Cuento Pequeñas Mujercitas, Del Libro Insolitas
Cuento Pequeñas Mujercitas, Del Libro Insolitas
Cuento Pequeñas Mujercitas, Del Libro Insolitas
1 96 1
SOLANGE RODRÍGUEZ PAPPE
PEQUEÑAS MUJERCITAS
las cosas!», vociferaba mi madre si notaba un leve cambio cios que cuento los hacían a la vista general de toda la po-
de orden entre alguno de los cientos de objetos recolecta-- blación sin ningún pudor o recato. No vi hijos ni embarazos
dos y luego me daba unos buenos bofetones con la mano entre las mujercitas, todas jóvenes y magras. Lo que sí, me
abierta o un golpe de cinturón en las palmas. «Aprende de parecieron bastante hedonistas por no decir indecentes.
tu hermano, que jamás da qué hacer». Obvio, desde que A media tarde sonó el teléfono. Contesté con una mez-
tenía memoria Joaquín había pasado jugando en la calle, cla de coraje y desconcierto por las mujercitas que aho-
con sus carritos, con su bicicleta, con sus patines, con su ra dificultaban mi limpieza de ia sala. Era mi hermano
pandilla, con sus noviecitas. Se había negado a ser uno de Joaquín que me pedía un espacio en la casa para pasar la
los tantos adminículos de colección de mi madre. noche porque su esposa lo había echado otra vez a la calle.
Una vez en el asilo, mis padres no necesitarían nada más «Se dio cuenta de que no terminé la relación con Pamela,
que lo esencial, así que llevaba casi una semana separando como le prometí. Tú sabes que mamá siempre me daba una
en pilas lo que donaría a la caridad, lo que regalaría, ven- mano en ese asunto y me dejaba dormir en el sofá». «Estoy
dería y subastaría a buen precio; y también con lo que iba aseando la casa, todo está revuelto y lleno de polvo. Pero
a quedarme para observarlo y ponerle ias manos encima, si crees que puedes soportarlo, pues ven». «Gracias», me
pero primero había que deshacerse de toda la suciedad. dijo, «no sé qué ha tenido siempre ese sofá, que me hace
Entre los cachivaches de la cocina hallé algunas lagartijas, dormir muy bien». Entonces sentí escalofríos.
una rata y hasta un murciélago muerto. Incluso, si lo pen- Armada con una escoba fui a barrer la ciudad de las
saba con cuidado, la rata parecía ser el cadáver de un viejo mujercitas. Con la fuerza de mis escasos kilos, le di la
hámster que perdimos en la infancia. Mientras perseguía vuelta al sillón y, cuando estuvo patas arriba, a escobazo
con un zapato a unas arañas, vi a la mujercita desnuda limpio como una ama de casa experta en matar insectos
atravesar el salón en pleno grito de guerra. Entre todas esas rastreros, dispersé, sacudí y victimé a las que pude. No fue
rarezas que descubría, una pequeña mujer salvaje corriendo fácil, pelearon lo suyo y tenían dientecitos filudos; pero
por ahí no me parecía tan increíble. en menos de una hora ya habían desalojado el sofá. Una
Miré bajo el sillón y, tal como me lo había imaginado, que otra se escapó en dirección de los dormitorios, pero
existía toda una civilización de diminutas mujeres haciendo estaba segura de que solo había sido un pequeño número
su vida. Algunas estaban sentadas en grupos muy juntas, en comparación con todas las que eliminé. Justo cuando
peinándose el cabello entre ellas, contándose cosas y rien- volví a colocar ei mueble en su posición original, sonó el
do; unas más fumaban, tumbadas, trozos de hojas arran- timbre. Joaquín me sonrió encantador como Clark Gable
cadas a un helecho cercano al sofá; y otras se trenzaban desde el otro lado de la mirilla. Juntos pusimos en la vereda
en guerras de placer lamiéndose el sexo y los pechos por las fundas llenas de mujercitas que yo ya tenía listas para
tumos, mientras se mordían los dedos de sus minúsculas que se las 11evase el camión recolector.
manitos o emitían agudos gemidos de gozo. Estos ejercí-
1 100 1 1 101 1
INSÓLITAS SOLANGE RODRÍGUEZ PAPPE
Tomamos como cena rápida una sopa de sobre. De vez queñas mujercitas sobrevivientes se agrupaban en el suelo
en cuando la vista se me iba al piso al ver pasar a una que y armaban una estrategia de defensa.
otra mujercita correteando mientras se tiraba de los cabe- Una de ellas se escaló temerariamente al sofá y exploró
llos o lloraba con la boca abierta, vagando sin rumbo. Pero con curiosidad el cuerpo de mi hermano. No sé si había
yo procuraba no prestarles atención, mientras mi hermano hombres pequeñitos en su mundo, pero dar con uno bas--
me contaba los detalles de su sofisticada vida como asesor tante grande la tenía fascinada: olisqueaba y mordía su piel
de un político, de los viajes que realizaba, de las personas mientras Joaquín se rascaba aquí y allá. Más mujercitas
que conocía, mientras yo apartaba de un puntapié discreto lograron trepar y fueron a pararse en su pecho peludo,
a las mujercitas que intentaban subirse por mi pierna. agazapándose y rodando entre el vello; y otras tantas ins-
«Yo no quiero tener que elegir a ninguna mujer porque peccionaron el bulto que se adivinaba entre sus pantalo-•
la impresión que tengo es que ellas, más bien, quieren que nes. Se las veía cómodas en esa tierra nueva que habían
elija para tener pretextos para sus batallas. Los hombres somos descubierto.
para las mujeres un motivo más para su guerra, y no: yo Antes de salir, dejé la luz de la cocina encendida. Me
me niego a ese juego. Estoy feliz con las dos, con las tres, acerqué en silencio a Joaquín, que respiraba con un ritmo
con las cuatro que haya en mi vida», y yo fingía un picor pesado, mientras numerosas mujercitas armadas se empe-
en la pierna para espantar a la mujercita que me clavaba ñaban en trepar con escándalo a su entrepierna. Él exhi-
una flecha vengativa en la rodilla. Sí que era miserable bía una desparpajada sonrisa de placer que venía desde el
Joaquín, que había vuelto a la infidelidad contumaz una fondo de su cerebro de varón satisfecho. Sentí un fastidio
postura filosófica. Lo pensé, no lo dije. Más bien le sonreí profundo. Tomé sin hacer ruido las llaves de su coche de
con un gesto muy parecido a la complacencia. Tal como la mesa mientras más y más mujercitas despelucadas y
lo hacía mamá. feroces llegaban a revisar el estado de su nueva colonia.
Antes de dormir, mientras yo llevaba los trastos a la Cuando cerré la puerta y le eché doble llave atrancando
cocina, lo vi sacarse la ropa en la penumbra de la sala, la salida, me pregunté si los gemidos de mi hermano, que
iluminado solo con la luz eléctrica de la calle. Mi herma- alcancé a escuchar del otro lado del umbral, serían de dolor
no era un hombre muy bello. Alto, de musculatura firme, o de placer.
con una sólida nuez de Adán atravesándole el cuello fuerte,
y un par de brazos vigorosos, fraguados en el gimnasio y
en los ejercicios de pulso con otros hombres tan competi-
tivos como él. Mientras se lanzaba al sofá, semidesnudo,
listo para entrar al mundo de los sueños, buscando seguir
también allá la conquista de espacios y de hembras, las pe-
1 102 1 1 103 1