Book 2020 044
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ciencia
S ociales L as obras de teatro patriótico referi-
das a la actualidad militar peninsular constituyen una producción
M arie Salgues, hispanista francesa, es
profesora titular en la Universidad de París
Últimos títulos recurrente entre 1859 y 1900 que permite vislumbrar la imagen VIII. Especialista en la historia cultural de la
soñada que tenían de España ciertas élites. Presentan una España España decimonónica, ha coeditado las obras
Vicente Pinilla Navarro (ed.)
unida, fuerte, a punto de recuperar su rango de gran potencia colectivas La escena española en la encrucija-
Gestión y usos del agua en la cuenca
del Ebro en el siglo XX mundial. En el espejo del discurso que construyen y difunden se da (1890-1910), con Serge Salaün y Evelyne
Ricci, y Sombras de mayo. Mitos y memorias
Teatro patriótico
mira el público más o menos adinerado que podía acudir al tea-
Juan Mainer (coord.) de la Guerra de la Independencia en España
Pensar críticamente la educación escolar. tro. La presencia en las funciones ratifica la adhesión a la política
y la acción de los gobernantes. El inmovilismo absoluto de la (1808-1908), con Christian Demange, Pierre
Perspectivas y controversias historiográficas
Marie Salgues
y nacionalismo en España:
visión que transmite este teatro de forma camaleónica, que se Géal, Richard Hocquellet y Stéphane Michon-
Richard Hocquellet neau. Al igual que sus demás investigaciones,
adapta a todas las modas teatrales, explica el desfase cada vez
Resistencia y revolución durante la Guerra estas obras analizan múltiples representacio-
mayor que se instaura entre la patria que pregona y la que manda
1859-1900
de la Independencia. Del levantamiento nes de la España contemporánea.
patriótico a la soberanía nacional a morir a sus hijos, de manera casi continua, a lo largo de todo el
periodo estudiado.
Xavier Darcos
La escuela republicana en Francia:
obligatoria, gratuita y laica.
La escuela de Jules Ferry, 1880-1905
M.a Pilar Galve Izquierdo
La necrópolis occidental de Caesaraugusta
en el siglo III. (Calle Predicadores, 20-30,
Marie Salgues
Traducción de Malena Manrique
y José Joaquín Blasco
SALGUES, Marie
Teatro patriótico y nacionalismo en España: 1859-1900 / Marie Salgues. —
Zaragoza : Prensas Universitarias de Zaragoza, 2010
343 p. ; 22 cm. — (Ciencias sociales ; 78)
Bibliografía: p. 319-334. — ISBN 978-84-92774-92-0
1. Teatro–España–S. XIX. 2. Teatro español–S. XIX–Historia y crítica
792(460)«1859/1900»
821.134.2(460)-2.09«1859/1900»
© Marie Salgues
© De la presente edición, Prensas Universitarias de Zaragoza
1.ª edición, 2010
Impreso en España
Imprime: Octavio y Félez, S. A.
D. L.: Z-1750-2010
Alors, ne crois-tu pas d’abord que si le rôle du théâtre est de faire
un peuple qui tous les matins se réveille joyeux à l’idée de jouer sa par-
tie dans l’État, le moindre rôle d’un État serait de faire un peuple qui
tous les soirs soit dispos et mûr pour le théâtre?
Este libro es fruto de una tesis doctoral que empecé en 1996 bajo la
dirección de Carlos Serrano y leí cinco años más tarde de la mano de Serge
Salaün, quien tuvo la gentileza de ocuparse de mis investigaciones tras el
fallecimiento del historiador. Esta doble paternidad ilustra los postulados
metodológicos del trabajo. Adopté la perspectiva de la historia cultural,
que, para librar sus conclusiones, se apodera de los instrumentos de ámbi-
tos colindantes: la literatura, cara al profesor Salaün, y la sociología, entre
otros campos, permiten análisis esclarecedores aunque no constituyen
aquí el centro de la investigación.1 Al cabo de una carrera de hispanista en
Francia, que conlleva tantas asignaturas, si no más, de literatura como de
historia, me resultaba difícil abandonar una parte completa de mi forma-
ción y quise trabajar sobre un soporte «literario» para adentrarme en los
meandros de la historia española del siglo XIX: el espectáculo vivo iba a
proporcionarme la ocasión de descubrir una construcción intelectual, una
faceta de esta «nación inventada» que todos los estudios históricos ponían
en el centro de la evolución de los países de la Europa decimonónica.2
Poco antes, el profesor Jesús Rubio Jiménez había destapado la exis-
tencia de un teatro escrito al calor de la guerra de África que ofreció una
1 Sobre los aportes innegables de la historia cultural aplicada al estudio del teatro, cf.
Adeline Chainais, «Rencontre d’un regard (l’histoire culturelle) et d’un domaine (le spec-
tacle vivant): propositions pour l’étude du théâtre espagnol du début du XXe siècle», Les
Travaux du CREC <http://crec.univ-paris3.fr/histoireculturelle-QM1.pdf>.
2 Por ejemplo, Eric J. Hobsbawm, Nations et nationalisme depuis 1870. Programme,
mythe, réalité, París, Gallimard, 1990; y, para el caso español, Inman Fox, La invención de
España: nacionalismo liberal e identidad nacional, Madrid, Cátedra, 1997.
10 Introducción
primera base de la reflexión.3 Con la lectura de todas las obras a las que
tuve acceso, redactadas durante y a raíz de los conflictos de la segunda
mitad del siglo XIX —arrancando, pues, con esa misma guerra de África—,
esperaba poder desvelar, a partir del estudio de un nutrido corpus, un
discurso sobre la guerra, sobre España en guerra, sobre los españoles defen-
diendo España. De todo ello debía salir, como a contraluz, una idea ima-
ginada de España. La primera duda atañía a la posibilidad de recuperar
suficientes piezas para que los análisis pudieran aspirar a cierta representa-
tividad. La multiplicidad de acontecimientos guerreros en el periodo era,
de entrada, una buena señal.
Recorriendo a grandes pasos la historia militar española del siglo XIX
partimos de lo que retrospectivamente se denominará guerra de la Inde-
pendencia, momento en que una «nación en armas» se levanta para defen-
der a su rey, su territorio, y acaba sancionando una constitución liberal al
cabo de un proceso que ve la aparición de la opinión pública y la emer-
gencia de un sentimiento de pertenencia a la nación española. La Revolu-
ción ha sembrado fuera gérmenes de libertad y al poco tiempo la Penín-
sula tiene que enfrentarse a la cuestión de la definición física del espacio
de su nueva nación, bruscamente amputada de la casi totalidad de las colo-
nias de ultramar, que adquieren sucesivamente su independencia.
Con semejante telón de fondo histórico, los incidentes de Marruecos,
en 1859, proporcionaron a la monarquía isabelina la oportunidad soñada
para recobrar algo del brillo perdido. Lo entendió perfectamente el gene-
ral O’Donnell, quien declaró al vecino marroquí una guerra increíble-
mente popular en sus inicios. Ese conflicto suscita la primera unión sagra-
da desde la fratricida Guerra Carlista, reuniendo a todos, aunque solo sea
momentáneamente, alrededor de la defensa de unos símbolos constituti-
vos del nacionalismo español. El enfrentamiento abre, en realidad, una
serie casi ininterrumpida de cuarenta años de guerras y oposiciones; a
veces «solo» para salvaguardar el honor, a menudo para conservar parcelas
de territorio, hasta colonias completas, y con una geografía que abarca
desde otros continentes hasta las propias fronteras del estado en la Penín-
sula Ibérica. A la guerra de Marruecos (desde octubre de 1859 hasta abril
obras no valen casi nada, pero cuando se escribieron dieron lugar a opi-
niones divididas y se situaron más bien entre fracaso de crítica y éxito de
público. Esta es otra de sus paradojas: construye desde arriba (o eso sugie-
re la categoría social a la que pertenecen casi todos los autores) la nación
inventada, pero provoca acerbas críticas —literarias— por parte de los
intelectuales (lo cual no dice nada de su adhesión, o no, al mensaje tras-
mitido, es cierto).
Al leer las reseñas de la época tenemos la sensación de que existe una
especie de hiato entre la ideología, la explotación de un sentimiento tan
noble como el patriotismo, y una diversión, un espectáculo. Este rebaja
algo aquella, pero, sobre todo, el patriotismo utiliza derroteros que no se
consideran suyos para alcanzar al público. Los críticos reaccionan como si
lo vivieran como un fraude, un asalto al público, que se encuentra en posi-
ción de rehén: o aplaude o es un mal patriota. Pero, si aplaude, da su visto
bueno al conjunto, a la forma y al contenido, valora positivamente hasta
el envoltorio literario. Si el contenido ideológico, patriótico, es lo que
deslegitima hasta cierto punto este teatro a ojos de la crítica, es precisa-
mente el criterio que empleé para seleccionar las obras destinadas a
conformar el corpus final de estudio. Atraída por lo que podía aparecer
como una alianza contra natura de la pluma y la espada, intenté desen-
trañar sus arcanos.
Una serie de interrogantes surgían ya antes de empezar: cuando el tea-
tro parecía poder constituir un medio de comunicación privilegiado para
difundir ciertas ideas a un público posiblemente analfabeto, ¿construía un
mensaje único, una imagen precisa de la nación? Teniendo en cuenta las
evidentes restricciones impuestas por la censura, que impedía decir ciertas
cosas, ¿de qué índole era este mensaje? Liberal, ciertamente, pero ¿progre-
sista?, ¿conservador?, ¿antimonárquico durante el Sexenio? ¿Se puede con-
siderar este teatro como el transmisor del pensamiento elaborado por la
Real Academia de la Historia —transmisora ella del Estado liberal— hacia
las clases medias provinciales, por ejemplo?6 ¿Cuál fue su verdadero
alcance en el público? Y ¿de qué público hablamos?
Contexto general
La supuesta crisis del teatro
La segunda mitad del siglo XIX arrastra el lastre de una teórica crisis
del teatro cuya duración van a denunciar los críticos más agudos para
recalcar lo que tiene de artificiosa. Todo lo pasado suena mejor, y en nom-
bre de esa edad de oro perdida se suelen atacar las nuevas producciones
que atestiguan esta decadencia del arte de Talía. Bien es verdad que nos
encontramos en un momento de mutaciones que, sin duda, desestabiliza-
ron a muchos. Durante la década de los años 1860 el teatro se convierte
en un producto de masas, una industria, un objeto de consumo a veces
diario que se adapta a las leyes del mercado.
En toda la Península se construyen teatros y se diversifican los pro-
gramas, con lo que se consigue una mayor frecuentación. En particular
aparece el café-teatro, una nueva fórmula que abarata los precios del espec-
táculo y permite el acceso a una franja de la población que no podía pagar-
se la entrada a los coliseos del centro. Si bien las condiciones de represen-
tación dejan mucho que desear, estos nuevos templos del arte teatral en los
que se come, se bebe y se interpela a los actores en plena función permi-
ten ensanchar considerablemente el espectro de su consumo. Será el pri-
mer paso hacia una revolución teatral considerable, la irrupción del lla-
mado teatro por horas, a partir del año 1868, que se contagia a casi todos
los escenarios.
20 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
Las obras de corta duración —de una hora más o menos, como su
nombre indica— reemplazan a las grandes producciones anteriores, de
varias jornadas, y se suceden hasta cuatro en una misma noche. La multi-
plicación de funciones permite dividir casi proporcionalmente el precio de
las entradas y supone, en consecuencia, la diversificación del público. Las
nuevas exigencias de la escena incrementan la demanda, y nunca hasta
entonces se habían escrito tantas obras ni tan rápidamente, lo que nos lleva
a cuestionar la percepción de la crisis que tenían los contemporáneos. Si
no todo es bueno, evidentemente, la vitalidad del nuevo modelo contri-
buye, eso sí, a la renovación de los antiguos moldes. La ingente produc-
ción de la época demuestra que funciona, aunque alternen obras buenas y
menos buenas.
Este cambio acarrea también la evolución de la figura del dramatur-
go, abocado ahora a producir en grandes cantidades. Eduardo Navarro
Gonzalvo, por ejemplo, escribe a lo largo de su carrera más de doscientas
obras,1 algunas de las cuales obtuvieron sonoros triunfos. Tiene el mérito
de haber dado a la escena el primer éxito rotundo de la historia teatral
española: Los bandos de Villafrita se mantiene en cartel durante trescientas
noches consecutivas en 1884, estableciendo así una especie de récord que
define las nuevas pautas de rentabilidad de las producciones.
Hoy día resulta difícil evaluar el éxito de estas obras y el entusiasmo
que despertaron: muchos periodistas eran también escritores o querían
conseguir entradas gratis para los teatros —obligados lugares de relación
entre la buena sociedad—, con lo que su objetividad no siempre se ponía
al servicio de las crónicas teatrales. Por otra parte, muchos de los drama-
turgos que alcanzaron la gloria en la escena de entonces son grandes des-
conocidos para nosotros, y sus producciones parecen adolecer de un enve-
jecimiento precoz. Pese a ello, la masificación del teatro en particular y de
los espectáculos en general es un hecho innegable, reflejo de los cambios
en curso en una España que se está encaminando hacia una sociedad de
ocio y de consumo de masas. En este marco, el teatro ocupa, con las corri-
das de toros, un lugar destacado entre las preferencias de los españoles,
hasta que el cine consiga arrebatarle su posición privilegiada.
1 Nancy J. Membrez le atribuye 215 en «Eduardo Navarro and the Revista Política»,
Letras Peninsulares, I/3 (1988), pp. 321-330, esp. p. 326.
Modelos genéricos, culturales y formales 21
Los dramaturgos
A mediados del siglo XIX algunos visionarios empiezan a moverse para
constituir una Sociedad de Autores que preserve sus derechos. La propie-
dad intelectual existe desde el año 1840 y su funcionamiento se hace efec-
tivo a partir de 1879, pero la multiplicación de intermediarios entre auto-
res y público reduce a muy poco la parte que al final llega al bolsillo del
dramaturgo. Por otra parte, no son raros los casos de teatros o empresarios
que intentan evitar la nueva legislación, por los costes añadidos, y se mues-
tran reacios a publicar, por ejemplo, el nombre del autor, privándole así de
los réditos a que tiene derecho. Las infracciones parecen numerosas, pero
la existencia de una legislación subraya que se reconoce a los dramaturgos
el estatus de creadores. La Sociedad de Autores nace, después de varios
intentos fracasados, en 1899; se entabla entonces una larga batalla entre
autores y editores o copistas para devolver a aquellos sus derechos sobre las
obras ya vendidas.
Se trata de un período de dudas en el que los autores están entre dos
aguas. Algunos gozan de una increíble fama que transforma cualquier
estreno suyo en un acontecimiento social y cultural mayor, como Eche-
garay, por ejemplo. Los más han de ganarse el éxito en cada nueva obra,
y su intensa productividad no siempre les protege contra la pobreza. De
hecho, muchos compaginan el oficio de dramaturgo con otro trabajo.
22 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
Restricciones temporales
A raíz de la fuerte correlación entre la cronología de la historia en
curso y esta producción teatral surge una categoría que no tiene represen-
tación en catálogos más generales: las obras de circunstancias, a veces lla-
madas de actualidad. Esto también explica el que menudeen las «improvi-
saciones». La urgencia se impone y la contemporaneidad de los hechos
retratados aparece como una condición para el éxito. Estas obras nacen al
calor de las batallas que narran, y tienen, por lo tanto, una vida forzosa-
mente limitada. Lo efímero de su validez hace peligrar a veces su éxito,
El elemento cómico
La gran ausente en este nutrido grupo de obras y de categorías tea-
trales es la tragedia, que en el siglo XIX probablemente constituía una
La división en actos
Las mejores bromas son siempre las más cortas, o al menos eso pare-
ce desprenderse del corpus, constituido en sus tres cuartas partes por obras
de un solo acto. Mientras que la tendencia apunta a una mayor brevedad,
31 de las piezas tienen tres actos, rescoldos del prestigio del que gozan
todavía los antiguos modelos y prueba del deseo de algunos dramaturgos
de escribir un «gran teatro». No quedan muy lejos tampoco las obras de
entre tres y cinco actos del teatro histórico que los románticos habían
puesto de moda y cuyo parentesco con la producción militar de actuali-
dad se puede rastrear a lo largo de todo el período. A pesar de ello, esta
última tiende a inscribirse en la evolución moderna hacia el género chico
a partir de finales de los sesenta. De hecho, el predominio de obras cortas
se notaba ya en la guerra de África, aunque en proporciones algo menores,
lo que parece hacer de la brevedad otra característica de esta producción.
Por una parte, se enlaza así con la tradición clásica de la loa —pieza breve
que servía de introducción a la gran obra que constituía el verdadero obje-
to de las representaciones desde el Siglo de Oro—; por otra, podemos pen-
sar que esta forma se adapta especialmente bien a un teatro que juega con
los afectos del público, que intenta obviar todo distanciamiento para ape-
lar, por el contrario, a una especie de adhesión epidérmica, irracional, a
una patria que se ama y no se racionaliza. En efecto, siguiendo el análisis
que realiza Nancy J. Membrez de la obra teatral corta, la ausencia de entre-
acto evita, precisamente, el momento de reflexión que permite ver con
perspectiva el espectáculo.6
Ante el riesgo de monotonía, la subdivisión de muchas obras en cua-
dros lleva a diversificar los escenarios y a aprovechar los efectos del exotis-
mo trasladando al espectador desde Madrid a África o América, según la
época. Sin embargo, algunos dramaturgos utilizan los cuadros como una
especie de instantáneas que, en vez de cerrar un espacio para pasar a otro,
inmovilizan las cosas, suspenden el tiempo en una imagen fija, una com-
posición estética que busca remedar representaciones pictóricas. Se trata
de «cuadros plásticos» que suelen conceder gran importancia al aspecto
6 Véase el capítulo X, pp. 138-142, de Nancy J. Membrez, The teatro por horas. His-
tory, dinamics and comprehensive bibliography of a Madrid industry, 1867-1922 (género
chico, género ínfimo and early cinema), tesis doctoral, Microfilms International, servicio de
reproducción de la UMI, 1987.
28 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
La prosodia
El teatro de actualidad militar escrito en verso predomina de manera
aplastante: las tres cuartas partes del corpus están constituidas por obras
rimadas, y el 20 % de las del cuarto restante mezclan versos y prosa. Seme-
jante supremacía refleja, aunque quizá amplificándola un poco, la situa-
ción del teatro español en general, cada vez más desfasado con respecto a
la modernidad teatral europea a medida que avanza el siglo. El octosílabo
es el verso más utilizado, desde el romance hasta las redondillas (los dos
modelos más frecuentes), pasando por cuartetas, coplas y algunas décimas.
Sin embargo, a veces se combinan distintos metros, recuerdo de la versifi-
cación usada en el teatro del Siglo de Oro, pero también de los modelos
del teatro romántico. Alternar prosa y verso fue otro hallazgo de ese tea-
tro, ya que le correspondió al duque de Rivas el mérito de esta innovación
en Don Álvaro o La fuerza del sino. Más tarde la novedad fue recuperada,
por ejemplo, por Hartzenbusch en sus Amantes de Teruel,7 obra que por su
temática mora8 se trasparenta a veces en ciertas piezas de la guerra de Áfri-
ca. La combinación de ambas formas se da igualmente en las zarzuelas que
aparecen en el corpus, y en general los versos se asocian a las partes canta-
7 Estos análisis de la métrica del teatro romántico pueden verse en Tomás Navarro
Tomás, Métrica española: reseña histórica y descriptiva, Barcelona, Labor, 1986, 7.ª ed.,
pp. 349-398.
8 A lo largo de este estudio, un enemigo privilegiado ocupará numerosas páginas: el
marroquí, llamado en aquel entonces el moro, lo que no era más despectivo de lo que podía
ser el vivir en África, según una ley distinta a la cristiana. Conservo el término por razones
prácticas, porque evita tener que hacer matizaciones y precisiones que los españoles deci-
monónicos ni sabían ni querían hacer (les permitió asimilar a los combatientes de Boabdil
con los musulmanes de Joló en Filipinas y con los marroquíes, entre otros).
Modelos genéricos, culturales y formales 29
das. De manera más sistemática, los versos acuden en ayuda del drama-
turgo para poner énfasis en los momentos de mayor emoción o impor-
tancia: para las grandes declaraciones de patriotismo, por ejemplo.
Las obras versificadas utilizan sobre todo el arte menor, pero no
excluyen la presencia de una prosodia de arte mayor, reservada a los
momentos más solemnes. Una especie de repentino ennoblecimiento del
metro subraya la grandeza de lo que está contando el personaje del Cua-
dro dramático improvisado para solemnizar el aniversario de la toma de
Tetuán cuando abandona el octosílabo, omnipresente hasta ahora, para
relatar la batalla de los Castillejos en endecasílabos. Una lógica exacta-
mente idéntica preside la reelaboración en verso del discurso de Prim a
las tropas en Los españoles en África en 1860, cuyos endecasílabos con-
trastan fuertemente con los octosílabos que ocupan las demás páginas.
Las similitudes estróficas entre los modelos octosilábicos y los endecasi-
lábicos evitan romper cierta armonía y, mientras que el romance permi-
te escribir la crónica de una nueva epopeya popular, el romance heroico
le añade la nobleza del que actuó o de quien restituye el relato de la haza-
ña. En España libre, de entre todos los personajes alegóricos, únicamen-
te el Pueblo habla en romance heroico, distinguiéndose así de los demás,
que se expresan en romance octosilábico. Rodríguez Garrido homenajea,
pues, al que fue el actor anónimo de la gloriosa Revolución de 1868,
retratada en esta obra. Algunos dramaturgos se ciñen a un único metro
de arte mayor, para dignificar la lengua que da forma al relato de las
grandezas españolas: Aún hay marinos. Su triunfo en el Callao consta sola-
mente de endecasílabos.
El uso de los versos demuestra que los dramaturgos del corpus, al
igual que todos los autores del teatro de éxito de la época, vuelven a pisar
las huellas que dejó toda la tradición teatral. Polimetría, mezcla entre arte
menor y arte mayor son leyes poéticas antiguas que ya se encuentran en
Lope y Calderón, por citar solo dos nombres. Sin embargo, en este deseo
de copiar a los maestros, algunos se revelan muy malos poetas, y abundan
los versos poco ortodoxos, cojos, desiguales. A la hora de esbozar un balan-
ce poético en las obras de teatro militar de actualidad, la síntesis resulta
más bien negativa. Si bien es posible rastrear un empleo a veces paródico
de los metros (cuando se reservan los versos nobles al enemigo, por ejem-
plo en Banderín de enganche o Mujeres para Cuba) o un eventual uso
30 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
9 Rubén Darío comenta: «En cuanto al verso libre moderno… ¿no es verdadera-
mente singular que en esta tierra de Quevedos y de Góngoras los únicos innovadores del
instrumento lírico, los únicos libertadores del ritmo, hayan sido los poetas del Madrid
Cómico y los libretistas del Género chico?». Prefacio de Cantos de vida y esperanza, Madrid,
Cátedra, 1995, pp. 333-334.
10 Esta anécdota la recuerda Serge Salaün en su artículo «Modernidad vs. modernis-
mo. El teatro español en la encrucijada», en Javier Serrano Alonso et álii (eds.), Literatura
modernista y tiempo del 98: actas del Congreso Internacional (Lugo, 17 al 20 de noviembre de
1998), Santiago de Compostela, Universidad, 2000, p. 101, n. 10.
Modelos genéricos, culturales y formales 31
El nacionalismo musical
Existe en España una verdadera tradición musical y un público de
aficionados y entendidos. En algunos casos, la música parece incluso cons-
tituir un cauce más natural que el teatro para dar forma a ciertos senti-
mientos. La guerra del Pacífico no inspira ningún argumento a los dra-
maturgos vascos en 1866, pero sí abundantes números de música. De
manera similar, los coros de Clavé han hecho arraigar una intensa prácti-
ca musical en Cataluña. En este contexto de ebullición lírica sigue deba-
tiéndose la defensa de la zarzuela como posibilidad de crear una música
nacional, castiza, genuina, frente a la ópera, sobre todo la italiana.
El estudio del patriotismo lírico nos lleva primero a sus elementos
más bien folclóricos, como puede ser el uso de la jota. Lo mismo que Ara-
gón simboliza el patriotismo por antonomasia, su música tradicional está
estrechamente vinculada a la empresa guerrera. Así se entiende que el
Zurdo, uno de los soldados de ¡Amor y patria! que marchan a Cuba, fan-
farronee en estos términos con su compañero Roque: «Pus yo, ¡recontra!,
en cuantico que tenga el remitón y cartuchos a mano, y me vea en la mani-
gua esa, ya verás, Roque, ya verás qué priesa me voy a vendimiar mambi-
ses, tan y mientras que tú me cantas la jotica».11 La jota es la música más
utilizada en este sentido, pero los dramaturgos se muestran sensibles a un
ideal de unión de todos, y a veces se afanan por restituir las características
de cada uno. Cuba para España se abre con una sucesión de cantos: jotas
aragonesas para empezar, luego una muñeira de los gallegos, que precede
al canto de los andaluces, antes de la sardana de los catalanes. Para que no
quepa duda sobre la unión que impera, todos unen la voz en un coro final,
especie de estribillo fraternal y marcial.
Los autores no desaprovechan la apetecible oportunidad de introdu-
cir elementos pintorescos, y, así, la música del enemigo, desde los lascivos
bailes de las huríes marroquíes hasta las habaneras y guarachas cubanas,
también se escucha en varias escenas. Estas demostraciones musicales se
convierten a menudo en un pretexto para reafirmar, de nuevo, la superio-
ridad española. Después de escuchar los cantos de sus prisioneros, algunos
soldados demuestran, guitarra en mano, cuán mejor es la música de la
Península, como en ¡Viva Cuba española! Es muy lógico que todos los
ejemplos aquí mencionados aludan al conflicto finisecular, ya que la
importancia de la música se intensifica a lo largo de la segunda mitad del
XIX. Sin embargo, su inclusión tiene otra justificación interna que la rela-
ciona directamente con la guerra en sí, sean cuales sean los adversarios, y
que explica que pueda aparecer, aunque sea muy brevemente, en casi cual-
quier obra: la música se inserta «naturalmente» en un conjunto sonoro con
armonía propia, el del ruido de la guerra, el retumbar de las batallas. Así
lo entienden el sargento y el tío Pedro en Los españoles en África en 1860
cuando consideran el inminente bombardeo de Tetuán en estos términos:
SARGENTO ¡Toma!… Y que será una orquesta / que ha de dar gusto y con-
tento.
TÍO PEDRO Me han dicho que cada pieza / tiene ya su nombre puesto: / el
tenor es morterinis, / la contralto, según creo, / se llama obusi-
nis; en fin, / nada le falta al concierto.12
12 Antonio Redondo, Los españoles en África en 1860, cuadro III, esc. 1.ª, p. 34.
13 José Fernández Bremón, Dos hijos, acto I, esc. 8.ª, p. 25.
Modelos genéricos, culturales y formales 33
14 Celsa Alonso González, La canción lírica española en el siglo XIX, Madrid, Instituto
Complutense de Ciencias Musicales, 1998, p. 235.
34 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
15 Serge Salaün, La poesía de la guerra de España, Madrid, Castalia, 1985, pp. 129-130.
Modelos genéricos, culturales y formales 35
La música religiosa
Dentro del conjunto del corpus, las obras relativas a la guerra de Áfri-
ca de 1859 y 1860 presentan una especificidad en lo que respecta a la
música: el uso, a veces, de un repertorio religioso. Si bien la prensa y el
Gobierno descartaron enseguida esta interpretación del conflicto en clave
religiosa, como una reconquista musulmana recomenzada, el tema de la
cruzada apareció entre los absolutistas y se reflejó en la poesía y la novela,
impulsado por una fuerte tradición literaria.19 La religión también se hace
un hueco en la producción teatral de manera simbólica mediante la inser-
ción de algunas piezas musicales religiosas. Se trata de una lectura minori-
taria dentro del corpus pero que permite a algunos dramaturgos recordar
que, evidentemente, en este conflicto Dios se halla del lado de los españo-
les.20 Se puede leer entre líneas una alusión al carácter eminentemente
católico de la identidad española.
Sea cual sea la música elegida, su presencia dominante tiene que ver
con una estrategia de propaganda, de convencimiento, cuya finalidad es
difuminar la distancia crítica que pueda mantener el espectador respecto
a lo que le están contando. Como subraya Salaün para el caso de la
18 El proceso completo del auge y la caída de la marcha de Cádiz puede verse en José
Deleito y Piñuela en Origen y apogeo del género chico, Madrid, Revista de Occidente, 1949,
pp. 131 y 155-156.
19 Véase el análisis de Marie-Claude Lecuyer y Carlos Serrano en La guerre d’Afrique
(1859-1860) et ses répercussions en Espagne. Recherches sur le colonialisme et ses différentes
idéologies en Espagne (1859-1904), tesis mecanografiada, Université de Paris VIII, 1973.
20 Se trata de las obras El corazón de una madre (acto III, cuadro VI, esc. 7.ª), ¡El estan-
darte español a las costas africanas! y la Unión en África (en estos dos casos, al final).
Modelos genéricos, culturales y formales 37
23 El estudio detallado de esos romances, en Carlos García Barrón, Cancionero del 98,
Madrid, Cuadernos para el Diálogo, 1974; o, en versión condensada, en Papeles de Son
Armadans, 199 (1972), pp. 51-64.
24 El estudioso del teatro David T. Gies esboza una especie de eje que vertebra este
tipo de producción, desde principios hasta finales del XIX, cuando, a propósito de la obra
La voz de la patria (1893), de Rosario de Acuña, comenta: «Es un tipo de drama que evoca
las piezas breves patrióticas con fines propagandísticos durante la Guerra de la Indepen-
dencia y la Primera Guerra Carlista. Es igual de altisonante […] y previsible». David T.
Gies, El teatro en la España del siglo XIX, Cambridge UP, 1996, pp. 297-298.
Modelos genéricos, culturales y formales 39
26 José Manuel Cabrales Arteaga, «Notas sobre la Edad Media en el teatro español
entre 1870 y 1900», Boletín de la Biblioteca Menéndez Pelayo, LXI (1985), pp. 285-313. El
autor dice haber tomado los términos reconocimiento y anagnórisis de los análisis llevados a
cabo por el crítico Ruiz Ramón.
27 Ya está presente en obras de Molière, por ejemplo.
44 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
para llevar a cabo una identificación completa con el público que ocupa
las butacas y los palcos o que llena las gradas. Si bien los personajes cam-
bian, la moraleja y los procedimientos suelen ser los mismos, excepto para
¡Quince bajas! (1898), donde el autor lleva hasta las últimas consecuencias
el cambio de ámbito: tiene en cuenta el desvalimiento de las familias cuyos
hijos no vuelven de la guerra, o la humillación, la muerte lenta de los com-
batientes mutilados cuando regresan a sus aldeas. Pero esta obra fue pro-
hibida por las autoridades a instancias de la jerarquía militar…
Estrategias lingüísticas
El ejemplo anterior demuestra que en estas obras intervienen verda-
deras estrategias lingüísticas. Excepto cuando se trata de evocar conflictos
interiores (la septembrina o la Guerra Carlista), el dramaturgo tiene que
plantearse la cuestión del idioma del otro, del enemigo. Cuando el opo-
nente es cubano, chileno o peruano, el lenguaje no resulta extremada-
mente exótico, aunque siempre se pueden encontrar peculiaridades que lo
estilizan y lo hacen inmediatamente identificable para el público. Como
mínimo, suele recalcarse la extrañeza del acento. En El rescate de la Cova-
donga, para recuperar un barco caído —por una trampa del enemigo— en
manos chilenas, tres españoles se han disfrazado y colado entre la tripula-
ción. Cuando los llama el capitán, Manolo aconseja a Toribio, el asturia-
no que le acompaña: «El pico cierra / y procura estar sereno, / que para
hablar en chileno / no valéis los de tu tierra».46 Mucho más fácil lo tienen
los autores cuando ponen en escena personajes cubanos, ya que el hecho
de que parte de la población sea negra les permite ridiculizar al enemigo,
y lo dotan de una pronunciación «típica», sin r, entre otras características.
El efecto cómico de la distorsión del castellano ya se utilizaba durante la
guerra de la Independencia cuando las dificultades de los franceses para
manejar la lengua de Cervantes se escenificaron reiteradamente para rego-
cijo del público.47 Aunque no resulta nada original, el autor de Cuba con-
sigue mover a risa a los espectadores con réplicas como la que pone en
boca de Caracolillo: «negos no poder olvidarse de que España nos hizo a
todos libes».48
de un genio poético y los errores rítmicos son patentes, la retórica al uso en 1859 dista
mucho de esta lengua deconstruida de finales de siglo. Coba Gómez supo escribir (malas)
obras de teatro militar de actualidad, pero en las óperas de temática filipino-cubana quiso
ir un poco más lejos.
46 El rescate de la Covadonga, acto I, cuadro II, esc. 3.ª, f. 10a.
47 Emmanuel Larraz aclara que las obras solían falsear la realidad insistiendo en la
incapacidad de José I para desenvolverse en castellano, cuando en realidad se esforzaba
mucho por cuidar el idioma y el registro que utilizaba, y había impuesto el español como
lengua única y exclusiva en la corte. Sin embargo, en la producción dramática lo más nor-
mal es que hable italiano o necesite de los servicios de un intérprete para poder entender-
se con sus nuevos administrados. Emmanuel Larraz, Théâtre et politique pendant la Guerre
d’Indépendance espagnole: 1808-1814, Aix-en-Provence, Université de Provence, 1988,
pp. 367-368.
48 Jesús López Gómez, Cuba, acto I, cuadro II, esc. 12.ª, p. 25.
Modelos genéricos, culturales y formales 51
58 Miguel Ayllón y Altolaguirre, El héroe de Anghera, acto II, esc. 5.ª, p. 31; Rafael
María Liern, La toma de Tetuán (III), acto I, esc. 1.ª, p. 8; César Tournelle, Un corneta en
África, acto I, esc. 4.ª, f. 39a.
59 Luis Prudencio Álvarez, Adelante a Tánger, esc. 1.ª, f. 8b. La cursiva es mía.
Modelos genéricos, culturales y formales 55
mal la violencia del discurso, como ocurre por ejemplo cuando el solda-
do Rodríguez, asustado por las pretensiones amorosas de la Caya, subra-
ya que no le reprocha el ser negra, pero que en su casa el betún sirve para
el cuero y él nunca pensó «ni dejarse amar / por las cucarachas / que
andan por acá».60 Cabe recordar, llevados de la pluma de Carlos Serrano,
que la prensa de la época presentó el conflicto en términos de «guerra de
razas» y que el miedo al negro era patente, como se ve, por ejemplo, en
la satanización de Maceo.61 Las rebeliones de esclavos negros jalonaron
todo el siglo XIX, y constituyeron para los españoles un precedente temi-
ble. No es casual que el tema de la independencia cubana vuelva a ser una
cuestión candente en 1887 (año en que se estrenan Cuba libre y Españo-
les sobre todo), justo después de la abolición de la esclavitud, que confería
a las cosas una nueva dimensión. Parte de la población peninsular lo rei-
vindicó como una prueba del alto grado de civilización de España, mien-
tras otra parte no consiguió sobreponerse al miedo y a los viejos demo-
nios que se despertaban. En Las Carolinas, obra catalana de 1886, don
Ramón comprueba con placer el renacer de la insurgencia cubana y
comenta: «Oh! Felicitat! Los insurrectos sembla que tornan a treure el
nas. La paz de Zanjón no haurá sigut més qu’una tregua. […] Pero jo,
encara que indirectament haig de contribuir a la emancipació dels
esclaus, per més que passi plassa de mal espanyol».62 Todo sucede como si
la libertad humana fuera forzosamente un eslabón de la libertad política,
y ambas cuestiones quedan imbricadas.
Negro o blanco, cubano o árabe, el enemigo suele ser feo o, cuando
menos, traidor; su lucha carece de la mínima legitimidad frente al com-
bate de los españoles, sostenidos por la justicia y la gloria. Cuando el dra-
maturgo evita la acostumbrada denigración del enemigo, se explica inme-
diatamente para que nadie piense que está glorificando lo inaceptable. En
Los españoles en África en 1860, el teniente llama a los marroquíes «cana-
lla insolente / bruta, traidora y cobarde», a lo cual se opone el alcalde
recalcando: «Cobarde, no, mi teniente, / y si así tratáis de ajarle / amen-
guáis vuestras victorias».63 La grandeza española también se refleja en la
60 Rafael del Castillo, Cuba para España, acto I, cuadro IV, esc. 5.ª, p. 24.
61 Carlos Serrano, Final del Imperio, pp. 6, 27 y 83, entre otras.
62 A. Ferrer y Codina, Las Carolinas, acto I, esc. 2.ª, p. 10. La cursiva es mía.
63 Antonio Redondo, Los españoles en África en 1860, cuadro V, esc. 1.ª, p. 57.
56 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
La puesta en escena
La ilusión de realidad
La especificidad del teatro estriba en su dimensión de escenifica-
ción, esa parte visual y auditiva cuya construcción resulta más o menos
directamente descifrable para el público que presencia la representa-
ción. Acostumbrados al consumo del espectáculo,1 los asistentes domi-
nan los códigos en la mayoría de los casos, lo que permite que a veces
esos elementos visuales se impongan al texto. Las pantomimas, bastan-
te numerosas, son una primera prueba de ello, pero también lo son
las alegorías. Recurso «estilístico» al uso para muchos, en el propio
desarrollo de la obra, la alegoría puede llegar a bastarse a sí misma y
constituir la totalidad del espectáculo, sin una línea de texto. El Diario
de Barcelona deja el siguiente testimonio de la representación oficial que
tiene lugar en el inmenso —y, sin embargo, abarrotado— teatro del
Liceo para celebrar el final de la Guerra Carlista en 1876. Las localida-
des se vendieron en una sola tarde, y espectadores y teatro se engalana-
ron para la ocasión:
1 Por lo menos en las dos capitales teatrales, Madrid y Barcelona, cuya red de teatros
es particularmente densa en comparación con sus coetáneas europeas, lo que induce, a la
vez que traduce, un consumo sostenido del espectáculo. Véase al respecto el excelente y
sugerente trabajo de Jeanne Moisand, Madrid et Barcelone, capitales culturelles en quête de
nouveaux publics (production et consommation comparées du spectacle, vers 1870 – vers 1910),
tesis doctoral defendida en diciembre de 2008, European University Institute, 2 vols.
58 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
El final del conflicto no se evocó más que por este cuadro inicial, pero
en el entreacto se añadió la lectura de poesías de circunstancias que se lan-
zaron al público desde el quinto piso cuando bajaba el telón, al final de la
alegoría.
Este leer y tirar poesías entre los espectadores va generalizándose, en
particular cuando se organiza una función destinada explícitamente a cele-
brar un acontecimiento u homenajear a un héroe o una institución. En
noviembre de 1893 se monta en el teatro Apolo de Valencia una repre-
sentación cuyo producto se destina enteramente a los heridos de Melilla.
Se escenifican cuatro obras, dos de las cuales tienen contenido patriótico
(¡Españoles! ¡A Melilla! y Sidi-Aguariach), y se leen poesías referentes a los
acontecimientos en curso.3
A veces se leen en los entreactos textos de naturaleza más diversa, como
ocurrió en la representación de La voz de España en Barcelona, durante la
cual «se leyeron entusiastas poesías y [el] parte oficial anunciando el bom-
bardeo de algunos puertos de África acabó de completar la general anima-
ción. Repartiéronse entre la concurrencia gran número de retratos del
Excmo. Sr. D. Baldomero Espartero».4 La lectura de las poesías prolonga el
texto teatral (en general recupera una versificación similar, un tono pareci-
do…), mientras que la del parte hunde al espectador en la realidad, difu-
minando las fronteras entre ficción y mundo real, acercando la obra a lo
vivido, borrando las señales de su pertenencia al mundo de la creación.
Lo que también pone de relieve el ejemplo del Gran Teatro del Liceo
es una especie de ritual que precede a las representaciones en las grandes
ocasiones: se decora la sala con el fin de preparar al espectador para lo que
va a ver, creando un ambiente solemne y/o festivo. En los casos más
sobrios la iluminación se une a un retrato de Su Majestad, como sucedió
en Vitoria con motivo de la puesta en escena de Los moros del Riff en febre-
ro de 1860, después de la toma de Tetuán, o en Valencia en circunstancias
casi idénticas.5 En Cádiz, cuando quieren festejar la vuelta de los marinos
del barco Villa de Madrid, los miembros del Casino Gaditano organizan
una función en el teatro de la ciudad, que ellos mismos decoran previa-
mente. Así describe el coliseo el poeta y dramaturgo Víctor Caballero y
Valero, autodesignado cronista oficial del evento:
En los costados del teatro se leían en elegantes tarjetas los nombres de los
buques que tan heroicamente han hecho la campaña en el Pacífico, y los de
los jefes que tan bizarramente se han portado en aquellas apartadas regiones. En
la parte superior de la embocadura del proscenio, había un escudo que repre-
sentaba las armas de la ciudad entre dos banderines de seda; a sus costados tenía
dos tarjetones con los nombres de ABTAO y CALLAO, siguiendo para los palcos
de tornavoz dos grandes pabellones formados por dos banderas de guerra. En
los intercolumnios de los palcos principales había formado pabellones, y en su
centro, unos tarjetones rodeados de laurel con los nombres de los buques que
componían la escuadra. Los delanteros de estos palcos estaban forrados con
magníficas colgaduras de terciopelo grana galoneadas de oro. En los extremos
de las colgaduras se veían grandes tarjetones y guarnecidos de laurel los nom-
bres de MÉNDEZ NÚÑEZ y LOBO. Las columnas que sostienen a los palcos prin-
cipales estaban revestidas en espiral, con flores, teniendo colocados, a la altura
de los aparatos de luces, unos trofeos compuestos de banderines de seda, anclas
doradas y tarjetones con los nombres de los comandantes de los buques de gue-
rra. Los respaldos de las plateas estaban forrados con telas de los colores nacio-
nales. Del techo pendían elegantes pabellones de gasas de diferentes colores.6
ciera al de las demás piezas, en las que el rapto de una joven constituye un
paso casi obligado. Parece que el coliseo quisiera ofrecer la seguridad de
que lo que se representa es lo que hay, lo que está pasando, una reproduc-
ción exacta de la realidad.
En algunos casos tenemos la impresión de que la verdad histórica es
lo que legitima la obra a ojos de su autor, y este se esfuerza por demostrar
hasta qué punto su pieza es fiel al curso de la historia. Se encarga de recor-
dárselo al espectador escéptico en los momentos más increíbles, cuando
surge una peripecia que algunos podrían considerar improbable. En
¡Valencianos con honra!, Palanca y Roca eligió hablar de las monjas del con-
vento de San Gregorio que tuvieron que cruzar las barricadas para buscar
refugio en el hospital, para lo cual pidieron ayuda a los voluntarios repu-
blicanos. El incidente aparece en el argumento en dos ocasiones, señaladas
ambas por la correspondiente nota a pie de página para insistir en que se
trata de un hecho «histórico».11 Si bien Palanca no abusa del procedi-
miento, este viene a ser casi sistemático en Sánchez Escandón y Morque-
cho, quien desarrolla un amplio paratexto que enmarca su propia obra, la
delimita, la justifica. Entre el prólogo y el principio del acto único de que
se compone El combate del Callao, introduce el relato que hicieron tanto
La Iberia como el Diario Español del suicidio del almirante Pareja, mien-
tras prolonga la obra con quince folios de notas y advertencias históricas
que remiten al texto dramático, siguiendo paso a paso su avance. El con-
junto se cierra con una biografía de Méndez Núñez, a quien va dedicada
la pieza.
Lo que aquí tiene cariz de justificante en otras ocasiones corresponde
a la meta última del dramaturgo deseoso de hacer obra histórica, de testi-
moniar de un acontecimiento, un hito, y la escritura teatral se encuentra
entonces sometida a tal propósito. En la versión impresa de ¡Tetuán por los
españoles!, los autores se despiden del lector con estas palabras:
En la imposibilidad de presentar en la escena personajes conocidos, y
siendo necesario, para sostener la acción de nuestro drama, intercalar algu-
nos hechos, estos los hemos tomado de los partes y versiones oficiales; por lo
11 Francisco Palanca y Roca, ¡Valencianos con honra!, acto I, esc. 13.ª, p. 24 («Se reco-
mienda a los directores de escena que se cuiden mucho de este pasaje histórico», reza la
nota), y acto II, esc. 5.ª, p. 38 («histórico»).
62 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
cual, rogamos a los actores no los corten si acaso les pareciesen largos, pues
esto puede disimularse, siempre que el buen gusto y desempeño del actor
contribuyan a mantener, con su acción, la impaciencia del auditorio que le
escucha.
papel»),13 en consonancia con el gusto del público por las escenas de com-
bate y de exaltación patriótica, manifestaciones ruidosas a las que puede
asociarse con entusiasmo y vigor.
Haciendo la reseña del estreno de la obra ¡A Melilla! ¡Viva España!,
Pedro Bofill escribe que «tres autores la escribieron, los Sres. Servat, Ceba-
dera y Gómez Candela; y 2000 espectadores la representaron».14 Insiste en
los gritos de desahogo de la concurrencia en las escenas más impactantes.
Más que ningún otro, el teatro de actualidad militar necesita del público,
y de un público sin distancia crítica, para poder funcionar. Además de los
medios estrictamente literarios que describimos en el capítulo precedente,
la puesta en escena cobra verdadera importancia a la hora de borrar las
fronteras entre realidad y ficción. Así, en 1893, cuando empiezan los acon-
tecimientos de Melilla, las obras sobre la guerra de África recuperan repen-
tinamente la actualidad. Esto ocurre, por ejemplo, con Las francesillas, de
Serafí Pitarra. Alargándole el título para la ocasión, los empresarios se
apresuran a representar regularmente estas «francesillas o los voluntarios
catalanes». El 25 de octubre de 1893 la sociedad Cervantes elige esta obra
para su función en el Romea y publica los correspondientes anuncios.
Recalca que participarán «los verdaderos voluntarios catalanes de la Gue-
rra de África»,15 que desfilarán durante el pasacalle del primer acto. Asi-
mismo, consciente del realismo que deben revestir las escenas militares, el
autor de Cuba española pide a un amigo suyo, oficial del cuerpo de caba-
llería, que las escriba y que supervise su escenificación cuando se estrene la
obra en Zaragoza.16
vioso que el grito les causa, como el ladrón que en la calle da un empellón a
un transeúnte y, aprovechando la violencia del choque, le hurta el reloj.28
Los actores
La condición de cómico
El firme rechazo a este tipo de espectáculo que expresan la mayoría de
los críticos se debe sin duda a la escasa, cuando no nula, calidad literaria
de los textos, aunque no solo. Si bien la cuestión de la moralidad teatral se
dirimió definitivamente a favor del arte de Talía, aún persisten algunas
reticencias. Nadie piensa ya en prohibir el teatro por ser un espectáculo
altamente depravado y degradante en sí, aunque el contenido de tal o cual
obra justifique que se suspendan las representaciones. Ni se le ocurriría a
nadie excomulgar a los actores o negarles el entierro en camposanto, pero
algo de esos prejuicios perdura. Así, Aurelio Varela Díaz utiliza las páginas
de España Artística para pedir la suspensión de las obras patrióticas. No
echa la culpa a los dramaturgos (necesitan vivir y se mueven siguiendo la
ley de la oferta y la demanda), pero se escandaliza: «todo menos comerciar
con el patriotismo. Una escena sentida en boca de un actor cómico, por
bueno que este sea, producirá siempre el mismo efecto que un discurso de
religión y moral pronunciado por un clown desde la pista de un circo».29
El discurso patriótico, el más noble que existe, se degrada al contacto con
los actores.
Aunque este teatro no le esté haciendo un gran favor al cómico en
la mayoría de los casos, la recíproca no es cierta y los actores no me-
nosprecian esta producción —al contrario de lo que pasa entre los críti-
cos—. Algunos de los más famosos no desdeñan interpretar sus papeles.
Corrió como una exhalación por todas partes y el entusiasmo estalló con
los síntomas de un verdadero delirio. Mientras las tiples Sras. Pretel y Zara-
goci ondeaban dos banderas nacionales, la orquesta tocaba la marcha de Cádiz,
coreada por toda la compañía y el público puesto en pie desde sus localidades.
Esto no bastaba. Asociáronse todas las dependencias del teatro […].38
47 Jesús López Gómez, Cuba, acto I, cuadro II, esc. 14.ª, p. 27.
48 Sobre el tema, véase el libro de Carmen Bravo-Villasante, La mujer vestida de hom-
bre en el teatro español (siglos XVI-XVII), Madrid, SGEL, 1976.
Teatralidad y representaciones 77
Sean cuales sean los motivos, el que las mujeres interpreten papeles de
hombres está muy de moda e incluso permite a algunos autores insistir en
que, al fin y al cabo, todo esto no es sino teatro. Así, en ¡El estandarte espa-
ñol a las costas africanas!, Elena se alista voluntariamente para seguir a su
padre y a su novio. Su decisión despierta una ola de entusiasmo y otras
cien mujeres se apuntan también para salir a Marruecos. A la hora de bus-
car uniformes y armas, una de ellas recuerda que «en el teatro / trajes de
cadete he visto / hechos para las mujeres».53 Rápidamente acuden al coli-
seo y consiguen lo que necesitan. Lo que aquí permite un guiño hábil al
espectador aparece a veces como un paso obligado que el dramaturgo
quiso respetar pero no halló una manera natural de hacerlo. En Los moros
del Riff y ¡Tetuán por los españoles!, dos padres marroquíes han decidido
vestir de hombres a sus respectivas hijas. En el primer caso, se supone que
su identidad masculina protege mejor a la joven en el viaje que debe
emprender hacia España, pero en ¡Tetuán por los españoles! el espectador no
llega nunca a entender muy bien el porqué del cambio de sexo.
A veces ni siquiera hacía falta que el argumento de la obra justificase
el intercambio; era bastante habitual que los principales papeles masculi-
nos fueran interpretados por actrices. Para el estreno en Cádiz de una obra
titulada ¡Cuba por España! (al parecer distinta de la del corpus), el crítico
teatral dice que la señora Córdoba desempeña el «papel del aguerrido
Luis»,54 y nueve obras del corpus han elegido también mujeres como pro-
tagonistas masculinos. Esta tendencia, que abarca el conjunto del período
estudiado, aparece ya en 1859 en la representación de La playa de Algeci-
ras, durante la cual arrancó muchos aplausos según una de las reseñas del
espectáculo: «La señorita Boldun, que representaba el antes vendedor de
fósforos y luego erudito corneta, fue muy aplaudida, y a ella y al patrio-
tismo de los espectadores se debió en gran parte el éxito de la pieza».54bis El
reparto que figura al inicio de las obras impresas cuando fueron represen-
tadas permite saber que Gallardete, uno de los hijos cariñosos de Patricia
en ¡Aún hay patria, Veremundo!, fue encarnado por Concha Segura, y
que en La convalecencia es la señora Dardalla quien presta su voz a Ino-
cencio, el fogoso y revolucionario hijo. En Cuba libre, la señora Delgado
53 ¡El estandarte español a las costas africanas!, acto III, esc. 4.ª, f. 71a.
54 Revista Teatral (Cádiz), 143 de 10.11.1895, p. 2.
54bis Diario Español Político y Literario, 13.11.1859, p. 1.
Teatralidad y representaciones 79
empieza cantando en el barco que lleva a los hombres hacia Cuba, para
deleite del sexo opuesto, pero luego se transforma en el mulato Esteban, de
modo que acumula varios papeles en la obra. El movimiento alcanza a las
más famosas; así, Loreto Prado es Valentín, el joven huérfano que sueña con
irse a la guerra en Fantasía morisca. La juventud del personaje justifica hasta
cierto punto el cambio de sexo, ya que no era raro utilizar por este motivo
a una mujer, pues su dulzura parecía acorde con la niñez o con su final. Es
lo que explica que la señorita Bueno sea el niño Pepito de ¡Viva la paz!
Los músicos saben que la inversión es frecuente y, llegado el caso, la
aprovechan. Es lo que hace Chapí cuando compone Los golfos: el papel del
protagonista, Canela, está escrito para una voz femenina. Así, cuando se estre-
na la obra en Madrid, la señorita Bru da vida a este generoso golfo, y todos
sus compañeros de travesuras serán también mujeres: la señorita Fernández
es el Piri; la señorita González, el Pito; la señorita Carceller, el Rata, y la seño-
rita Diego encarna a un golfo indeterminado. El único protagonista hombre
es Tomás, personaje de muy poco relieve en comparación con su hermano
Canela.55 En Por España y su bandera el papel del personaje principal también
se confía a una mujer: Emilia Leonardi de Nascé es Genaro en el escenario.
En El guiriguay, el cambio de sexo se utiliza para aumentar la dosis de
crítica. Los papeles de los hijos del dios Marte también recaen en mujeres
pero, en esta obra en clave, detrás de uno de estos dos personajes todo el
mundo reconocía al general López Domínguez, que fue ministro de la
Guerra en el Gobierno de Sagasta y tuvo a su cargo la campaña de Meli-
lla. Mientras se sigue reprochando al Gobierno sus sucesivos aplazamien-
tos y sus dudas, analizados como señales de debilidad y retrocesos ante el
enemigo, el hecho de feminizar a los actores del conflicto trasluce a las cla-
ras la opinión del dramaturgo a este respecto. El director de la compañía
que pone en escena la obra en Cádiz mantiene esta elección, y, tras la
representación, el crítico teatral de la ciudad escribe:
Tuvimos el gusto de ver en ella a los principales personajes que han figu-
rado en la campaña de Melilla; López Domínguez, que nunca esperamos ver
bajo las lindas formas de Aurorita Guzmán, estaba con aquel casco, aquella
toga romana, aquella nagüita [sic] corta, y con aquel… aquel, para chillada.56
55 Quizá el fuerte desfase entre Tomás y Canela pueda interpretarse como un indicio
de un incipiente star system, basado, de momento, en la figura de la diva.
56 Revista Teatral (Cádiz), 81, de 20.2.1894, p. 2.
80 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
57 E. Osuna y Guerrero, Banderín de enganche o Mujeres para Cuba, cuadro I, esc. 5.ª,
p. 12 (acotación escénica).
Teatralidad y representaciones 81
quince días antes de la muerte del verdadero jefe insurrecto, bien se ima-
ginan las inmensas esperanzas que despertó su fallecimiento. El hecho de
que la salvación de España llegue finalmente de la mano de un hombre
quita bastante hierro a la crítica y orienta la obra más bien hacia la comi-
cidad, buscando hacer reír a la concurrencia gracias a la sistematización de
un procedimiento teatral en boga.
Divertir a los espectadores es, sin lugar a dudas, la meta que también
persiguen los respectivos autores de ¡Tetuán por los españoles! y El corazón
de una madre, quienes eligen jugar asimismo con la inversión de sexos,
pero al revés de lo visto hasta ahora. En efecto, en la segunda de estas pie-
zas, la madre y la novia de Genaro, Mercedes y Victoria, se han introdu-
cido disfrazadas de judías —supuestamente para vender joyas— en el
campamento moro donde aquel está prisionero. Bruno, el fiel criado, las
acompaña bajo la misma apariencia. En la otra obra, Pablo ha caído en
manos del enemigo y, para liberarlo, Pedro se ha disfrazado de mujer con
el objeto de no despertar sospechas. La estratagema le obliga, en cambio,
a defenderse de los asaltos amorosos de Mohamed.
Ese paso fácil entre identidades masculinas y femeninas no por fre-
cuente resulta menos problemático en un corpus en que, casi siempre, la
mujer se concibe como un ser débil cuya flaqueza puede llegar a ser un
obstáculo a la hora de salvar el honor. Pero no todas las obras son misógi-
nas, y es cierto que hay heroicos modelos femeninos que España puede rei-
vindicar.58 Sin embargo, sigue siendo difícil compaginar maternidad y
patriotismo, ya que la primera supone proteger a cualquier precio lo que
el segundo exige sacrificar. En consecuencia, las obras se suelen estructu-
rar alrededor de una pareja de padres de sentimientos antagónicos, de
acuerdo con las certeras palabras de Antón a su mujer: «¡Tú eres la voz de la
sangre, / yo soy la voz de la patria!».59 En efecto, aunque al final la madre
58 Si bien parece que algunos dramaturgos no se acuerdan. Así, en ¡El estandarte espa-
ñol a las costas africanas!, Elena, que desea salir hacia Marruecos, dice: «Y quiero ser / segun-
da Juana de Arco» (acto II, esc. 8.ª, f. 51a).
59 Alfredo Brañas, Amor y patria, p. 32. La importancia de la dicotomía encarnada
por la pareja se trasluce claramente en el hecho de que en un principio el título de la obra
era La voz de la sangre y la voz de la patria. Brañas decidió finalmente cambiarlo por una
cuestión de derechos de autores, ya que quería evitar las posibles confusiones con otras dos
obras, La voz de la patria y La voz de la sangre. Lo irónico es que, huyendo de un título
que, al fin y al cabo, no existía, escogió otro que sí había sido utilizado: la obra de Flores
82 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
Cuando la oye hablar, al padre de Pedro le parece estar escuchando «la voz
[…] de la patria». Su personalidad compensa la debilidad de las demás
mujeres, quienes, al final, no logran deshonrar a Pedro; recuperando el
buen sentido, este sale para África. Pero la condescendencia de la drama-
turga salpica incluso a este carácter fuerte, ya que, cuando la nodriza pre-
tende dar un escapulario a Pedro, el padre realiza este comentario: «Déja-
la hacer, que goza en ello, / y al candor infantil de las mujeres / cariñosa
indulgencia le debemos».63 Las palabras más duras, sin embargo, salen de
boca de Frasquito en Un defensor de Melilla. Desanimado ante lo que con-
sidera ignorancia e insensibilidad femenina, acaba sentenciando: «Inutil
sér es la dona, / pues ella ni sent ni pensa».64
Si puede llegar a haber incompatibilidad entre feminidad e ideal patrió-
tico, si no se deja de atacar a las mujeres, quienes, en el mejor de los casos,
se pasan la obra llorando, ¿no resulta incoherente, incluso chocante a veces,
que se otorguen los papeles de los valerosos salvadores de la patria a esas mis-
mas mujeres? En un tipo de teatro del que hemos subrayado el afán por ani-
quilar todo posible distanciamiento, por multiplicar el efecto de realidad,
¿cómo compaginar esta apuesta por la escenificación con el contenido de las
obras? Y, sin embargo, no parece que lo que se nos antoja paradójico haya
planteado problemas en la época, probablemente porque era un procedi-
miento muy corriente. Cuando se trataba de los comparsas la razón sería
también económica, ya que debía de salir más barato contratar a mujeres
que a hombres. ¿Cómo explicar si no que, para montar la pantomima La
guerra de Cuba y ¡viva España!, el director del Gran Circo de Córdoba recu-
rriera a «más de doscientas mujeres y veinte niñas»? Hoy día solo se conocen
los títulos de los cuadros de la obra, los cuales no indican una peculiar nece-
sidad de mujeres. Si bien es fácil pensar que entre los que presencian la «Des-
pedida de las tropas en Madrid», el «Embarque» o la «Llegada a la Habana»
hay mujeres, no así «En alta mar», ni tampoco «En la manigua» o durante
la «Apoteosis del triunfo del ejército español en Cuba». Ahora bien, esta
masiva presencia femenina es el único argumento publicitario exhibido para
defender la puesta en escena de esta pantomima «de gran aparato».65
63 Rosario de Acuña, La voz de la patria, acto I, esc. 6.ª, p. 24, y acto I, esc. 8.ª, p. 29,
respectivamente.
64 Vicente Tafalla Campos, Un defensor de Melilla, acto I, esc. 3.ª, p. 9.
65 Más datos en España Artística, 16, de 23.5.1897, p. 5.
84 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
Escenógrafos y escenografía
Unos decorados miméticos
Entre los escenógrafos que participan en la puesta en escena de piezas
de teatro militar de actualidad los hay muy famosos, como por ejemplo
Bussato, Bonardi y Amalio Fernández, encargados de la escenografía de
Cuba libre en su versión madrileña. Lo mismo que los actores, no dudan
en trabajar en obras que algunos calificarían de malas. Bussato fue, duran-
te mucho tiempo, el escenógrafo de un teatro tan prestigioso como el Real.
La dirección del Apolo le había confiado «la pintura de unos telones de
índole enteramente “tropical”, que causaron gran efecto, especialmente la
bahía y el panorama de La Habana y un bosque antillano, derrochando
lujo en indumentaria y atrezzo».66 Algunos meses antes, al anunciarse la
obra, los elogios ya habían apuntado a los decorados del señor Bussato,
que reproducían «la naturaleza exuberante y vigorosa de Cuba».67 Si en
Madrid se apuesta por el exotismo, en Barcelona se juega la carta del des-
lumbramiento, de un maravillarse continuo en una perspectiva algo dis-
tinta. Se pintaron cinco nuevos decorados para la ocasión y, entre ellos,
es de buen efecto la [decoración] del final del primer acto, que representa un
puerto de mar con un faro luminoso a lo lejos y con las aguas bien imitadas.
Tiene buena perspectiva otra decoración del segundo acto, que representa un
bosque con un lago lejano; pero la apoteosis final es muy débil.68
Son los mismos lugares, pero la reseña parece subrayar, en este caso
concreto, una reproducción «realista» de los paisajes. Se busca un efecto de
autenticidad y lo que cuenta es la imitación, pero este interés no es exclu-
sivo del teatro patriótico, ni mucho menos, sino que se inscribe en la diná-
mica general del conjunto teatral de la época.69 Los mismos criterios de
«calidad» imperan en la obra ¡Aún hay patria, Veremundo!, cuya escenifica-
ción en Madrid corresponde a Luis Muriel y López —otro escenógrafo de
mucho renombre— y viene valorada en España Artística de este modo:
«una decoración simulando, a lo lejos, un combate naval, que es un alar-
de soberbio de perspectiva y de color. En primer término se destaca la
cofa de un barco; al pie la bandera española, y a su lado un león en acti-
tud hermosamente brava».70 Lo único que escapa a esta reproducción
mimética de la realidad es el león, que devuelve al espectador al universo
de la loa y de su simbolismo, aunque no es una iniciativa del escenógrafo,
ya que el mismo autor, Navarro Gonzalvo, había mezclado personajes
humanos y alegóricos. A pesar de todo, hay que señalar que Muriel es uno
de los profesionales del sector cuyo trabajo evolucionará de manera algo
distinta.71 En diciembre de 1893, cuando el teatro Eslava decide reponer
Los Voluntarios, en consonancia con los recientes acontecimientos de Meli-
lla, la reseña del reestreno subraya que «Muriel ha pintado un lindísimo
telón alegórico a la guerra de África»,72 cuando en realidad la obra se cie-
rra en un cuadro plástico de Prim con los voluntarios catalanes.
Los pocos deslices en cuanto a la estricta reproducción de la realidad
desembocan en concesiones hechas a la estética de la loa y no ponen en
74 El desfase también parece haber molestado al periodista, que comenta que «el
Sr. Villahermosa intentó caracterizar el “Valor español” a pesar de vestir el traje de soldado
griego que aparece en la comedia Los héroes y las grandesas» (la cursiva es mía). Diario de
Barcelona, 175, edición de la tarde de 22.6.1866, p. 2. Otra curiosidad resulta llamativa:
el que el Genio Español lo interprete una mujer, la señorita Pi, en contra de esta especie de
ley gramatical que vimos arriba.
75 Véase Carme Morell i Montadi, El teatre de Serafí Pitarra: entre el mite i la realitat
(1860-1875), Barcelona, Curial Edicions Catalanes / Publicacions de l’Abadia de Montse-
rrat, 1995, p. 86.
76 La Correspondencia de España (reseña copiada de El Imparcial), 10 826, de
12.11.1887, p. 3.
77 Carme Morell i Montadi, El teatre de Serafí Pitarra, p. 87.
78 La Correspondencia de España, 13 062, de 9.1.1894. No olvidemos que en esa
época las representaciones aún transcurrían con todas las luces de la sala encendidas.
88 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
La música
En todos los coliseos hay una orquesta, más o menos numerosa según la
categoría de la sala. O, mejor dicho, la orquesta pertenece al conjunto de
la compañía que el director del teatro se encarga de contratar. Entre los pri-
meros que se nombran en la lista se encuentra el director de orquesta, res-
ponsable en realidad de toda la parte musical de la puesta en escena. También
se menciona, llegado el caso, el número de músicos y coristas. Así, entre los
militar. Nobles —entre los que se incluyen la nobleza de vieja cuna (las
familias Arenzana y Barrantes) y otra de creación más reciente (el mar-
quesado de Guad-el-Jelú se creó en 1860 y el general Ros de Olano lo reci-
bió por los servicios prestados en la guerra de África)—, políticos en la
cúspide del poder, personajes socialmente destacados se codean y comul-
gan con una ideología a punto de entrar en crisis.
Si en el caso de Madrid todo ello resulta bastante fácil de leer, no así
en las demás ciudades, en las que el limitado número de teatros, a veces
uno solo, hace pensar en una mayor mezcla de categorías sociales. More-
no Mengíbar muestra los grandes y constantes esfuerzos de la clase más
adinerada de Sevilla por aislarse en el teatro de la ópera de la ciudad, para
lo que se ponían precios elevadísimos a las localidades. Los demás coliseos
ofrecían una convivencia que les gustaba mucho menos.90
Barcelona
En Barcelona, el gran número de teatros parece indicar que la cues-
tión se plantea en términos equivalentes aunque las soluciones sean dife-
rentes. Resumiendo el análisis que ofrece Jeanne Moisand de la oferta tea-
tral en esa ciudad y en Madrid, comprobamos que hacia 1870, ante el
aumento de la competencia por una parte, y de los gastos por otra, los
directores de los teatros buscan atraer a un público de un espectro social
cada vez más amplio. La fórmula del teatro por horas —utilizada primero
en las salas más modestas, para luego ir conquistando poco a poco coliseos
más selectos— constituye un primer éxito madrileño desde este punto de
vista. En cambio, esta solución tarda bastante tiempo en arraigar en Bar-
celona, donde se emplean otras estrategias. Allí se suelen usar comercial-
mente las organizaciones de públicos agrupados en sociedades de teatro,
muy activas desde los años 1850 bajo la forma de sociedades de aficiona-
dos. Pero su orientación cambia: mientras antes actuaban para sí en los
escenarios públicos, ahora deben consumir un espectáculo producido por
la compañía del teatro, aunque se mantienen las compañías de aficionados
en los teatros privados. A finales de la década de 1880, el teatro por horas
se impone definitivamente entre los directores barceloneses, pero el gran
Cifrar el éxito
Del éxito financiero…
A los críticos no les gusta nada de esta producción, que, sin embargo,
en general cosecha un éxito de público que llena las esperanzas de sus
autores. En Córdoba, un periodista concluye el resumen ácido y burlón
del argumento de A Cuba y ¡¡viva España!! con la comprobación de un
«Detalle importante. A la hora de representarse el apropósito, no queda
ninguna noche un solo billete por vender».1 Si buscamos pruebas de la
rentabilidad de este teatro, pueden servir de barómetro los casos en que los
actores elegían una obra de este repertorio para celebrar su beneficio, o sea,
una representación cuya recaudación se quedaban íntegramente ellos.2
Entre otros numerosos ejemplos, podemos citar el caso de Tomás Torres,
que en diciembre de 1893, en Valencia, escogió para su beneficio Moros en
l’horta o El riffeño Ben-Cheroni; o el hecho de que en marzo y abril de 1876
la obra La paz fuera seleccionada por la señora Valverde y también por
Ricardo Zamacois, Emilio Mario y la señora Ponce de León para sus res-
pectivos beneficios.
Las obras de actualidad militar no suelen pasar a formar parte del reper-
torio de los coliseos (duran lo que el conflicto que los alumbró), pero lo nor-
mal es que se mantengan bastante bien en cartel, y algunas incluso arrasan.
La vuelta de los cubanos se representa en Madrid 74 veces a lo largo de dos
años (las 34 primeras de manera muy seguida, ya que tienen lugar en tres
meses, en 1879). Por su parte, Viva Cuba española se pone en escena 33
veces entre noviembre y diciembre de 1877 en el Infantil, para volver a subir
al escenario luego regularmente, aunque de manera más espaciada. Asimis-
mo, en provincias algunas piezas constituyen una ganga teatral: en cinco
meses se cuentan 40 representaciones de A Cuba y ¡¡viva España!! en el
Duque de Sevilla; además, paralelamente, la obra recorre toda la provincia
con distintas compañías. En Madrid se calculó que una obra comenzaba a
ser rentable al llegar a las 5 representaciones, por lo menos en 4 grandes tea-
tros de la capital.3 La cifra no puede aplicarse sin más a todos los coliseos
(depende de su capacidad, del sueldo de los actores, del precio de las entra-
das…), pero ofrece una media a partir de la cual dar sentido a los recuentos
realizados. Pocas obras patrióticas no alcanzan esta media, y el relativo fra-
caso de algunas puede ser compensado por el apabullante éxito de otras.
Escribir o montar una obra patriótica asegura, a priori, unas ganan-
cias como mínimo correctas, y ello debe explicar ciertas situaciones para-
dójicas. En agosto de 1896 se pone en escena, en el madrileño teatro Mar-
tín, la obra Un voluntario a Cuba, en la que Arturo se alista como tal tras
exponer sus motivos: «Ciudadano soy y tengo que demostrarlo». La patria
está antes que nada. Por ello, la obra se cierra con la afirmación conjunta,
en boca de todos los personajes reunidos, de que hay que luchar «hasta
vencer o morir como un verdadero español». Arturo concluye: «Si al sim-
pático público le place aplaudir al joven voluntario a Cuba, le librarán de
ir».4 Se había anunciado la obra explicando que la función sería a benefi-
cio del joven José Pérez, para pagarle la redención, lo que probablemente
significa que no era ni «verdadero español» ni «ciudadano»…
3 Carmen Menéndez Onrubia y Julián Ávila Arellano han basado sus cálculos en los
teatros que, en su opinión, «ofrecían un espectáculo de más calidad» (Español, Comedia,
Princesa y Lara) para el período que va de 1887 a 1893. Véase, de estos autores, El neorro-
manticismo español y su época: epistolario de José Echegaray a María Guerrero, Madrid, CSIC,
1987, pp. 93-94.
4 Josefa Pérez, Un voluntario a Cuba, acto I, esc. 3.ª, f. 3a, y esc. 8.ª, f. 7a. Noticias
sobre la función, en La Correspondencia de España, 14 077, de 21.8.1896, p. 3.
Difusión 97
… al éxito público
Vinculadas por su contenido a un acontecimiento o a un momento
fijo, las obras de actualidad militar se dirigen prioritariamente a un públi-
co preciso, contemporáneo al suceso. Emilia Pardo Bazán, cuando imagi-
na en una novela la puesta en escena de la obra ¡Valencianos con honra! en
una ciudad (imaginaria) española, recalca que «Solo bajo la monarquía de
merengue, que se va derritiendo y consumiendo al calor de la Revolución,
podía ser representable el drama que anunciaban los carteles del coliseo
marinedino: Valencianos con honra».5 La obra se dirige a un público tan
preciso —el único apto para entenderla— que pierde todo alcance uni-
versal y no parece representable fuera de un lugar y un tiempo histórico
determinados. Estas piezas son eminentemente caducas, y la intensidad de
su éxito, efectivo si hablamos de esta última obra, es proporcional a su bre-
vedad.
A veces la composición es tan localista que difícilmente se exporta a
otra ciudad. Los golfos conoce un enorme éxito en Madrid, pero cuando se
pone en escena en Cádiz no levanta excesivo entusiasmo. De hecho, un
crítico gaditano comenta que «la obra gustó medianamente, debido, sin
duda, a que son poco conocidas por acá las costumbres de la coronada
villa».6 Toda obra de teatro pone en juego un proceso de identificación, es
evidente, pero este es un resorte dramático sobreexplotado en el teatro de
actualidad militar. Cuando no apuestan por el exotismo, esos dramaturgos
acentúan los vínculos que pueden unir su pieza con lo cotidiano y/o la
actualidad. Fuera de toda consideración literaria, el motivo de que la obra
guste al público es que refleja una imagen muy familiar para él. Intentan-
do comprender el éxito de El guirigay, una pieza que, sin embargo, carece
de todos los ingredientes que en su opinión podrían explicarlo, un perio-
dista analiza:
Tiene alusiones a todos los actos del gobierno durante la cuestión de
Melilla, y eso de oír hablar en el escenario del peroné, de la cría de los cana-
rios, del bando, del bajá del campo, del hermano del Titán y del pastel de la
embajada hace las delicias de mucha gente, que goza confrontando aquellas
cosas que oye en el teatro con las que hasta saciedad ha venido leyendo en
las gacetillas de los periódicos, que le excitan a la franca carcajada cuando se
entera de que su claro talento le ha hecho adivinar que las gracias de El Guiri-
gay no son sino labor de tijera hecho [sic] sobre las columnas de los periódicos
satíricos.7
morenos, estampa II (páginas sin numerar, insertadas entre pp. 256 y 257); para el público de
los domingos, estampa IV (entre pp. 416 y 417). Su anotación sobre los precios, en p. 25.
10 Basándose, entre otros argumentos, en la totalidad de las localidades disponibles
en Madrid y Barcelona en el último tercio del XIX, Jeanne Moisand llega a la conclusión de
que, forzosamente, un público más bien humilde tenía que frecuentar los teatros para que
no cerraran, ya que la población acomodada de las dos ciudades no podía mantener por sí
sola tanta oferta. Véase su convincente demostración en los capítulos 1 («De la rareté à
l’abondance culturelle?») y 8 («Théâtres bon marché: spectacle populaire et sociabilités
politiques») de su tesis, Madrid y Barcelone, capitales culturelles.
11 En La tribuna, p. 253.
12 Carme Morell i Montadi, El teatro de Serafí Pitarra, p. 89.
13 Diario de Barcelona, 133, de 20.5.1874, p. 3. Reproducido de Las Provincias del
16.5.1874.
100 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
Reparto geográfico
Un análisis de la geografía del teatro de actualidad permite compro-
bar que está presente en el conjunto de la Península y que da lugar a
numerosas funciones, excepto en el País Vasco, donde siguen siendo muy
episódicas. A la hora de calcular la frecuencia de estos espectáculos nos
enfrentamos de entrada a la difícil recuperación de los datos. En térmi-
nos absolutos, el número de funciones aumenta a medida que nos acerca-
mos al final del siglo, pero esto se debe sin duda al estado de las fuentes.
Habrá que coger con cautela, pues, los datos expuestos, pero se impo-
ne, con sus posibles lagunas, el estudio de la infraestructura teatral de la
época para poder valorar en todas sus implicaciones la práctica inexisten-
cia de funciones de teatro de actualidad militar en el País Vasco.
En 1859, España dispone de 169 salas, 91 de ellas en las capitales de
provincias. La cifra es considerable, pero el reparto dista mucho de ser
homogéneo. Serrano, analizando esta geografía teatral, comentaba:
La costa oriental y meridional, desde Gerona hasta Cádiz (con algunas
excepciones locales, como Castellón o Almería) presenta una actividad teatral
densa, a la medida de su importancia demográfica y a veces muy superior,
como demuestra el caso barcelonés, mientras la capital del Reino sigue desem-
peñando un papel esencial, cuantitativa y cualitativamente, en la vida teatral
del país. A la inversa, Castilla – La Mancha, Extremadura y, sobre todo, el
cuarto noroeste del país acusan un déficit notable, hasta el punto de aparecer
como ausentes de este universo.20
19 Víctor Balaguer, Reseña de los festejos celebrados en Barcelona en los primeros días de
mayo de 1860 con motivo del regreso de los Voluntarios de Cataluña y tropas del ejército de Áfri-
ca, Madrid / Barcelona, Librería española / D. I. López Bernagosi, 1860, pp. 70-71.
20 «La côte orientale et méridionale, de Gérone à Cadix (avec quelques exceptions
locales comme Castellón ou Almeria) affiche une activité théâtrale soutenue, à la mesure
de son importance démographique et parfois bien au-delà comme le montre le cas barce-
lonais, tandis que la capitale du royaume continue de jouer un rôle, quantitatif et qualita-
tif, essentiel dans la vie théâtrale du pays. Inversement, Castille La Mancha, l’Estrémadure
Difusión 103
et, surtout, le quart nord-ouest du pays accusent un déficit notable, au point de faire par-
fois figure de véritables absents de cet univers». Carlos Serrano, «Théâtre, sport et corrida:
vers le spectacle de masses dans l’Espagne isabelline (1859-1867)», en Lucien Clare, Jean-
Paul Duviols y Annie Molinié (eds.), Fêtes et divertissements, París, Presses de l’Université
de Paris – Sorbonne (col. «Ibérica», 8), 1997, pp. 177-188; la cita, en p. 179. La traduc-
ción es mía. Las cifras que preceden la cita también se han sacado de este artículo.
21 El Diario Español, 4415, de 19.10.1866, p. 3, y 4424, de 29.10.1866, p. 3.
22 Boletín Oficial de la Propiedad Intelectual e Industrial, 10, de 16.1.1887, pp. 13-14;
14, de 16.3.1887, p. 16, y 19, de 1.6.1887, p. 12.
104 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
28 La Época, 22.10.1893, p. 2.
Difusión 107
tintes de sarcasmo en boca del crítico: ¿sería que resultaba fácil entu-
siasmarse desde las butacas del teatro? Cuando arrecia el conflicto, los
que están sentados aplaudiendo los simulacros ¿no estarían mejor
luchando en el frente? ¿O es que el sorteo de las quintas, que escalona
las salidas, posibilita (o hace necesario) mantener una propaganda acti-
va, con la ayuda de entusiastas dramaturgos? Ya lo dijimos: la guerra de
África suscita una producción masiva de obras de actualidad militar que
se difunden a lo largo y ancho de la Península; esta profusión excepcio-
nal coincide con una ausencia total —que yo sepa— de motines contra
las quintas, cuando atraviesan toda la segunda mitad del siglo XIX.29 ¿La
producción masiva explica en parte este estado de gracia o solo es una
manifestación suplementaria del entusiasmo fuera de lo común provo-
cado por este conflicto? Por otra parte, el País Vasco hace gala de una
sorprendente ausencia en el corpus y una presencia más que discreta en
el balance de las funciones, cuando hasta 1876 goza de una exención de
quintas y define en términos estrictamente originales su contribución a
los contingentes.
Si aceptamos el que estas obras rayaban a menudo en la propagan-
da pura, y basándonos en lo que parece una insidiosa crítica de Bofill
contra la concurrencia, patriota sin que le costase mucho, podemos
plantear la cuestión de la oportunidad de estas piezas. El patriotismo del
público no parece cuestionable, según demuestran los eventuales des-
bordamientos que provoca cuando cree que se ataca a la patria. Sin
embargo, si bien puede ir a manifestarse nada más salir del teatro, ¿va
por ello a alistarse? Si lo sortearon, ¿se marcha feliz y contento, resigna-
do por lo menos, listo para cumplir con el papel que le han asignado
machaconamente las obras?
Para contestar estas preguntas parece necesario separar el análisis
entre dos períodos: por un lado, la guerra de África, que levanta una
29 Albino Feijoo Gómez comenta que las quintas nunca fueron aceptadas. Primero
dieron lugar a rechazos individuales, y «entre 1854 y 1875 se mantienen las actitudes indi-
viduales de rechazo y aparecen, definitivamente, las formas de protesta colectiva y multi-
tudinaria, agudizándose, al mismo tiempo, el descontento». Véase, de este autor, «Quintas
y protesta social en el siglo XIX español», Historia 16, 17/191 (1992), pp. 19-30; el aparta-
do citado, en pp. 22-23.
108 El teatro patriótico: ¿un teatro distinto?
pasión que no volverá nunca más; por otro, los últimos cuarenta años
del siglo. Respecto a las cifras de reclutamiento, de participación en el
esfuerzo de guerra, o a las de desertores y sustitutos, por lo visto los
datos de 1859 y 1860 difieren. Las personas con posibilidades se redi-
mían, sin lugar a dudas, pero durante la guerra de África los hubo que
rechazaron este recurso. El actor Revilla decide ir a luchar a pesar de
que hubiera podido echar mano de su beneficio para pagarse la reden-
ción, método que utilizaron otros muchos cómicos e incluso algunos
técnicos.30
Madrid, por una parte, abarca la mayor oferta teatral, y por otra,
como recuerda Nuria Sales a propósito de las quintas, «En la provincia
de Madrid, donde clases medias, menestralería y funcionarios son rela-
tivamente abundantes, los sustitutos y exonerados abundan en 1860-
1871».31 Por regla general, en el tema de las quintas hay que establecer
una oposición entre las provincias en las que el mundo campesino es
(relativamente) rico y las zonas más pobres; Palencia, Burgos, Soria,
Ciudad Real y Cuenca entrarían en esta segunda categoría. Si recupera-
mos las estadísticas teatrales mencionadas arriba, Serrano subrayaba el
déficit de infraestructuras en Castilla – La Mancha y Extremadura,
mientras que El Diario Español apuntaba que «las provincias en cuyos
pueblos no hay ningún teatro son: Álava, Burgos, Guipúzcoa, Palencia,
Soria y Vizcaya». Los dos mapas casi se superponen, y podemos apostar
por que los miles de campesinos que salieron a morir, a Cuba entre
otros lugares, nunca vieron —o lo hicieron accidentalmente— una obra
de actualidad militar. A la inversa, en Barcelona y su región, donde exis-
tía una infraestructura más desarrollada, y con mucho, desde siempre
los mecanismos de sustitución funcionaron bastante bien, por la pros-
peridad relativa de la población o por la existencia de modalidades pro-
Carreras militares
Recordemos que entre los 170 dramaturgos conocidos del corpus solo
encontramos a 4 mujeres. Esta proporción es similar a la que impera en el
conjunto de la producción teatral de la época, con lo cual no volveremos
sobre el tema.
Yxart subrayaba que una encuesta sobre los orígenes geográficos de
23 autores de género chico señalaba el predominio de Andalucía (región
natal de un tercio de los encuestados), seguida por Madrid y Valencia. Aun-
que haya que manipular con cierta distancia esta estadística (los dramatur-
gos se divertirían asumiendo los clichés que circulaban sobre su casta, entre
otros el de Andalucía como cuna de lo más castizo del pueblo), ofrece un
panel de comparación interesante. A pesar de que solo conocemos el origen
de 60 de los autores del corpus, el botón de muestra parece representativo
y una primera lectura corrobora semejante reparto: Andalucía, tierra de
18 dramaturgos, se sitúa en primer lugar, seguida por Madrid (11 autores)
y la región valenciana (6 de Valencia, 3 de Alicante). Castilla goza de buena
representación, a través de Zamora (2 autores), Toro, León, Guadalajara o
Segovia. Pero, en este segundo grupo, la zona que de verdad se impone es
Cataluña, ya que además de los cinco dramaturgos originarios de Barcelo-
na sabemos de dos autores de Gerona y uno de Tarragona.
Si el teatro de actualidad militar no se diferencia, a priori, en sus fuen-
tes de producción del género chico al que pertenece, no peca tampoco de
un centralismo excesivo. La excelente representación del conjunto caste-
llano no resulta para nada sorprendente en un estudio que contempla el
nacionalismo, español entre otros, y corrobora la visión que de Castilla
ofrece Nuria Sales. En efecto, habla de la región como «proveedora consi-
derable de oficiales de carrera, ese núcleo relativamente homogéneo y
hegemónico cultural y políticamente que es Castilla, y que uno identifica
con nociones de unidad española, tradición guerrera, conquista, naciona-
lismo e imperio».1 Esta imagen tópica tiene su anverso en la importante
cifra de recursos planteados contra las quintas, como subraya también
Sales, pero sigue siendo válida, en particular en lo que concierne a los ofi-
ciales de carrera.
Carreras periodísticas
Compaginar periodismo y escritura teatral era una tendencia muy
difundida, aunque en un primer momento solo fuera porque el teatro, por
sí solo, difícilmente proporcionaba holgura financiera. Son 33 los drama-
turgos del corpus que ostentan la doble ocupación; a ellos se suman otros
Carreras políticas
El caso de Federico Jaques se nos antoja emblemático porque aúna
todas las carreras típicas de los dramaturgos de la época. Tras renunciar a
su trabajo en el Ejército (donde oficiaba de médico), y más tarde a su pues-
to de redactor de La Correspondencia de España, se convierte en goberna-
dor civil de Tarlac, en Filipinas, en los últimos momentos de la domina-
ción peninsular. Encontramos aquí otra esfera en estrecha relación con el
mundo teatral: la de la política, la administración, como comprueba, aira-
do, el crítico Yxart:
Por singular vice-versa, el Estado que, por no socialista, no protegió
directamente la literatura, convirtió los ministerios en asilo y establecimiento
benéfico de los escritores, los más medianos inclusive; y la misma sociedad
[…] encontró muy natural que un poeta escalara los altos puestos de la políti-
ca y pasara en una noche de literato a ministro, por haber acertado en un
drama.6
10 Véase Tomás Rodríguez Sánchez, Catálogo de dramaturgos españoles del siglo XIX,
Madrid, Fundación Universitaria Española, 1994, pp. 467-468.
11 Sobre esta cuestión del origen social de los dramaturgos, véase el artículo de Serge
Salaün «Le théâtre espagnol entre 1840 et 1876 (“currinches”, “escribidores” y “garbance-
ros”)», pp. 231-247, en Marie-Linda Ortega (ed.), Escribir en España entre 1840 y 1876,
Madrid, Visor, 2002.
12 Véase Gran enciclopedia catalana, vol. 13, p. 376.
13 Sobre el alto nivel de estudios de los dramaturgos madrileños de la época, y para
una comparación con el resto de Europa, véase Jeanne Moisand, Madrid et Barcelone, capi-
tales culturelles, esp. pp. 324-329.
14 José Yxart, El arte escénico, vol. II, pp. 83-88.
15 Nancy J. Membrez, «Eduardo Navarro and the Revista Política», p. 321.
122 Teatro patriótico y poder
16 «In the late 1860’s, most were fervent republicans filled with optimism». Nancy J.
Membrez, The teatro por horas, p. 68. La traducción es mía.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 123
que cabe sumar dramaturgos como Luis Blanc, cuya obra El triunfo de la
libertad sobre el carlismo se estrena en marzo de 1876. Este último corres-
ponde exactamente al retrato que hemos dibujado hasta ahora: agitador
revolucionario, estuvo encarcelado antes de conseguir responsabilidades
políticas después de la Septembrina y dirigió varios periódicos. De José
Álvarez Sierra, calificado por La Correspondencia de España como escri-
tor republicano cuando se representa su obra Rey sin corona, sabemos
que trabajó activamente en el periodismo. En cuanto a Ángel Gamayo y
Catalán, practicó en su juventud un periodismo de ideales muy progre-
sistas antes de entrar en el Ejército y consagrarse a la escritura de mane-
ra más profesional.17 La Correspondencia de España lo cita como otro
autor republicano.18
Sebastián de Mobellán (o Movellán, según los casos) ofrece un
ejemplo de lo artificioso que puede llegar a ser este patriotismo. Este
vasco es el autor de la única obra de teatro de actualidad militar —que
yo sepa— proveniente de las provincias vascongadas. No conseguí loca-
lizar el texto, pero las reseñas de los periódicos permiten pensar que no
se diferenciaba de los más «ortodoxos». Escrita durante la guerra de Áfri-
ca, la obra ensalzaba el papel de los soldados vascongados en esa empre-
sa colonial, para mayor gloria de España. Luego se pierde el rastro del
dramaturgo hasta que reaparece en 1867 en México. Para entonces dedi-
ca al escenario una nueva producción, México en consejo de guerra, una
alegoría patriótica que celebra el final del período imperial y la libertad
recobrada de la patria ante la dominación francesa, inglesa y española.19
Lo importante es impresionar al espectador, jugar con su afecto a la
patria, sea cual sea esta…
17 Los datos sobre los tres dramaturgos, en Tomás Rodríguez Sánchez, Catálogo de
dramaturgos, pp. 97, 52 y 242, respectivamente.
18 Escribió una obra cuyo texto no pudimos encontrar pero que —nos consta— llegó
a representarse. En La Correspondencia de España, 5953, de 19.3.1874, p. 3, se puede leer:
«La loa titulada ¡Al Norte!, que ha escrito en valientes versos el joven literato republicano
don Ángel Gamayo, y ha sido tan aplaudida en el teatro de Capellanes, la está imprimien-
do su autor con los productos de derecho de representación, dedicando los de la obra
impresa al socorro de los soldados del ejército». Este gesto permite suponer que está ani-
mado por un patriotismo sincero.
19 Más datos en Luis Reyes de la Maza, El teatro en México durante el segundo impe-
rio (1862-1867), México, Imprenta Universitaria, 1959, pp. 30 y 198.
124 Teatro patriótico y poder
Un apoyo institucional
Más allá de esas iniciativas privadas, las mismas autoridades pro-
mueven bastante a menudo actos similares. En Málaga, a principios del
año 1897, las autoridades civiles organizan un gran espectáculo teatral
para reunir fondos destinados a los heridos y enfermos de Cuba. Para
ello se estrena la obra patriótica La cruz de San Fernando. De nuevo, lo
más importante es la imagen que dan de sí esas autoridades, antepo-
niéndose a los héroes o a los hechos que se celebran. Solo así se puede
explicar que, después de la guerra de África, el Ayuntamiento de Barce-
lona encargue la redacción de una obra que cuente los actos organiza-
dos en la ciudad con ocasión de la vuelta de los voluntarios catalanes.33
34 La cita (p. 536) y todos los datos sobre los festejos, en Miguel Ángel López Rin-
conada, «Festejos populares y manifestaciones patrióticas celebradas en Madrid con moti-
vo de la guerra de África (1859-1860)», Anales del Instituto de Estudios Madrileños, 34
(1994), pp. 521-542.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 131
35 Todos los datos referentes a este asunto, en el Archivo Histórico Nacional (en ade-
lante, AHN), Ministerio de Gobernación, serie B2, leg. 1235, informe 4.
36 «Función extraordinaria de convite para hoy, costeada por el Excmo. Ayunta-
miento Constitucional con el fausto motivo del enlace de S. M. el Rey Alfonso XII con la
Serma. Sra. Infanta Doña María de las Mercedes de Orléans y de Borbón». Se representan
Las francesillas y Los cantis de Vilafranca (Diario de Barcelona, 25.1.1878).
37 Anuncio en La Correspondencia de España, 7339, de 25.1.1878, p. 1.
38 La Correspondencia de España, 6681, de 21.3.1876, p. 3.
132 Teatro patriótico y poder
39 Cáceres: reseña de los festejos celebrados en esta capital para solemnizar la promulga-
ción de la Ley Fundamental del Estado, sancionada por las Cortes Constituyentes en 1869,
Cáceres, Impr. de Nicolás M. Jiménez, 1869, pp. 12-13.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 133
40 Jorge Castel —en La actividad de España en Marruecos desde el principio del siglo
XIX hasta la paz de Tetuán (1800-1860), Madrid, Marto Impr., 1954, p. 56, nota— ofrece
un balance total de 4040 muertos, de los cuales 2888 hubieran fenecido por enfermedad.
Raymond Carr —en España, 1808-1975, Barcelona, Ariel, 1985 [1982], 3.ª ed., p. 257—
propone cifras distintas pero una proporción similar: dos tercios de los muertos se debe-
rían al cólera.
41 En aquella época la Península padece todavía epidemias de cólera; el público cono-
ce por experiencia la enfermedad y probablemente no le haga mucha ilusión que le hablen
de ella en el teatro. Al contrario, en 1895 se encuentran alusiones bastante numerosas a la
fiebre que contraían los soldados en Cuba.
42 Joan Serrallonga Urquidi, «La guerra de África y el cólera (1859-1860)», Hispa-
nia, 58/1 (1998), p. 246.
134 Teatro patriótico y poder
43 Rafael del Castillo, Cuba para España, acto I, esc. 16.ª, p. 35.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 135
veniencia del autor».47 Solo hay 12, pero, evidentemente, ácidos, ya que
hacen del Gobierno el responsable de la sublevación republicana de Valen-
cia y posteriormente subrayan la desigualdad de una lucha en la que el
vencedor real no es quien se llevó la victoria moral. Finalmente, profetizan
la república federal como forma de Estado para el conjunto de España. La
abolición de la censura es aún muy reciente, ya que la obra se estrena el
8 de enero de 1870. Son tiempos difíciles y agitados y esto hace que
el paso atrás del dramaturgo sea muy comprensible. Se entiende tanto
mejor el entusiasmo que rodeó la obra, tal y como lo cuenta Emilia Pardo
Bazán, sabiendo que se presentó una versión edulcorada destinada a pre-
servar la sensibilidad de los más conservadores.48
La censura, restablecida a ratos, puede hacer gala de una gran severi-
dad, lo mismo que el público. La reacción de Del Castillo, o la de Palanca,
al fin y al cabo no es tan sorprendente ni, probablemente, desproporciona-
da. Es la ideología del público, tanto o más que la del autor, la que los
espectadores reconocen y saludan en una obra patriótica cuando deciden
asociarse a su representación. La clase media-alta catalana y valenciana que
presenció ¡Maldita sea la guerra! o ¡Valencianos con honra! no podía adherir-
se a la imagen que se le ofrecía en las versiones completas de esas dos obras.
47 Los versos suprimidos son los siguientes: «DON JUAN: El gobierno les armó, / y
ahora solo porque quiere, / les dice: “El fusil o muere”. / Por eso se sublevó» (acto II,
esc. 6.ª, p. 41); «DON JUAN: si la bomba y el cañón / contra el derecho natural, / venció
en lucha desigual, / tuyo [del pueblo valenciano] ha sido el galardón […]. Que siendo
noble y leal, / juro por esa bandera / que al fin tendrá España entera / república federal»
(acto III, esc. 13.ª, p. 65).
48 Emilia Pardo Bazán, La tribuna, p. 253.
138 Teatro patriótico y poder
La censura institucional
Nos enfrentamos a una doble modalidad de censura: además de la
que se ocupa de las obras de teatro militar de actualidad, que las evalúa
Tentativa de cronología
La censura dista mucho de ser homogénea a lo largo de todo el pe-
ríodo. A los años oscurantistas de Fernando VII les sucede, en 1834, una
«ley de imprenta» que consagra un párrafo a la cuestión de las obras tea-
trales: ha de examinarlas uno de los censores, que, luego, presenciará la
función para asegurarse de que los cómicos no cambian en nada el texto
autorizado. Sin embargo, probablemente para tomar en cuenta la especi-
ficidad del texto teatral, destinado a ser escenificado, el asunto de la per-
tinencia de una ley de censura propia de este dominio resurge de mane-
ra cíclica, y la situación es bastante confusa hasta 1840. Ese año se pone
en marcha una junta de censura que permanece activa hasta febrero de
1857 y que demuestra una mayor permisividad durante el bienio
progresista, de 1854 a 1856. En 1857, Nocedal, entonces ministro de
Gobernación, instaura, de nuevo, medidas represivas. Las dobla, en
noviembre de 1859, una censura militar que impone el recién titular del
puesto, José Posada Herrera, a causa del comienzo del conflicto. En esa
tensa atmósfera aparece, en sustitución de la junta, un censor único
51 Todos estos datos, y un repaso histórico más detallado, en Rubio Jiménez, Jesús,
«El teatro en el siglo XIX (II) (1845-1900)», en José María Díez Borque (dir.), Historia del
teatro en España, vol. II: Siglos XVIII-XIX, Madrid, Taurus, 1988, pp. 625-762, e ídem, «La
censura teatral en la época moderada».
52 Rumeu de Armas, Antonio, Historia de la censura gubernativa en España, Madrid,
Aguilar, 1940, p. 202, n. 1.
53 AHN, Ministerio de Gobernación, leg. 63A, exp. 25, p. 20.
54 Ibídem, pp. 20-22.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 141
De la necesaria censura
Los vaivenes señalados testimonian cierto malestar de la censura, cuya
legitimidad se cuestiona a lo largo del período de manera más o menos
acuciante. En 1859, acerca de la cuestión de un teatro subvencionado o
no, la Academia de Ciencias Morales y Políticas se lanza a elaborar un
informe donde establece lo nocivo de un teatro inmoral cuya contempla-
ción corrompería sin remedio a la población. Francisco de Cárdenas con-
cluye que el Estado tiene la obligación de vigilar un espectáculo poten-
cialmente dañino para sus intereses, y da por supuesto que lo único
censurable es de naturaleza moral o ideológica; en ningún caso trascienden
preocupaciones estéticas ni existe crimen de lesa literatura. Por mala que
sea una obra no peligra a causa de ello, aunque Ferrer del Río, censor hasta
1864, lo lamenta en su informe para Al África, españoles, cuya representa-
ción autoriza a su pesar («ya que no soy censor literario»).59
La problemática de la validez de semejante acción represiva y del po-
der del teatro sobre la sociedad no va a dejar de plantearse a lo largo del
período. Regularmente salta a las páginas de los periódicos, lo que permi-
te que unos y otros opinen. En 1863, un crítico teatral del Diario Español
consagra el preámbulo de su reseña a la censura gubernativa, cuya inutili-
dad y arbitrariedad subraya: nunca se podrá parar una idea, definir crite-
rios según los cuales el hombre pueda enjuiciar su propia sociedad. Este
último punto mal disimula su amargura: las dos obras que acaba de ver le
El final del artículo sirve para probar que se deben prohibir esas obras;
la literatura no perderá nada en ello en términos de calidad, y hay que dar
carta blanca a un censor que actúe guiado por la razón. Si este ataque fron-
tal contra el teatro de circunstancias, político o de actualidad militar lo
firma un individuo, sin duda representa a un conjunto importante —y
más bien conservador— de lectores de Barcelona. Semejante punto de
vista debía de ser compartido.
De hecho, la opinión pública no parece lista del todo para una total
libertad de expresión, ya que de vez en cuando se ponen en marcha unos
mecanismos que podríamos llamar de sustitución. Por ejemplo, la famosa
«Partida de la Porra», que, durante una no menos famosa acción en con-
tra de la obra Macarronini I, en noviembre de 1870 (cinco meses después
de la salida de tono de Miquel y Badía), hiere gravemente a varias perso-
nas, entre espectadores y actores, además de saquear el teatro. La comedia,
que se burlaba abiertamente del nuevo monarca, no gustó a las autorida-
des, encubiertas apenas tras estos justicieros de la buena moral.63
62 Francisco Miquel y Badía, «La libertad del teatro», Diario de Barcelona, 196, de
15.7.1870, pp. 7201 y 7201-7202, respectivamente.
63 El relato de los hechos, en Nancy J. Membrez, «Eduardo Navarro and the Revista
Política», pp. 321-322. Otras precisiones, en Alberto Castilla, «Teatro y sociedad en la Res-
tauración. La era de los divos», Tiempo de Historia, 57 (1979), pp. 92-109, esp. pp. 93-94.
Los dramaturgos ante la acción del Gobierno 145
Esta larga cita deja bien claro hasta qué punto los «soportes visuales»
de la representación infunden miedo al periodista. El principal interme-
diario es, evidentemente, el actor, quien guía al espectador en su descu-
brimiento del texto. Tratándose de obras de circunstancias, también puede
referirse a la actualidad e insistir en lo que hubiera podido escapársele a un
espectador un tanto distraído. Este es el doble papel que desempeña la
compañía que pone en escena El guirigay en Cádiz. Comenta un crítico:
Ahí vimos también al pacientísimo Don Práxedes, representado perfec-
tamente por el modo que se desfiguró para imitar al personaje […]. Con una
perspicacia delicadísima, el público, principalmente el de los pisos altos, reco-
gió las más ligeras alusiones, rió por ellas y las aplaudió, verdad es que los acto-
res subrayaron oportunamente las frases de intención.70
74 Ibídem, f. 27.
75 Miguel Ayllón y Altolaguirre, El héroe de Anghera, acto II, esc. 2.ª, p. 26.
150 Teatro patriótico y poder
antoje, alejarse del texto original. Tampoco puede reinar la anarquía más
descabellada: el espectáculo se efectúa entre muchos y la parte de impro-
visación debe tener en cuenta la capacidad de reacción de los demás acto-
res. Pero esos añadidos potenciales sí que se dan, y no siempre se pueden
controlar. Ya dijimos hasta qué punto era usual la práctica de la morcilla,
y con ella se plantea la cuestión de los límites que no se deben traspasar.
En 1896 arrasa la obra Cuadros disolventes, y el actor que hace de
Gedeón se acostumbra a introducir estrofas suplementarias en su texto. A
mediados de agosto enfada a las autoridades, y a partir de entonces el
gobernador de Madrid, sistemáticamente, o casi, manda prohibir un par
de coplas de Gedeón. La prensa arremete contra esta censura y se afana por
publicar las coplas en cuestión, día tras día, modificación tras modifica-
ción. Así, el día 16, El Heraldo de Madrid abre fuego con un artículo de
fondo sobre la legitimidad de la actuación del gobernador. Federico Urre-
cha, quien firma la diatriba, exclama para empezar:
Sin que me lo juren aseguraría yo que el Conde de Peña Ramiro no se
ha enterado bien antes de firmar una comunicación oficial en que se dicen dis-
lates como el de calificar de abuso la invención de cantables que se añaden al
libro tal y como primeramente lo examinó el gobernador. Esto no es un abuso,
sino cosa perfectamente lícita.76
Por otra parte, siempre según él, aunque el texto encerrara ataques a
la buena moral, difamaciones, esto no compete al gobernador sino a la jus-
ticia. Minuciosamente, el diario va publicando las coplas prohibidas los
días 19, 21 y 26.77 Ahí estriban todas las contradicciones de una censura
que calla lo que imprime. El ejemplo ilustra también hasta qué punto la
inserción de morcillas podía cambiar la naturaleza de un texto y darle visos
de obra de actualidad militar cuando no lo era en absoluto en un princi-
pio.78 El texto teatral, siempre por crear, es fuente constante de sorpresas
1 Una real orden del 24.2.1857 suprime la anterior junta de censura y crea una plaza
de censor especial dotada con 20 000 reales anuales. El sueldo se sube a 24 000 reales desde
el momento mismo en que asume sus funciones el primer censor. AHN, Consejos,
leg. 11 391, exp. 59.
154 Teatro patriótico y poder
es fácil rastrear las huellas de una ideología acorde en todo con la del
poder. Así, recibe un accésit de la Academia por su poema La campaña de
África. Por otra parte, sus pocas producciones teatrales parecen destinadas
todas a celebrar a los grandes héroes de España: Don Rodrigo, Pelayo, Guz-
mán el Bueno, Las naves de Cortés, La muerte de Garcilaso, títulos todos que
festejan a las glorias nacionales. En cuanto a Luis Fernández Guerra, se le
conoce por su obra pictórica y poética; también escribió algunas obras de
teatro. Está más directamente vinculado con el Gobierno, ya que fue ofi-
cial en los ministerios de Justicia, Gobernación y Ultramar.
Las autoridades escogen minuciosamente a sus colaboradores. Actúan
buscando la mayor satisfacción de sus intereses, es cierto, pero también
quieren, por el prestigio del hombre elegido, ofrecer un contrapeso a las
críticas que suscita la figura única del censor. Este es un personaje central
cuya importancia no se le escapa a nadie, y menos aún a Juan Pizarro,
quien, quizá para que Antonio Ferrer del Río esté en buenas condiciones
antes de empezar la lectura, le dedica su pieza La ocupación de Tetuán por
el ejército español. Y si lo arbitrario pudiera imponerse con un solo hombre
en vez de con la junta anterior, tenemos la impresión de que en realidad
se buscaba llegar a cierta homogeneidad con esta medida.
El peso de la institución
Para limitar aún más los posibles fallos o desigualdades en el trato de
una obra respecto a otra, el mecanismo establecido es muy estricto e inten-
ta no dejar nada al azar. Se deben mandar dos ejemplares de las obras, y
esto sin falta. Los coautores de España y África no acatan la exigencia y se
les impone una multa que solo gracias a la intervención de la reina consi-
guen no pagar.4
Primero se manda la obra al gobernador de la provincia donde se
quiere representar, y desde allí sale hacia Madrid. Después de leerla y dar
su dictamen el censor, la envía de vuelta a las autoridades de la provincia
originaria para que la restituyan a su autor.5 Teóricamente se requiere que
una empresa teatral haya manifestado su deseo de montar la obra para ini-
ciar el proceso. Un particular no puede someter su producción al censor,
por lo menos según las instrucciones oficiales de 1867.6 En 1859 las cosas
no son tan nítidas, aunque a menudo el solicitante es un teatro, efectiva-
mente, y no el autor mismo. Los censores, en particular Antonio Ferrer del
Río, dan su dictamen con relativa rapidez. Este no tarda nunca más de dos
días en leer una obra. Sin embargo, son tantos los intermediarios que el
proceso se hace muy largo, en perjuicio a veces de unas composiciones lla-
madas de actualidad. Un dramaturgo valenciano lo experimenta en carne
propia durante la guerra de África. Manda su obra en septiembre de 1859
a las autoridades competentes y la examina Ferrer del Río en los primeros
días de octubre, pero el 31 de enero de 1860 el autor sigue sin haberla
recuperado. Peor todavía: ni siquiera la ha recibido aún el gobernador civil
de Valencia.7 Esta censura queda abolida el 23 de octubre de 1868 y una
ley declara la libertad del teatro el 6 de enero de 1869.8
A pesar de una voluntad afirmada de ofrecer las mayores garantías, se
vislumbra una serie de disfunciones. De entrada, resulta complicado saber
qué fue aprobado y qué no. Para remediarlo, un editor (coautor de una de
las piezas del corpus, por cierto) constituye una lista del conjunto de las
obras que fueron examinadas por la censura desde 1851.9 Su trabajo está
fechado en 1867, y antes de esto el procedimiento tenía poca visibilidad.
Prueba de las dificultades que el sistema planteaba es el hecho de que la
dramaturga Catalina Larripa presentara dos veces su obra a Ferrer del Río.
6 En la resolución final de los debates del Consejo acerca del decreto que prohibía
las obras escritas únicamente en «dialecto», se autoriza de nuevo su envío a la censura
«siempre que, como sucede respecto de las castellanas, sean presentadas por empresa que
se propongan ponerlas en escena». AHN, Consejos, leg. 11 371, exp. 13, f. 31.
7 El Valenciano, 2505, de 31.1.1860, p. 2. Se afirma, entre otras cosas, que este
procedimiento «ha llegado a ser una verdadera calamidad para los autores dramáticos de
provincia».
8 El periodo que separa ambas fechas parece haber creado una especie de neblina
jurídica que algunos tardaron en cernir. Encontramos, en los legajos del Ministerio de
Gobernación, cartas de directores de teatro que preguntan si aún deben solicitar permisos
al censor. Otros deciden suplir esa ausencia mientras dure: la obra de José Pascual y Torres
lleva, al final de su versión impresa, la mención del «gobierno civil de la Provincia de Mála-
ga» con fecha de 21 de noviembre de 1868, es decir, en este vacío legislativo, durante el
cual dichas autoridades autorizan la representación de la obra para todos los teatros del
reino (José Pascual y Torres, Triunfó la libertad o La batalla del puente de Alcolea, p. 67).
9 Vicente de Lalama, Índice general.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 157
Su versión de La toma de Tetuán pasa por primera vez por las manos del
censor en diciembre de 1860, cuando solo se presiente la victoria; es el
gobernador de Cuenca quien la somete y queda autorizada. En noviembre
de 1862, desde Málaga, la dramaturga manda reexaminar su pieza.10 Se
puede suponer que no supo demostrar a las autoridades de la ciudad que
su obra había sido aprobada dos años antes; quizá se hubiera extraviado el
permiso.
El mecanismo es tanto más lento cuanto que no se limita a las pro-
ducciones teatrales. También las canciones se deben presentar al censor.
Por ejemplo, Ferrer del Río autoriza, para que se lean desde el escenario,
las cuatro canciones dedicadas al ejército de África incluidas en la recopi-
lación Cantos de entusiasmo de un voluntario español, en enero de 1860.11
Al año siguiente autoriza asimismo La victoria, un «himno guerrero al
triunfo de la tropas españolas en África», de un autor muy presente en el
corpus: el dramaturgo Juan de la Coba Gómez.12 Poco después examina
minuciosamente las canciones Las cantineras en Tetuán y da un dictamen
favorable al no encontrar en ellas «ningún reparo bajo el aspecto de la
moral y las buenas costumbres».13
La censura constituía una etapa imprescindible antes de que los tex-
tos, cualquiera que fuera su forma, pudieran subir a un escenario. Las
obras que no pasaron por la censura no fueron representadas casi
nunca.14 Mejor dicho, dos de ellas sí lo fueron, pero en un ámbito pri-
vado, por lo visto: O’Donnell y Muley-Abbas o La paz de Tetuán fue
10 AHN, Consejos, leg. 11 386, exp. 24, y leg. 11 397, exp. 329.
11 «Cantos de entusiasmo de un voluntario español, dedicados al ejército expediciona-
rio de África. No hallo inconveniente en que se autorice su lectura en la escena. A. Ferrer
del Río, 8 de enero de 1860», AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 5.
12 La victoria, himno presentado por Juan José Benot, empresario de Orense,
26.06.1861-1.07.1861. Aprobado el 2 de julio. AHN, Consejos, leg. 11 396, exps. 177
y 179.
13 AHN, Consejos, leg. 11 396, exp. 231.
14 Se trata de las siguientes obras del corpus: España laureada, Españoles ¡a Marruecos!
(versión de Víctor Caballero y Valero), Un fill digne de Alacant o Entusiasmo contra el moro,
El grito de guerra (versión de Manuel García Muñoz), O’Donnell y Muley-Abbas o La paz de
Tetuán y, para terminar, Los españoles en África en 1860. Esta última sigue sin haberse repre-
sentado cuando se imprime, ya que una nota en la lista de personajes indica que, «si la obra
llega a representarse», el director puede hacer que un mismo actor desempeñe dos papeles,
siempre que el público no se dé cuenta de ello (p. 6).
158 Teatro patriótico y poder
escenificada por unos niños en casa del autor poco después de la victo-
ria, mientras que España laureada, escrita para la compañía de la conde-
sa de Valentini, seguramente se representaría en sus salones. Al tener
lugar las funciones en casas particulares, probablemente no se les exigiría
el paso previo por la censura. Una vez editados, los textos podían llevar-
se a la escena, pues entonces pasaban a depender de una censura propia
de los impresos, menos estricta en general.15 Será sin duda el caso de
O’Donnell y Muley-Abbas o La paz de Tetuán, que se inserta, luego, en una
recopilación de obras de José de Castro y Orozco, en vez de publicarse
de manera suelta.
El lejano origen geográfico de España laureada plantea un problema
específico: la obra se publicó en La Habana, lo mismo que Españoles ¡a
Marruecos! el año anterior, y ambas son de Caballero y Valero. La censura
se presenta como un órgano que funciona para el conjunto de los territo-
rios de la Corona, pero el alejamiento complicaría aún más las cosas. Los
dictámenes enunciados por el censor rigen incluso en Cuba (una compa-
ñía de teatro no puede representar allí una obra prohibida en la Penínsu-
la), pero la influencia de la institución probablemente no alcanzaba los
territorios de ultramar. Esto nos remite a la pregunta más general de las
limitaciones de esta censura, tal y como se concibió y funcionó.
15 Al trazar una cronología de la censura, Jesús Rubio Jiménez («La censura teatral
en la época moderada», p. 198) cuenta que en la década de 1840 «la virtual ventaja de edi-
tar la obra antes de representarla pudo ser que había mayor elasticidad en la censura de im-
prenta que en la teatral». Es probable que esto siga siendo aplicable en la década de 1860,
tanto más cuanto que la censura teatral era, por entonces, aún más severa bajo la influen-
cia de Nocedal, mientras, por otra parte, el conflicto hizo a Ferrer del Río más puntilloso
que nunca.
16 En «El teatro en el siglo XIX», p. 709, Jesús Rubio Jiménez destaca estas disfuncio-
nes: «Todas estas medidas resultaban muy insuficientes, por lo que surgían continuos pro-
blemas acerca de obras que se estrenaban sin censurar».
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 159
de Juan Landa. Lo curioso, y significativo quizá, es que los tres casos son
barceloneses. De ninguna manera podemos pensar que tuvieron represen-
taciones confidenciales; muy al contrario: Lágrimas y laureles se escribe
expresamente para incluirse en las festividades que celebran la vuelta de los
voluntarios catalanes, durante las cuales se da también, en el Liceu, Ja tor-
nan (la cuarta parte de Los catalans en África), si bien esta ya se había pues-
to en escena antes. Otras obras (cuyo texto parece haber desaparecido)
conocieron una suerte parecida: ¡A Tanger, catalans!, de un tal Ramón
Mora, fue representada durante varios días en Barcelona. Fuera del corpus
también, encontramos casos similares en otras provincias: Un voluntario
vascongado (representada en Bilbao), Los voluntarios españoles (en Valencia)
o una versión sevillana de La toma de Tetuán son otros tantos ejemplos de
piezas que no pasaron nunca por la censura. ¿Consideraron las autorida-
des locales que, dado el objetivo de esas producciones, no había lugar a
ataque y podían hacer la vista gorda? La hipótesis de un canal paralelo de
censura no parece aceptable, dado que, simultáneamente a esos casos, se
envían obras desde Barcelona a Ferrer del Río.20 ¿Será que existían permi-
sos excepcionales, relacionados con las circunstancias, y que no podían
aplicarse al conjunto de la producción teatral? Antonio Altadill había pre-
sentado su anterior obra a la censura cumpliendo con la más perfecta lega-
lidad —aunque algo corto de tiempo, ya que la obra se aprobó al día
siguiente del estreno—.21 Quizá estos autores solo intentaran escapar de la
lentitud de la Administración, mortífera cuando se trataba de un teatro
«de circunstancias».
Madrid ocupa un lugar aparte, del que algunos parecen muy conscien-
tes, ya que ciertos teatros se permiten presentar a la censura la obra que están
montando… la víspera del estreno. El posible riesgo está exactamente cal-
culado por parte de unos directores sabedores de todos los trucos del oficio
y capaces de medir lo que es susceptible de ser aceptado, o no, por el poder.22
dos años después, una obra de actualidad militar que sí se representa unas cuantas veces.
Véase la introducción de José Bolado en Rosario de Acuña, El padre Juan, Gijón, Ateneo –
Casino Obrero, 1985, pp. XIX y XXV.
23 La obra Los bereberes del Riff y su continuación, Tetuán por España, se representan
el 16 de abril de 1860 y la censura no las examina hasta junio de 1861.
162 Teatro patriótico y poder
Lorenzo se interpone entre dos soldados que están riñendo por una canti-
nera. Según aquel, aquí no hay motivo para que se enfrenten dos bravos;
la culpa es de la mujer: «Estas demonios de gatas, / cuando llega el mes de
Enero…». Asimismo, en la escena 8.ª, por decencia verbal de nuevo,
Ferrer del Río manda eliminar el término caca. Como suele pasar, en la
publicación aparece en la última página el dictamen del censor sobre
la necesidad de dos supresiones (sin precisar el texto) en las escenas men-
cionadas. Lo curioso es que no se suprimió nada, ni siquiera se señalaron
los versos en cuestión, como si la opinión del censor fuera papel mojado.
Ni siquiera podemos estar seguros de que los versos no se pronunciaran en
las funciones.
La imposible reforma
A pesar de un proceso muy riguroso, por extremadamente centraliza-
do, el sistema muestra fallos. Quizá por eso, cuando se trata de reponer
unas instancias censoras en 1886, el Gobierno opta por una especie de
descentralización de las responsabilidades. Ahora sí llega hasta los territo-
rios coloniales, ya que la obra Españoles sobre todo, representada e impresa
en Puerto Rico, lleva el sello de las autoridades locales. La última página
de la publicación detalla: «Puerto Rico 7 de agosto de 1887.– Puede repre-
sentarse.– Leoncio Areal.– Hay un sello del Gobierno general».24 El
Gobierno central sigue alerta para el conjunto de la Península, exigiendo
que todas las provincias manden a Madrid cada tres meses la lista de cuan-
tas representaciones hayan tenido lugar en su respectivo territorio, el nom-
bre de las compañías y el título de las obras. Pero la orientación general
tiende más bien, en este caso, a hacer que se respeten los derechos de autor,
en medio de una legislación sobre propiedad intelectual que se está for-
jando en aquel entonces.25
Con este párrafo queda claro que se consideraban muy normales las
intervenciones del público, si bien el artículo siguiente sorprende, ya que,
al prohibir a los actores dirigirse directamente a los espectadores, estable-
ce un «diálogo» en sentido único. Por otra parte, el poder debe velar por
el respeto a la persona, y todo individuo que se vea difamado por un espec-
táculo puede reclamar ante las autoridades y pedir la inmediata suspen-
sión. Finalmente, se establece una diferencia entre los delitos debidos
al texto en sí y los cometidos por un actor al hacer ciertos gestos o añadir
texto. En total, las responsabilidades atribuidas a las autoridades locales en
la aplicación de esta nueva «censura» son bastante importantes, lo que aca-
rrea, en este caso también, sus paradojas y disfunciones. Esté fragmentado
o centralizado el sistema, encontramos unas cuantas constantes y líneas de
actuación que subrayan las prioridades defendidas por la institución, más
allá de la forma concreta que pueda cobrar en tal o cual momento.
La Iglesia
Someterse a la censura eclesiástica ya no es obligatorio para los auto-
res desde 1835, y el Gobierno intenta paliar esta ausencia. Y eso que, a pri-
mera vista, la Iglesia bien poco tiene que temer del teatro de actualidad
militar. En la mayoría de las obras solo aparece de manera indirecta, bajo
la forma de unos personajes (casi siempre femeninos) que caen de rodillas
para pedir a la Virgen que proteja al hijo o al novio. Para los dramaturgos
que eligieron acentuar la continuidad que ven desde la Reconquista hasta
los recientes conflictos marroquíes, estos constituyen una nueva etapa en
la guerra contra el infiel y permiten, casi siempre, ganar adeptos nuevos
para el «verdadero» Dios. Este es el lógico final de una obra titulada El tío
Bulo o El bautismo de Malacafú, pero menudean, acá y allá, parlamentos
sobre la excelencia absoluta de la religión cristiana. En El corazón de una
madre, Zulema descubre, por casualidad, un libro de oración cristiano y
ella sola se forma en una religión que considera como un tesoro. No duda
que, si le lee esos textos a su criada Zoraida, ella acabará tan maravillada
como su ama, ya que «el mérito de ellas [las oraciones] consiste en que son
las de la religión verdadera».30
A priori, pues, en estas obras solo había alabanzas para la fe católica
y, sin embargo, a veces la susceptibilidad de los espectadores se podía herir
con un tema tan personal. Es lo que se trasluce en la crítica de La última
pincelada publicada en El Diario Español por F. Villalba, que muestra a
todas luces su mala fe para denigrar una obra que no le gustó en absoluto.
Probablemente esté exagerando al esbozar tan apocalíptico cuadro para
conseguir su objetivo pero, aunque su sensibilidad religiosa no se hubiera
visto tan ofendida como dice, el argumento le parece válido y susceptible
de aplicarse a otros espectadores. Comenta:
33 Víctor Esmenjaud, Los mártires de Cochinchina, acto II, esc. 5.ª, p. 67.
34 La totalidad de los versos censurados aparece en la versión manuscrita de la obra
(José María Gutiérrez de Alba, Los españoles en Méjico). Para la negación de la existencia de
Dios, véase acto I, esc. 4.ª (son 20 versos en ff. 9a-9b), acto II, esc. 1.ª (4 versos en f. 20a),
y acto III, esc. 4.ª (2 versos en f. 40a).
35 La respuesta del cura, en acto III, esc. 1.ª, f. 37b.
36 3.11.1864, AHN, Consejos, leg. 11 399, exp. 265.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 167
una estampa: «me mandará un niño é Jesús macho, porque toos los que
hay aquí son gembriyas».42 Sin duda se trata de una alusión al pudor de
entonces, que evitaba representar la desnudez completa de la imagen del
Señor ocultando el sexo del niño. Más todavía, según la práctica pictórica
de los frescos, se vestían las estatuas de Cristo con enaguas y demás ropa
femenina: desde el siglo XVIII habían arreciado las críticas contra estas
representaciones43 en las que la religión quedaba desvirtuada, y, desde este
punto de vista, la ironía del dramaturgo no es para nada original. Él sola-
mente pretendía ser gracioso y de ningún modo se le puede tachar de mos-
trarse voluntariamente sacrílego.
Además de este decoro verbal, todo el edificio de la moral cristiana se
debe respetar a rajatabla. Por ello se ha de honrar, entre otras cosas, la ins-
titución familiar. En El honor español, don Pablo, gobernador en Santiago
de Chile, es responsable de un grupo de prisioneros entre los que se
encuentra el español del que se ha enamorado su hija. Está dispuesto a
todo para separarlos, incluso contempla la muerte, y su hija Rosa llega
a saberlo. Cuando, en el tercer acto, ella descubre la celda de su amante
vacía y entiende que debe de estar luchando para salvar la vida, se vuelve
contra su padre para maldecirlo. El censor tacha el adjetivo maldito y pro-
híbe cualquier referencia a la maldición en adelante.44 Asimismo, en Los
españoles en Méjico los bandidos no entienden el afecto que sigue uniendo
a Domingo con su esposa, menos aún cuando ella se ha vuelto loca y ya
no puede servir de nada. La actitud de su compañero se les antoja tanto
más inexplicable cuanto que «con dinero lo que sobran / son mujeres
donde quiera».45 Sobrentender que el dinero crea relaciones de pareja,
cuando la que las sacraliza es la santa institución del matrimonio, fuera de
la cual no pueden existir, provoca inmediatamente la reacción de Ferrer
del Río, que manda suprimir los dos versos. La imagen de la mujer es, de
42 José María Gutiérrez de Alba, Un recluta en Tetuán, acto I, esc. 11.ª. El texto cen-
surado se halla en la versión manuscrita (BNE, ms. 14 5918).
43 Agradezco a Pierre Géal estos datos.
44 «No hallo inconveniente en que su representación sea autorizada siempre que se
suprima en el acto III al final de la escena 14 tanto la maldición que Rosa fulmina contra
su padre como la referencia que esta hace de dicha maldición». Luis [Fernández] Guerra,
2.12.1866, AHN, Consejos, leg. 11 401, exp. 354.
45 José María Gutiérrez de Alba, Los españoles en Méjico, versión manuscrita, acto III,
esc. 2.ª, f. 38a.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 169
48 Jesús Rubio Jiménez, «La censura teatral en la época moderada», p. 208. Entre las
obras censuradas en aquella época por semejante motivo podemos señalar la ópera semise-
ria Los pastorcillos (AHN, Consejos, leg. 11 388, exp. 108, octubre de 1860) y el drama
bíblico La fe triunfante o El nacimiento de Dios (AHN, Consejos, leg. 11 388, exp. 136,
noviembre de 1863).
49 Un estudio sobre las prohibiciones estrictamente religiosas que rigen en el teatro,
en Marie Salgues, «Théâtre vs religión: une querelle ancienne arbitrée par la monarchie isa-
belline», Pandora, 4 (2004), pp. 187-203.
50 AHN, Ministerio de Gobernación, serie B2, leg. 1325, exp. 11.
51 Alfonso XII nació en 1857: tenía tres años cuando se escribió la obra.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 171
El Ejército
No solo la Iglesia corre peligro. En un teatro que se escribe en medio
de una militarización creciente de la escena, el Ejército se encuentra tam-
bién, sin lugar a dudas, en el ojo del huracán. Los protagonistas de las
obras son casi siempre militares, desde el soldado raso hasta, a veces, el
general en jefe. También en este caso las normas vigentes se establecieron
mucho antes de la guerra de África y en un marco que sobrepasa la pro-
ducción que estudiamos. Las principales interdicciones se relacionan con
el uso de uniformes militares —totalmente prohibidos en el escenario— y
con el honor del Ejército, intocable, evidentemente. De hecho, Ferrer del
Río es un ardiente defensor del cuerpo y le evita hasta el más mínimo ras-
guño. En la ya citada La toma de Tetuán (I), sentencia que «no deberán los
cazadores echarse atrás las carabinas para empuñar las navajas contra
los moros», ni podrán asociarse a Jelemeje cuando este ate al enemigo: ni
se acuclillarán a su lado ni le ayudarán. En su informe destaca que no hay
que disminuir la lucha del ejército de África; aunque bien sabe que los
ardides son frecuentes en tiempo de guerra, aquí no hacen buen efecto,
dado que los soldados españoles siguen combatiendo y cubriéndose de
gloria.52 Podemos suponer que el cuchillo se consideraba un arma menos
noble que la carabina.
En La ocupación de Tetuán por el ejército español la aprobación del cen-
sor queda subordinada a la supresión de los cañonazos contra Tetuán,
«porque esta inexactitud histórica parece como que disminuye la brillan-
tez del gran triunfo del 4 de febrero».53 Nada debe rebajar la hazaña de los
héroes. Por otra parte, alegar la inexactitud histórica como motivo de cam-
bio traduce los excesivos escrúpulos del censor en un conjunto que se ríe
52 «3.° Se hará de modo que en las escenas 5.ª y 6.ª del acto segundo obre por sí el
personaje llamado Jelemeje y no en combinación con los cazadores al atar a los moros, pues,
aun cuando los ardides y las celadas sean sucesos comunes en las guerras, no parece de buen
efecto el que aquí se forja, mientras nuestro ejército se bate en África un día y otro a cuer-
po descubierto y con gloria». AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 11.
53 AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 95.
172 Teatro patriótico y poder
54 Para finales de los años 1850 ya estaba prohibido, según Jesús Rubio Jiménez («El
teatro en el siglo XIX», p. 707, n. 99), quien señala «la preocupación, sobre todo, para que
no se utilizaran trajes militares y no se atacara el honor militar».
55 El relato del estreno, en Enrique del Pino, Historia del teatro en Málaga durante el
siglo XIX, Málaga, Arguval, 1985, p. 272.
56 La Correspondencia de España, 7653, de 6.12.1878, p. 1. La cursiva es mía. Hay
que señalar que el drama llevaba ya un tiempo en cartel cuando el soldado de los húsares
se dio cuenta de este ataque a su cuerpo.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 173
59 El resumen del asunto, en La Iberia, 4.4.1893. Una crónica más inmediata de los
hechos, día a día, en La Correspondencia de España, 12 781, de 3.4.1893, p. 4; 12 782, de
4.4.1893, p. 2, y 12 835, de 27.5.1893, p. 3.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 175
de que una frase ha disgustado a unos cuantos jóvenes oficiales. Millán pro-
pone inmediatamente suprimirla, los militares acuden a darle las gracias y
todo debería terminar así. Sin embargo, al día siguiente, poco antes de
empezar la función llega una orden del gobernador civil de Madrid que can-
cela las futuras representaciones. El motivo aducido es la voluntad de evitar
posibles desórdenes públicos. Alberto Aguilera, entonces gobernador de
Madrid, es un buen amigo del autor, quien, por eso, recela mucho de la
paternidad de la prohibición. Considera que la orden viene de arriba, de
alguien molesto quizá por la evocación de unas quintas que solo mandan a
morir a los pobres. Curiosamente, en ningún momento acusa a los milita-
res; muy al contrario: cree que lo único que podían hacer era adherirse a la
obra (sin la frase en cuestión), ya que en ella se alababa a los heroicos sol-
dados en un momento en que algunos querían cargarles la responsabilidad
del «Desastre».60 Bien es cierto que el estreno se hizo en muy mal momen-
to, el día 2 de diciembre de 1898, precisamente cuando un humillante Tra-
tado de París estaba poniendo punto final al sueño colonizador.
El tabú inglés
Pueden surgir dudas a la hora de decidir qué fue lo que provocó la
interdicción de Españoles a Tetuán, por lo sibilino del informe de censura.
60 El autor emite la hipótesis de que el Gobierno se haya enfadado «al ver que en el
drama se lleva a la escena la cuestión del servicio militar obligatorio, que allí se pone de
manifiesto la irritante desigualdad entre el pobre y el rico para con la Patria […]; al saber
que las clases populares se proponían expresar ruidosamente sus simpatías y algunos indi-
viduos del ejército (una vez suprimida la frase que hubo de molestarles) pensaban igual-
mente aplaudir con su entusiasmo un drama que viene a ensalzar el soldado español cuan-
do todo el mundo trata de exigirle responsabilidades no suyas». Pascual Millán, ¡Quince
bajas!, prológo, p. VIII.
176 Teatro patriótico y poder
Ferrer del Río solo apunta «la excesiva libertad del diálogo en muchos
pasajes».61 ¿Qué significa aquí libertad? ¿Estará señalando el menosprecio
del dramaturgo por ciertas convenciones de escritura? La obra no es más
que una yuxtaposición de escenas, pretextos para poner en escena a unos
personajes muy pintorescos; no se han cuidado las transiciones, el diálogo
salta de un tema a otro y los oradores cambian sin la menor lógica. Aun-
que el aspecto literario queda aquí más que maltratado, resulta poco vero-
símil que este fuera el único motivo para dictar una prohibición, ya que el
censor no debe pronunciarse en este sentido.62 Se trataría más bien, enton-
ces, de la puesta en tela de juicio de cierto decoro, tal y como lo entien-
den los órganos de censura. Así, la cantinera parece ser objeto de los sue-
ños de todos los hombres de la obra, y las réplicas a veces pueden parecer
algo crudas, en particular cuando es el presidiario el que intenta seducir a
la joven.63 Pero, y aquí probablemente estriba el problema, este no es el
único que quiere conquistarla: tanto a los soldados como a los oficiales
parecen interesarles muchísimo más los favores de la niña que el combate,
y las acotaciones escénicas del principio de la obra los describen a todos
como «poco entusiastas»64 para salir a luchar. Por otra parte, siguiendo la
divisa que dice que «en amor, todo vale», su comportamiento en la bata-
lla amorosa hace de ellos perfectos émulos del presidiario, del que iremos
sabiendo que, muy lejos de arrepentirse de los delitos pasados, sigue come-
tiendo sus fechorías en el continente africano. El espectador tampoco
mantiene la buena consideración que le podía merecer una cantinera que
solo busca hacer su agosto y estaría dispuesta a vender comida al enemigo
si se presentara la ocasión. Su entusiasmo ante el inminente ataque a
Tetuán no responde más que a su afán de dinero y sus ganas de botín. Y,
61 Antonio Ferrer del Río, 9.5.1860, AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 128.
62 Jesús Rubio Jiménez destaca que solamente cuenta la valoración moral e ideológi-
ca, y no las consideraciones estéticas, que siempre quedan en un segundo plano. Véase «La
censura teatral en la época moderada», p. 231.
63 Cuando tuvo lugar la guerra de África, y después los incidentes de Melilla, en los
territorios de los presidios no era raro que participaran reclusos en los combates. En rela-
ción con su papel en la guerra de 1893 se puede leer Rafael Guerrero, Guerra del Rif, Bar-
celona, M. Maucci, 1895 [1893], 3.ª ed., esp. pp. 95 y ss. El autor establece una distin-
ción entre batallón disciplinario y batallón de condenados. Estos últimos, sentenciados a
muerte o a cadena perpetua, esperaban rebajar su condena, y constituían el «bando de la
muerte», que cargaba con las tareas sucias, bajo las órdenes del capitán Ariza.
64 Asimismo, en la escena 4.ª del acto I, cuando el cabo despierta a los soldados des-
pués del toque de diana, uno de los soldados contesta: «ya, ya (remiso)» (f. 3a).
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 177
aunque el final tiene ya muchos más visos de teatro patriótico, si los sol-
dados se impacientan (¡por fin!) por llevar a cabo el asalto, si la cantinera
participa activamente en los combates repartiendo cestazos, el Ejército ha
quedado demasiado malparado al principio para que el público pueda
olvidar por completo esta visión negativa. En suma, los motivos de inter-
dicción parecen tan numerosos como los significados de la palabra liber-
tad, y la obra comete demasiadas infracciones.
Entre ellas hay otra más, consistente en el relato que hace el presidia-
rio de sus crímenes. En el pasado robó y mató a alguien, pero dice, pavo-
neándose, que no hay que darle importancia: «Eso no es nada; en fin era
un inglés: el general ma indurtao».65 Las segundas son tan evidentes que el
dramaturgo no necesita añadir nada más para unos espectadores que han
visto en los periódicos que Inglaterra juega sucio en este conflicto y no se
comporta en absoluto a favor de España. El escándalo de las notas ingle-
sas aún está en mente de todos. Calderón Collantes, ministro de Asuntos
Exteriores, cometió una gran imprudencia al aceptar que el Gobierno
inglés obtuviera por escrito la garantía de que, si España llegase a ocupar
Tánger al final de la guerra, solo lo haría provisionalmente. La publicación
de estos documentos hunde en el descrédito la acción guerrera de la Penín-
sula a la vez que la humilla, cuando todos le reprochan su debilidad y la
acusan de haber caído bajo tutela inglesa. El Gobierno británico, muy
preocupado por la intervención española en Marruecos, en particular por
las posibles repercusiones sobre Gibraltar, no deja de entrometerse en el
conflicto, intentando, las más de las veces, dificultarle la tarea a España.
El 28 de octubre de 1859 España decreta el embargo en los puertos de
Larache, Tetuán y Tánger; Inglaterra declara que el Gobierno de la Penín-
sula deberá ordenarlo de nuevo cada vez que, por una u otra razón, sus
barcos hayan tenido que alejarse, y precisa que quiere que se participe el
restablecimiento a cada navío. El ministro español se opone firmemente a
las exigencias británicas, que redundarían en adelantarle al enemigo el plan
de batalla. España se enfrenta a una oposición de hecho de parte de Ingla-
terra, de la que todos toman conciencia muy pronto, entre ellos los fran-
ceses. Sevilla Andrés cita un fragmento del periódico Le Courrier de Mar-
seille en el que el periodista anuncia la mala voluntad final de Inglaterra
ironizando: «ya veréis […] como Inglaterra se pone de parte del vencido,
exigiendo tal vez que se consuele al Emperador de Marruecos en sus des-
gracias, extendiendo las fronteras de su país, e indemnizándole sus sacrifi-
cios».66 En la propia Península se sabe muy bien a qué atenerse, y así lo
demuestra la lectura de la prensa ministerial española: si bien acaba echán-
dose atrás y declarando que las relaciones con Inglaterra siguen siendo
amistosas, en un primer momento reconoce la malevolencia de ese país.
Como era de esperar, a los dramaturgos les interesó introducir estas
circunstancias en sus obras y sistemáticamente se enfrentaron a la negati-
va de Antonio Ferrer del Río. Esto demuestra hasta qué punto podía ser
severa la censura teatral en comparación con la que imperaba en otros
medios de comunicación, ya que, además de artículos de prensa, es posi-
ble encontrar obras históricas o literarias, perfectamente contemporáneas,
que critican a la pérfida Albión. Un título como La cuestión de Marruecos
vista en su complicación con Inglaterra no presenta ninguna ambigüedad,67
mientras que el médico Nicasio Landa también dedica a Inglaterra unos
perversos comentarios cuando cuenta en sus memorias lo sorprendido que
se quedó:
Debo consignar en honor de la verdad que no reconocí entre los cadá-
veres ninguno de raza sajona, como entonces se dijo y escribió; pues tengo para
mí que el entusiasmo de los caritativos admiradores de aquellos salvajes nunca
llegó al punto de acompañarles más que con la buena intención en sus arries-
gadas empresas.
Ni siquiera la poesía se olvida del vecino del otro lado del canal de la
Mancha, ya que, de las plumas de Rivas y Bretón de los Herreros, entre
otros autores, encontramos una vigorosa denuncia de Inglaterra en el Ro-
mancero de la guerra de África. Las críticas son abiertas, excepto en el ámbi-
to teatral, en el que Ferrer del Río manda callar a los atrevidos que lo
intentan. Sin embargo, hay personajes ingleses, incluso muy simpáticos,
en Escenas de campamento, donde el censor autoriza que dos británicos
66 Diego Sevilla Andrés, África en la política española del siglo XIX, Madrid, CSIC,
1960, pp. 137-138; reproducido de Evaristo Ventosa, Españoles y marroquíes, Barcelona,
1859, pp. 809-817.
67 De Joaquín Francisco Campuzano, Madrid, 1860. La referencia, en Diego Sevilla
Andrés, África en la política española, p. 135, nota, y en Cecilio Alonso, «Apuntes para una
bibliografía de la guerra de África (1859-60)», Transfretana, 2, 1982, p. 57.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 179
fue a tomar un trago con unos compañeros que iban a reunirse con el ejér-
cito de África y, al brindar por España, recibieron la mirada llena de des-
precio de un inglés, al que terminaron por moler a golpes. El británico en
cuestión se desacredita del todo a ojos de los espectadores cuando, poco
después, viene a reclamar al dueño de la casa una deuda supuestamente
contraída por su padre. Don Servando comprueba aliviado que se trata de
un error y echa al patán a la calle. Esta última peripecia parodia, en reali-
dad, un episodio real de las relaciones hispano-inglesas, ya que Inglaterra
acudió a reclamar a la Península el pago de una cantidad de dinero que lle-
vaba mucho tiempo adeudándole. Según relata Jorge Castel, Inglaterra, a
causa de la guerra civil que desangraba al país, proporcionó en 1835 al
Gobierno de la reina armamento y material de guerra. El reembolso no se
había mencionado desde 1841, pero, en noviembre de 1858, Buchanan
(ministro plenipotenciario inglés en Madrid, el mismo que luego tomará
parte en el asunto de las notas inglesas) de repente actualiza el tema. El 10
de diciembre le contestan que las cosas siguen su curso, y en febrero de
1859 vuelve al ataque. Finalmente, el saldo —establecido entre el 4 y el 5
de enero, o sea, cinco días antes de que la obra se presente al censor— se
entrega durante el año 1860. Si bien Castel precisa que Inglaterra tenía
todo el derecho del mundo a formular semejante petición, también subra-
ya lo que de mala voluntad hacia España encerraba, dado que no se podía
escoger peor momento para la Península.70
Una semana después, el autor de Un corneta en África opta por un diá-
logo, tan cómico como vivo entre dos amigos de la infancia a los que la
guerra reúne en Ceuta. Fernando va a ver a Ferrán para llevarle noticias
frescas del exterior: en Tánger y en Tetuán ya no se ven ingleses proceden-
tes de Gibraltar en busca de jóvenes moras. En la obra también se cuenta
que los ingleses comercian con los moros. Esto lo confirma Ferrán, que
explica a sus amigos que en Inglaterra, como en cualquier otra parte, hay
renegados, y que son estos quienes se encargan de los negocios. Fernando
alude a las críticas que algunos vierten contra la actuación de Inglaterra,
pero aquel le contesta que son solo calumnias: si la flota inglesa vino a fon-
dear frente a las costas de Marruecos desde el inicio del conflicto fue por-
que buscaban aire puro para airear su ropa y ahuyentar las polillas. Pascual,
otro soldado, considera que están ahí para evitar que los marroquíes se
escapen por el mar, y el conjunto acaba bañado en lirismo, pensando todos
en las numerosas pruebas de amor hacia España que publica The Times.71
El tono general es de sarcasmo, de antífrasis; el censor se da perfecta cuen-
ta de ello y pasa a exigir que se suprima la totalidad del fragmento.
Este celo de Ferrer del Río no se desmiente casi nunca, y desde el ini-
cio mismo del conflicto el censor se afana por que no se insulte a Inglate-
rra. En una de las primerísimas obras que le presentan, ¡El estandarte espa-
ñol a las costas africanas!, se niega a que al aguafiestas, Antolín, le apoden
«la Inglaterra de casa». Es un personaje muy antipático que luego pasa lista
de los enemigos internos de España (los maridos infelices que se vuelven
a casar en cuanto enviudan, los campesinos a los que se enfrentó él unos
días antes, etcétera), y la enumeración se alarga tanto que no entiende
«¿por qué esta gente terca / se empeña a ir a buscar / más allá de Gibraltar /
lo que tiene aquí tan cerca?». Aludir a Gibraltar es mentar a los ingleses, y
el censor ordena suprimir las réplicas. No se detiene allí y, un poco más
adelante, prohíbe dos páginas completas; se trata de una fábula que Fras-
quillo, el criado, le cuenta a un inglés antes de mostrarle la puerta. Es la
historia del ratón (Inglaterra) que no se atreve a comer el queso (España)
porque el gato (Francia) anda por allí. Pero, insiste Frasquillo, si lo inten-
tara, ¡menuda indigestión le daría! Luego, para seguir con la fábula, el dra-
maturgo opone las águilas a los leopardos, y Ferrer del Río también cen-
sura la imagen: aquellas solo pueden ser los franceses (en referencia al
águila napoleónica), y los leopardos no pueden ser sino los ingleses.72
En esas obras el censor podía dictar solamente supresiones, pero a
veces Inglaterra ocupa un lugar tan importante, en el corazón mismo del
argumento, que condena las piezas a desaparecer, como sucede con tres de
ellas: Un gitano en Marruecos; ¡Viva España! y Un anglo-hispano (citando
por orden cronológico). Cuando emite su dictamen para la primera de las
tres, Antonio Ferrer del Río justifica la interdicción por el hecho de que
73 Antonio Ferrer del Río, 7.10.1859, AHN, Consejos, leg. 11 394, exp. 187.
74 Para ¡Viva España!, véase AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 22: «no debe ser
autorizada mientras subsistan sus numerosas alusiones contra una nación amiga de la
nuestra». Antonio Ferrer del Río, 24.1.1860. Para Un anglo-hispano, véase AHN, Conse-
jos, leg. 11 395, exp. 114: «su representación no debe ser autorizada, ínterin no se supri-
man todas las especies afrentas para una nación amiga de España como Inglaterra». Anto-
nio Ferrer del Río, 26.4.1860.
75 Jesús Rubio Jiménez, en «La censura teatral en la época moderada» (p. 221), habla
de «farsa de gran comicidad, que da la vuelta completamente al teatro patriótico apoyado
por el gobierno; se parodian sus situaciones y su lenguaje de vacía retórica, y hasta sus coros
de zarzuela».
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 183
81 Juan Clemente Cavero Martínez, ¡Viva España!, acto I, esc. 10.ª, f. 11b. Contra
todo pronóstico, dados los demás informes de censura, este fragmento, que el dramaturgo
conserva en la segunda versión que presenta al censor, no queda prohibido, aun cuando
contiene una violencia extrema hacia la religión. La censura examina la segunda versión,
titulada El genio de Castilla, el 11.2.1860. AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 50.
82 Jesús Rubio Jiménez, «La censura teatral en la época moderada», p. 210.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 187
Para las que se censuran parcialmente, los recortes van desde una palabra
hasta varias páginas, según los casos. Los motivos son múltiples, y las más
de las veces no tienen relación directa con el carácter patriótico de las pie-
zas. Decencia verbal, defensa del Ejército y de su honor o sacralización del
misterio cristiano son imperativos que recorren la historia de la censura y
no se limitan al conflicto marroquí. Sin embargo, cobran una gran impor-
tancia durante esa guerra destinada a reverdecer el prestigio de la Corona
y, más que nunca, la vigilancia del censor debe poner a salvo los dos prin-
cipales pilares de la monarquía: la jerarquía eclesiástica y el Ejército. Se
extrema la prudencia hasta prohibir que se nombre a los comandantes y
demás oficiales, rechazando así que un poder tan indispensable para la
Corona como son las fuerzas armadas quede vinculado a un aconteci-
miento cuyo desenlace aún no ha tenido lugar.
Además de los ejemplos ya citados existen otros en que el censor se
cuida de proteger al Ejército. De nada les sirve a los dramaturgos usar sub-
terfugios para no incidir en las interdicciones, ya que Ferrer del Río se niega
a cualquier desvío. A propósito de España triunfante en Marruecos, entrega
un informe tajante para prohibir totalmente una obra que a todas luces le
pareció ridícula. La transgresión se le antoja tan evidente que ni siquiera la
aclara, y únicamente menciona «razones que saltan a la vista sin más que
leer los nombres de los personajes».85 Sin duda el dramaturgo quiso escapar
de los rayos censores que fulminaban a quien ponía en escena, o incluso tan
solo nombraba, a los principales dirigentes del Ejército. Ante la absoluta
imposibilidad de evocar siquiera a O’Donnell, a Prim o a cualquier otro
militar de igual grado, Miguel María Jiménez rebautizó a todos sus perso-
najes: el general en jefe pasó a llamarse Reynaldo, y se le añadieron curio-
sos acólitos. Tres protagonistas irrumpen en la historia: Pizarro, un coronel
de cazadores; su hijo Ernesto, conde del Arenal, y finalmente Leonor, la
hija de Reynaldo. El argumento en sí no es ni más inverosímil ni peor que
el de las obras aprobadas: Leonor, cantinera, teme por el intrépido Ernesto
del Arenal. Este joven aristócrata se alistó como soldado raso, a pesar de su
rango y de sus vínculos familiares —dicen— con el general en jefe. La vís-
pera de la toma de Tetuán, un soldado lleva a cabo una misión de espiona-
je en el campo enemigo y cuando vuelve cuenta que el conde ha caído pri-
85 Antonio Ferrer del Río, 8.3.1860, AHN, Consejos, leg. 11 395, exp. 73.
El control del Gobierno sobre el teatro de actualidad militar 189
87 Friedrich Engels, «La guerra mora» [«The Moorish War»], artículos publicados en
el New York Daily Tribune los días 19.1.1860, 8.2.1860 y 17.3.1860. Reproducidos en Karl
Marx y Friedrich Engels, Revolución en España, ed. de M. Sacristán, Barcelona, Ariel, 1973,
4.ª ed., pp. 173-190.
88 «MOHAMED: […] la Inglaterra / me manda, sino sus tropas / muchos aprestos de
guerra». Joaquín Martínez y Tomás, Un prisionero en Tetuán, cuadro II, esc. 3.ª, f. 21a.
192 Teatro patriótico y poder
1 José Bernat y Durán, «Los teatros regionales catalán y valenciano», en Narciso Díaz
de Escovar y Francisco P. Lasso de Vega, Historia del teatro español, Barcelona, Montaner y
Simón, 1924, pp. 322-418.
194 Teatro patriótico y poder
7 Recordando que esas obras eran llamadas gatadas —de «La Gata», nombre de la
sección creada por Serafí Pitarra en el teatro Odeón de Barcelona, reservada a obras en cata-
lán y zarzuela—, la investigadora aclara que el término es «més o menys equivalent a
broma, humorada, disbarat». Carme Morell i Montadi, El teatre de Serafí Pitarra, p. 214.
Respecto al tema de la sátira, véase p. 235.
196 Teatro patriótico y poder
11 Valgan, como botón de muestra, las réplicas siguientes: «PACO: […] deben de ser
como las moras. // LÓPEZ: ¿Tú sabes cómo son? // PACO: Si tuve de ellas dos o tres cólicos
siendo pequeño, no he de saber mucho. // LÓPEZ: Como no sepas, / no tienes instruc-
ción. // PACO: ¿Que no la tengo? / Mira, la llevo aquí para que veas / (saca un libro de la
blusa). / Instrucción del recluta en cuanto manden […]». Anselmo González, Los héroes de
Melilla, acto I, esc. 2a, ff. 5a-5b.
12 Según Carme Morell i Montadi (El teatre de Serafí Pitarra, p. 266), esta cobardía
constituye un importante ataque contra el decorum de los voluntarios catalanes. Esta valo-
ración me parece muy excesiva.
13 Ibídem, p. 235.
14 Serafí Pitarra, La botifarra de la llibertat, Barcelona, Llibreria Bonavia, 1954, p. 3.
15 Serafí Pitarra, Les píndoles d’Holloway o La pau d’Espanya, Barcelona, Llibreria
Bonavia, 1954, p. 9.
Las voces marginales 199
24 «en même temps qu’ils chantent l’expédition militaire, célèbrent l’existence d’une
patrie catalane, irréductible à toute autre, mais s’intégrant harmonieusement dans un
ensemble plus vaste, celui de la patrie espagnole». Marie-Claude Lecuyer y Carlos Serrano,
La guerre d’Afrique, p. 164. La traducción es mía.
Las voces marginales 203
28 «Els autors es varen enginyar, amb esperit mofeta i d’una manera un xic cruel, per
ridiculitzar l’absurda disposició, aprofitant-ne un dels punts febles. […] Els nostres escrip-
tors teatrals […] introduïssin en llurs obres un personatge que parlés en castellà, pero esco-
llit entre la fauna dels subjectes ridículs, lliurat com a element de vanjança a la riallada del
públic». Francesc Curet, Història del teatre català, pp. 148-149.
29 Véase el estudio desmitificador llevado a cabo en torno a esta cuestión por el his-
toriador Albert Garcia Balañà, «Patria, plebe y política en la España isabelina: la guerra de
África en Cataluña (1859-1860)», en Eloy Martín Corrales (ed.), Marruecos y el colonialis-
mo español (1859-1912): de la guerra de África a la «penetración pacífica», Barcelona, Bella-
terra, 2002, pp. 13-77.
30 Serafí Pitarra, Las francesillas, acto I, esc. 3.ª, pp. 14-15.
206 Teatro patriótico y poder
31 A propósito del cacique, Carlos Serrano mostró hasta qué punto el siglo iba a con-
vertirlo en el espantajo, culpándolo de todos los males de los que no sería sino el produc-
to. Es un mal endémico en toda España, según testimonia la generalización de las voces
que se elevan en su contra. A este efecto, comenta Serrano: «Quand vient l’heure des révi-
sions et de l’inventaire des ‘maux de la patrie’, [le cacique] se transforme en une figure aussi
mythique que vilipendée, inexpugnable dans la forteresse de ses campagnes et cible de tous
les projets rénovateurs». Carlos Serrano, Le tour du peuple. Crise nationale, mouvements
populaires et populisme en Espagne (1890-1910), Madrid, Casa de Velázquez, 1987, p. 285.
32 «CLIMENT: ¡Fins lo diputat!, ¡l’estrofa!… / (Si jo ho sé, quant vaig tirar / aquells
vots falsos a l’urna, / los hi tiro per Don Pau)». Serafí Pitarra, Las francesillas, acto II,
esc. 2.ª, p. 45.
33 «CLIMENT: Só tonto; tinch secretari. / No parlo tinch diputat. / No se lletra; tinch
lletrat / y ells fan tot lo necessary. / […] ¿Com puch no ser bo per battle / si ab un any ja
m’hi fet rich?». Ibídem, acto I, esc. 11.ª, p. 34.
34 El hecho de que Pitarra se mantenga apartado del ámbito político es muy cohe-
rente con su pensamiento, si se ha de creer lo que dice Morell i Montadi, para quien uno
de los rasgos distintivos del dramaturgo era su inmenso pesimismo respecto a la política y
a la sociedad en general, la certeza de que todo cambio era imposible. Véase Carme Morell
i Montadi, El teatre de Serafí Pitarra, pp. 270-271.
Las voces marginales 207
35 Ibídem, p. 300.
208 Teatro patriótico y poder
36 Sobre este tema, véase el trabajo de Carlos Serrano «Don Juan Tenorio y sus paro-
dias: el teatro como empresa cultural», en Actas del Congreso sobre José Zorrilla, Valladolid,
Universidad / Fundación Jorge Guillén, 1995, pp. 533-540; y también Carnaval en
noviembre (parodias teatrales españolas de Don Juan Tenorio), recopilación, edición e intro-
ducción de Carlos Serrano, Alicante, Instituto de Cultura Juan Gil-Albert, 1996.
37 Pedro Garriga y Folch, Lo general Bumbum o Una embaixada moruna, acto I, cua-
dro I, esc. 1.ª, p. 5.
Las voces marginales 209
que tengamos que ver en ello un sarcasmo contra las veleidades autorita-
rias de los castellanos, ya que el general solo lo utiliza para dar órdenes.41
Finalmente, y a pesar de lo frecuente del procedimiento en el teatro de
actualidad militar, el dramaturgo se niega a recurrir a unas aparatosas
puestas en escena en las que la potencia de los medios desplegados palía la
pobreza del texto. Después del trillado discurso-arenga típico del género,
la acotación escénica aclara: «passan las tropes per la escena al só de una
marxa militar, poguent figurar ab vuyt o deu soldats y dos oficials (com-
parsas) que passan milenars de homes».42 Se trata, una vez más, de un
distanciamiento literario en vísperas de una renovación teatral que pasa
por Barcelona al final del siglo.43 La parodia, para funcionar, requiere que
el público esté acostumbrado al teatro de actualidad militar. Escogerlo
como modelo sirve implícitamente para prolongar su éxito y crearle des-
cendencia.
Marta y María o La muerte de Maceo es, por parte catalana, la última
parodia que encontramos. Desde el punto de vista formal se amolda per-
fectamente al género; sin la advertencia final que critica el teatro de cir-
cunstancias, resulta incluso difícil discernir el desfase. Está escrita en cas-
tellano —quizá precisamente para llevar hasta sus últimos detalles la
semejanza—. Se mezclan prosa y versos —octosílabos en su mayoría, aun-
que hay dos fragmentos que también hacen uso de la alternancia tradicio-
nal de heptasílabos/endecasílabos—. Al reencuentro de María y Medrano
—los dos «buenos»— responde como un eco una escena entre Gómez y
Marta en la que el primero cuenta cómo salvó la vida a la segunda. El rela-
to discurre en un tono épico hiperbólico y, sobre todo, con una recupera-
ción de los clichés de la estética romántica. Explica primero cómo «por su
poderosa diestra» mantuvo alejados a los enemigos mientras sostenía a
Marta, desvanecida; cuando llega al momento más sabroso, en medio del
parlamento, una acotación le dice al actor que marque la transición y
luego pase a recordar que
41 «Bueno, pues ahora, señores, / marchemos hacia palacio». Y luego: «Ayudante, que
enseguida / las columnas batan marcha». Ibídem, acto I, cuadro III, esc. 12.ª, p. 20.
42 Ibídem, acto I, cuadro II, esc. 4.ª, p. 10.
43 Véase, entre otros trabajos, el de Enric Gallén, «Teatro y sociedad en la Barcelona
modernista», en Serge Salaün, Evelyne Ricci y Marie Salgues, La escena española en la
encrucijada (1890-1910), Madrid / París, Fundamentos / Casa de Velázquez / Université
de Paris III – CREC, 2005, pp. 251-279.
Las voces marginales 211
Sigue la descripción, con un caballo que los lleva hasta una orilla soli-
taria y una barca que los está esperando «en las amargas olas».44 La mag-
nífica hipálage subraya hasta qué punto el paisaje es reflejo del estado de
ánimo atormentado de los protagonistas, como conviene a una evocación
romántica. Marta contesta con una declaración de amor y alude a su pro-
funda soledad hasta entonces, cuando sus lamentos se perdían por las
inmensas salas cóncavas en las que resonaban…
Si bien el desarrollo de los acontecimientos de 1893 invitaba a la
parodia y no parecía ilógico que una obra castellana contestara en eco a
otra catalana, no así durante la última guerra cubana, en la que están en
juego cosas mucho más graves. La fuerza de la crítica queda bastante difu-
minada, por una parte debido a la sutileza de la parodia y, por otra, a causa
del respeto que se mantiene frente al modelo patriótico. Sin embargo esto
no invalida su carácter crítico, propio de ciertas piezas catalanas. Carlos
Serrano dejó demostrado que los catalanes, pasado el movimiento de
patriotismo frenético de 1895, se fueron distanciando y luego oponiendo
a un Gobierno central incapaz ya de preservar sus intereses. A la inversa de
lo que pasó en 1893, cuando no le importaba la defensa de Marruecos y
podía criticar más fácilmente la gestión polémica del conflicto, en 1895 la
clase emprendedora catalana tiene mucho que perder en los territorios de
ultramar. Al inicio de la insurrección se muestran «particularmente alertas
en materia de patriotismo y prestos a denunciar lo que consideran la tibie-
za madrileña cuando la salida de las tropas hacia Cuba».45 Pero durante el
año 1896 las cosas cambian. Según reza el texto impreso, Marta y María
o La muerte de Maceo fue concluida el 31 de diciembre de 1896, aunque
no se representa hasta un año después. Los incidentes de protesta que
48 Véanse las explicaciones de Jordi Llorens i Vila en su obra sobre el mensaje de los
catalanistas a los cretenses, pero también a Irlanda y a Finlandia. Subraya que «El catala-
nisme polític, la primera plataforma unitària del qual fou el Centre Català (1882), serà
obra d’un grup d’intel·lectuals —majoritàriament barcelonins— amb molt poca presència
d’elements burgesos i de les classes més populars de la societat catalana. Conscients de la
seva feblesa, els primers catalanistes iniciaren una llarga campanya de sensibilització dels
catalans amb l’objectiu confessat de convertir-los en catalanistes conscients». Jordi Llorens
i Vila, Catalanisme i moviments nacionalistes contemporanis (1885-1901), Barcelona, Rafael
Dalmau, 1988, p. 5.
49 J. y F. Quera y Córdoba, Un catalanista, p. 13.
50 La ausencia completa de datos me impide llevar a cabo esta comparación con el
País Vasco.
Las voces marginales 215
55 En otra obra de dos autores asentados en Manila y estrenada allí, se compara explí-
citamente al sultán del archipiélago con Boabdil. Véase Federico Casademunt y Regino
Escalera, Una página de gloria, acto único, esc. 3.ª, p. 14.
Las voces marginales 217
61 «dans les limites d’un nationalisme culturel et linguistique». Jon Juaristi, «Le natio-
nalisme basque», p. 196. La traducción es mía.
62 Véase el reciente artículo de Gregorio de la Fuente Monge sobre «El teatro repu-
blicano de la Gloriosa», que estudia algunas de las obras de nuestro corpus y se centra en
los dramaturgos que defendieron la República. Ayer (Espectáculos y Sociedad en la España
Contemporánea), 72/4 (2008), pp. 83-119.
220 Teatro patriótico y poder
Los renegados es una obra muy corta, de un poco más de una colum-
na, publicada en los primeros días de junio de 1895 en El Cantón Extre-
meño, que ya para entonces había tenido problemas con el poder. La pieza,
que no pretende ser representada ni es representable en sentido estricto,
recupera los personajes de los moros tal y como aparecían en El cañón
rayado, solo que treinta y cinco años más tarde, cuando ya no pertenecen
a la actualidad. El redactor parece sugerir que la forma teatral no es más
que una convención algo arbitraria, ya que el final de la historia está con-
tado en forma epistolar en un número posterior: el personaje principal
manda una carta al diario en la que da parte de los últimos acontecimien-
tos. Todo indica que se trata de una especie de fábula en clave, donde los
personajes moros funcionarían como una metáfora.
Antes de empezar la obra, una invocación, a priori muy convencional,
convoca a algunas glorias españolas, conquistadores todos ellos. A esta
orientación evidente hacia una temática americana se añade un intruso: en
la lista de los Cortés, Pizarro, Balboa y demás se han colado los Holguines,
que no pertenecen a una ascendencia noble española sino que designan
varios lugares de la geografía cubana. La escena se desarrolla en un gimna-
sio lleno de argollas. El santón, jefe de todos los presentes, se cuelga del apa-
rato más alto como si se tratara simplemente de un ejercicio de acrobacia.
Expone el problema a sus aliados: un adversario temible se está enfrentan-
do a ellos; él les propone ir a prestar juramento al nuevo jefe y pedirle que
a cambio les deje explotar sus tierras. ¿Qué pasará con estos terrenos tan fér-
tiles sin ellos? ¿Qué hará el enemigo de las tierras si gana? Todo parece una
clara alusión al conflicto cubano, a la posible pérdida de territorios que rin-
den mucho dinero a la metrópoli para cuyo exclusivo beneficio se están
explotando. El desplazamiento queda confirmado por el entorno de la
obra, cuya segunda parte (epistolar) se presenta encuadrada dentro de un
párrafo que describe la rápida degradación del conflicto cubano y la des-
ilusión del periodista ante el escaso patriotismo de sus paisanos. Se queja:
Recíbense a diario noticias de las bajas que sufre nuestro ejército y toda-
vía no hemos oído a nadie que se piense en socorrer a las familias de las vícti-
mas, como si no fueran tan dignas de consideración como aquellas otras de
Melilla para las cuales se abrieron suscriciones [sic] de todas clases y se reco-
jieron [sic] muchos recursos.63
había roto el peroné y estuvo inmovilizado durante meses, fue el más criti-
cado.66 Navarro Gonzalvo, al oponerse con tanto ahínco a las soluciones
pacíficas que se buscaron, defendía, paradójicamente, la acción armada, el
belicismo, el militarismo. Cuando algunos estudiosos actuales hacen del
dramaturgo el campeón del antimilitarismo por su obra ¡Abajo las quin-
tas!,67 este republicano se coloca a sí mismo en una situación compleja.
71 Clemessy subraya las similitudes evidentes que pueden existir, en 1889, entre el
regionalismo tal y como lo entendía Brañas y las reivindicaciones de la Lliga Catalana.
También menciona la «volonté des régionalistes [galiciens] de sortir de leur isolement en
mettant à profit l’exemple catalan». Nelly Clemessy, «Alfredo Brañas et le régionalisme
galicien», p. 55.
III.
LA CONSTRUCCIÓN DE LA NACIÓN
DECIR LA PATRIA
1059 veces, mientras que nación solo aparece en 205 ocasiones.2 Es más
del quíntuplo, y conviene comprobar los motivos de tamaña diferencia.
Volvamos a la distinción que Pierre Vilar establece para el período de la
guerra de la Independencia:
Se parte del marco político constituido, según lo concibió la monarquía,
como un patrimonio; la nación aparece cuando este patrimonio, dejando de ser
cosa del soberano, se convierte en la cosa de todos, la alusión a los abandonos
consentidos a veces por los monarcas (derrotas exteriores, alienación de domi-
nios, tratados desiguales como los aceptados por Godoy) sugiere que la comu-
nidad sería más celosa de sus bienes de lo que fueron los reyes; la ‘patria’ ya no
es proyección ideal de una comunidad de derechos jurídicamente pensada; es
la proyección sentimental —«en los corazones»— de una conciencia de pro-
piedad, de intereses comunes —que ya es ‘nacionalismo’.3
La patria chica
Patria y nación son, pues, dos conceptos distintos, pero cabe pregun-
tarse si en el corpus aparecen sistemáticamente como términos opuestos.
Dos dramaturgos los emplean simultáneamente. En Un defensor de la
patria, Frasquito suelta un largo discurso a su mujer y a su hija para expli-
carles los peligros «de la patria o la nasió»;8 por su parte, los soldados de
Los españoles en África salen a combatir «per la patria y la nació».9 ¿Las con-
junciones copulativas tienen aquí valor disyuntivo o no? ¿Los dos vocablos
designan una misma realidad o se refieren a dos entidades separadas? La
7 En Christian Demange, Le Dos de Mayo, p. 59, puede verse una síntesis elabora-
da a partir de María Cruz Seoane, El primer lenguaje constitucional español, Madrid, Mo-
neda y Crédito, 1968, y Pierre Vilar, «‘Patrie’ et ‘Nation’ dans le vocabulaire de la Guerre
d’Indépendance espagnole», en Actes du colloque Patriotisme et Nationalisme en Europe à
l’Époque de la Révolution Française et de Napoléon. XIII Congrès International des Sciences
Historiques (Moscou, 1970), París, Société des Études Robespierristes, 1973, pp. 167-201.
8 Vicente Tafalla Campos, Un defensor de Melilla, acto I, esc. 3.ª, p. 9.
9 José O. Molgosa y José María Pous, Los españoles en África, acto I, cuadro IV,
esc. 8.ª, p. 20.
Decir la patria 233
10 José Martínez Rives, El pabellón español en África, acto III, esc. 3.ª, p. 42.
11 Joaquín Martínez y Tomás, Un prisionero en Tetuán, cuadro II, esc. 11.ª, f. 28a.
12 «C’est en Catalogne, dans les proclamations et dans les chansons autour de la
guerra gran, que se mêlent le plus curieusement le sens ancien du mot ‘patrie’ (terre où l’on
est né), son sens historique régional (gloires catalanes), et le sens qui triomphera en 1808
(“defensar Espanya”)». Pierre Vilar, «Les concepts de ‘nation’ et de ‘patrie’», p. 83. La cursi-
va es del autor; la traducción es mía.
13 Pedro A. Rozo, ¡A las filas!, acto I, esc. 7.ª, p. 13.
234 La construcción de la nación
14 Simón Vera y Vicente de Lalama, ¡Tetuán por los españoles!, acto III, esc. 5.ª, p. 14.
15 Narciso Díaz de Escovar, Patria y caridad, pp. 8, 9 y 10 respectivamente.
Decir la patria 235
Y Juan, el padre de Pedro, completa: «lo que nos presta honores cuan-
do vivos, / y ensalza nuestra gloria cuando muertos».16 La doble definición
es hábil, al mezclar el vínculo concreto e inmediato con la tierra, con la
región, y una dimensión mucho más cívica e inmaterial, que une al indi-
viduo con su patria por el honor y la gloria. Además, mencionar el idio-
ma español es un criterio que podríamos considerar moderno (y castellano-
centrista). Esta visión, algo bucólica —aunque la intervención de Juan
deja asomar los posibles sacrificios necesarios—, tiene otra vertiente en
Dos hijos, donde un soldado que regresa de Cuba enuncia su propia defi-
nición. La obra fue escrita en 1876, después de ocho años de un conflicto
todavía candente, y se entiende el cansancio que trasciende en el discurso
del militar. Tomás empieza expresando la dificultad de traducir en palabras
lo que es la patria, pero acaba soltando una larga descripción de treinta y
ocho versos que se abre así: «Un cariño que se siente / sin poderlo reme-
diar». Luego habla de las duras condiciones de la vida de campaña, ya que
Es la patria […] lo que obliga / a soportar la fatiga / y el fuego y las tem-
pestades. / Un breve espacio del mundo / del que se apartó entre abrazos, / y
hacia el cual tiende los brazos / el soldado moribundo. / Es, Raimundo, una
virtud / que lleva el hombre a la guerra, / y a morir en esa tierra / la flor de la
juventud.17
Concreta e inmaterial a la vez, la patria tiene tanto que ver con una vir-
tud como con un sentimiento y un lugar geográfico al que vincularse. Es la
dificultad que siente el personaje para definirla exactamente lo que facilita las
eventuales manipulaciones, los dobles sentidos más o menos claros. Rai-
mundo subraya a continuación cuán extraña es una virtud que anima a
matar al prójimo. Porque la patria lleva siempre implícita una idea de sacri-
ficio, los dramaturgos no dejan de salir en su defensa. Al mandar a sus hijos
a morir por ella, tiene más bien apariencia de madrastra. Algo irracional debe
de haber en este cariño que exige tan crueles pruebas de amor. Luciano, que
vuelve manco de Cuba, exalta a pesar de todo esta patria; entusiasmado, con-
cluye de este modo el relato de la acción en que ganó su cruz: «Decir ¡patria!
es decir ¡sol!, / ¡amor sagrado, fe ciega!».18 El amor a la patria pertenece al
campo de la creencia, de un sentimiento inexplicable, irracional.
19 Gabriel Merino, Fantasía morisca, acto I, cuadro I, esc. 12.ª, pp. 23-24.
20 «La personnalisation féminine de la Patrie fait à coup sûr partie de son pouvoir
d’attraction […]. La patrie est digne d’amour, d’un amour envers qui toute trahison est un
péché». Pierre Vilar, «Les concepts de ‘nation’ et de ‘patrie’», p. 82. La cursiva es del autor;
la traducción es mía.
21 Eduardo Ruiz Valle, ¡Viva España!, acto I, cuadro III, esc. 6.ª, p. 23.
Decir la patria 237
22 «ALCALDE: Y oigasté, Sargento, estos mozos ¿poiqué se los llevan ahora? // SAR-
GENTO: Porque la integridad de la patria lo reclama. // ALCALDE (admirado sin compren-
der lo de la integridad) La… la… la qué ijo usté? // SARGENTO (con intención): La inte-
gridad, señor alcalde, la integridad de la Patria. // ALCALDE (sin entender aún): Ah, ya…
ya; la inutiliá… y digasté: ¿qué le jicieron a la inutiliá?». Pedro A. Rozo, ¡A las filas!, acto I,
esc. 7.ª, p. 13.
23 Rafael del Castillo, Cuba para España, acto I, esc. 3.ª, p. 17.
24 Ana María Freire López, en un artículo sobre el teatro patriótico durante el con-
flicto hispanoamericano, recuerda esta frase de Clarín, que corregía la fórmula «Cuba es de
España» por «Cuba es España». Ahí está el problema precisamente, y la expresión que
rechazaba el escritor constituye el título de una de las obras del corpus. No es que su autor,
el estrafalario dramaturgo Juan de la Coba Gómez, quiera provocar, sino que verdadera-
mente se trataba de una frase muy común. En «El desastre del 98 en el teatro político»,
Actas del XIII Congreso de la Asociación Internacional de hispanistas, vol. II, Madrid, Casta-
lia, 2000, p. 188.
25 Narciso Díaz de Escovar, Patria y caridad, p. 7.
238 La construcción de la nación
Más que «la patria» abunda la expresión «nuestra patria» en las obras
del corpus. Además de que la primera persona del plural permite incluir al
espectador, esta estrategia de enunciación remite a otro punto del discur-
so patriótico analizado por Vilar. En el artículo ya citado escribe: «No
menos instructivo resultaría seguir […] el posesivo “nuestra España”, que
marca a la vez la pertenencia (el “nosotros”) y la conciencia de una propie-
dad (el “de nosotros”)».26 Si Cuba o Melilla son «nuestras», toda veleidad
autonómica, toda tentativa de quitarle a España siquiera una parte de sus
derechos sobre estos territorios ya es robo puro y duro, lo que sitúa el dere-
cho del lado español.
Designar la patria
Desde España hasta las Españas…
Si «decir la patria» ocupa mucho a los autores de teatro militar de
actualidad, el término que, sin lugar a dudas, se presenta más a menudo
en las obras es España. Conservando los mismos criterios que más arriba,
se localizan un total de 1477 ocurrencias. La palabra permite evitar la poli-
semia de patria; un dramaturgo insiste incluso en el amplio sentido que
desea dar al vocablo para que todos los españoles puedan reconocerse en
él. En Vencer por mar y por tierra, después del bombardeo del Callao, la
victoria de la Península se anuncia así: «COSME: […] Hemos triunfado. //
ADELA: ¿Triunfar? ¿Quién? // COSME: ¡España! No: / ¡tú, este, todos!».27 Se
supone que España es un espejo en el que todos se reconocen y esto no
llega a plantear problemas. Sin embargo, a veces parece que los dramatur-
gos no se sienten a gusto con la palabra e intentan reemplazarla. Entre las
soluciones alternativas, cuatro veces se utiliza el plural las Españas,28 como
si se tratara de nuevo de insistir en la diversidad de sus componentes. Tam-
bién remite al pasado, ya que la expresión se encuentra, entre otros, en
26 «Non moins instructif serait de suivre […] le possessif “nuestra España”, qui
marque à la fois l’appartenance (le “nous”), et la conscience d’une propriété (le “à nous”)».
«Les concepts de ‘nation’ et de ‘patrie’», p. 82. La cursiva es del autor; la traducción es mía.
27 Antonio Mendoza, Vencer por mar y por tierra, acto II, esc. 9.ª, p. 54.
28 Dos veces en Los españoles en África en 1860, una vez en El puente de Alcolea y otra
más en La toma de Tetuán o Un triunfo más para España. Como demuestra el título de esta
última, esto no excluye que se haga uso de otros términos «paralelos».
Decir la patria 239
29 José María Huici en Al África, Casiano Balbás en Españoles sobre todo, Catalina
Larripa en La toma de Tetuán (IV) y Manuel Núñez de Matute en ¡Sacrificios heroicos!
240 La construcción de la nación
30 Antonio Redondo, Los españoles en África en 1860, cuadro III, esc. 4.ª, p. 43.
31 Ramón Lon de Compañy, ¡Al África!, acto II, esc. 5.ª, pp. 41 y 43 respectivamente.
32 Juan Clemente Cavero Martínez, El genio de Castilla, acto I, esc. 6.ª, f. 9b, y acto
I, esc. 10, f. 14b, respectivamente.
33 Al África, españoles, f. 2b.
Decir la patria 241
39 Francisco Suárez, El honor español, acto II, esc. 13.ª, p. 56, y acto III, esc. 17.ª,
p. 92. La cursiva es mía.
ELABORAR UN SISTEMA
DE REFERENCIAS COMUNES
Hacer historia
Más allá de la exaltación de la actualidad militar que motivó la
redacción de sus obras, los dramaturgos del corpus se emplean a inter-
pretar toda la historia para proponer su propia visión de la patria, de su
pasado y su presente. Esta parte «didáctica» puede llegar a cobrar mucha
importancia en las piezas. La literatura es, sin duda, el tipo de escritura
que menos pretende ser objetivo, y los hechos «históricos» en que algu-
nos autores procuran apoyarse no deben embaucarnos. Además, como
recordaba, entre otros historiadores, Carlos Serrano, la existencia de las
naciones es «un dato fundamentalmente histórico, en el doble sentido de
un producto de la historia y una entidad forjada por los hombres».1 La
acción humana a la que alude el hispanista ofrece una doble vertiente en
el teatro de actualidad militar: por una parte, son los hombres que
«hicieron» la historia, los héroes, los protagonistas, pero también los
que «escriben» esta historia, los dramaturgos que eligen colocar en el
panteón de los héroes a tal o cual combatiente, o glorificar una batalla
antes que otra.
ción de las necesidades de cada uno, lo que acarrea a veces una visión par-
cial de las cosas. También se escribe una historia estrechamente vinculada
a los nombres de unos pocos hombres considerados como sus principales
actores y que han dejado en ella su impronta. Así se explica que a la muer-
te de Méndez Núñez, en 1870, resurja el conflicto del Callao en la obra
titulada Antes honra que barcos, palabras atribuidas al excelso general.
A primera vista puede sorprender el hecho de que haya una obra
sobre la guerra de Cochinchina. Sin embargo, fue presentada a la censura
el 26 de octubre de 1859, cuatro días después de la declaración oficial de
guerra de España a Marruecos. Durante la redacción, el dramaturgo no
podía ignorar la situación tensa que se vivía al otro lado del Estrecho y, si
bien se trata de la vida de una comunidad cristiana mártir en Cochinchi-
na, uno de los personajes recalca: «Y es de España el destino / llevar esta fe
que adoro / […] en estos mares al Chino / y allá en el África al moro».6 A
pesar de ello sigue siendo sorprendente, puesto que la lectura de El pabe-
llón español en África nos lleva a pensar que la guerra en Cochinchina se
percibía más bien como algo ajeno a los españoles. En esta obra, el cura
paga en metálico la redención de Gonzalo, quintado y destinado a Asia,
en concreto a este conflicto. Él se lo agradece de todo corazón, y los dos
hombres se felicitan hasta que se enteran de la ofensa mora al pabellón
español. El cura ya no está tan seguro de haber actuado bien y de ahí en
adelante Gonzalo se niega a beneficiarse de la exención. Aparte de la
importancia sin par atribuida a la guerra de África, resulta evidente el poco
caso que se hace del otro conflicto, que mueve a Tomás a exclamar: «¡Gue-
rra más ridícula! ¡Los cochinchinos! ¡Quién se había de acordar de seme-
jantes espantajos!».7
En cambio, la práctica ausencia de Filipinas, tema de dos obras nada
más (una sola durante el último conflicto colonial), no tiene por qué extra-
ñar. Aunque a veces aparecen alusiones a este país, por la inextricable cro-
nología que se entreteje con la guerra de Cuba, este aparente silencio deja
claro que, en la década de los noventa, lo importante está en otra parte.
En ¡Aún hay patria, Veremundo!, Gonzalo Navarro, después de la derrota
de Cavite, se afana por demostrar que lo que realmente cuenta —Cuba, la
6 Víctor Esmenjaud, Los mártires de Cochinchina, acto III, esc. 4.ª, f. 86.
7 José Martínez Rives, El pabellón español en África, acto I, esc. 2.ª, p. 13.
250 La construcción de la nación
8 Carlos Serrano defiende la misma tesis. Véase Final del Imperio, p. 35, entre otras.
Elaborar un sistema de referencias comunes 251
al sultán que castigue a los culpables; este, al cabo de varias semanas, pre-
senta unas excusas oficiales y asegura que se pueden reanudar las obras. Se
cierra el incidente.9 Ayudada por los ecos que retumban cada poco tiem-
po, idealizada en las piezas iniciales, que no podían mencionar sus puntos
más oscuros, la guerra de África queda rápidamente aupada al rango de
mito.
12 Francisco Jiménez y María, Un episodio de la guerra de África, acto I, esc. 7.ª, f. 26.
13 Miguel Ayllón y Altolaguirre, El héroe de Anghera, acto II, esc. 4.ª, p. 30, y, para la
última cita, esc. 6.ª, p. 32.
Elaborar un sistema de referencias comunes 253
que había entendido las órdenes y que aceptaría, pues, enfrentarse a todas
las potencias navales si hiciera falta, según se le había mandado; o sea, «pri-
mero honra sin Marina que Marina sin honra».18 La frase se saca sistemáti-
camente de contexto en las obras y se repite sin parar para insistir en el con-
cepto, innato en todo español, del honor, colectivo o individual.
Una obra va a denunciar esas mentiras que pueblan los textos, pero
en tono humorístico. Un alcalde en la manigua explota la vena cómica sin
desmentir, sin embargo, los criterios de funcionamiento del teatro de
actualidad militar. No se trata, pues, de una parodia; a lo sumo el drama-
turgo está ajustando cuentas con los políticos de manera general, como ya
empezaba a estar de moda. Al final, cuando el alcalde debe contar las haza-
ñas de los soldados y lo que vio durante su estancia en Cuba, exclama:
«aquello tié más que contar que er triatro der Tío Tinorio».19 La ironía es
mayúscula: el autor se niega a contar lo que en una obra patriótica suele
constituir la materia prima del desarrollo, y subraya además lo mucho que
daría de sí. Por otra parte, la alusión al Tenorio, pieza abundantemente
parodiada en la época, nos devuelve al mundo exclusivamente teatral.
Viene a decirle al público que, lo mismo que la obra de Zorilla, el teatro
de actualidad militar es una fuente inagotable de la que se pueden sacar
infinitas versiones. A continuación, el alcalde pasa a describir a los enemi-
gos mezclándolos a todos, insurrectos, negros, yanquis y separatistas, y sin
parar de soltar atrocidades y tonterías. El maestro de escuela no puede sino
comentar, en un aparte para el público: «¡Jesús, cuánto disparate!».
del enemigo, dice en su obra que «las balas de esos tíos son de algodón y
sus bayonetas de mazapán».20 Pero, en esa misma pieza, en otro momento
el dramaturgo prefiere soltar la verdad desnuda. Se representa la salida para
la guerra del coronel Diego Sandoval y Méndez, viudo y padre de una niña
de doce años, Enriqueta. Cuando su criado le sugiere que pida el paso a la
reserva para evitar que la niña se quede sola, el oficial se enfurece. Si actua-
ra así cuando la patria peligra, deshonraría el uniforme. Sabemos, sin
embargo, que la práctica estaba más que difundida al principio del con-
flicto cubano. Dos periódicos madrileños, El Resumen y El Globo, habían
comentado estos abandonos masivos entre oficiales y suboficiales de carre-
ra, críticas que disgustaron mucho. Unos militares atacaron la sede de sen-
dos diarios y exigieron que desde entonces los delitos de prensa contra el
Ejército fueran competencia de los tribunales militares.21
La obra sigue por el mismo camino para edificar una nación ideal en
la que todos, desde el más oscuro ciudadano hasta los generales en jefe,
sueñan con servir a su patria. El coronel tiene total confianza en Juan, fiel
criado que antaño le salvó la vida, y por eso quiere que se quede para cui-
dar de su hija. Este se rebela, exalta su derecho a combatir él también y
pregunta a su amo: «¿no será permitido a Juan José Espósito que no quie-
ra la deshonra y mire por zu [sic] honor militar?».22 Nos interesa el apelli-
do del criado, prueba de que es un huérfano, un niño abandonado cuya
única familia son la patria y el coronel que lo recogió. A este cuadro tea-
tral perfecto la realidad opone «la huida y el rechazo a las armas», que
«constituyen un mal endémico en España hacia 1900», según Carlos
Serrano. Analizando el origen social de los desertores, el historiador
comenta: «Fuera de Galicia —donde la cosa es frecuente— uno se queda
pasmado por la cantidad de hijos naturales que se encuentran entre los
insumisos denunciados en la Gaceta y que se reconocen por el falso apelli-
do Expósito que se les atribuye».23
como si los héroes de ayer libraran los combates de hoy. Ciertos drama-
turgos usan y abusan de esas menciones de batallones y juegan con el cruce
que se produce. En Marta y María o La muerte de Maceo, uno de los jefes
rebeldes anuncia a los suyos que «las tropas de San Quintín / andan por
esas malezas».27 Hazañas pasadas sirven también para bautizar las naves, y
la captura de la goleta Covadonga en 1866, además por un subterfugio,
cobra visos de drama nacional, tanto más cuanto que es un símbolo nacio-
nal el que ha caído en manos enemigas.
Los generales a veces agravan las confusiones: durante la guerra de
África, O’Donnell lanza los ataques los días de los cumpleaños de la fami-
lia real. Así, al celebrar la victoria también se festeja a la reina, y viceversa.
La mezcla es completa.28 Asimismo, por una feliz coincidencia, el bom-
bardeo del Callao tiene lugar el 2 de mayo (de 1866), y los periódicos lo
analizan como señal de una nueva manifestación del espíritu del pueblo
español. Recogiendo el ejemplo madrileño, el conjunto de la Península
lucha ahora por su patria. En 1874, el sitio de Bilbao termina otro 2 de
mayo; la propaganda liberal utiliza la fecha para legitimar, aún más, su
acción. Las condiciones teatrales de la época pueden ampliar los desfases y
las mezclas. Los conflictos llegan a veces a superponerse en las giras que
difunden las obras desde Madrid hacia la periferia, a veces con bastante
retraso. Entre julio y septiembre de 1895, empezada ya la guerra de Cuba,
los espectadores de El Puerto de Santa María van a aplaudir una represen-
tación de El guirigay, en contra de la gestión gubernativa durante… los
incidentes de Melilla.
Esta superposición de momentos cronológicos distintos destaca tam-
bién en la lista de las referencias históricas en las obras del corpus, en pri-
mer lugar por el juego de las filiaciones. Menudean los «hijos», sean los del
Cid (en Caridad y patriotismo, España laureada…), de Pelayo (El entusias-
mo español…), de Churruca (La soberanía nacional…) etcétera. Abundan
formulaciones sinónimas para hablar de los «descendientes» de tantos
héroes. Hasta Isabel II se considera como repetición de su antecesora la
Católica y participa, de este modo, del mismo proceso. Otras estrategias
27 Tres Ingenios Ignorados, Marta y María o La muerte de Maceo, acto III, esc. 4.ª,
p. 63.
28 Véase Marie-Claude Lecuyer y Carlos Serrano, La guerre d’Afrique, 1.ª parte, en
especial el apartado 1.1.5, «Signification de la guerre».
258 La construcción de la nación
29 Antonio Redondo, Los españoles en África en 1860, cuadro V, esc. 3.ª, p. 66 y sone-
to final en p. 71.
30 Francisco Palanca y Roca, Valencianos con honra, acto III, esc. 3.ª, p. 53.
31 Miguel María Jiménez, España triunfante en Marruecos o La toma de Tetuán, acto I,
esc. 3.ª, f. 13b, y acto II, esc. 10.ª, f. 50a, respectivamente.
Elaborar un sistema de referencias comunes 259
Gloria a los bravos propone que recordemos lo que ocurrió «en San Quin-
tín, en las Termópilas y en Lepanto».32 Aparte de la confusión cronológica,
¿cómo es posible clasificar la batalla de las Termópilas entre las victorias
españolas? En El pabellón español en África, Estrella y Gonzalo luchan por
su país. La joven ya le había subrayado a su amigo que, por su nombre
mismo, él se inscribía en una larga tradición heroica que actualizaba. Gon-
zalo es quien transmite la concepción de la historia que presenta la obra
cuando exclama: «Hoy, Estrella, nuestra España / confunde todos sus
siglos, / no dejando más que un tiempo… / el tiempo del heroísmo».33
Es un procedimiento tan trillado que dos dramaturgos lo utilizan de
manera paródica mezclándolo absolutamente todo. En ¡Amor y patria!
Escalante y Flores ponen en escena a Curro, el típico soldado raso, anda-
luz, y describen así lo que se puede encontrar en su ciudad, Cádiz:
Para la villa honra y pres / la gran casa natalicia, / de San Vicente Ferrer, /
y donde fue bautizado / el mismísimo Hernán Cortés, / el torero con más
cutis / que en el mundo puede haber, / que fue muerto por un Miura / en la
plaza de Aranjuez / la tarde que presidía / el gran Pedro el Cruel / mu amigo
de Frascuelo / y otros chicos de cartel.34
res y políticos presentan la patria como una entidad que siempre existió,
una especie de sustrato. En los períodos que carecen de todo hecho glo-
rioso se considera que el león español, o cualquier otro símbolo apto para
designar el espíritu nacional, está dormido pero permanece. En ningún
momento se inscribe la patria en una evolución cualquiera; nadie está inte-
resado en subrayar su construcción. No se trata de un proceso histórico,
en el sentido de que la historia no deja allí su impronta, su marca. Solo
ofrece la oportunidad de exhibir, a cada nueva hazaña, otras encarnaciones
del espíritu nacional. Se niega toda participación humana en esta cons-
trucción, en el pasado y en el presente.
Jover Zamora insiste en la vertiente únicamente retrospectiva del
nacionalismo exaltado por el Gobierno de O’Donnell con su «política»
colonial, entre otras estrategias. Los conflictos no responden a un conjun-
to coherente, no esbozan ninguna política precisa; al contrario, solo se
conciben como ecos del pasado. Como observa el historiador, no se busca
sino el prestigio militar, y cada expedición tiene su propia tonalidad. La
participación española en la campaña de Cochinchina provoca entusiasmo
en ciertas esferas eclesiásticas de la población por sus connotaciones de
cruzada. De hecho, la perspectiva religiosa domina la obra del corpus que
trata del tema. En cuanto a México, Jover Zamora piensa que se intenta-
ba reactivar los recuerdos de Cortés y de la conquista americana, mientras
que la guerra de África debía servir para dar nuevo lustre a páginas y pági-
nas de la Historia del padre Mariana, la única disponible en España hasta
que Modesto Lafuente elaboró la suya. Jover Zamora continúa señalan-
do que reincorporar la isla de Santo Domingo desprende reminiscencias
colombianas y que la guerra del Pacífico buscaba demostrar que España
seguía siendo una gran potencia naval.35 Solo se ilustra la permanencia del
pasado, nada sirve para forjar el futuro.
Reelaborar el pasado
Para intentar llevar a cabo un análisis cuantitativo de las referencias
históricas que jalonan el corpus, me parece pertinente utilizar la división
35 José María Jover Zamora, La civilización española, pp. 169-170. Más adelante, a
propósito de la expedición a Cochinchina, añade que «venía a reactivar otra estampa de la
España de los Austrias: las misiones orientales». Ibídem, p. 286.
262 La construcción de la nación
mitir a los nuevos creadores disponer de un fondo que sea para ellos lo que
la historia greco-romana fue para sus antecesores».38
Apoyándonos en esta comprobación, los dos períodos mejor repre-
sentados son, primero, el de la Reconquista y, luego, el del esplendor impe-
rial, a través de las batallas de Lepanto, Pavía, San Quintín, etcétera. El pre-
dominio de la Reconquista en un corpus donde la mitad de las obras
hablan de Marruecos no tiene por qué sorprendernos. Constituye un pre-
cedente prestigioso que enarbolan sistemáticamente los dramaturgos para
predecir un final feliz para el conflicto en curso. Curiosamente, la evoca-
ción del esplendor imperial también se encuentra en las piezas de temáti-
ca marroquí, y más precisamente en el subcorpus de 1859-1860, cuando a
España le interesa recordar que llegó a dominar Francia e Inglaterra. Si, por
otra parte, Lepanto materializa la lucha contra el turco —otro infiel—, los
dramaturgos sienten nostalgia por el Imperio en su globalidad. Ya subra-
yaron Lecuyer y Serrano que, durante la guerra de África, como mínimo
los absolutistas sientan como postulado que «España no tiene más porve-
nir que el que le trazó su pasado; la construcción de la España moderna
pasa por la resurrección de la España imperialista de antaño».39
38 «Ce sont les grandes histoires nationales d’esprit libéral, dont les rédacteurs sont
souvent très proches des écrivains et dramaturges, qui vont permettre aux nouveaux créa-
teurs de disposer d’un fonds qui sera pour eux ce que l’histoire gréco-romaine fut pour
leurs devanciers». Citado en Anne-Marie Thiesse, La création des identités nationales.
Europe XVIII-XXème siècles, París, Seuil, 1999, p. 138. La traducción es mía.
39 «L’Espagne n’a d’autre avenir que celui tracé par son passé; la construction de l’Es-
pagne moderne passe par la résurrection de l’Espagne impérialiste de jadis». Marie-Claude
Lecuyer y Carlos Serrano, La guerre d’Afrique, p. 112. La traducción es mía.
264 La construcción de la nación
40 ¡Catalans, fora las quintas! ofrece, por otra parte, una apariencia de obra castellano-
centrista, por lo menos en sus referentes históricos, entre los que están el Cid y otros igual-
mente ortodoxos.
Elaborar un sistema de referencias comunes 265
¿Integrarse en la diferencia?
Si algunas obras catalanas construyen un sistema de referencias cultu-
rales centradas en la historia y la geografía de las áreas de la antigua Coro-
na de Aragón, buscan establecer una complicidad con su público y no
excluir a los demás. La reutilización de los gloriosos episodios la guerra de
46 Miguel Rey, Sangre española, Tortosa, Impr. de José L. Foguet Sales, 1897, p. 12.
47 José María Gutiérrez de Alba, Los españoles en Méjico, acto I, esc. 2.ª, p. 13.
Elaborar un sistema de referencias comunes 269
reina, lealtad que fue parte del problema. Catalina Larripa define a Isa-
bel II como «la reina a quien adoran / con locura Castellanos, / Navarros
y Valencianos, / y la plata que atesoran / le dan a su reina amada. / Y Cata-
luña y León, / un brioso corazón / a su Isabel adorada. / Los andaluces her-
manos / por la segunda Isabel».50 El recuerdo evidente de las luchas da una
tonalidad algo dramática al fragmento, pero a veces la declaración se hace
de modo más ligero. Intentando dar la vuelta al tipo literario del soldado
(andaluz, un tanto fanfarrón), Niceto de Sobrado pone en boca de Perico
una defensa de los andaluces, que, a pesar de unos pocos defectos —la
mentira entre ellos—, cuando se trata de coger las armas son «iguar que
los de Navarra, / de Aragón, y de Castiya, / de Valensia, de Viscaya / y de
Galisia y de Asturias, / Estremadura, la Mancha, / de Cataluña, de Mur-
sia, / de Madrid, de Guadalajara / hombre… er sordao español / ¡entre
tóos es la mapa!».51 Enumerar las regiones materializa las diferencias, pero
para afirmar mejor la unidad al final. Estas identidades solo cobran su ver-
dadero sentido dentro del conjunto, ya que, presentadas primero como
elementos separados, forman luego un conjunto legible, el mapa de Espa-
ña. Estos procedimientos para reagrupar a todos en el regazo protector de
la madre patria son recurrentes en el corpus.52
A veces los dramaturgos se centran en un par de regiones considera-
das emblemáticas del conjunto. En Aurora de libertad, el espectador pre-
sencia la reconciliación de Aragón (cuna de los héroes de antaño) con
Andalucía, de la que son originarios los nuevos salvadores de la patria,
puesto que, en 1868, la sublevación que desembocó en la Septembrina
había salido de Cádiz. José y Pablo rivalizaron hasta entonces, pero, al des-
cubrirse una causa común, se abrazan y el primero reconoce que «la amis-
tad aragonesa / honra mucho a Andalucía». Ante el espectáculo que dan
los dos hombres, Margarita saca la conclusión que se impone: «Todos son
de una nación».53 En este panorama, una obra abre una gran brecha en la
54 Juan de la Coba Gómez, Guerra al moro, acto I, esc. 3.ª, ff. 9a-9b.
55 Joan Mas i Vives, El teatre a Mallorca, p. 207.
272 La construcción de la nación
… moderada…
La ideología liberal es una constante en el corpus, pero el hecho de
que se usen términos estrictamente idénticos a lo largo del período para
8 José Pascual y Torres, Triunfó la libertad o La batalla del puente de Alcolea, acto II,
esc. 7.ª, p. 45.
La ideología de este teatro y sus contradicciones 277
… y a menudo conservadora
El miedo al «pueblo»
Es en el contexto de esta ideología liberal pero concebida para no
asustar donde encontramos episodios como el del Dos de Mayo, por ejem-
plo. Subrayemos, con Demange, que la memoria de la fecha tuvo, por lo
menos al principio del siglo, una interpretación muy amplia y susceptible
de abarcar al conjunto de la patria. Las Cortes de Cádiz intentaron con-
vertirla en un fundamento de la nación y otorgaron a su conmemoración
un significado liberal. Esta lectura molesta sobremanera a Fernando VII
cuando vuelve al trono y se esfuerza por limitar el Dos de Mayo a una
ceremonia religiosa. Recuperado por unos y otros, de contenido variable
según los casos, este acontecimiento cobra de nuevo un colorido liberal y
progresista en el Sexenio Democrático.11 Efectivamente, la referencia apa-
rece en obras de esa época, aunque también está presente en otros momen-
tos. Sin embargo, Demange explica que, poco a poco, la interpretación
que se dio al acontecimiento fue disminuyendo el papel del «pueblo».
Mejor dicho, la conclusión a la que se quiere llegar es que, para dar de sí
todo lo que puede, el pueblo necesita unos guías adecuados. Sin duda, en
esta convicción de que hay que canalizar al pueblo también estriba la razón
de la multiplicación de héroes.
Importa que cada conflicto esté vinculado con uno o dos nombres en
los que reconocerse pero que simbolicen asimismo el mando. El caso más
patente es el de la guerra del Pacífico, de la que Méndez Núñez pasa a ser
el verdadero símbolo. Ya recalcamos cómo se distorsionaron sus palabras,
resultado de una orden de arriba. Álvarez Giménez llega a transformar la
fórmula, impersonal en un principio, en una frase en primera persona del
singular, dando así una curiosa vuelta a su significación. En pleno comba-
te, el gran hombre exclama: «Yo quiero honra sin barcos / antes que bar-
cos sin honra».12 Otro acto espectacular del conflicto ha pasado a la pos-
teridad y se debe a Victoriano Sánchez, al mando de la fragata Almansa.
Cuando su nave, alcanzada por el fuego enemigo, empieza a arder, prohí-
be que se intente apagar el incendio con agua, por miedo a que se moje
también la pólvora. Manda seguir disparando, con el riesgo de que todo el
barco vuele por los aires en cuanto arda esa misma pólvora. El episodio
está transcrito en cinco de las piezas sobre este conflicto, si bien su prota-
gonista solo se nombra en una (El honor español). Las otras hacen de la
anécdota una prueba, entre otras muchas, del heroísmo de los marinos
españoles y de la importancia que confieren al honor.
Más sorprendente, en El ángel salvador de España o La fragata
Numancia después de la victoria, el dramaturgo atribuye el hecho a Mén-
dez Núñez. Se trata de subrayar lo ejemplar del gesto antes que a su autor,
ya que, de todos modos, el honor es la virtud mejor difundida entre los
españoles. Esta focalización en la figura de Méndez Núñez subraya asi-
mismo hasta qué punto este hombre se había convertido en el símbolo del
conflicto o, por lo menos, cuánta falta hacía que lo fuera. El proceso
recuerda, guardando las proporciones, lo que hizo el absolutismo al exal-
tar tanto las figuras de Daoíz y Velarde. Demange explica que ello permi-
tía colocar en el centro del episodio a dos militares, es decir, que se opera-
ba así una vuelta hacia las instituciones, el orden, ahuyentando al mismo
tiempo al pueblo, considerado hasta entonces actor privilegiado de la
sublevación.13 Es necesario ofrecer héroes, guías, al pueblo. Este, si lo
dejan solo, no es sino una masa incapaz de reflexionar y, por ende, peli-
14 Luis Mejías y Escassy, El triunfo de la marina española en las aguas del Perú, cua-
dro II, esc. 3.ª, f. 30.
15 Enrique Ceballos Quintana, La Covadonga, cuadro II, esc. 2.ª, f. 13a.
16 A propósito de las obras sobre el Dos de Mayo apunta Demange: «Ce que montre
le théâtre historique et patriotique c’est comment le citoyen transcende, pour son plus
grand bonheur, l’individu. Le sacrifice n’est plus synonyme d’échec mais de victoire:
il grandit l’individu et lui vaut la reconnaissance de la société». Christian Demange, Le Dos
de Mayo, p. 213.
280 La construcción de la nación
hermano el marqués, así que, para evitar los escándalos, la mujer lee la
prensa y se exalta a escondidas. La declaración de guerra de España a
Marruecos en 1859 la hace entrar en razón, borra su curiosidad por los dia-
rios y la lleva a reconocer, en la penúltima escena, que «poco a poco he
conocido / que no nacen las mujeres / para arreglar en su casa / congresos
y gabinetes; / que esos negocios al hombre / con justicia pertenecen / pues-
to que llegando el caso / el hombre es quien los defiende».19 Así se aparta
definitivamente a las mujeres de la esfera pública, por la que no pueden
interesarse ni siquiera en el ámbito privado. El cinismo —¿inconsciente?—
del autor resplandece en su dedicatoria a… la condesa del Águila.
Los espectadores dedican una calurosa acogida a la obra puesta en
escena en Sevilla y el crítico que hace la reseña del estreno alaba una pro-
ducción que para él no es únicamente patriótica, sino que supera esta esfe-
ra por el universalismo alcanzado. Las situaciones y los personajes allí
esbozados «siempre enseñan y agradan».20 El dramaturgo sigue perfecta-
mente el sentido de la historia descrito por Serrano, según el cual «el
siglo XIX fue subordinando cada vez más, jurídica y económicamente, la
mujer casada a su marido».21 Subrayemos, sin embargo, que la misoginia
goza de una larga tradición teatral y es un tema para hacer reír. Así debe
entenderse, sin duda, esa agudeza de Botalón en La Covadonga. El criado
encarna una especie de sabiduría popular y recalca, a propósito de la curio-
sidad de las mujeres: «de buenas ganas / comieran siempre manzanas / si
siempre hubiera ocasión».22
19 Ramón Lon de Compañy, ¡Al África!, acto II, esc. 8.ª, p. 48.
20 Ángel Pío de Bries, «Miscelánea», Revista de Ciencias, Literatura y Arte, 2556
(diciembre de 1859), p. 639. Incluso en su valoración del arte teatral maneja conceptos
antiguos, ya que estamos muy cerca del «enseñar deleitando».
21 Carlos Serrano, «Mariana Pineda», p. 120.
22 Enrique Ceballos Quintana, La Covadonga, cuadro III, esc. 3.ª, f. 22a.
La ideología de este teatro y sus contradicciones 283
quiere convencer para que vaya a luchar sin resistir; pero no solo. Antes
que nada, el teatro de actualidad militar escenifica la patria en que se reco-
nocen los que la escriben y la parte acomodada del público. Esta produc-
ción es patriótica por más de una razón y aprovecha las circunstancias para
construir la patria soñada, para edificar una sociedad «ideal», tal y como la
conciben los que, teóricamente, solo están describiéndola.
El ascenso social
Lo vimos: la mayor parte de los autores pertenecen a la clase media o
media-alta y aspiran a ciertas comodidades, a un reconocimiento de sus
pares. Los casos, mucho menos numerosos, de dramaturgos de humilde
extracción (Pitarra, Jaume Piquet…) parecen ofrecer un ejemplo de ascen-
so social a partir de su integración en el mundo teatral. Un solo autor es
noble, lo que demuestra que, si existen puentes posibles, siguen siendo la
excepción. Cuando la nueva clase media que apoya a Isabel II está conso-
lidándose aún, lo que exponen estas obras es toda una teoría del ascenso
social.
De manera patente, el combate es un elemento legitimador. Porque
contribuyó a la salvación, a la grandeza de la patria; el hombre encuentra
en su participación en los conflictos su justificación, el lugar que se mere-
ce en la sociedad. Esta concepción se transparenta claramente en los títu-
los del reino que los monarcas españoles distribuyen a los generales para
agradecerles los servicios prestados a la patria. Para la guerra de África,
O’Donnell recibe el ducado de Tetuán y la grandeza de España, mientras
que Ros de Olano pasa a ser marqués de Guad-el-Jelú porque sus tropas
decidieron la victoria en esta batalla. Echagüe también es recompensado
por su actuación a lo largo de la campaña y recibe el título de conde del
Serrallo. En cuanto a Zabala, se convierte en marqués de Sierra Bullones.
La misma lógica, aunque en un grado menor, se reproduce en las
obras. Numerosos argumentos giran alrededor de una historia de amor en
que el joven no es digno de su amada por diversas razones. El caso más fre-
cuente pone en escena al futuro suegro —veterano de otros conflictos, la
guerra de la Independencia las más de las veces—, que considera al pre-
tendiente demasiado cobarde como para estar a la altura de su hija (¿o de
un héroe como él?). El anuncio final de la salida del enamorado, que se
alista voluntariamente, camino de la guerra hunde al público en la mayor
284 La construcción de la nación
la hija del marqués. Este se enamora de Emilia, quien, gracias a este amor,
deja de ser la joven atolondrada que era. Vuelve Lorenzo, vivo y cubier-
to de gloria. Cuando descubre que su amada es noble entiende que tanta
diferencia social los acaba de separar definitivamente, lo cual niega
rotundamente el marqués, movido por la felicidad de su hija, y también
porque «el joven que ha comprado con su sangre esa cruz, es acreedor a
todo: Lorenzo, esta es su recompensa de usted! (Toma a Luisa de la mano
y la da a Lorenzo)».23
23 Felipe Carrasco de Molina, La última pincelada, acto III, esc. 15.ª, p. 61. La cruz
ganada por Lorenzo es la de San Fernando, la recompensa militar de mayor prestigio y
valor.
24 Francisco Pareja y Artecho, Caridad y patriotismo, La Habana, Impr. El Iris, 1872,
acto II, esc. 13.ª, p. 37.
286 La construcción de la nación
Pancho,25 con lo que deja claro de nuevo que la medida justa, el término
medio, es el ideal de las categorías sociales emergentes.
Algunos dramaturgos van más lejos y, en vez de sufragar a sus perso-
najes una nobleza (de comportamiento), les permiten volver a comprar el
bien más preciado que existe: el honor. En El renegado, luchando a pecho
descubierto, Diego gana la plaza enemiga. Cuando sus jefes quieren
recompensarlo confiesa un pasado vergonzoso: desertó y por eso lleva años
viviendo en territorio africano. El capitán le promete que todo quedará
olvidado, ya que combatiendo se borra cualquier mancha, y concluye:
«con sangre en campaña / se lavan faltas de honor».26 Alberto el renegado
desarrolla y amplía el mismo esquema: el renegado que se salva por sus
acciones en el campo de batalla ha huido de la justicia española a conse-
cuencia de un asesinato. De alta cuna, vive durante años en el lujo y el
desenfreno hasta encontrarse sin un duro. Abandonado por todos, inten-
ta en vano suicidarse. Luego, bajo el impulso de una pasión desdichada,
mata a una persona. El sacrificio por la patria salva a los criminales, y a
Alberto le confiere además la verdadera nobleza, la que había usurpado al
nacer entre la aristocracia.27
Una obra introduce una distorsión inquietante dentro del corpus: Un
voluntari de Cuba o L’honra de un jornaler, de Jaume Piquet. Peret, el
mejor obrero de la fábrica, está enamorado de Erminia, la hija del patrón,
y su amor es correspondido. Pero ella es la prometida de Paco, un tenien-
te supuestamente de buena familia y adinerado que abofetea al atrevido
El honor
Si ocasionalmente encontramos una condena de la aristocracia (cuan-
do es decadente), el anatema se lanza en nombre de los valores de la noble-
za y no de los de la nueva clase ascendente. El dinero es muy importante,
pero el honor sigue superándolo todo y constituye la primera de las virtu-
des. La superposición de antiguos valores, de modelos llegados del pasado,
frena el liberalismo económico. En el ámbito literario, ya vimos el peso del
costumbrismo en el teatro de actualidad militar; en realidad, la concep-
ción romántica empapa todos los aspectos del texto. La tendencia parece
facilitada por el hecho de que, en 1859-1860, esas obras deben servir para
hablar de un conflicto también pasadista. Para Lecuyer y Serrano, la gue-
rra de África estuvo «marcada por sueños medievalistas» y fue, al fin y al
cabo, una «guerra romántica» en la que dominó «la exaltación de ciertos
valores del pasado en detrimento del presente».28
En el ámbito teatral, el profesor Rubio Jiménez recalca, para mediados
del siglo XIX, «la vigencia de las categorías acuñadas por el romanticismo tra-
dicional». Para muchos, estas categorías hunden sus raíces aún más lejos y,
en 1845, Ayala, en un debate sobre la oportunidad de imitar a los drama-
turgos del XVII, defiende una visión de la historia y de las ideas cuya expre-
sión más perfecta se halla en Calderón: «el espíritu de cruzada contra el
moro como base de la nación española, el patriotismo, el sentimiento infle-
xible del honor, la monarquía católica como medio de cohesión social».29
37 Estas son las palabras del entonces embajador de Francia en Madrid, señor Rever-
seaux, reproducidas por Carlos Serrano en Final del Imperio, p. 43.
38 Manuel Vigo, Andrés el repatriado, acto I, esc. 6.ª, p. 17. La cursiva es mía.
39 José María Gutiérrez de Alba, Los españoles en Méjico, acto I, esc. 2.ª, p. 9.
40 Jacqueline Covo, «Chronologie de l’intervention française et de l’Empire», en
Daniel Meyran (ed.), Maximilien et le Mexique (1864-1867), Perpiñán, Presses de l’Uni-
versité de Perpignan, 1992, pp. 35-36.
La ideología de este teatro y sus contradicciones 291
En busca de enemigos
En este contexto de guerra civil, de separatismo, lo que definen esas
obras, ante todo, es un ideal de convivencia. No hay más constante que la
tonalidad liberal, ni otros rasgos constitutivos que los valores de siempre,
los que sientan una España eterna: catolicismo, honor y valentía. Las
nuevas clases ascendentes no parecen capaces de definir un proyecto
tan abrir el armario donde debe estar el secreto del submarino, pero, como
hombre precavido que es, Peral ha encerrado allí a su ayudante (!), quien
dispara a los ladrones. Mata a dos de ellos a balazos y a los otros dos con
su espada. La perfidia inglesa ya se había revelado al principio de la obra,
cuando dos capitanes de la Armada anglosajona recibieron la orden de
bombardear el submarino. El desenlace es muy favorable para España, ya
que no solo se salva el invento, sino que este permite recuperar Gibraltar.
Además de pecar de estrafalaria y de estar muy mal escrita, la obra no pre-
senta ningún proyecto nacional, y el único elemento unificador parece ser
la persona real. Se afirma el apego a una monarquía, a una dinastía, y ya
no a una nación, en contradicción flagrante con el principal aporte de la
Revolución francesa y del final del Antiguo Régimen.47 Así, los dos capi-
tanes ingleses solo pueden comprobar lo difícil que les va a resultar recu-
perar a Gibraltar ahora, ya que el español «es un león / que vive para ese
infante».48
Este es el mensaje también de El buque submarino, pretexto para esce-
nificar el mundo de la Restauración —su ala militar sobre todo—, en una
especie de canto de autocelebración. El tercer cuadro suspende la acción y
no tiene más justificación que la de presentar a la buena sociedad. El
espectador se ve sumergido en una noche de baile en los salones del gene-
ral. Este ha convocado a Peral para darle un pasaporte que le permita acu-
dir a Madrid y, sobre todo, para contarle un apólogo acerca de la bendi-
ción eterna que sobre él verterá la patria por el submarino. La forma del
apólogo subraya la poca teatralidad de un cuadro muy artificial. Pero el
público puede contemplar así al general, a su esposa y a sus invitados. Se
afirman la sumisión y la lealtad a la monarquía restaurada, encarnada en
la persona de la regente María Cristina, presentada «como siempre / de
bondad siendo un modelo». Algún enemigo hacía falta, así que en el fondo
de una taberna gaditana están reunidos un inglés y un alemán que se bur-
lan abiertamente de España, con la ignorancia —y la inconsciencia— que
les caracteriza. Andrés, el ayudante de Peral, se encarga de aleccionarlos.
En última instancia, esta pieza es una alabanza a las clases que apoyaron la
47 Bien recalcaba Elorza la «confrontación radical […] [del] “Vive la Nation” frente
al “Vive le Roi” que marca la pugna definitiva en el amanecer del 10 de agosto de 1792».
Antonio Elorza, «Las ideologías de resistencia a la modernización y el nacionalismo», His-
toria Contemporánea, 4 (1990), p. 342.
48 Ezequiel Alcalde Varela, ¡¡Viva Peral!!, acto I, cuadro III, esc. 17.ª, p. 30.
296 La construcción de la nación
49 Enrique Sáez Viruega, El buque submarino, acto I, cuadro VI, esc. 12.ª, p. 39 para
esta cita y p. 38 para la anterior.
50 Fernando Viñas, Viaje a Cádiz, acto I, cuadro I, esc. 2.ª, p. 9.
La ideología de este teatro y sus contradicciones 297
51 Enrique Saez Viruega, El buque submarino, acto I, cuadro II, esc. 5.ª, p. 18.
52 Casiano Balbás, Españoles sobre todo, acto I, esc. 3.ª, p. 19.
53 Pierre Vilar escribe: «le patriotisme tourne au nationalisme quand il combine deux
complexes: supériorité, infériorité, nostalgie de grandeur, crainte du mépris des autres». En
«Les concepts de ‘nation’ et de ‘patrie’», p. 89.
La ideología de este teatro y sus contradicciones 299
siglo XIX y la relegaron al lado africano o, por lo menos, fuera del conjun-
to europeo, para conferirle esa dimensión tan exótica que buscaban. En El
pabellón español en África, el autor recuerda que los españoles pertenecen
efectivamente a Europa, por si alguno sintiera ganas de hacer que África
empiece justo al sur de los Pirineos.54
Para otros, esta pertenencia a Europa no ha sido cuestionada, pero
España perdió el prestigioso rango que ostentaba antes. España triunfante
en Marruecos o La toma de Tetuán empieza con una declaración triunfante
y triunfal del sargento, para quien la victoria ya es segura, y que predice
que, gracias al «amor nacional» y al «espíritu patrio», dormidos durante un
tiempo pero ahora despiertos, los españoles «alcanzaremos otra vez el alto
puesto que ocupamos en otras épocas entre las naciones más poderosas de
Europa».55 La imagen del sueño permite, una vez más, inmovilizar la
nación, suspenderla en el tiempo: no hay ninguna evolución; el ser inma-
nente y permanente de la patria solo estaba dormido.
Esta especie de orgullo frente a Europa, esta voluntad de exhibición,
es constante entre los dramaturgos, que hablan de la guerra de África
como si la suerte de España en el seno del concierto europeo hubiera
dependido de ese momento. De hecho, es la primera vez desde la guerra
de la Independencia, que la Península ofrece una demostración de su
«potencia armada» contra un enemigo que no sea interno. Aprovecha para
ajustar cuentas con los adversarios de ayer o de hoy, y en Españoles a
Tetuán, domina a sus dos rivales, francés e inglés. El general pregunta:
¿Quién acallará el rugido de nuestros leones? ¿Quién amenguará nuestro
brío? ¿La intervención extranjera? ¿Qué nos importa? Para nada la necesita-
mos, somos españoles: Francia, Inglaterra, vengan con sus águilas y sus escua-
dras, que venga la orgullosa raza de la altiva Albión. La vieja y engañada Euro-
pa que atónita nos contempla, que nos admire de hoy más.56
54 José Martínez Rives, El pabellón español en África, acto III, esc. 1.ª, p. 40, donde los
españoles son llamados «hijos de Europa».
55 Miguel María Jiménez, España triunfante en Marruecos o La toma de Tetuán, acto
I, esc. 1.ª, f. 2b.
56 Españoles a Tetuán, acto I, esc. 15.ª, f. 12a.
300 La construcción de la nación
61 José María Gutiérrez de Alba, Los españoles en Méjico, acto I, esc. 8.ª, p. 24.
302 La construcción de la nación
62 José María Jover Zamora, La civilización española, pp. 142, 143 y 153, respecti-
vamente.
CONCLUSIÓN
6 Lisa P. Condé, Women in the theater of Galdós: from Realidad (1892) to Voluntad
(1895), Lewiston, E. Mellen, 1990, pp. 273-274.
306 Conclusión
7 «La construction des nations et leur entrée dans la modernité se font à reculons:
affirmation d’un hier bienheureux et intangible plutôt que promesse de lendemains qui
chantent». Anne-Marie Thiesse, La création des identités nationales, p. 160. La traducción
es mía.
8 «[elle] provoque une véritable crise de conscience en révélant l’inanité de certains
rêves, certaines ambitions»; «une arme de plus dans le combat de la bourgeoisie pour
conquérir à son usage exclusif le pouvoir politique et économique». Marie-Claude Lecuyer
y Carlos Serrano, La guerre d’Afrique, p. 176. La traducción es mía.
Conclusión 307
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Salvo indicación contraria, se trata de publicaciones diarias.
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de 1887, y años 1889 (faltan los números de enero y diciembre), 1894, 1895
y 1896.
Para Galicia
El Avia Ilustrado (Ribadavia, Orense), semanario, de septiembre a diciembre de
1897 y de febrero de 1898 a febrero de 1899.
Diario de Santiago, de septiembre de 1893 a marzo de 1894.
El Eco de la Verdad (Santiago de Compostela), semanario, de marzo a noviembre
de 1868.
El Eco de Santiago, del 27 noviembre de 1896 al 10 marzo de 1897 y de abril a
julio de 1898.
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octubre a diciembre de 1895, de abril al 7 de junio de 1896, de julio al 11
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Fuentes 337
Para Madrid
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de 1868.
La Correspondencia de España, años 1869, 1870, 1871, 1872, 1873, 1874, 1875,
1876, 1877, 1878, 1879, 1880, 1881, 1882, 1883, 1884, 1885, 1886,
1887, 1888, 1889, 1890, 1891, 1892, 1893, 1894, 1895, 1896, 1897 y de
enero a junio de 1898.
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septiembre de 1869 a mediados de enero de 1870, de octubre de 1893 a
febrero de 1894, enero de 1895 y de mayo a diciembre de 1895.
La Discusión, de agosto a diciembre de 1859.
El Enano, semanario, de abril a diciembre de 1892.
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La Gaceta de Madrid, de julio de 1859 a junio de 1860, y años 1897, 1898 y
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bre de 1897 al 11 de marzo de 1898 y del 3 de marzo al 21 de abril de 1899.
El Látigo, semanario, de octubre de 1889 a febrero de 1890.
El Museo Universal, bimensual, de abril a diciembre de 1859.
La Semana Madrileña, semanario, 1883.
El Tábano, semanario, de junio de 1870 a octubre de 1875 (pero la publicación
se suspendió varias veces, incluso durante meses).
El Teatro, semanario, del 4 de octubre de 1870 al 19 de enero de 1871.
Para Sevilla
La Andalucía, 1859-1860, febrero de 1861, de mayo de 1866 a octubre de 1866,
de mediados de septiembre de 1868 a abril de 1869, y enero y febrero de 1878.
El Arte Taurino y Teatral, semanario, de julio a octubre de 1895.
El Noticiero Sevillano, de finales de marzo a junio de 1893, de septiembre a
diciembre de 1893, de enero a mediados de febrero de 1894, de octubre de
1895 a enero de 1899, y noviembre y diciembre de 1899.
Revista de Ciencias, Literatura y Arte, mensual, finales de 1859, n.os 2552-2556, y
principios de 1860, n.º 2257.
Para Valencia
Las Provincias, de enero de 1866 a marzo de 1867, del 20 de septiembre de 1868
al 15 de marzo de 1869, de enero de 1870 a junio de 1870, de octubre a
diciembre de 1893, de octubre de 1895 a marzo de 1897, de enero al 7 de
marzo de 1898 y del 15 de abril al 30 de junio de 1898.
El Rubí, semanario, de julio de 1860 a junio de 1863.
El Valenciano, de octubre de 1859 a junio de 1860 y de octubre de 1860 a sep-
tiembre de 1861.
INTRODUCCIÓN .................................. 9
TEATRALIDAD Y REPRESENTACIONES . . . . . . . . . . . . . . . . 57
La puesta en escena . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57
Los actores . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 69
Escenógrafos y escenografía . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 84
Los lugares de representación: teatros públicos, teatros privados
y salones particulares . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 90
DIFUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
Cifrar el éxito . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 95
¿Quién es este público? . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 98
¿Se consigue llegar al espectador esperado? . . . . . . . . . . . . . . . . 106
342 Índice
CONCLUSIÓN . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 303
FUENTES . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 335
Este libro
se terminó de imprimir
en los talleres gráficos
de Octavio y Félez, S. A. de Zaragoza
en mayo de 2010
Títulos de Ciencias Sociales
78
ciencia
S ociales L as obras de teatro patriótico referi-
das a la actualidad militar peninsular constituyen una producción
M arie Salgues, hispanista francesa, es
profesora titular en la Universidad de París
Últimos títulos recurrente entre 1859 y 1900 que permite vislumbrar la imagen VIII. Especialista en la historia cultural de la
soñada que tenían de España ciertas élites. Presentan una España España decimonónica, ha coeditado las obras
Vicente Pinilla Navarro (ed.)
unida, fuerte, a punto de recuperar su rango de gran potencia colectivas La escena española en la encrucija-
Gestión y usos del agua en la cuenca
del Ebro en el siglo XX mundial. En el espejo del discurso que construyen y difunden se da (1890-1910), con Serge Salaün y Evelyne
Ricci, y Sombras de mayo. Mitos y memorias
Teatro patriótico
mira el público más o menos adinerado que podía acudir al tea-
Juan Mainer (coord.) de la Guerra de la Independencia en España
Pensar críticamente la educación escolar. tro. La presencia en las funciones ratifica la adhesión a la política
y la acción de los gobernantes. El inmovilismo absoluto de la (1808-1908), con Christian Demange, Pierre
Perspectivas y controversias historiográficas
Marie Salgues
y nacionalismo en España:
visión que transmite este teatro de forma camaleónica, que se Géal, Richard Hocquellet y Stéphane Michon-
Richard Hocquellet neau. Al igual que sus demás investigaciones,
adapta a todas las modas teatrales, explica el desfase cada vez
Resistencia y revolución durante la Guerra estas obras analizan múltiples representacio-
mayor que se instaura entre la patria que pregona y la que manda
1859-1900
de la Independencia. Del levantamiento nes de la España contemporánea.
patriótico a la soberanía nacional a morir a sus hijos, de manera casi continua, a lo largo de todo el
periodo estudiado.
Xavier Darcos
La escuela republicana en Francia:
obligatoria, gratuita y laica.
La escuela de Jules Ferry, 1880-1905
M.a Pilar Galve Izquierdo
La necrópolis occidental de Caesaraugusta
en el siglo III. (Calle Predicadores, 20-30,