi esposo la
mente se me poblaba de seres que reclamaban forma y cuerpo o que
los tenían ya.
Ese mundo caótico yo lo identificaba con lo que había escrito y
sobre todo, con lo que tal vez era aún capaz de escribir. Vanidad o
no vanidad, estos fantasmas me rondaban día y noche.
Tal inquietud no era nueva en mí: ya la habían sembrado en mi
conciencia la gente culta que me visitaba en la llamada Época Rosa
Sólo que entonces yo tenía un miedo enorme a descubrir la
verdad, por si esta pudiera serme adversa. El mismo miedo que
sentía de niña en el mar, cuando sin saber nadar y tratando de
aprender, me soltaban de pronto en lo profundo. Agarrándome a
quien tuviera más cerca pedía que me sacaran de allí, renunciaba a
una aspiración que de antemano juzgaba irrealizable. Y así, mientras
los otros disfrutaban de las delicias del baño, yo me quedaba sola en
la orilla, braceando vanamente, sin atreverme a despegar el vientre
de la arena.
Y vanamente me gritaban: «Si no te arriesgas, no sabrás nunca
nadar. No sabrás lo hermoso que es dejarse deslizar por el agua».
Pero yo prefería no saberlo; porque el miedo era más fuerte en mí
que el ansia del placer desconocido.
Se me había preguntado mucho por qué era yo tan remisa a
publicar mis escritos, y yo evadía de una u otra manera la respuesta,
hasta que un día contesté resueltamente a Rafael Marquina, que era
el que más insistía:
—Pues se lo diré: porque no quiero convertirme en una gloria
local.
Parecía un chiste, pero era la verdad y era lo que yo temía más que
todo. Admitía la absoluta oscuridad, pero no la penumbra, la
lucecita a medias. Ya sabía desde entonces lo difícil que era triunfar
sin apoyo de banderías. Dij e antes que éramos orgullosos y tímidos,
mala combinación para jugar el juego de la vida.
Por lo pronto, mi primer libro arrancado con tanto ahínco por mis
amigos, había pasado como un libro más. Con algunos artículos
elogiosos por parte de los amigos mismos y la absoluta indiferencia
del público, aun del llamado intelectual. Y yo no quería escribir para

190
unos o para otros, y menos para selectas minorías; yo quería escribir
para todos. Y lo había hecho con un lenguaje llano, directo, diáfano,
al contrario de muchos que desprecian las «torres de marfil» y más
parecen despreciar a las «masas» de las que tanto hablan, y para
quienes dicen hacerlo, empleando un lenguaje enrevesado, fórmulas
enigmáticas, deliberado hermetismo.
Todavía recuerdo con amargura —y de eso hace ya casi cuarenta
años—, que la famosa tienda de ropa El Encanto, que tan aciago fin
habría de tener, se negó a exhibir mi modesto librito en las estante-
rías que para las novedades literarias mantenía, a fin de que se
tomaran en serio sus humos intelectuales.
¡ Cómo habría de recordar esto mucho tiempo después cuando en
Madrid, al transitar por la Gran Vía, veía en las vidrieras de los
principales comercios, aunque no se dedicaran a la venta de libros,
los míos exhibidos —y ellos solos— junto a la bandera cubana!
Pero eso aún no había acontecido y por lo que antecede, se
comprenderámi ansiedad por saber a qué atenerme. Unosmedecían
una cosa y al parecer los hechos la desmentían. Tenía que haber
algún error, y no sabía dónde, y aunque al principio acepté el
veredicto negativo, algo dentro de mí se resistía a ello. En semej ante
titubeo, la única conclusión a que llegaba, era que estaba a ciegas en
una cuestión tan importante para mí. No tenía la suficiente vanidad
para creerme un genio incomprendido, ni la suficiente humildad para
admitir que no lo era. Carecía de lucidez o de energía para por mí
misma y por mí sola, creer en mí.
¿Qué hacer en tales condiciones? ¿Volver al mundo que había
dejado? Atada como estaba, era imposible. Tenía que empezar por
desatarme, lo cual era, en verdad, amarga prueba. Mas que desatar,
tenía que cortar, dilacerar.
Y algo vino a agravar la situación o acaso a resolverla de una vez.
Eso aún no lo he puesto en claro ante mí misma.
Sucedió que mi esposo, nada aficionado a los niños, ni antes ni
después del matrimonio, empezó a pensar ligeramente en ellos.
En la familia, los más j óvenes iban casándose y trayendo criaturas
por aquí y por allá. Parece que eso es contagioso, y aunque en modo
alguno yo me sentía contagiada, decidí cerciorarme de que, llegado
el caso, yo también podía hacerlo. Resultó que no podía, y se lo dije

191
sin rodeos, pues no me convenía que siguiera alimentando ilusiones
sobre el particular. La cosa no pareció afectarle mucho, pero era
hombre muy dueño de sus emociones, y si bien no volvimos a hablar
de ello, poco a poco, me di cuenta de que en el fondo le afectó.
Yo no sentía ningún complejo de inferioridad por una limitación
que sólo era física, y que de otras maneras Dios me la había
compensado; pero temía a veces que, aun no siendo suya, él 10
sintiera así.
No puedo asegurarlo, pero creo que eso fue lo que empezó a
distanciarnos; a distanciarnos, pero no a menguar el cariño que nos
teníamos, por lo menos el que le tenía yo, porque de éste sí puedo
responder.
No"es cierto como tanto se ha pensado, que yo no lo quería, y
menos que me divorcié de él con el solo obj eto de unirme ami antiguo
amor. Tampoco es cierto lo que se ha dicho —incluso entre muy
allegados familiares suyos—: que él se oponía a que yo escribiera,
porque no le gustaba la poesía, ni el hecho de tener una mujer
escritora, y que en el fondo lo que sentía eran celos de aquel
privilegio intelectual. Celos de otras cosas sí los sentía, y en grado
sumo, pero en cuanto a mi obra, gustárale o no le gustara, siempre
la respetó, y prueba de ello es que los Poemas sin nombre, se
conservan porque él no quiso su desaparición.
Estos poemas estuvieron perdidos mucho tiempo, y un di a en que
alguien se lamentaba de ello, esperó a que la persona se marchase,
fue a su dormitorio y me los trajo intactos.
Quedé asombrada. Sencillamente me confesó que se había apo-
derado de ellos con la intención de destruirlos, sabiendo como sabía
que gran parte estaban dedicados a otro hombre. Sin embargo, al
leerlos a solas, le habían parecido tan bellos, que no se sintió con
valor para llevar a cabo su propósito y venciéndose a sí mismo, los
conservó guardados todos esos años. Ahora ya yo podía hacer con
ellos lo que quisiera.
Mucho le agradecí el gesto, porque conociéndolo como lo
conocía, sabía bien cuánto debió costarle. Pudo hacerlos desapare-
cer sin que yo lo supiera, y no lo hizo. Detestaba a quien los inspiró,
pero respetaba a quien los había escrito, y sobre todo, aunque
mucho le dolían, había sabido apreciar su hermosura.

192
Creo que ya no es necesario explicar más para llegar a conclusio-
nes.
Amistosamente, sin reproches ni lamentos, acordamos darnos la
mutua libertad para que buscara cada uno su camino, ya que aún
estábamos a tiempo.
No fue de ninguna manera un rompimiento melodramático, ni
mucho menos rencoroso. Por el contrario, aunque ya no necesitaba
que me preocupase por su porvenir, le regalé hasta La Belinda, que
él tanto amaba, con la sola condición de que la conservara para
disfrutarla él y todos los miembros de nuestra sangre, como recuer-
do de los años felices que allí habíamos pasado.
Al llegar a esta condición —que él no cumplió—, sería muy
novelesco decir que en esa sangre estaba yo previendo su futura
posteridad, ya que de mi parte no había que esperarla. Pero tal
fantasía debe descartarse. Su posteridad no me importaba nada, y
sólo pensaba en él. En él y en mis hermanos, en mi padre también,
muy encariñados todos con aquellaposesión, ala cual, sin embargo,
nunca quisieron volver.
Sus razones tendrían, desde luego, aunque creo que él no les
estorbó nunca. Pero aunque así no hubiera sido, comprendo que para
ellos era muy distinto el que la finca fuera mía a que fuera de él.
Muchas penas habría de atraerme en el futuro aquel gesto de
liberalidad: hasta el de verla arrasada piedra apiedra; hasta la de que
en mi propio hogar se tuviese por una transacción mercantil
mezquina y humillante, lo que sólo había sido mi último romanticis-
mo, mi última ternura para un hombre a quien nada me quedaba ya
por dar.

Cuando iniciamos el divorcio, lo que yo pedí fue que todo,


inclusive el trámite judicial, se llevara a cabo en el mayor secreto.
Siendo yo abogada, aunque no actuara personalmente como tal,
conocía los resortes del oficio, y no me fue difícil conseguir lo que
quería. Puedo decir que ni siquiera la familia se enteró.
Nadie vendría a enterarse hasta tres años más tarde, cuando mi
viaje a Sudamérica, pues sucedió que al ser firme la sentencia y
puestaya la última firma, él, por primera vez pareció arrepentirse de

193
lo hecho, y me rogó con una especie de pasión contenida, casi
pudorosa, que no me apartase de su lado.
Como muy sorprendida le preguntara la razón que tenía para
volverse atrás en un paso que a mí, al menos, me costó mucho dar
sus palabras fueron más o menos estas que en su honor reproduzco
pues nunca se me olvidaron:
—Tú has sido muy generosa conmigo, y yo te lo agradezco, pero
bien veo que no es tu generosidad lo que necesito, sino tu presencia
tu amor. Mis gustos son sencillos, tú lo sabes, y fuera de un buen
automóvil, ningún otro luj o me interesa, y gano más de lo que puedo
gastar. Vuelve a tomar lo que me diste, y quédate a mi lado, no te
vayas.
No tuvo que rogar mucho: la idea de separarme de él, propuesta
por mí misma, se me hacía cada día más dolorosa, y en verdad creo
que en mi caso no había nada de especial. Sea cualquiera la causa que
la lleve a ello, ninguna muj er normal, seria y sensible, puede romper
su matrimonio sin que algo no se le rompa dentro.
Habían sido muchos años a su lado, años de compartir penas y
alegrías, y años los más hermosos de la vida, los de la juventud, que
no se recobran nunca.
Tampoco puse condiciones: sabía que él no iba a cumplirlas, ni yo
a exigirlas, y lo que más quería era la paz.
Lo que sí no acepté, porque me parecía ridículo, era hacer lo que
hacen muchos, concurrir ante un funcionario público y decir que
después de quince años de unión, entre noviazgo, casamiento y
divorcio, nos habíamos equivocado de ruta y queríamos que nos
volvieran a casar.
Nuestra separación no había sido pública y podíamos continuar
como hasta entonces. Así también sería mejor para la tranquilidad
de la familia, que en todo aquel volver y revolver de papeles, algo
podría filtrarse y... Bueno, que todo volvió a ser igual que antes.
Todo volvió a ser igual. Igual, no sé hasta qué punto. Se me ha
dicho que Enrique de Quesada tuvo sus veleidades durante estos
tres últimos años. Puede ser. Ni lo afirmo, ni lo niego. En cualquier
caso, eso no llegó a mí, y de haber llegado, poco hubiera ya
cambiado el curso de los acontecimientos. De todos modos, velei-
dades no eran más que eso mismo: veleidades.
Ser suplantada en el amor de un hombre por otra mujer, es uno
de los pocos padeceres que me ha ahorrado el destino.
Ya, desde luego, no exigía mucho. Había dejado de hacerme
ilusiones sobre la absoluta fidelidad del hombre, de igual modo que
en la juvenil edad hube de retirar las que me hacía sobre su castidad.
Tan tonta era que hasta la exigía. A lo Juana Borrero, exactamente.
Exaltaciones de la adolescencia. De la de antes, entiéndase.
Resulta asombroso cómo podían nuestros padres criar a sus hij os
en aquella época, preservando inocencias que ya no correspondían
a sus años, conservándolas en caldos de cultivo en estado de
prepecado original. Y en lo que hace a los míos, esto era llevado al
límite.
¿Son mejores los métodos que se emplean ahora para llegar a
todo lo contrario? Si de lo que se trata es de adecuarlos al ambiente,
no hay duda, son mejores.
Mas, no nos apartemos de La Belinda, que ya nos queda poco
tiempo para disfrutarla. Poco tiempo para pasear por sus jardines,
para ver los jacintos cuajarse sobre el río en una espesa nata color
malva. Poco tiempo para el canto de los pájaros crepusculares, para
las veladas en familia, para ver pasar la vida como pasaba el río,
mansamente.
Y, sin embargo, todavía todo seguía igual, todo estaba en su sitio,
y nadie hubiera adivinado que pronto no estaría nunca más.
Se acercaban las Pascuas, y por romper la rutina, yo hice el Belén
tradicional en una forma desusada: en vez del clásico paisaje de
colinas, de prados y de árboles, con profusión de pastorcillos y
animales, se me ocurrió transplantar el Nacimiento a una ciudad
moderna, cambiando las cabanas campesinas por rascacielos,
riachuelos por amplias avenidas, vacas y ovejas por automóviles y
hasta por aviones en pleno vuelo. Todo ello, naturalmente, en
miniatura, pero con rigurosa fidelidad.
Sin pensarlo, me había anticipado al brusco cambio que pronto
iba a tener lugar en mi propia existencia.

195
EL VIAJE

Todo seguía igual, pero ya era como siguen iguales, tal vez por un
prodigio de equilibrio, algunos edificios un minuto antes de
derrumbarse súbitamente.
Carlos Manuel parecía definitivamente restablecido, tanto que en
unión de nuestro otro hermano Enrique, proyectó un viaje por la
América del Sur.
Se ausentaron por espacio de seis meses, y sea porque echaba de
menos la razón que me había llevado a ella o porque yo también
necesitaba un cambio de aires, La Belinda, donde pasaba la mayor
parte del tiempo sola, empezó a llenárseme de tristeza.
Quise entonces volver a nuestra casa del Vedado, al menos por
el tiempo que durase la ausencia de Carlos Manuel.
Volvimos, y volvimos también a La Belinda cuando llegaron los
viajeros. Éstos tenían muchas cosas que contar, y yo les escuchaba
fascinada los relatos de un mundo desconocido para mí, y que ellos
podían describir mejor que muchos libros.
El viejo espíritu de recorrer tierras lejanas, tanto tiempo dormido,
se despertó en el lecho de plumón de cisne que yo le había preparado.
Quise ver también lo que ellos habían visto; mas siendo por entonces
mi salud bastante delicada, y estando el hombre que aún presentaba
como mi esposo, absorbido según costumbre, en laboriosos y
fructíferos afanes, mi madre no me permitió viajar sola. Ya a punto
de someterme a su voluntad una vez más, mi hermano Carlos
Manuel se ofreció para acompañarme.
Acababa de llegar del mismo viaj e, pero tendría gusto en repetirlo
y gusto en allanar las cosas para mí.

196
í

No lo sabía aún, quizás lo presentí a oscuramente, pero aquel viaj e


habría de decidir ya toda mi vida.

Decir que yo no esperaba que Pablo Álvarez de Cañas aprovechase


la ocasión para seguirme por todo el continente, sería decir una
mentira.
Y estas líneas se han convertido en algo así como una confesión
general, que desde luego no estoy en la obligación de hacer porque
no busco absolución de nadie, pero que si la hago, debo de hacerla
honradamente.
Yo esperaba, yo sabía que aquel hombre terco, que nada ni nadie
desviaban nunca de su ruta, iría tras de mí, y quizás por eso acaté en
un principio la voluntad de mi madre, opuesta al viaje, para dejar así
las cosas al destino.
Lo que yo no sabía, o mejor dicho, lo que estaba segura que no
sucedería, era que yo volviera a ponerme grillos en los pies.
Él podía seguirme si quería, yo no podía impedírselo, pues incluso
ya el asunto de mi divorcio empezaba a trascender desde que hubo
que recurrir al papeleo para arreglar mi pasaporte. El hecho de que
él lo haya conocido antes o después o ni siquiera lo haya conocido,
no hace al caso; él me hubiera seguido de cualquier manera.
Ahora bien, de eso a lo otro, mediaba una distancia que no estaba
dispuesta a salvar. Tampoco era razón que yo tuviera que vivir el
resto de mi existencia enclaustrada, sólo por no encontrarme con mi
primer novio.
Huelga decir que Pablo no se había casado. De vez en cuando me
llegaban noticias de él o nos tropezábamos en la calle: entonces se
tiraba rápido de su automóvil si yo iba a pie, o lo atravesaba frente
al mío, si yo iba en automóvil.
Eran encuentros fugaces en los que se cruzaban palabras banales:
hacía tiempo que entre los dos había descendido un telón turbio, un
vidrio opaco, a través del cual podíamos mirarnos, pero no vernos.
Mas sabía de él por la crónica social, donde con frecuencia aparecía
sunombre unido casi siempre al de una opulenta viudao una interesante
divorciada.
Generalmente viajaba, iba, venía, ascendía.

197
Como ya se habí a hecho mayor y parecí a fuera de lugar la soltería
la gente lo casaba con cualquiera de estas señoras o con alguna de
las actrices americanas estrellas de cine, que por temporadas y
siempre sin saber hablar inglés, invitaba a su finca.
Aquella finca tenía un nombre muy sugerente, que para unos
resultaba intrigante y para otros no: constaba de una sola palabra y
se llamaba «Siempre».
Yo oía todo aquello no como quien oye llover, porque la lluvia me
impresiona cuantas veces la oigo desde que nací. Lo oía como quien
oye por la radio la repetición incesante de temas en los que se ha
perdido todo interés.
Sólo en una ocasión se despertó mi curiosidad: por un tiempo
había estado corriendo el rumor de que la estrecha amistad que lo
unía a una ex primera dama de la República, culminaría en bodas.
En cierto modo, ella había sido un poco hechura suya, quiero
decir un poco su Galatea —en el buen sentido de la palabra—,
porque a él le gustaba mucho eso de modelar personalidades. Y la
señora, aunque de extracción humilde, se decía tener aptitudes para
ello.
Algo más se prestaba al comentario: al término del mandato
presidencial, el marido le había pedido el divorcio para contraer
nuevas nupcias con unaj oven beldad, y en las disputas preliminares,
que presenciaba con frecuencia Pablo por ser muy amigo del
matrimonio en discordia, éste había tomado partido por la dama.
Su arranque debe de haber sido sincero, porque eso era contrario
a sus propios intereses, que tuvo siempre muy en cuenta. El ex
presidente podía volver a serlo —como en efecto volvió, a su
manera—, y no convenía enemistarse con él. Desde luego, la esposa
relegada hubo de compartir los gananciales, que no serían de una
parvedad franciscana.
No parecería pues, extraño, que ella, herida en su amor y en su
amor propio, quisiera devolver el golpe y devolverlo pronto, como
así lo hizo, poco después, casándose con alguien que era en todo
inferior al hombre que hasta esos momentos había sido su desinte-
resado adalid.
Sea como fuere, por esta vez tampoco hubo casorio.

198
^

Ahora bien, considérese la expectación que produjo este hombre


incasable, corriendo todo un continente tras la que había sido su
novia hacía veinticinco años, y con la cual no se le había vuelto a ver
a lo largo de esos bien contados lustros.
Aunque yo también tenía alguna personalidad, de todos modos
había vivido por tanto tiempo en la sombra, que la gente se
preguntaba quién era yo, de dónde había salido, si alguien había visto
mi retrato o leído mi libro.
Hasta mi primer matrimonio era ignorado por muchos, y me
imaginaban una solterona extravagante, rodeada de perros y de
gatos, aunque en esto de gatos y de perros había bastante verdad.
Esto es lo que ocurría en Cuba, porque en los países que recorría,
muy pronto se enteraban de quién era yo, si no lo sabían ya; no
porque los ecos de mi fama hubieran remontado la cordillera andina,
sino porque él se encargaba de eso. Sin decírmelo, naturalmente; y
con gran sorpresa mía, al día siguiente a mi llegada aparecían en el
hotel periodistas a entrevistarme, gentes de letras deseosas de
conocerme, jovencitas en busca de mis libros o por lo menos de
autógrafos.
Tan ajena estaba a eso, que no llevaba ejemplares de aquel mi
único y desdichado librito.
Es decir, llevaba uno solo, que en Uruguay hubo que dividir en
pedazos para contentar el entusiasmo de los que me oían. Pues
resultaba que yo sin saber recitar, leí amuy bien. Debo de haber leído
maravillosamente, por lo que pude ver después.
Y es cosa muy difícil conmover al público con palabras que salen
de un papel sostenido en la mano.
Pero, por el momento, todo era obra suya, paciencia suya, amor
suyo.
Y fe también. Y no una fe pasiva, contemplativa, la fe del que le
basta creer, sino una fe activa, urgida de eco, ávida de comunicarse
a los demás. Una fe misional, pudiéramos decir.
Sin que yo se lo dijera, había adivinado el punto débil de mi
primera unión, la falta de identificación del amor con la obra, la
miopía del amor que no veía más allá de la mujer. Y hacía todo lo
contrario de lo que el otro había hecho, se penetraba de esa obra, y
ambicioso de que otros también lo hicieran, me llenaba de luz.

199
No era una táctica para ganarme, porque una vez ganada, su
actitud siguió siendo la misma. En ese sentido, su comunión
espiritual conmigo fue sincera y fue perfecta.
¡ Y qué decir de mí! Yo estaba aturdida, y aunque la comparación
resulte yabastante vulgar, no encuentro otra para explicar lo que por
mí pasaba: me sentía como el páj aro criado en j aula al cual de pronto
sueltan en el aire... No sabía qué hacer con mis alas.
Porque tenía alas: ahora ya lo sabía. Y un gran deseo de
ensayarlas; y también un gran miedo.
Pronto, a esta turbación habría de venir a unirse otra mayor: el que
había quedado en Cuba me escribía, me pedía que regresara, pero
no se decidía a venir a buscarme. Yo le contestaba en términos
vagos, porque realmente en aquel torbellino de paisajes nuevos, de
gentes nuevas, de emociones nuevas, no podía aún estar segura de
mis sentimientos.
He pensado después que si entonces él se hubiera aparecido de
pronto en Santiago de Chile, o en Buenos Aires o en Montevideo,
y me hubiera dicho «vamos», le hubiera seguido como un corderito.
Pero eso no sucedió y, mientras, Pablo iba ganando terreno sin
que yo misma me diera cuenta.
Algunas veces su rumbo no coincidía con el nuestro, y entonces
yo me sentía aliviada de la tensión que su presencia me imponía, y
trataba de poner orden en mis revueltas impresiones, sacar alguna
conclusión de ellas.
Así fue como nos separamos al salir del Cuzco, porque nosotros
teníamos empeño en pasar la Nochebuena en La Paz, y a él lo
retenían otros intereses no turísticos en Lima. También queríamos
ir al Paraguay, y no era probable que sus tareas le permitieran ese
desvío.
De todos modos, cuando no me seguía él, me seguían sus flores,
orquídeas blancas que mandaba buscar al Ecuador.

En aquella Nochebuena pasada en La Paz, escribí a mi amiga


Angelina Miranda una carta que a lo mejor en el año 2000 ó 3000,
los jóvenes de entonces tendrán por una joya de la literatura

200
universal. Si de aquí a allá queda alguna literatura o quedan algunos
jóvenes.
De esta epístola debo decir que tiempo después, al leerla en
Madrid ante un auditorio sensible y culto como son o eran siempre
los de allí (en diecinueve años pueden ocurrir muchas cosas, valga
para la conjunción disyuntiva), de tal modo los que oían se impre-
sionaron, se fascinaron, me atrevo a decir, con la Nochebuena que
les describía, que no tuve valor para leerles el final donde todo se
viene abajo.
Preferí dejarles con la ilusión, y cuando un escritor de fama, que
casualmente había residido por una temporada en aquel país, se me
acercó a felicitarme, temblé pensando que por lo menos ante él, mi
evasión había quedado en evidencia.
Pero el temblor no duró mucho, porque ya le estaba oyendo decir
sinceramente entusiasmado que, en efecto, las Nochebuenas en
Bolivia eran exactamente como yo las había pintado.
Tal es el poder de la palabra: como las tremendas fuerzas de la
naturaleza, ella también puede destruir y puede crear.
En aquel momento, y aunque fuera sólo por un momento, yo
acababa de crear algo.

Yo conocíapoco a Pablo, y algo hubo que no sé si detuvo o precipitó


el curso de los acontecimientos, y aunque esto último no parece
lógico, creo que más bien lo precipitó.
Un día, al entrar de improviso en el salón de la suite, lo hallé
sentado en una butaca con los brazos colgando fuera de ella y la
cabeza caída sobre el pecho.
Como sabía que no era bebedor, llevé el susto que es de imaginar,
y me le fui acercando con tiento, temerosa de comprobar lo que
sospechaba.
Pero a mitad de camino me detuve con un nuevo escalofrío en la
espina dorsal: al sentir mis cautelosos pasos había levantado la
cabeza, y su expresión era tal, que me hizo evocar las horribles
máscaras que hacen los indios para ahuyentar los espíritus maléficos.
Sentado todavía —cosa rara en él siempre tan cortés— y todavía
sin decir palabra, me arroj ó a los pies un papel que estruj aba en la mano.

201
Todo aquello era muy extraño y, sin embargo, tuve la sensación
de haber vivido antes una escena semejante. Aun en aquellos
momentos, medio magnetizada por la expresión siniestra de su
rostro, sin ocuparme de recoger el papel del suelo, me esforzaba por
traer a mi mente el instante en que la había vivido.
La máscara seguía mirándome, y viendo mi inmovilidad, al fin
habló:
—Anda, recoge ese papel, que es tuyo. Una carta muy amorosa
de turnando...
Una ola de furia me cegó, y ya no vi la máscara:
—¡Cómo te has atrevido a...!
No me dejó terminar. Aquel hombre que parecía muerto, de un
salto se puso frente a mí y suj etándome fuertemente por las muñecas
me gritó:
—¡Me atrevo a todo! Defiendo mi felicidad y la defiendo como
sea.Yamela robaron una vez, y no dej aré que me roben la segunda...
Dentro de mí se revolvían los más opuestos sentimientos: al
miedo había seguido la cólera, y a la cólera se estaba uniendo ahora
una mezcla de lástima y desdén.
—El no te ha robado nada —pude decir al cabo de un minuto—.
Bien sabes que cuando él apareció, ya todo había concluido entre
nosotros. Y bien sabes cómo. Ahora, suéltame.
Me soltó. Dio media vuelta y se encaminó de nuevo a la butaca,
pero ahora su paso era torpe, vacilante, como si las piernas que lo
volvían a ella, no fueran las mismas del reciente felino salto. Observé
sus espaldas encorvadas, y por primera vez noté que había enveje-
cido.
Más que los medio dislocados huesos de mis muñecas, más que
la acción intolerable para la dignidad de cualquier mujer, me dolía
el desprecio, el veneno que había inoculado a la palabra «marido»,
que con la carta me lanzara al rostro.
Sentí un gran deseo de herirlo yo también, y me preguntaba si no
lo había hecho ya con un cuchillo agudo, un estilete invisible. Su
actitud era realmente agónica.
Comprendiendo que allí nada más tenía que hacer, me dispuse a
salir de aquel recinto, testigo de tanta humillación.

202
'

Me dispuse, pero no acertaba a despegar los pies del suelo, seguía


allí inmóvil, mirando como fascinada aquel extraño rostro que no le
conocía.
Y súbitamente ocurrió lo imprevisto: la horrible máscara se
deshacía en lágrimas.
Entonces recordé como a la luz de un sol remoto, dónde y cuándo
yo había vivido aquella escena. En realidad, no la había vivido, la
había escrito doce o catorce años antes: estaba en las últimas cartas
de Jardín.

Yo nunca había visto llorar a un hombre, y experimenté una


profunda impresión. Los hombres de mi casa no lloraban nunca, y
casi puedo decir lo mismo de las mujeres. Somos de una cepa dura,
de un temperamento blindado. No por falta de sensibilidad, creo yo,
porque no se puede pensar que mi hermano Enrique no fuera
sensible o que mi padre no lo fuese. Quizás por gran dominio de sí
mismo o porque sus emociones no tenían necesidad de exteriorizar-
se, al menos de esta manera, lo cierto es que nunca, ni aun en los
trances más dolorosos porque los vi pasar, el llanto acudió a sus
ojos.
Y ahora este hombre a quien juzgaba ligero, superficial, hecho
sólopara gozar la vida, me mostraba no sólo una fase ignorada, sino
lo que menos podía esperar en él. Era la suya, acababa de verlo en
los tensos e intensos instantes transcurridos, un alma pasional,
ardiente, que derribando el tablado de frivolidades, se enfrentaba de
pronto con la mía.
Nadie hubiera sido capaz de adivinarlo: ni yo, ni los que estaban
más cerca de él, ni la madre misma que lo amó tanto sin conocerlo.
Y aquella hondura a que me asomaba por primera vez, que era yo
la primera en sorprender, me producía una especie de vértigo.
No hice un gesto para acercármele, no añadí una palabra a las ya
dichas, pero apartir de entonces, lo empecé a ver de manera distinta.
Lo seguía teniendo como un adversario con quien tenía que medir-
me todos los días, pero ahora lo tenía por un adversario digno.
Porque, cosa extraña, en vez de tomar como debilidad aquel llanto,
que ni la ira acertaba a sofocar, me parecí a revelador de una singular

203
fortaleza, como si el hombre capaz de llorar así, no como un niño
no como una muj er, sino como debe llorar un hombre cuando llore'
era también capaz de amar como nadie había amado.
No sé si tenía que haber reaccionado en otra forma; sé que mi
reacción fue ésa. Sin que me sea posible explicarla mejor.
He llegado a un momento en que me es difícil explicar todo. Difícil
explicar mi estado de ánimo, difícil acoplarlo a las sucesivas etapas
del viaj e, del viaj e exterior e interior, porque interiormente también
viajaba, me parecía que al par de mi cuerpo, mi espíritu era
transportado hacia alguna otra región todavía incógnita.
Quizás sea mejor no intentar explicación alguna: escribo amas de
treinta años de distancia, y todo empieza a ser borroso para mí. Hay
cosas, sí, detalles que puedo perfilar nítidamente, pero lamayoríade
ellos se ha volatizado en mi memoria.
Sé que estoy haciendo un esfuerzo superior a mis posibilidades,
pues aunque la mente es todavía clara, no hay duda de que ya va en
declinación. No sólo por los años, sino también por todo lo que a
esos años se ha sumado.

¿Cuándo empezó Pablo a recuperarme? ¿A partir de la conversación


con Moj ica o de la escena que acabo de narrar? Pero ahora no sé qué
cosa fue antes o qué cosa después. Nunca se sabe en qué momento
deja de ser de día para ser de noche, o deja de ser de noche para ser
de día, porque entre día y noche hay siempre una zona de medias
tintas, donde la sombra o la luz está naciendo. O muriendo tal vez.
Pero creo más bien que debe de haber sido a partir de aquella
escena, que era asimismo un volver a vivir algo ya vivido, la
reencarnación de un hombre a quien yo había dado vida y muerte
dentro de mí.
Lentamente, se iban despertando en mi bruma interior emociones
dormidas, el recuerdo de una frase dicha muchos años antes, de un
diálogo olvidado, de un beso que no llegó a darse.
Pablo me iba al fin recuperando, pero yo también lo iba recupe-
rando a él. Lo desbrozaba de todo lo que era maleza en torno suyo,
y lograba su verdadera imagen, la que yo había amado con un
corazón todavía intacto, todavía puro.

204
Y aún siendo así, yo seguía luchando contra aquel deshielo del
pasado: desconfiaba de mí misma y no quería ser víctima de un vano
sentimentalismo, de una femenina debilidad. No quería plegarme a
lo que acaso no era más que un recuerdo; no quería ser vencida por
un fantasma.
Y larga fue la lucha en que todos los días yo perdía un poco de mi
entereza, porque mi adversario, con esa especie de doble vista que
sólo da el amor, penetraba en lo más profundo de mis sentimientos,
se daba cuenta de cómo, pese a mi resistencia, éstos me llevaban
fatalmente hacia él. Y como era natural, el cerco se iba estrechando
más y más, hasta que al fin cedí a la presión.
Fue una rendición por cansancio, arrancada más ami agotamien-
to que a mi voluntad.
Pero fue tal el choque que esta capitulación me produjo, que mi
salud, ya bastante resquebrajada, no lo resistió; caí enferma de algún
cuidado y hubimos de hacer un alto en el viaje. Nada en concreto,
sin embargo. Extenuación física, postración nerviosa, algo así
dijeron los médicos con sus usuales vagos términos.
Pablo se mostró durante mi enfermedad como el más delicado de
los hombres. No podía ignorar laparte que tenía en ella, y hacía todo
lo posible porque yo lo olvidara. Su pasión se transformó en inquieta
y vigilante ternura, y ya por las mañanas yo esperaba su voz a través
del hilo telefónico como la única grata salutación del día, un día en
que no hubiera querido despertar.
Aquella voz suya, no parecida a la de nadie en el mundo, era algo
cálido y familiar a lo que yo podía abandonarme, algo que ya no tenía
que combatir. No obstante —me decía a mí misma—, aquello no
era más que un pequeño gulfstream en las profundas aguas donde
yo había zozobrado.

Cuando estuve mejor, Pablo me dijo inesperadamente:


—Antes de enfermarte, ya habíamos quedado en que nos casaría-
mos en Cuba, creo que lo recordarás. Recordarás también que te dij e
que no te quería para un día ni para dos, sino para toda la vida. Y tú
lo aceptaste y pareciste comprender. Cuento, pues, con tu palabra,
y sé que no faltarías a ella; pero de ahora en adelante puedes tenerla

205
por no dada. Quiero decirte que no estás obligada a casarte conmigo
si en realidad no lo deseas. Tal vez he insistido demasiado, he pedido
más de lo que tú podías dar. Y yo tampoco quiero las cosas así.
—Y tras breve pausa añadió con intención—: Ni así, ni de otro modo
En la sorpresa, no pude evitar que un suspiro de alivio se me
escapara del pecho. ¡Volvía a ser dueña de mi destino! Mas, sólo
me limité a contestar:
—Mañana hablaremos.
Pero mañana no pudimos hablar. Viendo que pasaban las horas
y no me llamaba, llamé yo, y el teléfono se deshacía en timbres, y
nadie contestaba.
Llamé a la carpeta del hotel, y allí me informaron que el señor
Álvarez de Cañas había partido temprano en la mañana, sin dejar
dirección alguna.
«Es la primera vez que no soy yo, sino Pablo el que huye de mí...»,
fue el primer pensamiento que vino a mi mente, «y justo cuando
había accedido a lo que parecía su obsesión».
Y ya no pensé más. Permanecí unos minutos con la mente en
blanco, fijos los ojos en los cristales del ventanal por donde un sol
ya de otoño se filtraba vagamente.
Luego retomé con desgano el hilo de mi pensamiento: «Pronto en
La Habana estarán hablando del cronista incansable»...
¿Fue entonces cuando acabé de comprender lo que él era para mí,
lo que tal vez había sido siempre?
¡Qué extraño rencor me había llevado a rechazarlo desde una
época remota, a negarme a toda posibilidad de amor por él!
¿Sería porque a causa suya yo había perdido mi primer paraíso,
el de mi adolescencia de criatura tímida y mimada, fácilmente
aterrada al primer golpe del destino, y ahora volvía a ponerme al
borde de perder el otro, que con tantos sacrificios había fabricado,
el paraíso de La Belinda?
Pudiera ser. Todo podía ser. Pero de cualquier forma no hice nada
por buscarlo, ni le escribí ni volví a tener noticias de él.

Estábamos en Río de Janeiro, y una tarde en que asomados al balcón


mi hermano y yo contemplábamos la hermosa bahía que se desple-

206
r

gaba a nuestros pies, Carlos Manuel me propuso con toda natura-


lidad seguir viaje hasta Dakar.
—¿Y dónde queda eso? —pregunté, pues ya mi geografía estaba
bastante olvidada.
—En África —me contestó tranquilamente—. Un puerto del
Senegal. Pero de ahí podemos ir al Congo Belga, que es más
interesante...
Tan me daba todo igual, que respondí con la misma tranquilidad:
—Pues, vamos.
Pero, claro, ya los fondos monetarios se estaban acabando, y
había que pedir un giro a Cuba. El proyectado periplo era bastante
largo y riesgoso en aquellos tiempos, aunque en otro sentido que en
los actuales.
Había que dar un salto sin escalas sobre el Atlántico, en los
frágiles aviones de la época, lo cual no era ciertamente cosa de
juego.
El salto, según mi hermano, no era después de todo tan excesivo,
ya que, como se sabe, una recta es la distancia más corta de un punto
a otro y ésa era una recta perfecta, tirada también entre los dos
puntos más próximos de la América del Sur y el África Ecuatorial,
o sea donde el océano es menos ancho, de manera que todo era muy
viable.
Aquella mezcla de geografía y geometría me confundía un poco,
pero nunca había dudado de los conocimientos de mi hermano en
ésas y otras ciencias; sabía incluso que podía darme la distancia
exacta en leguas o millas terrestres o marinas entre los susodichos
puntos continentales, pero no se lo pregunté. Me daba lo mismo ir
al Polo Norte que al Polo Sur.
Lo único que tal vez sentía era la necesidad de alejarme, de no
volver a Cuba. Algo se estaba muriendo en mí, y no sabía lo que era.
O quién sabe si no fuera muriendo sino naciendo... Dicen que
también el nacer es doloroso...

Al día siguiente, nos encaminamos a las oficinas de laPanamerican


para tomar informes.

207
Creo que el avión no salía más que una vez cada quince días, y
estaba próximo a salir. Sólo que había que hacer noche en Dakar
y allí no había hotel.
No teniendo familiares ni personas de nuestro gobierno que nos
esperasen, tal vez pudieran arreglarnos algún acomodo en los
hangares de los bimotores, donde también dormían los pilotos
fatigados tras el tremendo viaje. Naturalmente, todo tendría que ser
muy primitivo...
—¿Te importa eso? —preguntó mi hermano.
—En absoluto. Voy donde tú vayas.
—Pero tienen que apresurarse a reservar los pasajes —terció el
empleado bastante intigrado por la pasividad de sus clientes.
Sonriendo pregunté:
—¿Va mucha gente a Dakar?
—No... La verdad es que no va nadie.
De allí nos trasladamos a las oficinas del Cable para pedir el giro
de dólares a Cuba con la finalidad de pagar nuestros pasajes, y una
cantidad aproximada para lo que necesitáramos allá. No entrábamos
en mucha explicación, lo cual no era de extrañar, teniendo en cuenta
el laconismo de estos mensajes. Sólo decíamos que el viaje iba a
prolongarse y que los detalles irían por carta.
Había que visar nuestros pasaportes en el consulado de Bélgica,
pues la región africana adonde íbamos estaba todavía sujeta a aquel
país, que por su parte acababa de salir envuelto en la humareda de
la Segunda Guerra Mundial. En fin, todo era complicadísimo,
abrumador, desesperante.
Pero nosotros como si tal cosa. Éramos como hormigas dando
carreritas de un lado a otro, sin sentido, creo que sin sentido para
nosotros mismos.
Mas, resultó que el cónsul, hombre grosero, con esa grosería
enfatuada de muchos centroeuropeos hacia nuestra América
—sobre todo la que no puede prestarles dólares—, se negó a
facilitarnos la visa.
También hay que comprender lo raro que resultaba el que dos
viajeros blancos, sin ser científicos ni cazadores ni exploradores ni
misioneros, se propusieran visitar el Congo en viaje de placer.

208
Yo creo que se imaginó que éramos espías o agentes de algún
gobierno imperialista, probablemente de la CÍA, si es que existía por
entonces. El caso es que se negó en redondo, sin ofrecer explicación
alguna.
Yo llevaba un paraguas, porque era la estación de las lluvias en
Río, y lo balanceaba frente a su escritorio con un gran deseo de
romperlo en su cabeza. Algo debió de presentir, y deseoso de evitar
una escena que tampoco le convenía, bajó el tono de su mal francés,
optando por decirnos que volviéramos al día siguiente. Ya se vería
lo que pudiera hacerse en nuestro caso.
Volveríamos, pero nos pareció prudente hacernos acompañar de
nuestro embajador, el inolvidable Gabriel Landa, persona encanta-
dora y muy querida en el país donde era el decano del cuerpo
diplomático, pues hacía casi diecisiete años que servía el cargo, caso
insólito en la carrera y únicamente concedido a la resistencia hecha
por sucesivos gobiernos brasileños a dejarlo partir.
Había tenido Gabriel Landa en unión de Consuelo, su esposa,
todo género de atenciones con nosotros durante nuestra larga
estancia en esa capital, y aún no le habíamos comunicado nuestro
proyecto, probablemente para que no tratara de disuadirnos, pero
como entonces, muy soledoso por la ausencia de su mujer llamada
a Cuba por la madre enferma, solía venir por las noches a tomar el
café con nosotros, aprovecharíamos la ocasión para enterarlo y
pedirle ese pequeño servicio.
Gabriel Landa era lo que se llama un causeur, y como nosotros
hablábamos poco, pero sabíamos escuchar y lo hacíamos con
verdadero interés, se hallababien en nuestra compañía, y gustaba de
internarse con Carlos Manuel por todos los vericuetos de lo humano
y lo divino.
Esa noche lo esperábamos con más impaciencia que de costum-
bre, y esa noche precisamente no apareció.
Como ya se había hecho tarde, pospusimos para el día siguiente
una llamada telefónica antes de ir al consulado, y habiéndolo
hecho así, nos comunicaron que el señor embajador había tenido
que salir el día anterior de la ciudad para un asunto urgente e
imprevisto. No se sabía cuándo regresaría.

209
Nos resignamos a volver al consulado en el mismo desamparo
que el día anterior, pero el cónsul también se había ausentado..
¿Qué era lo que pasaba en el país, que el cuerpo diplomático
amenazaba desintegración?
Empecé a desanimarme. Aún no estaba del todo restablecida de
mis dolenciasfísicasy morales, y me fatigabamucho en tales trajines
burocráticos; pero lo peor era que el dinero de Cuba no llegaba, y
los famosos cheques de viajero se desprendían a la velocidad de las
hojas de los árboles de la rúa uruguayana, en el marzo otoñal de
aquella tierra. Para colmo, en vez del giro, lo que de allá venían eran
misivas alarmadas y alarmantes, la primera precisamente de mi ex
esposo.
Algo de nuestro plan se había filtrado, no sé cómo, no sé por
dónde, pero todo se filtraba.
El avión en que debíamos haber partido, lo había hecho ya hacía
tres días, aun tendríamos que esperar otros doce por el siguiente, y
el remanente de nuestros fondos no daba para tanto.
Una tarde, asomados a aquel mismo balcón, dijo mi hermano:
—En vista de tantas dificultades, estoy pensando en que podía-
mos irnos a Liberia o al país de los Mau Mau. Liberia es un país libre
y en el de los Mau Mau, no parecen tener mucho interés las potencias
extranjeras.
Me volví un tanto sorprendida; si las potencias extranjeras no
tenían mucho interés, yo tenía menos. En esos días, había visto en
los diarios terroríficas fotografías que mostraban a miembros de
dicha tribu, devorando con fruición a un niño rubio y angelical.
A lo mejor el niño era de trapo, pues ya es sabido el alto grado de
perfección artística logrado últimamente por las artes fotográficas.
Pero de todos modos, juzgué prudente observar:
—Creo lo que me dices, y estoy de acuerdo con tu nuevo plan.
Sólo que el problema sigue siendo el mismo.
—¿Qué problema?
—El dinero.
—Es verdad, no me acordaba de eso.
Hubo que renunciar a adentrarnos en las selvas africanas, y pedir
un préstamo al embajador, ya de regreso, para abonar nuestras

210
últimas facturas, encareciéndole con cierta confusión, aunque tal
prevención no era necesaria, que el mismo le sería devuelto a
nuestro arribo a Cuba, encarecimiento este, que el excelente doctor
Landa acogió con sonrisa comprensiva. Por suerte, nuestros pasajes
eran de ida y vuelta.
Y por suerte también, el embajador nos llevó en su automóvil al
aeropuerto, pues al pesar nuestro equipaj e, las maletas de libros que
llevaba mi hermano —todos en portugués— por poco hunden la
báscula, y marcaron en ellaun exceso equivalente amas de trescien-
tos dólares, que nuestro amigo volvió a extraer de su cartera sin que
por un segundo se desprendiese la sonrisa de sus labios.
Mi hermana ha asegurado siempre que nunca llegó a recibir el
cable en que le pedíamos el giro.
Y fue así como antes de comenzarla, había terminado nuestra
gloriosa expedición al Congo.
Con todo, pienso que al menos debiera tenérsenos como precur-
sores.

211
EL RETORNO

De aquel viaje a Suramérica apenas guardo unas cuantas visiones


borrosas, como si se tratara de una película antigua, deteriorada a
tramos, que en vano intentara volver a proyectar.
Péname da que de tan espléndido escenario, únicamente se hayan
salvado escenas sueltas, pasajes a veces desvaídos, a veces vividos,
pero pasajes nada más; diríase que las secuencias que las unían, por
un defecto de la cámara o inexperiencia del camarógrafo, hubieran
quedado en blanco, sin filmar.
Creo que esto pudo deberse a la tensión psíquica en que realicé
este viaje, y luego al agobio de los últimos días, al deambular
interminable, como a la deriva, por entre el vulgo municipal y espeso
de Darío. De oficina en oficina, de burócrata en burócrata, de Dakar
a Liberia y de Libería al país de los Mau Mau. Refugiándome así en
la manía errátil de mi hermano, en aquel divagar onírico a través de
países doblemente fantásticos, pues no pasaron de la fantasía, como
único medio de buscar lo que buscaba en vano: una salida.
Y lo curioso es que todo cuanto ocurrió en esas dos semanas
últimas, es lo que se me ha grabado en la memoria con la precisión
que tienen ciertos sueños de madrugada, o sea, próximos al desper-
tar, mientras lo visto, oído y vivido antes, se iba quedando ya
esfumado.
En otras palabras, que recuerdo la parte soñada, fútil,
intranscendente, y he sepultado en el olvido lo que podía dar la
dimensión de aquel viaje en que se decidió mi destino.

212
Al decir que «he sepultado» pudiera pensarse que ha sido acto
semivolitivo, pero no ha sido así o por lo menos no lo ha sido hasta
donde yo pueda explorar en mi conciencia.
Yo sé que la memoria, muchas veces en una suerte de autodefensa,
va expulsando de sí, de manera inconsciente, los recuerdos que, de
permanecer en ella indefinidamente, acabarían por abrir una llaga,
por perturbar y roer el instinto de vivir.
Sin embargo, no creo que ése sea exactamente el caso de aquellas
vivencias: no todas fueron de las que yo quisiera despoj arme, y pese
a ello las he perdido. Tratando de explicar fenómenos anímicos por
los meramente físicos o naturales, diría más bien que la memoria
saturada por un exceso de carga emocional llegó a ser insensible a
ellos, a extravasar su contenido por relaj amiento del resorte llamado
a retenerlos.
Así tenemos, por ejemplo, que de los Andes tengo sólo una
imagen difusa, a veces distorsionada, pese a que volábamos o
sobrevolábamos casi rozando sus cumbres.
Lo más que alcanzo a ver es el pequeño avión deslizándose como
un pececillo entre los altos picos, no encima de ellos. Y esta visión
la tengo, como si yo estuviera fuera de la cabina, no dentro.
Ecuador y Colombia se me han vuelto nada más que vistas fijas,
es decir, sin movimiento, como aquellas que entre tanda y tanda se
exhibían en las primeras salas de cinematógrafo. Colombia es el
monumento a Jorge Isaac y la ventana por donde escapó Bolívar
ayudado por Manuelita Sáenz, cuando iban en su persecución. La
ventana estaba en una casa de campo en las afueras de Bogotá, lugar
triste conmuchos eucaliptos. Creo que la quemaron luego. También
Colombia puede ser la iglesia de la Compañía, un delirio barroco
laminado en oro. No sé si igualmente la quemaron. La gente quema
lo que no puede construir. Si sigo escarbando, todavía encuentro en
Colombia el Salto del Tequendama, pero en la pesadilla de esta
fijeza, hasta la masa de agua dorada permanece inmóvil, como
congelada. Son impresiones puramente visuales porque incluso al
hallarse el torrente detenido, no percibo su fragor, que debió de ser
imponente.
De Ecuador sólo veo la danza ritual de los indios en un templo
precolombino; y también los danzantes quedan súbitamente parali-

213
zados hasta en el revuelo de las faldas multicolores, aunque el yaraví
en las dolorosas quenas sigue sonando.
Ya ésta es una imagen mixta por ese hilo de música que la sujeta.
Como sucede en los sueños, hay más imágenes visuales que
auditivas, aunque cuando se presentan estas últimas, ganan en
intensidad. Recuerdo mejor palabras que colores.
Recuerdo, por ejemplo, la tarde en que Mojica cantó para
nosotros en su convento del Cuzco. Fue algo muy hermoso, porque
cantó para nosotros solos, y su voz aún conservaba el cálido y
apasionado timbre.
Recuerdo hasta el detalle de que Pablo y Carlos Manuel le
prometieron costear la construcción de un cuarto de baño; innova-
ción casi pagana, de que hasta entonces había carecido el beaterío.
Era lo que él echaba más de menos, él, que se había desprendido de
su gran piscina de agua tibia en la mansión de San Miguel de Allende.
En cambio, apenas recuerdo la inmediata excursión a Macchu
Picchu, la fabulosa Ciudad Perdida de los Incas, cuatro siglos
tragada por la selva.
Sólo percibo un montón de pedruscos en lo alto de un pico, al cual
hubimos de subir a lomo de mulos.
No recuerdo a Chile, pero recuerdo objetos determinados que vi
allá. Unos copihues blancos que me trajeron de la región de los lagos
y un gran jarrón, creo que un Ming auténtico, que la hija de un
presidente de aquella nación conservaba en la sala de su casa. Era
regalo a su padre de un emperador de la China y era también el mayor
y más hermoso que he visto en mi vida. Los cisnes negros no estaban
embalsamados sino vivos y nadaban en el pequeño lago del jardín.
En Uruguay recuerdo la visita a Juana de Ibarbourou, y éste es
uno de mis más felices recuerdos. Me parece estar viendo retratada
la sorpresa en su rostro emotivo, una sorpresa que lo embellecía, aún
más de lo que era ya.
Pero de esto se habló en su momento, y ya no hay más que hablar.
Otro recuerdo que no fue dulce sino amargo, y también un
recuerdo mixto, o sea, visual y auditivo a un tiempo: la caminata que
yo sola realicé en Mar del Plata, buscando el sitio donde se había
arrojado al mar Alfonsina Storni, nuestra Safo del Sur.

214
En esta oscura rememoración, las palabras están apagadas por el
ruido del oleaje, y en ella me veo caminando de un lado a otro por
la playa, buscando sin saber el lugar escogido para su terrible
decisión. Pregunto y pregunto, pero nadie sabe, nadie se interesa o
no recuerda ya.
Y a pesar de que han transcurrido ocho años desde su muerte, ni
un obelisco ni una tarja lo señalan al viajero.
Al fin, un pescador displicente, tras comprarle el pescado que
dejó en su canasta, me indica con un gesto un largo espigón de
madera que avanza sobre el mar siempre revuelto de esas costas. Y,
lentamente, como debió de ir ella a su cita con la muerte, voy
andándola lo largo de él hasta llegar a su extremo, mientras las olas,
cual fieras embravecidas braman y se levantan y se estrellan a mis
pies.
De Mar del Plata no recuerdo otra cosa. Taladros en el techo del
casino para vigilar a los jugadores tramposos. Aunque esto tal vez
lo vi en Quintandinha o en Petrópolis.
Sí; ahora estoy segura de que no fue en Mar del Plata.
Era como si el famoso balneario no hubiera existido o como si,
habiendo existido, también se lo hubieran tragado las aguas con la
poetisa.
De Buenos Aires no recuerdo más que calles y más calles,
saliendo unas de otras y todas iguales, e iguales también los edificios
que las flanquean y las gentes que las habitan.
Están en el fermento de las elecciones. Perón contra Tamborini.
Se empieza a hablar de Eva, del embajador Braden. El recuerdo es
mas acústico que visual.
En Bolivia veo el lago Titicaca orlado de relámpagos. Las aguas
son metálicas, pesadas. ¿Viven peces en él? Unas mujeres indias,
armadas de rústicas escobas, barren por donde pasó la huella de mis
pies.
Río de Janeiro dicen que es muy bello, pero yo no lo vi. O lo vi
sólo a través del cristal de la lucerna, desde mi cuarto de enferma,
cuando Pablo me devolvió mi palabra. Veo más bien a Pablo un poco
pálido, sentado frente a mí, diciendo graves palabras con tanta
sencillez...

215
Más bien he visto a Río desde el balcón del hotel Gloria. Hay un
balcón más, con árboles debajo, a través de cuyo ramaje los
carnavales pasan en visión fugaz y feérica. (¿Plaza de Uruguayana
Río Branco?)
Estuve más de dos meses en Río de Janeiro y sólo me han quedado
esos despojos de recuerdos; salvo la peregrinación de que hablé
antes, que no es recuerdo sino pesadilla.
Y, sin embargo, algo inolvidable fue volar casi a ras de la gran
selva intocada, salvajemente virgen, asistir desde un mínimo avión
que apenas podía remontarse, a la desembocadura del Amazonas en
el mar, todo envuelto en cendales iridiscentes al romper del alba.

Llegué a Cuba en ese mismo estado de abulia, de entresueño donde


es inútil la voluntad. Y la necesitaba más que nunca, pues se habían
acabado los aviones, de los cuales al fin había salido sana y salva;
pero empezaba otro periplo como si al salto en el espacio hubiera
sustituido un salto en el tiempo: al modo de los trirremes griegos el
derrotero iba a ser ya entre Escila y Caribdis, y no sabía en cuál de
los peñascos habría de encallarse inevitablemente laproa de mi nave.
No esperaba escapar indemne a tantas asechanzas, porque ya mi
habilidad no era la misma, ni mi voluntad lamisma, ni mi resistencia
la misma.
Entre Escila y Caribdis. Pero ninguno tampoco apareció a nuestra
llegada. Nadie nos esperaba, y hubimos de tomar un automóvil de
alquiler. (Podía haber escrito un fiacre, el fiacre no. 13.) ¿De dónde
me viene este recuerdo que aunque anticuado neologismo resulta
más propio de nuestro idioma que taxi? Además, entonces no había
taxis en Cuba.
De todos modos, fue en un automóvil de alquiler en el que a las
dos de la madrugada nos trasladamos a la casona del Vedado.
Nuestra madre, posiblemente molesta por lo que ya juzgaba y en
parte lo era, tanto desatino, se negó a abrirnos las puertas del hogar,
aduciendo que a tales horas de la noche, lo mejor era que nos
fuésemos a La Belinda.
Y a La Belinda fuimos con las siete maletas de los libros.

216
L
No había nadie allí, pero yo conservaba —como los antiguos
judíos españoles— las llaves de mi casa, y así pudimos entrar sin
inconveniente.
Los perros ladraron, pero muy pronto nos reconocieron y empe-
zaron a dar muestras del mayor alborozo. Fue la única bienvenida
que tuvimos.
Estaba todo oscuro, oliendo a casa cerrada y a humedad. ¡Qué
triste me pareció el que fuera mi pequeño Edén, y cómo deseé no
haberlo abandonado o no haber vuelto!
Mi cama no estaba tendida, y hube de acostarme en el sofá del
salón contiguo a mis aposentos. Estaba tan cansada, tan flojos ya
todos los resortes que por mucho tiempo me habían sostenido en
vilo, que me dormí enseguida; me dormí por vez primera en año s sin
tomar somníferos.
Fue un sueño pesado, macizo, sin imágenes ni filtraciones de vida
exterior. Un sueño parecido a la nada, si es que la nada puede
parecerse a algo.
Cuando desperté ya el sol estaba alto y se derramaba por la
ventana abierta.
Un pedazo de cielo —el cielo azul de Cuba— entraba con el sol,
y Enrique de Quesada estaba sentado frente a mí, mirándome sin
decir palabras. Fumaba como siempre, y yo volví a aspirar el olor
familiar de su tabaco, que casi había olvidado.
Volví a oler su tabaco y volví a cerrar los ojos, porque prefería
pensar que estaba soñando, que nunca me había marchado y que
todo seguía igual que antes.
Estuve así un buen rato: cuando los entreabrí de nuevo, vi o creí
ver algo que nunca viera antes: una lágrima que empezaba a
desprenderse de sus párpados.
Pero sus mejillas deberían de estar al rojo vivo porque en el
momento de tocarlas, la lágrima se evaporó.

A mi madre se le debió de pasar pronto el enojo, porque esa misma


mañana ya estaba en LaBelindasu automóvil en espera de nosotros.
Nos lo enviaba para que no nos molestáramos en buscar otro
medio de transporte, puesto que el de mi hermano, por largo tiempo
allí guardado, podía presentar dificultades.

217
Nuestro primo —volvía a ser sólo eso— nos había ya brindado
el suyo, pero yo preferí el de mi madre, como era natural.
Al tiempo de salir, me dijo vacilando un poco, como si retornara
a su antigua timidez:
—¿No quieres ver antes los jardines? Están preciosos. Las matas
de anón que sembré para ti, han crecido tanto que no las reconoce-
rás... Pronto tendrán anones...
¡Las matas de anón! Las recordé. Era mi fruta favorita, y con qué
ilusión las habíamos sembrado un día... Ahora sabía que ya no
comería nunca de su fruto.
—Hoy no. Comprenderás que estoy ansiosa por ver a mi madre.
Será para otra vez.
Y subiendo de prisa al automóvil, le hice un gesto de adiós que
era no sólo a él, y era definitivo.

Cuando llegué, encontré en mi velador las consabidas orquídeas


blancas. No tuve que mirar la tarjeta, porque esa flor equivalía a su
firma.
Nuestra madre nos recibió con todo cariño, aunque un poco
alarmada por mi deterioro físico.
No hubo reproches, y es probable que una cosa contribuyera a la
otra.
Las orquídeas y los anones bailaban una zarabanda en mi pobre
cerebro.

Mi primo, naturalmente, ya no vivía en la casa, pero no había dejado


de frecuentarla, ni creyó necesario abstenerse porque yo hubiera
llegado.
Alfiny al cabo era de la familia, se llevaba bien con todos —cosa
dificilísima—, y eso, aunque no hubiera otra razón, le daba algunos
derechos que quedaban a su voluntad el usarlos o no, y decidió, al
menos mientras yo no acabara de definir la situación, seguir usán-
dolos.

218
»

Yo hubiera preferido que no lo hiciera, porque ello me perturbaba


bastante y no estaba en edad de ser cortejada por dos galanes al
mismo tiempo. Pero no tuve valor para pedírselo.
A Pablo di las gracias por sus flores —la buena educación no se
olvidaba nunca—, pero me limité a eso. Y eso, por breves líneas,
pues en casa seguíamos desprovistos de teléfono.
Por otra parte, tampoco quería dar lugar a explicaciones, tan
desagradables para él como para mí.
Me contestó también con otro billetito breve: me recordaba que
dentro de unos días sería la fecha de su onomástico y creía oportuno
que yo asistiera, como otras tantas señoras invitadas, a su celebra-
ción. El no hacerlo delataba un rompimiento brusco que, por el
momento, no convenía a ninguno de los dos. Si juntos habíamos
estado frecuentando reuniones por el extranjero, no había razón
aparente para, al menos por un tiempo, no seguir haciéndolo aquí.
Y en una posdata añadía: «No habrá una sola palabra de amor, ni
la habrá hasta que seas tú quien la diga».
¡Qué sutil habilidad la de este hombre, y qué arrogante desafío!
Lo de que fuera o no conveniente para los dos me tenía sin
cuidado. Ya yo había saltado muchas barreras para detenerme en
convencionalismos sociales.
Pero la posdata me tranquilizaba, y pronto me asaltó cierta
curiosidad por conocer aquel ambiente en que él se movía, incluso
para comprobar si alguna vez podría ser el mío. Todo el mundo decía
que no, pero era yo quien tenía que saberlo.
Fui a la fiesta.

Aún conservo una fotografía—se celebró de noche y en su finca—


en que aparezco desgarbada y flaca, con la cara comida por los ojos
y una sonrisa que me coloqué como quien se coloca una dentadura
postiza.
No sé si la pasé bien o mal. Probablemente mal. Sé que la gente,
sin poder disimularlo, me miraba como a un ejemplar de fauna
desconocida, y que la tensión de Pablo era evidente por «lanzarme»,
porque no me faltara en todo el tiempo que duró aquello alguien
junto a mí, atendiéndome, halagándome, a lo que se prestaban muy

219
amablemente algunos señores y señoras de su círculo más íntimo
Como es de suponer, poco tenía yo que conversar con esas
amistades que no eran mías, y hubo que recurrir al tema aún fresco
del viaje, que era precisamente el que menos yo quería tocar.
El anfitrión no me hizo objeto de un trato especial, lo cual mucho
agradecí. Cortés y sonriente con todos, parecía estar, como quien
dice, en su elemento, y sólo de lejos me echaba miradas furtivas que
yo adivinaba inquietas.
Pero en un momento determinado, la orquesta oculta entre
grandes macizos de camelias, rompió a tocar una samba brasileña...
Los acordes de esta música nos habían acompañado a lo largo de
todo aquel peregrinar reciente, pues era la pieza de moda por
aquellos lares, aunque todavía no había llegado a Cuba. Luego supe
que los músicos habían tenido que adaptarla a sus respectivos
instrumentos y aprenderla por la transcripción que él había traído y
hacerlo todo en cuestión de días. Se trataba de una sorpresa.
Frente al macizo de camelias, en un claro del parque, se había
construido una pista de baile, pero eran pocas las parejas que se
adelantaban a estrenarla, pues no sabían cómo seguir aquellos
vertiginosos compases.
Oírlos de nuevo, fue emoción honda para mí y aún mayor cuando
vi acercarse a Pablo, y tras ligera inclinación de cabeza, pedirme que
le acompañara a bailar.
La idea de vernos casi solos en medio de aquella circunferencia,
bailando para todos los espectadores, me llenó de terror. Decliné la
invitación disculpándome con mi todavía no completa recupera-
ción. Era aquel baile muy agitado.
Él no insistió, pero también se abstuvo de bailar. Creo que se
abstuvieron todos, pues aun los que habían iniciado algunos pasos,
renunciaron a continuarlos, y así, aquella música aprendida a toda
prisa, traída expresamente para la fiesta o mejor dicho, para mí,
transcurrió sin pena ni gloria. No fue repetida, y otras melodías
conocidas la sustituyeron pronto.
Empezado ya el baile, consideré que era llegada la hora de
despedirme: aunque estábamos en losfinalesde abril, fue una noche
de mucho frío, y todas las damas, luciendo los últimos modelos de
París, llevaban costosas pieles demink, zorros plateados y armiños.

220
No hecha a tal despliegue de elegancias, yo había ido con un
sencillo abrigo de terciopelo que mi futura suegra se empeñó en
cambiar por uno suyo, temerosa de que el mío no me abrigara
bastante.
Pablo en persona fue a buscarlo, y al ayudarme a introducir los
brazos en las mangas, me murmuró con el aliento rozándome la
nuca:
—No tuviste fuerzas para bailar la samba, y las tenías para volar
hasta África...
Todavía de espaldas, le contesté en igual tono:
—Eran las fuerzas del que huye...
Y ya volviéndome, ya mirándole de frente:
—Sólo que tú huíste primero. Y no me dejaste ni la capa...

Pablo no quebrantó su promesa, aunque más de una vez estuvo a


punto de quebrantarla. A veces por algo que lo conmovía, a veces
por algo que lo indignaba.
En especial las visitas de mi primo le producían sorda cólera. Esto
es de comprender, aunque él sabía —¡qué no sabría él!— que eran
visitas en familia.
Cuando con su pertinacia característica volvía sobre el mismo
tema, de antemano tenía que saber que mi respuesta sería también
la misma.
—Todavía soy libre.
Y un día, algo molesta, agregué:
—Y puedo recibir a quien me plazca.
La mesa a la cual estábamos sentados se estremeció, y aunque nos
hallábamos en un lugar público, temí por un momento que fuera a
descargar el puño sobre ella. Pero se limitó a comentar irónicamente:
—Entonces lo recibes por placer...
—No tanto. Por costumbre.
Y seguí pescando la guinda en el fondo de mi vaso.
Y así iban pasando las semanas, los días, los meses. Prolongando
una situación que ya se hacía insostenible; yo aspiraba a llegar a ese
inefable sentimiento que llamó Stendhal la amistad amorosa. Ése era

221
casualmente el título de un libro de ese autor que Pablo me había
regalado cuando nos hicimos novios.
Lo conservaba y lo conservo aún con la dedicatoria ya borrosa
que era, por cierto, muy bonita. Decía así: «20 de octubre de 1920
20 de junio de 1921. ¡Qué poco tiempo para quererte! ¡Qué largo
para estar más cerca de ti!».
Cuando se lo mostré para inclinarlo a mi propósito, se sonrió con
una leve, sofrenada amargura:
—¡Me parecían largos seis meses! ¿Y cuántos han pasado ahora?
—No saques cuentas —me apresuré a decir—, nos hacen parecer
más viejos...
Pero al llegar a casa las saqué yo: seis meses le parecían muchos
y llevaba trescientos esperando.

Pero si Pablo no hablaba, al menos, directamente, de su amor, mi


primo hablaba menos. Más señor de sí mismo, no decía ni hacía nada
que no quisiera hacer o decir.
De modo que yo seguí navegando entre Escila y Caribdis sin
chocar todavía, y hasta con aparentes aires de bonanza.
Pero la atmósfera se me había ido enrareciendo y hacía difícil
respirar. Y no era en una galera antigua donde navegaba, sino más
bien en un moderno submarino, que sin golpe ni ruido había ya
chocado y se iba poco a poco al fondo.

A veces Pablo me invitaba a comer en un restaurant, otras al


espectáculo de moda. Alguna que otra, una señora amiga —y por
su indicación naturalmente— me invitaba a almorzar en su casa, y
allí tenía lugar un nuevo tipo de encuentro.
Ya yo me había ido civilizando y trataba con buena voluntad
—no sé si también con éxito—, de encajar en su ambiente.
Por de pronto no hablaba nunca de mi quehacer poético, y
procuraba frenar a Pablo cuando era él quien empezaba a traer el
tema a una reunión.
Lo hacía por cierto pudor, pero también para que no se me tuviera
por un ser aparte, distinto a los demás.

222
Sea como fuere, aquellos encuentros no podían ser muy frecuen-
tes a causa de la falta de teléfono, lo cual hacía lenta toda otra
comunicación. Había que ponerse previamente de acuerdo por
medio de emisarios o billetes, acompañados siempre de orquídeas
blancas.
Las orquídeas hablaban por él, y aunque la palabra de amor no se
escribía ni se pronunciaba, de acuerdo con el pacto, ella estaba
presente entre nosotros desde la frustrada samba de aquella noche
hasta la tarde que en el Floridita, mientras saboreábamos un
«Alexander», me dijo en tono afectadamente ligero:
—¿Sabes que tu ex está saliendo con una señora divorciada siete
veces?
—Sí, lo mismo que yo estoy saliendo con un señor siete veces
solterón.
Rió el chiste, añadiendo:
—Bueno, no creo que sea exactamente lo mismo...
Por supuesto, yo lo sabía; era de las pocas cosas que había sabido
antes que él. Y, además, Quesada no había hecho ningún secreto de
esta nueva relación suya.
Y digonuevaporqueyaenmi ausencia, otras lahabían precedido,
si bien la de ahora parecía cobrar matices más serios.
Yo me sentía mal con todo esto. Algo no encajaba bien en este
rompecabezas; algo no estaba donde debería estar. De haber
surgido por entonces la moda de los psiquiatras, tan extendida en el
presente, habría acudido a alguno para que me pusiera en claro lo
que ocurría dentro de mí.
Nunca había sido celosa, y era tonto pensar que pudiera estarlo
ahora porque un hombre de quien me había separado, voluntaria-
mente, galantease a otra muj er, fuese cual fuera la clase del galanteo.
Por el contrario, creo o creía creer, que en el fondo lo que yo
deseaba era que hallara al fin alguna que lo hiciera feliz. Con su
felicidad acabaríamos de liquidar aquella situación anómala, aquella
incertidumbre en todo, incertidumbre, opresión que poco a poco
empezaba a convertirse en idea obsesiva, a gestar un complejo de
culpa en mi subconsciente.

223
Había querido mi libertad y la tenía, pero no sabía aún para qué
la había querido. No lo sabía o lo había olvidado en aquel torbellino
que me envolvía.
Si hubiera pensado en asirme de algo, no hubiera podido porque
no atinaba a situarme en una orilla ni en la otra.
Y tenía que situarme o seguir de largo sin más titubeos ni
oscilaciones. Es decir, elegía a uno o apartaba a los dos. Yo era una
mujer seria, ajena al juego y al rejuego amoroso, y aunque la misma
seguridad que tenía en mi fortaleza de carácter, me había permitido
desafiar al mundo, no podía pretender vivir siempre en pugna con él.
Y a fin de cuentas, nada iba ganando con que se me tuviera por lo
que no era, ni me interesaba ser.
Ahora bien, veía que la libertad era algo muy hermoso, pero poco
definido para mí. O acaso poco útil.
Ni siquiera acertaba a escribir, como pensé que podría hacerlo
cuando me viese libre, cuando las gentes de otras tierras parecían
emocionadas —emocionadas, sí— con mis lecturas.
¿Sería la libertad, como había leído una vez, no unfinen sí misma,
sino un medio? Pero en ese caso, y precisamente en el caso mío,
¿cuál podía ser el fin?
De todos modos, nadie es completamente libre, a menos que se
nazca por generación espontánea, como un hongo de la tierra, y se
permanezca en estado de hongo la vida entera.
Hay mil hilos invisibles que atan más que cadenas; el amor mismo
y los otros amores, el sentido del deber tantas veces en contra de
nuestras apetencias, sin contar las limitaciones que las enfermeda-
des, los años, los hábitos nocivos o las quiebras económicas o
políticas imponen.
El precio de la libertad tal vez sea la soledad del hongo, su
inmunidad al medio ambiente, su estar sin ser. ¿Habrá que no ser
para ser libre?
Vemos que hasta los religiosos que se despojan de todo lo terreno
para que nada los sujete, son quizás los que menos la poseen, ya que
empiezan con el voto de obediencia, según José Mojica, de los tres,
el más difícil de cumplir.

224
Y volviendo a aquella actitud retadora asumida por mí, ¿no estaba
latente en ella la otra adoptada en nuestros años juveniles, y no eran
ambas la reacción de nuestra timidez, el producto de un prolongado
confinamiento?
No, yo nunca había sido libre, no lo sería nunca. O tenía mucha
sensibilidad para serlo, o entre unos y otros, me habían convertido
en un animalito domesticado, incapaz de sobrevivir en libertad.

En ese estado de ánimo o desánimo me hallaba, y lo peor era que no


sabía qué hacer, sabiendo que tenía que hacer algo.
Y aunque lo supiera, ¿cómo actuar en esa especie de inercia que
me volvía de plomo, en aquella ausencia de voluntad donde apenas
tenía consciencia de mí misma?
Por otra parte, mi primo no suspendía sus visitas, que me
resultaban cada vez más embarazosas por nuestra posición ambi-
gua, aunque él parecía llevarlo con la mayor calma.
¿Qué era al fin lo que pretendía este hombre frío, impasible, que
volvía a ser la criatura silenciosa, de veinte años atrás, inmersa en un
pensamiento que ahora me era imposible descifrar?

225
EL MINUTO DECISIVO

Un día, aprovechando la ocasión en que casualmente nos encontrá-


bamos solos, me decidí a preguntarle si no le parecía absurdo que en
franco idilio con otra mujer, siguiera visitándome a mí.
Dio una chupada más a su tabaco, sacudió la ceniza, y dejándolo
en el cenicero respondió:
—Sí, es muy absurdo. Y más teniendo en cuenta que tú a tu vez
estás saliendo con otro hombre, no sé ni quiero saber si en franco
idilio o no. Como en nuestra familia todos estamos locos, estas cosas
pueden suceder. Ahora bien, yo te propongo algo que a lo mejor es
una nueva locura: tú lo dejas todo, y yo lo dejo todo; volvamos a La
Belinda casados o sin casar, pero para siempre, ¿me oyes bien? Para
siempre. A nadie he querido en el mundo más que a ti.
Había empezado a hablar fríamente, pero según lo hacía, sus
palabras se iban haciendo sordas, transidas de esa pasión que tiende
a sofocarse en las almas muy reconcentradas. Sin esperar que yo le
contestara, me levantó en sus fuertes brazos y me besó casi con furia.
Me había tomado su acción tan de sorpresa que temblaba en ellos
como una hoja al viento. Y el viento me arrastraba hacia un pasado
que no era todavía muy lejano, que seguía siendo dolorosamente
turbador. Por unos instantes me abandoné al beso... Besé también...
Fue en esos instantes cuando pudo ganarlo todo o perderlo todo.
Y lo perdió.
No sólo dejó pasar el minuto decisivo, sino que añadió, soltándo-
me con la misma brusquedad con que me había levantado en vilo:
—Me gusta jugar limpio. Voy a tener un hijo, y lo menos que
puedo hacer por él, ya que he ido a tenerlo en una muj er que ni quiero

226
r

ni estimo, es darle mi nombre con todas las de la ley. Debo, pues,


casarme con ella para que el niño nazca dentro del matrimonio y se
le tenga por legítimo. Una vez nacido, a ella ni la volveré a ver. Sea
cualquier cosa la que decidas, así lo haré.
Quedé como dicen que quedan los que reciben un fuerte golpe en
el estómago, que les sacan el aire. Quedé sin aire, sin voluntad, sin
pasado ni presente ni futuro.
Sólo automáticamente pregunté como una idiota:
—¿Y cuándo nacerá el niño?
Me lo dijo. Faltaban ocho meses.
Siguió una pausa: la necesaria para que se levantara el púgil
tambaleante, antes de que le contasen los minutos, aunque ya tuviera
una hemorragia interna.
—Bien, entonces cásate mañana mismo. Si ha de ser con todas las
de la ley, no tienes mucho tiempo que perder...
- ¿ Y tú?
—Por mí no te preocupes. En esos ocho meses tendré tiempo de
pensarlo.

Esa misma noche llamé a Pablo y le dij e que tenía urgente necesidad
de verlo.
—¿Pero dónde, a esta hora?
No tenía idea de la hora, pero debería de ser muy tarde. En mi casa
se le seguía ignorando, y no podía presentarse en ella, ni vernos en
otro sitio, si de verdad era muy avanzada la noche. Tenía que idear
algo, y mientras, él, del otro extremo del hilo telefónico, inquiría ya
ansiosamente:
—¿Dónde, dónde estás?
—¿Dónde va a ser? En el teléfono de enfrente.

Las luces de los automóviles me cegaban, y yo sentía un miedo


enorme de que cualquier cosa fuera a atravesarse en el transcurso de
las horas que faltabanpara el nuevo día, y entonces ya no poder decir
lo que tenía que decirle.

227
Su voz seguía vibrando apremiante, ya angustiosa. Determin'
quemar las naves y decírselo por teléfono.
—Pablo, ¿todavía quieres casarte conmigo?
Sentí un ruido como de algo que cae al suelo, de algo que se
rompe...
—¿Dónde, dónde te veo?
Nerviosa como estaba, sobresaltada por el ruido, sin contestar a
la pregunta, pregunté:
—¿Qué ha pasado, qué es eso que sonó?
—Nada, nada, la pantalla que estaba junto a mi cama... Se cayó
y se rompió. Dime dónde te veo...
—Tendrá que ser mañana, ya es muy tarde...
—No, ahora mismo. Mañana ya puedes pensar otra cosa.
—No, Pablo —dije al fin, ya extrañamente sosegada—. Eso que
se rompió fue una pantalla, pero fue también la última que nos
separaba. Ahora empiezo a ver claro.
Y corté.

Pero bueno era Pablo para aguardar. No habían pasado diez


minutos, y ya estaba a las puertas de la casa prohibida llamando
frenéticamente.
Apresurada, no fuera a despertar a los que dormían, salí hasta la
verja, y desde adentro le advertí que no podía abrirle, que por favor
se marchara pronto.
—Me iré, pero dime sólo si oí bien lo que me preguntaste.
—Oíste bien. Te pregunté si todavía querías casarte conmigo.
—¡ Qué cosas tienes...! —y como si aún no acabara de compren-
der, prosiguió—: Dijiste algo sobre una pantalla... ¿Qué tiene eso
que ver? ¿Qué es lo que te ha pasado? Y si de veras has cambiado
de idea, ¿qué te hizo cambiar tan de repente?
Suspiré fatigada, aflojadas ya todas las cuerdas de los nervios:
—No puedo ni quiero enfrentarme con alguien...
—¡Cómo! ¿Temes a esa mujer?
Tuve que sonreír.
—Por favor, Pablo, ella no cuenta nada.

228
—Entonces, ¿quién?
Y recuerdo haber dicho muy lentamente como para mí misma:
—Una persona que no ha nacido todavía, y todavía puede que no
nazca... Es difícil comprender...
Pero él había comprendido. Por toda respuesta buscó mis manos
a través de la rej a y me las oprimió, las besó entre los hierros. Como
en aquel 20 de octubre tan lejano...
Hubo un instante de silencio; luego completé la frase:
—Pero, además, porque te quiero.
La palabra de amor había sido dicha, y quien la dijo fui yo.

Trataré ahora de reconstruir el proceso mental y psíquico que siguió


a aquel momento, el que se produjo durante las horas en que
permanecí despierta esperando el nuevo día, un día que ya sería
nuevo de verdad.
Sin necesidad de métodos freudianos, comprendí en ellas lo que
en tantos años no había comprendido, lo que desde una época
remota había venido incubándose en el fondo de mi ser.
Y es algo que todavía me estremece, pensar que fuera el mismo
rival de Pablo quien me llevara como de la mano a su revelación.
¡Y qué sencillo era, después de todo!
Dejando aparte divergencias de gustos y caracteres que el buen
amor siempre salva, yo estaba predispuesta contra Pablo, no sólo
por los odios ancestrales, por la perturbación que había introducido
en mi vida, sino también por otras cosas que vinieron después, y
estaba predispuesta sobre todo por mí misma.
Yo no quería quererlo, y en cambio quería querer al otro.
Esto quizás parezca demasiado simple o demasiado complejo,
pero era así, y en esto estaba todo el nudo del enredo.
El otro representaba para mí, todo lo que por culpa de aquel
hombre tenaz y voluntarioso yo había perdido, esto es, la fe en el
corazón humano, en la ternura de los míos, la paz y la seguridad del
hogar, del alma y hasta de la conciencia.
Mi primo era un ser simple, rectilíneo, en quien yo podía confiar.
Aun metido en su concha, en su armadura, yo sabía cómo él era,

229
cómo sentía, cómo pensaba; podía ver a través de su férrea envoltu
como si ésta no existiera para mí.
Con Pablo era todo lo contrario: nunca había acabado de cono
cerlo, y era probable que no lo conociera nunca. Su misma arrogan
cia de triunfador, su convencimiento de que algún día yo caería en
sus brazos, me mortificaba y me ofendía.
Si ya lo tenía todo, ¿por qué se obstinaba en tenerme también a
mí? No era verdaderamente mi esposo quien me había tenido
secuestrada como pensaba la gente, era yo misma, incapaz de
enfrentarme con un enemigo que sabía avasallador.
En cierto modo me parecía que era yo la que tenía que defender
a este esposo mío, alma sencilla, sin experiencia del mundo y sin
dobleces. Había ido asumiendo, insensiblemente, una actitud mater-
nal hacia él, actitud que a él también le era grata, pues siendo muy
afecto a su madre, la había perdido un poco antes de casarse
conmigo, así que en cierto modo yo venía a llenar aquel vacío.
Pablo Álvarez de Cañas lo tenía todo, y Enrique de Quesada no me
tenía más que a mí. Me sugería la imagen odiosa del niño rico
encaprichado también en el juguete del niño pobre, que lucha por
quitárselo y tal vez sólo por espíritu de lucha o por «gitanería», como
me dijeron una vez. Y eso era el colmo del egoísmo, un egoísmo casi
infantil, que es el más grande de los egoísmos.
En el instante en que descubrí que el niño pobre iba a hacerse de
otro juguete nuevo, acaso largamente añorado, acaso mejor o
creído mejor que su juguete viejo, desperté de aquel sueño, el
sueño en que había vivido tantos años.
Y vi entonces que en el momento en que era yo la que necesitaba
ser defendida y defendida hasta con garras si era preciso, si era el
propósito, se me ponía a un lado tranquilamente, temporalmente o
como fuera, es decir, se me posponía a una criatura a la que faltaban
ocho meses para venir al mundo, si es que venía, por alguien que no
era alguien todavía, sino «algo», algo fofo, blanduzco, sanguinolen-
to... Yo era apartada por un óvulo, aun menos que un embrión. En
eso culminaban todas mis luchas, todo mi debatir desesperado, mi
tropezar de sombra en sombra... Parecía hasta ridículo.

230
Su juego limpio era muy sencillo como todo lo suyo: consistía en
tener elhijo con una mujer a quien no quería,pero quepodíadárselo,
y unirse luego a la que no podía dárselo, pero a quien quería.
De que en el juego andaba también un anticipado y tierno
sentimiento por la futura criatura, nunca lo he puesto en duda, pero
tampoco hay que dudar —como los hechos demostraron luego—
que le salió muy cara esa paternidad.
No me había dicho, pues, ninguna mentira: yo había sido engaña-
da, sí, pero engañada por mí misma, por mi instintivo afán de
ponerme siempre del lado del más débil —afán que también he
pagado caro—, por mi vanidad de creerme más necesaria que todo
en cada uno de los trances difíciles a que he tenido en la vida que
asistir.
Porque parece que así como hay muchas personas que necesitan
en cualquier forma de la protección de alguien, hay otras —las
menos— que están buscando, a veces inconscientemente, a quién
proteger.
Son generalmente mujeres sin hijos, de temperamento algo
soñador y al mismo tiempo de carácter firme, de posesiva persona-
lidad.
Cauterizada ya la vena romántica, no hay que decir que hubo
altruismo alguno en mi gesto. Para tomar mi decisión no necesité
pensar que él sería más feliz con su hijo, ni el hijo más feliz con su
padre.
Pensé en mí sola —acaso por primera vez en la vida—, pensé en
mí misma y me liberé.

Enrique de Quesada cumplió lo que había dicho. A poco de nacido


el niño, se apartó para siempre de la madre.
Pero ya esto no significaba nada para mí, no por el hecho de que
yo también me hubiera casado, sino porque desde el instante en que
lo dijo, nada podía importarme lo que hiciera o dejara de hacer.
Años después, ya Pablo en el exilio, volví a verlo tres o cuatro
veces más en este mundo: cuando enterré a mis últimos muertos y
cuando estando él también próximo al tránsito supremo, se presentó

231
en mi casa a devolverme mis cartas, cosa que nunca había querido
hacer.
Quedé helada al ver los estragos que la terrible enfermedad había
hecho en el Arcángel del poema...
El Arcángel de bronce.
En cuanto a las cartas amarillas por los años, donde tantas cosas
hermosas había escrito una mujer enamorada —que estaba muerta
ya también—, al día siguiente, sin leerlas, fueron por mi mano
destruidas.
Lo hice —debo confesarlo— con mucha pena, pero no me quedó
otra alternativa.
Ya la policía, estúpidamente, buscando no sé qué, había registra-
do dos veces mi casa, la casa donde no vivían más que dos ancianas
solitarias.
Era mi intimidad, y no podía arriesgarla a una tercera
invasión de los bárbaros.

Cuando al fin quedó concertada nuestra boda, lo primero que me


pidió fue que ésta se celebrase con la bendición de un sacerdote:
—No necesito que sea el Cardenal, aunque él estaría muy
dispuesto a serlo. Tampoco tiene que ser una gran iglesia. Casi
preferiría la capilla de la Candelaria, que ayudé a levantar...
Quedé pensativa. Como si adivinara mi pensamiento me dijo algo
asustado.
—Fíjate que es lo único que te he pedido.
—¿Y si te lo negara, te casarías de todos modos?
—Sí, de todos modos. Pero echarías una sombra sobre una
felicidad que he esperado tanto...
Volví a pensar. En realidad, yo no tenía nada fundamentalmente
grave que oponer a su deseo, y menos a una religión que era también
la mía. Quizás más bien un exceso de escrúpulos: aunque yo estaba
convencida de que mi unión con Pablo sería para siempre, y hasta
resuelta a que lo fuera contra todos los avatares del destino, una cosa
era dar la palabra a un hombre y otra dársela a Dios.
Por otra parte, se me hacía fastidiosa la idea de la confesión
previa, la de enterar a un extraño de cosas de mi estricto dominio

232
personal. Siempre he sido una criatura muy introvertida, nada
propensa a confidencias, sea cualquiera el tipo de éstas.
Si las presentes páginas pueden considerarse como tales, habrá
que atribuirlo a que cuando empecé a escribirlas, no sabía a dónde
ellas me llevarían, y una vez sabido, no podía ya retroceder.
Conciernen a tres personaj es cuya posición debe quedar esclarecida,
y de todos modos, sólo después que yo muera se conocerán.
Dada esta explicación se comprenderá por qué la confesión como
parte del rito católico es un plato que nunca pudo digerir mi cerebro
y una de las causas —sólo una—, de que después de haber salido
Pablo de mi vida, yo haya vuelto a ser, en este aspecto, una oveja
descarriada.
Mas, puesta ya en el trance de laboda, teñí apues, que confesarme
y empezar por examinar cuidadosamente mis posibles pecados
mortales: el de mi anterior matrimonio civil me arroj aba de cabeza
dentro del sexto mandamiento; pero ése era, en todo caso, un
pecado público que no alarmaba mi susceptibilidad, y para decir
verdad, nunca tuve aquella unión por pecaminosa, ni lamentable, ni
siquiera errónea en sus circunstancias. O sea, que estaba obligada a
arrepentirme, y no me arrepentía.
Tras mucho meditar, llegué a la conclusión de que el divorcio que
siguió al cabo de unos años de matrimonio, podía tomarse con un
poco de buena voluntad por un acto de contrición.
Continué con la búsqueda, decálogo en mano. No había ya
muchas posibilidades de hallar allí otra cosa que me encajara, la
verdad; no obstante, como San Agustín nos dice que hasta el justo
peca siete veces al día, había que proceder con idéntico rigor; pero
aun suponiendo que no hallara entre misflaquezasalguna más de las
capaces de condenar el alma por la Eternidad (no recordaba haber
matado a nadie, ni robado a nadie, ni calumniado a nadie), ¡menuda
tarea iba a ser traerlas todas a la memoria, pues no me confesaba
desde mi Primera Comunión!
También estaban las palabras del monje de La Recoleta, que en
aquel largo año de incertidumbres y batallas ganadas y perdidas, no
habían cesado de sonar en mis oídos. No tenía sentido escoger la
misma fecha en que él había querido casarnos doce meses antes
—el día de la Purísima Concepción—, y prescindir ahora de la
ceremonia religiosa.

233
En fin, me resigné, pero en mi interior me hice el propósito de
buscar para mi confesión a un sacerdote viejo, gordo y bonachón
que como yo, estuviera deseando terminar pronto.
Era —eso sí— incapaz de saltar por arriba del obstáculo, pues
aunque no enteramente de acuerdo con ella, respeto la religión que
me dio tanto o más que muchos militantes.
La creo, además, la mejor de todas, y sólo desearía que penetrase
más hondamente en un corazón que le permanece fiel, aunque las
desgracias lo hayan ido curtiendo a través de los años.
Lo desearía, aunque no fuera ella la mejor, pues en esto de las
religiones lo más triste es no tener ninguna. Y digo lo más triste
porque el ateísmo no lo tengo como cargo, sino como desdicha. '
Volviendo a mi confesión, diré que hallé pronto al sacerdote que
buscaba, y así salí del paso sin tropiezos.
Pero para sorpresa mía, Pablo hizo todo lo contrario: acudió a los
más severos entre los confesores, a los jesuítas, y entre ellos, a uno
que tenía especial fama de duro y obstinado.
Como es de suponer, no me dijo dónde ni cuándo, pero yo me
enteré por una amiga mía, muy piadosa ella, que por pasarse la mitad
de la vida en las iglesias, presenció casualmente y sin ser vista, la
inusitada confesión.
Tuvo efecto en horas en que las naves suelen estar vacías, y me
contaba esta amiga que con gran asombro veía a Pablo arrodillado
ante el sacerdote, y aun en esa actitud de humildad discutir con el
ministro del Señor, argüir, accionar, ¿disculparse acaso? Nada de
eso... Todo el tiempo se mantuvo con la cabeza en alto, mirando de
frente a la negra figura sedente que parecía hasta encogerse un poco
en la penumbra del confesionario, de modo que dij érase el confesa-
do, confesor, y el confesor, confesado.
Pueden pensar los que sienten la necesidad de afearlo todo, que
en aquel proyecto de matrimonio —sueño apenas— esbozado
veintiséis años antes, y el que ahora iba a cuajar en realidad, la
protagonista, aunque escamoteada, metamorfoseada y estrujada,
seguía siendo siempre la rica hembra de Castilla.
Muy cierto: pero entonces piensen también quericashembras de
Castilla o de cualquier parte, tuvo él que hallar muchas en todo ese
tiempo y en todo ese mundo en que se movía, y pudo hallarlas más

234
afines con sus gustos y sus hábitos, mucho más que aquella criatura
reservada, poco amiga de fiestas, evasiva.
Además, pese a la posición económica y al prestigio del apellido,
la mujer amada no pertenecía al mundo suyo, ni dio nunca un paso
para entrar en él. Era de esperar que, aunque ahora lo hiciera llevada
de su brazo, tendría que sentirse allí un poco extranjera, un poco
ausente, cosa que en nada habría de ayudarlo a él.
Y para acabar de una vez con la malicia innata de algunas gentes,
puedo añadir a lo ya dicho, que Pablo Álvarez de Cañas, por su
propiay espontánea voluntad —yo hubiera sido incapaz de infligirle
esta nueva humillación—, por su propia y espontánea voluntad,
repito, exigió, y así lo hizo, que antes de casarnos se firmara una
escritura de capitulaciones matrimoniales por las que renunciaba a
cualquier derecho que pudiera asistirle sobre todos mis bienes,
presentes, pasados y futuros. No quería que quedara un átomo de
duda sobre la honradez de sus sentimientos.
En cuanto a mi prestigio intelectual —porque también se ha
hablado de esto—, aunque ello entrañaría ya una razón más noble,
me parece que no significaba mucho por entonces, y cuando algo
significó, él lo estimaba con sobrado fundamento, obra suya, como
ya he dicho en otro lugar.
En todo caso, tal prestigio no era especialmente estimado entre
los de su esfera, y para seguir hablando con franqueza, ni entre
ninguno de mis conciudadanos. Prueba de ello, fue lo pronto que lo
olvidaron.

Ya decidida al matrimonio, consentí un di a en ir a almorzar a su casa


en compañía de su madre y su tía. Aunque parezca rara mi timidez,
quise que me acompañara también una amiga de confianza, lamisma
que había presenciado el episodio de los jesuítas.
Mientras escribo me doy cuenta de lo ridiculas que hallarán
muchos mis aprensiones. Pero acaso no era tampoco timidez lo que
sentía, sino más bien emocionada turbación. Iba a entrar en aquella
casa desconocida, donde habría de vivir en lo adelante, con personas
también desconocidas —casi el mismo Pablo lo era para mí—, yo,
que siempre, a mis años nada escasos, jamás me había separado de
los míos.

235
La vida de estos seres de mi sangre, también iba a cambiarse al
cambiar mi vida.
Los pasos que me llevaban a esa casa, ya me estaban alejando de
la mía, de mi madre, de mis hermanos, entre ellos el enfermo que por
serlo me inspiraba una especial ternura.
Me apartaban —y para siempre— de la pequeña, tranquila
felicidad doméstica que con tanto ahínco había podido procurarles
Bien supe desde entonces, que a mi ausencia, nada iba a perdurar.
¿Pero era justo seguir sacrificando a Pablo ante mis dioses lares?
¿Sacrificándolo cuando ya no podían ser muchos los años que le
restaban para ser él también feliz?
Ya no pensaba en La Belinda, paraíso perdido, pero del cual no
fui expulsada, sino que por mi voluntad abandoné como una Eva
soberbia. Tampoco en el nirvana conyugal donde transcurrió mi ya
también perdida juventud.
Creo que ni siquiera en mí pensaba y hasta creo que ya en camino
hacia mi nueva existencia, no habría representado para mis agitados
sentimientos un verdadero sacrificio volverme atrás. Tal era la
confusión mental en que me hallaba, el tumulto de ideas que se
atropellaban en mi cerebro.
En ese estado de ánimo, o desánimo inexplicable ahora, aun para
mí misma traspasé con aire de sonámbula los umbrales de mi futuro
hogar; pero menos podría explicar a nadie lo que sentí cuando me
vi dentro.
La casa era muy bella —¡cómo la he recordado siempre!—, pero
no fue la casa lo que de primer momento vi.
Vi un amplio despliegue de flores todas blancas, quepartiendo del
salón de entrada seguía a lo largo de la galería hasta el gran comedor
al fondo, y allí la mesa toda blanca también, en su mantel, en su
vajilla, en su gran centro de alabastro, desbordante de lirios y de
nardos.
Aquella casa se había puesto de gala para recibir a una novia, y la
novia era una mujer madura y taciturna, que por años había
pertenecido a otro hombre, y que en nada podía ya recordar a la
candorosa no vi ecita de diecisiete abriles, perdida en tantas lejanías.
Confundida, traspasada por tantas y tan diversas emociones, sentí
unas enormes ganas de llorar, de llorar acaso por mí misma, por la

236
novia que no podía devolverle a Pablo y por la otra que llegaba tarde
a ocupar su puesto; sentí un gran deseo de no ser más que una
criaturapequeña y refugiarme de una vez en aquellosbrazos queme
habían esperado tantos años, de descansar alfinla abrumada cabeza
en aquel nombro...
Pero al volverme, vi un rostro tan radiante de dicha que me detuve
como quien va a pisar algo muy tierno: él me miraba como si de
verdad fuera yo aquella misma novia, como si fuera a ella y sólo a
ella, la que hubiera estado esperando todo ese tiempo, o como si ese
tiempo no hubiera pasado y estuviéramos todavía en el año 1920, y
los dos fuéramos jóvenes y tuviéramos toda la vida por delante.
Entonces no lloré. Le sonreí.

Desde que sonó el timbre del teléfono, en la media tarde de aquel


miércoles 20 de octubre de 1920, hasta este momento del almuerzo
en el que iba a ser mi nuevo hogar, con la que iba a ser mi nueva
familia, ¿cuántas leguas de angustias, de miedos, de fugas había
caminado yo? ¿En cuántas dudas me había hundido y vuelto a salir
a flote, con cuántas piedras tropecé y me herí?
No sé si lo recordé entonces, no sé si saqué cuentas entonces, ni
ya podría hacerlo ahora.
Sé que tuve la sensación de haber andado todos aquellos días,
aquellos meses y aquellos años, por un camino cuya forma era, como
podía verlo al final, la de una engañosa circunferencia, que sin darme
yo cuenta, volvía a traerme al punto de partida.
Yo creía que me alejaba y, sin embargo, lo que hacía era
acercarme lenta, pero irremisiblemente a mi destino.
La circunferencia podía ser ancha, todo lo ancha que yo quise
hacerla; lo que no estaba en mí, era romper en algún punto su arco
y proyectarlo en línea recta.
De modo que el camino se ensanchaba hasta hacerme perder la
noción de la curva, pero nada podía impedir que yo llegara a donde
al fin tenía que llegar. Podía tardar más o tardar menos, pero el
reencuentro era inevitable.
Y tenía que llegar a esta casa donde él me estaba esperando como
un novio feliz, como en realidad me había esperado siempre desde

237
aquel 20 de octubre, cuando esta casa no existía, ni existían estas
flores, ni existía la esperanza.
Porque eso era lo que él había hecho en todo este tiempo: esperar
sin esperanza.
Esperar contra todo y contra todos, y hasta esperar contra mí
misma.
Del gran naufragio nuestro, una cosa pudo poner a salvo: su
voluntad de hacerme suya.
Nadie hubiera supuesto en hombre de salones elegantes esa
profundidad de sentimientos; nadie hubiera adivinado bajo una
apariencia tan ligera, esa voluntad de acero.
Y a fin de cuentas, tampoco era el destino, la fuerza me había
llevado a él, era sólo él, sólo su fuerza, y por el contrario, para
hacerlo quebrantaba las mismas leyes del destino.

Ya seguro de mí, ya triunfador y poderoso, consideró que era


llegado el momento de presentarse él también ante la familia que
veintisiete años antes lo había tan ignominiosamente rechazado.
No era rico porque en verdad nunca lo fue, pues tiraba el dinero
tal como a sus manos llegaba y, a veces, antes de que llegara.
Decía que las dos únicas veces que lo había guardado, lo había
perdido pronto y sin disfrutarlo. Pero sin serningúnmillonario, vivía
como un gran señor, y su renta mensual triplicaba y hasta
cuadruplicaba la mía.
No necesitaba ya anuencia de nadie para casarse con una mujer
que a lo largo de todos esos años se había casado, divorciado y
traspasado ya la cuarentena, por todo lo cual podía considerársele
muy dueña de sus actos.
Pero él no lo quiso así. No pretendía ignorar los siempre respe-
tables lazos familiares, ni menos sacar cuentas de agravios, ni
mortificar con la exhibición de sus éxitos que, por otra parte, eran
bien conocidos.
No quería, en fin, recordar el terrible error de que fuimos
víctimas, ni causar pena o confusión a nadie, en la hora más feliz de
su existencia.

238
Aquel gran solitario —porque siempre lo fue, aun en medio de
las multitudes— aspiraba simplemente a que mis padres, por ser mis
padres, vieran en él a un hijo, y mis hermanos, por sermis hermanos,
vieran en él a un hermano.
¿Lo consiguió? Creo que sí, pero no enseguida. Salvo Enrique,
que siempre estuvo de su parte, a los demás tuvo que írselos
ganando, poco a poco.
Pero, ¿de qué no era él capaz cuando de mí se trataba?
Creo también que los quiso por ellos mismos, porque veía en ellos
algo de calor familiar que pese a haber vivido siempre con los suyos,
en realidad no tuvo nunca.
Fueron trece años perfectos los que pasé a su lado, si bien no
fueron más que la mitad de los que pasé lejos de él.
Pero la felicidad es generosa y ni él ni yo lamentamos nunca los
años restados a nuestro amor. Por el contrario, con ése, su instintivo
don de hallar siempre en la vida las mieles más recónditas, solía decir
que ellos sirvieron para acendrar sus sentimientos, para probar a
todos que eran oro de ley.
No hubo una hora en que pensáramos que la dicha nos había
llegado tarde. Cuando muy raramente hacía su aparición alguno de
los penosos recuerdos dejados atrás, lejos de ser motivo de turba-
ción entre nosotros, servía para comentar, medio en serio, medio en
broma, que rociado con esa sal, el amor adquiría un gusto nuevo,
como un sabor más vivo y más intenso.
Tal vez de habernos casado cuando nos conocimos, no hubiéra-
mos sabido valorar la fácil bienandanza. Y fue precisamente la
imposibilidad de conseguirla entonces el combustible que impulsó
todas las fibras de su ser en el afán de superarse, de conquistarla por
su solo esfuerzo, de hacerse ante sí mismo, digno de ella.
En cuanto a mí, puedo decir que una vez que me uní a él,
desapareció todo lo que de él me había separado: el miedo, la duda,
los complejos de frustración, de culpabilidad, que por tanto tiempo
me siguieron apareados con mi sombra. Su mano los borró como si
aquel fatídico Mane, Thecel, Phares sólo hubiera estado escrito con
tiza en un pizarrón de párvulos.
Y fue también su mano la que volcó en mi canastilla de bodas, los
días más felices de mi vida, los días de España.

239
Un raj á de la India no habría podido hacerme más hermoso regalo
Ya en los postreros tiempos de nuestra dicha, me cupo todavía
otra satisfacción; la de ver que cuando mi madre pudo disponer por
última vez de una propiedad suya y la vendió para hacer frente a los
gastos que ya no había otra manera de cubrir, la importante suma
producto de la venta, fue dividida por ella en seis porciones iguales:
una la reservó para sí, otras cuatro las repartió entre nosotros y la
última la dio a Pablo, «al hij o que a la vej ez le habíanacido», palabras
suyas que los dos tuvimos el inefable gozo de escucharle.
Sí, al final se lo llevó todo el diablo —y no hablo ahora de
dinero—, porque ya el diablo reinaba en este mundo.

ENVÍO: Pablo, no sé dónde tú estás, no sé siquiera si estás en algún


lado. Pero, si como hasta ahora nos decían, existe una vida
ultraterrena, entonces puede ser que tú recibas de algún modo sutil
y misterioso, ésta, la última ofrenda de mi amor.
Creo que te la debía, y bien me pesa, mientras con harto esfuerzo
la voy deletreando, que ella sólo haya logrado hacerse viva cuando
ya tú estás muerto.
Porque yo que he escrito sobre muchas cosas, sólo veladamente
he escrito sobre ti. Y tú merecías este descubierto homenaje de mi
palabra, de esa palabra que por ti alcanzó un día ámbito y eco.
Bien está que la diga, alguna vez, para que los que no te
conocieron te conozcan, y los que te conocieron, te conozcan
mejor.
Te la debía además, porque aun invisible, aun sin saberlo, yo
estuve siempre en todos tus triunfos y en todas tus caídas, que es,
en realidad, como se debe estar en la perfecta comunión de almas.
Ya todo comprendido y todo dicho, también yo puedo, cuando
llegue mi hora, bajar en paz al hoyo oscuro donde te dejamos aquel
día... Sé que los dos no hemos vivido en vano.

Este libro se terminó de escribir el día 3 de agosto de mil novecientos setenta


y ocho, sábado, a las tres de la tarde. Empieza a llover.

#
240

E Np CIRCULÓTE I ISA
ÍNDICE
I

Nota necesaria / 7

Introducción / 9

PRIMERA PARTE
Pablo nace en una isla / 21
Pablo vuelve a nacer en otra isla / 39
Desgraciado en el amor y afortunado en el juego de la vida / 58
Estampas o policromías / 90
Fotos de cumpleaños / 98
Aguafuertes/116
INTERMEZZO 1133

SEGUNDA PARTE
La época azul/149
La época rosa/ 167
LaBelinda/184
El viaje/196
El retorno / 212
El minuto decisivo / 226
Este libro se terminó de imprimir
en el mes de septiembre de 2000
en los talleres gráficos de Quebecor Impreandes
Santafé de Bogotá, D.C., Colombia.
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Pe de v i f l s .

BfPo f^Jo yV^ ^ w? *


Fe de vida es un libro de memorias en el que Dulce María Loynaz
realiza una profunda evocación de la figura de su esposo, el
cronista Pablo Alvarez de Cañas. La autora nos adentra en u n
m u n d o lírico que emerge entrelazado con las contingencias de su,
vida, con la felicidad de quienes habitan un m u n d o infeliz, con el'
azar. Por su escritura, esta obra llega a ser un canto donde el
destino se sirve de los hombres para cumplirse y el amor halla eri' ¡
la pasión su espíritu de continuidad.

Dulce María Loynaz (La Habana, 1902-1997). Primogénita de» ; ,


Enrique Loynaz del Castillo, general del Ejército Libertador de
Cuba. Se formó junto con sus tres hermanos —Enrique, Carlos
Manuel y Flor—, también como ella poetas. Fue Presidenta de \\u
Academia Cubana de la Lengua y miembro correspondiente de la
Real Academia Española.
Recibió numerosas distinciones entre las que se destacan la Cruz
de Alfonso X el Sabio (España, 1947), el Premio Nacional de
Literatura (1987), la Orden Félix Várela, Premios de la CríticafJL
(Cuba, 1987, 1988 y 1991), y el Premio Miguel de Cervantes
(España, 1992). Entre sus obras figuran: Poemas sin nombre'-
(1953), Poemas náufragos (1991), la novela Jardín y el libro de
viajes Un verano en Tenerife.

Edición financiada
por el Fondo para la Población
del Instituto Cubano del Libro 9 789591 005380

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